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UN SHAMÁN AMAZÓNICO EN EL

PRINCIPADO DE MÓNACO

Arquímedes Vílchez Cáceda

Page 5: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

© 2011 Bubok Publishing S.L. 1ª edición ISBN: 978-84-9009-844-8 DL: M-43830-2011 Impreso en España / Printed in Spain Impreso por Bubok

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Dedicatoria

A mi amigo César E. Fan Fiestas, en cuyos devaneos anestesiológicos desde la floresta amazónica a las sierras extremeñas españolas, me

inspiré.

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ÍNDICE Página

I. De cómo me involucré con el ayahuasca .......................................................................... 09

II. Conociendo a César y sus dilemas .................................................................................... 12

III. Visita al principado de Mónaco ........................................................................................ 18

IV. Los veinticinco relatos amazónicos................................................................................... 24

V. De Europa a la Amazonía ................................................................................................. 78

VI. Viaje a la triple frontera amazónica .................................................................................. 86

VII. Navegando por el amo de los ríos, el Amazonas ............................................................. 92

VIII. San Pablo, el leprosorio .................................................................................................. 104

IX. De patitas en el triángulo amazónico .............................................................................. 117

X. La Nueva Jerusalén ......................................................................................................... 121

XI. Gerusa ............................................................................................................................. 125

XII. Por el río Ucayali ............................................................................................................ 132

XIII. ¡Vaya encarguito! ........................................................................................................... 135

XIV. Emos v.s Sicarios .......................................................................................................... 138

XV. Al fin encontré el tesoro .................................................................................................. 140

XVI. La tía Toti ........................................................................................................................ 149

XVII. Ingo Inch ......................................................................................................................... 156

XVIII. Liberación femenina amazónica ..................................................................................... 161

XIX. El retorno ........................................................................................................................ 167

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Página 9

I

-Pedro, confío en tu olfato de investigador, desenvuelve esta

trama que me está volviendo loco– expresó lacónicamente,

Zaldívar.

Recuerdo vivamente aquel día en que mi rutina existencial se vio

perturbada por un informe de auditoría médica que daba cuenta

de una desquiciante situación: cuatro pacientes oncológicos

curados como por arte de magia. El temor de denuncias por mala

praxis, aunado al descrédito mediático y la consiguiente ruina

económica, no dejaba dormir a mi jefe, quien inmerso en un

sesudo devaneo se interrogaba como pagaría la hipoteca de su

piso y su último BMW.

A regañadientes acepté indagar sobre el milagroso caso que tenía

un común denominador, el cuarteto había viajado meses previos

a la Amazonía. Ignorante aún de los portentos indescifrables que

descubriría, no podía imaginarlos transformados de la noche a la

mañana en vitales Indianas Jones.

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El primer día de mi investigación en el servicio del Dolor y

Cuidados paliativos de mi hospital comarcal vi a César, un

colega anestesiólogo. El experto en tanatología sometía a medio

centenar de pacientes a unas extrañísimas sesiones de relajación.

Me pareció gracioso que los dolientes acudieran en pleno

invierno europeo, untados de repelentes de zancudos, portando

gafas de sol y vestidos con pantalones cortos y camisas

panameñas.

Dentro de un auditorio estrafalariamente pintado de verde menta

fosforescente, el conferencista remojó un puñado de lianas

resecas en agua contenida en una bandeja de aluminio, a

continuación ofreció beber de la extraña pócima. La mayoría lo

hacía con delectación. Vaciado el cuenco de bauxita, César dio

lectura a veinticincos manuscritos tan deteriorados como los

pergaminos bíblicos encontrados hace más de medio siglo en el

Mar Muerto. Bajo el susurro de sus palabras sus pacientes

aparcaron sus carcasas osteoporóticas en el auditorio y sacaron a

pasear sus espíritus por ignotos universos. Se hizo un silencio

insondable que sonaba a emoción litúrgica, roto a intervalos por

los sollozos lastimeros y las carcajadas de quienes retornaban de

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sus extraños viajes espirituales. Angustiado me pregunté qué

iniciación era aquella, qué antiquísimo y salvaje ritual estaba

presenciando en pleno corazón de la modernidad europea.

Intrigado decidí experimentar aquellas sensaciones, y en la

siguiente sesión me sumergí de lleno en aquellos relatos

amazónicos. Puedo afirmar que ingresé a un mundo que jamás

creí que existiría.

Algunas enfermeras al verme beber de rara poción que César

preparaba, no disimularon en lo más mínimo sus gestos de

reproche. Próximo a presentar mi informe final a Zaldívar, más

de una insinuó que se debería levantar cargos contra César, por el

uso de sustancias prohibidas.

El bebedizo aquel era Ayahuasca, una milenaria bebida

enteógena amazónica, un portal a dimensiones desconocidas. Mi

informe desaprobó la administración de tales hierbas místicas y

se cancelaron los tours pentadimensionales por Sudamérica. Un

aliviado Zaldívar siguió tomando sus enésimos y adictivos

préstamos bancarios.

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II

Finalmente tres del cuarteto de pacientes oncológicos murieron,

si bien se produjo una mejoría inicial en sus calidades de vida,

sólo uno logró una cura total y fue debido a un inicial y erróneo

diagnóstico anatomopatológico. De aquella investigación surgiría

una amistad que cambiaría radicalmente mi percepción del

mundo.

Conocí a César. Durante los meses siguientes me deleité

escuchando sus anécdotas de médico rural por ignotos ríos

amazónicos. Sorbí con fruición historias acontecidas en sus

andanzas por olvidadas comunidades ribereñas amazónicas

fondeadas en vorágines de tiempo y espacio. A fuerza de tanto

escucharlos me grabé los raros nombres: Inahuaya, Isolaya,

Pacashanaya, Roaboya, Cashiboya, etc. Mi amigo jamás narró

que fornicó con una fabulosa sirena, ni que fue tragado por una

gigantesca anaconda a la que destripó con una navaja suiza

logrando abrirse paso heroicamente a través de sus tripas,

tampoco que degolló a tenebrosos sicarios de la mafia del

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narcotráfico. Lo que me contó, apenas fueron cosas simples,

apenas lo que vio y sintió.

César hablaba con desbordante y contagiosa pasión sobre la gran

selva sudamericana, en un interminable y fogoso cotorreo que

paulatinamente despertaría en mí el anhelo de conocerla.

-En el río la vida no vale nada, aquella es una tierra salvaje, no es

un día de campo al Parque del Retiro- me decía.

- Observarás cosas que herirán tu susceptibilidad y no deseo

visitarte al psiquiátrico- bromeaba, cuando le manifestaba mi

deseo de conocer la voluptuosa floresta.

- Tan solo bebe una infusión de ayahuasca, lee mis apuntes e

imagina que estas allá, no seas cabeciduro, la selva no es para

cualquiera- me insistía.

Inicialmente me incomodaba que César me creyese incapaz de

sobrevivir en la Amazonía. Ante sus reiteradas bromas, yo

replicaba que en mis ventrículos fluía sangre del maestre de

navío Santiago Charco, un fiero guerrero que acompañó a

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Francisco de Orellana en su viaje de descubrimiento del río

Amazonas en el siglo XV. Le recordaba que desde hacía más de

quinientos años mi familia fabricaba seres con cojones de tres

quilos la unidad y sagacidad a borbotones.

Debo admitir que César era un tipo rematadamente complicado,

que tenía una visión dramática de la vida y que su espíritu de

mortificación e innata habilidad para la infelicidad carecía de

límites. Me acostumbré a sus extravagancias al comprender que

muchas de sus malsanas actitudes eran reflejo de sus profundas

preocupaciones existenciales. El desgarramiento de su desarraigo

se manifestaba en su expresión de ausencia, cargaba a cuestas

una inenarrable nostalgia. Observarlo resultaba tan triste como

ver a un camello en la Antártida, buscando sus marejadas de

ardientes dunas entre los refulgentes témpanos eternos.

César era mi amigo, pero la verdad es que no me gustaba tenerlo

en mi piso por lo aguafiestas que era. Desde que llegaba se ponía

a realizar un sinnúmero de irónicas comparaciones; así, si me

veía bebiendo una copa de Johnny Walker etiqueta negra

comentaba en un tono burlón, que denotaba un regocijo

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malicioso: allí va un saco de yucas que alimentaría una familia

amazónica por quince días; un sorbo de Dom Perignon equivalía

a la soldada mensual de un profesor amazónico. Y así continuaba

sus interminables secuencias de cáusticos parangones. Sus

irónicos y mordaces cometarios transformaban mi escocés en las

rocas en un cáustico cóctel de lejía helada.

Autoexiliado e inmigrante, César sufría sobremanera al toparse

con sus paisanos sudacas barriendo las calzadas, arropados con

fosforescentes chalecos verdes y naranjas, estigmatizados como

los presos de conciencia que vacacionaron en los crematorios

experimentales que diseñó Adolfito. Algunas veces su dolor era

tan intenso, que literalmente se le paralizaba el corazón.

-¿El poder de don Dinero que ha hecho de ti, hermanito?,

¿porque estás tan lejos de casa?- les decía a los barredores.

Cuando se ponía sentimentalón, César rememoraba sus vivencias

de inmigrante, sus primeros meses de estadía en Madrid. Me

contó que durante los meses que duró el proceso de

homologación, tuvo que ingeniárselas para poder sobrevivir, que

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apremiado debió tocar las puertas de una iglesia evangélica

Asamblea de Dios de Madrid donde se hizo pasar por un pastor

visitante de la Asamblea de Dios del Perú. Haciéndose pasar por

quien no era y gracias a su prodigiosa memoria predicó los

evangelios y citó capítulos y versículos bíblicos con gran alarde

de erudición. Tan embelesados quedaron los buenos hermanos

madrileños con su erudición teológica, que le permitieron

pernoctar en la iglesia, le llevaron alimentos y vestidos, y hasta

le dieron algo de dinero. Para poder comer César estudió la biblia

meticulosamente y mucho, como en sus mejores tiempos de

estudiante de medicina en donde devoraba de memoria dos

enormes tratados de anatomía de Testud Latarget.

César reconocía que la abundancia tiene sus absurdos. Sufría al

apreciar a guapos adolescentes españoles empecinados en

transformarse en estercoleros vivientes a través de las drogas,

culpaba a la sociedad de consumo de aquellas pesadillas y

despotricaba a su gusto de la avidez de protagonismo y la

obsesión por las marcas comerciales, a las que llamaba tristes

galones militares de la nefasta guerra del invidualismo in

extremis. Ofuscado se preguntaba ¿por qué tenía que presenciar

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extremos?, en la selva amazónica debió denunciar a profesores

abusivos que desgarran las orejas de sus alumnos al zarandearlos

cruelmente, y en Madrid remitió una docena de cartas dirigidas

al excelentísimo ministro de educación sugiriendo la posibilidad

de contratar guardaespaldas israelíes para evitar que algunos

alumnos hagan papilla a sus maestros.

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III

El máximo placer de mi amigo era recorrer las ciudades

ultramodernas de la costa del mediterráneo, de donde regresaba

aturdido y con el corazón descompuesto tras observar tanto lujo

y boato, lo que él denominaba: la obscena opulencia.

El peor día de su vida en Europa fue un fin de semana en el

principado de Mónaco. César quedó deslumbrado de aquel

espejismo ultramoderno donde nadie muere por desnutrición, ni

partos mal avenidos, ni tétanos neonatal; sino por suicidios,

anorexias-bulimias y volantes incrustados. En la pequeña isla vio

niños y niñas premunidos de tecnología de punta e inteligencia

artificial tratando de pescar ocio en el mar de Google con sus

aparejos de manzanitas mordidas. Viéndolos bronceaditos a lo

Ken y con toques de fucsia a cultura Barbie, César los notó tan

distintos y distantes de sus pícaros pacientitos amazónicos del río

Ucayali, que hasta llegó a pensar que estos últimos eran

embriones desechados de algún experimento extraterrestre mal

avenido.

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César palpó el glamour del Gran Casino de Montecarlo donde

hizo paros cardiacos al ver el sórdido espectáculo de miles de

euros siendo tragados por las ruletas rusas como toneladas de

krill ingresando en las enormes fauces de una enorme ballena

Azul. Pudo captar con su camarita digital a algunos paparazis

oliendo pedos de celebridades para averiguar lo que tragaron y

dar la primicia en sus papeles higiénicos satinados. Admiró a

espigadas bellezas gélidas que parecían maniquíes, acompañadas

de altaneros y despreocupados jovencitos herederos de ingentes

fortunas. Se topó con señoras de manicura perfectas ataviadas de

graciosos sombreros que impresionaban llevar Óperas de Sídney

sobre las testas. Irreconoció a abuelas de rostros desdibujados

por tantas cirugías plásticas que dejaron sus cutis más estirados

que cueros de tambores de guerra Zulú. Bramó como un poseso

al ser ladrado por perros ataviados con saco y corbata michi, y

por coquetas perras vestidas con lencería fina.

Indignado del gasto absurdo y derroche delirante de una

población rendida a los ardores del consumismo, César dio

rienda suelta a sus clásicas comparaciones. Un solo yate costaba

Page 21: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

más que todas las canoas que flotan sobre los 7 millones de

kilómetros cuadrados de superficie de la Amazonía, el precio de

un alazán árabe representaba leche y huevos que alimentarían a

cien familias amazónicas de por vida, la venta de un solo

automóvil Lamborghini calzaría de zapatos y zapatillas a todos

los colegiales de la floresta. Al divisar un reluciente Rolls Roys

gritaba: ¡allí van una docena de escuelas para 5000 niños

amazónicos!, una estilizada Harley Davinson que más parecía

una mantis religiosa representaba 500 botiquines comunales. Y

así, continuó durante horas con su alienante manía de catalogar y

comparar cada ornamento de lujo que veía.

Visitó el Palacio del Príncipe. Cuando debió hacer uso de los

servicios higiénicos, ingresó a un amplísimo cuarto de baño

donde vivirían holgadamente dos familias marginales de Puerto

Príncipe. Impresionado, César casi se hace un nudo en el pene

para no ensuciar de urea y amoníaco un lindísimo y reluciente

WC más aséptico que una mesa quirúrgica en una sala de

operaciones en Ruanda. Se le paró el corazón varias veces más al

enterase que algunos vecinos iban a París a comprar pan en

helicóptero y que bebían agua embotellada en Alaska.

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Hastiado del boato, César caminó por el principado llorando de

impotencia mientras se golpeaba la frente sonoramente con las

palmas de ambas manos, en un vano intento de borrar de su

memoria todo cuanto vio. Aquella realidad era demasiado para

él. Desesperadamente acudió a buscar algo de alivio espiritual en

la catedral de San Luis, más antes refugiarse en ella debió pasar

por el frontis de las muchas iglesias de la religión oficial

monaguense donde acaudalados prosélitos rinden pleitesía al

dios Dinero, alaban su poder y buscan la quintaescencia de su

presencia con avara idolatría dentro de hermosos templos

bancarios de áureos acrónimos. Ya de rodillas ante la Santa

Devota, César oró a favor de una lluvia de uranio, suplicó a la

madre de Cristo que intercediera ante el Divino a favor del único

cataclismo que podría cambiar la indolencia actual.

-¡Dios mío, haz posible una conflagración mundial, que

desaparezca este mundo como hiciste con los dinosaurios hace

65 millones de años!- pedía entre sollozos.

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-¡Dios mío, perdónalos porque no saben en lo que gastan!-

continuaba.

De regreso al continente, compungido de ver tantos egos

hipertróficos de vidas disolutas y anestesiadas ante el sufrimiento

ajeno y lejano, Cesar se inspiró y presentó un fabuloso proyecto

a la FAO, la organización de las Naciones Unidas para la

Agricultura y la Alimentación. Su original idea consistía en

aprovechar los desechos del desagüe de Mónaco, estos deberían

ser sedimentados, compactados y envasados para su envío al

continente más excluido donde cachorros de humanos mueren

desgarradoramente por falta de alimentos. Basado en un estudio

nutricional, César concluyó que un buen mojón de magnate

monaguense contenía aún restos de proteínas viables de caviar

Beluga, camarones, quesos suizos y demás delicias que podrían

suplir los requerimientos calóricos proteicos de miles de niñitos

marasmo-kwashiorkor que agonizan en cuartos inmundos del

quinto infierno del tercer mundo. Un único impase, el oloroso,

debía ser resuelto fácilmente al embalarlas en cajas recicladas de

perfumes Coco Channel. El alimento debía ser empaquetado con

el rótulo de “Residuos Grimaldi, donación de la comunidad

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mediterránea monaguense”, sería una réplica exacta de la Lata

Campbell de Andy Warhol con un fino detalle incorporado, en

medio del envase rojiblanco iría un bull constituido por el

blanquísimo trasero del heredero de Rainiero III.

La ONU denegó su proyecto y César se enojó muchísimo por la

hipocresía imperante en este organismo mundial, decepcionado

replicó argumentando con bibliografía médica que un buen

porcentaje de la población mundial come mierda a través de la

práctica del anilinguis. Apenado debió abandonar el proyecto

cuando recibió una notificación desde Zurich amenazándolo con

llevarlo a los tribunales bajo cargos de descrédito institucional.

Page 25: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

IV

César padecía una enfermedad congénita, el síndrome de Marfan.

Desde su concepción en el vientre materno un elemento del

grupo terrorista genético Adeene activó una peligrosa bomba de

tiempo dentro de su tórax, un aneurisma aórtico del tamaño de

una salchicha susceptible de estallar en cualquier instante.

Bastaba un súbito aumento de presión sanguínea, que rasgase la

adventicia de su aorta, el principal vaso sanguíneo del cuerpo

humano que tiene el grosor de un pene erecto, para que muriera

desangrado en segundos. Consciente de su condición médica,

César gustaba mencionar el parangón entre su abombada aorta y

el errático río Amazonas que algunos años sufre caprichosas y

furibundas crecidas que desbordan su curso y aniega poblados y

sembríos, cosechando muerte y destruyendo el esfuerzo de tantos

años y de tanta gente.

-Igualito, igualitito que mi jodido aneurisma aórtico- bromeba,

golpeándose el pecho como King Kong.

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Infinitas fueron las veces que intenté convencerlo de someterse a

una cirugía reparadora en el excelente servicio cardiovascular del

Hospital Madrileño Gregorio Marañón, más César siempre

argumentó que intuía que no lograría superar la valla de

supervivencia.

Antes de conocerlo, jamás sentí curiosidad por visitar

Sudamérica. Creía carecer de la compulsión viajera de mi

ancestro, arrastrado a América tras el oro, la plata y las especias

en una época en que nuestros eruditos pensaban que la tierra era

plana y estaba sostenida por las pezuñas de cuatro paquidermos.

Viajar a Las Indias Orientales era entonces un fabuloso negocio,

se arribaba a un paraíso donde las mercancías no requerían del

indispensable pago comercial estilado con la India, Cipango o

Catay. Cruzando el peligroso Mar de los Atlántes la cuestión era

simple, tomar propiedades ajenas con total desparpajo e

impunidad.

