dios el mundo y el hombre

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Colección de textos de varios autores Raffaele Orefice

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Antropología teológica

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Page 1: Dios el mundo y el hombre

Dios,el Mundo

y el Hombre

Colección de textos de varios autores

Raffaele Orefice

Page 2: Dios el mundo y el hombre

1. El misterio de la CreaciónÍNDICE

Introducción

El libro que les presento está conformado por una colección de ar-tículos de varios autores que a lo largo de los años de enseñanza he utilizado como textos de estudio de la asignatura de Dios, el Mundo y el Hombre.

Tengo a precisar que no soy el autor de los textos sino que los he organizados y adaptados a las necesidades de la asignatura, tratan-do de darles una uniformidad de estilo gráfico y una estructuración lógica finalizada al uso académico.

Todos los artículos son citados con sus respectivos autores y fuentes bibliográficas y están disponibles para el uso académico en varios sitios de Internet.

La publicación no tiene fin de lucro y se distribuye exclusivamente entre los estudiantes de la asignatura de Dios, el Mundo y el Hom-bre.

Como notarán, el libro tiene un total de 316 páginas pero deben considerar que el cuerpo de letra utilizado es de 18 puntos para per-mitirles una lectura más cómoda.

La finalidad de la colección que he creado es de ofrecerles una panorámica bastante completa y documentada de los temas que es-tudiaremos en la asignatura, sin embargo la abundancia del material no debe espantarlos ya que la intención es de regalarle una bibliote-ca de textos que en un futuro podrán tornar muy útiles para repasar algunos temas o leer para su formación personal y espiritual.

Dios, el Mundo y el HombreColección de artículos de autores varios

Primera edición, 2010

Textos revisados y adaptados por Raffaele OreficeDiseño gráfico: Gráfica Digital [email protected]

Todo el material contenido en este libro está disponible gratuitamente en Internet y su uso es libre y bajo las condiciones de citar el autor, la fuente y la ubicación.

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1. El misterio de la Creación 1. El misterio de la CreaciónÍNDICE

El misterio de la creación (8-I-1986)

1. En la indefectible y necesaria reflexión que el hombre de todo tiempo está inclinado a hacer sobre su propia vida, dos preguntas emergen con fuerza, como eco de la voz misma de Dios: ‘¿De dón-de venimos?¿A dónde vamos?’. Si la segunda pregunta se refiere al futuro último, al término definitivo, la primera se refiere al origen del mundo y del hombre, y es también fundamental. Por eso estamos justamente impresionados por el extraordinario interés reservado al problema de los orígenes. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos y ha aparecido el hombre, cuan-to más bien en descubrir qué sentido tiene tal origen, si lo preside el caos, el destino ciego o bien un Ser transcendente, inteligente y bueno, llamado Dios. Efectivamente, en el mundo existe el mal y el hombre que tiene experiencia de ello no puede dejar de preguntarse de dónde proviene y por responsabilidad de quién, y si existe una esperanza de liberación. ‘¿Qué es el hombre para que de él acuer-des?’, se pregunta en resumen el Salmista, admirado frente al acon-tecimiento de la creación (Sal 8, 5).

2. La pregunta sobre la creación aflora en el ánimo de todos, del hombre sencillo y del docto. Se puede decir que la ciencia moderna ha nacido en estrecha vinculación, aunque no siempre en buena ar-monía, con la verdad bíblica de la creación. Y hoy, aclaradas mejor las relaciones recíprocas entre verdad científica y verdad religiosa, muchísimos científicos, aun planteando legítimamente problemas no

Indice de los artículos1. El misterio de la Creación2. Creador del cielo y de la tierra3. La creación de la nada4. La Creación, obra de la Trinidad5. La Creación revela la gloria de Dios6. Legítima autonomía de las cosas creadas7. El hombre, imagen de Dios8. Alma, cuerpo y evolucionismo9. Creación del hombre10. Creo en un Dios creador 11. Creador y criatura 12. La imagen de Dios13. Dios creador14. Significado de los relatos bíblicos de la creación15. Creador del cielo y de la tierra16. El fin del mundo 17. ¿Está hecho el universo para el hombre?18. La Creación: una dependencia para la libertad19. El hombre, señor de la Creación20. A imagen y semejanza21. ¿Fue creado el varón antes que la mujer?22. Creación y evolución23. ¿Qué es el darwinismo?24. Evolución: ¿de dónde venimos?25. Nuestro defecto de fabrica26. ¿Existe el diablo?

Para desplazarse al artículo que le interesa haga clic sobre el cuadrito al lado del número

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1. El misterio de la Creación 1. El misterio de la CreaciónÍNDICE

pequeños como los referentes al evolucionismo de las formas vivien-tes, en particular del hombre, o el que trata del finalismo inmanente en el cosmos mismo en su devenir, van asumiendo una actitud cada vez más partícipe y respetuosa con relación a la fe cristiana sobre la creación. He aquí, pues, un campo que se abre al diálogo benéfico entre modos de acercamiento a la realidad del mundo y del hombre reconocidos lealmente como diversos, y sin embargo convergentes a nivel más profundo en favor del único hombre, creado -como dice la Biblia en su primera página- a ‘imagen de Dios’ y por tanto ‘domi-nador’ inteligente y sabio del mundo (Cfr. Gen 1, 27-28).

3. Además, nosotros los cristianos reconocemos con profundo es-tupor, si bien con obligada actitud crítica, que en todas las religiones, desde las más antiguas y ahora desaparecidas, a las hoy presentes en el planeta, se busca una ‘respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y fin del dolor? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefa-ble misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?’ (Nostra ætate 1). Siguiendo el Concilio Vaticano II, en su Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, reafirmamos que ‘la Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo’, ya que ‘no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres’ (Nostra ætate 2). Y por otra parte es tan innegablemente grande, vivificadora y original la visión bíblico-cristiana de los orígenes del cosmos y de la historia, en particular del hombre -y ha tenido una influencia tan grande en la formación espiritual, moral y cultural de pueblos enteros durante más de veinte siglos- que hablar de ello explícitamente, aunque sea de un modo sintético, es un deber que ningún Pastor ni catequista puede eludir.

4. La revelación cristiana manifiesta realmente una extraordinaria riqueza acerca del misterio de la creación, signo no pequeño y muy

conmovedor de la ternura de Dios que precisamente en los momentos más angustiosos de la existencia humana, y por tanto en su origen y en su futuro destino, ha querido hacerse presente con una palabra continua y coherente, aun en la variedad de las expresiones culturales.

Así, la Biblia se abre en absoluto con una primera y luego con una segunda narración de la creación, donde todo tiene origen en Dios: las cosas, la vida, el hombre (Gen 1-2), y este origen se enlaza con el otro capítulo sobre el origen, esta vez en el hombre, con la tentación del maligno, del pecado y del mal (Gen 3). Pero he aquí que Dios no abandona a sus criaturas. Y así, pues, una llama de esperanza se enciende hacia un futuro de una nueva creación liberada del mal (es el llamado protoevangelio, Gen 3, 15; cfr. 9, 13). Estos tres hi-los: la acción creadora y positiva de Dios, la rebelión del hombre y, ya desde los orígenes, la promesa por parte de Dios de un mundo nuevo, forman el tejido de la historia de la salvación, determinando el contenido global de la fe cristiana en la creación.

5. En las próximas catequesis sobre la creación, al dar el debido lugar a la Escritura, como fuente esencial, mi primera tarea será recor-dar la gran tradición de la Iglesia, primero con las expresiones de los Concilios y del magisterio ordinario, y también con las apasionantes y penetrantes reflexiones de tantos teólogos y pensadores cristianos.

Como en un camino constituido por muchas etapas, la catequesis sobre la creación tocará ante todo el hecho admirable de la misma como lo confesamos al comienzo del Credo o Símbolo Apostólico: ‘Creo en Dios (), creador del cielo y de la tierra’, reflexionaremos so-bre el misterio que encierra toda la realidad creada, en su proceder de la nada, admirando a la vez la omnipotencia de Dios y la sorpresa gozosa de un mundo contingente que existe en virtud de esa omni-potencia. Podremos reconocer que la creación es obra amorosa de la Trinidad Santísima y es revelación de su gloria. Lo que no quita, sino que por el contrario afirma, la legítima autonomía de las cosas

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1. El misterio de la Creación 2. Creador del cielo y de la tierraÍNDICE

creadas, mientras que al hombre, como centro del cosmos, se le re-serva una gran atención, en su realidad de ‘imagen de Dios’, de ser espiritual y corporal, sujeto de conocimiento y de libertad. Otros te-mas nos ayudarán más adelante a explorar este formidable aconte-cimiento creativo, en particular el gobierno de Dios sobre el mundo, su omnisciencia y providencia, y cómo a la luz del amor fiel de Dios el enigma del mal y del sufrimiento halla su pacificadora solución.

6. Después de que Dios manifestó a Job su divino poder creador (Job 38-41), éste respondió al Señor y dijo: ‘Sé que lo puedes todo y que no hay nada que te cohíba Sólo de oídas te conocía; más aho-ra te han visto mis ojos’ (Job 42, 2-5). Ojalá nuestra reflexión sobre la creación nos conduzca al descubrimiento de que, en el acto de la fundación del mundo y del hombre, Dios ha sembrado el primer testimonio universal de su amor poderoso, la primera profecía de la historia de la salvación.

Creador del cielo y de la tierra15-I-1986

1. La verdad acerca de la creación es objeto y contenido de la fe cristiana: únicamente está presente de modo explícito en la Reve-lación. Efectivamente, no se la encuentra sino muy vagamente en las cosmologías mitológicas fuera de la Biblia, y está ausente de las especulaciones de antiguos filósofos, incluso de los máximos, como Platón y Aristóteles. La inteligencia humana puede por sí sola llegar a formular la verdad de que el mundo y los seres contingentes (no necesarios) dependen del Absoluto. Pero la formulación de esta dependencia como ‘creación’ -por lo tanto, basándose en la verdad acerca de la creación- pertenece originariamente a la Revelación divina y en este sentido es una verdad de fe.

2. Se proclama esta formulación al comienzo de las profesiones de fe, comenzando por las más antiguas, como el Símbolo Apostóli-co: ‘Creo en Dios Creador del cielo y de la tierra’; y el Símbolo Nice-no-constatinopolitano: ‘Creo en Dios Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible’; hasta el pronunciado por el Papa Pablo VI y que lleva el título de Credo del Pueblo de Dios; ‘Creemos en un solo Dios Creador de las cosas visibles, como el mundo en que transcurre nuestra vida pasajera, de las cosas invisibles como los espíritus puros que reciben el nombre de ángeles y Creador en cada hombre de su alma espiritual e inmortal.

3. En el ‘Credo’ cristiano la verdad acerca de la creación del mundo y del hombre por obra de Dios ocupa un puesto fundamental por la riqueza especial de su contenido. Efectivamente no se refiere sólo al origen del mundo como resultado del acto creador de Dios, sino que

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2. Creador del cielo y de la tierra 2. Creador del cielo y de la tierraÍNDICE

revela también a Dios como Creador. Dios, que habló por medio de los profetas y últimamente por medio de su Hijo (Heb 1, 1), ha hecho co-nocer a todos los que acogen su Revelación no sólo que precisamente El ha creado el mundo, sino sobre todo qué significa ser Creador.

4. La Sagrada Escritura (Antiguo y Nuevo Testamento) está impreg-nada, en efecto, por la verdad acerca de la creación y acerca de Dios Creador. El primer libro de la Biblia, el libro del Génesis, comienza con la afirmación de esta verdad; ‘Al principio creó Dios los cielos y la tierra’ (Gen 1, 1). Sobre esta verdad retornan numerosos pasajes bíblicos, mostrando cuán profundamente ha penetrado la fe de Israel. Recordemos al menos algunos de ellos. Se dice en los Salmos: ‘Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes; El la fundó sobre los mares’ (23, 1-2). ‘Tuyo es el cielo, tuya es la tierra, Tú cimentaste el orbe y cuanto contiene’ (88, 12). ‘Suyo es el mar, porque El lo hizo; la tierra firme que modelaron sus manos’ (95, 5). ‘Su misericordia llena la tierra. La palabra del Señor hizo el cielo porque El lo dijo y existió, El lo mando y surgió’ (32, 5-6. 9). ‘Benditos seáis del Señor, que hizo el cielo y la tierra’ (113, 15). La misma verdad pro-fesa el autor del libro de la Sabiduría: ‘Dios de los padres y Señor de la misericordia, que con tu palabra hiciste todas las cosas’ (9, 1). Y el Profeta Isaías dice en primera persona la palabra de Dios Creador: ‘Yo soy el Señor, el que lo ha hecho todo’ (44, 24).

No menos claros son los testimonios que hay en el Nuevo Tes-tamento. Así, p.e., en el Prólogo del Evangelio de Juan se dice: ‘Al principio era el Verbo Todas las cosas fueron hechas por El, y sin El nada se hizo de cuanto ha sido hecho’ (1, 1.3). La Carta a los He-breos, por su parte, afirma: ‘Por la fe conocemos que los mundos han sido dispuestos por la palabra de Dios, de suerte que de lo invi-sible ha tenido origen lo visible (11, 3).

5. En la verdad de la creación se expresa el pensamiento de que todo lo que existe fuera de Dios ha sido llamado a la existencia por

El. En la Sagrada Escritura hallamos textos que hablan de ello cla-ramente.

En el caso de la madre de los siete hijos, de quienes habla el libro de los Macabeos, la cual ante la amenaza de muerte, anima al más joven de ellos a profesar la fe de Israel, diciéndole: ‘Mira el cielo y la tierra de la nada lo hizo todo Dios y todo el linaje humano ha venido de igual modo’ (2 Mac 7, 28). En la Carta a los Romanos leemos: ‘Abrahán creyó en Dios, que da la vida a los muertos y llama a lo que es lo mismo que a lo que no es’ (4,17).

‘Crear’ quiere decir, pues: hacer de la nada, llamar a la existencia, es decir, formar un ser de la nada. El lenguaje bíblico deja entrever este significado en la primera palabra del libro del Génesis: ‘Al princi-pio creó Dios los cielos y la tierra’. El término ‘creó’ traduce el hebreo ‘bara’ -br-, que expresa una acción de extraordinaria potencia, cuyo único sujeto es Dios. Con la reflexión post-exílica se comprende cada vez mejor el alcance de la intervención divina inicial, que en el segun-do libro de los Macabeos se presenta finalmente como un producir ‘de la nada’ (7, 28). Los Padres de la Iglesia y los teólogos esclarecerán ulteriormente el significado de la acción divina, hablando de la crea-ción ‘de la nada’ (creatio ex nihilo; más precisamente: ex nihilo sui et subiecti). En el acto de la creación Dios es principio exclusivo y directo del nuevo ser, con exclusión de cualquier materia preexistente.

6. Como Creador, Dios está en cierto modo ‘fuera’ de la creación y la creación esta ‘fuera’ de Dios. Al mismo tiempo, la creación es completa y plenamente deudora de Dios en su propia existencia (de ser lo que es), porque tiene su origen completa y plenamente en el poder de Dios.

También puede decirse que mediante el poder creador (la omni-potencia) Dios está en la creación y la creación está en El. Sin em-bargo, esta inmanencia de Dios no menoscaba para nada la trans-cendencia que le es propia con relación a todo a lo que El da la existencia.

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2. Creador del cielo y de la tierra 3. La Creación de la nadaÍNDICE

7. Cuando el Apóstol Pablo llegó al Areópago de Atenas habló así a los oyentes que se habían reunido allí: ‘Al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto, he hallado un altar en el cual está escrito: Al Dios desconocido. Pues ése que sin conocerle veneráis es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en El, es Señor del cielo y de la tierra’ (Hech 17, 23-24).

Es significativo que los atenienses, los cuales reconocían mu-chos dioses (politeísmo pagano), escucharan estas palabras sobre el único Dios Creador sin plantear objeciones. Este detalle parece confirmar que la verdad sobre la creación constituye un punto de en-cuentro entre los hombres que profesan religiones diversas. Quizá la verdad de la creación está arraigada de modo originario y elemen-tal en las diversas religiones, aun cuando en ellas no se encuentren conceptos suficientemente claros, como los que se contienen en las Sagradas Escrituras.

La Creación de la nada29-I-1986

1. La verdad de que Dios ha creado, es decir, que ha sacado de la nada todo lo que existe fuera de El, tanto el mundo como el hombre, halla su expresión ya en la primera página de la Sagrada escritura, aun cuando su plena explicitación sólo se tiene en el sucesivo desa-rrollo de la Revelación.

Al comienzo del libro del Génesis se encuentran dos ‘relatos’ de la creación. A juicio de los estudiosos de la Biblia el segundo relato es más antiguo, tiene un carácter más figurativo y concreto, se dirige a Dios llamándolo con el nombre de ‘Yahvéh’ -yhvh-, y por este motivo se señala como ‘fuente yahvista’.

El primer relato, posterior en cuanto al tiempo de su composición, aparece más sistemático y más teológico; para designar a Dios recurre al término ‘Elohim’ -lhm-. En él la obra de la creación se distribuye a lo largo de una serie de seis días. Puesto que el séptimo día se presenta como el día en que Dios descansa, los estudiosos han sacado la con-clusión de que este texto tuvo su origen en ambiente sacerdotal y cul-tual. Proponiendo al hombre trabajador el ejemplo de Dios Creador, el autor de Gen 1 ha querido afirmar de nuevo la enseñanza contenida en el Decálogo, inculcando la obligación de santificar el séptimo día.

2. El relato de la obra de la creación merece ser leído y meditado frecuentemente en la liturgia y fuera de ella. Por lo que se refiere a cada uno de los días, se confronta entre uno y otro una estrecha con-tinuidad y una clara analogía. El relato comienza con las palabras: ‘Al principio creó Dios los cielos y la tierra’, es decir, todo el mundo visible, pero luego, en la descripción de cada uno de los días vuelve

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3. La Creación de la nada 3. La Creación de la nadaÍNDICE

siempre la expresión: ‘Dijo Dios: Haya’, o una expresión análoga. Por la fuerza de esta palabra del Creador: ‘fiat’, ‘haya’, va surgiendo gradualmente el mundo visible: La tierra al principio era ‘confusa y vacía’ (caos); luego, bajo la acción de la palabra creadora de Dios, se hace idónea para la vida y se llena de seres vivientes, las plantas, los animales, en medio de los cuales, al final, Dios crea al hombre ‘a su imagen’ (Gen. 1, 27).

3. Este texto tiene un alcance sobre todo religioso y teológico. No se pueden buscar en él elementos significativos desde el punto de vista de las ciencias naturales. Las investigaciones sobre el origen y desarrollo de cada una de los especies ‘in natura’ no encuentran en esta descripción norma alguna vinculante, ni aportaciones positivas de interés sustancial. Más aún, no contrasta con la verdad acerca de la creación del mundo visible -tal como se presenta en el libro del Gé-nesis-, en línea de principio, la teoría de la evolución natural, siempre que se la entienda de modo que no excluya la causalidad divina.

4. En su conjunto la imagen del mundo queda delineada bajo la pluma del autor inspirado con las características de las cosmogo-nías de su tiempo, en la cual inserta con absoluta originalidad la ver-dad acerca de la creación de todo por obra del único Dios: ésta es la verdad revelada. Pero el texto bíblico, si por una parte afirma la total dependencia del mundo visible de Dios, que en cuanto Creador tie-ne pleno poder sobre toda criatura (el llamado dominium altum), por otra parte pone de relieve el valor de todas las criaturas a los ojos de Dios. Efectivamente, al final de cada día se repite la frase: ‘Y vio Dios que era bueno’, y en el día sexto, después de la creación del hombre, centro del cosmos, leemos: ‘Y vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho’ (Gen 1, 31). La descripción bíblica de la crea-ción tiene carácter ontológico, es decir, habla del ente, y al mismo tiempo, axiológico, es decir, da testimonio del valor. Al crear el mundo como manifestación de su bondad infinita, Dios lo creó bueno. Esta es la enseñanza esencial que sacamos de la cosmología bíblica, y

en particular de la descripción introductoria del libro del Génesis.5. Esta descripción, juntamente con todo lo que la Sagrada Escri-

tura dice en diversos lugares acerca de la obra de la creación y de Dios Creador, nos permite poner de relieve algunos elementos:1º. Dios creó el mundo por sí solo. El poder creador no es transmisi-

ble: es ‘incommunicabilis’.2º. Dios creó el mundo por propia voluntad, sin coacción alguna ex-

terior ni obligación interior. Podía crear y no crear; podía crear este mundo u otro.

3º El mundo fue creado por Dios en el tiempo, por lo tanto, no es eterno: tiene un principio en el tiempo.

4º. El mundo, creado por Dios, está constantemente mantenido por el Creador en la existencia. Este ‘mantener’ es, en cierto sentido, un continuo crear (Conservatio est continua creatio).

6. Desde hace casi dos mil años la Iglesia profesa y proclama invariablemente la verdad de que la creación del mundo visible e in-visible es obra de Dios, en continuidad con la fe profesada y procla-mada por Israel, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza. La Iglesia explica y profundiza esta verdad, utilizando la filosofía del ser y la defiende de las deformaciones que surgen de vez en cuando en la historia del pensamiento humano.

El Magisterio de la Iglesia ha confirmado con especial solemnidad y vigor la verdad de que la creación del mundo es obra de Dios en el Concilio Vaticano I, en respuesta a las tendencias del pensamiento panteísta y materialista de su tiempo. Esas mismas orientaciones están presentes también en nuestro siglo en algunos desarrollos de las ciencias exactas y de las ideologías ateas.

En la Cons. Dei Filius -De fide catholica- del Conc. Vaticano I lee-mos: ‘Este único Dios verdadero, en su bondad y ‘omnipotente virtud’, no para aumentar su gloria, ni para adquirirla, sino para manifestar

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3. La Creación de la nada 3. La Creación de la nadaÍNDICE

su perfección mediante los bienes que distribuye a las criaturas, con decisión plenamente libre, ‘simultáneamente desde el principio del tiempo sacó de la nada una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la material, y luego la criatura humana, como partícipe de una y otra, al estar constituida de espíritu y de cuerpo’ (Conc. Lateranense IV)’.

7. Según los ‘cánones’ adjuntos a este texto doctrinal, el Conc. Vaticano I afirma las siguientes verdades:1º. El único, verdadero Dios es Creador y Señor ‘de las cosas visi-

bles e invisibles’2º. Va contra la fe la afirmación de que sólo existe la materia (mate-

rialismo).3º. Va contra la fe la afirmación de que Dios se identifica esencial-

mente con el mundo (panteísmo).4º. Va contra la fe sostener que las criaturas, incluso las espirituales,

son una emanación de la sustancia divina, o afirmar que el Ser divino con su manifestarse o evolucionarse se convierte en cada cada una de las cosas.

5º. Va contra la fe la concepción, según la cual, Dios es el ser univer-sal, o sea, indefinido que, al determinarse, constituye el universo distinto en géneros, especies e individuos.

6º. Va igualmente contra la fe negar que el mundo y las cosas todas contenidas en él, tanto espirituales como materiales, según toda su sustancia han sido creadas por Dios de la nada.

8. Habrá que tratar aparte el tema de la finalidad a la que mira la obra de la creación. Efectivamente, se trata de un aspecto que ocu-pa mucho espacio en la Revelación, en el Magisterio de la Iglesia y en la Teología.

Por ahora basta concluir nuestra reflexión remitiéndonos a un tex-to muy hermosos del Libro de la Sabiduría en el que se alaba a Dios

que por amor crea el universo y lo conserva en su ser:‘Amas todo cuanto existey nada aborreces de lo que has hecho;pues si Tú hubieras odiado alguna cosa, no la hubieras formado.¿Y cómo podría subsistir nada si Tú no quisieras,o cómo podría conservarse sin Ti?Pero a todos perdonas,porque son tuyos, Señor, amigo de la vida’ (Sab 11, 24-26).

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4. La Creación, obra de la Trinidad 4. La Creación, obra de la TrinidadÍNDICE

La Creación, obra de la Trinidad5-III-1986

1. La reflexión sobre la verdad de la creación, con la que Dios llama al mundo de la nada a la existencia, impulsa la mirada de nuestra fe a la contemplación de Dios Creador, el cual revela en la creación su omnipotencia, su sabiduría y su amor. La omnipotencia del Creador se muestra tanto en el llamar a las criaturas de la nada a la existencia, como en mantenerlas en la existencia. ‘¿Cómo po-dría subsistir nada si Tú no quisieras, o cómo podría conservarse sin Ti?’, pregunta el autor del libro de la Sabiduría (11, 25).

2. La omnipotencia revela también el amor de Dios que, al crear, da la existencia a seres diversos de El y a la vez diferentes entre sí. La realidad del don impregna todo el ser y el existir de la creación. Crear significa donar (donar sobre todo la existencia), y el que dona, ama. Lo afirma el autor del libro de la Sabiduría cuando afirma: ‘Amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho, pues si hubie-ras odiado alguna cosa, no la hubieras formado’ (11, 24); y añade: ‘A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida’ (11, 26).

3. El amor de Dios es desinteresado: mira solamente a que el bien venga a la existencia, perdure y se desarrolle según la dinámica que le es propia. Dios Creador es Aquel ‘que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad’ (Ef 1, 11). Y toda la obra de la creación pertenece al plan de la salvación, al misteriosos proyecto ‘oculto desde los siglos en Dios, creador de todas las cosas’ (Ef 3, 9). Mediante el acto de la creación del mundo, y en particular del hombre, el plan de la salvación comienza a realizarse. La creación

es obra de la Sabiduría que ama, como recuerda la Sagrada Escri-tura varias veces (Cfr., p.e., Prov 8, 22-36).

Está claro, pues, que la verdad de fe sobre la creación se contra-pone de manera radical a las teorías de la filosofía materialista, las cuales consideran el cosmos como resultado de una evolución de la materia que puede reducirse a pura casualidad y necesidad.

4. Dice San Agustín: ‘Es necesario que nosotros, viendo al Crea-dor a través de las obras que ha realizado, nos elevemos a la con-templación de la Trinidad de la cual lleva la huella la creación en cierta y justa proporción’ (De Trinitate VI, 10, 12). Es verdad de fe que el mundo tiene su comienzo en el Creador, que es Dios uno y trino. Aunque la obra de la creación se atribuya sobre todo al Padre -efectivamente, así profesamos en los Símbolos de la fe (‘Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra’)- es tam-bién verdad de fe que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el úni-co e indivisible ‘principio’ de la creación.

5. La Sagrada Escritura confirma de distintos modos esta verdad: ante todo, por lo que se refiere al Hijo, el Verbo, la Palabra consubs-tancial al Padre. Ya en el Antiguo Testamento están presentes algu-nas alusiones significativas, como, p.e., este elocuente versículo del Salmo: ‘La palabra del Señor hizo el cielo’ (32, 6). Se trata de una afirmación que encuentra su plena explicación en el Nuevo Testa-mento, así, p.e., en el Prólogo de Juan: ‘Al principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios Todas las cosas fueron he-chas por El, y sin El no se hizo nada de cuanto se ha hecho y por El fue hecho el mundo’ (Jn 1, 1-2. 10). Las Cartas de Pablo proclaman que todas las cosas han sido hechas ‘en Jesucristo’: efectivamente, en ellas se habla de ‘un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también’ (1 Cor 8, 6). En la Carta a los Colo-senses leemos: ‘El (Cristo) es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en El fueron creadas todas del cielo y de la

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4. La Creación, obra de la Trinidad 4. La Creación, obra de la TrinidadÍNDICE

tierra, las visibles y las invisibles Todo fue creado por El y para El. El es antes que todo y todo subsiste en El’ (Col 1, 15-17).

El Apóstol subraya la presencia operante de Cristo, bien sea como causa de la creación (‘por El’), o bien como su fin (‘para El’). Es un tema sobre el cual habrá que volver. Mientras tanto, notemos que también la Carta a los Hebreos afirma que Dios por medio del Hijo ‘también hizo el mundo’ (1, 2), y que el ‘Hijo sustenta todas las cosas con su poderosa presencia’ (1, 3).

6. De este modo el Nuevo Testamento, y en particular los escritos de San Pablo y de San Juan, profundizan y enriquecen el recurso a la Sabiduría y a la Palabra creadora que ya estaba presente en el Antiguo Testamento: ‘La palabra del Señor hizo el cielo’ (Sal 32, 6). Hacen la precisión de que el Verbo creador no sólo estaba ‘en Dios’, sino que ‘era Dios’, también que precisamente en cuanto Hijo con-substancial al Padre, el Verbo creó el mundo en unión con el Padre: ‘y el mundo fue hecho por El’ (Jn 1, 10).

No sólo esto: el mundo también fue creado con referencia a la persona (hipóstasis) del Verbo. ‘Imagen de Dios invisible’ (Col 1, 15), el Verbo que es el Eterno Hijo, ‘esplendor de la gloria del Padre e imagen de su sustancia’ (Cfr. Heb 1, 3) es también el ‘primogénito de toda criatura’ (Col 1, 15), en el sentido de que todas las cosas han sido creadas por el Verbo-Hijo, para llegar a ser, en el tiempo, el mundo de las criaturas, llamado de la nada a la existencia ‘fuera de Dios’. En este sentido ‘todas las cosas fueron hechas por El y sin El nada se hizo de cuanto ha sido hecho’ (Jn 1, 3).

7. Se puede afirmar, pues, que la Revelación presenta una estruc-tura del universo ‘lógica’ (de ‘Logos’ -Logos-: Verbo) y una estructura ‘icónica’ (de ‘Eikon’ -Eikon-: imagen, imagen del Padre). Efectiva-mente, desde los tiempos de los Padres de la Iglesia se ha consoli-dado la enseñanza, según la cual, la creación lleva en sí ‘los vesti-gios de la trinidad’ (‘vestigia Trinitatis’). Es obra del Padre por el Hijo

en el Espíritu Santo. En la creación se revela la Sabiduría de Dios: en ella la -aludida- doble estructura ‘lógico-icónica’ de las criaturas está íntimamente unida a la estructura del don.

Cada una de las criaturas no sólo son ‘palabras’ del Verbo, con las que el Creador se manifiesta a nuestra inteligencia, sino que son también ‘dones’ del Don: llevan en sí la impronta del Espíritu Santo, Espíritu creador.

¿Acaso no se dice ya en los primeros versículos del Génesis: ‘Al principio creó Dios los cielos y la tierra (=el universo) y el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas’ (Gen 1, 1-2)?. La alusión, sugestiva aunque vaga, a la acción del Espíritu en ese primer ‘principio’ del universo, resulta significativa para nosotros que la leemos a la luz de la plena revelación neotestamentaria.

8. La creación es obra de Dios uno y trino. El mundo ‘creado’ en el Verbo-Hijo, es ‘restituido’ juntamente con el Hijo al Padre, por medio de ese Don-Increado, consubstancial a ambos, que es el Espíritu Santo. De este modo el mundo es ‘creado’ con ese Amor que es el Espíritu del Padre y del Hijo. Este universo abrazado por el eterno Amor, comienza a existir en el instante elegido por la Trinidad como comienzo del tiempo. De este modo la creación del mundo es obra del Amor: el universo, don creado brota del Don Increado, del Amor recíproco del Padre y del Hijo, de la Santísima Trinidad.

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5. La Creación revela la gloria de Dios 5. La Creación revela la gloria de DiosÍNDICE

La Creación revela la gloria de Dios12-III-1986

1. La verdad de fe acerca de la creación de la nada (‘ex nihilo’), sobre la que nos hemos detenido en las catequesis anteriores, nos introduce en las profundidades del misterio de Dios, Creador ‘del cielo y de la tierra’. Según la expresión del Símbolo Apostólico: ‘Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador’, la creación se atribuye prin-cipalmente al Padre. En realidad es obra de las Tres Personas de la Trinidad, según la enseñanza ya presente de algún modo en el Antiguo Testamento y revelada plenamente ene le Nuevo, especial-mente en los textos de Pablo y Juan.

2. A la luz de estos textos apostólicos, podemos afirmar que la creación del mundo encuentra su modelo en la eterna generación del Verbo, del Hijo, de la misma sustancia que el Padre, y su fuente en el Amor que es el Espíritu Santo. Este Amor-Persona, consubs-tancial al Padre y al Hijo, es juntamente con el Padre y con el Hijo, fuente de la creación del mundo de la nada, es decir, del don de la existencia a cada ser. De este don gratuito participa toda la multi-plicidad de los seres ‘visibles e invisibles’ tan varia que parece casi ilimitada, y todo lo que el lenguaje de la cosmología indica como ‘macrocosmos’ y ‘microcosmos’.

3. La verdad de fe acerca de la creación del mundo, al hacernos penetrar en las profundidades del misterio trinitario, nos descubre lo que la Biblia llama ‘Gloria de Dios’ (Kabod Yahvéh -Kbd yhvh-, doxa tou Theou -doxa tou Theou-). La Gloria de Dios está ante todo en El mismo: es la gloria ‘interior’, que, por así decirlo, colma la misma profundidad ilimitada y la infinita perfección de la única Divinidad en

la Trinidad de las Personas. Esta perfección infinita, en cuanto pleni-tud absoluta de Ser y de Santidad, es también plenitud de Verdad y de Amor en el contemplarse y donarse recíproco (y, por tanto, en la comunión) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Mediante la obra de la creación la gloria interior de Dios, que brota del misterio mismo de la Divinidad, en cierto modo, se traslada ‘fuera’: a las criaturas del mundo visible e invisible, en proporción a su grado de perfección.

4. Con la creación del mundo (visible e invisible) comienza como una nueva dimensión de la gloria de Dios, llamada ‘exterior’ para distinguirla de la precedente. La Sagrada Escritura habla de ella en muchos pasajes. Basten algunos ejemplos:

El Salmo 18 dice: ‘El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje’ (1. 2. 4). El libro del Sirácida afirma a su vez: ‘El sol sale y lo alumbra todo, y la gloria del Señor se refleja en todas sus obras’ (42, 16). El libro de Baruc tiene una expresión muy singular y sugestiva: ‘Los astros brillan en sus atalayas y se complacen. Los llama y contes-tan: ‘Henos aquí’. Lucen alegremente en honor del que los hizo’ (3, 34).

5. En otro lugar el texto bíblico suena como una llamada dirigida a las criaturas a fin de que proclamen la gloria de Dios Creador. Así, p.e., el Libro de Daniel: ‘Criaturas todas del Señor: bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos’ (3, 57). O el Salmo 65: ‘Aclamad al Señor, tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria; decid a Dios: Qué temibles son tus obras, por tu inmenso poder tus enemigos te adulan. Que se postre ante Ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre’ (1-4).

La Sagrada Escritura está llena de expresiones semejantes: ‘Cuán-tas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas’ (Sal 103, 24). Todo el universo creado es una multiforme, potente e incesante llamada a proclamar la gloria

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5. La Creación revela la gloria de Dios 5. La Creación revela la gloria de DiosÍNDICE

del Creador: “Por mi vida y por mi gloria que hinche la tierra entera’ (Nm 14, 21); porque ‘tuyas son las riquezas y la gloria’ (1 Par 29, 12).

6. Este himno de gloria, grabado en la creación, espera un ser capaz de darle una adecuada expresión conceptual y verbal, un ser que alabe el santo nombre de Dios y narre las grandezas de sus obras (Sir 17, 8). Este ser en el mundo visible es el hombre. A él se dirige la llamada que sube del universo; el hombre es el portavoz de las criaturas y su intérprete ante Dios.

7. Retornemos de nuevo por un instante a las palabras, con las que el Conc. Vaticano I formula la verdad acerca de la creación y acerca del Creador del mundo: ‘Este único verdadero Dios, en su bondad y ‘omni-potente virtud’, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir-la, sino para manifestar su perfección por medio de los bienes que dis-tribuye a las criaturas, con decisión sumamente libre, simultáneamente desde el principio del tiempo, sacó de la nada una y otra criatura’.

Este texto explica con un lenguaje propio la misma verdad acerca de la creación y acerca de su finalidad, que encontramos presente en los textos bíblicos. El Creador no busca en la obra de la creación ningún ‘complemento’ de Sí mismo. Efectivamente, El es el Ser total-mente e infinitamente perfecto. No tiene, pues, necesidad alguna del mundo. Las criaturas, las visibles y las invisibles, no pueden ‘añadir’ nada a la Divinidad de Dios uno y trino.

8. ¡Y sin embargo, Dios crea!. Las criaturas, llamadas por Dios a la existencia con una decisión plenamente libre y soberana, partici-pan del modo real, aun cuando limitado y parcial, de la perfección de la absoluta plenitud de Dios. Se diferencian entre sí por el grado de perfección que han recibido, a partir de los seres inanimados, subiendo por los animados, hasta llegar al hombre; mejor, subiendo aún más, hasta las criaturas de naturaleza puramente espiritual. El conjunto de las criaturas constituye el universo; el cosmos visible e invisible, en cuya totalidad y en cuyas partes se refleja la eterna Sa-

biduría y se manifiesta el inagotable Amor del Creador.9. En la revelación de la Sabiduría y del Amor de Dios está el fin

primero y principal de la creación y en ella se realiza el misterio de la gloria de Dios, según la palabra de la Escritura: ‘Criaturas todas del Señor: bendecid al Señor’ (Dan 3, 57). En el misterio de la gloria to-das las criaturas adquieren su significado transcendental: ‘superán-dose’ a sí mismas para abrirse a Aquel, en quien tienen su comienzo y su meta.

Admiremos, pues, con fe la obra del Creador y alabemos su gran-deza:

‘Cuántas son tus obras , Señor,y todas las hiciste con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas. Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Cantaré al Señor mientras viva, tocaré para mi Dios mientras exista’. (Sal 103, 24.31, 33-34).

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6. Legítima autonomía de las cosas creadas 6. Legítima autonomía de las cosas creadasÍNDICE

Legítima autonomía de las cosas creadas2-IV-1986

1. La creación, sobre cuyo fin hemos meditado en la catequesis anterior desde el punto de vista de la dimensión ‘transcendental’, exige también una reflexión desde el punto de vista de la dimensión inmanente. Esto se ha hecho especialmente necesario hoy por el progreso de la ciencia y de la técnica, que ha introducido cambios significativos en la mentalidad de muchos hombres de nuestro tiem-po. Efectivamente, ‘muchos de nuestros contemporáneos -leemos en la Cons. pastoral Gaudium et spes del Conc. Vaticano II sobre la Iglesia y el mundo contemporáneos-, parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia’ (Gaudium et spes 36).

El Concilio afrontó este problema, que está ‘íntimamente vincula-do con la verdad de fe acerca de la creación y su fin, proponiendo una explicación clara y convincente. Escuchémosla.

2. ‘Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valo-res, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consis-tencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica

en todos los campos del saber, si está realizada de una forma autén-ticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perse-verancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.

‘Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le esca-pe la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida’. (Gaudium et spes 36).

3. Hasta aquí el texto conciliar. Este constituye un desarrollo de la enseñanza que ofrece la fe sobre la creación y establece una confrontación iluminadora entre esta verdad de fe y la mentalidad de los hombres de nuestro tiempo, fuertemente condicionada por el desarrollo de las ciencias naturales y del progreso de la técnica. Tratamos de recoger en una síntesis orgánica los principales pensa-mientos contenidos en el párrafo 36 de la Cons. Gaudium et spes.A) A la luz de la doctrina del Concilio Vaticano II la verdad a cerca

de la creación no es sólo una verdad de fe, basada en la Revela-ción del Antiguo y Nuevo Testamento. Es también una verdad que une a todos los hombres creyentes ‘sea cual fuere su religión’, es

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6. Legítima autonomía de las cosas creadas 6. Legítima autonomía de las cosas creadasÍNDICE

decir, a todos los que ‘escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación’.

B) Esta verdad, plenamente manifestada en la Revelación, es sin embargo accesible de por sí a la razón humana. Esto se puede deducir del conjunto de la argumentación del texto conciliar y par-ticularmente de las frases: ‘La criatura sin el Creador desaparece, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida’. Estas expresiones (al menos de modo indirecto) indican que el mundo de las criaturas tiene necesidad de la Razón última y de la Causa primera. En virtud de su misma naturaleza los seres contingentes tienen necesidad, para existir, de un apoyo en el Absoluto (en el Ser necesario), que es Existencia por sí (‘Esse subsistens’). El mundo contingente y fugaz ‘desaparece sin el Creador’.

C) Con relación a la verdad, así entendida, acerca de la creación, el Concilio establece una distinción fundamental entre la autonomía ‘legítima’ y la ‘ilegítima’ de las realidades terrenas. Ilegítima (es decir, no conforme a la verdad de la Revelación) es la autono-mía que proclame la independencia de las realidades creadas por Dios Creador, y sostenga ‘que la realidad creada es independien-te de Dios y los hombres pueden usarla sin referencia al Crea-dor’. Tal modo de entender y de comportarse niega y rechaza la verdad acerca de la creación; y la mayor parte de las veces -si no es incluso por principio- esta posición se sostiene precisamente en nombre de la ‘autonomía’ del mundo, y el hombre en el mun-do, del conocimiento y de la acción humana. Pero hay que añadir inmediatamente que en el contexto de una ‘autonomía’ así enten-dida, es el hombre quien en realidad queda privado de la propia autonomía con relación al mundo, y acaba por encontrarse de hecho sometido a él. Es un tema sobre el que volveremos.

D) La ‘autonomía de las realidades terrenas’ entendida de este modo es () no sólo ilegítima, sino también inútil. Efectivamente, las cosas

creadas gozan de una autonomía propia de ellas ‘por voluntad del Creador’, que está arraigada en su misma naturaleza, pertenecien-do al fin de la creación (en su dimensión inmanente). ‘Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden’La afirmación, si se refiere a todas las criaturas del mundo visible,

se refiere de modo eminente al hombre. En efecto, el hombre en la misma medida en que trata de ‘descubrir, emplear y ordenar’ de modo coherente las leyes y valores del cosmos, no sólo participa de manera creativa en la autonomía legítima de las cosas creadas, sino que realiza de modo correcto la autonomía que le es propia. Y así se encuentra con la finalidad inmanente de la creación, e indirectamen-te también con el Creador: ‘Está llevado, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo a todas las cosas, da a todas ellas el ser’.

4. Se debe añadir que con el problema de la ‘legítima autonomía de las realidades terrenas’, se vincula también el problema, hoy muy sentido, de la ‘ecología’, es decir, la preocupación por la protección y preservación del ambiente natural.

El desequilibrio ecológico, que supone siempre una forma de egoísmo anticomunitario, nace del uso arbitrario -y en definitiva no-civo- de las criaturas, cuyas leyes y orden natural se violan, igno-rando o despreciando la finalidad que es inmanente a la obra de la creación. También este modo de comportamiento se deriva de una falsa interpretación de la autonomía de las cosas terrenas. Cuando el hombre usa de las cosas ‘sin referirlas al Creador’ -por utilizar también las palabras de la Constitución conciliar- se hace a sí mis-mo daños incalculables. La solución del problema de la amenaza ecológica está en relación íntima con los principios de la ‘legítima autonomía de las realidades terrenas’, es decir, en definitiva, con la verdad acerca de la creación y acerca del Creador del mundo.

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7. El hombre, imagen de Dios 7. El hombre, imagen de DiosÍNDICE

El hombre, imagen de Dios9-IV-1986

1. El Símbolo de la fe habla de Dios ‘Creador del cielo y de la tie-rra, de todo lo visible y lo invisible’; no habla directamente de la crea-ción del hombre. El hombre, en el contexto soteriológico del Símbo-lo, aparece con referencia a la Encarnación, lo que es evidente de modo particular en el Símbolo niceno-constantinopolitano, cuando se profesa la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, que ‘por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y se hizo hombre’.

Sin embargo, debemos recordar que el orden de la salvación no sólo presupone la creación, sino, más aún, toma origen de ella.

El Símbolo de la fe nos remite, en su concisión, al conjunto de la verdad revelada sobre la creación, para descubrir la posición real-mente singular y excelsa que se le ha dado al hombre.

2. Como ya hemos recordado en las catequesis anteriores, el libro del Génesis contiene dos narraciones de la creación del hombre. Desde el punto de vista cronológico es anterior la descripción conte-nida en el segundo capítulo del Génesis, en cambio, es posterior la del primer capítulo.

En conjunto las dos descripciones se integran mutuamente, con-teniendo ambas elementos teológicamente muy ricos y preciosos.

3. En el libro del Génesis 1, 26, leemos que el sexto día dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre todos los animales que se mueven sobre ella’.

Es significativo que la creación del hombre esté precedida por esta especie de declaración con la que Dios expresa la intención de crear al hombre a su imagen, mejor a ‘nuestra imagen’, en plural (sintoni-zando con el verbo ‘hagamos’). Según algunos intérpretes, el plural indicaría el ‘Nosotros’ divino del único Creador. Esto sería, pues, de algún modo, una primera lejana señal trinitaria. En todo caso, la crea-ción del hombre, según la descripción del Génesis 1, va precedida de un particular ‘dirigirse’ a Sí mismo, ‘ad intra’, de Dios que crea.

4. Sigue luego el acto creador. ‘Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó varón y mujer’ (Gen 1, 27). En esta frase impresiona el triple uso del verbo ‘creó’ (bará), que parece dar testimonio de una especial importancia e ‘intensidad’ del acto creador. Esta misma indicación parece que debe deducirse del hecho de que, mientras cada uno de los días de la creación se con-cluye con la anotación: ‘Vio Dios ser bueno’ (Cfr. Gen 1, 3. 10. 12. 18. 21. 25) después de la creación del hombre, el sexto día, dice que ‘vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho’ (Gen 1, 31).

5. La descripción más antigua, la ‘yahvista’ del Génesis 2, no utili-za la expresión ‘imagen de Dios’. Esta pertenece exclusivamente al texto posterior, que es más teológico.

A pesar de esto, la descripción yahvista presenta, si bien de modo indirecto, la misma verdad. Efectivamente, se dice que el hombre, creado por Dios-Yahvéh, al mismo tiempo que tiene poder para ‘po-ner nombre’ a todos los animales (Cfr. Gen 2, 19-20), no encuentra entre todas las criaturas del mundo visible ‘una ayuda semejante a él’, es decir, constata su singularidad. Aunque no hable directamente de la ‘imagen de Dios’, el relato del Génesis 2 presenta algunos de sus elementos esenciales: la capacidad de autoconocerse, la expe-riencia del propio ser en el mundo, la necesidad de colmar su sole-dad, la dependencia de Dios.

6. Entre estos elementos, está también la indicación de que el

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7. El hombre, imagen de Dios 7. El hombre, imagen de DiosÍNDICE

hombre y la mujer son iguales en cuanto naturaleza y dignidad. Efec-tivamente, mientras que ninguna criatura podía ser para el hombre ‘una ayuda semejante a él’, encuentra tal ‘ayuda’ en la mujer creada por Dios-Yahvéh. Según Génesis 2, 21-22, Dios llama a la mujer a la existencia, sacándola del cuerpo del hombre: de ‘una de las costillas del hombre’. Esto indica su identidad en la humanidad, su semejanza esencial, aun dentro de la distinción. Puesto que los dos participan de la misma naturaleza, ambos tienen la misma dignidad de persona.

7. La verdad acerca del hombre creado a ‘imagen de Dios’ retorna también en otros pasajes de la Sagrada Escritura, tanto en el mismo Génesis (‘el hombre ha sido hecho a imagen de Dios’: Gen 9, 6), como en otros libros Sapienciales. En el libro de la Sabiduría se dice: ‘Dios creó al hombre para la inmortalidad, y lo hizo a imagen de su propia naturaleza’ (2, 23). Y en el libro del Sirácida leemos: ‘El Señor formó al hombre de la tierra y de nuevo le hará volver a ella Le vistió de la fortaleza a él conveniente y le hizo según su propia imagen’ (17, 1. 3).

El hombre, pues, es creado para la inmortalidad, y no cesa de ser imagen de Dios después del pecado, aun cuando esté sometido a la muerte. Lleva en sí el reflejo de la potencia de Dios, que se manifies-ta sobre todo en la facultad de la inteligencia y de la libre voluntad. El hombre es sujeto autónomo, fuente de las propias acciones, aun-que manteniendo las características de su dependencia de Dios, su Creador (contingencia ontológica).

8. Después de la creación del hombre, varón y mujer, el Creador ‘los bendijo, diciéndoles: ‘Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; some-tedla y dominad sobre los peces y sobre las aves y sobre todo cuanto vive’’ (Gen 1, 28). La creación a imagen de Dios constituye el funda-mento del dominio sobre las otras criaturas en el mundo visible, las cuales fueron llamadas a la existencia con miras al hombre y ‘para él’.

Del dominio del que habla el Génesis 1, 28, participan todos los

hombres, a quienes el primer hombre y la primera mujer han dado origen. A ello alude también la redacción yahvista (Gen 2, 24), a la que todavía tendremos ocasión de retornar. Transmitiendo la vida a sus hijos, hombre y mujer les dan en heredad esa ‘imagen de Dios’, que fue conferida al primer hombre en el momento de la creación.

9. De este modo el hombre se convierte en una expresión parti-cular de la gloria del Creador del mundo creado. “Gloria Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei’, escribirá San Ireneo (Adv. Haer. IV, 20, 7). El hombre es gloria del Creador en cuanto ha sido creado a imagen de El y especialmente en cuanto accede al verdadero co-nocimiento del Dios viviente.

En esto encuentran fundamento el particular valor de la vida hu-mana, como también todos los derechos humanos (que hoy se po-nen tan de relieve).

10. Mediante la creación da imagen de Dios, el hombre es llama-do a convertirse entre las criaturas del mundo visible, en un portavoz de la gloria de Dios, y en cierto sentido, en una palabra de su gloria.

La enseñanza sobre el hombre, contenida en las primeras páginas de la Biblia (Gen 1), se encuentra con la revelación del Nuevo Testamento acerca de la verdad de Cristo, que, como Verbo Eterno, es ‘imagen de Dios invisible’, y a la vez ‘primogénito de toda criatura’ (Col 1, 15).

El hombre creado a imagen de Dios adquiere, en el plan de Dios, una relación especial con el Verbo, Eterna Imagen del Padre, que, en la plenitud de los tiempos se hará carne. Adán -escribe San Pa-blo- ‘es tipo del que había de venir’ (Rom 1, 14). En efecto, ‘a los que de antes conoció (Dios Creador) los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos’ (Rom 8, 29).

11. Así, pues, la verdad sobre el hombre creado a imagen de Dios no determina sólo el lugar del hombre en todo el orden de la crea-ción, sino que habla también de su vinculación con el orden de la

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7. El hombre, imagen de Dios 8. Alma, cuerpo y evolucionismoÍNDICE

salvación en Cristo, que es la eterna y consubstancial ‘imagen de Dios’ (2 Cor 4, 4): imagen del Padre. La creación del hombre a ima-gen de Dios, ya desde el principio del libro del Génesis, da testimo-nio de su llamada. Esta llamada se revela plenamente con la venida de Cristo. Precisamente entonces, gracias a la acción del ‘Espíritu del Señor’, se abre la perspectiva de la plena transformación en la imagen consubstancial de Dios, que es Cristo (Cfr. 2 Cor 3, 18). Así la ‘imagen’ del libro del Génesis (1, 27), alcanza la plenitud de su significado revelado.

Alma, cuerpo y evolucionismo16-IV-1986

1. El hombre creado a imagen de Dios es un ser al mismo tiempo corporal y espiritual, es decir, un ser que, desde un punto de vista, está vinculado al mundo exterior y, desde otro, lo transciende. En cuanto espíritu, además de cuerpo es persona. Esta verdad sobre el hombre es objeto de nuestra fe, como lo es la verdad bíblica sobre la consti-tución a ‘imagen y semejanza’ de Dios; y es una verdad que presenta constantemente a lo largo de los siglos el Magisterio de la Iglesia.

La verdad sobre el hombre no cesa de ser en la historia objeto de análisis intelectual, no sólo en el ámbito de la filosofía, sino también en el de las muchas ciencias humanas: en una palabra, objeto de la antropología.

2. Que el hombre sea espíritu encarnado, si se quiere, cuerpo in-formado por un espíritu inmortal, se deduce ya, de algún modo, de la descripción de la creación contenida en el libro del Génesis y en particular de la narración ‘yahvista’, que emplea, por así decir, una ‘escenografía’ e imágenes antropomórficas. Leemos que ‘modeló Yahvéh Dios al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado’ (2, 7). La continuación del texto bíblico nos permite comprender claramente que el hom-bre, creado de esta forma, se distingue de todo el mundo visible, y en particular del mundo de los animales. El ‘aliento de vida’ hizo al hombre capaz de conocer estos seres, imponerles el nombre y reconocerse distinto de ellos (Cfr. 18-20). Si bien en la descripción ‘yahvista’ no se habla del ‘alma’, sin embargo es fácil deducir de allí que la vida dada al hombre en el momento de la creación es de tal

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8. Alma, cuerpo y evolucionismo 8. Alma, cuerpo y evolucionismoÍNDICE

naturaleza que transciende la simple dimensión corporal (la propia de los animales). Ella toca, más allá de la materialidad, la dimensión del espíritu, en la cual está el fundamento esencial de esa ‘imagen de Dios’, que Génesis 1, 27, ve en el hombre.

3. El hombre es una unidad: es alguien que es uno consigo mis-mo. Pero en esta unidad está contenida una dualidad. La Sagrada Escritura presenta tanto la unidad (la persona) como la dualidad (el alma y cuerpo). Piénsese en el libro del Sirácida, que dice por ejem-plo: ‘El Señor formó al hombre de la tierra. Y de nuevo le hará volver a ella’, y más adelante: ‘Le dio capacidad de elección, lengua, ojos, oídos y corazón para entender. Llenóle de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal’ (17, 1-2, 5-6).

Particularmente significativo es, desde este punto de vista, el Sal-mo 8, que exalta la obra maestra humana, dirigiéndose a Dios con las siguientes palabras: ‘¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?. Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies’ (5-7).

4. Se subraya a menudo que la tradición bíblica pone de relieve sobre todo la unidad personal del hombre, sirviéndose del término ‘cuerpo’ para designar al hombre entero (Cfr., p.e., Sal 144, 21; Jl 3; Is 66, 23; Jn 1, 14). La observación es exacta. Pero esto no quita que en la tradición bíblica esté también presente, a veces de modo muy claro, la dualidad del hombre. Esta tradición se refleja en las palabras de Cristo: ‘No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y el alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehena’ (Mt 10, 28).

