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Educación y sociología / Emile Durkheim homo sociologicus ediciones península j

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Page 1: Educación y sociologia Emíle Durkheim digital

Educación y sociología

/

Emile Durkheim

homo sociologicus ediciones península j

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>í <■»£/* LA C t tV f f i iC iQ Ú

//» 5i o, -nÉm ile D urkheim

^ E D U C A C IÓ N Y SOCIOLOGÍA

Prefacio de Maurice Debesse

Epílogo de Joan Volker

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La edición origina! francesa fue pub licada bajo el títu lo Éducatioti e t sociolugie, p o r Presses U niversitaires de France, París, 1973.© L ibrairie Félix Alean, 1922.

T raducción de Janine M uís de Liarás.

C ubierta de Loni Gcest y Tone H overstad .

P rim era ed ición : ju n io de 1975.P ropiedad de es ta edición (incluyendo la traducción y el diseño de la c u b ie r ta ) : Edicions 62 s¡a., Provenza 278, Barcclona-8.

Im preso en C onm ar Color, C orom inas 28, H osp ita le t del H o b reg at D epósito legal: B. 26.379-1975 ISBN7: 84-297-1106-6 .

Prefaciol - i1Afamado sociólogo, Ém ile Durklicim es al p ropio tiem ­

po uno de los «clásicos» de la pedagogía francesa. En vida, ya im prim ió su sello personal a és ta a través de sus enseñanzas; m ás adelante, ha hecho p e sa r sobre ella su influencia po r m edio de sus libros: Educación y sociolo­gía, La educación m oral y, finalm ente, La evolución peda­gógica en Francia, que fueron publicados después de su m uerte m erced a los desvelos de su discípulo Paul Fau- connet. R esultaba, pues, tan n a tu ra l com o necesario que los educadores de hoy en día pudiesen refe rirse fácilm en­te a los textos m ás im portan tes de Durkheim , y debem os congratu larnos de la feliz iniciativa tom ada p o r «Les Pres­ses U niversitaires de France» al reed itar, cuaren ta años después de su publicación en 1922, Educación y sociología, obra agotada en las lib rerías desde hacía m ucho tiem po.

Kste pequeño pero inestim able volumen, com puesto de cua tro ensayos que da tan de los p rim eros años de nuestro siglo, b rin d a al lec to r aprem iado p o r el tiem po la venta­ja de ser a la vez breve y de am ena exposición. Pero ante todo, tiene el gran m érito de p lasm ar los conceptos fun­dam entales de D urkheim . P or añad idura, se ve avalorado p o r una d ila tada y excelente in troducción debida a la plu­m a de Fauconnet. Si bien no tuve el hono r de conocer a D urkheim , fallecido en 1917, fui en cam bio alum no de su discípulo, a quien quiero ren d ir parias. Paul Fauconnet, sociólogo tam bién él y su s titu to de cá ted ra de pedago- gia en la Sorbona después de la P rim era G uerra M undial, abo rdaba los problem as que p lan tea la educación con un a tractivo a la p a r pene tran te y lúcido. Yo adm iraba pro- I (indam ente la sutileza y la agudeza de su m ente. Poseía una de las inteligencias m ás p rec laras que me haya sido «ludo conocer jamás. Murió de form a liarlo prematura.

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Aquéllos que siguieron sus enseñanzas le deben el descu­brim ien to de la obra pedagógica de su M aestro, y, a tra ­vés de ésta , el de la reflexión socio-pedagógica.

Al igual que todos los clásicos, D urkheim es, an te todo y en el sentido am plio de la palabra, un rep resen tan te de su época. Su doctrina es fiel testim onio del tiem po en el que le tocó vivir, el de la I I I República, el de la laiciza­ción de nuestra enseñanza pública, de los avances de la g ran industria y del desarro llo de las ciencias hum anas. De tal suerte que se podía ap licar a sus conceptos lo que él m ism o decía con respecto a las investigaciones llevadas a cabo p o r los pedagogos: 110 son m odelos que se deba im itar, sino docum entos sobre el estado de esp íritu de estos tiem pos. Su ob ra define con toda perfección un m o­m ento trascendental en la h isto ria del pensam iento peda­gógico. Y sin el m enor género de dudas, el sociólogo h is ­to riado r que fue D urkheim hubiese gustado de ese elogio, él que no dejó de recalcar la evolución, en el tra n sc u rr ir de los siglos, de las concepciones y de las instituciones pe­dagógicas, bajo los efectos de causas p o r encim a de todo sociales. E sta rela tiv idad que el pun to de v ista h istórico in troduce en la reflexión se me an to ja ser uno de los dos princip ios esenciales de la doctrina pedagógica de D urk­heim.

El o tro es, p o r todos sabido, la im portancia que con­cede a las realidades y a las necesidades de o rden social. Reacciona con fuerza an te el concepto individual de la educación que co lum braba en sus precursores, K ant y H erbart, S tu a rt Mill y Spencer. C ontrariam ente a ellos, considera la educación com o una «cosa inm inentem ente social». La define com o «una socialización de la joven generación p o r la generación adulta». La escuela es, des­de su pun to de vista, «un m icrocosm os social». No se recata en escrib ir que la sociedad «crea en el hom bre un ser nuevo». O tras tan tas aseveraciones clam orosas del so­ciólogo, que han sido repetidas m il y una vez. Y tam bién, d iscutidas. E n efecto, a través de ellas D urkheim en traba en conflicto con las teorías tradicionales. Chocaba con un am plio sec to r de la opinión susten tada po r sus con­

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tem poráneos, pero, al p rop io tiem po, abría nuevos cauces a la reflexión y a la investigación educacionales.

C iertam ente, se puede no co m p artir hoy en d ía todas sus ideas, en tre o tras sus reticencias pa ra con la psicolo­gía, heredadas de Auguste Com te y que se vuelven a en­con tra r, aún m ás exacerbadas, en Alain; o tam bién, su form a de defin ir la pedagogía com o «una teoría práctica», fó rm ula que perm anece bastan te enigm ática a pesar de las explicaciones del au to r; o, incluso, su in justo desdén en lo que concierne a la lite ra tu ra utópica en m ateria de pedagogía.

Tam poco hay que pe rder de vista, a l leer sus obras, el hecho de que m uchos cam bios se hayan producido desde que estos textos fueron redactados. Por una parte , acontecim ientos an iquiladores tales com o las dos guerras m undiales, p o r o tra , una evolución acelerada de la econo­m ía industria l ba jo los im pulsos de inventos técnicos de todo tipo que han transfo rm ado h asta sus m ás profundas raíces nuestras condiciones de existencia. Las ciencias hum anas que D urkheim consideraba com o apenas inci­pientes han realizado progresos indiscutibles. El conflic­to en tre la psicología y la sociología, en el que él partic ipa­ba, ha quedado hoy am pliam ente superado. La psicología ya no es sencillam ente, com o él lo creía, «la ciencia del individuo»; se le ha reconocido al m enos una «dim ensión social». La sociología, po r su parte , se ha desviado de determ inadas teorías durkheim ianas, las de la «concien­cia colectiva» y de las «representaciones colectivas», po r e jem plo; n u estra época enfoca de form a d iferen te a la de él las relaciones existentes en tre la na tu ra leza y la cul­tu ra . La pedagogía, en tan to que investigación científica, se ha encarrilado de form a m uy d iferen te a la que había previsto D urkheim : deja de lado el estudio de los proce­sos h istóricos po r el de la dinám ica de grupo, y p o r el aqu ila tam ien to del rend im ien to escolar m ediante m éto­dos experim entales. El prop io vocabulario se ha ido megy dificando, al m ism o tiem po que la óp tica de Io sinvostí- gadores. En pocas palab ras, el clím ax intelectual ya n a tr es el m ism o: un lec to r m oderno, acostum brado a la ac­

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ción, a los golpes de tea tro y al lenguaje d irecto, co rre el riesgo de verse so rprend ido an te un pensam iento que ex­pone, p rogresa lentam ente, m etódicam ente, con una espe­cie de firm eza tranqu ila , pero que puede parecerle algo form alista.

E sta es la suerte com ún que co rren todas las obras clásicas: a pesar de todo lo que se diga, el tiem po deja en ellas la huella im borrab le de algunas arrugas. Así y todo no es m enos cierto que la aportación , a la p a r h istó­rica y sociológica de D urkheim , represen ta un fac to r m uy im portan te en pedagogía, una adquisición tan capital, qui­zás, com o la del psicoanálisis de Freud. Es un hecho irrefu tab le que la época actual h a tom ado cada vez más conciencia de la im portancia de los fenóm enos de la so­cialización en todos los cam pos de la vida, incluso en los m ás individualistas; el lugar que ocupa lo «colectivo» en los regím enes m arxistas es m uestra fehaciente de ello. E s tam bién un hecho irrebatib le que tenem os, hoy en día, una conciencia m ás aguda que an taño de la ráp ida evolu­ción de nuestra civilización, y de que vivimos bajo el signo del cam bio. Y m al que nos pese, la educación que prodigam os a la juven tud debe tener m uy en cuen ta esos hechos fundam entales. Aun cuando situando m uchas co­sas ba jo o tra perspectiva, el tiem po ha acabado dando la razón a D urkheim en no pocos puntos. Lo que significaba una innovación doctrinal, se ha incorporado desde en ton­ces a nosotros y hace p arte , de aho ra en adelante, de nuestro patrim onio pedagógico.

E n medio de todo, es privilegio de los clásicos el con­servar un in terés siem pre actual a través de problem as que han «tocado y que no han dejado de preocuparnos. Cuando D urkheim escribe «Las transform aciones profun­das a las que han sido som etidas o a las que se ven ac­tualm ente som etidas las sociedades contem poráneas, re ­quieren las transform aciones correspondientes den tro del cam po de la educación nacional», ¿cómo podríam os noso­tros no sen tirnos aludidos? Y cuando añade «Ahora bien, si sabem os perfectam ente que son necesarios determ ina­dos cam bios, lo que no sabem os de m anera concreta es

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cuáles deben ser éstos», ¿quién podría a treverse a a fir­m ar de form a peren to ria que han sido encon tradas hasta el m om ento p resente soluciones verdaderam ente satisfac­torias? Lo m ism o ocurre cuando se dedica a analizar «la crisis» im peran te en n u estra enseñanza secundaria, a subrayar la necesidad y los peligros que en trañ an la espe- cialización de los estudios, a bosquejar u n p rogram a de form ación de educadores. O tros tan tos tem as en tre o tros m uchos que son estudiados en la obra Educación y socio­logía y que siguen siendo de una candente actualidad.

Al re leer hoy este libro , nos dam os cuenta de que de­term inados conceptos de D urkheim que podían chocar cuando su publicación —que, efectivam ente, m e habían chocado en mi juven tud— han perd ido aho ra g ran parte de su im pacto. E sas concepciones se nos han hecho ahora fam iliares. E l c a rác te r d rástico , a veces polém ico, dé las tesis que defendía D urkheim ha ido m enguando en viru­lencia a nuestros ojos. H abiendo tran scu rrido ahora el tiempo necesario pa ra poder aqu ila ta r m ejor su pensa­m iento, nos sentim os sobre todo receptivos a una suerte de sapiencia, algo severa quizás, p e ro razonable y optim is­ta del au to r. Y nos com place reflexionar ju n to con Dur- hheim en las cuestiones de índole pedagógica. Ese clásico no es, y en todo caso ya no lo es, un m aestro dom inante a quien se obedece. Es un am igo a quien se consulta p o r­que siem pre es de buen consejo.

M a u r i c e D f.bf.s sh Profesor de la Universidad de París V

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Introducción: La obra pedagógica de Durkheim

D urkheim enseñó d u ran te toda su vida pedagogía, al p rop io tiem po que sociología. Desde 1887 hasta 1902, s iem pre dio, sem analm ente, una hora de curso de pedago­gía en la Facultad de Letras de Burdeos. I^a m ayoría de sus oyentes pertenecían p referen tem ente al cuerpo de la enseñanza p rim aria. En la Sorbona, asum ió en 1902 el cargo de su stitu to de catedrático de ciencias de la edu­cación, en el que suplió, en 1906, al señor F erd inand Buis- son. H asta su m uerte, dedicó a la pedagogía al m enos un tercio, y a m enudo los dos tercios de su labor educacional: cu rsos ab iertos al público, conferencias a los m iem bros de la enseñanza p rim aria , cursos a los alum nos de la E s­cuela N orm al superior. E sa labor pedagógica ha quedado casi p o r com pleto inédita. P robablem ente, ninguno de sus oyentes la h a abarcado en toda su extensión. En estas pá­ginas, desearíam os com pendiarla en beneficio de nues­tro s lectores.

I

D urkheim no ha dividido su tiem po ni su pensam iento en tre dos actividades d istin tas, ligadas la una a la o tra de form a accidental. Aborda la educación po r la p a rte en que dem uestra que se tra ta de un hecho social: su doctrina sobre la educación constituye u n elem ento esen­cial de su sociología. «Al se r yo sociólogo,.será sobre todo en mi calidad de sociólogo que les hab laré acerca de la educación. P o r añad idu ra , de no p roceder de esta suerte se expone uno a ver y a m o stra r las cosas según un sesgo que las deform a; en cam bio, estoy ín tim am ente convencí do que no existe m étodo m ás idóneo pa ra resa lta r su ver-

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dadera naturaleza.» La educación es un ente em inente­m ente social.

La sim ple observación viene a dem ostrarlo . Ante todo, existen en cada sociedad tan tas educaciones especiales com o m edios sociales d iferentes hay. E, incluso en las so­ciedades igualitarias com o son las nuestras, que tienden a e lim inar las diferencias in justas, la educación varía y debe necesariam ente variar, según las profesiones. No cabe el m enor género de duda que todas esas educaciones especiales se c im entan sobre una base com ún. Ahora bien, d icha educación com ún varía de una sociedad a o tra. Cada sociedad se fo rja un determ inado ideal del hom bre. Pero es precisam ente ese ideal «el que viene a ser el polo de la educación». Para cada sociedad, la educación es « e l/ m edio a través del cual p repara en lo m ás recóndito de los niños las condiciones esenciales de su propia existen­cia». Consecuentem ente, «cada tipo de pueblo d isfru ta de una educación que le es p rop ia y que puede serv ir para definirla al m ism o títu lo que su organización m oral, p o ­lítica y religiosa». Así pues, la observación de los hechos lleva al enunciado de la definición siguiente: «La educa­ción es la acción ejercida po r las generaciones adultas sobre aquellas que no han alcanzado aún un grado de m a­durez suficiente p a ra desenvolverse en la vida social. Tie­ne po r ob jeto el suscitar y desarro llar en el niño u n cierto núm ero de estados físicos, intelectuales y m orales, que exigen de él tan to la sociedad política tom ada en con­ju n to com o el m edio especial al que está destinado p a rti­cularm ente.» En pocas palabras, «la educación es una socialización... de la joven generación».

A hora 'b ien , ¿por qué tiene que ser necesariam ente así? E s «que en cada uno de nosotros, po r así decirlo, existen dos seres que, aun cuando inseparables si no es p o r abstracción, no dejan de ser d istin tos. El uno, está constitu ido p o r todos los estados m entales que nos a ta ­ñen exclusivam ente a nosotros m ism os y a los aconteci­m ientos de nuestra vida particu la r: es lo que se podría denom inar el se r individual. El o tro , es un sistem a de ideas, de sentim ientos y de costum bres, que expresan en

nosotros, no nuestra personalidad, sino el grupo o los grupos d iferentes de los que som os parte in tegrante; ta ­les como, p o r ejem plo, las creencias religiosas, las opi­niones o las prácticas m orales, las tradiciones nacionales o profesionales, las opiniones colectivas de todo tipo. Su con jun to form a el ser social. El co n stitu ir ese ser en cada uno de noso tros, tal es la m eta perseguida p o r la educa­ción». Sin la civilización, el hom bre no pasaría de ser un anim al. Es a través de la cooperación y de la tradición sociales que el hom bre se h a hecho hom bre. M oralidades, lenguajes, religiones, ciencias, son o tras tan tas obras co­lectivas, entes sociales. Ahora bien, es a través de la m o­ralidad que el hom bre forja en sí la voluntad, que se so­brepone al deseo; es el lenguaje el que le eleva po r en­cim a de lo puram ente sensitivo; es en el seno de las re ­ligiones, prim ero, y luego, en el de las ciencias, que se e laboran las nociones card inales de las que está constitu i­da la inteligencia hum ana p rop iam ente dicha. «Ese ser social no existe de origen en la constitución prim itiva del h o m b re ... Es la propia sociedad que, a m edida que se ha ido form ando y consolidando, ha ex traído de sí m ism a esas grandes fuerzas m orales... El niño, al hacer su e n tra ­da en la vida, no ap o rta a ésta m ás que su naturaleza de individuo. P o r consiguiente, a cada nueva generación, la sociedad se encuen tra en presencia de una base casi vir­gen sobre la que se ve obligada a c im en ta r nuevam ente casi p o r en tero . Se hace necesario que, p o r las vías m ás ráp idas, al se r egoísta y asocial que acaba de nacer, su­perponga o tro , capaz de llevar una vida m oral y social. E sta es, en esencia, la obra de la educación.» El atavism o transm ite los m ecanism os instin tivos que perm iten la vida orgánica y, en tre los anim ales que viven en estruc­tu ra s sociales, una vida social b astan te sencilla. Pero no basta p a ra tra n sm itir las ap titudes que supone la vida so­cial del hom bre, ap titudes dem asiado com plejas para po­d e r «m aterializarse ba jo la fo rm a de predisposiciones o r­gánicas». La transm isión de los a trib u to s específicos p ro ­pios del hom bre se realiza a través de una vía que es so­cial, com o sociales que son ellos: es la educación.

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Para la m ente e je rcitada a contem plar las cosas de esta form a, esa concepción sociológica de la naturaleza y del papel que desem peña la educación se im pone con toda la fuerza de la evidencia. D urkheim la denom ina: un axiom a fundam ental. Digamos pa ra h ab la r con m ayor propiedad: una verdad basada en la experiencia. Vemos claram ente, cuando pensam os com o h isto riadores, que la educación d ispensada en E sp a rta es la civilización lace- dem onia creando espartanos para la ciudad laconia; que la educación ateniense, en los tiem pos de Pericles, es la civilización ateniense creando hom bres acordes con el tipo ideal del hom bre, tal com o lo concebía A tenas en aquella época, pa ra la c iudad ateniense y, al p rop io tiem ­po, p a ra la hum anidad , tal com o Atenas se la represen ta­ba en sus vinculaciones con ella. Nos b as ta rá con adelan­tarnos al fu tu ro p a ra com prender en qué fo rm a los his­toriadores in te rp re ta rán la educación francesa en el si­glo xx: incluso en sus in ten tos m ás audazm ente idealis­tas y hum anitarios, es un p roducto de la civilización fran ­cesa; su papel es el de tran sm itirla ; en una palabra, tra ta de c re a r hom bres de acuerdo con el tipo ideal del hom bre que im plica d icha civilización, c re a r hom bres p a ra F ran­cia, y tam bién pa ra la hum anidad , tal com o Francia se la rep resen ta en sus vinculaciones con ella.

Y sin em bargo, esta verdad a todas luces evidente ha sido generalm ente negada, sobre todo en el cu rso de los ú ltim os siglos. T anto los filósofos com o los pedagogos están de acuerdo pa ra ver en la educación una cosa individual p o r excelencia. «Para K ant, escribe D urkheim , tan to p a ra K ant com o p a ra Mili, tan to p a ra H erbart como p ara Spencer, la educación tendría an te todo p o r objeto el realizar, en cada individuo, pero aupándolos a su m ás alto punto de perfección posible, los a trib u to s consti­tutivos de la especie hum ana en general.» Ahora bien, este acuerdo no es una p resunción basada en la verdad. En efecto, sabem os que la filosofía clásica ha om itido casi siem pre el considerar al hom bre real de un tiem po y de un país, e l único que puede ser observable, p a ra es­pecular acerca de una natu raleza hum ana universal, p ro ­

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ducto a rb itra rio de una abstracción llevada a cabo, sin m étodo alguno, sobre un núm ero m uy restring ido de es­pecím enes hum anos. Se adm ite generalm ente hoy en día, que su carác te r ab strac to h a falseado, en gran m edida, la especulación política del siglo x v iii, po r ejem plo: indi­v idualista h asta el exceso, desentendiéndose en dem asía de la h isto ria , legisla a m enudo en a ras de mi hom bre con­vencional, independiente de todo am biente social defi­nido. Los progresos que han experim entado, en el tran s­curso del siglo xix, las ciencias políticas ba jo la influen­cia de la h isto ria y de las filosofías insp iradas p o r la m is­m a h isto ria , p rogresos hacia los que se orien tan , a finales de siglo, todas las ciencias m orales, a su vez la filosofía de la educación los debe experim entar.

La educación es un ente social: es decir, que pone en con tac to al n iño con una sociedad determ inada, y no con la sociedad in genere. Si esa proposición es real, no obli­ga únicam ente a la reflexión especulativa sobre la educa­ción, sino que tam bién debe e je rce r su influencia sobre la activ idad educacional p rop iam ente dicha. De hecho, d i­cha influencia es incuestionable; de derecho, a m enudo es puesta en tela de juicio. Exam inem os algunas de las resistencias que suscita, cuando él la enuncia, la proposi­ción de Durkheim .

Ante todo, se oye la p ro tes ta que podríam os llam ar un iversitaria o hum anista . R eprochará a la sociología el a le n ta r un nacionalism o de m iras estrechas, incluso de inm olar los in tereses de la hum anidad en provecho de los del E stado , e incluso m ás, a los in tereses de u n régi­m en político. En el tran scu rso de la guerra , a m enudo se ha establecido el co n tra s te en tre la educación germ á­nica y la educación latina , aquélla exclusivam ente nacio­nalis ta y toda ella en provecho único del E stado , ésta li­beral y hum ana. N o es m enos cierto , según se ha dicho, que la educación tiene p o r m isión la de ed u car h ijos p a ra la P atria , pe ro tam bién p a ra la H um anidad. En resum i­das cuentas, de diversas form as, se establece un an tago­nism o en tre los siguientes térm inos: educación social, educación hum ana, sociedad y hum anidad . A hora bien, el

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pensam iento de D urkheim está m uy p o r encim a de ob je­ciones de ese tipo. En su condición de educador, jam ás cundió en su ánim o el hacer prevalecer los fines sociales sobre los fines hum anos. E l dec ir que la educación es en te social, no es fo rm u la r u n p rogram a educacional: es sim plem ente d a r fe de un hecho. D urkheim considera ese hecho com o real, p o r doquier, sea cual sea la tenden­cia que prevalezca, aquí o allá. El cosm opolitism o no es m enos social que el nacionalism o. H ay civilizaciones que incitan al educador a s itu a r su P atria p o r encim a de todo, o tras que le incitan a subord inar los fines nacionales a los fines hum anos, o aún m ejor, a arm onizarlos. El ideal un iversalista está vinculado a una civilización sin té tica q u e tiende a com binar todas las dem ás. P o r dem ás, en el m undo contem poráneo, toda nación posee su cosm opoli­tism o, su hum anism o propio , en los que se puede recono­ce r su genio. ¿Cuál es, de hecho, p a ra noso tros, franceses del siglo xx, el valo r relativo de los deberes pa ra con la H um anidad y de los deberes, p a ra con la P atria? ¿cómo pueden e n tra r en conflicto? ¿cómo se les puede conciliar? N obles y difíciles preguntas, que el sociólogo no resuelve en provecho del nacionalism o al definir, ta l com o lo hace, la educación. Cuando aborde esos problem as, tend rá las m anos libres. El hecho de reconocer el ca rác te r social que com pete realm ente a la educación, no prejuzga en lo m ás m ínim o la fo rm a en que se analizarán las fuerzas m orales que requieren al educador en direcciones diver­sas u opuestas.

La m ism a respuesta se rv irá pa ra oponerse a las ob­jeciones individualistas. D urkheim define la educación com o u n a socialización del niño. Pero entonces, razonan algunos, ¿qué es del va lo r del se r hum ano, de la inicia­tiva, de la responsabilidad y del perfeccionam iento p ro ­pios todos ellos del individuo? E stá uno ta n acostum ­b rad o a oponer la sociedad al individuo, que toda doc tri­n a que usa frecuentem ente el térm ino sociedad, parece sacrificar al individuo. E n este punto tam bién, se com ete un yerro. Si un hom bre ha sido un individuo, una perso ­na, en todo lo que la acepción del térm ino im plica de

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originalidad c readora y de resistencia a los a rreb a to s co­lectivos, éste hom bre es Durkheim . Y su doctrina m oral corresponde tan pefectam ente a su propio ca rác te r que no se caería en una paradoja, si se atribuyese a dicha doc­trin a el nom bre de individualism o. Su p rim era obra, La division du travail social, propone toda una filosofía de la h isto ria , en la que la génesis, la diferenciación, la em an­cipación del individuo surgen com o el rasgo p redom inan­te del progreso de la civilización, de la exaltación de la persona hum ana, com o su térm ino actual. Y esa filosofía de la h istoria desem boca en esta regla m oral: diferénciate, se una persona. ¿Cóm o sem ejante doctrina podría ver, po r tan to , en la educación no sé qué proceso de desperso­nalización? Si c rea r una persona es actualm ente la m eta de la educación, y si educar es socializar, lleguemos, pues, a la conclusión, con D urkheim , que resu lta factib le ind i­vidualizar socializando. Este es su c riterio . Se pod rá d is­c u tir la form a en que concibe la educación de la indivi­dualidad; ahora bien su definición de la educación es la de un pensador que, ni p o r un m om ento, desconoce o subestim a el papel v la valía del individuo. Y bueno será recalcar a los sociólogos que es en su análisis de la edu­cación que descubrirán m ejo r el fondo del pensam iento de D urkheim , sob re las relaciones en tre la sociedad y el in­dividuo y sobre el papel que desem peñan los individuos insignes en el p rogreso social.

Finalm ente, en nom bre del ideal, ocurre que se resis ta uno al realism o de D urkheim . Se le rep rochará el hum i­llar la razón y el desalen tar el esfuerzo, com o si quisiese convertirse en el apologista sistem ático de lo que existe, y perm aneciese ind iferen te an te lo que debe existir. Para com prender cóm o, m uy al con trario , ese realism o socioló­gico le parece adecuado para d irig ir la acción, veam os cuál e ra la idea que se había form ado acerca de la peda­gogía.

H$¿4. 2 17

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II

Toda la enseñanza im partida por D urkheim responde a una necesidad p rofunda de su esp íritu , que es la exi­gencia esencial del esp íritu científico p rop iam ente dicho. D urkheim experim enta una verdadera repulsión por las construcciones a rb itra ria s , p o r los program as de acción que traducen únicam ente las tendencias de su au to r. Tie­ne la necesidad de reflexionar sobre un hecho dado, sobre una realidad observable, sobre lo que él llam a una cosa. El considerar los hechos sociales com o cosas, ésta es la p rim era regla de su m étodo. Cuando abordaba algún tem a relacionado con la m oral, se le veía p resen tar an te todo hechos, cosas; y su prop ia m ím ica indicaba bien a las claras que, aun cuando se tra tase de cosas espirituales, no m ateriales, no se lim itaba a analizar conceptos, sino qüe tocaba, m ostraba , m anejaba realidades. I,a educación es una cosa, o, dicho con o tra pa labra, un hecho. De hecho, en todas las sociedades se dispensa una educación, De acuerdo con tradiciones, costum bres, reglas explícitas o im plícitas, en u n m arco determ inado de instituciones, con- un in strum en ta l propio , ba jo el in flu jo de ideas y de sen­tim ientos colectivos, en Francia, en el siglo xx, los edu­cadores educan, los niños son educados. Todo esto puede ser descrito , analizado, explicado. La noción de una cien­cia educacional es, p o r tan to , una idea perfectam ente diá­fana. Su único papel consiste en conocer, en com prender lo que existe. No se identifica ni con la actividad efectiva del educador, ni tan siquiera con la pedagogía, que tiende a d irig ir dicha actividad. La educación es su objeto: en­tendam os p o r ahí, no que tiende a las m ism as m etas que la educación, sino m uy al con tra rio que la supone, puesto que la observa.

Esa ciencia, D urkheim no refu ta en lo m ás m ínim o que sea, en gran m edida, de orden psicológico. Tan sólo la psicología, respaldada p o r la biología, am pliada p o r la pa­tología, perm ite com prender el porqué el n iño es tá ne­cesitado de educación, en qué difiere del adulto , cómo se form an y evolucionan sus sentidos, su m em oria, sus

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facultades de asociación, de atención, su im aginación, su pensam iento abstracto , su lenguaje, sus sentim ientos, su carác ter, su voluntad. La psicología del niño, relacionada y ligada a la del hom bre adulto , com pletada p o r la psico­logía p rop ia del educador, esa es una de las vías a través de las cuales la ciencia puede ab o rd ar el estudio de la edu­cación. La idea ha sido aceptada de fo rm a prácticam ente universal.

Sin em bargo, la psicología no es m ás que una de las dos vías de acceso posibles. Quien la sigue de fo rm a exclu­siva se expone a no ab o rd ar el fenóm eno de la educa­ción m ás que p o r una de sus dos facetas. E n efecto, la psicología se m uestra evidentem ente incom petente, cuan­do se tra ta de exponer, no ya lo que es el n iño que recibe la educación, su m anera peculiar de asim ilarla y de reac­c ionar an te sus enseñanzas, sino la natu raleza m ism a de la civilización que la educación tran sm ite y del in s tru ­m ental de que se sirve pa ra transm itirla . La Francia del siglo xx dispone de cua tro enseñanzas: p rim aria , secun­daria , superior, técnica, cuya relación en tre sí no tiene nada que ver con las existentes en Alemania, en Inglate­rra o en los E stados Unidos. Su enseñanza secundaria versa sobre el francés, las lenguas clásicas o m uertas, las lenguas vivas, la h isto ria , las ciencias; hacia los años 1600, d icha enseñanza versaba exclusivam ente sobre el la tín y el griego; en la Edad M edia, sobre la dialéctica. N uestra enseñanza reserva una p a rte al m étodo in tuitivo y experi­m ental; la de los E stados Unidos una p a rte aún m ucho m ayor; la educación medieval y hum an ista era exclusiva­m ente libresca. Y sin em bargo, es evidente que las insti­tuciones escolares, las d isciplinas, los m étodos son hechos sociales. E l p rop io lib ro es un hecho social; el culto del libro, el declinar de dicho culto dependen de causas socia­les. No se explica uno cóm o la psicología podría verse influenciada p o r ellas. La educación física, m oral, in telec­tual, que prodiga una sociedad, en un m om ento dado de su h istoria , es a todas luces de la incum bencia de la so­ciología. P a ra estud ia r científicam ente la educación, como un hecho dado p a ra su observación, la sociología debe

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co laborar con la psicología. B ajo uno de sus dos aspectos, la ciencia de la educación es una ciencia sociológica. Es desde este punto de vista que D urkheim la abordaba.

Al p roceder de esta suerte , abría un nuevo cauce, ins­tigado por la lógica in terna de su prop io pensam iento, p recursor y no im itado r de doctrinas hoy en día muy en boga, que la suya rebasa e n ‘cuan to a c laridad y fecundi­dad se refiere. Alemania ha creado el térm ino Sozialpcida- gogik, los Estados Unidos, el térm ino Educational Socio- logi, que apun tan ciertam ente hacia la m ism a tendencia.1 Ahora bien, al am paro de esos vocablos, se mezclan aún a m enudo cosas bien d istin tas, po r ejem plo, p o r una p a r­te, una orientación m ás o m enos incierta hacia el estudio sociológico de la educación, tal com o la concibe D ur­kheim , y, po r o tra , u n sistem a educacional que se preocu­pa más especialm ente de p rep ara r al hom bre a la vida social, de fo rm ar al ciudadano: Staatsbiirgerliche Erzie- hung, tal com o lo llam a K erschensteiner.2 La idea am eri­cana de E ducational Sociology se aplica de m anera confu­sa al estudio sociológico de la educación y, al p ropio tiem ­po, a la in troducción de la sociología en las clases, como m ateria de enseñanza. La ciencia de la educación, defini­da p o r D urkheim , es sociológica, den tro de una acepción m ucho m ás clara del térm ino.

En cuan to a lo que él entiende p o r Pedagogía, no es ni la actividad educacional propiam ente dicha, ni la cien­cia especulativa de la educación. Es la reacción sistem áti­ca de la segunda sobre la prim era, la obra de la reflexión que busca, en los resu ltados de la psicología y d e la socio­logía, principios para el encauzam iento o pa ra la reform a de la educación. Concebida de tal suerte, la pedagogía puede ser idealista, sin caer po r ello en lo utópico.

1. Paul N a t o r p , Sozialp'ddagogik, Theorie der W illenserzie- hung a u f der Grundlage der G em einschaft, 3. Aufl., S tu ttg a rt, 1909 (la p rim era edición d a ta de 1899). — Véase las definiciones del E ducational Sociology en M o n r o e , A Cyclopedia o f E ducation, t. V, pág. 361.

2. Der P egriff der staalsbiirgerlichen E rziehung, 4. Aaufl., B er­lin y Leipzig, 1921 (?).

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El que un gran núm ero de insignes pedagogos se ha­yan rend ido an te el esp íritu de sistem a, asignado a la educación una m eta inaccesible o a rb itra riam en te elegi­da, p ropuesto procedim ientos artificiales, no tan sólo Durkheim no lo niega, sino que pone en guardia m ejor que nadie an te su ejem plo. La sociología com bate en este caso al enem igo que suele encon trar en fren tado a ella: en todos los cam pos, en la m oral, en la política, incluso en la econom ía política, el estudio científico de las in stitu ­ciones se ha visto precedido po r una filosofía esencial­m ente artificialista, cuya pretensión era la de proponer fórm ulas que asegurasen a los individuos y a los pueblos un m áxim o de felicidad, sin llegar a conocer previam ente y de form a suficiente sus condiciones de existencia. Nada m ás opuesto a los hábitos intelectuales del sociólogo que el aseverar de rondón: he aquí cóm o se debe educar al niño, haciendo caso om iso de la educación que se le im­parte realm ente. M arcos escolares, p rogram as de ense­ñanza, m étodos, tradiciones, costum bres, tendencias, ¡deas, ideales de los educadores, éstos son hechos de los que tra ta de descubrir po r qué son lo que son, m uy lejos de p re ten d er cam biarlos com o p rim era providencia. Si la educación francesa es sum am ente trad icionalista , poco dispuesta a am oldarse a form as técnicas pertenecientes a m étodos concertados; si confía am pliam ente en las fa ­cu ltades de intuición, de tacto y de iniciativa de los edu­cadores; si se m uestra respetuosa an te una libre evolu­ción del niño; si viene, incluso, a ser el resu ltado , en gran parte , no de la acción sistem ática de los educadores, sino de la acción difusa e involuntaria del m edio am biente, éste es un hecho que tiene sus causas y que responde, grosso m odo, a las condiciones de existencia de la socie­dad francesa. La pedagogía, insp irada po r la sociología, no corre, pues, el riesgo de convertirse en el apologista de un sistem a aventurado, o de aconsejar una mecaniza­ción, que iría en con tra de su desarro llo espontáneo. De esta guisa, se derrum ban las objeciones de insignes pen­sadores que se obstinan en oponer Educación y Pedago­gía, tal com o si reflexionar acerca de la acción que se

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ejerce fuese necesariam ente condenarse a falsear dicha acción.

Pero de ahí a decir que la reflexión científica resu lte prácticam ente estéril m edia un abism o, así com o que el realism o sea el hecho del esp íritu conservador que acepta perezosam ente todo cuan to existe. Saber, p a ra prever y proveer, decía Auguste Com te de la ciencia positiva. De hecho, cuan to m ás se conoce la naturaleza de las cosas, tan tas m ás posibilidades se tienen de u tilizarla eficazm en­te. El educador se ve obligado, po r ejem plo, a a tra e r la a tención del niño. Nadie pod rá negar que la a tra e rá tan ­to m ejor, cuan to m ás exactam ente conozca su naturaleza. La psicología com porta, po r consiguiente, aplicaciones prácticas, de las que la pedagogía se vale p a ra form ular las reglas pa ra la educación. De igual form a, la ciencia sociológica de la educación puede com portar aplicacio­nes prácticas. ¿En qué consiste la laicización de la m orali­dad? ¿Cuáles son sus causas? ¿De dónde proceden las oposiciones que suscita? ¿Cuáles son las dificultades de educación m oral a las que se tiene que sobreponer cuan­do se disocia de la educación religiosa? Problem a m ani­fiestam ente social, problem a de actualidad p a ra las so­ciedades contem poráneas: ¿cóm o re fu ta r que su estud io desinteresado pueda llevar a fo rm ular reglas pedagógicas, de las que el educador francés del siglo xx tendría toda ventaja en insp irarse , d en tro de su p rác tica educacional? Las crisis sociales, los conflictos sociales tienen causas: esto no significa que nos esté vedado el buscarles salidas y rem edios. Las instituciones no son ni abso lu tam ente plásticas, ni abso lu tam ente refrac tarias a toda m odifica­ción deliberada. El ad ap ta rla s p ruden tem ente a sus pa­peles respectivos, el adap tarlas las unas a las o tras y cada una de ellas a la civilización a la que se incorporan: he aquí un herm oso cam po de acción pa ra una política ra­cional, y, de tra ta rse de las instituciones educacionales, para una pedagogía racional, ni conservadora ni revolu­cionaria, eficaz en los lím ites en que la acción deliberada del hom bre puede ser eficaz.

De esta form a pueden conciliarse el realism o y el idea­

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lismo. Los ideales son realidades. De hecho, p o r ejem plo, la F rancia contem poránea posee un ideal intelectual; con­cibe un tipo ideal de inteligencia que propone al niño. Ahora bien, ese ideal es com plejo y confuso. Los publicis­tas, que pretenden expresarlo , no m uestran , p o r lo gene­ral, cada uno de ellos m ás que una de sus facetas, uno de los elem entos: elem entos de procedencia, de edad y, por así decirlo, de o rien tac ión diversos, so lidarios, algunos de ellos su jetos a determ inadas tendencias sociales, los o tros supeditados a tendencias d iferen tes u opuestas. No resu lta im posible el tra ta r ese ideal com plejo com o si fue­se una cosa, es decir, de analizar sus com ponentes, de d e te rm in ar su génesis, sus causas y las necesidades a las cuales responden. Sin em bargo, ese estudio, en su inicio com pletam ente desin teresado , viene a ser la m ejo r p re­paración para escoger que una voluntad razonable puede p roponerse hacer en tre los diversos program as de ense­ñanza concebibles, en tre las reglas po r seguir pa ra la ap li­cación del program a escogido. O tro tan to se podría decir, m u ta tis m utand is, de la educación m oral, y de las cues­tiones de detalle, así com o de los problem as m ás gene­rales. En resum idas cuentas, la opinión, el legislador, la adm inistración , los padres, los educadores, se ven obliga­dos en cada m om ento a escoger, tan to si se tra ta de re­fo rm ar a fondo las instituciones com o de hacerlas fun ­cionar día tra s día. Ahora bien, se ven' abocados a tra b a ­ja r una m ateria resis ten te que no se de ja m anipu lar a rb i­tra riam en te : ám b ito social, instituciones, usos y costum ­bres, trad iciones, tendencias colectivas. La pedagogía, en tan to que depende de la sociología, viene a ser la p repa­ración racional de esas disyuntivas.

D urkheim a trib u ía la m ayor im portancia , no tan sólo en su condición de sabio, sino com o sim ple ciudadano, a esa concepción racionalista de la acción. A pesar de su hostilidad pa ra con la agitación refo rm ista , que pe rtu rba sin m ejorar, sobre todo pa ra con la reform as negativas, que destruyen sin reem plazar, poseía, sin em bargo, en grado sum o el sentido y la afición p o r la acción. Ahora bien pa ra que la acción resultase fecunda, quería que ésta

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interesase todo lo que es factible, lim itado, definido, de­term inado en las condiciones sociales en la que se ejerce ésta. Su enseñanza pedagógica, que se dirigía a los educa­dores, ha hecho gala siem pre de un carác ter inm ediata­m ente práctico. Absorto com o estaba siem pre en sus de­m ás tareas, no dispuso del tiem po necesario p a ra dedi­carse a investigaciones m eram ente especulativas sobre la educación. En sus clases, los tem as eran abordados según el m étodo científico expuesto an terio rm ente . Sin em bar­go, la elección de los tem as venía dictada p o r las dificul­tades prácticas con que tropieza el educador público en la Francia contem poránea, y es a conclusiones pedagógi­cas que el p ro fesor fue a parar.

I II

D urkheim dejó el m anuscrito , redactado hasta en sus m enores detalles, de un curso en dieciocho lecciones so­bre la Educación moral en la escuela primaria. He aquí su es tru c tu ra general. La p rim era lección viene a ser una in troducción acerca de la m oral laica. D urkheim define en ésta la tarea m oral que, en la Francia contem poránea com pete al educador: para él, se tra ta de im p artir una educación m oral laica, racionalista. Esa laicización de la m oralidad viene im puesta por todo el desarrollo h istó ri­co. No obstan te , resu lta difícil. La religión y la m oralidad han estado tan ín tim am ente ligadas, en la h isto ria de la civilización, que su disociación necesaria 110 puede ser en m anera alguna una operación sencilla. Si se lim ita uno a e lim inar £le la m oralidad todo contenido religioso, se la m utila, pues la religión expresa, a su m anera y en un lenguaje sim bólico, hechos verdaderos. Esas verdades no hay que dejarlas pe rder ju n to con los sím bolos que se elim inan; hay que reencon trarlas, proyectándolas en el plano del pensam iento laico. Los sistem as racionalistas, sobre todo los sistem as no m etafísicos, han presentado por lo general de la m oralidad, una imagen sim plificada en exceso. Al to rnarse sociológico, el análisis m oral puede

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d a r lugar a un fundam ento racional, ni religioso ni meta- físico, a una m oralidad com pleja, m ás rica aún si cabe bajo ciertos aspectos que la m oralidad religiosa tradicio­nal, y rem o n tar hasta las fuentes de donde b ro tan las fuerzas m orales m ás enérgicas.

Las lecciones que vienen a continuación se agrupan en dos partes bien d iferentes en tre sí, y ese plan ilustra cuan to hemos dicho acerca de la contribución que apor­tan respectivam ente a la pedagogía, la sociología po r una p arte , y la psicología por o tra . La p rim era parte estudia la m oralidad p ropiam ente dicha, es decir, la civilización m oral que la educación transm ite al niño: es un análisis sociológico. La segunda estudia la naturaleza del niño que deberá asim ilar dicha m oralidad: en este caso, la psico­logía está en el p rim er plano.

Las ocho lecciones que D urkheim dedicó al análisis de la m oralidad es lo m ás pulido que ha dejado sobre ese tem a, habida cuen ta que la m uerte le so rprend ió en el m om ento en que redactaba, para su publicación, los prolegóm enos de su Morale. Se puede estab lecer perfec­tam ente un parangón en lre esas lecciones y las páginas que fueron publicadas en el B ulletin de la Société fran- gaise de Philosophic sobre «La determ inación del hecho moral». En ellas no tra ta de los d iferentes deberes, sino de las carac terís ticas generales de la m oralidad. Es el equivalente, en su obra, de lo que los filósofos denom i­nan M oral teórica. Ahora bien, el m étodo que pone en juego da nuevos bríos al tem a en cuestión.

Se concibe fácilm ente la form a en que la sociología puede e s tu d ia r lo que son, de hecho, la fam ilia, el E sta­do, la propiedad, el con tra to . Sin em bargo, cuando se tra ta del Bien y del Deber, parece que tenga uno que ha­bérselas con conceptos puros, no con instituciones, y que se im pone en este caso un m étodo de análisis abstracto , a falta de una observación inaplicable. He aquí el ángulo p o r el cual aborda D urkheim su tem a. La educación m o­ral tiene, sin ningún género de duda, p o r m isión la de in ic iar al niño en los d iversos deberes, la de suscitar en él las v irtudes individuales, tom adas una po r una. Pero,

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tam bién tiene la m isión de desarro llar en él la ap titu d g eneraF para la m oralidad, las disposiciones fundam enta­les que son raíz prop ia de la v ida m oral, la de constitu ir en él el agente m oral, p resto a las iniciativas que son la base del progreso. ¿Cuáles son, de hecho, en la sociedad francesa contem poránea, los elem entos del tem peram en­to m oral, cuya realización es la m eta hacia la que debe tender la educación m oral general? Esos elem entos, se los puede describir, com prender tan to su naturaleza como su papel. Y, a fin de cuentas, es esa descripción la que constituye el contenido de las m orales llam adas teóricas. Cada filósofo define, a su m anera, esos elem entos funda­m entales. Sin em bargo, construye m ás que describe. Pode­m os rehacer esa m ism a tarea, tom ando por objeto , no ya nuestro ideal personal, sino el ideal que es, de hecho, el de nuestra civilización. De esta suerte , el estudio de la educación m oral nos perm ite cap ta r, en los hechos, las realidades a las que corresponden los conceptos m uy abs­trac tos que m anejan los filósofos. Pone a la ciencia de las costum bres en condiciones de observar lo que es la m oralidad, en sus características m ás generales, dado que en la educación percibim os la m oralidad en el m om ento en que se transm ite , en el m om ento en que, p o r consi­guiente, se diferencia m ás netam ente de las conciencias individuales, en cuya com plejidad está, habitualm ente, su­mida.

D urkheim reduce a tres esos elem entos fundam enta­les de nuestra m oralidad: son el esp íritu de disciplina, el esp íritu de abnegación y el esp íritu de autonom ía. Se­ñalem os, a títu lo de ejem plo, qué plan sigue D urkheim en el análisis del p rim er elem ento. El esp íritu de discipli­na es, a la vez, el sen tido y la inclinación de y p o r la re ­gularidad, el sentido y la inclinación de y po r la lim ita­ción de los deseos, el respeto de la regla, que im pone al individuo la inhibición de los im pulsos y el esfuerzo. ¿Por qué la vida social exige regularidad, lim itación y esfuerzo? Y, po r añad idura , ¿cómo, finalm ente, el individuo encuen­tra , aceptando esas penosas exigencias, las condiciones de su p ro p ia felicidad? El co n testa r a esos in terrogantes,

es poner de relieve cuál es la función de la disciplina. ¿E n qué form a es ap ta la sociedad p a ra im poner la dis­cip lina y, esencialm ente, pa ra despertar en el individuo el sen tim ien to del respeto debido a la au to ridad de un im­perativo categórico, que aparece com o trascendente? El con testar a este in terrogan te , es m eterse de lleno en el terreno de la natu raleza de la d iscip lina y de su funda­m ento racional. Finalm ente, ¿por qué la regla puede y debe ser concebida com o independiente de lodo sim bo­lism o religioso e, incluso, m etafísico? ¿E n qué esa laici­zación de la d isciplina m odifica el contenido m ism o de la idea de d isciplina, lo que exige y lo que perm ite? En este caso, relacionam os la na tu ra leza y la función de la disci­plina, no ya con las condiciones de la civilización en ge­neral, sino con las condiciones particu la res de existencia de la civilización en la que vivim os. Y exam inam os si n u estro esp íritu de disciplina, el que nos a tañe a noso­tros, franceses, es realm ente todo lo que debe ser, si no es tá patológicam ente debilitado, y en qué form a de edu­cación, siguiendo respetando sus carac terís ticas in trín se­cas, puede m ejo ra r n u es tra m oralidad nacional.

Un análisis sim étrico puede ap licarse al esp íritu de abnegación. ¿En qué consiste éste, de qué sirve, tan to desde el p u n to de v ista de la sociedad com o desde el pun­to de v ista del individuo? ¿Cuáles son los fines a los que noso tros, franceses del siglo xx, debem os consagrarnos? ¿Cuál es la je ra rq u ía de esos fines, y de dónde provienen y cóm o pueden conciliarse sus antagonism os parciales? Idénticos in terrogan tes con respecto al esp íritu de au­tonom ía. E l análisis de ese ú ltim o elem ento resu lta espe­cialm ente fecundo... dado que se tra ta en este caso de una de las facetas m ás recien tes de la m oralidad , de la faceta m ás carac te rís tica de la m oralidad laica y racionalista de nuestras sociedades dem ocráticas.

E sas sucin tas explicaciones bastan pa ra poner de m a­nifiesto una de las principales prim acías del m étodo se­guido po r Durkheim . Consigue exponer toda la com pleji­dad, toda la riqueza de la vida m oral, riqueza hecha de oposiciones que no pueden jam ás e s ta r m ás que parcial­

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m ente fund idas en una síntesis arm oniosa, riqueza tal que ningún individuo, por m uy insigne que sea, puede jam ás asp ira r a llevar dentro de sí, a su m ás alto punto de desa­rrollo , todos esos elem entos y, de esta suerte, a realizar in tegralm ente, en sí solo, la m oralidad en toda su exten­sión. Personalm ente, Durkheim , al igual que lo había sido K ant, fue an te todo un hom bre de voluntad y de discipli­na. De la m oralidad, es el aspecto kantiano que ve en p r i­m er lugar y con m ayor nitidez. Y a veces se ha querido hacer del constreñ im iento la única acción que ejercía, se­gún él, la sociedad sobre el individuo. Su verdadera doc­trina es infin itam ente m ás com prensiva, y no existe qu i­zás filosofía m oral alguna que lo sea al m ism o grado. Por ejem plo, ha dejado bien dem ostrado que Jas fuerzas m o­rales, que constriñen e, incluso, violentan la naturaleza anim al del hom bre, ejercen asim ism o, sobre el hom bre, una atracción y una seducción y que son a esos dos aspec­tos del hecho m oral que responden las dos nociones del Deber y del Bien. Y ha dem ostrado que hacia esos dos polos se o rien taban dos actividades m orales d istin tas, no siendo ninguna de las dos ex trañas al agente m oral bien constituido, pero que, según prevaleciese una u o tra , di­ferencian los agentes m orales en dos tipos d istin tos, el hom bre con sentim iento , con entusiasm o, en el que dom i­na la propensión a entregarse, y el hom bre con voluntad, m ás frío y m ás austero , en el que dom ina el sentido de la regla. El eudem onism o, el hedonism o encuentran tam bién ellos un lugar en la vida m oral: es necesario, decía un día Durkheim , que haya epicúreos. Así pues, d isparidades, incluso contraposiciones, se fundan en la riqueza de la civilización m oral, riqueza que el análisis abstrac to de los filósofos se obliga generalm ente a em pobrecer, porque quiere, po r ejem plo, deducir la idea del bien de la del deber, conciliar los conceptos de obligación y de au to ­nom ía, y reducir de esta guisa al juego lógico de unas pocas ideas sencillas una realidad sum am ente com pleja.

Las nueve lecciones que constituyen la segunda parte del curso abordan el problem a pedagógico propiam ente dicho. Acabamos de enum erar y de definir los elem entos

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de la m oralidad que se tra ta , para nosotros, de inculcar al niño. ¿En qué fo rm a la natu raleza del n iño se apresta a recibirla, cuáles son los recursos, cuáles los resortes, pero tam bién cuáles los obstáculos que encuentra el edu­cador en su cam ino? Los títu los de las lecciones bastan p a ra ind icar los vericuetos del pensam iento: prim ero, la disciplina y la psicología del n iño , la disciplina escolar, la sanción y la recom pensa escolares; luego, el a ltruism o en el niño y la influencia del m edio am biente escolar so­bre la form ación del sentido social; finalm ente, la influen­cia general de la enseñanza de las ciencias, de las letras, de la h isto ria , de la m oral en sí, y tam bién de la cu ltu ra estética, sobre la form ación del espíritu de autonomía.

La autonom ía es la ac titud de una voluntad que acepta la regla, porque reconoce que está racionalm ente funda­m entada. Presupone la aplicación, lib re pero m etódica, de la inteligencia en el examen de las reglas que el niño recibe inicialm ente, p refabricadas, de la sociedad en la cual se hace hom bre, pero que, m uy lejos de aceptarlas pasivam ente, debe, paulatinam ente, ap render a vivificar, a conciliar, a expurgar de sus elem entos caducos, a refo r­m ar, pa ra ad ap ta rla s a las condiciones de existencia cam ­biantes de la sociedad en la que p ron to se in tegrará en condición de m iem bro activo. Dice D urkheim que es la ciencia la que confiere la autonom ía. Unicam ente ella aprende a reconocer lo que está fundam entado en la na tu ­raleza de las cosas, naturaleza física, pero tam bién na­tu raleza m oral, lo que es ineludible, lo que es m odificable, lo que es norm al, cuáles son, p o r tan to , los lím ites de la acción eficaz para m ejo rar la naturaleza, naturaleza físi­ca, natu raleza m oral. Toda enseñanza tiene, desde ese pun to de vista, una destinación m oral, la de las ciencias cosm ológicas, pero sobre todo la enseñanza del hom bre en sí, a través de la h isto ria y de la sociología. Y así es cóm o la educación m oral com pleta exige, hoy en día, una enseñanza de la m oral: dos cosas que D urkheim diferen­cia netam ente, aun cuando la segunda sirva a perfeccio­n a r la prim era . Le parece absolu tam ente im prescindible, incluso en la escuela p rim aria , que el m aestro aleccione

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al niño sobre lo que son las sociedades en cuyo seno está destinado a vivir: fam ilia, corporación, nación, com unidad de civilizaciones que tiende a incorporal' a la hum anidad en tera; en qué form a se han desarro llado y se han ido transform ando; qué acción ejercen sobre el individuo y qué papel desem peña éste en ellas. Del curso que llevó a cabo repetidas veces sobre esa Enseñanza de la moral en la escuela prim aria, no han quedado m ás que esbozos de redacción o esquem as de lecciones. En éstos, D urkheim dem uestra a los educadores de qué m anera es posible tra ­ducir, p a ra ponerlos al alcance de las inteligencias infanti­les, los resu ltados de lo que él hab ía dado en llam ar la «Fisiología del derecho y de las costum bres». Es la vul­garización de la ciencia de los usos y costum bres a la que, p o r dem ás, h a dedicado la m ayor p a rte de sus obras y de sus cursos.