En mis células se replican genes de los primeros bravíos que se

hicieron a la mar tras la conquista del Nuevo Mundo. Y porque

Page 27: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

me enorgullezco de ellos, debo admitir que nuestros ancestros

tuvieron problemas con el control de la bragueta. Créanme, a

medio millar de años de distancia envidio las delicias que

debieron gozar desvirgando kilómetros de hímenes de chúcaras y

bellas infieles. Qué pena que hoy en día, azorados nos

percatemos que debemos responder ¿qué fue de los miles de

metros cúbicos de semen abandonados en aquellos fértiles

vientres?; frente a la pregunta ¿qué hacemos con los miles de

transgénicos sudacas asentados en la península, hordas invasoras

que crecen como un infiltrante cáncer de pene?

He aquí un buen caso para el juez Garzón, tal vez este logre una

victoria histórica de juicio por paternidad y exija una penectomía

masiva exhumatoria a lo largo y ancho de las playas del Caribe

por el Atlántico, y desde el golfo de México hasta la Patagonia

por el Pacífico.

Aún en vida y tal vez guiado tal vez por un presentimiento, César

me hizo heredero de sus veinticinco relatos de rigurosas 200

palabras cada uno, que hacen un total de 5000, una palabra por

cada kilómetro del río Amazonas que recorrió.

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En homenaje a la amistad que nos unió, adjunto aquí sus escritos.

Los originales que obran en mi poder son de un bello tinte

alimonado, pliegos impregnados de fragante olor a humedad,

donde están plasmadas sus historias, luminiscentes momentos

vividos en sus afiebrados recorridos por las cercanías de la

tórrida línea ecuatorial.

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( 01 ) LOTES 8 Y 1AB DE LA PLUSPETROL

Sabido es que el petróleo contamina de sustancias tóxicas las

cuencas de los ríos amazónicos, que diabólicos lotes

exploratorios de la Pluspetrol están convirtiendo en cloacas los

serpenteantes Corrientes, Pastaza y Tigre asentados en la selva

ecuatoriana-peruana.

Un escabroso informe de la CNN sobre el lugar da la vuelta al

mundo: guerreros de la milenaria etnia achuar mueren de manera

inexplicable, se hunden en las aguas como anclas de barco.

Gerentes de hidrocarburos de sombrías conciencias intentando

minimizar el daño ecológico, ordenan sembrar miles de hectáreas

de totorales y helechos en las selvas deforestadas y envenenadas.

Un esfuerzo ridículo como animar a viejitos prostáticos que

intenten apagar un voraz incendio con sus penes cuentagotas.

Los achuar sucumbían fondeados en las turbias aguas.

- ¡Brujería! –clamaban, furibundos nativos.

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Chamanes de toda la Amazonía se reúnen e invocan a los

milenarios espíritus de la madre naturaleza, soplaron toneladas

de tabaco y realizaron insólitas purgas y conjuros. ¡Y nada!

Finalmente llegan los resultados de los exámenes

histopatológicos forenses remitidos al Center Diseases Control,

de Atlanta: los achuar se hunden en las aguas amazónicas porque

su sangre y demás tejidos contienen kilogramos de plomo,

cadmio y mercurio.

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( 02 ) SUVENIR

Los Smith decidieron vacacionar siguiendo la ruta tomada por

Francisco de Orellana en 1542. Volaron de Nueva York a Quito,

en la capital ecuatoriana subieron a una lancha y alborotados y

extasiados descendieron por el río Napo hasta desembocar en el

Amazonas.

El tour incluía 3 días de convivencia en una aldea ribereña

perteneciente a la etnia de los guerreros achuar. Quedaron

maravillados con la belleza de la jungla y la calidez de su gente.

Al partir se despidieron acongojados, previamente decidieron

intercambiar regalos y John, el unigénito hijo adolescente cedió

su reproductor mp3 a cambio de una bolsita de tocuyo que

contenía un extraño suvenir en su interior.

A la semana de retornar a casa se esfumó la paz traída del bosque

tropical.

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Un escuadrón de comandos SWAT rodeó y allanó la casa de los

Smith mientras un helicóptero Uh-60 Black Hawk sobrevolaba el

vecindario.

Tras pagar una cuantiosa fianza y negar bajo juramento ser

miembros de un clan zombi o integrantes de alguna secta

satánica, los padres se enteraron que un compañero de estudios

de John encontró el exótico suvenir achuar en el ático y

emocionado lo paseó por todo el vecindario. Era una cabeza

reducida.

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(03) DERRAMES DE PETRÓLEO

El gerente de la Transnacional de hidrocarburos Pluspetrol

entendió que no fue buena idea traer a su hija adolescente al

campamento petrolero. Se esforzaba en convencerla con

mentiras, que aquellas inversiones eran necesarias para que el

país salga del subdesarrollo, que damos trabajo a mucha gente,

que de aquello vivimos.

Con tantas ausencias ignoraba el sentir de la joven alarmada por

el daño ocasionado a la biodiversidad, ella lo responsabilizaba

del derrame de petróleo vertido a las aguas amazónicas, de

envenenar la vida acuática con desechos tóxicos, de transformar

lagunas y cochas en aguas salobres más radiactivas que plantas

nucleares; donde el oxígeno disminuye tanto que pronto los

peces requerirán bombonas de oxígeno y ventiladores mecánicos

para respirar en espera del millón de años que requiere el

intercambio evolutivo de branquias a motores diesel de

combustión. La joven le exigía renunciar de inmediato.

El hombre, nervioso, apenas atinaba a atusarse el denso bigote.

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- ¡Papito no pude ser que los delfines parezcan focas y que los

guacamayos semejen gallinazos, por favor abandona este trabajo

inmundo y vámonos a casa. Vine para que me muestres la

belleza y el esplendor de la selva amazónica y no una horrenda

fotocopia! -

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(04) PEPO

La familia de un gerente de la Pluspetrol viajaba exultante a

través del río Tigre, disfrutaban de un bello tours amazónico. Los

dos hijos adolescentes pasaban el viaje molestando a un anciano

achuar que se ganaba el sustento limpiando el barco, jamás lo

llamaban por su nombre y se dirigían a él despectivamente

estrenando jocosos y humillantes apelativos.

Paradójicamente eran extremadamente cariñosos con Pepo, una

hermosa mascota rottweiler que saludaba con su portentosa voz a

cualquier animal que asomara en las orillas. Caía la tarde cuando

Pepo observó a una pareja de guepardos que dormitaba

perezosamente, intentando impresionarlos corrió a la borda

ladrando poderosamente. Sorprendidos, los guepardos replicaron

con tal potencia que Pepo se asustó, perdió ímpetu y equilibrio, y

cayó al río.

Ambos jóvenes intentaron arrojarse a las turbias aguas para

rescatarlo, más una huesuda tenaza se los impidió con firmeza.

Asidos por las muñecas zarandearon groseramente al vejete, al

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tiempo que recitaban altisonantes epítetos a la región perianal de

su fallecida madre achuar. Vencida la añosa resistencia y a punto

de lanzarse al rescate se percataron que en medio de la ebullición

grosella del agua flotaba una osamenta nacarada.

Pepo había caído en un banco de pirañas.

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(05) LOCO ORGASMO

El viejo acudía todas las tardes al medio del río Ucayali

siguiendo una rutina de medio siglo. De rodillas en su frágil

canoa, realizaba aspavientos de mimo simulando limpiar

ventanas. Era un orate inofensivo, vivir desnudo constituía su

único delito. Algunos de sus reiterativos soliloquios están

grabados en mi memoria.

-¿Por qué me abandonaste, amor de mis amores?, ¿qué maldad te

hice?, ¡perra miserable!, !puta deleznable!

Algunas veces yo observaba desde la loma de mi centro de salud

como grupos de adolescentes malcriados arrojaban pepas de

mango sobre su canosa cabeza, mientras reían a carcajadas

viendo como el loco huía asustado cubriéndose el rostro con los

codos hasta desaparecer en el follaje.

Absolutamente nada quedaba ya del apuesto novio que una

lejana noche disfrutaba su luna de miel a bordo de una lancha

que surcando el río Ucayali, pasaba frente a Contamana rumbo a

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Iquitos. Sobre cubierta él embestía a su bella esposa, quien

gozaba en pose de jaguar al acecho, apoyada en un frágil

barandal de estribor. ¡Ahmmm!

Al retornar del orgasmo se percató que la desvirgada vagina se

había transformado en un enorme forado de fierros retorcidos por

donde se ahogó su amada y su cordura.

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(06) SORPRESA

Pedro había pasado los seis últimos años de su vida en una

prisión de Medellín donde sufrió lo indecible. Remontando el

Amazonas retornaba a Iquitos-Perú, paradójicamente en el

mismo barco que le jugó una mala pasada. Descansando boca

arriba en una hamaca, recordaba el lejano y aciago día cuando

después de cuatro días de viaje desde Iquitos, a pocas horas de

arribar a Leticia-Colombia, su vecina de viaje, una monjita de

cara dulcificada por gruesos lentes de culo de botella, le pidió un

pequeño favor.

-Señor, voy al baño un instante, por favor cuide un ratito mi

cajita-.

- ¡Déjela junto a mi mochila! - respondió Pedro desde su hamaca,

sin inmutarse.

De improviso y tal furibundos corsarios ingleses abordando un

jugosos galeón español repleto de oro, miembros de la DEA

tomaron la embarcación, encañonaron a los pasajeros y

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procedieron a revisar pertenecías. Veinte kilos de clorhidrato de

cocaína de la más alta pureza fueron hallados en la cajita dejada

en custodia, a un costado yacían tirados lentes y sotana.

Maniatado y esposado, Pedro fue subido a bordo de una patrulla

policial desde donde sus ojos locos intentaban reconocer a la

falsa monjita entre una alborotada y cuchicheante multitud

arrellanada en la proa.

Page 41: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(07) EL ENSUEñO

Lenin viajaba exultante por el río Ucayali, aquella sería la última

vez que sería cena de zancudos. La lancha pronto atracaría en

Contamana donde tenía pensado abrir una ferretería, nunca más

volvería a abandonar su terruño.

Había pasado los tres últimos años de su vida trabajando en

faenas de exploración petrolera, ahorró cada dólar que Pluspetrol

pagó por su esfuerzo. En el fondo de sus viejas botas Caterpillar,

cientos de billetes de 100 yacían apretujados, muchísimos

Benjamín Franklin dopados por sus efluvios digitales.

En las últimas semanas se concentró en buscar el nombre del

negocio que le permitiría vivir sin tragar más hidrocarburos.

No hablaba con nadie y apenas salía del camarote por temor a ser

asaltado. En una de las pocas veces que salió a tomar aire vio a

una bella muchacha apoyada sensualmente en el barandal de

estribor, un querubín amazónico entallado en blusa y bluyín

Page 42: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Página 41

provocativos; armado de las agallas que infunde don Dinero,

Lenin le propuso compartir camarote.

En Contamana el capitán debió sacudirlo para despertarlo del

profundo sopor. Sus pies desnudos tropezaron con blísteres de

diazepam y latas de cerveza. En aquel instante acudió a su mente

el nombre del letrero que nunca escribiría: “El Ensueño”.

Page 43: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(08) BRASIL

Viajaba sobre el río Madeira acompañado de mi novia, muchos

de los pasajeros de la lancha iban al carnaval de Río de Janeiro.

Baco y Eros capitaneaban la lancha, decenas de parejas

demasiado efusivas fornicaban en movedizas hamacas o sobre el

rígido y oxidado y húmedo piso metálico de cubierta. Bajo una

noche iluminada de luna llena superaban con creces lo que

Pamela Anderson y Tommy Lee mostraron en internet. !Y como

gemían!, no eran gatitos caseros fornicando en las terrazas, sino

que gruñían como guepardos destrozándose en la orillada y

oscura floresta. De la nada una bella pareja swinger se pegó a

nosotros, en portuñol nos insinuaron realizar un intercambio de

parejas, mis ojos gritaron que ¡siiiiii! al posarse sobre las

fabulosas ancas de la hembra pura sangre, pero mi novia dijo

tajante que ¡noooo!

He olvidado los detalles de aquel viaje pero jamás olvidaré las

curvas asesinas e infartantes de aquella bella mulata.

Page 44: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Página 43

Me casé con mi novia y también me divorcié. Aún ahora, a

décadas de allí, siento las frescas aguas terrosas del río Madeira

bañando mis noches de insomnio donde me imagino haciendo el

amor con aquella exuberante vedette que iba a bailar a Río.

Page 45: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(09) VENUS DE WILLENDORT

Quedé prendado de Wendy desde el instante en que la vi subir

pesadamente las escaleras que llevaban a la cubierta de

pasajeros. Me dejé seducir por el vaivén asincrónico de sus

exuberantes depósitos energéticos glúteos y torácicos.

Mi musa pasaba horas sentada en posición de loto y manos a la

papada, pensativa devoraba el verdor de su campo de visión.

Parecía una estatua de Botero. Era rubia y de carita de muñeca

barbie, ojos verde esmeralda y gastaba un voluptuoso talle

compatible con sus 160 kilogramos. Vestía un polo I Love

Stanford que caía hasta sus rodillas, donde cabrían cómodamente

una pareja de mamuts.

Me enamoré de su belleza cromañón, un biotipo perfecto hace

20000 años, entonces prototipo de vientre fecundo y sensualidad

ilimitada, lejos de la actual anorexia de portadas.

Me acerqué a ella chapurreando un pésimo inglés. Poco importó

la dificultad idiomática, logramos comunicamos a través del

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Página 45

esperanto del amor. La noche del viaje la llevé a mi hamaca y me

enrosqué entre sus blancas piernas de mármol; semiahogado en

sus efluvios vaginales, no pude dejar de sonreír al escuchar el

comentario de una pareja de avispados pendientes de nosotros.

-¡Parece que lo estuviera pariendo!-

Page 47: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(10) SHALOM

Shalom y Elizabeth se habían reconciliado, luego de un año

superaron un pequeño mal entendido que los había distanciado.

Viajaban de Yurimaguas a Iquitos a través del río Huallaga, iban

muy cómodos en un amplio camarote, abastecidos de agua y

conservas apenas salían a cubierta. Permanecían más en posición

horizontal que vertical, copulando sin cesar.

A medio trayecto la tripulación se percató que la lancha se

bamboleaba peligrosamente, angustiados achacaron el incidente

a la lluvia torrencial y fuertes vientos que esta traía consigo; sin

embargo, tras amainar el temporal el barco seguía a punto de irse

a pique. La tripulación se apeó al canto del río para revisar

motores y estabilizar la carga, lo que sucedía seguía

constituyendo un misterio. Asustados, los pasajeros imploraban

ayuda al divino. Un avispado se percato del origen de tanto

balanceo y se lo comunicó al capitán.

Page 48: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

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A puno de zozobrar, la autoridad acudió a golpear la puerta del

camarote de los amantes quienes abrieron asustados, sudorosos y

apenas cubiertos con tollas.

-¿Qué pasa señor, que sucede porque tanto alboroto?- preguntó

angustiado Shalom, acomodándose con disimulo el arma al

ristre.

-¡Se los suplico!, ¡dejen de hacer el amor que nos hundimos! –

rogó el capitán.

Page 49: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(11) URGENCIA EN EL RÍO

Tres reales, 3000 pesos o 5 soles es el precio del pasaje. Docenas

de pequeños botes de madera entrecruzan diariamente el río

Amazonas de Perú a Colombia y viceversa desde el amanecer

hasta el ocaso. A nadie extraña encontrar seres humanos flotando

panza arriba en el trayecto, aquella es una autopista fluvial de

muchísimo cuidado.

En cierta ocasión que viajaba de Santa Rosa a Leticia, debí

esperar unos minutos para conseguir el cupo mínimo de

pasajeros. A medio trayecto noté que un pasajero se doblaba

desesperado, estaba pálido y diaforético. En ese instante imaginé

lo peor, una estadística entre los cientos de camellos que mueren

en aeropuertos y fronteras de todo el planeta al estallar la maldita

droga camuflada en sus entrañas, sobredosis fatales, cientos de

gramos de clorhidrato de cocaína directo al torrente sanguíneo

que producen horripilantes muertes.

Una samaritana, asustada al ver es mal estado general del

hombre se levantó de su asiento y vociferó al motorista:

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- ¡Señor, este hombre se nos muere, por favor llévenos rápido al

hospital de Leticia!

El desfalleciente amagó una sonrisa y replicó:

-mejor apéate un ratito compadre, por que la única urgencia aquí,

¡es que ya me cago!-

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(12) TEMORES INFUNDADOS

Había pasado 8 horas en el Golfinho III, un veloz y amplio

deslizador que volaba sobre las aguas del río Amazonas

siguiendo la ruta Iquitos-Leticia-Tabatinga. Un lugar donde se

puede jugar al twister, un pie en Perú, el otro en Colombia y una

mano en Brasil. A pocos minutos de arribar al destino final el

deslizador se apeó a un caserío donde subió un pasajero que

desde el inicio me observó con un incómodo detenimiento.

Su bigote a lo Pablo Escobar Gaviria hacia flotar mi

imaginación, me veía flotando panza arriba sobre el agua con

medio kilo de plomo en las entrañas. El tipo en cuestión podía

ser o narcotraficante o militante de las FARC o informante de la

DEA o agente de la CIA o tratante de blancas o ecologista;

descarté esta última idea pues tenía más pinta de Pedro Navaja

que de Al Gore. De pronto dirigió su mirada a mi entrecejo y

sentí morir, sabía de más que una pequeña confusión podría

mandarme a la otra vida.

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-¡Joven, lleva usted puesta la prenda al revés!- expresó, con

amigable y cantarín dejo caribeño mientras su índice derecho

gatillaba sobre las costuras sobresalidas de mi humedecida

camisa.

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(13) BUTTERFIELD

Silvio llegó a Manaos, el París de la Amazonía. Tras un viaje de

10 días en hamaca desde Iquitos a favor de la corriente, casi se

olvida de caminar. La belleza de la urbe lo enmudeció, un

lujurioso valle de silicio en medio de la espesura tropical.

Pasó la primera noche en un hotel barato donde una voluptuosa

morena que se alojaba en un cuarto contiguo se ofreció a hacerle

compañía. La pasaron bien, toda la noche su acompañante estuvo

llamándolo peru (sin tilde significa pavo en portugués). A la

mañana siguiente, Silvio encontró varias docenas de cervezas en

lata sobre la mesita de noche, algunos condones usados

adornaban el piso delatando tórridas escenas de amor, Silvio se

alegró de haberse protegido. Cerca del medio día, tocó la puerta

de la amiga para invitarla a almorzar pero se sorprendió cuando

le abrió un moreno con pinta de Pelé. ¡Ups!.

