los ninos diabolicos - curtis garland

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 Una joven maestra encuentra trab

como profesora de niños en retirado y lóbrego orfanato Loomish Hill. A su llegada descu

con estupor que el director establecimiento, que la contracaba de fallecer y que el orfan

esta a punto de ser desalojado ytramites de desahucio. El oficial uzgado ya se encuentra en

residencia con la orden judicialembargo.

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Curtis Garland

Los niños diabólico

ePUB v1.0

Crubiera 22.01.13

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Título original: Los niños diabólicos

Curtis Garland, 1984.

Editor original: Crubiera (v1.0)ePub base v2.1

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Capítulo I

Ya estaba llegando.

El viejo automóvil trepidcuesta arriba, remontandificultosamente la rampa

ascendía a la colina pelada y trierguida en medio del yermAlrededor, algunos árbo

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desnudos, de ramas retorcidparecían como espectros rígid

elevando al cielo unos bradescarnados y trémulos en demade algún imposible.

En la distancia, los nubarronesapelotonaban densamenamenazando con nue

precipitaciones de agua o de nievtoda la región. Allá arriba, encolina, en el brumoso y tr

atardecer, brillaban algunas ludispersas, como único indicio deinmediata meta.

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 —Parece un sitio muy desolcomentó ella, algo desmoralizad

 —Lo es, señorita —rio el chósin volverse, pugnando por manteel ascenso ladera arriba sin m

problemas, pese a lo cascado devehículo y lo dificultoso embarrado terreno—. Rara

vengo por aquí. La gente de esa cnunca utiliza el taxi. Prefiere el viautocar semanal para desplazars

la ciudad. Después de todo, paraque salen de ahí… —¿Sólo hay un autocar semana

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 —Dos. Uno de ida y otro vuelta. Siempre los sábados

mediodía para ir. Y el domingo pla tarde para volver. Pero esa gede allá arriba tampoco va para pa

un divertido fin de semana. Anadie sabe divertirse. compadezco, señorita, si tiene

convivir con ellos mucho tiempo. —Pues me temo no tener oremedio —sonrió ella, dominando

aprensión—. Es el primer empque consigo, después de seis meen paro. Ha sido como llovido

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cielo, y no seré yo quien le ponobjeciones a mi trabajo, sea don

sea. —¿Llovido del cielo, dice? —taxista meneó la cabeza, perplejo

Yo me guardaría muy mucho comparar eso con el cielo, señoritY señaló significativamente a

forma oscura, maciza, que empeza perfilarse en lo alto de la colirecortada entre las brumas

atardecer invernal. Su joven viajse estremeció, sin poderlo evitar.Era una joven animosa

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decidida, poco dada a sudepresiones, pero las palabras

taxista del lugar, el aspecto tétricola región y la propia naturaleza defuturo trabajo no formaban

combinación demasiado procliveoptimismo, después de todo.Personalmente, no le gust

tener que trabajar en un orfanpero ¿qué cosa mejor, si acababarecibir un cheque bancario por

importe de su primera mensualidunto con la aceptación de su ofepara ocupar un puesto vacante

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maestra en la llamada ResidenciaHuérfanos de Loomish Hill? Desp

de estar haciendo ahorrosescatimando gastos durante meaño en paro, recibir la suma

cincuenta guineas de sueldo mensprevio, era como ver llegar al proPapá Noel con el mejor reg

navideño anticipado imaginabPorque además faltaban sólo semanas para la Navidad, y ésta s

había presentado hasta entonces hasombría de no mediar aquel nutrabajo, que le abría nuevamente

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puertas de la esperanza y, ¿por no decirlo?, también de su holg

económica. —¿Ha trabajado usted antes algún otro orfanato, señorita?

indagó el chófer, cuando ya la casode la colina se alzaba imponefrente a ellos, al final del últi

tramo de la ladera. —Pues…, no, nunca —confesóoven maestra, ruborizánd

levemente, como si hubiera ssorprendida en una grave faltaImagino, sin embargo, que será co

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trabajar en cualquier escuela o cendocente. Después de todo, sólo

trata de dar lecciones a unos niños —Sí, claro, a unos niños repitió el taxista, rascándose

cabellos y logrando, a costa resoplidos y quejas del viejo moalcanzar por fin la cima de la col

. Pero es que esos niños… —¿Qué? —No, nada. Dejemos e

señorita. —Metió el frpaulatinamente a su viejo cacha. Bien, estamos ya en su nu

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casa. Que todo le vaya bien ensucesivo, señorita. Se lo deseo

veras. Pero si decidiese cambiaridea y marcharse de aquí cualquier momento, como alma

lleva el diablo, no dude telefonearme y vendría a recogerlcualquier hora del día o de la noc

Aquí tiene mi tarjeta, para lo pueda necesitar.Y se volvió, tendiéndole

cartulina donde aparecía impresonombre, señas y teléfono en cercana ciudad. Sonriente, la jo

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la tomó, agradeciéndolo con movimiento de cabeza.

 —Gracias —dijo—. Es usmuy amable.Le pagó el importe del vi

previamente establecido. Luego,hombre bajó sus dos maletas ydespidió de ella, arrancando

sorprendente prisa, mientras subía los escalones de acceso apuerta del viejo edificio de a

Victoriano, protegida por una cornde vidrios polvorientos y hieroxidados, pulsando luego

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llamador que resonó lúgubrementeel interior de la casona.

Tardaron algún tiempo en acua abrir. Cuando lo hicieron, la jose vio frente a un singular person

erguido en el umbral, recortándcontra la luz tenue de una lámparacristal colgada demasiado alta

techo del vestíbulo, y dotsolamente de un par de bombillasescasos vatios. No parecía ser

generosidad ni el derroche, al meen consumo eléctrico, la norma aquella casa…

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 —Buenas noches —saludó quabría la puerta, con voz rígida

¿Qué se le ofrece?Era un individuo flaco, estirade facciones que daban la impres

de haber sido creadas a base pegar tirones a una cara demasilarga y apergaminada. Sin embar

su pelo negro, peinado con rayamedio, y sus ojos vivaces y oscurno parecían corresponder a

hombre de la edad que aqaparentaba. Vestía un trrigurosamente negro, como

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empleado de una funeraria. gravedad de su rostro corría pare

con el resto de su persona. —Soy Vera Munro —explicóoven, con decisión—. La nu

maestra que contrató esta semanaseñor Steele. —Oh, comprendo —el hom

tragó saliva. Su nuez tenía algocómico al subir y bajar con cpalabra suya, pese a su aire fúne

. Pase, por favor. No llega moportunamente, esa es la verdpero debe ponerse a resguardo de

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noche. Es bastante fría. Y lo será maún dentro de poco. Vamos a te

muy mal tiempo en lo sucesivo.Cerró la puerta tras pasaroven y ayudarla él a depositar

maletas en el vestíbulo. Ella obseque el hombre de luto asegurabasólida puerta con una cadena y

fuerte cerrojo. Se preguntó podrían temer dentro de aqrecinto, destinado a alojar huérfan

También advirtió que un grucrucifijo adornaba la puerta dentro, como si quisieran protege

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de los vampiros o cosa parecida.idea le resultó tan ridícula que c

sintió ganas de reír. Pero el climala casa tenía algo de opresivo alejó de su mente esa idea casi

inmediato. —Sígame, señorita Munro pidió el hombre siempre dista

severo, como un eficiemayordomo de comedia británica.Y recogiendo ambas maletas

encaminó a una escalera ascendensituada al fondo, sobre una gvidriera emplomada, de vi

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colores, representando al Arcángflamígera espada en ma

sepultando a Satanás en los infierncon su cohorte de pequedemonios.

«Católicos —se dijo endientes la joven, relacionando aqvitral con la cruz de la puerta—.

hay duda de la religión que practica aquí…»Ella no se sentía cohibida

contrariada por eso, aunque no católica. Sus padres eran anglicany ella lo había sido de niña, porq

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estaba obligada a serlo. Cuandohizo mayor de edad y se independ

la religión dejó de ser para ella unorma o una obligación, e incltuvo una crisis de fe en Dios cuan

recordó los horrores de la GGuerra, pocos años antes, cusecuelas aún pagaban los paí

europeos hoy en día, en esllamados «felices veinte».Ahora era más bien una pers

escéptica, capaz de creer en mpocas cosas, e incapaz de discutircultos religiosos con nadie. Si

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señor Steele era católico, le teperfectamente sin cuidado, siempr

cuando no estuviera obligadaasistir a los cultos puntualmentede eso su contrato no de

absolutamente nada.El hombre la llevó hasta ualcoba en la planta alta de la ca

Dejó las maletas en el suelo ymostró la pulcra habitación y vecino cuarto de aseo.

 —Es su alojamiento, señoMunro —explicó—. Espero se siebien aquí… a pesar de que mucho

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temo que su estancia aquí no va a demasiado prolongada. —Vera

miró con sorpresa y ciedesagrado. Indagó, algo brusca: —¿Qué quiere decir con eso?

 —Pronto lo sabrá, señorita sonrió débilmente el criado—. ¿cenado?

 —No, aún no. Pero no tedemasiado apetito. Sólo cansancio —¿Quiere que le suba algo

comer o prefiere usted bajar y quseñora Oates, la encargada establecimiento, se ocupe de serv

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algún refrigerio? —No tienen que molestarse

mí —suspiró ella—. Bajaré inmediato a tomar algo antes acostarme, si es que esta noche

puedo ver al señor Steele ppresentarme a él. —Temo que eso sea imposib

señorita —respondió apacible hombre negro—. El señor Steelemuerto.

 —¿Qué? —balbuceó easombrada, mirándole incredulidad.

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 —Y este orfanato va a cerramañana mismo, si el encargado

uzgado no decide otra cosa. desahucio es ya cosa definitiva.

* * *

La señora Oates resultó ser u

bonachona mujer de edad maduentrada en carnes, con el pelo canpeinado con un grueso moño atrás

Acomodó de inmediato a recién llegada en la cocina,

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confortable calor de una chimeencendida, y calentó algo de com

en las llamas, puesto que la cocde carbón vegetal estaba ya apaga —Sí, mi querida señorita

explicó mientras calentaba algo caldo y un asado de carne—. pobre señor Steele murió hoy mism

Supongo que el corazón le fallósaber que no había solución paraquerido establecimiento, y tenía

ser desalojado ya inexcusablemenpor orden judicial. —Pero ¿qué ha podido ocurr

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indagó la muchacha con sus azuojos muy abiertos—. Yo

contratada en Londres hace sólo días, me pagaron una mensualiadelantada para que me incorpor

a este trabajo cuanto antes… —Hace tres días las codistaban mucho de estar tan mal

resopló la mujer, sirviendo el caen un tazón—. El señor Steele crque podía obtener un aplazamiento

desahucio y mantener todavía eorfanato en pie. —¿Tan mal estaban las cosas?

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 —Pésimas —puso en sus mael tazón, que despedía un grato aro

a hierbas y ave—. El Gobiesiempre quiso este orfanato paraY el señor Steele se resistía a e

Sabía que los establecimientos Gobierno siguen siendo, con podiferencias, tan siniestros y negati

como en tiempos de Dickens. De salen los niños delincuentes amargados, igual que un Da

Copperfield o un Oliver Twist. concepto de la enseñanza de niños huérfanos, de su trato para

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ellos, era muy distinto. Autoridadpero con dulzura, cari

comprensión y una infinita bondDarles alimentos, hogar, enseñanenviarles a la vida luego sien

hombres íntegros, no basura socPero sus sueños eran demasibuenos y su caudal demasi

escaso, especialmente después esa ruinosa guerra que tantos manos trajo a todos. Las deudas fue

creciendo, los acreedores impacientaron, acudieron uzgado… y ahí terminó todo. L

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pleitos los ha ido perdiendo ununo, hasta que hoy llegó aquí el se

Skeggs con ese papel… —¿El señor Skeggs? —indcuriosa Vera, saboreando aq

sabroso caldo de ave que logrreconfortar su aterido estómago. —Sí, el oficial del juzgado

Nottingham. Es un buen hombre, pdebe cumplir con su obligaciLlegó aquí esta misma tarde con

orden judicial de embargo. Debemabandonar esto en veinticuatro hoAl señor Steele le afectó mucho e

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Subió a su despacho, se encerró apensamos todos que a meditar

acabar aceptando la decisinapelable del juez comarCuando vimos que tardaba, acudim

a ver si le ocurría algo. respondió. Entonces, Eric… Ericel criado que la atendió, nues

mayordomo, jardinero y mozo tareas diversas, todo en una piezEntonces, como le decía, Eric pe

en salir a la fachada y caminar pocornisa hasta la ventana del seSteele, que estaba entreabierta.

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halló dentro, sentado a su mesasin vida.

 —¿Suicidio? —No parece. No había tableni veneno alguno por allí cer

Tampoco huellas de violencia físiSimplemente, el corazón se le haparado. Un colapso, supongo. Po

señor Steele… —¿Dónde está ahora su… cadáver? —preguntó aprensiva

oven, dejando la taza medio vasobre la mesa de rústica maderala cocina.

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 —En la capilla, claro. Con niños.

 —¿Los niños? —Sí. Nuestros pupilos —rostro de la señora Dates se dulcif

. Pobrecillos… Están mafectados. Querían mucho al seSteele…

 —¿Qué será de ellos ahora? —Lo inevitable —la mumeneó la cabeza, sirviendo u

rodaja de carne asada zanahorias, guisantes y patadoradas, en un plato. Iba a ser

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otra, cuando la mano de Vera, rápla interrumpió, rechazando m

comida—. Serán enviados a divercentros oficiales del país, dondetrato será mucho más duro y distan

donde ya no tendrán las atencionecomodidades que disfrutaban aqCosas de la vida, señorita Munro.

podemos hacer nada por evitarlo. —Sí, comprendo —probó carne y movió la cabeza

Excelente, señora Oates. Es usuna magnífica cocinera. Eso tambva a echarlo de menos los niñ

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estoy segura. —Gracias. Sí, supongo que ti

razón. Les gustaban mis guispobrecillos… —Y antes de venir yo, ¿qu

impartía las lecciones aquí? —interesó Vera, entre bocado bocado, regado con una taza de

caliente. —El propio señor Steayudado por otra maestra, la seño

Swift. —¿Ya no está ella aquí? —No, ya no —la señora Oa

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carraspeó, removiendo un poco leños del hogar, antes de añadir

Pobrecilla. La enterramos Nottingham hace ya quince días. eso puso el señor Steele aq

anuncio en el Times.Vera sintió que perdía de repeel poco apetito que tenía. Apartó

plato y fijó sus azules pupilas enseñora Oates. —Aquí parece que se muere to

el mundo —comentó algo seca.La señora Oates parerepentinamente confusa, vuelta

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espaldas a ella, como si los leque ardían en la chime

necesitaran de más movimienAfirmó con la cabeza, incorporarse.

 —Sí, tenemos una mala épúltimamente —admitió—. Tal los fríos de este invierno… Aqu

clima es bastante crudo.Vera no dijo nada. Apuró el pensativa, sus celestes ojos fijos

las crepitantes llamas. De repepreguntó: —¿Puedo ir a la capilla a ver

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señor Steele?Estuvo segura de que la señ

Oates pegaba un leve respingo ymiraba algo inquieta. Pudo ser usimple impresión suya, porque

mujer sonrió de inmediato, afirmancon energía. —Claro, claro —dijo—. Díg

a Eric que la lleve. Tiene que sde la casa e ir atrás, al cementerio —¿El cementerio? —rep

Vera, perpleja—. ¿Hay cementerio aquí mismo? —Más bien puede decirse que

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hubo en tiempos. Esta casa es mvieja. En la época victoriana vi

aquí una familia muy rica. miembros y su servicio esepultados ahí atrás. Ahora, s

quien así lo desea es enterrado enviejo cementerio. El señor Stepor ejemplo, irá a parar ahí. Est

escrito en su última voluntseñorita Munro. —Entiendo —sin saber la cau

la joven sentía un cierto desasosieA su mente acudió el recuerdo unas extrañas palabras de su taxi

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alusivas a la casona del orfana«Yo me guardaría muy mucho

comparar eso con el cielo».¿Qué era entonces? ¿El infier¿Acaso el vitral del vestíbulo te

alguna alusión concreta al mundo le rodeaba? Era una idea absurpensó Vera, que como mucha

moderna, de cultura y bueducación, estaba siempre inclina rechazar ideas supersticiosas.