5. Las fuentes bíblicas autorizan a ver el hombre como unidad per-sonal y al mismo tiempo como dualidad de alma y cuerpo: concepto que ha hallado expresión en toda la Tradición y en la enseñanza de la Iglesia. Esta enseñanza ha hecho suyas no sólo las fuentes bíblicas,

sino también las interpretaciones teológicas que se han dado de ellas desarrollando los análisis realizados por ciertas escuelas (Aristóteles) de la filosofía griega. Ha sido un lento trabajo de reflexión, que ha culmi-nado principalmente -bajo la influencia de Santo Tomás de Aquino- en las afirmaciones del Conc. de Vienne (1312), donde se llama al alma ‘forma’ del cuerpo: ‘forma’ corporis humani per se et essentialiter’. La ‘forma’, como factor que determina la substancia de ser ‘hombre’, es de naturaleza espiritual. Y dicha ‘forma’ espiritual, el alma, es inmortal. Es lo que recordó más tarde el Conc. Lateranense V (1513): el alma es inmortal, diversamente del cuerpo que está sometido a la muerte. La escuela tomista subraya al mismo tiempo que, en virtud de la unión substancial del cuerpo y del alma, esta última, incluso después de la muerte, no cesa de ‘aspirar’ a unirse al cuerpo. Lo que halla confirma-ción en la verdad revelada sobre la resurrección del cuerpo.

6. Si bien la terminología filosófica utilizada para expresar la unidad y la complejidad (dualidad) del hombre, es a veces objeto de crítica, queda fuera de duda que la doctrina sobre la unidad de la persona humana y al mismo tiempo sobre la dualidad espiritual-corporal del hombre está plenamente arraigada en la Sagrada Escritura y en la Tradición. A pesar de que se manifieste a menudo la convicción de que el hombre es ‘imagen de Dios’ gracias al alma, no está ausen-te en la doctrina tradicional la convicción de que también el cuerpo participa a su modo, de la dignidad de la ‘imagen de Dios’, lo mismo que participa de la dignidad de la persona.

7. En los tiempos modernos la teoría de la evolución ha levantado una dificultad particular contra la doctrina revelada sobre la creación del hombre como ser compuesto de alma y cuerpo. Muchos especia-listas en ciencias naturales que, con sus métodos propios, estudian el problema del comienzo de la vida humana en la tierra, sostienen -con-tra otros colegas suyos- la existencia no sólo de un vínculo del hom-bre con la misma naturaleza, sino incluso su derivación de especies animales superiores. Este problema, que ha ocupado a los científicos

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8. Alma, cuerpo y evolucionismo 9. Creación del hombreÍNDICE

desde el siglo pasado, afecta a varios estratos de la opinión pública.La respuesta del Magisterio se ofreció en la Enc, ‘Humani gene-

ris’ de Pío XII en el año 1950. Leemos en ella: ‘El Magisterio de la Iglesia no prohíbe que se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, la doctrina del ‘evolucionismo’, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y pre-existente, pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios’.

Por tanto se puede decir que, desde el punto de vista de la doc-trina de la fe, no se ve dificultad en explicar el origen del hombre, en cuanto al cuerpo, mediante la hipótesis del evolucionismo. Sin em-bargo, hay que añadir que la hipótesis propone sólo una probabili-dad, no una certeza científica. La doctrina de la fe, en cambio, afirma invariablemente que el alma espiritual del hombre ha sido creada directamente por Dios. Es decir, según la hipótesis a la que hemos aludido, es posible que el cuerpo humano, siguiendo el orden impre-so por el Creador en las energías de la vida, haya sido gradualmente preparado en las formas de seres vivientes anteriores. Pero el alma humana, de la que depende en definitiva la humanidad del hombre, por ser espiritual, no puede serlo de la materia.

8. Una hermosa síntesis de la creación arriba expuesta se halla en el Conc. Vaticano II: ‘En la unidad de cuerpo y alma -se dice allí-, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima’ (Gaudium et spes 14). Y más adelante añade: ‘No se equivo-ca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como una partícula de la naturaleza Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero’ (Ib.). He aquí, pues, cómo se puede expresar con un lenguaje más cercano a la mentalidad contemporánea, la misma verdad sobre la unidad y dua-lidad (la complejidad) de la naturaleza humana.

Creación del hombre23-IV-1986

1. ‘Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó varón y mujer’ (/Gn/01/27).

El hombre y la mujer, creados con igual dignidad de personas como unidad de espíritu y cuerpo, se diversifican por su estructura psico-fisiológica. Efectivamente, el ser humano lleva la marca de la masculinidad y la feminidad.

2. Al mismo tiempo que es marca de diversidad, es también indi-cador de complementariedad. Es lo que se deduce de la lectura del texto ‘yahvista’, donde el hombre, al ver a la mujer apenas creada, exclama: ‘Esto si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne’ (Gen 2, 23). Son palabras de satisfacción y también de transporte entusiasta del hombre, al ver un ser esencialmente semejante a sí. La diversidad y a la vez la complementariedad psico-física están en el origen de la particular riqueza de humanidad, que es propia de los descendientes de Adán en toda su historia. De aquí toma vida el ma-trimonio, instituido por el Creador desde ‘el principio’: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; se unirá a su mujer: y vendrán a ser los dos una sola carne’ (Gen 2, 24).

3. A este texto del Gen 2, 24, corresponde la bendición de la fecundidad, que relata el Gen 1, 28: ‘Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; some-tedla’. La institución del matrimonio y de la familia, contenida en el misterio de la creación del hombre, parece que se debe vincular con el mandato de ‘someter’ la tierra, confiado por el Creador a la primera pareja humana.

El hombre, llamado a ‘someter la tierra’ -tenga cuidado de: ‘some-terla’, no devastarla, porque la creación es un don de Dios y como

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tal, merece respeto-, el hombre es imagen de Dios no sólo como varón y mujer, sino también en razón de la relación recíproca de los dos sexos. Esta relación recíproca constituye el alma de la ‘co-munión de personas’ que se establece en el matrimonio y presenta cierta semejanza con la unión de las Tres Personas Divinas.

4. El Conc. Vaticano II dice a este propósito: ‘Dios no creó al hom-bre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer. Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacio-narse con los demás’ (Gaudium et spes 12).

De este modo la creación comporta para el hombre tanto la relación con el mundo, como la relación con el otro ser humano (la relación hombre-mujer), así como también con los otros semejantes suyos. El ‘someter la tierra’ pone de relieve el carácter ‘relacional’ de la existen-cia humana. Las dimensiones : ‘con los otros’, ‘entre los otros’ y ‘para los otros’, propias de la persona humana en cuanto ‘imagen de Dios’, establecen desde el principio el puesto del hombre entre las criaturas. Con esta finalidad es llamado el hombre a la existencia como sujeto (como ‘yo’ concreto), dotado de conciencia intelectual y de libertad.

5. La capacidad del conocimiento intelectual distingue radical-mente al hombre de todo el mundo de los animales, donde la capaci-dad cognoscitiva se limita a los sentidos. El conocimiento intelectual hace al hombre capaz de discernir, de distinguir entre la verdad y la no verdad, abriendo ante él los campos de la ciencia, del pensa-miento crítico, de la investigación metódica de la verdad acerca de la realidad. El hombre tiene dentro de sí una relación esencial con la verdad, que determina su carácter de ser transcendental. El co-nocimiento de la verdad impregna toda la esfera de la relación del hombre con el mundo y con los otros hombres, y pone las premisas indispensables de toda forma de cultura.

6. Conjuntamente con el conocimiento intelectual y su relación con la verdad, se pone la libertad de la voluntad humana, que está vinculada, por intrínseca relación, al bien. Los actos humanos llevan en sí el signo de la autodeterminación (del querer) y de la elección. De aquí nace toda la esfera de la moral: efectivamente, el hombre es capaz de elegir entre el bien y el mal, sostenido en esto por la voz de la conciencia, que impulsa al bien y aparta del mal.

Igual que el conocimiento de la verdad, así también la capacidad de elegir -es decir, la libre voluntad-, impregna toda la esfera de la relación del hombre con el mundo y especialmente con otros hom-bres, e impulsa aún más allá.

7. Efectivamente, el hombre, gracias a su naturaleza espiritual y a la capacidad de conocimiento intelectual y de libertad de elección y de acción, se encuentra, desde el principio, en una particular rela-ción con Dios. La descripción de la creación (Cfr. Gen 1-3) nos per-mite constatar que la ‘imagen de Dios’ se manifiesta sobre todo en la relación del ‘yo’ humano con el ‘Tú’ divino. El hombre conoce a Dios, y su corazón y su voluntad son capaces de unirse con Dios (homo est capax Dei). El hombre puede decir ‘sí’ a Dios, pero también pue-de decirle ‘no’. La capacidad de acoger a Dios y su santa voluntad, pero también la capacidad de oponerse a ella.

8. Todo esto está grabado en el significado de la ‘imagen de Dios’, que nos presenta, entre otros, el libro del Sirácida: ‘El Señor formó al hombre de la tierra. Y de nuevo le hará volver a ella. Le vistió de la fortaleza a él con-veniente (a los hombres) y le hizo a su propia imagen, infundió el temor de él en toda carne y sometió a su imperio las bestias y las aves. Diole lengua, ojos y oídos y un corazón inteligente; llenóle de ciencia e inteligencia y le dio a conocer el bien y el mal. Le dio ojos -¡nótese la expresión!- para que viera la grandeza de sus obras Y añadióle ciencia, dándole en posesión una ley de vida. Estableció con ellos un pacto eterno y les enseñó sus juicios’ (Sir 17, 1, 3-7, 9-10). Son palabras ricas y profundas que nos hacen reflexionar.

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9. El Conc. Vaticano II expresa la misma verdad sobre el hom-bre con un lenguaje que es a la vez perenne y contemporáneo. ‘La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad La dignidad humana requiere que el hombre actúe según su conciencia y libre elección’ (Gaudium et spes 17). ‘Por su inte-rioridad es superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones y donde él personalmente decide su propio destino’ (Gaudium et spes 14). ‘La verdadera libertad es sig-no eminente de la imagen divina en el hombre’ (n.17). La verdadera libertad es la libertad en la verdad, grabada, desde el principio, en la realidad de la ‘imagen divina’.

10. En virtud de esta ‘imagen’ el hombre, como sujeto de conoci-miento y libertad, no sólo está llamado a transformar el mundo según la medida de sus justas necesidades, no sólo está llamado a la comu-nión de personas propias del matrimonio (communio personarum), de la que toma origen la familia, y consiguientemente toda la sociedad, sino que también está llamado a la Alianza con Dios. Efectivamente, él no es sólo criatura de su Creador, sino también imagen de su Dios. La descripción de la creación ya en Gen 1-3 está unida a la de la primera Alianza de Dios con el hombre. Esta Alianza (lo mismo que la creación) es una iniciativa totalmente soberana de Dios Creador, y permanecerá inmutable a lo largo de la historia de la salvación, hasta la Alianza defi-nitiva y eterna que Dios realizará con la humanidad en Jesucristo.

11. El hombre es el sujeto idóneo para la Alianza, porque ha sido creado ‘a imagen’ de Dios, capaz de conocimiento y de libertad. El pensamiento cristiano ha vislumbrado en la ‘semejanza’ del hombre con Dios el fundamento para la llamada al hombre a participar en la vida interior de Dios: su apertura a lo sobrenatural.

Así, pues, la verdad revelada acerca del hombre, que en la crea-ción ha sido hecho ‘a imagen y semejanza de Dios’, contiene no

sólo todo lo que en él es ‘humanum’, y, por lo mismo, esencial a su humanidad, sino potencialmente también lo que es ‘divinum’, y por tanto gratuito, es decir, contiene también lo que Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- ha previsto de hecho para el hombre como dimen-sión sobrenatural de su existencia, sin la cual el hombre no puede lograr toda la plenitud a la que le ha destinado el Creador.

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CREO EN UN DIOS CREADOR

I. La creación: Diálogo con la cienciaEl dogma de la Creación es un lugar de discusión entre la ciencia

y la fe a causa de la cuestión del origen del mundo. “Es necesario que el mundo haya comenzado”, se dice. O bien: “En el origen es necesario que haya habido alguien.”

De hecho hay aquí una cuestión científica seria: “¿Comenzó el uni-verso en un instante por una explosión original y evoluciona desde entonces de una manera continua o bien estamos en presencia de un universo en el que los ciclos de contracción y de expansión se alternan sin fin? Es evidente que la idea de una creación original es más con-forme a la creencia religiosa tradicional, mientras que la ausencia de tal creación correspondería más a las ideas de un ateo” (de Closets).

Un joven decía: “El problema del comienzo del mundo es insoluble. Entonces, se ha admitido a Dios.” Cosa que parece ratificar Leprin-ce-Ringuet: “Los sabios no se plantean hoy la cuestión en términos de ciencia: ¿podemos decir que es Dios, pero no es esto apoyarse en una palabra?” En efecto, hay una cierta manera de afirmar a Dios Creador (una manera “lineal”): se remonta el hilo y se encuentra a Dios. Esta manera de hablar es una forma más o menos conscien-te de detener la pregunta, de encontrar un buen “clavo” para colgar toda la serie de fenómenos. Esta afirmación (Dios es Creador como origen de todo) puede ser el comienzo de la fe. Pero esta imagen de Dios-Primer principio está lejos todavía del Dios de la Fe: es un Dios fácil, comprensible. ¿Y si la ciencia llegara a probar que el univer-so es eterno? (Está lejos de ser éste el caso, pero supongámoslo.) Santo Tomás respondía ya a Aristóteles que lo pensaba: “Esto no

impediría creer que ha sido creado.” “La idea de Creación no debe confundirse con la idea de comienzo” (F. Varillon).

Estas dos ideas van unidas ya que la idea de comienzo es la ex-presión natural de la idea de creación. Pero no de manera indiso-luble. Porque la idea esencial de Creación en la teología tradicional es “la dependencia en el ser” (esta palabra de dependencia deberá por otra parte ser criticada). Lo que yo soy, lo que el mundo es, se lo debe a otro, lo tiene de Otro. El mundo no tiene en sí mismo su propio origen. Y actualmente, en el mundo presente en cuanto a su principio, si es que hay un principio.

El mismo error llega a veces a los pensadores ateos. Por ejemplo Engels: “Tenemos la certeza de que en todas sus transformacio-nes, la materia permanece eternamente la misma, que ninguno de sus atributos puede perderse jamás y que, por consiguiente, si un día, por una necesidad del destino, tuviese que exterminar su flo-ración suprema, el espíritu pensante, con la misma necesidad y a otra hora tendría forzosamente que reproducirla.” Esta declaración no tiene nada de científica. Es una toma de posición atea, bastante dogmática, por otra parte, que se vincula al panteísmo: no hay Dios, el universo es el único Absoluto. Leprince-Ringuet es más modesto: “En sus reflexiones sobre nuestra condición, cada uno decide como hombre y no como científico.”

Otras dos observaciones de sabios sobre el universo:a) “¿Esta noción de comienzo absoluto procede de la realidad ob-

jetiva o de nuestro espíritu? Parece que la naturaleza ignora las categorías de nuestro espíritu. La existencia o no de una creación inicial no probaría nada, en definitiva, en cuanto a la existencia o no existencia de Dios. (Pero) ello no facilita la fe...” (de Closets).

b) Lo real no es un punto aparecido de golpe. Es algo que no cesa de inventarse gradualmente. El universo no cesa de crearse. Se presenta como autónomo y parece desenvolverse solo.

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En resumen, el universo está aquí. ¿Me habla de Dios? Personal-mente, tendría tendencia a pensar que el universo es mudo. Pero yo que salgo de él, me planteo cuestiones sobre él y sobre mí, ya que formo parte de este universo. Puedo tener repugnancia a contestarlas, o a responder por el panteísmo o por la creencia en Dios. Pero aquí me encuentro en un terreno filosófico-religioso, no ya sobre un terreno científico. Y debo tener el valor de aceptar la responsabilidad de mi respuesta, sea de ateo, sea de creyente.

II. La creación: Diálogo con el Antiguo Testamento“Lo que se ve procede de lo que no es visible” (Heb). He aquí una

buena expresión de la reacción de base del creyente judío ante la historia y el mundo.

Cuando pensamos en la Creación tal como aparece en la Biblia, se piensa inmediatamente en los primeros capítulos del Génesis. Pero estos relatos tienen un fin bastante concreto: no parece que sean una respuesta a una curiosidad natural sobre los orígenes. Son el prólogo de la historia de la salvación. Porque la idea de un Dios-Creador no es una idea de primer plano en la Biblia, aun cuan-do se encuentre ya en estos textos antiguos. Lo que es primitivo, es la idea de un Dios Salvador y Liberador que interviene, a su manera de Dios, en la historia para llevarla a su término.

Esto aparece particularmente claro a los judíos en el momento del Destierro y de la Vuelta del Destierro. De este acontecimiento en sí mismo bastante trivial, conjunción histórica completamente expli-cable, el pueblo judío, en la fe, recibe un sentido religioso: “Es Dios quien ha creado estos acontecimientos” (este término “crear” aplica-do a la historia aparece con frecuencia en el segundo Isaías). Dios estaba presente en ellos o más bien estaba presente a los que los vivieron a fin de que los vivan en un sentido positivo, un sentido de esperanza. Para que vean en esta catástrofe nacional una purifica-ción y un nuevo punto de partida.

De hecho, en la Biblia, la palabra creación es con frecuencia sinó-nimo de vocación. Dios hace surgir de alguien un ser nuevo (a quien da un nombre nuevo), y le libera de su pasado y le abre un futuro inesperado. Creación es menos sinónimo de estabilidad que de movi-miento, de impulso hacia la novedad. Los judíos partieron, pues, ante todo de su historia y a partir de su historia, comprendieron que Dios es creador, fuente de sentido. Dios presente, el curso de las cosas se orientaba en la esperanza de un posible siempre mejor. Pero la reflexión se llevó también sobre el universo y ello originó los capítulos 1 y 2 del Génesis. Estos dos poemas sobre la Creación, en realidad, no hablan de la creación a partir de nada. Es la puesta en orden de un caos original (cap. l) o la instalación de un desierto original (cap. 2).

Estos dos poemas están claramente escritos contra los mitos pa-ganos de Creación tal como los encontramos en los textos babilóni-cos. Emplean datos similares, palabras e imágenes parecidas pero situándolos en un contexto totalmente diferente, el de la fe hebrai-ca. Dios o Yahvé obra solo (en los mitos paganos dioses y diosas se unían para hacer el mundo). Dios obra por su sola palabra (los dioses paganos tienen que luchar contra el abismo y otras fuerzas destructivas). Dios no crea para El sino para el hombre creado a su imagen (los dioses paganos creaban a los hombres para tener fieles que les proporcionasen sacrificios).

El mundo del Génesis es un mundo desacralizado: la luna, el sol, las estrellas no tienen nada de divino, están allí para medir el tiem-po, un punto, eso es todo. La desacralización de la ciencia moderna encontrará un terreno ya preparado por la Biblia. El mundo pertene-ce al hombre y poner el pie en la luna no tiene nada de insultante para Dios. En el séptimo día, Dios ‘¡descansa’, porque el hombre fue creado creador, a él le corresponde el hacerse cargo de las cosas. El mundo correrá siguiendo sus propias leyes: azar y necesidad. El hombre siguiendo las suyas: necesidad y libertad. Mucho más tar-

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de, en la época griega, los judíos accederán a la idea de un mundo sacado de la nada. Para el espíritu griego, bastante inclinado al pan-teísmo “todo era Dios, excepto Dios mismo”. Los judíos permanecen anclados a su convicción esencial: Dios no es el mundo y el mundo no es Dios. Es evidente que la doctrina de la creación a partir de la nada era la mejor manera de afirmar la absoluta diferencia entre Dios y el universo. Al “principio” existía Dios, después vino el mundo. Las ideas bíblicas eran (y son siempre) de una gran originalidad:

a) Al “principio” del mundo, hay una libertad. Se ha de entender: en el origen de todo, no existe el absurdo, el no-sentido sino una voluntad de amor y de vida. Y, por tanto, en el fondo de todo acontecimiento, hay ciertamente un medio de encontrar un sentido, una llamada, una “vocación”. Pero esto no salta forzosamente a los ojos a primera vista.b) El mundo y Dios, son dos seres distintos.c) El hombre ha sido creado creador, por tanto, autónomo.d) El hombre es un ser que Dios llama y la historia es el alumbra-

miento de una continua novedad. Mañana será otra. La primavera está ante nosotros.

III. La creación: Relación del hombre con Dios. Diálogo con el ateísmoTenemos que citar algunos textos célebres:BAKUNIN: “Dios existe; por tanto, el hombre es esclavo. El hom-

bre es inteligente, justo, libre; por tanto, Dios no existe. Desafiamos a cualquiera a salir de este círculo y luego que elija.”

CAMUS: “El atributo de la divinidad, es la independencia. Si Dios no existe, yo soy Dios. Llegar a ser Dios es solamente ser libre sobre la tierra, no servir a un ser inmortal. Si Dios existe todo depende de El, y nosotros no podemos nada contra su voluntad. Matar a Dios, es llegar a ser uno mismo Dios.”

(El problema es saber si se debe llegar a ser Dios y de esta ma-nera.)

JEANSON: “De todos modos, si Dios crea, no puede crear más que seres libres, por tanto, desaparece ante su propia Creación. Por tanto, la única manera de ser fiel a este Dios es olvidarle.”

Pienso que la cuestión planteada por el ateísmo es una verdadera cuestión, sobre todo para los creyentes, a fin de que ellos mismos se interroguen sobre el tipo de relación que quieren mantener con Dios. Pero me niego a encerrarme cn “el círculo de Bakunin”. Porque bajo el razonamiento aparentemente implacable hay una manera de ima-ginar la relación Hombre-Dios que es muy criticable, aun cuando se la encuentre con frecuencia en la misma Biblia. Esta manera que yo llamaría “la imaginación artesanal”. Así Sartre: “Cuando concebi-mos a un Dios Creador, este Dios se compara la mayor parte de las veces a un artesano superior. Dios produce al hombre según unas técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica una plegadora según una definición y una técnica. De la misma ma-nera, el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, es asimilable al concepto de plegadora en el espíritu del industrial.”

Nuestra concepción del Dios-Creador es, en realidad, con frecuen-cia de este tipo descrito por Sartre. Y la lectura del libro de Job y otros textos bíblicos no arregla nada: Dios nos conduce, dirige el mundo, de manera bastante inmediata. Pero no es el lenguaje el único posible para expresar nuestra fe en la Creación, para declarar nuestra rela-ción con Dios. Tenemos en nuestra vida experiencias de “creación” que no son del tipo “fabricación” o “manipulación” o “teledirección”.

Habría que observar ante todo que dependencia y libertad no se oponen tan netamente como Camus parece indicar. El artista depen-de de su material y no obstante se siente plenamente creador. Su libertad se expresa mejor en este ruso con las dificultades de lo real. Habla Strawinsky: “Experimento una especie de terror cuando en el momento de ponerme a trabajar y ante la infinidad de posibilidades ofrecidas, tengo la sensación de que todo me está permitido. Si todo me está permitido, lo mejor Y lo peor, si nada me ofrece resistencia,

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todo esfuerzo es inconcebible, no me puedo apoyar sobre nada y toda empresa, desde ese momento, es vana.”

Reconocer su independencia, no es forzosamente alienar su li-bertad. “¿Qué sería de mí sin ti? Yo he nacido de tus labios.” Esto es admitir que se es hombre y no Dios. Un hombre depende de muchas cosas y su libertad va vinculada a esta primera verdad. Se vuelve a encontrar con el hombre el problema que había encontrado con el universo material. El universo no es Dios, el hombre no es Dios. Se podrían tomar otras experiencias que demostraran que libertad y dependencia no se oponen, sino que se conjugan, en el sentido de “conyugal”. Con el fin de contestar seriamente a este dilema ateo: o crees en Dios o no eres libre. O eres libre y no crees en Dios.

Tomemos la experiencia de la vida moral: no puedo ser yo mismo, de una manera profunda, más que aceptando los datos de lo real, las exigencias de la vida y de la dignidad humana, asumiendo las res-ponsabilidades nacidas de mis actos o de las situaciones en que me encuentro. Yo no invento el terreno en que se situará mi moralidad, no invento los valores de dignidad, de verdad, de justicia. Yo no soy un comienzo absoluto, y a lo largo de mi existencia hay actos pues-tos por mí que no puedo excluir. Y, sin embargo, en todo esto, no a pesar sino a causa de todo esto, yo soy libre, puedo ser realmente libre. Mi libertad no es solamente en este terreno una protesta. Es una fuerza que deja su marca. Finalmente, hay en nuestra vida ex-periencias todavía más preciosas que permiten corregir todas estas imágenes de un Dios-artesano, de un Dios-manipulador, de un Dios que dirige las riendas del mundo. Son las experiencias de la pater-nidad y maternidad desde el nacimiento a la autonomía del joven. Un joven padre dice fácilmente: “Yo haré de mi hijo...” Más tarde se hace más modesto y dice: “A mi lado... se hará.”

El amor debe llegar a este equilibrio de estar a la vez muy cerca y muy distante. Sobre todo, no hay que dimitir ni ausentarse: una libertad no nace en un desierto de amor. No hay que imponerse ni

aplastar: porque lo que se desea es el nacimiento de un ser libre y no la venida de un ser bien vestido.

Tal experiencia hace tocar con el dedo una verdad: que sólo el amor es creador ya que es sólo creador de libertades. O bien que la Creación no puede ser más que el hecho del amor y no ciertamente de la voluntad de poder.

Tal experiencia nos hace comprender un poco que la existencia absoluta de Dios no entra en conflicto con nuestra libertad. Porque Dios es amor no crea en fin de cuentas más que seres libres (la au-tonomía relativa del mundo material es una especie de basamento y de preparación a la libertad personal del hombre). La presencia de Dios en cada uno de nosotros puede ser a la vez absolutamente ín-tima (es la fuente de nuestro ser) y absolutamente respetuosa (Dios nos habla como a sujetos que pueden responder). No nos puede manipular como marionetas, no somos prolongaciones, instrumen-tos. Somos interlocutores, cara a cara.

Dios es a la vez el que está en nosotros (el que nos hace vivir) y el que está enfrente de nosotros (el que nos llama). De esto, la aproxi-mación más preciosa es la experiencia de la paternidad-maternidad.

IV. La relación del hombre con Dios: Diálogo con nosotros mismos¿El universo es signo de Dios? Pienso que el universo es un signo

ambiguo (pero todo signo lo es en alguna manera). Es maravilloso y es cruel. La rigidez de sus leyes nos sirve y nos destroza. El rail es duro, tanto mejor. Pero también los destrozos del Tupolev (accidente de Bourget en 1973)

“Esta ambigüedad de la Creación, la proyectamos bastante es-pontáneamente sobre el Creador que nos haría, según un misterio-so destino, ora mal ora bien. Pero ¿qué imagen de Dios tenemos nosotros al pensar de esta suerte?” (J. Le Da). En realidad, una ima-

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gen de Dios muy dependiente de nuestro punto de vista de hombre. Y es la misma imagen a la que oramos o a la que injuriamos.

Esta imagen de Dios (suplicada o blasfemada) está muy depen-diente de nuestra necesidad de encontrar un bienhechor o un culpa-ble, alguien a quien agradecer o a quien acusar. ¿Y si no hubiese ni bienhechor ni culpable inmediato? Si las cosas fueran simplemente lo que son: “algo brutal, como esto”. Nuestra manera de dar gracias o de blasfemar es una expresión natural de nuestro sentimiento re-ligioso: Queremos encontrar un sentido a este mundo, pero, ¿qué sentido? Afirmamos que este mundo tiene un creador (y la acción de gracias y la rebelión se dirigen a este Creador. ¿De qué sirve rebe-larse si no hay nadie?) Pero, ¿cuál es la unión entre este mundo y este Creador?

Es necesario incluso tomar conciencia del carácter muy aproxi-mativo de nuestras imágenes de Dios-Creador. Nuestras imágenes son lo que son, surgen espontáneamente, pero no debemos dejar-nos coger por estas imágenes. Sobre todo en nuestra época, los cristianos deben filtrar cierta ingenuidad. Lo que se dice de Dios es algo llamado a ser siempre superado. La fe es la búsqueda de Dios en la superación continua de las imágenes que nos hacemos de El. Es un poco como la natación: hay que sumergirse en el agua y em-pujar el agua para avanzar.

La fe, sobre todo, actualmente, encuentra casi fatalmente el si-lencio de Dios, y experimenta con frecuencia que el cielo aparece vacío. No hay que tratar de llenarlo demasiado a prisa, a golpe de buenas palabras o de razonamientos apresurados. Esta ausencia sentida de Dios puede tener un sentido muy positivo. Pasar por el desierto es una etapa casi obligada de la fe.

D/AUSENCIA/QUE-ES: “La ausencia de Dios no es lo contrario de su presencia sino el espacio dejado por Dios al hombre para ser hombre” (J. Le Du) y al mundo para ser mundo. Un Dios de quien el

hombre tiene necesidad de una manera demasiado inmediata sigue siendo un ídolo (aunque este Dios sea una etapa hacia una fe más pura o menos impura). Es necesario que el hombre sea visto de otra manera distinta a un objeto, a un juguete en manos de la Providen-cia, del Dueño del mundo. Para ser verdaderamente libre, hay que aceptar la distancia entre el origen de nuestra libertad y nosotros mismos. Y, contrariamente a lo que piensa Jeanson, la distancia no es forzosamente el olvido. Todo amor debe crear la distancia para evitar la confusión y proporcionar la base de un verdadero diálogo. Y esto es lo contrario del olvido. (Cf. el bello texto de Rilke citado más adelante.) Tendería a pensar que actualmente el punto de partida de la fe es con muchísima frecuencia el ateísmo. Y como contrapartida al ateísmo, cada vez más masivo, quizá la oportunidad de una fe renovada.

“El ateísmo está en el principio de mi fe. El mundo para mí, cre-yente, no es distinto que para él, ateo. Ante el mundo descubro la misma ciega indiferencia, la misma búsqueda implacable de una ar-monía discordante resultado del sacrificio de los débiles, la misma marcha hacia un destino desconocido. Dondequiera que me vuelva, me espera la decepción. ¿El cosmos? Un campo de dificultades y de azar. ¿La tierra de los hombres? El reino del más fuerte. ¿Mi pro-pio corazón? Un lugar de soledad, de impotencia, de absurdidad. Podría refugiarme aquí, tendría razón. Es verdad.

“Pero puedo alcanzar otra verdad, intentar otra razón... No difiero del ateo en las premisas sino en los fines. El se para, yo sigo adelante. Y sigo adelante hablando de lo que contradice la apariencia. Descifrando los signos de la libertad y del amor en medio de la necesidad y del azar.”

La autora de esta magnífica página, France Quéré, teóloga protes-tante, expresa bien que la fe es una audacia, una marcha hacia ade-lante, la certeza del Nuevo Mundo más allá del océano sin límites. La fe proclama: hay algo antes de todo esto, ya una Palabra distinta, hay

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un Futuro realmente nuevo, hay incluso un Yo totalmente desconocido. Y de esta manera se encuentra la nota principal de la Biblia sobre la Creación, a saber la novedad. En suma, creer es no detenerse jamás.

“Compartirlo todo entre dos seres es imposible y cada vez que se pudiera creer que tal participación se ha realizado, se trata de un acuerdo que frustra a una de las partes, o incluso a los dos ante la posibilidad de desarrollarse plenamente. Pero cuando se tiene conciencia de la distancia infinita que habrá siempre entre dos seres humanos, cualquiera que sean, se hace posible una vida maravillosa “juntos”: Entonces, tendrán los dos que hacerse capaces de amar esta distancia que les separa, y gracias a la cual, cada uno de los dos percibe al otro entero, recortado sobre el cielo.” RILKE-RM

Paul Guerín, Yo creo en Dios. Las palabras de la fe, hoy, Edic. Marova. Madrid 1978, págs. 119-130

Bibliografía:Pierre GANNE, “La Création”, Cahiers Culture et Foi, números 21~22. Vocabulario de Teología Bíblica. Artículo: “Creación”. Le Journal de la Vie: Aujourd’hui la Bible, núms. 64 y 134. La cita de Rainer Maria RiLKE está tomada de los Cahiers de Malte Laure Brigge, ed. Emile Paul.

Creador y Creatura Julián Marías

Hoy vamos a hablar de un concepto que tiene mucha importancia y ciertas dificultades: el concepto de creación. El concepto de creación, como saben ustedes, naturalmente está en la base del Antiguo Tes-tamento, ya en el comienzo del Génesis: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. Es decir, es un concepto originariamente religioso; es capital en la tradición judía y, naturalmente, en la cristiana. Pero des-pués ha tenido una importancia filosófica muy considerable, que es de lo que vamos hablar. Y significa un cambio radical respecto de la visión griega; es un concepto ajeno al pensamiento antiguo, no se encuentra en el pensamiento griego y es incluso curioso ver como cuando los griegos entran en contacto, entran en relación con el judaísmo o con el cristianismo -es por ejemplo el caso de Filón o de Amonio Sakkas o de Plotino, que directamente participa de la herencia judeo-cristiana- hay un cierto cambio en los conceptos griegos; no para adoptar la idea de creación, pero se acercan a ella por un cierto rodeo.

Ustedes saben que los griegos son los que han descubierto la idea del ser, por lo pronto el ente, es decir: ón. El primer descubri-miento de esto está en Parménides que emplea la forma eón, es decir, el participio de presente del verbo ser, del verbo einai. Luego sería ón, la forma tradicional es ón, pero originariamente se decía

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eón. Yo suelo decir -y es una idea introducida por mí hace mucho tiempo-, al estudiar la obra de Parménides, que en definitiva el sen-tido primario que tiene el concepto de ón, de ente es consistencia. Nosotros empleamos la palabra consistencia en el sentido de que tal cosa “consiste en”. Es decir, las consistencias es aquello en que las cosas consisten. Diríamos que esto consiste en vidrio, por ejemplo, o que el agua consiste en un compuesto de oxígeno y de hidrógeno. Pero en definitiva el descubrimiento radical de Parménides es que las cosas consisten; no consisten en tal o cual cosa, sino consisten, tienen consistencia. Este es el gran descubrimiento. Comprenderán ustedes que es más importante, que es más radical consistir que las consistencias sean tales o cuales. Consistir, esto es lo que Parmé-nides llamará ón.

Pero las cosas pueden ser o no ser. El no ser, diríamos, amenaza al ser: es una amenaza que se tiende sobre lo que es. Las cosas pueden ser o no ser. Pero claro, el no-ser griego quiere decir no ser eso, no ser esa consistencia. Y naturalmente la respuesta a ese pro-blema, que es el problema radical del pensamiento griego es que las cosas son y no son, y por tanto no son plenamente, no son de verdad, porque cambian, varían. Si una cosa es fría, y después es caliente, o si es caliente y se enfría, o está viva y luego muere, o cre-ce o mengua, eso es lo que se llama cambio, variación; en griego se emplea la palabra kinesis , movimiento, la palabra básica en sentido primario, es el movimiento: las cosas cambian, se mueven, están sometidas a la variación, que amenaza las cosas. Y este va ser el problema general del pensamiento griego, ya en los presocráticos, y luego llegará en formas más maduras en Platón y en Aristóteles.

Ahora bien, dentro del judaísmo -el judaísmo no en forma intelec-tual o filosófica, sino religiosamente; y en el cristianismo, por supues-to-, lo que amenaza al ser no es el cambio, no es el movimiento, sino: la nada. Y es que justamente la idea es que Dios creó el cielo y la tierra, es decir, la realidad es creada y por tanto lo que la amenaza, lo

que podría sobrevenirle, sería la no-realidad; no el no ser tal cosa o tal otra, no el cambio, no la variación, sino justamente la nada.

El concepto de nada es un concepto sumamente interesante y es muy complejo. Yo creo que en definitiva es la conceptuación de la tiniebla. La tiniebla es precisamente el símbolo, diríamos, sensible de la nada. Y probablemente ahí está la sugestión de la génesis de ese extrañísimo concepto que es la nada.

Naturalmente, creación quiere decir producción, pero producción hecha por un creador; por un creador que no es que haga -piensen ustedes por ejemplo en las cosmogonías; las cosmogonías intentan explicar como se ha hecho el mundo, y hay un demiurgo, un demiur-go que es el que hace el mundo, lo confecciona, lo ordena, partiendo de algo que esta ahí, en la realidad, de una materia prima dirá Aris-tóteles en su momento. Pero el concepto de creación es otra cosa: Creación quiere decir que el creador pone en la existencia realida-des distintas de él, y que no hay una materia prima o una realidad ya existente y que se confecciona, que se fabrica: no es fabricación ni es producción de la misma realidad, no es el ser de Dios el que se expande o se comunica. Y eso es precisamente el rodeo, diríamos, que el pensamiento griego da para pensar algo que sea un poco equivalente de la idea de creación. Por ejemplo, en Plotino el con-cepto de emanación, el Uno -como le llama él, que es lo que llama-ríamos Dios en definitiva, aunque no es exactamente lo mismo-; el Uno hace que por emanación de su realidad se produzcan las cosas en diferentes grados. Hay muchos símbolos en el método de Plotino, por ejemplo la luz, un poco de luz que se va poco a poco debilitando hasta que al final se extingue en la oscuridad. La materia sería el último grado, el grado inferior de la emanación. Ustedes saben que Plotino nunca dejó que le hicieran un retrato porque pensaba que ya la realidad corpórea era un reflejo, una imagen y por tanto hacer una imagen de una imagen le parecía inaceptable...

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Como ven ustedes, hay un rodeo, hay una especie como de com-promiso entre la idea de la fabricación, la producción, como en las cosmogonías griegas de como se ha hecho el mundo, y la idea cris-tiana de creación que no es emanación, sino que justamente el crea-dor pone en la existencia realidades distintas de él. Que esto es lo que se explicará en textos sobre el Antiguo Testamento -pero bas-tante posteriores- como creación de la nada. “De la nada”, quiere decir no de Dios mismo, no de una materia existente anteriormente, es decir, Dios pone en la existencia realidades que son creadas, que son evidentemente criaturas, distintas de Dios -naturalmente proce-dentes de él, pero distintas de su realidad-, puestas en la existencia por un acto libre, un acto creador libre.

En el cristianismo sobre todo -en el judaísmo está ya la cosa lar-vada, por supuesto-, la Creación es un acto creador de amor efusi-vo, es decir, Dios pone en la existencia realidades distintas de él que van a ser amadas, para ser amadas precisamente. Dios consiste primariamente en amor -esto aparece también, con mucho menos relieve en el Antiguo Testamento, pero plenamente, totalmente, en el Nuevo- y por tanto, la creación, tal como aparece en el cristianismo, es un acto de amor efusivo, es dar la existencia, poner en la existen-cia realidades que no son Dios, que son distintas de él, que no están hechas de él mismo y que están destinadas a ser amadas. Dios las crea por amor y para amarlas. Ese sería el esquema, diríamos, ge-neral de la idea de creación.

Entonces, la concepción cristiana, para atenernos a la forma más plena del cristianismo, sería precisamente que toda realidad no divi-na, toda realidad que no es Dios (pero toda realidad: no solamente terrena, pues Dios creó el cielo y la Tierra, es decir, si suponemos, o creemos en otro tipo de realidad, pensemos por ejemplo en las realidades angélicas, que son también personales) es creada. Dios crea todo lo que no es él.

Bueno, recuerden ustedes como en el Credo se dice de la Segun-da Persona, de Cristo, “engendrado, no creado”. Esa matización del Símbolo es precisamente para marcar que él es justamente la misma realidad del Padre, es decir, es Dios mismo, no una criatura. Natu-ralmente, ha habido herejías que decían que Cristo era creado, que era, por ejemplo, hijo adoptivo de Dios. Ha habido múltiples herejías, en diferentes formas y con matices distintos. Pero el problema es el siguiente: Dios pone las criaturas en la existencia por amor efusivo, pero son distintas de Él, que es lo que se traduce también en la idea de que Dios es trascendente, es decir, Dios está más allá de toda realidad creada: no es parte de Dios, ni simplemente una mera con-secuencia, o como decíamos, una emanación o dilatación de Dios, no, es una realidad nueva, distinta. Distinta de Dios, pero puesta en la existencia por Él, por un acto libre, por un acto de amor efusivo.

Eso es capital y me parece importante tener esas nociones claras. Lo que sucede es una cosa curiosa: después de haber entendido el mundo precisamente como creado, se ha recaído -hace algún tiem-po ya y acentuadamente en nuestra época- en una idea que es la cosmogonía. Ustedes saben que ahora, con origen sobre todo en los físicos -o en los astrónomos, según los casos- se habla del origen del mundo. Hay múltiples teorías, la del big-bang, por ejemplo, una especie de explosión originaria, o una implosión, hay ahí para todos los gustos... Dicen por ejemplo, saben ustedes, que hay una partícu-la, una partícula que podía ser mínima, y hay como una especie de inmensa explosión -que sería el big-bang- y se forma el universo. ¿Es posible? ¿Es imposible? Yo no digo, no estoy autorizado, no soy físico ni soy astrónomo, no sé como se ha producido, pero podría ser. Pero lo que pasa es que precisamente hay gentes que creen que eso tiene que ver con la creación, que eso es una especie de negación de la creación. Y no tiene nada que ver. El mundo ha podido formarse así, o de otro modo -allá los que entienden o creen entender-, pero es un asunto que ni roza siquiera la cuestión de la creación.

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Ustedes comprenderán que en la posición creacionista, Dios crea; naturalmente, y Dios ha creado esa partícula pequeñísima, esa par-tícula, y después se produce el big-bang, y todo se forma, las ga-laxias y las constelaciones, y todo lo demás, hasta que lleguemos a nosotros. No tiene nada que ver con la creación, es decir, es una recaída en las cosmogonías; las cosmogonías que explican como se ha hecho el mundo. Y en definitiva yo creo que no lo sabemos; pero en fin, si puede investigar, si puede tratar de averiguar, tal vez la física pueda descubrir algunas posibilidades, descubrir la realidad de cuál ha sido la génesis del mundo, me parece bastante proble-mático, ojalá lo averigüen, pero en todo caso esto deja intacta la cuestión de la creación.

Entonces, naturalmente, queda sin explicar la pregunta que hace Leibnitz -y luego la repite, de forma un poco distinta, Heidegger. Y nadie recuerda -o quiere recordar- que, entre un y otro, también la formuló Unamuno: ¿por qué hay algo, y no más bien nada? Esa es una gran pregunta filosófica: ¿por qué hay algo? ¿Por qué hay reali-dad? El primero que ha preguntado eso y que conozco es Leibnitz; el último, Heidegger; en el medio, Unamuno, que también lo dijo. ¿Por qué hay algo y no más bien nada? Podría no haber nada. Y resulta que hay realidad, y eso a mí siempre me asombra: ¿por qué hay algo, por qué hay realidad, por qué hay mundo? Dejemos de momento a Dios; pero el mundo... Claro, entonces cabe preguntar: ¿y por qué? Claro, la idea de creación supone que hay Dios, y que Dios es una realidad suprema, eterna, que no ha empezado, que es el sustento de toda la realidad y, por creación, existe todo lo demás que existe. Lo cual, evidentemente, es una explicación satisfactoria, con un supues-to, naturalmente, que es Dios. Es decir, suponiendo precisamente a Dios, entendido como una realidad suprema, absoluta, necesaria, que no ha podido no existir, con la capacidad creadora y con la voluntad libre de crear, porque podría haber Dios y nada más. Podría no ha-ber ninguna realidad fuera de él, no haber ninguna realidad creada:

esto es una posibilidad, naturalmente. Cuando se elimina la noción de creación, se puede explicar, se puede intentar explicar y puede haber varias explicaciones plausibles, posibles, verosímiles, de cómo se ha formado el mundo. Sí, pero queda la cuestión: ¿y por qué? Por qué hay mundo? Ese origen, sea lo que sea, una partícula o todo lo que se quiera, una complicación inmensa o una partícula originaria: por qué hay esa partícula originaria? Si decimos que la ha creado Dios, esto es satisfactorio, asintiendo a la existencia de Dios, naturalmente; pero si no, no se justifica, falta justificación.

Hay un segundo paso, que también parece inquietante y que tam-poco se suele considerar en serio, que es lo siguiente: el hombre in-vestiga la realidad, el hombre trata de conocer, de indagar, de investi-gar el mundo, trata de entenderlo. Y da por supuesto que es inteligible, que la realidad es inteligible, que se puede entender: que se puede entender cómo funcionan los organismos, cómo vivimos las perso-nas, cómo es nuestra vida psíquica, cómo se producen los animales y los vegetales y cómo se organizan; cómo hay unos astros que tienen ciertos movimientos, que tienen ciertas fuerzas de atracción entre sí, y tienen unas órbitas determinadas, y hay galaxias, y hay todo lo que ustedes quieran... Eso se supone que es inteligible, y por tanto se puede investigar, y el hombre lleva esforzándose miles de años -creo que no muchos- tratando de entender y de investigar, con el supuesto de que se puede entender, de que el mundo es inteligible.

Pero resultaría lo siguiente: si no pensamos en que ha sido crea-do, entonces no ha sido inteligido por nadie, no ha sido entendido por nadie. Es decir, esa realidad que nos parece inteligible, que tiene por ejemplo ciertas estructuras -piensen ustedes, por ejemplo, en los vivientes de todo tipo, evidentemente los entendemos, entendemos cómo somos, entendemos nuestras estructuras, nuestras funciones vitales y también los animales y las plantas etc.; todo eso es inteligi-ble y los zoólogos, y los botánicos, lo estudian, lo investigan, creen que se puede entender, y lo van entendiendo.

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Pero, y si nadie lo ha entendido nunca, si nadie ha entendido el movimiento de los astros, o las estructuras de las galaxias, o la com-posición química de los cuerpos, o todo lo demás: ¿es esto compren-sible? ¿Es inteligible una realidad que no ha sido nunca entendida por nadie? Por lo menos es inverosímil... Nosotros sabemos que las cosas tienen sentido. Por ejemplo, simplemente nuestra estructura somática, que es bastante clara y, por tanto, inteligible. No sé... tene-mos unas manos, con dedos, que pueden coger las cosas, tenemos unos pies que nos permiten andar, tenemos ojos y leemos, tenemos un aparato reproductor, que permite que de los hombres y mujeres vayan naciendo otros hombres y otras mujeres.

Hay un mecanismo complejísimo: cuanto más se descubre -por-que se está investigando de modo fabuloso la estructura incluso so-mática del hombre para no buscar cosas muy complicadas: es una estructura -ahora con el ADN y todo lo demás que están descubrien-do, resulta que esto, que el hombre, con gran trabajo, con muchos aparatos, mucho esfuerzo va descubriendo, esto... no lo ha pensado nadie y no lo ha entendido hasta ahora nadie. Permítanme decir que es un poco inverosímil. Es que la inteligibilidad de un mundo nunca inteligido por nadie, cuesta trabajo admitirlo. Lo que pasa es que el hombre, puesto en un transe, está dispuesto a admitir todo, por in-verosímil que sea, por incomprensible que sea.

Entonces, evidentemente, esto produce una especie de zozobra intelectual. Yo, cada vez que veo lo que dicen los investigadores, precisamente en esos últimos tiempos -las cosas han sido muy dis-tintas para Newton o Galileo- y que no entienden que el mundo es inteligible porque ha sido entendido por un Dios creador, que lo ha creado, diríamos, con unos planes y unas ideas determinadas, y que ha hecho las cosas para que sean tales cosas. Hoy la teleología está eliminada prácticamente, no se atreven a usarla. Y yo he pen-sado a veces que tenemos 32 dientes: ¿por qué tenemos 32 dien-tes, precisamente 32 dientes? Por lo visto, los hombres de todas las

épocas, a lo largo del tiempo, tenemos 32 dientes. A veces cayendo, sí... pero 32 dientes. Eso quiere decir que lo que se llama la natu-raleza, la naturaleza humana, y biológica, y animal, y vegetal, da la impresión de que tiene sentido, un sentido que se puede descubrir, y están las cosas hechas para algo. Pues no, la idea dominante es que no. Cuesta mucho trabajo admitirlo.

Ustedes fíjense en lo siguiente, si pensamos en una creación ya damos un paso para poder entender. Ah, claro: si esto ha sido crea-do por alguien que lo ha creado de una cierta manera, para que el mundo funcione de determinada manera, para que los organismos y los astros y todo lo más tengan un cierto comportamiento y una cier-ta consistencia - y aquí recuperamos la idea de consistencia, el ón, aquí vuelve a aparecer en otro contexto. Entonces, por lo menos, diríamos, tenemos el campo abierto para indagar, para investigar: ¿por qué?, porque lo que tenemos es la inteligibilidad, de un mun-do que no se entiende más que muy en parte, que tiene inmensos continentes no entendidos y que quizá nunca se lleguen a entender, pero que en principio, digamos, tenemos la garantía de su inteligibili-dad. No me parece una consideración vana, creo que tiene bastante peso, bastante importancia. Claro, la gran objeción es la siguiente: muy bien, usted dice que el mundo ha sido creado, y toda la realidad ha sido creada, ¿creada por quién? Y por supuesto el cristianismo -y el judaísmo diría lo mismo- diría: por Dios. Sí, ¿y donde está Dios? No aparece, no lo veo, no lo tengo en mi mano, no puedo partir de Él: ahí está la cuestión. El error de una gran parte de los pensado-res ha sido partir de Dios, de Dios no se puede partir, que es el gran ausente, es absconditus, está escondido, no se manifiesta. No se puede partir de Él, se le puede buscar, quizá se puede llegar a Él por una vía o por otra, pero partir no.

Entonces, ¿qué hacer? Yo creo que hay un paso que se puede dar, que es evidentemente interesante: no podemos partir del creador, no, por supuesto; será la meta, será el final. Sí, pero ¿no se puede en-

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contrar la creación? ¿No tenemos la evidencia del acto creador? Es un encuentro. El encuentro -y esa es una cosa que me ha ocupado mucho- que es el nacimiento de una persona. Todos los días nacen niños -no muchos ahora, en muchos países, pero nacen. Y entonces ¿qué ocurre? Resulta que hay que hacer una distinción, que no creo que se haga nunca, hay una distinción entre lo que ese niño que nace es y quien es. Lo que el niño es, es un organismo biológico, un ser vivo que sale del vientre de su madre, que ha sido engendrado, que naturalmente procede del padre y de la madre. No sólo del padre y de la madre, sino de los abuelos, y de los tatarabuelos, y hasta donde se quiera llegar. Y de los elementos cósmicos que lo integran, porque está compuesto: es una realidad material. Y en la realidad del cuerpo de ese niño que está naciendo intervienen el oxígeno, y el hidrógeno, y el fósforo, y el carbono, y todo lo que ustedes quieran, y además en combinaciones muy complejas. Eso es lo que el niño es. Y por tanto, es derivable, y se deriva del padre de la madre, de los antepasados y, repito, del cosmos físico. Sí, pero quién es, ah, esto es una cosa distinta. Tenemos dos, el padre y la madre; cuando el niño nace, es un tercero, es un tercero absolutamente distinto, irreductible al padre y a la madre y a todo lo demás. Absolutamente irreductible. Es un ter-cero. Es por tanto una realidad que no existía, que absolutamente no existía, y que es irreductible a las demás.

Por consiguiente, nos encontramos con que es irreductible incluso a Dios, al creador también, porque una vez creado, una vez puesto en la existencia, puede decirle no a Dios. Es decir, es una realidad absolutamente nueva, innecesaria, que es lo que los escolásticos lla-marían contingente, podría no existir, pero cuando existe es real y es irreductible a toda otra realidad, incluso la divina. Y por consiguiente es una realidad producida, innovada, una innovación de realidad, pero radical, absolutamente radical. Pero esto es justamente lo que enten-demos por creación. Ya decía a ustedes que creación consistía en po-ner una realidad en la existencia, una realidad distinta del creador. Al

creador no lo encontramos, no disponemos de él, no lo tenemos, pero a la realidad creada, sí. Es evidente ante nosotros lo que llamamos creación: innovación radical de realidad. Pues bien, la persona que nace es eso, es exactamente eso, precisamente eso. Con lo cual nos encontramos con que el creador está ausente, y es difícil de encon-trar, es problemático y a lo mejor no lo encontramos, pero el resultado de la creación, sí lo tenemos. Entonces, claro, esto revierte sobre el planteamiento general de la cuestión. La aparición de una persona, de una persona, es enteramente inexplicable por los mecanismos de la física o de la biología. Porque ese tercero que aparece, esa perso-na, ese quien, que dice yo, no es un organismo, naturalmente, ni sus aparatos psicofísicos, ni su carácter, que se puede heredar, hereda-mos muchas cosas, a veces hasta la voz heredamos de los padres, la manera de andar, mil cosas... Todo eso, que es lo que es la persona; se deriva, repito, de los progenitores y del mundo, en general... Ahora, el quien, no: el quien es irreductible. Cada uno de nosotros es un yo absoluto, producido en cierto momento, que ha empezado a existir tal día, innecesario, que podría no existir, por supuesto: pero una vez existente, es único. No se reduce a nada.

Ustedes tomen dos gemelos, univitelinos, prácticamente son in-discernibles. Evidentemente, lo que son es igual, sí, sí, pero cada uno es cada uno, claro, cada uno dice yo, y tiene su propia vida, y sus propios proyectos, únicos, y una imaginación que es diferente, cada uno va por su lado. No se pueden confundir de modo alguno: dos gemelos univitelinos son tan diferentes como las personas más dispares, más alejadas en el tiempo, o en el espacio, o en la raza, o lo que sea. Es decir, la unicidad es absoluta y total. ¿Cómo se puede explicar esto? Yo creo que es evidentemente el hecho de la creación. Lo que es evidente no es el creador, por supuesto no, y siquiera diríamos el acto de creación; lo que es evidente es la cria-tura. Justamente el resultado: una persona que nace es una criatu-ra. Y eso es evidente, es absolutamente evidente. Que habrá que

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explicarlo, habrá que buscarlo; de ahí podremos remontarnos a la realidad en conjunto, pero lo que no podemos hacer es omitirlo, es no darnos cuenta de que el quien es absolutamente irreductible, in-derivable, no se puede derivar de nada.