Tal vez había metido las cuatro y palideció cuando el tipo, tal

vez el marido, se quedó mirándolo insistentemente. Silvio se

disculpó, dio medio vuelta confundido y se dirigió a su

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habitación. El sujeto lo tomó suavemente del brazo mientras

susurraba al oído una voz familiar:

-¡nao tenha medo peru!

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(14) SICARIO

Me desplazaba del puerto de Tabatinga al de Leticia en un bote

colectivo, un corto trayecto fluvial de un par de kilómetros. A mi

lado se sentó un sujeto que esquivaba el choque de pupilas y

miraba a todos y a nadie a la vez. Apenas se arrellanó, destiló un

penetrante vaho a muerte, tan agudo que ni el medio litro de

perfume barato que tenía encima lo atenuaba. Un tatuaje en uno

de sus antebrazos simulaba un código de barras, una raya un

muerto.

Mientras avanzábamos sobre la turbiedad del río Amazonas, de

soslayo lo observaba realizar mímicas de percuteo sobre algunas

garzas. A medio trayecto extrajo una minúscula biblia del

pantalón, la colocó en su regazo y se puso a rezar con la

convicción de sacerdote católico pedófilo. A mis oídos llegaron

sus confusos bisbiseos, agradecía a la Virgen del Rosario la

gracia concedida.

Finalizado el trayecto abrió el librito azul de los Gedeones

Internacionales que en su interior guardaba una fotografía y un

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escapulario, sonrió con maledicencia y arrojó al agua “Este libro

no será vendido”. De pronto, una súbita ráfaga de viento llevó la

foto a mis pies, un adolescente que nunca más sonreiría, sonreía.

Page 57: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(15) LETICIA

Frente al Banco de Bogotá en la ciudad amazónica de Leticia-

Colombia me topé con una mujer hermosa hasta el tuétano,

Shakira multiplicada por dos. Me acerqué e invité a tomar un

refresco apelando a mi solitaria condición de foráneo.

-Bueno, si usted insiste-, me respondió con un delicioso y dulce

tonito cantarín.

Mientras le narraba anécdotas, me concentraba en sus labios que

imaginaba rodeando sensualmente mi firme masculinidad. Ella

reía a mandíbula batiente.

Del refresco pasamos a cervezas. Ya estaba a punto de pedirle

que me acompañase a mi hotel, cuando en el frontis del local se

apeó un camioneta de lunas polarizadas de donde bajaron 6

sujetos vestidos de negro portando enormes pistolas en ambas

sobaqueras y pequeñas ametralladoras colgando del cuello.

-¡Tranquilo, es mi marido, nada te va a pasar!- susurró.

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Me presentó como su peluquero así que me quedó más que

actuar como afeminado, me jugué la vida aparentando ser un tipo

inofensivo ante aquellos sicarios. El hombre hizo un desdeñoso

gesto de que me largara, ya salía del lugar cuando sentí la mitad

de mi culo en la mano de un fornido guardaespaldas. Desde la

calle escuché las risotadas de shakira burlándose de mi desgracia.

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(16) POLICÍA FEDERAL

Me encontraba en el puerto fluvial de Tabatinga-Brasil. Media

docena de policías federales subieron al barco a realizar

controles de rutina. Una policía me tomó ojeriza de inmediato,

ignoro que le molestó, tal vez que le mirase el enorme culo o

inconscientemente le recordé a alguien desagradable. Bella y

altiva se jactaba del poder que le confería su autoridad. Me

miraba como una sabandija y mientras rebuscaba en mis

pertenencias arrojó sobre cubierta mis pantalones y calzoncillos,

rodaron medicinas y aditamentos de profesión que acostumbro

llevar conmigo.

-¿Vocé e médico?-preguntó.

Al responderle afirmativamente, solicitó mis credenciales.

Comprobado el hecho, sus dedos índices vociferaron enojados:

-¡Adverto que nao pode ejercer no Brasil!

A unos metros unos niños traviesos golpearon un panal de

abejas. En minutos una sombra ensordecedora cubría toda la

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cubierta. Medio enjambre clavó sus aguijones en el enorme culo

de la policía, tal vez creyendo que defendían su redondo e

inmenso panal. La mujer se moría, no podía hablar ni respirar;

una severa reacción anafiláctica causó edema glótico y

broncoespasmo mortal. De lejos, aprecié su lánguida mirada

solicitando ayuda, disimuladamente arrojé al río mi cajita de

medicamentos de emergencia.

Ella fue explícita, yo no podía ejercer en Brasil.

Page 61: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(17) AYAHUASCA

Charles era apenas un adolescente cuando atravesó las arenas

milenarias de Mesopotamia formando parte de una avanzada

militar, cuando debería estar en casa viendo la serie infantil

Powers Ranges. Dado de baja del ejército del país que no conoce

la derrota, deambuló sin ton ni son por las arenas

estadounidenses de las costa este y oeste. Tal puta barata, se

acostó el diván de cada psiquiatra de veteranos de guerra que

encontró, loqueros que le hicieron tragar más pastillas que las

bombas arrojadas por los superbombarderos B52 sobre Bagdad

dirigidas a la lengua de Sadam Hussein.

Buscando paz viajó a la India, meditando en el templo de Sri

Ranganathaswamy soñó que deambulaba en la exuberante

Amazonía.

Arribó a Iquitos. Internándose en la espesura y guiado por un

chamán bebió extractos de lianas sicodélicas, bajo sus efectos

regresionó a Bagdad, junio 1993, logrando recordar a un

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asustado jovenzuelo iraquí encañonándolo a un metro de

distancia.

-¡Papá!- gritó Charles al ver a la muerte calata.

-¡Papá!- repitió su atacante mientras huía despavorido.

Perdido en el culo del mundo recordó lo que el psicoanálisis le

había negado tras esquilmarlo con miles de verdes, el rostro

desencajado del soldado árabe era el suyo.

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(18) BAYWATCH

Luis arriesgó su vida saltando por la borda al observar que un

hombre arrojaba a una mujer sobre el barandal del barco fluvial

en que navegaba. No dudó un segundo, impulsado por un

automatismo se lanzó a las turbias y peligrosas aguas del río

Ucayali, tras la víctima; no reparó en los cardúmenes de pirañas

ni en las legiones de caimanes.

Los gritos de desesperación de la gente obligó al capitán a

detener la nave.

Pasados angustiantes minutos, Luis retornó nadando solo y

agotado. La tripulación le tiró una cuerda, logrando subir a duras

penas. Jadeante y ofuscado por un valeroso e inútil esfuerzo que

casi le cuesta la vida, o un testículo o una pierna; se plantó

frente a un extranjero, un tipo rubio con más tatuajes que jefe de

pandilla de una sección salvadoreña de la mara salvatrucha MS-

13.

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-¡Pervertido de mierda!- le soltó, muy enojado.

-¡Casi muero por tu culpa!-

El foráneo no atino a replicar, sus orejas encendidas dijeron todo.

Sucedió que el gringo había consiguió una enamora a bordo y

antes de invitarla a compartir camarote decidió arrojar al agua su

muñeca inflable, irónicamente para evitar que ella pensara que

era un pervertido.

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(19) PESADILLA

Año 2023. Al igual que a fines del siglo XX, una coalición

internacional invade no Mesopotamia, sino la cuenca amazónica.

Esta vez el objetivo no son pozos petroleros, es un commodity

más codiciado aún que el obsoleto batido de huesos de

dinosaurios: agua. Las filigranas de la gargantilla de la doña

Sudaca viran del turbio sensual al rojizo macabro de un

crepúsculo sangriento.

Los ricos, convencidos de no poder llevar a sus familias a la

luna, despertaron de sus sueños juliovernianos; incapaces de

adquirir la Amazonía en subastas de Sothebys, ordenaron

tomarla. En medio de la locura de aquella sangrienta guerra

surge un clamor inmundo:

-¡ni para ti, ni para mí!- vociferan los sudacas mientras

envenenaban la cantimplora del mundo.

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Plantas, animales y 8 mil millones de homo imbecilis sucumben.

El miasma a muerte cubre la totalidad del otrora voluptuoso

bosque.

Luis de 13 años se despierta asustado, ha dormido mal, siente un

bulto bajo su espalda y sacude la cama. Una botella de agua

envasada cae al suelo, recoge el recipiente y de un tirón bebe el

contenido sintiendo un inusitado deleite pues nada le asegura que

aquella pesadilla algún día no se convertirá en una vívida

realidad.

Page 67: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

(20) BAILARINAS CONGÉNITAS

Jamás olvidaré aquella noche de sábado en la triple frontera,

solitario ingresé a una discoteca en Santa Rosa, audazmente

ubicada frente al puesto de la Policía Nacional del Perú. Ya

adentro quedé absorto del erótico baile forró de las brasileras que

movían sus afamados cuartos traseros como aspas de molino, a

un costado las colombianas las miraban con desdén esperando la

próxima pieza musical para lucirse con sus pasitos de salsa.

Noté que un alegre grupo de jovencitas locales cómodamente

sentadas en unas mesas reían y bebían. Disimuladamente me

percaté que la mayoría llevaban colgando entre sus pechos una

suerte de extrañas carteras; extravagantes bolsas de cuero, me

dije. En vano trataba de determinar que eran esas cosas que

pendían de sus cuellos. La penumbra, la humareda de cigarrillos

y las luces multicolores no me permitían dilucidar aquella

intriga; además, como foráneo no podía mirarlas demasiado. Al

pasar lo suficientemente cerca a ellas sentí un horror

indescriptible.

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Salí de allí de inmediato, indignado por lo que había apreciado.

Irónicamente debí sonreír ante el enorme letrero colocado a la

entrada del lugar: Prohibido el ingreso a menores de edad.

Aquellas no eran exóticas carteras de mano, eran bebés de

pecho.

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(21) A MORTE

Yo viajaba desde Santa Rosa frontera peruana a Manaos-Brasil,

el París del Amazonas.

En Fonte Boa se embarcó un personaje que colgó su hamaca

cerca a la mía. Era un predicador evangélico que se había tragado

una olla de sopa de bandada de loros y hablaba a mil palabras

por minuto. El hablaba y yo escuchaba, la verdad es que no tenía

muchas ganas de platicar con el tipo aquel.

Narraba que su iglesia inició con tres pelagatos y ahora contaba

con quinientos, que pensaba tener una feligresía cercana al

millón, que anhelaba pastorear una iglesia con más aforo que la

torcida brasilera saturando el Maracaná en un partido de fútbol

de eliminatorias mundialistas contra su mítico y archirrival

Uruguay, que tuvo una bella hija que adolescente enfermó y

murió de una extraña enfermedad, que sufrió lo indecible hasta

el día que tuvo una revelación divina: soñó que si su hija siguiera

viva sería una ramera.

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-¡Se fue, mejor así, hubiera sido una puta pecadora!- vociferó.

Sin inmutarme le respondí sinceramente:

-¡yo la hubiera preferido mil veces puta, pero viva y a mi lado!-.

El hombrecillo no volvió a dirigir palabra alguna en lo que restó

del viaje.

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(22) HERMES

Vi con mis propios ojos la versión veintiunesca y maldita de la

mítica leyenda de “El Dorado”.

En la cuenca del río Madre de Dios enclavado en la frontera

Perú-Brasil se extrae oro fluvial a precio de vida. Cientos de

dragas informales convierten un paraíso terrenal en satánicos

muladares. Infernales relaves mineros arrasan selvas vírgenes

convirtiéndolas en indigestos jardines, esfumando todo vestigio

de vida de sus entrañas, dejando regueros de olores inmundos en

las orillas de ríos inermes donde apenas sobreviven gallinazos

enfermos que picotean penosamente entre las raíces de árboles

resecos convertidos en estatuas de sal.

El lugar ostenta el récord Guinnes de poseer el historial más

turbio por metro cuadrado del planeta, el maldito y tóxico

mercurio se bioacumula en las entrañas de los seres vivos

transformando sus oquedades en tubos de azogue, calidoscopios

contemporáneos que refleja la mierda existente en esta hipócrita

esfera globalizada.

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Allí atendí a niños afectados con severa toxicidad neurológica y

dermatológica, grotescos estigmas cubrían sus frágiles pieles de

pies a cabezas. Llegaban a mí tiritando con 38 grados

centígrados, a la ectoscopía más parecían cebras parquinsonianas

que embriones humanos. Aquellos niños están tan contaminados

con mercurio, que juro los vi defecar termómetros.

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(23) EL ESTRECHO

Pueblo fronterizo enclavada en la cuenca del río Putumayo, una

correntada de 1600 kilómetros de crueldad que separa Perú de

Colombia, sus serpenteos que esconden tomos de historia no

escrita sobre abusos de aventureros, caucheros, misioneros,

guerrilleros y narcotraficantes. Conocido como “el paraíso del

diablo”, es un lugar donde la vida no vale nada y el divertimento

es permanente, donde existe amnesia estatal bilateral y se

comercia en dólares, donde chocitas semiderruidas se entrelazan

con edificios arrebozados con antenas parabólicas, donde nadie

recibe al forastero con los brazos abiertos sino con miradas de

desconfianza, donde la gente se rige por el código tácito de

prohibido preguntar, donde los cultivos de coca se expanden por

la maleza tropical como acné severo por el terso cutis de

Mozasana, donde machos avasalladores golpean a sus mujeres

peor que domadores de fieras enfurecidos y las matan con mas

impunidad que en Ciudad Juárez, donde el dicho de Francisco de

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Quevedo parafraseado hace más de 400 años cobra máximo

vigor: poderoso caballero es don Dinero, donde dragas que

buscan oro de aluvión encuentra más osamentas que metal,

donde después de escribir estas líneas no vuelvo allí ni tras

realizarme un trasplante de cara.

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(24) DNI

Marcos regresaba a casa después de dos años de servir en el

ejército peruano. Orgulloso del grado de sargento primero

obtenido, a cada instante palpaba su constancia guardada en el

bolsillo trasero de sus vaqueros, anhelaba mostrársela a su abuelo

Pancho. La lancha lo dejó en el pueblo de Nauta, donde el

Ucayali y el Marañón paren al amazonas. Su terruño aún

quedaba a tres horas de distancia aguas abajo en canoa.

Hacia unas horas había peleado con un trío de rufianes que

intentaron asaltarlo y se sentía raro. Siguió a los maleantes a un

rústico restaurante, desde un canto del local oía sus acaloradas

discusiones sobre fechorías, recordaban asesinatos. Marcos sintió

una angustiante corazonada cuando narraron la desaparición de

varios hombres en una zona de extracción ilegal de madera, pues

el abuelo trabajaba eventualmente en la tala de caoba. Marcos se

extrañaba que su presencia no les inmutase, ellos actuaban como

si él fuese invisible.

-¡Debemos deshacernos de los documentos!- expresaron.

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Al salir del lugar uno de ellos arrojó una bolsa plástica, Marcos

la abrió y encontró un DNI que felizmente no era del abuelo; era

el suyo, a un costado su arrugada constancia de sargento, le

miraba.

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(25) EL HENRY III

La pesada barcaza se desplazaba de Pucallpa rumbo a Iquitos a

través del río Ucayali. La larga y monótona travesía aburría a

Lorena, quien sufría con sus idas y venidas a los urinarios, sin

contar la cola que debía hacer para obtener un poco de arroz

mazacotudo y un hueso de pollo guisado. A bordo ofertaba su

cuerpo para pagar la manutención de su hijito que sufría de

hidrocefalia, necesitaba el dinero y no dudaba en usar el arte del

oficio más antiguo del mundo.

A medio trayecto, en Requena subió un solitario francés que

desde el primer instante quedó impactado por sus enormes y

torneadas ancas de potranca envueltas en la brillantez de una piel

caoba. La invitó a compartir camarote. Allí Lorena le dio de

beber subrepticiamente tabletas de diazepam en un vaso con

cerveza, para luego esquilmarlo sin miramientos.

En unos días en una campaña internacional de salud operaron

gratuitamente al niño. Lorena contenta acudió al Hospital

Regional de Iquitos para agradecer al cirujano.

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-¡Gracias doctorcito por salvar la vida de mi hijo!- le dijo

besándole las manos.

Al despegarse de la historia clínica, un par de inconfundibles

ojos azules la miraron con nostálgica somnolencia.

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V

El día que el aneurisma aórtico de mi amigo se rompió como un

globo de carnaval dentro de su pecho, vi en su muerte una

oportunidad de romper la cotidianidad de mi vida. Apenado, leí

mil veces sus manojos de arrugados manuscritos y sentí que

había en ellos verdades poliédricas que necesitaba y debía

vivenciar.

Desoyendo los consejos de un pelotón del fusilamiento

compuesto por mis padres, amigos y novia; al igual que mi

tatarata…abuelo el hidalgo conquistador Santi Charco, realicé

una trepidante travesía a Sudamérica en busca de un tesoro que

superaba en valía a “El Dorado” que él y Orellana jamás

descubrieron.

Tras recorrer la Amazonía retorné a casa donde sufrí una severa

crisis de desadaptación. Por mucho tiempo recorrí abúlica y

tristemente las aceras insulsas de la Gran Vía, observando

impertérrito sus papagayos tricolores en las esquinas, estúpidos

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animales de metal que ni gritan ni baten alas. Gracias al Dios de

Jacob, curé de esa pesadilla Kafkiana tras recibir cientos de

enemas de nostalgia, supositorios mentales de melancolía,

sangrías de ausencia y muchísimos emplastos de cariño.

A un lustro de las incidencias de aquel andar, atenuada ya la

furia de mis vivencias y tras haber tragado suficientes sedantes y

ansiolíticos como para dopar a todo el ejército chino, dejé de

lado estúpidos sentimientos de culpa y renuncié al paro y a ser

catalogado como un caso siquiátrico con código F32.2. He

intentado convertir mi experiencia en un recuerdo sereno y me

siento feliz de poder contarte esta historia, adelanto para algunos

ansiosos que el tesoro que encontré en la selva que por más de

tres siglos perteneció al reino de España, yace a buen recaudo y

crece floreciente día a día en un banco de Madrid que de ninguna

manera es el BBVA.

El viaje a Perú fue un pandemónium. Partí apenas premunido de

un par de croquis. En menos de 24 horas recorrí tres mundos,

abandoné el reluciente aeropuerto de Barajas a bordo de un

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confortable y espacioso Airbus, y mil y un ronquidos después me

encontraba de patitas en el bullicioso Jorge Chávez de la “tres

veces coronada villa”, donde la cercanía al mar se siente en el

aroma a algas marinas. Allí tomé una conexión, y minutos

después trepaba a un pequeño y claustrofóbico Boeing rumbo a

la gran selva amazónica. El avión se curvó pronunciadamente

sobre el gris cielo limeño y abandonó las aguas azuladas del

océano pacífico ensuciadas por cientos de puntitos blancos que

volaban al ras de las olas convertidos en gaviotas. A 10000 pies

el pájaro de acero partió al Perú como un deslumbrante mago

desmembrando en dos a una bella muchacha en su espectáculo

circense. Mi piel blanca y mi largo pelo castaño contrastaban con

la variopinta mixtura de razas que me rodeaba, noté que el

mestizo sudamericano es un tremendo batido de sémenes

procedentes de los cinco continentes, una terrible combinación

genética que alocaría a Watson y a Crick. Sonreí al imaginar que

así debía de verse un zoológico de terrícolas en alguna ciudad

experimental marciana con tantos conejillos de indias

conseguidos gracias a tanto OVNI y tanta abducción

extraterrestre.