1925 ya no se podía pensar comolas postrimerías del siglo pasapor poner un ejemplo.

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Aun así, cuando se incorporfue en busca de Eric, el mayordo

de negras ropas, para ir a la capisentía dentro de sí una raprensión, como la sensación ínti

de que algo en el lugar dondehallaban distaba mucho de normal.

 —¿A la capilla? —Eric la malgo perplejo, al oír sus deseLuego asintió—: Claro, si es

gusto, señorita Munro… —Sí, Eric, lo es —afirmó erotunda.

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La condujo hacia la paposterior de la casa, donde se ab

un corredor que iba a terminar auna pesada puerta metálica, no mgrande, que él abrió con llave, dan

dos vueltas a la misma. Salieronexterior, oscuro como boca de loSe había levantado un aire frío, s

y cortante; las nubes formaban palio espeso encima del paraje, yclima presagiaba la proximidad d

nieve. Contra aquel cierzo helacaminaron entre abrojos y matorraásperos que rozaban sus piernas. L

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ojos de Vera descubrieron ante euna verja medio abatida,

herrumbrosos barrotes, y la tieondulada e irregular de un vicementerio medio abandonado, en

que aún eran visibles lápidascruces, losas e inscripciones. Cofondo de tan lúgubre panorama,

pequeña edificación de piedra, vez con cien años o más antigüedad, se erguía sobre u

elevación del terreno, rodeada varios cipreses que el aire mecía chasquidos tétricos.

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 —Es ahí —dijo Eric, cubiecon una bufanda de lana su estir

rostro—. Si no le importa, prefino entrar. No me gustan esas cosseñorita.

 —Comprendo. Entraré yo sono se preocupe. Para regresar, ¿dellamar en la puerta trasera?

 —Sí, por favor. Encontrará timbre eléctrico en el quicio. Púlstres veces. Le abriré de inmedi

Esta noche no pienso acostarsiquiera.Ella le dio las gracias y le

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alejarse hacia la casa, cruzando entre las lápidas con indiferen

Era como un espectro en la noctan largo y tan enlutado, pensó Vmientras caminaba el último tre

cuidando de no pisar losa sepulcalguna.Llegó a la puerta ojival de

pequeña capilla, más bien semejaa una abadía diminuta o a upequeña iglesia. Estaba s

entreabierta. Dentro no se oía naEmpujó la puerta, que emitió un lachirrido. Entró en el recinto.

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Vio las luces de las velas,túmulo funerario con un cue

humano rígido, tendido sobre negros paños del mismo, ante el adonde se veía la cruz de v

madera carcomida.Y vio a los niños.Ellos también se volvieron

mirarla a ella.

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Capítulo II

Los niños.

Era la primera vez que los vY estuvo segura de que nuolvidaría este momento.

Eran once. Rodeaban el túmen silencio, respetuosamente quiecon sus manos cruzadas ante sí

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cabeza inclinada. Había tambiénhombre arrodillado en un banco, a

el altar, como rezando. Pero Vera le prestó demasiada atención. Sólointeresaban los niños. Aquel

niños.Les estudió uno por uno miencaminaba por entre los bancos

madera de la capilla católica, dirección al túmulo. Niños y nimezclados. El orfanato no había du

de que era mixto. Le atrajeespecialmente la atención tres ellos.

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Estaban situados a la cabeza túmulo, junto al rostro del difun

Dos eran intensamente rubios, niño y una niña. Su cabello, a la de las velas que rodeaban

cadáver, parecía oro puro, más claún en la niña, como un hplateado. El tercero era muy more

de cabellos negrísimos, de tez osccomo un mestizo. No sabía por qeran los tres que más le intrigar

Quizá porque el moreno parecía vulgar como poco corriente los otdos.

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Al oír las pisadas de sus tacoen las losas de la capilla el hom

reclinado giró la cabeza y incorporó. Caminó hacia ella. Eraindividuo grueso, de cabello ra

rostro rubicundo y ropas holgadarugosas, nada elegantes. Resopdeteniéndose ante ella:

 —Buenas noches, señorSupongo que es la nueva maestra esperaban.

 —Sí, lo soy —dijo edirigiéndole una vaga mirada indiferencia.

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 —Yo soy Archibald Skegsecretario del juzgado de Nottingh

explicó con un resoplido mtendiéndole la mano—. Lamento llegue en tan mal momento.

 —Yo también, señor Skeggs sonrió tristemente la jovestrechando aquella mano fofa

sudorosa—. Parece que su vitrajo problemas al orfanato… —Es incomprensible, créa

Yo no pretendía causar este caos.señor Steele sabía que la ordenembargo estaba al caer. No de

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tomárselo tan a la tremenda. Eschicos, por los que tanto se preocu

en vida, seguirán teniendo un hoguna educación… El Gobierno ocupará de ello, y su situación s

mucho más segura. —Pero quizá menos agradablecomentó ella fríamente—. E

parecían estar a gusto aquí. Ahorano será lo mismo. —Créame, yo no tengo cu

alguna —Skeggs se enjugó transpiración del rostro con pañuelo, añadiendo luego—:

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señor juez dispuso las diligencLos acreedores presionaban.

había otra salida. El señor Stenunca debió dilapidar su fortuna ten este establecimiento. Fue

locura de la que ya le advertimcuando aún era tiempo. No nos hcaso y prefirió seguir adelante ha

el final.Vera no dijo nada. Dejó allífuncionario judicial, que pare

sentirse tan culpable como si hubiasesinado con su propia manodifunto, y se aproximó al cadá

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hasta estar junto al túmulo. El hede que el cuerpo sobre los neg

paños, con las manos cruzadas soel pecho, vestido con un traje neimpecable, un rosario entre

dedos, y el féretro alguno, dabaaire todavía más macabro a escena. Los zapatos de cha

brillaban absurdamente, con afiladas punteras señalando a bóveda de la capilla.

Se detuvo justamente al ladolos niños rubios. El moreno apartó, tímido, dejándole un hue

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Los niños la miraban fijamenTodos ellos. Pero en especial el n

y la niña rubios. Los ojos de él ede un verde turbio. Los de ella, mazules.

Les sonrió. Ellos no inmutaron. Sus rostros angelicaeran fríos e inmutables, co

máscaras. Había algo estremecedor en su dolor mudorígido.

 —Lo siento, muchachos —della—. Soy Vera Munro, vuesnueva maestra. Es decir, iba a serl

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El niño rubio la miraba con ufijeza inquietante. No movió

músculo de cu carita pálida y suaPero respondió, tras un silencio: —No se preocupe. Lo será.

Vera parpadeó, sin entender. niña, en cambio, pronunció opalabras, sin mover tampoco

rostro: —No me gusta, Norman. Ellame gusta. No la quiero.

 —Calla —cortó el niño rubioSerá nuestra maestra. A mí sí gusta. Es todo.

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Siguió un profundo silenCortante, irreal. El aire olía a c

caliente, a muerte, a frío y a soledEl niño moreno se pegó a eSonrió, tirándole suavemente de

chaqueta. Vera le miró dulcemente —A mí también me gusta —dcon voz demasiado grave para

niño de su edad—. La quiero comaestra.Otro silencio. Vera no sabía q

decir. Hizo un ademán hacia difunto. —De veras me gustaría —ha

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. Pero muerto el señor Steelembargado el orfanato, mucho

temo que eso no sea posible.Los niños la miraban. Siemestaban mirándola. Eran car

inocentes, querubines angelicatras llamas amarillas de velofunerarios. Una extraña corte para

cadáver sin féretro. Todo aqueparecía formar parte de un sueño,un imposible.

 —Sí, nos gusta —añadió otroLa señorita nos gusta, ¿verdad?Hubo diez asentimientos

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cabeza. Vera se sintió cemocionada. Pero la niña cortó

cordialidad con un cuchillo de hien su voz suave y aguda: —A mí no me gusta. No

quiero. Norman la miró con una frialdesusada. Era como la mirada

alguien lleno de autoridad, severcasi tiránico. —Hablas demasiado, Karin

dijo—. Los demás han decidido.queda. Será nuestra maestra.Era asombroso. Hablaban co

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si de ellos dependieran las coscomo si el juez, la muerte del du

del orfanato y todo lo demás tuvieran importancia alguna. Cestuvo tentada de pensar que

voluntad de aquellos niños pohacerse realidad con sólo deseaellos, lo cual era en resumi

cuentas un puro disparate. —Sois muy buenos chicos suspiró, conmovida de veras

Daría algo porque vuestros desfuesen realidad, pero… No quiso añadir más. No valía

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pena. ¿Por qué amargarles mexplicándoles que lo que

hombres deciden los niños jampueden rectificarlo? —Ellos no lo entienden —d

Skeggs moviendo la cabeza—. Psu mente, el desahucio es un juegoniños. Resultará dif

explicárselo…El rubio Norman giró la cabhacia el que hablaba. Le miró con

rara especial fijeza. Vera se dijo qsus ojos parecían fríos trozos hielo en ese momento.

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 —Lo entendemos perfectameseñor —recitó con su voz infan

singularmente fría—. No somnecios ni ciegos. —Bueno, parece que

equivoqué —carraspeó el oficial uzgado, con aire confuso—. Eschicos sí saben lo que pasa. Pero

cuesta aceptarlo como es. —Resulta natural. Debsentirse muy bien aquí. Y querían

señor Steele —contempló el rosrasurado, sereno, del difunto; largas patillas bien recortadas,

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frente amplia, bajo un pelo onduly canoso. Opinó que en vida de

ser un caballero distinguido e inclatractivo. Dígame, señor Skeg¿qué piensa hacer?

 —No me quedan mucopciones. Tengo una orden del jSewell. Es un hombre muy seve

Debo hacer que se cumpla. Exigecierre de este orfanato y el envíolos niños al Centro de Cari

Social de Leicester, que dirigereverendo Hodges. Después, acreedores se repartirán los bie

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escasos que pueda haber dejadoseñor Steele, aparte de la propie

ya hipotecada de esta mansión. —Dios mío, ¿tan mal están cosas?

 —Muy mal, señorita. Lo únque puedo hacer, dadas las triscircunstancias, es esperar a maña

hasta que el señor Steele inhumado. Luego dispondré el ciedel orfanato y el envío de los niño

Leicester. También tengo qocuparme de otro aspecto pagradable del asunto: ya sabrá,

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Clifford… —¿Sir Clifford? —repitió V

. Ni idea, señor Skeggs. —Oh, ¿no se lo han contado?el funcionario judicial se frotó

mentón, indeciso—. Bueno, es caso muy especial y difícil, verdad. El viejo inquilino de Prow

Manor… ¿Sabía que Prowse Maes precisamente esta propiedad? —No, no lo sabía. Es un nom

muy de otra época, del sipasado… —Victoriano por completo. Ig

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que sir Clifford, su antiguo dueñoque todos los Prowse, de los que

es el último miembro vivo… sique se le puede llamar «vivo»estado en que ahora se encuentra

desdichado. —Señor Skegg, le aseguro queentiendo una sola palabra de to

eso —confesó con franqueza la jomaestra, mirando perpleja a interlocutor.

 —Es fácil, señorita —tercióniño Norman con su voz calmosingularmente madura para su e

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. Sir Clifford Prowse vive arrien la buhardilla del orfanato. Nu

sale de allí, salvo raras excepcionUna mujer cuida de él. Tampomucho, salvo lo imprescindib

Cuando vendió su casa al seSteele, hace de eso cuarenta añdispuso en su escritura que estar

obligados a permitir su residenciaesta casa en forma vitalicia. —Así es, señorita —corrob

Skeggs—. Y lo peor es que Clifford está medio ciegosordomudo.

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 —Dios mío… Pobre homb¿qué va a ser de él ahora cuan

cierren la casa por orden judicial? —No es asunto mío. El jSewell no se ve obligado por

escritura a nada, y lo más probaes que sir Clifford tenga buscarse otro alojamiento cuando

echemos de aquí, al cerrar el edifiy precintar sus puertas, coestablece la ley.

 —Sir Clifford no puede salirla casa. Nadie le echará nunca ella.

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Vera giró la cabeza, sorprendiEra Norman otra vez quien

expresaba así, con su rara firmezaadulto, tan en contraste con angelical faz de niño rubio.

Skeggs volvió a carraspemeneó la cabeza y regresó a su bade la capilla para sentarse en

murmurando mientras se encogíahombros: —Niños… ¿Quién les meter

ellos donde no les importa?La joven maestra no dijo naSe limitó a echar otra mirada

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cadáver, persignarse, y camiluego hasta el pie del altar, don

oró un momento ante el Crcolgado del viejo muro de piedesnuda. Luego se incorpo

preguntando débilmente: —¿Será mañana el entierro? —Sí, señorita —dijo Skeggs

A las doce del mediodía, según decidido la señora Oates. Despvolveré a Nottingham para pe

instrucciones al juez. Esta noche quedaré aquí, por si acaso. El tiemamenaza nieve, y aquí las neva

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suelen ser copiosas durante eépoca del año. No quiero que

sorprenda por el camino. Sólo traído una bicicleta para cubrirdistancia, y el regreso me costaría

menos tres o cuatro horas, en plnoche. Yo puedo dormir en cualqusitio. Un sofá de la casa s

suficiente para mí.Vera Munro asintió, dirigiénda la salida de la capilla. Antes

volvió hacia los once niños formaban aquel silencioso impresionante corro en torno

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difunto, y preguntó: —¿Vais a quedaros aquí todav

 —Sí, señorita —responNorman—. Más tarde iremos a caLa señora Oates nos autorizó a e

con el señor Steele el tiempo quisiéramos… —Sí, comprendo —murm

ella, abandonando la vieja iglesiapiedra.Y corrió presurosa a través

los montículos y los brezos, cruzanel cementerio en unos instanmientras gruesos copos blancos

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desprendían lentamente del necielo. Había empezado a nev

como temía el secretario del juzgaLlamó a la puerta metálica. Tuna breve espera, Eric la ab

Penetró tiritando en la casa, ycriado cerró de inmediacontemplando los copos que hab

cuajado fácilmente en los hombroel cabello cárdeno de la joven. —Ya tenemos la nieve aquí

murmuró—. Mala cosa. Va a ser unevada fuerte, estoy seguro. ¿Ya a los niños?

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 —Sí. Y al señor Skeggs. Echicos parecen muy afectad

¿Siempre son así? —Así… ¿cómo? —se interEric, parándose y mirando fijame

a la joven. —Bueno, tan serios, tan aduen su comportamiento… tan fr

diría yo. —Son niños muy bien educadEran las normas del señor Steele.

parecen a veces auténticos adulSobre todo Norman. —Norman… Sí, ese chico rub

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Me ha logrado impresionar. —Impresiona a todo el mundo

rio Eric—. Incluso a mí, señoMunro. —También me hablaron de

Clifford.Eric se paró de nuevo. Asinpensativo. Parecía no gustarle

tema. —Oh, sí, sir Clifford… —msignificativamente hacia arriba,

techo artesonado—. Siempre enbuhardilla, rodeado de sus libmisteriosos. Y con esa mujer

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singular que le cuida… A veces lluno a olvidarlos, no piensa

existan, que vivan bajo este mistecho. —¿Libros misteriosos ha dich

 —Yo así los califico. El señSteele se reía de eso. Pero lo ciees que sir Clifford siempre gustó

los temas ocultos. Sus libros sonmagia, brujería, satanismo y toesas cosas. Claro que ahora ape

puede ni siquiera verlos. Está cciego. Su lazarillo, la señoBeswick, cuida de él y le leía

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obras, hasta que quedó sordo. —También me han dicho que

puede hablar… —Cierto. Eso fue lo primeroocurrirle. Una vieja herida de bala

el cuello provocó al parecer uparálisis de sus cuerdas vocaSucedió cuando hacía la gue

colonial, en tiempos de la reVictoria. Luego esa parálisis extendió también a sus oídos, a ca

de no sé qué degeneracneurovegetativa. Y así, ahora como un mueble o poco menos.