IV

La Educación intelectual en la escuela prim aria es ob­je to de un curso, redactado hasta en sus m enores deta­lles, tam bién él, paralelo al que concierne la educación m oral y elaborado siguiendo aproxim adam ente las m is­m as bases. D urkheim se sen tía m enos satisfecho de esta obra: realizaba la d ificultad que en trañaba el poner a pun to su estudio. E s que el ideal intelectual de nuestra dem ocracia queda m enos definido que su ideal m oral, su estudio científico ha sido m enos aquilatado , el tem a es m ás nuevo.

En este caso tam bién, dos ram as de orientaciones di­ferentes: una contem pla la m eta apun tada , la o tra, los m edios utilizados; la p rim era solicita a la sociología el defin ir el tipo in telectual que nuestra sociedad se afana en realizar; la o tra , inqu iere de la lógica y de la psicolo­gía la aportación que cada disciplina proporciona, qué recursos, qué resortes, qué resistencias p resen ta la m ente del n iño al educador que labo ra en p ro de una realización de ese tipo. De en tre las lecciones puram ente psicológicas,

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resaltem os únicam ente aquellas que se refieren a la a ten­ción: son fieles testim onios de lo que D urkheim e ra ca­paz de llevar a cabo, cuando se dedicaba de lleno a la psicología.

Para asignar a la educación in te lectual p rim aria una m eta determ inada, D urkheim estud ia los orígenes de la enseñanza p rim aria e indaga en qué form a ha tom ado, de hecho, conciencia de su natu ra leza y de su papel p ro ­pios. Se extendió posterio rm ente a la enseñanza secunda­ria , y se definió, en c ie rta m edida, en contraposición con ella. Es cerca de dos de sus principales iniciadores, Come- nius y Pestalozzi, que Dur kheim tra ta de cap ta r su ideal en proceso de form ación. Ambos pedagogos se habían p reguntado en qué fo rm a una enseñanza podía ser a la vez enciclopédica y elem ental —d a r una idea general so ­bre todo, fo rm ar una m ente ju s ta y equilibrada, es decir, capaz de com prender todo lo real sin d e ja r de lado nin­guno de sus elem entos esenciales— y al p rop io tiem po in te resa r a todos los n iños sin excepción, el m ayor n ú ­m ero de los cuales deberá con ten tarse con nociones som e­ras de fácil y ráp ida asim ilación. A través de la in te rp re­tación c rítica de los in ten tos de Com enius y de Pestalozzi, D urkheim elabora su teoría del ideal p o r realizar. Al igual que la m oralidad , la in telectualidad requerida en los fran ­ceses contem poráneos exige la constitución, en la m ente, de un c ie rto núm ero de ap titudes fundam entales. D ur­kheim las denom ina categorías, nociones básicas, cen tros de in teligibilidad, que son los m arcos y las herram ien tas del pensam iento lógico. E ntiéndase p o r categorías, no tan sólo las form as m ás ab strac tas del pensam iento, la no­ción de causa o la de substancia, sino las ideas, m ás ri­cas en contenido, que p residen nuestra in terp re tac ión de lo real, es decir, n u es tra in terp retación actual: nuestro concepto del m undo físico, nuestro concepto de la vida, nuestro concepto del hom bre, p o r ejem plo. N ada viene a d em o stra r que esas categorías sean innatas en la m ente hum ana. Poseen una h isto ria ; paulatinam ente , han ido tom ando form a en el transcu rso de la evolución de la ci­vilización y, en la nuestra , a través del desarro llo de las

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ciencias físicas y m orales. Una m ente sana es una m ente cuyas ideas d irectrices, que regulan el ejercicio del pen­sam iento, están en arm onía con las ciencias fundam en ta­les, tal com o están actualm ente constitu idas: a rm ada de es ta suerte, esa m ente puede evolucionar en el seno de la verdad, tal com o la concebim os nosotros. Resulta, pues, im prescindible enseñar al niño los elem entos de las cien­cias fundam entales, y, pa ra hab la r con m ayor propiedad, de las disciplinas fundam entales, para d e ja r bien sen ta ­do que la gram ática o la h isto ria , po r ejem plo, cooperan ellas tam bién, y en grado sum o, en la form ación del in­telecto.

Con o tros m uchos e insignes pedagogos, D urkheim coincide, po r tanto, en recabar lo que se denom ina, con un vocablo bárbaro , la cu ltu ra fo rm a tr iz : fo rm ar la m en­te, no llenarla; no es tan to po r la u tilidad que pueden p ro ­porcionar que son valiosos los conocim ientos. N ada m e­nos u tilita rio que ese concepto de la instrucción. Pero su form alism o es original y en tra en neta oposición con el de M ontaigne, con el de los hum anistas. En efecto, la transm isión , de m aestro a alum no, de una sapiencia po­sitiva, la asim ilación po r p a rte del niño de una m ateria parece constitu ir pa ra él la condición de una verdadera form ación in telectual. Se ve c laram ente l̂ i razón de tal posición: el análisis sociológico del en tendim iento aca­r re a consecuencias pedagógicas. La m em oria, la atención, la facu ltad asociativa son disposiciones congénitas en el niño, que la p ráctica desarro lla, únicam ente en el cam po de la experiencia individual, sea cual sea el ob jeto a que se aplican dichas facultades. Las ideas directrices elabo­radas p o r nuestra civilización son, al con trario , ideas co­lectivas que hay que tra n sm itir al niño, dado que no sa­bría e laborarlas él m ism o. No se redescubre la ciencia por experiencia propia, porque es em inentem ente social y no individual: se la estudia. Por supuesto, no se la puede trasvasar de una m ente a o tra : es el p rop io vaso, o sea, la inteligencia, que se tra ta de m odelar a través y sobre la ciencia. Así pues, aun cuando las ideas d irectrices sean form as, es im posible tran sm itirla s vacuas. Auguste Comte

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decía ya que no se puede estud ia r la lógica sin la cien­cia, el m étodo de las ciencias sin sus doctrinas, iniciarse en su esp íritu sin asim ilarse algunos de sus resultados. Durkheim , al igual que él, considera que se deben ap ren ­der cosas, a d q u irir saber, haciendo incluso abstracción del valor in trínseco de los conocim ientos, porque necesa­riam ente están im plicados conocim ientos en las form as constitu tivas del entendim iento.

P ara d iscern ir todo cuanto D urkheim en tresaca de di­chos principios, deberíam os ad en tram o s a fondo en la se­gunda p a rte del curso. E stud ia en e lla sucesivam ente la didáctica de algunas enseñanzas fundam entales: las m a­tem áticas y las categorías de núm ero y de form a; la físi­ca y la noción de realidad; la geografía y la noción de en to rno p lanetario ; la h isto ria y las nociones de duración y de desarro llo h istóricas. La enum eración resu lta incom ­pleta. En o tras obras, D urkheim ha d isertado acerca de la educación lógica a través de las lenguas. Tan sólo da ejem plos. Sería, po r dem ás, necesaria la colaboración de especialistas pa ra seguir detalladam ente todas las conse­cuencias d idácticas de los principios planteados.

Exam inem os, po r ejem plo, la noción de duración his­tórica. La h isto ria es el desenvolvim iento, a través de los tiem pos, de las sociedades hum anas. Ahora bien, esos tiem pos rebasan con creces las duraciones que conoce el individuo y de las que posee una experiencia directa. La h isto ria no puede tener sen tido pa ra una m ente que no se haga cierto cargo de dicha duración h istórica; una m ente sana es, po r ejem plo, una m ente que posea dicha noción. A hora bien, el niño no es capaz de in strum en tar po r sí solo d icha represen tación , cuyos elem entos no le son proporcionados po r la sensación, ni po r la m em oria individual. Se impone, pues, ayudarle a constru irla . De hecho, ésta es una de las funciones que cum ple la ense­ñanza h istórica. Pero la cum ple, casi se puede decir, sin desearlo de fo rm a expresa. Es de sub rayar que el m aes­tro en ra ras ocasiones se perca ta de lo baladíes que son las fechas y de la im periosa necesidad que tiene él de agenciárselas para p restarles un significado. Se enseña al

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niño: B atalla de Tolbiac, año 496. ¿Cómo podría el niño a tr ib u ir u n sentido preciso a dicha fecha, cuando la re ­presentación de u n pasado, incluso cercano, le resu lta tan difícil? Es necesaria toda una labor, cuyas e tapas podrían se r las siguientes: darle conciencia de lo que rep resen ta un siglo, sum ando una tra s o tra la duración de tres o cua­tro generaciones; que com prenda el significado de la era cristiana, explicándole el m otivo po r el cual el nacim ien­to de C risto ha sido tom ado com o punto de origen. E n tre el p u n to de pa rtid a y la época actual, ja lo n a r el concepto de duración con pun tos de referencia concretos, b iogra­fías de personajes o acontecim ientos sim bólicos. Consti­tu ir de esta fo rm a un p rim er cañam azo, del que poco a poco se irá tupiendo la tram a. Luego, poner de m anifiesto que el pun to de origen de la era es m eram ente conven­cional, que existen o tra s eras, o tras h isto rias que la nues­tra , que esas eras flotan ellas m ism as en un concepto de duración al que ya no se puede ap licar la cronología hu­m ana, que los inicios reales escapan a nuestro en tend i­m iento, etc. Cuán pocos de noso tros recuerdan haber re ­cibido por p a rte de sus p rofesores de h isto ria lecciones insp iradas en sem ejantes principios. Con el tiem po, he­m os ido adquiriendo las nociones en cuestión; no se pue­de decir que, salvo honrosas excepciones, nos hayan sido im partidas m etódicam ente. Uno de los resu ltados esen­ciales de la enseñanza h istó rica ha sido, pues, adquirido sin que, de hecho, haya sido claram ente estudiado n i de­seado. Ahora bien, la brevedad de la educación p rim aria exige que se vaya en derechura hacia la m eta, si se quiere que dicha educación dé sus frutos.

Se puede decir que, hasta hoy en día, la enseñanza gra­m atical y lite ra ria es la única que haya tom ado plenam en­te conciencia de su papel lógico: enseña para fo rm ar; los conocim ientos que im parte son utilizados voluntariam en­te en la configuración del entendim iento . En c ie rta m edi­da, la enseñanza m atem ática se asigna el m ism o papel: sin em bargo, ya aquí la función educativa, c readora de los conocim ientos, es a m enudo dejada de lado, y los co­nocim ientos apreciados p o r sí m ism os. Como se puede

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ver, la d idáctica de D urkheim se en tronca, renovándola, con la de H erbart. D ebidam ente situada en su lugar en la h isto ria de las doctrinas pedagógicas, parece zan ja r el conflicto existente en tre el form alism o y su co n tra rio la oposición del saber y de la cu ltu ra. La didáctica p ropor­ciona el principio que será el único en p e rm itir resolver las d ificultades en las que se hallan inm ersas nuestras enseñanzas prim aria y secundaria, que se debaten en tre las aspiraciones enciclopédicas y el ju stificado sentim ien­to de los peligros a los que dan lugar. Cada una de las disciplinas fundam entales im plica una filosofía latente, es decir, un sistem a de nociones cardinales, que resum en los carac teres m ás generales de las cosas, tales com o las concebim os, y que rigen su in terp retación . Es precisam en­te esta filosofía, fru to del trab a jo acum ulado p o r las ge­neraciones, que se debe tra n sm itir al niño, porque^ cons­tituye el arm azón m ism o de la inteligencia. Filosófico y elem ental no son térm inos incom patibles en tre sí. Muy al con trario : la enseñanza m ás elem ental debe se r la m ás filosófica. Sin em bargo, cae p o r su prop io peso que lo que aquí se llam a filosofía no debe ser expuesto bajo form a abstrac ta . Debe desprenderse de la enseñanza m ás com ún, sin jam ás llegar a form ularse. Pero, para despren­derse de esta guisa, tiene an te todo que insp irarla .

V

La educación in telectual elem ental com pete a dos ca­tegorías, la enseñanza p rim aria pa ra la m asa, la ense­ñanza secundaria p a ra la élite. Es la educación de la élite la que suscita en la Francia contem poránea los proble­m as m ás engorrosos. Desde hace m ás de un siglo, la en­señanza secundaria a trav iesa una crisis, cuya solución es aún incierta. Se puede hab lar, sin exageración alguna, de la cuestión social de la enseñanza secundaria. ¿E n qué consiste exactam ente su naturaleza, y cuál es su papel? ¿Cuáles son las causas que han determ inado la crisis, en qué e s tr ib a a pun to fijo, cóm o se puede prever cual será

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su desenlace? D urkheim ha dedicado uno de sus más relevantes cursos a tra ta r esos tem as, sobre La evolución y el papel de la enseñanza secundaria en Francia: ha p ro ­fesado dicho curso en repetidas ocasiones y ha dejado de éste dos redacciones com pletas. H abía acom etido esa ta­rea a petición del rec to r L iard, cuando éste quiso orga­nizar, p o r vez prim era, una enseñanza pedagógica para uso de los fu tu ro s p rofesores de enseñanza secundaria. D estinado a los candidatos de todas las agregaciones, tan ­to científicas com o literarias , ten ía como fin, en el pensa­m iento de D urkheim , el d esp erta r al m ism o tiem po y en la m ente de todos el sen tim ien to de la labo r com ún: sen­tim iento im prescindible, si se desea que disciplinas di­versas concurran hacia una enseñanza que, al igual que la m ente que form a, debe poseer su unidad. Todo deja suponer que los fu tu ro s p rofesores de enseñanza secun­daria experim entarán algún día, per se, la necesidad de reflexionar m etódicam ente, ba jo los auspicios de un m aestro, sobre la naturaleza y la función p ropias de la institución que tienen p o r m isión hacer perdu rar. Y esc día, el curso im partido po r D urkheim surg irá com o el guía seguro pa ra dicha reflexión. Su a u to r estim aba insu­ficientes, en varios aspectos, las investigaciones que hab ía em prendido, la docum entación sobre la que hab ía susten ­tado sus teorías. Antes de juzgar la obra, es m enester no olvidar que no consagró a ese tem a inm enso m ás que uno o dos años de trabajo . Sin em bargo, y tal com o está re­dactado, ese curso resu lta se r un m odelo incom parable de lo que puede b rin d a r la aplicación, a los tem as educacio­nales, del m étodo sociológico. É ste es el único ejem plo com pletam ente elaborado que ha podido d e ja r D urkheim sobre el análisis h istórico de un sistem a de instituciones escolares.

Para ac la ra r lo que es la enseñanza secundaria actual en Francia, D urkheim observa de qué m anera se' h a ido form ando. Las bases d a tan de la Edad Media, que vio nacer las universidades. Es en el seno de la Universidad, gracias a la in ternación progresiva en los colegios de la enseñanza im partida en la Facultad de Artes, que la

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enseñanza secundaria ha surgido, diferenciándose de la en­señanza superior. De esta suerte se explican sus afin i­dades: la una p repara a la o tra . La enseñanza dialéctica es, en el Medioevo, la propedéutica general, dado que la dialéctica es po r aquellos entonces el m étodo universal; enseñanza form atriz , cu ltu ral general im partida m erced a una disciplina muy especial, ya posee las características que conservarán , en todo el transcurso de su h isto ria , la enseñanza secundaria. Ahora bien, si las bases ya están constitu idas a p a rtir de la E dad M edia, la disciplina edu­cacional varía d u ran te el siglo xvi: a la lógica substi­tuyen las hum anidades greco-latinas. El hum anism o, que tuvo su origen en el Renacim iento, conoció su auge en Francia sobre todo a través de los jesu ítas . Le im prim ie­ron su sello pa rticu la r; y, aun cuando sus rivales, el Ora­torio , Port-Royal, la Universidad, hayan atem perado su sistem a, es el hum anism o, ta l com o lo han en tendido los jesu ítas, el que ha sido el educador po r excelencia del esp íritu clásico francés. En ninguna sociedad europea ha sido tan exclusiva la influencia del hum anism o: nuestro esp íritu nacional, a través de algunos de sus caracteres dom inantes, se expresa en él y, a- la vez, resu lta de él, con sus cualidades y sus defectos. Sin em bargo, sobre lodo a p a rtir del siglo xvrn , o tras tendencias em piezan a m anifestarse: la pedagogía, denom inada realista, tra ta de c o n tra rre s ta r el hum anism o. Prim ero, crea doctrinas, sin acción inm ediata sobre las instituciones escolares. Más adelan te, crea, con las Escuelas centrales de la Conven­ción, un sistem a esco lar com pletam ente nuevo, cuyo vida será efím era. Y el siglo xix enfren ta , sin log rar e lim inar ni al uno ni al o tro , ni tam poco conciliar defin itivam en­te el antiguo sistem a con el nuevo. Y todavía es de ese conflicto que tra tam os de em erger. Al p e rm itim o s com ­prenderlo , Ja h isto ria nos da arm as pa ra in te n ta r resol­verlo.

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VI

La enseñanza pedagógica reserva, por lo general, un puesto im portan te a la h isto ria c ritica de las doctrinas de la educación. D urkheim reconoce el in terés de dicho estudio. Dedicó m ucho de su tiem po a éste. E n los dos cursos sobre la educación in telectual, p rim aria y secun­daria , la h isto ria de las doctrinas ocupa un lugar nada desdeñable: la de Com enius, en tre o tras, h a reten ido su atención. Ha dejado esquem as de lecciones y notas de cu r­so que form an una h isto ria de las principales doctrinas pedagógicas en Francia desde el Renacim iento. «Revue de M étaphysique et de M orale» ha publicado el esquem a detallado de sus lecciones sobre Ju an Jacobo Rousseau. Finalm ente, D urkheim redac tó integralm ente un Curso, que abarca todo un año, sobre Pestalozzi y H erbart. Aquí, indicarem os únicam ente el m étodo al que se atuvo.

Ante todo, establece un neto distingo en tre la h isto ria de las teorías de la E ducación y la h isto ria de la Educa­ción p ropiam ente dicha. A m enudo se com ete el e rro r de confundirlas. Y, sin em bargo, en tre am bas m edia tan ta diferencia com o en tre la h isto ria de la filosofía política y la h isto ria de las instituciones políticas. Sería de desear que nuestros educadores conociesen m ejor la h istoria de nuestras instituciones escolares y no creyesen, tal como a m enudo sucede, percib irla a través de R ousseau o de M ontaigne.

Luego, D urkheim tra ta sobre todo las doctrinas com o hechos, y es la educación del esp íritu h istórico que entien­de él proseguir, estudiándolas. G eneralm ente, es de una form a muy d iferen te que se las aborda. Tom em os, po r ejem plo, los libros de Gabriel Com payré, m anuales clási­cos de h isto ria de la Pedagogía, sobradam ente conocidos p o r todos nuestros educadores. A pesar de su nom bre, no son, a decir verdad, h isto rias. No cabe la m enor duda de que resu ltan m uy útiles. No obstan te , recuerdan desagra­dablem ente una c ie rta concepción de la h isto ria de la fi­losofía, afo rtunadam en te an ticuada. Parece com o si los grandes pedagogos, Rabelais, M antaigne, Rollin, Rousseau,

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hiciesen figura de colaboradores del teórico que, ac tual­m ente in ten ta sen ta r las bases de la doctrina pedagógica. Parece que exista im a verdad pedagógica eterna, univer­salm ente válida, de la que han p ropuesto aproxim aciones. E n su doctrina, se tra ta de sep ara r la cizaña del trigo lim ­pio, de re tener los preceptos utilizables actualm ente pa ra los m aestros, de rechazar sus p a rad o jas y sus errores. La c rítica dogm ática tiene prim acía sobre la h isto ria , la a la­banza o la reprobación sobre la explicación de las ideas. El residuo y el provecho intelectuales son escasos. No es m ediante la confrontación dialéctica de las teorías del pasado, teorías m ás bien ricas de intu iciones confusas que científicam ente constitu idas, que se tiene la posibilidad de e lab o rar una doctrina sólida y prác ticam ente fecunda. P o r lo general, ocu rre que los pedagogos de segunda fila, eclécticos, m oderados y bastan te razonables den tro de su insipidez, resis tan m ucho m ejo r a dicha c rítica que las m entes de p rim era fila. La sensatez de un Rollin sufre ventajosam ente la com paración con las extravagancias de un Rousseau. Si la pedagogía fuese una ciencia, su h isto ­ria poseería ese carác te r singu lar de que el genio la habría , las m ás de las veces, inducido a e rro r, y la m ediocri­dad, m antenido en el cam ino de la verdad.

Por descontado, D urkheim com prende perfectam ente que se pueda tra ta r de desprender, m edian te una discu­sión critica, los elem entos de verdad contenidos en una doctrina. E n el prefacio que escrib ió p a ra el libro póstu- mo de H am elin, E l sistem a de Descartes, D urkheim dio la fó rm ula de un m étodo de in terp re tac ión , a la vez h istó ri­co y crítico, y él m ism o aplicó dicho m étodo al estudio de Pestalozzi y de H erbart. Adm iraba el firm e y fértil pensa­m iento de esos insignes iniciadores, y, lejos de subestim ar su fecundidad, llegaba incluso a p regun tarse si no les a tr ib u ía algunas de las ideas de las que creía reconocer en su obra los p rim eros esbozos. Ahora bien, sea cual pueda se r su valo r dogm ático, D urkheim pide an te todo a las doctrinas que revelen las fuerzas sociales que alien tan a u n sistem a educacional o que trab a jan en pro de su m o­dificación. La h isto ria de la pedagogía no es la h isto ria

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de la educación, pues los teóricos no expresan exactam en­te lo que ocurre de hecho, y tam poco anuncian exacta­m ente lo que se realizará de hecho. Pero las ideas son tam bién hechos, y, cuando conocen g ran resonancia, se convierten en hechos sociales. El éxito sin p a r del É m ile tiene o tras causas independientes del genio de Juan Jaco- bo Rousseau: m anifiesta tendencias confusas, a la p a r que enérgicas, en el seno de la sociedad europea del siglo xvill. Existen pedagogos conservadores, tales com o Jouvency, o Rollin, que reflejan el ideal pedagógico de los jesu ítas o de la Universidad del siglo xvn. Y, sobre todo, puesto que se ve cóm o las grandes doctrinas se m ultip lican cuando las horas de crisis, hay pedagogos revolucionarios que in te r­pretan cosas colectivas que resu lta esencial para el obser­vador alcanzar, que resu lta casi im posible alcanzar direc­tam ente: aspiraciones, ideales en vías de form ación, rebe­liones con tra instituciones que se han tornado caducas. Por ejem plo, D urkheim ha estudiado bajo ese prism a las ideas pedagógicas del Renacim iento y establecido el dis­tingo, m ejor que cualquiera de los que lo habían hecho an terio rm en te a él, en tre las dos grandes corrien tes que las a rras tan , la que se puede hallar en la obra de Rabe­lais, la o tra , com pletam ente d iferente, a pesar de ciertas afinidades com unes, que se halla en la obra de Erasm o.

Tal es, a grandes rasgos, la obra pedagógica de D urk­heim. E sta breve exposición b asta para sub rayar cuál es su extensión y la estrecha relación que m antiene con el conjunto de su obra sociológica. A los educadores, aporta, acerca de los principales problem as pedagógicos, una doc­trin a a la vez original y vigorosa. A los sociólogos, aclara, en algunos puntos esenciales, las concepciones que Durk­heim ha expuesto en o tras fases de su obra: relaciones en­tre el individuo y la sociedad, relaciones en tre la ciencia y la práctica, naturaleza de la m oralidad, naturaleza del entendim iento. Gran núm ero de educadores o de sociólo­gos solicitan que esa obra pedagógica no quede inédita. Nos esforzarem os en cum plir sus deseos, publicando los principales Cursos de Durkheim .

El opúsculo que les brindam os hoy les h a rá las veces

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de introducción. En éste se podrán en co n tra r los únicos estudios pedagógicos que D urkheim publicó él m ism o.3 Los dos prim eros reproducen los a rtícu los «Educación» y «Pedagogía» del Nuevo Diccionario de pedagogía y de ins­trucción prim aria, publicado ba jo la dirección de F. Buis- son, París, H achette, 1911; el tercero es la lección inaugu­ra l p ronunciada p o r D urkheim , cuando tom ó posesión de su cátedra, en la Sorbona, en 1902; ha sido publicada en la «Revista de M etafísica y de M oral», núm ero de enero de 1903; el ú ltim o estudio es la lección inaugural del Curso organizado po r los cand idatos a las agregaciones de en­señanza secundaria; p ronunciada en noviem bre de 1905, esta lección fue publicada en la «Revista po lítica y literaria» («Revista azul») núm ero del 20 de enero de 1906.

Algunas páginas se repiten; incluso, en las dos prim e­ras partes , hay copias tex tuales de la tercera. Hem os con­siderado que los retoques hubiesen significado m ayores inconvenientes que alguna que o tra repetición.

P a u i . F a u c o n n e t

3. M encionem os, sin em bargo: 1. HI artícu lo «Infancia», en el Diccionario de Pedagogía, que D urkheim firm ó en colaboración con M. Buisson. 2. La com unicación sobre la Educación sexual, hecha a la Sociedad fran cesa de F ilosofía («Boletín»), que se en­tro n ca sobre todo con los trab a jo s de D urkheim sob re la fam ilia y el m atrim onio .

E l es tud io póstum o sobre el fím ile , publicado en la «Revista de M etafísica y de M oral», t. XXVI, 1919, pág. 153, no puede se r desvinculado del es tud io sobre E l con tra to social (m ism a rev ista, t. XXV, 1918).

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I. La educación, su naturaleza y su papel

1. LAS D EFIN IC IO N ES DE LA EDUCACIÓN.E X A M E N CRITICO

La pa lab ra educación h a sido a veces utilizada en un sentido m uy am plio p a ra designar el con jun to de las in­fluencias que la naturaleza, o los dem ás hom bres, pueden e je rcer b ien sea sobre nuestra inteligencia, bien sea so­b re nuestra voluntad. Abarca, dice S tu a rt Mill, «todo lo que hacem os p o r vo luntad p rop ia y todo cuan to hacen los dem ás en favor nuestro con el fin de aproxim arnos a la perfección de n u estra naturaleza. E n su acepción m ás am ­plia, abarca incluso los efectos ind irectos producidos so­b re el ca rác te r y sobre las facultades del hom bre p o r co­sas cuya m eta es com pletam ente diferente: p o r las leyes, p o r las form as de gobierno, las artes industria les, e, in­cluso, tam bién p o r hechos físicos, independientes de la voluntad del hom bre, ta les com o el clim a, el suelo y la posición local». S in em bargo, dicha definición engloba hechos com pletam ente con trapuestos y que no se pueden reu n ir ba jo un m ism o vocablo so pena de exponerse a con­fusiones. La acción de las cosas sobre los hom bres es muy diferente, po r sus procedim ientos y resu ltados, de la que procede de los hom bres m ism os; y la acción de los con­tem poráneos sobre sus contem poráneos difiere de la que los adu ltos ejercen sobre los m ás jóvenes. Es esta ú ltim a la ún ica que nos in teresa aquí y, po r consiguiente, es a ella que conviene reservar la pa lab ra educación.

Pero, ¿en qué consiste esa acción su i generis? Num e­rosas y m uy d iferen tes son las respuestas que han sido dadas a esta pregunta; pueden reducirse a dos tipos p rin ­cipales.

Según K ant, «el fin de la educación es el de desarro llar

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todas las facultades hum anas. Llevar h asta el pun to m ás alto que pueda ser alcanzado todas las fuerzas que an i­dam os en nuestro in terior, realizarlas lo m ás com pleta­m ente posible, pero sin que lleguen a dañarse en tre sí, ¿no es éste acaso un ideal por encim a del cual 110 puede exis­tir ningún otro?

Sin em bargo, si bien en cierta m edida ese desarro llo arm ónico es, en efecto, necesario y deseable, no por esto es in tegralm ente realizable; pues, se encuen tra en con tra ­dicción con o tra regla de la conducta hum ana que no es m enos im periosa: es la que nos ordena dedicarnos a una tarea determ inada y restring ida. No podem os y no debe­m os en tregarnos todos al m ism o género de vida; según nuestras ap titudes, tenem os funciones d iferen tes que cum ­plir, y es necesario que nos pongam os en arm onía con aquella que nos incum be. No estam os todos hechos para reflexionar: son necesarios hom bres de sensación y de ac­ción. Inversam ente, tam bién es necesario que los haya cuya labo r sea la de pensar. A hora bien, el pensam iento no puede desarro llarse m ás que desapegándose del m ovi­m iento, m ás que replegándose sobre sí m ism o, m ás que apartando de toda acción ex terio r al individuo que se en­trega en cuerpo y alm a a éste. De ahí, una p rim era d ife­renciación que no se produce sin experim en tar una cierta ru p tu ra de equilibrio . Y la acción, po r su p arte , al igual que el pensam iento, es susceptib le de a d o p ta r un sinfín de form as d iferentes v particu lares. Por supuesto , dicha especialización no excluye una c ie rta base com ún, y, con­secuentem ente, una cierta fluctuación en las funciones tan ­to orgánicas com o psíquicas, a falta de la cual la salud del individuo se vería en peligro, al p ropio tiem po que la cohesión social. Ahora bien, así y todo, una arm onía p e r­fecta no puede ser p resen tada como el objetivo final de la conducta y de la educación.

Aún m enos satisfacto ria es la definición u tilita ria se­gún la cual la educación tendría p o r objeto «hacer del in­dividuo un in strum en to de dicha para sí m ism o y para sus sem ejantes» (Jam es Mili); en efecto, la dicha es un estado esencialm ente subjetivo que cada uno aprecia a su m ane­

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ra. Sem ejante fórm ula deja, pues, incierta la m eta de la educación, y, po r ende, la educación en sí, puesto que la abandona al libre a rb itrio . Bien es verdad que Spencer ha tra tad o de d a r una definición ob jetiva de la dicha. Para él las condiciones de la dicha son las de la vida. La dicha com pleta, es la vida com pleta. A hora bien, ¿qué se debe en tender p o r vida? Si se tra ta ún icam ente de la vida física, se puede perfectam ente decir aquello sin lo cual sería im posible; en efecto, im plica un cierto equili­brio en tre el organism o y su en torno , y, puesto que los dos térm inos en relación son datos definibles, o tro tan to tiene que suceder con su conexión. Pero, no se puede ex­p resa r de esta form a m ás que las necesidades vitales m ás inm ediatas. Ahora bien, para el hom bre, y sobre todo pa ra el hom bre m oderno, esa clase de vida no es vida. Pedim os de la vida algo m ás que el funcionam iento m ás o m enos norm al de nuestros órganos. Una m ente cultivada \ prefiere no v iv ir an tes que renunciar a los placeres que proporciona la inteligencia. Incluso al punto de v ista pu­ram ente m aterial, todo cuan to rebasa lo estric tam en te ne­cesario escapa a toda determ inación. El standard o f life, el patrón de vida, com o dicen los ingleses, el m ín im o por debajo del cual no nos parece perm isib le situarnos, varía de form a infin ita según las condiciones de vida, los ám bi­tos sociales y los tiem pos. Lo que ayer encontrábam os su­ficiente, se nos a n to ja hoy p o r dobajo de la dignidad del hom bre, tal com o la sentim os actualm ente, y todo deja suponer que nuestras exigencias a este respecto irán in crescendo.

En este punto , topam os con el reproche general que recae sobre todas esas definiciones. P arte de este postu ­lado que asegura la existencia de una educación ideal, p e r­fecta, válida para todos los hom bres ind istin tam ente; y es esa educación universal y única que el teórico se afana en definir. No obstan te , y an te todo, si se considera la his­toria , no se encuen tra nada en ella que confirm e sem ejan­te h ipótesis. La educación ha variado m uchísim o a través de los tiem pos y según los países. E n las ciudades griegas y latinas, la educación enseñaba al individuo a subord i­

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narse ciegam ente a la colectividad, a convertirse en escla­vo de la sociedad. Hoy en día, se esfuerza en hacer del individuo una personalidad au tónom a.; En Atenas, se tra-¡ tab a de fo rm ar m entes delicadas' cautas, sutiles, am antes de la m esura y de la arm onía, capaces de ap reciar la be­lleza y los placeres de la p u ra especulación; en Rom a, se deseaba an te todo que los niños se hiciesen hom bres de acción, en tusiastas de la g loria m ilita r, indiferentes a todo cuan to concernía a las artes y las letras. En el Medioevo, la educación e ra an te todo cristiana; en el tran scu rso del R enacim iento, adop ta u n ca rác te r m ás laico y m ás litera ­rio; hoy en día, la ciencia tiene tendencia a ocupar en la educación el puesto que el a rte ten ía antaño. ¿Acaso se d irá que esto no es lo ideal? ¿Que si la educación ha variado, es po rque los hom bres se han equivocado acerca de lo que debía se r ésta? Pero, si la educación rom ana hubiese llevado el sello de u n individualism o com parable al nues­tro , Rom a no hubiese podido m antenerse; la civilización la tina no hubiese podido gestarse ni, m ás adelante, tam ­poco nuestra civilización m oderna, que procede en gran p a rte de ella. Las sociedades c ris tianas de la E dad Media no hubiesen podido sobrevivir si hubiesen concedido al li­b re exam en el lugar q u e le o torgam os hoy en día. Así pues, existen a este respecto exigencias ineludibles de las que nos es im posible hacer abstracción. ¿De qué puede ser­virnos el im aginar una eduación que resu ltaría ñ inesta para la sociedad que la pusiese en p ráctica?

Ese postulado tan discutib le es consecuencia de u n e rro r m ás general. Si em pieza uno p o r p regun tarse cuál debe se r la educación ideal, haciendo caso om iso de toda condición de tiem po y lugar, es que, im plícitam ente, se adm ite que un sistem a educacional no tiene nad a de real p o r sí m ism o. No se halla en él un con jun to de prácticas y de instituciones que se han ido organizando pau la tin a ­m ente con el paso del tiem po, que son so lidarias de todas las dem ás instituciones sociales y que las expresan, que, p o r consiguiente, no pueden ser cam biadas a capricho com o tam poco lo puede se r la e s tru c tu ra m ism a de la sociedad. Pero, parece que sea un p u ro sistem a de con­

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ceptos realizados; considerándolo ba jo ese prism a, parece depender ún icam ente de la lógica. Se supone que los hom ­bres de cada época lo organizan con pleno conocim iento de causa p a ra alcanzar un fin determ inado; que, si dicha organización no es la m ism a p o r doquier, es porque se han equivocado sobre la naturaleza, b ien sea de la m eta p o r alcanzar, bien sea acerca de los m edios que perm iten alcanzarla. Partiendo de este p u n ió de vista, las educa­ciones im partidas en el pasado se nos an to jan com o o tros tan to s e rro res to tales o parciales. No deberem os, pues, tenerlas en cuenta; no tenem os p o r qué solidarizarnos con los e rro res de observación o de lógica que han podido co­m eter nuestros an tecesores; pero sí podem os y debem os p lan tearnos el p roblem a, haciendo caso om iso de las so­luciones que nos han sido dadas, es decir que, haciendo abstracción de todo lo que ha sido, lo que nos in teresa aho ra es p regun tarnos lo que debe ser. Las enseñanzas de la h isto ria pueden, todo lo m ás, serv irnos para no vol­ver a caer en los m ism os yerros.

Sin em bargo, y de hecho, cada sociedad, tom ada en u n m om ento determ inado de su desarrollo , d ispone de un sistem a educacional que se im pone a los individuos con u n a fuerza p o r lo general irresistib le . R esulta baladí el c ree r que podem os educar a nuestros h ijos com o lo desea­ríam os. Existen unas costum bres a las que nos vemos obligados a som eternos. Si tra tam os de soslayarlas en de­m asía, acaban vengándose sobre nuestros hijos. Éstos, al llegar a la edad adulta , no se encuen tran en condiciones de vivir en m edio de sus contem poráneos, p o r no com ul­g a r con sus ideas. Que hayan sido educados según norm as o dem asiado arcaicas o dem asiado vanguardistas, poco im porta p a ra el caso; tan to en el uno com o en el o tro , no pertenecen a su tiem po y, p o r consiguiente, no se encuen­tra n en condiciones de vida norm al. Por lo tan to , existe en cada m om ento del tiem po un tipo de regu lador educa­cional del que no podem os ap a rtam o s sin to p ar con fuer­tes resistencias que contienen las veleidades de disiden­cias.

Sin em bargo, los háb itos y las ideas que determ inan

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ese tipo educacional, no som os nosotros quienes, indivi­dualm ente, los hem os creado. Son fru to de la vida en com ún y expresan las exigencias de ésta , incluso, en su m ayor parte , son ob ra de las generaciones an teriores. Todo el pasado de la hum anidad h a con tribu ido a edificar ese con jun to de reglas que dirigen la educación de hoy en día, toda n u estra h isto ria ha dejado sus huellas, inclu­so la h isto ria de los pueblos que nos han precedido. Así es cóm o los organism os superio res a lbergan en su in te­r io r el eco de toda la evolución biológica de la que son el pun to culm inante. Cuando se estud ia h istó ricam en te la m anera en que se han form ado y desarro llado los siste­m as educativos, se perca ta uno que dependen estrecha­m ente de la religión, de la organización política, del nivel de desarro llo de las ciencias, del estado de la industria , et­cétera. S i se les separa de todas esas causas h istó ricas, se to rnan incom prensibles. ¿En qué form a, pues, puede el individuo p retender reco n stru ir po r el solo esfuerzo de su reflexión propia , lo que n o es o b ra del pensam iento in­dividual? No se halla an te un terreno virgen sobre el que puede ed ificar lo que desea, sino an te realidades ex isten­tes que no puede ni c rear, ni destru ir, ni tran sfo rm ar a capricho. N o puede a c tu a r sobre ellas m ás que en la m edida en que ha ap rend ido a conocerlas, en que sabe cuál es su natu raleza y las condiciones de las que de­penden; no puede lo g ra r saberlo m ás que si se doblega an te sus im perativos, m ás que si em pieza po r observarlas, a sem ejanza del físico que exam ina la m ateria b ru ta y elbiólogo los cuerpos vivos.

Pqr dem ás, ¿cóm o proceder de o tra form a? Cuando se quiere de te rm inar únicam ente a través de la dialéctica lo que debe ser la educación, se tiene que em pezar p o r sen tar las m etas que se quiere alcance. Ahora bien, ¿qué es lo que nos perm ite aseverar que la educación tiene tales fi­nes y no tales o tros? A priori, desconocem os cuál es la función de la resp iración o de la circulación en el ser vivo. ¿A santo de qué tendríam os que es ta r m ejo r in for­m ados en lo referen te a la función educativa? Se contes­ta rá que, p p r descontado, tiene p o r ob jeto el de educar

a los niños. Pero, esto es p lan tear el problem a en térm i­nos a penas d iferentes; no es resolverlo. Se tendría que decir en qué consiste dicha educación, hacia qué tiende, a qué exigencias hum anas responde. Sin em bargo, no se puede d a r respuesta a esas preguntas m ás que em pezan­do p o r observar en qué ha consistido, a qué exigencias ha respondido en el pasado. Así pues, aun cuando no fue­se m ás que pa ra co n stitu ir la noción p relim inar de la educación, para determ inar que es lo que así se denom ina, la observación histórica se nos an to ja com o im prescin­dible.

2. DEFINICIÓ N DE LA EDUCACION

P ara defin ir la educación, tenem os, p o r tan to , que con tem plar los sistem as educativos que existen o que han existido, relacionarlos los unos con los o tros, poner de relieve los caracteres que tienen en com ún. El conjunto de esos carac teres co n stitu irá la definición tras la cual andam os.

Andando el cam ino, hem os logrado determ inar ya dos elem entos. Para que haya educación, es necesaria la p re­sencia de una generación de adu ltos y una generación de jóvenes, así com o de una acción ejercida p o r los p rim eros sobre los segundos. Nos queda po r defin ir la naturaleza de d icha acción.

No existe, por así decirlo, sociedad alguna en la que el sistem a educacional no presente un doble aspecto: es, a la vez, único y m últiple.

Es m últiple. En efecto, y en cierto sentido, se puede decir que hay tan to s tipos d iferentes de educación com o capas sociales d iferentes hay en dicha sociedad. ¿Acaso está és ta com puesta de castas? La educación varía de una casta a o tra ; la de los patricios no es la m ism a que la de los plebeyos; la del B rahm án no e ra la m ism a que la del Sudra. De igual form a, en la Edad M edia, ¡qué abism o en tre la cu ltu ra que recibía el joven paje, in stru ido en

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todas las artes de la caballería y la del villano que iba a la escuela de su parroqu ia a aprender algunos escasos rudim entos de cóm puto, de canto y de gram ática! Incluso hoy en día, ¿acaso no vemos cóm o la educación varía según las clases sociales o las zonas de residencia? La que se im parte en la ciudad 110 es la m ism a que la que recibe la gente del cam po, la del burgués no es igual a la del obrero . ¿Acaso se argü irá que esta organización no es m oralm en te justificab le y que no se puede ver en ella m ás que una perduración condenada a desaparecer? No resu lta difícil defender dicha tesis. Es evidente que la edu­cación de nuestros h ijo s no debería depender del azar que les ha hecho nacer aquí o allá, de tales padres y no de tales otros. Pero, aun cuando la conciencia m oral de nuestro tiem po hubiese obtenido la satisfacción a la que aspira, no po r esto la educación se to rn a ría m ás uniform e. Aun cuando la carre ra escogida pa ra cada niño no sería ya, en gran parte , p redeterm inada p o r una obcecada he­rencia social, la diversidad m oral de las profesiones no dejaría de a rra s tra r en pos suya u n a gran diversidad pe­dagógica. En efecto, cada profesión constituye un ám bito sui generis que recaba ap titudes concretas y conocim ien­tos especiales, en los que im peran determ inadas ideas, determ inadas costum bres, determ inadas m aneras de con­tem plar las cosas; y dado que el niño debe e s ta r p repara­do con vistas a la función que está llam ado a desem peñar el d ía de m añana, la educación, a p a r tir de una cierta edad, 110 puede ser la m ism a p a ra todos los su jetos a los que se aplica. Este es el m otivo po r el cual vemos que en todos los países civilizados, la educación tiende a diver­sificarse cgda vez m ás y a especializarse; y es ta especia- / lización empieza cada día m ás pronto . La heterogeneidad que se produce de es ta suerte no se basa, com o aquella de la que hablábam os an teriorm ente , sobre desigualdades in­ju stas a todas luces; a pesar de ello, no es po r esto m enor. Para h a lla r una educación del todo hom ogénea e igualita­ria , deberíam os rem ontarnos a las sociedades p reh istó ri­cas en las cuales no existía diferenciación alguna; y así y todo, ese tipo de sociedades no represen taba m ás que

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un m om ento lógico den tro del con jun to de la h istoria de la hum anidad.

Sin em bargo, sea cual sea la im portancia de esas edu­caciones especiales, no represen tan per se la educación en tera. Incluso, se puede decir que no se bastan a sí m ism as; sea donde sea que se las observe, no divergen en tre sí m ás que a p a rtir de un cierto punto m ás allá del cual se confunden. Se asien tan todas ellas sobre una base com ún. No existe pueblo alguno donde no haya un cierto núm ero de ideas, de sentim ientos y de p rácticas que la educación deba inculcar ind istin tam ente a todos los ni­ños, independientem ente de la categoría social a la que pertenezcan éstos. Incluso, ahí donde la sociedad está fragm entada en castas cerradas las unas a las o tras , siem ­pre existe una religión com ún para todos y, consecuente­m ente, los princip ios de la cu ltu ra religiosa, que se t9m a entonces fundam ental, son los m ism os en los diversos es­tam entos de la población. Si bien cada casta, cada fam i­lia tienen sus dioses particu lares, existen divinidades ge­nerales o com unes que son reconocidas p o r todo el m un­do y que todos los niños aprenden a adorar. Y dado que esas divinidades encarnan y personifican determ inados sentim ientos, determ inadas form as de concebir el m undo y la vida, no se puede es ta r iniciado a su culto sin con­traer, de paso, toda clase de costum bres m entales que rebasen el ám bito de la vida puram ente religiosa. De igual form a, en el Medioevo, los siervos, los villanos, los b u r­gueses y los nobles recib ían asim ism o una m ism a edu­cación cristiana. Si ocurre tal cosa con sociedades donde la diversidad intelectual y m oral alcanza ese grado de con traste , ¡que no o cu rrirá con los pueblos m ás evolu­cionados donde las clases, aun cuando conservando sus distancias, quedan sin em bargo separadas por un abism o m enos profundo! Ahí donde esos elem entos com unes en toda educación no quedan expresados bajo form a de sím ­bolos religiosos, no p o r ello dejan de existir. En el tran s­curso de n u estra h isto ria , se ha ido constituyendo todo un con jun to de ¡deas sobre la natu raleza hum ana, sobre la im portancia respectiva de nuestras diversas facultades,

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sobre el derecho y sobre el deber, sobre la sociedad, so­b re el individuo, sobre el progreso, sobre la ciencia, sobre el a rte , etc., que constituyen la base m ism a de nuestro esp íritu nacional; toda educación, tan to la del rico como la del pobre, tan to la que lleva a las carre ras liberales com o la que p repara a cargos industriales, tiene por ob­je to el de g rabarlas en las conciencias.

De todos esos hechos resu lta que cada sociedad se la­bra un cierto ideal del hom bre, de lo que debe se r éste tan to al pun to de vista intelectual com o físico y m oral; que ese ideal es, en c ierta m edida, el m ism o para todos los ciudadanos de un país; que a p a rtir de un determ inado punto , se diferencia según los ám bitos particu lares que toda sociedad alberga en su seno. Es ese ideal, a la vez único y diverso, el que represen ta el polo de la educación. E sta tiene, p o r tan to , po r m isión la de su sc itar en el niño:1. Un cierto núm ero de estados físicos y m entales que la sociedad a la que pertenece considera com o debiendo florecer en cada uno de sus m iem bros. 2. C iertos estados físicos y m entales que el grupo social específico (casta, clase, fam ilia, profesión) considera asim ism o como de­biendo ex istir en todos aquéllos que lo constituyen. Por consiguiente, es la sociedad, en su conjunto , y cada ám ­bito social específico, los que determ inan ese ideal que la educación realiza. La sociedad no puede subsis tir m ás que si existe en tre sus m iem bros una hom ogeneidad su­ficiente: la educación perpetúa y refuerza d icha hom oge­neidad, fijando po r adelan tado en el alm a del niño las sim ilitudes esenciales que requiere la vida colectiva. Sin em bargo, po r o tra parte , sin una c ie rta diversidad toda cooperación resu lta ría im posible: la educación asegura la persistencia de dicha diversidad necesaria, diversificán­dose p o r sí m ism o y especializándose. Si la sociedad llega a ese nivel de desarro llo en que las antiguas escisiones en castas o clases no pueden ya ser m antenidas, p rescrib irá una educación m ás uniform e en su base. Si, al p ropio tiem po, el trab a jo queda m ás dividido, la sociedad provo­cará en los niños, p royectada sobre u n p rim er plano de ideas y de sen tim ientos com unes, una diversidad m ás rica

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de ap titudes profesionales. Si vive en estado de conflicto con las sociedades c ircundantes, se esforzará en fo rm ar las m entes según un m odelo de inspiración netam ente pa­triótica; si la com petencia in ternacional adop ta una fo r­m a m ás pacífica, el tipo que tra ta de realizar resu lta m ás generalizado y m ás hum ano. La educación no es, pues, pa ra ella m ás que el m edio a través del cual p repara en el esp íritu de los niños las condiciones esenciales de su propia existencia. Verem os m ás adelan te cóm o el propio individuo tiene todo in terés en som eterse a d ichas exi­gencias.

Llegamos, por lo tanto, a la fórm ula siguiente: Jai edu­cación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre aquéllas que no han alcanzado todavía el grado de m adurez necesario para la vida social. T iene por objeto el suscitar y desarrollar en el niño un cierto núm ero de estados físicos, intelectuales y m orales que exigen de él tanto la sociedad política en su con jun to com o el m edio am biente específico al que está especialm ente destinado.

3. CONSECUENCIA DE LA D EFINICIÓ N A N T E R IO R : CARACTER SOCIAL DE LA EDUCACIÓN

De la definición que precede resu lta que la educación consiste en una socialización m etódica de la joven gene­ración. Se puede decir que en cada uno de nosotros exis­ten dos seres que, aun cuando inseparables a no ser por abstracción , no dejan de se r distin tos. El uno, está cons­titu ido po r todos los estados m entales que no se refieren m ás que a nosotros m ism os y a los acontecim ientos de nuestra vida privada: es lo que se podría muy bien deno­m inar el ser individual. El o tro , es un sistem a de ideas, de sentim ientos y de costum bres que expresan en noso­tros, no nuestra personalidad , sino el grupo o los grupos d iferen tes en los que estam os in tegrados; tales son las creencias religiosas, las opiniones y las prácticas m orales, las tradiciones nacionales o profesionales, las opiniones

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colectivas de todo tipo. Su conjunto constituye el ser so­cial. El fo rm ar ese ser en cada uno de nosotros, tal es el fin de la educación.

Por o tra parte , es a través de esto que se m anifiesta m ás c laram ente la im portancia de su papel y la fecundi­dad de su acción. En efecto, no tan sólo ese ser social no viene dado del todo en la constitución prim itiva del hom bre, sino que no ha sido el resu ltado de un desarro llo espontáneo. E spontáneam ente, el hom bre no era p ropen­so a som eterse a una disciplina política, a resp e ta r una regla m oral, a en tregarse y a sacrificarse. No hab ía nada en nuestra naturaleza congénita que nos predispusiese obligatoriam ente a convertirnos en servidores de d ivini­dades, em blem as sim bólicos de la sociedad, a rendirles culto , a conocer vicisitudes en honor de ellas. Es la socie­dad en sí que, a m edida que se ha ido form ando y conso­lidando, ha extraído de su propio se r esas ingentes fuer­zas m orales an te las cuales el hom bre ha experim entado su inferioridad. Ahora bien, si se hace abstracción de las vagas e inciertas tendencias que pueden ser a tribu idas a la herencia, el niño, al in tegrarse a la vida, no aporta a ésta m ás que naturaleza de individuo. P o r consiguiente, a cada generación, la sociedad se encuentra en presencia de un terreno casi virgen sobre el que se ve obligada a edificar partiendo de la nada. E s necesario que, po r las vías m ás rápidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, superponga ella o tro , capa/, de llevar una vida mo­ral y social. É sta es en esencia la labor de la educación, y nos percatam os de inm ediato de toda su grandeza. No se lim ita a d esarro llar el organism o individual en el sentido m arcado -po r su naturaleza, a hacer patentes fuerzas re­cónditas descosas de sa lir a la luz. La educación ha crea­do en el hom bre un ser nuevo.

Esa virtud creadora es, p o r dem ás, un privilegio espe­cial de la educación hum ana. C om pletam ente d iferente es la que reciben los anim ales, si es que se puede denom inar bajo ese nom bre el aprendizaje progresivo al que son so­m etidos po r parte de sus progenitores. Puede, po r des­contado, acelerar el desarro llo de determ inados instin tos

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latentes en el anim al, pero no lo inicia a una nueva vida. Facilita el juego de las funciones naturales, pero no crea nada. In stru id a po r su m adre, la cría sabe volar an tes o ap render an tes a hacer su nido; pero, en realidad, no aprende nada que no hubiese podido descubrir a través de su experiencia personal. Es que los anim ales o bien viven al m argen de todo estado social, o bien form an so­ciedades de es tru c tu ras bastan te sim ples, que funcionan gracias a unos m ecanism os instin tivos que cada indivi­duo lleva en su in terio r, ya existentes a p a r tir del m om en­to m ism o de su nacim iento. En este caso, la educación no puede añad ir nada esencial a la naturaleza, puesto que és ta se basta a sí sola, tan to en lo que a la vida del grupo se refiere com o a la del individuo p rop iam ente dicho. En el hom bre, al con trario , las ap titudes de todo tipo que supone la vida social son dem asiado com plejas pa ra p o ­der encam arse , por así decirlo, en nuestros tejidos y m a­terializarse bajo form a de predisposiciones orgánicas. De ahí se desprende que esas ap titudes no pueden tran sm itir­se de una generación a o tra po r vías genéticas. Es a tra ­vés de la educación com o se lleva a cabo la transm isión.