Page 82: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Página 81

Todo mudaba minuto a minuto, nada quedaba del envidiable

confort de primera clase, los lujosos asientos de cuero dieron

paso a asientos de bus metropolitano, el caviar y el vino servido

a libre demanda en bandejas de plata y copas aflautadas se

transformaron en ridículos vasitos plásticos con Coca-Cola y

sobres de galletas resecas, los rizos rubios de las azafatas del

atlántico mudaron al liso azabache de las del pacífico quienes

hablan un castellano cantarín con un tonito nasal que me causa

gracia. A los pocos minutos de viaje apareció el plomizo de los

andes coronados de hielos eternos y media hora después

vislumbré un panorama irreal, una locura paisajística: el menú

gourmet vegetariano de un dios dietético se servía a varios

kilómetros bajo mis pies, la selva tropical parecía una infinita

ensalada de millones y millones de brócolis sazonados con

escurridizos jugos alimonados. Pese a viajar apiñado sentí

ráfagas de euforia al apreciar aquella maravillosa vista.

Superadas algunas turbulencias arribé a un lugar que poco había

mudado en el último millar de años.

Page 83: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Al descender del avión fui arrollado por una avalancha de

colores y calores. Ante mí se abría un escenario subyugante de

seductoras imágenes, una isla acariciada tangencialmente por las

aguas del río más largo y caudaloso del planeta. Un tórrido calor

tropical lo envolvía todo, el reflejo de la brillantez solar era tan

intenso que por un momento sentí que los miles de espejos de la

central solar voltaica de Arnedo en La Rioja se concentraban

directamente en mis retinas, hecho que me obligaba a entornar

los ojos como un ratón recién nacido y a hacer visera con ambas

manos. El verdor omnipresente de la floresta amazónica

combinaba sutilmente con el lapislázuli del cielo manchado de

gordos copos blancos. Tibias brisas a esencias de troncos,

bejucos, lodo y limo podrido aromatizaban el lugar. Yo rebosaba

de excitación y estaba envuelto en una sensación de irrealidad,

algo de ello probablemente se debió al jet lag.

A continuación tomé uno de los miles de mototaxis que pululan

por el lugar causando estridencias con sus motores de un

cilindro. El taxi amazónico me dejó a las afueras de la ciudad, en

un descampado que colinda con el río Nanay, un pequeño

afluente del Amazonas de meandros sinuosos que rodea la

Page 84: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Página 83

ciudad de Iquitos. A la entrada del lugar un enorme letrero mal

pintado señalaba que me encontraba en el Grupo Aéreo 42 de la

fuerza aérea peruana, una base militar que por toda flota tenía un

único y destartalado hidroavión Twin Otter. El anfibio metálico

se bamboleaba tenuemente amarrado a una estaca plantada en la

fangosa orilla. Dudé que aquel armatoste, desecho de la payasada

de Vietnam pudiera dejarme íntegro en mi destino: la triple

frontera amazónica, un excitante punto de encuentro entre Perú,

Brasil y Colombia. Anhelaba deambular por las ciudades

hermanas de Santa Rosa, Tabatinga y Leticia; un lugar irreal

digno de conocer donde según César “la vida no valía nada”.

Nada quedaba de la comodidad de las Europas. De descansar en

relucientes salones con asientos ergonómicos, pasé a apoyar el

espinazo en una crujiente y deslucida banca de madera astillada y

semienterrada en la arena. Mi culo era amenazado por clavos

oxidados que emergían de mi incómodo asiento. Un puñado de

cocoteros que salpicaban el terreno a duras penas me brindaban

algo de sombra, su ralo follaje escondía balas verdes que cada

cierto tiempo pasaban rasantes y ruidosas sobre mi cabeza

Page 85: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

bombardeándome con tibios proyectiles de flora intestinal. Al

vaho infernal se agregó el diabólico hostigamiento de agresivos

mosquitos que dejaron sobre mi piel ronchas tamaño de chapas

de gaseosas, los muy hijos de puta se revolcaban con delectación

sobre mi epidermis e incluso llegaron a copular con impudicia

sobre la gruesa capa de repelente que me cubría. Bueno, ya

estaba allí y me dediqué a contemplarlo todo con la delectación

de un niño, mi único consuelo era saber que en un par de

semanas terminaría la búsqueda de un tesoro que bien valía

soportar todos aquellos inconvenientes.

Tras dos horas de espera un joven oficial de la fuerza aérea

peruana se acercó al puñado de pasajeros que aguardábamos y

balbuceó una breve explicación, por culpa del mal tiempo

reinante en la frontera se cancelaba el único vuelo semanal que

cubría la ruta. Del grupo apenas surgió un murmullo de protesta.

-¡Por algo será joven!- respondieron los pasajeros con

resignación.

Un par de comerciantes modelos de Botero, de hablar franco y

candoroso que se habían granjeado mi simpatía, me invitaron a

Page 86: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Página 85

acompañarlos a viajar a la frontera, vía fluvial. El problema con

mis nuevos amigos era que su dejo me obligaba a concentrarme,

algunas veces me llevaba mejor con el idioma alemán que con

sus envolventes dialectos de castellano amazónico. Los

gordinflones me aconsejaban mucho, que tuviese cuidado con los

timadores, que jamás recibiese en custodia paquetes ajenos pues

podrían contener droga, y que nunca aceptase pócimas de bellas

mujeres pues podrían contener somníferos, etc.

-bueno, unos días con estos gordos alegres como cachorros y de

humor efervescente, no sería tan malo- me dije.

El próximo vuelo a la frontera salía el siguiente sábado, si es que

salía. Rebobiné mis pensamientos y me cuestioné haberme

circunscrito al desplazamiento aéreo a fuerza de la costumbre.

¿Qué de malo me podría pasar en tres días sobre el río Amazonas

a bordo de unos lentos y pesados barcos fluviales?

Page 87: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

VI

Embarcadero “El Huequito”, situado a orillas del río Itaya. Un

terraplén de lodo y greda rebosante de luminosidad y pestilencia

formado por cientos de rugosas tablas adosadas entre sí que

impiden resbalar y fungen de pasarelas a gallinazos ávidos de

carroña que nadie se molesta en espantar. En medio del río flotan

estructuras afianzadas a enormes troncos de diámetros de llantas

de camiones, transformadas en hotelitos resuelve urgencias

hormonales, bares bulliciosos y peligrosas y mortales gasolineras

informales. Las casitas flotantes se ubican desordenadamente

entorno a toneladas de fierros oxidados llamadas lanchas, en

cuyas altas torretas se lee el nombre de algún hijo o amante del

dueño, a un costado unos enormes letreros pintados con letras

fosforescentes señalan el destino final: HOY a Yurimaguas,

MAÑANA a Pucallpa, etc. Cada cierto tiempo el sonido

estridente y lacerante de las sirenas indicaba el zarpe de las

mismas. Nadie revisa documentos y no existe lista de pasajeros.

Page 88: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

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El lugar es un hervidero de gente que se obsequia ramilletes de

groserías mientras cargan o descargan mercancías al son de

estridentes e inquietantes músicas emitidas por manojos de

parlantes ubicados en la cubierta de cada embarcación. En el aire

se entremezclan baladas brasileras, vallenatos venezolanos,

cumbias tropicales peruanas, salsas colombianas, pasillos

ecuatorianos y algo de rock. Como un desquiciado me carcajeaba

de algunas de sus graciosas y estúpidas letras: “ojalá que te

mueras…”, “así son los hombres, son una basura…”, “ya se ha

muerto mi abuelo, ya,ya,ya…”

Irónicamente aquel caótico desorden enmarcado en podredumbre

destilaba vida a borbotones. Por el lugar deambulaban fenotipos

anfibios de anchísimas espaldas y gruesos pies de ornitorrincos

darvinianamente adaptados al agua; son los descendientes de las

milenarias etnias amazónicas, hijos del sol y de la luna, de ríos y

bosques, los verdaderos dueños y señores de aquellas aguas y

verdores. Me impactó ver a un grupo de atípicos estibadores

vestidos con pantalones cortos de mezclilla y botas de jebe de

caña alta, eran abuelos cargando enormes racimos de plátanos

Page 89: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

sobre sus osteoporóticas curvaturas dorsales; seres sin tiempo

que precisan de tecnología de datación de fósiles para identificar

sus edades, últimas cohortes de grandes guerreros iquitos,

achuar, quechuas, boras, shipibos, cocamas; que otrora

dominaron la selva virgen, que aunque aparentaban miserables y

paupérrimos, caminaban más arrogantes que soldados de la SS

ingresando a Polonia en setiembre de 1939. Tras las cortinas

blanquecinas de sus opacificados cristalinos aprecié una verdad

absurda y triste, trabajaban para poder comer. Se me atoró un ojo

en la tráquea al palpar una suerte equivalente a enviar a los

viejecillos de asilo de las Hermanitas de los Pobres de Madrid a

laborar jornadas completas en las construcciones del boom

inmobiliario de las costas de Murcia.

Dolorosamente percibí un sutil sistema de castas en aquel

frenético batido de razas, costumbres y sincretismos mágicos

religiosos. Noté que el nativo ribereño representa la escala social

más baja pese a ser el heredero natural del lugar, ¡vaya tonta e

inesperada paradoja!

Page 90: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Página 89

Entre la muchedumbre paseaban varios predicadores evangélicos

ofreciendo entradas para la tierra prometida, gente aferrada a las

escabrosas indulgencias del Medioevo. Yo los rehuía y me

preguntaba, que más apocalípsis que aquella realidad se podría

esperar. Evangélicos, católicos y mormones bullían por docenas

esperando pescar almas en aquel hervidero de pobreza; todos

ofertando esperanza, un suculento anzuelo que les ofrece la

posibilidad de una nueva vida donde ya no habría más

sufrimientos, ni más penurias económicas, ni más angustias. Al

acercarse a mí, para predicarme sus respectivos credos, los

predicadores y sus acompañantes casi me incrustan entre los ojos

una compacta y enorme biblia Nácar Colunga de 3 kilos y un

pequeño libro del mormón por el culo.

-¡Si no aceptan la palabra de dios se sancocharán eternamente

como inguiris!- vociferaban, señalando a las sudorosas

vivanderas removiendo unas renegridas y humeantes ollas

conteniendo enormes plátanos verdes en ebullición.

Page 91: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Quienes me intrigaron con su comportamiento y sus vestimentas

fueron unos tipos de pobladas cabelleras y largas barbas que

predicaban acompañados de sus mujeres que a su vez portaban

túnicas y velos. Me enteré que eran los Israelitas del Nuevo

Pacto Universal, gente andina que encaminan sus vidas según los

lineamientos de Penatateuco, una secta de quechuahablantes

genuinos herederos de los fabulosos incas del Tahuantinsuyo que

alucinan ser más sefarditas que aquellos que pueblan la franja de

Gaza y que venden diamantes en Amberes.

Uno de ellos, un joven de piel cobriza que retorcía la fría piel de

una pequeña anaconda sobre su cuello, culpaba al animalito de

los males existentes en el mundo y le reprochaba el haber tentado

a Adán, amén de haber marcado a la humanidad con el estigma

del pecado y obligar al hombre a ganarse el pan con el sudor de

la frente. Al verme sonreír al escuchar sus disparates, se acercó a

mí y me invitó a palpar a su pecadora mascota. Conversamos un

rato, al enterarse que yo era extranjero y que iría a la triple

frontera, Christopher Huamán, el tipo que cargaba a la cómplice

de Eva se emocionó en demasía y me invitó a visitar su pueblo al

Page 92: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Página 91

retorno de mi viaje. La Nueva Jerusalén está enclavada a unos 50

kilómetros antes de llegar a la triple frontera amazónica.

-Deseo que en España conozcan la existencia del éxodo de mi

pueblo, deseo que la religión que mi gente profesa sea conocida

en todo el mundo, y tu testimonio es importante – expresó, al

tiempo que confianzudamente palmeaba fuertemente mis

omoplatos.

Page 93: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

VII

Subí a la motonave” Isabel II”, una desvencijada barcaza de

carga y pasajeros de 60 metros de eslora y diez de manga

distribuida en tres niveles; inferior de carga, intermedia de

pasajeros y la superior que era tienda, bar y comedor. Su

capacidad era de 150 personas pero calculé que estaban

embarcadas unas 300. A mi alrededor docenas de caóticas

hormigas humanas cargaban la atestada lancha avanzando al

ritmo de gritos, chillidos y conchas de sus madres.

Disimuladamente contabilicé unos cien chalecos salvavidas

anudados groseramente a los barrotes del techo. Yo temía que la

barcaza se hundiese al ir sobrecargada al punto del naufragio,

pues estaba atiborrada de personas, animales, y toda gama de

artículos de primera necesidad; imagínate que subieron hasta

fierros de construcción y bolsas de cemento. Quedaba claro la

prioridad de la carga sobre los pasajeros. El miedo intensificaba

mi impresión que la embarcación escoraba peligrosamente. En

determinado momento cuestioné a uno de los tripulantes la

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insensata idea de amarrar los chalecos salvavidas; amablemente

le sugerí que tan solo deberían dejarlos colgando, argumentando

que en la eventualidad de necesitarlos no perderíamos unos

valiosísimos segundos. El astuto hombrecillo de mediana edad

me miró con sus ojillos de rata y replicó inteligentemente:

-Señor, disculpe, si los amarramos bien, ¡es para que no se los

roben!

En pleno cenit bajé a visitar la bodega de carga donde encontré

un infernal aniego de bostas que despedía un nauseabundo olor a

metálica humedad. Sobre una enorme plancha de hierro que

formaba la estructura del suelo, yacían tirados una piara de

cerdos manchados de óxido con las cuatro patas amarradas en

brutales nudos corredizos; varias docenas de patos y gallinas con

las alas entrecruzadas como brutales llaves de yodo, les hacían

compañía. Aquella era una escena que llevaría directo al

manicomio a más de un activista de sociedades protectoras de

animales. A la entrada del recinto un cartel enmohecido prohibía

animales a bordo, ironías de las leyes peruanas con tanto valor

Page 95: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

como rollos de papel higiénico. Al fondo se divisaba el cuarto de

máquinas, para llegar a los potentes motores Caterpillar debí

saltar sobre cajas, jaulas, bicicletas, racimos de plátanos y demás

bultos. Llamó poderosamente mi atención unas grandes cajas de

madera conteniendo bloques de hielo envueltos en aserrín y

sacas de sal; tecnologías de la necesidad que mantienen el

pescado fresco hasta por quince días o en salazón hasta por un

año. No toqué absolutamente nada de lo que allí había porque era

vox populi que entre esa parafernalia de carga, viajaban de

contrabando insumos para fabricar cocaína e incluso a veces iba

a bordo a modo de polizonte, la mismísima diosa colombiana:

doña Blanca Pasión viuda de Alegre, acompañada de su séquito

de dólores.

Ubicado en el área de pasajeros armé mi hamaca y esperé

pacientemente el zarpe programado para las dos de la tarde. Caía

la tarde y nada. Bamboleándome ociosamente en mi estrecha

habitación colgante, sentí mucha hambre de la carne tibia de las

pasajeras de miradas seductoras que lucían sus bellas anatomías

enfundadas en pequeñas faldas o vaqueros a punto de estallar. Al

rato comprendí la razón de mi repentina pasión, la cubierta

Page 96: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

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estallaba en feromonas; tenues olores almizclados responsables

de perpetuar la especie que me obligaban a aspirar levantando el

cuello como un gallo bebiendo agua. Imaginé sorber sus vaginas

fangosas con sabor a greda fresca y acariciar sus relucientes y

canelísimas espaldas de féminas dignas de empreñar. Evitando

pecar, casi les pido a los tripulantes de la lancha que me amarren

a una columna de fierro como hicieron sus colegas de otrora con

el valeroso Ulises en su paso por la Isla de las Sirenas.

Mis dos amigos, ya a estas alturas con nombres propios, Juanito

y Juaneco resultaron ser un par de donjuanes de pacotilla.

Posaban descaradamente sus miradas libidinosas sobre las

redondas protuberancias de las muchachas y les lanzaban piropos

chuscos y trillados, los noté faltos de originalidad y dada la

grosería de sus modales no les auguraba ningún futuro en sus

intentos de conquista. Ignorando el medio siglo a cuestas y la

asimetría que les conferían sus vientres cerveceros que además

soltaban apestosas carcajadas anales, el orondo par de sibaritas

aireaban y ventilaban con lujo de detalles y con total desparpajo

sus múltiples hazañas amorosas. Bromeando le toqué el

Page 97: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

protruyente tinajón a uno de ellos y le recordé sus escasas

chances de flirteo ante las docenas de guapos y musculosos

jóvenes amazónicos con vientres de plomada que rondaban y

flirteaban a las bellezas litúrgicas.

-No hay problema Pedro, dijo Juanito, “billetera mata a galán”.

Juaneco se compró el pleito y extrajo un grueso fajo de billetes

con el que se cacheteó de ida y vuelta mientras expresaba:

-¡cuánto tienes, cuánto vales, nada tienes, nada vales!-

A los minutos los vi melosos. Usando sus labias rimbombantes

trataban de entablar amistad con tres hermosas jovencitas que

increíblemente los encontraron comiquísimos y se reían a

mandíbula batiente de sus jocosos comentarios. En ese instante

recordé lo que bien decía mi abuela, que hay un roto para cada

descosido. El trío de amigas eran comerciantes de sandalias

brasileras azaleia, ellas viajaban a la frontera tres veces al año

para comprar lindas y cómodas sandalias en Brasil; realizaban un

jugoso negocio, pues el calzado triplicaba su precio ya de retorno

en la ciudad de Iquitos. De la nada el par de panzascontentas

Page 98: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

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enviaron a la más joven y hermosa del trío a donde yo me

encontraba.

Una esbelta y desinhibida muchacha de piel canela y cabello

negro se me acercó, me tuteó del saque y me invitó

coquetamente a unirme al grupo.

-¡Acércate joven que no muerdo!- me dijo.

Sonreí forzadamente y no me quedó otra que completar la media

docena.

Me enamoré a primera vista de aquel encanto de mujer que

inspiraba en mí una exótica mezcla de ternura de querubín y

furor de sádica dominatriz. Del instante en que la conocí, di de

baja al par de galanes y anduve con ella de arriba para abajo;

bueno, más arriba que abajo. ¡Gerusa, oh diosa amazónica que

brebaje le diste a mi alma que cada segundo de mi vida te

recuerdo, ¿cómo olvidar el azabache de tus cabellos impregnados

de olor a fruta fresca, cómo no recordar tus caderas de

configuración deliciosa y tus aterciopeladas nalgas que

contrastaban con tus manos dignas y ásperas de tanto quehacer?