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habla, no oye y apenas ve. Pero silleno de vida a sus ochenta a

cumplidos. —¿Y ella, esa mujer que cude sir Clifford? ¿Cómo es? Hay

tener mucha capacidad de aguanmucha tolerancia para una taasí…

 —Esa mujer la tiene, se aseguro. Resulta extraño, siendo oven, tan bella y exótica… p

posee una voluntad de hierro y resignación rayana en lo inhumaNunca la oí quejarse, lamentarse

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nada, censurar al viejo Prowse, deque estaba harta o algo así. Es co

si viviera fascinada, embrujada ese anciano, y fuese feliz a su lasirviéndole de criada, secreta

lazarillo, todo en una pieza. —Con el embargo judictendrán que abandonar la casa…

 —Por supuesto, ya han savisados previamente de ello. Clifford no pudo decir nada, p

ella se entiende con él no sé de qmaldito modo, y el viejo aristócrescribió una nota breve al se

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Steele cuando supo lo que avecinaba. ¿Sabe lo que decía

misiva? Simplemente tenía sólo spalabras: «Nadie me moverá de ahasta morir».

 —Un viejo obstinado —rio Vcon ironía—. ¿Cómo espevitarlo?

 —No lo sé. Él nunca dice naY Doris Beswick, su ayudantampoco.

 —Es curioso. Los niños paretan seguros de eso como el propioClifford…

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 —Sí, ya lo sé. Dicen que toseguirá igual en Prowse Manor.

absurdo, pero ¿qué se les pudecir a unos críos? —No estoy tan segura de q

pese a su edad, sean tan crios comentó Vera, pensativa—. ¿Normes el mayor de todos ellos?

 —Sí. Sólo tiene once añMarco, el chico moreno, tiene dlo mismo que Karin, la chica

pelo rubio claro. Los demás oscientre nueve y ocho años… —Y Norman es el que manda

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todos ellos, al parecer. —¿Lo notó? —Eric la m

ceñudo—. Ese chico tiene autoridalgo raro… —Sí, estamos de acuerdo. Ti

algo raro. Pero también todos demás. Y me pregunto qué seráBuenas noches, Eric. Voy a retirar

a descansar. Supongo que mañanaa ser un día muy agitado en eorfanato…

Vera Munro no sabía bien acertada que estaba al preveer aasí.

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Capítulo III

El primer suceso trágico

desconcertante de aquella pesadrecién iniciada tuvo lugar esa mismadrugada, bastante antes de que

luz del día asomara por el horizonpara alumbrar una camptotalmente cubierta por una esp

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nevada caída abrumadoramedurante horas enteras.

Vera Munro despertó al oírgrito y el estrépito de vidrios. Estprofundamente dormida, a causa

su cansancio. Pero aun así, apesalió de su sueño, supo de moinstintivo que algo malo ocurría

Prowse Manor, la vieja casovictoriana de Nottingham, converten este siglo en un orfanato priva

obra de un desinteresado benefacde niños sin padres.Saltó del lecho, sintien

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palpitar con fuerza su corazón. frío matinal casi heló su piel y c

hasta sus huesos, antes de poneprecipitadamente su bata de lancorrer a la puerta para averiguar

causa de aquel alarido y de aqestruendo de vidrios rotos quehabía arrancado de su sopor. Miró

reloj, un bonito aunque poco costcolgante para su peccomprobando que eran ya las cinc

veinte minutos de la mañana. No podía saber lo que estsucediendo en la casa, pero el gr

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evidentemente, había sido agudoprolongado, con una n

desgarradora que presagiaba amalo, algo siniestro. Luego, el rude rotura de cristales no había s

sino un elemento más para sentcon una preocupación que rayaba el miedo.

Abrió decididamente la puertasu habitación, asomando al corredalumbrado débilmente por

pequeña lámpara eléctrica situadafondo del mismo, y protegida con pantalla de seda rosa, con flecos.

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alguna parte del edificio, sonapasos precipitados y puertas que

abrían. Brilló la luz en el vestíbulse decidió a avanzar hasta el hude la escalera, asomando al mismo

Descubrió a Eric y a la señOates, inclinados sobre algo yacía al pie mismo de la escale

Una gran lámpara de pie de broncon pantalla de vidrio rojo, estvolcada en el suelo, junto a

alfombra, no lejos de donde yaaquel bulto oscuro. Los vidrios delámpara yacían hechos añicos,

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mismo que la propia bombilla.Pero eso no era importante aho

Vera se fijó en el cuerpo inmóboca abajo sobre la alfombustamente caído en el últi

peldaño de la gran escalera. —Dios mío, ¿qué sucede? preguntó la joven en voz a

realmente asustada.El mayordomo y el ama de llaalzaron sus cabezas. Estaban m

pálidos, sobrecogidos. Fue ella quatinó antes a hablar, con quebrada, que resonó huecamente

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el amplio vestíbulo: —Ha sido horrible, seño

Munro. Se trata del señor SkeggEstá… está muerto…Con un escalofrío, Vera

encogió dentro de su amplia batacomenzó a bajar los escalones. detuvo junto a los sirvientes de

casa, tratando de ver lo sucediInclinose sobre el caído. El rollfuncionario judicial ya

ciertamente, en postura nalentadora. Tenía la cabeza torcidun lado, como si se hubiera roto

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cuello. Un breve examen la hcomprender, aun sin ser experta

medicina, que era cadáver. Tenía ufractura cervical que le ladeabacabeza, un hilo de sangre corría

la comisura de su boca crispada, ojos estaban abiertos y vidrioscon una expresión de horror, y n

pulso ni los latidos del coraaparecían por parte alguna. —¿Cómo pudo ocurrir?

susurró la joven. —No sé —Eric se encogió hombros, aturdido—. Debió caer

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la escalera. Parece lo más lógiEntonces tal vez lanzó ese grito…

 —Fue un grito atroz —comela señora Oates—. Jamás noté taterror en nadie.

 —Tiene razón —afirmó Vesombría—. Fue como si supieracaer, que aquello terminaba con

vida. —Y ahora ¿qué vamos a hacgimió Eric—. Era el encargado

las diligencias judiciales… —Supongo que no hay otra cque hacer que llamar a Nottingham

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notificar lo ocurrido —señaló V. Enviarán una ambulancia,

médico, tal vez a algún policía, yuez se hará cargo de este asunto… —Eso no va a ser senci

señorita Munro —señaló la señOates gravemente. —¿No? ¿Por qué? —se inter

Vera, sorprendida. —Mire afuera, por favor. acababa de hacerlo cuando sonó

grito.Sin entender bien, la joven hasta uno de los ventanales

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vestíbulo. Alzó el pesado cortinque lo cubría, y miró a través de

vidriera, protegida del exterior un enrejado.Se quedó asombrada. La ni

cubría hasta media altura de la pueen aquel punto. Todo cuanto rodela casa era un blanco manto, alt

espeso. No se veían sendero arbustos. Y la nieve caía insistendensa, continua.

 —¿Estamos aislados? —preguen un hilo de voz. —Así es —afirmó Eric

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Ocurre muchas veces cuando cnevadas así. Ya me lo temí anoc

al comenzar a nevar. El único camdesde aquí a Nottingham se himpracticable por completo,

pierde bajo la nieve, a causa debajo nivel respecto a esta colina. cunetas son verdaderos barran

donde es fácil precipitarse para salir nunca. Tal vez cese de necuando sea de día y puedan ven

hacerse cargo de todo. Por ahora es imposible, dado el estado terreno.

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 —Pues estamos arreglados musitó la joven, contrariada—.

me gusta permanecer aquí encerrcon un cadáver. —Dos, señorita —rectif

suavemente la señora OatesTampoco podremos sepultar al seSteele. El cementerio está en

hondonada, usted lo ha visto. Simposible abrir una fosa si sinevando así.

Vera se estremeció. Empezabsentirse incómoda en aquel lugacon aquel cerco blanco en

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exterior. Tuvo una idea para alivaquella angustia claustrofóbica

empezaba a dominarla. —El teléfono —dijoPodríamos llamar para informar

todo esto, cuando menos. —Eso, —asintió Eprestamente—. Venga conmi

señorita. Si quiere usted hablar el contable Barnes… —Será lo mejor. Tal vez pued

llegar hasta aquí, después de todoEric la condujo a la sadestinada a lectura, con sus mu

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repletos de estanterías con libros.teléfono aparecía adosado al mu

no lejos de una cabeza de tigreBengala y una panoplia con un parsables curvos cruzados.

 —El señor Steele no gustabala caza —explicó Eric—. Es trofeo de sir Clifford. De sus tiem

de militar en la India. Los sables de los cipayos rebeldes. Recuerde la guerra colonial.

 —Entiendo —ella descolgó teléfono, comenzando a girar manivela de comunicación con

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centralita local. Arrugó levementeceño y repitió dos veces más

operación. Luego tendió el aparatEric. —Vea esto —dijo—. No lo

establecer comunicación. —Sólo nos faltaba esto suspiró el criado—. Tal vez

temporal de nieve averió la línea…Hizo la prueba tres o cuaveces. Exasperado, col

encogiéndose de hombros. —Es inútil, señorita —ddesolado—. No hay línea.

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 —¿Cree que ha sido el tempor —¿Qué otra cosa puede ser

no? Siempre ha funcionado bien teléfono… —Podría haberlo cort

alguien.Eric la miró estupefacto. Pareno comprender el sentido de

sugerencia de la maestra. Tras uindecisión, logró articular upalabras:

 —¿Por qué dice eso, señor¿Quién iba a hacer tal cosa? —No sé —ella movió

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pelirroja cabeza suavementeQuizá la misma persona que pu

empujar a Skeggs escaleras abmatándole.A espaldas de ellos, una

helada voz de mujer de rentonación sonó en esos momentos —Es posible que esta jo

tenga razón, Eric. Toda la razón…

* * *

Al volverse, Vera Mu

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descubrió a una enigmática inquietante mujer erguida ante ello

Era bastante alta, esbelta y deoscura, broncínea casi. Granderasgados ojos negros, pelo lar

sedoso, también negro, que colgen cascada lisa hasta la mitad de espaldas. Labios carnosos, n

levemente roma, gesto entre fríoindómito. Su cuerpo aparecubierto por un larguísimo deshab

blanco, en fuerte contraste concolor de su tez, que remarcabafirmeza de un busto pequeño y du

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y la suavidad de unas caderas queduda eran redondeadas y mórbidas

Aquella mujer, pensó Vera, temezcla de razas en su sangre. Qumestiza, procedente de algu

colonia británica. Una combinacde sensualidad y de hermetisparecía emanar de su alta fig

rígida, erguida ante ellos como espectro, bello pero inquietante. —Señorita Beswick… —susu

Eric, confuso—. ¿Usted aquí? —No pude evitar oír ese alariY les oí hablar cuando asomé a

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puerta de la planta alta. ¿De moque el funcionario judicial e

muerto? —Así es. Y el teléfono funciona. La nieve nos ti

cercados. —Ya me he enterado de todo dijo la dama de piel morena

altivez. Clavó sus oscurasprofundas pupilas en Vera y carnosos labios dibujaron u

especie de sonrisa—. ¿Es usnueva aquí? —Sí, llegué hoy. Me emplea

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hace unos días. Soy Vera Munronueva maestra. Aunque supongo q

ya no tendré que dar clases a nadie —No ha llegado moportunamente, la verdad. Soy Do

Beswick, la mujer que cuida de Clifford allá arriba —miró a lo ay tendió su mano a Vera. Era u

mano de dedos largos, delgados, ahuesudos. En uno de ellos brillabaextraño anillo con una pie

opalescente que brillaba en penumbra de la biblioteca con toirisados—. Me alegra ver por aqu

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otra mujer que no sea la señOates, pero lamento

circunstancias en que conocemos, Vera. —Igual digo, Doris —siguió e

la familiaridad, estrechando aqumano, que le resultó fría y suavetacto—. ¿Por qué dijiste que po

tener razón? —Es una sospecha, querida. Emuriendo demasiada gente en e

casa en los últimos días —su sonrse hizo ahora sardónica—. Primla señorita Swift, luego el se

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Steele… y ahora ese empleudicial. Demasiadas muertes p

ser todo natural, ¿no le parece? —Es lo que yo sugería. teléfono está cortado. Puede ser

nieve. O puede que no. —Estamos de acuerdo. ¿De qusospechas? —la miró fijamente

¿De… los niños?Vera dominó un escalofrío. Lniños. Lo había dicho de un mo

peculiar, acentuando sutilmente palabra. Se preguntó por qué. Perodijo también que ya había pens

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ella misma en eso. Los niño¿Pero cómo, por qué?

 —¿Dónde están ahora? —qusaber Vera, mirando a Eric, responder directamente a Do

Beswick. —¿Los niños? —el mayordose encogió de hombros—. En

alojamientos, supongo. No he vistninguno de ellos. —Es raro. ¿Los cierran

dentro acaso? —No, no. Son libres de anpor la casa. Incluso en plena noc

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El señor Steele nunca les encerrósus dormitorios, como hacen en to

los orfanatos. Decía que esto erahogar para todos ellos, no una cár —Han tenido que oír el grit

los vidrios rotos. El niño es curipor naturaleza. Es extraño que hayan acudido aún.

 —Tal vez saben  ya lo que pinsinuó Doris Beswick fríament —Sí, tal vez —Vera miró a

bella y exótica mujer con curiosi. En fin, me temo que podremhacer pocas cosas en esta situaci

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Doris. —Muy pocas. Yo habitualme

no me meto en los asuntos de ecasa. Forma parte del convenio sir Clifford y con el difunto se

Steele. Formamos un mundo apallá arriba. —¿Lo soportas bien? —du

Vera. —Lo soporto —rio Doencogiéndose de hombros—.

Clifford paga bien. Y no va a duya mucho. Ha rebasado ya ochenta años y se apaga

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momentos. Eso es lo que cuequerida. Dentro de poco tiempo s

libre y habré ahorrado una pequfortuna. Sir Clifford recompensa bmis servicios, no podría ser de o

modo. —Ocurra lo que ocurra aqtodavía soy la nueva maestra y

misión consiste en ocuparme de malumnos —dijo bruscamente VeraCreo que subiré a verles. E

dígame dónde están sus alojamien —Sí, señorita Munro. Es enmismo pasillo, pero al lado opue

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de la escalera. Ocupan habitaciodobles, excepto la niña mayor, Ka

que duerme sola. Verá usted spuertas, tres a cada lado. Son esEn la última de la derecha duer

Karin. —¿Y Norman? —preguntó Veobservando con el rabillo del

que al prenunciar el nombre del nrubio Doris enarcaba sus finas cenegras.

 —En la puerta de enfrente, aizquierda. Duerme con el muchamoreno, Marco.

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 —Ya. ¿Marco es extranjero? —Su madre era italiana, creo.

abandonó para huir con un marineAsí son casi todos los casos de emuchachos. Realmente patéticos.

 —Sí, me doy cuenta. Es mcosa ser huérfano, pero es peor abandono —suspiró Ve

entristecida—. Voy a verles. —Te acompaño —apuntó Do. Yo regreso con sir Clifford. M

pidió que le informase de lo sucedía.Las dos mujeres se alejar

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mientras Eric, en vano, intentnuevamente establecer conta

telefónico con la centralita local. —¿Cómo te comunicas con hombre ciego y sordomudo? —

interesó Vera, camino ya de la plaalta… —Sir Clifford no es totalme

ciego, aunque apenas si ve alTampoco es del todo sordo, perototalmente mudo a causa de la les

en sus cuerdas vocales. Aún puver mis labios y leer en ellos, sotodo si hay luz abundante. Tamb

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nos comunicamos mediante escritopor simples presiones de los de

en la mano del otro, siguiendocódigo Morse. Hay que ingeniársepor todos los medios.