Sin em bargo, a rgü irán algunos, si cabe c re e r que, en efecto, únicam ente las cualidades propiam ente m orales, porque im ponen al individuo privaciones, porque en to r­pecen sus reacciones naturales, no pueden suscitarse en noso tros m ás que bajo una acción proveniente del exterior, ¿acaso no habrá o tras que toda persona e s ta rá in teresada en a d q u irir y po r las cuales susp ira rán instin tivam ente? Ésas son las cualidades diversas de la inteligencia que le perm iten adecuar m ejor su com portam iento a la n a tu ra ­leza de las cosas. Tam bién son ésas las cualidades físicas y todo lo que contribuye al vigor y al perfecto funciona­m iento del organism o. Para aquéllas, cuan to m enos, pa­rece que la educación, al desarro llarlas, no haga m ás que ir al encuen tro del desarro llo m ism o de la naturaleza, que llevar al individuo a un estado de perfección relativa hacia el que tiende de po r sí, aun cuando pueda alcanzar­lo m ás ráp idam en te gracias a la ayuda de la sociedad.

Pero, lo que dem uestra bien a las c laras que, a pesar

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de las apariencias, aquí com o en o tros cam pos, la educa­ción responde ante todo a necesidades sociales, es que hay sociedades en las que esas cualidades no han sido cultivadas en absoluto , y que, en cualquier caso, han sido consideradas muy diferentem ente según las socieda­des. M ucho falta pa ra que las ventajas de una sólida cul­tu ra intelectual hayan sido reconocidas po r todos los pue­blos. La ciencia, el esp íritu crítico, que hoy situam os en un pedestal, han sido du ran te m ucho tiem po puestos en tela de juicio. ¿Acaso no conocem os una célebre doctrina que proclam a b ienaventurados a los pobres de esp íritu? Se tiene uno que guardar m uy m ucho de creer que esa indiferencia para con el saber haya sido im puesta a rtifi­cialm ente a los hom bres en clara transgresión de su na­turaleza. No tienen de po r sí el ansia instin tiva de cien­cia que, a m enudo, y muy a rb itra riam en te se les ha a tr i­buido. No asp iran a la ciencia m ás que en la m edida en que la experiencia les h a enseñado que no pueden pres­cindir de ella. Ahora bien, en lo que se refiere a la o rde­nación de su vida particu la r, no tenían la m enor necesi­dad de ella. Como ya lo decía Rousseau, para satisfacer las necesidades vitales, la sensación, la experiencia y el instin to podían b a s ta r de igual form a que bastan al ani­m al. Si el hom bre no hubiese conocido o tras necesidades que aquéllas, m uy sim ples, que sientan sus raíces en su constitución individual, no se hab ría puesto jam ás en bus­ca de la ciencia, tan to m ás que ésta no ha podido ser adqu irida m ás que a través de laboriosos y dolorosos es­fuerzos. No conoció el afán del saber m ás que cuando la sociedad lo despertó en él, y la sociedad no lo despertó m ás que cuando ella m ism a sin tió la necesidad de éste. Ese m om ento se p resentó cuando la vida social, ba jo to­das sus form as, se tornó dem asiado com pleja pa ra poder funcionar sin apelar al pensam iento razonado, es decir, al pensam iento ilustrado por la ciencia. Entonces, la cul­tu ra científica se to rnó im prescindible, y éste es el motivo po r el cual la sociedad la exige en sus m iem bros y se la im pone com o una obligación. Sin em bargo, en su origen, cuando la organización social e ra m uy sim ple, muy poco

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variada, siem pre igual a sí m ism a, la trad ición ciega bas­taba, de igual form a que el in stin to le basta al anim al. Partiendo de esa base, el pensam iento y el libre albedrío resu ltaban inútiles e, incluso, peligrosos, puesto que eran una am enaza la ten te para la tradición. É sta es la razón po r la cual fueron proscritos.

Sucede exactam ente igual con las cualidades físicas. Si el E stado de ám bito social inclina la conciencia públi­ca hacia el ascetism o, la educación física quedará relega­da a un segundo térm ino. E sto es lo que, m ás o m enos, se p rodu jo en las escuelas del Medioevo; y ese ascetism o era necesario, pues la única m anera de adap tarse a la aspereza de esos tiem pos difíciles era la de apreciarlo . De igual form a, y según las corrien tes de la opinión, esa m ism a educación será in te rp re tada en los sentidos m ás diversos. En E sparta , tenía sobre todo com o objeto el de fo rta lecer los m úsculos para sobrellevar la fatiga. En Ate­nas, e ra una form a de crear cuerpos herm osos para la vista; en los tiem pos de la caballería, se pedía de ella que form ase guerreros ágiles y resistentes; hoy en día, su m eta es puram ente higiénica, y se preocupa an te todo de c o n tra rre s ta r los peligrosos efectos de una cu ltu ra inte­lectual dem asiado in tensa. Así pues, incluso las cualida­des que parecen, a p rim era vista, tan espontáneam ente deseables, el individuo no las busca m ás que cuando la sociedad le incita a ello, y las busca en la form a en que ésta se las prescribe.

Llegam os de esta form a a poder co n testa r una pre­gunta que quedaba suscitada po r todo cuando precede. En tan to que m ostrábam os a la sociedad m oldeando, se­gún sus necesidades, a los individuos, podía parecer que éstos se veían som etidos por ese hecho a una tiran ía in­soportab le. No obstan te , en realidad, ellos m ism os están in teresados en esa sum isión; pues, el ser nuevo que la acción colectiva, a través de la educación, crea de esta suerte en cada uno de nosotros, constituye lo que de m e­jo r se puede encon trar en cada individuo, lo que de pu ra ­m ente hum ano hay en nuestro in terio r. En efecto, el hom bre no es hom bre m ás que porque vive en sociedad.

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Resulta difícil el dem ostra r en un artículo y con el rigor suficiente, una teoría tan general y tan im portan te, que viene a resum ir todos los traba jo s llevados a cabo en el cam po de la sociología contem poránea. Sin em bargo, como p rim era providencia, cabe a p u n ta r que se la pone cada vez m enos en tela de juicio. Por añad idura, nos es posi­ble reco rd ar de m anera som era los hechos m ás esencia­les que la justifican.

En p rim er lugar, si existe hoy en día un hecho h istó ri­cam ente establecido, es que la m oral está estrecham ente vinculada a la naturaleza de las sociedades, dado que, tal com o lo hem os dem ostrado ya an terio rm ente , la m oral varía cuando las sociedades varían. E sto significa, por tan to , que es consecuencia de la vida en com ún. En efec­to, es la sociedad la que nos hace sa lir de nuestro aisla­m iento individual, la que nos obliga a tener cncuen ta o tros in tereses que no son los nuestros propiam ente dichos, es ella la que nos ha enseñado a dom inar neustras pasiones, nuestros instin tos, a canalizarlos, a lim itam os, a p rivar­nos, a sacrificarnos, a subord inar nuestros fines persona­les en p ro de fines m ás elevados. Todo el sistem a de re ­presentación que alim enta en nosotros la idea y el sen ti­m iento de la existencia de la regla, de la disciplina, tan to in te rn a com o externa, es la sociedad quien la ha inculcado en nuestras conciencias. Así es com o hem os adquirido esa fuerza que nos perm ite res is tir a nuestros instin tos, ese dom inio sobre nuestras inclinaciones, que es uno de los rasgos característicos de la figura hum ana y que está tan ­to m ás desarro llado cuanto m ás plenam ente cum plim os con nuestra condición de hom bre.

No estam os en m enor deuda con la sociedad desde el pun to de vista intelectual. Es la ciencia la que elabora las nociones card inales que dom inan nuestro pensam iento: nociones de causa, de leyes, de espacio, de núm ero, nocio­nes de los cuerpos, de la vida, de la conciencia, de la socie­dad, etc. Todas esas ideas fundam entales están en perpetua evolución: es que vienen a se r el resum en, la resu ltan te de todo el trab a jo científico, aun cuando estén m uy lejos de ser el pun to de p a rtid a tal com o lo creía Pestalozzi.

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No nos representam os al hom bre, la naturaleza, las cau­sas, el m ism o espacio, tal com o se los represen taban en la Edad Media; esto es debido a que nuestros conocim ientos y nuestros m étodos científicos ya no son los mismos. Ahora bien, la ciencia es una obra colectiva, puesto que supone una d ila tada cooperación de todos los sabios no tan sólo de una m ism a época, sino de todas las épocas que se han ido sucediendo a través de la h istoria . [Antes de que las ciencias quedasen constitu idas, la religión cum ­plía la m ism a m isión; pues toda m itología consiste en una representación, ya m uy elaborada, del hom bre y del universo. P o r dem ás, la ciencia ha sido la heredera de la religión. Y, precisam ente, una religión es una institución social.] Al ap render una lengua, aprendem os todo un sistem a de ideas, bien diferenciadas y clasificadas, y here­dam os todo el trab a jo que ha perm itido estab lecer di­chas clasificaciones y que viene a resum ir siglos en teros de experiencia. Aún hay m ás: de no ser po r la lengua, no d ispondríam os, prácticam ente, de ideas generales; pues es la pa lab ra la que, al fija rlas , p resta a los conceptos la consistencia suficiente pa ra que puedan ser m anipulados con toda com odidad p o r la m ente. Es por tan to el len­guaje el que nos ha perm itido elevam os p o r encim a de la p u ra sensación; y no resu lta necesario dem ostra r que el lenguaje es, an te todo, un ente social.

A través de esos ejem plos se puede ver a qué quedaría reducido el hom bre si se le re tira se todo cuanto debe a la sociedad: re trocedería a la condición anim al. Si ha podido reb asa r el estad io en el que quedaron detenidos los anim ales, es an te todo porque no está lim itado al úni­co fru to de sus esfuerzos personales, sino que coopera sis­tem áticam ente con sus sem ejantes, c ircunstancia que ele­va el rendim iento de la actividad de cada uno de ellos. Luego, y sobre todo, es que los fru tos del trab a jo de una generación son provechosos para la que tom a el relevo. De lo que un an im al ha podido ap render en el transcurso de su existencia individual, casi nada puede sobrevivirle. En cam bio, los resu ltados de la experiencia hum ana se conservan casi in tegralm ente y h asta en el m enor detalle,

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gracias a los libros, a los m onum entos con escu ltu ras y d ibu jos, a las herram ientas, a los in strum en tos de todo tipo que se transm iten generación tras generación, a la trad ición oral, etc. El suelo de la naturaleza se ve recu ­b ierto de esta guisa po r una capa de fértil aluvión, que va cobrando día a día m ayor espesor. En vez de disiparse a cada vez que una generación desaparece y queda susti­tu ida p o r o tra , la sapiencia hum ana se va acum ulando sin cesar, y es esa acum ulación indefin ida la que eleva al hom bre po r encim a de la bestia y po r encim a de sí m is­mo. Ahora bien, al igual que la cooperación de la que hablábam os an terio rm ente , dicha acum ulación no es fac­tible m ás que en el seno de la sociedad y realizada por ésta. En efecto, p a ra que el legado de cada generación pueda ser conservado y sum ado a los o tros, es m enester que ex ista una personalidad m oral que perdu re a través de las generaciones que se suceden, que las una las unas a las o tras: y esta personalidad m oral es la sociedad. Así pues, el antagonism o que dem asiado a m enudo se ha ad­m itido com o existente en tre la sociedad y el individuo, los hechos no lo corroboran . Muy lejos de decir que esos dos térm inos se enfren tan en tre sí y no pueden desarro llarse m ás que en sentido inverso el uno del o tro , m ás bien se debería decir que se im plican en tre sí. El individuo, al o p ta r p o r la sociedad, op ta a la vez po r sí m ism o. La acción que ejerce sobre él, especialm ente a través de la educación, no tiene en abso lu to p o r objeto y po r efecto el de constreñ irlo , d ism inuirlo y desnaturalizarlo , sino, muy al con trario , el de ensalzarlo y de convertirlo en un ser verdaderam ente hum ano. Desde luego, no puede en­grandecerse de esta guisa m ás que realizando un esfuerzo. Pero es qúe precisam ente la posibilidad de llevar a cabo voluntariam ente un esfuerzo es una de las carac terísticas m ás esenciales del hom bre.

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4. EL PAPEL DEL ESTADO EN M ATERIAEDUCACIONAL

r Esa definición de la educación perm ite resolver fá­cilm ente la cuestión, tan con trovertida , de las obligacio­nes y de los derechos del E stado en m ateria educacional.

En el o tro platillo de la balanza se pueden poner los derechos de la fam ilia. El niño, dícese, pertenece an te todo a sus padres: es, pues, a ellos a quienes corresponde dirig ir, según c rite rio propio, su desarro llo intelectual y m oral. Se concibe entonces la educación com o un ente esencialm ente privado y dom éstico. Cuando se sitúa uno en esa tesitu ra , se tiene tendencia, por supuesto, a re­duc ir al m ínim o la in tervención del E stado en dicha m ate­ria . Debería, dícese, lim itarse a se rv ir de auxiliar y de su s titu to de las fam ilias. Cuando éstas están im posibili­tadas de cum plir con sus obligaciones, es n a tu ra l que el E stado se encargue de tal m isión. Es incluso na tu ra l que tienda a fac ilita r la labor, poniendo a disposición de las fam ilias escuelas donde puedan, si así lo desean, enviar a sus hijos. Ahora bien, su acción no debe rebasar esos lím ites, y debe d a rse toda acción positiva destinada a im p rim ir una o rien tación determ inada en las m entes de la juventud .

Lo que es tá m uy lejos de quere r significar que su papel deba perm anecer tan negativo. Si, ta l com o hem os in ten tado ya estab lecerlo , la educación tiene, an te todo, una función colectiva, si tiene po r m eta la de ad ap ta r al niño al ám b ito social en el cual está destinado a vivir, es im posible que la sociedad se desin terese de sem ejante co­yun tura . ¿Cómo podría e s ta r ausente de ella, teniendo en cuen ta que constituye el pun to de referencia según el cual la educación debe d irig ir su acción? Com pete, pues, a ella el rec o rd a r de continuo al educador cuáles son las ideas, los sen tim ien tos que se deben inculcar al niño pa ra que pueda éste vivir arm ónicam ente en el m edio en el que le toca desenvolverse. De no e s ta r la sociedad siem pre p re ­sen te y o jo avizor p a ra ob ligar la acción pedagógica a desarro llarse en un sen tido social, ésta se pondría necesa-

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ñ ám en te al servicio de creencias particu lares y, la gran alm a de la pa tria se dividiría y se reduciría a una m ultitud incoherente de pequeñas alm as fragm entarias en conflicto las unas con las otras. N ada m ás en contraposición con la m eta fundam ental de toda educación. Es m enester esco­ger: si se precia en algo la existencia de la sociedad —y acabam os de ver lo que represen ta ésta pa ra nosotros— es indispensable que la educación asegure en tre los c iuda­danos una suficiente com unidad de ideas y de sentim ien­tos, sin la cual no puede haber sociedad; y para que pueda ren d ir ese resu ltado aún hace falta que no quede a m erced de la a rb itra riedad de los particu lares.

A p a rtir del m om ento en que la educación es una función esencialm ente social, el E stado no puede desin­teresarse de ella. Muy al con trario , todo cuan to es edu­cación debe quedar, en c ierta m edida, supeditado a su influencia. Lo que no viene a decir po r ello que el E stado deba necesariam ente m onopolizar la enseñanza. El tem a resu lta dem asiado com plejo para que se le pueda estud iar así, de pasada: pensam os volver sobre el particu la r m ás adelante. Se puede pensar que los progresos escolares son m ás cóm odos y rápidos ahí donde se deja a las iniciativas individuales un cierto m argen de acción, pues, bien es cierto que el individuo es m ás fácilm ente novador que el Estado. Ahora bien, el hecho de que el E stado deba, en pro del in terés público, p e rm itir que abran sus puertas o tras escuelas que aquéllas cuya responsabilidad asum e m ás di­rectam ente, no significa que deba por ello desentenderse de lo que sucede en éstas. Muy al contrario , la educación que en ellas se im parte debe seguir som etida a su control. No es siquiera adm isible que la función de educador pue­da se r desem peñada p o r alguien que no ofrezca las ga­ran tías especiales de las que el E stado puede ser único juez. Por descontado, los lím ites de los cuales no debe salirse su intervención pueden resu lta r bastan te incóm o­dos de defin ir de una vez para siem pre, pero, el principio de la intervención no puede, en m anera alguna, ser pues­to en tela de juicio. Ni po r asom o cabe ad m itir la exis­tencia de una escuela que reivindique el derecho de im ­

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p a rtir , con toda libertad de acción, una educación an ti­social.

Ahora bien, muy a pesar nuestro debem os, sin em bar­go, reconocer que los d iferentes y encontrados criterio s en pugna actualm ente en nuestro país, convierten esc de­ber del E stado en algo sum am ente delicado a la p a r que de la m ayor trascendencia. En efecto, no incum be al Es­tado el c rea r esa com unidad de ideas y de sentim ientos a falta de los cuales no puede haber sociedad; dicha co­m unidad debe constitu irse po r sí m ism a, y al E stado no le corresponde m ás que consagrarla, sostenerla y hacerla m ás paten te a los ojos de los ciudadanos. Em pero, es desgraciadam ente incontestable que, en nuestro país, esa unidad m oral deja, ba jo m ás de un aspecto, bastan te que desear. Nos hallam os divididos en tre conceptos divergen­tes e, incluso a veces, contrad ictorios. Hay en esas diver­gencias un hecho que resu lta im posible negar y que se debe tener en cuenta. No podría siqu iera ocurrírsele a nadie reconocer a la m ayoría el derecho de im poner sus ideas a los n iños de la m inoría. La escuela no puede ser instrum ento de un partido , y el m aestro falta a todos sus deberes cuando usa de la au to ridad que le es o torgada para a r ra s tra r a sus alum nos a com ulgar con sus p re­ju icios personales, p o r m uy justificados que le puedan pa­recer éstos. No obstan te , a despecho de todas las d isiden­cias, existe ya desde aho ra en los cim ientos de nuestra civilización u n cierto núm ero de principios que, im plícita o explícitam ente, tenem os todos en com ún y que, en cual­qu ier caso, m uy pocos se atreven a negar ab iertam ente: respe to hacia la razón, la ciencia, las ideas y los sen ti­m ientos que son firm es cim ientos de la m oral dem ocráti­ca. El papel del E stado es el de evidenciar esos principios esenciales, el de hacerlos enseñar en sus escuelas, el de e s ta r al tan to de que en lugar alguno los niños los igno­ren, el de que en todas partes se hable de ellos con el respeto que les es debido. A este respecto, la acción po r e je rcer será, quizá, tan to m ás eficaz que resu lta rá m enos agresiva y m enos violenta y que sabrá m antenerse m ejor den tro de lím ites prudenciales.

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5. PODER DE LA EDUCACION. LOS M EDIOS DE ACCIÓN

T ras haber determ inado los fines de la educación, nos queda po r de term inar ahora cóm o y en qué m edida es factible alcanzar dichos fines, es decir, cóm o y en qué m edida la educación puede re su lta r eficaz. Desde siem pre el tem a ha sido m uy controvertido. Para Fontenelle, «ni la buena educación hace el buen carác ter, ni la m ala lo destruye». Para Locke, para Helvetius, al con trario , la educación es todopoderosa. Según este ú ltim o, «todos los hom bres nacen iguales y con ap titudes iguales; tan sólo la educación crea las diferencias». La teoría que susten ta Jaco to t es bastan te afín a la an terior. La solución que se da al problem a depende de la idea que se tiene acerca de la im portancia y de la natu raleza de las predisposicio­nes innatas, p o r una parte , y de la fuerza de los medios de acción de que dispone el educador, po r o tra.

La educación no hace al .hom bre partiendo de nada, tal com o lo creían Locke y Helvetius; sino que se aplica a disposiciones ya existentes. Por o tro lado, y de m anera general, se puede d a r p o r sen tado que dichas tendencias congénitas son muy fuertes, m uy difíciles de an iqu ilar o de tran sfo rm ar radicalm ente, pues dependen de condi­ciones orgánicas sobre las cuales el educador tiene poca influencia. Por consiguiente, en la m edida en que dichas tendencias tienen un objeto definido, en que predisponen el esp íritu y el ca rác te r a a d o p ta r m odos de ac tuar y de pensar estrecham ente determ inados, todo el fu tu ro del individuo se halla fijado p o r adelantado, y lim itado cam ­po dé acción le queda a la educación.

Pero, a fo rtunadam ente , una de las carac terís ticas del hom bre es que las predisposiciones innatas son en él muy generales y m uy vagas. En efecto, el tipo de la pred isposi­ción concreta, rígida, invariable, que no deja lugar a la acción de las causas exteriores, es el instin to . Y cabe preguntarse si existe en el hom bre un único in stin to p ro ­piam ente dicho. Se habla a veces del in stin to de conser­vación, perp el térm ino es im propio; pues un instin to

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es un sistem a de m ovim ientos o actitudes determ inados, siem pre los m ism os, que, una vez desencadenados po r la sensación, se im brican de m anera au tom ática los unos sobre los o tros h asta llegar a su térm ino na tu ra l, sin que p o r ello la reflexión tenga que in tervenir en ningún mo­m ento; sin em bargo, los m ovim ientos que hacem os cuan­do n u estra existencia peligra no poseen en absoluto esa determ inación y esa invariabilidad au tom ática. V arían se­gún las situaciones; las adecuam os a las circunstancias: po r ende, es que no se realizan sin una determ inada, aun­que ráp ida, elección consciente. Lo que se ha dado en llam ar in stin to de conservación no es, al fin y al cabo, m ás que u n im pulso general de h u ir de la m uerte, sin que los m edios a través de los cuales tra tam os de ev itarla queden predeterm inados de una vez pa ra siem pre. Ahora bien, no se puede decir o tro tan to de lo que se llam a a veces, y, p o r cierto no m enos equivocadam ente, el instin ­to m aternal, el in stin to paternal, e incluso el in stin to se­xual. Son éstos im pulsos en una dirección; pero los me* dios p o r los cuales dichos im pulsos se actualizan, varían de un individuo a o tro , de una circunstancia a o tra . Así pues, queda reservado u n am plio m argen a los tanteos, los acom odos personales y, consecuentem ente, a la acción de causas que no pueden hacer sen tir su influencia m ás que tra s el nacim iento. Y, precisam ente, la educación es una de esas causas.

Se ha alegado, b ien es verdad, que el niño heredaba a veces una tendencia m uy acentuada hacia un ac to de­term inado com o, p o r ejem plo, el suicidio, el robo, el cri­m en, el fraude, etc. Sin em bargo, esas aseveraciones no están de ningún m odo acordes con los hechos. A pesar de todo cuan to se haya podido decir no se nace crim inal, y aún m ucho m enos se está p redestinado desde el nacim ien­to a com eter tal o tal tipo de crim en; la pa rado ja de los crim inalistas ita lianos no cuen ta ya, hoy en día, m ás que con escasos defensores. Lo que sí se hereda es un cierto desequilibrio m ental que to m a al individuo m ás re frac ­ta rio a una conducta o rdenada y d iscip linada. Sin em bar­go, sem ejante tem peram ento no p redispone m ás a un

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hom bre a ser un crim inal que a ser un explorador ávido de aven turas, un p rofeta, un novador político, un inven­tor, etc. Y lo m ism o reza p a ra todas las ap titudes p rofe­sionales. Tal como lo subraya Bain, «el h ijo de un em i­nente filólogo no recibe en herencia n i u n solo vocablo; el h ijo de un gran viajero puede, en el colegio, quedar a la zaga del h ijo de un m inero po r lo que respecta a la geografía». Lo que el niño recibe de sus padres son ap ti­tudes m uy generales: una determ inada fuerza de atención, c ie rta dosis de perseverancia, un ju icio sano, im aginación, etc. Ahora bien, cada una de esas ap titudes puede es ta r al servicio de toda suerte de fines diferentes. Un niño dotado de una cierta viveza de im aginación podrá, según las circunstancias, según las influencias ejercidas sobre él, convertirse en p in to r o en poeta, en un ingeniero de g ran inventiva o en un audaz financiero. Es, pues, consi­derable el m argen en tre las cualidades natu ra les y la for­m a específica que deben ad o p ta r pa ra ser u tilizadas en la vida. Todo lo cual viene a dem ostra r que el porvenir no es tá estrecham ente p redeterm inado p o r nuestra constitu ­ción congénita. La razón de ello es de fácil com prensión. Las únicas fo rm as de activ idad que pueden tran sm itirse p o r vía hered ita ria son aquéllas que se rep itan siem pre de una m anera lo bastan te idéntica com o p a ra poder fi­ja rse bajo una form a rígida en los tejidos del organism o. Dado que la vida hum ana depende de condiciones m últi­ples, com plejas y, p o r lo tan to , variables, es necesario, pues, que ella m ism a cam bie y evolucione de continuo. Consecuentem ente es im posible que se cristalice bajo una fo rm a definida y definitiva. Tan sólo disposiciones m uy generales, m uy im precisas, expresando caracteres com u­nes a todas las experiencias particu lares, pueden perdu ­r a r y tran sm itirse de una generación a otra.

Decir que los carac teres innatos son, en su m ayor p a r­te, m uy generales, es decir que son m uy m aleables, m uy fle­xibles, ya que pueden rec ib ir unas determ inaciones muy dispares. E n tre las v irtualidades im precisas que constitu ­yen al hom bre en el m om ento en que acaba de nacer y el personaje m uy definido en el que se debe convertir para

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desem peñar un papel de provecho en la sociedad, m edia una considerable d istancia. Es esa d istancia la que la edu­cación debe hacer reco rre r ál niño. Como se puede com ­probar, an te ella se ab re un cam po de acción muy am plio.

Ahora bien, pa ra e jercer dicha acción, ¿acaso posee m edios lo suficientem ente enérgicos?

Para d a r una idea de lo que constituye la acción edu­cacional y m o stra r su fuerza, un psicólogo contem porá­neo, Guyau, la ha com parado con la sugestión hipnótica; y no va desencam inado en su com paración.

En efecto, la sugestión hipnótica supone las dos con­diciones siguientes: 1. El estado en el cual se encuentra el su je to h ipnotizado se caracteriza p o r su pasividad ex­cepcional. La m ente queda prácticam ente en blanco; se ha producido una suerte de vacío en la conciencia; la voluntad es tá com o paralizada. Por consiguiente, la idea su­gerida, al no tener que en fren tarse con ninguna idea opuesta, puede in sta larse con un m ínim o de resistencia.2. Sin em bargo, com o el vacío no es nunca to ta l, es m e­nester, adem ás, que la idea se beneficie a través de la sugestión p ropiam ente dicha de una fuerza de acción es­pecial. P a ra ello, hace fa lta que el m agnetizador hable con tono de m ando, con au to ridad . Debe decir: Q uiero ; d a r a en tender que la negativa a obedecer no es ni si­quiera concebible, que el acto debe ser cum plido, que la cosa debe ser considerada tal com o él la m uestra , que no puede suceder de o tra m anera. Si da m uestras de poco ascendiente, se ve cóm o el su jeto duda, se resiste , se nie­ga a veces incluso a obedecer. Por poco que dé pie a la discusión, acabóse su poder. Cuanto m ás en con traposi­ción con el tem peram ento natu ral del h ipnotizado esté la sugestión, tan to m ás im perativo deberá ser el tono u ti­lizado.

Y, am bas condiciones se ven, precisam ente, realizadas en las relaciones que sostiene el educador con el educan­do som etido a su acción: 1. El niño se halla na tu ra lm en­te en un estado de pasividad en todo pun to com parable a aquél en que se halla artificia lm ente sum ido el h ip ­notizado. Su conciencia no encierra todavía m ás que un

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reducido núm ero de representaciones capaces de luchar con tra las que le son sugeridas; su voluntad es aún rud i­m entaria y, p o r tan to , resu lta fácilm ente sugestionable. P o r esa m ism a razón, es m uy accesible a la influencia del ejem plo, m uy propenso a la im itación. 2. El ascendiente que el m aestro tiene na tu ra lm en te sobre su alum no, de­b ido a la superio ridad de su experiencia y de su saber, p resta rá na tu ra lm ente a su acción la fuerza eficiente que le es necesaria.

Ese sím il dem uestra cuán lejos está el educador de es ta r desarm ado, pues, es bien sab ida toda la fuerza que encierra la sugestión hipnótica. Por tan to , si la acción educacional ejerce, incluso en m enor grado, una eficacia análoga, es lícito esp era r m ucho de ésta , con tal de sa­berse servir de ella. Muy lejos de sen tirnos desalentados an te nuestra im potencia, tenem os m ás bien m otivos para sen tirnos asustados an te la am plitud de nuestro poder. Si tan to los educadores com o los pad res estuviesen im ­puestos, de m anera m ás constan te, de que todo lo que sucede an te el niño deja en él alguna huella, que tan to su m anera de se r com o su ca rác te r dependen de esos m illa­res de pequeñas acciones im perceptibles que se d esarro ­llan a cada m om ento y a las cuales no p restan atención, debido ju stam en te a su aparen te insignificancia, ¡con cuán to m ás esm ero hab larían y actuarían! Por desconta­do, la educación no puede alcanzar a ltas m etas cuando es im partida de form a desordenada, b rusca e interm itente. Tal com o lo dice H erbart, no es reconviniendo vehem en­tem ente al n iño de cuando en cuando, que se puede ac tuar eficazm ente sobre él. En cam bio, cuando la educación se e jerce ''pacien tem ente y de form a continuada, cuando no busca éxitos inm ediatos y espectaculares, sino que se lleva adelante pau la tinam en te en un sen tido bien determ i­nado, sin dejarse desviar p o r incidentes exteriores y las circunstancias adventicias, d ispone de todos los m edios necesarios pa ra d e ja r p rofundas huellas en las alm as.

De paso, se ve tam bién cuál es el reso rte esencial de la acción educativa. Lo que constituye el influjo del h ipno­tizador es la au to ridad de la que se beneficia a través tic

las circunstancias. Ya po r analogía, se puede decir que la educación debe ser esencialm ente en te de au toridad . Esa im portan te proposición puede, po r dem ás, quedar establecida directam ente. E n efecto, liemos v isto que la educación tiene p o r ob jeto el superponer, al ser individual y asocial que som os al nacer, un ser to ta lm ente nuevo. Debe llevarnos a p u lir nuestra natu raleza inicial: es con esa condición que el n iño se convertirá el día de m añana en un hom bre. A hora bien, no podem os elevarnos p o r en­cim a de noso tros m ism os m ás que a costa de un esfuerzo m ás o m enos laborioso. N ada hay tan falso y descorazo- n ad o r com o el concepto epicúreo de la educación, el concepto de un M ontaigne, po r ejem plo, según el cual un hom bre puede llegar a fo rm arse sin esfuerzo alguno y sin o tro incentivo m ás que la búsqueda del placer. Si bien la vida no tiene nada de som brío, si bien resu lta crim inal ensom brecerla artific ia lm ente an te los ojos del n iño, es, sin em bargo, una cosa seria y trascenden tal, y la educa­ción, que p rep a ra a la vida, debe p a rtic ip a r de esa tra s­cendencia. Para aprenderle a constreñ ir su egoísm o n a tu ­ral, a subord inarse a fines m ás elevados, a som eter sus deseos al dom inio de su voluntad, a c ircunscrib irlos den­tro de lím ites lícitos, es m enester que el n iño ejerza so­bre sí m ism o una fu erte contención: Ahora bien, no nos constreñim os, no nos dom inam os m ás que en a ras de una u o tra de las dos razones siguientes: bien sea po r obliga­ción de orden físico, b ien sea p o r obligación de orden m o­ral. Pero, el n iño no puede sen tir la obligación que nos im pone físicam ente esos esfuerzos, pues, no es tá en es­tu c h o con tac to con las duras realidades de la vida que hacen que dicha ac titud sea im prescindible. Todavía no está inm erso en la lucha: a pesar de lo que haya dicho Spencer, no podem os de ja rle expuesto a las reacciones dem asiado du ras de la vida. Hace fa lta que ya esté, en g i . m m edida, form ado para cuando tenga que en fren tarse m serio con ella. Así pues, no es con los sinsabores de In vida que se debe co n ta r pa ra determ inarle

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Queda el deber. El sentido del deber, he aquí, en efec­to, el estím ulo po r excelencia del esfuerzo, y eso, tan to para el niño com o para el adulto . El m ism ísim o am or propio lo supone, puesto que pa ra se r sensible, tal como conviene, a los castigos y los prem ios, es necesario tener ya conciencia de su propia dignidad y, p o r ende, de su deber. Sin em bargo, el niño no puede conocer el deber m ás que a través de sus m aestros o de sus padres; no puede saber en qué consiste m ás que según la m anera en que se lo revelan, p o r lo que dicen y p o r su form a de actuar. Por lo tan to , hace fa lta que ellos represen ten para él el deber encarnado y personificado. Lo que equivale a decir que la au to ridad m oral es la cualidad principal del educador porque es a través de la au to ridad que sim bo­liza que el deber es el deber. Lo que tiene de puram ente su i generis, es el tono im perativo con el cual habla a las conciencias, el respeto que inspira a las voluntades y que las hace som eterse en cuanto se ha pronunciado. Conse­cuentem ente, es im prescindible que una im presión de ese m ism o tipo se desprenda de la persona del m aestro.

Ni que decir tiene que la au to ridad v ista ba jo ese prism a no tiene nada de violento ni de represivo: con­siste, en su to talidad , en un cierto ascendiente m oral. En el educador supone realizadas dos condiciones p rincipa­les. En p rim er lugar, debe dem ostra r que tiene carácter, pues la au to ridad im plica confianza y el niño no o to rga­ría su confianza a alguien que se m ostrase dubitativo, que tergiversase o se volviese a trá s en sus decisiones. Sin em ­bargo, esa p rim era condición no es la m ás esencial. Lo que im porta , an te todo, es que esa au to ridad de la que debe d a r p rueba paten te, el educador la sien ta realm ente en su fuero in terno. Constituye una fuerza que no puede m an ifestar m ás que si la posee de hecho. Ahora bien, ¿de dónde puede procederle ésta? ¿Acaso sería del poder m a­terial del que está investido, del derecho que tiene de castigar y de prem iar? Pero, el tem or al castigo es algo muy d iferen te del respeto a la au to ridad . É sta, tan sólo tiene valor m oral si el castigo es considerado com o m ere­cido precisam ente p o r aquél que lo sufre: lo que im plica

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que la au to ridad que castiga ya es reconocida com o legíti­ma. Oue es de lo que se tra ta . No es del ex terio r que el m aestro debe esperar que proceda su au to ridad , es de sí m ism o, tan sólo se la p roporc ionará un ín tim o conven­cim iento. Ha de creer, no en sí, desde luego, ni en las cualidades superiores de su inteligencia o de su corazón, sino en su labor y en lo trascendental de su com etido. Lo que p resta tan fácilm ente au to ridad a la pa lab ra del sa­cerdote es, sin género de duda, el a lto concepto que tiene de su m isión; efectivam ente, habla en nom bre de un dios del que se cree, del que se sien te m ás cercano que la m ul­titu d de los profanos. El educador laico puede y debe experim en tar un sentim iento m uy parecido a éste. Él tam bién es el órgano de una insigne persona m oral que le es superior: la sociedad. De igual fo rm a que el sacer­dote es el in té rp re te de su dios, él es el in térp re te de las grandes ideas m orales de su época y de su país. Si com ul­ga con dichas ideas, si es capaz de ap rec ia r toda su g ran ­deza, la au to ridad que deriva de ellas y de la que es cons­ciente, no d e ja rá de com unicarse a su persona y a todo lo que em ana de ella. T ratándose d e una au to ridad que proviene de una fuente tan im personal, no caben ni or­gullo, ni vanidad, ni pedantería . D im ana p o r en tero del respeto que tiene el educador pa ra con sus funciones y, si se nos perm ite la expresión, de su m inisterio . E s ese respeto el que, po r vías de la pa lab ra , del gesto, pasa de la conciencia del educador a la conciencia del niño.

A veces, se h an enfren tado los preceptos de libertad y de au to rid ad com o si sendos facto res de la educación se con trad ijesen o se lim itasen respectivam ente. Sin em bar­go, esa oposición es ficticia. En realidad, esos dos térm i­nos, lejos de excluirse se im plican. La libertad es fru to de la au to ridad bien entendida. Efectivam ente, ser lib re no consiste en hacer todo lo que a uno se le an to ja ; ser lib re es se r dueño de sí m ism o, es saber ac tu a r razona­dam ente y cum plir con su deber. Y es, precisam ente, a do­ta r al n iño de ese dom inio sobre sí m ism o que la au to ri­dad del educador debe tender. La au to ridad del m aestro es tan sólo una faceta de la au to ridad del deber y de la

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razón. P o r consiguiente, el n iño debe e s ta r e je rcitado a reconocerla en la pa lab ra del educador y a som eterse a su ascendiente: con esa condición sabrá , m ás tarde , volver a ha llarla en su conciencia y a rem itirse a ella.

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II. Naturaleza y método de la pedagogía

Muy a m enudo se han confundido los térm inos educa­ción y pegagogía que, sin em bargo, deben ser cuidadosa­m ente diferenciados.

La educación es la acción ejercida sobre los niños por los padres y p o r los educadores. Dicha acción es constan ­te y general. No hay ningún período en la vida social, no hay siquiera p o r así decirlo, ningún m om ento en el cur­so del día en el que las jóvenes generaciones no es­tén en contacto con sus m ayores, ni en el que, conse­cuentem ente, no estén som etidos p o r p a rte de éstos a una influencia educadora, pues esa influencia no se hace sen tir so lam ente du ran te los m uy breves instan tes en que padres y educadores com unican de fo rm a consciente, y p o r m edio de una enseñanza p ropiam ente dicha, los re ­su ltados de su experiencia a los que tom an el relevo. Existe una educación inconsciente que no cesa jam ás. A través de nuestro ejem plo, de las pa lab ras que p ronun­ciam os, de los actos que realizam os, estam os configuran­do de una m anera constan te el alm a de nuestros h ijos.

O tra cosa m uy d istin ta sucede con la pedagogía. É sta consiste, no en actos, sino en teorías. Esas teorías son form as de concebir la educación, en ningún caso m ane­ra s le llevarla a cabo. A veces, incluso, se d iferencian de las prácticas en uso hasta el extrem o de e n tra r en franca oposición con ellas. La pedagogía de Rabelais, la de Rous­seau o la de Pestalozzi, están en oposición con la educa­ción im partida en sus respectivas épocas. De donde se desprende que la educación no es m ás que la m ateria de la pedagogía. E s ta ú ltim a estriba en una determ inada for­m a de pen sar respecto a los elem entos de la educación.

E sto es lo que hace que la pedagogía, cuando m enos en el pasado, es in term iten te , en tan to que la educación

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es continua. Hay pueblos que no han tenido una pedago­gía p ropiam ente dicha; ésta, incluso, no hace su apari­ción hasta una época relativam ente m oderna. En Grecia, no hace acto de presencia h asta después de la época de Pericles, con Platón, Jenofonte y Aristóteles. En Roma, apenas si ha existido. En las sociedades cristianas,*cs tan sólo en el curso del siglo xvi que produce ob ras de im­portancia; el auge que cobró po r aquel entonces m enguó duran te el siglo siguiente, pa ra resu rg ir con toda p u jan ­za d u ran te el siglo xvm . Y es que el hom bre no reflexio­na siem pre, sino tan sólo cuando esa necesidad se hace sen tir, y las condiciones p a ra la reflexión no son siem ­pre y en todas p artes propicias.

Una vez sen tadas esas prem isas, nos es m enester bus­ca r cuáles son las carac terís ticas de la reflexión pedagó­gica y las de sus fru tos. ¿Acaso deberían verse en ellas doc­trinas puram ente científicas y debería decirse de la pe­dagogía que es una ciencia, la ciencia de la educación?O, ¿acaso convendría darle o tro nom bre?, y en tal caso ¿cuál? La natu raleza del m étodo pedagógico será in te r­p retada de m uy d iferen te m anera según la respuesta que se d a rá a este in terrogante.

I. Que las cosas de la educación, consideradas bajo determ inado pun to de vista, pueden hacer el ob jeto de una disciplina que p resen ta todas las carac terísticas de las dem ás disciplinas científicas, esto es, an te todo, lo que resu lta fácil dem ostrar.

E fectivam ente, p a ra que se pueda d a r el nom bre de ciencia a un conjunto de estudios, es necesario y suficien­te que presenten éstos los carac teres siguientes:

1. Deben referirse a hechos sentados, consum ados, som etidos a observación. Una ciencia, en efecto, se define p o r su ob jeto ; supone, p o r consiguiente, que ese objeto existe, que se le puede m o stra r con el dedo, en c ie rta m a­nera , señala r el puesto que ocupa en el con jun to de la realidad.

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2. Es necesario que dichos hechos presenten en tre sí la suficiente hom ogeneidad com o para poder ser clasi­ficados en una m ism a categoría. Caso de que fuesen irre­ducibles los unos a los o tros, habría , no una ciencia, sino tan tas ciencias d iferentes com o especies d istin tas de co­sas hubiese po r estud iar. O curre m uy a m enudo a las ciencias que están en em brión y en vías de form ación de a b a rca r de form a h a rto confusa una p lu ralidad de obje­tos d iferentes; éste es el caso, po r ejem plo, de la geogra­fía, de la an tropología, etc. Pero, este estado de cosas no constituye m ás que una fase tran sito ria en el desarrollo de las ciencias.

3. Finalm ente, dichos hechos, la ciencia los estud ia pa ra conocerlos, y solam ente pa ra conocerlos, de form a puram en te desin teresada. Nos servim os adrede de ese térm ino algo general e im preciso de conocer, sin precisar m ás am pliam ente en qué puede consistir el conocim iento llam ado científico. Poco im porta , en efecto, que el sabio se ap lique a co n stitu ir tipos an tes que a descubrir leyes, que se lim ite a describ ir, o bien que tra te de explicar. La ciencia em pieza en cuan to el saber, sea cual sea éste, es investigado po r sí m ism o. Desde luego, el sabio sabe perfectam ente que sus hallazgos son, con toda seguridad, susceptibles de ser utilizados. Puede suceder, incluso, que enfoque p referen tem en te sus investigaciones hacia tal o cual pun to porque p resien te que serán de esta suerte m ás provechosas y que perm itirán sa tisfacer necesidades aprem ian tes. Sin em bargo, en tan to se entregue a la in­vestigación científica, se desin teresa de las consecuencias p rácticas. Dice lo que es, consta ta lo que son las cosas, y a ésto se lim ita. N o se preocupa de saber si las verdades que descubre resu lta rán agradables o desconcertan tes, si es beneficioso que los inform es que establece sigan sien­do lo que son, o si, al con trario , m ás vald ría que fuesen de o tra m anera. Su papel consiste en expresar la realidad, no en juzgarla.

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Una vez sen tadas esas prem isas, no existe ninguna ra ­zón p o r la que la educación no se convierta en el objeto de una investigación que cum pla todos esos requisitos y que, po r consiguiente, p resente todas las carac terísticas de una ciencia.

E fectivam ente, la educación, en uso en una sociedad determ inada y considerada en un m om ento determ inado de su evolución, es un con jun to de prácticas, de m ane­ras de proceder, de costum bres que constituyen hechos perfectam ente definidos y cuya realidad es sim ilar a la de los dem ás hechos sociales. No son, tal com o se ha venido creyendo du ran te m ucho tiem po, com binaciones m ás o m enos a rb itra ria s y artificiales, que no deben su razón de ser m ás que a la influencia caprichosa de voluntades siem pre contingentes. Constituyen, m uy al con trario , au­tén ticas instituciones sociales. No hay hom bre que pueda conseguir que una sociedad tenga, en un m om ento dado, o tro sistem a educacional que aquél que está im plicado en su e s tru c tu ra , com o tam poco le es factible a un organism o vivo tener o tros órganos y o tras funciones que aquéllas que vienen im plicadas en su constitución. Si a todas las razones ya aducidas en apoyo de ese concepto resu lta necesario añad ir o tras , b a s ta con tom ar conciencia de la fuerza im periosa con la que esas p rác ticas se im ponen a nosotros. Es del todo vano creer que educam os a nues­tro s h ijos según nuestros deseos. Nos vem os im pelidos a seguir las reglas que im peran en el m edio social en el cual nos desenvolvem os. La opinión nos la im pone, y la opinión constituye una fuerza m oral cuyo poder constric­tivo no es m enor que el de las fuerzas físicas. Usos y cos­tum bres a los que p res ta su au to ridad quedan, p o r esc m ism o hecho, sustra ídos, en g ran m edida, a la acción de los individuos. C laro está que nos es factible infringirlos, pero entonces las fuerzas m orales con tra las que nos su­blevam os de esta guisa se vuelven en con tra nuestra , y es evidente que, dada su superioridad , resu ltaríam os ven­cidos. Así pues, ya podem os rebelarnos con tra las fuer­zas m ateria les de las que dependem os; ya podem os tra ta r de vivir de fo rm a d istin ta a la que im plica la naturaleza

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de nuestro medio físico; pero entonces, la m uerte o la enferm edad serán el precio de n u estra rebelión. De igual form a, nos vem os sum idos en una atm ósfera de ideas y de sen tim ientos colectivos que no nos es posible m odifi­ca r a nuestro an to jo ; y es, precisam ente, sobre ideas y sen tim ientos de ese tipo que se cim entan las prácticas educacionales. Son, p o r consiguiente, cosas d istin tas de nosotros, puesto que nos resisten , realidades que tienen de po r sí una natu raleza defin ida, sen tada, que se im pone a nosotros; po r lo tan to , puede resu lta r instructivo ob­servarla, t ra ta r de conocerla, con el ún ico fin de conocer­la. Por o tra parte , todas las p rác ticas educacionales, sean cuales puedan ser éstas, cualesquiera que sean las diferen­cias existentes en tre ellas, poseen en com ún un carác te r esencial: resu ltan todas ellas de la acción ejercida p o r una generación sobre la siguiente con vistas a ad ap ta r a es ta ú ltim a al m edio social en el cual es tá destinada a vivir. Así pues, todas ellas vienen a se r m odalidades di­versas de esa relación fundam ental. Consecuentem ente, son hechos de una m ism a especie, com peten a una m is­m a categoría lógica; po r tan to , pueden hacer el ob jeto de una sola y m ism a ciencia, que sería la ciencia de la educación.

No resu lta im posible señala r desde ahora m ism o, con el único fin de p recisar las ideas, algunos de los p rincipa­les problem as que dicha ciencia debería tra ta r .

Ivas p rácticas educacionales no son hechos aislados los unos de los o tros, sino que, p o r una m ism a sociedad, están ligadas en un m ism o sistem a todas cuyas partes concurren hacia un m ism o fin: y éste es el sistem a de edu­cación propio de esc país y de esa época. Cada pueblo tiene el suyo, al igual que tiene su sistem a m oral, religio­so, económ ico, etc. Pero, po r o tra parte , los pueblos de una m ism a especie, o sea, pueblos que se asem ejan en los carac teres esenciales de su constitución deben seguir sistem as de educación com parables en tre sí. Las sim ilitu ­des que p resen ta su organización general deben, necesaria­m ente im plicar o tras de igual im portancia d en tro de su organización educacional. Consiguientem ente, es perfec-

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lam ente factible, por com paración, evidenciando las ana­logías y elim inando las d iferencias, co n stitu ir los tipos genéricos de educación que corresponden a las d istin tas clases de sociedades. Por ejem plo, ba jo el régim en tribal la carac te rís tica esencial de la educación es el se r difusa; es im partida a todos los m iem bros del clan ind istin ta­m ente. No existen m aestros designados ni encargados es­peciales cuya m isión es la form ación de la juven tud ; son todos los ancianos, es el con jun to de las generaciones an­terio res quienes desem peñan ese papel. Todo lo m ás que puede suceder es que p a ra determ inadas enseñanzas p a rti­cu larm ente fundam entales, c iertos ancianos son m ás es­pecialm ente ap tos. E n o tra s sociedades, m ás evoluciona­das, esta difusión está llegando a su fin, o, po r lo menos, se va a tenuando. La educación se concentra en m anos de funcionarios especializados. En la Ind ia y en Egipto, son los sacerdotes los encargados de asum ir esa función. La educación, en este caso, es a tr ib u to del poder sacerdotal.Y esa p rim era característica d iferencial conduce a otras. Cuando la vida religiosa, en vez de seguir ella m ism a to ­talm ente difusa tal com o lo es en su origen, se crea un órgano especial encargado de dirigirla y de adm in istrarla , es decir, cuando se fo rm a una clase o casta sacerdotal, lo que la relig ión encierra de específicam ente especulativo e intelectual experim enta un desarro llo hasta aquel en ton­ces com pletam ente desconocido. Es den tro de esos ám bi­tos sacerdotales que aparecieron los prim eros pródrom os, las form as prim itivas y rud im en tarias de la ciencia: as­tronom ía, m atem áticas, cosmología. Es un hecho del cual Com te se hab ía perca tado desde hace m ucho tiem po y que tiene fácil explicación. R esulta com pletam ente n a tu ­ral que u n a organización, cuyo efecto es el de concen trar en un grupo restring ido todo cuanto existe entonces de vida especulativa, estim ule y desarrolle esta ú ltim a. Por consiguiente, la educación ya no se lim ita com o en el principio, a inculcar al niño prácticas y a e jercitarle en determ inadas m aneras de proceder. Desde este m ism o m om ento, hay m ateria pa ra una c ie rta instrucción. El sacerdote enseña los elem entos de esa ciencia que están

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en vías de form ación. A hora bien, esa instrucción, esos conocim ientos especulativos no son enseñados por sí m ism os, sino en razón de los lazos q u e los v inculan con las creencias religiosas; tienen un carác te r sagrado, están repletos de elem entos p ropiam ente religiosos, dado que se han form ado en el seno m ism o de la religión, y son in­separab les de ésta . E n o tro s países, ta l com o en las ciu­dades griegas y latinas, la educación queda dividida, en p roporciones variables según las ciudades, en tre el E stado y la fam ilia. No ha lugar la casta sacerdotal, puesto que es el E stado el que queda encargado de la vida religiosa. Por consecuencia n a tu ra l, dado que n o tiene necesidades especulativas, que está , an te todo, o rien tado hacia la ac­ción y la práctica , es al m argen de él y, p o r lo tan to , al m argen de la religión que la ciencia surge cuando la ne­cesidad de és ta se hace no tar. Los filósofos, los sabios de Grecia, son particu la res y laicos. La m ism a ciencia adop ta p ron tam ente una tendencia an tirrelig iosa. De ahí se des­prende, desde el pun to de vista que nos in teresa , que la instrucción, ella tam bién, e n cuan to hace su aparición, re ­viste un ca rác te r laico y privado. El granim ateús de Atenas es un sim ple c iudadano, sin a tad u ras oficiales y desprovisto de todo ca rác te r religioso.

R esulta ba lad í m u ltip licar esos ejem plos, los cuales no p roporcionan m ás que un in terés ilustrativo. Son su­ficientes para m o stra r cóm o com parando sociedades de la m ism a especie, se podría constitu ir tipos de educación, al igual que se constituyen tipos de fam ilia, de E stado o de religión. Por o tra parte , esa clasificación no agotaría los prob lem as de o rden científico que pueden p lan tearse con respecto a la educación, no hace m ás que p roporcio­n a r los elem entos necesarios para reso lver o tro , m ayor aún. Una vez establecidos los d iferentes tipos, todavía quedaría el explicarlos, es decir, averiguar de qué condi­ciones dependen las propiedades características de cada uno de ellos y cóm o han derivado los unos de los o tros. De e s ta guisa se ob tendrían las leyes que rigen la evolución de los sistem as educacionales. Se p od ría co lum brar en­tonces en qué sen tido la educación se ha ido desarro llan­

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do así com o tam bién las causas que han determ inado di­cho desarro llo y que lo explican. Cuestión puram ente teórica, p o r supuesto, pero cuya solución, sa lta a la vista, sería fecunda en aplicaciones prácticas.

He aqu í un ya am plio cam po de estud ios ab ie rto a la especulación científica. Y, sin em bargo, existen aún o tros problem as que podrían ser abordados den tro de esa m is­m a línea. Todo cuan to acabam os de refe rir pertenece al pasado; investigaciones de este tipo tendrían p o r resu lta ­do el de hacernos com prender en qué form a se han ido constituyendo nuestras instituciones pedagógicas. No obs­tan te , tam bién se las puede conside rar b a jo o tro pun to de vista. Una vez form adas funcionan, y podríam os in­dagar de qué m anera funcionan, es decir, qué resu ltados dan y cuáles son los condicionam ientos que hacen v a ria r dichos resultados. Para ello, deberíam os poder con tar con una buena estadística escolar. En cada escuela se aplica una disciplina, un sistem a de castigos y prem ios. ¡Cuán in teresan te resu lta ría saber, no tan sólo basándonos so­b re im presiones em píricas, sino sobre observaciones m etó­dicas, de qué m anera funciona ese sistem a en las diferen­tes escuelas de una m ism a localidad, en las d iferentes regiones, en los d iferentes m eses del año, en las diferen­tes horas del día; cuáles son las faltas escolares m ás fre­cuentes; en qué m edida su proporción varía en el con­ju n to del te rrito rio o según los países; en qué m edida depende de la edad del niño, de su am biente fam iliar, etc.! Todos los in terrogan tes que se p lan tean con respecto a los delitos del adulto pueden p lan tearse aquí no m enos útilm ente. Existe una crim inología del niño de igual fo r­m a qufe existe una crim inología del hom bre adulto . Y la disciplina no es la única institución educacional que po­d ría se r estud iada según esc m étodo. N o hay ningún m é­todo pedagógico cuyos efectos no pudiesen ser m edidos de igual form a, suponiendo, claro está, que el instrum en­to necesario pa ra sem ejante estudio, es decir, una buena estadística, haya sido institu ido.