Y eso naturalmente, hace que la persona humana tenga un tipo de realidad única, un tipo de realidad que no se parece a ninguna otra. Y resulta que la realidad a que llamamos persona es casi un enigma, es casi un misterio, del cual los hombres tienen muy poca idea. Y cuando tienen alguna, la pierden rápidamente; y cuando lo ven, al cabo de poco tiempo, dejan de verlo. Es un misterio extraor-dinario, es una enorme inverosimilitud.

Como ven ustedes, por tanto, se está produciendo un fenómeno curioso: es una recaída en las cosmogonías, en los relatos más o menos científicos de como se ha hecho el mundo, de como se ha organizado el mundo, de como se ha desarrollado y ha crecido el mundo, omitiendo el problema capital, radical, de por qué existe, por qué lo hay. Y en segundo lugar, omitiendo que hay ciertas realida-des, concretamente la persona, que es inexplicable por derivación, porque no se deriva de nada de lo que encontramos en la vida exis-tente. Justamente lo que tiene de persona; todo lo demás es deri-vable, insisto mucho, no solamente la realidad biológica, también psicofísico: es evidente que una persona nace con ciertas dotes, es evidente que a lo mejor tiene muy buena memoria, o muy mala memoria, o tiene la voluntad débil, o un carácter tal que le viene de su abuelo... Todo eso está perfectamente explicado, el carácter tam-bién, ciertas inclinaciones, todo eso se deriva, pero eso es lo que es. Pero el quien, quien es, no se parece a nada, es totalmente irreduc-tible, es una posesión absoluta de realidad. De ahí viene la diversi-dad ilimitada humana. Hay ahora, parece, unas seis mil millones de personas, y ha habido, claro, a lo largo de la historia muchos más. No hay dos iguales, ni los ha habido, ni los habrá. Podría, eviden-temente, llegarse a una homogenización que las gentes quedasen

sumamente parecidas, evidentemente podría ocurrir, hay una gran homogenización en el mundo, podría haber, qué sé yo, cruces o lo que sea y que se llegase incluso a una semejanza mayor que la que hay actualmente, de tal manera que las diferencias somáticas y psicofísicas fueran menores, o casi desdeñables. Siempre queda la posesión que es cada uno, que dice yo, y por eso tiene nombre propio. Eso es absolutamente inevitable, inexplicable por derivación de otras realidades.

Y eso es, comprenden ustedes, la diferencia entre lo que alguien es y quien es. Cosa que la lengua no confunde jamás, las lenguas no confunden nunca que y quien, alguien y algo, nadie y nada. Qué cu-riosidad! En todas las lenguas existen palabras que distinguen entre la persona y todas las cosas, y cualquier tipo de cosas. Y la ciencia y la filosofía se obstinan en confundirlo. Y llevamos 2500 años pre-guntando: ¿qué es el hombre? Pregunta errónea, pregunta que lleva a una respuesta errónea, porque no es qué, es quién. Pero, claro, no podemos decir quién es el hombre, porque justamente quien apunta a esa unicidad, a esa singularidad, habría que decir quién soy yo.

Y por tanto la pregunta tiene que ser también una pregunta indivi-dualizada, una pregunta rigurosamente personal. Esto parece claro, parece que se entiende, y sin embargo si recae, una vez y otra, en la cosmogonía, en la cosificación de la realidad, en la idea precisamente de que, se considera en el hombre lo que es, nada más, y no quien es.

Yo he insistido a veces en un ejemplo muy trivial que es que en la lengua española, por ejemplo, hay ciertos enseñamientos que son cu-riosos, cada lengua tiene una cierta manera de instalación, no es ca-sual que el español en su historia haya tratado a los hombres ajenos, a los hombres distintos, de otros países, los pueblos, siempre los ha tratado como personas. Curioso. En español, el acusativo de persona se construye con la preposición “a”. Yo digo: “He comprado un libro”, pero cuando hablo de alguien, no digo: “He visto Juan”, “Yo he visto a Juan”: “a Juan”, con la preposición a. Y es curioso, precisamente, que

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incluso hay una situación muy interesante es la discusión de la razón de hombre con el animal; el animal es tratado como cosa, en definitiva. Yo les pongo un ejemplo trivial: el cazador que dice, “he matado seis conejos”, pero si se le escapa el tiro y le da al perro, dirá muy triste: “he matado a mi perro”. No habrá ni un sólo cazador de lengua española que diga: “he matado mi perro”; nadie lo dirá, dirá “a mi perro”. Porque mi perro está personalizado, tiene una atracción personal por parte mía, le he contagiado la vida humana en cierta medida. Es decir, ese finísimo matiz, que distingue entre el conejo, diríamos anónimo, que no es persona, claro que no es persona, ni poco ni mucho, y mi perro, que no es persona, pero que está personalizado por la relación que tenemos, la relación de amistad entre el amo y su perro. Y por tanto la lengua introduce la preposición “a”. En otras lenguas no, esto pasa en español; en francés, en inglés, en alemán, no hay preposición “a”; el acusativo es igual para cosas y para personas. Algún refinamiento teníamos que tener.

Conferencia de Julián Marías en Madrid, 1999, Edición: Renato José de Moraes - Cortesía de Arvo.net

La imagen de DiosRoberto Sáez F.

La imagen de Dios es Cristo. Pero no es Cristo solo, en su individualidad, sino en la multiplicidad de relaciones con el Padre y con el Espíritu Santo. Relaciones de sujeción, de cooperación, de comunicación, de santidad. La imagen de Dios es, en este sentido, un modelo de relaciones, cuya expresión más perfecta se vive en la tierra en la iglesia, el Cuerpo de Cristo.

“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, con-forme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.” (Gén.1:26-27).

El texto que hemos leído tiene dos expresiones en plural referidas a Dios: “Hagamos” y “nuestra”. De esto se desprende que Dios no es un individuo, que Dios coexiste en una pluralidad de personas. Como la Es-critura nos dice que el Señor Jesucristo es la imagen de Dios (Col.1:15), tenemos la tendencia de pensar que la imagen de Dios es Cristo solo. Pero vamos a ver a través de esta palabra, que siendo el Señor Jesucris-to la imagen visible de Dios, ÉL solo no es la imagen de Dios.

Cristo es la imagen de Dios en tanto nos revela a Dios y en tanto nos muestra cómo ÉL se relaciona con Dios en una multiplicidad de relaciones: En una relación de amor, de vida, de sujeción, de auto-ridad, de mutualidad, de compañerismo, de participación, de perte-nencia, de recreación.

La vida del Señor Jesucristo aquí en la tierra se mostró siempre en relación con el Padre y con el Espíritu Santo. El evangelio de Juan tiene 21 capítulos, y de ellos hay 18 que contienen la relación que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En el capítulo

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12. La imagen de Dios 12. La imagen de DiosÍNDICE

1, están las tres personas: La voz de Dios, el Hijo en el bautismo, y el Espíritu Santo posándose sobre ÉL como paloma. Juan comien-za su evangelio dándonos inmediatamente una visión de la trinidad. ¡Aleluya! Esto me conmueve, me llena de gozo.

El saber que la trinidad ha coexistido eternamente en una multipli-cidad de relaciones, las cuales voy a intentar describir ahora.

La imagen de Dios es un modelo de relaciones. Imagen de Dios es lo mismo que estilo de vida de Dios, la manera de vivir que tiene Dios. La imagen de Dios no es una silueta – aunque la imagen física de Dios lo es, en cuanto a la parte humana de Jesús, por cuanto ÉL es hombre – pero la imagen que Cristo vino a proyectar es más que eso. Para explicarlo, voy a usar algunas figuras.

La imagen de Dios como familiaLa imagen que Cristo nos trae de Dios es una imagen de un Dios

que vive una vida familiar, en una mutualidad de dar y recibir. Allí en el seno de la Deidad se ha vivido eternamente la más dulce, la más bella armonía, la más preciosa relación familiar, en esa primera familia eterna. Es Padre, es Hijo, no por casualidad lleva Dios estos título. Es que entre ellos ha habido una relación familiar de Padre a Hijo, de Hijo a Padre, eternamente.

Miremos un poco el libro de Proverbios. Cap. 8: “¿No clama la sa-biduría, y da su voz la inteligencia? ... Con él estaba yo ordenándolo todo, y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo. (vv.1,30). En estas breves palabras encontramos esta relación entre la Sabiduría (el Padre) y la Inteligencia (el Hijo) en el tiempo eterno pasado, antes de la creación, cuando sólo existía Dios. Ahí estaba la Sabiduría dando voz a la Inteligencia, tomando consejo, ordenándolo todo, recreándose en la multiplicidad de proyectos que se fueron generando. Así nacieron las primeras criaturas, y todo el orden de Dios por el despliegue de su sabiduría y de su inteligencia.

De esto se desprende que Dios no es un individuo, sino que se

regocijó eternamente en compartir el plan de su creación. El Padre y el Hijo se deleitaban en estar juntos, en hacerlo todo con el mismo poder, con la misma gracia, en una participación de obras, de traba-jos, de delicias, en una mutualidad de vida, de compartir, de comuni-cación, de consejos, de acuerdos, de convenios entre ellos.

Nosotros fuimos diseñados en conformidad a esta imagen, a la ima-gen de Dios, por lo cual, no se concibe que seamos individualistas. De ahí la iglesia, el cuerpo de Cristo. Por eso la comunión, por eso el pueblo de Dios – lo que nos indica que lo que Dios está haciendo con nosotros es plasmar su imagen en una pluralidad de hombres y mu-jeres que llevarán por los siglos de los siglos la imagen de este Dios maravilloso. Porque estamos aprendiendo a compartir, a estar juntos, a pensar juntos, a planificar juntos, a relacionarnos, a amarnos, a so-portarnos, a sobrellevarnos ¡Gloria a Dios! ¡Bendito sea su Nombre!

La imagen de Dios como autoridad – sujeciónSiendo familia, ellos también han vivido en contextos de autoridad

y de sujeción. Porque Dios es autoridad. Sin embargo, ninguno de los tres es autoridad absoluta por sí solo. Ninguno de los tres hace nada por sí mismo. Cada vez que Dios va a hacer algo, ha tomado consejo. Aun la venida del Señor Jesucristo y su sacrificio fue acor-dado antes de la fundación del mundo en un anticipado y determi-nado consejo de Dios. Jesús no vino por sí mismo. Fue enviado del Padre. Cuando ÉL entregó su vida, nadie se la quitó. ÉL tuvo poder para ponerla y tuvo poder para volverla a tomar, pero no se levantó por sí mismo, sino que el Padre mediante el Espíritu eterno, levantó a Cristo de entre los muertos. No vino por sí mismo, ni se levantó de entre los muertos por sí mismo. Lo hizo en una interdependencia con su Padre y con el Espíritu Santo.

En el reino de los cielos, todas las criaturas obedecen con agrado. Todas las leyes del universo se someten a la autoridad de Dios. El ejercicio de la autoridad requiere que haya subordinados, pero en

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12. La imagen de Dios 12. La imagen de DiosÍNDICE

la pluralidad de personas de la trinidad, la autoridad no es vertical. La forma en que se vive la autoridad en la trinidad es esta: “Sujetos unos a otros”.

Hay una expresión que aparece unas 50 veces en el Nuevo Tes-tamento, y es “unos a otros”. “Amaos unos a otros”, “Soportaos unos a otros”, “Orad unos por otros”, “Perdonándoos unos a otros”, “So-brellevándoos unos a otros”, etc. La expresión “unos a otros” es, en este sentido, la imagen de Dios. Es la imagen de Dios en el cielo, el estilo de vida del cielo. Y esa imagen es la que Cristo trajo para implantar en medio de la iglesia.

El Hijo dio testimonio que el Padre que le envió era mayor que ÉL. Sin embargo, el Padre hace descansar sobre los hombros del Hijo toda la responsabilidad del destino de toda la vida, de todos los mundos y de todo el universo. El Padre a nadie juzga, porque todo el juicio ha dado al Hijo. El Padre ha dado toda la potestad al Hijo en el cielo y en la tierra. El Hijo, por su parte, se humilló hasta lo sumo obedeciendo al Padre, sujetándose. Pero el Padre lo levantó, y lo levantó tan arriba, que no existe un lugar más alto en los cielos que el de Jesús. El Hijo lo honró en la tierra, y el Padre ha levantado al Hijo y ha ordenado que todos los ángeles le adoren.

El Hijo de Dios demostró una total sujeción a su Padre en los días de su carne. Allí en el evangelio de Juan podemos darnos cuenta cuán perfecta era esa relación. Dijo: “No he venido para hacer mi voluntad, yo hago lo que escucho de mi Padre, las palabras que yo hablo no son mías, son de mi Padre que me envió.” “La doctrina que yo enseño no es mía, es de mi Padre que me envió”. “Yo hago siempre lo que a ÉL le agrada”. Nunca el Señor Jesús hizo nada de sí mismo en los días de su carne. El Hijo se regocijó eternamente en obedecer al Padre, pero como hombre tenía que aprender a obede-cer, por lo cual fue sometido a padecimientos. Así fue perfeccionado en esta virtud que es propia del estilo de vida de Dios.

El Espíritu Santo actualmente está cumpliendo una misión en el mundo, que es glorificar al Hijo. No está centrando las cosas en ÉL, sino en Cristo. Está bajo sujeción y bajo autoridad. El Espíritu San-to no es el Señor en la tierra. El reino le pertenece a Cristo, pero la administración le pertenece al Espíritu Santo en esta dispensación.

Así Dios, por medio de Jesucristo, por Su Palabra, por su testimonio, por la manera que se comporta, nos revela la imagen de Dios, y de esto se desprende entonces que los modelos piramidales de la relación de autoridad-sujeción están fuera de la imagen de Dios. La imagen que Cristo nos ha proyectado respecto de la relación autoridad-sujeción en el estilo de vida de Dios es la de un sometimiento de unos a otros.

Por lo tanto, en la vida de la iglesia no puede ser de otro modo la aplicación de la imagen de Dios. La sujeción jamás es de “todos a uno”. Nunca. En Dios no es así. La sujeción es de “unos a otros”.

La autoridad no es sólo para gobernar, sino para proteger, para cuidar, para proveer, para velar. La autoridad extiende un manto de cobertura a todos los que están bajo nuestro cuidado.

Las jerarquías de mando son propias de las instituciones huma-nas, y tienen el carácter de ser “oficiales”, en tanto que la autoridad espiritual no es oficial, porque viene de Dios. La autoridad oficial viene de un cargo. Permítanos el Señor funcionar por la autoridad espiritual que Dios nos dio.

La epístola a los filipenses nos enseña a incorporar en nosotros “el sentir de Cristo”. Es otra forma de decir “el estilo de vida de Dios”. Es otra forma de decir que lo que había en Cristo era la imagen de Dios. ¿En qué consiste esta frase de Filipenses que aparece como 12 veces: “el sentir que hubo en Cristo Jesús”?: “Ruego a Evodia y a Síntique que sean de un mismo sentir en el Señor.” (4:2). “Así que en aquello a que hemos llegado sintamos lo mismo” “Sintiendo entre vosotros un mismo amor, un mismo ánimo”. “Sintiendo lo mismo”. Todas esas expresiones de la carta a los filipenses nos enseñan la imagen de Dios.

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El sentir de Cristo fue mostrado en la actitud de Cristo. El sentir de Cristo es una actitud que debemos asumir frente a Dios y frente a la comunidad de creyentes. La actitud es que siendo Dios se hizo hombre. Es que siendo rico se hizo pobre. Y es que siendo pobre se hizo nada. Y siendo hombre se hizo esclavo. El sentir de Cristo está también en la cruz, en el dar y en el amor.

Si todos sentimos lo mismo, habrá sujeción a la autoridad. Pues la autoridad está regulada por el sentir de Cristo.

La imagen de Dios como mutualidadLa imagen de Dios es un modelo de relaciones. En nuestra exis-

tencia en este mundo nosotros también nos pasamos relacionándo-nos. Pasamos la mayor parte del tiempo con amigos, compañeros, con vecinos, con los parientes, con los papás, con hermanos de sangre, con hermanos espirituales, con los patrones, con los em-pleados, con los tíos, con los abuelos, con la esposa, etc.

Pero la familia es el ambiente más íntimo; ahí somos conocidos tal y cual somos. Allí nos conocen nuestras virtudes y nuestros de-fectos. Y allí estamos aprendiendo a ser padres y a ser hijos, procu-rando tejer un hogar donde reine la paz, la armonía, donde reinen las buenas costumbres y los buenos hábitos.

Todo esto es expresión de un tercer tipo de relación que se en-cuentra en la familia eterna: la mutualidad. Es decir que lo que uno hace lo hace también el otro. El Padre tiene poder para resucitar a los muertos, pero el Hijo igualmente tiene ese poder. Han comparti-do eternamente el poder de crear, de ordenarlo todo. El Padre tiene ese poder, el Hijo lo tiene, y el Espíritu Santo también lo tiene. Ellos han vivido en una mutualidad eternamente. En una reciprocidad en la entrega, en el compartir, en los servicios, en la cooperación con-junta de creatividad y recreación.

Pablo hablaba siempre de la mutualidad entre las iglesias, pre-cisamente en Filipenses 4, donde dice a los hermanos que nadie

participó con él en razón de dar y recibir, sino solamente ellos, los filipenses. Y los bendice y los alaba, porque ellos nunca se olvidaron de esa relación de iglesia-obreros, en que los obreros les dan la pa-labra, y las iglesias sostienen a los obreros.

La mutualidad en el dar y recibir es algo que tiene aplicación práctica en todas las esferas de la vida. En el trabajo, ¿cuántas veces no ha ha-bido un compañero que te reemplazó en el turno? Pero cuando te tocó a ti, hiciste lo mismo. En el hogar, ¿cuántas veces la mamá hace la comi-da ... y cuando ella está enferma, los hijos la reemplazan? Mutualidad.

¿Cómo está la gracia de dar y recibir en nuestra familia terrenal? ¿Acaso todas las familias humanas no anhelamos tener un hogar dulce, apacible, armonioso, sin iras, sin contiendas, sin escándalos, sin rabietas, un hogar donde haya mansedumbre, un hogar delicio-so, tierno? ¿Existe en nuestros hogares una falta de solidaridad?

Hay hogares en que sus miembros se parecen a esas sanguijue-las de Proverbios, porque los hijos sólo piden y no saben dar. Dice así Proverbios: “La sanguijuela tiene dos hijas que dicen: ¡Dame! ¡dame!” (30:15). A los padres también nos gusta que los hijos nos den satisfacciones, que nos ayuden, que sean solidarios.

La reciprocidad en el dar y recibir es una cualidad que estuvo eter-namente en Dios. Y es también una cualidad que se está formando en nosotros.

La imagen de Dios como honorabilidadReconocemos que las personas honorables son las que tienen

dignidad, valor. A todos nos gusta relacionarnos con esas personas. Nos gusta buscar a las personas que tienen valor. Nos gusta ser amigos de ellos, nos gusta estar con ellos.

Jesús se relacionó con tantas personas, y es que la valoración que Cristo hace de las personas no es sobre la base de la cultura, de la educación, el dinero o las cosas que tienen, sino tan sólo por-

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que son personas. Jesús se acercó a una mujer de Samaria llena de pecados, y dignificó a todas las mujeres al relacionarse con ella. Y cuando se acercó a los publicanos y a los pecadores, ÉL demostró que los valoraba, aunque nunca se convirtió a ellos, sino que ellos se convirtieron a ÉL.

Dios es el único digno de toda gloria y honor. Y sólo ÉL merece la alabanza y la adoración. Ahora, nosotros, siendo indignos, ÉL nos hizo dignos, por su gracia, mediante la redención efectuada por la sangre preciosa de Cristo. Nos ha hecho dignos. Si lo es una mujer de Samaria, cuánto más lo es un redimido por la sangre de Jesús.

1ª Pedro 2:17 nos dice: “Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a Dios. Honrad al rey.” Cuántas veces herimos a los que nos rodean. Los apocamos, los subestimamos, los menospreciamos. No estamos conforme con el papá que tenemos, o no estamos conformes con la mamá. Y los padres no estamos conformes con los hijos. Nos cuesta aceptar que somos diferentes. Queremos cambiar a las perso-nas para que sean como nosotros queremos que sean. Y nos olvida-mos que es Dios quien hace la obra. Es cierto, los padres tenemos una función rectora de los pasos de nuestros hijos, pero muchas veces en nuestro afán por la efectividad nos olvidamos de la afectividad.

Padres, honremos a nuestros hijos. ¿Y qué significa honrar a nuestros hijos? Significa que ellos son valiosos tan sólo porque son personas. Tenemos la tendencia de honrar a los que sobresalen, a los que se destacan, a los que son hermosos, a los que son esbel-tos, y tenemos la tendencia a menospreciar a los que no lo son. Pero Dios te ama con la nariz que tienes, y con la boca que tienes, por lo que tú eres. ¡Aleluya! Si todos valoramos la imagen de Dios, el estilo de vida de Dios, todos estaremos colaborando para plasmar la ima-gen de Dios en nuestra familia.

La imagen de Dios en pluralidadEl estilo de vida de Dios es una modelo de relaciones. La imagen

de Dios es un modelo de vida. Es un modelo de compañerismo, es una relación de participación, de interdependencia, de recreación. Es una relación deliciosa, de comunicación, de santidad, de mutua-lidad, de sujeción a la autoridad. Es una multiplicidad de relaciones. ¿Te agrada la imagen de Dios? ¿Quieres incorporarla a tu casa y a la iglesia local donde participas? ¿Quieres amar a los hermanos? ¿Quieres encontrar que tu hermano es valioso?

¿Sabes? Tienes que saber una cosa que es fundamental: que tú solo, que yo solo, no podemos traer la imagen de Dios. La imagen de Dios no se va a incorporar en mí como individuo, la imagen de Dios es para vivirla en una pluralidad, como Dios la ha vivido eterna-mente en una pluralidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la iglesia, los ministros, los pastores, los diáconos, los pequeñi-tos y los grandes, los de un talento y los de muchos talentos, rela-cionémonos, compartamos la mutualidad de servicios, en una coo-peración conjunta de servicios, de tareas inconclusas. Pongámonos de acuerdo, planifiquemos, hagamos cosas juntos, pero hagámoslo juntos, ¡hagámoslo juntos! porque solos no podemos. Y diré a mi hermano: “Te necesito”. “Necesito del cuerpo de Cristo”. “Necesito de mi hermano, de mi hermana”. “Necesito de ti”.

Nos necesitamos. Es la única forma de traer la imagen de Dios.

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DIOS CREADOR 1. Relación de Dios con el mundo

y del mundo con Dios

Siendo Dios el creador de todo el mundo, éste depende absolu-tamente de él, y Dios es su señor. Se debe entender esto no sola-mente en el sentido en que decimos que poseemos una cosa, de la cual podemos disponer, o tal como un hombre domina a un hombre a quien puede ordenar algo. El señorío de Dios es mucho más pro-fundo y fundamental, se extiende hasta los más íntimos misterios de una cosa. Es cierto que Dios lo ejerce sin privar a las cosas de la autonomía y la propiedad que les ha comunicado, aunque podría hacerlo. En los milagros suprime la marcha natural de la actividad de las cosas, les comunica fuerzas nuevas y les da otra dirección. También en los fenómenos de la revelación se pone Dios en relación directa con la conciencia humana, suprimiendo las leyes ordinarias de la naturaleza. No obstante, de ordinario Dios ejerce su señorío en y mediante el curso natural de los acontecimientos. Por eso, no hay que temer que el señorío de Dios constituya un peligro para la estructura y marcha del mundo. Él mismo nos asegura que no ejerce su señorío con intenciones destructoras. El mundo entero y todas las cosas en él son de su beneplácito. Dios no destruirá el cielo y la tierra, sino que los transformará.

CREATURA/OBEDIENCIA: Al señorío por parte de Dios corresponde la obediencia por parte

de las criaturas. Las cosas infrahumanas le obedecen en cuanto que cumplen las leyes en ellas innatas, las leyes naturales y también en cuanto que en los milagros y en los procesos de la Revelación le

sirven de instrumento para transmitir mensajes que no pertenecen a este mundo y son totalmente distintos de él. El hombre cumple el deber de obediencia respondiendo libremente al llamamiento divino. La obediencia no es una actitud humillante; es la única actitud objeti-va y posible. La desobediencia está en contradicción con la esencia misma del hombre creado por Dios. El desobediente peca contra las leyes del ser y, en definitiva, destruye su propio ser. El hombre ha sido creado por Dios y es propiedad de Dios; la abnegación, el sa-crificio y la adoración son para él el camino a seguir si quiere obrar debidamente y llegar al perfeccionamiento de su ser.

El ser del hombre, que pertenece a Dios, está abierto hacia Dios, que es el dueño y señor del hombre. Dios puede hablar en el interior del hombre, puede entrar en el hombre si éste no le cierra la puerta. Las palabras con que Dios habla en el hombre, la voz y el llama-miento divino no son cosas extrañas y desconocidas para el yo hu-mano. El llamamiento divino proviene del mismo corazón de donde surgió la palabra que creó el mundo. Pero debido a la pecaminosi-dad del hombre y debido también a la inclinación del hombre a sólo escucharse a sí mismo, el llamamiento divino nos parece ser una voz extraña y desconocida (lo. 1, 11). El yo humano, cuando no está dominado por el pecado, se halla abierto hacia Dios, de modo que Dios puede hablar en él y llamarlo sin que por eso sufra detrimento alguno la esencia del hombre. Más aún, la percepción y recepción de palabras e influencias divinas, y más todavía, la entrada de Dios mismo en el hombre contribuyen al perfeccionamiento del ser huma-no. La Creación posee la llamada potentia oboedientialis; es decir, la capacidad de obedecer a Dios y de someterse a su influencia.

En sumo grado se ha realizado esta capacidad en la encarnación del Hijo de Dios, mediante la cual Dios ha entrado en la naturaleza humana de tal modo que no solamente ha pasado a ser su señor, sino también su yo, el yo de todo lo que hace la naturaleza humana. De un modo no tan claro, pero efectivo y perceptible, llama Dios al

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hombre en las acciones de la Providencia, y de un modo distinto en la revelación sobrenatural y en la concesión de la gracia y de la luz de la fe. Aquel con quien habla Dios en la revelación percibe clara-mente que el que habla es un ser dotado de poder extraordinario, que el mensaje viene “de arriba”, que en las formas terrenas, en los gestos y signos, en los fenómenos de la conciencia humana, Dios da testimonio de sí mismo. El hombre tiene el deber de obedecer. Resulta, pues, que la fe en el Dios que se revela no es, en primer lugar, emoción, conmoción, vivencia o experiencia, sino obediencia.

CREATURA/AGRADECIMIENTO: Agradecimiento y amor son también actitudes de la criatura frente

al Creador. El mundo es una donación divina. Todas las cosas que nos rodean son presentes que Dios nos hace. El florecimiento, el crecimiento, la madurez, cosas éstas de que está lleno el, mundo, los actos del conocimiento y del amor, son regalos divinos. En cierto sentido puede decirse que son gracias que Dios nos concede. San Agustín escribe lo siguiente en su carta al papa Inocencio (BKV X, 125 y sig.): “No cabe duda de que sin inconveniente alguno se puede hablar de la gracia en virtud de la cual hemos sido creados, teniendo en cuenta que hemos sido sacados de la nada y que no tenemos un ser como el cadáver muerto, como el del insensible árbol, como el del animal irracional, sino que somos hombres y poseemos ser, vida, sentimiento y razón, siendo capaces de dar gracias a Dios por este inmenso beneficio. Con razón podemos llamar gracia a todo esto, pues nos ha sido concedido no en virtud de anteriores acciones bue-nas, sino por la inmerecida bondad de Dios” (a continuación explica la diferencia que hay entre esta gracia y la gracia sobrenatural). En presencia de la Creación entera, el hombre siente la cercanía de Dios, que está en todas partes repartiendo gracias, especialmente siente la cercanía divina cuando contempla la hermosura de la Na-turaleza o de las creaciones culturales o cuando el encuentro con un determinado ser humano conmueve todo su interior. No solamente

las cosas que rodean al hombre son regalos divinos; de cada uno de los hombres puede decirse que es para sí mismo un regalo que Dios le hace. \a respuesta del hombre a quien Dios agasaja de esta manera es el agradecimiento. Véanse los prefacios , en los cuales se nos exige que incesantemente demos gracias a Dios. Peca con-tra el deber de agradecimiento la voluntad que no quiere deber nada a Dios. Hay que tener en cuenta dos aspectos. En primer lugar: Los regalos de Dios son al mismo tiempo obligaciones. El que reconoce que una cosa cualquiera es un don de Dios, siente frente a ella obli-gaciones más fuertes y decisivas que las que pueda sentir el hom-bre para quien todas las cosas no son más que productos del eterno ciclo natural. Cuanto más elevada, noble y valiosa, es una cosa de tanta más monta son las obligaciones que nos impone la voluntad de Dios. En segundo lugar: Todos los dones de Dios son signos de su amor. Dios no nos los echa como nosotros podemos dar una li-mosna a un pobre: sin pensar en lo que hacemos y hasta de mala gana. Con el don, Dios nos regala su amor. El amor se recibe y se paga con amor. Por eso la aceptación de un don divino, en el cual Dios nos testifica y garantiza su amor, es en el hombre abnegación amorosa. Mediante ella, el hombre entrega al tú divino el yo libre y autónomo. El hombre que comprende y afirma que todas las cosas del mundo son regalos de Dios, establece un estado de compren-sión amorosa entre él mismo y Dios. Esto no es una humillación del hombre, sino la efloración de su más íntimo núcleo esencial, de sus más íntimas y vivas fuerzas.

El origen divino del mundo comunica a las cosas sus mas íntimas notas características. En su misma esencia va indisolublemente gra-bado el sello de su procedencia divina. Así como en el semblante de un hombre se reconoce quiénes son sus padres, así también las cosas llevan grabado un sello divino, no externamente y como por añadidura, sino internamente, como ley fundamental de su esencia y esencial determinación de todo su ser. Por eso, en todas las cria-

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turas resplandece, de algún modo, la gloria, la verdad, la santidad, el amor y la bienaventuranza de Dios. Por eso también el anhelo de santidad, de verdad, de amor y bienaventuranza propio de las criatu-ras racionales está fundado en su más íntima esencia y nunca podrá ser completamente destruido.

Esto aparecerá con más claridad si tenemos en cuenta lo siguien-te: El origen divino de los seres no es algo que tuvo lugar en el pasa-do. Acompaña a las cosas a través de los siglos y millones de siglos, lo mismo que el pasado del hombre sigue acompañándole y se con-vierte de este modo en perenne presente. Como veremos más ade-lante, la actividad creadora de Dios acompaña las cosas, dándolas forma y constituyendo su fundamento. Para que la definición de una cosa fuese verdaderamente profunda y exhaustiva, habría que tener en cuenta esta estructuración interna, este parentesco divino funda-do en el hecho de la creación y que es una signatura de todo lo que existe. Para la razón iluminada por la fe, el decir que el hombre es un animal racional no es más que una definición superficial y provisoria. La definición esencial exhaustiva debería comprender también la re-lación con Dios. También en la definición del ser existente fuera de Dios e impersonal debería incluirse la relación con Dios y el paren-tesco divino que de esa relación se deriva. Entonces se vería que en tales definiciones, que traspasan los limites de nuestra experiencia, entramos en el reino del misterio y de lo inefable. Todas las cosas van marcadas por un signo divino, y son por eso un misterio: partici-pan en el misterio de la Divinidad. En todas las cosas está presente y actúa el misterio de Dios. Esto no quiere decir que no sean inteli-gibles hasta en las más íntimas profundidades de su ser; solamente quiere decir que nosotros no podemos conocer exhaustivamente su sentido. Al afirmar esto no nos convertimos en defensores de un posible cansancio o comodidad de la razón. Al contrario, se exigen con ello mayores esfuerzos del entendimiento, que incesantemen-te ha de esforzarse por esclarecer las misteriosas profundidades

de las cosas, es decir, el misterio de su ser. El misterio de las cosa es tanto más denso e impenetrable cuanto más nobles y puras son esas mismas cosas. De ahí provienen las grandes dificultades con que tropieza el hombre ordinario cuando se propone conocer cosas grandes y elevadas. Al contrario, las cosas bajas, visibles y palpa-bles, se comprenden con más facilidad y tanto más las aprecia por eso el hombre ordinario.

Hasta qué punto la idea de que el hombre está en relación con Dios es una verdad que se impone aun al espíritu humano que care-ce de la luz de la Revelación, lo demuestra el hecho de que, según narra el historiador ·Eusebio (Praeparatio evangélica, lib. 1.°, cap. 8), Platón estaba convencido de que para poder conocer al hombre es preciso haber conocido antes a Dios. Eusebio refiere, además, que un sabio de la India preguntó a Sócrates en una ocasión cuál era el objeto de su filosofía. Sócrates contestó que el hombre era el tema y objeto de sus investigaciones. El sabio de la India no pudo menos de reírse del sabio de Grecia, replicando que no puede conocerse lo humano si antes no se ha conocido lo divino.

El parentesco divino de las cosas es la razón por la cual dice San Pablo (Hch/17/22-31) que en ellas se puede percibir la huella de Dios. El espíritu humano mismo está emparentado con Dios y por eso es capaz de percibir a Dios en las cosas. El parentesco divino de las cosas lo percibe como parentesco de las cosas consigo mismo. Esto explica hasta qué punto el pecado puede dificultar el conocimiento de Dios. El que se aparta voluntariamente de Dios, es decir, el que em-plea contra Dios el espíritu que ha recibido de Dios, debilita en sí mis-mo la capacidad de conocer y de percibir a Dios. Pero ya dijimos en otro lugar que a la larga nadie puede dejar de percibir a Dios ni puede negarle, pues de otro modo tendría que dejar de percibir y tendría que negar su propia profundidad esencial. Por otra parte, el parentesco di-vino de las cosas, el misterio de las cosas fundado en tal parentesco, explica el hecho de que las cosas puedan ser divinizadas, puedan ser

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convertidas en ídolos, y explica también el hecho de que el hombre mismo pueda divinizarse. En estas depravaciones se percibe el aura misteriosa de las cosas, su carácter numinoso, pero desprendiéndolo del Dios vivo a quien hace referencia. Absolutiza el mundo creado por Dios. No obstante, los mitos de los pueblos presentan una compren-sión de la Naturaleza más profunda y adecuada que las doctrinas del racionalismo. Mientras que el racionalismo sólo reconoce validez a lo experimentable y comprensible, a lo constatable y racional, las cos-mologías míticas tienen el sentido de lo misterioso e inefable, aunque sus interpretaciones sean falsas.

Como resultado de su origen divino, que determina y caracteriza todo su ser, la criatura se halla en un estado de permanente relación con Dios. A su “de-dónde” corresponde un semejante “a-dónde”, a su origen divino corresponde la orientación hacia Dios. En virtud de su más íntima esencia, todas las criaturas presentan una orienta-ción hacia Dios. No existen en sí mismas, sino que existen “hacia Dios”. Se trata aquí, en primer lugar, de una inclinación ontológica. Si el espíritu creado quiere comprenderse y valorarse debidamente, si quiere pensar y obrar debidamente, tiene que asumir este estado de cosas en su conciencia, en su conocimiento y en su voluntad. Al estar inclinado hacia Dios, al mero existir en la dirección de Dios, corresponde la conversión voluntaria del conocimiento y del amor. Cuando el hombre se orienta hacia Dios, libremente y con pleno sentimiento de su responsabilidad, se comporta objetivamente, de acuerdo con las exigencias del ser, en correspondencia con lo que exige su propia esencia, y llega de este modo a consumar y per-feccionar su ser. El hombre que no se comporta de este modo se opone a las exigencias del ser, violenta su naturaleza y la destruye, comenzando por destruir en primer lugar el espíritu y termina destru-yendo el cuerpo mismo a través de aquél. El hombre obtiene, pues, la plenitud de su ser saliendo de sí mismo, abandonándose, dejando tras sí su propio ser, sucediendo esto no en un acto de trascenden-

cia intramundana, sino entregándose a Dios (Pascal). El camino del hombre hacia sí mismo, hacia lo más profundo de su ser, conduce a través de la infinitud de Dios. El hombre no se encuentra a sí mismo en sí mismo, sino en Dios. Mientras no se haya encontrado en Dios la inclinación hacia sí mismo, se manifestará en su conciencia y en su corazón bajo la forma de inquietud.

Expresión de esta inquietud es la melancolía. LA melancolía no es una creación de poetas y filósofos, sino que surge del interior de las cosas. También las cosas tienen sus propias lágrimas (sunt lacrimae rerum: Virgilio. Dante habla de la “tristezza” que surge de la existencia misma. La melancolía es un anhelar lo infinitamente perfecto y valioso, lo eterno y absoluto, bajo la forma de hermosura y amor, la insatisfacción que produce lo finito, un vivo sentimiento de la caducidad. Las dos tendencias fundamentales de la existen-cia humana, el deseo de muerte y el deseo de plenitud, muerte o fin de la existencia precaria y finita, y plenitud otorgada por la vida infinita, adoptan en el melancólico un matiz especial y se hallan en él en dolorosa contradicción. La melancolía es un signo de que somos seres finitos y de que estamos orientados hacia Dios, ha-cia la hermosura y amor ilimitados y personales. Este sentimiento da testimonio de la finitud del mundo y de la infinitud de Dios. La inquietud impele al hombre a salir de sí mismo y a buscar a Dios, que da testimonio de sí mismo en la naturaleza humana. En vano trataría el hombre de calmar su inquietud entregándose a la Natu-raleza, o al destino, o a otro hombre. En este caso no traspasaría los propios límites, pues la Naturaleza y el hombre son semejantes a El. El hombre no llegará jamás a encontrar la plenitud y perfec-ción de su ser si no se encuentra a sí mismo en Dios.

Una forma especial de la inquietud es la angustia que se apode-ra del hombre cuando éste, por no conocer y reconocer a Dios, se muestra incapaz de descubrir el sentido último de la vida.

La relación entre el hombre y Dios adquiere una nota caracterís-

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tica especial debido al hecho de que el hombre es imagen del Dios trino. Este aspecto de la existencia humana nos sería desconocido si Dios mismo no nos lo hubiese revelado; sólo lo conocemos en la fe y mediante la fe. Esta nueva y sobrenatural determinación no obtendría su consumación si Dios no hiciese participar al hombre en su vida trinitaria. Sólo en esa vida se encuentra el hombre a sí mismo en toda su profundidad. Tenemos, pues, que el hombre se encuentra a sí mismo en el Tú divino sólo en cuanto que Dios mismo se comunica sobrenaturalmente al hombre. La autocomunicación de Dios se realiza en Cristo.

La relación entre la criatura y Dios implica, pues, la relación con Cristo. Como ya vimos en otro lugar, en el plan de la creación iba pre-vista la encarnación del Hijo de Dios (si con o sin previsión del peca-do, es un tema que no vamos a estudiar aquí). La creación entera ha sido querida por Dios en conexión con la naturaleza humana de Cris-to. Por consiguiente. Ileva en secreto la impronta de Cristo, está en camino hacia Cristo; que lo sepa o no, está inclinada hacia El y sólo en el El puede encontrar la plenitud y consumación de su esencia. En cuanto que se asemeja a Cristo, participando de su gloria, toma parte de la gloria del Dios trino y obtiene su perfección. Que la creación está esperando la gloria de Cristo, es una verdad revelada por Dios en el siguiente pasaje de San Pablo: “Porque el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios; pues las criatu-ras están sujetas a la vanidad no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta aho-ra gime y siente dolores de parto” (/Rm/08/19-22). La creación entera obtendrá su forma final y definitiva cuando, liberada de la “vanidad”, haya sido convertida en cielo nuevo y tierra nueva, es decir, cuando adquiera aquel estado cuyo arquetipo es el Cristo resucitado y glorifi-cado, un estado en que Dios lo será todo en todo (1Co/15/28).

La correcta actitud del hombre con el mundoFinalmente, la creencia en el origen divino del Universo entero

constituye el fundamento de la actitud que hemos de adoptar frente a las cosas del mundo y frente a los demás hombres.

A) La fe nos enseña a creer en el sentido de las cosas creadas por Dios, aunque la débil capacidad de visión de los ojos humanos no sea capaz de percibirlo. Esa misma fe nos enseña a creer en su bondad, a amarlas y afirmarlas en correspondencia con ella. El origen divino de todas las cosas, que han sido creadas por Dios, determina la forma de sus relaciones mutuas. Lo mismo que las ideas divinas, las nor-mas y arquetipos de las cosas constituyen en Dios una unidad y son una realidad simple, así también las cosas realmente y substancial-mente distintas tienen que formar una unidad de relaciones. A pesar de su diversidad y a pesar de las oposiciones y contradicciones, las cosas son un universo. Cada una participa en la existencia de todas las otras. También el hombre participa en el ser de los demás seres. EI ser del hombre es existencia dentro del mundo y coexistencia con los demás hombres. El hombre participa en el ser de todos los seres en virtud de su capacidad de conocer, obrar y amar.

Sobre todo del amor cabe decir que es la realización voluntaria y consciente de su unidad con todas las demás criaturas. No se trata aquí de un amor general e indeterminado. Lo mismo que Dios ama y quiere cada una de las cosas, el ser concreto y determinado de cada una de ellas, así también nuestro amor se ha de extender a todas las cosas y a todos los seres humanos, y ha de ser un amor de las realidades concretas y determinadas. Esto quiere decir que debemos reconocer y valorar tal como son las peculiaridades on-tológicas que han recibido de Dios, que no debemos imponer las formas y finalidades que estén en contradicción con su propio ser. que debemos ayudar a todas las criaturas a que alcancen la forma y figura que Dios les ha destinado. Este amor presupone el justo y adecuado conocimiento de todo lo que es. Tenemos que esforzar-

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nos por ver en las cosas la peculiaridad ontológica que cada una posee según la voluntad de Dios, es decir, hay que mirar las cosas con ojos puros y limpios, libres de concupiscencias egoístas y des-ordenadas. El verdadero amor nos enseña a ver las cosas tal como son, no como nosotros queremos que sean; nos conduce al mundo de lo que es, nos enseña a obrar y vivir en ese mundo y no en los mundos de la fantasía, del engaño, del ensueño y de la ilusión. Con ese amor en el corazón aprendemos a ver y a amar las cosas y a los hombres objetivamente, fieles a lo real, fieles a las exigencias del ser, es decir, sobriamente, con la clara mirada de la verdad y de la veracidad, o sea, a ver y a amarlo todo con los ojos de Dios. De este modo, nuestro amor no se perderá en un mundo irreal de meras apariencias, amaremos el mundo real y concreto en que vivimos y trabajamos, donde nos alegramos y sufrimos y tenemos amigos, y amaremos a los hombres reales y concretos con quienes en cada momento convivimos.

La sobriedad de la vista y del corazón frente a las cosas y los hombres no es indiferencia ni frialdad. El que cree en Dios sabe que es responsable de las cosas de este mundo, lo mismo que el hijo es responsable de la hacienda de la familia. Su sobriedad está alimen-tada e informada por el amor de Dios a las cosas y por el amor con que el hombre ama a Dios, es, por decirlo así, una sobriedad ebria. Se cuida de las cosas con el esmero con que el administrador cuida de la hacienda que le ha sido confiada. Para el que cree y sabe en la fe que todas las cosas y los hombres con quienes se encuentra a su paso vienen de Dios, todo lo que es reviste un aspecto de perenne novedad. Esta fe le enseña a cuidarse de todo con el mayor esmero. Y aunque el encuentro con las cosas sea cotidiano y ordinario, para el creyente las cosas no presentan nunca esa pátina gris de lo acos-tumbrado y cotidiano.

Las cosas y los hombres poseen una profundidad inconmensura-ble y misteriosa, son aún para sí mismos un misterio inescrutable.

Por eso, nuestro amor a lo que existe irá siempre acompañado de un sentimiento de recato. Nuestras relaciones con las cosas y los hombres son cercanía y distancia, recato amoroso y amor informado por el recato, es decir, respeto. Todas las cosas, especialmente el yo personal, tienen un misterio que nadie puede ni debe arrancarles, ni siquiera en las relaciones de amistad y amor. Precisamente esas relaciones, cuando son auténticas, se fundan en el hecho de que los que se unen en el amor y amistad poseen un misterio inescrutable. Cuando se traspasan los límites impuestos por el respeto, el amor y la amistad quedan destruidos. EI verdadero respeto tiene su funda-mento en la siguiente convicción: todo encuentro con cosas o per-sonas es en definitiva un encuentro con el Dios vivo, que llega hasta nosotros a través de las cosas y de los hombres. De aquí se deriva la exquisita valía de las cosas cotidianas y de todo lo que hacemos día por día. La relación con Dios comunica a lo cotidiano un aura de grandeza y sublimidad. El respeto tributado a las criaturas es, en definitiva, un respeto tributado a Dios. De no ser así, se convertiría en sentimentalismo naturalista y panteísta. Con el respeto de que venimos hablando aquí está en relación el hecho de que nos sen-timos responsables de todas las cosas que encontramos a nuestro paso, con un sentimiento de responsabilidad inspirado por las exce-lencias y valores que Dios ha comunicado a todo lo que existe. El amor se realiza en actos de abnegación y sacrificio. En esos actos se manifiesta su fuerza e intimidad. Como veremos más adelante, el yo humano en todo lo que tiene de más íntimo y característico, se deriva del amor creador divino, de modo que el hombre sólo puede existir superándose a sí mismo, saliendo de su limitación, trascen-diéndose. Por consiguiente, la abnegación y el sacrificio son aspec-tos esenciales de la vida humana. El hombre no llega a realizar su mismidad afirmándose a sí mismo, encerrándose en sus fronteras, levantando una muralla frente al tú; la abnegación (en favor de la fa-milia, del pueblo, de la Iglesia) es la suprema realización del yo. Sólo

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de este modo realiza la esencia que ha recibido de Dios, cumpliendo así, en definitiva, la voluntad divina. Mediante la abnegación y los sacrificios en favor de la comunidad, el hombre se entrega a Dios. La abnegación y sacrificio supremos del hombre y hasta del mundo entero tuvo lugar en la cruz de Cristo. La cruz resume y es la culmi-nación del sacrificio del mundo, y está por eso en el centro del mun-do y en el centro de la historia universal, humana y cósmica. Todos los sacrificios son una participación en este supremo sacrificio. Pero la abnegación no debe confundirse con la renuncia al propio ser.

B) El amor al mundo no es complacencia en las cosas de este mundo. El amor con que el cristiano ama al mundo no tiene nada de común con el placer y la comodidad. Todas las criaturas son referen-cias a Dios, todas nos muestran el camino hacia Dios. Si las ama-mos tal como son y no como nos las harían ver los ojos obcecados por la concupiscencia, tenemos que amar su significado, es decir, su referencia a Dios. Esto quiere decir que el amor a las cosas no termi-na en las cosas mismas, aunque afecta la unicidad concreta de las cosas y a pesar de que no las considera como mero motivo del amor a Dios; es, más bien, un amor, que trasciende las cosas y se dirige hacia el Dios que en las cosas se acerca a nosotros. En la mirada con que abarca las cosas, mira, a través de éstas, hacia Dios. Otra cosa hay que tener también en cuenta. La razón creyente sabe que el mundo de la experiencia con sus formas espacio-temporales, no posee todavía su existencia última y definitiva. Esta se halla prefor-mada y se funda en el cuerpo glorioso de Cristo. El mundo está en camino hacia un estado en que participará de la gloria revelada del Cristo glorioso. El amor con que ama al mundo el que cree en Cristo implica este hecho. Es un amor en que se desea que el mundo sea liberado de las formas deficientes del estado actual y que participe en la existencia gloriosa de Cristo. Por eso no puede quedarse pa-rado en la forma actual del mundo. Quiere, anhela y ansía la perfec-ción futura del mundo. Presenta un aspecto escatológico. No obs-

tante, en el mundo sometido al pecado, las criaturas pueden seducir al hombre, de modo que éste, deteniéndose en lo creado, encuentra ahí su complacencia y no mira hacia Dios a través de las criaturas. Cuanto mayor es la gloria, el poder, la grandeza y hermosura de las criaturas, tanto más fuerte e inminente es el peligro. También tras la numinosidad del mundo, es decir, precisamente en el parentesco divino de las criaturas, nos acecha siempre ese peligro.

C) Falla al dar el sentido verdadero de las cosas no solamente el que las diviniza, sino también el que las desprecia o hace mal uso de ellas. Continuamente nos priva Dios de bienes queridos, obrando según su voluntad y no según la nuestra, y de este modo nos prote-ge contra el peligro de adorarlos y abusar de ellos. Así obtenemos de nuevo esos bienes, pero en un sentido superior. “EI morir para el mundo, donde de continuo tenemos que abandonar cosas queridas porque así lo quiere Dios, es una actitud esencial del cristiano” Este abandonar las cosas no debe ser confundido con la negación budis-ta del mundo. No está inspirado por el desprecio al mundo, sino por el amor a todas las cosas del mundo. EI creyente se distancia de las cosas no porque las desprecia, sino para prevenirse contra la tenta-ción a usarlas de un modo opuesto a la voluntad de Dios y opuesto también, por consiguiente, al ser mismo de las cosas. Se trata aquí de una actitud inspirada por el amor auténtico y verdadero. En la distancia se obtiene la verdadera unión. Muchos se sienten tan ame-nazados por la susodicha tentación que creen no poder llegar hasta Dios si no es renunciando completamente al mundo. Otros dejan las cosas para dar testimonio de que Dios es el Señor del mundo, del cuerpo y del alma. Su actitud es distinta de la del budista, el cual desprecia las cosas y no les reconoce valor alguno; el cristiano reconoce siempre el valor de las cosas, aunque se trate de un va-lor relativo, es decir, fundado en la relación con Dios y en el origen divino del mundo. Este “dejar las cosas” o abandonar el mundo es, por consiguiente, un sacrificio. Nuestra creencia en la creación nos

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protege, pues, contra los peligros de una complacencia en el mun-do, olvidada de Dios, y contra una falsa complacencia en Dios, des-preciadora del mundo. El bautismo obliga al cristiano a distanciarse de las formas de este mundo. Este sacramento asesta un golpe de muerte a la existencia mundiforme, a la existencia espacio-temporal y constituye el fundamento de la participación en la vida gloriosa de Cristo. El abandonar, amando las cosas de este mundo, se convierte de este modo en confesión de la vida gloriosa de Cristo.

SCHMAUS, Teología dogmática II, Dios creador. Ríalp - Madrid 1959. Pág. 71-84

DIOS CREADOR 2. CREACION/ECOLOGIA

La «casi total desaparición del mensaje sobre la Creación en la cate-quesis, la predicación y la teología». En un tiempo como el nuestro, en el que la cuestión ecológica ha alcanzado un altísimo grado de interés social y se cuidan con particular sensibilidad las relaciones del hombre con su entorno natural, ha dejado «paradójicamente» de oírse en la sociedad dicho mensaje cristiano. En una época como la actual, en la que -como señalaba el Cardenal Ratzinger en un discurso pronunciado en mayo de 1989 ante los Obispos responsables de las Comisiones doctrinales de las diferentes Conferencias Episcopales de Europa- «ex-perimentamos el rebelarse de la creación contra las manipulaciones del hombre y se plantea, como problema central de nuestra responsabili-dad ética, la cuestión de los límites y normas de nuestra intervención sobre la creación, es altamente sorprendente que la doctrina de la crea-ción como contenido de fe haya sido en parte abandonada y sustituida por vagas consideraciones de filosofía existencial».

El mundo creado no es conocido por muchos en su más profunda verdad de ser un don amoroso hecho al hombre por Dios Creador, en el que se contiene una enseñanza sobre el Amor y la Sabiduría crea-dora -y, por tanto un profundo mensaje moral dirigido a la conciencia del hombre-, y la humanidad sufre a través de esa ignorancia o de ese olvido, una honda desorientación respecto del sentido de las cosas y de la propia existencia del hombre. De ahí «la urgente gravedad del problema de la Creación en la predicación actual», o bien, en frase mucho más fuerte y explícita, la necesidad de que «el mensaje sobre Dios Creador vuelva a encontrar en nuestra predicación el rango que le es debido». Es urgente, en definitiva, anunciar a los hombres con-temporáneos la verdad de la Creación y, para alcanzar ese fin, reavi-var ante todo en la conciencia de los cristianos la enseñanza revelada.JOSEPH RATZINGER, Creación y pecado, Navarra1992. EUNSA-3. Pág. 12 s.

DIOS CREADOR 3. CREACION/FIN

La creación revela la gloria de Dios tomando parte en ella, es de-cir, en cuanto que es realización de la gloria de Dios fuera de Dios. Todas las cosas son manifestaciones y símbolos de la majestad, dignidad, profundidad y plenitud de Dios. Todas anuncian la gloria de Dios=(gloria externa). Pueden prestar este servicio porque po-seen una gloria, dignidad y perfección derivadas de Dios y prefor-madas en El. Cuanto más rico es el ser de una criatura, tanto mejor puede revelar a Dios. La gloria de las criaturas nos incita a admirar y

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contemplar la gloria de Dios. En su grandeza y hermosura resplan-dece la grandeza y hermosura de Dios (Rom. 1, 20). Se mostrará más adelante que la medida en que una criatura de Dios revela su gloria no depende solamente de su esencia ontológica, sino además de su posición en los planes salvadores de Dios. La revelación de la perfección divina se denomina fin de la Creación; más exactamente, fin primario de la Creación (finis primarius). Al emplear la palabra fin no hay que pensar en una determinación externamente añadida. In-dica, al contrario, una determinación y sentido propios de las cosas. Las criaturas cumplen la finalidad a que aquí nos referimos por el mero hecho de que son expresión de la voluntad amorosa de Dios. Como quiera que la revelación de la perfección divina se obtiene por el mero hecho de que las cosas mismas poseen perfección, el estar al servicio de la gloria de Dios no implica esclavitud ni servidumbre en pro de un teleologismo externo. Se trata de un acto de fidelidad a sí mismas. En cuanto que son lo que son y como son, ensalzan la gloria de Dios. Como quiera que Dios es el Señor que se comunica desbordante por los caminos del amor, las criaturas no solamente nos hablan de su amorosa bondad, sino también de su terrible ma-jestad, no solamente de su bondad, la cual produce sentimientos de admiración y encanto, sino también de su poder y señorío, los cua-les hacen que nuestro corazón se estremezca.