 —Debe resultar muy duro, bien que pague. —Lo es. Pero yo soy d

también —rio con cierta asperDoris Beswick—. No me amilpor nada, no me dejo desmorali

He nacido para luchar. Y pvencer, Vera. ¿Tú, no? —No lo sé. Supongo que to

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nacemos para intentarlo, al menSobre todo las mujeres. Hasta h

día, nuestra lucha fue todavía mdura. Pero estamos en el siglo XXlas cosas han cambiado algo, aun

no lo suficiente. —Creo que también eres mujer animosa, capaz de to

Acabas de ver morir a un hombhas llegado aquí con otro de cuepresente, estás aislada en e

horrible casa, y sospechas que puexistir una mano oculta capaz asesinar y de cortar el teléfono.

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embargo, te noto llena de energíde vitalidad.

 —Creo que hago de tricorazón, Doris —sonrió Vlastimosamente.

 —Eso es lo que hago yo, querse detuvieron en la planta aDoris miró intensa, fijamente, a

nueva compañera—. Tal vez mañnos echen a todos de aquí, pesecontrato de sir Clifford con el difu

señor Steele. Si no nos vemos másdeseo feliz futuro. —Y yo a ti. Pero mucho me te

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que tendremos que seguir viéndonqueramos o no.

 —Sí —admitió Doris, tranqucon un destello enigmático enfondo de sus pupilas—. Yo tamb

lo creo. Buenas noches, Vera.Siguió subiendo por la ampescalera, hacia la planta más alta

edificio, donde se hallaba buhardilla habilitada para ocupante vitalicio de Prowse Man

sir Clifford. Vera siguió su lafigura envuelta en la blanca flotante con una mezcla de curiosi

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y desconcierto. —Es una mujer hermo

atractiva, incluso dulce y afectususurró—. Pero aun así tiene aque me inquieta… casi me asusta.

Meneó la cabeza, perplejaechó una ojeada a las seis puercerradas, a su derecha. Echó a an

decidida hacia ellas. No se detuante ninguna de las cuatro primeLuego vaciló ante las otras dos,

últimas. Optó por la de su derecLlamó suavemente con los nudilNo respondió nadie. Volvió a llam

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con más fuerza. Igual resultado.Impaciente, golpeó una terc

vez y añadió: —Abre, Karin. Sé que esdespierta. Soy yo, la señorita Mun

Un silencio. Cuando creía también eso fallaría, sonó un pestiLa puerta se abrió. La rub

desconcertante criatura llamKarin, apareció en el resquicio deentrada. Sus límpidos ojos claros

miraron fijamente. El rostro angelno mostraba turbación alguna. realidad, no mostraba nada.

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como una bonita máscara porcelana.

 —Déjame entrar —dijo firmeza Vera.Karin se hizo a un lado.

cuerpecillo estaba cubierto con cerrado camisón azul pálido. El pede un dorado casi blanco, flot

suave, sedoso, al moverse pordormitorio. Parecía un ángel más nunca. Pero Vera no se fiaba.

 —¿Dormías? —preguntó. —No —negó la niña, sentánden la cama y contemplándola

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incómoda fijeza. —Oíste el grito, entonces.

 —Sí. —Y los vidrios rotos. —Sí.

 —Pero no has salido a averiglo que sucedía. —No.

 —¿Por qué? —No me interesaba. Son code los mayores. Los mayores no

interesan. —¿Y los demás? ¿Por qué no salido tampoco?

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 —No lo sé. Pregúnteselo a ell —Todos os quedasteis

vuestras habitaciones. ¿Sabíais aclo que sucedía? —Yo, sí.

 —¿De veras? —la joven enalas cejas, dominando estremecimiento—. ¿Qué pasó?

 —Ha muerto un hombre. —¿Y eso no te preocupa? —No. Era una persona may

No me preocupa. Ninguna preocupa. —¿Tampoco yo?

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 —Tampoco. —Soy tu maestra.

 —Ya lo sé. Pero no me preocucomo persona mayor. —¿Cómo sabes que murió

hombre? No saliste a verlo. ¿Qute lo dijo? —Nadie.

 —Si nadie te lo dijo, ¿cómosabes? —Lo sé, señorita. Eso es todo

 —¿También lo saben los demá —Supongo que sí. —¿Cómo  lo podéis saber? —

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exasperó Vera—. ¿Lo hicistvosotros acaso?

 —Hacer… ¿qué? —preguntó dulce ingenuidad la niña, sin dejarmirarla.

 —Oh, déjalo —se pasó una mpor el cabello, dominando irritación e impaciencia. Reco

que su misión era tratarcomprender a los niños. Lo intenal menos, mostrándose su

nuevamente. Puso una mano en rodillas de la chiquilla y le pregu: Dime, Karin, ¿sabes quién

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mató esta noche? —Sí. El señor Skeggs, ese

uzgado. —¿Y tú qué opinas de eso? —Nada.

 —¿No te da pena que mualguien? —No.

 —¿Nunca lloras por nada o nadie? —No, nunca.

 —Karin, ¿crees que eso ebien? —No lo sé.

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 —Hay que tener sentimientos.niño debe sentir lo malo que

ocurre a otra persona. Es de humasufrir, Karin. —Los mayores nunca lloran.

cuando hacen daño a los niños.Vera respiró hondo. Karin una niña difícil, muy difícil. Pero

respuestas poseían una fría lóginfantil que causaba casi escalofrí —Es posible que tengas raz

Karin. Los mayores no sombuenos. Cuando dejamos de niños, dejamos de ser inocente

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nobles. Pero tú aún eres niña. Deser diferente.

 —¿Por qué? Los hombres y mujeres se aman, son felices. tienen un hijo, lo tiran al arroyo

siguen siendo felices. Pero ¿y el hseñorita Munro?Era escalofriante, pensó Ve

Había rencor en aquellas fraMucho rencor. Recordó que hablcon una huérfana, abandonada qu

por sus padres. Trató de ahondarese punto. —¿Viven tus padres?

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 —No lo sé. Nunca lo supe. abandonaron. Hay niños que tie

padres. Yo, no. No sé lo que es eNinguno de nosotros lo sabe. —El señor Steele fue un pa

para vosotros. —El señor Steele está muePero no era mi padre.

 —Karin, ¿odias a tus padres? —Sí. Mucho. Desearía vermuertos. Desearía matarlos

misma.Lo dijo heladamente. Con una fría en sus bonitas pupilas infanti

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Con una voz atiplada y suave avez, con aquella carita ingen

dulce, auroleada por la melena cplatinada. Vera sintió que se erizaban los cabellos.

 —Karin, eso no se dice nunNunca. Ni se debe sentir odio Los niños no pueden odiar. Ni des

la muerte de nadie. —¿Y los mayores sí? —Tampoco. Nadie debe des

que muera un semejante. Y menaún matarle él. —¿Por qué me dice todo eso?

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 —Porque debes saberlo, KaNo me gusta que una niña

adorable como tú albersentimientos tan terribles en corazón.

 —No soy yo sola. Topensamos igual. —¿Todos?

 —Sí. Los mayores nos hiciedesgraciados. Ellos tienen la culpa —Es posible, Karin. Pero

señor Skeggs, por ejemplo, ¿qué mos hizo? —Era una persona mayor.

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además, iba a echarnos de aquí.Vera tenía miedo de hacer cie

pregunta. Por eso siguió otro cami —Yo también soy mayor, Kar¿Me odias?

La niña titubeó, mirándola aquella rara fijeza suya. Luego ndespacio.

 —No. No la odio —dijo. —Al principio, en la capilla, pareció que sí me mirabas con p

afecto. —Tal vez la odiara entonces,sé. Ahora no.

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 —¿Te soy simpática, acaso? —Es posible. Es usted bonit

dulce. No es como la horriseñorita Swift.Otra vez aquel temor ocu

profundo, que ella no quería senTomó fuerzas para seguir aqdiálogo tenso, extraño, c

alucinante. —¿Odiabas también a la señoSwift?

 —Mucho, sí. —¿Por qué? —Era antipática. Cruel. N

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castigaba por hacer mal los debeO por distraernos en la clase.

señor Steele iba a echarla de aquí —Pero no la echó. Se murió. —Sí. Se murió.

 —Supongo…, supongo que muerte te alegró. —Sí. Nos alegró mucho a todo

Vera suspiró. Pisaba terreresbaladizo, pantanoso. Y lo sabía —¿Cómo murió la seño

Swift, Karin? —quiso saber.Pero en el fondo, ella no que

saber, tenía miedo a la respuesta.

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 —Murió… de un accidente. —¿Qué clase de accidente?

 —Se cayó por la ventana dehabitación. Se mató al pie defachada, sobre las losas de

entrada. Dicen que tenía muy maspecto. Yo no la vi. —¿Nunca ves a los que mue

así? —No, nunca. —Pero sí fuiste a ver al se

Steele. —Era diferente. AdemNorman nos dijo que fuéramos tod

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 —Norman… ¿Es él quien da órdenes?

 —Sí. —¿Él os ordenó que no bajaresta noche a ver al señor Ske

muerto? —Sí. —¿Y que no vierais muerta a

señorita Swift? —Sí. —¿Cómo te lo ordenó e

noche? ¿Ha venido aquí, a tu cuart —No. No hace falta. Él lo dY nosotros lo sabemos.

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 —Lo dice… ¿cómo? —insiVera, alucinada.

 —Eso no le importa, señoMunro. Nos lo dice, eso baNosotros lo sabemos. Es todo.

 —Pero, Karin, escucha. Tique haber un medio por el Norman os diga que…

 —Señorita Munro, ¿qué quisaber de mí? ¿Por qué no mepregunta, en vez de hacerlo a Kari

Vera se volvió, dominando grito de sobresalto. Se qumirando a Norman, erguido en

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puerta de la habitación, que haabierto tan silenciosamente que

siquiera llegó a darse cuenta de elEl rubio niño sonreía apacibcasi cariñoso, sin pestañear,

azules ojos fijos en la joven maesigual que un dulce querubín.Pero Vera supo que había a

maligno en él. No sabía el qué. Y es lo que más le aterraba en emomento.

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Capítulo IV

Esos niños me asustan.

asustan mucho, la verdad.La señora Oates no dijo nadamomento. Retiró el pote de a

hirviendo del fuego y preparó elAllá afuera, tras la vidriera depuerta de la cocina, se veía un l

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resplandor azul en la distancia. el amanecer. La nieve continu

cayendo copiosamente, como un vblanco y ominoso, que hacía crececrecer el nivel de la blanca alfom

exterior. —Son encantadores —suspirómujer que actuaba como ama

llaves, cocinera y un sinfín labores domésticas más—. Pestoy de acuerdo con usted. A ve

me digo que son demasiado lisdemasiado observadores. Y mcallados. No parecen ni

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normales. Apenas juegan. Apecorren y escandalizan. Eso no

normal, pero no creo que tenga sentir miedo de ellos, señoMunro.

 —¿Qué decía de sus hábitosseñor Steele? ¿No les enseñóactuar y jugar como niños? A ve

parecen demasiado  adultos paraedad. Y odian a los verdadeadultos de un modo visce

inquietante. —El señor Steele estorgulloso de ellos. Decía que e

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tristes porque la vida les hagolpeado duro. Todos ellos

huérfanos, pero no porque sus padmurieran, sino porque abandonaron al nacer o con po

años. —Sí, eso lo entiendo bien. Phay algo raro en ellos. Se comuni

entre sí sin hablar, como si futelepáticamente. Todos piensan iguson como partes de una misma co

piezas de un todo homogénNorman les dirige al parecer. Yque él decide todos lo siguen, aun

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ni siquiera lo diga en voz alta. ¿Slo que me contó el propio Norm

antes, cuando le pregunté cómocomunicaba con sus camaradas entrevistarse ni hablar con ellos?

 —No me lo imagino, la verla miró la señora Oates, mientcolaba el té.

 —Dijo que se conocdemasiado bien todos ellos. Que ecomo hermanos gemelos. Co

siameses, incluso. Lo que upensaba lo sabían los demás. Y qeso les hacía sentirse muy unidos.

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 —La verdad, puede que sea Yo no le buscaría ningu

explicación anormal a su actitseñorita Munro. Los niños siemresultan sorprendentes.

 —Sí, y éstos mucho más aúnsuspiró Vera, abatida. —Serénese, tome un té y vay

descansar un poco, si puede —rosonriendo la señora Oates, ponienante ella una taza—. Yo subiré

servir otro té a los niños. No cque nadie duerma ya en esta casala mañana de hoy…

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 —Ciertamente, yo no. No sería posible, se lo confieso. —D

vueltas al té, tras ponerle un terde azúcar—. Vaya, vaya. Me quedaquí, ante la lumbre. Y verem

cuando aclare más, si es posible sde aquí de alguna forma para avisalas autoridades de lo sucedido.

 —Sí, querida, quédese tranqudijo la mujer, saliendo con ubandeja repleta de servicios de té

Yo vuelvo en seguida.Vera se quedó sola. Apuró sucon rapidez. El calor de la infus

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le dio algún alivio a su atercuerpo. No era frío lo que sen

ahora. No el frío que producíaclima, cuando menos. Se incorpofrotándose los brazos y homb

paseando por la cocina. Llegó hala despensa, miró a su interrepleto de embutidos, carne, lata

toda clase de provisiones. Se dque si duraba el aislamiento, había problemas respecto a

alimentación.Tuvo un leve estremecimientorecordar su charla con Karin y

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Norman. Había algo en todo aqueque no le gustaba. Algo que

entendía, que escapaba a percepción. Algo demasiado sutil,vez intangible. Quizá algo que

siquiera era de este mundo, pecon una sensación de anguprofunda.

De repente, la mano heladaposó en su nuca, en sus cabelAlgo gélido goteó por su nu

erizándole la roja melena.Vera lanzó un largo, espeluznagrito de terror.

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* * *

 —No se asuste, por favseñorita. No pretendí atemorizalo siento…

Vera Munro contempló estupor al hombre que se erguía aella, con los cabellos, las ropas y

cejas totalmente cubiertos de nieSus manos mojadas goteaban niderretida, de ahí el helado contact

 —¿Quién es usted? —demanella, todavía sobresaltada—. ¿Qhace aquí?

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 —Me perdí en la nieve explicó él roncamente—. Vi e

edificio y traté de abrirme paso haél. Fue muy difícil, la verdad. hundía en esa maldita nieve hasta

cuello. Es como caminar sobre millar de trampas. En cualqumomento puede hallar uno una za

profunda y sepultarse para no smás. Y la nieve sigue cayenVengo exhausto, lo siento…

Y se desplomó pesadamente una silla de la cocina, que crubajo el peso de su atlética figu

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Parecía realmente extenuaempapado hasta los huesos, agota

sus energías. Vera le estudió mcalmada.Era un hombre joven. Joven

guapo, pensó con un criterio mfemenino. Alto, de buen pocabello castaño, fino bigote a

moda, cabello peinado con raya alado y removido por habedeteriorado la capa de fijador. Lu

un impermeable largo, color grisdebajo se veía una chaqueta marrsuéter de cuello en V, bordado c

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dibujos azules sobre fondo gris lazo granate. Un joven elegante,

duda. Tal vez de la buena sociedTenía el calzado lastimosamemojado y deformado.

 —Lo siento —musitó ellaLogró usted asustarme cuando tocó.

 —No quise hacerlo, pero me cy me aferré a usted. Creo que espeor de lo que imaginé. Llevo de

la madrugada buscando un sdonde refugiarme. Mi Daimler evirtualmente sepultado en la nieve

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 —Su… ¿qué? ¿Lleva usted Daimler?