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I í . He aquí, pues, dos grupos de problem as cuyo ca­rác te r puram ente científico es incontestable. Unos son relativos a la génesis, los o tros, al funcionam iento de los sistem as de educación. En todas esas investigaciones se tra ta sim plem ente o de descubrir cosas p resen tes o pasa­das, o de averiguar sus causas, o de de te rm inar sus efec­tos. Constituyen una ciencia; he aquí lo que es, o m ejo r dicho, he aquí lo que sería la ciencia de la educación.

A hora bien, del m ism o bosquejo que acabam os de trazar, se desprende, bien a las claras, que las teorías que se ha dado en llam ar pedagógicas son especulaciones de índole to ta lm ente d istin ta . En efecto, ni persiguen la m is­ma m eta, ni utilizan los m ism os m étodos. Su objetivo no es el de describ ir o de explicar lo que es o h a sido, sino de de te rm inar lo que debe ser. No apun tan ni hacia el presente, ni hacia el pasado, sino hacia el fu turo . No se proponen expresar fielm ente realidades dadas, sino pro­m ulgar preceptos de conducta. No nos dicen: «he aquí lo que existe y la razón de ser de su existencia», sino «he aqu í lo que hay que hacer». Incluso los teorizantes de la educación 110 hablan, po r lo general, de las p rácticas tra ­dicionales del presente y del pasado m ás que con un cier­to desdén, casi sistem ático . Subrayan sobre todo sus im­perfecciones. P rácticam ente todos los grandes pedagogos, Rabelais, M ontaigne, Rousseau, Pestalozzi, son esp íritus revolucionarios, en franca oposición con los usos y cos­tum bres de sus contem poráneos. No se refieren a los sis­tem as antiguos o existentes si no es pa ra condenarlos, pa ra aseverar que carecen de fundam entos en la n a tu ra ­leza. Hacen, poco m ás o m enos, tab la rasa de todo y acom eten la ta rea de ed ificar en su lugar algo en tera­m ente nuevo.

Así pues, pa ra en tendernos noso tros m ism os, hace fa lta d iferenciar cu idadosam ente dos tipos de especulacio­nes tan d istin tas. La pedagogía es algo d iferen te de la ciencia de la educación. Pero, entonces, ¿qué es? Para proceder a una elección m otivada, no nos basta con saber lo que es; debem os ind icar en qué consiste.

¿Direm os, acaso, que se tra ta de un arte? La conclu­

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sión parece im ponerse, pues, generalm ente, 110 se con­cibe térm ino m edio en tre esos dos extrem os y se da el nom bre de a rte a todo fru to de la reflexión que no sea ciencia. Ahora bien, es am pliar considerablem ente el sen­tido del vocablo arte , hasta el pun to de incluir en él cosas m uy diferentes.

En efecto, se da tam bién en llam ar a rte la experiencia p ráctica adqu irida p o r el in s tru c to r en el contacto con los niños y en el ejercicio de su profesión. Sin em bargo, dicha experiencia es, a todas luces, algo m uy d iferen te de las teorías del pedagogo. Un hecho de observación corrien te to m a m uy sensible esa diferencia. Se puede ser un cum ­plido educador y, sin em bargo, 110 ten e r n inguna dispo­sición p a ra las especulaciones de tipo pedagógico. El edu­cador avezado sabe hacer lo que hace falta, sin po r ello poder explicar siem pre las razones que ju stifican los mé­todos que utiliza; y, a la inversa, el pedagogo puede es ta r fa lto de toda habilidad práctica; no hubiésem os dejado una clase al cuidado ni de Rousseau, ni de M ontaigne. Ni siqu iera de Pestalozzi, quien, sin em bargo, era hom bre de la profesión, se puede dec ir que poseyese a fondo, ni m ucho m enos, el a rte del educador tal com o nos lo vienen dem ostrando sus frecuentes fracasos. La m ism a confusión aparece en o tros cam pos. Se llam a a rte la destreza del hom bre de Estado, experto en el m anejo de los asuntos públicos. Ahora bien, se dice asim ism o de los escritos de P latón, de Aristóteles, de Rousseau, que son tra tados de a r te político; no es m enos cierto que no se les puede con­sid e ra r com o obras verdaderam ete científicas, ya que tie­nen p o r objeto no el estud ia r lo real, sino el edificar un ideal. Y, no obstan te, m edia un abism o en tre las lucubra­ciones de la m ente que im plica una ob ra com o E l con­trato social y las que supone la adm inistración del E sta ­do; lo m ás p robab le es que Rousseau hubiese resultado tan pésim o m in istro com o pésim o educador. De igual fo r­m a, los m ejores teorizantes de las cosas de la m edicina no son, ni p o r asom o, los m ejores clínicos.

Resulta, pues, del m ayor in terés n o designar p o r un m ism o térm ino dos form as de actividad tan d istin tas.

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A nuestro en tender, se debería reservar el nom bre de a rte a todo lo que es p rác tica pura, exenta de teoría. De esm suerte, todos nos entendem os cuando se hab la del a rte del soldado, del a r te del abogado, del a rte del m aestro . Un a rte es un sistem a de form as de p roceder que están a ju stad as a fines especiales y que son fru to , bien sea de una experiencia trad icional tran sm itid a po r la educa­ción, bien sea de la experiencia personal del individuo. Dichas experiencias no pueden adqu irirse m ás que po­niéndose uno en relación con las cosas sobre las que debe e jercerse la acción y, actuando uno m ism o. Sin duda al­guna, puede o cu rrir que el a rte se vea ilu strado p o r la re ­flexión, pero la reflexión no constituye un elem ento esen­cial, puesto que el a rte puede ex istir sin ella. Yendo m ás lejos, no existe a rte alguno en el que todo esté reflexio­nado.

Ahora bien, en tre el a r te así definido y la ciencia p ro ­piam ente dicha, hay lugar pa ra una ac titud m ental in te r­m edia. En vez de ac tu a r sobre las cosas o sobre los seres según m odos determ inados, se reflexiona acerca de proce­dim ientos de acción que son así utilizados, no con v istas a conocerlos y a explicarlos, pero sí p a ra apreciarlos en lo que valen, pa ra averiguar si son lo que deben ser, si no convendría m odificarlos y de qué m anera, o, incluso, sustitu irlo s to ta lm en te po r m étodos nuevos. Dichas refle­xiones adop tan la fo rm a de teorías; son com binaciones de ideas, no com binaciones de actos, y, p o r esc cam ino, se aproxim an a la ciencia. Ahora bien, las ideas que son así com binadas tienen p o r objeto no el expresar la na tu ­raleza de las cosas determ inadas, sino de d irig ir la acción. No son m ovim ientos, pero están muy cerca del m ovim ien­to, que tienen p o r m isión o rien tar. Si no constituyen ac­ciones, son, cuando m enos, p rogram as de acción y po r ese cam ino se aproxim an al a rte . De esta naturaleza son las teorías m édicas, políticas, estratégicas, etc. Para ex­p re sa r el ca rác te r m ixto de esos tipos de especulaciones, sugerim os llam arlas teorías prácticas. La pedagogía viene a ser una teoría p rác tica de esa clase. No estud ia de foi'- 111a científica los sistem as de educación, pero reflexiona

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sobre éstos con vistas a p roporc ionar a la actividad del educador ideas que le orienten.

III . Ahora bien, v ista ba jo ese p rism a, la pedagogía se ve expuesta a una objeción de cuya gravedad no po­dem os desentendem os. Sin duda alguna, dícese, una teo­ría p ráctica es factible y legítim a siem pre y cuando puede apoyarse sobre una ciencia constitu ida e incontestab le de la cual no es más que la aplicación. E n este caso, efectiva­m ente, las nociones teóricas, de las que se deducen las consecuencias prácticas, poseen un valo r científico que se com unica a las conclusiones que se saca de ellas. Así es com o la quím ica aplicada es una teoría práctica , que no es o tra cosa que la puesta en aplicación de las teorías de la quím ica pura. Sin em bargo, una teoría p rác tica no vale m ás que lo que valen las ciencias de las que utiliza las nociones fundam entales. Ahora bien, en el caso que nos ocupa, ¿sobre qué ciencias puede apoyarse la pedago­gía? Sería necesario, com o p rim era providencia, que exis­tiese la ciencia de la educación, pues, pa ra saber lo que debe ser la educación h a ría fa lta an te todo saber cuál es su naturaleza, cuáles son los diversos condicionam ientos de los que depende, las leyes según las cuales ha ido evo­lucionando en el curso de la h isto ria . Pero la ciencia de la educación no existe m ás que en estado de m ero proyec­to. Quedan, po r una parte , las dem ás ram as de la socio­logía que podrían ayudar a la pedagogía a f ija r el ob je ti­vo de la educación con la orien tación general de los m éto­dos; po r o tra , la psicología cuyas enseñanzas podrían ser de g ran u tilidad para la determ inación m inuciosa de los procedim ientos pedagógicos. S in em bargo, la sociología es tan sólo una ciencia incipiente; no cuenta m ás que con m uy escasas proposiciones establecidas, si es que llega a haberlas. La psicología p ropiam ente dicha, aun cuando se haya constitu ido an tes que las ciencias sociales, es el ob jeto de toda suerte de controversias; todavía ahora, no hay cuestiones psicológicas acerca de las cuales no se susten ten las m ás encon tradas tesis. E ntonces, ¿qué va­

lor pueden tener unas conclusiones prácticas que se ba­san en datos científicos a la vez tan inciertos y tan in­com pletos? ¿Qué valor p re s ta r a una especulación peda­gógica fa lta de toda base, o cuya base cuando no es to ta l­m ente inexistente, está tan caren te de consistencia?

El hecho que se invoca de esa guisa p a ra negar todo créd ito a la pedagogía es, en sí, incontestable. Bien verdad es que la ciencia de la educación está to ta lm ente p o r h a ­cer, que la sociología y la psicología están a ú n en un estadio poco m enos que em brionario . Si. nos fuese perm i­sible esperar, sería p ru d en te y m etódico a rm arse de pa­ciencia hasta que las ciencias hubiesen progresado y pu­diesen ser u tilizadas con m ayor seguridad. Pero es que, precisam ente, la paciencia no nos es tá perm itida. No so­m os libres de p lan tearnos o de ap lazar el problem a: se nos p lan tea, o, m ejor dicho, nos es im puesto p o r las cosas m ism as, p o r los hechos, po r la necesidad de vivir. La cuestión no está cabal. E stam os em barcados y no queda m ás rem edio que p rosegu ir nuestra singladura. E n m uchos aspectos nuestro sistem a tradicional de educación está desfasado con respecto a nuestras ideas y nuestras nece­sidades. No hay, pues, o tra a lternativa que la de escoger e n tre los dos cam inos siguientes: o bien, tra tam os de m antener, a pesar de todo, las p rácticas que nos ha lega­do el pasado, aun cuando no respondan ya a las exigen­cias del presente, o bien em prendem os resueltam ente la ta re a de restab lecer la arm onía ro ta indagando cuáles son las m odificaciones que se deben ap o rta r. De esos dos ca­m inos, el p rim ero es im practicab le y no puede conducir al éxito. Nada hay m ás vano com o esas ten tativas pa ra insuflar una vida artificia l y una au to rid ad pu ram en te aparen te a instituciones caducas y desacreditadas. E stán irrem ediablem ente abocadas al fracaso. No es factib le so­focar las ideas que dichas instituciones contradicen; no se pueden acalla r las necesidades que éstas hieren. Las fuerzas con tra las cuales se em prende así la lucha no pue­den d e ja r de triunfar.

Por tan to , no nos queda m ás rem edio que el de poner m anos a la ob ra sin desm ayo, m ás que el de investigar

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los cam bios que se im ponen y llevarlos a cabo. Ahora bien, ¿cóm o llegar a descubrirlos si no es a través de la reflexión? Ú nicam ente la conciencia bien reflexionada puede com pensar las lagunas de la trad ición cuando ésta b rilla p o r su ausencia. Luego, ¿qué es la pedagogía sino la reflexión aplicada, lo m ás m etódicam ente posible, a las cosas de la educación con m iras a regu lar su desarrollo? P or supuesto, no disponem os de todos los elem entos que sería de desear p a ra poder reso lver el problem a; sin em ­bargo, ésta no es una razón p a ra no tra ta r de resolverlo ya que es im prescindible hacerlo. Así pues, de lo que se tra ta es de ac tu a r lo m ejo r que podem os, de recop ilar el m ayor núm ero posible de hechos instructivos, d e in te rp re­tarlo s con el m ejor m étodo del que seam os capaces, con el p ropósito de reduc ir al m ínim o las posibilidades de e rro r. E ste es el papel del pedagogo. N ada hay tan fú til y estéril com o ese pu ritan ism o científico que, so p retex to de que la ciencia no e s tá creada aún, aconseja el absten ­cionism o y recom ienda a los hom bres el a s is tir com o tes­tigos indiferentes, o, cuando menos, resignados, a la m ar­cha de los acontecim ientos. Paralelam ente al sofism a de ignorancia, existe el sofism a de ciencia que, p o r cierto , no p resen ta m enos peligro. Desde luego, el ac tu a r en esas condiciones en traña riesgos. Pero, la acción va siem pre acom pañada de riesgos; la ciencia, po r m uy adelan tada que pueda esta r, no lograría suprim irlos. Todo cuan to se nos puede exigir, es poner en juego toda n u estra cien­cia, p o r im perfecta que sea ésta , y todo lo que tenem os de conciencia, con el fin de p reven ir esos riesgos den tro de lo que cabe. Y en esto, precisam ente, es trib a el papel de la pedagogía.

Pero la pedagogía no resu lta ría ún icam ente ú til du­ran te esos períodos críticos cuando se tiene que rem ozar urgentem ente un sistem a escolar p a ra ponerlo en arm onía con los im perativos del tiem po actual; hoy en día, cuando m enos, se ha convertido en u n a auxiliar constan tem ente im prescindible de la educación.

E n efecto, si b ien el a rte del educador está hecho, ante todo, de instin tos y de costum bres que se han ido to rnan­

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do casi instin tivas, no es m enos cierto que es necesario que la inteligencia siga vigente en él. La reflexión no podría ser sustitu tivo de ésta, pero tam poco podría p res­c ind ir de la reflexión, cuando m enos a p a rtir del m om ento en que los pueblos han alcanzado un cierto nivel de civi­lización. En efecto, una vez que la personalidad individual se ha convertido en un elem ento esencial de la cu ltu ra intelectual y m oral de la hum anidad, el educador debe tener en cuenta el germ en de individualidad laten te en todo niño. Debe tra ta r de favorecer su desarrollo , por todos los m edios posibles a su alcance. En vez de ap licar a todos, de una form a invariable, la m ism a reglam entación im personal y uniform e, deberá, m uy al con trario , variar, d iversificar los m étodos según los tem peram entos y las carac terísticas de cada inteligencia. A hora bien, p a ra po­der adecuar con d iscern im iento las p rácticas educacionales a la variedad de los casos particu lares, se debe saber ha­cia qué tienden, cuáles son las razones de los d iferentes procedim ientos que las constituyen, así com o los efectos que producen en las d iferentes circunstancias; en una pa­labra, se debe haberlas som etido a la reflexión pedagó­gica. Una educación em pírica, ru tin a ria , no puede d e ja r de ser com presiva y niveladora. Por o tra parte , a m edida que se p rogresa en la h istoria , la evolución social se to r­na más ráp ida; una época no se asem eja en nada a la que la precedió; cada tiem po tiene su fisionom ía propia. Nuevas necesidades y nuevas ideas surgen de continuo; para poder responder a los cam bios incesantes que sobre­vienen de esta guisa tan to en las opiniones com o en las costum bres, es m enester que la educación propiam ente «lii ha evolucione y, p o r ende, perm anezca en un estado• le m aleabilidad que perm ita dicha evolución. Y, la única lum ia de im pedirle que caiga bajo el yugo de la costum ­bre y de que degenere en un au tom atism o m aquinal e in­m inable, es m antenerla constan tem ente en vilo a través de l.i reflexión. Cuando el educador se percata de los m étodos mu- utiliza, de sus fines y de su razón de ser, está en con-• 11 iuii tie ju /tf.u los v, m.1» adelante, está d ispuesto a ino- -1111• «ti los '.i He)' i • « nnvei'Ker.e de que la m eta perseguida

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ya no es la m ism a o de que los m edios que se deben u ti­lizar deben se r diferentes. La reflexión es, p o r excelencia, la fuerza an tagon ista de la ru tina , y la ru tina es un obs­táculo p a ra los progresos necesarios.

Este es el m otivo p o r el cual, si bien es verdad, tal com o lo decíam os al principio, que la pedagogía no apa­rece en la h istoria m ás que de m anera in term iten te , no es m enos cierto que se debe añ ad ir que tiende, cada vez m ás, a convertirse en una función continua de la vida so­cial. El Medioevo no precisaba de ello. E ra una época de conform ism o en la que todo el m undo pensaba y sentía de igual form a, en la que todas las m entes parecían salir de un m ism o m olde, en la que las disidencias individuales eran poco corrien tes y, p o r dem ás, p roscritas. Por tan to , la educación era im personal; el educador en las escuelas m edievales se dirigía colectivam ente a todos sus alum nos sin que acudiese a su m ente la idea de adecuar su acción a la natu raleza de cada uno de ellos. Al propio tiem po, la inm utabilidad de las creencias fundam entales se opo­nía a que el sistem a educativo evolucionase m ás ráp ida­m ente. Debido a esas dos razones, el educador necesita­ba m enos e s ta r guiado po r el pensam iento pedagógico. Pero, al llegar al Renacim iento, todo cam bia: las perso­nalidades individuales se destacan de la m asa social en la que quedaban, hasta aquel m om ento, absorb idas y di­luidas; las m entes se diversifican; al p ropio tiem po, la evolución h istó rica se acelera; una nueva civilización aca­ba de nacer. Para corresponder a todos esos cam bios, la reflexión pedagógica cobra vida y, aun cuando no siem pre haya brillado con el m ism o fulgor, ya no volvería a apa­garse poi; com pleto.

TV. Ahora bien, pa ra que la reflexión pedagógica pue­da d a r los resu ltados ú tiles que de ella se espera, es me­nester que se vea som etida a una cu ltu ra apropiada.

1. Ya hem os visto an terio rm ente que la pedagogía no es la educación, y que no puede en form a alguna ocu­

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pa r su lugar. Su papel no consiste en su s titu ir a la p rác­tica, sino en guiarla, en ilu stra rla , en ayudarla, en caso necesario, a co lm ar las lagunas que pueden producirse en ella, y en paliar las deficiencias que en ella se puedan detectar. Por consiguiente, la m isión del pedagogo no es la de co n stru ir partiendo de la nada im sistem a de en­señanza, com o si no existiese ninguno an tes de su apa­rición; m uy al con trario , debe em peñarse, an te todo, en conocer y com prender el sistem a de su tiem po, ún ica­m ente con esta condición le será posible hacer uso de él con discern im iento y c a lib ra r lo que en él pueda existir de deficiente.

Ahora bien, para poder com prenderlo , no basta con contem plarlo ta l com o es hoy en día, pues, dicho sistem a educacional es un p roducto de la h isto ria que tan sólo ésta puede explicar. Es una au tén tica institución social. Incluso no existe n inguna o tra en la que la h isto ria del país venga a rep e rcu tir de form a tan in tegral. Las escue­las francesas traducen , expresan el esp íritu francés. No se puede, pues, com prender nada de lo que son, ni cuál es la m eta que persiguen si no se conoce previam ente lo que constituye nuestro e sp íritu nacional, cuáles son sus diversos elem entos, cuáles son aquéllos que dependen de causas perm anen tes y p rofundas, aquéllos que, al con tra ­rio, son debidos a la acción de facto res m ás o m enos acci­dentales y pasajeros: cuestiones todas éstas que tan sólo el análisis h istórico puede resolver. A m enudo, se debate para e lucidar el lugar que corresponde a la escuela p ri­m aria en el con jun to de n u es tra organización escolar y en la vida general de la sociedad. Pero el problem a es insoluble si se ignora cóm o se ha ido fo rjando nuestra organización escolar, de dónde provienen sus carac te rís ti­cas d istin tivas, lo que ha determ inado, en el pasado, el lugar que h a ocupado en ella la escuela elem ental, cuáles son las causas que han favorecido o entorpecido su desa­rrollo , etc.

Así pues, la h isto ria de la enseñanza, cuando m enos de la enseñanza nacional, es la p rim era de las propedeúticas para una cu ltu ra pedagógica. Evidentem ente, si se tra ta

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de pedagogía p rim aria, es al conocim iento de la h isto ria de la enseñanza p rim aria que tenderán todos nuestros es­fuerzos. Pero, p o r la razón que acabam os de indicar, no se la puede segregar p o r com pleto del sistem a escolar m ás am plio del cual no viene a ser m ás que una p a rte in­tegrante.

2. Pero, esc sistem a escolar no es tá hecho única­m ente de prácticas establecidas, de m étodos consagrados po r la costum bre, herencia del pasado. Tam bién se en­cuen tran en él tendencias que apun tan hacia el fu tu ro , as­piraciones hacia un ideal nuevo, v islum brado m ás o m e­nos claram ente. Im p o rta sobrem anera conocer bien esas aspiraciones pa ra poder ap reciar cuál es el lugar que les corresponde en el seno de la realidad escolar. Y, precisa­m ente, es en las doctrinas pedagógicas donde se expre­san; la h isto ria de dichas doctrinas debe, p o r tan to , com ­p le ta r la de la enseñanza.

Cabría pensar, bien es verdad, que, p a ra alcanzar su m eta prevista, dicha h isto ria no tiene necesidad de rem on­tarse m uy lejos en el tiem po y puede sin m ayor inconve­niente ser sum am ente corta . ¿Acaso no basta con conocer las teorías en tre las que fluctúan las m entes de nuestros contem poráneos? Todas las dem ás, las que florecían en los siglos anteriores, son hoy en día caducas y no presen­tan , al parecer, m ás que u n in terés pu ram en te de e rud i­ción.

Sin em bargo, ese m odernism o no puede, a nuestro en­tender, m ás que em pobrecer una de las principales fuen­tes de las que debe alim entarse la reflexión pedagógica.

En efecto, las doctrinas de m ás recien te creación no datan, precisam ente, de ayer; son la continuación de las que las han precedido, sin las cuales p o r tan to no pue­den ser bien in terp re tadas; y así progresivam ente, se ve uno obligado, p o r lo general, a rem on tarse b astan te lejos en el pasado para descubrir las causas determ inantes de una corrien te pedagógica de c ierta im portancia. Es, in­cluso, con esta condición, que se tend rá alguna seguridad de que las nuevas corrien tes que m ás subyugan las m en­

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tes no son m eras y b rillan tes im provisaciones destinadas a caer ráp idam en te en el olvido. Por ejem plo, para poder com prender la tendencia actual hacia la enseñanza a tra ­vés de las cosas, hacia lo que se puede llam ar el realism o pedagógico, no debe uno lim itarse a ver cóm o se expresa en la obra de tal o cual contem poráneo; debe uno rem on­tarse hasta el m om ento en que cob ra vida, es decir, hasta m ediados del siglo x v m en Francia, y h asta finales del siglo xvil en determ inados países p ro testan tes. P o r el m ero hecho de que se verá de esta guisa vinculada a sus p rim eros orígenes, la pedagogía rea lis ta se p resen tará b a jo u n aspecto com pletam ente d iferente; se perca ta rá uno m ejo r de que es consecuencia de causas p rofundas, im­personales, ac tuan tes en todos los pueblos de E uropa. Y al p rop io tiem po, nos encon trarem os en m ejores condicio-« nes p a ra co lum brar cuáles son esas causas y, consecuen­tem ente, p a ra ca lib ra r la verdadera im portancia de ese m ovim iento. Pero p o r o tra parte , esa co rrien te pedagógi­ca ha en trado en oposición con una co rrien te con tra ria , la de la enseñanza hum anística y libresca. Así pues, no se pod rá ap reciar en su ju sto valor la p rim era corrien te m ás que si se conoce tam bién la segunda; y entonces, nos verem os obligados a rem on tam os aún m ucho m ás a rrib a en la h isto ria . E sa h isto ria de la pedagogía, pa ra d a r to­dos sus fru to s , no debe p o r o tra p arte , quedar separada de la h isto ria de la enseñanza. Aun cuando en la exposi­ción las hayam os distinguido la una de la o tra de hecho, am bas son solidarias. Pues, en cada m om ento, las doctri­nas dependen del estado de la enseñanza —que reflejan al p rop io tiem po que reaccionan co n tra ella— y, p o r o tra p a rte —en la m edida en que ejercen una acción eficaz— contribuyen a determ inarla .

La cu ltu ra pedagógica debe, pues, asen tarse en una am plia base h istórica. Es tan sólo con esta condición que la pedagogía podrá lib ra rse de un reproche que a m enudo se le ha hecho y que la ha desacreditado no poco. Dem a­siados pedagogos, y en tre ellos los m ás insignes, han em ­prend ido el asen tam ien to de sus sistem as haciendo abs­tracción de todo cuan to hab ía existido con an terio ridad .

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El tra tam ien to al que Ponoerates som ete a G argantúa an tes de iniciarlo en los nuevos m étodos es, en este punto de vista, sum am ente significativo: le purga el cerebro «con eléboro de Anticira» a fin de hacerle olvidar «lodo cuan­to hubiese aprendido con sus antiguos preceptores». Era decir, bajo form a alegórica, que la nueva pedagogía no debía conservar nada en com ún con aquella que la había precedido. Pero, e ra al p ropio tiem po s itu a rse fue­ra de los condicionam ientos de la realidad. El fu tu ro no puede sa lir de la nada: no lo podem os edificar m ás que a base de los m ateriales que nos ha legado el pasado. Un ideal que se construye susten tando ideas con trarias al esta­do de cosas existente no es realizable, puesto que no está enraizado en la realidad. P o r dem ás, resu lta evidente que el pasado ten ía sus razones de ser; no hubiese podido d u ra r si no hubiese respondido a necesidades legítim as que en form a alguna pueden desaparecer radicalm ente de la noche a la m añana; p o r tan to , no se puede hacer tajan tem ente tabla rasa, sin desestim ar necesidades vi­tales. Este es el m otivo po r el cual dem asiado a m enudo la pedagogía no ha sido m ás que una form a de lite ra tu ra utópica. C om padeceríam os a los niños a los que se apli­case con todo rigor el m étodo de Rousseau o el de Pesta­lozzi. No cabe duda que esas u topías han podido desem ­peñar un papel útil en la historia. Su sim plism o les ha perm itido conm over más vivam ente las m entes y estim ularlas a la acción. Ahora bien, y an te todo, esas ven­tajas no están desprovistas de inconvenientes, po r demás, p a ra esa pedagogía de cada día, de la que cada m aestro necesita p a ra ilu s tra r y gu iar su práctica cotidiana, se precisa de m enos entusiasm o pasional y un ila tera l, y, en cam bio, de m ás m étodo, de un sen tim iento m ás actual de la realidad y de las m últip les dificultades con las que es necesario enfren tarse. En este sentim iento el que p ropor­cionará una cu ltura h istórica bien entendida.

.3. Tan sólo la h isto ria de la enseñanza y de Ja pe­dagogía puede de te rm inar los fines que debe perseguir la educación en todo m om ento. Pero, en lo que respecta a

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los m edios necesarios para la realización de esos fines, es a la psicología a la que debem os rem itirnos.

En efecto, el ideal pedagógico de u n a época expresa an te todo el estado de la sociedad en la época que nos ocupa en ese m om ento. Pero, p a ra que ese ideal se convier­ta en una realidad aún es necesario a ju s ta r a él la con­ciencia del niño. A hora bien, la conciencia tiene sus leyes p rop ias que se deben conocer pa ra m odificarlas, si al m enos quiere uno ah o rra rse en lo posible los tan teos em ­píricos que la pedagogía tiene precisam ente po r objetivo reducir al m ínim o. P ara poder incitar la actividad a que se desarrolle en determ inado sentido aún es necesario sa­be r cuáles son los reso rtes que la m ueven y cuál es la naturaleza de éstos; en efecto, es con esta condición que será posible ap licar con conocim iento de causa la acción que procede. ¿Acaso se tra ta , po r ejem plo, de despertar bien sea el am o r pa ra con la pa tria , bien sea el sentido de hum anidad? Sabrem os tan to m ejor en carrila r la sen­sibilidad m oral de los alum nos en uno y o tro sentido, cuan to m ás com pletas y m ás p recisas sean las nociones que tengam os sobre el con jun to de los fenóm enos que se denom inan tendencias, costum bres, anhelos, emociones etc., sobre los condicionam ientos diversos de los que de­penden, sobre la fo rm a que revisten en el niño. Según se vea en las tendencias u n fru to de las experiencias agra­dables o desagradables po r las que ha podido pasar la especie, o, al con trario , un hecho prim itivo an te rio r a los estados afectivos que acom pañan su funcionam iento, se deberá p roceder de m aneras m uy diferentes pa ra regular dicho funcionam iento. A hora bien, es a la psicología y, m ás especialm ente, a la psicología in fan til a quien com ­pete so lucionar esas cuestiones. Si es, pues, incom petente pa ra f ija r la m eta — puesto que la m eta varía según los estados sociales— no cabe la m enor duda que puede desem peñar un papel ú til en la constitución de los m éto­dos. Incluso, dado que ningún m étodo puede aplicarse de igual fo rm a a los d iferentes niños, tam bién será la psico­logía quien deberá ayudarnos a o rien tam o s en m edio de la d iversidad de inteligencias y de caracteres. Desgracia-

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dam cnte, sabem os que estam os aún m uy lejos del m om en­to en que la psicología e s ta rá verdaderam ente en condi­ciones de satisfacer ese desideratum .

Existe una fo rm a especial de la psicología que reviste para el pedagogo una im portancia singular: es la psicolo­gía colectiva. E n efecto, una clase viene a se r una socie­dad en pequeño, y no hay que llevarla com o si no fuese m ás que una sim ple aglom eración de individuos indepen­dientes y los unos de los o tros. Los niños en clase piensan, s ien ten y actúan de form a d iferen te a cuando están aisla­dos. Se producen en una clase fenóm enos de contagio, de desm oralización colectiva, de sobreexcitación m utua, de efervescencia sana, que se debe poder saber d e tec ta r con el fin de prevenir o de com batir unos y de u tiliza r los de­m ás. Por descontado, dicha ciencia está todavía en estado em brionario . Sin em bargo, ya desde ahora, existe un cier­to núm ero de proposiciones que conviene no ignorar.

Tales son las principales disciplinas que pueden an i­m ar y cu ltivar la reflexión pedagógica. En vez de tra ta r de prom ulgar pa ra la pedagogía un código ab s trac to de reglas m etodológicas —em presa que, en una fo rm a de es­peculación tan com puesta y tan com pleja, no es fácilm en­te realizable de m anera sa tisfac to ria— nos ha parecido preferible ind icar de qué m anera entendem os debe ser form ado el pedagogo. Una determ inada actitud de la m en­te con respecto a los problem as que le a tañe tra ta r , se ve, po r ello m ism o, determ inada.

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III. Pedagogía y sociología

Señores,Representa pa ra mí un gran honor, de cuyo valo r

soy consciente, sup lir en esta cátedra al hom bre preclaro y de voluntad indom able a quien F rancia debe, en tan gran m edida, la renovación de su enseñanza p rim aria . Por h ab er estado en estrecho contacto con los m aestros de nuestras escuelas desde hace quince años, du ran te los que he p rofesado la pedagogía en la U niversidad de Burdeos, he podido con tem plar m uy de cerca la obra a la que el nom bre de M. B uisson quedará vinculado p a ra siem pre, y, p o r ende, conozco toda su grandeza. Sobre todo cuan­do nos trasladam os con el pensam iento al estado en el que se encon traba d icha enseñanza en el m om ento en que se em prendió su reform a, resu lta im posible no adm irar la im portancia de los resu ltados obtenidos y la rapidez de los progresos realizados. Las escuelas m ultip licadas y m a­teria lm en te tran sfo rm adas, m étodos racionales su stitu ­yendo las v iejas ru tin as de antaño, un verdadero auge dado a la reflexión pedagógica, u n estím ulo general de todas las iniciativas, todo ello constituye, ciertam ente, im a de las m ayores y m ás oportunas revoluciones que se hayan producido jam ás en la h isto ria de n u estra educa­ción nacional. R esultó se r p o r tan to pa ra la ciencia una feliz c ircunstancia el que M. Buisson, considerando su ta­rea rem atada , renunc iara a sus absorben tes funciones pa ra com unicar al público, p o r vías de la enseñanza, los resu l­tados de su experiencia sin par. Una p rác tica tan extensa de las cosas, ilu s trada p o r dem ás p o r una am plia filo­sofía, a la vez p ruden te y curiosa de todas las novedades, ten ía necesariam ente que p re s ta r a sus pa lab ras una au to ­rid ad que venían a re sa lta r aún m ás el p restig io m oral que rodea su persona y el recuerdo perenne de los ser­

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vicios p restados en todas las grandes causas a las que M. B uisson ha consagrado su vida entera.

Yo no puedo presum ir de ap o rta rles nada que se ase­m eje a una com petencia tan particu la r. Por tan to , debe­ría sen tirm e sum am ente atem orizado an te las dificultades que en trañ ará mi tarea, si no fuese porque me tranqu iliza algo el pensar que problem as tan com plejos pueden ser estudiados ú tilm ente po r m entes diversas y desde puntos de v ista d iferentes. Siendo com o soy sociólogo, es sobre todo en mi calidad de sociólogo que les hab laré acerca de la educación. Por dem ás, m uy lejos de que al p roceder de esta guisa se expone uno a ver y a m o stra r las cosas a través de un p rism a que las deform a, estoy, al con tra­rio, p lenam ente convencido de que no existe m étodo m ás adecuado para resa lta r su verdadera naturaleza. En efec­to, considero como el postu lado m ism o de toda especula­ción pedagógica que la educación es un en te em inen te­m ente social, tan to po r sus orígenes com o p o r sus funcio­nes, v que, p o r ende, la pedagogía depende de la sociolo­gía m ás estrecham ente que de cualqu ier o tra ciencia.Y puesto que este crite rio mío está destinado a influen­ciar toda mi enseñanza tal com o ocurrió ya en el pasado en o tra Universidad, m e ha parecido que convenía ap ro ­vechar este p rim er con tac to con ustedes para evidenciarlo y precisarlo con el fin de que puedan seguir m ejor sus u lterio res aplicaciones. No es que quepa la posibilidad de que pueda llevar a cabo una dem ostración form al en el curso de una sola y única lección. Un princip io tan gene­ral. y cuyas repercusiones son tan dila tadas, no se puede aq u ila ta r m ás que progresivam ente, a m edida que va uno aden trándose en el detalle de los hechos y que se ve cóm o dicho p rincip io se aplica a éste. Ahora’ bien, lo que sí es posible desde este m ism o m om ento es el trazarles un esbozo a grandes rasgos; es el indicarles las principales razones que deben hacerlo acep tar, desde los inicios de la investigación, a títu lo de presunción provisional y ba jo reserva de las oportunas verificaciones; es, finalm ente, el señalar el alcance al p rop io tiem po que las lim itaciones, y éste será e l.te m a de esta p rim era lección.

Resulta tan to m ás necesario el llam ar de inm ediato la atención de ustedes sobre este axiom a fundam ental, que, po r lo general, no es reconocido. H asta estos últim os años —y las excepciones pueden con tarse con los dedos de una m ano— 1 los pedagogos m odernos estaban casi uná­nim em ente de acuerdo para ver en la educación una cosa em inentem ente individual y pa ra hacer, p o r consiguiente, de la pedagogía un corolario inm ediato y d irecto pu ra­m ente d e la psicología. T an to p a ra K ant com o para Mili, p a ra H erb art com o p a ra Spencer, la educación tendría an te todo p o r objeto el realizar en cada individuo, pero llevándolos h a s ta su m ayor grado de perfección posible, los a tr ib u to s constitu tivos de la especie hum ana en gene­ral. Se p lan teaba com o una verdad de evidencia que existe una educación, y tan sólo una, que, con exclusión de cual­qu ier o tra , conviene ind iferen tem ente a todos los hom ­bres sean cuales sean los condicionam ientos h istóricos y sociales de los que dependen éstos, y es este ideal ab strac­to y único que los teorizantes de la educación se propo­nían determ inar. Se adm itía que hay una naturaleza h u ­m ana, cuyas form as y propiedades son determ inables de una vez para siem pre, y el problem a pedagógico consistía en investigar de qué form a la acción educacional debe ejercerse sobre la na tu ra leza hum ana definida de esta suerte . Sin ningún lugar a dudas, jam ás nadie había pen­sado que el hom bre sea de rondón, desde el m om ento en que nace a la vida, todo cuan to puede y debe ser. Es de­m asiado evidente que el ser hum ano no se constituye m ás

1. La idea fue ya expresada p o r L a n g e , en una lección de ap e r­tu ra de cu rso pub licada en los «M onatshcfte d e r Com eniusgesell- schaft», B d III, pág. 107. F ue nuevam ente com en tada por Lorenz v o n S t b i n en su V erw alttm gslehrc, B d V. A esa m ism a tendencia se sum an W i l l m a n n , D idakíik a is B ildungslehre, 2 vol., 1894; Na- t o r p , Social-paedagogik, 1899; B e r g e m a n n , Soziale Paedagogik, 1900. R eseñam os igualm ente G. Fidgard V in c e n t , T he social, m ind and education; E i .s l a n d h r , L 'éducation au po in t de vu e sociologique, 1899.

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que progresivam ente, en el curso de un largo devenir que se inicia con el nacim iento para no acabar hasta la m a­durez. Pero se suponía que ese devenir no hace m ás que actualizar v irtualidades, que sacar a relucir energías la­tentes que existían, ya com pletam ente preform adas, en el organism o físico y m ental del niño. El educador no ten ­dría , po r tan to , nada de esencial que añad ir a la obra de la naturaleza. No crearía nada nuevo. Su papel se lim ita­ría a im pedir que esas virtualidades existentes se atrofien debido a la inacción, o se desvíen de sus causas norm ales, o se desarro llen con dem asiada lentitud . Partiendo de esta base, los condicionam ientos de tiem po y de lugar, el estado en el que se encuen tra el m edio social pierden todo in terés para la pedagogía. Puesto que el hom bre lleva den tro de sí todos los gérm enes de su desarrollo , es a él y únicam ente a él a quien se tiene que observar cuan­do se em prende de te rm inar en qué dirección y en qué form a debe ser dirigido dicho desarrollo. Lo que realm en­te im porta es saber cuáles son sus facultades innatas y cuál es su naturaleza. Y la ciencia que tiene p o r objeto describ ir y explicar el hom bre individual, es precisam en­te la psicología. Parece, pues, que deba satisfacer todas las necesidades del pedagogo.

Desgraciadam ente, este concepto de la educación se encuentra en to ta l contradicción con todo cuanto nos en­seña la h isto ria : en efecto, no hay pueblo alguno en el que haya sido puesto jam ás en práctica. Como prim era providencia, muy lejos de que exista una educación u m ­versalm ente válida pa ra todo el género hum ano, no existe, p o r así decirlo, sociedad alguna en la que sistem as peda­gógicos1 diferentes no coexistan y no funcionen paralela­m ente. ¿Que la sociedad está form ada de castas? La edu­cación varía de una casta a o tra ; la de los patricios no era la m ism a que la de los plebeyos, la del b rahm án no es la m ism a que la del sudra. De igual form a, en el Medioevo, ¡qué abism o m ediaba en tre la cu ltu ra que recibía el joven paje, debidam ente im puesto de todas las artes de la ca­ballería, y la del villano que iba a aprender a la escuela de su parroqu ia algunos rud im entarios elem entos de cómpu-

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to, de canto y de gram ática! ¿Acaso incluso hoy en día no vemos cómo la educación varia según las clases sociales o tam bién según los lugares de residencia? La de la ciu­dad no es la m ism a que la ru ral, la del burgués que la del obrero . ¿Acaso se d irá que dicha organización no es m o­ralm ente justificab le , que no se puede ver en ella m ás que una supervivencia destinada a desaparecer? La tesis es fácilm ente defendible. R esulta evidente que la educa­ción de nuestros h ijo s no debería depender del azar que les hace nacer aquí y no allá, de tales padres y no de tales o tros. Pero, aun cuando la conciencia m oral de nuestro tiem po hubiese recibido sobre este punto la satisfacción que espera, la educación no se to rnaría por ello m ás uni­form e. Aun cuando la ca rre ra de cada n iño no quedara ya m ás p redeterm inada, al m enos en gran parte , por m or de una inexorable herencia, la diversidad m oral de las profe­siones no de ja ría de a rra s tra r en pos suyo una gran diver­sidad pedagógica. En efecto, cada profesión constituye un m edio su i generis que recaba para sí ap titudes particu la ­res y conocim ientos especiales en el que im peran determ i­nadas ideas, determ inadas costum bres, determ inadas m a­neras de ver las cosas; y dado que el niño debe ser prepa­rado con vista a la función que será llam ado a desem pa­ñar, la educación, a p a r tir de determ inada edad, no puede seguir siendo la m ism a p a ra todos los individuos a los que se aplica. Éste es el m otivo por el cual vemos cóm o en todos los países civilizados tiende cada vez m ás a di­versificarse y a especializarse: y dicha especialización se to rna m ás precoz a cada día que pasa. La heterogeneidad que se produce de esta suerte no se asienta, al igual que aquélla de la que constatábam os an terio rm ente la exis­tencia, sobre in ju stas desigualdades; pero no es m enor. Para hallar una educación com pletam ente hom ogénea e igualitaria , tendríam os que rem ontarnos a las sociedades preh istó ricas en cuyo seno no existe diferenciación algu­na, y así y todo, esas clases de sociedades no significan o tra cosa m ás que una etapa lógica den tro de la h istoria de la hum anidad.

Ahora bien, es obvio que esas educaciones específicas

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no están en form a alguna enfocadas con m iras a fines in­dividuales. Desde luego, a veces sucede que tienen por efecto el de desarro llar en el individuo ap titudes especia­les latentes en él y que tan sólo esperaban la oportun idad de m anifestarse: en este sentido, se puede decir perfecta­m ente que le ayudan a realizarse. Sin em bargo, sabem os cuán excepcionales son esas vocaciones m arcadam ente de­finidas. Las m ás de las veces, nuestro tem peram ento in te ­lectual o m oral no nos ha p redestinado a una función bien determ inada. El hom bre m edio es un ser em inentem ente m aleable; puede ser ind istin tam en te utilizado en com eti­dos m uy variados. Así pues, si se especializa —y si se es­pecializa en una ram a con preferencia a cualqu ier o tra—, no es debido a razones que le im pulsan desde lo m ás re­cóndito de su ser; no es incitado a ello po r necesidades inm anentes a su naturaleza. Pero, es la sociedad la que, para poder subsistir, necesita que el trab a jo se reparta en tre sus m iem bros y se rep a rta en tre ellos de tal form a y no de tal o tra . Éste es el m otivo p o r el cual la sociedad se preocupa de p rep ara r, a través de la educación, los traba jado res especializados de quienes está necesitada. Por consiguiente, es pa ra ella y tam bién es por ella que la educación se ha ido diversificando de esta guisa.

Aún hay m ás. Muy lejos de que esa cu ltu ra especiali­zada nos aproxim e necesariam ente a la perfección hum a­na, por añad idura com porta c ierta decadencia parcial, y eso que se halla en arm onía con las predisposiciones na­turales del individuo. En efecto, no podem os desarro llar con la intensidad necesaria las facultades que im plica nuestra función específica, sin d e ja r que las dem ás se en- tum ezcarrcn la inacción, sin abdicar, po r consiguiente, de toda una parte de nuestra naturaleza. Por ejem plo el hom bre, en tan to que individuo, no está m enos hecho para ac tuar que para pensar. Incluso, puesto que es ante todo un ser viviente y que la vida significa acción, las fa ­cultades activas le resultan , quizá, m ás esenciales que las dem ás. Y sin em bargo, a p a r tir del m om ento en que la vida intelectual de las sociedades ha alcanzado un deter­m inado grado de desarrollo , hay y debe haber necesaria­

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m ente hom bres que se consagren exclusivam ente a dicha vida, que se dediquen únicam ente a pensar. Ahora bien, el pensam iento no puede desarro llarse m ás que apartándose del m ovim iento, m ás que replegándose sobre sí m ismo, m ás que a le jando de la acción al su je to que a ésta se en­trega. De esta suerte se form an esas naturalezas incom ­pletas en las que todas las energías de la activ idad se han convertido, po r así decirlo, en reflexión, y que, aun cuan­do truncadas en cierta m anera en determ inados aspectos, constituyen los agentes im prescindibles para el progreso científico. Jam ás el análisis abstrac to de la constitución hum ana hubiese perm itido prever que el hom bre era sus­ceptib le de a lte ra r de esta guisa lo que pasa po r ser su esencia, ni que una educación e ra necesaria para p rep ara r esas provechosas alteraciones.

Sin em bargo, sea cual sea la im portancia de esas edu­caciones especiales, no se podría reba tir el hecho de que no constituyen toda la educación. Incluso, se puede decir que no se bastan a sí m ism as; en cualqu ier p a rte que se las encuentre, no divergen las unas de las o tras m ás que a p a r tir de un cierto pun to m ás acá del cual se confunden. Se asien tan todas ellas sobre una base com ún. Efectiva­m ente, no hay pueblo en el que no exista un cierto nú­m ero de ideas, de sen tim ientos y de prácticas que la edu­cación deba inculcar ind istin tam en te a todos los niños, sea cual sea la categoría social a la que pertenezcan éstos. Es, incluso, esa educación com ún la que pasa general­m ente po r ser la verdadera educación. U nicam ente ella pa­rece m erecer con toda propiedad el ser designada bajo dicho nom bre. Se le concede sobre todas las dem ás una suerte de preem inencia. Por tan to , es de ella sobre todo que im porta sab er si, tal com o se aduce, es tá im plicada po r com pleto en la noción del hom bre y si puede ser de­ducida de ésta.

A decir verdad, ni tan siquiera se p lantea la cuestión para todo cuan to respecta a los sistem as educacionales que nos da a conocer la h isto ria . E stán tan obviam ente vinculados a sistem as sociales determ inados que resu ltan inseparables de ellos. Si, pese a las d iferencias que sepa­

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raban al patriciado de la plebe, había así y todo en Roma una educación com ún para todos los rom anos, dicha edu­cación tenía como característica la de ser esencialm ente rom ana. Im plicaba toda la organización de la urbe al p ro­pio tiem po que constitu ía su base. Y lo que decim os de Rom a podría muy bien aplicarse a todas las sociedades h istóricas. Cada tipo de pueblo tiene una educación que le es propia y que puede serv ir para defin irlo al mismo títu lo que su organización m oral, política y religiosa. Es uno de los elem entos de su fisionom ía. É sta es la razón po r la cual la educación ha variado tan prodigiosam ente a través de los tiem pos y según los países; la razón p o r la cual, en tal país se acostum bra al individuo a abdicar por com pleto de su personalidad som etiéndose al Estado, en tan to que en tal o tro , al contrario , se aplica a convertirlo en un se r independiente legislador de su p rop ia conducta; la razón po r la cual era ascética en la Edad Media, libe­ral en el Renacim iento, literaria en el siglo xvn , científica hoy en día. No es que, com o consecuencia de aberracio­nes, los hom bres se hayan equivocado con respecto a su naturaleza de hom bres v con respecto a sus necesidades, sino que sus necesidades han variado, y han variado por­que los conocim ientos sociales de los que dependen las necesidades hum anas no siguen siendo los mism os.

Pero, debido a una inconsciente contradicción, lo que fácilm ente se acepta para el pasado, se niega uno a ad ­m itirlo pa ra el presente y, aún m ás, pa ra el fu turo . Todo el m undo está p resto a reconocer que en Rom a, en Grecia, la educación tenía com o único objetivo el de fo rm ar grie­gos y rom anos y, consecuentem ente, era solidaria de todo un conjunto de instituciones políticas, m orales, económ i­cas y religiosas. Pero nos gusta hacernos la ilusión de c reer que nuestra educación m oderna se zafa de la ley com ún, que, de ahora en adelante, es m enos directam ente dependiente de las contingencias sociales y que está des­tinada a librarse po r com pleto de ella en el fu turo . ¿Acaso no repetim os una y o tra vez que querem os hacer de nues­tros h ijos hom bres an tes incluso que hacer de ellos ciu­dadanos, y acaso no parece que nuestra calidad de hom ­

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bre esté na tu ra lm en te protegida de las influencias colec­tivas, puesto que es lógicam ente an te rio r a éstas?

¿Y, sin em bargo, no resu lta ría com o una suerte de m ilagro el que la educación, tras haber ofrecido du ran te siglos y en todas las sociedades conocidas todas las carac­terísticas de una institución social, haya podido cam biar tan radicalm ente de naturaleza? Sem ejante tran sfo rm a­ción parecerá aún m ás sorprenden te si se para uno a pen­sa r que el m om ento en que se hab ría realizado es, p recisa­m ente, aquel en que la educación em pezó a convertirse en un verdadero servicio público: en efecto, es desde fi­nales del siglo pasado que se la ve, no tan sólo en Francia sino en toda E uropa, tender a colocarse cada vez m ás di­rectam ente bajo el contro l y la dirección del Estado. No cabe la m enor duda de que los fines que persigue la edu­cación se apartan cada día m ás de los condicionam ientos locales o étn icos que los singularizaban antaño; se to rnan m ás generales y m ás abstractos. Sin em bargo, no dejan de ser p o r ello m enos esencialm ente colectivos. ¿Acaso no es la colectividad la que nos los im pone? ¿Acaso no es ella la que nos m anda desarro llar an te todo en nuestros h ijos cualidades que tienen en com ún con todos los hom ­bres? Aún hay m ás. No tan sólo ejerce sobre nosotros p o r vías de la opinión una presión m oral para que in te rp re te ­m os de esta suerte nuestros deberes de educadores, sino que p resta tal trascendencia a éstos que, así com o acabo de recordarlo , se encarga ella m ism a de la tarea. Resulta evidente que, si tan to se preocupa po r esta cuestión, es que se siente in teresada po r ella. Y, efectivam ente, tan sólo una cu ltu ra con am plios ribetes hum anos puede pro­porcionar a las sociedades m odernas los ciudadanos que tan to necesita. Debido a que cada uno de los principales pueblos europeos ocupa una inm ensa extensión territo ria l, debido a que su población se reclu ta en tre las razas m ás diversas, debido a que el trab a jo queda repartido al infi­nito , los individuos que lo com ponen son tan diferentes los unos de los o tros que casi nada tienen ya en com ún en tre ellos, excepción hecha de su calidad de hom bre en general. Por consiguiente, no pueden conservar la homoge-

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neidad indispensable a lodo consensus social m ás que con la condición de ser tan sem ejante en tre sí com o posi­ble sea, a través del único pun to de afinidad que tienen, es decir, el m ero hecho de se r todos ellos seres hum anos. Dicho en o tros térm inos, en sociedades tan diferenciadas, no puede haber p rácticam ente o tro tipo colectivo m ás que el tipo genérico del hom bre. Caso de que pierda algo de su generalidad, caso de que ceda an te algún re to rn o del antiguo particu larism o, se verá cómo esos grandes E sta ­dos se disgregan en una m ultitud de pequeños grupos p a r­celarios y se descom ponen. Así es com o nuestro ideal pedagógico se explica a través de nuestra e s tru c tu ra so­cial, de la m ism a m anera que el de los griegos y de los rom anos no podía in te rp re ta rse m ás que a través de la organización de sus urbes. Si nuestra educación m oderna ha dejado de ser celosam ente nacional, es en la constitu ­ción de las naciones m odernas que se debe ir a buscar la razón de ello.