PODER: Nótese, especialmente, que también el poder humano es una revelación de Dios, es decir, una revelación de la omnipo-tencia divina. De por sí es un bien, es bueno. Más aún, por ser una participación en la soberanía incondicional y en la libertad de Dios, puede revelar a Dios de un modo especialmente eficaz. Pero tampo-co se debe olvidar que en el orden actual del mundo, quebrantado por el pecado, el poder está sometido a peligros especiales, que se derivan de la impía autocracia humana. En el sector del poder puede adquirir éste las formas más desastrosas. Corruptio optimi pessi-ma. El que cae desde la altura de una elevada cima se precipita en

abismos más profundos que aquel que al caer se hallaba en un bajo montículo. Con gran dificultad y raramente suelen ver este peligro los que detentan el poder.

La Sagrada Escritura habla en diferentes lugares de los peligros a que están expuestos los que detentan el poderío terrestre. En Daniel (11, 36) el príncipe Antíoco Epifanes, que había profanado el tem-plo introduciendo el culto de los ídolos y divinizándose a sí mismo, es descrito con las mismas palabras que emplea San Pablo (1Ts 2, 1-13) para describir al “adversario” (anticristo). Ezequiel (28, 2) con-deNa al parecido tirano de Tiro. Las palabras del AT, además de su importancia en lo referente a la Historia de la Salud, hacen relaCIón al futuro. Se trascienden a si mismas, ya que ellas, como todo el AT, contienen profecías. Los reyes arriba nombrados hacen lo que en to-dos los tiempos se hará contra Dios. El hombre autócrata se sentirá siempre inclinado a negar a Dios la gloria y a glorificarse a sí mismo. La Historia será siempre el escenario en que se luchará por la “gloria Dei” o por la “gloria mundi”. El jefe de los que buscan la “gloria del mundo” no es otro que Satanás. Dirige a todos los que odian a Dios y a los que adoran a los ídolos, pero obra ocultamente. En los pode-rosos de este mundo es donde mejor puede desarrollar su actividad. Cuando se rebelan contra Dios, ofrecen a Satanás una posibilidad especial para corromper el mundo. “Con gran facilidad olvida el rey terreno que no es más que un representante del Dios celestial. En tal caso olvida la comisión que ha recibido de Dios... Olvida que las armas de la política son impotentes frente a las últimas y verdaderas necesidades del hombre. En tales casos, aparece como rey redentor y salvador y se llama a sí mismo “soter”. Olvida que es un hombre sometido al pecado y que en su actividad política necesita perdón y gracia. Por eso quiere ser festejado como si fuera un dios... Olvida que es un ser sometido a la muerte, cuyo trabajo político va afectado por el signo de la caducidad. En tales casos, sueña en la eternidad de su obra... Olvida la gloria de Dios y se la niega... En tales casos,

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la comunidad de los que sólo glorifican a Dios es para él un escán-dalo, la persigue con odio creciente, se convierte en adversario de Dios y en partidario de Satanás... Cuando la civitas terrena es venci-da por su propio demonio en la lucha contra los demonios del caos, la misión histórica del poderío político se convierte en lo contrario. La atalaya contra el Anticristo se convierte en una atalaya del Anti-cristo... La civitas terrena queda convertida en una civitas diaboli” (E. Stauffer, Die Theologie des NT, 1941, 67).

Hay que observar, además, que las criaturas no son solamente reve-laciones de Dios, sino también ocultamientos de Dios. Como ya se ha indicado varias veces, no obra del mismo modo que el hombre, el cual se manifiesta y representa en su obra, hasta el punto de que partien-do de la obra se puede penetrar en los más profundos recintos de su interioridad. La Naturaleza sólo nos revela el aspecto exterior de Dios, por decirlo así, y con respecto a ese aspecto exterior sólo nos ofrece una idea imprecisa e inadecuada. Aunque el mundo haya sido creado a la semejanza de Dios, es en mayores proporciones desemejante. Esta peculiaridad ha experimentado una profunda modificación debido al pe-cado. Frente al mundo pecaminoso se halla planteado el problema de determinar si puede ser la obra de un Dios bondadoso, en vista de sus oscuridades y entenebrecimientos, de su precariedad, de sus males y absurdidades. Resulta, pues, que no se puede encontrar con facilidad a Dios en las cosas de la Creación. Tiene que esforzarse mucho el que quiera encontrar el semblante de Dios oculto tras numerosos velamien-tos. Para llevarlo a cabo hay que poseer una mirada clara y un corazón dispuesto a recibir a Dios. Es necesario el esfuerzo de un espíritu empe-ñado en descubrir a Dios. Podemos, por eso, pasar junto a las cosas sin ver a Dios. Es un caso parecido al del que tiene en la mano el auricular y no puede oír la voz del amigo debido a los ruidos que hay en torno a él.

·Newman-CARDENAL ha descrito esta situación en su sermón sobre la Infinitud de las propiedades divinas (en Sermones del pe-ríodo católico): “Pero como quiera que estas propiedades son en

Dios infinitas, sobrepasan por su profundidad y perfección nuestras capacidades intelectivas y sólo la fe puede comprenderlas. Bajo este respecto, las grandes fuerzas naturales que Dios ha puesto en el mundo visible sólo pueden darnos una débil idea. ¿Hay nada más cotidiano y conocido que los elementos, nada más simple y ob-vio que su existencia y actividad? No obstante, ¡cuán diversos son los fenómenos en que se manifiestan, qué impresión de grandeza y fuerza nos producen cuando desarrollan la plenitud de sus posibili-dades! ¡Qué ameno es el aire invisible y cuán íntima es la unión que nos liga con él! Lo respiramos en cada momento y no podemos vivir sin él. Acaricia nuestras mejillas y nos rodea por todas partes; nos movemos sin esfuerzo dentro de él, que, obediente, se aparta cuando pasamos y sumiso sigue nuestros pasos cuando marchamos hacia adelante. Pero que el aire desarrolle toda su fuerza, y el mismo sereno soplo que antes estaba al servicio de nuestras necesidades o capri-chos nos levanta ahora con la fuerza de un invisible ángel, nos lanza en el espacio y nos arroja repentinamente al suelo. Oíd a la fuente y podréis recoger a beneplácito en vasos y jarros de agua cuanto ne-cesitáis. Sea mucha o poca el agua que necesitáis para calmar la sed o para limpiaros del polvo o suciedad de la tierra, la fuente os presta siempre obediente sus servicios y está siempre a vuestra disposición. Pero id a la playa, junto al mar, y veréis cómo este sumiso elemento se transforma ante vuestros ojos. En sus humildes orígenes apenas si os habéis dado cuenta de él, pero ¿quién podrá dejar de maravi-llarse cuando deja vagar la mirada por la infinita superficie del mar? ¿Quién no se estremecerá al oír el ronco estrépito de las olas cuando se precipitan sobre los cantiles de la costa? Y ¿quién no sentirá horror y temblor al percibir cómo se inquieta el mar, se hinche y asciende, y abre sus abismos, y, a modo de juguete, es arrojado de un lado a otro por la marea, y queda a la merced de un poder que antes parecía ser su amigo y aun esclavo? O contemplad la llama y ved cómo esparce calor y luz. Pero no os acerquéis demasiado, confiando en ella, si no

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queréis experimentar cómo se modifica su naturaleza. El mismo ele-mento que tan hermoso parece a la vista, tan resplandeciente y de movimientos tan gráciles mostrará el otro aspecto de su ser, su fuerza irresistible; el fuego atormenta, consume y convierte en ceniza las co-sas que hace un momento recibían de él luz y vida.

Algo parecido sucede con las propiedades de Dios. Lo que conoce-mos de ellas está al servicio de nuestro cotidiano bienestar. Son para nosotros luz y vida, alimento, guía y apoyo; pero subid con Moisés al monte y dejad que el Señor pase delante de vosotros, o permaneced con Elías en el desierto, en momentos de tormenta, de terremotos y de incendios: entonces todo queda envuelto en misteriosa oscuridad. La razón queda desconcertada, la fantasía pierde su poder y queda deslumbrada, callan los sentimientos y sabemos entonces que somos meros hombres mortales y que El es el Señor, y sabemos que la silue-ta que de El nos ofrece la Naturaleza no es, ciertamente, una imagen perfecta, pero sí una imagen que no deja de estar en relación con la luz y sombras que le comunica, vivificándola, la Revelación.”

La gloria de Dios es manifestada de distinta manera por las criatu-ras, según el grado de su perfección ontológica. Las criaturas irracio-nales, con su mera existencia y su perfección, manifiestan la grandeza y perfección de Dios. Son revelaciones de Dios (revelación “natural”). Con mayor razón, al parecer, se puede hablar de la revelación de la gloria de Dios mediante la creación irracional, si existe alguien a quien le haya sido anunciada la perfección de Dios, es decir, si existe un es-píritu que puede percibir el himno de alabanza con que la Naturaleza ensalza a Dios. La Naturaleza creada, por consiguiente, hace referen-cia al espíritu creado, que es la corona de la creación. En este sentido puede afirmarse que Dios ha creado el mundo para el hombre y por amor al hombre. En él experimenta el hombre el poder y la grandeza, la sabiduría y la dignidad de Dios. Cuanto más estudia el mundo con sus inmensas proporciones, tanto mejor llega a conocer el misterio infinito e inescrutable de la divinidad.

“Sin confundir la Naturaleza con Dios y sin dejar de colocar la Naturaleza por debajo de Dios, el hombre consigue descubrir en la creación las propiedades divinas bajo la forma de fuerzas vivas y absolutas, las cuales ora despiertan en él sentimientos de supremo respeto, debido a su infinita sublimidad y majestad, ora sentimientos de amor, agradecimiento, de alegría santa y de confianza, debido a la infinita benevolencia, bondad, misericordia, claridad y suave po-derío que en ella se manifiestan. De este modo, el espíritu pasa en la escala de los sentimientos determinados por la Creación por cada uno de los grados, desde el íntimo y pavoroso temblor del alma has-ta el supremo y más profundo encanto, de modo que no hay cuerda alguna que deje de vibrar. No obstante, no se incurre en el peligro de confundir las fuerzas do Dios con las fuerzas de la Naturaleza; las manifestaciones de las fuerzas activas de la Naturaleza proporcio-nan una idea viva de las fuerzas de Dios, sin bien es cierto que éstas son totalmente distintas e infinitamente superiores comparadas con aquéllas. Las propiedades de Dios reveladas por la Naturaleza son las siguientes: la grandeza, la majestad, el poder y la fuerza, la sa-biduría, la bondad y el amor, la gloria, la adorabilidad y la loabilidad” (-Staudenmaier, Die christliche Dogmatik III, pág. 329).

Cabe preguntar, es cierto, si el cosmos no poseerá tal inconmen-surabilidad que el hombre no sea capaz de escudriñar sus abismos y la gloria de Dios que en él se manifiesta, por mucho que dure el transcurso de la Historia terrena. Efectivamente, se puede admitir que el hombre no llegará nunca a comprender exhaustivamente la grandeza del mundo, y nunca, por consiguiente, podrá captar debi-damente la gloria de Dios oculta en la gloria de la creación. Más aún, cuanto mejor conoce el cosmos, tanto más incomprensible le pare-ce. Y ahora cabría preguntar: ¿no es el mundo demasiado grande y majestuoso para poder afirmar que existe por amor del hombre, puesto que el hombre no llegará nunca a comprender la gloria de Dios que ese mundo encierra, debido al hecho de que el hombre no dispone de capacidades suficientes para percibirla y captarla?

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A esta pregunta se responde de la manera siguiente: a) Aunque la inteligencia humana no disponga de capacidades suficientes para comprender la gloria de Dios que resplandece en la inmensidad del mundo, la inconmensurabilidad del universo excita al hombre de continuo a reconocer la grandeza de Dios. En ]a incomprensibilidad del mundo, el hombre puede percibir, como en un símbolo que ha-blase, la imponente incomprensibilidad de Dios. El hombre que sabe que no es más que un punto insignificante en la totalidad del mundo percibirá con mayor facilidad sus propias fronteras y el mundo pue-de enseñarle a someterse a la grandeza de Dios. Al mismo tiempo, el hombre que al contemplar el mundo experimenta la grandeza de Dios y sus propias fronteras puede formarse una idea tanto más viva del amor incomprensible con que Dios se inclina hacia él. Por otra parte, al ver el mundo el hombre descubre su propia grandeza. El hombre, en efecto, percibe que el universo, aunque cuantitativa-mente superior, puede ser captado por su espíritu. De este modo reconoce su superioridad y se siente inclinado a alabar a Dios, que tan elevado grado le ha señalado dentro de la creación total. Ex-perimenta, por consiguiente, que aun su existencia natural es “una gracia” y se siente obligado a dar gracias y a alabar a Dios por ella. Además, el hombre puede darse cuenta del valor que tiene ante Dios, al considerar que en la encarnación ha tomado la naturaleza humana, mientras que el mundo no ha sido objeto de semejante be-nevolencia, a pesar de su cuantitativa superioridad.b) A esta primera consideración viene a añadirse un nuevo punto de

vista. Aunque el hombre no pueda llegar a comprender plenamen-te la gloria del mundo dentro de la Historia, puede comprenderla mejor en aquella otra forma de existencia que comienza después de la muerte. El mundo es tan poderoso, inmenso y abismático, que aun el hombre provisto de nuevas capacidades cognoscitivas podrá descubrir en él nuevos y desconocidos aspectos de Dios.

c) Quizá se podría decir también: la grandeza del mundo, que el hombre no puede comprender, puede ser comprendida por los

espíritus exentos de materia llamados ángeles, de modo que la gloria de Dios que se manifiesta en el mundo y que permanece oculta para el hombre es comprendida por los ángeles. De este modo, el mundo serviría también para revelar a los ángeles la glo-ria de Dios. Tiene que ser muy superior a la humana, porque de otra manera no podría ofrecer mucho a los ángeles. Esta opinión puede ser defendida con tanto más fundamento cuanto más ínti-ma sea la unión que se establezca entre el mundo y los ángeles. Sobre este punto Schell escribe lo siguiente (en su Katholische Dogmatik, 1890, volumen II, 199):

‘ Los ángeles son “efectivos ciudadanos del mundo”. Investigan el mundo, los fundamentos y la interdependencia de las cosas; per-siguen determinados intereses, en parte de finalidad opuesta, en la lucha del bien contra el mal; en parte opuestos en la elección y aplicación de los medios que han de servir a una finalidad buena, como en el caso de los ángeles patronos de las naciones; los án-geles son príncipes de los pueblos y espíritus protectores, men-sajeros de Dios enviados a los hombres y defensores de éstos ante el trono del Señor del mundo. Los ángeles no poseen desde el principio un conocimiento perfecto, sino que adquieren nuevas experiencias al observar la historia del mundo; los acontecimien-tos les excitan, se enardecen y arden, aman y odian, se apresu-ran y luchan, combaten y se esfuerzan; deliberan sobre la suerte del mundo y de la historia de las naciones (Dan. 4), se aparecen y operan en el mundo, se hallan dentro de un intercambio mu-tuo de enseñanza y misión, su actividad está localmente limitada, han pasado por un momento de decisión histórica y debido a ella tienen una misión temporal y una historia hasta que llegue el día del Juicio final. Los ángeles son, pues, ciudadanos efectivos del inmenso reino de Dios.”

d) Si fuese seguro que no sólo en la tierra, sino también en otros as-tros existen seres dotados de razón, se podría aducir como nueva

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razón que éstos descubren en el Universo aspectos de la gloria de Dios que permanecen ocultos para los habitantes de la tierra. De este modo, la creación de Dios anunciaría la gloria de Dios a los hombres en la tierra, a los bienaventurados del cielo (tanto hombres como ángeles) y a los habitantes de otros mundos.

Contra la existencia de tales seres se puede aducir el hecho de que según el estado actual de nuestros conocimientos físicos so-lamente la tierra posee las condiciones necesarias para el desa-rrollo de la vida. En pro de la tesis en que se afirma que la creación está en relación con el hombre, puede aducirse el hecho de que el mundo adquiere mayor riqueza y variedad de formas según se va acercando al hombre, haciéndose cada vez más árido y monó-tono según se va separando de él.De este modo, las Ciencias Naturales y los conocimientos, los

descubrimientos e invenciones, nos permiten descubrir con cada progreso un nuevo aspecto de Dios. Por eso León XIII incita en su encíclica Aeterni Patris, 1879, al cultivo de las ciencias profanas. El creyente no tiene por qué temer ante los resultados de las investi-gaciones científicas; más aún, él debe fomentarlas y cultivarlas. En definitiva, ellas le ofrecen nuevas misivas del Creador. En la preocu-pación por la Revelación de Dios, en la naturaleza el creyente es in-citado e impelido más fuertemente que aquel que se mueve sólo por motivos inmanentes al mundo. Es claro que este último no consigue verdaderos progresos en la ciencia, si no cultiva las investigaciones con responsabilidad, es decir, considerándolas como una respuesta del hombre a Dios, y, por consiguiente, con amor. Pío XII ha incitado en multitud de ocasiones a este cultivo responsable de las ciencias.

Es sobre todo el arte el que por medio de la palabra, del sonido y de la forma puede hacer hablar a la Naturaleza muda y puede des-cubrir su misterio, mostrando que también ella revela a Dios. Cual-quier arte verdaderamente auténtico cumple esta misión por el mero

hecho de existir. Así se comprende por qué aun fuera del sector cristiano se ha dicho de los poetas que están llenos de Dios. En sus obras redimen a la Naturaleza de su estado de mudez y pesadez y la convierten en un medio en que se transparenta la divinidad. Cle-mente Brentano dice:

“El arte auténtico es un precursor de la vida nueva sobrenatural, puesto que tiende, sin saberlo, hacia el Señor. También las artes son voces en el desierto; son como alfombras que se extienden bajo los pies de los particulares. Pide que el arte sea bueno; él enseña a cantar y alabar; lo mismo que la vida, está entre el cielo y el infierno y abre las puertas de ambos; la piel de los animales tiene que ser curtida para que se puedan grabar en ella letras y palabras.”

A la gloria de Dios sirve la creación en cuanto que es instrumento que ejecuta la voluntad divina. Las cosas y fuerzas naturales son servidores, mensajeros y auxiliares de la voluntad divina (Stauden-maier). De este modo, la Naturaleza adquiere una importancia espe-cial dentro de la Historia del hombre.

B. La gloria de Dios en el aspecto subjetivo.Lo que la Naturaleza rinde por medio de su pura existencia (fin ob-

jetivo de la Creación), tanto más cuanto más rica es y cuanta mayor sea la claridad con que el espíritu creado percibe su voz, eso mismo ha de realizar conscientemente el espíritu creado (fin subjetivo de la Creación). Por una parte, el espíritu creado lo mismo que la Na-turaleza irracional, son revelación de la espiritualidad y libertad, del poder y del señorío de Dios. El espíritu es de por sí una revelación de Dios. Aparece directamente como don de Dios. Por otra parte, el espíritu está obligado a afirmar conscientemente este estado de cosas. Su misión consiste en reconocer, descubrir y ensalzar la gloria de Dios en sí mismo y en la Naturaleza. Los dones de la Creación se convierten para él en obligaciones. Los dones de Dios imponen siem-pre obligaciones al hombre. De este modo, el servicio, la alabanza

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y exaltación de Dios vienen a ser una misión incondicional que han de cumplir todas las criaturas. Esta misión comunica a la Historia su más íntimo y vehemente dinamismo. En definitiva, se trata siempre en la Historia de si los hombres buscan la gloria de Dios o la gloria del mundo, que es la gloria del hombre mismo. Como quiera que aquí se trata del sentido último y profundo del mundo, surgen en torno a este problema las más acaloradas luchas que conoce la Historia.

ADORACION/QUE-ES: Adorar es, pues, la principal misión de las criaturas. No hay situa-

ción ni tiempo alguno en los cuales la adoración no sea la misión principal del hombre. En la adoración, el hombre reconoce que Dios es el señor incondicional de la vida y de la Historia. El hombre que adora se convierte en instrumento del señorío divino. Los adorado-res son servidores del Reino de Dios. O para decirlo con más preci-sión: por medio del hombre que adora fomenta Dios el desarrollo de su señorío en el mundo. Teniendo en cuenta que Dios es la santi-dad, la verdad y el amor personalmente y en unión indisoluble, más aún, en absoluta identidad, el fomento y desarrollo del señorío divino son idénticos con el fomento y desarrollo del señorío de la santidad, verdad y amor personales. De ahí se deduce que la adoración no es una actividad meramente teórica y desligada de toda relación con la vida y el mundo. El fomento y desarrollo del amor y de la verdad en el mundo implican para éste la Salud, ya que el mundo sólo puede salvarse en la verdad y en el amor, es decir, en Dios, y tiene que incurrir en el caos cuando se aleja de Dios. Además, el que adora a Dios, al someterse a los mandatos de la voluntad divina, recibe los mejores impulsos para estructurar debidamente el mundo. Es preci-so observar, sobre todo, que del cumplimiento o no cumplimiento de esta misión principal dependen la salvación y condenación eternas.

Dada la importancia de esta misión, se comprende que Dios mis-mo se cuide de su cumplimiento. Sucede esto de diferentes modos.

Uno de esos modos, enigmático para el incrédulo, misterioso pero comprensible para el creyente, es el dolor que Dios envía precisa-mente a los que le aman. Por lo que se refiere al cumplimiento de la misión principal de la Historia, que como hemos visto consiste en la glorificación y exaltación de Dios, el hombre es responsable tanto en cuanto que es un ser individual como en cuanto que es un ser que vive dentro de la comunidad. Si dentro de una comunidad dada éste o el otro individuo no honran y glorifican a Dios debidamente, los miembros de la comunidad que conocen la necesidad y obligato-riedad de la misión se sentirán inclinados a cumplirla en nombre de los indiferentes y descuidados, a fin de que lo que necesariamente tiene que ser hecho no quede sin cumplimiento o se cumpla sólo indebidamente. Ahora bien, el dolor es uno de los medios de que disponemos para honrar a D&os en nombre de otros y para confesar que Dios es el señor del mundo. Mediante el dolor, Dios ata y en-cadena al hombre para que éste no pueda moverse libremente. De este modo, se convierte en llamada que excita al hombre a dejarse encadenar por Dios. El que escucha esta llamada y está dispuesto a dejarse encadenar por Dios, reconociendo que El, Dios, es el señor absoluto, honra debidamente a Dios y evita la actitud orgullosa del pecador que busca su propia gloria y no la del Señor. Sólo en Cristo y con Cristo puede llegar el hombre a adoptar la actitud debida.

El aspecto cristológico de la Creación.a) La (objetivamente) suprema revelación de la gloria de Dios y la

más pura exaltación de su honra es el Hijo de Dios encarnado. En El percibimos lo que Dios es. La Naturaleza no revela siempre adecuadamente a Dios, siendo con frecuencia causa de interpre-taciones equivocadas. Todas las ideas relativas a Dios obtenidas en el estudio y observación de la Naturaleza tienen que ser co-rregidas comparándolas con la Revelación en Cristo. La repug-nancia que pudiésemos sentir a reconocer al Dios que se revela en Cristo es un signo seguro de que nosotros preferiríamos que

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Dios fuese tal como nos gusta y es también un signo de que no estamos dispuestos a reconocer a Dios tal como es y como se nos manifiesta. La gloria de Dios resplandece en la existencia y en la vida y, sobre todo, en la Pasión y Muerte, en la Resurrección y Ascensión de Cristo, en el Cristo superviviente, en la Iglesia.

El Cristo glorioso es la culminación de la glorificación objetiva de Dios, ya que en la naturaleza gloriosa de Cristo se transparentan la santidad, la verdad y el amor de Dios con claridad o intensidad infi-nitas. En El aparece con toda claridad la forma perfecta del señorío de Dios. El Señor es el centro de la creación plenamente inundada de luz y calor divinos. La gloria de Dios manifestada por Cristo en su vida y, sobre todo, en su estado glorioso, se realiza dentro de la Historia y se concentra, a través de velos y cendales, en la Iglesia, de modo que en ésta aparece con toda claridad para el que es ca-paz de verla, es decir, para el creyente. Considerada desde este punto de vista, la Iglesia es la inintermitentemente actual gloria de Dios, la cual aparece en ella a través de velos y cendales.

La gloria de Dios resplandece en la oscuridad de la Historia a tra-vés de ese misterio que es la Iglesia, es decir, en la predicación eclesiástica y en los sacramentos, así como también en la acti-vidad histórica de la Iglesia, sobre todo en sus sufrimientos, que son una participación en la cruz de Cristo, apareciendo en ellos como cuerpo “místico” crucificado de Jesucristo. Dios opera en el hombre tanto por medio de la palabra de la Anunciación como por medio de la institución de los signos sacramentales. La actividad de Dios santifica y transforma. Con los dos medios susodichos, interviene Dios activamente en la vida del hombre, sirviéndose de la Iglesia como de instrumento y fomentando su señorío. En cuanto que Dios se sirve de la Iglesia como de instrumento para aumentar su señorío, queda ésta convertida en lugar donde se manifiesta ese señorío, de modo que el hombre puede percibirlo en la Iglesia con los ojos de la fe. De un modo especial está pre-

sente la gloria de Dios en los sacramentos de la Iglesia. En ellos, como explicaremos en otro lugar, se actualizan de algún modo la Muerte y Resurrección de Cristo, ya sea en su eficacia, como enseñaba la teología medieval, ya sea en su aspecto de aconte-cimiento, como lo enseña la “teología de los misterios” (Casel) y, según ella, también la teología de los Santos Padres. Los Sacra-mentos son, pues, signos de la santidad y del amor, de la justicia y la misericordia de Dios.

La Iglesia, y con ella toda la Creación, que participan en la gloria de Cristo, aguardan la hora en que aparecerá resplandeciente la gloria de Dios, ahora oculta en el hombre redimido y en la Naturaleza (cie-lo, transfiguración del mundo: véase el Tratado sobre los Novísimos). Entonces, Dios aparecerá sin velos que le oculten en la conciencia del hombre y a través de la corporeidad transformada del hombre, así como a través de la materialidad transformada del mundo res-plandecerá la gloria del Señor. Entonces veremos con claridad hasta qué grado de grandeza y dignidad conducirá Dios su propia obra.

b) En Cristo, Dios ha recibido la suprema adoración posible (glorifi-cación subjetiva). En la crucifixión, Cristo se ha entregado incon-dicionalmente al Padre, reconociendo, de este modo, que es El el señor de la Creaci6n. De este modo ha sido definitivamente instaurado y asegurado el señorío de Dios (el Reino de Dios), aunque todavía no ha adquirido su forma definitiva.

Como acabamos de indicar, se ha cuidado de que el señorío de Dios por El instaurado, es decir, el señorío de la santidad, de la verdad y del amor personales, quede eficazmente representado a través de los tiempos hasta que llegue la hora de su perfecci6n definitiva. Ha creado para ello una autoridad especial, un pueblo de Dios, un heredero del “pueblo de Dios” del AT, la Iglesia, que es su “cuerpo místico”. La Iglesia tiene la misi6n de dar a Dios, hasta el fin de los tiempos, la honra que le corresponde, tiene la misión de reco-nocer voluntaria y conscientemente la divina gloria que en ella se

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13. Dios Creador 14. Significado de los relatos bíblicos de la creaciónÍNDICE

manifiesta objetivamente, de anunciarla y exaltarla. Lo que en ella se manifiesta objetivamente, la Iglesia lo realiza subjetivamente de diferentes modos, especialmente mediante la anunciación de la palabra y mediante los Sacramentos, es decir, mediante el cul-to, o para expresarnos de otro modo, en cuanto que asume con amor, obediencia y voluntariamente las formas que le ha confiado Cristo y en las cuales resplandece la gloria de Dios. En el culto de la Iglesia actúa y se prolonga la obra de adoración con que Cris-to ha honrado al Padre. Cristo ha glorificado al Padre y la Iglesia continúa esta glorificación mediante los signos sacramentales, en los cuales, como ya dijimos, se actualizan la Muerte y Resurrec-ción de Jesucristo. Mediante los Sacramentos, la Muerte y Resu-rrección de Cristo están siempre presentes en la Iglesia, a fin de que ésta pueda compenetrarse con la actividad y la voluntad del Señor. La voluntad de Cristo, su amor y su obediencia, su abne-gación y su adoración adquieren eficacia perenne en la Iglesia. De este modo, el culto, que es una manifestación objetiva de la crucifixión y una glorificación objetiva de Dios, se convierte en una glorificación subjetiva del Padre que está en el cielo. Del modo más eficaz sucede esto en la celebración de la Eucaristía. Dentro del culto eucarístico, la glorificaci6n de Dios se expresa con toda claridad a través de una serie de textos, por ejemplo, en el gloria, prefacio y sanctus, en la doxología, en la oración que se pronun-cia al elevar el cáliz después de la Consagración.La Creación entera glorifica a Dios en Cristo, que es la cabeza de

la Creación. Dios recibirá la adoración suprema el día en que todos los bienaventurados del cielo, reunidos en torno a Cristo, su cabeza, en un cielo y tierra nuevos, glorifiquen a Dios en un acto eterno de alabanza, siendo Dios todo en todo (I Cor. 15, 28). Esta será la for-ma perfecta del señorío de Dios, instaurado por Cristo, eternamente asegurado y fomentado en el mundo por la Iglesia.SCHMAUS, Teología dogmática II, Dios creador. Ríalp - Madrid 1959. Pág. 107-119

SIGNIFICADO DE LOS RELATOS BIBLICOS DE LA CREACION

1. Gn/01/01-19: Estas palabras con las que comienza la Sagrada Escritura me producen siempre la misma impresión que el tañido festivo y lejano de una antigua campana, la cual logra con su belleza y solemnidad conmover mi corazón y permitir adivinar algo del mis-terio de la eternidad. Para muchos de nosotros, además, va unido a estas palabras el recuerdo de nuestro primer contacto con el libro sagrado de Dios, la Biblia, que se abría ante nuestros ojos por este pasaje, que nos trasladaba enseguida lejos de nuestro mundo pe-queño e infantil, nos cautivaba con su poesía y nos permitía adivinar algo de lo inconmensurable de la Creación y de su Creador.

Y, sin embargo, frente a estas palabras se produce una cierta con-tradicción; resultan hermosas y familiares, pero ¿son también verda-deras? Todo parece indicar lo contrario, pues la Ciencia ha abando-nado desde hace ya mucho tiempo estas imágenes que acabamos de oír: la idea de un Universo abarcable con la vista en el tiempo y en el espacio y la de una Creación construida pieza a pieza en siete días. En lugar de esto nos encontramos ahora con dimensiones que sobrepasan todo lo imaginable. Se habla de la explosión originaria ocurrida hace muchos miles de millones de años con la que comen-zó la expansión del Universo que prosigue ininterrumpidamente su curso y nada de que en un orden sucesivo fueran colgados los as-tros ni creada la tierra, sino que a través de complicados caminos y durante largos períodos de tiempo se han ido formando lentamente la tierra y el Universo tal y como nosotros los conocemos.

Entonces, ¿ya no es válido este relato de ahora en adelante? De he-

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cho, hace algún tiempo, un teólogo dijo que la Creación se había con-vertido en un concepto irreal y que desde un punto de vista intelectual ya no se debía hablar más de Creación, sino únicamente de mutación y de selección. ¿Son verdaderas aquellas palabras? ¿O acaso ellas junto con toda la palabra de Dios y con toda la tradición bíblica nos ha-cen retroceder a los sueños de infancia de la historia de la humanidad, sueños de los que quizá sentimos añoranza, pero en cuya búsqueda no podemos ir porque de nostalgia no se vive? ¿Existe también una respuesta positiva que podamos dar en esta época nuestra?

1. La diferencia entre forma y fondo en el relato de la CreaciónPrecisamente una primera respuesta se elaboró hace ya algún

tiempo cuando iba cristalizando la teoría de la formación científi-ca del Universo; respuesta que probablemente muchos de ustedes han aprendido en las clases de religión. Dice así: La Biblia no es un tratado científico ni tampoco pretende serlo. Es un libro religioso; no es posible, por lo tanto, extraer de él ningún tipo de dato científi-co, ni aprender cómo se produjo naturalmente el origen del mundo; únicamente podemos obtener de él un conocimiento religioso. Todo lo demás es imaginación, una manera de hacer comprensible a los hombres lo profundo, lo verdadero. Hay que distinguir, pues, entre la forma de representación y el contenido representado. La forma se escogió de los modos de conocimiento de aquel tiempo, de las imágenes con las que los hombres de entonces vivían, con las que se expresaban y pensaban, con las que eran capaces de entender lo grandioso, lo genuino. Y solamente lo verdadero, que se ilustra-ba por medio de las imágenes, era lo que en realidad permanecía y se entendía. De manera que la Escritura no pretende contarnos cómo progresivamente se fueron originando las diferentes plantas, ni cómo se formaron el sol, la luna y las estrellas, sino que en último extremo quiere decirnos sólo una cosa: Dios ha creado el Univer-so. El mundo no es, como creían los hombres de aquel tiempo, un laberinto de fuerzas contrapuestas ni la morada de poderes demo-

níacos, de los que el hombre debe protegerse. El sol y la luna no son divinidades que lo dominan, ni el cielo, superior a nosotros, está habitado por misteriosas y contrapuestas divinidades, sino que todo esto procede únicamente de una fuerza, de la Razón eterna de Dios que en la Palabra se ha transformado en fuerza creadora. Todo pro-cede de la Palabra de Dios, la misma Palabra que encontramos en el acontecimiento de la fe. Y así no sólo los hombres, al conocer que el Universo procede de la Palabra, perdieron el miedo a los dioses y demonios, sino que también el Universo se inclinó ante la razón que se eleva hacia Dios. De esta forma, el hombre se abrió saliendo sin temor al encuentro de este Dios. Esta narración le permitió conocer, dejando a un lado el mundo de los dioses y de las fuerzas misterio-sas, la verdadera explicación: que sólo una fuerza «está al final de todo y nosotros en sus manos»: el Dios vivo, y que esta misma fuer-za que ha creado la tierra y las estrellas, la misma que contiene el Universo entero, es la que encontramos en la Palabra de la Sagrada Escritura. En esa Palabra palpamos la auténtica fuerza originaria del Universo, el verdadero Poder sobre todo poder. (...)

2. La unidad de la Biblia como criterio de interpretaciónBI/QUÉ-ES:

(...) El relato de la Creación contenido en el primer capítulo del Génesis, que hemos oído, no está ahí como un bloque errático, ter-minado y cerrado en sí mismo. Al fin y al cabo la Sagrada Escritura no es como una novela o un simple manual, escritos de un tirón desde el principio hasta el final; es más bien el eco de la historia de Dios con su pueblo. Es el resultado de las luchas y los caminos de esta historia; recorriéndolos, podemos conocer los auges y deca-dencias, los sufrimientos, las esperanzas, la grandeza y de nuevo la flaqueza de esta historia. La Biblia es, pues, expresión del empeño de Dios por hacerse progresivamente comprensible al hombre; pero es al mismo tiempo expresión del esfuerzo humano por comprender

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progresivamente a Dios. De manera que el tema de la Creación no aparece sólo una vez, sino que acompaña a Israel a lo largo de su historia; en efecto, todo el Antiguo Testamento es un caminar en compañía de la Palabra de Dios. A lo largo de este caminar se ha ido conformando, paso a paso, la auténtica expresión de la Biblia. De ahí que nosotros sólo podamos reconocer en la totalidad de ese camino su verdadera dirección. De esta manera, como un camino, van juntos el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento se presenta para los cristianos, en sustancia, como un avanzar ha-cia Cristo. Precisamente, en lo que a El respecta, se hace evidente lo que propiamente quería decir, lo que paso a paso significaba. De modo que cada parte recibe su sentido del conjunto, y éste lo recibe de su meta final, de Cristo. Y nosotros, desde un punto de vista teo-lógico, sólo interpretamos correctamente un texto en concreto -así lo vieron los Padres de la Iglesia y la fe de la Iglesia de todas las épocas-, cuando lo consideramos como parte de un camino que va hacia delante, es decir, cuando reconocemos en él la dirección inte-rior de este camino. ¿Qué significado tiene entonces esta conside-ración para comprender la historia de la Creación? En primer lugar, debe constatarse que Israel siempre ha creído en Dios Creador y en esa creencia coincide con todas las grandes culturas de la Anti-güedad. Pues, incluso en medio del oscurecimiento del monoteís-mo, todas las grandes culturas han conocido siempre a un Creador del cielo y de la tierra, en una sorprendente coincidencia también entre civilizaciones que nunca pudieron externamente tener puntos de contacto. Esta coincidencia nos permite atisbar el contacto, pro-fundísimo y nunca perdido del todo, de la humanidad con la verdad de Dios. En Israel mismo, el tema de la Creación ha experimentado muy diversas situaciones. Nunca ha estado del todo ausente, pero tampoco ha tenido siempre la misma importancia. Hubo períodos de tiempo en los que Israel estaba tan ocupada con los sufrimientos o esperanzas de su historia, tan pendiente de su actualidad inmediata

que apenas sentía la necesidad de dirigir su atención a la Creación, apenas era capaz de hacerlo. El auténtico gran momento, en el que la Creación se convirtió en el tema dominante, fue el exilio babilóni-co. En esa época fue también cuando el relato, que acabamos de oír, basado desde luego en una tradición muy antigua, adquirió su forma propia y actual. Israel había perdido su tierra, su Templo. Para la mentalidad de entonces, estos sucesos eran algo inconcebible, pues significaba que el Dios de Israel había sido vencido, un Dios al que habían podido serle arrebatados su pueblo, su tierra, sus ado-radores. Un Dios, incapaz de proteger su culto y a sus adoradores, era entonces considerado un dios débil, totalmente inútil. En cuanto divinidad había sido rechazada. De manera que la expulsión de su tierra y la desaparición de este pueblo del mapa fue para Israel una tremenda prueba de fe: entonces, ¿ha sido vencido nuestro Dios?, ¿se ha quedado vacía nuestra fe?

En ese momento, los profetas abrieron una nueva página, y apren-dió Israel que precisamente entonces se le mostraba el verdadero rostro de su Dios, que no estaba unido a aquella superficie de tie-rra. Nunca lo había estado: El había prometido ese trozo de tierra a Abraham antes de que él tuviera allí su casa. Había sido capaz de sacar a su pueblo de Egipto. Ambas cosas había podido hacerlas porque no era Dios de una tierra, sino que dominaba sobre el cielo y la tierra. Y por eso ahora podía desterrar a otro país a su pueblo infiel para allí manifestarse. Se hizo comprensible entonces que este Dios de Israel no era un Dios como los demás dioses, sino el Dios que dominaba sobre todos los países y todos los pueblos. Y esto lo podía El, porque El mismo había creado todo: el cielo y la tierra. En el destierro, en la aparente derrota de Israel, se abrió el camino para el reconocimiento del Dios, que sostiene en sus manos a todos los pueblos y toda la historia; al Dios portador de todo, porque es el Creador de todo, en quien está todo el poder.

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Esta fe tenía, por lo tanto, que encontrar su auténtico rostro pre-cisamente en la que se celebraba y representaba litúrgicamente la nueva Creación del Universo. Tenía que encontrar su rostro frente al gran relato babilónico de la Creación, Enuma Elish («Cuando en lo alto»), que a su manera describe el origen del Universo. Este relato decía que el mundo se originó de una lucha entre fuerzas enfren-tadas y que encontró su auténtica forma cuando apareció el dios de la luz, Marduk, y partió el cuerpo del dragón originario. De este cuerpo dividido habían surgido el cielo y la tierra. Los dos juntos, el firmamento y la tierra, habrían salido, pues, del cuerpo del dragón muerto; y de su sangre había creado Marduk a los hombres. Es una imagen inquietante del Universo y del hombre la que encontramos aquí: el Universo es en realidad el cuerpo de un dragón, y el hombre lleva en sí sangre de dragón. En la base del Universo acecha lo in-quietante, y en lo más profundo del hombre se encuentra la rebelión, lo demoníaco y la maldad. Según esta representación sólo el repre-sentante de Marduk, el dictador, el rey de Babilonia puede vencer lo demoníaco y poner en orden el Universo.

Estas representaciones no son, sin embargo, pura fabulación: de-jan traslucir las inquietantes experiencias del hombre con el Univer-so y consigo mismo. Pues a menudo parece como si el mundo fuera realmente la morada de un dragón y la sangre del hombre, sangre de dragón. Pero frente a todas estas atormentadas experiencias, el relato de la Sagrada Escritura dice: no ha sido así. Toda esta historia de las fuerzas inquietantes se diluye en media frase: «la tierra estaba desierta y vacía». En las palabras hebreas aquí utilizadas, se escon-den aún las expresiones que habían nombrado al dragón, a la fuerza demoníaca. Sólo que aquí es la Nada frente al Dios que es el único poderoso. Y frente a cualquier temor ante estas fuerzas demoníacas se nos dice: sólo Dios, la eterna Sabiduría que es el eterno Amor, ha creado el Universo, que en sus manos está. Comprendemos ya la lucha que se esconde detrás de este pasaje bíblico; su verdadero

drama es que deja de lado todos aquellos complejos mitos recon-duciendo el Universo a la Sabiduría de Dios y a la Palabra de Dios. Esto se podría mostrar pasaje a pasaje en este texto; por ejemplo, cuando el sol y la luna son designados como astros que Dios cuel-ga en el cielo para medir los tiempos. A los hombres de entonces debía parecerles un enorme sacrilegio caracterizar las grandes di-vinidades, que eran el sol y la luna, como astros para la medida del tiempo. Es la osadía y la sobriedad de la fe la que luchando con los mitos paganos pone de manifiesto la luz de la verdad, al enseñarnos que el Universo no es una lucha de demonios, sino que procede de la razón, de la Razón de Dios y descansa en la palabra de Dios. De este modo, este relato de la Creación resulta ser como la «Ilustra-ción» decisiva de la historia, como la ruptura con los temores que habían reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo por la razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad. Pero este relato también resulta ser como la verdadera Ilustración porque sitúa la razón humana en el fundamento originario de la Ra-zón creadora de Dios, para basarla así en la verdad y en el amor, ya que sin esta Ilustración sería desmesurada y en última instancia necia. Todavía hemos de tomar algo más en consideración. Acabo de decir precisamente que Israel aprende poco a poco lo que es la Creación, enfrentado al ambiente pagano, en lucha con su corazón. Esto presupone que el relato clásico de la Creación no es el único texto, relativo a ella, del Libro Sagrado. Inmediatamente detrás le sigue otro, redactado antes, con otras imágenes. En los Salmos te-nemos de nuevo otros, y tras ellos continúa el empeño por clarificar la creencia en la Creación: tras el encuentro con el mundo griego se replantea el tema en la literatura sapiencial sin mantenerse ligado a las antiguas imágenes -como los siete días, etc.-. En la Biblia misma podemos ver cómo las imágenes se van transformando a medida que avanza el pensamiento. Y se transforman para dar en cada mo-mento testimonio de una sola cosa, que es la que verdaderamente

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le ha llegado de la Palabra de Dios: el mensaje de su Creación. En la Biblia, pues, las imágenes son libres, se corrigen continuamente, dejando traslucir en este lento y combativo avance que sólo son eso, imágenes que descubren algo más profundo y grandioso.

3. El criterio cristológicoAlgo más decisivo debemos tomar aún en consideración: con el

Antiguo Testamento el camino no ha llegado a su fin. Lo que abor-da la literatura sapiencial es el último puente de un largo camino, el puente que nos conduce al mensaje de Jesucristo, a la Nueva Alian-za. Precisamente aquí encontramos el relato definitivo y equilibrado de la Creación de la Sagrada Escritura. Dice así: «En el principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.» (/Jn/01/01-03). Juan, muy conscien-temente, ha vuelto a tomar aquí las palabras con las que comienza la Biblia y ha leído de nuevo el relato de la Creación a partir de Cristo para contar, otra vez y definitivamente, por medio de las imágenes qué es la Palabra con la que Dios quiere mover nuestro corazón. De esta manera se nos hace evidente que nosotros, los cristianos, leemos el Antiguo Testamento no en sí mismo y por sí mismo; lo lee-mos siempre con El y por El. De ahí que no tengamos que cumplir la ley de Moisés, ni las prescripciones de pureza ni los preceptos sobre los alimentos ni todo lo demás, sin que por eso la palabra bí-blica se haya quedado vacía de sentido ni de contenido. No leemos todo esto como algo que está en sí mismo terminado. Lo leemos con Aquel en el que todo se ha cumplido y en el que todo cobra su auténtico valor y verdad. Por eso, leemos el relato de la Creación de la misma manera que la Ley, también con El, y por El sabemos -por El, no por un truco posteriormente inventado- lo que Dios a través de los siglos quiso progresivamente imprimir en el alma y en el co-razón del hombre. Cristo nos libera de la esclavitud de la letra y nos devuelve de nuevo la verdad de las imágenes.

También la Iglesia Antigua y la de la Edad Media sabían que la Biblia es un todo y que la oímos verdaderamente cuando la oímos desde Cristo: desde la libertad que El nos ha dado y desde la pro-fundidad por la que El nos hace evidente lo que permanece a través de las imágenes, el cimiento firme sobre el que en todo momento podemos mantenernos seguros. Fue al comienzo de la Edad Mo-derna cuando se fue olvidando poco a poco esta dinámica, la unidad viva de la Escritura que solamente podemos entender en la libertad que El nos da y en la certeza que proviene de esta libertad. El pen-samiento histórico, entonces en auge, quería leer cada pasaje sólo en sí mismo, en su desnuda literalidad. Buscaba sólo la explicación precisa de lo particular y olvidaba la Biblia como un todo. Se leían -en una palabra- los textos ya no hacia adelante sino hacia atrás, es decir, ya no hacia Cristo, sino desde su supuesto origen. Ya no se quería conocer lo que un pasaje decía o lo que una cosa era a partir de su forma plenamente terminada, sino a partir de su comienzo, de su origen. A causa de este aislamiento del todo, de esta literali-dad de lo particular que contradice toda la esencia interna del texto bíblico, y que únicamente tenía validez científica -a causa de esto, precisamente, se originó aquel conflicto entre ciencia y teología, que aún hoy perdura como una carga para la fe-. Esto no debió nunca producirse, porque la fe era, desde el comienzo, más grande, más amplia y más profunda. La creencia en la Creación no es hoy tam-poco irreal, es hoy también racional. Es, contemplada incluso desde los resultados científicos, la «mejor hipótesis», la que aclara más y mejor que todas las demás teorías. La fe es racional. La razón de la Creación procede de la Razón de Dios: no existe, en realidad, ninguna otra respuesta convincente. También hoy es todavía válido lo que el pagano Aristóteles, 400 años antes de Cristo, dijo frente a quienes afirmaban que todo se había originado por casualidad -ek t’automatou-; lo decía, aunque él mismo no podía creer en la Creación (Cfr. ARISTÓTELES, Metaphysik Z 7, ed. Academia Regia

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Borussica, nueva impresión Darmstadt, 1960, pág. 1.032). La razón del Universo nos permite reconocer la Razón de Dios, y la Biblia es y continúa siendo la verdadera «Ilustración» la que ha entrega-do el Universo a la razón del hombre y no a su explotación por el hombre, porque la razón lo abrió a la verdad y al amor de Dios. Por eso, no necesitamos tampoco hoy esconder la creencia en la Crea-ción. No podemos permitirnos esconderla. Pues sólo si el Universo procede de la libertad, del amor y de la razón, sólo si éstas son las fuerzas propiamente dominantes, podemos confiar unos en otros, encaminarnos al futuro y vivir como hombres. Sólo porque Dios es el Creador de todas las cosas, es su Señor, y solamente por eso, po-demos orarle. Y esto significa que la libertad y el amor no son ideas impotentes, sino las fuerzas fundamentales de la realidad. Por eso, también hoy en agradecimiento y con alegría podemos y queremos hacer la profesión de fe de la Iglesia: «Creo en Dios, Padre Todopo-deroso, Creador del cielo y de la tierra». Amén.

Gn 1, 20-31 y Gn 2, 1-04

En nuestra primera aproximación a la creencia en la Creación, en-señada por la Biblia y por la Iglesia, nos han quedado claras sobre todo dos cosas. La primera podemos resumirla así: como cristianos leemos la Sagrada Escritura con Cristo. El es nuestro guía a través de ella. El nos enseña fielmente lo que es la imagen y dónde radica el auténtico y permanente contenido del mensaje bíblico. Y al mis-mo tiempo que nos libera de una falsa esclavitud de la literalidad del texto, es garantía de la verdad, firme y realista, de la Biblia que no se disuelve en una nebulosa de beaterías sino que permanece como un claro cimiento sobre el que podemos afirmarnos. La segunda es: la creencia en la Creación es algo racional; y aunque la razón por sí

sola no pueda quizás explicarla, sin embargo, si acude en su bús-queda, encuentra en ella la respuesta esperada.

1. La racionalidad de la creencia en la CreaciónDebemos profundizar este aspecto en dos direcciones. En primer

lugar se trata del simple «Que» de la Creación que reclama un fun-damento. Remite a aquella fuerza que existía al principio y podía decir: ¡Hágase! En el siglo XIX esto se entendía de otra manera. La ciencia estaba marcada por las dos grandes teorías de la conserva-ción, la conservación de la materia y la de la energía. El Universo entero aparecía así como un cosmos eterno, estable y regido por las leyes perpetuas de la naturaleza, que procede de sí mismo y en sí mismo existe y que no necesita nada externo. Estaba ahí como un todo, razón por la cual Laplace pudo decir: «Ya no necesito más la hipótesis de Dios». Pero entonces surgieron nuevos conocimientos. Se descubrió la teoría de la entropía que sostiene que la energía se consume llegando a un estado a partir del cual ya no puede volver a ser transformada. Esto significa que el Universo sigue un curso de desarrollo y extinción. Lo temporal está inscrito dentro de él mismo. Apareció luego la teoría de la transformación de la materia en energía que modificaba las dos teorías de la conservación. Surgió la teoría de la relatividad y aún se fueron incorporando otros conocimientos que venían a demostrar que el Universo, en cierto modo, contenía en sí sus propios horarios, horarios que nos permiten reconocer un principio y un fin, un camino desde el principio hasta el final. Aun en el caso de que las épocas se extendieran inconmensurablemente, aun entonces, a través incluso de la oscuridad de miles de millones de años, en ese conocimiento de la temporalidad del existir se hace evidente de nuevo aquel momento que se llama en la Biblia el co-mienzo, aquel comienzo que remite a Aquel que tenía poder para crear la existencia, para decir: ¡Hágase! y se hizo.

Una segunda consideración es la que se refiere ya no al puro “Que”

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del ser, sino al diseño, por así decir, del Universo; al modelo conforme al cual éste se ha construido. Pues de aquel «¡Hágase!» no se originó una masa caótica. Cuanto más sabemos del Universo más nos sale al paso, procedente de él, una razón, cuyos caminos sólo con asom-bro podemos considerar. A través de ellos vemos de nuevo renovado aquel Espíritu Creador al que también se debe nuestra propia razón. Albert ·Einstein-A dijo una vez que en las leyes de la naturaleza «se manifiesta una razón tan considerable que, frente a ella, cualquier in-genio del pensamiento o de la organización humana no es más que un pálido reflejo»(A. EINSTEIN, Mein Weltbild, editado por C. SEELIG (Stuttgart-Zurich-Wien, 1953); cfr. mi Einführung in das Christentum (Munchen, 1968) pág. 116) Sabemos cómo, en lo más grande, en el mundo de los astros se manifiesta una poderosa razón que los man-tiene juntos en el cosmos. Pero cada vez más aprendemos también a observar lo más pequeño, las células, las unidades originarias de la vida; en ellas descubrimos igualmente una racionalidad que nos asombra, hasta tal punto que debemos decir con ·Buenaventura-S: «Quien aquí no ve, es ciego. Quien aquí no oye, está sordo y quien aquí no empieza a ensalzar y a adorar al Espíritu Creador, es que está mudo». Jacques Monod, que rechazaba todo tipo de creencia en Dios como no científica y reconducía el Universo entero a la conjunción del azar y la necesidad, cuenta en su obra, en la que intenta resumida-mente exponer y fundamentar su visión del Universo, que después de sus conferencias, luego convertidas en libro, François ·Mauriac-F había dicho: «lo que este profesor nos quiere demostrar es aún más increíble que lo que se le exige creer al cristiano». Monod no lo dis-cute. Su tesis sostiene que todo el concierto de la naturaleza es un producto de errores y disonancias. Y no puede menos que decirse a sí mismo que tal concepción es realmente absurda. Pero el método científico -eso dice él- le lleva a no admitir ninguna pregunta cuya res-puesta tenga que llamarse «Dios». ¡Qué método tan pobre! -se puede solamente añadir-. A través de la razón de la Creación nos contem-

pla Dios mismo. La física y la biología, las ciencias por excelencia, nos han proporcionado un nuevo e inaudito relato de la Creación con grandes y nuevas imágenes que nos permiten reconocer el rostro del Creador y nos hacen saber de nuevo: Sí, en el primer comienzo y en el fundamento de todo ser está el Espíritu Creador. El Universo no es producto de la oscuridad ni de la sinrazón. Procede del entendimien-to, procede de la libertad, procede de la belleza que es amor. Ver esto nos da el valor necesario para vivir; nos fortalece para sobrellevar sin miedo la aventura de la vida.

2. Significado permanente de los elementos simbólicos del textoEstas dos consideraciones, con las que hemos profundizado en

los aspectos fundamentales de la primera meditación, nos permiten avanzar un paso más. Hasta ahora se nos ha puesto de manifiesto que los relatos bíblicos de la Creación presentan un modo de hablar de la realidad distinto del que conocemos por la física y la biología. No describen el proceso de la evolución ni la estructura matemática de la materia, sino que expresan de muchas maneras lo siguiente: sólo existe un Dios; el Universo no es una lucha de fuerzas oscu-ras, sino Creación de su Palabra. Pero esto no significa que las fra-ses particulares del texto bíblico se queden carentes de sentido y que sólo permanezca válido este, por así decir, desnudo extracto. También ellas son expresión de la verdad, de un modo ciertamente distinto del empleado en la física y en la biología. Son verdad de una manera simbólica, del mismo modo que una ventana gótica, por ejemplo, nos permite reconocer algo más profundo en sus trazados y en su juego de luces. Sólo dos elementos querría destacar aquí. Uno: el relato bíblico de la Creación está marcado por una serie de cifras que no reproducen la estructura matemática del Universo, sino en cierto modo la trama interna de su tejido, la idea según la cual ha sido concebido. Dominan en él las cifras tres, cuatro, siete y diez. Diez veces se dice en el relato: «Dios habló». En estas diez veces la historia de la Creación anticipa ya los diez Mandamientos.