 —Sí. Flamante, y de coblanco. Casi no se ve, metido ennieve. Acabo de estrenarlo. No

tenido demasiada suerte. —Debe ser muy rico para teun Daimler —dijo Vera desdeñosa

 —No lo crea —rio el jovrecuperándose lentamenteasomando algo de color a

ateridas mejillas, gracias al fuegola chimenea—. Sólo soy un escrde cierto éxito últimamente. Com

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ese coche con mis derechos de aupor el último libro editado.

 —De todos modos, rico o pobestá necesitando algo caliente. ropa seca —dijo ella, decidida—.

serviré un té. Quítese esas prendpronto. Sobre todo el calzado y calcetines.

 —Pero no pensará que voydesnudarme delante de ustseñorita.

 —Le aseguro que no piemirarle. Ni tampoco escandalizarrio ella—. He visto en

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despensa toallas y sábanas limpSe podrá envolver con una mient

vuelve la señora Oates. —¿La señora de esta casa? —No, no. Sólo el ama de lla

y cocinera. Esta casa sólo tienedueño de momento: el juez y acreedores. Llega usted en un pési

momento, pero supongo que noeligió a propósito. Vamos, ¿a qespera? Desvístase ya.

 —Como quiera —balbuceó oven, mientras ella iba a busropa seca a la despensa, en uno

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cuyos lados guardaba la cuidadseñora Oates las mudas limpias p

cambiar camas y cuartos de aseo¿Viene de muy lejos? —De Londres. Iba a Sheffie

Normalmente tomo la ruta de Derpero esta vez era imposible. Estábloqueada desde hace dos días po

nieve. Elegí ésta, comenzó a nevay aquí estoy —carraspeó mientrasdesvestía—. Mi nombre es Kenn

Wilcox. Pero me gusta que mamigos me llamen Ken. Sólo Ken. —Bien, señor Wilcox…, d

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Ken, yo soy Vera Munro, maestraprofesión. Y éste era hasta ayer

orfanato privado. Ahora nadie slo que era. Ha sido embargado,director ha muerto de repente, y

oficial del juzgado que practicadesahucio también falleció en accidente esta misma madrugada.

 —Vaya, ustedes sí que divierten aquí —comentó con soel viajero.

 —Lo peor es que además estar bloqueados por la nieve, cousted muy bien sabe, el teléfono e

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averiado y no podemos comunicon ningún sitio.

 —Pues está todo de maravillario Ken Wilcox—. ¿No les ocunada más?

 —Ahora le tenemos a usted. la última novedad. Un escritor ennosotros. ¿Cuál es su especiali

literaria, Ken? —La aventura, señorita Munro —A mí también me gusta que

llamen Vera, simplemente —esonrió irónica—. De modo queaventura, ¿eh? Pues posibleme

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tenga ocasión ahora de escribir souna completamente inédita.

Se volvió, tirándole una toallabaño y una sábana. El joven estsolamente en calzón. Vera no pu

por menos de admirar sus múscusu figura enjuta, pero atlética, hombre que practica depo

habitualmente. Él no parecohibirse ante la mirada femenSin embargo, eligió cuidadosame

la toalla, la desplegó y se enroscóella, sin despojarse del calzDescalzo, se sentó de nuevo.

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 —Me siento como un patriromano —bromeó, tomando un tr

de té con evidente alivio—. Es usun ángel, Vera. En todos los sentidNunca esperé que la primera pers

que encontrase después de mi odifuese precisamente una mujer oven, tan atractiva y encantadora.

 —Le aseguro que los romanunca llegaron a impresionardemasiado —rio Vera de buen hum

. Pierde el tiempo si quideslumbrarme con sus elogios. —Son sinceros, créa

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Habitualmente, en estas viecasonas victorianas que aún que

por el país, habitan viejas famide estirados miembros y rostro pamistoso, con solteronas y viudas

nada grata apariencia. —Esta es una casa muy especse lo aseguro. Pero también existe

viejo ocupante Victoriano. Arrhay un tal sir Clifford Prowse, militar colonial y propietario de e

finca. Hoy día es un anciano ciemudo y sordo, que agonlentamente acompañado de

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persona que le cuida día y noche. —Extraños inquilinos los de e

mansión. Un viejo militar decrépun orfanato… Supongo que hay nitambién.

 —Niños… —Vera se angustiópronto al recordar que sí existniños allí—. Claro, claro. Esa

otra, Ken. Le hablaré de ello en omomento. Creo que la señora Oaregresa ya…

Así era. La buena mujer se qude una pieza al ver a aquel caballenfundado en una toalla de bañ

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guisa de túnica romana, con montón de empapadas ropas so

una silla. Vera explicó la situacióhizo las presentaciones. —No se preocupe, señor —

apresuró a hablar la cocinera y ade llaves de Prowse Manor—. bajaré en seguida algunas ropas

señor Steele. Era más o menos demisma estatura. Creo que le sentabien un pantalón, una camisa y

chaqueta suya. También le busccalcetines y unas zapatilMientras, siga calentándose al fue

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¿Su coche quedó muy lejos de aqu —En el camino de Bingham

cosa de unas cuatro o cinco millasaquí. Ha sido el peor recorrido qtuve que cubrir en toda mi vida,

la oscuridad de la noche y nevada encima. Y eso que he viajay pasé malos ratos en sitios como

selva malaya o los desierafricanos…La señora Oates salió p

buscar ropa seca. Vera se sentó jua su nuevo amigo, mirándole curioObservó que los ojos del joven e

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grises e inquisitivos, y que teníanbrillo entre pícaro y astuto.

 —Y bien, ¿qué tiene contarme sobre los niños de eorfanato? —se interesó Ken Wilc

buscando su mirada con interés.Vera le contó en pocas palabla situación de la casa desde

llegada hasta ese preciso momenEl joven escritor la escuchatentamente, con gesto que pas

con facilidad de la perplejidadasombro y de éste al desconciePor fin, al terminar ella su relato

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permaneció en silencio umomentos.

Después sólo aventuró un brcomentario, mientras se servía otaza de té.

 —Es una historia que rozainverosímil. Usted parece temiedo a esos niños.

 —¿Miedo? No sé. Es posible sí. Cuando menos, me inquietan. —Pero si no salieron de

habitaciones, ¿cómo pudieron hadaño al señor Skeggs? —No lo sé. Es sólo

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aprensión personal, tal vez edejándome llevar por

imaginación. —Y eso que no es escritor —Ken—. Ahora seré yo quien ten

que imaginar cosas. Espero que nodesorbiten mis pensamientos. ¿Cque han cortado la línea telefón

aquí mismo, y no se trata de avería exterior? —Sí, lo creo. Me resulta dif

aceptar ciertas casualidades, Ken. —A mí también. En ese puestamos de acuerdo. Usted tamb

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parece sospechar que las muertesla señorita Swift, su antecesora, y

de Skeggs no fueron accidentales. —No estoy segura, la verdad. —Si no fue accidente, tuvo

s e r … asesinato  —dijo mirándfijamente. —Sí —afirmó Vera, con un h

de voz. —¿Y la muerte del señor Steel —Eso es diferente.

 —¿Por qué? —Lo encontraron muerto endespacho, apaciblemente, tras rec

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la noticia del embargo. AdemásSteele le querían mucho

discípulos y protegidos. Le debtodo lo que disfrutaban en eorfanato privado: enseñanza, u

vida libre, una disciplina meférrea que en un centro oficial,trato más humano…

 —Sigue centrando sus sospecen esos niños. Ardo en deseos conocerlos. Sobre todo a Norman

Karin. —Los conocerá, no se preocuEsa nevada no lleva trazas de ce

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dijo Vera, señalando hacia puerta vidriera de la cocina,

donde entrara Ken Wilcox poantes.A través de ella, podía ve

caer la copiosa cortina blanca, modo incesante, mientras crecíacrecía el nivel de la nieve en

exterior. —Sí, por todos los demoniosmasculló Ken, escudriñando

amanecer, que cobraba ahora utonalidad deslumbrante a causa resplandor en la nieve—. Mi co

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debe de estar ya totalmente tapaDebí adquirir mejor un submarino

 —Sin duda —rio Vera de buhumor—. Casi le saldría más barque un Daimler. ¿Quiere comer alg

Debe tener hambre tras su odisea afuera. —Si eso no molesta a la gente

esta casa… me gustaría sentir asólido en mi estómago, que no fusolamente té.

 —Yo se lo prepararé mientvuelve la señora Oates. Quedó ahí algo de caldo y de asado.

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aseguro que le gustará —dresueltamente Vera dirigiéndose a

cocina, ya encendida para las tarde aquel día.

* * *

Ken Wilcox contempló a V

Munro, en pie al fondo de la sdestinada a clases. El aula aparecompleta, con los once ni

sentados ante sus pupitres. La luz día, centuplicada en intensidad po

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nieve, penetraba por los ventanaenrejados. Un reloj mural marc

las diez en punto de la mañana.Fuera el frío era intensísimo ynieve no cesaba de caer. El jov

escritor hizo un gesto a Vera, tdirigir una ojeada a las ocabecitas alineadas ante la maes

que iniciaba así su primeraposiblemente última clase en orfanato de Nottingham. Ella son

moviendo la cabeza. Rápidas volvieron dos cabezas hacia él.Dos cabecitas rubias. Dor

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una, casi platinada la otra. Ken saquiénes eran los dos curios

sentados en la primera fila pupitres, junto al moreno y silenciMarco: Norman y Karin. Obse

sus miradas, azul una, verde la ofijas en él por un momento. No le gustaron. Había algo frí

deshumanizado en ellas, contrastaba poderosamente con angelical rostro de las criaturas.

ausentó sin esperar a más y camhacia la parte trasera de la cadonde Eric se ocupaba de limpiar

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nieve la puerta posterior, abieahora y mostrando una capa de ni

en el suelo de al menos dos plargos de grosor. —Esto costará arreglarlo —

quejó el criado de mala ganaCuando se hiele, será como movesobre una pista de hielo. Lo lame

por su coche, señor. —Yo también. Pero empiezoresignarme ya, amigo —musitó Ke

Clavó sus ojos en unas crucelápidas, allá al fondo, tras remaches de hierro oxidado de u

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vieja verja derruida. Como farolde aquel decorado real, la estruct

en piedra de una pequeña iglesiacapilla de Prowse Manor, con tejadillos cubiertos de nieve y

derruido campanario festoneado guirnaldas blancas. —¿Sigue allí el cadáver

señor Steele? —preguntó curioso. —Sí, señor, ¿qué remedio? Teque ser enterrado en ese pequeñ

olvidado cementerio dentro de horas. Me temo que ello nunca posible. Por fortuna, el intenso

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evitará la corrupción del cuerpoBueno, eso espero.

 —Claro. ¿No disponen raquetas aquí para andar por nieve?

 —No, señor. Y bien que lamento. —¿El señor Steel era aficion

a algún deporte, les hacía practicalos niños? —A él le gustaba el cricket

los niños les hacía jugar partidosbadminton o de tenis, eso era todo —¡Bravo! Es lo que quería. E

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tráigame dos raquetas de tenisbadminton. Será todo lo que nece

para andar por la nieve. —Vaya, es toda una idea, señSí, se las traigo de inmediato

asintió el criado perplejo—. ¿Es piensa ir a rezar a la capilla? —Sí, algo así —afirmó K

pensativo, sin desviar sus oastutos de la edificación religiosa.Eric se alejó. Ken siguió allí.

las voces de los niños dando claLa nieve caía en gruesos coconstantes. Murmuró para sí:

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 —Me gustará echar una ojeadacuerpo del señor Steele. Tal vez

eso se equivoquen todos, y haya mde dos asesinatos en esta casa…

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Capítulo V

Fue un trabajoso recorrido.

La nieve cubría totalmente terreno alcanzando más aún espesor que él calcul

previamente. Sus piernas se hundhasta el muslo e incluso hastacintura, a veces hallaba sepultado

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cuerpo en el esponjoso elemeblanco, resultándole casi agota

avanzar una sola yarda de distanciEspecialmente en el vicementerio en ruinas la cosa se h

aún más difícil y peligrosa. Si algude aquellas antiguas lápidas cedbajo el peso de la nie

produciendo una fosa, estaba segde que iría a parar sin remediofondo mismo de tan fúnebre

siniestra sima. Pero en ocasionesllevar las raquetas de badminsujetas a sus pies con correas

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permitía moverse sobre la superfialgo helada, sin profundi

demasiado en el grueso manto alboPor fin arribó ante la puerta dpequeña iglesia, capilla o lo

aquello hubiera podido ser a lo lade los años. A Ken le recordó pequeñas ermitas que ha

encontrado en algunos de sus viapor otros países europeos de caráclatino.

Entró en el recinto sagraarrastrando consigo gruesas pellasnieve que rodaron por las losas

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interior, comenzando a derretirseforma de agua y barro. Miró al al

con su gran crucifijo central ymasa de piedra debajo. El silencila soledad del lugar, lúgubreme

oscuro ahora, le produjo cieimpresión. A través de unas grieen el techo abovedado, una penum

grisácea prestaba a la capilla un acasi medieval, entre tristesobrecogedor. Sin embargo,

presencia del crucifijo rompía aire ominoso y sombrío. Ken Wilse persignó brevemente ante él.

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era católico, ni siquiera religioPero siempre había sentido

profundo respeto ante la Cruz ysignificado.Luego caminó por el corre

central, entre la doble hilera de fde bancos de madera. Miró a un ly a otro, tratando de habituar sus o

a aquella penumbra, tras el cegadestello de la nieve en la gélmañana exterior. Estaba buscando

túmulo funerario que le describila joven Munro poco antes.Lo encontró al fin, a su izquier

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en una especie de recodo decapilla, bajo una bóveda oval.

quedó perplejo. La sangre casicongeló en sus venas, equiparánda la nieve de la campiña.

Allí no había nada. Allí no hanadie. Ni el menor rastro del cadáver

Howard Steele, propietario orfanato de Loomish Hill.

* * *

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 —Pero eso no es posible… es posible, señor! —tartajeó E

demudado. —Vaya si lo es —afircalmoso Wilcox—. Allí no hay na

de nada. Ni rastro de ese difunEric. Pensé que usted le habtrasladado sin decir nada a

demás. —¡Cielos, claro que no! protestó el criado—. Sólo pens

trasladarlo a su fosa en cementerio. Y ahora, ni siquipuedo hacer eso con semeja

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nevada encima, señor Wilcox… puedo entender lo que ha sucedido

 —¿Cree que han sido los niquienes…?Wilcox no terminó su frase. E

le miró con profundo horror y menegativamente la cabeza. Su voz soinsegura, crispada:

 —No, no lo creo. No pucreerlo, señor, la verdad. —Yo, sí —terció fríamente Ve

que permanecía calladaensombrecida durante la breve chaentre el forastero y el criado—.

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más, estoy segura de que eso esque ha ocurrido. Tendré que ve

esos niños y preguntárselo. —Si son como usted me dicho, no se lo dirán —rechazó K

. Saldrán con sus ambigüedadessiempre, Vera. ¿Por qué intentamos hallar el cadáver

Steele, donde lo hayan escondellos, y salimos de dudas? Este romacabro resulta tan insólito co

poco agradable. —Eric, usted es quien meconocerá esta casa —apuntó Vera

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¿Dónde cree que podría ocultarsecuerpo, sin ser hallado fácilmente?

 —A mi juicio, sólo hay sitios: el sótano… y la buhardiPero en ésta se hallan residiendo

Clifford y la señorita Beswick. —Por tanto, queda el sótano.Vera tomó una decisión—. Vam

allá, Eric. ¿Hay luces abajo? —No, señorita. Traeré ulinternas en todo caso —dijo Eric,

muy seguro de que le entusiasmaridea de bajar a buscar un cadávesótano.

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Pero regresó con tres lámpaeléctricas. Y los tres iniciaron

búsqueda en el subsuelo de ProwManor. Era un gran sótano repletoobjetos inútiles, viejos mueb

estropeados, ratas bulliciosasprofundas tinieblas. La humedad resultaba insoportable.