Y esto no es todo. No tan sólo es la sociedad la que ha elevado el tipo hum ano al rango de m odelo que el edu­cador debe esforzarse en reproducir, sino que tam bién es ella la que lo m odela y lo m odela según sus necesidades. Pues, es un e rro r pensar que esté incluido po r entero en la constitución natural del hom bre, que tan sólo baste descubrirlo en ésta a través de una observación m etódica, aun cuando tengam os que em bellecerlo luego m ediante la im aginación, aupando con el pensam iento h asta su punto cu lm inante de desarro llo tocios los gérm enes que en él se encierran . El hom bre que la educación debe p lasm ar den tro de nosotros,, no es el hom bre tal com o la n a tu ra ­leza lo ha creado, sino tal com o la sociedad quiere que sea; y lo quiere tal como lo requiere su econom ía in terna. Lo que prueba tal hecho es la m anera en que nuestro concepto del hom bre ha ido variando según las socieda­des. En efecto, los antiguos, tam bién ellos, creían hacer de sus h ijos unos hom bres, al igual que nosotros. Si se rehusaban a ver a su sem ejante en un ex tran jero , es pre­cisam ente porque a sus ojos tan sólo la educación im­p artid a en su urbe podía d a r seres verdadera e in trínseca­

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m ente hum anos. Ahora bien, ellos concebían a la hum ani­dad a su m anera que ya no es la nuestra . Todo cam bio de alguna im portancia que se produzca en la organización de u n a sociedad origina como con trap artid a un cam bio de igual im portancia en la idea que se hace el hom bre de sí m ism o. Dado que ba jo la presión de la com petencia cada vez m ayor el trab a jo social se fragm enta m ás y m ás, dado que la especialización de cada tra b a ja d o r es, a la par, cada vez m ás acentuada y m ás precoz, el círculo ele cosas que abarca la educación com ún deberá necesaria­m ente restring irse y, consecuentem ente, el tipo hum ano se em pobrecerá en conocim ientos. O trora, la cu ltu ra lite ­raria era considerada com o un elem ento esencial de toda c u ltu ra hum ana; y he aquí que se acerca el día en que ésta no será, quizá, m ás que una especialidad m ás. De igual form a, si bien existe una jera rq u ía reconocida en tre nuestras facultades, si bien hay algunas a las que a tr ib u i­m os u n a suerte de superioridad y que debem os, po r dicha razón, d esarro llar m ás que las dem ás, no es que dicho rango les venga per se\ no es que la prop ia naturaleza les haya, desde tiem pos inm em oriales, asignado esc rango preem inente, sino que represen tan pa ra la sociedad una m ayor im portancia. Por tan to , dado que la escala de va­lores cam bia forzosam ente con las sociedades, dicha je­ra rq u ía no ha perm anecido jam ás igual en dos m om entos d iferen tes de la h isto ria . Ayer, e ra la valentía la que tenía la p rim acía , con todas las facultades que im plican las vir­tudes m ilitares; hoy en día, es el pensam iento y la refle­xión; m añana, será, tal vez, el refinam iento del gusto, la sensibilidad hacia las cosas del arte . Así pues, tan to en el p resen te com o en el pasado, nuestro ideal pedagógico es, h a s ta en sus m enores detalles, obra de la sociedad. Es ella qu ien nos traza la imagen del hom bre que debem os ser, y en esa im agen se reflejan todas las particu laridades de su organización.

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II

En resum idas cuentas, m uy lejos de que la educación tenga p o r objetivo único o principal al individuo v sus intereses, ante todo es el m edio a través del cual la socie­dad renueva de continuo los condicionam ientos de su p ro ­pia existencia. La sociedad no puede vivir m ás que si existe en tre sus m iem bros una hom ogeneidad suficiente. La educación perpetúa y refuerza dicha hom ogeneidad in­culcando por adelantado en la m ente del niño las sim ili­tudes esenciales que supone la vida colectiva. Ahora bien, po r o tra parte , de no ex istir una cierta diversidad, toda cooperación resu ltaría im posible. La educación asegura la persistencia de esa diversidad necesaria diversificándose ella m ism a y especializándose. Consiste, pues, bajo uno u o tro de esos aspectos, en una socialización m etódica de la joven generación. En cada uno de nosotros, se puede de­cir, existen dos seres que, aun cuando inseparables, si no es por abstracción, no dejan de ser d istin tos. Uno está hecho de todos los estados m entales que no se refieren m ás que a nosotros m ism os y a las contingencias de nues­tra vida personal. Es lo que se podría denom inar el ser individual. El o tro , es un sistem a de ideas, de sentim ien­tos, de costum bres, que expresan en nosotros, no nuestra personalidad, sino el grupo o los grupos d iferentes a los que pertenecem os; tales son las creencias religiosas, las creencias y las prácticas m orales, las tradiciones naciona­les o profesionales, las opiniones colectivas de todo tipo. Su con jun to constituye el se r social. C rear ese ser en cada uno de nosotros, ésta es la m eta de la educación.

Por tíierto, es así com o quedan m ejor patentizadas la im portancia de su papel y la fecundidad de su acción. En efecto, no tan sólo este ser social no surgió ya hecho en la constitución prim itiva del hom bre, sino que no ha sido fru to de un desarrollo espontáneo. E spontáneam ente, el hom bre no estaba pred ispuesto a som eterse a una au to ­ridad política, a resp e ta r una disciplina m oral, a en tre ­garse, a sacrificarse. Nada hab ía en nuestra naturaleza congénita que nos predispusiese a convertirnos en fieles

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servidores de divinidades, em blem as sim bólicos de la so­ciedad, a rendirles culto, a p rivam os para glorificarlos. Es la p rop ia sociedad quien, a m edida que se ha ido for­m ando y consolidando, ha extraído de su seno esas ingen­tes fuerzas m orales an te las que el hom bre ha acusado su inferioridad. Y si hacem os abstracción de las confu­sas e inciertas tendencias que pueden deberse a la heren­cia, el niño, al e n tra r en la vida, no apo rta m ás que su naturaleza de individuo. Por tan to , la sociedad se encuen­tra , p o r así decirlo, a cada nueva generación, en presencia de una tabla casi rasa sobre la que se ve obligada a edifi­ca r partiendo de cero. Es preciso que, p o r las vías m ás rá ­pidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer super­ponga o tro capaz de llevar una vida social y m oral. En pocas palabras, ésta es la m isión de la educación y pue­den ustedes perca ta rse de toda su grandeza. No se lim ita a d esarro lla r el organism o individual en el sen tido seña­lado p o r la naturaleza, a poner de m anifiesto fuerzas re ­cónditas que no pedían m ás que revelarse. Crea en el hom bre un se r nuevo y éste está hecho de todo lo que de m ejor hay en nosotros, de todo cuan to p resta valor y dignidad a la vida. E sa v irtud creadora es, p o r dem ás, un privilegio especial inheren te a la educación hum ana. Muy d iferen te es la que reciben los anim ales, si es que de esta form a se puede denom inar el ad iestram iento progresivo al que son som etidos po r p a rte de sus padres. Lo único que puede conseguir es el ac tivar la evolución de deter­m inados instin tos ale targados en el anim al; ahora bien, no lo inicia a una vida nueva. Facilita el juego de las fun­ciones natu ra les, pero no crea nada. In stru id a po r su m a­dre, la avecilla aprende a volar antes o a hacer su nido; pero no aprende casi nada de sus padres que no hubiese podido ella descub rir a través de su experiencia personal. Es que los anim ales o bien viven al m argen de todo esta ­do social, o bien fo rm an sociedades bastan te sim ples que funcionan m erced a m ecanism os instin tivos que cada in­dividuo lleva den tro de sí, ya constitu idos, desde el m o­m ento de su nacim iento. Por tan to , la educación no pue­de a p o rta r nada esencial a la naturaleza, puesto que ésta

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provee a tocio, tan to a la vida del grupo com o a la del individuo. En el hom bre, m uy al con trario , las ap titudes de todas clases que exige la vida social son dem asiado com plejas pa ra poder encarnarse , pa ra así decirlo, en nuestros tejidos, m aterializarse bajo fo rm a de predispo­siciones orgánicas. Es po r esta razón que no pueden tran sm itirse de una generación a o tra p o r vía hered ita­ria. Es a través de la educación como se realiza la trans­misión.

Una cerem onia que se acostum bra a celebrar en un sinfín de sociedades pone sobradam ente de m anifiesto ese perfil peculiar de la educación hum ana y m uestra incluso que el hom bre m uy p ron to tuvo conciencia de ello: es la cerem onia de la iniciación. É sta tiene lugar una vez que se ha dado la educación po r finalizada; in­clusive, p o r lo general c ie rra una últim a fase du ran te la cual los ancianos rem atan la instrucción del joven reve­lándole las creencias m ás fundam entales y los ritos más sagrados de la tribu . Una vez fin iquitada, el individuo a quien le ha sido im partida ocupa un rango en la socie­dad; abandona el ám bito de las m ujeres al am paro de las cuales se ha desarro llado toda su infancia; ocupa a p a r tir de este m om ento el lugar que le corresponde en tre los guerreros; al p ropio tiem po, tom a conciencia de su sexo del que tiene desde entonces todos los derechos y todos los deberes. Se ha convertido en un hom bre y en un ciudadano. Ahora bien, es una creencia universalm en­te extendida en todos esos pueblos el que el iniciado, por el m ism o hecho de su iniciación, se ha convertido en un hom bre com pletam ente nuevo; cam bia de personali­dad, adop ta o tro nom bre y es bien sabido que el nom bre no es considerado entonces com o una sim ple m anifesta­ción verbal, sino com o un elem ento esencial de la perso­na. La iniciación es considerada com o un segundo n a­cim iento. Esa m etam orfosis, el esp íritu prim itivo se la represen ta sim bólicam ente im aginando que un principio esp iritual, una suerte de a lm a nueva, ha venido a encar­n a rse en el individuo. Mas, si se hace abstracción en esta creencia de las form as m íticas en las que se a rropa , ¿aca­

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so no se encuen tra ba jo el sím bolo esa idea, confusam en­te presen tida , de que la educación h a tenido po r efecto el c re a r en el hom bre u n se r nuevo? Es el ser social.

Sin em bargo, se d irá , si efectivam ente se puede con­ceb ir que las cualidades p ropiam ente m orales, dado que im ponen privaciones al individuo y dado que constriñe sus a rranques natu ra les, no pueden ser suscitadas en noso tros m ás que a través de una acción de procedencia externa, ¿acaso no existen o tras que todo hom bre desea ad q u irir y busca espontáneam ente? Tales son las cuali­dades variadas de la inteligencia que le perm iten adecuar m ejor su línea de conducta a la natu raleza de las cosas. Tales son tam bién las cualidades físicas y todo cuanto contribuye a la fortaleza y a la buena salud del organis­mo. Para éstas, cuando m enos, parece com o si la educa­ción, al desarro llarlas, no hiciese m ás que ir al encuentro del desarro llo m ism o de la naturaleza, que llevar al ind i­viduo hacia un estado de perfección relativa hacia la que tiende de p o r sí, aun cuando lo alcance m ás ráp idam ente gracias a la colaboración de la sociedad. Pero lo que m ues­tra bien claram ente, a pesar de las apariencias que en este caso com o en o tros m uchos, la educación responde an te todo a necesidades ex ternas, es decir, sociales, es que existen sociedades en las que dichas cualidades no han sido cultivadas en absolu to y que, en cualquier caso, han sido in te rp re tad as m uy diferen tem ente según las so­ciedades. M ucho falta para que las ven ta jas de una sólida cu ltu ra intelectual hayan sido reconocidas po r todos los pueblos. La ciencia, el esp íritu crítico , que hoy tan to en­salzam os, han sido considerados du ran te m ucho tiem po com o sospechosos. ¿Acaso no conocem os una gran doc­trina que proclam e b ienaventurados a los pobres de es­p íritu? Y hay que guardarse muy m ucho de creer que esa indiferencia para con el saber haya sido im puesta a rtifi­cialm ente a los hom bres yendo en con tra de su n a tu ra ­leza. De po r sí, no experim entaban por aquellos entonces ningún anhelo hacia el saber, sencillam ente porque las sociedades de las que form aban p a rte in tegrante no sen­tían en m anera alguna la necesidad de ello. Para poder se­

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guir viviendo necesitaban tener ante todo tradiciones a rra i­gadas y respetadas. Ahora bien, la tradición no despierta, sino que tiende m ás bien a excluir, el pensam iento y la re­flexión. O curre o tro tan to con las cualidades físicas. Que el estado del m edio social o rien te la conciencia pública hacia el ascetism o, y la educación física se verá autom áticam en­te relegada a segundo plano. Algo así ocurrió en las escue­las de la Edad Media. Así tam bién, según las corrien tes de la opinión, esa m ism a educación será in te rp re tada en los sentidos m ás diferentes. En E sparta , tenía sobre todo por objeto el aguerrir a los hom bres; en Atenas, su obje­tivo era el de c rea r cuerpos arm oniosos y g ratos a la vista; en los tiem pos de la caballería, se esperaba de ella que form ase guerreros ágiles y resistentes; hoy en día, su m isión es m eram ente higiénica y se preocupa sobre todo de con trabalancear los peligrosos efectos de una cu ltura intelectual dem asiado intensa. Así pues, incluso esas cua­lidades que parecen, a prim era vista, tan espontáneam en­te deseables, el individuo no las persigue m ás que cuando la sociedad le incita a ello, y tra ta de alcanzarlas de la form a en que ésta se lo indica.

Como pueden ustedes apreciar, la psicología tom ada aisladam ente no es m ás que un recurso insuficiente para el pedagogo. No tan sólo, com o ya les indicaba inicial­m ente, es la sociedad la que traza al individuo el ideal que éste debe realizar a través de la educación, sino tam ­bién que en la naturaleza individual, no existen tenden­cias determ inadas, estados definidos que sean com o una prim era aspiración hacia dicho ideal, que puedan ser contem plados com o su form a in terio r y anticipada. Des­de luegó, no es que no existan en nosotros ap titudes muy generales sin las cuales dicho ideal sería evidentem ente irrealizable. Si el hom bre puede ap render a sacrificarse, es que no es incapaz de sacrificio; si ha podido som eterse a la disciplina propia de la ciencia, es que en traba dentro de su naturaleza. Por el m ero hecho de ser parte in tegran­te del universo, nos im porta algo m ás que nosotros mis­mos; hay de esta form a en nosotros una im personalidad inicial que prepara al desinterés. Igualm ente, po r el m ero

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hecho de que pensam os, nos sentim os inclinados en cier­ta m anera a saber. Pero, e n tre esas vagas y confusas pre­disposiciones, m ezcladas p o r cierto con toda clase de p re­disposiciones con trarias, y la form a tan definida y tan particu la r que adoptan a influ jos de la sociedad, media un abism o. Resulta im posible incluso para el análisis m ás penetran te el co lum brar po r adelan tado en esos gérm e­nes ind istin tos lo que son llam ados a ser una vez que la colectividad los haya fecundado, pues ésta no se lim ita a p resta rles un realce del que estaban faltos; les brinda algo más. Les incorpora su energía propia y gracias a esto los tran sfo rm a y saca de ellos unos fru to s que no exis­tían prim itivam ente. Así pues, aun cuando la conciencia individual no tuviese ya para nosotros secreto alguno, aun cuando la psicología fuese una ciencia com pleta, no sa­bría o rien ta r al educador sobre los fines hacia los cuales debe tender. Tan sólo la sociología puede, bien sea ayu­darnos a com prenderlos, vinculándolos a los estados so­ciales de los que dependen y que expresan, bien sea ayu­darnos a descubrirlos cuando la conciencia pública, tu r­bada y confusa, ya no sabe cuáles deben ser.

I II

Ahora bien, si el papel de la sociología resu lta p re­ponderante en la determ inación de los fines que la edu­cación debe perseguir, ¿ tiene acaso la m ism a im portancia p o r lo que se refiere a la elección de los medios?

En este caso, no cabe la m enor duda de que la psico­logía recobra sus derechos. Si bien el ideal pedagógico expresa an te todo necesidades sociales, no puede, sin em ­bargo, realizarse m ás que en y po r individuos. Para que sea algo m ás que una sim ple concepción del esp íritu , una vana orden expresa de la sociedad a sus m iem bros, se debe encon trar la fórm ula de a ju s ta r a éste la conciencia del niño. Ahora bien, la conciencia tiene sus leyes propias que se deben conocer pa ra poderla m odificar, cuando me­nos si se quiere uno ah o rra r los tan teos em píricos que

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la pedagogía tiene precisam ente po r ob jeto reducir al m ínim o. Para poder estim u lar la actividad a desarro llarse en una dirección determ inada, aún es necesario saber cuá­les son los resortes que la m ueven y cuál es la naturaleza de éstos; pues, es con esta condición que será posible aplicar, con conocim iento de causa, la acción que m ás conviene. ¿Se (ra ta de desp erta r el am o r p o r la pa triao el sen tido de la hum anidad, pongam os po r caso? Sa­brem os tan to m ejo r o rien ta r la sensibilidad m oral de nuestros alum nos en uno u o tro sentido, que tendrem os nociones m ás com pletas y m ás precisas sobre el conjunto de fenóm enos llam ados tendencias, costum bres, anhelos, em ociones, etc., sobre los diversos condicionam ientos de los que dependen, sobre la form a que adop tan en el niño. Según que se vea en las tendencias un fru to de las expe­riencias agradables o desagradables que ha podido vivir la especie, o bien, al con trario , u n hecho prim itivo an­te rio r a los estados afectivos que acom pañan su funciona­m iento, deberá uno ac tu a r de m aneras m uy diferentes p a ra regu lar su evolución. Ahora bien, es a la psicología y, m ás especialm ente, a la psicología infantil a la que com pete resolver estas cuestiones. Si bien, po r tan to , re ­su lta incom petente para f ija r los fines de la educación, no es m enos cierto que tiene un papel ú til p o r desem pe­ñ a r en la constitución de los m étodos. Incluso, dado que ningún m étodo puede ap licarse de igual form a a todos los niños, tam bién sería la psicología la que debería ayu­darnos a o rien tarnos en m edio de la diversidad de in te­ligencias y de caracteres. D esgraciadam ente, bien sabido es que aún estam os lejos del m em ento en que esta rá verdaderam ente en condiciones de satisfacer ese deside­rátum .

Así pues, no podría pasarnos ni rem otam ente por la im aginación el volver la espalda a los servicios que puede p re s ta r a la pedagogía la ciencia del individuo, y sabem os reconocer el lugar que le corresponde. Y sin em bargo, en esc tipo de problem as pa ra los que puede ilu s tra r ú til­m ente al pedagogo, m ucho d ista de que pueda p rescindir d e l concurso de la sociología.

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Ante todo, dado que los fines de la educación son so­ciales, los m edios a través de los cuales dichos fines pue­den ser logrados deben tener, necesariam ente, el m ism o carácter. Y, en efecto, en tre todas las in stituc iones peda­gógicas quizás no exista ni una sola que no sea análoga a una in stituc ión social de la que reproduce, de fo rm a re­ducida y ex tractada, las carac terísticas principales. Existe una disciplina tan to en el seno de la escuela com o en el de la urbe. Las reglas que fijan sus deberes a l esco lar son com parables a las que p rescribe su conducta al hom bre hecho y derecho. Los castigos y las recom pensas que van ligados con las p rim eras guardan m ucha sim ilitud con los prem ios y castigos q u e sancionan las segundas. ¿Acaso enseñam os a los niños la ciencia ya hecha? A hora bien, la ciencia que se hace se enseña ella tam bién. No queda em ­paredada en el cerebro de aquéllos que la conciben, sino que no es verdaderam ente eficaz m ás que a condición de que sea com unicada a los dem ás hom bres. Y, esa com u­nicación, que pone en funcionam iento toda una red de m ecanism os sociales, constituye una enseñanza que, aun cuando vaya dirig ida al adulto , no difiere g ran cosa de la que el alum no recibe p o r p a rte de su educador. ¿Acaso 110 se dice que los sabios son unos m aestros para sus contem poráneos y no se da acaso el nom bre de escuelas a los grupos que se fo rm an en to m o su y o ? 2 Se podrían m ultip licar los ejem plos. Es que, en efecto, dado que la v ida esco lar no es m ás que el germ en de la vida social, al igual que ésta no es m ás que la continuación y la flo­rac ión de aquélla, resu lta im posible n o en co n tra r en la una los p rincipales procedim ientos m ediante los cuales funciona la o tra . Es n a tu ra l suponer, pues, que la socio­logía, ciencia de las instituciones sociales, nos ayude a com prender lo que son o a co n je tu ra r lo que deberían ser las instituciones pedagógicas. Cuanto m ejo r conozcam os la sociedad, m ejo r podrem os darnos cuenta de todo cuan­to sucede en ese m icrocosm os que es la escuela. E n cam ­bio, pueden ustedes p erca ta rse de la p rudencia y de la

2. V. WlLLMANN, op. cit., I, pág. 40.

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m esura, incluso cuando se tra ta de la determ inación de los m étodos, con que conviene u tilizar los dalos p ropo r­cionados po r la psicología. P o r sí sola no podría darnos los elem entos necesarios p a ra la elaboración de una téc­nica que, p o r definición, tiene su arquetipo , no en el individuo, sino en la colectividad.

P or dem ás, los estados sociales de ios que dependen los fines pedagógicos no lim itan a esto su acción. In te r­vienen tam bién en la concepción de los m étodos: pues la naturaleza de los fines im plica en p a rte la de los medios. Caso de que la sociedad, po r ejem plo, se orien te en un sentido individualista, todos los procedim ientos de educa­ción que pueden tener com o efecto el hacer violencia al individuo, el hacer caso om iso de su espontaneidad in te r­na, serán considerados com o in to lerab les y, consecuente­m ente, reprobados. Al con trario , caso de que, bajo la presión de circunstancias du raderas o pasajeras, experi­m ente la necesidad de im poner a todos u n conform ism o m ás riguroso, todo cuanto puede provocar en dem asía Ja iniciativa de la inteligencia quedará p roscrito . De hecho, cada vez que el sistem a de los m étodos educacionales ha sufrido una p ro funda transform ación, ha sido bajo la influencia de alguna de esas grandes corrien tes sociales cuya acción ha repercu tido en todo el ám bito de la vida colectiva. No ha sido como consecuencia de descubrim ien­tos psicológicos que el R enacim iento ha contrapuesto todo un conjunto de m étodos nuevos a los que practica­ba la Edad Media. Pero es que, como consecuencia de los cam bios acontecidos en la e s tru c tu ra de las sociedades europeas, un nuevo concepto del hom bre y del lugar que ocupaba en el m undo había acabado p o r despuntar. De igual form a, los pedagogos que, a finales del siglo x v iil y en los albores del xix, em prendieron la ta rea de subs­titu ir p o r el m étodo in tuitivo el m étodo abstracto , eran an te todo eco de las aspiraciones de su época. Ni Base­dow, ni Pestalozzi, ni Froebel eran grandes psicólogos. Lo que expresa sobre todo su doctrina es ese respeto p o r la libertad in terna, esa repulsa a todo constreñ im iento , ese am or p o r el ho jnbre y, consecuentem ente, p o r el niño lo

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que constituye la base de nuestro individualism o m oderno.Así pues, sea cual sea el p rism a bajo el cual se con­

tem pla la educación, és ta se p resen ta siem pre a nosotros con el m ism o carácter. Que se tra te de los fines que per­sigue o de los m edios que utiliza, siem pre responde a necesidades sociales; son ideas y sentim ientos colectivos lo que expresa. Sin ningún género de duda, el p ropio ind i­viduo queda beneficiado. ¿Acaso no hem os reconocido de form a expresa que es a la educación que debem os lo m ejo r de noso tros m ism os? Pero, es que ese «lo m ejo r de nosotros m ism os» es de origen social. Por tan to , es siem ­pre al estudio de la sociedad que debem os referirnos; es únicam ente ahí donde el pedagogo puede hallar los p rin ­cipios de su especulación. La psicología podrá indicarle perfectam ente cuál es el m ejo r procedim iento que se deba ad ap ta r pa ra ap licar al niño esos princip ios una vez que han sido planteados, pero, cii cam bio, lo que no podrá es hacérnoslos descubrir.

Añadiré, pa ra term inar, que si alguna vez hubo una época y un país en que el pun to de v ista psicológico se im pusiera de una form a especialm ente u rgen te a los pe­dagogos, es, con toda seguridad, en n u estro país y en nuestra época. Cuando una sociedad se halla en un es ta ­do de estab ilidad relativa, de equilibrio tem poral, tal como la sociedad francesa del siglo xvn, po r ejem plo; cuando, por consiguiente, se h a establecido un sistem a educacio­nal que, tam bién p o r un tiem po, no es discutido po r na­die, las únicas cuestiones aprem ian tes que se p lantean son problem as de aplicación. No se suscita n inguna duda grave ni sobre los fines que se p retenden lograr, ni sobre la orientación general de los m étodos; no puede, pues, ex istir controversia m ás que sobre la m ejor m anera de ponerlos en práctica , y éstas son dificultades que la psico­logía puede resolver p o r sí m ism a. No les enseñaré nada nuevo si Ies digo que esa seguridad intelectual y m oral no reza con nuestro siglo; es, a la par, tan to su infortunio com o su grandeza. Las transform aciones p rofundas que han sufrido o que están sufriendo las sociedades contem ­poráneas exigen transform aciones paralelas en la educa­

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ción nacional. Ahora bien, si bien sen tim os la necesidad de cam bios, no sabem os exactam ente cuáles deben ser éstos. Sean cuales puedan ser las convicciones particu la­res de los individuos o de los partidos, la op inión pública queda indecisa y ansiosa. P o r consiguiente, el problem a pedagógico no se p lan tea a nosotros con la m ism a sereni­dad que pa ra los hom bres del siglo xvil. Ya no se tra ta de poner en ejecución ideas ya sen tadas, sino de encon­tra r ideas que nos guíen. ¿Cómo descubrirlas si no nos rem ontam os h asta la fuente m ism a de la vida educativa, es decir, hasta la sociedad? Es, p o r tan to , a la sociedad a quien se debe in terrogar, son sus necesidades las que se deben conocer, puesto que son sus necesidades las que se deben satisfacer. El lim itarnos a contem plarnos de fo rm a in trovertida , vendría a se r com o desviar nuestras m iradas de la realidad m ism a que nos proponem os alcanzar; sería colocarnos en la im posibilidad de com prender algo en la corrien te que a rra s tra al m undo en to rno nuestro y a nosotros con él. P o r consiguiente, no creo obedecer a un sim ple preju icio ni ceder a u n am o r inm oderado hacia una ciencia que he cultivado duran te toda mi vida, di­ciendo que jam ás ha sido m ás necesario al educador una cu ltu ra sociológica. No es que la sociología pueda poner­nos en tre las m anos procedim ientos ya com pletam ente e laborados y de los cuales tan sólo nos res te servim os. P o r dem ás, ¿acaso los hay de esta clase? Pero, la sociolo­gía, en realidad, puede m ás y puede m ejor. Puede p ropor­cionarnos aquello de lo que m ás urgentem ente estam os necesitados, qu iero decir con ello un con jun to de ideas d irectrices que sean el alm a de nuestra p ráctica y que la apoyen, que p resten un sentido a nuestra acción, y que nos unan estrecham ente a ella; lo que es condición nece­saria pa ra que esta acción resu lte fecunda.

IV. La evolución y el papel de la enseñanza secundaria en Francia1

1. Mi papel, caballeros, no es el de enseñarles la técnica de su oficio: no se la puede ap render m ás que por la p ráctica y es po r la p ráctica que la aprenderán ustedes el año próxim o.2 Pero , u n a técnica, sea és ta la que sea, degenera ráp idam en te hacia un vulgar em pirism o si el que la utiliza n o ha sido jam ás aleccionado pa ra refle­x ionar acerca de los fines que persigue dicha técnica así com o acerca de los m edios que é s ta em plea. O rien tar la reflexión de ustedes hacia las cosas de la enseñanza y enseñarles a u tilizarla con m étodo, en esto precisam ente consistirá m i tarea. En efecto, una enseñanza pedagógica debe proponerse, no el com unicar al fu tu ro educador un cierto núm ero de procedim ientos y de fórm ulas, sino el darle p lena conciencia de su función.

A hora bien, precisam ente po rque esa enseñanza tiene necesariam ente un ca rác te r teórico, algunos ponen en tela de ju ic io que pueda ser ú til. No es que se llegue h asta el extrem o de aseverar que la ru tin a pueda b asta rse a sí m ism a y que la trad ición no tenga necesidad de se r guia­da p o r una reflexión docum entada y experim entada. En una época en que, en todas las esferas de la actividad hu­m ana, se ve la ciencia, la teoría , la especulación, es decir, en sum a, la reflexión, aden trarse cada vez m ás en la prác­tica e ilu s tra rla , resu lta ría h a rto insólito que únicam ente

1. A e s ta lección d e a p e r tu ra le h a b ía p reced ido u n a p rim e ra sesión en e l cu rso d e la cual el re c to r M. L iard , M. Lavisse y M. Longlois, d irec to r del M useo pedagógico, h ab ían p u es to los es tu ­d ian tes a l co rr ien te de la s m ed idas adop tadas p a ra o rg an izar su p rep a rac ió n pro fesional. La alocución de M. L a n g l o is h a sido pu­b licada en la «Revue bleue», n ú m ero del 25 de noviem bre de 1905.

2. D uran te su segundo año de p reparac ión , los cand ida tos a la agregación h acen u n stage en los Liceos d e París.

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la actividad del educador constituyese una excepción. No cabe la m enor duda de que se p res ta a c rítica el uso que dem asiados pedagogos han hecho de su raciocinio; se pue­de considerar con razón que sus sistem as, tan artificia­les, tan abstractos, tan pobres en com paración con la rea­lidad, no tienen m ás que escasa u tilidad prác tica . Sin em ­bargo, éste no es un m otivo suficiente com o para p ros­c rib ir pa ra siem pre la reflexión pedagógica v p a ra negarle toda razón de ser; en efecto, todos estam os de acuerdo en reconocer que esta conclusión pecaría p o r exceso. Lo que pasa es que se estim a que po r el m ero hecho de ser p rofesor de liceo, éste no tiene necesidad alguna de estar especialm ente en trenado y ejercitado en esa form a p a r­ticu lar de reflexión. ¡Aún pase, dícese, pa ra los m aestros de nuestras escuelas prim arias! Debido a la cu ltu ra m ás lim itada que les ha sido im partida, quizás sea necesario incitarlos a m ed ita r acerca de su profesión, explicarles las razones de los m étodos que em plean, con el fin de que puedan aplicarlos con discernim iento. Ahora bien, con un m aestro de enseñanza secundaria cuya m ente ha sido, p rim ero en el liceo, m ás ta rd e en la Universidad, agudi­zada de todas las m aneras posibles e im aginables, adies­trada en todas las m agnas disciplinas, todas esas precau­ciones son baladíes y se pueden considerar com o tiem po perdido. En cuanto se le ponga fren te a sus alum nos, el potencial de reflexión que ha ido adquiriendo en el curso de sus estudios se verterá au tom áticam ente sobre su cla­se, aun cuando no se hubiese som etido a una educación previa.

Sin em bargo, hay un hecho que no parece testim oniar dem asiado en favor de esa ap titu d innata para la refle­xión profesional que se suele p re s ta r al p ro feso r de liceo. En todas las form as de la conducta hum ana en las que en tra la reflexión, se puede com probar cómo, a m edida que se desarro lla ésta, la trad ición se to rna m ás m alea­ble y m ás accesible a las novedades. La reflexión es, en efecto, el an tagon ista na tu ra l, el enemigo po r antonom asia de la ru tina. Tan sólo ella puede im pedir que las costum ­bres se petrifiquen adop tando una form a inm utable, rí­

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gida, que las sustrae a cualqu ier cam bio; tan sólo ella puede m antenerlas en suspenso, conservarlas en el estado de agilidad y de flexibilidad requerido pa ra que las cos­tum bres puedan variar, evolucionar, ad ap ta rse a la di­versidad y a la m ovilidad de las circunstancias y de los am bientes. Inversam ente, a m enor reflexión, m ayor inm ó­vil ismo. Ahora bien, se da la c ircunstancia que la ense­ñanza secundaria se hace n o ta r precisam ente, no por una apetencia desm esurada de novedades, sino p o r un verda­dero m isoneísm o. En efecto, verem os cóm o en Francia, en tan to que todo ha ido cam biando, e n tan to que el ré­gimen político, económ ico, m oral, se ha ido transfo rm an­do, ha habido sin em bargo algo que ha perm anecido re­lativam ente inm utable: son las concepciones pedagógicas que se hallan en la base de lo que se ha dado en llam ar enseñanza clásica. Excepción hecha de algunos aditivos que no in teresaban en el fondo, los hom bres de mi genera­ción han sido educados todavía según u n ideal que no dife­ría m ucho de aquél en que se insp iraban los colegios de jesu ítas en tiem pos del gran rey. E sto viene a dem ostrar que no ha habido nad a que perm ita pen sar que el espí­ritu c rítico y analítico haya desem peñado en nuestra vida escolar un papel m uy im portante.

Es que, efectivam ente, es falso que sea uno ap to para reflexionar acerca de un orden determ inado de hechos, p o r la sencilla razón de que tiene uno la ocasión de e je r­c ita r su reflexión en un cam po de cosas d iferentes. Nu­m erosos son los sabios em inentes que lian dado gran b ri­llo a su ciencia y que, no obstan te , pa ra todo cuan to se sale de su especialidad, son com o niños. Esos audaces novadores se com portan , por dem ás, com o sim ples seres ru tin a rio s que no piensan ni actúan de form a diferente a la del vulgar ignorante. La razón de ello reside en que los preju icios que trab an el desarro llo de la reflexión d i­fieren según el o rden de cosas a Jos que se refieren; pue­de, p o r tan to , o cu rrir que unos hayan cedido, en tan to que los dem ás conserven toda su fuerza de resistencia, que una m ism a m ente se haya liberado en algún aspecto, en tan to que en o tro siga esclavizada. He conocido a u n in ­

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signe h isto riador, de) que conservo fiel y respetuosam ente el recuerdo, y que, en m ateria de enseñanza, hab ía queda­do estancado, o casi, en el ideal de Rollin. P o r o tra parte , cada clase de hechos requiere se r reflexionada a su m a­nera, según m étodos que le son propios; y esos m étodos no se im provisan, sino que deben aprenderse. Por consi­guiente, no b asta con haber reflexionado sobre las su ti­lezas de las lenguas m uertas, o sobre las leyes de las m a­tem áticas, o sobre los acontecim ientos de la h isto ria , bien sea antigua, bien sea m oderna, para estar ipso fació en condiciones de reflexionar m etódicam ente acerca de las cosas de la enseñanza. Sino que esa form a determ inada de reflexión constituye una especialidad que requiere una previa iniciación; este curso que iniciam os hoy será m ues­tra palpable de ello.

2. No tan sólo nada justifica él privilegio que se quie­re conferir de esta guisa a los educadores de la ense­ñanza secundaria; no tan sólo no se ve el m otivo po r el cual resu lta ría inútil el d esp erta r en ellos la reflexión pe­dagógica a través de una cu ltu ra apropiada, sino que, bajo ciertos aspectos, dicha cu ltu ra les es m ás im prescindible que a otros.

En p rim er lugar, la enseñanza secundaria es una insti­tución infin itam ente m ás com pleja que la enseñanza p r i­m aria. Y, cuanto m ás com plejo es un ser v cuan to m ás com pleja es la vida que lleva, tan to m ás necesita de la reflexión para tra z a r su línea de conducta. E n una escuela elem ental, cada clase, al m enos en principio, está a cargo de un solo y único m aestro ; consecuentem ente, la ense­ñanza que im parte d isfru ta de una unidad com pletam en­te n a tu ra l v m uy sim ple; es la un idad m ism a de la perso­na que enseña. Como ese educador tiene una v ista gene­ral de toda la enseñanza, le resu lta rela tivam ente fácil reservar a cada disciplina la p a rte que le corresponde, encajarlas las unas en las o tras v hacerlas converger todas hacia una m ism a m eta. Sin em bargo, lo que su­cede en los liceos es com pletam ente d istin to , pues las diversas disciplinas aprendidas sim ultáneam ente p o r un

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m ism o alum no, son enseñadas generalm ente p o r profeso­res d iferentes. En este caso, existe una verdadera división del trab a jo pedagógico, y que a cada d ía que pasa va en aum ento , m odificando la v ieja fisonom ía de nuestros li­ceos y suscitando un grave p rob lem a del que en una p ró ­xim a ocasión nos ocuparem os. ¿A san to de qué podría re su lta r la un idad de sem ejante d iversidad? ¿E n qué form a esas enseñanzas podrían com paginarse las unas con las o tras , com pletarse de m anera que constituyeran un todo, si los que las im parten no tienen conciencia de ese todo y de la m anera en que cada uno de ellos debe apor­ta r su grano de a rena? Aun cuando actualm ente no este­m os en condiciones de defin ir los fines de la enseñanza se­cundaria —tem a que no pod rá ser tra tad o ú tilm ente hasta finales de curso— sí podem os, sin em bargo, decir que en el liceo no se tra ta de hacer ni m atem áticos, ni literatos, ni na tu ra lis tas , ni h istoriadores, sino de fo rm ar m entes a través de las letras, de la h isto ria , de las m atem áticas, etc. Pero, ¿cóm o podría cada p rofesor cum plir con su m isión, con la p a rte que le corresponde en 'la ob ra to ta l, si no sabe exactam ente en qué consiste esa obra, en qué form a sus diversos co laboradores partic ipan con él en ella, de m anera que sus esfuerzos se sum en a los de ellos?

Bien es verdad que muy a m enudo se razona com o si todo eso cayese p o r su prop io peso, com o si esa m eta com ún no en trañase com plejidad alguna, com o si todo el m undo supiese lo que significa el fo rm ar una m ente. Pero, en realidad, es ta vaga fórm ula es tá vacía de todo conte­nido positivo; y éste es el m otivo p o r el cual podía yo utilizarla hace un m om ento sin po r ello p rejuzgar en abso­lu to los resu ltados que nos proporcionarán nuestras inves­tigaciones u lterio res. Todo cuan to enuncia, es que no se debe especializar las m entes; pero , con ésto no nos indica sobre qué patrón hay que m odelarlas. La m anera en que se m odelaba una m ente en el siglo xvn en ningún caso p odría convenir hoy en día; claro que tam bién se form a la m ente en la escuela p rim aria , pero siguiendo una pau­ta d iferen te que en el liceo. Así pues, en tan to que los m aestros no tengan o tras fuentes donde beber que pun tos

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de referencia tan im precisos, resu lta rá inevitable que sus esfuerzos se dispersen y se paralicen com o consecuencia de dicha dispersión.

Y nuestros liceos nos ofrecen dem asiado a m enudo ese espectáculo. Cada uno de los educadores profesa en ellos su especialidad com o si ésta constituyese un fin en sí m ism a, cuando, en realidad, no es m ás que un medio con m iras a una m eta con la cual debería se r en todo m om ento cotejada. En m is tiem pos de p rofesor de liceo, un m inistro , pa ra t ra ta r de pa lia r esa fragm entación anár­quica, in stituyó asam bleas m ensuales a las que todos los profesores de un m ism o establecim iento docente debían asistir para d iscu tir acerca de las d iferentes cuestiones que les a tañ ían a todos. Desgraciadam ente, esas asam bleas no fueron nunca m ás que vanos form ulism os. Acudíamos con toda puntualidad y deferencia, pero p ron to pudim os co n sta ta r que nada teníam os que decim os, dado que todo objetivo com ún nos era ajeno. ¿Cómo podría ser de o tra m anera m ientras en la Universidad cada grupo de estud ian tes reciba su enseñanza predilecta en una suerte de com partim iento estanco? La única posibilidad de evitar ese estado de división, es la de incitar a todos esos co­laboradores fu turos a reunirse y a exam inar con jun ta­m ente su labor común. Es necesario que en un m om ento determ inado de su preparación , se les ponga en condi­ciones de poder ab arca r con la vista, en toda su exten­sión, el sistem a escolar en cuya vida deberán partic ipar m ás adelante; tienen que perca ta rse de lo que constituye su unidad, es decir, cuál es el ideal que tiene p o r misión realizar, y en qué form a todas las partes que lo com ponen deben converger hacia esa m eta final. Ahora bien, esa iniciación no puede llevarse a cabo m ás que a través de una enseñanza de la que determ inaré en o tro m om ento tan to el p lanteam iento com o el m étodo.

3. Pero, aún hay m ás. La enseñanza secundaria se encuentra hoy en día en unas condiciones m uy especiales que hacen que esa cu ltu ra se to rne cxcepcionalm cnte ur- j-onte. Desde la segunda m itad del siglo x v m , la enseñan­

za secundaria a trav iesa una crisis muy grave que aún no ha llegado a su desenlace. Todo el inundo se da perfecta cuen ta que no puede seguir siendo lo que en el pasado fue: sin em bargo, lo que ya no se ve con la m ism a clari­dad es en lo que está llam ada a convertirse. De ahí esas reform as que, desde hace cerca de un siglo, se van suce­diendo periódicam ente, atestiguando, a la vez, tan to la dificultad com o la urgencia del problem a. C iertam ente, no se podría , sin pecar de in justos, no reconocer la im ­portancia de los resu ltados logrados: el antiguo sistem a ha en treab ie rto sus puertas a ideas novedosas; se va es­truc tu rando u n sistem a nuevo que se nos an to ja lleno de juventud y de entusiasm o. Ahora bien, ¿ resu lta ría acaso excesivo el decir que se busca aún a sí m ism o, que no tiene de sí m ás que una conciencia todavía insegura, y que el antiguo sistem a se ha ido a tem perando, gracias a a fo rtunadas concesiones, m ucho m ás que renovando? Un hecho m uestra de form a paten te el desconcierto que, a este respecto, priva actualm ente en nuestras ideas. En todos los períodos an terio res de n u es tra h isto ria , se podía defin ir con una palabra el ideal que los educadores se p ro ­ponían realizar en los niños. E n el Medioevo, el m aestro de la Faculté des A rts quería an te lodo hacer de sus alum ­nos unos dialécticos. Después del R enacim iento, los je­su ítas y los regentes de nuestros colegios universitarios se d ieron com o m eta la de hacer hum anistas. Iloy en día, carecem os de toda expresión pa ra carac te rizar el objetivo que debe perseguir la enseñanza que se im parte en nues­tros liceos; es que no tenernos m ás que una idea muy confusa de lo que debe ser ese objetivo.

¡Y que no cream os so lven tar la dificultad, aseverando que n u estro deber es sim plem ente el de convertir a nues­tros alum nos en hom bres! La solución es tan sólo verbal, pues de lo que se tra ta precisam ente es de saber qué idea debem os hacernos noso tros del hom bre, nosotros eu ro ­peos, o. m ás especialm ente todavía, noso tros, franceses del siglo xx. Cada pueblo tiene, en cada m om ento de su h isto ria , su concepto prop io del hom bre; la E dad Media ha tenido el suyo, el R enacim iento ha tenido el suyo, y el

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problem a estrib a en saber cuál debe ser el nuestro . Por dem ás, ese problem a no es privativo de nuestro país. No h a y E stado europeo im portan te donde no se p lan tee y, adem ás, en térm inos casi idénticos. Por doquier, tan to pedagogos com o hom bres de E stado tienen p lena concien­cia de que los cam bios acontecidos en la organización m a­terial y m oral de las sociedades contem poráneas exigen transform aciones paralelas y no m enos p ro fundas en esa pa rte especial de nuestra institución escolar. ¿P or qué m otivo es sobre todo en la enseñanza secundaria que se ceba la crisis con sem ejante in tensidad? E sta es una cues­tión que algún día deberem os exam inar; p o r el m om ento, me lim ito a co n sta ta r el hecho, que es p o r dem ás in ­cuestionable.

Y, pa ra zafarnos de esa e ra de confusionism o y de in* certidum bre, no se puede co n ta r únicam ente con la efi­cacia de los decretos y de los reglam entos. Cualquiera que sea la au to ridad que los am para, los reglam entos y los decretos no pasan de ser m eras pa lab ras que no pue­den convertirse en realidades m ás que con la colabora­ción de aquéllos que son encargados de aplicarlos. Por tan to , si ustedes, que tendrán p o r m isión el hacerles co­b ra r vida, no los aceptan m ás que a regañadientes, si se som eten a su au to ridad aun cuando no com ulguen con ellos, no pasarán de se r le tra m uerta y sus resu ltados se­rán estériles; adem ás, según la m anera en que los in ter­p reten , podrán p roducir efectos com pletam ente diferen­tes o, incluso, opuestos. No dejan de ser m eros proyectos cuya suerte final dependerá siem pre de ustedes y de su estado de opinión. C onsecuentem ente, se p e rca ta rán u s­tedes de lo m ucho que im porta que se pongan en condi­ciones de hacerse una opinión lúcida. En tan to que la in­decisión m ore en los esp íritus, no ex istirá decisión adm i­n istra tiva alguna que pueda poner térm ino a ella. No se decreta el ideal, es necesario que sea com prendido, am a­do, querido po r todos aquellos que tienen p o r m isión realizarlo. H ace falta, en una palabra, que la gran labor de refección y de reorganización que se im pone sea obra del cuerpo m ism o que es llam ado a reconstru irse y a

reorganizarse. Así pues, hace fa lta que se le proporcione todos los m edios necesarios para que pueda tom ar con­ciencia de sí m ism o, de lo que es, de las causas que le im pulsan a cam biar, de aquello en lo que debe querer convertirse. Se concibe fácilm ente que para log rar tal re ­su ltado no b asta con a d ie s tra r a los fu tu ro s educadores en la p ráctica de su oficio; es necesario, an te todo, pro­vocar p o r su p a rte un enérgico esfuerzo de reflexión que deberán proseguir d u ran te toda su c a rre ra , pero que de­berá iniciarse aquí, en la Universidad; pues, tan sólo aquí, encon trarán los elem entos de inform ación sin los cuales sus reflexiones sobre la m ateria no p asarían de ser m e­ras construcciones ideológicas y elucubraciones sin n in­guna eficacia.

Y será con esta condición que lograrem os despertar, sin rec u rrir a n ingún procedim iento artificia l, la vida algo lánguida de nuestra enseñanza secundaria. Pues, y resu lta im posible no darse cuenta de ello, la enseñanza secunda­ria , debido a l desconcierto intelectual en el que se encuen­tra inm ersa, indecisa en tre un pasado que fenece y un fu tu ­ro aún incierto , no m anifiesta ya la m ism a vitalidad ni el m ism o afán de v ivir que an taño . Se puede hacer lib re­m ente es ta observación, pues no im plica c rítica alguna que a tañ a a las personas; el hecho que consta ta es el fru to de causas im personales. P o r una parte , el antiguo entusiasm o p o r las le tra s clásicas, la fe que insp iraban han quedado quebran tados irrem isiblem ente. Por descon­tado, no se tra ta aquí de d e ja r caer en olvido el glorioso pasado del hum anism o, los servicios que ha p restado y sigue, incluso, p restando ; sin em bargo, difícil resu lta sus­trae rse a la im presión de que se sobrevive en p a rte a sí m ism o. Pero, p o r o tro lado, ningún credo nuevo ha venido aún a reem plazar el que desaparece. De todo ello resu lta que el educador a m enudo se p regun ta con no poca desa­zón de qué sirve y hacia dónde tienden sus esfuerzos; no queda claro para él en qué form a sus funciones se vincu­lan a las funciones v itales de la sociedad. De ah í, c ierta tendencia al escepticism o, una suerte de desencanto , un verdadero m alesta r m oral, en una p a lab ra , que n o se de-

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saiTollará sin crear cierto peligro. Un cuerpo docente sin fe pedagógica, viene a se r un cuerpo sin alm a. El p rim er deber de ustedes así com o su p rim er in terés estriba , pues, en rec rear un alm a al cuerpo en el que deben ustedes in­tegrarse; y tan sólo ustedes lo pueden conseguir. Por su­puesto , pa ra ponerles en condiciones de cum plir esa labor, no b as ta rá con u n curso de unos pocos m eses. A ustedes co rresponderá lab o ra r en este sentido du ran te toda su vida. Sin em bargo, así y todo, se debe em pezar po r estim u­la r en ustedes la vo lun tad de em prender este cam ino y p o r do tarles de los m edios m ás im prescindibles p a ra lle­va r a buen fin esa tarea. E ste es e l p ropósito de la asig­n a tu ra que hoy inicio en es ta aula.

4. Ya conocen ahora la m eta que desearía alcanzar con jun tam ente con ustedes. Q uisiera p lan tear an te uste­des y en su to ta lidad el problem a de la enseñanza secun­daria , y és to p o r dos razones: en p rim er lugar, p a ra que se puedan hacer una opinión de en lo que debe convertir­se dicha educación; en segundo lugar, p a ra que de esa investigación hecha en com ún, se desprenda un sen tir co­lectivo que facilite, el d ía de m añana, la cooperación en tre ustedes. Y aho ra que ha quedado bien determ inada la m eta, busquem os ju n to s el m étodo a través del cual puede ser alcanzada.

Un sistem a escolar, sea cual sea éste, está constitu ido po r dos clases de elem entos. Por una parte , hay todo un con jun to de acom odos definidos y estables, de m étodos establecidos, en una palabra, de instituciones; pues exis­ten instituciones pedagógicas de igual form a que existen instituciones ju ríd icas, religiosas o políticas. S in em bar­go, y al p rop io tiem po, en la m áquina así constitu ida, exis­ten ideas que la con tu rban y que la incitan a cam biar. Salvando, quizá, breves m om entos de apogeo y de estan­cam iento, existe siem pre, incluso en el sistem a m ás asen­tad o y m ejo r definido, u n m ovim iento tendente hacia algo d iferen te de lo ya existente, una inclinación hacia un ideal m ás o m enos claram ente presentido. V ista desde el ex­terio r, la enseñanza secundaria se nos aparece com o un

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conjun to de estab lecim ientos cuya organización m aterial y m oral es tá b ien determ inada; pero , p o r o tra parte , esa m ism a organización alberga en su seno asp iraciones que tienden a realizarse. T ras esa vida asen tada, consolidada, hay una vida la ten te que, no p o r quedar m ás oculta es m enos trascendente. Al am paro del pasado aún vigente siem pre hay alguna novedad que surge y que tiende a realizarse. F ren te a esos dos aspectos de la realidad esco­lar, ¿cuál deberá se r nuestra actitud?

Del p rim ero , los pedagogos, p o r lo general, se desin­teresan p o r com pleto . Poco les im p o rtan esos diversos acom odos que nos h an sido legados: el p roblem a, tal com o se lo p lan tean ellos, les exim e de a tr ib u irle im portancia alguna. Al ten e r com o tienen u n a m ente em inentem ente revolucionaria, cuando m enos la gran m ayoría de ellos, la realidad p resen te no rev iste n ingún in te rés a sus ojos; no la soportan m ás que con m ucha im paciencia y anhe­lan verse lib res de e lla p a ra p o d er edificar, partiendo de cero, un sistem a escolar to ta lm ente nuevo en el que se realice adecuadam ente el ideal a l que asp iran . Partiendo de esta base, ¿qué im portancia pueden d a r a las prácticas, a los m étodos y a las instituciones que ex istían en tiem ­pos pasados? Es hacia el fu tu ro que dirigen sus m iradas, y se im aginan poder crearlo de la nada.

Pero, hoy en día, sabem os cuán quim éricos c, incluso peligrosos, resu ltan se r esos ím petus iconoclastas. No es ni posible n i deseable que la organización actual se des­m orone en un a b rir y ce rra r de o jos; tend rán ustedes que vivir con ella y p ro longar su vida. Pero, p a ra ello, hay que conocerla. Y tam bién es necesario conocerla a fondo pa ra e s ta r en condiciones de m odificarla. Pues las crea­ciones ex nihilo resu ltan im posibles de llevar a la práctica tan to en el orden social com o en el o rden físico. El fu tu ­ro no se im provisa; no se le puede ed ificar m ás que par­tiendo de los m ateria les que nos ha legado el pasado. Las m ás de las veces, nuestras innovaciones m ás fecundas consisten en llenar con ideas nuevas m oldes an tiguos, que b asta rá con m odificar parcialm ente pa ra arm onizarlos con su nuevo contenido. De igual m anera, la m ejo r form a

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de rea lizar un nuevo ideal pedagógico es la de u tiliza r una organización ya establecida, aun cuando se la tenga que re­tocar en parte , caso de que sea necesario, pa ra adap tarla a los fines nuevos a los que debe servir. ¡Cuán fáciles re­su ltan m uchas m odificaciones, sin que po r ello se tengan que desquiciar los p rogram as y los cursos! B asta con sa­ber sacar provecho de los que están vigentes, insuflándoles un esp íritu nuevo. Ahora bien, pa ra poder aprovechar de esta guisa las instituciones pedagógicas de que dispone­mos, todavía hace falta no ignorar en qué consisten. Tan sólo se puede influ ir eficazm ente sobre las cosas cuando se conoce su naturaleza. Tínicamente se puede d irig ir correc­tam en te la evolución de un sistem a escolar si se sabe lo que significa, en qué consiste, cuáles son los conceptos sobre los que se basa, las necesidades a las que responde, las causas que lo han suscitado. Y así, todo un estudio científico y objetivo, pero cuyas consecuencias prácticas no resu ltan difíciles de percibir, se revela com o siendo im prescindible.