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Nos permite reconocer que en cierta manera estos diez Mandamien-tos son un eco de la Creación; no arbitrarios inventos con los cuales se han levantado vallas a la libertad del hombre, sino introducción en el Espíritu, en la lengua y en el significado de la Creación, lengua traducida del Universo, lógica traducida de Dios que construyó el Universo. La cifra más utilizada de todas es el siete; en el esquema de los siete días se acuña sin límites el Todo. Esta es la cifra de una fase de la luna; así por medio de este relato se nos dice que el ritmo de nuestro astro fraterno nos muestra también el ritmo de la vida humana. Se nos hace perceptible que nosotros, los hombres, no estamos reducidos a nuestro pequeño Yo, sino que estamos inmer-sos en el ritmo del cosmos; que, en cierta manera, el cielo también marca el ritmo, el movimiento de nuestra propia vida, permitiendo que nos adentremos en la razón del cosmos. En la Biblia este pen-samiento ha avanzado un paso más. Nos hace saber que el ritmo de los astros es expresión más profunda del ritmo del corazón, del ritmo del Amor de Dios que en él se manifiesta.

a) Creación y cultoY llegamos así al segundo elemento simbólico del relato de la

Creación sobre el cual me gustaría decir algo. Pues no es que mera-mente nos encontremos con el ritmo del siete y su significado cósmi-co; es que este ritmo se encuentra al servicio de un mensaje que va aún más allá. La Creación está dirigida hacia el Sabbat, el sábado, que es una señal de la alianza entre Dios y el hombre. Tenemos que reflexionar con más exactitud sobre este tema; de momento, en un primer impulso, podemos deducir de aquí lo siguiente: la Creación se ha construido para dirigirse al momento de la adoración. La Crea-ción se ha hecho con el fin de ser un espacio de adoración. Y ella se cumple y se desarrolla correctamente cada vez que de nuevo existe para la adoración. «Operi Dei nihil praeponatur» dijo en su Regla San Benito: « Nada debe anteponerse al servicio de Dios». Esto no es expresión de una exaltada piedad, sino pura y auténtica traduc-

ción del relato de la Creación, de su mensaje para nuestra vida. El verdadero centro, la fuerza que, provocando el ritmo de las estrellas y de nuestra vida las mueve y gobierna en su interior, es la adora-ción. Por eso el ritmo de nuestra vida palpita correctamente cuando ha quedado impregnado por ella.

En última instancia esto es algo conocido por todos los pueblos. En todas las culturas los relatos de la Creación han surgido para expresar que el Universo existe para el culto, para la glorificación de Dios. Esta coincidencia de las culturas en las cuestiones más pro-fundas de la humanidad es algo muy valioso. En mis conversaciones con obispos africanos y asiáticos, especialmente también en los Sí-nodos de Obispos, se me hace evidente, como algo siempre nuevo y a menudo sorprendente, la profunda concordancia existente entre la creencia bíblica y las grandes tradiciones de los pueblos. En ellas ha permanecido un saber originario del hombre que se abre hacia Cristo. Nuestro peligro hoy, en las civilizaciones técnicas, consiste precisamente en que nos hemos separado de este saber originario, en que la sabihondez de un equivocado espíritu científico nos impi-de escuchar el mandato de la Creación. Existe un saber originario común que sirve de guía y unión a las grandes culturas.

CREACION/ADORACION: Bien es verdad que, para ser honrados, debemos añadir que este

saber está continuamente regenerándose. Las religiones universa-les conocen este gran pensamiento de que el Universo existe para la adoración. Pero queda desfigurado muchas veces por la idea de que con la adoración el hombre les da a los dioses aquello que ellos necesitan. Se piensa que la divinidad necesita esta preocupación de los hombres y que de esta manera el culto mantiene el Universo. Pero esto deja abierta la puerta a especular con la fuerza. El hombre puede entonces decir: los dioses me necesitan, luego yo también puedo ejercer mi presión sobre ellos, chantajearlos en caso de ne-

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cesidad. De la pura relación amorosa, que debería ser la adoración, surge este intento de chantaje por adueñarse uno mismo del Uni-verso. Y así el culto incurre en una falsificación del Universo y del hombre. Por consiguiente, la Biblia, ciertamente, pudo hacer suyo este pensamiento básico de la disposición del Universo para la ado-ración, pero al mismo tiempo tuvo también que depurarlo. En ella esta idea, como ya se ha dicho, surge precisamente con la imagen del Sabbat. La Biblia dice: la Creación está estructurada de acuerdo con el orden del Sabbat. Y el Sabbat es, por otra parte, el resumen de la Torá, la Ley de Israel. Lo cual significa que la adoración con-tiene en sí misma una forma moral. En ella está interiorizada toda la organización moral de Dios. Sólo así es verdaderamente adoración. Una cosa más que añadir: la Torá, la Ley, es expresión de la historia que Israel vive con Dios. Es expresión de la alianza, y la alianza es expresión del Amor de Dios, de su Sí al hombre que El ha creado para amar y ser amado.

A-D/CREACION: Ahora podemos apreciar mejor este pensamiento. Podemos de-

cir: Dios ha creado el Universo para entablar con los hombres una historia de amor. Lo ha creado para que haya amor. Tras esto sur-gen las palabras de Israel que apuntan directamente hacia el Nuevo Testamento. Sobre la Torá, que materializa lo secreto de la alianza, de la historia de amor de Dios con los hombres, se ha dicho en las escrituras judías: Ella existía al principio, estaba con Dios, a través de ella ha llegado a ser todo lo que existe. Era la luz y la vida de los hombres. Juan necesitaba simplemente volver a tomar estas fórmu-las refiriéndolas al que es la palabra viva de Dios para decir: «Todo se hizo por ella» (/Jn/01/03). Ya antes Pablo había dicho: «En él fueron creadas todas las cosas» (Col.1,16; cfr. Col. 1,15-23). Dios ha creado el Universo para poder hacerse hombre y desparramar su amor, para extenderlo también hacia nosotros, invitándonos a parti-cipar de él.

b) La estructura sabática de la CreaciónCREACION/SABADO Y ahora avancemos algo más para entender mejor estos pensa-

mientos. En el relato de la Creación, el Sabbat, el sábado, aparece descrito como el día en el que el hombre, en la libertad de la adora-ción, participa de la libertad de Dios, de la serenidad de Dios y así de la paz de Dios. Celebrar el Sabbat significa celebrar la alianza, volver al origen, limpiar todo de las impurezas que nuestro actuar ha introducido. Significa también, al mismo tiempo, avanzar hacia un mundo nuevo en el que ya no habrá esclavos y señores, sino hijos libres de Dios, hacia un mundo en el que el hombre, el animal y la tierra participarán todos juntos fraternalmente de la paz de Dios y de su libertad.

A partir de este pensamiento se ha desarrollado la legislación so-cial mosaica. Se funda en el hecho de que el sábado produce la igualdad de todas las cosas. Y de tal modo se ha extendido más allá del día sabático semanal, que cada siete años hay un año sabático en el que la tierra y los hombres pueden descansar. Cada cuarenta y nueve años (= 7 x 7) se sitúa el gran año sabático, en el que se perdonan todas las culpas y se anulan todas las compras y ventas. Uno se encuentra de nuevo ante un renovado comienzo en el que el mundo se recibe otra vez de las manos creadoras de Dios. El peso de esta disposición, de hecho nunca bien seguida, podemos quizá verlo mejor en una breve indicación del libro de las Crónicas. Ya en la primera meditación me he referido a cómo Israel había sufrido en el exilio, durante el cual Dios en cierto modo se había negado a sí mismo y se había arrebatado su tierra, su Templo y su culto. Tam-bién después del exilio continuó la reflexión: ¿por qué Dios pudo hacernos esto?, ¿por qué este castigo desmedido con el que Dios en cierto modo se castigaba a sí mismo?, en un momento en el que todavía era inimaginable cómo en la cruz Dios cargaría sobre sí con todas las culpas que por su historia de amor con los hombres se ha-

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bía dejado infligir. ¿Cómo pudo ser eso? La respuesta del libro de las Crónicas dice: los muchos pecados cometidos contra los que clama-ron los profetas no podían ser en el fondo motivo suficiente para un castigo tan desmedido. El motivo ha de buscarse en algo aún más profundamente arraigado. El libro de las Crónicas describe así esta causa más profunda del exilio: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años» (2Cro/36/21).

Esto quiere decir: el hombre ha rechazado la serenidad de Dios, la tranquilidad que procede de El, la adoración, su paz y su liber-tad, cayendo de este modo en la esclavitud de su quehacer. Ha empujado al Universo a la esclavitud de su activismo y con ello se ha esclavizado a sí mismo. Por eso Dios debía darle el Sabbat que él ya no quería. Con su No al ritmo de la libertad y de la tranquili-dad procedente de Dios, el hombre se ha alejado de su semejanza con Dios para pisotear el Universo. Por eso debía ser arrancado de la obstinación en su propio obrar, por eso Dios debía devolverle a su más auténtica realidad, rescatarlo del dominio de su quehacer. «Operi Dei nihil praeponatur» lo primero es la adoración, la libertad y la serenidad de Dios. Así y sólo así puede el hombre vivir de verdad.

c) ¿Explotación de la tierra? CREACION/ECOLOGIA:Llegamos así a la última consideración. Hay una palabra del rela-

to de la Creación que necesita una interpretación especial. Me estoy refiriendo al conocido versículo 28 del primer capítulo, al dictado de Dios a los hombres: «¡Someted la tierra!». Hace tiempo que esta frase ha venido siendo utilizada como punto de partida para atacar al cris-tianismo. Como consecuencia despiadada de esta frase se desvirtúa al cristianismo mismo considerándolo el único culpable de la miseria de nuestros días. El «Club de Roma», que hace ya diez años con su toque de alarma acerca de los límites del desarrollo sacudió hasta los

cimientos la creencia en el progreso de la época de la postguerra, ha entendido su crítica a la civilización, crítica que se ha ido haciendo cada vez más espiritual, también como una crítica al cristianismo que estaría en la raíz de esta civilización de la explotación: el mandato dado a los hombres de someter la tierra habría abierto aquel funes-to camino cuyo amargo final ahora se perfila. Un escritor de Munich, al hilo de este pensamiento, acuñó la frase desde entonces fervoro-samente repetida sobre las consecuencias despiadadas del cristia-nismo. Antes hemos elogiado que el Universo, por la creencia en la Creación, se había desdivinizado y racionalizado, que el sol y la luna ya no eran grandes y siniestras divinidades, sino simplemente lumina-rias, que los animales y las plantas habían perdido su carácter mítico; pues bien todo esto precisamente se ha convertido en una acusación contra el cristianismo. El cristianismo sería el que habría convertido a los grandes poderes hermanos del Universo en objetos de uso de los hombres, llevándole así a abusar de las fuerzas de este Universo, plantas y animales, con una ideología del progreso que sólo piensa en sí misma y sólo en sí misma cree.

¿Qué decir a todo esto? El mandato del Creador al hombre quiere decir que éste debe cuidar el Universo como Creación de Dios, de acuerdo con el ritmo y la lógica de la Creación. El significado del man-dato se describe en el capítulo siguiente del Génesis con las palabras «labrar y cuidar» (2, 15). Nos introduce por lo tanto en la lengua de la Creación misma; significa que le ha sido dada para aquello de lo que ella es capaz y a lo que ha sido llamada, pero no para volverse en su contra. La creencia bíblica incluye sobre todo que el hombre no está encerrado en sí mismo; siempre ha de tener presente que se encuen-tra dentro del gran cuerpo de la historia, que finalmente se convertirá en el Cuerpo de Cristo. Pasado, presente y futuro deben encontrarse y abrirse camino en la vida de cada hombre. Nuestro tiempo ha que-dado ya a salvo de aquel atormentado narcisismo que en la misma medida se separa del pasado y del futuro y sólo quiere el presente.

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Pero entonces, con mayor razón, tenemos que preguntarnos cómo se ha llegado a los abusos de esta mentalidad del activismo y del dominio que hoy nos amenaza por todas partes. Un primer chis-pazo de esta nueva mentalidad aparece ya en el Renacimiento, por ejemplo, en Galileo cuando afirma: En el caso de que la naturaleza no responda libremente a nuestras preguntas ni nos desvele sus secretos, tendremos que atormentarla para en el doloroso interro-gatorio arrancarle la respuesta que voluntariamente no nos da. La construcción de los instrumentos de la ciencia es para él semejan-te a la preparación de este medio de tortura, con el cual el hombre como señor absoluto trata de encontrar las respuestas que quiere saber de este acusado. Con el tiempo esta nueva mentalidad ha ido adquiriendo forma concreta y validez histórica, sobre todo con ·Marx-KARL. El era el que decía al hombre que ya no debía interro-garse más por su origen ni por su procedencia, pues se trataba de una pregunta carente de sentido. De esta manera Marx pretende dejar de lado aquella pregunta de la razón sobre el origen del Uni-verso y su diseño, del que hemos hablado al comienzo, porque la Creación en su razón interna es el mensaje más fuerte y escuchado del Creador del que nunca podemos emanciparnos. Y puesto que, en definitiva, la cuestión de la Creación no puede contestarse más que como procedente del Espíritu Creador, por eso se interpretaba la pregunta como carente de sentido. La Creación creada no cuenta; es el hombre el que debe producir la verdadera Creación que luego le será útil. De ahí la transformación del mandato fundamental del hombre, de ahí que el progreso sea la auténtica verdad y la materia el material a partir del cual el hombre crea el Universo que lo hará digno de vivir en él. Ernst ·Bloch-E ha reforzado estos pensamientos de una manera verdaderamente angustiosa. La verdad, ha dicho, no es lo que nosotros percibimos. Verdad es únicamente la transfor-mación. Verdad es, según esto, lo que se impone, y la realidad es consecuentemente «una indicación para la acción, es un adiestra-

miento para el ataque» 1. Necesita un «polo concreto de odio» 2 en el que encontrar el ímpetu necesario para la transformación. De este modo para Bloch lo bello no es la transparencia de la verdad de las cosas, sino el descubrimiento del futuro hacia el que nos dirigimos y que nosotros mismos hacemos. Por eso, dice, la catedral del futuro será el laboratorio, y las centrales eléctricas serán las grandes igle-sias góticas del futuro. Pues según él- ya no será necesaria la distin-ción entre domingo y día laborable; ya no hará falta ningún sábado porque el hombre es en todo su propio creador. Dejará también de esforzarse simplemente por dominar y configurar la naturaleza y, por el contrario, la concebirá en sí misma como transformación 3.

Aquí está formulado, con una claridad que no encontramos otras veces, lo que constituye la opresión de nuestro tiempo. Antes, el hombre podía siempre transformar cosas concretas en la naturale-za. La naturaleza como tal no era objeto, sino condición previa de su actuación. Ahora le ha sido entregada como un todo; pero así el hombre se ve, de repente, expuesto a su más profunda amenaza. El punto de partida de esta situación se encuentra en aquella concep-ción que contempla la Creación como producto únicamente del azar y de la necesidad, que no obedece a ninguna razón y de la que no se puede extraer ninguna enseñanza. Ha enmudecido aquel ritmo interior que nos había marcado el relato de la Sagrada Escritura: el ritmo de la adoración, que es el ritmo de la historia de amor de Dios con los hombres. Bien es verdad que hoy percibimos visiblemente los horribles resultados de tal enfoque. Sentimos una amenaza que no afecta a un futuro lejano, sino a nosotros mismos, a nuestra inme-diatez. Ha desaparecido la sumisión de la fe, el orgullo del quehacer ha fracasado. Y así se configura una actitud nueva y no menos no-civa, un enfoque que considera al hombre como perturbador de la paz, como el que todo lo destruye y que es el verdadero parásito, la enfermedad de la naturaleza. El hombre ya no se gusta a sí mismo. Preferiría volverse atrás para que la naturaleza pudiera de nuevo

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estar sana. Pero así tampoco construimos el Universo. Pues contra-decimos al Creador cuando ya no queremos al hombre como El lo ha querido. Con esto no santificamos la naturaleza, nos destruimos nosotros y la Creación. Le arrebatamos la esperanza que existe en ella y la grandiosidad a la que está llamada.

De modo que el camino cristiano permanece como el que verda-deramente salva. Propio del camino cristiano es el convencimiento de que nosotros sólo podemos ser verdaderamente «creativos» y, por tanto, creadores si lo somos en unión con el Creador del Uni-verso. Sólo podemos servir verdaderamente a la tierra cuando la tomamos siguiendo la instrucción de la Palabra de Dios. Y entonces podemos perfeccionar y hacer avanzar al Universo y a nosotros mis-mos. «Operi Dei nihil praeponatur» -a la obra de Dios no se antepon-ga nada-; al servicio de Dios nada debe anteponerse. Esta frase sí que es una contribución a la conservación del mundo creado frente a la falsa adoración del progreso, frente a la adoración de la transfor-mación, destructora del hombre, y frente a la blasfemia del hombre que destruye a la vez el Universo y la Creación, apartándolos de su destino final. Sólo el Creador es el verdadero Redentor del hombre, y sólo si confiamos en el Creador estamos en el camino de la salva-ción del Universo, del hombre y de las cosas. Amén.1. Las citas siguientes están tomadas del libro de F. HARTL, Der Be-

griff des Schöpferischen. Deutungsversuche der Dialektik durch Ernst Bloch und Franz von Baader (Frankfurt, 1979); cfr. aquí págs. 74-80; en Pninzip Hoffnung (Obras completas, tomo 5, Frankfurt, 1959) pág. 319.

2. «Si no se comparte el amor, con un polo de odio tan concreto, no existe amor auténtico; sin el partidismo del criterio revolucionario clasista, sólo existe idealismo hacia atrás, en lugar de praxis ha-cia adelante», Pninzip Hoffnung, pág. 318; HARTL, pág. 80.

3. MARKUSKIRCHEN y Centrales eléctricas: Pninzip Hoffnung, pág.

928 y ss.; renuncia al domingo y días festivos, en el mismo lugar, pág. 1.071 y ss., cfr. HARTL págs. 109-146, especialmente 130 y 142. Para estas mismas cuestiones del pensamiento marxista, se encuentra material interesante en J. PIEPER. Zustimmung zur Welt. Eine theone des Festes (Munchen. 1964) págs. 133 y ss.)

JOSEPH RATZINGER, Creación y pecado, Navarra, 1992. EUNSA, Págs. 25-6

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15. Creador del cielo y de la tierra 15. Creador del cielo y de la tierraÍNDICE

CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA

«Por la fe sabemos que el universo fue formado por la Palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece» (Hebr 11,3).

«La creación es como la empresa de Dios de crear creadores» (H. Bergson, Les deux sources, 273).

CREACION/RELATO: Seguramente, a más de un lector le habrá sorprendido que no haya

hablado de Dios como creador hasta este momento. En realidad, la idea de Dios creador que encontramos en la primera página de la Bi-blia, tal como ahora la leemos, no era la idea más primigenia de Dios en la conciencia del pueblo de Israel ni tuvo nunca entre los israeli-tas la centralidad o preponderancia que quizá nosotros estaríamos dispuestos a concederle. Nosotros, herederos de toda una línea de pensamiento que se remonta hasta las especulaciones cosmológi-cas de los primeros pensadores griegos -y que constituyen el último fundamento de la ciencia moderna-, tenemos un interés particular en explicar los orígenes del mundo en que vivimos. Pero los israelitas, que vivieron durante siglos como nómadas, obligados a luchar para asegurar su pervivencia como pueblo, se preguntaban principalmente por el sentido y el valor de la vida humana.

Según la orientación de la filosofía griega, que por azar de los acon-tecimientos históricos se entremezcló de una manera inextricable con el pensamiento judeo-cristiano, Dios venía a ser la respuesta a una pregunta curiosa, extrovertida y no comprometida, sobre el comienzo del mundo. Pero, originariamente, el Dios de la Biblia no era ninguna

respuesta a una pregunta hecha desde una ociosidad sin problemas, que se entretenía en considerar cómo debió comenzar todo lo que vemos y tocamos. Más bien, Dios es la respuesta a una angustiosa pregunta existencial que atormentaba a todo un pueblo sometido a una continua amenaza de aniquilamiento o de esclavitud. No es difícil comprender que en un caso Dios llegue a ser concebido ante todo como «Causa primera», «Ser Necesario» o «Primer motor» (un Dios de funciones ontológicas y cosmológicas), y en el otro sea Dios con-cebido como Presencia protectora y liberadora, garante de la justicia y de la dignidad de los hombres y pueblos (un Dios de funciones prefe-rentemente antropológicas y sociológicas). No se trata de que las dos perspectivas se excluyan mutuamente; más bien se complementan y, de hecho, se han de encontrar coincidentes en su planteamiento ra-dical. Por ello es fácil imaginar que Israel, una vez hubo logrado una cierta estabilidad, descubriera a su Dios también como origen y dador de todo lo que, finalmente, podía disfrutar (1).

En Israel, el tema de Dios creador sólo alcanza su pleno desarrollo a partir de la época del exilio (año 587 a.C.), con textos de los profetas de aquel tiempo (Jer 5,22-24; 27,5; Is 40,12-31; 43,1; 45,9-18; etc.), de algunos salmos que proclaman la gloria del Dios creador (Ps 8; 104; etc.) y de algunos pasajes de los libros sapienciales (Job 34,1315; 38-41; Ecli 42,15-26, etc.). Con esto no queremos decir que Israel no tuviera ya antes alguna conciencia de Dios creador. Del hecho de que Israel considerara desde siempre a Yahvé como Señor absoluto de los hombres y sus destinos, se deducía que Yahvé era igualmente Señor del mundo donde se desarrollaban aquellos destinos. Incluso en algunas tradiciones patriarcales de origen antiquísimo ya encon-tramos a Dios invocado como creador: así, en el extraño pasaje del encuentro de Abraham con Melquisedec, éste bendice al Patriarca con la invocación «Bendito sea Abraham del Dios Altísimo, creador de cielos y tierra», y sigue un juramento de Abraham con la fórmula «Alzo mi mano ante Yahvé, Dios Altísimo, creador de cielos y tierra» (Gen 14,19-22).

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15. Creador del cielo y de la tierra 15. Creador del cielo y de la tierraÍNDICE

Estos textos ofrecen una pista sugerente para descubrir cómo llegó Israel a interesarse por el origen y el sentido del cosmos. Melquisedec era rey-sacerdote precananeo de un «Dios Altísimo», que podía ser como el Dios Supremo de las divinidades cananeas de la naturaleza. Abraham identifica a este Dios con su Dios pro-tector. Mucho después, los israelitas harían una asimilación se-mejante: el Yahvé que les había liberado de Egipto pasa a asumir las funciones que los mitos cananeos atribuían a los dioses de la naturaleza, sin perder, con todo, las características esenciales de Dios personal. Yahvé, que ante todo había sido Dios de hombres, pasa a ser también Dios del universo, creador y controlador del cosmos. Y todavía más adelante, cuando, con ocasión del exilio, los israelitas entren en contacto con las ideas cosmogónicas y teo-gónicas de asirios y babilonios, reelaborarán su concepción de las relaciones de Dios con el mundo y, purificando aquellas ideas de los elementos que resultaban incompatibles con el auténtico yah-vismo, llegarán a una grandiosa formulación de Yahvé como origen y señor de todo lo que hay en el mundo. Yahvé será el único Señor, Protector y Padre de los hombres, para quienes lo ha creado todo libre y benévolamente.

Ya en el s.V a.C., el genial redactor que dio al Pentateuco la forma que había de ser sustancialmente definitiva, consideró conveniente anteponer, como introducción a los relatos de los patriarcas y de la alianza, dos unidades literarias referentes al origen del mundo y del hombre que representan diversos momentos de la reflexión israelita sobre el tema. La primera unidad se originó en círculos sacerdotales en la época del exilio: es la conocidísima «semana creadora» de Dios, que constituye el primer capítulo del Génesis. La segunda es el con-junto de relatos sobre el paraíso terrenal y el pecado del hombre, que provienen de una tradición «yahvista» más antigua, de la época real. De esta manera, la presentación de Dios como creador, que casi no aparece en el resto del Pentateuco (ocupado sobre todo por la libera-

ción del pueblo y la alianza), pasó a ser la primera idea de Dios que el lector encuentra en la Biblia, y esto había de marcar decisivamente toda la concepción de Dios en la tradición judeo-cristiana.

Creador y Señor de todo: «con su Palabra lo creó todo»Aunque hay ciertas semejanzas, que saltan a la vista, entre el pri-

mer relato de la creación del Génesis y las mitologías teogónicas y cosmogónicas del antiguo Oriente, los especialistas están de acuer-do en subrayar la esencial singularidad y originalidad de Israel en este tema. La Biblia no presenta ningún tipo de teogonía o relato del nacimiento de los dioses, como ocurre en las mitologías orientales, donde los dioses surgen del caos y son como personificaciones de las fuerzas naturales que luchan entre sí (teomaquias), hasta que consiguen un cierto equilibrio de sus respectivos dominios, lo que se traduce en un relativo equilibrio y orden del mundo.

En las mitologías, el mundo se percibe como un conjunto de fuer-zas en conflicto, y esto se traduce teológicamente en la concepción politeísta de los dioses de la naturaleza igualmente en conflicto. En la Biblia puede decirse que domina ya el principio monoteísta, inclu-so antes de que este principio se formulase conscientemente como tal. Hay desde el principio una clara distinción y hasta contraposi-ción entre Dios y la naturaleza. Dios es anterior a la naturaleza y no se confunde con ella. Está por encima de la naturaleza y es causa única de ella. La naturaleza existe gracias a su Palabra creadora: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Anteriormente a la Palabra creadora de Dios, fuera de Dios, sólo había tohu-bohu, «el desierto y el vacío», designación popular de lo que filosóficamente llamaríamos la «nada». Ni siquiera se sugiere la posibilidad de la existencia de una «materia» previa que ofrezca resistencia o limita-ciones a la acción creadora de Dios, como se encuentra en el mito platónico del demiurgo o en los elementos con los que han de luchar los dioses de las cosmogonías orientales. «Con tu Palabra hiciste todas las cosas», dirá el libro de la Sabiduría (9,1). De esa manera,

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15. Creador del cielo y de la tierra 15. Creador del cielo y de la tierraÍNDICE

queda muy subrayada desde el principio la absoluta trascendencia de Dios respecto del mundo y de la naturaleza, y a la vez la libertad, la gratuidad, la omnipotencia y la omnideterminación de la acción creadora de Dios. Con su sola Palabra, Dios crea cuando quiere, como quiere, lo que quiere. El mundo no es, por consiguiente, un momento o un aspecto de la evolución de la divinidad. Creado por su palabra libre, no es una emanación o prolongación necesaria de su ser. Israel supera así la mezcla de «teogonía» y «cosmogonía» con que los mitólogos orientales hacen que el nacimiento del mundo sea a la vez el nacimiento de los dioses que personifican las fuerzas naturales. Israel excluye claramente toda forma de dualismo o anta-gonismo entre Dios y el mundo, entre Dios y la materia o las fuerzas del mal. Dios no ha de luchar con nada ni con nadie para crear, ni existe nada absolutamente en el mundo que no venga de su acción creadora o que quede fuera de su dominio. Dios es Creador y Señor absolutamente de todo. Precisamente por esto, el segundo relato del Génesis tendrá que buscar otra explicación de la presencia del mal en el mundo: la desobediencia del primer hombre.

Si Dios es Creador y Señor de todo, absolutamente todo es bueno, como repite deliciosamente aquella especie de «estribillo», después de cada una de las acciones creadoras: «Y Dios vio que era bueno». Aquí está la base no sólo de un optimismo fundamental -nada puede ser radicalmente malo, ni nada escapa al sentido querido por Dios-, sino también de una verdadera autonomia del mundo. Dios ha dado a las cosas del mundo verdadera consistencia propia. Dentro de una radical dependencia de Dios, el mundo, como realidad finita libremente querida por Dios, es «otra cosa» que Dios; con su estructura y sus leyes otor-gadas por Dios, pero distintas del mismo Dios. No es algo propiamente divino o mera manifestación de fuerzas divinas. El mundo no es algo propiamente «sagrado», objeto de veneración o de temor religioso, sino algo que, aunque referido siempre a la acción creadora de Dios, tiene consistencia y autonomía propias. Unicamente de esta forma podrá el

mundo ser entregado a las manos del hombre para que éste se haga responsable de él. Y será el buen o mal uso que el hombre haga de él lo que determinará el bien y el mal por lo que se refiere al mundo.

Además, creando por medio de su palabra libre, Dios no queda reducido a un mero principio ontológico o cosmológico del mundo, que en definitiva haría de El una pieza, aunque fuera la primera y fundamental, de la realidad mundana. Dios actúa como ser libre y personal por su voluntad creadora. Sólo si Dios crea así, libremente, se podrá hablar de una historia mundana distinta de la eterna reali-dad divina. Si Dios crease necesariamente, todo formaría parte de la eterna necesidad divina. Esto y mucho más es lo que está implicado en la primera afirmación, aparentemente ingenua, de que Dios «lo creó todo con su Palabra».

La semana de la creación: «y Dios creó al hombre a su imagen»El relato de la creación distribuida en seis días tiene una clara

intención didáctica o, si se quiere, catequética. No responde a las preocupaciones «científicas» que plantea el hombre moderno, de-seoso de saber el «qué» y el «cómo» del origen del mundo. Estas preocupaciones eran ajenas a los antiguos israelitas. El relato res-ponde a la preocupación por el sentido y el valor de las cosas en sí mismas y en relación con el hombre. Por eso, todo el relato está orientado hacia la creación del hombre, que es la finalidad última y el coronamiento de toda la obra creadora. El sentido de toda la na-rración nos viene dado en las palabras con que acaba el primer ca-pítulo: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra... Vio Dios todo cuanto habia hecho, y he aquí que estaba muy bien».

Desde este punto de vista, tendríamos que decir que la primera página del Génesis, más que una lección de cosmogonía, es una espléndida lección de antropologia teológica.

Por tanto, andaría desencaminado quien leyera el primer relato del

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Génesis como una especie de anticipación de la «prueba cosmológi-ca» de la existencia de Dios. Esta preocupación por «demostrar» la existencia de Dios es, más bien, algo propio de la racionalidad mo-derna. Para los pueblos antiguos, la existencia de Dios no se «de-muestra» propiamente; viene dada como implícita y necesariamente en el mismo hecho de la experiencia primaria de que el mundo y el hombre no son en sí mismos autosuficientes o autoexplicativos, ni tienen en sí plenitud de sentido o de valor.

En cambio, el relato de la creación constituye como el fundamento o la condición de posibilidad de toda la concepción central del Antiguo Testamento sobre la alianza de Dios con los hombres. Explica cómo el hombre recibe de Dios una autonomía y una responsabilidad sobre el uso de todas las cosas creadas, que le convierten en un interlocutor res-ponsable, en un «tú» delante de Dios creador. Dios crea el mundo con el designio de hacer una alianza con el hombre, con referencia al uso de las cosas del mundo. Esto es lo que diferencia la fe de Israel de las cosmogonías de los pueblos contemporáneos. Israel recoge muchos rasgos particulares de aquellas cosmogonías, pero los selecciona y los reelabora de manera que sirvan para expresar su concepción religiosa central: que Yahvé no es un Dios de cosas, sino un Dios de personas.

La distribución de la obra creadora en seis días responde -como decíamos- a una intención pedagógica. Por una parte, ofrece el mar-co para una clasificación de las diversas categorías de realidades mundanas, notando cómo todas ellas proceden de Dios y están al servicio del hombre. Esto era importante en el contexto de la polémi-ca que los israelitas habían de mantener con las religiones astrales y naturales de su entorno. Los astros y las fuerzas de la naturaleza no son dioses, sino la obra del único Dios puesta al servicio del hom-bre. Por otra parte, proporcionaba una base religiosa a la institución antiquísima de la semana como medida básica del tiempo, con el séptimo día como día de reposo, reforzada con las connotaciones que tenía el número siete como número perfecto.

D/RIVAL/H: La originalidad de la religión israelítica como religión de un Dios

de personas se manifiesta por el lugar absolutamente central que el hombre ocupa en la creación. Dios no aparece nunca como rival del hombre, hostil o celoso de sus privilegios. Al contrario: Dios es el principio generoso y benévolo que crea al hombre a su imagen y le hace su representante y administrador en el uso de la creación. (No está de más recordar cómo Jesús valorará la figura del administra-dor en sus conocidas parábolas evangélicas). La gloria y el gozo de Dios es que el hombre viva como imagen suya: «gloria Dei vivens homo» (S. Ireneo). «La creación es como la empresa de Dios de crear creadores» (·Bergson-H). Por parte de Dios, la creación está acabada: «Así fueron concluidos los cielos y la tierra... y el séptimo día cesó Dios de toda la tarea creadora... y descansó» (Gn/02/01-02). Dios no crea de nuevo, ni se han de esperar nuevas intervencio-nes de Dios en el orden creacional, a pesar de que sigue siendo su voluntad y su fuerza creadora la que permanentemente mantiene la creación en su ser. En adelante será el hombre el creador de sentido -o también, desdichadamente, el destructor o negador de sentido- con lo que Dios, en su descanso, ha dejado en sus manos. Las in-tervenciones de Dios a partir de aquel momento sólo serán de orden relacional y dialogal con el hombre. Dios se manifestará únicamente hablando con el hombre responsable de la creación, interpelándo-lo, estimulándolo, exigiendo o corrigiendo y castigando para que la creación tenga sentido y no se eche a perder.

Así el hombre queda constituido como ser relacional-dialogal con Dios sobre la creación. El bien del hombre estará en el ejercicio ade-cuado de esta responsabilidad desde aquella relación; y no -como veremos en seguida en el relato de la caída- en una pretendida in-dependencia soberana que no corresponde a su realidad. Vale la pena considerar aquí un texto de ·Marx-KARL que manifiesta una comprensión muy inadecuada de la realidad del hombre en el mun-

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do: «Un ser solamente se puede considerar independiente cuando es amo de sí mismo; y sólo es amo de sí mismo cuando no debe su existencia más que a sí mismo. Un hombre que vive por gracia de otro ha de considerarse a sí como dependiente. Vivo por gracia de otro cuando le debo no sólo el mantenimiento de mi vida, sino que, además, él ha creado mi vida y es fuente de mi vida. Cuando mi vida no es mi propia creación, su fundamento ha de estar necesariamen-te fuera de ella» (2).

H/DEPENDENCIA: Estas palabras pueden ser válidas si se entienden respecto de la

dependencia «amo-esclavo» entre hombres. Precisamente una de las primeras consecuencias que se han de sacar de la doctrina de la creación es que, si todos los hombres son igualmente creados por Dios y son igualmente objeto de su amor, ningún hombre puede ser verdaderamente señor de otro (y así lo entendió, al menos en princi-pio, la ley israelita, contraria a toda forma de servidumbre o esclavi-tud, en instituciones como la ya mencionada del jubileo: «De Yahvé es la tierra y cuanto hay en ella, el mundo y los que en él habitan»: Ps 24,1). Pero, si Marx tiene razón cuando quiere excluir toda depen-dencia de servidumbre, ya no la tendría si esto se extendiera hasta poner la esencia del hombre en la absoluta y total independencia. El hombre es de hecho -y la experiencia lo confirma en cada momento- un ser relacional y dependiente de sus relaciones con los otros y, en última instancia, del fundamento de todas aquellas relaciones, que es Dios creador. No es la independencia lo que hace al hombre ser hombre, sino la adecuada realización del sistema relacional del que necesariamente vive y se sustenta. El hombre más feliz no es el que tiene menos dependencia o necesidad de los otros, sino el que vive en la interdependencia de una comunión libre y amorosa, donde cada uno ejerce su propia autonomía en el mutuo dar y recibir, que es la trama esencial de nuestro vivir humano. Quien ama sabe que no es en la independencia donde mejor se realiza, sino en la libre

dependencia de la comunión, en la que considera el bien del otro como bien propio y sabe que no puede conseguir el bien propio más que como don gratuito del otro que corresponde a su amor.

AUTONOMIA/DEPENDENCIA: Desde esta perspectiva de una comunión libre y amorosa es como

se ha de entender la relación creacional de Dios con el hombre. Au-tonomía humana y dependencia de Dios no son dos magnitudes contrarias, de modo que el incremento de una implique la disminu-ción de la otra. Al contrario, cuanto mayor sea la autonomía del hom-bre, mayor es su dependencia de Dios, que es quien se la concede. No se puede decir de una piedra que tenga verdadera autonomía, y por esto mismo se ha de decir que es menos «dependiente» de Dios que el hombre, a quien Dios le ha concedido el don de la libertad y de la responsabilidad. Y aquí llegamos al aspecto seguramente más profundo y misterioso de la doctrina de la creación. Podríamos decir que por la creación amorosa y gratu¿ta Dios se man¿fiesta no sólo como omnipotente, sino como débil, con la debilidad de amar a su creatura. No sé dónde leí un proverbio que dice que «el que ama más aparece siempre como el más débil»; aunque, a la larga, es el único que triunfa. El teólogo ·Moltmann-J habla del acto creador como de un acto de «autolimitación de Dios» (3). Ya la mística judía medieval habría dicho que la existencia del mundo sólo era posible gracias a una especie de «repliegue de Dios» y de su absoluta om-nipresencia. En efecto, si «Dios lo es todo», ¿cómo puede llegar a existir algo que no sea Dios? ¿Cómo puede crear Dios «de la nada» o «en la nada», si la nada no puede existir, ya que el ser divino, de por sí, lo es todo, lo llena todo, lo penetra todo? La mística judía res-pondía que, como primer momento o aspecto del acto creador, Dios ha de abrir como un espacio del que él mismo se retira, un «lugar místico primigenio» de alguna manera vacío de Dios, donde pueda existir el «no-Dios», la creatura, y donde Dios se pueda comunicar y revelar al «no-Dios», entrando así en relación con la creatura. El

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primer momento de la creación no es una acción ad extra, hacia fuera, sino ad intra, hacia el interior de Dios, por la que él se auto-limita libremente para poder hacer existir lo «no-Dios». Es un acto de ocultamiento, de retirarse, de debilidad y humildad amorosa de Dios para con la creatura. Hablando a nuestra manera, previamente a la creación, Dios era absolutamente omnipotente, porque no había nada fuera de él que lo limitara; pero después de la creación ya no es omnipotente de la misma manera: ha de contar con el hombre, no puede prescindir de él, porque lo ama.

OMNIPOTENCIA/DBD DEBILIDAD/OMNIPOTENCIA La omnipotencia no se manifestará como un dominio despótico y

arbitrario, sino como una relación amorosa con la debilidad creada, que comportará lo que la Biblia sólo puede describir como momen-tos de exultación, de ira, de arrepentimiento de haber creado y de reafirmación de la fidelidad de Dios para con la creatura. Una fide-lidad que le llevará a enviar a su eterno Hijo en persona al mundo creatural y a dejarle morir en manos de la creatura. Ciertamente, Dios no tenía ninguna necesidad de crear; pero, una vez que deci-dió crear libre y gratuitamente, resulta verdadera la afirmación del místico Angel Silesius cuando decía: «Dios tiene tanta necesidad de mí como yo tengo de él». No con una necesidad física u ontológica, pero sí con la libre necesidad del amor.

1. Lo que decimos se ha manifestado a veces en la contraposición -he-cha clásica por Pascal- entre el «Dios de los filósofos» y el «Dios de los Pa-triarcas», y más modernamente entre el acceso «teo-ontológico» y el acceso «existencial» a Dios. Contraposiciones que parecen válidas en la medida en que no se extremen hasta una irreductibilidad absoluta. Sin embargos parece que se ha de afimmar que, desde la perspectiva judeo-cnstiana, es el acceso existencial el que nos lleva más al fondo de la realidad de Dios, mientras que el acceso meramente ontológico o cosmológico pemmanecería truncado, y a la larga puede resultar aberrante, como en el caso del deísmo. Sobre este tema puede verse mi trabajo ya citado: «El ídolo y la voz», en la obra colectiva La

justicia que brota de la fe, Santander 1982, pp. 63ss.2. K. MARX, Manuscritos de Economía y Filosofía, Madrid 1969, p. 164.

Sobre este texto de Marx y sobre lo que vamos diciendo sobre la creación, re-comiendo la lectura del primer capítulo de la reciente obra de J.l. GONZALEZ FAUS, Proyecto de hermano, Santander 1987, especialmente p. 66.OJO

3. J. MOLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983, pp. 124ss.

JOSEP VIVES, Si oyerais su voz. Exploración del misterio de Dios, Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48 SANTANDER 1988, págs.77-85

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EL FIN DEL MUNDO ANTONIO SALAS

IntroducciónTODO INDIVIDUO se halla inevitablemente situado ante dos gran-

des incógnitas existenciales: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? La filosofía siempre ha intentado darles respuestas. Sin embargo, sus soluciones distan mucho de tranquilizar. ¿Qué hacer? La vivencia religiosa sale en ayuda del hombre brindándole la respuesta de la di-vinidad. Y es que la persona humana, al saberse incapaz de despe-jar una incógnita, recurre a los dioses en busca de luz. Tal constante viene atestiguada por toda la experiencia religiosa del hombre, que trata siempre de adentrarle en los arcanos de un «Más allá» inescru-table desde la razón pero quizá asible desde la fe. Idéntico fenómeno se observa en la religiosidad bíblica, sobre la que el cristianismo an-cla sus convicciones de fe. Entre ellas, cabe señalar el problema del «más allá», tanto desde un punto de vista individual como colectivo. Con ello no hace el cristiano sino compartir la inquietud de cuantos ansían saber qué ocurre con cada individuo al término de su vida y qué ocurrirá, a su vez, con el mundo cuando éste llegue a su fin.

Nos interesa ahora centrarnos en el problema relacionado con el fin del mundo. Al reivindicar éste pura perspectiva futurista, el hom-bre -esgrimiendo categorías racionales- puede hacer cábalas o su-posiciones, pero sin lograr jamás un conocimiento preciso del tema. Y es que el futuro queda fuera de su ámbito experimental. Ahora bien, siendo la inteligencia humana incapaz de fijar los horizontes del fin, ¿ocurre igual si se explotan categorías de fe? La experiencia religiosa responde garantizando al hombre que la divinidad conoce

cuanto él ignora 2. Resta, pues, ver hasta qué punto resulta viable adentrarse en el horizonte del fin con la ayuda divina. El cristianismo ancla su fe en la visión bíblica de Dios, cuya humanización queda plasmada en Jesús de Nazaret. Pues bien, ¿ha desvelado el Dios bíblico las pistas necesarias para que el hombre -activando sus re-sortes de fe- consiga visualizar de algún modo el fin de la humani-dad? Nadie ignora que pululan al respecto un sinfín de hipótesis su-puestamente ancladas en la revelación bíblica. Se aducen, incluso, testimonios concretos que parecen avalar interpretaciones fatalistas o al menos alarmistas 3. ¿Qué decir? Jamás será válido cimentar una hipótesis sobre textos bíblicos aislados. Sólo situándolos en su propio marco contextual se evitará la manipulación del dato revela-do, que algunos sectores presuntamente cristianos realizan con la mayor naturalidad. Tal enfoque debe ser denunciado como falso, pues convierte al dato revelado en un simple argumento para que el creyente estampe su propia convicción de fe. Y esto es un atropello que sólo la ignorancia puede justificar.

Todo ello explica que la teología actual, al abordar el tema del fin del mundo, se sepa obligada a bucear en el flujo de la revelación bíblica, en busca de las directrices necesarias para clarificar el hori-zonte escatológico. No en vano el cristianismo primitivo, a la hora de fijar criterios sobre este tema, buscó siempre la apoyatura del Dios que actúa, cuyo designio histórico-salvífico venía reflejado en la an-dadura del pueblo elegido. Así pues, sólo podrá valorarse el sentir escatológico del cristianismo primitivo si se analiza antes la postura del pueblo hebreo sobre el presunto fin de la humanidad. ¿Cuándo y cómo ocurrirá el fin del mundo? Tal pregunta es tan vieja como la propia experiencia religiosa del hombre. Y si éste esgrime catego-rías de fe crística habrá de cimentarlos sobre la base que la tradición bíblica brinda a los creyentes. Ahora bien, la experiencia cristiana tiene sus raíces en el proceso de la revelación veterotestamentaria. Ello indica que para asir el contenido del mensaje revelado en torno

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al fin de la humanidad, es preciso adentrarse en la experiencia del pueblo hebreo, para resaltar después los aspectos novedosos de la revelación cristiana 5. Y sobre toda esta base cimentar el encuadre de la teología actual.

1 El judaísmo ante el fin del mundoLA HISTORIA DEL JUDAÍSMO, desde un punto de vista técnico,

se inicia después del destierro babilónico. Sin embargo, esgrimiendo criterios más amplios, puede vincularse con toda la andadura históri-ca del pueblo elegido por Dios. Así pues, intentaremos examinar las diversas fases en la Especulación escatológica del pueblo hebreo. Este siempre se creyó entroncar con los antiguos patriarcas, si bien su conciencia colectiva sólo emergió tras el éxodo egipcio. Observa la crítica como la reflexión escatológica del Antiguo Testamento se fue fraguando en el curso de un milenio. Sin embargo, en orden a fijar criterios, conviene clarificar los puntos siguientes: ¿se interesó el judaísmo por el fin del mundo?; ¿no limitó más bien sus reflexio-nes a su destino como pueblo?; ¿consiguió romper los límites del particularismo racista y abarcar en su mirada a toda la humanidad? No resulta fácil despejar tales incógnitas. Mas al menos debe inten-tarse, analizando el proceso de reflexión escatológico tal como lo consignan los distintos libros veterotestamentarios.

Orígenes de la expectación del finLOS TESTIMONIOS más arcaicos atestiguan que el pueblo he-

breo se preocupó ante todo por fijar su identidad sociorreligiosa. Aunque fraguado al calor del desierto, su instalación en Canaán exi-gió trocar sus valores nómadas por un espín’tu sedentario. Sólo así podría subsistir. Ahora bien, no por ello renunció a sus más ances-trales convicciones religiosas. Estas le presentaban a Yahvé como un Dios que exigía el porte de fidelidad fijado en la alianza sinaítica. Mientras el pueblo se mantuviera fiel a tales exigencias, no debía mostrar ningún temor, dado que Yahvé le defendería de cualquier

adversidad o contratiempo. Tal convicción tuvo fuerza para serenar los ánimos de un pueblo en ciernes y darle garantías de futuro 7. Sin embargo, poco se tardó en constatar que el pueblo no siempre res-piraba fidelidad, poniendo así en entredicho la ayuda divina. En tal caso, su futuro se presentaba del todo inseguro, por lo que comenzó a cuestionarse: ¿acaso nuestro pueblo tiene una firme garantía de subsistir? Durante la monarquía apenas se puso en duda su invio-labilidad, refrendada incluso por el templo de Jerusalén 8. No obs-tante, tras la escisión del reino, comenzaron a surgir dificultades, provocadas sobre todo por la actitud indolente de los monarcas y el laxismo moral de quienes antes se comprometieran a cumplir cuan-to le pedía su Dios.

El ánimo de los israelitas decayó. Entonces, como de ordinario, se acordaron de los días gloriosos, cuando Yahvé intervenía mila-grosamente conduciéndolos a la victoria. Así había sucedido con la caída de Jericó (Jos 7,2-5), la derrota de los amorreos (Jos 10,12) y el «día» de Madián (Jue 7). Evocaban con nostalgia el pacto del Si-naí, preguntándose: ¿ha dejado de ser Yahvé el Dios de la alianza?; ¿no había prometido protegernos y destruir a nuestros enemigos? Tales consideraciones fueron consolidando la esperanza en un futu-ro «día» de Yahvé, donde se pusiera fin a esa situación dramática. El efímero esplendor del reinado de Jeroboán II infundió nuevos bríos, pues el país pareció recobrar su perdida calma, llegando incluso a cierta purificación cúltica 9. Todo ello los obcecó hasta el punto de creer próximo ese «día» en que Yahvé, al igual que ocurriera en el pasado, intervendría con prodigios terribles y vengativos, aniquilan-do sin piedad a sus enemigos. Mas tal ilusión era vana, dado que junto a la prosperidad política se había infiltrado en Israel una alar-mante corrupción moral, llegando incluso su culto a contaminarse con influencias paganizantes, lo cual implicaba una flagrante traición al compromiso sinaítico. ¿Qué derecho tenía, pues, el pueblo a al-bergar la esperanza en esa intervención excepcional de Yahvé?

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Así es como el pueblo elegido se vio forzado a hurgar en su hori-zonte escatológico. Más que interesarse por el fin de un mundo que desconocía, le inquietaba su propio destino. Se sabía elegido por Yahvé, pero sin haberse mantenido fiel a la alianza sinaítica. Ello sólo podía ser presagio de desventuras a menos de deponer su actitud. En el período monárquico se vio claro que, aun siendo Yahvé el dueño de todos los imperios, el expansionismo asirio primero y el babilónico después ponían en entredicho su hegemonía. ¿Cómo podía Yahvé permitir que esos imperios paganos triunfaran, mientras su pueblo iba hacia su desintegración? La respuesta debía buscarse en la infideli-dad del propio pueblo. Cierto que éste se consideraba heredero de las promesas a Abrahán (Gn 15,1-5) que hablaban de un futuro halagüe-ño. Mas su situación sociopolítica le impedía forjarse ilusiones. Ello lo fue metiendo en un callejón sin salida, que lo sumió en una incons-ciencia lamentable. Yahvé no podía consentir esa tesitura de forma indefinida, por lo que algún día le exigiría cuentas de su infidelidad. ¿Qué sucedería en ese futuro «día» de Yahvé?. Nadie lo sabía. Pues bien, fue entonces cuando intervinieron los profetas para revelar, en nombre del propio Dios, el desenlace de tan incómodo trance.

El profetismo ante el fin del mundoMUCHOS PUEBLOS ANTIGUOS se habían cuestionado por el

fin del mundo, visto desde una perspectiva cosmogónica donde el desgaste natural y los cataclismos imponían su ley. El judaísmo ja-más compartió tal enfoque. Más que interesarse directamente por el fin de la humanidad, se aferró a la idea de que Yahvé jamás le abandonaría a pesar de sus posturas aberrantes. Tal fue la tesis propugnada por el profetismo, cuyo afán se cifró en garantizar que, a causa de las infidelidades, llegaría un «día» en que Yahvé infligiría un correctivo ejemplar a su pueblo. Y ello supondría el fin del «eón» presente. Es decir, con la venida de Yahvé daría un viraje radical la historia misma del pueblo, trocando su angustia opresora en una felicidad y vivencia plena. DIA-DE-YAHVE: Amós fue, sin duda, el

primer profeta en lanzar una mirada hacia ese futuro escatológico, esbozando una hermosa descripción del «día» de Yahvé, cuyo ím-petu supone acompañado de trastornos cósmicos (Am 8,8-9). Con ello no intenta, sin embargo, reflejar hechos históricos, sino simboli-zar simplemente el carácter purificador de ese «día» en que Yahvé castigará a sus enemigos, imponiendo a su vez un duro correctivo a su pueblo, por haber éste traicionado su compromiso sinaítico

Vislumbra, pues, un horizonte dominado por la idea de castigo y purificación, que pondrá fin a la situación presente, donde el pueblo elegido sufre mientras los malvados triunfan. Cuando Yahvé inter-venga, conmoverá los fundamentos mismos del orbe, aniquilando este «eón» presente para instaurar otro en el que sólo los fieles compartan el privilegio de la felicidad. El profetismo llega incluso a intuir que Jerusalén quedará destruida, recibiendo el pueblo con ello un golpe frontal (So 1,7-15). Los trastornos cósmicos y cataclismos afectarán a todas las naciones (Is 13,10-13), pero sin excluir tampo-co al pueblo elegido (Is 38,1422; 30,8-17).

Los profetas, para mejor definir el horizonte escatológico, esbozan una teología del «resto», que asocian con la instauración del mundo nuevo ( = reino mesiánico). Aun cuando el pueblo sufra los efectos punitivos del «día» de Yahvé, siempre subsistirá un «resto» para per-petuar las promesas hechas a los patriarcas y reiteradas después a la dinastía davídica. ¿No habla logrado Yahvé en la creación del cos-mos un triunfo sobre las tinieblas y el caos? Pues también en su futuro «día» someterá todas las fuerzas de la oscuridad (Is 27,1; 51,9; Am 9,3; Sal 73,13-14). Su victoria aterrará a todos los enemigos, acusan-do, asimismo, el pueblo elegido el ímpetu de su ira. Mas ésta tendrá carácter purificador. Tanto que, aun cuando sucumba gran número de israelitas, queda garantizada la subsistencia de un «resto» fiel en quien Yahvé cumplirá todas sus promesas. Cierto que tal «resto» de-bería acrisolarse con una prueba muy dura. Así lo demostró la ex-periencia del destierro babilónico, que los judíos interpretaron como

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correctivo divino. Y fue precisamente en el exilio cuando Ezequiel y Deuteroisaías fraguaron una sana teología de la esperanza, cifrada en la gran restauración liberadora (Ez 37; Is 49,16-17).