Page 99: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Finalmente partimos a media noche. Nadie parecía destilar

aburrimiento, quedé sorprendido de la tranquilidad del resto de

pasajeros inmersos en tarareares despreocupados, despiojos

mutuos y pesados duermevelas. Fui el único en reclamar por la

demora al patrón de la lancha. El sujeto me miró desconcertado y

sonrió con indulgencia, telepáticamente vociferó que me vaya al

carajo. Sumisamente debí aceptar el hecho que en el río el

tiempo renguea e inclusive existe placer en las demoras.

De las vigas herrumbrosas del bajo techo revienta-cráneos del

compartimiento de pasajeros, colgaban tres pequeñas bombillas

de cincuenta voltios que irradiaban una luminosidad amarillenta;

un tenue fulgor que atraía a miles de insectos cuyos batidos y

zumbidos formaban auras circulares de casi un metro de

diámetro. Las batientes y multicolores hamacas impresionaban

una colonia de murciélagos prehistóricos en hibernación, para

llegar a la mía debía avanzar en cuclillas bajo las telas combadas,

golpeando con la mitra toda suerte de culos y esquivando bolsos

y mochilas dispersas por doquier. En esos instantes, al

percatarme de mis penosas circunstancias, no me quedó más

alternativa que sonreír o sonreír.

Page 100: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

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Gerusa descolgó su hamaca del lugar que ocupaba junto a sus

amigas, avanzó a gatas y anudó su camarote portátil junto al mío;

previamente discutió con un par de pasajeros inconformes con su

intromisión. Apenas unos centímetros nos separaba, estábamos

tan cerca que podía sentir el calorcillo disipado por la raja de su

bello culo. Gerusa estaba contenta conmigo y no lo disimulaba

un ápice, conversamos mucho. A punto de conciliar el sueño

sentí la tibieza de sus pequeños seños sobre mi cuerpo, la

muchacha se había deslizado sinuosamente dentro de mi hamaca.

No aguanté las ganas y he de decir que el sexo en hamaca exige

dominar extraordinarios movimientos de contorsión y poseer la

flexibilidad de un acróbata chino. Sus jadeos y gemidos

rompieron el silencio de la noche, pudorosamente traté de evitar

la propagación de su impúdico léxico de placer para no llamar la

atención del mar humano que nos rodeaba. Temerariamente

incrusté mi mano en su boca como un golpe de karate, más no

conté con el sobrepeso añadido y mi escasa habilidad para

anudar hamacas, y ¡pum! Al rato me vi dando tumbos por el

Page 101: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

suelo como un pesado costal de patatas, despertando a medio

mundo y con el borde de la mano izquierda sangrando.

Aquella primera noche en la lancha apenas dormí. En plena

madrugada, me dediqué a contemplar absorto una sobrecogedora

y silenciosa negritud nocturna apenas ensuciada por las tenues

destilaciones intermitentes del canibalismo cósmico. Quedé

hipnotizado por el vuelo centellante de las luciérnagas y el fulgor

de unos puntillos rojizos apareados en el agua que después me

enteraría eran ojos de caimanes. Aferrado con una mano al borde

del barandal y otra al culo de Gerusa que me acompañaba en

respetuoso silencio, apreciaba las mismas estrellas que me

enseñó a leer mi padre, especialmente la bendita y nostálgica

constelación de Orión cubierta por el dedo índice paterno.

Gerusa se aburrió al rato y me abandonó, se fue a dormir en mi

hamaca sorprendida de mi expresión atribulada, no entendía que

tanto observaba yo en una insulsa oscuridad que ella conocía

desde siempre.

Cada cierto trecho un puñado de lucecitas aparecían entre la

bruma, eran mecheritos de querosenes refulgiendo dentro de las

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incontables casitas camufladas entre la maleza y dispersas a lo

largo de toda la riada. Tenues luces crepusculares se reflejaban

como papel aluminio sobre el agua de un hermoso color de

chocolate navideño sobre la que destellaban sensuales olas

plateadas que daba ganas de sorberlas. Quedé anestesiado por el

éter de la vida y me adentré en los óleos de aquellos paisajes

poéticos capaces de soliviantar ambiciones y despeñarlas por el

precipicio de la magia del vivir.

Abruptamente un silencio que hiela el alma dio lugar a una

sublime sinfonía, una oda a la vida, millones de seres celebrando

un día más de supervivencia; trinos, graznidos, susurros,

gruñidos, chillidos, zumbidos etc. La lenta embarcación

avanzaba sobre un caudal de millones de metros cúbicos, a mi

alrededor millones de palmeras y árboles de ventrudos troncos

instigados por Eolo presentaban ramas y realizaban reverentes

venias a mi paso. El influjo de luz que reverberaba en ambas

orillas distantes varios kilómetros entre sí, creaba una enajenante

ilusión de estar en el mar. Mis ojos ávidos contemplaban

alborozados la exótica belleza del jardín botánico y zoológico

Page 103: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

más grande del planeta. Entiendo que nombrar todo el

espectáculo de color y sonido sería cansino, así que apenas

mencionaré lo que más me gustó; guacamayos de espléndidos

plumajes y osos perezosos colgados de árboles desplazándose

lentamente como adolescentes deprimidos por un amor no

correspondido. ¡Ah!, debo mencionar que en la taza de chocolate

brincaban juguetones delfines rosados, ¡sí!, ¡rosados! Orgulloso

puedo decir que forniqué con la seductora señora Natura y

alcancé multiorgasmos de matices visuales. Intentar describir

mas detalles de lo que pasó entre ella y yo es una osadía, una

avezada aproximación a la soberbia.

A medio día subí al bar a beber algo acompañado del quinteto,

invité unas cervezas y al recibir la cuenta entendí por qué había

escasa clientela, los precios eran compatibles con bares de

terraza de cruceros Royal Caribbean. Haciéndose el gracioso un

tipo con cara de palo y sonrisa sardónica se acercó a mi e intentó

venderme una fabulosa idea, deseaba ser mi socio en un

millonario negocio, una sociedad en la que el ponía nada más

que la idea y yo todo el dinero. Inmediatamente los juanes se

percataron de su molesta presencia y lo amenazaron con arrojarlo

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al río si seguía importunándome. El sujeto sugería que yo

aportase tres mil dólares para alquilar una draga que llevaríamos

a trabajar en una zona donde se encontraban pepitas de oro con

tan solo miccionar en la arena, melosamente juraba y rejuraba

que pronto nos haríamos millonarios. A los pocos minutos el

estafador se aburrió con mis argumentos de desinterés, ante mis

cerradas negativas supo que yo no pescaría su anzuelo y

comenzó a mirarme con desprecio para luego desaparecer tan

abruptamente como llegó.

Page 105: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

VIII

El río es todo, camino y despensa. Las lanchas proveen

alimentos y noticias, y fungen de conexiones entre los múltiples

pueblitos ribereños y el siglo XXI. No existen horarios de arribo

y los pobladores pasan horas a la intemperie esperando,

conscientes que la fecha y hora de llegada varía por múltiples

imprevistos; demoras en carga y descarga, el humor del piloto y

el capricho del río quien es finalmente el que verdaderamente

manda y que a su vez está condicionado por el clima y si se

discurre a favor o en contra de la correntada. Vía radiofonía se

monitorea el paso de los fierros flotantes por los distintos

poblados, viajar en lancha conlleva una surrealista impuntualidad

e informalidad, que infartaría a cualquier súbdito inglés que se

precie de serlo.

A lo largo del trayecto observé orillas carcomidas, oquedales

producto de la roza y quema. Selva convertida en chacras

atiborradas de yucas y plátanos, alimentos básicos de los

agricultores amazónicos de orgullo telúrico. Entre los cultivos

Page 106: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

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aparecía gente extrovertida y de raza amiguera acicalando la

hierba húmeda con sus callosos dedos, caminando con las

barbillas lejos de sus tóraxs al sentirse amos de la selva. Los

nativos amazónicos abandonaban un momento sus machetes y

azadas para apreciar el espectáculo de la barcaza rompiendo la

monotonía del aislamiento frente a sus narices, terminada la

pequeña tregua volvían a tomar sus armas para seguir batallando

en la lucha diaria por la supervivencia. Al caer la tarde estos

campesinos se transmutan en pescadores y suben a sus frágiles

canoas para penetrar por ríos secundarios y terciarios en busca de

los sustanciosos peces que en la noche y bajo la luz de la lumbre

irían a nadar en los acuarios estomacales de sus hijos.

Cada cierto trecho aparecen comunidades sumidas en el olvido

gubernamental, irónicamente sobre los techos de palma de

aquellas humildes y escuálidas casitas ondeaban deslucidas

banderas rojiblancas, gritos silenciosos y desgarradores de

auxilio ante tamaño abandono.

-¡Aquí estamos!-flameaban.

Page 107: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

Las lanchas caletean en la mayoría de aquellas comunidades

ribereñas excluidos de la interconectada aldea global de

McLuhan, pueblitos compuestas por gentes simples que comen

yuca y pescado y sueñan con pescado y yuca. Al apearse en sus

orillas se produce el mismo ajetreo, hordas de vendedores suben

a bordo para ofrecer frutas y manjares regionales; pirañas

ahumadas, caparazones asados de tortugas recién degolladas,

paté de hígado de mono, brochetas de gusanos y de colas de

lagartos. En cada parada se acondicionan prácticos muelles

portátiles revienta-nucas, un par de resbalosas tablas de madera

de cinco metros de largo y veinte centímetros de ancho que

comunican la proa de la embarcación con la fangosa orilla.

Graciosamente, jaurías de perros chuscos y enclenques que

apenas pueden sostener sus cuerpos, asumiendo ínfulas de bravos

mastines perseguían con sus opacos ladridos a la lancha que

pesadamente abandonaba el lugar.

La embarcación atracaba en cada poblado una hora en promedio,

tiempo suficiente para poder recorrerlos. Todos tienen una plaza

principal donde se sitúan un local comunal y una pequeña iglesia

de madera de simples estilos y ornamentos góticos de irrisoria

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Página 107

similitud a las de la Sagrada Familia de Gaudí. En el interior de

sus humildes templos reposan toscas cruces de maderas

apolilladas, rezagos de un ferviente catolicismo heredado de

padres agustinos y franciscanos que trataron a toda costa de

imponerles al Cristo crucificado, ignorando que los nativos

tenían ya sus benévolos dioses del río y del bosque, exentos del

diabólico estigma de la Santa Inquisición.

Soy consciente de los excesos cometidos a nombre del celo

cristiano por muchos de aquellos sacerdotes, basta decir que

tratando de modificar los infieles estilos de vida del nativo hasta

se metieron en su intimidad; les aconsejaban que fornicasen

únicamente en la sosa en la pose del Misionero, les suplicaban

por el amor a Dios que dejasen de imitar la cópula de los

jaguares. Que gran error de apreciación, ¡tan delicioso que es

fornicar como felinos! Yo personalmente no les hubiera hecho

caso aunque me cocinasen los testículos en el mismísimo

infierno y en la propia sartén de Belcebú.

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El segundo día a bordo de la Isabel II atracamos en San Pablo, un

antiguo leprosorio. Aprovechando que la lancha demoraría un

par de horas para cargar un bloque de madera, fui a su pequeño

cementerio a depositar un ramo de helechos sobre la tumba de

unos legendarios misioneros españoles que otrora batallaron

contra la Hanseniasis. Ante sus osamentas imaginé la gran fuerza

moral que los arrastró hacia allí, debí preguntarme

nostálgicamente, ¿dónde quedaron sus ideales?, ¿en qué

momento se cagó la iglesia católica? ¡Qué talla de seres

humanos, la de aquellos sacerdotes!, gente cuya responsabilidad

abrumadora los llevó a dedicar décadas de sus vidas a los

ribereños amazónicos. Españoles que arriesgaron sus vidas por

una palabrita actualmente en desuso y que al término del siglo

XXI, si no hacemos nada se convertirá en un arcaísmo:

Misericordia.

- Hace mucho que en España ya nadie los recuerda viejos- les

dije, acongojado.

- Pero a mí no me han de engañar pendejos, sé que la pasaron

muy bien degustando los culazos de tantas monjitas- bromeé.

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Página 109

Si bien no deseo pecar de irreverente, tampoco hago mal en

imaginarlos clavando sus vergas enhiestas en las sabrosas carnes

de tanta misionera que con amor a borbotones curaban leprosos y

a enseñaban a leer a los leprositos. Si bien doy fe que ellos y

ellas cumplieron sus votos de pobreza y humildad a pie juntillas,

ni loco podría garantizar el de castidad, amén que lo vivido y lo

gozado nadie se los quitará.

Mientras rezaba una oración en honor a tan cándidas almas, se

me acercó un vejete que encontró mi fenotipo muy parecido al

del padre Asencio Villarejo, uno de los tantos cultísimos y

aventureros sacerdotes españoles que haciendo gala de un

formidable espíritu de sacrificio vegetaron por esas selvas

llevando amor y esperanza; ello, a años luz de los tergiversados

apostolados de tantos pedófilos malnacidos de la actualidad.

Siguiendo una buena vibra, bromeé que Villarejo era mi tío

abuelo.

La inocencia corrió como reguero de pólvora, en minutos el

pueblo entero se conmocionó con la nueva. Viejos y viejas con

Page 111: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

secuelas de lepra acudieron a verme, me tocaban reverentemente

con sus muñones curados hace medio siglo por mi supuesto tío y

comentaban: igualito que el padrecito, blanquito como el

finadito, mira su sonrisa, sus ojos de cielo, hasta camina igualito.

Al escucharlos supe que no me quedaba otra alternativa que

seguir adelante con lo del rollo familiar, tanto agradecimiento

inmerecido me conmovió en extremo que debí intelectualizar la

mentira; siendo ambos españoles existía una alta probabilidad

que nuestros huesos compartan más de una secuencia de genes y

por tanto parentesco. Palidecí cuando uno de ellos me alcanzó

uno de los diarios de Villarejo y pidió que se los leyera, balbuceé

un instante al darme cuenta que estaban escritos en latín.

Astutamente salí del apuro contando una historia más parecida a

un rollo de culebrón mexicano que a las cuitas del fenecido

curita. Siendo hora retornar a la lancha; la turba, compungida con

lo que supuestamente estaba escrito en la lengua oficial del

vaticano, simplemente no me dejó partir.

-¡Por favor, quédate hasta que pase otra lancha!-expresaron a

coro.

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Página 111

La Isabel II debió partir, adiós juanes, adiós Gerusa. Permanecí

un día entero en San Pablo donde aproveché para recorrer un

mercadillo de sobrecarga sensorial repleto de frutas remaduras,

colas de caimán, pirañas secadas en sal, huevos frescos de

tortugas acuáticas, olorosos caparazones asados de enormes

tortugas terrestres que más parecen cerdos, tripas rellenas con

sangre y arroz, cecinas ahumadas, pescados a la plancha o al

vapor envueltos en hojas. Allí también se puede comprar pieles

de anacondas y de jaguares. Ingresé a sus tienditas humildes de

anaqueles vacíos donde apenas se encuentra aditamentos básicos;

sal, azúcar, velas, fósforos, gasolina, aceite de cocina y aceite de

motor, carbón, plátanos, pilas. Sin poder evitarlo me imbuí de

humor negro, sádicamente pensé que sería un buen chiste bizarro

solicitar a una de las humildes tenderas un whisky etiqueta azul y

huevos de centurión, e intentar pagar a plazos con mi VISA

platinum.

Algunas doncellas de los bosques de ojos difuminados me

miraban de soslayo. Chicas curiosas llenas de ímpetu y de brillo,

de rostros limpios como frutas recién lavadas y brillosos ojos

Page 113: Un Shaman Amazonico en El Principado de Monaco

negros como brasas de carbón; sonreían traviesas, contoneando

con donaire sus voluptuosos cuerpos al tiempo que me hacían

adiositos con las manos soñando tal vez que las llevaría conmigo

a recorrer lugares distantes y distintos. Que grato era apreciar a

aquellos bellos querubines de sexos incandescentes y bravíos

caracteres labrados en caoba; tanto así, que si a alguna de ellas se

le incrustaba una espina en sus pies descalzos, la extraía sin

ademanes ni gestos de dolor con la naturalidad de quien se retira

con un mondadientes una hilacha de carne de entre los incisivos.

La palabra resignación se lee en los serenos ojos de las jóvenes

madres amazónicas prematuramente envejecidas por la paridad

masiva, mujeres de fortaleza inquebrantable cuya prodigiosa

fertilidad de úteros las hacen pasar la mitad de sus vidas

cargando minúsculos seres en sus entrañas tal koalas

australianos, exponiéndose en cada parto a una altísima tasa de

mortalidad materna. Pese a soportar estoicamente vidas difíciles

y repletas de privaciones, sus auras desbordan cariño y ternura a

borbotones. Las vi acariciando las caritas sucias de sus pícaros

bribonzuelos con las mismas manos fuertes que labraron la

comida que estos se llevan a la boca, y que a falta de manicuras

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Página 113

semejan lijas de albañilería. Aquellos niños de bulliciosas

algarabías cubiertos con politos deslucidos estampados con

orejitas de Mickey Mouse, ignoran que para ellos visitar al

ratoncito en su habitáculo de La Florida, es un evento tan

inverosímil como concertar un picnic familiar en la Casa Blanca

entre George W. Bush y Bin Laden.

Al verlos jugando fútbol en pequeños descampados, rogaba al

divino que pudiese surgir entre ellos un Leo Messi, cuyo sueldo

de 800000 euros mensuales equivale al pago adelantado de la

producción agropecuaria de todo San Pablo por un milenio.

Aquellos niños amazónicos me recordaron también que por el

compromiso con ellos fue que el gran poeta Javier Heraud se

dejó matar, ¡qué compromiso de guerrillero mi Dios!, ¡qué

entrega y generosidad de aquel adolescente un millón de veces

más grande que el mismísimo Ernesto Guevara de La Serna, el

Ché!

En aquel leprosorio me pregunté, ¿por qué tanta diferencia entre

la gente del Amazonas y del Ebro?, ¿dónde estaban las mieles de

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la democracia y la igualdad de oportunidades entre los seres

humanos? Me invadió una oleada de ansiedad, sentí que se me

despellejaba el alma al percatarme que les tenía lástima tan sólo

por el mero hecho que vivían en situaciones de extrema pobreza

material. Me dolía haberles adjudicado aquel axioma lastimero,

más comprendí que mi apreciación se debió al hipócrita discurso

de una sociedad etnocéntrica dominante que considera la

carencia de bienes el mayor pecado capital, que compara el

bienestar de un pueblo basado en conceptos de mercado que nada

tiene que ver con calidad de vida. En San Pablo no todo son

opacos porvenires, también hay un buen vivir pues se consume

alimentos naturales y se disfruta de gratos ambientes de

camaradería y solidaridad, abundan las risas y juegos y el buen

sexo, se está rodeado de mucho esparcimiento y siesta y pereza y

paz. Horrorizado ante la posibilidad que el pobre fuera yo, un

insignificante súbdito de la corona española cuyo concepto de

felicidad hasta hacia poco se basaba en la tenencia de bienes,

vomité.