Bien es verdad que, norm alm ente, dicho estudio no parece deber ser m uy comple jo. Dado que una larga p rác ti­ca nos ha fam iliarizado con las cosas de la vida escolar, éstas se nos an to jan m uy sim ples y com o no debiendo su scitar ningún problem a que exija, p a ra ser resuelto , un gran despliegue de investigaciones. Desde hace m uchas décadas se h a conocido bajo el nom bre de secundaria una enseñanza in term edia en tre la escuela p rim aria y la Uni­versidad; hem os visto siem pre en nuestro en to rno cole­gios y, en los colegios, d iferentes grados, y, consecuente­m ente, «nos sentim os inclinados a creer que todos esos acom odos caen po r su propio peso y que no hay necesi­dad de estudiarlos m uy detenidam ente pa ra saber de dón­de proceden y a qué necesidades responden. Pero, cuando en vez de con tem plar las cosas en el presente, se las con­sidera en el contexto h istórico la ilusión se desvanece. E sta je ra rq u ía escolar trig radual no ha existido siem ­pre, incluso en nuestro país; se puede decir que data de ayer; hasta hace m uy poco, la enseñanza secundaria era ind istin ta de la enseñanza superior; hoy en día, la solución

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de continuidad que la separaba de la enseñanza prim aria tiene tendencia a desaparecer. Los colegios, con su siste­m a de grados, no se rem ontan m ás allá del siglo xvi y ve­rem os, incluso, que du ran te la época revolucionaria hubo un m om ento en que ese sistem a desapareció. ¡Muy lejos e s tán de co rresponder a una suerte de necesidad perenne! Por tan to , es que estas instituciones son consecuencia, no de necesidades universales del hom bre aupado hasta un cierto grado de civilización, sino de causas definidas, de estados sociales m uy concretos que, únicam ente, puede re ­velarnos el análisis histórico . Y será tan sólo en la me­dida en que logrem os determ inarlas, que averiguarem os verdaderam ente en qué consiste dicha enseñanza. Pues saber lo que es, no es sim plem ente el conocer su form a externa y superficial; es conocer su significación, el lugar que ocupa, el papel que desem peña en el contexto de la vida nacional.

G uardém onos, pues, m uy m ucho de c ree r que basta con un poco de sen tido com ún y de cu ltu ra pa ra resolver de pasad a cuestiones como la siguiente: «¿qué es la ense­ñanza secundaria, qué es un colegio, qué es un grado?* Podem os perfectam ente, a través de un análisis m ental, evidenciar con b astan te facilidad la idea que nos hacem os personalm ente de una u o tra de esas realidades. Pero, ¿qué in terés puede revestir ese concepto del todo subje­tivo? Lo que sí necesitam os desen trañar, es la naturaleza objetiva de la enseñanza secundaria, las co rrien tes de ideas de las que es consecuencia, los im perativos socia­les que le han hecho co b ra r vida. Ahora bien, pa ra averi­guar cuáles son éstos, no b asta con auscu ltarnos a noso­tro s m ism os; dado que es en el pasado que han producido sus efectos, es en el pasado tam bién que debem os buscar su evolución. Muy lejos de ten er el derecho de conside­ra r com o evidente la noción que llevamos en nuestra m ente, debem os, m uy al con trario , tenerla p o r sospe­chosa; porque, al ser fru to de nuestra experiencia lim ita­da de ente hum ano y al se r función de nuestro tem pera­m ento personal, esa noción no puede e s ta r m ás que tru n ­cada y ser engañosa. Debemos, pues, hacer tab la rasa de

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ella, constreñ irnos a una duda m etódica, y m ira r ese m un­do escolar, que se tra ta de explotar, com o m iraríam os una tie rra desconocida donde se deben llevar a cabo verdade­ros descubrim ientos. Se im pone el m ism o m étodo para todos los problem as, incluso los m ás especiales, que pue­de suscitar la organización de la enseñanza. ¿De dónde procede nuestro sistem a de em ulación (pues resu lta ver­daderam ente dem asiado sencillo hacer recaer toda la res­ponsabilidad sobre los jesu ítas)? ¿De dónde procede nues­tro sistem a de disciplina (pues sabem os que ha ido evo­lucionando a través de los tiem pos)? ¿De dónde proceden nuestros principales ejercicios escolares? O tros tan to s in­terrogan tes a cuyo lado se pasa sin siqu iera sospechar su existencia, en tan to que se encierra uno en el presente, y cuya com plejidad no se hace paten te m ás que cuando se los estudia en el contexto de la h isto ria . Por ejem plo, verem os cóm o el lugar ocupado y conservado en nuestras clases p o r la in terp re tac ión de los textos, b ien sean an ti­guos, bien sean m odernos, es consecuencia de una de las carac terísticas esenciales de n u estra m entalidad y de nu estra civilización; y es al estud ia r la enseñanza m edie­val que nos verem os llevados a hacer esa constatación.

5. Sin em bargo, no b a s ta con conocer y com prender nuestro m ecanism o escolar ta l com o está actualm ente o r­ganizado. Puesto que es tá llam ado a evolucionar de con­tinuo, se deben poder aqu ila ta r las tendencias al cam bio que lo con tu rban ; se debe poder decidir, con pleno cono­cim iento de causa, en lo que se debe convertir en el fu tu ­ro. Para reso lver esta segunda parte del problem a, ¿acaso es igualm ente im prescindible el m étodo h istórico y com ­parativo?

Puede parecem os, a p rim era vista, superfluo. ¿Acaso toda refo rm a pedagógica no tiene p o r objetivo final con­seguir que los alum nos sean en m ayor m edida hom bres de su tiem po? Ahora bien, p a ra saber lo que debe ser un hom bre de nuestro tiem po, se ob jeta ¿de qué puede ser­v im os el estudio del pasado? No es ni a la Edad Media, ni al Renacim iento, ni al siglo xvn o x v m que recurrire-

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raos en busca del m odelo hum ano que la enseñanza de hoy en d ía debe ten er p o r m eta conseguir. Son los llora­res d e hoy en d ía a quienes debem os ten e r en cuenta; es de noso tros m ism os que debem os to m ar conciencia; y, en nosotros, es sobre todo el hom bre de m añana que debe­mos t r a ta r de v islum brar y de desen trañar.

Ahora bien , en p rim er lugar, resu lta m uy difícil saber cuáles son las exigencias de la ho ra presente. Las necesi­dades q u e experim enta una d ila tada sociedad com o la n u estra son m últip les y sum am ente com plejas, y una sim ­ple o jeada, po r m uy aguda que fuese ésta , en noso tros y en to m o nuestro , no b asta ría p a ra hacérnoslas descubrir en toda su in tegridad . Desde la pequeña esfera en la que vivimos cada uno de noso tros, no podem os perca ta rnos m ás que de las que nos a tañen directam ente , de aquéllas que nuestro tem peram ento y n u estra educación nos per­m iten com prender m ejo r. E n cuan to a las dem ás, al no percib irlas m ás que d e lejos y de fo rm a h a rto confusa, no repercu ten en noso tros m ás que m uy superficialm ente y nos sen tim os inclinados, consecuentem ente, a no tener­las en cuenta. Si som os hom bres de acción y nos desen­volvemos en el m undo de los negocios, nos sentirem os incitados a hacer de nuestros h ijo s hom bres pragm áticos. Si nos sen tim os inclinados hacia la reflexión, ensalzare­m os las v irtudes de la cu ltu ra científica, etc. Al razonar de esta suerte , se llega fa ta lm en te a conceptos un ila te ra ­les y exclusivistas que se rehúyen m utuam ente . Si no que­rem os caer en ese exclusivism o, si querem os hacernos de nuestra época una idea algo m ás com pleta, tenem os que ab rim o s a todas las opiniones, debem os ensanchar nues­tros horizontes y em prender una serie de investigacio­nes con m iras a in te rp re ta r esas aspiraciones tan diver­sas que experim enta la sociedad. A fortunadam ente, a poco que sean in tensas, se m anifiestan ex terio rm ente ba jo un aspecto que hace que se las pueda observar. Tom an cuer­po en esos proyectos de refo rm as, en esos planes de re ­construcción que insp iran . Ahí es donde se las debe i r a analizar. H e aquí, p recisam ente, en q u é nos pueden ayudar las doctrinas e laboradas po r los pedagogos. Son instruc-

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tivas, no en tan to que teorías, sino en tan to que hechos h istóricos. Cada escuela pedagógica corresponde a una de esas corrien tes de opinión que tan to in terés tenem os en conocer, y nos Ja revela. Se hace, pues, necesario todo un estudio que tendrá p o r objetivo el com pararlas, clasi­ficarlas e in terp re tarlas .

Sin em bargo, no basta con conocer esas corrientes; es preciso poderlas apreciar; es preciso poder decid ir si re­su lta oportuno seguirlas u oponerse a ellas, y, caso de que convenga hacerles sitio en la realidad, ba jo qué form a. Ahora bien, resulta claro que no estarem os en condiciones de aqu ila ta r su va lo r por el m ero hecho de que las co­nocerem os en la le tra de su expresión m ás reciente. No se las puede juzgar m ás que con respecto a las necesida­des reales, objetivas, que las han provocado, y a las cau­sas que han suscitado dichas necesidades. Según lo que sean esas causas, según tengam os o no razones de creer­las vinculadas a la evolución norm al de n u estra sociedad, deberem os ceder an te su em puje u oponernos. Por tanto, son esas causas las que debem os analizar. Pero, ¿cómo conseguirlo si no es reconstruyendo la h isto ria de esas corrien tes, rem ontándonos h asta sus orígenes, investigan­do de qué form a y en función de qué factores se han ido desarro llando? Así pues, p a ra poder an tic ipa r las trans­form aciones que debe su fr ir el presente, así com o tam bién p a ra poder com prenderlo, debem os hacer abstracción de él y volver los ojos hacia el pasado. Podrán ustedes ver, p o r ejem plo, cómo, p a ra darnos cuenta de la tendencia que nos im pulsa hoy en día a e s tru c tu ra r un tipo escolar d iferen te del tipo clásico, deberem os rem ontarnos, hacien­do caso om iso de recientes controversias, hasta el siglo xv iti e, incluso, hasta el siglo xvn. Y ya p o r el m ero hecho de d e ja r bien sentado que ese m ovim iento de ¡deas dura desde hace cerca de dos siglos, que, desde el m ism o mo­m ento en que surgió, ha ido tom ando cada vez m ás fuer­za, dem ostra rá m ejo r su necesidad de lo que lo podrían hacer todas las controversias dialécticas habidas y p o r haber.

P or dem ás, pa ra poder co n je tu ra r el fu tu ro con un

m argen m ínim o de e rro r, no basta con tan sólo ab rirse a las tendencias refo rm adoras y tom ar m etódicam ente con­ciencia de ellas. Pues, a despecho de las ilusiones que alim entan dem asiado a m enudo los reform adores, no es posible que el ideal del d ía de m añana sea original hasta en sus m enores detalles; po r el con trario , con toda se­guridad e n tra rá a fo rm ar p a rte de él no poco de nuestro ideal de ayer que, consecuentem ente, tenem os todo in- terés en conocer. N uestra m entalidad no va a cam biar po r com pleto de la noche a la m añana; es preciso, pues, ave­riguar lo que ha sido en la h isto ria y, de en tre las causas que han con tribu ido a crearla , cuáles de ellas son las que siguen influyendo. E s tan to m ás necesario p roceder con esa cautela, que un ideal nuevo se p resen ta siem pre como en un estado de an tagonism o n a tu ra l con el ideal antiguo al que asp ira a su stitu ir, aun cuando no sea, de hecho, más que su continuación y su evolución. E, inm erso en ese antagonism o, siem pre es de tem er que el ideal de an taño zozobre p o r com pleto; pues las ideas novedosas, al tener la fuerza y la v italidad de la juven tud , avasallan fácilm ente los an tiguos conceptos. Verem os cóm o un ani­quilam iento de ese tipo se p rodu jo cuando el R enacim ien­to, cuando se e s tru c tu ró la enseñanza hum anística: de la enseñanza m edieval, casi no ha quedado nada, y es muy posible que esa exclusión to ta l haya dejado u n vacío irre ­m ediable en nuestra educación nacional. Es de sum a im ­portancia que adoptem os toda clase de precauciones para no recaer en el m ism o e rro r, y que si el d ía de m añana se im pone d a r p o r finalizada la era del hum anism o, sepa­m os conservar de ella lo que in teresa no d e ja r caer en olvido. Así pues, sea cual sea el pun to de vista desde el cual nos situem os, no podem os saber a ciencia c ierta el cam ino que nos queda po r reco rre r si no es exam inando con todo detenim iento el que dejam os atrás.

6. Ahora com prenderán ustedes el significado del tí­tulo que he dado a este curso . Si m e propongo estud iar con ustedes la form a en que se ha form ado y se ha ido desarro llando nuesta enseñanza secundaria, no es en ab-

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so lu to p a ra en tregarm e a investigaciones pu ram en te e ru ­ditas, sino pa ra lograr alcanzar resu ltados prácticos. Por descontado, el m étodo que ap licaré será exclusivam ente científico; es el utilizado pa ra las ciencias h istó ricas y sociales. Si antes hab lé de fe pedagógica, no es en absolu­to porque tenga la intención de p red icar alguna; mi in ten­ción es la de p roceder com o un hom bre de ciencia. Lo que pasa es que creo que la ciencia de las cosas hum anas pue­de serv ir p a ra en carrila r ventajosam ente la conducta hu­m ana. Para com portarse correctam ente , dice u n viejo ada­gio, se debe em pezar p o r conocerse bien a sí m ism o. Pero hoy sabem os que pa ra conocerse bien a sí m ism o no basta con f ija r nuestra atención sobre la p a rte superfic ial de nuestra conciencia; pues los sentim ientos, las ideas que aflo ran en ella, no son ni m ucho m enos, las que con m ás eficacia repercu ten sobre n u estra conducta. A lo que se debe llegar, es a las costum bres, a las tendencias que se han ido es tru c tu ran d o poco a poco en el transcu rso de nuestra vida pasada, o que nos h a legado la herencia; éstas son las au tén ticas fuerzas que nos guían. Ahora bien éstas se ocultan en los repliegues del subconsciente. P o r tan to , no podem os llegar a descubirlas m ás que re ­constituyendo n u estra h isto ria personal y la h isto ria de nuestra fam ilia. De igual form a, para poder cum plir como es de m enester nuestra m isión en un sistem a escolar, sea éste el que fuere, se debe conocerlo, no desde fuera, sino desde dentro , es decir, a través de la h isto ria , pues única­m ente la h isto ria puede pen e tra r m ás allá del revestim ien­to superficial que lo recubre en el m om ento presente; úni­cam ente ella está capacitada pa ra analizarlo; únicam ente ella puede m ostrarnos de qué elem entos se com pone, de qué condiciones depende cada uno de ellos, de qué m a­nera se han im bricado los unos sobre los o tros; en una palabra, únicam ente ella puede ilu s tram o s sobre la larga concatenación de causas y de efectos de la que el sistem a escolar es la resu ltan te.

Tal será, caballeros, la enseñanza que aqu í se les im ­p artirá . Será, en el sentido p rop io de la palabra, una en­señanza pedagógica, pero que, debido al m étodo aplicado,

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d ife rirá no poco de lo que se suele denom inar co rrien te ­m ente b a jo es te nom bre, puesto que los estudios de los pedagogos serán p a ra nosotros, no m odelos po r im itar, 110 fuentes de inspiración, sino docum entos sobre la m en­talidad de la época. Confío, pues, en que la pedagogía, re ­novada de e s ta suerte , logrará al fin levantar cabeza del descrédito, en p a rte in justo , en el que hab ía caído; confío en que sab rán hacer caso om iso de un preju icio que ya ha p erdu rado p o r dem asiado tiem po, que com prenderán tan ­to el in terés com o la novedad de la em presa, y que me p restarán , p o r ende, la colaboración activa que les soli­cito y sin la cual m e sería im posible d esarro llar una labor en jundiosa.

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Epílogo: Ferry, Durkheim, idéntica lucha

NACIM IENTO DE DOS H ERM ANO S GEMELOS: E L SOCIOLOGO Y E L M AESTRO DE ESCUELA

(REFLEJO DE FRANCIA E N E L SIGLO X I X )

«El p rim e r requ isito que exige la in struc­ción pública es el de no enseñar m ás que verdades. E sto sen tencia la exclusión de los sacerdotes.»

Ducos, Convencional. Debates en la C onvención sobre la organización de la escuela prim aria. D iciem bre de 1792.

«En las escuelas de los E stad o s burgueses, ta n to si son religiosas o laicas, se suele di­fu n d ir en tre los h ijo s de los p ro le ta rio s úna ideología y u n a m oral acordes con la man- tenenc ia de la dom inación política, económ ica y m o ra l d e la clase capitalista.»

R esolución adoptada por unanim idad en el IV Congreso de la IT E ( In te r­nacional de los T rab ajad o res de la En­señanza). Vicna, 1926.

T odo se in ic ió en 1830.«T odo»: e s d e c ir , la e sc u e la p r im a r ia . Y la soc io log ía . E l

in te ré s p r in c ip a l d e e so s c u a tr o a r t íc u lo s y c o n fe re n c ia s d e D u rk h e im re s id e , e n e fe c to , e n e l t í tu lo d e la o b ra , q u e rev e ­la d e e s ta s u e r te m u c h o m á s d e lo q u e s e p ro p o n ía . P a ra h a ­b la r con m a y o r p ro p ie d a d , re s id e en la «y» de l títu lo : E d u ­ca c ió n y soc io log ía . Y e s q u e h a c ía fa lta q u e en e l p ro sc e n io d e la h is to r ia h ic iese s u a p a r ic ió n el p ro le ta r ia d o p a ra q u e su rg ie se n , a m o d o d e c o n tra fu e g o , la e sc u e la p r im a r ia y la soc io log ía .

C om o s i d e re s p u e s ta s se tra ta s e .P re c is a m e n te , é s ta e r a la r e s p u e s ta q u e d a b a n lo s p u d ie n ­

tes: q u e e s ta p r im e ra a p a r ic ió n s e a la ú ltim a .P o rq u e , d esd e luego , en c u a n to a e s to d e la re p re s ió n ...

e l E s ta d o b u rg u é s ya se sa b e d e s o b ra s la c a n tin e la : lo d e­m o s t r a rá b ie n a la s c la ra s en 1848 c u a n d o e s ta l la r á en P a r ís

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—y de ahí, extendiéndose a los cuatro puntos cardinales de Europa— la prim era guerra civil moderna. Y sigue demos­trándolo desde entonces. Sin embargo, la burguesía sabe per­fectamente que llegará el día en que ese brutal dique de con­tención de la represión acabará cediendo. A este respecto, el problema del Estado en la dominación de clases consiste, in­defectiblemente, en que interviene siempre una vez consuma­dos tos hechos: lo único que puede hacer es recurrir a la represión. Y de la represión a la solidaridad para con las víctimas, sólo hay un paso. De ahí se desprende la necesidad para el Estado de adoptar medidas preventivas, de estruc­tu rar un dispositivo de canalizaciones complementario del dique de contención. Maquiavelo ya decía que si en el mo­mento en que toma forma el Estado moderno, el Príncipe —entiéndase el Estado— quiere mantenerse en el poder, más le vale ser zorro que león.

Por tanto, un dispositivo de canalizaciones, dispositivo que el Estado burgués utilizará con preferencia al dique de con­tención. Para ello existen medios diversos (administración, et­cétera...), entre los cuales prevalece especialmente uno dentro del régimen capitalista: la escuela. La escuela, que viene a ser el medio institucional más sólido, el eslabón principal, de re­producción de la ideología burguesa. Los revolucionarios fran­ceses del siglo xviir lo habían visto bien claro cuando decla­raban en 1793: «La educación nacional es el auténtico y único pilar de nuestra Revolución» (Lequinio, Convencional); o, también: «Se han promulgado leyes para la Nación: se trata ahora de adecuar la Nación a dichas leyes, y esto es factible a través de la educación pública» (Deleyre, Convencional).1 El periódico «Révolutions de París», en su número correspondien­te al mes de junio de 1793, criticaba ya la Convención (la cual, por cierto, no venía celebrando sesiones más que desde el mes de septiembre de 1792) en lo referente a dicho tema: «Hemos sido de los primeros en hacer hincapié sobre este particular: es sobre la instrucción pública y, más que nada, sobre la educación nacional que se debía haber empezado por asentar el edificio de la República. Uno de los yerros principales de la Convención es justam ente el haber dejado para el final esos cimientos del sistema social, y de haber tardado tanto en subsanar las consecuencias que acarrearon

1. Citado por J. G ú il l a u m b , Proccs-verbaux du Comité d ’Instructionpublique de ¡a Convention nationals, París, 2 vol., 1891-1894.

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la despreocupación criminal de las Asambleas Constituyente yLegislativa a este respecto.»2

Se ha dicho al principio que tanto la escuela prim aria como la sociología vieron la luz en 1830.

En lo tocante a la sociología, empieza a ser ya del dominio público que es hacia aquella época cuando se manifiesta por vez prim era el que se considera como el padre de la criatura: el inefable Auguste Comte (los seis volúmenes del Cours de philosophic positive son publicados en el curso de los años que median entre 1830 y 1842).

Ahora bien, por lo que se refiere a la escuela prim aria, el hecho parece mucho menos evidente, acostumbrados como estamos a oír nombrar la escuela, eterna, a relacionar auto­máticamente escuela y educación, es decir, escuela e infancia. Y, en efecto, ¡cuán lógico resulta el no extrañarse ante la exis­tencia de la escuela prim aria cuando se la ha frecuentado! ¿Y qué de más natural —ele donde se saca un poco precipita­damente el concepto de eternidad— que la existencia orgáni­ca que nos hace ser en prim er lugar niños?

Sí, por supuesto. Salvo que hay niños y niños, y consecuen­temente, educación y educación. Efectivamente, según sea el tipo de educación recibida, nos hallaremos en presencia de un niño diferente. De esta suerte, el niño, tal como lo concibe Platón, no tiene nada que ver con el que concibe Kant, o, me­jor dicho, resulta ser todo lo opuesto. De la misma forma, el niño que trabaja en una fábrica a principios del siglo xix, poca cosa o nada tiene en común con el niño que asiste a ía escuela.

De hecho, existen dos vertientes.La primera, histórica: concepciones de la infancia y de la

educación de tal o cual período histórico (Antigüedad, Feuda­lismo, Capitalismo, es decir, si se traduce en instituciones de «ideologización» predominantes para los respectivos períodos históricos: familia, iglesia, escuela). Así pues, «durante siglos, la educación ha sido llevada a cabo mediante el aprendizaje, gracias a la coexistencia del niño o del adolescente y de los adultos. Iba aprendiendo las cosas que debía saber a la par que ayudaba a los adultos a realizarlas»;5 la separación niño/ adulto, es decir, el enclaustramiento del niño, aparecerá hacia finales del siglo xvri con la «moralización de los hombres por

2. C i ta d o p o r P a t r i c k K e s s e l , U s gauchistes de 89. fcd . 10 /18 , P a r í s , 1969, p á g . 108.

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los re fo rm a d o re s c a tó lic o s o p r o te s ta n te s , ta n to si p e r te n e c e n a la Ig lesia , c o m o a la m a g is tr a tu ra o a l E s ta d o » .3

La se g u n d a v e r tie n te , c o m p re n d id a en c a d a p e r ío d o y d e ­te rm in a d a p o r la lu c h a d e c lases ( h ijo d e c iu d a d a n o /h i jo de esc lav o - h i jo d e n o b le /h i jo de s ie rv o - h ijo d e b u rg u é s /h i jo d e p ro le ta r io ) , d e f in ié n d o se las d e m á s en ca d a p e r ío d o con re sp e c to a u n o u o tr o la d o d e la b a r ra .

P e ro e n to n c e s , ¿ q u é h a y de la « escu e la p r im a r ia , la ica , g ra ­tu i ta y o b lig a to r ia » de los a ñ o s 1880-1882?

E s ta ta m b ié n e s ta b le c e u n d is t in g o e n t r e d o s tip o s d e n i­ños. A h o ra b ie n , as í co m o los s is te m a s a n te r io re s , e la b o ra d o s a p a r t i r d e la s p o s tr im e r ía s del sig lo x v n , e s ta b le c ía n u n d is­tin g o b a s á n d o s e en el c o n tra s te d e n t ro / fu e ra : (h a b ía los q u e ib a n a la e s c u e la y los q u e n o ib a n ), la e scu e la p r im a r la es­ta b le c e rá u n d is tin g o d e n t ro de su p ro p io seno : (h a b rá a q u é ­llo s p a r a q u ie n e s la e sc u e la p r im a r ia n o s e rá m á s q u e u n a e ta p a h a c ia la en se ñ a n z a s e c u n d a r ia y s u p e r io r , y a q u é llo s p a ra q u ie n e s c o n s t i tu i r á u n a m e ta en sí).

Una vez s e n ta d o e s to , a su vez v en c ie r ta m a n e ra , a m b a s v e r t ie n te s se c ru z a n , c ru c e v in c u la d o a la id e a d o m in a n te (d e la c la se d o m in a n te ) d e la s u p u e s ta e te rn id a d d e la escu e la . E n e s te c a so co m o en o t r o s m u c h o s , la b u rg u e s ía t r a t a de h a ­c e r c r e e r q u e e l s is te m a q u e e lla m ism a h a im p la n ta d o , es d e ­c ir , e l e n c la u s tra m ie n to e s c o la r d e los n iñ o s , e s el s is te m a d e fin itiv o . E s m á s , t r a ta , in c lu so , d e c re a r s e u n a g en ea lo g ía es- c o la r , a c o g ié n d o se a la s e s c a sa s e scu e la s ru ra le s q u e h a b ía c o n ­se g u id o e s ta b le c e r a q u í y a l lá e l c le ro a n te s del sig lo x v n , p o r u n a p a r te , v, p o r o tr a , b a s á n d o se en la a n tig ü e d a d m e d iev a l d e la U n iv e rs id a d . M a n io b ra e n g a ñ o sa q u e s im u la ol­v id a r , e s d e c ir , q u e p a s a en s ilen c io , e se h ec h o s u m a m e n te e le m e n ta l d e q u e n o p u ed e h a b e r e scu e la m á s q u e cu a n d o h a y e s c u e la p r im a r ia y d e q u e la c u e s tió n « p ed ag o g ía y e d u ­cac ión» no p u e d e p la n te a rs e m á s q u e s i ex is te e scu e la pri- m a ria . '

L as d o s v e r t ie n te s se c ru z a n : e s q u e , en e fec to , la v e r tie n ­te h is tó r ic a n o e s u n a v e r t ie n te a c u sa d a , b ru ta l , q u e v e r ía u n d ía a c a b a rs e u n p e r ío d o p a ra in ic ia rs e in m e d ia ta m e n te o tro . P a ra s e r m á s ex a c to s , se p u e d e n s i tu a r lo s in ic io s , p e ro re su l­ta m á s d ifíc il s i tu a r lo s f in a le s . P o r e je m p lo , la s leyes r e fe ­re n te s a la e scu e la p r im a r ia , la s p r im e ra s , la ley G u izo t, d a ta n

3. Philippe ARifes, L’enfattt et la vie famitiatc sous L'Anden Régime, Plon P.dlteur, París, 1962.

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d e 1833, p e ro , p a ra lo e se n c ia l, d ic h a escu e la , s ig u e d e hecho , en m a n o s d e la s c o n g re g a c io n e s re lig io sas h a s ta la p ro m u lg a ­c ió n d e las leyes F e r ry d e 1880-1882: la in s t i tu c ió n de «ideolo- g izac ión» d o m in a n te e s la t íp ic a d e l c a p ita l is m o , o se a , la e scu e la . Lo q u e n o im p id e q u e , a p e s a r d e n o l le v a r y a la voz c a n ta n te , la Ig les ia s ig u e a ú n p re se n te . P o r ta n to , s i b ien es v e rd a d q u e d e lo a n tig u o nace lo n u ev o , e s te p ro c e so no se d e s a r ro l la s in q u e m ed ie u n a lu c h a e n c a rn iz a d a y s in q u e lo a n tig u o , c a so d e q u e m u e ra e fe c tiv a m e n te — ag o n ía q u e p u e ­d e d u r a r s ig lo s— h ay a p o r f ia d o h a s ta e l f in a l. La e sc u e la p r i ­m a ria , fu e p e n s a d a p o r D id e ro t, p ro y e c ta d a , ta l co m o lo h e ­m os v is to a n te r io rm e n te , p o r lo s C o n v e n c io n a le s , p e ro no se h izo re a lid a d h a s ta u n sig lo m á s ta rd e . ¿ P o r q u ó ? La id eo lo g ía , s in e m b a rg o , e s ta b a c o n s ti tu id a , e l a s e n ta m ie n to so c ia l d e d i­ch a ideo lo g ía ( la b u rg u e s ía in d u s t r ia l) e x is tía ya, c u a n d o m e­no s e n I n g la te r ra y e n F ra n c ia , y a s í y lodo ... Lo q u e su c e d ía e ra q u e la lu c h a q u e e n f r e n ta b a e s a b u rg u e s ía in d u s t r ia l co n e l p ro le ta r ia d o le p ro h ib ía c u a lq u ie r tip o d e a g re s ió n c o n tra la o t r a f ra c c ió n d e los p u d ie n te s , la f ra c c ió n a rc a ic a : la b u r ­g u es ía la t ifu n d is ta . Y lo m a lo e ra q u e é s ta c o n s ti tu ía p re c is a ­m e n te la b a s e so c ia l p r in c ip a l d e la id e o lo g ía re lig io sa ...

Al m e n o s , e n to n to q u e e l ta k e o f f d e l c a p ita l is m o n o h a e s ta d o lo s u f ic ie n te m e n te av a n z a d o y q u e e l p ro le ta r ia d o no h a q u e d a d o a p la s ta d o , c u a n d o m e n o s p o r e sp ac io d e c ie r to tie m p o .

E n F ra n c ia , la c o sa s e t r a d u c ir á , p o r u n a p a r te , p o r la a s c e n s ió n p o l í t ic a d e lo s h o m b re s d e p a ja d e lo s cap ito s t.e s d e la in d u s t r ia p e s a d a (d e W endel, S c h n e id e r) , lo s « a r is tó c ra ta s de l ca p ita l» , en re a lid a d c a p i ta l is ta s só rd id o s , sa n g u in a r io s y q u e , lle g ad o e l ca so , n o v ac ila n en u ti l iz a r p a r a su s f in e s a la Ig le s ia , y, p o r o tr a , p o r e l a p la s ta m ie n to d e la in s u r re c c ió n de la C o m u n a d e 1871, e n P a r ís . Y e s ju s ta m e n te e sa tra d u c c ió n q u e s in v e rg ü e n z a s c o m o J u le s F e r ry o É m ile D u rk h e im v an a t r a d u c ir a s u vez, co n la e s p e ra n z a d e q u e , d e tra d u c c ió n en tra d u c c ió n , e l c ré d u lo p u e b lo s e d e ja r ía e n g a ñ a r . D esd e e se p u n to d e v is ta , E d u ca c ió n y soc io log ía es u n a o b ra m a e s ­t r a ; el le c to r p o d rá p e r c a ta r s e d e e llo p o r sí m ism o . T o d a u n a o b ra m a e s t r a d e c a m u f la je .

L as d o s v e r t ie n te s s e c ru z a n : e s ta m b ié n q u e , d esd e los je s u í ta s , p r o te s ta n te s u o t r o s c lé r ig o s d e l s ig lo XVII h a s ta lo s h o m b re s d e p a ja de l c a p ita l , e s d e c ir , d e s d e e l a b s o lu tism o re a l h a s ta e l re in a d o de l c a p ita l, se s ig u e p a d e c ie n d o la o p re ­s ió n d e l h o m b re p o r e l h o m b re , o, p a ra h a b la r co n m a y o r

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propiedad, de la mayoría por la minoría privilegiada que ejer­ce el poder (y sus poderes); lo único que varía, es la fo r m a d e o p re s ió n . Entonces, resulta lógico que la vertiente histó­rica venga a interferir en la vertiente de lucha de clases, bajo la forma de concepciones pedagógicas alternativamente do­minantes según las necesidades históricas.

Nos hemos referido con anterioridad al concepto que sus­tentaba Platón acerca del niño, concepto que queda bien pa­tente a través de toda una teoría de la política y de los ser­vidores de dicha política (rem itirse, evidentemente, a L a R é- p u b liq u e y L es lo is ). Platón no aporta idea alguna acerca de la escuela, ¡y con motivo 1 De lo que sí tiene una idea muy clara es acerca de la formación que se debe dar a los futuros servidores de la política que preconiza él. Se trata, como es de suponer, de los hijos de ciudadanos (los hijos de ios es­clavos deben seguir permaneciendo esclavos y, por dicha ra­zón, no reciben más que una formación basada en el mito y la leyenda, en otras palabras, en la mentira; prueba de que en el interior de un mismo pensamiento, ya existen dos tipos de niños...)4

Pues bien, esa formación platónica va a constituir la pri­mera ideología de la educación, aquélla que constituirá la re­ferencia obligatoria, aquella a la que nuevamente se aferrarán y, sobre todo, que p o n d rá n en p rá c tic a los jesuítas: la tradi­ción de la e d u c a c ió n a u to r ita r ia .

En efecto, ¿qué es, según Platón, un hijo de ciudadano (no contando los demás para nada)? Un inicio, Adán en el G énesis . M ejor dicho: un b u e n inicio. Sin embargo, el ser un buen inicio no puede bastar en el caso específico. Puesto que consta en la definición misma del niño que no es tal niño más que para desarrollarse, es decir, cambiar, o, si se pre­fiere, descarriarse en la historia. Así, la formación platónica será una conversión, una torsión (véase el mito de la caverna) mediante Ja cual el educando romperá con el mundo sensible y la historia. Así pues, la educación es una ru p tu ra , una v io ­lencia , en contra de la naturaleza histórica —y, consecuente­mente, depravada— de la humanidad. Huelga decir el interés

4. Acerca de los conceptos que sobre el niño y la educación teníanPlatón y Kant, véase Pauleia, obra que analiza las ideas que privan en la Antigüedad sobre la infancia, y Máxime L b r o y , Histoire des idées sociales en France, I. «De Montesquieu á Robespierre», am bas editadas en París, «Bibliothéque des Idées», Gallimard.

que m ostrarán de inmediato los jesuítas por semejante con­cepción...

Los jesuítas, es decir, aquellos que, en el siglo xvn, van a generalizar y poner en práctica esa concepción de la edu­cación en tanto que violencia hecha al niño. Generalizar y poner en práctica: esto es lo que nos interesa a nosotros, pues, al hacerlo, estructuran el prim er s is te m a de enseñanza y le im p r im e n su sello; esta concepción seguirá siendo hasta hoy en día una de las dos concepciones contradictorias-com­plementarias de la escuela capitalista. Se la puede definir como una forma de educación autoritaria que tiene como ob­jetivo el de desarrollar un individualismo egoísta. De donde se deriva ese sistema característico de emulación frenética, encargado de establecer la «jerarquía de las almas» y caracte­rizado por los deberes escritos y puntuados. «No tan sólo —escribe Durkheim—5 fueron ellos los primeros en organizar en los colegios el sistem a de emulación, sino que también le hicieron alcanzar de rohdón un grado de desarrollo que ya nunca conocería en el futuro... se puede decir que, en los establecimientos regidos por los jesuítas, no había momento alguno de respiro. Toda la clase estaba organizada con este fin.» (Hábilmente, por demás, ese sistema de emulación estaba «dialécticamente» complementado con una «vigilante solici­tud» cerca de cada uno de los alumnos —lo que permitía un control prácticamente continuo, «pues, el espíritu maligno siempre está al acecho»).

Primera concepción de la escuela, por tanto. Y, con ella, a modo de basamento, una concepción del niño como ser p erverso . Y si entra dentro de la naturaleza del niño el ser perverso, no existe entonces más que una posibilidad: la r e ­presión, el sistema autoritario. A esa concepción del niño va a oponerse, especialmente a partir del siglo xvm , es decir, el siglo de la filosofía de las lumbreras y del progreso, o tra idea acerca del niño y, por ende, acerca de la escuela, que es lo que anteriormente hemos denominado contradictoria-comple­mentaria. Complementaria, porque se sitúa en el mismo tipo general de pensamiento sobre la escuela: es también una filo­sofía del e n c la u s tr a m ie n to esco la r y del autoritarism o docen­te. Pero también contradictoria —cuando menos en teoría. Contradictoria, porque es la teoría de que, muy lejos de ser

5. L'évolution pédagogique en France, Presses Universitaires de France, París, 1969, pág. 298.

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un ser inacabado y fracasado, una naturaleza perversa por su evolución histórica, el niño, al contrario, tiene una naturaleza buena a la que se debe ayudar en su desarrollo.

Así pues, ya no se tra tará de romper, de doblegar la na­turaleza del niño, se tratará, por el contrario, de ayudarla a realizarse. Y si se revelase como siendo necesaria una dis­ciplina —y, en efecto, se revelará necesaria—, sería única­mente en tanto que una p o lic y cuya acción negativa no apuntaría más que a dejar realizarse el positivismo de la ra­zón (el vocablo p o lic y así utilizado, lo ha sido por Kant —véase a este respecto la doctrina moral del propio Kant, espejo en el que se refleja la dotrina laica de la educación). Mediante lo cual, he aquí la represión justificada. Y con ella, la autoridad.

Así pues, el educar se convierte en liberar. Una educación que ha dejado de ser una ruptura de una naturaleza por des­tru ir a causa de su perversidad, sino que, al contrario, se ha transformado en una evolución continua, lineal, en una palabra, progresiva.

Perfeccionamiento, progreso, esta idea está importada: proviene de la política (y de la moral, nombre que daba Kant a la política, como acabamos de verlo). Si, a través de una buena política, los pueblos progresan en la historia, de igual forma a través de una buena educación, el niño p ro gresará en el perfeccionamiento de su historia personal. Sen­tado lo que precede, existe aquí un verdadero ju e g o d e esp e­jo s , porque se p u e d e decir de igual manera, «devolviendo la pelota», que si hay educación del niño, hay entonces educación de los pueblos. Educación y progreso por una parte, niño y pueblo, por otra: dos parejas que forman una cama re­donda.

Tal como lo dice Diderot: «El instru ir a una nación, es civilizad^. Eliminar los conocimientos ya existentes en ella, viene a ser como retrogradarla al estado primitivo de barba­rie... La ignorancia es lo que le toca en suerte tanto al esclavo como al salvaje. La instrucción proporciona dignidad al hom­bre; y el esclavo, entonces, pronto se da cuenta de que no ha nacido para la servidumbre. E l sa lv a je p ie r d e esa fe ro c id a d p ro p ia d e la se lva q u e n o re co n o c e a m o a lguno , y la s u s t i tu ­y e p o r u n a d o c ilid a d ra zo n a d a q u e le s o m e te y le v in c u la a le y e s h ech a s en p ro d e su fe lic id a d .»*

6. D id e r o t , Plan* pour une université ou d ’utte. ¿ducatimt fmbliqitf

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De ahí, que gobernar es instruir, pero al propio tiempo que instruir, es darse los medios de gobernar: las represen­taciones socialdemócratas de la política y de la escuela no quedan lejos; basta con desustanciar el pensamiento y la le­tra de Diderot para obtener esas representaciones de la «es­cuela liberadora» en las que creerán de buena fe tantas ge­neraciones de educadores, gracias a lo cual la represión del escolar ha podido ser llevada a cabo con la mayor tranqui­lidad de conciencia posible.

D el a silo a la fábrica . D e la fá b r ic a a la escu e la

De lo anteriormente expuesto se deduce que la escuela p r im a r ia no puede ser constituida como escu e la d e m a sa más que cuando esa concepción del niño y de la educación se ha vuelto dominante. A riesgo de, por demás, una vez estructu­rada dicha escuela, establecer una mezcla ecléctica de una y otra concepción, la autoritaria y la supuestamente progre­siva.

¿Por qué es preciso que esa concepción sea dominante? Porque está vinculada con el aspecto político más mixtifica­dor de la dictadura de la burguesía. Diderot dice muy a las claras, que el salvaje —pero bien sabido es que «salvaje» es el nombre con el que se designa a los obreros y a los para­dos sin techo del siglo xvil— adquiere, con la instrucción, «una docilidad razonada que le somete y le vincula a leyes hechas en pro de su felicidad». Con sustituir «felicidad» por «desdicha» en la fórmula de Diderot, se obtendrá —con un estilo literario diferente— una fórmula de Marx.7 Es, por tan­to, necesario que la corriente que calibra el interés de esa «docilidad razonada» —y cuya base social, ya se sabe, es la burguesía industrial— pueda con sus «falsos enemigos», los «volterianos», para que pueda existir una escuela prim aria y que ésta sea obligatoria.

¡lans toutes les sciences, en Oeuvres Computes, t. XI, C. F. L. Éditcur, París, 1971, pp. 755-756.

7. Más exactamente, se tendrá una definición de la escuela capita­lista. elaborada sobre el modelo de la demostración por Marx, de la i ooix'ración en tanto que «nlstcma específico de ia producción capi- mlUla» (HI Capital, libio I. lomo II, Editions Sociales, París, 1967, pá- MIiih 77)

t!M *"145

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Ante todo, es preciso que en la realidad política y econó­mica se hayan producido determinados hechos, determinadas transformaciones, determinadas luchas que hayan modifica­do el panorama tanto político como económico. Ya empieza a ser bien sabido que las ideas no llueven del cielo.

Precisamente es esto lo que ocurre en los inicios del si­glo xix: en efecto, 1830 es el momento en que la clase obrera se manifiesta por vez prim era como movimiento violento co­lectivo. Por vez prim era también, la burguesía retrocede en tanto que clase, lo que re p e rc u te a n ive l d e l E s ta d o : una re­glamentación de la jornada laboral ve la luz, limitando la du­ración del trabajo, estableciendo reglas para el tra b a jo d e to s n iños.

Ahora bien, al quedar reglamentado de esta suerte el tra­bajo de los niños, tales medidas tienen por efecto el propor­cionar tiempo libre a los hijos de pobres.

Y la burguesía nunca ha admitido de buen grado que el proletariado (y, por ende, sus hijos) dispusiese de tiempo li­bre. A su criterio, es imprescindible que el obrero esté siem­pre ocupado, y es evidente que dicha ocupación debe estar vinculada, no puede estar más que vinculada, a la produc­ción.

¿El trabajo de los niños está reglamentado? ¿Los hijos de los obreros disponen de tiempo libre? ¡No es problema! La solución para ocupar ese tiempo libre es evidente: se ocupa­rá a esos niños (en el sentido en que un ejército invasor ocu­pa un país) mediante la creación de escuelas. Pues, si no se tratase más que de la mínima instrucción necesaria para de­sempeñar determinadas tareas productivas, se podría prescin­d ir del sistema escolar e instaurar otro tipo de institución destinada a la formación de niños pobres; pero, al propio tiempo y, s o b re todo , se trata de en c erra r a e so s h i jo s d e p ro ­le ta rio s . Esa formación social a la que se denomina capitalis­mo y que se ha impuesto por el te r ro r —terror a la fábrica, terror al ásilo, terror al orfelinato, terror a la trata de negros, obreros, «dementes», desgraciados y «delincuentes», niños y «salvajes» mezclados— esa sociedad no piensa más que en una única cosa cuando se trata del pueblo: en c erra r lo , se c u e s tra r ­lo, no tiene más que un tipo de referencia: la cárcel.

La creación de las escuelas... En 1834, se promulgan en Inglaterra las primeras leyes sobre el trabajo: las P o o r L aw s; en 1833, ve la luz en Francia la prim era ley sobre la enseñan­za primaria, la ley Guizot; sí, así es: Guizot, el autor del de­

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masiado célebre «E n r ic h is se z -v o u s», a quien resulta difícil lildar de ser un filántropo o un peligroso agitador... La es- • uela primaria, es verdaderamente una contestación a la vio­lencia obrera de 1830; su razón de ser responde únicamente u esa contestación; ahora bien, no es todavía ni laica, n i, so b re todo , ob liga toria .

Entonces, ¿de dónde vienen, esos niños?

P roceden d e l asilo , v ía fábrica .En efecto, no cabe la menor duda de que la Revolución

Francesa de 1789 ha establecido un cierto número de proyec­tos relativos a la escuela (ya lo hemos visto al principio) so­bre esas bases ideológicas cuyo paradigma es el estudio «en­cargado» a Diderot y Grimm por Catalina de Rusia, y del que nos queda ese P la n p o u r u n e u n iv e r s i té escrito por Diderot. Ahora bien, desde el punto de vista práctico de una escolari- zación para todos, la obra de la Revolución de 1789 ha resul­tado de efectos nulos: filosofía de las lum breras y analfabetis­mo corren parejas en la Francia del siglo xvm . Así mismo, la organización napoleónica de la Universidad no significará, tal como se ha dado en decir, el inicio de algo, sino más bien el final de la enseñanza de tipo jcsuístico, el final y su coro­namiento, puesto que a la disciplina de los jesuítas, el dic­tador francés suma la disciplina militar. El hecho de que sea un final y no un inicio, lo indica bien a las claras el que la organización napoleónica se limite a las enseñanzas secunda­ria y superior. La escuela prim aria huelga que la busquen en este sistema, pues no la hallarán en él.

Entonces, esos hijos de pobres, esos pequeños campesinos desarraigados, expulsados de sus terruños junto con sus fa­milias, esos vagabundos que van a parar a las ciudades, ¿qué ha sido de ellos? ¿dónde se les ha metido?

No en la calle: ahí, existen demasiados peligros. Para ellos, y, sobre todo... para los demás, las gentes de bien (o con dinero).

Esos niños se hallan allí donde son recluidos todos los pobres sin trabajo y sin hogar de las ciudades, los «desvia­dos» de todo tipo, allí donde se recluye también a los «de­mentes» y esto desde hace más de un siglo: se les encierra en los hospitales generales, esos lugares adonde no se cura nin­guna enfermedad, porque no hay enfermos verdaderos, sino «enfermos sociales». Lugares cerrados, lugares tapiados, cen­tros disciplinarios, en los que se castiga y se trata con mano

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d u r a a a q u e llo s a los q u e no se p u e d e p ro p o rc io n a r t r a b a jo p o rq u e no h a y t r a b a jo p a ra e llo s .8 C u a n d o S ad e b u s c a rá m o ­d e lo s p a ra d e s c r ib ir los lu g a re s c e r ra d o s d e lo q u e él d en o ­m in a d e los « h o rro re s» , no te n d rá n in g u n a d if ic u lta d p a ra e n c o n tra r lo s : to d a s la s c iu d a d e s tie n en su h o sp ita l g e n e ra l, le b a s ta r á co n in v e r t i r la s ra z o n e s o fic ia le s d e ta l e n c ie rro , e s d e c ir , d e p o n e r la v e rd a d a l d e s n u d o .. . E n e so s lu g a re s , se tra b a ja . P ero , n o ta n to co n v is ta s a u n p ro v ech o . S e h ac e t r a ­b a ja r p a r a d a r u n a o c u p a c ió n a los re c lu id o s , p a ra r e h a b il i ta r ­lo s m o ra lm e n te . E n In g la te r ra , se lla m a a d ic h a in s t itu c ió n : W o rk H o u se ...

¡Ya s a ld rá n de l a s ilo -p ris ió n , esos h ijo s del in fo rtu n io !¡P o r s u p u e s to , p e ro p a ra e n t r a r en la fá b rica -p re s id io !El in ic io d e la e ra d e l m a q u m ism o a r r o ja a los h o m b re s

d e la fá b r ic a : p a ra ese t r a b a jo ig u a lm e n te s irv e n la s m u je re s y los n iñ o s . ¡E l e m p re s a r ia d o co d ic io so y d e s a lm a d o (p e ro , m u y r ig u ro s o e n c u a n to a c u e s tio n e s d e m o ra l id a d se re f ie re ) no va e n fo rm a a lg u n a a r e n u n c ia r a u n a m a n o de o b ra ta n fác il d e e x p lo ta r y d e su b y u g a r p a r a ir le a h a c e r escuelas! L os n iñ o s s e rá n , p u es , los p r im e ro s tr a b a ja d o r e s in m ig ra d o s d e la in d u s tr ia . L os h ijo s d e o b re ro s de p r in c ip io s d e l sig lo XIX son p ro d u c to re s : p o r ta n to , n o c a b e p e n s a r en fo rm a a lg u n a en la in s ta u ra c ió n d e la e sc u e la p r im a r ia p a ra to d o s , p u es , esos n iñ o s n o tie n e n tie m p o p a ra ello . P o r o t r a p a r te , a n te s d e la in su rre c c ió n o b r e r a d e 1830, p re v a le c e la te o r ía d e la f ra c c ió n a rc a ic a d e la b u rg u e s ía , los « v o lte rian o s» , te o r ía se ­g ú n la c u a l r e s u l ta p e lig ro so d a r in s tru c c ió n a l p u eb lo , p u es in s t ru i r a l p u e b lo v e n d r ía a s e r co m o p r o p o rc io n a r le a rm a s .

Y sin e m b a rg o , p re c is a m e n te , e sa a r m a de l s a b e r , la c lase o b r e r a t r a t a d e f o r já r s e la p o r s í m ism a . La n o e sco la riza c ió n d e los h ijo s d e o b re ro s tie n e p o r e fe c to e l d e fo m e n ta r su « c o n tra d ic to r ia » : e l p ro le ta r ia d o e m p iez a a in a u g u ra r su s p r i ­m e ra s b ib lio te c a s o b re ra s , su s p r im e ro s c u rs o s n o c tu rn o s , e m ­p ieza a d e s a r ro l la r u n a cultura autónoma, o b re ra , cu y o c o n ­te n id o e n t r a en to ta l c o n tra d ic c ió n co n las te o r ía s e x p u e s ta s p o r la b u rg u e s ía . E s q u e d ic h a c u l tu r a e s tá fu n d a m e n ta lm e n te v in c u la d a co n la e x p e r ie n c ia d e l t r a b a jo p ro d u c tiv o y c o n la de las p r im e ra s lu c h a s d e c lases . S e p u e d e a q u i la ta r d e e s ta su e r te , a p a r t i r d e 1830, co n u n a p o g e o en los a ñ o s 1860, el in ic io d e la c o n s titu c ió n e n I n g la te r ra y e n F ra n c ia d e u n a

« Víase Michel F o u c a u l t , Histoire de la Folie á l'üge classique, ca­pitulo «I.o g ra n d ren fe rm em ent* .

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»u ltu r a en la q u e la s h e c h u ra s d e o rg a n iz a c ió n o b re ra , la c a lif ic ac ió n m a n u a l, e tc . . . , o c u p a n u n lu g a r p re p o n d e ra n te . H as ta ta l e x tre m o q u e la p r im e ra re iv in d ic a c ió n e s c o la r d e lai la se o b re ra n o s e rá e n a b s o lu to la d e la o b lig a to r ie d a d d e e sc o la r id a d , lo q u e , m e d io s ig lo m á s ta rd e , se c o n v e r t irá en rs c u e la p r im a r ia , la ica , g r a tu i ta y o b lig a to r ia : e l m o v im ien to o b r e ro n o a n h e la la separación escolar. Lo q u e re iv in d ic a h a s ta los a ñ o s 1860, ta n to en I n g la te r ra co m o en F ra n c ia , es q u e se le d e je la p o s ib ilid a d d e hacer sus propias escuelas en i*l lu g a r m ism o d e t r a b a jo . « B a s ta co n c o n s u l ta r lo s l ib ro s d e R o b e rt O w en p a r a q u e d a r c o n v e n c id o q u e el s is te m a de fá ­b r ic a h a s id o el p r im e ro en h a c e r b r o ta r la e d u c a c ió n de l fu tu ro , e d u c a c ió n q u e lig a rá , p a ra to d o s los n iñ o s s itu a d o s p o r e n c im a d e u n a d e te rm in a d a e d a d , el t r a b a jo p ro d u c tiv o co n la in s tru c c ió n y la g im n a s ia , y e s to , n o ta n só lo co n m i­ra s a a c r e c e n ta r la p ro d u c c ió n soc ia l, s in o co m o s ie n d o e l ú n ic o s is te m a d e o b te n c ió n de h o m b re s c o m p le to s .» 9

P o r d e s c o n ta d o , e se d e s a r ro l lo d e u n a c u l tu r a o b r e r a a u ­tó n o m a r e s u l ta in s o p o r ta b le p a r a la b u rg u e s ía . E l a u to r iz a r la v e n d ría a s e r p a ra e lla co m o d e ja r c a e r en el o lv id o la lu c h a de c lases . P e ro , a e s te re s p e c to , n a d a es d e te m e r : la b u rg u e ­sía , e lla , n o o lv id a ja m á s la lu c h a d e c lase s . E sa c u l tu r a o b re ­ra , c o m o p r im e ra p ro v id e n c ia , la b u rg u e s ía h a r á c u a n to e s té en su m a n o p a ra d e s t ru i r la a tra v é s d e u n a re c u p e ra c ió n - tra n s fo rm a c ió n . Así e s c ó m o en F ra n c ia , e l q u e e s c o n s id e ra ­d o c o m o el m á s a fa m a d o soc ió logo , A u g u ste C o m te , lle g a rá h a s ta el e x tre m o de d a r u n a ta n d a d e c u r s o s a la s c la se s o b r e ­ra s : e s el «C ours d 'a s tro n o m ic p o p u la ire » , re s u m id o e n 1844 p o r el Traité philosophiqtte d’astronomie populaire. Sin e m ­b a rg o , esa la b o r d e re c u p e ra c ió n - tra n s fo rm a c ió n n o e s aú n , e v id e n te m e n te , m á s q u e m e ro bricolage, si se la c o m p a ra co n la la b o r d e d e s tru c c ió n d e la c u l tu ra o b re ra q u e lle v a rá a c a b o la e s c u e la p r im a r ia p a ra to d o s .