La teología del «resto» se apoyaba en la tesis de la providencia divina. Esta garantizaba que Yahvé jamás abandonaría a su pueblo, por más que no siempre cumpliese sus compromisos 16. Resultó así fácil idealizar un mundo futuro (=reino mesiánico), donde sólo tu-viese cabida cuanto respiraba felicidad. No se olvide que en aquella época el pueblo judío ignoraba aún que los hombres pudieran acce-der a los cielos, toda vez que éstos se suponían morada exclusiva de la divinidad. Así pues, el mundo futuro se creía instalado en la tierra, si bien ésta sufrirla antes una profunda transformación. Sólo al final del periodo veterotestamentario se llegó a intuir la posibilidad de una vida ultraterrena, conseguida en virtud de la resurrección es-catológica (Dan 12,1-3). Tras la amarga experiencia del exilio, que sirvió de crisol depurador, el «resto» retornó al país con la ilusión de iniciar una nueva vida acorde con su esperanza. Sin embargo, poco tardó en constatar que el reino mesiánico seguía siendo un sueño acariciado. El destierro había servido, sin duda, para decantar acti-tudes, mas sin introducirlos por ello en ese anhelado mundo de paz y felicidad 17. Los exiliados vieron cómo sus esperanzas quedaban sin colmar. ¿Qué hacer? La providencial intervención de dos grandes profetas (Ageo-Zacarias) consiguió estimular a ese «resto» invitán-dolo a consolidar su vivencia religiosa, pues sólo así decidiría Yahvé instaurar su reino triunfal con el mesías de líder indiscutible. Con ello se abrió una nueva fase en la expectación escatológica. Los ju-díos no debían desfallecer, pues Yahvé acabaría interviniendo en un «día» esplendoroso, donde por fin los libraría de toda cuita, hacién-dolos disfrutar de una paz paradisíaca. Es Joel quien más se adentra en esta nueva perspectiva del «día» de Yahvé 18. Lo presenta como próximo (1,15), acompañado de oscuridad y tinieblas (2,1), llegán-dose a estremecer la tierra entera (2,10). Tal «día» viene equiparado

a una plaga de langostas, signo de exterminio y devastación (2,5-8). Joel supone que los efectos de esa plaga durarán algún tiempo, al fin del cual Yahvé, compadecido de su pueblo, le hará degustar por fin los goces de la prosperidad y abundancia (2,25-27). Todo ello irá acompañado de signos cósmicos: el sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre (3,4), viendo la tierra cómo se conmueven hasta sus mismos fundamentos (4,16). Joel, al describir las conmociones del cielo y la tierra, evoca un tema común en la literatura profética (Am 8,9; So 1,15; Is 13,10-13; Jer 4,24; Ez 32,7-8; Ha 3,ó). Mas toda la tradición asocia ese «día» escatológico con un cambio drástico en la trayectoria de Israel. Durante la restauración posexílica los impe-rios seguían vejando al pueblo, para quien el mundo de la opresión no habla llegado aún a su fin. Aun cuando Yahvé interviniera ya en el «día» las huestes babilónicas destruyeron Jerusalén, aquello habla sido no el fin, sino una simple advertencia. ¿Cuándo llegaría ese fin tan ansiado como temido?

El profetismo posexílico trató de ensanchar los horizontes de es-peranza, vinculando la expectación con la figura del Mesías. Cuan-do Yahvé lo envíe para instaurar su reino, acabarán todos los in-fortunios del pueblo, pudiendo respirar por fin aires de plenitud. Así pues, el futuro «día» de Yahvé marcará el fin del dominio pagano y el comienzo del bienestar para el pueblo elegido. Ello no comporta-rá el fin del mundo, sino un simple viraje en la historia del hombre 20. Tal enfoque empalmaba con el oráculo de Jeremías sobre los setenta años de cautividad (Jer 29,4-14), a los que seguiría la fase de plenitud. Los judíos habían sufrido el cautiverio, mas su retorno no fue acompañado del bienestar esperado. De hecho, su destierro había servido para acrisolarles, pero no para quebrar el poder de los paganos. ¿Qué hacer? El judaísmo posexílico quiso seguir alimen-tando la esperanza, buscando la forma de dar sentido al oráculo de Jeremías. La clave viene ofrecida por Daniel, que habla ya de «se-tenta semanas» de cautiverio 21. Con ello abre considerablemente

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los horizontes escatológicos, sabiéndose el pueblo invitado a seguir confiando en que Yahvé acabará liberándolo en su gran «día»

La reflexión religiosa del judaísmo no podía renunciar al apoyo de su Dios. Llegó incluso a comprender que si no conseguía sacudirse el yugo de la opresión se debía a su porte infiel, por lo que Yahvé seguía acrisolándolo. Llegaría, no obstante, el momento de terminar esa situación de angustia para instaurarse entonces una égida de paz y prosperidad en la que el pueblo elegido ejercería un dominio sobre el resto de la humanidad, acabando así su periplo de desven-turas. Lo difícil era prever cuándo intervendría Yahvé para dar paso a ese mundo nuevo. El vaticinio de Daniel, que tanto eco halló en el judaísmo tardío, invitaba a hacer cábalas cifradas en fijar la fecha de tan anhelada intervención. Y con su ayuda pudo el pueblo, harto ya de infortunios y sinsabores, lanzar una mirada firme hacia el futuro con la esperanza de poner pronto fin a su dramática situación. Su vivencia religiosa le garantizaba que Yahvé acabaría con este «eón» dominado por la injusticia y opresión para instaurar un mundo nue-vo en el que se respiraran sólo aires de plenitud. Tal inquietud halló gran eco en la reflexión apocalíptica del judaísmo tardío.

Aportación de la apocalíptica judíaTRAS LAS CONQUISTAS de Alejandro Magno, el judaísmo acusó

el influjo de la cultura helenista. Y, aun sin perder su identidad religio-sa, ésta se vio enriquecida con el aporte de las nuevas corrientes. Así lo atestiguan los libros redactados en esa época. Todo ello incidió también en la forma de entender los judíos su destino escatológico. Habían de hecho elaborado su teología del sheol, que garantizaba el triunfo de los justos en el «día» de Yahvé. ¿Qué ocurriría entonces con cuantos, encarnando el ideal del «resto», le hubiesen servido con fidelidad? Poco se tardó en hallar la respuesta: los justos recibi-rían como premio una futura resurrección que les permitiría disfrutar de una vida plena. Ahora bien, los autores apocalípticos envolvieron

esta expectación en un marco cósmico, presentando el destino del pueblo elegido cual si afectara a toda la humanidad. Se empalmaba así con la teología profética que clamaba por el dominio absoluto de Yahvé, dada su condición de creador universal. La literatura apoca-líptica asoció, asimismo, el futuro «día» de Yahvé con la instauración del reino mesiánico.

La expectación mesiánica entró con ello en una fase nueva, pues la humanidad acusaría la presencia del Mesías. El horizonte mesiá-nico se suponía acompañado de trastornos cósmicos, tal como in-sinuara ya el profetismo. Sin embargo, ahora se descubrían nuevas perspectivas gracias al afianzamiento de la doctrina resurreccionis-ta. Esta aseguraba que los justos subsistirían tras juzgar Yahvé en su «día» a la humanidad entera, castigando a los malvados y pre-miando a cuantos le habían servido con fidelidad. Todo judío debía, pues, afanarse por mantener un porte digno ante su Dios, cuya justi-cia garantizaba un juicio imparcial. ¿Cuándo? Al final de los tiempos. Mas el judaísmo tardío jamás asoció ese final con la desintegración cósmica, toda vez que un «resto» iba a subsistir, instaurando Yahvé con él su reino eterno. Tal reino se suponía situado aquí en la tierra. Por otra parte, el concepto bíblico de eternidad no se ajusta al es-bozado por la filosofía posterior 25. Para los judíos eran eternas las realidades o situaciones cuyo fin nadie podía prever. En tal sentido entendían la eternidad de ese mundo nuevo, inaugurado cuando Dios devolviera la vida a los justos.

Así pues, se pensaba que el «resto» compartiría las delicias de una vida eterna. ¿Dónde? ¡En la tierra! Por tanto, ese fin del mun-do nada tenía que ver con una presunta desintegración cósmica. Al contrario, se compartía la esperanza de saborear, más allá del «eón» actual, una vida plena donde no tuviera acceso la injusticia ni la opre-sión. Se creía obviamente que también este mundo nuevo tendría un fin por exigirlo así su condición caduca. Mas ello no inquietaba. Bastaba alimentar la esperanza de disfrutar una vida plena (¡eter-

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na!) donde sólo se respirara justicia y amor. Tal convicción guarda cierta afinidad con la doctrina cristiana en torno al cielo. Sólo que los judíos situaban el mundo futuro en esta tierra, creyendo, asimismo, limitada su duración. Suponían que, tras esa fase de esplendor, el cosmos se desintegraría, quedando sólo Dios. Nunca pensaron que el hombre pudiera compartir una vida sin limitación temporal. Su ex-pectación se cifraba en la venida del Mestas, quien presencializaría el «día» de Yahvé, inaugurando una fase de plenitud que conllevaría el fin del mundo presente. El «eón» actual, preñado de injusticia e infidelidad, quedarte aniquilado en el «día» de Yahvé. Los malvados debían, por tanto, estremecerse, mientras los justos eran invitados a anhelar ese momento, pues en él recibirían el premio a su fidelidad. Así lo exigía la justicia divina.

Con este encuadre escatológico abocó el judaísmo al periodo neotestamentario. La situación sociopolitica era a la sazón del todo delicada, pues los romanos no cejaban en su empeño de explotar al pueblo, el cual se aferraba a su esperanza liberacionista para re-sistir así los envites del opresor. En tiempos neotestamentarios el judaísmo hervía en ansias de liberación. Recordaba, por supuesto, los vaticinios proféticos, pero llegando a enfoques desviados que daban primacía política al «día» de Yahvé. Se llegó a pensar que entonces se vería quebrado definitivamente el poder de los roma-nos mientras los judíos incoarían su fase de plenitud. Para lograr tal objetivo debería llegar antes el Mesías, que muchos intuían como un guerrero excepcional. Pero lo que de verdad les acuciaba era sa-berse por fin libres de la opresión, pues sólo así podrían disfrutar las delicias del «eón» futuro. El mundo presente se suponía a punto de consumarse, dándose con ello paso a una égida de plenitud donde los justos previa una resurrección escatológica pudieran disfrutar de una dicha eterna. Tal era la tesitura del judaísmo tardío cuando la religión cristiana hizo su aparición. Siendo los primeros cristianos de procedencia judaica, lógico es que anclaran en la doctrina judía sus

reflexiones en torno al fin del «eón» presente, que ellos asociaban con la venida triunfal de Jesús, cuya resurrección le había situado ya más allá de la injusticia opresora.

2 El cristianismo ante el fin del mundoLA GÉNESIS DE LA RELIGIÓN CRISTIANA ha de vincularse con

Pentecostés, ya que entonces por vez primera un grupo de perso-nas se supo impulsado vivencialmente por la fuerza (= dynamis) del Resucitado. En virtud de ese impacto pentecostal, los primeros cris-tianos eran de raigambre judaica tuvieron la certeza de fe que Jesús de Nazaret colmaba toda la expectación mesiánica. Su resurrección le presentaba, en efecto, como el Mesías esperado por el judaísmo. Así; pues, aquel «día» de Yahvé que tanto inquietara al profetismo se había realizado de algún modo al resucitar Jesús. Tal convicción hizo que los primeros creyentes se consideraran miembros del rei-no mesiánico. Y ello les dio tanta ilusión que llegaron incluso a ol-vidarse de cuantas limitaciones y contratiempos les imponía la vida ordinaria. No obstante, una vez serenados los ánimos, constataron que su experiencia resurreccionista, si bien les estimulaba a seguir luchando, no les liberaba de esa opresión angustiosa que el judaís-mo siempre asoció con la vivencia del pecado. Vieron asimismo que, siendo el «día» de Yahvé portador de dicha plena para los justos, ellos continuaban sufriendo después de resucitar Jesús. Así pues, aun sabiéndose ciudadanos del reino mesiánico, era evidente que éste no habla colmado toda la expectación del profetismo. ¿Qué ha-cer? La comunidad despejó la incógnita lanzando una mirada hacia el futuro a la espera de que pronto llegara Jesús triunfalmente para dar a su reino el espaldarazo definitivo. Entonces quedaría implanta-da esa égida de plenitud tan anhelada por la tradición judía. Al con-vertir el cristianismo el «día» de Yahvé en el «día» de Jesús, asoció con su venida futura (parusía) el fin del «eón» presente dominado por la angustia lacerante y el comienzo de un mundo nuevo donde sólo rigieran criterios de paz y felicidad. Ahora bien, ¿cuándo haría

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Jesús esa irrupción triunfal, erradicando la fuerza del mal? No resul-taba fácil despejar tal incógnita. Sin embargo, la comunidad cristiana lo intentó, esbozando al respecto una doctrina escatológica del todo singular, donde el fin del mundo se creía inminente.

Expectación inminente del finPARUSIA/INMINENTE: FALTAN DATOS para fijar los orígenes de

la escatología cristiana. Es obvio, no obstante, que siendo los prime-ros creyentes de raigambre judía mal podrían sustraerse al influjo de las tradiciones veterotestamentarias. Y éstas, sobre todo a raíz del aporte apocalíptico, suspiraban por una pronta venida de Yahvé que, poniendo fin al dominio de los gentiles, implantara un reino con la hegemonía total del pueblo elegido. Así se explica que el cristia-nismo naciente esbozara un encuadre escatológico, dominado por la esperanza de que Jesús volvería muy pronto para instaurar su reino de plenitud. Ecos de tal esperanza se conservan en los re-cuerdos que Pablo asocia con la celebración de la Eucaristía, donde la comunidad suspiraba por la venida de Jesús: «¡maranatha!» (= ¡ven, Señor!) (1 Cor 16,22).

Se sabe, por otra parte, que los primeros cristianos se autopre-sentaban como la encarnación de ese «resto» fiel que el profetismo convirtiera en centro de las predilecciones divinas. Pensaban que el judaísmo sería castigado por no aceptar a Jesús como Mesías, re-cibiendo ellos en cambio el premio reservado a los justos. Y es que su aceptación del mesianismo de Jesús les hacía acreedores a tal recompensa. Poco tardaría Jesús en instaurar la fase de plenitud de su reino, incoada en cierto modo el día de Pentecostés. Tal era el enfoque del propio Pablo, al escribir sus cartas a los tesalonicen-ses. El Apóstol quiso en ellas serenar los ánimos de aquella comu-nidad, soliviantada al pensar que Jesús llegaría de un momento a otro. Pensando que el «eón» presente tenía contadas las horas, los tesalonicenses comenzaron a descuidar sus obligaciones. Pasaban

los días mirando a las nubes con la esperanza de ver llegar a Jesús. Este porte dio al traste con el trabajo y la productividad. ¿Para qué esforzarse -así se decía- si muy pronto instauraría Jesús su reino de plenitud donde no tendría cabida el dolor ni la injusticia?

Pablo no compartía tal visión, por lo que increpó a los tesaloni-censes, invitándolos a esforzarse. Lo importante era que, al llegar Jesús, los encontrase ocupados, pues sólo así tendrían opción a compartir las delicias de su reino. Ahora bien, el propio Apóstol esta-ba convencido de que tal momento no podía demorarse. Por eso su-giere que, al venir Jesús, los muertos resucitarán, mientras cuantos aún estén vivos -¡él cree estarlo!- serán transformados para compar-tir una vida sin angustia ni limitación (1 Tes 4,13-17). Al instaurarse el reino mesiánico aquí en la tierra, cada miembro de la comunidad experimentará una transformación previa que le permita remontarse a los aires para dar la bienvenida a su Señor (= Jesús) y compartir después una vida nueva con resabios de eternidad.

El Apóstol no se esfuerza por descubrir el fin del mundo. Y es que tal tema no le interesa en sí. Engarza mas bien con la tradición judía, recalcando el impacto causado por ese «día» triunfal de Jesús, que pondrá fin al «eón» presente. Lejos de conllevar la desintegración cósmica, implantará un nuevo organigrama existencial. Tal era el contenido de la expectación que el judaísmo asociara con el famoso «día» de Yahvé que, tras quebrar el poder de la muerte, inaugura-ría una égida de vida plena. El cristianismo naciente -Pablo es su testigo más calificado- tenía la convicción de que muy pronto se col-maría la esperanza veterotestamentaria, garantizándolo su propia experiencia pascual, al certificar que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas. Los cristianos se sabían, por lo mismo, integrados ya en un «eón» nuevo, por más que siguiesen acusando la fuerza de la injusticia opresora. ¿Cómo armonizar esta convicción de fe -hablaba de plenitud- con su experiencia colectiva -hablaba de limi-tación-? Resolvieron la incógnita gestando una escatología donde la

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propia vivencia cristiana marcaba el fin del «eón» viejo (= mundo de limitación) y el comienzo del nuevo (= mundo de plenitud). Ello hizo que la comunidad cristiana se creyese situada en un epítome históri-co, donde el mundo viejo estaba a punto de trocarse por otro nuevo. Este se suponía a punto de incoarse, pues su vivencia pentecostal había puesto ya fin al proceso de preparación.

Mientras el cristianismo se aferró a este encuadre escatológico, careció del reposo necesario para elaborar una teología de las rea-lidades presentes. Toda su obsesión se cifró en la llegada inminente de Jesús, pensando que con ella acabarían sus problemas. Dada su raigambre judaica, es posible que los primeros cristianos llegaran incluso a verse como el eje en torno al cual debía girar la humanidad entera a la espera de Jesús. Tal convicción sintonizaba de hecho con la tradición judía, si bien trocaba el «día» de Yahvé por el «día» de Jesús 34. Mientras la comunidad cristiana se ancló en estos pos-tulados escatológicos, fue incapaz de ahondar en su reflexión cristo-lógica. Sólo cuando la presencia del pagano-cristianismo le permitió emanciparse del cañamazo judaico, llegó a la convicción de que el «día» de Jesús no estaba tan cercano como en un principio pensara. Y entonces pudo fraguar un planteamiento cristológico más sereno y profundo, sobre el que fijó sus criterios de identidad. Tal viraje se debió sobre todo al empuje de la vivencia resurreccionista.

Desplazamiento del horizonte escatológicoEL CRISTIANISMO, conforme ahondó en su reflexión cristológica,

fue desviando su atención del horizonte del fin. Cierto que la vivencia pentecostal vinculaba a cada creyente con los tiempos de plenitud. Pero éstos reivindicaban una perspectiva presente, por lo que inmer-gían al cristiano en un «más acá» de palpitante actualidad. Tal tesitura debía armonizarse con su fe crítica, que clamaba por la instauración de ese «eón» nuevo, donde la vida ejerciera una hegemonía abso-luta. Habiendo Jesús vencido al imperio de la muerte, lógico era que

sus seguidores disfrutaran las delicias de la vida inherente a su triunfo pascual. Este había modificado el concepto mismo de historia, dán-dole sentido de plenitud. Con él había perdido el tiempo su pura pers-pectiva horizontal (chronos) para adquirir la verticalidad (kairós) que le infundía la historificación de la fuerza(= dynamis) divina. Los cristianos se sabían inmersos en el kairós (KAIROS/CRONOS), es decir, en los tiempos de plenitud. Se sentían, en cierto modo, sustraídos al influjo del viejo «eón», lo que les situaba como en un «más allá» anticipa-do. Ello contribuyó a consolidar su vivencia crística, que cada vez iba dando más sentido a su vida. Esta se iba liberando del mundo de la opresión conforme se integraban en la dinámica liberacionista abierta por el triunfo pascual de Jesús. ¿Por qué obsesionarse, pues, ante la inminencia del fin, si ellos se hallaban ya dentro de su horizonte? Y es que los cristianos, a pesar de todas sus dificultades, se sabían respi-rando aires de plenitud en virtud de su vivencia crística.

Todo ello contribuyó a que la reflexión paulina asociara con Cristo el fin de toda la creación. Y ello en virtud del dominio cósmico que Cristo reivindicaba a causa de su triunfo resurreccionista (Col 1,15- 20). El apóstol llegó a suponer que la creación entera gemía con dolores de parto a la espera de su liberación (Rom 8,18-25), la cual -así lo sugiere el contexto- presuponía un triunfo sobre el pecado. Así pues, el mundo presente llegará a su término cuando el pecado que-de doblegado. Y ello sólo Cristo puede hacerlo. Cierto que aún no lo ha logrado, pues la muerte sigue ejerciendo su imperio. No obstante, la propia muerte acabará siendo vencida, consumándose con ello el fin del conjunto creacional (1 Cor 15,54-56). Ante tal planteamiento, cabe preguntar: ¿se interesa el Apóstol por el fin cronológico o por el fin teológico del cosmos? Quien ahonde en su pensamiento verá como sitúa siempre a Cristo en el horizonte final, de forma que sólo cuando él ocupe su lugar en el conjunto creacional, habrá llegado el mundo a su fin (1 Cor 15,28). Pero, ¿qué mundo? La respuesta es clara: ¡el «eón» del pecado! La comunidad cristiana debía saber

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que sólo entonces alcanzaría esa codiciada meta de plenitud. Era, en consecuencia, necesario luchar contra el imperio del pecado, que domina el mundo con el poder tiránico de la muerte. Sólo cuando la muerte quede doblegada por la vida, el «eón» presente habrá llega-do a su fin. ¿Cómo conseguirlo? ¡La respuesta está en Cristo!

Cada cristiano se supo así invitado a cristificar sus vivencias, pues cuanto mejor encarnara la dinámica de Cristo, más se aproximaría al fin de este «eón» presente donde el pecado impone su ley. Por otra parte, alejarse del mundo empecatado suponía un acercamiento al nuevo «eón» dominado por categorías de vida plena. Tal tesis teoló-gica contribuyó a que los primeros cristianos canalizaran sus inquie-tudes existenciales, dejando de otear el futuro para centrar su inte-rés en las realidades presentes. Vieron entonces cómo el creyente no debe interesarse tanto por especular sobre el fin cronológico del conjunto creacional cuanto conocer su propio destino personal.

CV/PARUSIA: Esta convicción caló tan hondo en el cristianismo que le permitió

encuadrar todo el horizonte escatológico en un marco de índole vi-vencial, donde la cristificación se presentaba como prenda segura de realización plena. ¿No había asociado ya la tradición judía el fin del mundo con esa plenitud? Pues bien, la reflexión cristiana acababa de despejar ahora cuantas incógnitas se cernieran sobre el horizonte es-catológico del pueblo judío. Y es que su vivencia crística les introducía en esa dinámica existencial que, rebasando el ámbito del pecado, les permitía vivir en plenitud. Así es cómo el fin del mundo -visto desde una óptica existencial- se iba fraguando en cada creyente conforme éste lograba consolidar su vivencia crística. Tal doctrina jamás podrá ¡repugnarse. Es de hecho cierto que para el cristiano no hay más fin que Cristo 311 . En consecuencia, quien más acrisole su vivencia crís-tica, más se va acercando al fin del «eón» presente, dominado por el pecado. Y quien abandona el mundo empecatado sólo puede introdu-cirse en un «eón» nuevo inspirado en criterios de vida plena.

La comunidad cristiana, una vez afianzada esta convicción, en-sanchó aún más su horizonte escatológico. Así lo atestigua la tra-dición sinóptica, que recurre al simbolismo profético- apocalíptico para poner en labios de Jesús un mensaje cifrado en avivar la ilusión de la comunidad. Esta no debía obsesionarse por el fin del mundo, puesto que antes debía ejercer Cristo una hegemonía absoluta so-bre toda la humanidad, siendo para ello necesario quebrar antes el dominio de los paganos (Mt 24-25, Mc 13; Lc 21). Es evidente que el discurso escatológico, puesto por la tradición sinóptica en boca de Jesús, quiere simplemente serenar los ánimos de la comunidad cris-tiana, invitándola a despreocuparse por el fin cronológico del cos-mos. Este aparece arropado con una compleja imaginaría simbólica, válida para evidenciar que antes deben ocurrir muchas cosas. Así pues, más que fijar la mirada en ese futuro inescrutable, conviene adentrarse en el presente. Cuantos cataclismos cósmicos se supo-nen acompañar el fin del mundo no son sino eco de un simbolismo veterotestamentario carente por completo de carga histórica. Pre-tenden únicamente justificar que el proceso de la humanidad segui-rá su ritmo mientras impere el pecado, representado por los poderes paganos (Lc 21,20-24). Así pues, en vez de otear el horizonte del fin, urge atemperar la fuerza del pecado.

Tal es el enfoque de la teología joánica que marca el culmen en la especulación escatológica del cristianismo primitivo. El cuarto evan-gelio, aunque a veces se interese por el fin del mundo desde una perspectiva cósmica (Jn 5,25-29), acostumbra a asociarlo con la di-námica existencial del creyente . Este queda invitado a respirar ya ahora aires de plenitud con tal que acepte a Jesús (Jn 11,25-26). La teología joánica supone, en realidad, que el mundo nuevo co-mienza ya ahora, si el creyente engarza con la trayectoria vivencial de Jesús, presentado como la resurrección y la vida (Jn 11,25). Si es cierto que adherirse existencialmente a Jesús equivale a vivir en plenitud, para disfrutar la vida plena no es preciso adentrarse en el

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«más allá». También puede lograrse en el «más acá», con tal de amoldar la propia existencia a un patrón crístico. Quien así lo hace, comparte ya la plenitud de ese «eón» donde rigen puros criterios de vida. Queda, pues, fuera del mundo -¡el presente!- dominado por el pecado y sus secuelas.

Ap/LIBRO: Tal es, asimismo, el enfoque escatológico del Apocalipsis. Cierto

que es un libro preñado de simbolismos, por lo que resulta muy difícil descifrar su contenido. Sin embargo, la crítica ha descubierto en él un intento de estimular a la comunidad cristiana en una coyuntura dra-mática a causa de alguna persecución. Viene aceptado, pues, como un escrito de clara perspectiva presente, por más que su ropaje sim-bólico vincule teóricamente su mensaje con el fin de la humanidad. Su coreografía apocalíptica tiende a resaltar cómo Cristo brinda a los creyentes cuanto éstos necesitan para acrisolar su vivencia de fe. Y haciéndolo así, se sitúan ya en un horizonte de dicha. Apocalipsis intenta, en consecuencia, más que describir el drama escatológico, mostrar cómo cuantos se adhieren vivencialmente a Cristo comparten ya esa perspectiva de plenitud que la literatura apocalíptica asociará con el fin del mundo 43. Queda así claro que éste, encuadrado en un marco existencial, debe asociarse con Cristo. No en vano él brinda al hombre la ayuda necesaria para sacudir la fuerza del pecado y situar-lo en un «más allá» vivencias donde imperan criterios de vida plena. Tal visión lanza un reto al cristiano, invitándolo a fijar en Cristo todo su interés, ya que él debe catalizar -¡fuerza de su resurrección!- cuanto su especulación suponía asible sólo una vez que este mundo llegase a su fin. Con ello recibió el cristianismo el mejor estímulo para fraguar su teología de las realidades terrenas.

Teología de las realidades terrenasLA REFLEXIÓN CRISTIANA sólo consiguió valorar las cosas pre-

sentes tras convertir a Cristo en centro de su expectación escatoló-

gica. Ello le permitió comprender que cada creyente debía despejar sus incógnitas futuras en base a una vivencia presente. Visto desde esta óptica, el fin del mundo revestía características distintas para cada cristiano. Al quedar Cristo convertido en eje de todas sus in-quietudes, era obvio identificar la cristificación con la vida plena. El judaísmo siempre había creído que tal plenitud sólo podía lograrse una vez que este «eón» llegara a su fin. Ello le hizo suspirar sin tregua por aquel futuro «día» de Yahvé, convertido por el cristia-nismo en el «día» de Jesús. En un primer momento la comunidad primitiva pensó que ese «día» no se había realizado con la resu-rrección de Jesús, por lo que siguió esperando su segunda venida triunfa] (=,«parusía»). Mas acabó comprendiendo que tal «Parusía» iba presencializándose en cuantos creyentes conseguían cristificar su existencia pues, más que suspirar por una futura venida de Jesús al hombre, éste debía esforzarse por ir a Jesús. ¿Cómo? Ajustando su existencia al módulo de vida marcado por el anuncio evangélico, donde Jesús invitaba a encarnar una dinámica de entrega y amor. El la vivió, ofreciéndola al hombre como módulo existencial. Así pues, quien se adecúe al mensaje evangélico irá aproximándose a Jesús, dando forma en su vivencia personal a esa «Parusía» que el cristia-nismo naciente envuelve siempre en un ropaje mítico.

La fe crística atestiguaba que Jesús, tras su andadura histórica, abocó al triunfo de su resurrección. Por otra parte, el mensaje evan-gélico garantizaba que ya durante su vida terrena saboreó de algún modo las delicias de su apoteosis resurreccionista. Y es que Jesús, aun contactando con el «eón» del pecado, nunca se desvinculó del eón de gloria. En él confluyeron de algún modo el mundo viejo (pe-cado) y el mundo nuevo (plenitud), quedando ambos fusionados en el momento teológico de su resurrección. Ello sugiere que cada cre-yente, si sigue los pasos de Jesús, tiene la certeza de adentrarse en esa plenitud vivencial sita más allá del eón presente. Ahora bien, igual que Jesús ya en su «mas acá» tomó el pulso a la plenitud,

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también el cristiano puede -¡fuerza de la cristificación!- inundar con el flujo de la vida plena su existencia caduca, armonizando así su «más acá» (=eón de pecado) con su «más allá» (= eón de gloria).

Esta perspectiva desplazó el interés por el fin cronológico del mun-do hacia un plano existencial, donde cada creyente se sabia invitado a explotar su vivencia crística, pues de ello dependía su acerca-miento al fin . Estando el mundo presente dominado por el’pecado, Cristo le daba fuerza para sustraerse a su influjo. En el fondo el gran problema religioso del hombre siempre ha estribado en situarse más allá del ámbito de su pecado. Quien lo consiga, vivirá en un «eón» nuevo. El cristianismo, al asir la condición divina de Jesús, consideró posible que cada creyente le acompañara en su andadura celeste. De hecho, si Jesús era Dios, ¿no tenía fijada en el cielo su residen-cia? Tal era la mansión que el judaísmo siempre supuso reservada para la divinidad. Pues bien, la reflexión cristológica amplió los hori-zontes mismos de las realidades celestes. Y si Jesús, dada su con-dición divina, tenía fijada su residencia en el cielo, también podrían compartirla cuantos encarnaran su misma dinámica existencial.

Si la fe crística garantizaba al creyente el premio de una futura resurrección, obvio era suponer que ésta se realizaría en el cielo y no en la tierra, como siempre pensara el judaísmo 46. Con ello se había dado un paso decisivo en la doctrina escatológica. Esta asociaba con el cielo el destino de cada creyente, quien para con-seguirlo debía tan sólo compartir la vivencia de Jesús tal como la formulaba el evangelio. Tan pronto como el cristianismo ubicó en el cielo el destino final del creyente, se adentró sin remilgos en las realidades terrenas. ¿Acaso el cielo no se ganaba en la tierra? Así pues, la gran inquietud del cristiano debía cifrarse en una progresiva cristificación de su existencia, pues ello le acercaba cada vez más a su meta celeste, alejándole por contra del eón empecatado. Con tales criterios logró el cristiano desviar su interés del fin cronológi-co del mundo, para centrarlo en su propia existencia, en orden a

acercarla cada vez más a las lindes de ese «eón» presente donde el pecado impone su ley. Y es que cuando un creyente -en virtud de su cristificación- consigue frenar el ímpetu del pecado, se ha situado automáticamente más allá de este mundo.

3 La teología actual ante el fin del mundoLA REFLEXIÓN TEOLÓGICA de hoy ha ahondado suficientemen-

te en el problema escatológico. Su inquietud se cifra casi siempre en el destino del creyente. Bucea también en el fin de la humanidad, pero relacionándolo sobre todo con la obra de Cristo. Y es que la tra-dición cristiana, dado su encuadre histórico-salvífico, ha de evitar las simples especulaciones filosóficas para centrar su interés en la rea-lización existencial de los creyentes. Así lo entienden hoy los críticos más calificados, cuyo estudio de los «novísimos» suele encuadrarse en un marco antropológico. Partiendo del supuesto que Cristo es el fin de la creación (Col 1,16), cimentan sus reflexiones escatológicas sobre postulados cristológicos.

MUNDO/FIN/TES-JEHOVA: Ello no impide que algunos sectores supuestamente cristianos

pongan todo su empeño en inquietar a los creyentes presentándoles la inminencia del fin del mundo como una realidad evidente. Tratan de avalar su tesis con textos sagrados, que siempre interpretan de forma literal, por más que la crítica haya demostrado cómo la tra-dición bíblica, al presentar el marco cósmico del fin, recurre a los simbolismos de claro cuño apocalíptico. Y éstos pretenden, no tan-to hacer una descripción histórica de las realidades futuras, cuanto mostrar el ímpetu del «día» de Yahvé. Deben ser denunciadas, por tanto, como falsas cuantas teorías escatológicas apoyan en textos bíblicos concretos una especulación sobre el fin del cosmos visto en su pura perspectiva histórica. Y es que sólo Dios tiene la clave del futuro. El hombre jamás podrá conocerlo, a menos que él se lo re-vele. Nuestra fe atestigua que los textos bíblicos relacionados con el

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fin del mundo claman por una desmitificación drástica que los libere de su carga mítica, falta por completo de contenido histórico.

Quien esgrima argumentos históricos para justificar una presunta inminencia del fin, podrá embaucar a los ingenuos, pero jamás ofrecer una visión escatológica acorde con el sentir de la tradición cristiana. Por eso la teología actual considera tales enfoques producto de men-tes calenturientas o fanatizadas, cuyo afán se cifra, no tanto en clarifi-car postulados de fe, cuanto en dar pábulo a sus intereses grupistas. La teología cristiana invita hoy a sintonizar con el flujo de la revelación neotestamentaria, si se quiere ofrecer una visión actualizada y retado-ra de los «novísimos», uno de cuyos temas más candentes gravita en torno al fin del mundo. ¿Cuándo llegará nuestro mundo a su fin? Tal es la pregunta que hoy muchos continúan haciendo. ¿Qué responde la teología? Para asir su postura, acaso convenga -siguiendo las pis-tas de la revelación neotestamentaria- establecer una clara diferencia entre visión cronológica y teológica del fin.

El fin del mundo: encuadre cronológicoCREACION/MITOLOGEMAS:

LA TRADICIÓN CRISTIANA es netamente creacionista. No en vano la fe bíblica supone que el cosmos ha sido creado por Dios. Ahora bien, al estampar tal convicción, el autor sagrado (Gen 1,1-2,25) recurre a los mitologemas de la época. Y es que, dado el es-caso conocimiento de los orígenes, sólo podían describirse con la ayuda del bagaje mítico. Ello era por lo demás válido, desde el mo-mento en que aquellos autores pretendían, no tanto hacer historia, cuanto avivar la fe del hombre bíblico 49. Y éste venía invitado a aceptar que la creación entera había salido de las manos de Dios. Las formulaciones míticas sugieren que el mundo fue creado perfec-to, siendo el pecado del hombre la razón de todos sus infortunios. Tal tesis sirve para encuadrar la trágica realidad del pecado, jalona-da también de ropaje mítico (Gen 3,1-19). El cristianismo primitivo, a

la hora de formular sus convicciones sobre este tema, se inspiró en el patrón literario del judaísmo, si bien trató a veces de desmitificarlo en base a su fe crística (Rom 5,12-21). No obstante, la revelación neotestamentaria se limita a reafirmar la tesis creacionista, sin libe-rarla de su molde mítico 50. Igual ocurre con la tradición cristiana siempre que muestra interés por esta problemática.

Pues bien, desde hace un siglo la ciencia invita a desmitificar el módulo creacionista en base a la nueva visión evolucionista del cos-mos. Esta se acepta hoy como cierta por más que no pueda demos-trarse de forma palpable. Tal enfoque abre una serie de interrogantes que la teología no puede ignorar: ¿se ajusta el proceso creacional a un módulo evolucionista?; ¿supone esto que el mundo aún no ha sido plenamente creado?¿queda el hombre inmerso también en esa dinámica de evolución?; ¿debe su pecado ser visto como realidad hecha o «in fieri»? Tales incógnitas claman por una respuesta capaz de encuadrar los datos de la revelación bíblica en el marco que brinda hoy la visión evolucionista del cosmos. Y ello incide obviamente en la forma de explicar el fin del mundo. La teología actual, aun admitiendo la visión evolucionista del mundo, no duda que éste reciba su impul-so creador de Dios. Ve, no obstante, claro que Dios deja regirse al mundo por las leyes inherentes a su propia evolución 51. El conjunto creacional no puede salirse de ellas. Sólo el hombre es capaz de ha-cerlo, al ser el único ser dotado de libertad. Dios se la dio para que la usara, explotando así todos sus recursos creaturales. Sin embargo, la presencia del pecado atestigua que el hombre no siempre ha usado de su libertad. Por abusar de ella, ha introducido el pecado en el mun-do. Y ese don de la libertad sugiere que el fin cronológico del planeta tierra puede estar en manos del propio hombre.

La ley creacional pide que el mundo llegue a su fin al culminar su proceso evolutivo. ¿Acaso no puede el hombre interrumpirlo? Su li-bertad le otorga en principio tal privilegio. Por otra parte, la universa-lidad del pecado evidencia que de hecho el hombre ha interrumpido

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con frecuencia el ritmo impuesto en el cosmos por su creador. ¿No quiso éste que toda su obra respirara armonía y equilibrio? Pues bien, el plan creacional se ha visto truncado por el pecado del hombre, que ha introducido en el mundo la ley del desamor. Ha sido, por supuesto, incapaz de quebrar el equilibrio cósmico, pues siempre ha chocado con las leyes de un mundo en marcha que él no podía controlar. Sin embargo, en la actual¡dad algo ha cambiado. Y es que el hombre se sabe con fuerza para interrumpir el proceso creacional, incluso a nivel cósmico. Sus misiles y artefactos bélicos le muestran capaz de desin-tegrar nuestro planeta. En consecuencia, el fin cronológico del mundo está hoy en sus manos. Si no abusa de la libertad que le dio Dios, la tierra proseguirá su proceso evolutivo, desintegrándose sólo cuando éste llegue a su fin. Pero el hombre puede acelerar el término de la evolución. Y si lo hace, el mundo se desintegrará.

Esta realidad es evidente y contra ella nada puede alegar la teo-logía. Por ello, trata más bien de inculcar que el hombre, en virtud de su privilegio creacional, debe usar adecuadamente su libertad. Y mientras lo haga, no hay peligro de desintegración cósmica 53. Pero ¿dejará algún día el simple uso de su libertad para dar pábulo a un abuso de repercusiones cósmicas? La respuesta ha de darla el pro-pio hombre. Ni siquiera Dios puede impedir ese posible abuso, pues ello supondría cercenar la libertad que él le dio. Por tanto, desde un punto de vista cronológico, el fin del planeta tierra (= mundo presen-te) está por completo en manos del hombre. La teología cristiana lo único que intenta hacer, al respecto, es convencerle de que el abuso de su libertad puede conllevar su propia desintegración. Mas si el hombre se empeña en provocarla, es muy libre de hacerlo. En ello no entra ni la teología ni la fe cristiana.

El fin del mundo: encuadre teológicoLA TEOLOGÍA MODERNA trata cada vez más de encuadrar su es-

peculación escatológica en un marco antropológico. Y es que, visto

desde la fe crística, el fin del mundo interesa en cuanto supone el fin de la humanidad. Ahora bien, ésta existe sólo en los individuos concre-tos que la integran. Apremia, pues, analizar el problema del fin en base a la vivencia personal de cada creyente. Y éste sabe -¡cómo olvidarlo!- que Cristo es el eje en torno al cual debe gravitar todo el conjunto crea-cional, que la experiencia le muestra salpicado con el pecado. ¿Qué hacer para situarse más allá de ese pecado que frena nuestras ansias de realización? El hombre moderno se sabe englobado en ese proce-so evolutivo que afecta a toda la creación. Mas la evolución marca su ritmo tanto a nivel colectivo como individual. Por eso la misma exis-tencia personal se traduce en un proceso evolutivo cifrado en explotar cuantos valores creaturales hemos recibido de Dios.

CV/FIN-MUNDO MUNDO/FIN/CV: Ello trastrueca todo encuadre escatológico historicista, a la vez que engarza con el sentir de la tradición bíblica. No en vano ésta siempre asoció el fin del mundo con el «día» de Yahvé que el cristianismo convirtiera en «día» de Jesús. La teología actual se limita a consignar que ese «día» no tie-ne perspectiva cronológica, sino vivencial, es decir, se va realizando en cada creyente conforme éste se adentra en la dinámica crística 55. La vida entera del cristiano queda convertida así en un esfuerzo incesante por acelerar la llegada de ese «día», traducido en una vi-vencia tan plena que Cristo ocupe el centro de su existencia. Confor-me el creyente se aproxima a tal realidad, va operando ese trueque mágico, en virtud del cual libera su vida del «eón» presente (pecado) introduciéndola en el «eón» futuro (plenitud). Ahora bien, el paso de presente a futuro se realiza en categorías teológicas, por lo que el cristiano, más que romper con su dinámica existencial, ha de ajus-tarla al patrón que marca el proceso evolucionista. Debe, en conse-cuencia, cifrar su mayor afán en entronizar de tal modo a Cristo en su existencia, que toda su evolución vivencial quede canalizada por la fuerza de su resurrección, Quien alcance tal objetivo puede sa-berse integrado en esa dinámica evolucionista donde el fin se hace

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realidad presente. Y es que, en cierto modo, se sitúa en un más allá teológico, aun cuando su existencia siga recorriendo la andadura impuesta por la evolución 56.

Tal enfoque sugiere que está más cerca del fin del mundo quien mejor consigue adecuarse a las exigencias crísticas. Puede darse, por lo mismo, que un cristiano del siglo x haya vivido más próximo al fin que otro del siglo xx. Así pues, esgrimiendo estas categorías, la reflexión escatológica en torno al fin de la humanidad invita a fijar-se, no tanto en el futuro, cuanto en el pasado. Y es que la resurrec-ción de Cristo garantiza que nuestra vivencia logra su plenitud en la medida en que compartamos su triunfo pascual. La resurrección de Cristo es una realidad que nos empuja desde el pasado, invitán-donos a adentramos en el futuro con el ánimo de afianzar nuestra propia dinámica crística 51 . Ello se realizará sólo tras nuestro óbito. Mas la muerte, vista desde este prisma, queda convertida en un sim-ple paso de más acá caduco (eón de pecado) a un más allá eterno (eón de plenitud).

4 ConclusionesESTE ANÁLISIS somero sobre la problemática del fin del mundo

invita a comprender que el hombre sólo puede saber de él cuanto Dios se haya dignado revelarle. De hecho, careciendo la experiencia humana de recursos para adentrarse en el futuro, el cristianismo in-tenta clarificarlo con la ayuda de la revelación bíblica. Esta se amol-dó primero a la reflexión del judaísmo para culminar después en la experiencia cristiana. Y los escritos neotestamentarios muestran, al respecto, un continuo afán por descorrer el velo del más allá, pero siempre a la luz de la vivencia crística. En ello estriba su novedad respecto a la especulación veterotestamentaria. Pues bien, la re-flexión cristiana, anclada en categorías crísticas, sugiere que el fin del cosmos interesa sólo en cuanto comporta el fin de la humanidad. Por otra parte, al existir tan sólo los individuos concretos, lógico es

que la teología se cuestione hoy por un fin del mundo aplicado a la vida personal del creyente. Tal encuadre viene postulado a su vez por la visión evolucíonista del mundo propuesta por la ciencia moderna. Todo ello permite esbozar un planteamiento novedoso en torno al fin del eón presente. No obstante, su novedad estriba sólo en explotar la luz que brinda la hipótesis sobre el ritmo evolutivo que impera en el cosmos. Aplicando todos estos criterios, la doctrina sobre el fin del mundo acaso pudiera resumirse en los puntos siguientes:- El profetismo bíblico, para alentar al pueblo elegido, le invitó a

confiar en un futuro «día» de Yahvé, donde quedaría aniquilada la maldad imperante en el mundo. Este tocaría con ello a su fin, para dar paso a un nuevo «eón», donde el «resto» fiel disfrutase de un bienestar paradisíaco, ejerciendo a su vez un dominio universal bajo la égida del Mesías esperado.

- El cristianismo primitivo trocó el «día» de Yahvé en «día» de Je-sús. Confiaba que, al llegar éste envuelto en un halo de triunfo, la comunidad cristiana (= «resto» fiel) saborearía todos los bienes del reino mesiánico. Se pensó en un principio que Jesús vendría sin demora (maranatha), pero pronto se comprendió que tal veni-da debía postergarse, quedando con ello cada creyente invitado a explotar al máximo las realidades presentes.

- El cristianismo llegó a intuir que el fin del mundo estaba para cada creyente en función de su vivencia crística, desde el momento en que Jesús mismo se presentaba como la resurrección y la vida. Así pues, quien deseara vivir en plenitud no tenía más que adecuarse a las exigencias crísticas. Con ello se sustraía al mundo del pecado (viejo «eón») y se introducía en el mundo de gloria (nuevo «eón»).

- La teología moderna se solidariza con tal enfoque, si bien trata de adecuarlo a las exigencias socioculturales del momento. Y ellas le sugieren que el cosmos se rige por un ritmo de evolución. Por tanto, su fin queda teóricamente vinculado con el momento en

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que el proceso evolutivo llegue a su término. Ahora bien, el hom-bre es capaz hoy de interrumpir tal proceso, por lo que tiene en sus manos la posibilidad de acelerar el fin cronológico de nuestro planeta. Mas sobre esto no se pronuncia la reflexión teológica.

- La escatología actual se ancla en criterios de índole antropológica. Interesa, de hecho, matizar cómo se acerca cada individuo al fin del «eón» presente. La fe cristiana garantiza que ello está siempre en función de su engarce con la trayectoria marcada por Jesús, cuya resurrección avala la tesitura de quien lucha por cristificar su exis-tencia. Ello va introduciendo al cristiano en los horizontes del fin.- Tal encuadre empalma con el sentir de la tradición bíblica, si bien

sitúa el «día» de Jesús en un marco existencial. Así se desmontan todas las especulaciones futuristas que sólo dan pábulo a la cábala, mientras se consolida la convicción de que Cristo es el fin auténtico de la humanidad.

Queda, pues, clarificado cómo carecen de fundamento cuantos en-foques alarmistas invitan a prepararse ante la inminencia del fin. Es el hombre quien tiene la clave para que su mundo siga evolucionando o se llegue a desintegrar. La vivencia de fe no se adentra en este te-rreno. Se limita más bien a concienciar a cada individuo para que se adecúe al plan marcado por su Creador, quien le invita a explotar su libertad en beneficio propio. Y es que mientras use el don de la liber-tad -lo dice la fe crística- nunca trocará los planes impuestos por el creador. Encuadrado en este marco, el fin del mundo deja de ofrecer interés en su perspectiva cronológica, para ajustarse más bien a un módulo teológico, cuya tesis suena así. ¡el hombre llega a su fin con-forme se adentra en la dinámica existencial que le brinda Cristo!ANTONIO SALAS. Cátedra de Teología Contemporánea, Colegio Mayor CHAMINADE, Madrid 1984, págs. 9-69

Pongo solamente las NOTAS que hacen referencia a textos en cas-tellano.

2. POUSSEUR, R., y TEISSIEP, J.: Dios compañero de camino. Estella (Navarra), 1983, págs. 17-24.

3. Tal es el caso de los llamados «testigos de Jehová», que tanto empeño ponen en inculcar la proximidad del fin del mundo, con lo que suscitan en los creyentes un profundo sentimiento de angustia enervante.

5. SCHMAUS, M.: El problema escatológico. Barcelona, 1964, págs. 12-20.7. IMSCHOOT, P. VAN: Teología del Antiguo Testamento. Madrid, 1969, págs. 311-315.8. EICHRODT, W.: Teología del Antiguo Testamento I; Dios y pueblo. Madrid, 1975,

págs. 403-415.9. BRIGHT, J.: Historia de Israel. Bilbao, 1966, páginas 267-269.16. GRUEN, W.: El tiempo llamado hoy. Una Introducción al Antiguo Testamento. Ma-

drid, 1981, páginas 117-128.17. HERRMANN, S.: Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento. Salamanca,

1979, págs. 381-392.18. El estudio más completo sobre este tema es sin duda el de BOURQUE, J.: «Le Jour

de Yahvé dans Joël» Revue Biblique, 66 (1959), págs. 5-31; 191-212. Un buen resu-men de su pensamiento viene ofrecido por GEORGE, A «El juicio de Dios. Ensayo de interpretación de un tema escatológico», Concilium, 41 (1969), págs. 14-15.

20 JACOB, E.: Teología del Antiguo Testamento. Madnd, 1969, págs. 296-305.21. SALAS, A.: Discurso escatológico prelucano. Estudio de Lc XXI 20-36. El Escorial,

1967, págs. 103-112.25 TRESMONTANT, C.: Ensayo sobre el pensamiento hebreo. Madnd, 1962, págs. 52-63.34. SALAS A: «Vuestra liberación está cerca» (Lc 21,28). «Dimensión liberacionista del

acto redentor», La Ciudad de Dios, 189 (1976), págs. 12-19.43. QUELLE-, C.: «¿Cuándo resucitaremos? El momento de nuestra futura resurrec-

ción», en El enigma del más allá. Reflexiones sobre el destino del hombre. Madrid, 1977, págs. 113-115.

46. SAENZ GALACHE, M.: «Hacia una formulación desmitificada del cielo», Biblia y Fe, 8 (1977), Páginas 198-200.

49. BARTHEL, M.: Lo que dijo verdadercimente la Biblia. Barcelona, 1982, págs. 27-31.50. HULSBOSCH, A: Dios en la creación y evolución. Estella (Navarra), 1969, págs.

29-37.51. HAAS, A: «La idea de evolución y la concepción cristiana del mundo y del hombre»,

en Evolución y Biblia. Barcelona, 1965, págs. 79-86.53. RAHNER, K.: El problemci de la hominizacíón. Sobre el origen biológico del hombre.

Madrid, 1973, págs. 79-84.55. RUIZ DE LA PEÑA, J. L.: «El encuentro definitivo de Cristo y el mundo», Misíón

Abierta, 69 (1976), páginas 29-32.56. HULSBOSCH, A.: Dios en la creación y evolución. Estella (Navarra), 1969, págs. 130-132.57. SALAS, A.: «La resurrección de Cristo, base y motivación de la esperanza cristiana»,

en El enigma del más allá. Reflexiones bíblicas sobre el destino del hombre. Madrid,

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17. ¿Está hecho el Universo para el hombre? 17. ¿Está hecho el Universo para el hombre?ÍNDICE

¿Está hecho el Universo para el hombre?Mariano Artigas

SumarioEl lugar de la Tierra en el universo.- Vivimos de milagro.- ¿Otras

formas de vida?.- El principio antrópico.- Críticas al principio antrópi-co.- Ciencia y teleología.- El paradigma científico vigente.- Ciencia y creencia.- La objetividad científica.

Las condiciones físicas que hacen posible la vida humana son enormemente específicas. ¿Son el resultado de un proceso necesa-rio?, ¿demuestran que existe un plan superior?

Estos interrogantes constituyen un aspecto de la pregunta, vieja pero siempre actual, sobre el puesto del hombre en el cosmos. En nuestra época, han dado lugar a discusiones que se centran en tor-no a lo que se ha denominado el principio antrópico. Este principio ha provocado polémicas y se ha interpretado de modos diversos. De algún modo, es un eco de la sensación clara de que el hombre ocu-pa un lugar rector en el mundo. La novedad estriba en que ahora es posible concretar esa sensación mediante conocimientos científicos detallados.

El lugar de la Tierra en el universo¿Ocupa la Tierra un lugar privilegiado en el universo? Así se cre-

yó en la antigüedad. Se pensaba que la Tierra estaba quieta en el centro del universo, y esta idea parecía ir de acuerdo con el puesto central que el hombre ocupa en el mundo.

Sin embargo, el geocentrismo recibió un primer golpe cuando se publicó en 1543 la teoría heliocéntrica del canónigo polaco Nicolás Copérnico. En su modelo del sistema solar, la Tierra giraba alrededor del Sol, como los demás planetas. La mecánica de Isaac Newton, publicada en 1687, proporcionó una explicación científica de ese hecho, a través de las leyes que determinan el movimiento de los cuerpos.

Más tarde se supo que el Sol es una estrella más entre otras. Por fin, en el siglo XX, la perspectiva se extendió a una escala mucho mayor. En efecto, Edwin Hubble demostró en 1925 que existen ga-laxias diferentes de la nuestra. La conclusión es que vivimos en un planeta que gira alrededor del Sol, el cual es una entre los miles de millones de estrellas de nuestra galaxia, la cual es, a su vez, una entre los miles de millones de galaxias que hay en el universo. Pa-rece, por tanto, que somos unos seres perdidos en la inmensidad. Sin embargo, ésta no es toda la historia, ni mucho menos. La ciencia tenía preparadas nuevas sorpresas.

Vivimos de milagroA pesar de todo, realmente nos encontramos en un lugar privile-

giado. Por ahora, no conocemos otro que se le parezca. La Tierra es un paraíso para la vida, puesto que su atmósfera tiene un 20 por ciento de oxigeno, y una capa de ozono que protege de las radiacio-nes perjudiciales. Los valores de la temperatura y la presión oscilan dentro de un estrecho margen y son bastante moderados. Hay agua en la superficie, y otras condiciones físicas y químicas a las que es-tamos acostumbrados, que sin embargo son bastante especiales y únicas, por lo que sabemos.

Tales condiciones son el resultado de procesos muy singulares. Dependen de leyes físicas altamente específicas. Si la fuerza de la gravedad fuese un poco mayor de lo que en realidad es, las estrellas consumirían rápidamente su hidrógeno; en consecuencia, el Sol no

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habría existido de modo estable y durante un tiempo suficiente como para permitir el desarrollo de la vida que conocemos. Si la gravedad fuese algo menor, el Sol sería demasiado frío, y el resultado hubiese sido igualmente funesto para la vida.

La intensidad de las fuerzas básicas, que determinan el mundo en el que vivimos, dependen de las circunstancias del universo pri-mitivo. La vida, tal como la conocemos, está relacionada con los resultados de la Cosmología, que estudia el origen del universo. Por ejemplo, la expansión del universo parece depender de la relación que existía entre el número de fotones y el de partículas nucleares en una fase primitiva del universo. Si la expansión fuese más rápida, no se habrían formado las estrellas, y por tanto no existirían el Sol ni la Tierra. Algo semejante sucede con los valores de ciertas mag-nitudes básicas de la Física. Si se alterase ligeramente la relación entre las masas del protón y del neutrón, de modo que el protón fue-se más pesado que el neutrón, los átomos de hidrógeno no serían estables. Como el hidrógeno constituye las tres cuartas partes de la materia conocida, el universo sería muy diferente. Los ejemplos pueden multiplicarse.

Incluso vivimos en una época privilegiada de temperaturas mode-radas. La cantidad de calor que recibimos del Sol depende del tama-ño y de la forma de la órbita de la Tierra, así como de la inclinación de su eje. Estos factores cambian con el tiempo y provocan grandes cambios de temperatura, como ha sucedido en las glaciaciones. La fase actual es, en conjunto, una auténtica primavera.

En definitiva, la vida humana es posible gracias a la coincidencia de muchos factores que remiten, en último término, al universo pri-mitivo. Vistas así las cosas, vivimos de milagro.