Al día siguiente subí al Eduardo III, una lancha que carecía de

sonar y cartas de navegación. Cada cierto trecho el timonel

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Página 115

introducía una larga caña de bambú para medir la profundidad

del cauce, era época de estío y encallar en un banco de arena

podría mandar a pique a la barcaza obligándola a realizar una

grosera voltereta de travesti brasilero ofertando su cucú en pleno

carnaval de Río de Janeiro. El avance de la lancha lo dictaba

aquel hombre confiado ciegamente en su perfección visual de

veinte sobre veinte dioptrías, capaces de captar hasta el sutil

burbujeo del pedo de un delfín bajo el agua. Tétricamente tomé

certeza que de volcarse la lancha se suscitaría tal caos y desorden

que ni el propio Haudini saldría vivo de aquel pandemónium.

“En el río la vida no vale nada”.

A media mañana la cubierta del Eduardo III parecía una sesión

de sauna finlandesa. En las primeras horas del día el frescor del

viento sobre cubierta se siente en el rostro como al abrir una

nevera, con las horas se transformará en el furor de una secadora

de cabello apuntando al entrecejo. El calor me hacía beber como

un dromedario preparándose para atravesar el Sahara. A cada

instante debía visitar los urinarios, hedores de amoniacos.

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Inequívocamente me vi sentado en un reducido espacio formado

por delgadas planchas de metal picoteadas por el óxido, cuya

pintura estaba plagada con dibujos pornográficos realizados por

otros cagones que a guisa de pincel usaron objetos punzantes o

romos como llaves o monedas. Desconocidos vates populares,

inspirados en sus placeres colónicos plasmaron espontáneamente

su arte, corazones deformes atravesados con punzantes flechas

de Cupido, vaginas y anos atravesados por vergas enhiestas; sus

dedicatorias eran palabrotas aderezadas con horrorosas faltas

ortográficas, graciosas huellas para la posteridad que sin licencia

reproduzco: “que triste es amar sin ser amado, pero más triste es

cagar sin haber comido”, “todo el arte del cocinero viene a parar

en este agujero”, “caga el rey, caga el papa y también la mujer

más guapa”, “prohibido cagar más de un kilo”, “aquí hasta el

más macho se baja el pantalón”, etc.

Debo decir que salía renovado espiritualmente de aquellos

santuarios excretores bellamente adornados con grabados del

inconsciente colectivo del viajero local.

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IX

Después de dos largos días desembarqué en el triángulo

amazónico, allí tracé una bisectriz y después de calcular senos,

cosenos e hipotenusas encontré a mi bomba latina. Durante las

mañanas acompañaba a Gerusa a realizar sus compras de

sandalias y desayunábamos en Brasil, al medio día paseábamos

por tiendas de ropas en Colombia y caída la noche dormíamos en

el pobre pero honrado hotel Las Hamacas, en Perú.

La triple frontera es un lugar paradisiaco y caótico donde ha

desaparecido más gente que en el triángulo de Las Bermudas. Es

una esmeralda a la que un día le cayó mierda, allí existe una

plaga aun no codificada en el New England Journal of Medicine

denominada Ajuste de Cuentas que consiste en la súbita

aparición de plomo en los tejidos y que amenaza con extenderse

por la región como la peste bubónica por las Europas del

Medioevo. Todo es lindo, menos la parca que ronda y ronda. En

la frontera los malos no son tipos de filudas miradas

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intimidatorias y caras subrayadas y heladas sonrisas, si no

alegres y educados sicarios que canturrean con indiferencia y te

saludan amablemente antes de descerrarte una bala entre las

cejas; son simples asalariados que retornan sonrientes a casa tras

cometer sus escalofriantes crímenes justo a tiempo para acudir a

misa, incluso algunos son tan bienintencionados y solidarios que

dejan parte de su comisión a los deudos para ayudar a cubrir los

gastos del sepelio. Trabajo es trabajo y el trabajo dignifica, así

que nada de semblantes demudados.

Esta es una región misteriosa donde algunos muertos no tienen la

decencia cristiana de un traje de celulosa, donde existen

sicópatas de cataduras peligrosas y espíritus sarnosos que

embalsaman cristianos rellenando de piedras sus abdómenes para

asegurar su permanencia eterna en el fondo limoso del río. Se

puede apreciar balsas, botes y canoas vagando al garete en la

inmensidad del río Amazonas y nadie hace comentario alguno,

nadie sabe nada, pues todos conocen que prudencia y discreción

son pasaporte y salvoconducto. Los “sapos” mueren. Mira y

calla. Una nefasta y calamitosa realidad consecuencia del

contubernio clandestino con la cocaína.

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Pasear por la triple frontera era una locura. En mis bolsillos;

euros, dólares, soles, pesos y reales se confundían entre sí. El

paso de uno a otro lugar se hace en pequeños botes que llevan 3

banderitas, una más amplia que las otras resalta la nacionalidad

del motorista. De Santa Rosa a Leticia el castellano peruano

toma un dejo caribeño, de Leticia a Tabatinga la cuestión

lingüística es idéntica a la de los vecinos del Duero. Tres lugares

donde todo varía, diversos amperajes eléctricos de 110 a 220,

otros husos horarios, otros rostros, otras músicas, otras comidas y

otros efluvios de mujer. Degusté visualmente enjambres de

bellezas colombianas de fabulosos cuerpos y pieles blancas que

contrastan maravillosamente con cabellos azabaches, brasileras

de pieles canelas y brillosas embutidas en minúsculas faldas y

pantalones cortos que muestran muslos y pantorillas de fabulosos

cuádriceps y gemelos que estremecen. Anhelé beber y sorber y

clavarme dentro de tan bellas cataratas de placer, pero bien

advertido decidí vengarme con Gerusa. Imaginar el frío de una

veloz bala dentro de mi cabeza, deshacía todas mis pretensiones

de don Juan.

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Acepté la invitación de Cristian Huamán y de retorno recalé en la

Nueva Jerusalén, Gerusa siguió de largo hasta Iquitos con unos

buenos fardos de sandalias azaleia.

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Página 121

X

Me impactó la locura de tanta gente intentando vivir como los

judíos de antes del advenimiento de Jesucristo. Seres incapaces

de ubicar la Palestina en el mapamundi, pero que creen poseer

genes hebreos en sus alienados vasos sanguíneos; andinos que

desestiman sus orígenes de genuinos herederos de una fabulosa

raza que formó el gran Tahuantinsuyo cuyos territorios abarcaron

desde Quito hasta La Patagonia. Una insania colectiva los induce

a anhelar estar arrodillados ante el lejano Muro de las

Lamentaciones de Israel, teniendo ellos los fabulosos muros del

Machu Picchu, las paredes del templo del Cori Cancha y de la

fortaleza de Sacsahuamán.

La Nueva Jerusalén era un bastión de los Israelitas del Nuevo

Pacto Universal. Allí encontré un Arca de Noé que permitiría a

los escogidos sobrevivir a un nuevo diluvio universal, un

mentirosillo y ridículo armatoste construido por Exequiel

Ataucusi, su primer líder y fundador. Me adentré en un humilde

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templo construido de lustrosa madera, un remedo oligofrénico

del templo de Salomón, donde todas las noches un centenar de

pobladores bisbiseaban desgarradoras jeremiadas. A un costado

del púlpito, dormía una Arca de la Alianza hecha de latones que

contenía dos trozos de madera balsa donde se leían los diez

mandamientos dictados a Moisés. Todas las casitas del pueblo

estaban adornadas con estrellas de David y tenían las puertas

manchadas con sangre de cordero, siguiendo la recomendación

dada por Moisés para evitar la muerte de los primogénitos

ordenada hace 3000 años por el faraón Ahmosis. Las

comunidades aledañas a la Nueva Jerusalén responden a los

nombres de Nuevo Tel Aviv, Nueva Haifa, Nueva Beerseba,

Nueva Ramat Gan, etc.

Ataucusi y sus seguidores fueron testigos del terror perpetrado

por el grupo criminal Sendero luminoso que asoló al Perú y lo

sumió en tiempos de paranoia en las últimas décadas del siglo

pasado. Él fundó la secta de los Israelitas del Nuevo Pacto

Universal, gente desarraigada en su propia patria, inmigrantes

entre los inmigrantes que respondieron con un absurdo ante lo

absurdo. Y aunque hoy la paz haya retornado a las alturas de las

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cordilleras de los andes de donde partieron, nada hará que ellos

vuelvan a sus olvidados terruños a cultivar sus papas y pastear

sus llamas y sus vicuñas allende en las alturas. ¡Nada!

Mi tolerancia religiosa es amplia más se agotó al ver a un gordo

y sabroso becerro tendido sobre una enorme pira, siendo rociado

de aceite de oliva extra virgen. No pude controlarme ante esa

lacerante realidad y sincerándome le dije a Cristian que esos

doscientos kilos de proteína próximas a ser incineradas y

desperdiciadas, servirían mejor trozadas en los hambrientos

estómagos de los tantos niños semidesnutridos que pululaban por

el lugar. Tras escucharme, el muchacho se indignó y casi me

golpea por expresar semejante blasfemia, comentó en quechua y

muy enojado lo que yo había dicho con un sucio matarife que

fungía de sacerdote de la casa de Leví. Entre los dos me

atravesaron con sus láseres pupilares. Asustado, y aconsejado por

el sentido común, debí retractarme antes que alguien ordenase mi

inmediata lapidación.

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Al palpar la desgraciada intolerancia del fanatismo religioso

decidí salir corriendo del lugar, apenado por sus niños carentes

de horizontes que no saben ni pío de aritmética pero dominan La

Torá como el mejor de los rabinos y que superan en tecnología

alimentaria a la gente de la NASA pues para nutrirse ni siquiera

deben comen carne deshidratada y pulverizada, a ellos les basta

olerla calcinada.

Para dejarme partir Cristian Huamán me exigió un óbolo, una

contribución al pasaje de su pueblo a la lejana tierra bendita y

divina de Palestina donde nació Jesús. Le di 100 euros, más por

miedo que por devoción alguna a su causa.

-¡Se acabó la diáspora!, ¡después de dieciocho siglos

regresaremos a la tierra prometida!- expresó, muy ufano.

-¡Vamos a tomar posesión de los altos del Golán!-

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XI

De regreso a Iquitos golpeado por la locura religiosa, me olvidé

del objetivo primordial de mi viaje y me dediqué a fornicar tres

veces al día con Gerusa.

-¡Llévame a España, Pedrito!- me suplicaba Gerusa.

-¡Mi marido, mi bebito, mi rey, mi príncipe!- me decía,

embelesada y embobada mientras jugaba alborozada atrapando

mi cabello rubio entre sus manos color canela.

¡Qué cariñosa mujer!, a cada instante me besaba y apachurraba, a

decir verdad en determinados momentos la encontré demasiado

melosa.

-¡Pedrito, pareces Jesusito!- bromeaba.

Gerusa me mimó con languidez gatuna y hasta la extenuación.

Gocé a mares con sus poderosas contracciones vulvovaginales

que parecían un centenar de suaves manos galesas ordeñando mi

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verga. No por poco hombre, más si en honor a la verdad debo

decir que ella me hizo sentir un agresivo macho alfa y que yo era

poseedor del único pene del planeta. Me cautivó su sumisión,

increíblemente luego de hacer el amor Gerusa me besaba los

pies; sí señor, los pies, como la Magdalena a Jesús. Nunca nadie

me había besado los pies.

En las mañanas la acompañaba a su puesto de ventas de

sandalias y me dedicaba a apoyarla en sus ventas.

-¡Lleve casera!-, vociferaba yo, a los transeúntes.

- ¡Barato nomás!

No estaba preparado para recibir halagos directos de las chicas,

modestamente diría que quedaban impactadas por mi porte

europeo y mis verdes ojos, y no es porque yo sea muy guapo sino

porque mi biotipo escasea en esos lares.

-¡Hola bombón!-, me decían algunas chicas, otras tomaban una

sandalia y mirándome a los ojos decían:

-¿Cuánto cuestas?

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Hasta llegaron a darme algunas palmaditas en el pompis.

¡Hay Gerusa!, si no fuera por tus celos enfermizos y tu

sentimiento de posesión estarías aquí en mi piso donde escribo

estas líneas, impidiéndome concentrarme tan solo con el aliento

de tu cuerpo. Recuerdo que juntos embriagamos a la luna y

aullamos como jauría de lobos bajo el centello de los astros. Ecos

de tristeza retumban en mis oídos cuando rememoro tu cálida y

dulce voz. ¡Qué piernas y que trasero Gerusa! Tu vagina sabía a

zumo de piña de la que bebí mucho y ávidamente. Ni que decir

de tus maneras sexuales que jamás he vuelto a encontrar, de tus

contorsiones de acróbata del Cirque du Soleil. ¡Oh máquina de

amor, oh afrodita amazónica!, desde aquí y donde sea que estés,

¡qué Dios te bendiga eternamente!

Gerusa varias veces se trenzó a golpes con más de alguna chica

que osó coquetearme.

-¡Es mi marido!, ¡que miras puta de mierda!- les decía a las

supuestas contrincantes, quienes asustadas se alejaban.

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Gerusa no les daba tregua y seguía insultándolas, cortándoles la

retirada.

-¡Quitamaridos!- vociferaba.

No faltó algunas azaleias lanzadas a las espaldas en fuga, poco le

importaba perder clientela y asustar a las posibles compradoras.

Me tenía al borde de la paranoia al acosarme a cada instante con

ráfagas de preguntas sobre mis supuestas infidelidades.

-¿Que tiene la Fresia que no tenga yo?- expresaba socarrona,

¡cuidadito con estar encamándote con esa sucia!- continuaba,

refiriéndose a una señora octogenaria vecina de ventas que

profesaba por mí un bello cariño abuela-nieto.

-¡Nadie me va a quitar a mi marido!, ¿qué se habrá creído esa

puta descarada?-bramaba.

Algunas veces Gerusa trataba de justificar su actitud antes sus

dos amigas viajeras, vecinas de ventas; tras oír sus infundados

argumentos, ambas tratando de evitando conflictos se limitaban a

bajar la cabeza y continuar con sus quehaceres.

-¡Te pasas ya, Gerusa!-se limitaban a decirle.

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Me asustaba su sentimiento de posesión, la amaba pero no

deseaba ingresar dentro de la vorágine de locura de una insegura

enferma de celos. Sin fuerzas para refutar sus estupideces, yo

apenas atinaba a sonreír con un punto de malhumor.

Recuerdo muy bien la última noche que pasé con ella. Habíamos

tenido un encuentro sexual gratificante, yo había quedado

exhausto pero ella deseaba más sexo e intentaba vanamente que

mi pene se parase para una enésima función. Tan agotado me

hallaba que mi compañero no iba a volver a presentar armas el

resto de la noche aunque me lo pidiese una orden judicial emitida

por Garzón. A mis fabulosos treinta muchos no conseguiría una

erección más, pese a embutirme de viagras como si fueran

vitaminas. Voy a aprovechar la oportunidad para mencionar que

siempre respondí sexualmente hablando, pues el Divino me

bendijo con una banana ecuatoriana de exportación que Gerusa

dejaba más exprimida que limón de emolientero.

-¡Así quiero dejarte, para que no pienses en ninguna otra mujer!-

decía ella, sonriente.

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Tuve sed y salí a la calle a comprar agua pero había olvidado el

dinero, al poco rato regresé y encontré a Gerusa recostada en la

cama en posición ginecológica vaciando en su vagina el condón

que minutos antes yo había tirado al tacho de basura.

-¿Qué haces?- le pregunté asustado y sorprendido.

-¡No me dejes!- repuso.

-¡Quiero tener un hijo tuyo!-

No dije nada más, la besé con furia y mientras las besaba supe

que aquel sería nuestro último encuentro. Lo que pasaba en el

laberinto intrincado de su mente es un enigma y el hecho de

querer retenerme con un hijo, una total idiotez.

Al día siguiente simulé estar enfermo y no acudía al puesto de

sandalias, tomé mis pertenencias y abandoné el hotel como un

fugitivo.

Perdón Gerusa por olvidar la elemental cortesía de un adiós,

¡perdón mi amor!

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Decidí completar mi itinerario y regresar a casa donde

irónicamente pensaba reunirme con mi novia que abortó

legalmente un hijo mío sin comentármelo siquiera, hecho que me

enteré al fisgonear cierto día en su diario olvidado y abierto en

posición ginecológica.

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XII

Nuevamente en “El Huequito”. Me embarqué en el Henry III,

otra enorme lancha que viajaba esta vez por el río Ucayali. El

paso cansino del Henry III me permitía aprecian nuevamente a

los nativos cultivando yuca y frijol a la vera del río, a sus

mujeres sentadas en sus palafitos trozando pescados y lavando

ropitas y a sus inocentes niños de alegrías virulentas entregados

al divertimento, jugando a las canicas o al futbol, lejos de los

enajenantes y epileptógenos juegos de consolas.

En este nuevo viaje en lancha por el Ucayali, vi consternado el

paso de sucias barcazas petroleras que convierten arroyos

transparentes en aguas más tóxicas que beber de las cañerías que

aún quedan en Chernóbil, aprecié buques repletos de enormes y

centenarios troncos aserrados que a los lejos simulaban palillos

de fósforos superpuestos. Leyendo un mapa de Sudamérica

calculé que se requeriría de un mínimo de tres vidas para recorrer

el río Amazonas y sus mil afluentes que serpentean en una

cuenca de siete millones de kilómetros cuadrados. Irónicamente

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entendí que a ese ritmo de contaminación y deforestación al

depredador homo sapiens le bastaría apenas tres décadas para

convertirla en un nuevo Sahara.

Vi barcos lujosísimos provistos del confort de hoteles 5 estrellas

ancladas frente a chocitas paupérrimas. Hordas de jubilados

americanos y europeos de vidas desahogadas arribaban a la

Amazonía atraídos por imágenes en HD y 3D emitidas por la

Natural Geografic, Discovery Channel y Animal Planet; seres

inmersos en la onda de Green Pace que buscaban el Santo Grial

perdido en la naturaleza primigenia. Noté sus rostros de cera

apreciando la biodiversidad tras claraboyas de vidrio

antiimpacto, aferrados a la modernidad dentro de cabinas

climatizadas acondicionadas con frigobar, fax, televisión,

telefonía satelital e internet. Algunos otros se arremolinaban

consternados en torno a niños amazónicos que no tienen

oportunidades de competir en el mundo www.com y que se

encuentran en una desventaja indecente; tratando de tranquilizar

sus conciencias, les ofrecían regalitos y repetían conceptos

esgrimidos por Obama: power of change, hope, you can.