E n e s te s e n tid o , 1830 m a rc a u n h i to p o r p a r t id a d o b le : a q u é l en q u e la im p o s ic ió n v io le n ta p o r p a r te o b re ra h ac e o b lig a to r ia la id e a d e la e s c u e la p r im a r ia p a r a to d o s , a q u é l ta m b ié n en q u e la b u rg u e s ía e m p iez a a p re g u n ta rs e si n o d e b e c a m b ia r r a d ic a lm e n te d e tá c tic a , h a c e r t r iu n f a r en su s f ila s a los D id e ro t f re n te a los V o lta ire , y a p ro v e c h a rs e d e ta l c i rc u n s ta n c ia p a r a t r a t a r d e e l im in a r los e le m e n to s d e cul-

9. M a r x , El Capital, libro 1, tomo II, capítulo «El maqumismo y la gran industria» (pág. 172 de la edición francesa).

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tura autónoma dpi movimiento obrero. Al proceder de tal suerte, la labor de destrucción irá aún más lejos: cultura campesina, ideologías feministas, culturas minoritarias de Francia, todo estará por eliminar.

Dos hechos, clásicos y analizados repetidas veces por Marx, son dignos de ser resaltados aquí: 1. La capacidad de recu­peración en provecho propio de las luchas obreras por parte de la burguesía, que utiliza la exigencia obrera para trans­formarla, a la primera ocasión, en instrumento de opresión más sutil de la clase obrera y de los estratos populares. 2. La correlación, reconocida o no, entre los intereses de clase del proletariado y los del campesinado humilde, lo mismo que con ios intereses de las mujeres y de las «minorías» nacionales oprimidas: el intento de aniquilamiento de una cultura autó­noma obrera es, al propio tiempo, el de todas las demás cul­turas que no sean la dominante. Esa correlación, la burgue­sía la hacía y sigue haciéndola. En el otro campo, es harina de otro costal... Las contradicciones existentes en el seno del pueblo distan mucho de haber sido resueltas.

Sentado lo antedicho, en 1830, la situación no es aún de­masiado clara: de igual forma que, en el seno del parlamento francés legitimistas y orleanistas se enfrentan momentánea­mente, pero formando bloque común cuando los imperativos políticos así lo exigen, de igual forma, unidos entre sí, esos mismos monárquicos se oponen a los republicanos, formando nuevamente bloque cuando el orden, la familia y la propie­dad se ven amenazados; siempre de igual forma y en ese marco así definido, van a enfrentarse con respecto a la cues­tión escolar los paladines de la religión y los paladines del laicismo. Cada uno de esos grupos representando una frac­ción diferente de la burguesía y de sus intereses, pero cada uno de ellos íntimamente convencido de la necesidad de constituir un frente unido ante el enemigo común: ese sal­vaje que só denomina obrero (la asimilación lingüística obre­ro/salvaje perdura, pero ahora queda invertida).

Si se hace hincapié sobre esos extremos de la historia de las luchas ideológicas en Francia, es que la oposición religión/ laicismo, Iglesia/Estado, ha sido una de las armas principa­les de la burguesía en general para tratar, justam ente, de de­sarm ar ideológicamente al pueblo. Bien es verdad que a todo lo largo del siglo xrx e, inclusive, más adelante, la Iglesia ha sido el baluarte más eficaz de la fracción más reaccionaria .Ir la burguesía (y recíprocamente), pero no es menos cierto

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también que la lucha en busca del ejercicio del poder por parte de la o tra fracción, la anticlerical, no lo ha hecho cejar por ello en su explotación. Que sea de tipo clerical o laica, no por ello la explotación resulta más leve para el obrero. En cambio, esc número de duetistas tenía la virtud de dis­traer a la galería, y, sobre todo, de suscitar pareceres encon­trados en el campo del pueblo. Jules Ferry asumirá la orga­nización política de la cosa, y Émile Durkheim hará las veces de hombre de confianza de éste y contribuirá a elaborar la ideología de dicha política. Pues es realmente su vinculación con la escuela de Jules Ferry, la que nos puede perm itir sa­ber cuál es el amo al que sirve Durkheim cuando tantos años de su vida pasa enseñando pedagogía.

Se ha dioho: pareceres encontrados en el campo del pue­blo. Y, en efecto, el campesinado de Francia, en el transcurso del siglo xix, es de manera general más «religioso» que el pro­letariado; el Oeste bretón, el Macizo Central, el Oeste de los Pirineos y el País Vasco francés son más «religiosos» que el resto del país. De esta guisa, el obrero prácticamente se opon­drá al obrero librepensador, el campesino bretón al campe­sino del Languedoc, y, por encima de todo, la masa del cam­pesinado se opondrá a la masa del obrerismo...

Se ve perfectamente que la cuestión escolar, considerada estrictamente en este punto de vista (religioso/laico), aun cuando importante, no es capital; se puede apreciar tal cir­cunstancia con ocasión de la Comuna de 1871. Se puede per­catar uno de ello puesto que dicha cuestión desaparece para no reaparecer hasta 1875, una vez que los comuneros habían sido ametrallados, asesinados o enviados a cumplir condena a presidio.

Pero lo que sí demuestra la represión exacerbada de que fue objeto la Comuna de 1871, es también lo siguiente: que los republicanos laicos están en vías de imponerse a los monár­quicos creyentes. Y en efecto, si bien a partir de 1830 se im­puso al entendimiento de los pudientes que la lucha contra el proletariado no podía ser emprendida con las suficientes probabilidades de éxito más que al amparo del nombre y del emblema de la República, dado que, únicamente ese nombre y ese emblema podían engañar lo suficientemente a la peque­ña burguesía y el campesinado para que tanto la una como el otro se pasasen al campo de la burguesía, los propios re­publicanos no eran aún dominantes absolutos. Y tan poco dominantes son, que en 1830, Luis Felipe accede al trono, y.

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en lo q u e se r e f ie re a la en se ñ a n z a , la s leyes in s t itu y e n d o la e scu e la p a ra to d o s p e rm a n e c e rá n a ú n p o r e sp a c io d e c in c u e n ­ta a ñ o s b a jo u n m o d e lo d e leyes q u e fav o re c e n a la Ig le s ia . S e p u e d e d e c ir , s in te m o r a eq u iv o c a rse , q u e la p r im e ra m i­ta d de l s ig lo x ix v iene m a rc a d a e n F ra n c ia p o r la f u e r /a d e la R e p ú b lic a y la d e b ilid a d d e los re p u b lic a n o s .. .

H a b rá q u e e s p e r a r h a s ta la se g u n d a m ita d de l sig lo p a ra q u e R e p ú b lic a y re p u b lic a n o s , p a r a q u e e s a s d o s p ie z a s fu n ­d a m e n ta le s , v u e lv an a fo rm a r u n to d o in d iv is ib le .

E sa d o m in a c ió n h a b r á ex ig ido e se n c ia lm e n te d o s c o n d i­c io n es:

1. D esd e e l p u n to d e v is ta p o lít ico : q u e los re p u b lic a n o s d e m u e s tre n su c a p a c id a d —y lo h a rá n p r in c ip a lm e n te e n dos o ca s io n e s— 10 p a ra r e p r im ir los le v a n ta m ie n to s p o p u la re s , su f irm e p ro p ó s ito d e s e r en e m ig o s de l p u eb lo .

2. D esde e l p u n to d e v is ta ec o n ó m ic o : q u e la b u rg u e s ía in d u s tr ia l se im p o n g a a la f ra c c ió n la tifu n d is ta . E s el m ovi­m ie n to q u e , a p a r t i r d e 1850, se in ic ia co n la r á p id a in d u s t r ia ­lizac ión del N o rte y del E s te d e F ra n c ia .

E n to n c e s , e s cu a n d o to d o e s tá d is p u e s to p a r a p ro c e d e r en co n sec u en c ia .

E l 28 d e m a rz o d e 1880 se p ro m u lg a n los d e c re to s en c o n tra d e los je s u ita s , p ro m u lg a c ió n a la q u e se g u irá la de los d e c re to s d e la ic iza c ió n d e la e n señ a n za .

L a escu e la de la e sc la v itu d

E n e s ta o ca s ió n , los re p u b lic a n o s se im p o n e n , y ya no tie n en , co m o en 1830 y 1848, ú n ic a m e n te a la R e p ú b lic a co m o b a n d e ra . H a s ta e l e x tre m o d e q u e e sa a s a m b le a p a r la m e n ta ­r ia m o n á rq u ic a q u e h a to m a d o e l p o d e r en 1871, e s e lla q u ie n va a in s ta u r a r en 1875 e l rég im en re p u b lic a n o . E l v o cab lo se p o n d rá d e m o d a a lg u n o s a ñ o s m á s ta rd e , p e ro ya se h a in i­c iad o la g ra n « in c o rp o ra c ió n » ." In c o rp o ra c ió n q u e i r á a c e le ­rá n d o se en el t r a n s c u r s o d e los a ñ o s s ig u ie n te s : c o m p á re se

10. Esa demostración, la harán, como primera providencia, en 1848, cuando sofocan cruelmente «la más formidable insurrección [del pro­letariado parisiense] en el curso de la cual se libró la prim era gran batalla entre las dos clases en que se divide la sociedad moderna» (M ahx , Les hit tes de classes en France, 1848-1850, p á g . 65).

11. Henri G u i i a e m i n , S’ationalistcs et nationaux (1870-1940), «Collec­tion Idées», Gallimard Éditeur, París, 1974, pág. 18.

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a e s te re sp e c to , la c o m p o s ic ió n d e la s a s a m b le a s p a r la m e n ta ­r ia s d e 1875 y d e 1893: e n la p r im e ra , lo s m o n á rq u ic o s reg is­tra d o s son u n o s 500, a p ro x im a d a m e n te ; en la se g u n d a , y a no c o n fie sa n se r lo m á s q u e u n o s 60; [ex a m in an d o d e te n id a m e n te los n o m b re s , se p u e d e u n o p e r c a ta r d e q u e u n g ra n n ú m e ro d e e llo s son los m ism o s , q u e lo ú n ic o q u e h a c a m b ia d o e s la e t iq u e ta b a jo la cu a l e s tá n in sc rito s ! La lecc ió n d e T h ie rs h a s id o b ie n c o m p re n d id a .

T o d o e s tá , p o r ta n to , d isp u e s to p a ra la razzia d e los b e ­n efic io s y e l e n c la u s tr a m ie n to id e o ló g ico g e n e ra liz a d o d e l P u e­b lo : e l la ico J u le s F e r ry p u e d e p a s a r a o c u p a r el p ro sce n io .

¿Q u ié n e ra , p u es , ese Ju le s?P u es el h o m b re h a s id o re v e re n c ia d o . D u ra n te m u c h o

tie m p o . N o e x is te c iu d a d a lg u n a del h ex ág o n o q u e n o h ay a d a d o su n o m b re a u n a e s c u e la o a u n lic eo ... S in n in g ú n lu g a r a d u d a s , J u le s F e r ry e s e l h o m b re p o lít ic o de l s ig lo x ix m ás p re s e n te en la m e m o ria p o p u la r f ra n c e sa : e s la « g ran figu ra» q u e h a p e rm itid o el ac c e so a la in s tru c c ió n d e to d o s y q u e h a fa c ilita d o la p ro m o c ió n so c ia l d e la s c la se s « h u m ild es» .

S í, s í...¿Y s i e x a m in á se m o s la co sa d esd e m á s c e rc a ? ¿Q u ién es ,

Ju le s F e rry ?1. E s u n o d e los c u a tro Ju le s de l « G o b ie rn o d e D efensa

N ac io n al» en 1870, e s d e c ir , ta l co m o lo e x p re sa G u illem in , del G o b ie rn o d e D efen sa «S ocia l» , y, n a tu ra lm e n te , es «ver* sa ilta is» 12 a c é r r im o en e l m o m e n to de la C o m u n a d e 1871, q u e c o n tr ib u v ó en g ra n m a n e ra a p ro v o c a r.

2. E s el h o m b re d e la e sc u e la la ica p r im a r ia , g ra tu i ta , o b lig a to r ia .

3. F in a lm e n te , es e l h o m b re d e la co lo n iza c ió n , a qu ien el p u e b lo l la m a rá el « T onk inés» .

T re s ap o d o s : « F e rry -H a m b re » , « F e rry -P ru s ia n o » , y «Ferrv- T o n k in és» , lo s d o s p r im e ro s re la c io n a d o s con el « G o b ie rn o d e D efen sa N ac ional» , el te rc e ro co n e l G o b ie rn o d e la co lo n iza ­c ió n , p e ro n in g u n o co n la e sc u e la p r im a r ia , la ica , g r a tu i ta v o b lig a to r ia . ¿A caso se d e b e v e r en e so s a p o d o s , u n a se ñ a l, o c u a n d o m e n o s u n in d ic io , d e u n a a q u ie sc e n c ia p o p u la r? N os o c u p a re m o s d e e s te te m a m á s a d e la n te . E x a m in e m o s los dos p r im e ro s p u n to s : F e r ry e s u n o d e los c u a tro J u le s d e 1870:

12. Ar. del T. «Vcrsaillais*: nombre dado a las tropas gubernamen­tales que reconquistaron la ciudad de París, enfrentándose a la Comuna en 1881.

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Jules Simon, Jules Favre, ambos abogados al igual que Ferry (es la República de los abogados), y, finalmente, el dubitativo y melindroso general Jules Trochu, un general que se encoge de hombros ante lo que califica de «incurable chauvinismo de los parisienses» (se trata, por supuesto, del pueblo de Pa­rís, y los ejércitos prusianos de Bismark se hallan acampa­dos ante las puertas de la capital). Es él, Trochu, quien re­velará el íntimo convencimiento de ese «Gobierno de Defen­sa Nacional», o pretendidamente tal, cuando dirá: «Todo el problema del Gobierno de Defensa Nacional consistirá en ha­cer prevalecer, en contraposición con to s p a tr io ta s a los que yo llamaría lo s vo c in g le ro s d e la g u erra , el criterio de la u r­g encia d e la ca p itu la c ió n .» ,J ¡Un general, un Gobierno de D e­fe n sa N aciona l, que no aspiran más que a una solución: ¡la capitulación! En lo que se refiere al J u le s que nos ocupa, Ferry, éste se carcajea de la actitud belicosa del pueblo de París: un «estúpido engreimiento nacional» —opina él...Y esto, ¿por qué? Porque, ya lo hemos visto anteriormente, ese Gobierno de Defensa Nacional es, de decho, un gobierno de defensa social: así es cómo, en su declaración referente a esos años 1870-1871, el conde de Meffray explicará con la ma­yor tranquilidad del mundo que el gobierno de los Jules fue «un refugio frente a la múltiple y horrible tiranía de las cloa­cas de Belleville»...

Es fácil comprender que esos hombres amantes del orden, despreciados y arrojados por la Comuna, unirán sus esfuerzos bajo el estandarte de los «ve rsa illa is» al lado de Thiers.

Tercer punto: Ferry es el hombre de la colonización, el prim er hombre de Estado francés cuya política haya consis­tido en la mantenencia de la «paz social» a través de la ex­pansión colonialista (conquista de Tunicia y del Tonkin, inter­vención en Madagascar, en el Niger y aquí y allá por toda la geografía africana, ¡ to d o e llo en e l c o r to esp a c io d e tre s a ños!). Así pues, Ferry es el que concreta el pensamiento de Renán: «Un país que no coloniza está abocado irremediable­mente al socialismo» —decía Renán.14 «La paz social depende

13. T r o c h u , Sitio de Paris. Citado por G u il l e m in en Cette cunease Kiierre de 70, Gallimard Éditeur, París, 1956.

14. RnNAN, Réfortne intellectuelle ct morale, París, 1871 (repara aten­tamente en el año citado...). Hay traducción castellana: Reforma inte­lectual y moral en Francia, Edicions 62, Barcelona, 1972.

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directamente de una cuestión de salidas comerciales» tc- plica Ferry, abundando en el mismo sentido. Y esas salidas comerciales, las va a obtener recurriendo a la violencia más descarnada: «Caso de que las negociaciones se vayan al traste —arguye Ferry en marzo de 1884, refiriéndose a la resistencia malgache—, no debemos perm itir que ese p u e b lo o b s tin a d o saque la conclusión de que, desde lo alto de su nido de águila de Tananarive, puede desafiar impunemente la voluntad y las armas de Francia. Con respecto a Madagascar, no se puede seguir más que una sola política, jamás abdicaremos de n u e s ­tro s d e re c h o s .» ¿Cuáles son esos derechos? 1. El de expor­tación, el de las nuevas salidas comerciales —pues, a la «ra­cionalización» de ‘la producción y a su incremento, es decir, a una explotación siempre creciente del proletariado, que tiene como consecuencia un volumen de producción dema­siado importante para el mercado interior, a todo esto viene a sumarse el proteccionismo puesto en práctica por los Esta­dos Unidos y Alemania: la expansión colonialista será el medio de desarrollo industrial (y Ferry se siente muy compe­netrado con los capitostes de la industria pesada). 2. El de la inversión de capitales: ya no resulta rentable el invertir en Europa; por tanto, ¿qué hacer de los capitales excedentes? (y hay que tener en cuenta que Ferry es hermano de ban­quero). Los derechos del imperialismo, ésos son los derechos de los cuales habla Ferry. Y bien sabido es que el imperialis­mo es también y ante todo una p o títica in te r io r . Ferry ni tan siquiera se da él trabaio de camuflar ese imperialismo: así es cómo, con ocasión de una interpelación en la Asamblea Nacional acerca de su política en Tonkin, responde el tranquilamente: «Caballeros, existe un segundo punto, un se­gundo orden de ideas que debo igualmente abordar, lo m á s rá p id a m e n te p o sib le , estén ustedes seguros de ello: es la fa­ceta humanitaria y civilizadora de la cuestión. A este respec­to, el honorable M. Camille Pelletan se chancea mucho; con el humor y la agudeza que le caracterizan; se chancea, con­dena y arguye "¿Qué clase de civilización es esa que se im­pone a cañonazos? ¿Qué es, sino otra forma de barbarie? ¿Acaso esas poblaciones de razas inferiores no tienen los mismos derechos que podemos tener nosotros? ¿Acaso no son dueñas de sí mismas en sus propias tierras? ¿Acaso han soli­citado nuestra intervención en algún momento? Irrumpimos en sus hogares en contra de su voluntad, las doblegamos, pero no las civilizamos." Ésa es, caballeros, la tesis: no dudo ni

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por un momento en afirmar que esto no es política, ni siquie­ra historia; es m e ta fís ic a p o lít ic a [...]. Repito que ampara un derecho a las razas superiores, puesto que tienen un deber por cumplir. T ie n e n e l d e b e r d e c iv iliza r a las razas in fe r io ­r e s .» Y, en otro discurso, también pronunciado en la Asam­blea Nacional: *La p o lític a c o lo n ia lis ta e s e l d ere c h o d e las razas su p e r io re s pa ra co n las razas in fe r io re s , y también es el ejercicio de un deber. Él [el conde de Mun] decía con mu­cha razón que si tenemos el derecho de ir a estas tierras de barbarie, ¡es que tenemos la obligación de civilizar a sus ha­bitantes! ¡Pues bien! caballeros, yo estimo que el primer paso que debe dar la civilización impone a esas razas infe­riores que trata de elevar hasta su mismo nivel, es el de d ic ta r le s tra ta d o s , de inculcarles lo que significa el respeto a la palabra dada y jurada [jsic!], de obligarles a respetarla si es que no se atienen a ella.» Más claro, agua...

Abordemos ahora el tercer punto de esa política: el de la escuela. Ante todo, iniciémoslo con un interrogante: ¿acaso aquel que asesina (o manda asesinar) a los «salvajes» en Tu­nicia, en Madagascar, o en Tonkin, acaso aquel que ha ase­sinado a los obreros de París en 1871, puede ser, si no pro­gresista, al menos liberal con respecto a la cuestión escolar? El simple hecho de plantear la cuestión, es ya una contesta­ción en sí: de hecho, Ferry no se contradice, las leyes esco­lares son un elemento más de su línea política, esa línea política que sigue él desde siempre: la conservación, a cual­quier precio, de la «paz social» y de los privilegios de los «pudientes».

Lo cual supone y hace necesario ta m b ié n una dominación ideológica.

Ahora bien, hasta aquel entonces, eran los elementos cle­ricales quienes, de forma casi exclusivista, estaban encargados de esa tarea ideológica. Después de 1875, desgraciadamente, esto ya no»es factible: el clero ha ido demasiado lejos, está en gran medida desprestigiado. Incluso, en 1879, se tuvo que hacer de la M a rsellesa el himno nacional y del 14 de julio, un día de asueto retribuido. Todo lo cual no resulta demasia­do embarazoso para nuestro Jules: ¿acaso no es republica­no...? ¡y siempre y cuando todo esto no ataña a la propiedad privada...!

En cualquier caso, el problema no reviste gravedad: la burguesía del centro izquierda tiene a m ano el substitutivo Idóneo del cura: el maestro de escuela. Mejor aún: el macs-

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tro de escuela republicano, ese «afiliado laico a la Compañía de Jesús» (tal como lo denominará algo más adelante la publi­cación «blanquista» 15 «Ni Dieu ni Maitrc»), que tiene fe —el muy iluso— en lo que hace, que se convence a sí mismo de que sirve al pueblo, que «cree defender los derechos de la humanidad cuando, de hecho, no viene a ser más que el ins­trumento de la política burguesa» (Paul Nizan).

Pequeñoburgués (por el género de vida que lleva), pobre (de por la escasa retribución que percibe), pequeñoburgués con levita al que se le ha encomendado la ingrata labor de domar a los hijos de proletarios y de campesinos humildes. Apaleador de niños que se las da de educador...

Esas leyes escolares llegan en el momento oportuno: se ha visto ya que el año 1880 conoce el coronamiento de la Re­volución Francesa. También es esto verdad en el plano es­colar: los Convencionales aspiraban a la escuela sin distin­ción de clases; cuando las elecciones legislativas de 1881, di­cha aspiración ha salvado no pocos escollos: to d o s los pro­gramas electorales hablan acerca de la instrucción obligatoria, señal inequívoca de que la situación está «madura».

Está «madura» cuando menos en dos sentidos: a) en lo que respecta a las masas populares; /;) en lo que respecta al clero.

En prim er lugar, en lo concerniente a las masas popu­lares: en efecto, la opinión mayoritaria que priva en las filas del proletariado es la de que la escuela prim aria debe ser obligatoria para to d o s los niños; la reivindicación se hace patente de forma muy clara, cuando menos a partir de 1867. Todas las corporaciones se m uestran conformes en sacar re a lm e n te a los niños de las fábricas, habiéndose revelado la ley Guizot totalm ente inoperante a este respecto debido, pre­cisamente, a la falta de g ra tu id a d y d e o b lig a to r ie d a d esco­lares. Y, también, porque de tendencia clerical... Para ello, una razón evidente, la razón sentimental: la explotación de que son objeto los niños en las fábricas resulta intolerable;16 pero, también existe otra razón, económica ésta: el trabajo de los niños en fábricas, al igual que el de las mujeres o de

15. N. del T.i «Blanquista»: el autor se refiere a Louis Augusto- Blanqui (1805-1881), socialista revolucionario y autor de la máxima Ni Dieu tii Matt re.

16. Véase, por ejemplo, Norbcrt Truouin, Mémoires el aventures d'un prolétaire (1833-1887). Editions Gilíes Tautin, París, 1974.

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los prisioneros, quita posibilidades de trabajo a los hombres. Dicho en otras palabras, la reivindicación escolar está estre­chamente vinculada con una exigencia, la exigencia de la «tari­fa»; ésta, igualmente vinculada con la calificación: el defender la calificación, es defender el derecho a un salario justo. Así es cómo, por ejemplo, todos los informes de las delega­ciones obreras cuando la Exposición Universal de París de 1867, insisten a la vez sobre la calificación del trabajo y sobre la necesidad de la escuela obligatoria y gratuita: «El abara­tamiento del producto —aseguran los fundidores de cobre—, se obtiene a través de la reducción de los salarios», y ésta a su vez mediante la utilización de una mano de obra no cuali­ficada a la que los obreros denominan las «máquinas vivien­tes» o también los «obreros especialistas» —esta última de­nominación habiendo permanecido vigente, aun cuando lige­ramente modificada, para cualificar, hoy en día, a los obreros que trabajan en las cadenas de producción o de montaje. Es a partir de esa relación —muy clara a los ojos de los trabaja­dores de las postrimerías del siglo xrx— entre la reducción de los salarios, la descalificación del trabajo y la mecaniza­ción, que se formula la exigencia de escolaridad obligatoria, por una parte (con el fin de eliminar la competencia que deriva de la utilización de niños como mano de obra), la exigencia de la escuela prim aria gratuita, por o tra (para eli­minar a las «máquinas vivientes» y mantener la calificación), y, finalmente, la exigencia de la creación de escuelas profe­sionales (que tendrán, precisamente, como meta la de propor­cionar las bases de una calificación del trabajo). En la idea que guió la creación de esas escuelas profesionales aún re­suena el eco de aquella idea, de la que ya hablamos anterior­mente, acerca de una autonomía obrera: en efecto, los infor­mes precisan que esa enseñanza profesional deberá ser im­partida por los propios obreros y que el empresariado deberá ser obligado a enviar a esas escuelas a los aprendices, en vez de utilizarlos como mano de obra no cualificada.

Segunda razón que milita en pro de la instrucción prima­ria, gratuita, laica y obligatoria: las tiranteces en el seno de las fábricas, tal como ya lo hemos visto anteriormente, se han ido recrudeciendo; por otra parte, en 1877, Jules Guesde ha creado L'Egalité; en el curso del Congreso de Marsella, en 1879, los «guesdistas», colectivistas, han llevado las de ga­nar; finalmente, también en 1879, el Partido Obrero Francés (POF) del mismo Jules Guesde ha hecho su aparición. Por

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tanto, se ha revelado urgente para nuestro centro izquierda la creación de un contrafuego: «El peligro monárquico —aseve­rará Ferry en El Havre, en 1883—, está, hoy por hoy, del todo descartado, pero otro está presto a ocupar su lugar y tenemos que prepararnos a hacerle frente»; esc otro peligro, queda bien claro que son los Rojos, los «partidarios de la repartición». Y el contrafuego consistirá, ante todo, en la ins­tauración de la escuela laica, gratuita y obligatoria: con ella, quedará aparentemente satisfecha la aspiración popular, al satisfacer la gratuidad y la obligatoriedad escolares la aspi­ración en lo que a los niños se refiere (y de su eventual com­petencia para ocupar puestos de trabajo), al señalar la laici­dad un blanco y el enemigo... Con la escuela laica, gratuita y obligatoria se verá satisfecha también esa necesidad, ahora perentoria, de la República: la necesidad de proveerse de una institución de «ideologización» de masas tan eficaz como lo pudo ser la de la Iglesia medieval. Necesidad tanto más evidente que la Iglesia ha apostado —porque tal era su in­terés en el pasado y también en el presente— por el caballo perdedor: el caballo monárquico. Por tanto, se puede decir que la ofensiva laica, el antijesuitismo de Ferry no constitu­yen más que su reacción (y la de su clase social o, cuando menos, la que él representa, por supuesto) ante la aparición del marxismo organizado en Francia con la creación del POF. Forma cómoda de labrarse una popularidad sin ceder un ápice en lo que respecta a los puntos esenciales, es decir, la propiedad y el poder. O m ejor dicho, recuperando el terreno perdido, esta vez en lo tocante al poder ideológico. jAsí es cómo consigue uno ir ganando galones republicanos, con un mínimo de riesgo!

Más arriba, nos preguntábamos el motivo por el cual el pueblo no había atribuido a nuestro Jules un apodo que le relacionase con la escuela: es que la operación de seducción, con un mínimo de riesgo, ha dado los frutos apetecidos. Los «partidarios de la repartición» querían la escuela primaria, gratuita y obligatoria, ¡y la han conseguido! ¡No saben aún lo que en ella a sus hijos les espera! Los «partidarios de la re­partición» querían la escuela laica, ¡y la han obtenidol y, por añadidura, el anticlericalismo. Desde el punto de vista de Ferry, el resultado es óptimo: mientras los obreros sigan vociferando «¡Abajo los curas!», ¡ni se fijarán, ni se mete­rán con el peculio de los acaudalados burgueses! Pues, de he­cho, el pueblo está completamente de acuerdo con esas ma-

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infestaciones anticlericales. No puede estar más de acuerdo con ellas. Y tiene toda la razón para ello.17

Tiene razón, pues la vinculación entre el clero y la frac­ción más reaccionaria de la clase en el poder, es notoria. (Hasta tal extremo lo es, que va a ser de gran utilidad a nues­tro Jules! El clero abomina de la República. ¿Qué más se puede pedir? ¡Abajo los curas, enemigos de la República! La situación ya está «madura» en lo que respecta al clero...

De igual forma que lo estará unos veinte años más tarde, con ocasión del caso Dreyfus, cuando nuevamente y por la misma razón, las sotanas apostarán por el caballo perdedor: se m ostrarán «antidreyfusistas» y antisemitas. Nueva tabla de salvación para nuestros republicanos —esta vez, serán los ra ­dicales—58 que aprovecharán esa maniobra en falso del clero para que no se demore por más tiempo la separación de la Iglesia y del Estado, ley que fue votada en 1905, es decir, el mismo año en que Durkheim pronunciaba esa lección de apertura de curso «La evolución y el papel de la enseñanza secundaria en Francia», que es la última de las conferencias que figuran en esta obra.

Así pues, la postura del clero se había tom ado del todo insoportable. No tan sólo de cara al proletariado, sino tam ­bién de cara a los republicanos a cuyos ojos pecaba sobre todo de torpeza. Las publicaciones satíricas pusieron el dedo en la llaga y llevaron a cabo una campaña anticlerical brutal, sin matización alguna. Por ejemplo, en ningún momento los dibujante de «L'Assiette au Beurre», la más mordaz sin duda alguna de esas publicaciones, se plantean interrogantes acer­ca de la licitud de la lucha entablada en contra de la Igle­sia. Muy al contrario, cargan las tintas. Evidentemente, esto significa que el público está de su parte y que no le sorpren­de en lo más mínimo ese estallido de violencia en contra de las sotanas. En 1900, tan sólo una minoría alcanza a vislum­brar, tras la cuestión religiosa, la cuestión social; tras, o, más bien, vinculada a ella. Las masas populares, ellas, se entregan de lleno al odio hacia los representantes del clero. ¡Cuán le­jos nos hallamos del ecumenismo sin fronteras contempo­ráneo! (mediante el cual, hoy en día, el papa no tiene reparos

17. Sobre todo lo dicho, véase Mona O z o u f , L'école, l ’église et la ripubllque, 1871-1914, «colletion Kiosque*, Armand Colín Éditeur, París, 1963, pp. 84-S9.

18. Acerca de todo esto, referirse a H. G u il l e m in , op. cit.

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en manifestarse abiertamente en contra de la contraconcep­ción, y el obispo de París en contra de la práctica del aborto, abundando en el mismo sentido que la fracción más reaccio­naria de la burguesía, de la profesión médica y demás...; el lector, así lo suponemos, habrá comprendido que no se trata aquí del creyente, sino de la institución clerical).19 En cierta manera, el caso Dreyfus es, desde este punto de vista, la re­petición del caso de la escuela laica: el clero francés de aque­lla época no puede variar de criterio, sus conveniencias se lo impiden. De ahí, el odio popular. Hasta tal extremo se lo impiden, que el clero hace oídos sordos a la homilía acerca de la generalidad que le dirige el propio papa. En efecto, León XIII ha hecho saber con toda claridad a los republica­nos que esiaba de su parte; el mismísimo León XIII, que ha comprendido que el poder de las gentes de. bien (con bienes) pasa ahora a través de las instituciones republicanas: inicial- mente, en 1884, es decir, inmediatamente después de la pro­mulgación de las leyes escolares y en el preciso momento.en que fueron votadas las leyes coloniales, aprovechando la bue­na acogida dispensada a las anteriores, ¡no titubea en aportar su apoyo moral a Ferry a través de ese mensaje desconcer­tante para el clero francés: «Nobilísima Gallorum Gens» (No­bilísimo pueblo francés)! En 1890, a todas luces incorregible, el papa reincide en su postura autorizando —cuando menos por su falta de oposición a ello— al cardenal Lavigerie a pro­nunciar su homilía de Argel en la que el cardenal solicita de los católicos franceses «una adhesión sin reticencia men­tal alguna a la forma de gobierno establecida», es decir, a la República. Finalmente, en 1891, es esa obra m aestra de pa- temalismo hipocritón para uso exclusivo del empresariado, y modelo de fingimiento: la encíclica Rerum Novarum. No será, pues, por falta de advertencias procedentes desde el más alto nivel, que el clero francés se comportará con tanta torpeza. Ahora bien, ¿cómo actuar de form a diferente cuando no se es más que un pobre cura pueblerino y la vida eco­nómica de uno, al propio tiempo que la influencia que se pueda tener, dependen tan directamente del cacique local? El cura de pueblo, es decir, el cura por excelencia, no puede sentirse aludido en esa homilía papal. Se siente tanto menos aludido cuanto que aquellos mismos que orquestan la ofensiva

19. Elisabeth y Michcl D i x m i e r , L ’Assiette au Beurre, Maspéro Édi­teur, París, 1974.

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son sus aliados de la víspera; y de mañana: en el período que abarca los años de los última década del siglo XIX, ante la agitación obrera en las fábricas (Decazeville, Anzin), Francis- que Sarcey, hombre dotado de una privilegiada mente libre, pero, sin embargo, hombre de orden, escribe en una carta abierta a un eclesiástico: «En esta hora el enemigo es el co­lectivismo y yo creo, señor cura, que lo combatiremos codo con codo» (1896). ¡Cómo va a ser posible que los curas de pueblo, los curas por excelencia lleguen a interpretar ese galimatías! De ahí su lucha tan irrisoria como encarnizada. Hasta el extremo de que el muy moderado «Journal des Dé- bats» se perm itirá escribir: «Se ha hecho de Dios un persona­je político; ocupa un asiento a la derecha.» Si se presta oídos a los discursos del clero, no cabe duda de que la cosa resulta efectivamente diáfana: «La Revolución representa el mal —asegura «L’Univers» (28 de mayo de 1880)—, e incluso cuan­do emprende algo que reviste la apariencia del bien, si se bus­ca bien a fondo, siempre se halla en éste el mal, dado que, a fin de cuentas, sigue la instigación que le proviene del enemi­go del género humano. Por tanto, la instrucción absolutamen­te gratuita, es decir, pagada por todo el mundo, tal como pro­yectan establecerla los mamelucos de la República, es des­tructora de la autoridad familiar, no responde ya a un anhe­lo popular y resulta perjudicial para el verdadero progreso de la enseñanza. Sí, la formación de la mente y del corazón del niño, su "educación*, ese vocablo del que tan sólo la religión y la familia conocen el sentido —que pasará siempre desa­percibido a los ojos de los maestros de escuela estatales— constituye el deber primordial de la familia [...] . El niño, por su parte, sacará provecho de la enseñanza recibida en la es­cuela, o no sacará provecho alguno. Si no saca provecho, poca trascendencia tendrá a los ojos de sus padres, puesto que no les cuesta nada. Si saca provecho de esas enseñanzas, si adquiere conocimientos que le alzan, po r ejemplo, por en­cima de su condición, ¿a quién quedará reconocido el niño? ¿A sus padres? Por descontado que no. ¿Al maestro de escue­la? ¡Pero, si sabe perfectamente que el maestro de escuela está pagado por la sociedad y que se limita a ejercer un oficio! ¿Al Estado? Sería lo nunca visto... Por tanto, en el fondo, el niño no sentirá agradecimiento hacia nadie por la instrucción que le ha sido impartida, y hacia su familia me­nos aún que hacia cualquier otra persona o estamento. El egoísmo sustituirá a la gratitud.»

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Más diáfano aún «Le Triboulet» del 7 de septiembre de 1879: «Helos aquí de regreso, los pobrecitos desgraciados [refirién­dose a la amnistía parcial otorgada a los comuneros depor­tados a Nueva Caledonia]. Han desembarcado en Port-Ven- dres, y la crema y nata del partido radical parisino ha ido a su encuentro [...]. Al ver a esa muchedumbre descreída y sin fe que iba a recibir a una muchedumbre a la que las enseñanzas del arroyo y del laicismo han hecho empuñar las armas, se preguntaba uno por qué éstos habían permanecido impunes y aquellos otros habían sido deportados. En cam­bio, lo que sí comprende uno sin plantearse interrogantes, es el odio que puede provocar una Iglesia de este tipo... ¡Tam­bién se comprende que Jules Ferry juega con ventaja, y que poco le cuesta hacerse pasar por progresista! ¡Y sentar las bases de su política escolarl

Examinemos ahora lo que aportan esas leyes escolares a la panorámica ideológica de Francia. ¿Qué es lo que conviene enseñar a Los hijos de pobres? La obediencia a las leyes, el respeto de las jerarquías, el trabajo sumiso. Uno de los más allegados secuaces de Ferry, el inspector general Pécaut, pro­clamará con toda crudeza que los maestros de escuela deben inculcar la idea de «temperancia, sobriedad, economía austera, privación a ultranza de todo tipo de comodidades y de pla­ceres».

Y, Ernest Lavisse: «El orden, el ahorro, el trabajo, eso es lo que debe reverenciar el obrero; por esc camino logra uno elevarse, no de golpe, por supuesto. Mi padre nada tenía; yo, algo tengo; mis hijos, si actúan como yo, conseguirán du­plicar el dinero que yo les dejé, y mis nietos serán unos se­ñores.» Si Fallcux prometía el paraíso en el Cielo, la escuela de Ferry, más m oderna y más práctica, lo propone en la tierra, y es el paraíso burgués del individualismo egoísta. Ahora bien, ¡mucho ojo!: no para todos; no todos serán sal­vados. No tendrán acceso al paraíso burgués m ás que aqué­llos que sabrán comportarse de forma juiciosa y pacífica. Sumisos y pacientes por espacio de varias generaciones, en­tonces, quizá... sus nietos...

Las leyes Ferry son, a este punto de vista, la materializa­ción m ás cercana del positivismo, de ese positivismo que nos habla de las «ciegas reivindicaciones», de las «reivindica­ciones anárquicas de las clases inferiores», que demuestra a través de la «estática social» que existe una jerarquía social funcionalmente indispensable (véase el modelo del organismo

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social, y, más generalmente, el modelo del organismo, para analizar las formas sociales vigentes en la obra de Auguste Comte). El camino de ida que lleva de la sociología a la polí­tica queda cubierto de esta suerte; el de regreso será obra de Durkheim. Camino de ida de la sociología a la política, en efecto, si, tal como hemos empezado a vislumbrarlo anterior­mente, la sociología nace en su condición de una de las herra­mientas de fabricación de la ideología, de la que la burguesía industrial está necesitada. Queda mayormente patente entre los discípulos de Com te —los discípulos son siempre más diá­fanos que el m aestro...—, por ejemplo en uno de los amigos de juventud de Ferry: Edgar Quinet: «La Iglesia católica —dice éste en L 'e n s e ig n e m e n t d e p e u p le (1850)— era el alma de la sociedad monárquica; el descenso de las creencias reli­giosas exige im p e r io sa m e n te , a falta de una nueva religión, la neutralización del clero y el desarrollo a través de la en­señanza de un nuevo idealismo, científico y laico.» Lo que pre­supone una teoría sobre este particular: la sociología provee­rá a ello. La idea que se oculta tras esos elocuentes discursos resulta diáfana: de igual forma que, en otros tiempos, la religión constituyó el basamento social, de igual forma, hoy en día, lo constituye la escuela; la escuela tiene por objetivo principal el de crear la unidad nacional francesa, lo que la conduce a tener que enfrentarse con dos enemigos primor­diales: por una parte, el proletariado; por otra, las naciona­lidades oprimidas dentro del hexágono, aquéllos que se de­signan a sí mismos, hoy en día, bajo el nombre de «coloniza­dos del interior». La unidad de la educación es concebida de esta suerte como piedra angular de la unidad nacional. Ejem­plo: el D iet ion n a ire d e Pédagogie de Ferdinand Buisson, di­rector de la enseñanza prim aria, miembro del estado mayor de Jules Ferry, Artículo Ferry: se puede leer en éste que «nuestro» Jules veía, en lo que Buisson denomina muy en se­rio la igualdad de educación, el medio de suprim ir los gér­menes de las discordias sociales y, muy especialmente, la lucha de clases. Es en ello, tal como se lia visto ya anteriormen­te, que se debe ir a buscar la razón del anticlericalismo repu­blicano. Por demás, lo dice él mismo, nuestro Jules, con oca­sión de su discurso de Epinal en abril de 1879: ¿Por qué es­tamos en contra de las escuelas de los jesuítas? ¡Porque no tardarían en hacer su aparición para oponerse a ellas, escue­las rojas, pardiez! La burguesa republicana no olvida que los obreros querían tener sus p ro p ia s escuelas: «¡No, seño­

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res —exclama Jules Ferry en Epinal—, de una Francia así hecha, así deshecha para expresarme con mayor propiedad, no queremos saber nada! ¡No, a despecho de lo que puedan argumentar los sofistas de la libertad a ultranza que nos abruman con sus desdenes, no, el remedio que consiste en oponer a las artim añas de la Internacional negra, las de la Internacional roja, ese remedio no es tal remedio: sería el fin de Francia [¿de cuál? la del dinero, por descontado] y esto no es lo que buscamos. Diez años más de ese dejarse llevar por la corriente, de esa ceguera, y verán ustedes cómo todo ese hermoso sistema de libertades de enseñanza que tanto se preconiza, quedará coronado por una última libertad: la libertad de la guerra civil.» Reincide, Jules Ferry, en junio de 1879, en la Cámara de Diputados: «Por una parte, tendremos el instituto de los jesuítas para uso y disfrute de los amigos del Antiguo Régimen, pero no nos tendremos que extrañar de ver surgir, por otra, en París o en algunas grandes ciu­dades, otras escuelas, escu e la s p ro fe s io n a le s , q u izá s , o e scu e ­las d e a p re n d iza je , en las cuales los vencidos de nuestras úl­timas discordias [delicado eufemismo] tendrán el pleno de­recho de hacer instruir a sus propios hijos no amoldándose a un ideal que se remonta más allá de 1789, sino ciñéndose a un ideal tomado de tiempos más modernos, por ejemplo de esa época violenta y s in ie s tr a que va desde el 18 de marzo hasta el 24 de mayo de 1871» (la Comuna). Otra intervención de «nuestro héroe»: Se trata de «hacer am ar la República. Sin embargo, la política en contra de la cual deseo poneros en guardia es la que yo denomino la p o lít ic a m il i ta n te y co ­tid ia n a ». A buen entendedor, con media palabra basta: la escuela debe permanecer en el estricto marco de la palabra del poder, siendo «la política militante y cotidiana», el lector lo habrá comprendido perfectamente, la política de los rojos y la palabra del pueblo. Además, cuando la orden vaya ba­jando la escala jerárquica, se tornará aún más clara —como siempre, bien sabidos son los resultados de esos «descensos de orden» en la jerarquía militar. Extravagantes y terroristas: así es como, de manera plúmbea, el inspector de academia Beurier prodiga, hacia 1881-1882, los consejos siguientes a los maestros q u e e s tá n b a jo su d ire cc ió n , lo que equivale a de­cir que dichos consejos vienen a ser órdenes: «¡Qué sinnú­mero de sugestiones y de sofismas a los que están expuestos los obreros y que pueden hacerles creer que el hombre tan sólo tiene necesidades por satisfacer, derechos por reivindicar

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y ningún deber por cumplir [...]. Se debe también poner en guardia a nuestros alumnos, hijos de obreros, contra las teo­rías igualitarias que a menudo rondan como fantasmas [sic] por los talleres. Suscitan no poco alboroto y la cuestión de la propiedad sigue siendo una de las más complejas y de las más discutidas [...]. Sin que necesiten ustedes ser agudos teo­rizantes, les será fácil d e m o s tr a r a sus alumnos: 1. L a im p o ­s ib ilid a d d e re p a r tir lo s b ie n es e n tr e to d o s y d e d a r a cada u n o en p ro p o rc ió n a su s fu e r za s y a su s m é r ito s . 2. La nece­sidad de proporcionar al trabajo la estabilidad del capital creado por aquél. Significa quitar al trabajo su más podero­so incentivo el admitir la desaparición de la propiedad con el trabajador [...]. Respeto a la persona, respeto a la pro­piedad, respeto a la ley, éstos son los tres principios funda­mentales que se deben grabar con caracteres indelebles en las conciencias y en los corazones de nuestros alumnos.» Con tor­peza de mastodonte, Beurier se va de la lengua... Admire­mos, en cambio, la forma en que su superior jerárquico, Fé­lix Cadet, inspector general de la Instrucción Primaria, otro hombre de orden dice lo mismo, pero con mayor sutileza: «El trabajo y el capital son hermanos —expone ese hombre respetable—, y en forma alguna hermanos enemistados; el capital representa el trabajo de ayer que hace posible y fruc­tífero el trabajo de hoy y de mañana» («Revue Pédagogique», mayo de 1880). Sin embargo, todo ello no sería quizá suficien­te en lo que a la edificación moral de los obreros se refiere. Entonces, puesto que el proletariado parisiense se mostró tan patriota en 1870-1871 —no poco se debieron mofar de esc patriotismo el Jules en cuestión junto con sus compinches del gobierno de la defensa social— también en esta ocasión se les va a echar un hueso a los obreros, aprovechando ese civismo suyo.

Para distraer al pueblo de la lucha de clases, nada me­jo r que la bandera. Tema éste acerca del cual los educa­dores se las ingenian fabricando obras maestras, una tras otra. Hacen gala de una imaginación desbordante. E inspira­da. He aquí, por ejemplo, una muestra de patriotismo sacada de «La Tribune des Instituteurs et des Institutrices» de febre­ro de 1884: «Nosotros todos, educadores franceses, sabemos aprovechar todas y cada una de las ocasiones que se nos pre­sentan para inspirar a nuestros alumnos un ardiente amor para con la patria y "la idea h u m a n ita r ia ” en lo q u e d e m u y exagerado tie n e [sic] nunca ha encontrado entre nosotros a

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apóstoles. Cuando impartimos nuestras lecciones de geogra­fía, jam ás olvidamos recalcar al niño cuán incomparablemen­te hermosa, rica y fértil es nuestra Francia; sabemos poner de relieve la magnífica situación geográfica de que disfruta, hacer resaltar su riqueza industrial y cantar las loas de su gloria científica y artística. El hacer patriotas sinceros, ta m ­b ién e s é s ta n u e s tra m e ta cuando enseñamos la historia de Francia. El hacer buenos ciudadanos, éste es nuestro ideal cuando impartimos la enseñanza cívica. Hasta nuestra propia lengua, lengua armoniosa, dulce y clara entre todas, se alia a nosotros para proclamar al joven francés: Siéntete orgu­lloso de Francia y ámala por encima de todo. En cuanto a nuestras posaderas, son evidentemente las más rosadas de la tierra.» 23 Puesto que recurriendo nuevamente al fantasma de los jesuítas, todo ha salido tan bien (bien es de recono­cer que los jesuítas se han mostrado a la altura de su come­tido: «Nerón», «Satanás», «Anticristo», éstos son los cariño­sos apelativos que han endosado a nuestro Jules [cuando, en esta ocasión, el pueblo callaba]), se vuelve a echar mano, por tanto, de lo mismo: escuela sin calor religioso, sin generosi­dad social, esa «escuela sin Dios» resulta más bien tristona, algo vacía. Y el últim o de los Jules aborrece el vacío: éste es el motivo po r el cual se enseñará en esta escuela «la re­ligión de la patria» —a nuestro Jules, capitulante vergonzoso de 1870-71, ¡no le falta tupé! El maestro deberá «recordar a los niños las glorias pasadas de nuestro país, rememorar­les los héroes legendarios, entusiasmarles con el relato de in­numerables actos de devoción a la patria y al deber que figuran en nuestros anales, enterneciéndoles e indignándoles contándoles y explicándoles nuestros avatares». Es otro ami­go del orden, Paul Bert, que habla de esta suerte. Ya hemos visto que los educadores no se hacen el sordo y que se dan buena maña para ensalzar a la patria. Los escolares tendrán, pues, la vista atenta y vigilante sobre «la línea azulada de los Vosgos». El sueño por el que tanto suspiraba Gambetta en 1872, ha quedado realizado: «La instrucción debe recor­darle [al escolar], a n te todo , que existe un ente moral al que todo lo debe entregar, sacrificar, tanto su vida como su futu­ro y su familia, y que ese ente, es Francia.» En cuanto al perro de presa de servicio, el filósofo Gaston Boutroux, éste

20. Esta cita (excepción hecha de su últim a frase), así como la del inefable Bourier han sido sacadas d e Mona O z o u f , op. cit.

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constata con alivio que todos los manuales de educación moral han roto con las doctrinas «corruptivas» de la fraterni­dad de los pueblos. ¡Textual, el «corruptivas»! Se sobreentien­de: «Nosotros, los educadores, no somos filósofos para diser­tar acerca del tiempo, la raza y el ámbito social. Cuando se nos dice: la moral, interpretam os la moral común a todos los pueblos civilizados [...] y sobre la que estamos todos de acuerdo [¿quiénes son, esos todos?]. Es la moral de nuestros padres y de nuestras madres, que empieza, para el chiquillo, en dejarse lavar la cara, en no mentir, en querer a quien le ama y que lleva al niño cogido de la mano, de lo banal a lo sublime, hasta enseñar al adolescente o al joven que d eb e s u v id a a la pa tria . Ley que no consta escrita en parte alguna, pero que, sin embargo, nadie ignora.»21 Todas las bases están sentadas para que Ferry, a partir de 1882, cree con Paul Bert, los «batallones escolares», en los que los niños, ya desde la escuela prim aria, se prepararán para el servicio armado. En el mismo año de su creación, 1882, ¡incluso participarán en las fiestas del 14 de julio y desfilarán jun to al ejército! E r­nest Lavisse puede ahora publicar la «nueva historia santa» (la fórmula es de Guillemin), es decir, su H Ís to ire d e F rance, que acaba como sigue: «Para recuperar de Alemania lo que ésta nos ha usurpado (Alsacia y Lorena), debemos ser buenos ciudadanos [es decir: que no hacen huelga] v buenos solda­dos. E s pa ra q u e os c o n v ir tá is e n b u e n o s so ld a d o s q u e v u e s ­tro s m a e s tr o s o s en se ñ a n la h is to r ia d e F rancia .» Y, para ello, es lógico que esa historia de Francia sea chauvinista —ya hemos visto más arriba hasta qué punto— y aburguesada: ¡que los nacionalistas oprimidos no traten de encontrarse en ella, no están!; ¡que los obreros tampoco traten de encon­trarse en ella, no están!, si no es aquí y allá bajo la consabida form a y norma caricaturesca del «buen obrero». Pero Lavis­se, a pesar de todos sus esfuerzos, se verá superado: L e T o u r d r F rance p a r d e u x e n fa n ts , libro de lectura destinado a los alumnos de las escuelas primarias, ¡había alcanzado su 209a. edición en 1891 (la prim era edición apareció en 1877)! Los «autores» imaginarán el «momio»... El vivaracho Boutroux, filósofo —lacayo del poder, «ese cura frustrado» (Nizan)— no podía, evidentemente, dejar pasar la ocasión de cantar sus

21. Éstas son las palabras que pone en boca de los educadores «Lo XXiéme sléclc», del 7 de julio de 1881. Citado por Mona Ozouf, op. cit.

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^alabanzas; tras lo cual, Parodi, hombre de orden, filósofo uni­versitario al igual que Boutroux, se atreverá a decir: «Ya no tenemos una doctrina oficial, y nadie, imagino yo, lo siente» (en L a P h ilo so p h ic c o n te m p o ra in e en F ra n ce , 1907): no hay nadie, por supuesto, que se vanagloríe de llevar a cabo una labor policial. He aquí lo que opina Boutroux acerca de esc T o u r d e F ra n ce p a r d e u x e n fa n ts (en «Rcvuc Pédagogique» de abril de 1883): «Este libro, llamado L e T o u r d e F ra n ce p a r d e u x e n fa n ts , constituye una lección de patriotismo desde la primera hasta la última línea; en él, G. Bruno, su autor, pa­sea al lector por todas las regiones francesas, explicándole tanto sus recursos como sus glorias pasadas. Y es una lección dada según el m é to d o m á s e ficaz, el cual, en vez de hacer des­filar ante los ojos del niño ideas abstractas que no logran captar su atención (y éste es el motivo po r el cual la pedago­gía se tornará tan importante, así como, hoy en día, las cien­cias de la educación), le retiene al suelo mismo y a la esen­cia viva del país a través de m illa r e s d e a ta d u ra s in v is ib le s y ta n to m á s fu e r te s p o r e l lo : de tal guisa que al verse incor­porado a su patria de cualquier forma que sea, el hombre se siente sorprendido en su fuero interno, cuando se apela a su patriotismo, del impulso irresistible del sentimiento que, s in ca s i so sp e c h a r lo él, se ha desarrollado en su interior.» ¡No tiene desperdicio, ese «sin casi sospecharlo él»: viene a ser como el reconocimiento de los propósitos que guían el pro­yecto escolar de la Tercera República.