¿Otras formas de vida?¿Existe vida en otros lugares del universo?, ¿puede darse una

vida diferente de la que conocemos?

Hay tantos miles de millones de estrellas, que puede parecer pre-suntuoso pensar que sólo hay vida en la Tierra. ¿Es así? La verdad es que no sabemos casi nada sobre ello. Roman Smoluchowski, del Consejo de Ciencias del Espacio de los Estados Unidos, y destacado especialista en el estudio del origen y evolución de los planetas, ha escrito al respecto: «Las diferentes ecuaciones que se han propues-to para calcular la probabilidad de que exista vida, y especialmente vida inteligente, en otros sistemas planetarios sólo sirven para poner de relieve las profundas incertidumbres que tenemos acerca de la vida y de su evolución. Dependiendo de las preferencias persona-les, los científicos adoptan, para las diversas cantidades y probabi-lidades que aparecen en esas ecuaciones, valores que pueden ser centenares, miles o millones de veces diferentes de los adoptados por otros» ‘.

¿Hay otras formas de vida? Veamos de nuevo lo que escribe Smoluchowski: «Todavía no se ha contestado de manera decisiva a la pregunta de si podrían existir otras formas de vida bajo otras con-diciones, pero la respuesta probablemente será negativa».

Existen opiniones diferentes. En la ciencia ficción, aparecen in-cluso vivientes bajo formas gaseosas. Hay también científicos que proponen la existencia de otros universos. No parece haber razones decisivas para negar que puedan existir otros universos o formas de vida. En un futuro quizá lo sepamos. De momento, es interesante reflexionar sobre los datos reales que conocemos.

El principio antrópicoEl principio antrópico afirma que el universo posee las caracterís-

ticas que de hecho conocemos, porque, en caso contrario, no po-dríamos existir y no las conoceríamos. Por tanto, nuestra existencia pone límites a las propiedades posibles del universo. En concreto, no son admisibles las explicaciones que sean incompatibles con los resultados que de hecho se han dado.

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Esta idea fue propuesta por G. J. Whitrow en 1955. Robert H. Dic-ke, de la Universidad de Princeton, la articuló en 1957; argumentó que los factores biológicos ponen condiciones a los valores de las constantes físicas básicas. En 1974, Brandon Carter propuso la ex-presión principio antrópico. Carter afirmó que el hombre no ocupa un lugar central en el universo (en el sentido pre-copernicano), pero sí un lugar privilegiado.

Otros científicos han invocado este principio. En 1973, Stephen Hawking y Barry Collins, de la Universidad de Cambridge, mostraron que la isotropía del universo sólo sería compatible con unas condi-ciones iniciales muy específicas. La isotropía es la propiedad según la cual las características del universo son independientes de la di-rección en que se observe, y está bien fundamentada cuando se considera el universo a gran escala. En un universo que no fuese isotrópico, no se formarían estrellas ni planetas, ni por tanto existiría la vida que conocemos.

J. D. Barrow y F. J. Tipler, dos científicos de reconocida reputa-ción, publicaron en 1986 un libro muy amplio donde exponen una amplia defensa del principio antrópico..

Críticas al principio antrópicoH. R. Pagels, director adjunto de la Academia de Ciencias de Nueva

York, ha etiquetado al principio como una Cosmología casera y ha ne-gado su valor científico. En sus críticas, Pagels alude a la posibilidad de que exista vida diferente de la que conocemos. Añade que un conoci-miento más profundo de las leyes físicas, probablemente mostrará que no existen elementos arbitrarios en la evolución del universo: el princi-pio antrópico sería una simple expresión de nuestra ignorancia de esas leyes. Señala además que del principio antrópico no pueden deducirse consecuencias empíricamente comprobables, tal como debe suceder con un enunciado de la ciencia experimental. Pagels concluye que no hay lugar en la ciencia para el principio antrópico.

¿Cuál es el valor de estas críticas? Ya se ha aludido a la posibi-lidad de otras formas de vida o de que en otros lugares haya vida semejante a la que conocemos. ¿Qué sucedería en ese caso? Po-dría pensarse que, en lugar de un solo tipo de milagros, tendríamos muchos. ¿Y si las leyes naturales condujesen necesariamente a las condiciones que hacen posible la vida? Entonces, podría añadirse, el milagro sería de primera categoría. Estas conclusiones no son científicas, pero parecen razonables.

En cuanto a las predicciones, es cierto que el principio antrópico no permite deducirlas de cara al futuro. Pero también lo es que, si miramos al pasado, conduce a consecuencias teóricas y experimen-tales importantes. En efecto, exige que las formulaciones científicas sean compatibles con resultados bien conocidos.

Detrás del principio antrópico, Pagels ve una motivación no cien-tífica, que guardaría relación con la religión. Y parece que esto tam-poco le gusta. De acuerdo con lo que él denomina principio teista (que él no parece admitir), la razón de que el universo parezca he-cho a medida para nuestra existencia es que realmente fue hecho a medida para que albergara vida inteligente: el universo sería el resultado de un plan divino. Según Pagels, algunos científicos en-cuentran poco atrayente esta idea, puesto que piensan que ciencia y religión se excluyen (éste parece ser su caso). Cuando tropiezan con cuestiones que no se explican mediante la ciencia, prefieren no recurrir a explicaciones religiosas. Pero la curiosidad sigue viva. De ahí concluye que el principio antrópico «es lo más cerca que algunos ateos pueden llegar a Dios». Por tanto, sería la expresión de un cier-to sentido quasi-religioso por parte de algunos científicos que no ad-miten la existencia de Dios. Y a Pagels, esto no le va. Parece que le molesta el principio antrópico porque piensa que de un modo u otro, tiene que ver con la religión. Y, aunque no explicita sus convicciones, da la impresión de que no quiere saber nada de religión, pensando equivocadamente que es incompatible con la ciencia.

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Ciencia y teleologíaOtras críticas se centran en el tema de la teleología, o sea, la

finalidad. Éste es el caso de William H. Press, físico de la Universi-dad de Harvard. En una recensión al mencionado libro de Barrow y Tipler, reconoce que encierra grandes méritos y trata cuestiones interesantes. Pronostica que será muy citado, alabado y debatido. Incluso dice que merece encontrarse en la estantería de todo cientí-fico serio Pero no le gusta. ¿Por qué?

Press señala algunos rasgos que, a su juicio, desorientan al lector del libro, por ser demasiado unilaterales. En concreto, se refiere a algunas cuestiones matemáticas y al método seguido por los autores. Pero esto es secundario. Al fin, señala claramente que, en su opinión, los defectos del libro se deben a que los autores defienden el resurgimiento de la teleología en la ciencia.

¿Qué hay de reprobable en ello? Press recuerda, al comienzo de su recensión, qué se entiende por teleología: «la doctrina según la cual los fenómenos naturales están guiados no sólo por fuerzas cau-sales inmediatas, sino también por ciertos objetivos pre-determina-dos y distantes.» Añade que el paradigma científico vigente rechaza con vehemencia e incluso con desprecio la teleología. Pues bien, Barrow y Tipler afirman que en la ciencia hay sitio para la teleología. Éste sería, en opinión de Press, su gran error. ¿Por qué? Según Press, porque «este objetivo es nada menos que la fusión de mate-rias de ciencia con materias de fe y creencia individual. Nos ha cos-tado mucho tiempo separar esas materias, colocándolas en su lugar legitimo en los asuntos humanos. No deberíamos permitir fácilmente que se mezclen de nuevo». La conclusión de Press es que, si bien el libro resulta entretenido y fascinante, «busca unos objetivos que la mayoría de nosotros, en último término, desea rechazar».

Hay otro dato que parece interesante. Press reconoce que, en su libro, Barrow y Tipler se limitan a una formulación débil del principio antrópico, según la cual las cantidades físicas tienen valores res-tringidos por la exigencia de que deben permitir el desarrollo de la

vida tal como la conocemos. Dice que esta formulación no se presta a controversias. Lo que, según él, resulta inaceptable son las for-mulaciones fuertes del principio, según las cuales el universo se ha formado de acuerdo con un plan. Pues bien, Press acusa a Barrow y Tipler de que, si bien se limitan al enfoque débil, e incluso evi-tan decir que quieren hacernos creer en las formulaciones fuertes, «uno no puede leer su libro sin sentir que ellos lo quieren, y que son unos creyentes agudos y con amplia visión que hacen prosélitos». En definitiva Press critica a Barrow y Tipler por su intención, aunque reconoce que en su libro no manifiestan expresamente la intención que les atribuye.

El paradigma científico vigenteUna cuestión mencionada por Press merece más atención: su

alusión al paradigma científico generalmente admitido en la actuali-dad. O sea, la concepción sobre qué es la Ciencia y, por tanto, qué puede y qué no puede ser admitido como científico.

Según dicho paradigma, todo enunciado de la ciencia experi-mental debe relacionarse con observaciones controlables. El princi-pio antrópico, en su formulación débil, parece cumplir ese requisito (Press, a pesar de sus criticas, lo reconoce). Por otra parte, no son pocos los biólogos que admiten hoy día que, en su ciencia, la teleo-logía correctamente entendida tiene un lugar propio e incluso resulta indispensable. ¿A qué se deben, pues, las reticencias a admitir el posible valor científico del principio antrópico?

En parte, como ya se ha señalado, a su posible conexión con creen-cias religiosas. Se trata de un problema de gran actualidad. El para-digma científico vigente parece presentarse como detentador del mo-nopolio de la objetividad. Lo científico sería objetivo, y todo lo demás sería materia de creencias subjetivas. Esta idea goza de gran difusión. Sin embargo, se basa en equívocos que vale la pena analizar.

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Ciencia y creencia Quizá pueda molestar a algunos que el principio antrópico co-

necte con la teleología, y que ésta se relacione, en último término, con la existencia de un Dios personal que ha creado el universo de acuerdo con un plan. Y que, en consecuencia, la ciencia pudiera te-ner alguna relación con la religión.

No es deseable, en modo alguno, defender los saltos injustifica-dos desde la ciencia hasta la religión. Tales mezclas suelen tener efectos perjudiciales para ambas y, en todo caso, no se ajustan a la verdad. Pero debe evitarse igualmente otro peligro: el de identificar la objetividad científica con una negación práctica de la religión.

Este peligro es real. Desde el punto de vista sociológico, resulta un tanto sorprendente el trato desigual que, en ocasiones, se da a las opiniones favorables y a las contrarias a la religión. No es difícil tropezarse con escritos donde se presentan afirmaciones anti-religio-sas como si fuesen un resultado de los avances de la ciencia. Basta pensar en las presuntas pruebas científicas de la posibilidad de una autocreación del universo, defendidas, entre otros, por P. W. Atkins y Paul Davies. El lector no especialista puede sentirse deslumbrado por razonamientos en los que se habla del nacimiento de estructuras espacio-temporales a partir de la nada como resultado de fluctuacio-nes que se darían en el vacío cuántico, recurriendo a la teoría de la gravedad cuántica; sin embargo, esas argumentaciones contienen, además de datos científicos, una mezcla de especulaciones hipotéti-cas y extrapolaciones arbitrarias. Los ejemplos pueden multiplicarse.

La objetividad científicaEn tales casos, los especialistas suelen sonreír y no hacen mucho

caso. Pero el público tiene derecho a que las publicaciones cientí-ficas divulgativas se planteen con el necesario rigor. Esto tiene una importancia especial en una época como la nuestra, en la que la ciencia goza de una autoridad social enorme.

Concretamente, el respeto al rigor científico lleva a reconocer que pueden darse razonamientos objetivos fuera del ámbito de la ciencia experimental. La dicotomía entre lo científico-objetivo y la creencia-subjetiva, tal como se plantea con frecuencia, es demasiado superfi-cial. Si bien es cierto que en la ciencia se da un control peculiar, eso no significa, en modo alguno, que lo que cae fuera de las ciencias no pueda estudiarse objetivamente.

En el caso de la teleología, parece que la existencia de fines en la naturaleza es innegable. Las leyes científicas expresan tendencias objetivas. Cuanto más se avanza en la ciencia, mayor es nuestro conocimiento del orden natural sin el cual la ciencia no podría existir. En los procesos naturales se da una finalidad intrínseca Se trata de cuestiones que pueden estudiarse objetivamente con rigor.

Resulta sorprendente que existan fuertes resistencias frente a la teleología y, en cambio, se admita con facilidad que la selección natural explica todo tipo de procesos pasados, presentes y futuros, yendo mucho más allá de lo que realmente puede comprobarse. ¿Por qué este trato tan diferente?, ¿es quizá porque la teleología conduce con facilidad a la existencia de un plan divino sobre el uni-verso?, ¿por qué no se dan resistencias análogas cuando se atribu-ye un valor excesivo al principio de la selección natural, o cuando se explican las características del hombre como si fueran una simple prolongación de las de los animales?

La objetividad científica exige que se dé a cada afirmación el valor que realmente tiene. A veces parece interpretarse de otro modo. Como si todo lo que pueda relacionarse con el espíritu y la religión careciera de validez objetiva. Y como si cualquier presunta explicación naturalis-ta, que niega las realidades espirituales y religiosas, fuese una posible hipótesis respetable. Este planteamiento es a todas luces falso. Utiliza el método científico como máscara de una ideología injustificable.

Debe señalarse que, en relación con el principio antrópico, se han

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17. ¿Está hecho el Universo para el hombre? 18. La Creación una dependencia para la libertadÍNDICE

LA CREACIÓN: UNA DEPENDENCIA PARA LA LIBERTAD

PIERRE GANNE

IntroducciónHace tiempo que observadores atentos han reparado en que mu-

chos cristianos parecen haber perdido el sentido de la Creación; que no saben con certeza lo que creen cuando dicen: el Creador, el Pa-dre creador, la Creación, por no hablar de la creatividad. El resultado es que su fe está como sin brújula, y de ahí, puede pensarse, ese pulular de «problemas» inútiles y a veces descabellados.

Por poner un ejemplo, entre otros muchos, se ve a personas terri-blemente serias -aunque parecen no estar sobradas de buen senti-do ni de humor- preguntarse si Dios está «arriba» o «abajo»; «en las alturas», «en los cielos», o «en las profundidades» (¡en compañía sin duda de psicoanalistas!); otros quieren saber con el mismo anhe-lo, si Dios está «a la izquierda» o «a la derecha»; y dentro de eso, si está «detrás» (reaccionario) o «delante» (progresista) .

¿Por qué no pensar, por el contrario, que Dios es el «que da a to-dos la vida, el aliento y todo», porque «en él tenemos la vida, el mo-vimiento y el ser.»? Si comprendiéramos, por poco que fuera, que existimos «en Dios», nos veríamos libres, sin duda, de cuestiones inútiles, o por lo menos las plantearíamos con una cierta sonrisa.

Sin la creación, es decir, si Cristo no revela al Dios-Vivo, «al Padre Creador del cielo y de la tierra», el cristianismo entero se deshace, se descompone y se rompe en piezas sueltas. Pierde su fuerza uni-ficante y aquella formidable coherencia que es el mejor indicio de la vida y de la verdad. Se convierte en in-significante; es «la letra que mata», y su cadáver convoca la disección de los curiosos y la erudi-ción de los necrófagos. «La túnica sin costura» ha quedado hecha

propuesto especulaciones sorprendentes. Se puede adoptar ante ellas una actitud de reserva e incluso de rechazo. Pero, en su formu-lación débil, el principio antrópico plantea problemas interesantes y legítimos. Su fecundidad científica es una cuestión abierta.

Y la relación del principio antrópico con la teleología, más bien exige un examen atento de la objetividad científica, que permita evi-tar una utilización arbitraria de la ciencia en favor de ideologías re-duccionistas.

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18. La Creación una dependencia para la libertad 18. La Creación una dependencia para la libertadÍNDICE

jirones, no le falta ni un hilo, pero ya no existe túnica.Una vez perdido el eje de la Creación, todos los «misterios» de

Cristo -Encarnación, Redención, Resurrección, a la vez que la Igle-sia y los Sacramentos- pierden su sentido fundamental. Entonces es necesario a cualquier precio «desmitologizar». Bien. Es verdad que «la letra» plantea problemas. Pero habría que asegurarse bien de haber entendido correctamente «la letra» que se critica, sin olvidar asimismo sanear nuestra cabeza y nuestro espíritu, ¡que no están de más en el taller de las mitologías! Durante el camino descubri-remos tal vez que sólo la verdadera fe en Dios vivo Creador «des-mitologiza» radicalmente. Otros antes de nosotros, muchos otros, han hecho la misma experiencia y han visto desplomarse todos los ídolos, no sin caer en la cuenta de que eran ellos mismos los que los habían fabricado, a veces con laboriosa y conmovedora sinceridad.

RL/IDEOLOGIA IDEOLOGIA/RELIGION: Hay una temible consecuencia: una vez perdido el sentido de la

Creación, el cristianismo se convierte inevitablemente en una ideolo-gía. Es una inmensa ruina de donde cada uno puede sacar los mate-riales con que hacer, por ejemplo, el forro espiritual, «la superestruc-tura» de su opción política. «La sal vuelta insípida» se convierte en un abono del que las ideologías políticas toman la savia necesaria para «sacralizarse» y adquirir ese pequeño aire de «religiones seculares» con que imponerse a las «almas femeninas», que decía san Francis-co de Sales. ¿Necesitamos probar que es esto lo que está pasando? Levantemos los ojos y miremos en torno nuestro. En nosotros.

Por eso, la pregunta primordial, la decisiva, se plantea por sí mis-ma: ¿Qué significa creador, creación, criatura? ¿Cuál es el verdade-ro sentido de esta afirmación? (...) Lo más grave es que nosotros ya hemos respondido a la pregunta o más bien se ha respondido por nosotros, en lugar nuestro. Influencias, tradiciones familiares y so-ciales, filosofías o ideologías, todo ese «medio» en el que estamos

inmersos desde nuestro nacimiento, nos ha impregnado y embebi-do de sus «ideas recibidas». Nos ha impuesto un lenguaje. Quizás incluso lo creemos sinceramente nuestro. ¡Por supuesto, sabemos lo que es Dios y Dios Creador!, sobre todo si somos cristianos o al menos personas-informadas. En realidad, estamos «prevenidos», atiborrados de «prejuicios».

Es preciso apartar obstáculos, liberar el propio espíritu para ac-ceder, un poco por lo menos, a una respuesta personal. Porque en definitiva eres tú el que debe responder a la pregunta de qué eres. Nadie puede hacerlo en tu lugar, aun cuando ese otro te preste una ayuda apreciable, indispensable tal vez. Responder con los demás no te dispensa de responder por ti mismo. La fe no es la ideología del grupo.

FE/PERSONAL: «Por más que hayáis oído decir que esto o lo otro es la norma de vuestra creencia, no deberíais creer nada sin pone-ros en la situación de que jamás lo hubierais oído. El consentimiento de vosotros mismos y la voz constante de vuestra razón, y no de los otros, es lo que debe haceros creer» (·Pascal-B, Pensamientos, IV, 260). En otras palabras: nuestra pista de búsqueda conduce hasta el umbral del conocimiento del Dios vivo, el «Padre creador del Cielo y de la Tierra». Nadie puede forzarnos a franquear ese umbral, por la sencilla razón de que el conocimiento de Dios no es separable de la opción y del compromiso de nuestra libertad.

Para seguir una buena pistaYa de entrada, es indispensable sospechar y hacer una crítica

del lenguaje corriente, si no queremos caer en la trampa de nues-tros esquemas (1) mentales. Los términos empleados al hablar de la Creación tienen trampa, nuestras formas de interpretar la relación entre Dios y el hombre deben purificarse incesantemente. Si no so-metemos a revisión un determinado número de representaciones corrientes y de expresiones hechas, si no sospechamos de ciertas

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18. La Creación una dependencia para la libertad 18. La Creación una dependencia para la libertadÍNDICE

formulaciones, nunca podremos entender y vivir lo que significan las expresiones: «Crear», «Creador», «Ser creado», y nos encontrare-mos dando vueltas en medio de una lógica abstracta, prisioneros de falsos dilemas, remitidos del fatalismo al ateísmo, del animismo al racionalismo, a no ser que, si se suma la pereza, adoptemos la de-terminación de vivir en la incoherencia.

Un vocabulario sospechoso¿Nunca hemos hablado u oído hablar, por ejemplo, del plan de

Dios «sobre» el mundo, o del designio de Dios sobre el hombre? ¿Y no encontramos tales expresiones sobradamente inquietantes? Un plan, un proyecto «sobre», evoca un universo prefabricado, hostil a nuestra libertad. Y si la libertad fuera que el plan de Dios es el hom-bre mismo, el mundo del hombre, su libertad creadora, ¿no quedaría todo modificado? ¿No os habéis sorprendido nunca de considerar la Creación como una «intervención» de Dios en el mundo? Y seme-jante «intervención» ¿no nos remite a un ser mítico? La aparición de la vida no necesita para nada de la existencia de un ser «sobrenatu-ral» en el sentido en que algunos sabios emplean este término. La llegada del hombre «se explica» ( ? ), sin que sea preciso recurrir a no sé qué manipulación divina, y cuando Jacques Monod identifica religión y animismo, no reproduce, desde luego, las características de la fe cristiana, pero sí expresa una manera muy común de vivir nuestra relación con respecto al Creador. En efecto, ¿no somos ani-mistas cuando nos imaginamos la Creación de Dios como una espe-cie de papirotazo inicial, una pulsación de la divinidad poniendo en marcha eI mecanismo hace millones de años?

¿No pensamos espontáneamente, quizás, que la Creación tuvo lugar «al principio», en los comienzos de la historia, y que es algo que se refiere nada más a un remoto pasado? Ahora bien, si la Creación no fuese más que un gesto del pasado, el objetivo de este libro no tendría sino un interés arqueológico, o podría, todo lo más, alimen-

tar una cierta curiosidad o sustentar unos mitos concernientes a los orígenes. De todos modos, tales perspectivas nada tendrían que ver ni con nuestra vida ni con nuestra fe. Y Dios, ¿sería verdaderamente el Creador, o más bien una especie de gran mecánico, el relojero de Voltaire que, por lo demás, habría montado mal el reloj dejando gra-nos de arena en los engranajes? Finalmente, si relegamos el acto creador al principio de la historia, ¿no quiere eso decir que vivimos en un mundo absolutamente terminado, en un tiempo en el que ya no ocurre nada? Todo estaría completado desde el primer impulso. Nada nuevo nacería ya bajo el sol.

La Creación es actual CREACION/HOY Tenemos, por lo tanto, que abandonar un determinado número de imágenes. Según veremos, la Creación recubre la totalidad del tiempo, el pasado, el presente, el futuro. La Creación se lleva a cabo hoy. No está terminada. La hu-manidad es una génesis, es decir, un crecimiento permanente. Hoy es día de Creación. El tiempo engendra algo nuevo. Además, si se quisiera considerar la CreaCIón como una realidad acabada, habría más bien que volverse hacia el futuro para entenderla, porque nues-tra historia, la historia de la humanidad es análoga al desarrollo de un film: se comprende, no deteniéndose en una imagen, sino conociendo el desarrollo total. Hoy no estamos todavía creados, la humanidad no se ha mostrado aún en su plenitud.

La Creación es el hombre¿La Creación es únicamente la naturaleza, el mundo, las montañas?

Entonces solamente se podrían contemplar las maravillas de Dios en el gran libro de la Creación, durante una excursión, ante un bello paisaje, al salir el sol. De hecho, la Creación de que hablan el Credo y la Biblia, ¿no es ante todo el hombre, las obras del hombre, más que el marco en que éste se desenvuelve? En el capítulo primero del Génesis, el esce-nario de los primeros días es un montaje para hacer que aparezca «la imagen de Dios», el hombre, razón de ser de la Creación (2).

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Puesto que vivimos en un mundo no acabado, el sentido de nues-tros actos no está determinado, su significado no está fijado de an-temano. Podemos inventar: Dios se propone a nuestra libertad y la historia está hecha de nuestras aceptaciones y nuestros rechazos. Los signos de Dios no son señales que haya que descubrir y desci-frar. En los acontecimientos sólo intentamos discernir en qué cosas solicita Dios nuestra iniciativa. Pero es la libertad humana la que es creadora de sentido. En una marea, en un temblor de tierra que en-gulle a miles de personas, yo veo, en primer término, un fenómeno físico del que una técnica más perfeccionada hubiera podido preve-nir o atajar ciertos efectos. Descubro a continuación un hecho polí-tico, en cuanto que debería movilizar determinadas solidaridades, a la vez que pone de manifiesto la inconcebible ausencia de medios para una ayuda rápida y eficaz. Nada de todo ello es automática-mente signo de Dios, y el análisis de una situación nos coloca siem-pre ante alternativas. Los acontecimientos pueden resultar signos de Dios -no lo son necesariamente- en la medida en que a través de ellos nos vemos llamados a crear una historia humana.

Brevemente: la Creación de Dios no se sobreañade a la acción del hombre para dar a ésta un significado suplementario. Aun en ese caso, no habría que forzar demasiado el sentido de expresiones co-rrientes como: «Dios es el sentido del Mundo». «Cristo da sentido a nuestra acción». Tal como aparecen, estas fórmulas son peligrosas y ambiguas. Cabe, en efecto, preguntarse si no ocultan una mitolo-gía inconsciente que nos haría olvidar que el hombre es capaz de dar sentido a sus actos. Si fuera de otro modo, su libertad no estaría comprometida y permanecería predeterminada por una especie de destino. Un sentido para el hombre no es, en absoluto, un significa-do ya acabado, sino precisamente una creación que él mismo tiene la capacidad de hacer surgir.

El hombre puede y debe crear el múltiple lenguaje de su obrar: su lenguaje económico, su lenguaje político, su lenguaje moral, su len-

guaje cultural, incluso su lenguaje religioso (3). En otras palabras, el hombre crea su propio medio humano de civilización y de cultura, y no es hombre más que si es autónomo, consciente y responsable de los fines y de los medios de su obrar.

En este nivel, la cuestión del Dios Creador no se plantea; el ejer-cicio de la libertad es «ausencia de Dios». No digo «negación de Dios», ya que si la libertad concreta se convierte en negación de Dios, la cuestión está mal planteada y tendremos que entender por qué el ateísmo, a partir de esta cuestión mal planteada, se hace po-sible, inevitable incluso.

Ante todo es preciso, pues, examinar dónde y cómo se plantea el problema del Creador. No es en el plano de la iniciativa humana, sino a un nivel propiamente existencial. Si el problema de la Crea-ción se plantease al nivel de nuestro actuar, Dios entraría en colisión con nuestra libertad, y ello querría decir que se trata de una cuestión entre otras, una cuestión facultativa que puede dejarse en suspen-so. No sería la cuestión fundamental. En realidad, la cuestión de la Creación es la cuestión del radical significado de nuestra existencia como tal, cuestión a la que siempre damos una respuesta en el pla-no del obrar inmediato, aun cuando no seamos conscientes de ello.

Una distinción fundamental Esta distinción entre obrar inmediato y existencia es una distin-

ción capital; bástenos de momento subrayar que no se trata de una separación entre dos comportamientos yuxtapuestos del ser huma-no, sino de una distinción metódica y dialéctica que sugiere dos con-sideraciones importantes.1. Para un ateo, el obrar humano sin referencia a Dios, no es in-

sensato. Un ateo puede tener una vida moral auténtica; sus de-cisiones y sus iniciativas no resultan absurdas porque niegue la existencia de Dios. Su libertad es creadora de sentido, fuente de significado. Pero es notable que si el obrar humano no les parece

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insensato, no les sucede lo mismo en lo referente a la existencia humana, la cual a menudo es considerada absurda. Esta es la postura adoptada y formulada explícitamente por algunos con-temporáneos. Piénsese, por ejemplo, en Camus o en Sartre. Ten-dremos que preguntarnos cómo se llega a tal postura: un obrar humano sensato y significante sobre el fondo negro de una exis-tencia absurda.

2. Los cristianos, por su parte, se hallan en plena confusión, toda vez que piden al Evangelio soluciones a los problemas de su obrar in-mediato. De hecho, si reflexionamos sobre esto, cuando un ateo re-chaza un Evangelio en el que estarían predadas unas soluciones, y cuando, por su parte, el cristiano pide a ese mismo Evangelio la respuesta a sus dificultades prácticas, uno y otro se forjan del Crea-dor una concepción idéntica: un Dios concurrencial que falsea el juego de la libertad, «interviniendo» en el nivel del obrar inmediato.La diferencia entre el ateo y este tipo de creyente, reside en su

comportamiento ante ese Dios: uno lo rechaza y otro lo acepta. Pero si verdaderamente el Creador es un rival del hombre, el rechazo es una postura más sana que la aceptación. Queda por saber si la Pa-labra de Dios es un lenguaje acabado y si la libertad no puede afir-marse más que negando al Creador.

Así pues, en estas páginas, la creación no se refiere a la aparición de los seres en la historia, sino al significado radical de lo que es, ha sido y será. Tal cuestión surge a partir de la existencia humana, no del obrar inmediato. ¿Cuál es el sentido de la vida y de la muerte, el sentido, aquí y ahora, de lo que somos? En otras palabras, somos creados, es decir, no hallamos en nosotros solos el sentido de nues-tra existencia. Nosotros no logramos formular el significado funda-mental, «el sentido ultimo» de las dependencias existenciales que se imponen a todo hombre, así como de los enigmas cuya presen-cia no puede evitar. Ser creado es ser dependiente. La Creación es

incluso una dependencia total en el pasado, el presente y el futuro. Esta fórmula ha dado ocasión a numerosos contrasentidos, en par-ticular a muchos rechazos de Dios. Y sin embargo, es esta abrupta definición la que debemos mantener; no disimula la dificultad.

¿Puede el hombre ser a la vez libre y dependiente? ¿De qué na-turaleza es la dependencia con respecto al Dios Creador? Esta pre-gunta fundamental que nos plantean con urgencia los ateísmos con-temporáneos, es el centro de nuestra investigación. Págs. 006-021(1) Esquema: manera de ser, forma de pensar.(2) Este punto se desarrollará ampliamente mas adelante, cap. 5.(3) Lenguaje: no sólo la palabra hablada, los discursos, sino también

el lenguaje humano que son las institu- ciones y las estructuras en que se expresa el ser. humano (derecho, economía, constitucio-nes, morales, dogmas, ritos, etc.).

El hombre está hecho para crear - H/CREADOR/TRABAJO En efecto, el hombre no es hombre y no adquiere su categoría de

humano más que en la medida, por modesta que sea, en que él mis-mo es creador; de lo contrario, es un animal domesticado y sometido.

Esta exigencia de creatividad que se manifiesta un poco por todas partes, en nuestros días especialmente en el plano cultural y político, no es una floritura; es la condición indispensable para llegar a ser hombre. Cuando la creación cesa, en cualquier sector de la actividad humana, los hombres degeneran y se deshumanizan. Así, el trabajo en el que no interviene ninguna posibilidad creadora, no es un trabajo humano. Si todo está impuesto, si el trabajador no tiene ninguna ini-ciativa, su trabajo es alienante; a diario vivimos esto. Asimismo, si nos limitamos a repetir fórmulas hechas, si únicamente nos hacemos eco de lo que se dice o se piensa (?) en el grupo al que pertenecemos, nuestro espíritu deja de ser creador, hablamos para no decir nada, «somos» hablados y nos asemejamos a esos personajes del teatro de

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Ionesco que no se reconocen. Los términos entonces ya no expresan una palabra humana, no hacen referencia a una palabra creadora, y no es simple casualidad que el movimiento de mayo del 68 se viviera e interpretara como una «toma de palabra» (1).

Nuestros contemporáneos, especialmente las generaciones más jóvenes, reivindican su derecho a la creatividad con andanadas a veces violentas, cuyos resultados además, no siempre ven. Los más lúcidos adquieren conciencia de que en la sociedad todo se halla or-ganizado de forma que llega a imponerse un determinado lenguaje, y en consecuencia les es prácticamente imposible proferir una pala-bra creadora. Pero si el hombre no crea su propio lenguaje, ¿cómo puede dar de verdad su palabra? Incapaz de dar una respuesta que sea de verdad la suya y que le comprometa auténticamente, es irres-ponsable, ya no es hombre.

La raíz de los ateísmos ATEISMO/RAIZEsta exigencia de responsabilidad está precisamente en el origen de

diversas formas contemporáneas de ateísmo que hoy día no recaen en primer término y principalmente sobre la existencia o inexistencia de Dios, sino sobre la relación Creador criatura. En los Manuscritos eco-nómico-filosóficos de 1844, ·Marx-KARL opone claramente a la idea de un Dios-Creador la de una humanidad responsable de sí misma.

«Un ser cualquiera no es independiente a sus propios ojos más que cuando se basta a sí mismo, y no se basta a sí mismo más que en caso de no deber su existencia más que a sí mismo. Un hombre que vive por la gracia de otro hombre, se considera como un ser dependiente. Pero yo vivo totalmente por gracia de otro cuando no sólo le debo la conservación de mi vida, sino cuando él ha creado mi vida, cuando es su fuente; mi vida tiene por necesidad tal fuente fuera de mí, si esa vida no es mi propia creación.»

De hecho, no se ve a la primera cómo la dependencia es com-patible con la libertad, y se entiende por qué algunos ateísmos, que

precisamente son una reivindicación de la responsabilidad, chocan con esta dificultad.

Si el creyente tiene un sentimiento menos vivo de esta dificultad, mala señal: puede ser que ya no perciba la relación entre su fe y su libertad. De todas formas y de modo general, no existen cuestiones o «problemas» para el hombre más que a nivel de su libertad. Si el hombre no fuese libre o «llamado a la libertad», no tendría ni más ni menos problemas que el animal.

La cuestión será, pues, entender cómo y por qué la libertad hu-mana depende absolutamente de Dios creador, y entender que esta dependencia, lejos de ir contra la libertad, permite a ésta, por el con-trario, fundamentarse y entenderse con verdad. En efecto, mientras no aparece en su verdad la relación Creador-Creación, no nos las vemos con problemas de teología sino de patología, en este caso de patología de la libertad.

ATEISMO/LIBERTAD: En nuestro desarrollo llegaremos indudablemente a reconocer

que una mala inteligencia de la fe engendra esta patología, de suer-te que los ateísmos no pueden afirmar la libertad del hombre más que por contraposición a una pervertida concepción de la libertad en la fe. Ese es su aspecto sano. Como ha reconocido el Vaticano II, la fe cristiana mal vivida y mal entendida es el terreno abonado de los ateísmos que son ininteligibles fuera de esta referencia histórica. Por eso, los cristianos no podemos tomar la jofaina de Poncio Pilato y lavarnos las manos; somos responsables de la verdad de nuestra fe y, por su parte, responsables de los ateísmos. Y así, la cuestión que los ateos nos plantean puede y debe ser la ocasión de un pro-greso decisivo hacia una mejor inteligencia de la fe en beneficio de todos, creyentes y ateos.

(1) Cfr. el libro de Michel de CERTEAU: La prise de la parole, Des-clee De Brouwer. (GANNE-PIERRE.Págs. 25-28) .............................

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La experiencia del pueblo hebreo - ISRAEL/CREACION-LBC:La Biblia nos transmite una experiencia extraordinaria, al hacer-

nos revivir la manera en que la Creación fue progresivamente des-cubierta en el seno de la historia de un pueblo. Nos muestra cómo los hombres han adquirido conciencia de no ser objetos prefabrica-dos, ni esclavos sometidos a un amo, y menos aún autómatas domi-nados por un sordo y mudo destino, o sujetos de una ley ciega, sino que habían sido creados «a imagen de Dios, según su semejanza», que, por lo tanto, habían sido creados creadores. Nos es preciso reproducir por nuestra propia cuenta este descubrimiento, incorpo-rar las intuiciones de los grandes Profetas y entrar en el dinamismo de la fe de Israel y del Evangelio. Pero para ello, sería un error de método empezar la lectura de la Biblia por los primeros capítulos del Génesis. Tal como están, esas páginas tienen el peligro de orientar-nos por una falsa pista.

La Biblia, como el Credo, empieza por la Creación, pero de he-cho, en la conciencia del pueblo, la Creación fue descubierta tardía-mente, tras una larga maduración y toda una serie de progresos que debemos reproducir. Una conciencia concreta no parte de los oríge-nes, sino que se remonta a ellos. El orden de exposición es inverso al orden de invención.

La exposición podría compararse con un plano de Estado mayor que presenta el conjunto de las rutas de una región, pero que no indica el itinerario seguido. La exposición adquiere inevitablemente la forma de una doctrina, de una enseñanza, formuladas en un con-texto cultural dado, según un lenguaje determinado. Y ese lenguaje recibido, que traduce una experiencia, se convierte en letra muerta, una letra que mata, si no es reinventado y reasumido dentro del di-namismo que lo ha hecho surgir. Descubrir el orden de invención consistirá, pues, en volver a hallar en un lenguaje recibido -y que no puede menos de serlo- la génesis y la lógica de una fe.

La fe de Israel no fue desde la doctrina a la vida, sino de la vida a la doctrina, y la experiencia inicial -la experiencia fundante- fue la liberación de la esclavitud de Egipto. El Credo más antiguo es un acto de fe en Dios-Liberador.

Una experiencia de liberación«Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y fue a refu-

giarse allí siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, po-derosa y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Clamamos entonces a Yahvé Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y Yahve nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel.» (Deuteronomio 26,5-9.)

En otro sitio encontramos una confesión de fe análoga:«Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: «¿Qué son es-

tos dictámenes, estos preceptos y estas normas que Yahvé nuestro Dios os ha prescrito?», dirás a tu hijo: «Eramos esclavos de Faraón en Egipto, y Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte. Yahvé reali-zó a nuestros propios ojos señales y prodigios grandes y terribles en Egipto, contra Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos y entregarnos la tierra que había prometido bajo juramento a nuestros padres». (Deuteronomio 6,20-23.)

Así pues, en una experiencia de liberación humana es donde po-dremos, como los hebreos, encontrar al Dios-Vivo. No podremos recitar nuestro Credo de verdad más que si, en medio de nuestra situación reaI, somos capaces de reproducir esta experiencia del Éxodo, como han hecho por ejemplo los Profetas de Israel en cir-cunstancias dramáticas.

Hacia mediados del siglo VI, los israelitas son deportados a Ba-

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bilonia durante unos cincuenta años. La nueva generación nacida en el exilio, lejos de la tierra de sus antepasados, se pregunta si todo lo que les han dicho sus padres es verdad. Ya no hay templo ni fiestas. Los Israelitas en cautividad no sólo soportan una dura esclavitud, sino que políticamente se encuentran borrados de la historia y la tentación de la desesperación es grande. ¿No ha abandonado Dios a su pue-blo? ¿No son vanas las promesas de Yahvé y la Alianza concertada con Moisés no está destruida? Desaliento, resignación, escepticismo, y además burla por parte de los paganos. La religión babilónica es floreciente, las brillantes procesiones tienen el peligro de seducir a los tibios; la astrología y la idolatría sustituyen a la fe en Dios vivo que es con toda verdad un Dios escondido: es el momento de afirmarlo.

En este contexto, los Profetas aparecen como «los mantenedores de la Alianza»: «No, Dios no ha abandonado a su pueblo. El es fiel a su promesa, su palabra es inquebrantable como una roca. Volverá a florecer el desierto, la liberación se acerca, la fuerza liberadora de Dios es siempre igual de poderosa». Israel, prisionero en Egipto, ha-cia el año 1250 tuvo ya una experiencia de liberación. Han pasado siete siglos desde Moisés. Pero el recuerdo de esa epopeya perma-nece vivo en la memoria colectiva, y para darse ánimos de nuevo y reavivar la esperanza, volvían a contarse los grandes hechos del Éxodo. Lo que Dios hizo volverá a hacerlo, una vez más saldremos adelante y no será una simple repetición del pasado: será algo nue-vo, una alianza nueva, un éxodo nuevo.

El mensaje del segundo IsaiasUno de los momentos culminantes de esta toma de conciencia es

la predicación del segundo Isaías, en tiempos en los que las campa-ñas de Ciro que sacuden ya al universo, debieron de llamar también la atención de los deportados (540). En esta perspectiva es como hay que entender el anuncio de un nuevo éxodo.

«En el desierto abrid camino a Yahvé, trazad en la estepa una

calzada recta a nuestro Dios» (Isaías 40,3).«Los humildes y los pobres buscan agua, pero no hay nada. La

lengua se les secó de sed. Yo, Yahvé, les responderé. Yo, Dios de Israel, no los desampararé. Abriré sobre los calveros arroyos y en medio de las barrancas manantiales. Convertiré el desierto en lagu-nas y la tierra árida en hontanar de aguas. Pondré en el desierto ce-dros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una, de modo que todos vean y sepan, advier-tan y consideren que la mano de Yahvé ha hecho eso, el Santo de Israel lo ha creado». (Isaías 41,17-21.)

«¿No os acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo anti-guo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis? Sí, pongo en el desierto un camino, senderos en el páramo. Las bestias del campo me darán gloria, los chacales y las avestruces, pues pondré agua en el desierto para dar de beber a mi pueblo elegido. El pueblo que yo me he formado contará mis alaban-zas.» (Isaías 43,18-21.)

Lo que es verdaderamente digno de atención y que debemos re-descubrir es esa conjunción entre la fe en Dios-Creador y la expe-riencia de una liberación humana. En un mismo movimiento descu-bre Israel que esa fuerza liberadora es tal, que no puede sino ser única y por lo tanto universal. Isaías ironiza acerca de los ídolos impotentes. No hay más que un solo Dios; y al mismo tiempo, la afirmación del Dios único tiene como consecuencia descubrir que la Alianza desborda las fronteras de Israel: los increyentes, los pa-ganos, también ellos se hallan en situación de Alianza, tienen una vocación a la Alianza. Un Dios único es el Dios de todos sin excep-ción. «¿No soy yo Yahvé? No hay otro dios, fuera de mí. Dios justo y salvador, no hay otro fuera de mí. Volveos a mí y seréis salvados, gentes de toda la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro.» (Isaías 45,21-22.)

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De este modo, el amor de Dios que Israel experimenta, no conoce fronteras. Volvía el recuerdo de la Alianza suscrita con Moisés en el Sinaí. Desde luego, aquel fue un período maravilloso, el tiempo de los desposorios, el tiempo de los milagros, del maná y de las codor-nices en el desierto. Tales acontecimientos de liberación se celebra-ban en las liturgias, sobre todo en la de Pascua, y muchos salmos cantaban estas maravillas.

Pero antes del Éxodo, ¿qué había ocurrido? La memoria de los pueblos se remonta hasta la noche de los tiempos. Hacia el año 2000, Abraham vivió también una experiencia de liberación. «Deja tu país, tu familia, tu casa. Y Abraham baja a Egipto y de allí parte y sube hasta el Negueb.»

Esta migración se interpreta a la luz del Éxodo y del Destierro como un signo de la presencia de Dios, y se pacta la Alianza con Abraham (Génesis 15).

¿Y antes de Abraham?Entramos en la prehistoria. Para expresar la universalidad de la

Alianza, los autores sagrados volverán a valerse de viejos mitos, y es lo que da ocasión al ciclo de Noé. La Alianza se firma con todo el género humano, con todo lo que es viviente (Génesis 9). De esta manera, esa fuerza de liberación que se encuentra en los orígenes de la historia de los Hebreos y que creó a Israel, está en el manantial de todo lo que existe. Lo que pasó a Israel tiene un alcance univer-sal. Y no es casualidad que el segundo Isaías relacione muy concre-tamente con la historia de una liberación su fe en el Creador. Yahvé es Creador en el sentido de que ha llamado a los prisioneros a una existencia libre, y de que de un pelotón de esclavos ha formado un pueblo. «Yo, Yahvé, te así de la mano, te creé, y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Isaías 42,6).

El nexo entre creación y liberación se halla expresado en Isaías 44,24: Yahvé crea a Israel lo mismo que crea el mundo: «Así dice

Yahvé, tu Liberador, el que te formó desde el seno: Yo, Yahvé, lo he hecho todo, yo solo extendí los cielos.»

En 51,9-15 el profeta hace coincidir la formación de un pueblo libre y la Creación. «¡Despierta, despierta! Fuerza de Yahvé, des-pierta como en los días de antaño... para que pasen los rescatados (alusión al Éxodo).

Los redimidos de Yahvé volverán, entrarán en Sión entre acla-maciones, y habrá alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Regocijo y alegría les acompañarán! ¡Adiós penar y suspiros! (Nuevo éxodo; la vuelta de los prisioneros). ¿Quién eres tú para tener miedo? Olvidas a Yahvé que te ha creado, el que extendió los cielos y cimentó la tierra; y estás despavorido a todo lo largo del día. Pronto saldrá libre el que está en la cárcel. Yo he puesto mis palabras en tu boca y te he escondido a la sombra de mi mano, cuando extendía los cielos y cimentaba la tierra, diciendo a Sión: «Mi pueblo eres tú.» (Coinci-dencia entre liberación y creación.)

Esta toma de conciencia de que la Creación es una acción libera-dora de Yahvé se expresa igualmente en varios salmos. Los salmos 74 y 89, por ejemplo, cantan el amor de Dios relacionando las obras de liberación y el acto creador.

Llegados a este punto, podemos ya leer y meditar las primeras pá-ginas del Génesis sin el peligro de hacer del Creador una potencia de dominación: los relatos de la Creación son una forma de confesar que en el origen de todo se encuentra el mismo amor aquel que ha expe-rimentado el pueblo hebreo en el curso de su historia. La humanidad entera -Adán-, no sólo el pueblo judío, es «imagen de Dios». En otras palabras, Israel es como el banco de pruebas de la humanidad. La Alianza es lo que da todo su sentido a la Creación, y la fe en el Crea-dor es el reconocimiento de una fuerza de liberación que se remonta hasta los orígenes, coextensiva del universo. (Págs. 62-70)

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El dios del deísmo DEISMO/QUÉ-ES:Yendo adelante en nuestro propósito, vamos a referirnos a un «he-

cho cultural» que es siempre actual y que se denomina deísmo. El «deísmo» es extraño u hostil a la fe cristiana, a la que ha intentado criticar desde fuera, no sin una enorme carga pasional que en gran medida explican las circunstancias históricas de su aparición y desa-rrollo. El deísmo, en efecto, cuyo apogeo se sitúa en el siglo XVIII, es una reacción contra el cristianismo tal como lo habían marcado las vicisitudes de la historia y el pecado de los cristianos. En descargo de los deístas, de los «filósofos», hay que señalar con toda justicia, que ellos luchaban contra un cristianismo desfigurado por las guerras de religión, para no citar más que uno de los males que le habían debilitado profundamente. Los deístas buscaban un Dios capaz de hacer la unidad de los hombres razonables; un Dios que pudiera ser universalmente reconocido, en nombre del cual los hombres no pu-dieran degollarse unos a otros, asesinarse mutuamente. Para llevar a cabo esta intención, había que conservar del cristianismo lo esencial, eliminar cuanto había supuesto causa permanente de querellas y di-visiones, de herejías y condenas, de desgarros y guerras, de encar-celamientos, torturas y hogueras. En una palabra, había que purificar al cristianismo de cuanto en él era germen y fermento de intolerancia.

La intención de los «filósofos» era loable, pero de su método lo me-nos que se puede decir es que estaba falto de discernimiento; es un método que muchas veces consiste en «tirar el bebé con el agua del baño». Intentaron «purificar el cristianismo de todos sus dogmas ori-ginales», que eran a su parecer la causa principal de los cismas entre cristianos. Todos los «misterios» propiamente evangélicos -Trinidad, Encarnación, Redención, Resurrección- fueron rechazados como «irracionales» e incapaces de fundamentar la unidad de los espíritus. Pero, desde luego, se pretendía, salvo excepciones, conservar como mínimo la noción de Dios Creador y la inmortalidad del alma, que fun-damentan la dignidad del hombre. De esta reducción de la fe cristiana

a una «religión natural» (en circunstancias, totalmente artificial), resul-tó una cierta concepción de Dios Creador que todavía hoy obtiene la aprobación de muchas personas, aun cristianas. La influencia masiva y difusa del deísmo difícilmente puede ser medida.

He ahí, pues, un Dios Creador que no es Padre, Hijo, Espíritu, que no se ha revelado plenamente en Jesucristo. A modo de contraste y de contraprueba, vamos a ver lo que en este nuevo contexto viene a ser la relación de la criatura con el Creador. Es menos importante exponer aquí una historia, por lo demás compleja, que captar una cierta lógica, a la que muchos cristianos han sido arrastrados sin ellos saberlo. Ese «Dios» residuo de la reducción «racional», una vez elimi-nados los «misterios» ininteligibles y embarazosos, ¿qué es?

Es «el Ser Supremo», «el Autor de la Naturaleza», «el Dios de la Razón» y de la conciencia. Parece sencillo y capaz de fundamentar si no una religión, sí al menos una «religiosidad» despojada, en la que todos los hombres sinceros podrían encontrarse. Es el Dios del que hablan y a quien se dirigen Juan Jacobo Rousseau y «el Vicario Saboyano» (Emilio, Libro IV).

Sin duda, es Creador, es «Viviente». Sin duda también, es «alguien», es «personal»: se le puede invocar, rezar, alabar. Pero si se pregunta con exactitud quién es, cómo puede crear, cuáles son las relaciones que los hombres, sus criaturas, pueden mantener con él, no sólo con toda sinceridad, sino con verdad, se descubren una serie de ambigüedades que esta teología, que quería ser la simplicidad misma, oculta. En primer lugar, la Trinidad: una vez excluida, ¿qué queda de la «personalidad» de Dios? ¿Es «una persona»? ¿Es unipersonal (¡como el hombre «unidi-mensional»!)? Preguntas inútiles, nos dicen, puras especulaciones. Tal vez. Pero una relación vivida no es «especulativa», y tarde o tempra-no la cuestión de su «verdad» tendrá que plantearse. Si se rechaza el ateísmo y el panteísmo, incompatibles con el deísmo mismo, no se ve cómo evitar la definición de Dios (¿atribuida a Chateaubriand?): «El gran Solitario del Universo, el Eterno Célibe de los Mundos».

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Si no nos contentamos con afirmar la existencia de Dios Creador en virtud de la inercia adquirida gracias a la tradición cristiana, y si nos esforzamos por vivir sinceramente la relación de criatura que nos une a ese Dios, no tardaremos en darnos cuenta, más o menos confusamente, de que nuestras actitudes serán bastante inquietan-tes para nuestra salud espiritual.

¿Preguntas sin respuesta?En efecto, acaba uno por plantearse, implícitamente al menos,

ciertas cuestiones embarazosas. Ese «Dios» unipersonal, mono-lítico, cerrado sobre sí mismo «solitario» y «célibe» (!), ¿no es el Egoísmo, o al menos el Egotismo, llevados al absoluto? ¿Un «Yo supremo» aislado en su eternidad? Ese «Dios», ¿puede crear? Ad-mitámoslo: ¿no es «el Autor de la Naturaleza»? Pero en ese caso, lo que es difícil de ver es el sentido de la Creación y la verdad de las relaciones entre sus criaturas y El. ¿Por qué «el Gran Solitario» ha creado? ¿Por necesidad y para poblar su soledad? ¿Por una exigencia y como «sin quererlo expresamente? ¿Por capricho y ar-bitrariedad? ¿Para tener súbditos o cortesanos que reconozcan la majestad del Monarca absoluto?

Lo que es inquietante es que la palabra «Amor» carece de sentido en él, en su soledad absoluta. Uno se pregunta cómo ese «Dios» podría suscitar un «universo personal», un conjunto de relaciones reales de una simpatía, de una amistad, de un amor, y de un afecto que se extiendan sobre millones de seres. ¿Cómo sería en él la idea de un mundo semejante? En él no existen relaciones. Ahora bien, crear es, como todo el mundo presiente, dar de sí mismo, de lo más íntimo del propio ser, exponer la propia persona. ¿Cómo podría dar algo que él no es en absoluto? Consecuentemente, sus criaturas, por poco que sean capaces de relaciones, de intercambios, de amis-tad y de amor, apenas tardarán en sentirse «mejores que su Dios».

Repitámoslo, no se trata de especulaciones, de teorías, de me-

tafísica o de un tema de discusión para ratos libres o de cultura, en caso de que a uno le guste. Está en juego algo completamente dis-tinto. A toda persona le llega el emerger de la tarea diaria, del vago «sentimiento religioso» que en ella dormita, de los hábitos y rutinas religiosos en que se encuentra sumergido, de las ideologías que pro-porcionan un alimento a punto para su espíritu y que ocupan el lugar de «convicciones». Entonces se pregunta. Sabe perfectamente que la referencia a Dios Creador le alcanza en lo más íntimo y personal de sí mismo. Si no se resigna más o menos negligentemente a la política del avestruz, ¿qué relación tendrá conciencia de vivir con «el gran Solitario del Universo»? ¿Cómo comportarse ante ese Blo-que supremo, impenetrable, su «Creador»? ¿De quién depende esa persona en todo su ser? Si no se limita a pensar, si intenta vivir esta dependencia «en espíritu y en verdad», ¿cómo lo conseguirá?

¿Cómo orar a ese Dios? ¿Qué alianza es posible con él? ¿Qué intimidad? ¿Cómo imaginar su mirada sobre mí («el ojo estaba en la tumba y miraba a Caín») y su amor? Si el fiel le pregunta a Dios: ¿Por qué me has creado, cuál es la verdad de la existencia que tú me has dado?, ese dios nada responde: es mudo, más todavía que amor, lo que falta en él es palabra. No cabe «revelación», «Pala-bra de Dios» dirigida al hombre. ¿Qué podría, además, decirnos «el gran Solitario» sino que está solo? Y sin embargo, en la teología deísta existe una especie de «Palabra de Dios». Es la conciencia moral, la Voz de la conciencia. La ley moral en el fondo de nuestros corazones. «¡Conciencia! ¡Conciencia!, instinto divino, inmortal y ce-leste voz; guía segura de un ser ignorante y limitado, inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios: tú eres quien constituye la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus acciones» (·Rousseau-JJ, Emilio, Libro IV).

Un cristianismo descompuestoDios es el gran «legislador», autor y garante de todas las leyes, de

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las físicas y de las morales que aseguran el orden del mundo. Es el Dios del «Orden», de todos los órdenes, pero en primer lugar de lo que justamente se denominará «el Orden moral». Henos aquí al prin-cipio de una aventura inmensa: la aparición, o por lo menos la recru-descencia del moralismo, del legalismo. Si el Creador es ante todo la Ley suprema (2), las relaciones con «el Amor de la Naturaleza» serán relaciones de espíritu legalista, jurídico, con exhortaciones y sancio-nes en apoyo suyo. El Legislador vendrá a ser «el Ideal» supremo.