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Particularmente pienso que enviar a un jovencito amazónico a

competir con su par europeo o americano por una vacante

corporativa sería tan atroz como enviarte a pelear a muerte con el

campeón mundial de tae kow do, tú con los pies desnudos y él

con las zapatillas de toperoles de Leo Messi.

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XIII

César, sabedor que la anoréxica lo podía reclutar en cualquier

instante, además de asegurar sus relatos con el único amigo que

tuvo en su éxodo por varios hospitales de las comunidades

autónomas, solicitó en su testamento que yo regase sus cenizas

en su natal Inahuaya y que debería buscar un valioso tesoro.

Menudo encargo, me jodió con el último pedido, sus cenizas bien

los podía enviar por DHL, al fin y al cabo no me reclamaría hasta

el juicio final, pero ¿y el tesoro?

A los pocos días de su cremación me llegó un potecito de

aluminio junto a una escueta nota, dentro dormitaba un cheque a

mi nombre con 100 000 euros y estas palabras:

“Pedro, cuando recibas esta misiva yo ya estaré muy lejos.

Siempre supe que se me rompería la maldita aorta, te agradezco

por haber sido mi amigo en un lugar donde yo era diferente y que

para mí también todo era diferente, tanto que a veces hasta el sol

parecía otro sol. Ve a mi natal Inahuaya y busca un tesoro que

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me pertenece, consérvalo y cuídalo. Una abrazo. Posdata. Si no

cumples mi encargo juro que te jalaré de las patas todos los días

hasta nuestro próximo reencuentro”.

Relajado y bamboleándome en una hamaca en el Henry III,

recordaba muchas de las pláticas que tuve con César, me

apenaba recordar las veces que lo molestaba con mis

indiscreciones.

-¿César, dime porque viniste a España, si vivías en un paraíso?-

-¡Por amor!- me respondía.

“Pedro, diez años trabajé como un burro en mi tierra,

lastimosamente el dinero a duras apenas me alcanzaba para los

menesteres básicos. Tengo una hija Marfan como yo y no quiero

que sufra y muera prematuramente, mi mayor anhelo es que le

desactiven la bomba que mi carga genética le implantó. Cuando

supe por la ecografía 3D que me nacería una niña Marfan, le

planteé a su madre la posibilidad de un aborto terapéutico; más al

día siguiente mi mujercita amazónica desapareció para nunca

más volverla a ver, se esfumó en las selvas con mi embrión en su

vientre. Durante estos últimos siete años las busqué por todos los

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ríos y nada, se esconden y las niegan. Ahora estoy aquí en tu país

ahorrando el dinero suficiente para salvar a mi nena, estoy

convencido que ella si pasará la valla de supervivencia. La

pobreza no es mala Pedro, siempre que ella no te mate a los

hijos”.

Me apenaba rememorar el hecho que constantemente lo reñía al

encontrarlo desayunando sanguches de atún en el interior de su

automóvil fiat de segunda mano. Con una hogaza de pan y 5

conservas de atún adquiridas en oferta de supermercado, César

desayunaba toda una semana apenas por un puñado de euros; en

las tardes almorzaba comida de hospital que yo particularmente

no se la daría ni a mi perro, y en la noche ayunaba.

–¡Lo hago por amor, Pedrito!- me adelantaba, cuando lo pillaba

comiendo esas porquerías. Astutamente me ganaba por puesta de

mano, antes que lo volviera a reñir por tacaño.

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XIV

En el trayecto a Inahuaya me topé con una variopinta

mezcolanza de gente. Trotamundos y mochileros de sobaquinas

infernales, hippies desaliñados y desfasados vestidos con

atuendos heredados de sus rebeldes abuelos de los 60, neo

hippies tatuados y atiborrados de más collares y zarcillos que

brujos africanos, artistas pobres buscando inspiración,

ecologistas de la moda verde en peregrinación por el pulmón del

mundo, chicas solitarias y enigmáticas que imagino que bajo sus

jeans deben llevar calzones de castidad ultradelgados

confeccionados con fibra de titanio. Imaginé que entre tanto vago

profesional habría algún excéntrico heredero de ingentes fortunas

luchando con sus ascos, intentando lavar generacionales

sentimientos de culpa.

De tanto viajero me sorprendió encontrar en el Henry III a un

puñado de jóvenes emos vestidos de negro con sus

inconfundibles looks de personajes de anime japonés. Durante

todo el trayecto los amigos de Gokú se la pasaron mirando sus

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zapatillas Converse y el sublime verdor en mística actitud de

vacío. Sus apatías crearon en mi mente un paralelo entre ellos y

los jóvenes de los barrios del sicariato situados en la triple

frontera. Unos coqueteando con el suicidio y los otros con el

asesinato. ¡Mierda!, me percaté que ambos grupos expresaban

una violencia sin sentido, unos hacia sí mismos y otros hacia los

otros. Entendí que eran abortos de una globalización neoliberal

que no les brinda la oportunidad de una gestación completa como

seres humanos y que apenas los considera capitales de consumo

dentro de un sistema económico que los valora tanto como una

tuerca de metal. Todos eran embriones teratogénicos del homo

sapiens, que ante la ausencia de perspectivas laborales y

horizontes de vida se agobian de desesperanza y gatillan sus

módems de destrucción y autodestrucción, únicas alternativas

que consideran valederas frente a esta perra vida de subsistencia

y conformismo que tienen como opción en este atroz mundo

contemperráneo.

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XV

Dejándome llevar por el tejemaneje del azar, luego de

innumerables dificultades arribé a Inahuaya. Un onírico lugar

enclavado a orillas del río Ucayali, asentado sobre sinuosas

colinas tapizadas de verdor, rezagos de los andes sudamericanos

que agonizan en la llanura fluvial. Cientos de amodorradas

casitas de madera de techos de palma tejida y pisos de tierra

yacen ordenadas en largas hileras que engañosamente aparentan

vacías pues en sus interiores hay niños a granel. Miles de

cocoteros crecen en el lugar como mala hierba, cada cierto trecho

unos silos sépticos emergen de la arena como periscopios de

Satán. Aprovecho para darte un consejo, jamás mires dentro de

aquellos fosos pues están repletos de desagradables sorpresas que

asemejan continentes a la deriva en la era mesozoica y donde

bullen millones de burbujeantes gusanitos color crema cuya

recordación no me dejó comer bien un par de semanas. ¡Y eso

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que como médico estoy acostumbrado a ver todo tipo de

inmundicias!

En las primeras décadas del siglo XIX, Inahuaya fue un próspero

y neurálgico punto del boom cauchero que cobijó a un amasijo

de nacionalidades llegadas tras la savia elástica. Al lugar

arribaron cientos de aventureros y con ellos la barbarie

contemporánea. Años después los caucheros huyeron en una

trepidante huida tan abrupta como su llegada, su salida fue un

alivio para el nativo amazónico pues el caucho trajo tan solo

destrucción y muerte. Tribus enteras fueron diezmadas por los

tasajeadores de árboles afiebrados de avaricia que lo único bueno

que dejaron fueron sus exóticos biotipos, en Inahuaya aún

perduran las narices sefarditas marroquíes de los Cohen, los ojos

achinados de los Wong, el porte altivo de los Barbagelata y la

arrechura de los Jacques. En el río Ucayali se dieron Masadas sin

judíos, epopeyas que la historia universal se ha olvidado de

registrar, donde fieros guerreros amazónicos y angustiadas

madres nativas mataron a sus hijos y luego se suicidaron para

evitar la esclavitud.

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Pasear por “el camino del tigre”, traducción de la palabra shipibo

Inahuaya al castellano; implica toparse con libélulas cuyas alas

semejan aspas de ventiladores de techo, con arañas en cuya

sedosa filigrana dormitan resecos pájaros secuestrados, con

saltamontes de trancos tan largos como canguros y con ratas de

50 kilos denominados ronsocos que son unos hámster-

dinosaurios. Al mes de recorrer el lugar y descartar una docena

de pistas falsas, me invadió el desasosiego. Tiré la toalla tras

buscar al tesoro casa por casa, más empecinado que el maldito de

Herodes Lafita buscando al hijo del hombre entre los hogares de

Belén. Me había dado por vencido, estaba casi convencido que

ninguna niña menor de diez años en Inahuaya era la hija de mi

amigo. Y, ya era hora de partir.

El último día de mi estancia resolví aventurarme y salí a caminar

por las afueras del pueblo. Sin proponérmelo me topé con una

niña larguirucha y delgada de inconfundible fenotipo de portador

de síndrome de Marfan, que sentada en un tronco derribado

frente al patio delantero de su humilde vivienda degustaba una

jugosa sandía junto a media docena de amiguitos. Al verme se

incorporó y me ofreció una tajada de fruta que sacó de un

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baldecito de plástico que tenía entre los pies. Me habló en idioma

shipibo y a pesar de no entender nada de lo que dijo, su familiar

timbre de voz dislocó mi corazón. Me fijé con detenimiento en

sus ojos negros y achinados que derrochaban ternura y supe con

certeza que ya los había visto antes. Al fin había encontrado a la

hija perdida de César.

Al rato de conocer a Flor de Selva le regalé una caja de

bombones, esperé que se fueran los niños que jugaban con ella

para que así pudiera comerlos todos. Sin embargo, tras tomar el

obsequio y darse cuenta que eran dulces, la niña llamó a gritos a

sus amiguitos y les invitó un dulce cada uno. Viéndola compartir,

alejada del salvaje individualismo maquillado de una

“competividad” que desgarra y desmiembra, de inmediato la

adopté en mi corazón.

La niña vivía con sus abuelos maternos y con la tía Toti que tenía

un espeluznante marido, su madre había muerto en un segundo

embarazo de otro compromiso. Acepté la posada que me ofreció

el abuelo que lucía una boina celeste en la cabeza que no se la

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sacaba para nada, un viejecillo que andaba todo el día

quejándose de la vida y de sus achaques, en una actitud que me

recordaba al pitufo Gruñón. La abuela, una artrítica viejecita

amargada me saludó con un mohín de fastidio, me señaló con sus

deformes dedos de nudillos resecos que terminaban en largas

uñas curvadas como guadañas de la parca y soltó un poco

diplomático saludo.

- ¡Una boca más, y una yuca menos!-

Me acomodaron en su casita de madera apolillada y crujiente que

tenía una amplia sala y tres dormitorios que por puertas poseían

rústicas cortinas fabricadas con enormes escamas de paiche que

semejan vieiras del Camino de Santiago. El patio trasero

rebosaba de fosforescentes heliconias y melenudos helechos.

Esa misma noche lloré al palpar las paredes de aquella casita de

madera mohosa tapizada de líquenes que semejaban arrecifes de

coral. Noté que los esquineros de techo parecían réplicas de la

ciudadela de Spiderman. Me asignaron el cuarto de la niña donde

un pequeño mechero de keroseno iluminaba las siluetas de un

dinosaurio Barney de peluche asentado en una repisa que

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temblaba torpemente al golpeteo del viento sobre el techo. Sobre

la tarima en que me recosté hallé una muñeca cosida a mano

cuya irregularidad de trazos denotaban que eran hechura de Luz

de Selva, abracé con fuera a aquella rotosa Frankenstein. Su olor

a pobreza impregnó mi aturdida alma.

La casita era tan pequeña que dejaba escuchar las turbinas de

Boeing que el viejo tenía por culo, después que lanzaba sus

ventosidades se podía escuchar su risita solapada. Bajo la pálida

luz de un candil observé las vigas del techo ennegrecidas de

hollín, semicarcomidas por voraces polillas que dejaban en sus

superficies criptogramas similares a los códigos secretos con los

que fantasea Dan Brown. Para llegar al baño ubicado en el patio

trasero debía pasar frente al cuarto de los ancianos donde Luz de

Selva yacía ovillada sobre el suelo de madera balsa tan

confortable como el mejor colchón ortopédico que muchos

hoteles de Dubái envidiarían. La niña dormía cobijada con una

roída mantita protectora que en interminables noches amazónicas

suplió a las largas y cálidas manos del padre que nunca conoció

pero que la amó hasta el tuétano. De ello yo daba fe

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personalmente. Dentro de un claustrofóbico mosquitero que me

protegía también de murciélagos tamaños de ardillas voladoras,

debí sufrir el desquiciado asedio de millares de zancudos atraídos

por mi calor corporal, estos batían infernalmente las alas

esperando pacientemente que una parte de mí se pegase a la tela

para proceder a acribillarme a su gusto. Bien advertido me quedé

dormido adoptando la posición militar de un guardia real

cuidando el palacio de Buckingham.

De boca de los abuelos de Luz de Selva pude conocer de primera

mano la historia de César. Mi amigo fue hijo único de un chamán

shipibo. Tras graduarse de médico trabajó unos años en Inahuaya

sacrificándose por su gente y dándolo todo. Fue el primer médico

que en diez mil años de existencia parió Inahuaya y que

atildadamente fundió la medicina occidental y la medicina

natural heredada de su padre. El mismo médico que fue

maldecido y aborrecido por la misma gente que curó, cuidó y

amó; al decidir emigrar a otras tierras, a un remoto y extraño

lugar llamado España.

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-¡Allí no te necesitan hijo, aquí te necesitamos mucho!- le

suplicaba su madrecita.

-¡Hijo ingrato!- fue la última palabra que oyó de la boca de su

padre.

Ambos viejecillos shipibos murieron cuando él estaba en España.

Cuando la gente del poblado se enteró que yo había sido amigo

de César en España, se armó un alboroto sin igual. Las

autoridades me obligaron a salir del pueblo y volver a ingresar

para recibirme como se debía. Una comitiva presidida por el

alcalde acompañado por la banda de música del único colegio y

una jauría de perros famélicos dueños de potentes ladridos de

otros cuerpos me dieron la bienvenida. Al son de bombos y

platillos debí caminar con sumo cuidado como un desactivador

de explosivos para evitar embarrarme en un campo minado

repleto de cagarrutas caninas. El alcalde en persona me

acompañó a la casita de madera y techo de palma de Luz de

Selava, una construcción sostenida por altos palafitos a la que se

accedía a través de una escalinata carcomida por comejenes que

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expelía un vaho de pobreza material. Aquella noche hubo una

fiesta en mi honor donde la gente se emborrachó con bidones de

aguardiente. Terminada la algarabía, y ya con los rayos solares

encima, muchos niños buscaban a sus padres volteando con

dificultad a los descerebrados que dormían la mona tirados sobre

la arena. Una escena que recordaba a soldados aliados intentando

reconocer a sus amigos entre los caídos en el desembarco de

Normandía, aquel lejano día D.

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Página 149

XVI

La tía Toti fue un especial quebradero de cabeza. Tenía de

marido a un atorrante maderero que cargaba de hebilla de cinto

la cabeza disecada de la shushupe, la rastrea más venenosa de

lugar. Aconteció que la cincuentona no era consciente de las

lozanías pérdidas de su juventud, que hacía mucho que la belleza

le había dicho good bye. Embutida en apretados pantalones de

licra, movía su negro y largo cabello azabache como una yegua

azotando el anca con su crin espantamoscas. Me tenía loco con

sus insinuaciones, al pelar un plátano me guiñaba, a cada instante

se mordía el labio inferior y batía sus parpados como aleteos de

colibrí. La mujercita aprovechaba toda oportunidad que tenía

para agacharse, descaradamente fingía acomodar racimos de

plátanos al tiempo que quebraba la cintura y me mostraba la

sonrisa partida de su inmenso culo gelatinoso.

-¡Cuando quieras es tuyo!- me decía al pasar a mi lado con un

susurro melifluo y sugerente vocecilla forzadamente infantil.

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El pueblo carecía de servicios médicos. La abuela de Luz de

Selva era experta en el arte del sobado e imposición de manos

como curaba Jesús de Nazaret hace más de 2000 años. Muchas

eran las personas que acudían a solicitarle remedios para todo

tipo de males, emplastos para evitar el vigésimo hijo, resinas

para las parasitosis, macerados para la impotencia, infusiones de

malva para calmar toses tísicas y carraspeos bronquíticos, etc. La

vieja se autodenominaba curandera buena y no bruja malera, era

enemiga de invocar a fantasmas y aparecidos, pero por si las

moscas colocó una cruz en la puerta de la entrada de la casa y

colgó sendas raíces de sábilas sobre los brazos sangrantes del

crucificado.

Ante un pedido explícito de la abuela para enseñarle medicina

humana me asusté. Me preguntaba cómo podría condensar 7

años de instrucción universitaria intensiva en el cerebro

semiatrofiado de aquella anciana analfabeta. Astutamente opté

por recitarle una docena de protocolos simples para el

tratamiento de algunas enfermedades comunes, recomendaciones

que ella debía aplicar como seguir las instrucciones para armar

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un arbolito de navidad. Al brindarle aquellos pequeños consejos

de medicina, me convertí en su fiel confidente.

Amén de curandera y comadrona del pueblo, la madre de Toti

era la Sherezada del lugar, más en cuestión de malsana

curiosidad la Persa no era rival para ella. La doña me contó

historias intemporales, era una maestra del sarcasmo y nada

escapaba a su amplio repertorio, sádica y morbosamente

disfrutaba ventilando la intimidad de su hija, de quien narró

relatos bizarros y picarescos. Concentrado y excitado yo seguía

al detalle su picante e hiriente imaginería, la vieja afirmaba que

su hija se había acostado con medio pueblo y que su vagina

estaba tan usada y estirada que si le hacía el amor mi pene

entraría en ella como pata de mula en barro; cariacontecida

responsabilizaba totalmente a la línea genética del marido de la

erotomanía de Toti.

-Si colocas todos los penes que tragó su vagina en fila india,

fácilmente podrías confeccionarías un salchicha que iría hasta tu

tierra- ironizaba.

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Su atroz yerno tampoco se salvó del veneno de su lengua bífida.

-El Foncho tampoco es muy santo que digamos, es un mujeriego

y su mote es “cachachanchas”, por precaución cuando se vino a

vivir con mi Toti vendí el par de cerdos que criaba en el patio

trasero- me decía.

Al caer la tarde toda la familia se arremolinaba en el frontis de la

casa. En torno a un fogón se asaban pescaditos envueltos en

hojas de Bijao o se cocía deliciosos aderezos de roedores

gigantes como el añuje, majaz y ronsoco. La pequeña tribu

incluía al loro Pepe, al guacamayo Roco y a Pancho un

minúsculo monito capuchino que cabía en la mano de Luz y

vivía pegado a ella. La sobremesa era rota por el restallido de

secos leños resinosos cuya humareda desdibujaba el rostro del

maderero y su mirada huidiza. El sujeto apenas me dirigía

palabra, para mí era un aliento pues con su voz llegaba su

apestoso aliento de dragón de Comodo. Desde que me instalé en

la casa, el marido de Toti intentó hacerme sentir un advenedizo y

las pocas veces que se dirigió a mí lo hizo con tono burlón, mal

disimulaba su rencor hacia mi persona. De reojo yo notaba que

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intentaba pescarme mirando el grasoso culo de su amada. El

hombre de la madera psiquiátricamente era un sádico, soltaba

carcajadas amargas al notar que los perros le rehuían pues temían

sus patadas destripadoras. Fui testigo de su maldad, una vez vi

volarle el cuello a un gallo loco que lanzaba vigorosos cacareos

en pleno medio día, lo hizo con sus propias manos y como quien

destapa una burbujeante botella de champaña.