Encontraron un viejo arfunerario de origen exótico, pestaba vacío contra lo que pensa

inicialmente, y el cuerpo sin vidaSteele no apareció por parte algun —Creo que hemos terminado

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esto —resopló al fin Ken—. sótano es un lugar abominable

siniestro, pero el cadáver buscamos no está aquí. —Entonces, volvamos —sug

Vera desilusionada—. Ya terminado la búsqueda. —No, no del todo —rechazó

escritor—. Eric habló de otro luga —¿La buhardilla? —vaciló criado, contemplándole al resplan

fantasmal de la linterna—. Pero ehabitada. ¿Quién iba a subir allícadáver, señor?

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 —No lo sé. Tal vez la señoBaswick, si es que los niños

fueron los macabros ladrones sugirió ahora Wilcox, con aceirónico—. ¿Por qué no, Eric?

 —Eso suena a disparate —objVera—. Pero ¿por qué no prob¿Es grande la buhardilla, Eric?

 —Posee tres habitaciones yaseo habilitado por sir Clifford pmorar allí con una cierta comodid

Es bastante amplia, sí. —Entonces, existe posibilidad. ¿Qué tal si visitamo

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ese anciano caballero y a su hermseñorita de compañía, Vera?

insinuó Ken, risueño. —Como quiera —se encogió éde hombros—. Pero empiezo

pensar que lo que usted quiereconocer personalmente a esa muje —Confieso que me seduce m

verme ante esa dama tan bellaexótica que usted describió, delante de un frío y rígido cadáv

pero ambas cuestiones me intereahora por un igual, dadas circunstancias.

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 —El aventurero escritor buscanuevo tema para otro libro, ¿no?

bromeó Vera. —Recuerde que mi Daimler eposiblemente arruinado en es

momentos —se quejó burlonameWilcox—. Tendré que ir pensandoganar dinero para adquirir o

coche. ¿No piensa ayudarme? —Está bien, vamos arriba suspiró la joven maestra—. Verem

cómo nos recibe el viejo huéspedesta casona…

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* * *

La recepción no fue demasimala para lo que ella esperaba de solitario y extraño inquilino.

Primero, Doris Beswick salirecibirles. Ahora, sin su deshabde la noche anterior, est

igualmente hermosa e inquietapensó Vera, mirando de soslayo acompañero, en cuyo rostro advi

un interés muy especial por encanto físico que emanaba aqumujer tan saturada de sensualida

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flor de piel.El cuerpo alto y espléndido d

hembra de piel broncínea apareenvuelto en un vestido muy amoda, salpicado de perlas sobre

satén rosa pálido, que hacía jucon unas medias también rosadaunos Zapatos de raso, puntiagudo

abotonados al tobillo, de color rfuerte. Lucía en sus negrísimcabellos una ancha cinta de seda

moda, con cuentas de vidrio rosadLos senos desnudos marcaban grueso pezón contra el tenue teji

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Las caderas y muslos se adheríansatén brillante, como si éste form

una segunda epidermis sobre ellaresultado era altamente provocatipero no exagerado. Vera casi sin

envidia de aquella bellinquietante, pese a reconocerse amisma como una chica atractiv

con encantos físicos suficientes. —De modo que un escritorpierde en la nieve y va a caer

Prowse Manor —comentó Doclavando en Wilcox sus penetranpupilas negras—. Divertida aventu

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¿no cree? —No demasiado —suspiró K

. Un lugar donde hay cadáveres no resulta demasiacogedor. Y si uno de ellos

desaparecido, menos aún. —¿Desaparecido? —ella enalas cejas—. ¿A qué se refiere?

Vera se lo explicó. Las pupide la Beswick brillaron enigmáticLuego sus gruesos labios sensua

esbozaron una sonrisa. —Casi sería cómico, si resultara tan macabro —observó

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¿Han subido a ver si lo tenemescondido aquí?

 —No, señorita Beswick rechazó Ken, cortés—. Pero Eric dijo que esta zona alta de la casa

bastante amplia. Alguien pusubirlo aquí, sin ustedes saberlo. —Resulta algo difícil. Hab

notado que cruje el escalón númcuatro de la escalera que condaquí. Si suben por ahí con una ca

tan pesada como debe resultar cadáver humano la madera crujde modo muy fuerte y yo lo oi

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aunque no el señor Prowse. Ppasen, por favor. Sir Clifford

podrá verles, apenas les oirá y noserá posible dirigirles la palabpero ya que están aquí, creo

deben conocerle… Síganme, favor.La siguieron en silencio, desd

estancia donde ella les recibihasta la inmediata, mucho mamplia y luminosa. Una vent

dejaba entrar el resplandor de la del nublado día, reflejada pornieve que lo cubría todo. Tras

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vidriera se veían flotar mansamelos gruesos copos.

Un hombre aparecía sentado una pesada mesa repleta de librEstaba de espaldas a la venta

encorvado sobre un volumen enque apoyaba sus sarmentosas mahuesudas. Una blanca mel

revuelta remataba su cabeza. Llevunas gruesas gafas de vidrios cnegros, con un puntito transparente

el centro, grandes patillas blancaalgodonosas sobre el rostro rugoapergaminado. Una fea cica

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surcaba su cuello, desde la orhasta la nuez, recuerdo sin duda

aquel proyectil que le dejó mudola guerra colonial. Se envolvía una gruesa bata de cuadros azule

parecía tan ausente de ellos comoestuviera a mil millas de distanciaDoris se acercó a él, seguida

los dos visitantes. Vera observó qel volumen que el anciano «leía» un libro perforado por el siste

Braille, para ciegos. Sus dedágiles y rápidos, recorrían grabado de cada página.

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 —Sir Clifford —dijo Doparándose a su lado y oprimiendo

hombro con los bronceados dedrápida y diestramente, en urepetición morse de sus palabras

Tiene visitas. La nueva maestra,señorita Munro y un joven huéspun escritor, Kenneth Wilcox

Desean presentarle sus respetos.Vera y Ken cambiaron una rápmirada de desasosiego. El lugar o

a humedad y a frío. Ardía un fuegoel hogar, pero el frío era de onaturaleza. Aquel anciano pare

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por sí mismo un cadáver viviente.temblaban las manos que alzó

muda salutación, al tiempo que gorgoteo sordo era cuanto brotabasus labios descolorid

pretendiendo acaso represenpalabras. Vera notó fijas en ellatravés de aquellos negros lentes, u

pupilas que tal vez no veían bpero que llegaban a su persona codos agujas heladas y profund

desde una distancia que no parede este mundo. —Quiere decirles que celebra

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visita y se la agradece —sonDoris—. Sir Clifford no

demasiado amigo convencionalismos sociales ya, dsu estado. Tampoco gusta de visi

Pero a veces se siente solo ypresencia de alguien que no seaparece animarle un poco.

 —¿No recibe nunca otra visise interesó Vera, estudiando anciano sentado en aquel butacón.

 —Sólo de tarde en tarde. Un de veces ha estado aquí el seSteele, otra la señora Oates, algu

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vez los niños… —¿Los niños subieron aquí?

se sorprendió Vera, sintiendo un leestremecimiento. —Sí, pero muy de tarde en tar

y creo que por insana curiosiinfantil más que por otra cosa sonrió Doris forzada—. Ya sabes

que pienso de ellos. —Sí, Doris, lo sé —afirmó VeTras una indecisión, señaló a

Clifford—. ¿Puede oírnos, ver alg —Ve sombras y poco más. Pla luz da en sus rostros ahora. Pu

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leer en sus labios. Será mejor quehable del cadáver. Quizá no

gustase mucho a él. Como ve, difícil que traigan aquí una casemejante, querida.

 —Sí, empiezo a darme cuenta.Vera dejó resbalar sus odistraídos por los lomos de

libros alineados en las estanterCasi sintió pavor. Un oscurohelado miedo a algo indefinib

malsano, que flotaba en aqambiente… o que así se lo parecíella.

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Tal vez los viejos volúmetenían la culpa. Los títulos que,

caracteres rojos, dorados o cborrados por el tiempo, veía allí aella, no eran nada alentadores

contribuían a disipar el climaagobiante de aquella caVampirismo, Historias

atanismo, Culto al Diabicantropía, Poderes ocultos

nigromancia, El Tarot y s

enigmas, El Anticristo, Sadismoerversión, Wurdalaks y Vrolaks,

Vampiro en Europa, Hombres Lo

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 Mujeres Gato…Era una biblioteca espeluznan

Desvió la mirada al tener sensación incómoda de que pupilas casi ciegas del anci

estaban fijas en ella y en trayectoria de sus ojos. —¿Se ha arreglado ya

teléfono? —la voz de Doris parellegar de otro planeta, rompiendotelarañas imaginarias y viscosas

las imaginaciones tétricas de Vera —No, aún no —negó la jomaestra, saliendo de su abstracc

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. Todo sigue igual abajo. Y pobre señor Skreggs esperando a

puedan trasladarle a la Morgue loalguna vez… —Es una situación m

desagradable —admitió Dogravemente—. Espero que dpronto de nevar y pueda resolve

todo. Con esa cantidad de nieve funo se puede dar un paso… Estamcondenados a permanecer aisla

mientras dure. —Usted acaba de decir asingular, señorita Beswick —d

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Ken, de súbito, mirando a la hermy exótica mujer.

 —¿Sí? —las cejas de eformaron dos arcos perfectos solas profundas pupilas oscuras co

la noche—. ¿En qué sentido, seWilcox? —Eso que mencionó… No

puede dar un paso. Es la verdad. pregunto cómo alguien pudo ir acapilla y volver con su carga…

dejar huella alguna en la nievehundirse en ella con semejante pesDoris entendió. Cruzó una mir

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con Vera, que tenía estremecimiento sutil a flor de p

El anciano parecía ajeno de nuevellos, sumido en la lectura de volumen a través del tacto de

sensibles dedos rugosos. —Sí, eso es cierto —señalóexterior—. Desde aquí se dom

todo: cementerio, capilla… Y novisto otra señal de pisadas que dejadas por unas raquetas en

nieve… —Fui yo —dijo Ken, tomandel brazo a Vera—. Creo que

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molestaremos más. Nos vamseñorita Beswick. Ha sido m

amable con nosotros. Mi saludo aClifford. Debe divertirse mucho esas lecturas. ¿El Braille también

un libro de vampiros, demoniolicántropos?Doris le miró algo sorprendida

al parecer, desconfiada de repenEncogiose de hombros y manifecon cierta frialdad:

 —No, señor Wilcox. Sir Cliffestá leyendo la versión Braille austo.

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 —Entiendo —sonrió Ksaliendo ya con Vera—. M

adecuada lectura…Abandonaron la buhardilla, tagitarles su sarmentosa mano

Clifford en muda despedacompañada por otro gorgoteo tal vez quería ser amable pero

sonaba ominosamente. Bajaron escaleras de madera empinadas conducían a la segunda planta de

casa.Crujió el peldaño número cuacomo dijera Doris Beswick,

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pisarlo ellos. Ken contempló zapatos como si fuesen culpables

algo. Llegaron a la planta inferiorsilencio. Allí, Ken murmupensativo:

 —  Fausto… ¿Qué espera anciano? ¿Poder recuperar uventud a cambio de vender su al

al diablo? —Es posible. ¿También se en los libros de las estanterías?

 —Cielos, claro que sí. Es biblioteca de escalofrío. Ese luresulta muy extraño. Y ese ancia

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inútil también. No me sentía cómoallí.

 —Yo tampoco —confesó rienVera—. Pero no parece que eltengan nada que ver con el cadá

desaparecido, ¿no cree? —A menos que esté oculto tlos libros, no —rio a su vez Ken

buen humor, encogiéndose hombros—. Vamos, creo que visita a las alturas me ha provoc

la necesidad de tomar algo fuebrandy o whisky, pongamos por ca —Estamos de acuerdo. Soy

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mujer liberada, de modo que acompañaré —suspiró V

decidida.

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Capítulo VI

El almuerzo fue silencioso

triste. El hecho de que continunevando de modo tan exhaustcomo irritante, haciendo más y m

difícil la situación en la aislada cde la colina, estaba logrando crislos nervios de ambos jóvenes, úni

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comensales a la mesa, con excepción de los once niñ

educadamente alineados al otro lde la larga mesa del comedortambién en profundo silencio.

Entre el leve ruido de cubiertovajilla, sonó apagada la voz de Ken uno de esos instantes, dirigiénd

a su compañera en voz baja: —Estos chicos parecen meducados —comentó.

 —Demasiado, para haber senseñados sin rigidez ni disciplférrea —musitó Vera en respuesta

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A veces parecen adultos. —Sí, es posible —los estu

uno a uno—. Pero no me parecen siniestros como usted sugirió… —Ahí está lo malo. Resu

angelicales. Pero algo me dice no lo son tanto. Su comportamiees extraño, por eso me siento

preocupada. —¿Va a darles clase esta tarde —Será lo mejor. Cuanto m

ambiente de normalidad noten sentirán más relajados, imagino. Stodos ellos muy inteligentes

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aplicados. No crean el meproblema durante la clase. Harían

delicias de cualquier maestro. —Entonces no tendrá queja. —No debería tenerla. P

preferiría que escandalizaran de en cuando, o cometieran algtravesura. Eso resultaría huma

Esto, no.Ken asintió en silencvolviendo a mirar a los niños. N

los ojos de Norman y de Karin fien él. Y casi estuvo de acuerdo todo con Vera. Quizá no eran s

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imaginaciones de ella. No le gustsentirse estudiado por aquel

niños.Vera Munro se encerró con muchachos en el aula hasta las ci

de la tarde. La noche crápidamente sobre la campiña, ycesaba de nevar. El nivel de la ni

alcanzaba ya las ventanas enrejade la mansión. El cielo nuboso, embargo, le pareció a Wilcox a

más tenue y agrisado. Posiblemeen menos de dos o tres horas cesal fin la maldita nevada, pe

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recordando tristemente su Daimsepultado en alguna parte de aqu

estepa blanca.Eric saló al cementerio usanlas raquetas, para abrir una fo

«por si aparecía al fin el cadáver señor Steele», según sus palabras.señora Oates, en la coci

preparaba alguna cena suculentauzgar por el aroma que llegabaallí. Ken se encaminó al teléfono

la biblioteca y comenzó a seguirconexión del mismo cuidadosamea lo largo de los empapelados mu

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de la mansión, de alcoba en alcobde pasillo en pasillo.

La casa hubiera parecido absoluta calma, sumida en un ritde vida normal, si no fuese por

resultaba difícil olvidar que hadesaparecido el cadáver de propietario y que otro cuerpo

vida reposaba en una gélhabitación, esperando su trasladlugar más adecuado.

A las cinco en punto los niabandonaron la clase y fueron acocina en tropel, para tomar un té

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la señora Oates, coacostumbraban hacer a veces. V

Munro salió del aula ya vaencontrándose con Ken Wilcox, qvolvía de alguna parte limpiánd

las manos con un trapo. —¿Dónde se ha metido todo etiempo? —indagó la joven, curios

 —Por ahí, removiendo cosasél meneó la cabeza—. Por cie¿dónde anda Eric?

 —No sé. No lo he visto en toel tiempo. Hicimos un alto enclase entre tres y tres y cuarto. L

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niños fueron al aseo y corretearonpoco por ahí, pero no vi a Eric

absoluto, ¿por qué lo dice? —Porque si aún no ha vuelto acasa, lleva ya tres horas en

cementerio. Demasiado tiempo pabrir una fosa. —Cielos, ¿puede habe

ocurrido algo? —se inquietó oven. —No sé. Voy a comprobarlo

inmediato. Si sufrió algún accidepodría morir congelado en la nievTomó su juego de raquetas y

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adaptó a sus pies. Vera le miraintrigada.