Ahora bien, existen otras muchas razones c intereses para erigir una escuela prim aria, laica, gratuita y obligatoria. Por ejemplo, razones económicas: el proporcionar a la industria y a la agricultura una mano de obra más a d a p ta d a , más cua­lificada, «es de la escuela prim aria que salen los futuros ciu­dadanos, los futuros artífices de la prosperidad nacional, los futuros campeones de Francia en las luchas de todo tipo, tanto en el campo económico como en los campos de bata­lla fronterizos» («L'Instituteur», octubre de 1886). Y asimismo, esta vez en la «Revue Pédagogique» de febrero de 1883: «¡Cuán­tas ideas estrambóticas, cuántos prejuicios que se enseñorean aún de nuestras campiñas, y que tan nocivos son para todo progreso, especialmente para los de la agricultura, desapare­cerían si las demostraciones experimentales de las leyes fun­damentales del mundo físico y de sus aplicaciones más inme­diatas, fuesen ofrecidas a las jóvenes generaciones y, en par­ticular, a los adultos que asisten a las escuelas nocturnas!

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Cuando el agricultor quede convencido de que despilfarra sus abonos, de que tiene al alcance de su mano una fuente inago­table de riquezas de la que no sabe sacar provecho [dicho en otras palabras, el agricultor no entiende ni gorda de su pro­pio trabajo: que es un tonto del culo], su profesión se torna­rá rápidamente más lucrativa y, probablemente entonces, no faltarán tantos brazos en la agricultura.» Por lo que respecta a las fábricas, es de una mano de obra con una cierta cali­ficación técnica (y que sepa leer, contar, e, incluso escribir) de la que está necesitada parte de la industria del momento: es evidente que la calificación técnica otorgada quedará siem­pre «al margen», de tal forma que, aun cuando calificado, el joven obrero no será pagado según su calificación (de la misma forma en que hoy en día, los colegios técnicos impar­ten formación a obreros de la relojería en regiones donde di­cha industria no existe, pero en la cual, en cambio, sí existe una industria electrónica: la precisión de manipulación del relojero sirve igualmente para los transistores, pero el salario sigue siendo el del OS [obrero especializado, lo que significa n o cualificado], puesto que la calificación no corresponde a la de la electrónica). ¡Calificación de la mano de obra, sí, pero salario de obrero cualificado, no! Esa lucha empezada con la aparición de la mecanización (pero cuyo resorte es la di­visión del trabajo y no la máquina), esa lucha ha producido también sus efectos sobre el sistema escolar de enseñanza técnica: la burguesía hace caso omiso, pura y simplemente, de la solicitud obrera de calificación, otorgando, en efecto, una calificación, pero *al m a rg e n ».

Finalmente, si la escuela debe proporcionar una califica­ción, ésta debe ser también una calificación para el ejercicio de la autoridad: si la burguesía republicana crea la escuela, también es porque ella está necesitada de ésta para los pe­queños mandos administrativos. Especialmente, en el caso de la colonización. Pequeños burócratas destinados a hacer sudar al árabe. Para esto, es necesario que esa gente sepa hablar, leer y escribir el francés. Para las nacionalidades opri­midas del hexágono, se pone entonces en marcha una máqui­na inexorable dedicada a laminar su idioma, a robar su his­toria y su cultura a través y por la escuela. Surge al propio tiempo el desprecio del blanco hacia el individuo colonizado. Desprecio tanto más irrisorio, pero también tanto más agre­sivo, que el colonizador está, las más de las veces, reclutado entre las nacionalidades oprimidas de Francia, entre esos

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desgraciados parados, y que supera su vergüenza de «coloni­zado del interior» a través del odio de su propia imagen ca­ricaturizada: el árabe o el negro.

Así pues, el form ar obreros y campesinos según las tecno­logías modernas (esto es lo que pretende el discurso oficial de la escuela), esto se convierte en perm itir la «movilidad» del empleo a través de la reducción a modelo francés de todo cuanto en el hexágono, no lo es. El im partir un saber (esto es lo que sigue pretendiendo el discurso oficial de la escuela), esto se convierte en transm itir una ideología que es propia de la burguesía francesa y en desarrollar el espíritu individualis­ta en los niños, así como en los padres el afán por hacer cur­sar una carrera a sus hijos. Ahí es donde se inicia esa tradi­ción ideológica que asocia «éxito social» y diploma. Ahí es donde se inicia ese estímulo a «la preparación demasiado per­tinaz con miras a la obtención de diplomas inútiles, a la bu­rocracia y al mandarinato» que denuncia, al amparo de una orientación política muy diferente, bien es verdad, el «Journal d’Agriculture Pratique» del 7 de diciembre de 1912.

* *

Pero, todo esto es a ú n poco: por el momento, no hemos explicado la situación más que a grandes rasgos. Ahora, de­bemos adentrarnos en las prisiones escolares para ver lo que en ellas sucede. Pues, lo que ocurre en los centros escolares reviste tal cariz que en menos de veinte años, la ideología obrera, en lo que se refiere a la escuela de Jules Ferry, ex­perimenta una transformación.

No nos extrañaremos al ver que «Le Libertaire» permanece imperturbable en sus posiciones de los años de la década de los 80, y que incluso, para ser más exactos, las refuerza. Así pues, en abril de 1905, escribe: «Ya se les [los niños] do­blega a una sumisión incondicional, a la aceptación sin répli­ca de lo establecido. La principal virtud enseñada: la obedien­cia; el mayor de los crímenes: la desobediencia. Un buen es­colar, es decir, para el día de mañana, un buen obrero, un buen soldado, un buen esclavo. La enseñanza impartida por la escuela laica no puede alcanzar más que esa mezquina meta. Por doquier, despiertan las conciencias. Por todas par­tes brotan los gérmenes de las rebeliones razonadas. La escue­la permanece im pertérrita ahí, tapiada, sombría, dentro de su inconmovible rutina; obstaculiza el futuro con su negro ho­

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rizonte.»22 En cuanto al «Socialiste» de diciembre de 1906, éste explica claramente que la República ha querido, para los hi­jos de los proletarios, una escuela que sea «una verdadera doma cara a la subordinación» y que «contaba con él [el ins­titu tor] para inculcar a los niños de las clases humildes, junto con la probidad, la economía y cierto número de otras virtu­des, el respeto absoluto a sus leyes, sus instituciones, sus tra­diciones. Se contaba con él para reprim ir la tendencia a una "actitud díscola", para infundir un sentimiento de sana re­probación ante cualquier asomo de rebeldía». Por aquella mis­ma época, existía en Cataluña un tal Francisco Ferrer (y, en Francia, un tal Sébastien Faure) que concebía de otra forma tanto la escuela como la sociedad; y murió a causa de sus ideas: pasado por las armas.

Sin embargo, la crítica de la escuela no es meramente a tri­buto exclusivo de los libertarios —a menudo los primeros, sobre todo en aquellos tiempos, en reaccionar ante las formas de lo intolerable—, ni de los socialistas —de todas maneras aún muy poco numerosos—, sino que es un fenómeno que, aun cuando no interese a las masas, en cualquier caso atañe a ca­pas sociales importantes de la población del hexágono. Se pue­de captar el reflejo de ello en «L’Assiette au Beurre», por ejemplo. Si bien en 1903, el número «Los Institutores» quiere «defender, abogar ante la gran masa en favor de la causa jus­ta pero harto desconocida de los institutores»,23 a partir de 1904, se inician las críticas en contra de la enseñanza laica. A modo de ilustración, esos dibujos publicados uno junto al otro: el primero representa a un sacerdote obligando a un niño pequeño a arrodillarse ante un crucifijo; el segundo, pone en escena a un institutor profiriendo amenazas contra un escolar que no ha querido descubrirse ante la bandera, con ocasión de un desfile militar (1904). La campaña prosigue: en abril de 1908, «L'Assiette au Beurre» da a publicidad la carta del padre de una alumna: «Señorita Maestra, no he querido que mi hi- jita hiciera los deberes impuestos a los jóvenes franceses, pues yo soy antimilitarista. Yo no quiero que se enseñe el asesinato autorizado, así como tampoco la ciega obediencia de los soldados que les hace asesinar a sus padres, a sus herm a­nos y hermanas, y a todos aquellos que les son queridos, so

22. Citado por Mona O z o u f , op. cit.23. He aquí lo que de ello dicen Elisabeth y Michel D i x n ie r , op.

cit., pág. 99.

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pretexto de proteger el capitalismo. Saludos.» Y en diciembre de 1909, siempre en «L'Assiette au Beurre», es Ibels quien es­cribe, en un artículo intitulado E l m a e s tro d e escue la , cabo d e la T erc era R epúb lica '. «El Estado estaba convencido de que el mejor "horno de ciudadanos dóciles" sería, después de todo, la escuela primaria; por dicho motivo no ha vacilado ni un momento en instituir la instrucción obligatoria que compren­de, por encima de todo, el republicanismo obligatorio.» Esos textos m uestran bien a las claras que la interpretación de la escuela ha cambiado: y es que se ha podido comprobar lo que en realidad era esa escuela primaria, laica, gratuita y obliga­toria. Dicho en otras palabras, la escuela-cuartel, la escuela- prisión empieza a ser entendida como tal. La inspección de enseñanza prim aria ha d o m a d o a los institutores para que éstos a su vez, como antiguos combatientes que son, d o m e n a lo s n iñ o s. Los suboficiales de la enseñanza, puestos a es­coger entre los niños y su temor al inspector de enseñanza primaria, han escogido en su inmensa mayoría un tranquilo sometimiento y su carrera. Hay que reconocer que todo ha sido bien pensado. Hasta las mismas edificaciones: «En vez de apartar la vista con tristeza de aquellos destartalados case­rones que recibían antaño pomposamente el nombre de escue­la, ahora, el viajero asombrado hace esta pregunta: ¿A caso ese s u n tu o s o e d ific io es e l cu a r te l d e la g e n d a rm e r ía o la se d e d e la P re fe c tu ra ? N o , e s e l P alacio d e l A B C D » («Le Signal», pe­riódico protestante, en el número de marzo de 1886.) Se pue­den ver los modelos arquitecturales escogidos: ¡el lugar de de­tención escolar que ni calcado sobre el modelo de un cuartel! Del cuartel y de la prisión: una construcción en forma de es­trella y sus variantes, es decir, con un centro —a menudo en forma de torreón y desde donde se vigila— y brazos de edifi­cación adonde se trabaja, símbolo del orden, arquitectura pro­pia de la época de la represión. Teatro invertido en el que es el centro el que v e to d o cuanto ocurre en el interior, sin ser visto él a su vez. Se analizará más adelante cómo lo que constituye la escuela es precisamente ese espacio abarcado po r las miradas, esp a c io d e in q u is ic ió n v isu a l centrado sobre un mismo tema: la sexualidad del niño o del adolescente («¿Se m asturba? ¿Se manosea?»). Centrado, en efecto, sobre ese tema de si la escuela es ese lugar de disciplina donde, por en­cima de todo, se trata de lograr una buena doma con el mero propósito de conseguir una ciega obediencia. Ahora bien, todos cuantos hayan ido al circo o que hayan tenido un perro, saben

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que no existe doma perfecta más que si también existe una recompensa, el consabido terrón de azúcar. Y en este caso, el terrón de azúcar es, y no puede ser más que la sexualidad. En efecto, ¿qué es la sexualidad en el ámbito del liceo o del colegio? Para contestar debidamente a este interrogante, se deberá hacer observar que a) la escuela significa la imposibili­dad material de la heterosexualidad; b) la escuela es al propio tiempo la prohibición de la homosexualidad al ser ésta pura y simplemente negada. De ahí, esa imagen de la vida en la cual la heterosexualidad se nos aparece como una Tierra de Promisión, como una recompensa que se otorga a los buenos alumnos primero, y, más adelante, a los buenos ciudadanos. De ahí también, en la fracción masculina de esa población enclaustrada, la idea del «solaz del guerrero», apareciendo la m ujer como siendo la recompensa de un trabajo realizado y, además, bien realizado. El terrón de azúcar, ¡vamos! En esto se percata uno de hasta qué extremo la doma resulta eficaz: no es ya tan sólo el alumno(a) que espera la salida de la es­cuela para tener derecho a la sexualidad, sino también, de igual forma, su padre y su madre quienes esperan la salida de la fábrica —y ello siempre y cuando él (ella) no se sienta demasiado cansado(a). Y, sobre todo, que ni el uno ni el otro se atrevan a poner en tela de juicio ese orden establecido, pues el escarmiento que les esperaría sería del todo evi­dente: se les encerraría una vez más: para el alumno(a) mediante castigos que le reclutarían en el colegio el jueves (o el miércoles) y el sábado (si no es el domingo); para el padre o la madre, mediante su ingreso en la cárcel. Y tanto en el castigo escolar como en la prisión, se sufre tanto de privación de libertad como de privación de sexualidad.

Lo que se instituye de esta suerte a través de la escuela (pero, también a través del hospital y, a mayor abundamien­to, del hospital psiquiátrico y de la prisión), es, tal como se puede ver, un modelo de comportamiento. Así pues, la escuela viene a ser una fábrica de normas, o, mejor dicho, es im «apa­rato de normalización, una institución de normalización» (la expresión es de Michel Foucault). Nada de extraño tiene que los manuales escolares de las postrimerías del siglo xix indi­quen esos tres remedios para la superstición: ¡el gendarme, el médico y el maestro de escuela! Sin embargo, la función represiva más eficaz en esa nueva santísima trinidad no es la más evidente: no es el gendarme, pero sí los otros dos (y ya hemos visto anteriormente la estrecha relación existente entre

ellos, desde la higiene física —«Sed limpios»— a la higiene mo­ral —«Hablad francés»—, los que consiguen mejores resulta­dos. Y esto, porque su papel represivo no ha pasado a ser del dominio público: su labor de represión viene enmascara­da por el saber que ellos van impartiendo aquí y allá y del que el gendarme, en esta segunda mitad del siglo xix, va siendo, precisamente, en parte despojado (¿y adivinen por quién? por el sociólogo, justam ente). Volveremos sobre este particular. Para los lectores que albergasen dudas sobre el papel represivo desempeñado por la medicina, se les aconse­jará mediten sobre los tres puntos siguientes: 1. ¿Por qué motivo, en un país como Francia, existe aún en 1975 esa or­ganización, creada por el régimen de colaboración con el na­zismo conocido bajo el nombre de régimen de Vichy, que se denomina Conseil de l'Ordre des Médicins? 2. ¿Por qué moti­vo el referido Conseil de l'Ordre ha (y sigue, en colaboración con la Iglesia) emprendido una desenfrenada campaña en con­tra del proyecto de ley que liberalizaría el aborto en Francia, proyecto de ley propuesto por un gobierno dominado, sin nin­gún lugar a dudas, por horrendos y melenudos izquierdistas?3. ¿Por qué motivo los médicos que tienen a su cuidado a los mineros no hallan más que en contadísimas ocasiones mine­ros aquejados de silicosis?

Volvamos ahora a nuestra «institución de normalización». Un lugar vallado. Pero, la valla no acaba en las tapias. O, para hablar con mayor propiedad, las tapias —como en el cuartel, en la cárcel, en el hospital psiquiátrico o en la fábrica— se­cretan otra valla; el poder del Estado queda aquí duplicado: esos lugares no son únicamente relés de poder, esos lugares son lugares de poder autónomo, pequeños Estados vinculados entre sí y cuya existencia es posible gracias al aparato del Estado, fundamentalmente la policía y el ejército. El cuartel, no es tan sólo el relé que utiliza el Estado para instruir mili­tarmente a los jóvenes «ciudadanos» (cuantos han hecho más de tres días de servicio m ilitar lo saben perfectamente), es, preferentemente, una últim a doma antes de la entrada en fábrica —cosa tan sabida por el pueblo que la expresión «ya verás cuando hagas el servicio militar... allá, te sabrán poner en cintura» se ha vuelto casi proverbial. De igual forma, el hospital parece tener una función precisa por cumplir: la de curar. En realidad, no se limita únicamente a esa misión: el control que ejerce, es el del cuerpo. Y es, probablemente, por­que dicho control es soportado como una m uestra de lo into*

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lerable, que han conservado (y que vuelven a tener hoy en día) gran importancia los procederes de medicina deshumani­zada y, llegado el caso, incluso propios de la charlatanería. En cuanto a la escuela, el enseñar, ya lo hemos visto, no es su única función: «La campana sonó por segunda vez. Los profe­sores se dirigieron hacia las escaleras. El celador principal permaneció solo en medio del patio, igua l a u n a g igan tesca araña a l a ce ch o d e los n iñ o s; su mente bullía de castigos, es­taba preparando su mezquino y sádico programa del día, se regodeaba por adelantado con la idea de coger in fra g a n ti a los alumnos del pequeño liceo, de amedrantarlos. Se decía para sus adentros:

»—Les voy a m eter el susto en el cuerpo...»Y se sentía ta n e n a rd e c id o c o m o s i s e e s tu v ie s e p re p a ra n ­

do p a ra ir a a co s ta rse co n u n a m u je r . » 24«Una gigantesca araña al acecho de los niños»: y, en efecto,

el controlar la infancia y domarla, también entra en las a tri­buciones de la escuela. Una vez sentado este punto, ¿por qué esos sobrepoderes típicos de los «aparatos de secuestración»? ¿Por qué el cuartel va más allá de lo que es meramente ins­trucción militar? ¿Por qué el hospital más allá de lo que es escuetamente curar? ¿Por qué la escuela va más allá de la en­señanza propiamente dicha? ¿Por qué? Precisamente porque secuestran. Aislando a una parte de la población, sustrayén­dole parte de su tiempo (en tanto que la arquitectura y el ur­banismo le sustraen parte de su espacio vital), las institucio­nes de enclaustramicnto pueden llegar a erigir como fuerza a esa parte de la población así aislada. De donde se desprende la necesidad perentoria de vincular nuevamente a la colecti­vidad esa parte de población aislada. Y para ello, en concreto, la necesidad de controlarla, de normalizarla.25 Abundando en este sentido, la referencia última de esas instituciones es aque­lla cuya meta confesada es precisamente la de encerrar para tornar «normal», es decir, normalizar: el hospital psiquiá­trico.

Dicho en otras palabras, aquello hacia lo que tienden esos aparatos es hacia la creación de una ficción social que sirva de norma. Y hacia esto tienden tanto por lo que dicen como

24. Paul N iz a n , Le cheval de Troie, Galliraard Éditeur, París, 1968, pág. 51.

25. Michel F o u c a u l t , en sus conferencias (véase también su Histoirede la 1olie).

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por lo que hacen; y por lo que a la escuela se refiere, tanto en cuanto al saber que imparte a derecha e izquierda como en la forma en que lo hacc, por la forma especial de repre­sión que ejerce. Razón por la cual se ha denominado, al prin­cipio, a esos aparatos: aparatos de ideologización.2* Se com­prenderá fácilmente que esa ideologización —al igual que to­das las demás— tanto necesita de la palabra como de acto: «sácate las manos de los bolsillos» —dice al niño el institutor, él mismo adiestrado a «la costum bre de una cierta compostu­ra». (Véase u t s u p ra la cita de la «Rcvue Pédagogique» de agos­to de 1881.) La ideologización tiene inclusive su símbolo: el ban­co. Permanecer sentado... «Sentado muy doctamente, leyó (las páginas que yo acababa de escribir y que quería conser­var impolutas para mí). Yo, cuando se las vi leer, se me de­mudó el rostro y creí desvanecerme. No podía abalanzarme sobre él debido a que yo estaba sentado y estaba sentado porque también él lo estaba. Nadie sabe cómo ni por qué el sentarse se convirtió en algo fu n d a m e n ta l y c o n s ti tu y ó el p r in c ip a l o b s tá c u lo . Me agité inquieto sobre mi asiento sin saber qué hacer. Empecé a mover las piernas con nerviosis­mo, a morderme las uñas..., en tanto que él, como la cosa más lógica del mundo, seguía sentado impertérrito, siendo esa posición del todo nomal y justificada puesto que estaba leyendo. Esta situación se me antojó durar una eternidad... Él, estaba sentado y seguía sentado de una forma tan asen­tada, se enraizaba hasta tal extremo sobre sus asentaderas que su sentarse, aun cuando de una insoportable estupidez, rezumaba, sin embargo, pétreo estatismo.»27 El permanecer sentado: el niño quieto, es decir, la negación del cuerpo del niño, la represión de su en erg ía d is c o n tin u a e in s ta n tá n e a (y, más adelante, otro tanto en la fábrica). Represión necesaria si se piensa en el «contraste desolador que existe entre la in­teligencia radiante de un niño sano y la debilidad mental de un adulto medio»... (Freud, L ’A v e n ir d 'u n e illu s io n ). Perma­necer sentado: y por ende, una distancia, es decir, la no pro­miscuidad. He aquí justam ente el porqué del banco, si es que el banco es ese sistema que permite al institutor el v e r lo que

26. El lector sabe, en efecto, que debido a toda una serie de razo­nes relacionadas con las luchas políticas en Francia (a este respecto, se puede leer, por ejemplo, a Joan B o r r r l l , Política de la memória I, L’educador i el príncep (Althusser, la política i la histdria) y el anexo, en «A'ínes», diciembre 1974, Perpiñán, pp. 169 y slg.).

27. W . G o m b r o w ic z , Ferdydurke.

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sucede d eb a jo . Siempre el mismo interrogante angustiado por parte del pedagogo: el niño, el adolescente, el alumno ¡en una palabra! ¿se me escapa, escapa a mi control? Y, más concre­tamente, ¿escapa a mi control a través del placer que propor­ciona el manoseo? Fiscalización visual de cada instante en un lugar cerrado en el que están reunidos los niños durante la mayor parte del día, sin tener la posibilidad de hacer otra cosa que no sea la de permanecer sentados. Es que, de hecho, el estar sentado es el prim er instrumento de separación (el establecimiento de jerarquías vendrá más larde): de la for­ma de estar sentado se deriva el estar bien o mal sentado, es decir, el «adaptado» y el «inadaptado», el «normal» y el «anormal». Lo demás deriva de esto: de esa relación de «nor­mal izador» a «normalizado». Ésta es la explicación de la ob­sesión pedagógica de la represión de los delitos menores, más importante a este respecto que cualquier discurso. Porque esa coerción «in fa n t il iz a » a l n iñ o y esa «infantilización» prepa­ra precisamente a la recepción del discurso escolar, es decir, un discurso vacío, abstracto, sin vida (que en esta enseñanza figure el latín o que en ella se trate de Marx o incluso de edu­cación sexual), sin vida porque su objetivo es el examen, un papelucho que otorga al que lo posee un valor seguro y nego­ciable en la bolsa del trabajo, sin vida porque tan sólo apun­ta al examen y no a la vida. Es verdaderamente «una aberra­ción la que consiste en confiar al niño del explotado a los buenos oficios del explotador».23 Nada de extraño tampoco si a la opresión y al sometimiento a la disciplina, <, la ideología y a las normas de la fábrica capitalista a la que se ve some­tido por parte del explotador, e l n iñ o d e l e x p lo ta d o o fre ce re s is te n c ia (y en determinadas ocasiones junto a él, algunos de los hijos del propio explotador...). Así es, por ejemplo, cómo ha hecho su aparición prácticamente al propio tiempo que la escuela obligatoria, ese binomio bien conocido del ins- titutor-aporreador, institutor-celador, y del niño violento y re­voltoso: la vara del primero contra el tintero del segundo (en cuanto el primero ha vuelto la espalda). Binomio que, en par­

28. La fórmula es de Marx. Del mismo, en las Gloses marginales au programme du parti ouvrier allemand (en M a r x - É n g els , Critique des programmes de Gotha et d ’Erfurt, Editions Sociales, París, 1966, pp. 46- 47). «El partido obrero alemán recaba como base intelectual y moral del Estado: La educación general, la misma para todos, del pueblo por el Estado. La obligatoriedad escolar para todos. La instrucción gra­tuita.»

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te, ha desaparecido en la escuela primaria, pero siempre ac­tual —y con una violencia «armada» a base de herramientas— en la escuda técnica. Así es cómo nació el alboroto escolar. Así es cómo vio la luz una resistencia «pasiva» ante la opre­sión: es el personaje del estudiante que no da golpe, es, sobre todo, la indiferencia generalizada por parte de los alumnos, el hecho de asistir a la escuela físicamente, pero, ta n só lo fís ic a m e n te . Exactamente igual que en el cuartel: conseguir que la autoridad se olvide de la existencia de uno y echarse a la bartola... Así pues, es hasta el ansia de saber de lo que descorazona la escuela. En resumidas cuentas, ¡aquéllos a quienes hemos denominado «volterianos» no sabían de la misa la mitad! ¡Y sus supuestos «enemigos», los curas, tampoco!

Los primeros no habían comprendido que la escuela trans­forma —cuando lo consigue— al niño lleno de vida en alum­no aséptico, que «infantiliza» e higieniza a la infancia. En cuanto a los segundos, éstos no habían comprendido que la célebre «obligación de neutralidad» del educador consistía me­nos en un ataque antirreligioso que en la neutralización del niño; no habían comprendido que la neutralidad era la fo r m a p eda g ó g ica de la ideología de las «gentes de bien».

Ni los unos ni los otros habían comprendido que la forma desarrollada de la escuela es el reformatorio —cuyo nombre es el de «in s t i tu to d e ed u ca c ió n v ig ila d a »—: educación vigila­da, en efecto, tal es el ideal pedagógico. El de la vigilancia universal, el del control universal. Ünico medio del que dis­pone el poder burgués para zafarse de la contradicción que le crea la escuela, su propia escuela: im partir un mínimo de saber para una labor bien determinada, y, a l p ro p io tie m p o , prohibir toda reflexión y todo planteamiento. Ünico medio para el poder burgués de lograr «la cría de una masa asala­riada de esclavos»,29 es decir, el transform ar en esclavos bien domados a los trabajadores manuales y en burócratas sin autonomía a los trabajadores intelectuales.

Escuela de la esclavitud, tal es la escuela fabricada por la Tercera República. Y en un doble sentido: a) hace de los alumnos esclavos «infantilizados»; b ) y ello para preparlos m ejor de cara a una esclavitud asalariada.

29. Edwin H o e r n l b (organizador del Movimiento de Niños Proleta­rios, constituido en Alemania al finalizar la Primera Guerra Mundial), en Projet de Programme scolaire de la Jeunesse socialiste libre d'Alle- magne. Un programa demasiado poco conocido...

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Y es de dicha escuela que Durkheim —tocamos por fin este tema— se ha erigido en el «teorizante».

E l so c ió lo g o y el m a e s tr o d e escu e la

¿Quién es, pues, ese Émile Durkheim quien, en 1887, en­seña padagogía una hora por semana en la Universidad de Burdeos, quien, en 1902, conoce una prim era promoción so­cial al ir a enseñar la misma asignatura en la Sorbonne de Paris, quien, finalmente, en 1906, conoce el summum de su carrera de servidor leal de la burguesía al ocupar el puesto dejado vacante por Ferdinand Buisson —aquél mismo que hacía parte del estado mayor de Ferry— en la cátedra de pe­dagogía de la m ism a Sorbonne?

Es una verdadera calcomanía de Jules Ferry. Su calco. Ahora bien, él se ocupa primordialmentc de la teoría.

Jules hace parte de los «V e rsa illa is», Émile escribe D e la d iv is io n d u tra v a il socia l, dilatado intento de justificación «teó­rica» acerca de la «necesidad» de la división del trabajo, y, como primera providencia, en trabajo manual e intelectual. Con el propósito de dejar bien sentado que no se trata de un pecado de juventud, Durkheim insistirá durante toda su exis­tencia sobre esa supuesta necesidad; por ejemplo, en el artícu­lo L 'é d u c a tio n , sa n a tu re e t so n róle, escribirá sin la menor va­cilación: «No todos nosotros hemos sido creados para refle­xionar; es preciso que existan hombres perceptivos y de ac­ción. Inversamente, también es necesario que existan otros cuya misión sea la de pensar.» Tanto para Jules como para Émile, éste es el punto crucial, a partir del cual todo se or­ganiza, para el primero la acción política, para el segundo la acción «teórica» (la «práctica teórica» «?»). El lector habrá comprendido que «teórica» y política remiten no a una dife­rencia entre «ciencia» y política, sino, más trivialmente (y más realmente), a centros de poder diferentes. Tanto para Jules como para Émile entonces, la cuestión principal resulta muy simple: ¿cómo hacer aceptar por los de abajo el domi­nio ejercido por los de arriba? Ya hemos visto anteriormen­te las respuestas de Ferry: colonialismo y escuela primaria, laica, gratuita, obligatoria. Las respuestas de Durkheim son del mismo género: a la laicidad, da la garantía «teórica» de las F o rm es é lé m e n ta ir e s d e la v ie re lig ieu se (que se puede utilizar también, llegado el caso, en contra de los salvajes

de las colonias) y de la E d u c a tio n m o ra le . Y, puesto que exis­te gratuidad y obligatoriedad escolares, es decir, dicho en otras palabras, puesto que se trata de una escuela de masas, ¡adelante con la pedagogía!, de ahí, por tanto, esa E d u c a tio n e t soc io log ie , cuya meta esencial es, con toda evidencia, la de exhibir lo que M imilew denomina «un cierto fondo común [sic]», una «suficiente homogeneidad»: se tra ta de inculcar a los niños la idea de que todo anda sobre ruedas en el mejor de los mundos, empezando en la mismísima escuela: «La sociedad no puede subsistir más que si entre sus miembros existe una suficiente homogeneidad: la ed u c a c ió n p e r te tú a y re fu e rza d ic h a h o m o g e n e id a d , f i ja n d o p r e v ia m e n te en el alma del niño las similitudes esenciales que recaba la vida colectiva» (¡seamos, pues, todos hermanos, oh, Mimile, patronos y obre­ros todos unidos!). «Ahora bien, por otra parte, de no existir u n a c ie r ta d iv e rs id a d , toda cooperación resultaría imposible: la educación garantiza la persistencia de esa d iv e rs id a d n e c e ­saria , diversificándose ella misma y especializándose» (si ésta es la educación del pueblo, oh Mimile, no estaría de más el preguntar a los trabajadores lo que ellos piensan acerca de la espccialización, porque, Mimile, lo que desean los trabaja­dores es una educación politécnica; en cuanto a la «diversidad necesaria», ellos la llaman lucha de clases...). Finalmente, como siempre los hay que, por ser frágiles o más solitarios, no pueden soportar esa solapada esclavitud, ese sometimiento a tutela tanto del trabajo como de la vida, y no disponen más que de una única posibilidad de protesta: su propia muerte, esos que la E d u c a tio n m o ra le no ha podido convencer y a los que no se puede ejecutar para meterlos en cintura, ésos ta m b ié n deben, incluso muertos, pasar por el control del sa­ber de Émile y de sus amos: ¡adelante con el análisis del S u i­cide*.

Así pues, la ejemplaridad de Mimile reside en ser a la vez reflejo y lacayo del Jules de la escuela obligatoria. Práctica­mente, un número de duelistas. Los sociólogos que le suce­derán se m ostrarán mucho más astutos, incluso harán co m o si, como si pusiesen en tela de juicio el poder (pero no los poderes, y, en particular, el suyo), no pocos son aquellos que han creído, que creen (y, que probablemente creerán) a pies juntillas los cuentos chinos que sueltan la mar de serios. No

30. N. del T. Mimile: diminutivo de Émile. Del mismo modo, al referirse a Jules Ferry escribe «el Jules».

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s in q u e se p ro d u z c a n a lg u n a s in te r ru p c io n e s v o lc án ic as : ta l la re a c c ió n d e N a n te r re d u r a n te e l in v ie rn o y la p r im a v e ra d e 1968, e s tu d ia n te s d e soc io log ía , e n e fe c to , ¿ p e ro , c u á n to s soc ió logos p ro fe s io n a le s? Ni u n o .

L a e je m p la r id a d d e M im ile . Y é s te es e l m o tiv o p o r el c u a l se h a c ía n e c e s a r io el r e v e la r lo q u e e s ta b a en ju e g o re a l­m e n te a l a m p a ro d e esa p a t r a ñ a d e e sc u e la p r im a r ia , o b lig a ­to r ia y d e la ic id a d : en ese a s u n to , M im ile se c o m p o r ta co m o fu n c io n a rio d is c ip lin a d o y leal a l E s ta d o a c u y o se rv ic io e s tá . A c a m b io d e e sa le a lta d , ese p o d e r a l q u e s irv e le e c h a a lg ú n q u e o t r o h u eso . Y, p a ra em p e z a r , u n p o d e r d ig n o d e u n m a n d a r ín en la S o rb o n n e : e s to v iene a s ig n if ic a r n o ta n só lo el p o d e r q u e e je rc e to d o « p a tró n » u n iv e rs i ta r io so b re su (o su s ) d e p a r ta m e n to , s in o ta m b ié n — S o rb o n a p a r is ie n s e y c e n tra liz a c ió n o b lig a n el p o d e r s o b re el c o n ju n to d e la s u n iv e rs id a d e s f ra n c e sa s p o r to d o c u a n to a ta ñ e a la s id e as re ­la tiv a s a la c u e s tió n . A ún m á s , d a d o q u e se t r a t a de p ed a g o ­gía , e s to s ig n ific a —m e rc e d a e s a s e r ie d e c a sc a d a s c a ra c te ­r ís t ic a s q u e im p e ra n en el o rd e n m il i ta r— , d isc íp u lo s q u e e n ­se ñ a rá n e n la U n iv e rs id a d , su b d is c íp u lo s q u e e n s e ñ a rá n en los liceos, y, f in a lm e n te , e l c u e rp o e n te ro d e los e d u c a d o re s , lo q u e v ie n e a e n t r a ñ a r el p o d e r p o r lo q u e a Jas id e a s q u e r e ­g e n ta n la e n s e ñ a n z a en F ra n c ia se re f ie re , y, d e r e tru e q u e , la s c a r r e ra s u n iv e rs i ta r ia s . U n h u e s o , n o c a b e d u d a , p e ro un su c u le n to h u e so , u n h u e s o de tu é ta n o .. .

N a d a tie n e p u e s d e e x tra ñ o e n to n c e s si e so s c u a tro te x to s so n , to d o s e llo s , lla m a m ie n to s e n p r o d e la n o rm a liz a c ió n es­c o la r y soc ia l.35 Y s i se h a c e n e c e s a r io —y se h a c e n e c e sa r io , p u e s e so s m a ld ito s a lu m n o s se re s is te n , so b re to d o a q u e llo s q u e p ro c e d e n d e la s c la se s so c ia le s in fe r io re s (y a h e m o s v is to s o m e ra m e n te en q u é fo rm a lo h a c e n , e n e l c a p ítu lo a n te r io r )— , p o r ta n to , s i se h a c e n e c e sa r io , u n l la m a m ie n to a la co e rc ió n m á s d e s c a rn a d a . L eyendo , p o r e je m p lo , la ú l t im a p a r t e de L’éducation; sa nature at son role, c a p ta rá u n o rá p id a m e n te la id e a q u e d e la forma d e la e n s e ñ a n z a e s c o la r s e h a c e M i­m ile : «La e d u c ac ió n d e b e s e r e s e n c ia lm e n te e n te d e a u to r i ­d a d [ . . . ] , e s p re c iso q u e e l n iñ o e je rz a so b re s í m is m o u n a f u e r te c o n ten c ió n » (c a so d e q u e se a n e c e sa r io , se le o b lig a rá a

31. L’éducation, sa nature et son róle, y Nature et méthode de ¡apédagogie reproducen los artículos «Education» y «Pédagogie» del Nou­veau Dictionnaire de pédagogie et d'instruction primaire, publicadobajo la dirección de F. Buisson, París, Hachctte, 1911.

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olio). Y, m á s a d e la n te : « P a ra s e n s ib iliz a r , tal como cottviene, a los ca s tig o s y a lo s p re m io s» , e s m e n e s te r q u e « la a u to r id a d q u e s a n c io n a [ e s té ] y a re c o n o c id a co m o s ie n d o leg ítim a» . ¿Y, có m o s e rá « re c o n o c id a c o m o s ie n d o le g ítim a» ? N o cav ile­m os d e m a s ia d o : «De ig u a l fo rm a q u e e l s a c e rd o te e s e l in ­té rp r e te d e s u d io s , é l [ é l e d u c a d o r ] e s e l in té r p r e te d e los i-levados c o n c e p to s m o ra le s d e s u tie m p o y d e su pa ís» , « la a u ­to r id a d d e l in s t i tu to r n o s ie n d o m á s q u e u n a s p e c to d e la a u to r id a d de l d e b e r y d e la razó n » . A h o ra b ie n , ¿ e n q u é c o n ­sis te « la a u to r id a d de l d e b e r y d e la ra z ó n » ? «La a u to r id a d de l d eb e r» re m ite , ya n o s lo p o d ía m o s su p o n e r , a la «excelsa a lm a d e la p a t r ia » ; e n c u a n to a « la a u to r id a d d e la razó n » , é s ta r e m ite a la h u m a n id a d . L o q u e ju s t i f ic a filo só fic a m e n te la re p re s ió n , es , p u e s , s im p le m e n te la p a t r ia y la h u m a n id a d . E sc u c h a re m o s lo q u e n o s d ic e M im ile : « É s ta [ la r e p re s ió n ] li­b e ra la h u m a n id a d e n n o s o tro s . . . E l s e r n u ev o q u e la acc ió n co lec tiv a , p o r v ía s d e la e d u c a c ió n , e d if ic a d e e s ta s u e r te en c a d a u n o d e n o s o tro s r e p r e s e n ta lo q u e d e m e jo r h a y en n o so tro s , lo q u e e n n o s o tro s ex is te d e p ro p ia m e n te h u m a n o » y «Así e s co m o h e m o s id o a d q u ir ie n d o e sa fu e rz a p a r a r e s is ­tirn o s a n o s o tro s m is m o s [e s d e c ir , p a r a a u to c e n s u ra m o s ] , e se d o m in io s o b re n u e s t r a s in c lin a c io n e s q u e e s u n o d e los ra sg o s c a ra c te r ís t ic o s d e la f is io n o m ía h u m a n a y q u e e s tá ta n to m á s d e s a r ro l la d o c u a n to m á s p le n a m e n te so m o s h o m ­bres» .32 De ah í, la in so s la y a b le m o ra le ja d e l a u to d o m in io , p r in ­c ip io y fin d e to d a filo so fía q u e q u ie re ju s t i f i c a r a lo s o jo s de lo s de a b a jo e l e je rc ic io de l p o d e r p o r p a r te d e lo s d e a r r i ­b a : « E s q u e — d ic e M im ile— , precisamente, la f a c u l ta d d e p o ­d e r e je r c e r v o lu n ta r ia m e n te u n d o m in io s o b re s í m is m o es u n a d e la s c a r a c te r ís t ic a s m á s e se n c ia le s de l h o m b re » (L’édu- cation, sa nature et son róle). D e a h í ta m b ié n , e l lla m a m ie n to a la re p re s ió n en c o n t r a d e a q u é llo s q u e a n id a se n o t r o c o n ­c e p to a c e rc a d e la e sc u e la y de l n iñ o : «N o ex is te e scu e la — si­gu e d ic ie n d o n u e s tro in s ig n e so c ió lo g o — q u e p u e d a re c a b a r el d e re c h o d e im p a r t i r , co n p le n a l ib e r ta d , u n a e d u c ac ió n an tiso c ia l.» M e d ia n te lo c u a l, to d o e s tá d is p u e s to d e c a ra a la tan eficaz costumbre del respeto p a r a c o n la s in s t itu c io n e s d e p o d e r , p e ro ta m b ié n y a n te to d o , el conjunto de los mi­cro poderes no escritos (fa m ilia , « m e n ta lid a d e s» , ta l co m o di-

32. Datos entresacados de las reverenciosas páginas que el discípulo Paul Fauconnet redactó a guisa de introducción de la edición francesa de Education et sociotogie.

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cen los historiadores, etc...) —y son esos m ic ro p o d e r es n o e s­c r ito s q u e so n la b a se y la co n d ic ió n d e p o s ib ilid a d d e las in s t itu c io n e s d e p o d e r e s ta b le c id a s—; escuchemos, una vez más a Mimile: «A despecho de todas las disidencias [¿ah sí?, ¿todas?], existen ya desde ahora, en la base de nuestra civili­zación, un cierto número de principios que, implícita o explí­citamente, son comunes para todos, que muy pocos, en cual­quier caso, se a tre v e n a neg a r a b ie r ta m e n te [¡con su cuenta y razón!; los tipos de llamamiento lanzados a la represión tal como el citado más arriba bien tendrán algo que ver, ¿no?]: respeto de la razón [mediante lo cual se encierra a los "locos", cuando no se hace pasar por locos a los contestatarios], de la ciencia [mediante lo cual queda justificada la distinción entre trabajo manual y trabajo intelectual], de las ideas y de los sentimientos que constituyen los cimientos de la moral democrática» (del tipo de sociedad que defiende Durkheim), mediante lo cual se erigen fábricas-presidios, escuelas-cuarte- lcs, cuarteles-prisiones y cárceles, mediante lo cual también la familia se convierte en el centro de opresión de la mujer y del niño, y así el individualismo más ruin y mezquino pue­de triunfar (llegado el caso, hasta el racismo).

El lector de E d u c a tio n e t so c io lo g ie no podrá, pues, ex­trañarse al ver que la idea predominante de Durkheim es la de autoridad: referirse, a este respecto, a la utilización del término «disciplina» (todo hace suponer que los propios edu­cadores, teniendo como tienen predilección por dicho término, en sus discusiones, en las salas de profesores o sus reunio­nes entre ellos, no iban a oponerse a dicha ideología), refe­rirse también a ese concepto que podríamos tildar, cuando menos, de sorprendente acerca de la estadística de los «deli­tos escolares» y de «criminología del niño» (en N a tu r e e t m é- th o d e d e la pédagogie).

Huelga buscar en la obra de Durkheim esas críticas sobre la escuela ¿jue han hecho los románticos ingleses, un Dickens, por supuesto, pero asimismo Blake, Wordsworth. Carlyle o, más tarde, James o también, la de Gombrowicz. Todos ellos están en contra de la opresión que ejerce la escuela sobre el niño. En cambio, en la obra de Mimile, la idea directriz es que la educación no debe tener más que una meta: adaptar el alumno a la norma social. «Es a la sociedad a la que se debe sondear, son sus necesidades que se deben conocer puesto que son sus necesidades las que se deben satisfacer» (en Péda­gogie e t socio log ie■ v también en N a tu re e t m é th o d e d e la pé-

dagogie)-. «Éstas [las prácticas educativas] resultan todas ellas de la acción ejercida por una generación sobre la generación siguiente con m ira s a a d a p ta r a esta última al medio social en el cual está llamada a desenvolverse.» Partiendo de esta base, la educación no puede ser considerada más que como una «socialización metódica de la joven generación» (Durkheim), es decir, una adaptación metódica de la joven generación a las normas vigentes, una normalización a través de la adopción de costumbres «normales» (una «socialización m e tó d ic a »,

-dice Durkheim). De hecho, el educar, asevera el sociólogo v tras él (¿o anteriormente?) el maestro de escuela, viene a ser en realidad desarrollar tres tipos de costumbres (Mimile dice de «espíritu», véase La d é te r m in a tio n d u fa it m o ra l, en el -Bulletin de la Société Frangaise de Philosophic»): 1. La cos­tumbre de la disciplina, fuerza principal de los ejércitos y de las escuelas, como es cosa ya bien sabida. 2. La costumbre de abnegación, otra forma de decir «Trabaja y calla». 3. La cos­tumbre del individualismo (al que Mimile denomina por eu­femismo «autonomía»). El crear costumbres de sumisión a las normas establecidas, tal es la preocupación primordial de la escuela, tal es la preocupación de la pedagogía según la so­ciología durkheimiana. Probablemente también sea ésta la preocupación de la propia sociología... Volveremos sobre este particular.

En cualquier caso, lo que sí queda bien claro es que E d u ­c a tio n e t so c io lo g ie es, por tanto, la prosecución del discurso represivo de la función educadora, viene a ser la teoría de dicha práctica, disfrazada para el caso con alguna que otra pincelada sociológico-filosófica, que le permite a nuestro Mi­mile recrearse con el térm ino de «ciencia», térm ino del que bien sabido es lo muy cómodo que resulta echar mano en el curso de una polémica, porque hace callar al interlocutor (es el propio Mimile quien habla del «respeto de la ciencia» y, sobrentendido, de lo científico...). ¿Ciencia? Resultaría sor­prendente. Ahora bien, saber, sí: el saber que se cambia por poder. Es que poder y saber están íntimamente vinculados el uno con el otro: todo centro de ejercicio del poder es un centro de formación de saber, y el saber es en sí mismo un tipo de poder. Citaremos una vez más el curso inédito de Foucault en el Collége de France: Foucault explicaba, con res­pecto a la vigilancia administrativa de las poblaciones, que en la época clásica (siglos xvii y xvin), dicha/vigilancia, que era una función de poder, ha dado lugar a /^ » e res . 1. Un saber

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de gestión (los funcionarios del poder modelaban un saber: ¿cómo llevar a cabo la tributación? ¿cómo calcular los im­puestos? ¿a quién gravar? ¿sobre quién hacer recaer los aran­celes aduaneros? ¿adonde reclutar los soldados?, etc...)- 2. Un saber de encuesta o de investigación (sobre la riqueza de una región, sobre el movimiento demográfico, sobre las técnicas artesanales, sobre las técnicas agronómicas, etc... En su ori­gen, esas encuestas o investigaciones fueron realizadas par­tiendo de iniciativas privadas; más adelante, hacia 1760-1770, fueron adoptadas por el Estado). 3. Un saber de inquisición (individual, policíaca). A partir del siglo xix, todas las técni­cas de ese saber de vigilancia son proseguidas bajo un nuevo enfoque basado en los dos principios siguientes: a) Todo agen­te del poder será, a partir de ese momento y al propio tiem­po un agente de constitución del saber. A toda orden dada deberá corresponder un informe sobre la forma en que dicha orden ha sido cumplida, sus efectos, etc... (de esta manera «trabajarán» los prefectos, los funcionarios de la policía, los fiscales, etc...). La novedad consiste justamente en esto: la s is te m a tiz a c ió n d e l in fo r m e , de esa «devolución de saber como contrapartida del poder». Entonces, toman carta de natura­leza toda una serie de instrumentos específicos de ese tipo de saber (tales como las estadísticas, por ejemplo), b ) Al propio tiempo, es el saber en ta n to q u e ta l al que le es conferido, institucionalmente, un cierto poder: la escuela es la expre­sión más evidente de ese fenómeno fundamental. A partir del siglo xix, todo sabio se convierte en profesor, todo médico se convierte en amo y señor de lo normal y de lo patológico. El tipo de sociedad que va tomando forma adopta entonces las tres características siguientes: a ) su forma: la secuestración; b ) su meta: el potencial de trabajo; c ) su instrumento: la dis­ciplina, la costumbre. Es, en efecto, a partir de esa época que se deben «adoptar costumbres» (cuando, en cambio, en el siglo XVIir, la costumbre fue un instrumento crítico en con­tra de la trascendencia Tvéase a este respecto los análisis de Hume]), es a partir de esa época que es necesario que la gen­te se someta a la costumbre y que ésta se convierte en la forma cotidiana, insidiosa, de la norma, es decir, lo que la sociología va a denominar la «conciencia social». Y, de he­cho, es en ese preciso momento que nace la sociología. En ese momento y de ahí: surgiendo de ese poder cotidiano. En el S u ic id e , Mimile dirá muy claramente que lo soc ia l, e s la d is ­cip lina . Una mane¿ vcomo otra de decir que la sociedad que

estudia la sociología, es la sociedad de la disciplina WjSófc"el d isc u r so d e l p o d er , a p a r tir de l sig lo XIX, es e l discarsc q u e d ic ta la n o rm a , e l d isc u r so «n o rm a liz a d o r»: eK^iscurso del maestro de escuela, del médico, de la asistenta social, del psiquiatra, del psicoanalista, del sociólogo, en una pala* de las ciencias sociales.

Así pues, la sociología nace de la misma forma que la es­cuela, como respuesta a la violencia obrera: viene a suponer lo que puede perm itir e v ita r en el futuro la violencia obrera, evitarla a través de la normalización social. La pesquisa socio­lógica sucede a la pesquisa policíaca, pero si, tal como lo dice el propio Durkheim, «la pedagogía depende de la sociología más estrechamente que de cualquier otra ciencia», y si la so­ciología depende ella misma de la comisaría de policía...

Así pues, si el «salvaje» ha «tenido» al etnólogo después del misionero, ese otro salvaje representado por el niño tiene al m aestro de escuela después del cura, y ese tercer salvaje que es el obrero, al sociólogo después del gendarme.

Pues ésta es realmente la cuestión que nos plantea —sin demasiado fundamento de base— el texto de Durkheim: ¿Cabe la posibilidad que exista una sociología que no sea para el obrero lo que la etnología es para el «salvaje»? ¿Cabe la posibilidad de que exista una sociología que no sea más que un mero y simple control social, una estadística discipli­naria?

A todo ello contestaremos con una anécdota: cuando el sociólogo, para ahondar al máximo en su investigación, vive la misma vida que el objeto de su estudio, apura s u esp io n a ­je hasta llegar a realizar el mismo trabajo que el que es ob­jeto de su estudio, cuando, para comprender a éste, llega hasta el extremo de pasar por las mismas alegrías y las mis­mas penalidades, incluso las mismas exigencias, o bien sigue siendo sociólogo y traiciona al que es objeto de su estudio un día u otro, transformando vidas, alegrías, penalidades y luchas en otros tantos peldaños para su carrera individual y en fi­chas de policía para el poder, o bien sigue compartiendo dicha vida, dichas alegrías y dichas penas, dichas luchas sobre todo, pero, entonces, ya no practica la sociología. Esto es lo que acontece a un personaje de una novela corta de Jack Lon­don,^ que se pasa al bando de los manifestantes, enfrentán-

33. Jack L o n d o n , «A u s u d d e la F c n te » , e n temps maudits, c o ­lección 1 0 /1 8 , P a r í s , 1973. .

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dose con la policía, es decir, con la sociología: al norte de San Francisco, en uno de sus barrios residenciales, ejerce el sociólogo Freddie Drummond, observador «científico» de la condición obrera. Al sur, en los barrios populares, vive como camionero y sindicalista bajo el nombre de Big Bill Totts. Una huelga, brutalmente reprimida por las autoridades, le hace escoger el bando de los oprimidos. Que el héroe de esta no­vela lo haga también porque se ha enamorado de una obrera, no reviste mayor importancia que la de hacer más moraliza- dor el desenlace de esta historieta... Ahora bien, ¿acaso exis­ten sociólogos enamorados?

J oan V olker

París-Perpinyá, a 15 de febrero de 1975

Sumario

Prefacio, p o r M aurice D e b e s s e ...................................... 5

Introducción. La obra pedagógica de D urkheim , porPaul F a u c o n n e t .........................................................................11

I. La educación, su naturaleza y su fxipel ■ ■ ^ 43

1. Las definiciones de la educación. Exam en c r í t i c o ......................................W . ilJHP . 4 3

2. Definición de la educación . . ' . . ’ 493. Consecuencia de la definición an terior:

ca rác te r social de la educación4. El papel del E stado en m ateria educacio­

nal .....................................................................615. Poder de la educación. Los m edios de ac­

ción .................................................................... 64

II. Naturaleza y m étodo de la pedagogía . . 73

III . Pedagogía y s o c io l o g ía ......................................95

IV. La evolución y el papel de la enseñanza se­cundaria en F ra n c ia ..............................................117

<v

Epílogo: Ferry, D urkheim , idéntica lucha, po r JoanV o l k e r ...........................................................................................137

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L a o b r a p e d a g ó g ic a d e D u r k h e im , e n e s t r e c h o c o n t a c t o c o n e l c o n j u n t o d e s u o b r a s o c i o l ó g i c a , a p o r t a a l o s crin c a d o r e s , p o r u n a p a r t e , u n a d o c t r in a o r ig in a l y v ig o r o s a s o b r e lo s p r in c ip a le s p r o b le m a s d e la e d u c a c i ó n y , p or o t r a , p la n t e a a l o s s o c i ó l o g o s l o s p u n t o s e s e n c ia l e s de s u t e o r ía : la r e la c ió n e n tr e in d iv id u o y s o c i e d a d , entr» c i e n c ia y p r á c t ic a , y e l e s t u d io d e la n a tu r a le z a d e la m o r a l id a d y d e l e n t e n d im ie n t o . I m p o r t a n t e s o c i ó l o g o , D u r k / h e im e s c o n s id e r a d o a l m is m o t ie m p o u n o d e lo s “ c>;is e o s ” d e la p e d a g o g ía m o d e r n a . S u s i n n o v a c io n e s d o ro d e l c a m p o d e la e d u c a c ió n h a n p e r s is t id o h a s t a n u e s t r o s d ía s y f o r m a n p a r t e , d e u n a m a n e r a d e f in i t iv a , d e n u e s tr o v ig e n t e p a t r im o n io c u lt u r a l . E l p r e s e n t e t e x t o v a a c o n i p a n a d o d e u n p r ó lo g o d e P a u l F a u c o n n e t , y u n e p i lo g o d e J o a n V o lk e r , d o s v i s io n e s a l t e r n a t iv a s d e l p e n s a m ie n t o d e D u r k h e im .

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Educación y sociología

r

Emile Durkheim

homo sociologicus ediciones península