Los viejecillos vivían peleando todo el día, a cada hora se

amenazaban mutuamente de irse y abandonar al otro. Pese a vivir

juntos 50 años nunca se casaron, yacían juntos gracias a

candentes complicidades y mucho sufrimiento compartido.

Durante la cena se daban una tregua, tranquilos conversaban

sobre asuntos cotidianos, temas sobre pesca, caza y clima eran

masticados suave y románticamente. Me deleitaba escuchando

sus onomatopeyas sentimentales, mientras sus bellos recuerdos

de antaño impregnaban mi ser, Toti usando una pequeña toalla a

modo de espantamoscas espantaba decenas de moscas ávidas de

posarse sobre viandas y potajes; con total desparpajo atravesaba

mi nariz con su estropajo si alguna osaba revolotear cerca de mi

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rostro. Migas y restos de comida iban directo a los buches de las

gallinas y las panzas de algunos perros que aguardaban

pacientemente, olisqueando aquí y allá, estos últimos siempre

estaban pendientes de los movimientos del maderero.

Luz de Selva mostraba gran desenfado en la conversación. El

viejo cascarrabias gustaba recordar anécdotas de su antiguo

trabajo de regatón a bordo de su inseparable bote que yacía

arrumado sobre la arena a unos metros de la casa. Era una

embarcación de 8 metros de largo y 2 de ancho a la que el viejo

diariamente pulía y calafateaba. La reliquia estaba pintada

externamente de rojo y blanco con los colores de la bandera

peruana, unas negras letras góticas mostraban su rimbombante

nombre “Codito, el macho de los ríos”; el apelativo de “codito”

hacía referencia a la famosa longitud del falo del abuelo, que

según las malas lenguas en sus buenos tiempos iba desde la

articulación del codo hasta la punta de los dedos. El ex tendero

fluvial pasó la vida recorriendo los ríos amazónicos viviendo del

trueque, nostálgicamente usaba su inseparable remo a modo de

bastón de apoyo y espantaperros. Gracias a él conocí relatos

preñados de misterios, mitos tribales y temores ancestrales; el

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precio, acompañarlo a libar un whisky amazónico hecho de

raíces y cortezas maceradas en aguardiente.

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XVII

En Inahuaya conocí a Ingo Inch, un noruego de nacionalidad

americana que buscaba en la Amazonía un lugar donde crear un

Centro para el Bienestar, un albergue idéntico al que posee

Deepak Chopra en la Jolla, California. Nunca dejaba su pesada

mochila que contenía interesantes best-sellers del médico indú,

mezclas de ayurveda, física cuántica y sentido común. Subido a

un árbol de mango y casi tocando los perfiles de nubes plagadas

con escenas cubistas, Ingo apreciaba en lontananza el verdor

infinito mientras se embutía de mangos y tragaba párrafos

enteros del Sincrodestino, Curación Cuántica y Siete Leyes

Espirituales del Éxito. Algunos días dejaba los mangos y se

dedicaba al ayuno, pasaba el día en posición de yoga controlando

el ritmo del pulso y la respiración, abrazaba a los árboles y les

hablaba como si fueran unos viejos conocidos, los besaba y les

narraba sus temores y vicisitudes; relajado se quedaba dormido

acurrucado entre sus raíces.

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Al conversar con él me apenaban mis preocupaciones fútiles

como preguntarme si estaría a buen resguardo mi automóvil o si

mi conserje había cerrado la llave del gas. Ingo irrumpía en mis

triviales y me invitaba a compartir su preocupación por los niños

amazónicos que se encuentran en tremenda desventaja en este

mundo globalizado. Él argumentaba a favor de un socialismo

espiritual, tenía muchos proyectos, cada cual más raro e

interesante. Ingo deseaba crear fábricas de agua embotellada y

gaseosas de alta calidad denominada Amazonía Company que

pudiesen desplazar a las archiconocidas bebidas de la Coke

Compañy, argumentaba que las ganancias serían destinadas a los

más necesitados y que así el poder económico pasaría de la

aberrancia de unos pocos a la gran masa llamada humanidad. Su

sistema económico solo funcionaría teniendo a favor la

complicidad del humano común y silvestre, Ingo pensaba que esa

era la única solución a la lepra espiritual que asola al mundo y

cuyas llagas vemos día a día, una sociedad supurando pestilencia

y desesperanza, repleta de emos adolescentes y niños sicarios. Su

idea revolucionaría la economía de mercado, donde el ciudadano

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compraría pensando que del dólar que paga por una botella de

agua, 90 centavos irían a calmar el hambre y la sed de su

antípoda africano o asiático o caribeño; también se dejaría de

engordar las cuentas bancarias de quienes compran agua de

Alaska a 10 dólares la botella. Una gran duda existencial lo

atormentaba, Ingo ignoraba si el humano del blackberri y del

ipad aceptaría comprar un producto sin posicionamiento de

marca, dudaba si estaríamos preparados para tal revolución o si

se debería aguardar hasta el año 2050 para que desaparezcan dos

generaciones más de zombis tecnócratas que permita vislumbrar

el cambio que el mundo reclama. ¡Ay Ingo, que será de tu vida y

de tus locuras!

Ingo tenía loco al alcalde con sus propuestas en pro de mejorar la

educación y la salud de los niños inahuayinos. Necesitando

dinero para financiar sus proyectos, ideó una estrategia; subido al

árbol de mango tomaba nota del tráfico fluvial en una bitácora,

pretendía imponer un impuesto solidario a cada embarcación que

surcara el río Ucayali, una especie de peaje que contribuiría a

financiar la Amazonia Company, marca registrada. Contabilizaba

todo, desde canoas personales capaces de atravesar el intrincado

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laberinto de ríos y cochas, simples troncos horadados a hachazos

y cuchillazos que a lo lejos parecían cascaritas secas de plátano;

balsas formadas por troncos superpuestos, viviendas flotantes

con gallinas en los techados y grandes recipientes de metal

conteniendo tierra donde prender fogones; rápidos deslizadores

con potentes motores fuera de borda; lentos botes peque-peque;

pesados y herrumbrosos barcos de carga y pasajeros arrojando

humo azul y espeso; barcazas cargando el contaminante petróleo;

lanchones terroríficos arrastrando árboles muertos que a la

distancia se confunden con inocentes cerillos.

Su primer intento por cobrar el impuesto también fue el último.

Decidió empezar con el ejemplo y bitácora en mano se plantó

ante el deslizador del ayuntamiento de Inahuaya que estaba a

punto de partir. Estiró la mano y le solicitó al burgomaestre un

óbolo voluntario a favor de la economía solidaria espiritual. La

autoridad hizo la mímica de sacar algo del pantalón y

violentamente escupió un esputo verde y mucinoso en la

oquedad de sus dedos estirados.

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-¡insensible de mierda!-gritó Fulgencio.

La expresión fue opacada por la risotada brutal de la tripulación.

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XVIII

Convivir unas semanas con el hombre de la madera fue lo peor

que me pasó. El marido de Toti era un esmirriado hombrecillo de

melena grasienta y malhumorado que llegaba a casa al caer la

tarde casi siempre bebido. Jamás había visto hombre tan

mugriento, se llevaba una mano al sobaco como Napoleón y

acariciaba su entrepierna como hacía Armstrong al salvarse del

cáncer testicular, antes de ganar siete veces el Tour de Francia.

Que antipático de ser humano, describirlo implica decir que un

centenar de meteoritos impactaron en su cara y que tenía un

máximo de 50 palabrotas por todo léxico, apenas maldiciones y

groserías salían de su boca. Solapadamente percibía su sonrisa

sardónica y la tensión helada de su mirada asesina.

Toti temía las rabietas del maderero y hacia lo indecible por no

desatar su ira, se preocupaba por tener la comida fresca y

abundante, la cama y casita limpia y reluciente. Más para el

infeliz nada era suficiente, cualquier nimiedad era un buen

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pretexto para humillarla y tratarla peor que a un animal. El

cavernario la estropeaba desde que llegaba, la acusaba de

acostarse con todos los hombres del lugar incluso conmigo, de

puta y perra la trataba. A media noche se escuchaban los

quejidos de Toti quien sufría descargas orgásmicas como

pararrayos en plena tormenta tropical, unos minutos después a

mis narinas llegaban los efluvios del semen escurriendo por sus

orificios. El sexo entre ella y el maderero eran las pastillas

analgésicas en sus dolorosos ping pong de separaciones y

reconciliaciones. Me encantaría narrar algunos detalles sórdidos

pero lastimosamente esta no es una página pornográfica.

Toti llegó contarme que cierta vez el degenerado le bajó unos

embriones gemelares a punto de patadas. Enfréntalo, le

recomendé, al ver su rostro petrificado de espanto; más nunca

pensé que lo tomaría literalmente, yo tan sólo me refería a

plantear cara al problema y separarse civilizadamente.

Toti, harta de las palizas del malsano machista que tan solo

después de castigarla se le apaciguaba la furia de oligofrénico

que necesita dominar a alguien para sentirse algo en la perra

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vida. A pesar de temerle hasta el tuétano lo enfrentó

abiertamente en una pelea a puño y patada limpia. ¡Qué

valiente!, ¡que hidalguía de mujer!, digna descendiente de las

amazonas que Fray Gaspar de Carbajal alabó.

Aquella pelea fue un espectáculo macabro, pese al férreo empuje

inicial, Toti fue cayendo ante el poder del macho dominante. El

maderero la tomó de la cabellera con sus manazas inmundas y la

obligó a comer arena, muy ufano el desgraciado se acomodaba el

cinto con ambas manos en grosera señal de pertenencia.

Lastimosamente las patadas y mordiscos de Toti no hacían mella

alguna en el desgraciado, era como ver al valiente y combativo

púgil filipino Manny Paquiau enfrentando al campeón mundial

de peso pesado el ucraniano Vitali Klitschko en una pelea de 15

asaltos. La pelea se tornó horripilante, nadie intentaba separarlos

y cuando yo pedí clemencia para Toti, un grupo de espectadores

gritó que no me metiera en cosas de marido y mujer. Al ver llorar

a su hija, la abuela de Luz de Selva me regaló una irónica sonrisa

y recitó fríamente:

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-Pedrito, lágrima de mujer y cojera de perro no has de creer-.

Creo que a mí me dolió más que a Toti cada golpe que el bruto le

propinó, sartas de puñetazos en los seños y cachetadas a granel.

Una rabia asesina se apoderó de mí y sentí que todo el voltaje de

la Central térmica de As Pontes en La Coruña se descargaba

directamente en mi corazón. Impotente debí beber una taza de

lágrimas amargas.

Aquella misma noche fui a buscar a Toti y le ofrecí mi ayuda

profesional, le ofrecí que en la revancha ella lucharía en igualdad

de condiciones, peso a peso, una lucha justa. Como anestesiólogo

que soy conozco demasiado bien el efecto de los órganos

fosforados y a la mañana siguiente compré un insecticida. Le

pedí a Toti que rociase un chorro del veneno en las sandalias del

animal. En pocas horas el infeliz presentó nauseas y vómitos,

diarreas y relajación de esfínteres. Continuamos intoxicándolo

por todo un mes, durante todo ese tiempo el concha de su madre

estuvo postrado en cama y apenas probaba agua, nada de comida.

Bajó 35 kilos de peso y estaba débil y deshidratado. Eran al fin,

justas cotejas.

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Al día 31 del envenenamiento, Toti sacó al convaleciente de su

tarima y lo arrastró a la calle, al mismo lugar donde ella aguantó

la consabida paliza. Allí se cuadró como un púgil rabioso y le dio

la tunda de su vida, sus bíceps y cuádriceps latigaron una furia

retenida. El esperpento no podía creer lo que veía, su cara

desencajada y mirada desorbitada reflejaba su desconcierto. Toti

lo masacró literalmente, incrustó su rostro agujereado en las

múltiples cagarrutas caninas diseminadas por doquier, al tiempo

que le soltaba una lluvia de invectivas. Sudorosa y con el cabello

revuelto como furiosa medusa le gritaba exultante, ¡cabrón de

mierda! y ¡comemierda! Cinco tardes consecutivas lo vapuleó,

una por cada año de convivencia. Una multitud de mujeres del

pueblo sintiéndose reivindicadas la aplaudían a rabian y hasta la

ayudaron con unos buenos rodillazos y patadas. Se acabó el

miedo para Toti, no más sobresaltos ni humillaciones. Muy a mi

pesar debí detenerla, ya estaba bueno el estropicio, si seguía con

su actitud justiciera iba a matar al hombre.

¡Comemierda!, le gritaban las mujeres al maderero cada vez que

le veían, un horrible apelativo con que el pueblo lo bautizó.

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Ningún hombre le hablaba ni se dignaba a mirarlo pues había

dejado un pésimo precedente. A los pocos días el maderero se

largó del pueblo con su orgullo destripado. Toti formó una

organización femenina, Las Tigresas del Oriente, unos 200 años

después que lo hiciera Flora Tristán en las Europas. Nunca es

tarde para comenzar a luchar, el club tenía por logo una lata de

insecticida.

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XIX

Luz de Selva me comenzó a llamar espontáneamente de tío, a

cada instante me obsequiaba frescas y deliciosas tajadas de

sandía. La veía jugar con sus amiguitos y amiguitas adornados

con costras y ralladuras. El grupo se revolcaba aparatosamente

en el fango de las orillas como hipopótamos en el Kalahari, se

lanzaban al agua desde precarios trampolines formados por

resbalosos troncos unidos con lianas a modo de gigantescos

códigos de barra. Varias veces los vi caer de bruces e hincar los

dientes como castores.

Al verlos bañarse como vinieron al mundo. Tras dejar sus ropitas

convertidas en harapos de tanto uso y abuso, dobladitas con el

cuidado de camisas Armani en una boutique de París, yo sonreía.

Noté apenado que algunos de sus cuerpecitos tenían cicatrices de

quemaduras, accidentes ocasionados por las bombas molotov con

que se alumbran en las noches. Pícaros niños y adolescentes se

burlaban graciosamente de mi persona, acentuando las zetas al

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hablar y repitiendo como locos algunas de las palabras que yo

usaba con más frecuencia: joder, tío, vale, gilipollas, cabrón.

Aquellos memorables días me adentré en la selva, avancé en la

espesura y reposé en el pasto suave y perfumado. Navegué en

pantanos eternos repletos de guamas y piripiris y victorias regias.

Disfruté de las lloviznas y de las locuras del clima. Una ligera

garua podía convertirse al rato en una fabulosa tormenta tropical

cargada de rayos formidables y escandalosos truenos; cuando al

fin escampaba, el firmamento paría arcoíris superpuestos que

impresionaba un desfile de banderas gay.

Algunas veces me subí al árbol de mango donde Ingo elucubraba

sus ideas para salvar al mundo. En respetuoso silencio lo

acompañaba a contemplar la policromía del verde. A veces yo

tenía la impresión de estar dentro de una película de Jurassic

Park. Sobre los enormes árboles jaurías de monitos organizaban

tremendas orgías que me recordaron una bella frase de Ernesto

Cardenal “todo el cosmos copula”. Para poder ingresar de

paciente a un manicomio, apenas faltó que apareciera entre la

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vegetación el temible hocico de un velociraptor o la motosa

barba de Steven Spielberg.

Asistí a una febril sesión de Ayahuasca donde paseé por

territorios desconocidos e insondables, bajo el susurro de

palabras misteriosas y melodiosos cantos ancestrales me

comuniqué con los espíritus de los bosques. Recibí en el rostro el

espeso humo de tabaco expelido por el hocico de un chamán.

Entenderme con él fue una hazaña lingüística, ultrajamos al

idioma castellano sin compasión alguna. Tragué una pócima

amarguísima y viajé al inconsciente, el ayahuasca es una vía

milenaria y postmoderna de viajar por el universo a lo Star War,

un fabuloso portal a dimensiones desconocidas. Todo a mi

alrededor era energía extendiéndose sin fin, me vi en medio de

sicodélicas serpientes alimonadas copulando entre sí que

impresionaban caduceos de mercurio, el logo de las órdenes

medicas de todo el orbe. Tuve ensoñaciones semiinconcientes,

así las tortugas parecían Volkswagens, el zumbido de las mocas

semejaba un escuadrón de f-16 en vuelo rasante. Lo más lindo

fue el mensaje que la naturaleza me encargó para hacer llegar al

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mundo, en plena sesión la palabra AMAZONAS apareció en el

aire y recompuso sus letras una y mil veces hasta formar un

holograma, una nueva palabra que a su vez era un pedido:

MOZASANA. La naturaleza desea ser por siempre una moza

sana. Tirado entre carrizos y tallos tiernos de bambú, fui testigo

del poder infinito de la naturaleza y de la innata capacidad del ser

humano de gatillar su propia mejoría física y espiritual. La

historia del cuarteto oncológico se remontaba a aquel ritual.

Los primeros indicios de regresar a Europa aparecieron cuando

noté musgo y líquenes en los bordes de mis tarjetas de crédito.

Antes de partir me concentré en retener aquellas sensaciones de

paz natural y fijar los detalles del lugar en mis neuronas para

retenerlos para siempre, pensando tal vez que algún día escribiría

esto que hoy escribo.

Conversé con los abuelos de Luz de Selva sobre el pedido de

César de operar en la niña en España. Les informé que todos los

gastos de la niña estaban asegurados gracias al esfuerzo y el

tenaz trabajo de su ahorrativo padre. En ese punto volví a ver a

César comiendo sanguches de 0,25 centavos de euro mientras yo

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me embutía salamis de 10 euros, muy apenado entendí que pese

a su ausencia física fue un amantísimo padre. Contra todo

pronóstico los viejecillos aceptaron mi propuesta y se quedaron

llorando como unos niños, yo había sido explícito al informarles

el riesgo quirúrgico que Luz de Selva corría.

De regreso a Madrid procedí a iniciar los trámites para recabar

Visas para la pequeña y para la tía Toti, una gestión más

angustiante que el tumultuoso viaje que te he contado.

Bueno, termino diciéndote que operaron a la niña exitosamente

en el Hospital Gregorio Marañón. Luz de Selva logró salvar la

valla de supervivencia, superó sin apremios la cirugía reparadora

de aneurisma de cayado aórtico a tórax abierto a la que su

progenitor siempre se negó a someterse. Hoy vive feliz en

Madrid con la tía Toti que a su vez se casó con un ex torero

español. Poseen un pequeño negocio, y por cierto, cada vez que

voy a visitarlas, el tesoro me pasea por su banco de frutas donde

termino con la boca embutida de fresca y deliciosa sandía.

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