 —¿Puedo ir con usted? —pidi —Si encontramos otro par raquetas, sí —afirmó vivamente K

. Vamos a ver si la señora Oanos las facilita, ya que Eric aparece.

En la cocina ya no estaban niños. Sus vacías tazas de aparecían dispersas sobre la me

La señora Oates, complacienbuscó otras dos raquetas badminton, y Ken las adaptó

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calzado de Vera Munencaminándose ambos hacia

cementerio por encima de la blacapa de nieve, que no siemresistía bajo sus pies, pero

comenzaba a helarse en algupuntos.Alcanzaron la hondonada

cementerio cuando ya era totalmeoscuro. Precavidamente, Ken hacargado con una linterna,

encendió, proyectándola sobre sobresalientes piedras blancas cruces y lápidas, en busca de Eri

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de la fosa destinada al desapareccadáver. El haz de luz reveló

presencia de la nieve apelmazadafinalmente, de una pala apoyada jua una lápida. Eso era todo.

 —No lo entiendo —murmKen—. La nieve no puede habesepultado. Cae ya con me

fuerza…Deambularon un poco más poviejo cementerio. De repente, V

señaló tras una de las sepulturas,la que emergía en la nieve una gcruz de piedra gris.

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 —¡Mire allí! —jadeó—. Cque hay algo en el suelo, Ken…

Él asintió. La linterna revelópresencia de un bulto oscuro, pega la cruz. Caminaron hacia aq

punto. Cuando proyectó la luz soello, un grito ronco escapó degarganta de Vera. Vaciló sobre

raquetas. Ken la tomó a tiempo uno de sus fuertes brazos, impidienque perdiera el equilibrio. P

nadie podía ya dominar el terprofundo que acometía ahora aoven maestra. Su faz estaba lívid

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sus dilatados ojos se clavaban ensuelo.

La nieve allí no era blanca, sde un rojo oscuro, como de óxido.sangre humana tenía la culpa de el

Eric reposaba pegado contracruz, sentado apaciblemente sobrenieve. Sus ojos desorbitados

fijaban en el vacío, sin ver naTenía el cuerpo materialmecosido a puñaladas, y se ha

desangrado, dejando sus roacartonadas por la sangrápidamente coagulada al conta

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con el helado aire exterior.Ken dominó su propio horr

sujetando firmemente a Vera inclinándose sobre el cadádesangrado. La luz huyó de

máscara crispada y horrible que la faz del infortunado criado, pfijarse en su torso, acribillado

cuchilladas.El joven escritor corápidamente los tajos que mostra

las ropas y el cuerpo del difumayordomo. Su voz sonó trémahora:

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 —Once… Once cuchilladVera…

 —Dios mío… —sollozó ellaOnce… Igual…, igual… —Sí —afirmó él, rotun

sombrío—. Igual que el númeroniños de este orfanato.En ese momento una clari

amarillenta brilló en alguna paKen desvió rápido sus ojos haciaorigen de aquel resplandor, apagan

la linterna y manteniendo a estremecida joven pegada a sí.La luz venía de la puerta de

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capilla. Ken dijo duramente: —Hay alguien en la igle

Vera. Vamos allí. Hay que averigulo que está pasando en eendiablado lugar…

* * *

Llegaron ante la puerta devieja capilla. La claridad dorada qbrotaba de allí dentro olía a c

caliente. Ambos se miraron en tinieblas, sólo heridas ahora

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aquel reflejo amarillento que vedel interior del recinto religioso.

 —Tengo miedo, Ken —confella apagadamente, apretándose mal hombre.

 —Qué diablos, yo también admitió él, ceñudo—. Eric era hombre fuerte. Ahora es sólo

cadáver sin gota de sangre en venas. Lo mismo puede sucedemonosotros. Confío en que, al men

estamos más en guardia que el poEric…Empujó levemente la puerta,

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poder evitar un leve chirrido bisagras, pero ya antes ha

producido ese mismo ruido impulsos de una ráfaga de ahelado, y Ken pensó que qu

estuviera dentro imaginaría que sse trataba de algo parecido.Esperaron unos segundos,

tensa calma, conteniendo el alienLuego Ken se inclinó, asomandocabeza por la rendija de la pue

Miró al interior.Se quedó sobrecogido. No para menos.

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Sobre el túmulo funerario había tampoco ahora cuerpo algu

Sin embargo, en torno a él orabansilencio once criaturas de aspeangelical, reunidos en una ceremo

tan macabra como inquietante. Delabios infantiles brotaba un apagmurmullo, algo parecido a u

oración. Pero eso no era lo peortodo.Tenían sus ropas impecab

salpicadas de sangre. A sus preposaba ahora un peensangrentado, y Norman,

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muchacho rubio y angelical, sujeten su mano un cuchillo sangrante

grandes dimensiones, tal vez unolos cuchillos de cocina de la señOates.

Puso una mano en la boca Vera rápidamente, para que cuanella viese aquella esc

escalofriante no lanzase un gritoterror. Fue muy oportuno, porqnotó la contracción de las cuer

vocales de la joven y la convulsde sus labios, enormdilatadamente fijos en él, con u

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expresión de pavor infinito. —Calma —susurró—. No gr

Vera. Creo que esos niños acabancometer un acto horrible en la procasa de Dios. Un sacrificio digno

tiempos arcaicos y oscuros, acasoculto a Satán, no sé. Pero tal vezsea la única sangre que

derramado hoy. Pudieron asesinaEric, clavándole el cuchillo uno uno, durante aquel cuarto de hora

recreo…En ese momento los nidejaron de orar. Se encaminaron a

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salida, en silenciosa procesión. Kse apartó con rapidez, llevan

consigo a Vera, para ocultarse tuno de los pilares de vieja piedra edificio.

Salieron los niños del interiorla capilla, donde aún ardían velones destinados a alumbrar

cuerpo desapercibido de SteEllos dos contenían el alienesperando a que los niños se aleja

sobre la nieve, en lento y silenciregreso a la casa. Resultsorprendente la facilidad con que

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cuerpecitos se movían sobre nieve, hundiendo sólo sus pies

ella.Cuando estuvieron suficientemente lejos, Ken y

penetraron en la cripta vacía. horror infinito asaltó a amboscontemplar el altar. ¡El crucifijo

Cristo, tallado en la vetusta madcarcomida, yacía ahora boca abaj

 —Satanismo —jadeó Wilc

muy pálido—. Es eso, Vera. Eniños están endemoniados por algalguien… El diablo va con ellos.

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Caminó decidido hacia el alTomó el crucifijo para situarlo

posición correcta, con respetufirmeza.En ese momento Vera ch

asustada, Ken dirigió hacia ella umirada rápida, sobresaltada. La retroceder hacia él, con movimien

convulsos. Norman, el rubio Norman, esten la puerta de la iglesia, miránd

fijamente. Por las comisuras de labios del niño corrían dos hililde sangre seca. Ken comprendió

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horrible verdad. ¡Habían bebsangre del perro sacrificado junto

túmulo funerario de Howard Steel —Norman —gimió Vedominando su terror—. Norm

querido, ¿qué significa todo ehorror?El niño no respondió. C

aquella ausencia total de emocioque daba a su rostro el aspectouna benigna carátula angélica, y a

ojos todo el frío de la muerte,movió hacia ella. —Debes morir —dijo—.

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dos debéis morir. Así edispuesto…

Ken tragó saliva. No senmiedo ante varios hombres violennunca lo había sentido, a

maleantes armados en Marsella, aunos indígenas belicosos en Pacífico, ante unos orienta

peligrosos en Hong Kong. Pero éera distinta.Era un niño el que avanz

hacia ellos con la muerte en su rosy en sus palabras. Un niño bedulce y suave. Un monstruo de r

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belleza infantil… —¡Atrás! —bramó de repe

Ken, sintiendo un soplo inspiración o una simple intuición¡Atrás, en nombre de Dios, mald

seas!Y enarbolando el gran crucique estaba intentando po

correctamente lo alzó ante Normmuy en alto, sujeto por sus fuertes manos.

Los velones crepitantes, despedían hedor caliente a cderretida, se agitaron, tal vez por

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aire removido por la cruz. Enmuro de vieja piedra de la capi

bailoteó la enorme sombra crucifijo, proyectando su forma soel rostro hermético del niño…

El resultado sorprendentemente eficaz, inclpara el propio Wilcox. Ape

contempló la cruz y ésta proyectósombra sobre él, Norman chicubriéndose el rostro con am

manos, exhaló luego un quejido y media vuelta, echando a correr. Salaridos eran patéticos, mientras

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perdía a través de la blanca nieveSiguió un profundo silencio. K

bajó el crucifijo, lentamente, conresoplido. Lo depositó en el alpersignándose ante él, sobrecogi

Vera cayó de rodillas, con sollozo, y oró en voz baja. Ken trsaliva, apoyándose en el muro.

pasar su mano por el rostro, notó su sudor empapaba la piel con ufría película.

 —Vamos, Vera —musitó—Volvamos a la casa. Ahora sabemalgo más. Ahora sabemos que

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leyendas de vampiros son reales…que el Mal está presente aquí en

peor y más horrible forma… auntambién la más inconcreta.La tomó por ambas man

echando a andar a través de desierta iglesia, camino de la saliVera temblaba, rotos por vez prim

sus nervios, hecho trizas reconocido valor. El regreso a cfue lento, casi patético.

 —Ken, ¿y si nos esperan apara atacarnos? —jadeó, ya cercala sombría casona que erguía su m

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sobre la noche negra, ya apesurcada por leves copos de nie

quizá los últimos de tan gran neva —No lo creo —susurró KenAhora sé el arma necesaria p

mantenerlos a raya. —Pero… pero Eric murió juntuna cruz, recuerde —dijo ella.

 —Lo sé. Y es algo que entiendo bien. Quizá recibió cuchilladas en otro lugar y

arrastró allí hasta morir, presintienque en una cruz estaba su posisalvación… De todos modos,

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podemos quedarnos fuera de la cahora. Hay que afrontar lo que s

De una vez por todas, y arrastrantodas las consecuencias, ammía…

Y protector, tierno, conmovpor el miedo que hacía temblar aquel frágil cuerpo de mujer,

inclinó y besó sus cabellos, su frensu mejilla…Ella alzó la cabeza, estremeci

La miró de muy cerca. Y puso labios entreabiertos ante él. —Vera… —susurró K

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inclinándose a besar aquella boca —Ken… —gimió la jov

entornando los ojos.Se besaron cálida, intensamenEl frío de la noche dejó de recor

sus venas. La sangre hirvió en epese al clima ambiente. DespuKen Wilcox, armado de más va

aún, tiró de ella con enerregresando a la casa.Contra lo que temían, la pue

trasera estaba sólo entornada, y necesitaban dar la vuelta al edifipara penetrar en él. Pasaron

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interior. Fueron con rapidez a biblioteca y al comedor. No viero

los niños por parte alguna. Luegodirigieron a la cocina. Se quedaatónitos.

Los once niños calentaban ateridas manos ante las llamas hogar. La señora Oates cocin

apaciblemente, no lejos de elbien ajena a todo. Norman estentre los pequeños, como si n

hubiera sucedido. Ken dio upasos hacia ellos. —Norman —llamó, seco.

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El pequeño giró la cabeIncluso sonrió, apacible.

 —¿Qué, señor? —preguntó. —Norman, ¿qué sucedió encapilla? —preguntó el escri

haciendo que la señora Oates volviera, para mirarle sorprendida —¿En la capilla? No sé —

niño se encogió de hombros—. no he estado en la capilla. —Mientes. Estuviste allí ah

mismo. Con todos los demás. —Pues no me acuerdo, señEstuvimos jugando por ahí, no en

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capilla. —Sabes que estás mintiendo.

ví allí. Tú volviste. Y yo te hice sde ella, bien lo sabes. Dime, ¿hicisteis con el perro?

 —¿Perro? ¿Qué perro, señor?los azules ojos infantiles reflejaabsoluta perplejidad.

 —Mira tus ropas. Tu rostro. Hsangre en todo ello. Incluso en labios y en los de tus amigos…

 —Nos debimos caer. Sí, caímos varias veces —sonrióSangré por la nariz, ahora

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acuerdo. Sí, fue eso, señor…Le miraba largamente, con a

ingenuo, dulce. Parecía imposique pudiera mentir tan cínicameun niño de tan angelical aspecto. K

resopló: —Muy bien. Veamos esto, avanzó a largas zancadas, tomó

leños de los que la señora Oautilizaba para la chimenea, y cruzó, plantándolos ante el rostro

Norman. Su sombra en cruz proyectó sobre las mejisonrosadas y el rubio cabello.

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El niño ni se inmutó. Sonmirando la improvisada cruz.

 —¿Sí, señor? —preguntó, entender en apariencia.Ken lanzó una imprecación.

volvió, cambiando una mirperpleja con Vera. Entonces vioalguien en pie en el corredor, ante

puerta de la cocina, mirando escena en silencio.Aún tenía en sus manos K

Wilcox la improvisada cruz hecon los dos leños. Doris Beswick la persona erguida en el pasi

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mirando fijamente a los niños.En ese momento, al ver la cruz

madera ante sí un alarido horriescapó de su garganta, su rosbronceado y sensual se convulsi

en una mueca de pavor, y retrocecon los negros ojos desorbitadcubriendo su faz con ambas ma

extendidas.Luego, echó a correr, pasadelante, perdiéndose en

penumbras de la casa. —¡Doris Beswick! —rugió KWilcox—. ¡Ella también e

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endemoniada!Y se lanzó a la carrera en pos

la misteriosa compañera de Clifford.

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Capítulo VII

Fue una alocada persecuc

escaleras arriba. Ken imaginó terminaría en la buhardilla de Clifford. Se equivocó.

Doris pasó de largo por desván, sin penetrar en las estancdestinadas a ella y a sir Cliff

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Prowse, para desviarse hacia izquierda y abrir una puertecilla

gruesa madera claveteada, conducía directamente a los tejade la mansión.

Wilcox no abandonó por esopersecución, aunque de inmedicomprobó que el lugar

sumamente peligroso. Tejado pizarra, muy empinado, totalmecubierto por la helada nieve, y co

únicos salientes las chimeneas y ubarandillas bordeando algunas de zonas del tejado.

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Doris se volvió, mirándangustiada. Al descubrir en manos

Wilcox los dos maderos cruzadsiguió a la carrera, con otro gdespavorido. Ken la llamó:

 —¡Doris, vuelva! ¡Vuelva y haga locuras! ¡Le prometo amenazarla con la cruz, si usted

decide a bajar conmigo y contarmque sucede aquí! ¡Doris, no siga, ees muy peligroso!

Ella no le hacía caso. Cosobre la nieve, con rara habilidaequilibrio, como un simio o un nat

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en una isla tropical podría haceentre los árboles. El exotismo de

oven resultaba ahora más acentua causa de su felina elasticidad. Pla nieve era traicionera y

desprendía en bloques helados algunos puntos, al pisar eCuidadosamente, Ken se movió

pos de Doris Beswick, confiandono precipitarse abajo en cualqumomento.

 —Doris, ya basta —insistióNo puede escapar de mí, admítaSé que ocurre algo horrible aq

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Algo siniestro y maléfico, de lo muchos son víctimas. Los niños

primer lugar. Luego lo olvidan, saben lo que ha sucedido. Una fuesuperior, diabólica, les contro

Doris, no cometa más locuras, veacá… Vea, ya tiro los leños que tala asustan…

Y los arrojó al vacostensiblemente. Doris giró cabeza, advirtiéndolo. Enton

pareció recapacitar, cambiar de idSe detuvo. Ken pensó que acudiríél.

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 —Vamos —invitó, alargando brazos—. Yo la ayuda

muchacha…Doris Beswick vaciló. Lueavanzó hacia él, respirando hon

Fue como si, de repente un minvisible, una fuerza que él incapaz de ver o percibir,

interpusiera entre ambos.Doris paró en seco, miró vacío, con ojos desorbitados por

terror, y chilló, agitando las manos —¡No, no! ¡No, por caridad, …

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Sus pies resbalaron esta sobre la pendiente de las te

cubiertas de hielo. Ken trató dehacia ella, a la desesperada, aun riesgo de su vida. No pudo ha

nada por evitarlo. Doris trató sujetarse a una humeante chimenea No lo logró. Sus manos

cerraron en el vacío, resbaló portejado, hacia el borde barandilla…

Su cuerpo se zambulló ennegra noche con un terrible gritoagonía y angustia. Ken la

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desaparecer allá abajo, percibiósordo impacto del cuerpo contra

nieve helada, desde tan consideraaltura. Se inclinó sobre el borde tejado, sujetándose a una chime

para no caer tras de ella.Doris Beswick yacía al pie defachada, inmóvil sobre la nieve,

reguero rojo escapaba de cabeza… —Dios te haya perdonado

hiciste algo malo en tu vida susurró Ken, sobrecogido, volvienatrás lentamente y mirando en tor

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a aquellas tinieblas medio diluipor el resplandor de la nieve,

donde algo intangible y maligflotaba casi perceptiblemente. «algo» que detuvo a Doris, que

arrojó al vacío…Ken se persignó de nueconfiando en que ese signo

guardase del mismo mal. Pudo llesano y salvo a la puertecilla desván. Entró en la casa, con p

inseguro, demudado. Al mirarle VMunro, comprendió la horriverdad.

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 —¿Doris? —musitó. —Sí —afirmó Ken—. Cayó

tejado. Creo que se mató en el acEstá fuera. Ya iré a recogerla. Ahovoy a telefonear a la policía. Ya

hora de hacerlo sin perder mtiempo… —¿Telefonear? —se asom

Vera—. Pero si… si no funcionateléfono… —Funciona —dijo sordame

Ken—. Yo lo reparé esta tarVenía de eso cuando me preguntaqué hacía con mis manos sucias…

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llamé a Nottingham sin sabenadie. Quedaron en venir en cua

fuera posible. Ahora les apremiarla vista de los acontecimientos. Hque terminar con esto cuanto an

Vera. Deben saber lo que suceaquí, antes de que sea demasitarde.

 —¿Demasiado tarde… pnosotros? —susurró Veestremecida.

 —Sí, eso es. —¿Doris era… era culpablealgo?

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 —Quizá, no lo sé. Pero haalgo o alguien más por encima

ella, el espíritu maligno que mulos hilos de este horror, sin dualguna. No sé si hombre o demon

humano o sombra, vivo o muertopero hay alguien más. Y es precsaber de qué  o de quién se trata. V

a hacer esa llamada, querida… los niños? —Siguen en la cocina. La señ

Oates les sirve allí la cena. Prefitenerlos donde puedan controlados…

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 —Sí, eso está bien. Pero me teque los niños, como Doris Beswi

sólo son marionetas, simpinstrumentos, manipulados por fuerza maligna e insana que mora

esta casa y se mueve por ella couna araña, tejiendo su siniestraatroz tela en torno a nosotros…

 —Ken, me asustas… —Hay motivos para equerida. También yo estoy asusta

Siempre asusta aquello que uno entiende. Y esto… no loentenderlo la verdad. No del to

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cuando menos. En fin, no esperemmás. Voy a hacer esa llamada.

 —No, señor Wilcox. Usted hará ninguna llamada. Es muy astupero yo lo soy mucho más. Y

llegado la hora de terminar con ede una vez por todas…Vera gritó roncamente. Ken g

la cabeza, sujetando con un brazsu compañera, y volviéndose haciescalera principal, situada a

espaldas.Allí estaba la única personaquien no hubieran esperado

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palabra alguna. El único ser quien no contaban.

Sir Clifford Prowse, el ancipropietario de la mansión, apareerguido, en pie en los escalon

mirándoles a través de sus negrainquietantes gafas.Del mismo modo que le

posible oír y hablar, ambos estabahora bien seguros de que sus ocuojos podían verles con toda clarid

 —Usted —jadeó Ken Wilroncamente—. Usted es el espímaligno de esta mansión,

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Clifford. —Sí, yo soy —afirmó él le

fríamente—. Y mis fieles servidovan a acabar con ustedes… ¡ahmismo! Vamos, muchachos, atacad

¡Matad !Era una orden glacial, surgidaaquellos exangües labios de ancia

Vera miró a un lado, apretánddespavorida a su compañero. Kmiró en esa misma dirección.

Vio algo que ya se temía antemano.Los once niños ya no esta

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cenando apaciblemente en la coccon la señora Oates.

Los once niños venían haellos. Silenciosos, sombrtaciturnos e inexpresivos co

autómatas. Ángeles convertidos demonios, criaturas hecmonstruos de maldad.

La muerte se leía en todos ojos. Especialmente en los azulesNorman, que capitaneaba el gru

con maligna sonrisa…

* * *

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Ken Wilcox apretó a Vera consí. Se daba cuenta de que todo est

a punto de terminar. Angustiaretrocedió con ella siempre a lado, hasta apoyar las espaldas en

muro de piedra del vestíbulo, judebajo de una panoplia con antiglanzas hindúes, recuerdo de algu

batalla en las Colonias de Clifford.Los niños se movían, como

dirección a ellos, rodeándoimplacablemente. Ken apretó labios, en tensión, buscando

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posible salida. —Es inútil todo, señor Wil

avisó la bronca voz del ancianoNo hay escapatoria esta vez. Elharán lo que yo diga. Son m

esclavos. Obedecen ciegamencomo todo el que está bajo influencia…

Ken no dijo nada. Alzó mirada. Vio la panoplia sobre ellRápido, tomó las dos lanzas y

cruzó, formando el signo de la cante sir Clifford. Este, por trespuesta, se echó a reír, movien

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la cabeza. —No, amigo mío, yo no —d

burlón—. No soy el diablo. Niendemoniado. Sólo soy el condupara que el Mal se haga present

domine a las personas. intermediario, como se dice ahoNo va a destruirme con esa cr

convirtiéndome en cenizas, créEsa leyenda no me afecta. No soydemonio. Ni tampoco un vamp

Mis poderes vienen de las TiniebAprendí a dominar esas fuerzacanalizarlas mediante mi volunta

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mi mente, eso es todo. Ello me hno sólo inmortal, sino podero

fuerte, eternamente joven… ¡Esmáxima sabiduría de todos tiempos, aprendida a través

ocultos ritos que nadie conoce!Los niños estaban cada vez mcerca. Ken podía atacarles con

lanzas, pensó. Pero eran once conél. Vencerían siempre, movidos paquella fuerza maligna que

advertía casi tangible en torno suEl poder de su tenebroso amo convertía en frías máquinas

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destrucción, sin voluntad propia. —Dios mío, Ken, ¿qué va a

de nosotros? —gimió Vera. —Señorita Munro, lo mismo fue de Eric, de Skeggs, de la seño

Swift… Todos los que me estorblos que se cruzan en mi camimueren sin remedio. Nadie po

arrojarme jamás de esta ca¡Nadie! Aquí he creado mi impede poder, y aquí debo termina

Mis criaturas serán las que cumpmi voluntad. Y luego habrá otrmuchas más… ¡Tengo todo el po

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del mundo, todas las fuerzas deOscuridad, Wilcox! Ustedes van

comprobarlo ahora. ¡Matad, niñmatad! Norman esgrimía un cuchillo

cocina. Sonreía perversamente. pequeña y dulce Karin tambsonreía como el espíritu mismo

mal y la crueldad. Vera sollozaapretada patéticamente a Ken.Wilcox no sabía qué hacer. Ha

que la voz, vacilante, insegura,gritó: —La lanza, Wilcox, la lanza

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¡Acabe con él! ¡Recta al corazóntodo estará perdido!

Giró la cabeza, atónito. Eestaba allí , en la puerta de la caSangrante, con el rostro lívido,

cabello chorreando un rojo espela mirada extraviada, la expresagonizante… pero todavía en p

empapada en sangre toda su ropa… —¡Doris! —gritó Ken—. Vaún…

 —Por poco tiempo… ¡Esa lanWilcox! ¡Arrójela a su coramaldito! ¡Antes de que sea tarde!

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Ken actuó. Se revolvió, tomanuna de las lanzas con las que hici

la cruz, y dejando caer la otra. alzó contra sir Clifford. Este levasus brazos, intentando al

sortilegio diabólico para impedirimpacto. Pero Doris, sin datiempo a más, se precipitó contra

como una tigresa, dejando tras deun largo reguero de copiosa sangre —¡Pronto, Wilcox, por carid

clamó la hermosa muforcejeando con Prowse para éste no alzara sus brazos—. ¡Si

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invoca a las fuerzas del Mal, nadanadie podrá vencerle ya!

Ken arrojó la lanza, pese a ella se interponía en el camino, enlucha exasperada con el que fu

hasta entonces, a no dudar, su amseñor absoluto. La moribunda, enagonía, estaba luchando por destr

al monstruo.Y lo había logrado.Wilcox jamás puso más cora

en un intento como en aqlanzamiento del arma primaria consu enemigo. La lanza vibró

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clavarse profundamente en el pede sir Clifford, tras atrave

también un brazo de la joven. alarido inhumano, desgarrador, brde labios del perverso ser. La lan

temblaba, hincada en su torso, soel lado izquierdo. Debía de hapartido su corazón en dos.

 —Mal… di… tos… —jadeóherido.Y se derrumbó, arrastran

consigo a Doris, que también quinerte, sin vida, pero con una salvmueca de complacencia en su exót

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rostro, ahora casi grisáceo a causala muerte. Los dos cuerpos yacían

pie de la escalera, en trágcomposición.Los niños se habían detenido

seco, como si de repente les faltalgo. Sus ojos se dulcificalentamente. Sus caras se relajaron

cuchillo cayó de las manecblancas de Norman. Golpsordamente el suelo.

Poco a poco, parecían despede un letargo. Eran como sehipnotizados que volvie

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paulatinamente a la realidad. —Ya no nos atacan —mus

Vera. —No, ya no —suspiró KenCreo que todo ha terminado.

mente criminal que les dirigíamanipulaba ha dejado de exisVuelven a ser lo que siempre fuer

cuando el cerebro de sir Clifforsus extraños poderes no controlaban: simplemente niños…

Vera se apartó de Ken. Recoel cuchillo, que guardó en un muebLuego hizo girar la cabeza a

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niños, para que no vieran los cadáveres y el reguero de sangre

corría por el vestíbulo. Les ordsuavemente: —Vamos, volved a cenar. Id a

cocina de nuevo, queridos. —Sí, señorita Munro —afirsuave, dócilmente, el rubio Norma

Y los once niños, despacrespetuosos, se alejaron hacia cocina, sin llegar a ver siquiera

macabro espectáculo.Una vez solos, Ken y ella miraron largamente, acercándose

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los caídos. Ken respiró hondo. —Pobre Doris… Era o

instrumento en manos de Clifford… La dominaba totalmeera su esclava, tal vez su cómp

fiel. Pero cuando él emitió extraños poderes y la hizo caerabismo, ella corrió a vengarse con

último aliento. Descanse en pazinfortunada.Y cerró sus ojos piadosamen

recobrando la exótica mujer algosu serena belleza majestuosa. Tuna vacilación, Ken trató de hace

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mismo con sir Clifford, pese amalignidad sin límites que éste ha

representado.Le quitó los lentes negrmurmurando a guisa de disculpa:

 —También él, a fin de cuenya es sólo un cadáver y estrindiendo cuentas a ese Dios a qu

combatía con sus satánipoderes…Pero cuando intentó cer

aquellos párpados, se encontró una sorpresa. Sus dedos tocaron aque no era piel humana… sino gom

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 —¿Eh? ¿Qué es esto? masculló.

Comenzó a tirar. Una máscaratenue goma se desprendió del rosdel difunto. Y con ella, unas patil

blancas, una peluca también canopostizos de todo tipo, incluida la cicatriz del cuello…

 —Dios mío, mira esto, Vera adeó, estupefacto—. ¡Este homno era un anciano! ¿Qué misterio

éste?Vera Munro contempló al mueSupo que no era la primera vez

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veía aquel cadáver. Y comprenmuchas cosas más.

 —Ken, ahora lo entiendo todosusurró—. Sir Clifford no exisTal vez nunca existió, desde q

murió hace muchos años… tal asesinado incluso por este hombre —Pero ¿sabes quién es él?

 —Sí, Ken. Claro que lo sé. única vez que lo vi estaparentemente tan muerto co

ahora. Sólo que aquello debía de ficción, otro ejemplo de sus extrapoderes para fingir lo que no er

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Este hombre, Ken, es Howard Steel director del orfanato, el cadá

desaparecido…

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Epílogo

El contable Barnes asin

cerrando uno de los tenebrovolúmenes de nigromancia de Clifford Steele.

 —Ahora empiezo a verlo claseñor —dijo a la señora OatesKen Wilvox y a Vera Munro,

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como al juez Sawell, de Nottinghy a los agentes allí presentes—.

Clifford debió morir hace años. posible, como dice la señoMunro, que hallase la muerte

manos del propio Steele. Este, era, como todos creíamos, un homrecto y generoso. Quería su orfan

para educar a los niños coauténticos seres vampirizados sus poderes ocultos. Era un hom

que rendía culto a Satán, según documentos, y que había obtenoscuramente esas fuerzas malig

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que poseía. En realidad, su orfanera un colegio de futuros demon

de seres sin alma, moldeados porloco de raro y terrible poder. Por no quería que la justicia

desposeyera de su patrimonHubiera hecho cualquier coincluso asesinarnos a todos, con

de salvar su siniestro orfanescuela de vampiros y de demonEspero que Dios, pese a todo,

apiade de su alma. —Vivió dos existencias mdistintas: como Steele y como

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Clifford. Doris Baswick debía saber eso, pero vivía dominada

él, era su amante y su esclava señaló Ken, tras consultar otdocumentos hallados en

madriguera del falso aristócrataEvidentemente, por encima de propios poderes monstruosos,

mente estaba enferma, era un lsiniestro y excepcionalmepoderoso. Es un bien para todos

esta pesadilla haya terminado. —Los niños serán enviadosLeicester. El reverendo Hod

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cuidará de ellos debidamente sentenció el juez Swell afableme

. Y como nada recuerdan de momentos en que la fuerza mortalese maníaco endemoniado les pos

su futuro será como el de otros nide su edad, haciéndose hombnormales y de provecho.

 —Así todo queda arreglado…yo vuelvo a quedarme sin empleosuspiró la joven Vera Mun

resignada—. Tal vez era un prebarato todavía, para obtener cambio de él la libertad y la vi

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lejos de estos horribles muros. —Sin duda —rio Ken Wilcox

Y como mi coche, desgraciadamenha sufrido daños muy serios, quiero invertir en otro Daimler, ten

que trabajar mucho y necesitaré ueficiente secretaria. ¿Quieres aceptú ese empleo, Vera?

 —¿Lo dices en serio, Ken? —Totalmente en serio. tendremos tiempo de preparar jun

mi próximo libro… y discutir detalles de nuestra futura boseñorita Munro.

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 —¡Oh, Ken!Y se colgó de sus hombr

besándole en los labios, olvidadacasi totalmente la atroz pesadvivida en aquella mansión

Loomish Hill, en Nottingham.

FIN

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CURTIS GARLAND, barcelonés Paralelo, nacido en 1929 con nombre de Juan Gallardo MuñForma parte de los escritores de

Literatura popular española, jucon otros autores como CoTellado, Marcial Lafuente Estefan

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Frank Caudet o Silver KaEstrechamente vinculado a

Editorial Bruguera, que publicó halos años 80 los llamados bolsilib(también denominados libros de

duro, en referencia aproximada abajo precio), dedicados a génecomo la novela negra, de terror,

ciencia ficción, o del Oeste; como a las editoriales TorayRollán.

Según el especialista en CultPopular Española, Jesús Cuadrala lista total de los libros publica

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por Juan Gallardo Muñoz, con