Puede seguirse en la historia el desarrollo de esta aventura prepa-rada desde tiempo atrás -y que además es posible relacionarla con otros contextos-: la reducción del cristianismo a un moralismo, tanto entre los «filósofos» como en el comportamiento de los cristianos. La desdicha (la dicha, más bien) es que «sólo el Amor es creador». Pero, ¿cómo podría decirse sin titubeos, de ese gran Solitario y Legislador, que «Dios es Amor», el «Agape» del Nuevo Testamento? También la noción de «caridad» se degradará de forma catastrófica. El moralismo se verá compensado en muchos cristianos por un sentimentalismo desenfrenado, sin aliento y sin virilidad, al que se bautizará como «fe» o «piedad», y por una beneficencia más o menos paternalista, des-preocupada de la justicia, a la que se llamará «caridad».

La Confesión de fe del cristiano (el Credo), que es estructural y espiritualmente trinitario, caerá poco a poco en la in-significancia casi total. Efectivamente, no tiene mucho que ver con el «Dios» del deísmo. Ahora la Confesión de fe se ha como desligado de la verdad de la existencia cristiana; se ha convertido en una especie de super-estructura que puede amparar, pero no inspirar la práctica moral. La Trinidad ha venido a ser, según la expresión de Claudel, «un enredo de abstracciones».

La Misa, que es participación sacramental en la vida trinitaria, que es una «acción» trinitaria no ante el gran Solitario, sino en las Rela-ciones vivas -Padre, Hijo, Espíritu- va a verse también amenazada

por la in-significancia. Tenderá ante todo a convertirse -y tampoco es una casualidad- en una obligación jurídica semanal sumergida en una vaga magia sentimental. No es ya el dinamismo simbólico de la Alianza creadora. No se ve cómo podría expresar y alimentar la existencia, la relación revelada en la verdad con el Padre, el Hijo y el Espíritu. La Eucaristía no es entendida ya como la profecía vivida de la Creación nueva en Jesucristo resucitado, quien nos hace partíci-pes responsables de ella mediante el Don del Espíritu creador.

¿Fe o ideología?En el marco de ese proceso, la Iglesia, que es esencialmente

sacramental, ¿en qué va a convertirse en medio de esta anemia generalizada? Cualquiera puede suponerlo y entreverlo. Pero está claro que una vez relegada la Trinidad a la in-significancia, y oscure-cida por el espiritualismo deísta y legalista la verdad de la Creación y de la Encarnación, Iglesia y fe están ya a punto para convertirse en ideología. No es extraño que pasen a ser una ideología del «Or-den», un Orden que la mayoría de las veces será «establecido» más que «creador».

A este nivel inferior, «la ideología cristiana» coincide con las de-más ideologías y todas se disputan el mismo terreno político. Y la política, que casi siempre ha sucumbido a la tentación pagana de «sacralizarse», ya no es entonces «cosa de la razón», opción prác-tica razonada de un hombre responsable de la vida y de la ciudad; tiende a convertirse en «cosa de la Iglesia», «problema» muy poco razonado para un «cristiano que se pregunta» si en cierta coyuntu-ra no será preferible bendecir una política «de izquierda» después de haber bendecido por largo tiempo una «de derecha». Por otro lado, la ideología cristiana, como todas las ideologías, entrará en discusiones con la ciencia, en concreto con las ciencias del hom-bre. La ciencia incluye necesariamente una exigencia crítica. Una fe cristiana debilitada difícilmente podrá asumir la crítica científica: una

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ideología frágil y movediza, justificación del «Orden establecido», no puede tolerar la crítica que la carcome y tiende a destruirla.

¿No es cierto, sin embargo, que sólo el Amor Creador es radicalmen-te crítico? El juzga al Mundo. La fe trinitaria, que es participación en este Amor, en Jesucristo, por el Don del Espíritu, es «contestación» al mun-do. Parte del corazón, de lo «Secreto» de la Creación y discierne hasta el fondo mismo de la existencia. La insipidez de la «sal de la tierra», la «de-profetización» de la existencia cristiana, la pérdida del mordiente crítico de la fe sobre el acontecer del mundo, son los síntomas de un profundo mal, difícil sin duda de diagnosticar. ¿Quién podría afirmar que la engañosa sustitución del gran Solitario por el Dios vivo no tie-ne ninguna importancia? «El pez se corrompe por la cabeza», dice el proverbio; lo enfermo es la cabeza del cristiano. «Israel no conoce, mi pueblo no discierne... La cabeza toda está enferma, todo el corazón doliente» (Isaías 1, 3-5). ¿Crisis de civilización? ¿Crisis de cultura? Sin duda alguna, pero sobre todo crisis de existencia humana cristiana, en su relación de dependencia y de conocimiento para con su Creador.

Nos encontramos en un ámbito patógeno. Las dependencias exis-tenciales son una irrecusable llamada al sentido y al significado. La res-puesta a esta llamada, menos sentida cada vez, se hará progresivamen-te más dificultosa y expuesta a toda clase de delirios y desviaciones.

ATEISMO/DEISMO: «Un deísta, se ha dicho, es una persona que no ha tenido tiempo

de llegar a ateo». Hoy día, quien no tiene tiempo, es arrastrado por el tiempo. El deísmo y su «Dios» falsamente racional y espiritual-mente invisible es una de las fuentes más importantes del ateísmo.

(2) Esta concepción de la Ley es totalmente extraña a lo que la Biblia denomina la Ley, la «Thora», que es una pedagogía concreta en la Creación y para la Alianza.PIERRE GANNE, La Creación: una dependencia para la libertad, Sal de la Tierra, Col Alcance 11 SANTANDER-1980, págs. 91-101

EL HOMBRE, SEÑOR DE LA CREACIÓN

1. La plenitud de la humanidad se manifiesta también en la ple-nitud de toda la creación. La razón de ello está en la relación del mundo humano y extrahumano. La vida del hombre es una vida en el mundo y con el mundo y está unido a él por numerosas y profun-das relaciones. Fuera de él no puede encontrar ni alcanzar un punto de Arquímedes para sacarlo de quicio. Sin embargo, el hombre es cabeza y señor de la creación. Fue llamado por Dios a la existencia cuando ya habían sido creadas las demás cosas, las estrellas, las rocas, las plantas, los animales, la luz, el agua, la tierra. Necesitaba todas estas cosas para existir. Por él y por amor a él fueron creadas todas ellas por Dios. Dios habló a los dos primeros hombres: “Pro-cread y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla, dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra” (Gn/01/28). Con estas palabras se entregó al hombre el dominio sobre la tierra. Debe considerar su dominio como un feudo de Dios y realizarlo sometido a Dios. Lo que Dios dice es a la vez indicativo e imperativo.

Una forma especial del dominio del hombre sobre la creación es el hecho de dar nombres. Se narra en el Génesis: “Y se dijo Yavé, Dios: No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayu-da semejante a él. Y Yavé, Dios, trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio el hombre nombre a todos los ganados y a

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todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo” (Gn/02/18-20). En el hecho de poner nombres se expresa la unión del hombre con la naturaleza y su superioridad sobre ella. Dar nombre significa tanto como definir el ser. El hombre determina el ser de las cosas. Lo define válidamente. Lo define con sus palabras humanas, con su medida humana. Introduce su propia medida en las cosas y ella tie-ne validez para ellas. Al poner nombres crea orden entre las cosas. Al darles nombre determina su rango y su puesto en la eternidad. El mundo es confiado al hombre para que lo administre (Lc. 16, 1-13). Entre el hombre y el cosmos hay, por tanto, una estrecha relación.

En la unidad total que surge entre él y la creación restante el hombre es el superior. Desde el punto de vista meramente cuantitativo, el fuego y el agua y el hierro son ciertamente más poderosos que el hombre. Pueden aniquilarlo. Pero en el hombre hay una fuerza que lo eleva so-bre todas las cosas: el espíritu. Dice ·Pascal-B: “No tengo que buscar mi dignidad en lo espacial, sino en orden de mi pensamiento; poseer países no me servirá de nada. Por la magnitud espacial el universo es lo que me rodea y me devora como a un punto. Pero por el pensamien-to soy yo quien lo abarca” (Vol. 2, 127).

El hombre realiza su unión con el mundo y su puesto dominante en él de múltiples modos; por ejemplo, en la respiración, en el comer, en el vestido, en la vivienda, en el conocimiento, en la configuración ar-tística y en el trabajo cultural de cualquier tipo. En todas las formas de su dominio sobre el mundo configura la tierra. La profundidad de este proceso se expresa ya en el hecho de que el cosmos, tanto en el mi-crocosmos como en el macrocosmos, se hace tanto más abigarrado y variado cuanto más se aproxima el hombre. Y a la inversa se hace tanto más monótono y uniforme cuanto más se aleja del hombre. En el universo hay distancias inimaginablemente grandes. Pero los aconteci-mientos cósmicos se mueven en un transcurso vacío y desolado. Don-de el hombre no llega, impera el desierto y la soledad (Ph. Dessauer).

Este hecho significa que el hombre está en el centro del cosmos y a la vez es superior a todo el resto de la creación. La misma situación resulta del hecho de que la creación está abierta a las preguntas del hombre. El hombre hace a la creación las preguntas que ascienden de su propio ser. Lleva consigo su medida. Sólo cuando la creación está ordenada al hombre y lleva de algún modo la imagen del hom-bre en sí puede ser alcanzada por las cuestiones humanas y dar respuesta a ellas. En la misma dirección apunta una observación de la actual teoría del conocimiento. El conocimiento humano significa trato con el mundo, participación en su ser y en su vida. Los ensa-yos que la actual ciencia de la naturaleza ha hecho en los procesos atómicos aclaran esta importancia del conocimiento. Mientras que, según la concepción aristotélico-escolástica, el mundo se enfrenta como objeto al sujeto cognoscente, de forma que el hombre, en el proceso del conocimiento, no añade nada al ser de las cosas cono-cidas, mientras que, según Kant, el hombre imprime al ser descono-cido de las cosas sus formas de intuición, según las concepciones de la actual ciencia de la naturaleza, el proceso del conocimiento ocurre cuando tanto el objeto como el sujeto contribuyen a la figura de lo conocido. Según la física atómica actual, los últimos elementos estructurales de la materia (ondas o partículas) se cambian cuan-do el hombre se dirige a ellos con sus aparatos de observación. El hombre sólo puede conocer la materia cambiada y configurada por el proceso de observación. El es, por tanto, quien da configuración al mundo material. Por esa actividad configuradora del hombre es ordenado el mundo. Si las cosas aparecieran a los ojos del hombre en su ser primitivo, despojadas de la forma que el hombre les da, darían la impresión de una complicación caótica. El mundo está, por tanto, creado de tal forma para el hombre, que puede recibir de él forma y orden. En esto se ve que el comportamiento del hombre tiene significación decisiva para el mundo.

Donde más claro se ve la ordenación recíproca de hombre y natu-

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raleza es en la relación del animal con el hombre. Por una parte, el hombre presiente en el animal una extrañeza y cerrazón inevitables. Tiene una posesión inaccesible para el hombre. Por otra parte el ani-mal está abierto al hombre, lo mismo que él está abierto al animal. Esta recíproca patencia es importante para ambos. Ante el animal el hombre puede hacerse consciente de sí mismo al darse cuenta de su parentesco y de su diversidad. El placer del hombre en contemplar al animal significa que el hombre ve en el animal algo significativo para él. Los animales tienen análogo simbolismo para los hombres. El hom-bre debe contemplarlos para recordar su propio ser. No es indiferente el tipo de imágenes que el hombre tenga. Determinan y alimentan su vida. Cumplen esta función, aunque el hombre no sea claramente consciente de su sentido. Cuanto más grande sea el simbolismo de las imágenes que viven en su interior para su propia vida, tanto más fecunda será la actividad que desarrollen. Las imágenes que el hom-bre se apropia al contemplar a los animales tienen un efecto de espe-ciales características. Ello ocurre aunque no se explique reflejamente en su espíritu el simbolismo de los animales. Cuando el animal tiene fuerza simbólica para él, al contemplarlo se apropia de imágenes que tienen su fecundidad inconscientemente y sin análisis racionales.

Más importante que para el hombre es para el animal esta rela-ción recíproca. Lo mismo que el hombre recuerda su propio ser por medio del animal, el animal es llevado a su verdadera forma de ser por el hombre. Al encontrarse con el hombre se realizan las diversas y opuestas posibilidades del animal. Vamos a aclararlo con algunos ejemplos. Si un niño sin malicia entra sin miedo en la caseta de un mastín y se echa a dormir, puede ocurrir que el perro no le haga daño alguno. El niño ha despertado las posibilidades buenas en el perro. Lo que puede sentir así, está contenido en el primitivo saber de ·Laotsé, sabio de la antigüedad china, que enseña: “Quien sabe dirigir bien su vida camina por el país y no necesita esquivar ni al tigre ni al rinoceronte... El rinoceronte no tiene en él dónde meter

su cuerno; el tigre no tiene dónde hacer presa con sus garras...” Tal hombre no tiene sitios vulnerables ni mortales. El miedo es vulnera-bilidad. El hombre puede, con su ser, poner al animal en buen orden con él. El ser del animal está abierto a este orden, no es para él una violencia extraña, es la plenitud última de la naturaleza animal. La misma comprensión de los animales encontramos entre los hindúes.

La contraprueba aparece en la siguiente narración: “Un buen hombre se había empobrecido y vivía como guarda de una viña. Todas sus posesio-nes consistían en diez perros pastores con los que compartía su cabaña. Estaban pendientes de él y obedecían su palabra. Una noche se embo-rrachó hasta perder el sentido. Cuando al día siguiente no apareció en el servicio, se abrió su cabaña y fue encontrado muerto y destrozado por sus perros. El hombre borracho no era señor de los animales. Los animales no lo reconocieron. Bastó una falsa acción del borracho para excitar la anima-lidad, para despertar el instinto del animal. La posibilidad más general por que yacía en sus profundidades. La decisión estuvo en el hombre, no en el animal.” El hombre se convierte en destino del animal (Ph. Dessauer).

Esto suele ocurrir no raras veces, como si el animal tuviera un os-curo presentimiento de estas relaciones, como si esperara del hom-bre su verdadero ser, como si pusiera en él ciertas indeterminadas esperanzas. Algo parecido parece estar en juego cuando el animal no sólo mira y observa al hombre, sino que lo examina. De esto se puede deducir que el animal no sólo ve en el hombre al cuidador que le da comida, sino otra cosa y mucho más. Así puede ocurrir que un animal cuando tiene que ser operado no deje acercarse a sí a nin-gún hombre. Pero cuando está presente su dueño soporta paciente y sosegadamente cualquier dolor hasta que todo se acaba. Este ejemplo indica que el animal necesita de lo que el hombre hace.

2. El hombre, destino de la creaciónTales conocimientos nos dan un acceso a la comprensión del tes-

timonio de la Escritura, según el cual el comportamiento del hombre

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tiene significación pancósmica, tanto en lo bueno como en lo malo. Según la Sagrada Escritura, el pecado del hombre trasciende el marco de la historia universal. Obra destructoramente sobre toda la creación.

La maldición que Dios pronunció sobre el hombre cae también sobre la creación de la que él es rey. En el Génesis se cuenta (/Gn/03/14-19): “Dijo luego Yavé, Dios, a la serpiente: Por haber he-cho esto, maldita serás entre todos los ganados y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu pecho y comerás el polvo todo el tiempo de tu vida. Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le morderás a él el calcañal. A la mujer le dijo: multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará. Al hombre le dijo: por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol de que te prohibí comer, diciéndote: no comas de él, por ti será maldita la tierra, con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos, y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan. Hasta que vuelvas a la tierra. Pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo volverás.”

Según estas palabras, la caída del hombre significa una catástrofe para toda la vida de la creación. Con esto no se dice que antes del pe-cado del hombre hubiera imperado la libertad de la muerte y del dolor. Sólo el hombre tenía la promesa de no tener que morir. También para él debía terminar la forma de vida anterior al pecado y comenzar una nueva forma de vida celestial. Pero este fin no debía ocurrir como ahora nos ocurre en la muerte, sino en un proceso de transformación sin do-lor. Sin embargo, no está revelado que el resto de la creación estuviera completamente libre de la muerte y del dolor. También en el estado an-terior al pecado los animales tenían que vivir unos de otros y unos para otros. No se puede suponer que por el pecado padecieran los animales un cambio de estructura y se convirtieran, por ejemplo, de herbívoros en carnívoros. Es para nosotros un misterio impenetrable el aspecto

de la vida antes del pecado para la creación no humana. Sin embargo, aunque la Escritura no atestigua para esa creación no humana la liber-tad del dolor y de la muerte, la rebelión del hombre contra Dios significa desgracia para toda la creación. En su apartamiento de Dios el hom-bre arrastró consigo a toda la creación unida con él. Se podría explicar este proceso de la manera siguiente: el cambio ocurrido por el pecado afecta primariamente al hombre, no a la naturaleza. La naturaleza pro-dujo también antes del pecado cardos y espinas. Pero no eran cardos y espinas para el hombre. Sólo por el pecado se convirtieron en cardos y espinas para él. Por la rebelión contra Dios el hombre cayó en el egoís-mo y obstinación. Su pecado era a priori egoísmo y orgullo. Estas acti-tudes son corroboradas continuamente por el apartamiento del hombre respecto a Dios. El egoísta y orgulloso no se dirige ya a la naturaleza del modo objetivo y lleno de amor que Dios había dispuesto, sino que en su administración del mundo es cómodo, caprichoso e interesado. La naturaleza no recibe, por tanto, de él lo que necesita para prestarle el servicio que él a su vez necesita. La tierra, la realidad objetiva, fue creada por Dios para que sirviera al hombre. El sentido más íntimo de la materia es servicio al hombre. Pero supuesto que las cosas realicen su ser y cumplan las funciones que resultan de él, es decir, de que presten al hombre los justos servicios, es el recto comportamiento del hombre frente a la materia. Esto implica amor y objetividad a la vez. El amor a la creación está condicionado por el amor a Dios creador. Donde mue-re el último muere también el primero. Cuando el hombre administra la tierra no con celo, sino con pereza, cuando la trata no según las leyes que Dios le dio, sino según su capricho egoísta, ella no puede producir ni dar lo que según la voluntad de Dios debía producir y dar. Entonces nace el hambre y la falta de protección y de orientación. La tierra se manifiesta como enemiga del hombre. Sin embargo es claro que la enemistad de la tierra contra el hombre está fundada en la enemistad del hombre contra la tierra. Por tanto, el apartamiento de Dios significa apartamiento de la alegría, de la vida, del orden, de la luz. Con el hom-

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bre cayó, por tanto, toda la creación en la tristeza, en la oscuridad, en el desorden, en la lucha y en la muerte.

La muerte adquiere ahora otra profundidad y una gravedad antes no existente. Está unida a un tormento no existente en el paraíso. A menu-do aparece, sobre todo si es prematura, como sin sentido y sin relación con la totalidad de la naturaleza. Los animales fueron expulsados, junto con el hombre, del paraíso. Dolor y muerte se convirtieron en suerte de la naturaleza. La caducidad, la vanidad, es el signo de la nueva si-tuación del mundo. El orden del cosmos está entorpecido. La lluvia no llega ya oportunamente, el crecimiento se interrumpe, la tierra tiembla. Se lamenta de la crueldad y violencia que ocurren sobre ella.

El canto de alabanza de la criatura es superado en fuerza por el gri-to de la tierra debido a la sangre que tiene que beber (Gen. 4 10; lob 38, 41; Ps. 146 [145], 9). Grita a Dios pidiendo ayuda y misericordia. Dios la oye. Oye los gritos del cuervo pequeño lo mismo que el grito de la sangre de Abel. La contradictoriedad introducida en la creación por el pecado del hombre se convierte, del modo que acabamos de describir, en enemistad contra el hombre mismo. La naturaleza ya no sirve al hombre, señor suyo, con entrega evidente, porque no lo ve ya como señor de modo evidente y auténtico. Está llena de resistencia contra su trabajo y con frecuencia lo condena al fracaso. El mundo está lleno de crueldad e inquietud, lleno de perfidia y absurdos, lleno de mentiras y engaños. Los antiguos cuentos de los malos espíritus del bosque y del aire, que encantan y hacen daño a los hombres, ma-nifiestan una oscura conciencia de esta primitiva fatalidad.

También Cristo ve en el estado de guerra entre el hombre y la creación, en las destrucciones del cosmos y en el crecimiento de la cizaña la obra del pecado humano (Mt. 13, 25-30; Mc. 4, 39). Quien con más claridad ha descrito la relación entre el destino del cosmos y la decisión del hombre es el Apóstol San Pablo. Escribe a los Ro-manos (/Rm/08/18-22): “Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha

de manifestarse en nosotros; porque el continuo anhelar de las cria-turas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la glo-ria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto.”

CREACION/CADUCIDAD: Cuando San Pablo dice “sabemos” alude a que la corrupción in-

troducida en el cosmos por el pecado es un hecho bien conocido y reconocido. La criatura está sometida a un oscuro destino por una voluntad extraña, por la voluntad del hombre. El es el responsable. Lo ocurrido a la creación por el comportamiento pecador del hombre, es el destino de la caducidad. Esto no significa -ya lo hemos acen-tuado, pero hay que decirlo de nuevo para que se mantengan lejos del paraíso todas las ideas fantásticas- que antes del primer pecado no existiera la muerte en toda la creación de Dios. Sólo al hombre le fue prometida la libertad de la muerte, pero no al resto de la crea-ción, que estaba, por tanto, sometida a la ley de la muerte. Pero la muerte tenía otra significación. Era el modo en que una cosa servía con evidente entrega a otra hasta la destrucción de su propio ser y vida. Por el pecado, en cambio, se introdujo en la creación la muer-te, que es una imagen del pecado, que, por tanto, es absurda para el hombre superficial que no tiene en cuenta el pecado (/Rm/05/12). Esta muerte impera en la naturaleza como una ley omnipresente. La caducidad es representativa para la creación. A cualquier parte que se mire se encuentra caducidad y corrupción. La creación ofrece el aspecto de la melancolía. También lo bello morirá (Schiller). La crea-ción no puede representar simbólicamente la futura vida de gloria.

La creación, corrompida por el pecado, tiene que servir a la debili-dad y caducidad a consecuencia del pecado humano. No es imagen

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de la vida imperecedera ni es capaz de dar al hombre vida inmortal. Sólo puede producir vida mortal. En todas las obras humanas he-chas con material del cosmos está metida la muerte. También las obras amenazadas de caducidad, y al fin continuamente presas de ella, tienen que ser robadas a la naturaleza con los esfuerzos del hombre. La naturaleza presta incluso su servicio mortal contra su voluntad. Por eso al hombre que mira hacia la naturaleza y vive en ella le sale desde todas partes al paso la nada que amenaza arrastrar de nuevo a su abismo las cosas creadas por Dios. Quien se abandona exclusivamente a la dirección de la naturaleza está, por tanto, en peligro de caer en el nihilismo. Algún día la creación se levantará por mandato de Dios contra los hombres y completará su servicio de muerte en la aniquilación a que será entregada por su ateísmo (Apoc. 6; 8; 9; 11; 15; 16). Sin embargo, el destino de muerte no es el destino definitivo de la naturaleza. Lo soporta con repugnancia y hace muchos esfuerzos para liberarse de él. Conti-nuamente trata de alcanzar su figura definitiva. Todo su florecer y madurar, todos sus desarrollos en el transcurso de su propia his-toria son ensayos continuamente emprendidos de formar en sí el modo de ser que dé solución a la maldición que pesa sobre ella. Todas las empresas culturales humanas son también ensayos de la figura definitiva de la tierra. No pueden alcanzar en definitiva los que desearían alcanzar; sólo tienen significación transitoria, pero incluso así tienen gran importancia. Son imágenes de la figura del cosmos que Dios mismo creará. La tierra y todo esfuerzo por ella tienen, por tanto, carácter escatológico. Desde el momento de su creación, fue destinada la tierra a su plenitud como a su fin. Como la historia y el cosmos están orientados a esa figura de la tierra, ni el hombre ni la naturaleza pueden ahorrarse a pesar del continuo fracaso los intentos de dar a la creación su figura definitiva. Esto es lo que quiere decir San Pablo cuando habla de que la naturaleza gime por su salvación

3. Cristo y la plenitud de la naturalezaSin embargo, aunque al hombre no le es posible liberarse por

sus propias fuerzas de su perdición, tampoco la naturaleza logrará librarse de su caducidad por sus propias fuerzas. A pesar de todo, sus esfuerzos no son absurdos ni desesperados intentos. También a ella se le ha prometido que algún día logrará librarse de la cadu-cidad, no como resultado de su evolución inmanente, sino como re-galo de Dios. La creación será librada de la corrupción también por Cristo. San Pablo llama gemido a la ordenación hacia este estado. Del mismo modo que la naturaleza fue incorporada a la historia del pecado humano, también ha sido incorporada a la historia de la sal-vación humana. La criatura alcanzará su fin por medio del hombre. Cuando la historia humana alcance su meta, llegará a su fin también todo el mundo material. La relación entre el destino de la creación y la época de la salvación humana iniciada por Cristo se hace com-prensible si pensamos que Cristo es el centro de la creación. Lo que antes dijimos de la significación del hombre en cuanto culminación de la obra creadora de Dios, logra su pleno sentido y su verdad com-pleta, si consideramos a Cristo como compendio de todo lo humano. Si el hombre es cabeza y señor de la creación, ello vale de Cristo en el sentido más pleno.

Pues, en primer lugar, Cristo es el logos (/Jn/01/01ss.), el Verbo eterno del Padre, por el que fue creado el mundo. La significación creadora y conservadora del logos implica dos cosas: primero, el lo-gos es el poder creador por el que Dios llama al mundo a la existen-cia y lo conserva en ella. Es en cierto modo el poder existencial del cosmos. Además, en el logos están configuradas y compendiadas las ideas divinas sobre el mundo, de forma que el mundo es la mani-festación del logos. El mundo está, por tanto, referido al logos en su esencia y en su existencia, en su ser y en su facticidad. Sin embar-go, la relación del mundo a Cristo tiene otro aspecto; le compete por haberse encarnado. San Pablo escribe a los Colosenses (1, 13-17):

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“El Padre nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados; que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en El fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por El y para El. El es antes que todo y todo subsiste en El.” En la Epístola a los Hebreos se dice (1, 1-3): “Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; úl-timamente, en estos días, nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo; y que siendo el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia, y El que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad en las alturas”.

ENC/CREACIÓN: Habría que interpretar estos textos de la manera siguiente: lo mis-

mo si el Hijo de Dios sólo hubiera querido hacerse hombre en un mundo caído en pecado para redimirlo, que si hubiera querido ha-cerse hombre también en un mundo que no conociera el pecado, la encarnación sería de todas las formas la coronación de todas las obras de Dios, porque Dios, en el orden real, quiso la encarnación de su Hijo desde la eternidad. Muchas palabras habló Dios al mun-do. La encarnación es la última y más luminosa palabra que ha pro-nunciado dentro de la historia humana y de todo el cosmos. Todas las palabras anteriores que el Padre había dicho en la revelación natural o sobrenatural, fueron recapituladas y explicadas en Cristo como en un epílogo. Todas fueron habladas por esta palabra final. Todas las anteriores palabras fueron pronunciadas en el mundo por el Padre y a través del Hijo en el Espíritu Santo. Como todas estaban orientadas a la palabra final, no habrían sido pronunciadas si esta palabra final hubiera quedado callada. Todas las cosas y también

nosotros tenemos la existencia por Nuestro Señor Jesucristo y para El (/1Co/08/06). El hecho de que existamos tiene su razón en Cristo porque nosotros existimos como los llamados por Cristo a la salvación y santificación. Por El y para El existe todo el cosmos. ·Scheeben (J/CENTRO) ve bien estas relaciones cuando dice: “Como el sol en me-dio de los planetas, así está Cristo en medio de las criaturas como co-razón de la creación, del que fluyen luz, vida y movimiento a todos los miembros del mismo, y hacia el que gravitan todos, para descansar en Dios en El y por El. A primera vista y en la vida práctica vemos el sol como una fuente de energía para bien de la tierra, y también solemos comprender a Cristo como liberador y auxiliador enviado por Dios, como nuestro Jesús de quien tenemos que esperar todas las cosas. Pero lo mismo que a lo largo del tiempo la ciencia ha demostrado que no es la tierra la que atrae al sol, sino el sol a la tierra, la teología cien-tífica tiene que penetrar para comprender a Cristo en toda su signifi-cación hasta considerarlo como centro de gravedad de todo el orden del universo” (Die Mysterien des Christentums, edit. por Josef Hofer, Freiburg 1941, 371). En el mismo sentido llama San Pablo a Cristo segundo Adán (/1Co/15/45). Lo mismo que la vida del primer Adán fue decisiva para el destino de la creación, lo fue también la vida del segundo Adán. La rebelión del primer Adán fue una catástrofe para el cosmos y la obediencia del segundo iba a traer salvación al universo. Cristo tuvo significación no sólo panhistórica, sino también pancósmi-ca. Cristo pone un nuevo comienzo a la humanidad y al cosmos.

Este nuevo comienzo fue fundado por El sobre todo con su muer-te y su resurrección. Por la muerte y resurrección fue transformada la creación de Dios. Del mismo modo que la creación tuvo que tomar parte en la perdición del hombre causada por el pecado, pudo tener parte en el nuevo modo de existencia creado por la muerte y resu-rrección. La nueva situación del mundo está, por tanto, caracteriza-da por la muerte y la resurrección. Estos dos acontecimientos sellan todos los sucesos del mundo.

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CZ/CREACION: Por una parte, por la caída de Cristo ocurrida en la muerte se confir-

ma la caducidad del mundo en grado sumo. Si el mismo Hijo de Dios entrado en la historia humana, y que en su núcleo personal más íntimo no tenía ninguna parte en la muerte, se sometió al destino de muerte en la naturaleza humana asumida por El, que estaba formada de la materia de la tierra caída en maldición, la creación no puede tener ninguna esperanza de sustraerse al destino de la muerte. Por la Cruz fue confirmado de nuevo su destino de muerte, que reveló en la Cruz de Cristo su última validez y su ineludible seriedad. Desde la Cruz de Cristo se subraya la caducidad del mundo. Desde que fue levantada en el mundo la Cruz de Cristo, la caducidad del mundo se manifiesta como propiedad esencial mucho más aún que antes. La Cruz de Cris-to es el centro del mundo que atrae hacia sí a todo el cosmos parte a parte. Expresión de esta situación son todas las catástrofes. En la destrucción de ciudades y casas, en la catástrofe de países y reinos se revela continuamente que el cosmos está bajo la ley de la Cruz. El moribundo cuerpo de Cristo se dibuja en la destrucción a que han sido condenadas las cosas de este mundo. La Cruz de Cristo confirma, por tanto, con claridad definitiva, que todos los intentos del cosmos para alcanzar su figura definitiva con sus fuerzas inmanentes tienen que estar en definitiva condenados al fracaso. El cosmos existe en estado de decadencia. Es una realidad en demolición.

CIELO-NUEVO: Sin embargo, lo mismo que la muerte de Cristo fue para El un paso

hacia la vida imperecedera, cualquier caída y destrucción en el cos-mos es también un paso hacia una nueva forma de existencia. Porque el cosmos participa en la muerte de Cristo y participa también, por ser Cristo su cabeza, en la vida gloriosa de Cristo. Esta participación ocu-rrirá en su forma definitiva en el futuro, en el nuevo eón desarrollado al fin de la historia. Entonces alcanzará el cosmos su modo de existen-cia definitiva intentado por él mismo en esfuerzos siempre repetidos,

pero fracasados. Lo llamamos cielo nuevo y tierra nueva.Esta forma de existencia definitiva dada por Dios al fin de los tiem-

pos le ha sido infundida al cosmos ocultamente desde el momento de la resurrección de Cristo. Al cosmos le han sido dadas en cierto modo, fuerzas de resurrección. Está traspasado por la vida gloriosa de Cristo. Los Padres de la Iglesia expresan a veces la idea de que en la resurrección de Cristo resucitaron no sólo los hombres, sino también las cosas e incluso todo el cosmos, es decir que la cadu-cidad y la muerte fueron superadas desde la raíz Dice por ejemplo ·Ambrosio-SAN: “En El (Cristo) resucitó el mundo, en El resucitó el cielo, en El resucitó la tierra” (De excessu fratris Satyri I. II = De fide resurrectionis). Por Cristo se hizo una nueva creación (2 Cor. 5, 17; Gal. 6, 15). El es el primogénito de la creación (Col. 1, 15). ES/FUERZA-VITAL: Las fuerzas de resurrección y transformación infundidas en el mundo desarrollan actividad viva desde la venida del Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo, que es el aliento amoroso que va del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, se hizo presente en la comunidad de los cristianos, y, a través de ella en todo el cosmos, el amor creador que flotaba sobre las aguas al comienzo de la crea-ción y configuró el caos en cosmos (Gen. 1, 2), que formó el cuerpo del logos encarnado, que lo consagró para el sacrificio de la Cruz, que lo resucitó de entre los muertos y le dio vida gloriosa y mortal. El Espíritu Santo apareció en todos estos procesos como fuerza vital inagotable y todopoderosa y como poder ordenador. Cuando el Pa-dre lo hizo descender sobre el cuerpo muerto de Cristo éste revivió y fue penetrado por el Espíritu divino de forma que alcanzó existen-cia inmortal. De la naturaleza humana glorificada del Señor fluye el Espíritu, según la voluntad del Padre el día de Pentecostés hasta la tierra para transformarla a imagen del resucitado. Desde enton-ces actúa el Espíritu Santo, el Espíritu del amor, de la vida y de la alegría, en la configuración de la tierra. En la liturgia es comparado al fuego. Su actividad tiende de hecho a abrasar en el fuego de su

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amor las actuales formas del mundo en que se revelan la caducidad, la insuficiencia, la indigencia del mundo, a la que son inherentes las lágrimas y gemidos de los hombres, y a crear una existencia de inmortalidad y alegría; el Espíritu Santo hace muchos intentos para crear esta nueva forma de existencia antes de darle su figura defi-nitiva. La palabra de la predicación, en la que hace oír el amor de Dios, los signos de los sacramentos, en los que se hace visible su amor son comienzos continuamente repetidos. Incluso de cualquier ensayo consentido de configurar el mundo, desde la transformación de la materia en comida humana hasta las obras supremas del arte, podemos decir que están de algún modo bajo la influencia transfor-madora del Espíritu Santo. En todas estas configuraciones y figu-ras actúa con diverso poder el Espíritu Santo, que dará al mundo su figura definitiva cuando suene la hora determinada por el Padre. Entonces al golpe de su verdad y de su amor perderá el mundo su figura actual y alcanzará la figura nueva pensada desde el principio, anhelada a través de los siglos y emprendida repetidas veces, aun-que no lograda. Estará caracterizada por el hecho de ser causada por el Espíritu Santo, espíritu de amor y de alegría. La figura y orden definitivos del mundo serán por tanto una figura y un orden del amor. En ellos imperarán el amor y la verdad. Será por tanto lugar y mani-festación del pleno reino de Dios.

La transformación de la creación fue profetizada en el AT. En Isaías (65, 17) se dice: “Porque voy a crear cielos nuevos y una tierra nue-va, y ya no se recordará lo pasado y ya no habrá de ello memoria.” “Porque así como subsistirán ante mí los cielos nuevos y la tierra nueva que voy a crear, dice Yavé, así subsistirá vuestra progenie y vuestro nombre” (Is. 66, 22). El nuevo estado del mundo iniciado por Cristo fue simbolizado, como antes dijimos, por algunos sucesos de su vida terrena. Cuando convirtió el agua en vino, o con unos pocos panes calmó el hambre de millares, o apaciguó la tormenta, o cami-nó sobre el mar, o hizo caer la presa en las redes de los discípulos

en la pesca milagrosa, se trataba de signos expresos del estado en que el mundo ya no será opuesto al hombre, sino que se entregará servicial a él como a su señor. Lo que hizo Cristo durante su vida te-rrena en algunos lugares de la tierra, lo hizo radicalmente para todo el cosmos en su muerte y en su resurrección, aunque al principio solo ocultamente. Pero la transformación oculta del mundo se hará algún día visible. Se revelará al fin de la historia cuando todo el mun-do se transforme. Actúa ya en la figura del mundo del eón presente cuantas veces se realiza un sacramento, sobre todo en la Eucaris-tía. La transformación que ocurre en ella anticipa en cierto modo la futura transformación universal. La transformación implica la caída de todas las formas actuales de existencia de este mundo. En esta catástrofe final se compendian todas las desgracias y catástrofes particulares del eón presente. En la transformación de la creación a ella unida se resumen también todas las transformaciones parciales anteriores y son llevadas a su fin ultimo.

Cuando Cristo profetiza en su discurso del juicio la catástrofe fi-nal, promete a la vez un cielo nuevo y una tierra nueva. La relación entre la caída y la nueva configuración se expresa claramente en la segunda Epístola de San Pedro. En ella se dice (2P/03/10-13): “Pero vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasados, se disolverán, y asimismo la tierra con las obras que en ella hay. Pues si todo de este modo ha de disolverse, ¿cuáles debéis ser vosotros en vuestra santa conver-sación y en vuestra piedad, en la expectación de la llegada del día de Dios, cuando los cielos, abrasados, se disolverán y los elementos en llamas se derretirán? Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia.” Según el Apo-calipsis de San Juan, el cielo y la tierra huyen (Apoc. 20, 11). Huyen al abismo, que para ellos es una caída creadora. Su actual forma de existencia desaparece de forma que San Juan no puede verlos ya en el nuevo eón. Desaparece todo lo que pertenece al actual modo de

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existir del cielo y de la tierra. Cuando San Juan usa las palabras cielo nuevo y tierra nueva, significa con ello toda la creación. La creación causada por la acción de Dios, según el primer capítulo del Génesis, serán transformadas al final de la Historia. Cielo y tierra tienden, des-de el primer momento de su existencia hacia ese estado definitivo. A través de todos los acontecimientos de la historia, a través de todos los sucesos del mundo, la creación camina desde su primera hora ha-cia esa figura final. Será alcanzada cuando Cristo vuelva a entregar al Padre la creación que se la había huido en cierto modo por el pecado del hombre. Al final de los tiempos Cristo volverá a poner en manos del Padre el mundo, que es su propiedad y herencia. Durante su vida terrena, durante todo el transcurso de la historia humana se entregó a si mismo y por tanto el mundo unido y perteneciente a El, al Padre. Esta entrega alcanza su plenitud cuando El sale de su ocultamiento y cumple su propia obra (l Cor. 15; 24-28).

Dentro de la historia Cristo cumple su función transformadora del mundo por medio de los hombres, sobre todo por medio de los hom-bres unidos a El en la fe, esperanza y caridad. Todo lo que los hom-bres hacen por la configuración del mundo con esfuerzo y amor, sea en lo político, en lo económico, en lo social, en lo científico o cultural, es, según su sentido último, acción de Cristo por medio de los hom-bres. Sólo está en contradicción con la actividad de Cristo lo que se omite por pereza o se echa a perder con odio y orgullo. Cierto que los esfuerzos transfiguradores del hombre no pueden producir ja-más la figura definitiva; sólo puede hacerlo Dios creador; pero tales esfuerzos tienen significación precursora. No desaparecerán en el cielo nuevo y en la tierra nueva, sino que allí serán sublimados en el doble sentido de que pasará sus formas intrahistóricas y de que entrará en la figura definitiva del mundo un contenido permanente. El cielo nuevo y la tierra nueva son por tanto sellados por los esfuer-zos humanos a favor de la creación, y ello en doble sentido: por una parte, el contenido objetivo de lo creado por el hombre pervivirá por

toda la eternidad en el cielo nuevo y tierra nueva con figuras apro-piadas; además, el nuevo cielo y la tierra nueva resplandecerán del amor que el hombre dedicó a la creación. Todo lo que el hombre hace dentro de la historia tiene, por tanto, un aspecto perecedero y temporal y otro inmortal. De nuevo se ve aquí que el mundo es escatológico tanto en sus figuras objetivas como en los esfuerzos humanos subjetivos en él ocurridos. Todo lo que nace en la creación y todo lo hecho por el hombre tiene carácter escatológico.

4. Transfiguración de la creaciónMediante la entrega del mundo al Padre éste alcanza la forma de

existencia que Cristo alcanzó como modelo en su glorificación, la forma de existencia de la transfiguración. Se puede caracterizar de modo semejante a como es caracterizado el cuerpo glorificado de Cristo o los cuerpos de los resucitados. Isidoro de Sevilla (De ordine creaturarum, Cap. 11, n.° 6 ; PL 83, 943) explica: “Para los nuevos cuerpos será creada una tierra nueva, es decir, el ser de nuestra tierra será transformado; pasará a un estado espiritual y después no estará sometida a cambio alguno.” El mundo así transformado tendrá persistencia, fuerza y belleza. Será configurado a imagen del cuerpo glorificado de Cristo. El cuerpo de Cristo sella toda la crea-ción. Como antes hemos visto, el mundo lleva la imagen del hombre. Si Cristo resume y eleva lo humano, la mirada de hombre que nos contempla desde el mundo se convierte en mirada de Cristo. Sin embargo, mientras dura la historia terrena sólo es perceptible para los creyentes. Cuando el mundo tenga su modo definitivo de existen-cia, la mirada de Cristo glorificado acuñará todo el cosmos de forma que pueda ser vista por todos los habitantes de la nueva Jerusalén celestial. Como el cuerpo glorificado de Cristo está penetrado de la luz y fuego de la verdad y del amor al Padre, el cosmos configurado a su imagen estará también lleno de la luz y fuego de la verdad y amor del Padre. De todas las partes del mundo glorificado saldrá al encuentro la mirada de la verdad y amor personales. Dios será todo

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en todas las cosas (I Cor. I5, 28). El mundo glorificado no carecerá, como hemos visto, de los valores que le pertenecieron en otro tiem-po. Es atestiguado por el Apocalipsis de San Juan. Esto significa el hecho de que sean conservados en el cielo nuevo y en la tierra nue-va todos los tesoros del Poderoso (Apoc. 21 24). Se expresa esto especialmente en la metáfora de las piedras preciosas de las que está edificada la futura ciudad celestial Aunque, como hemos visto, la visión de la Jerusalén celeste tiene que ser primariamente referida a la nueva humanidad, también debe ser entendida del cielo y de la tierra transformados.

La fe en el cielo nuevo y en la tierra nueva es una confesión de la máxima dignidad de la materia. La materia será puesta algún día en un estado capaz de dar expresión no sólo al espíritu humano sino también al espíritu divino. Esto será lo que le dé su máxima digni-dad y belleza. Quien espera a este estado del cosmos puede rezar: Que pase la figura de este mundo (Apoc. 21, 1). En boca de quien tiene tal esperanza tal oración no es una palabra de desprecio al mundo, sino del amor más íntimo y poderoso al mundo. Quien reza así conoce un orden en el que el mundo está libre del peso de la ca-ducidad y existe en pura perfección. Comparada con tal esperanza, la concepción materialista del mundo, que no conoce más que la materia y sus leyes, se manifiesta como una desesperada visión del mundo. Aunque el hombre que piensa así del mundo se entregue a él con todas las fibras de su corazón, no logrará liberar al mundo y a su propia vida del poder omnipotente de la muerte. En definitiva, ha apostado por nada. Pero también la huida espiritualista del mundo está en contradicción con la esperanza del cristiano, ya que ésta se refiere a la corporalidad. La salvación en que cree el cristiano es, en su última figura todo-abarcadora, el cielo y la tierra transfigura-dos, sobre los que se reúne la humanidad salvada en torno a Cristo glorificado y canta al Padre en el Espíritu Santo su eterno himno de alabanza y de acción de gracias. Aparte de éste no hay ningún

otro camino. El tiempo se detendrá. El mundo y la historia habrán llegado para siempre y definitivamente a su meta. Este estado del mundo no significa un reposo eterno del que haya que temer hastío y aburrimiento. Pues la luz y fuego de Dios fluyen en eterna corriente por todas las venas de la naturaleza hasta los hombres glorificados. Estos acogen en sí el esplendor y la gloria de Dios en un proceso continuado. En el cielo nuevo y en la tierra nueva hay por tanto un continuo acontecer de la máxima intensidad. Como la fuerza del es-plendor y fuego divinos tienen una intensidad ante la cual todos los acontecimientos del mundo, incluso los astronómicos, no son más que lejanos rumores, el dinamismo futuro del mundo que se nos ha prometido trasciende todas las imágenes que podemos tener por la experiencia. Podemos suponer que la luz y fuego divinos traspasa-rán con más intensidad cada vez la creación transformada, de forma que la humanidad que vive en tal creación pueda comer y beber cada vez con más claridad y energía la misma gloria de Dios que se manifiesta en el mundo transformado.

Entonces alcanzará su máxima plenitud el sentido de todas las obras de Dios. Mientras que en el presente eón el mundo vela mu-chas veces la gloria de Dios, entonces brillará por el esplendor de esa gloria. Será un perfecto espejo de Dios y la forma máxima de la revelación divina. Entonces alcanzará su plena validez el valor que Dios concedió a la obra de su creación. La creación se revelará como buena e incluso como muy buena (Gen. 1, 1-26).

Este estado será la forma final del reino de Dios, si el reino de Dios consiste en la imposición de su señorío en este mundo, el cielo nuevo y la tierra nueva son la máxima realización de tal reino dentro de las posibilidades de la creación. Cierto que tampoco el cielo nue-vo y la tierra nueva serán representación exhaustiva de la gloria de Dios; es imposible para la criatura; expresar la gloria de Dios Padre exhaustivamente sólo le es posible al Hijo, porque tiene el mismo ser y vida que el Padre. Pero la creación transformada expresa la

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gloria de Dios del modo supremo concedido por Dios a las criaturas. El cielo nuevo y la tierra nueva se integran así en un cántico todo-abarcador de alabanza a Dios.

Schell describe así la vida del futuro eón: “Cuando haya entrado el número perfecto de los elegidos en la contemplación de Dios, cuando el cuerpo de Cristo haya alcanzado la edad perfecta de la Cabeza, cuando la naturaleza transformada se haya desposado con el Espíritu lleno de Dios en viva alianza de paz y para toda la eterni-dad; cuando la muerte y el pecado hayan sido vencidos y Dios sea todo en todas las cosas, toda la comunidad de los bienaventurados ángeles y hombres, del mundo de los espíritus y de los cuerpos, cantará unánime y llena de animación, inflamada de Dios, el salmo de acción de gracias en que toda virtud, todo mérito y todo carácter es un acorde; todo talento, todo arte y toda ciencia, una palabra; todo estado, todo destino, todo orden, un sonido; todo pueblo, toda época y todo el mundo, un tono: y todos juntos un canto animado de alabanza en honor del misericordioso, que sale al encuentro desde el pasado y el futuro al asombrado espíritu, un canto de alabanza tan potente como el mundo de Dios, tan rico como eI tiempo y la eternidad, y tan íntimo como el amor divino: un salmo en el que la Palabra infinita resuena con el fuego y energía deI Espíritu Santo de cielo a cielo, de generación en generación, de eternidad en eterni-dad (Apoc. 4, 8). Santo, Santo, Santo, es Dios el Señor, Todopode-roso que existía, que existe y que viene. Aleluya.”

SCHMAUS, Teología dogmática VII, Los Novísimos, RIALP. Madrid 1961, pág. 292-310

A IMAGEN Y SEMEJANZA

1.Una de las consecuencias de la semejanza divina del hombre

es, según la narración bíblica, su posición de soberanía dentro del mundo. El hombre es imagen y semejanza de Dios, y por eso es el apoderado de Dios sobre la tierra. La Sagrada Escritura dice: ver Gn 1, 24-29. a) De este texto se deduce que Dios no ha dado al mundo su forma

definitiva. Dios ha entregado al hombre su obra para que la con-tinuase. El hombre ha de continuar lo que Dios ha comenzado. Dios ha manifestado que tiene gran confianza en el hombre al encomendarle la misión de completar su obra. El hombre es res-ponsable del estado en que pueda encontrarse el mundo.

b) El hombre ha sido nombrado por Dios señor del mundo. El hombre es señor del mundo. Dios le manda que viva como señor y dueño del mundo. Dios ha encargado al hombre la misión de someter la tierra a su servicio. La tierra ha sido creada para el hombre (Is. 2, 45, 1). La tierra ha de concederle lo que necesita para su vida. Al espíritu ha de revelarle la gloria de Dios. El hombre está destina-do a recibir esta revelación y a tomar parte con su voz, con sus palabras en el mudo himno de alabanza de la creación. El hom-bre ha de reconocer las grandes obras de Dios en la creación y ha de alabarle a causa de ellas (30 y 105). En lo que concierne al

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cuerpo, la tierra ha de darle lo que necesita para comer, vestirse y habitar. Según la voluntad de Dios, el hombre no ha de sufrir las penalidades del hambre, de la desnudez y de la falta de albergue. El hombre ha de cultivar la tierra, para que pueda extenderse por ella. Una de las presuposiciones de la procreación, ordenada por Dios, es el cultivo del suelo. El suelo ha de producir lo que el hom-bre necesita para vivir y procrearse.

Cuando el hombre cultiva la tierra, le comunica su propia imagen. Lo mismo que el hombre lleva el signo de Dios, así también la tierra lleva el signo del hombre, su señor. El cultivo de la tierra es obediencia al mandato divino. El hombre debe cumplir su misión terrena en una actitud de consciente obediencia. El hombre no es propietario de la tierra, sino su administrador. El propietario es siempre Dios. El hombre no puede hacer lo que quiera en el mundo. Antes bien, es responsable ante Dios. El hombre es al mismo tiempo homo faber y homo orans. Qué es homo faber, lo atestigua, por ejemplo, Job 28, o Gen. 4, 17-22. No puede ser lo uno sin lo otro. La primacía la tiene su calidad de homo orans. H/FABER: El libro de la Sabiduría describe la conexión entre homo faber y homo orans /Sb/09/01-12:

c) Como quiera que según la voluntad de Dios el hombre ha de ser señor de la tierra, el estado en que ésta es señora del hombre no es solamente una desgracia sino también una culpa. Dios quiere que el hombre sea libre y no esclavo. Dios ama la libertad y re-chaza la esclavitud. La servidumbre del hombre; sea el señor el estado, la máquina, el dinero o cualquiera otra cosa, está en con-tradicción con la voluntad de Dios y es, por consiguiente, signo y expresión del pecado.

d) Cuando los hombres se apartaron de Dios, queriendo ser homo faber y no homo orans, comenzó un desarrollo a lo largo del cual el hombre ha ido convirtiéndose en esclavo de la tierra, cuyo se-

ñor había de ser según la voluntad de Dios. Cristo ha comenzado la obra de la liberación, que quedará terminada cuando aparez-can la tierra y el cielo nuevos. Además, Cristo ha asumido la ser-vidumbre provocada por el pecado, pues quería soportar y tolerar el destino total del hombre. Ha sufrido, pues, hambre, desnudez y falta de albergue, penalidades que según el plan primitivo de la creación no habían de afectar al hombre. De este modo Cristo ha quebrantado el poder del pecado. En la resurrección ha quedado libre de toda clase de servidumbre. Cristo es el Kyrios, el Señor a quien sirve el mundo entero. A la falta de albergue ha sucedido la seguridad de la existencia; al hambre, la plenitud de la vida; a la desnudez, la gloria de Dios. Cristo se ha revelado como rey. Hacia este estado final caminan todos los que se dejan guiar por Cristo. En sus milagrosas obras nos ha mostrado el futuro, un futuro en el cual el mundo entero servirá al hombre y en el que éste será el Señor del mundo. Tales obras son: la multiplicación de los panes, la conversión del agua en vino, al caminar sobre el mar, y también la promesa de moradas celestiales.

e) De este modo, la estructuración del mundo encomendada al hom-bre por Dios hace referencia al perfeccionamiento final del mundo. El cultivo de la tierra, entre el comienzo y el fin de los tiempos, es un comienzo de la figura definitiva del mundo que Dios producirá cuando haya llegado la hora señalada para ello.

f) La semejanza de Dios se ha de manifestar en la actividad, en la participación en la actividad creadora de Dios. El predicado de “muy bueno”, que caracteriza las obras de Dios, puede aplicarse también a las del hombre, en cuanto que son participación en la actividad creadora de Dios. “De este modo se encomienda a to-dos los hombres una misión común, proclamada por un dictado divino: la sumisión de la tierra y el dominio sobre todas sus cria-turas. Con razón se ha observado que este pequeño número de palabras encierra todo un programa para la historia cultural del

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género humano. Este programa es tanto más valioso cuanto que no excluye el valor moral del trabajo humano. Porque la reparti-ción de la actividad creadora entre todos los días de la semana, exceptuando un sólo día de descanso (Gen. 2, 1-3), que desde ahora en adelante había de ser orden permanente, expresa que el hombre no existe para disfrutar sin preocupación alguna los placeres que puede ofrecer el mundo, como se dice en innume-rables mitos de la humanidad primitiva sino, que ha de desarrollar sus capacidades y fuerzas trabajando debidamente, para de este modo llegar a poseer una imagen de la actividad creadora divina y de la correspondiente alegría” (Eichhordt, 1. c. II, 64 y sigs).Tenemos, pues, que según la sagrada Escritura, el trabajo es una

misión divina encomendada al hombre, no una maldición ni una des-honrante ocupación de esclavos, como era considerado por la Anti-güedad. No obstante, es cierto que las penalidades y la infertilidad del trabajo se derivan del pecado. El día de descanso evita que el hombre sea completamente acaparado, absorbido y consumido por el trabajo, y le conserva la libertad de poder alegrarse de su obra, si-guiendo el ejemplo de Dios. También en lo que concierne al trabajo, el hombre ha de ser señor y no esclavo. Dios mismo ha implantado en el corazón del hombre un sentimiento de orgullo, que nace de su parentesco divino, y sentimientos de humildad inspirados por la de-pendencia en que se halla con respecto a la tierra, como lo demues-tra la oración que contiene el salmo octavo arriba citado.

Otra de las consecuencias que se derivan del parentesco divino, la principal de todas consiste en la posibilidad de ser llamado por Dios y de responder a la llamada divina. El hombre está obligado a percibir la palabra de Dios, a aceptarla y a obedecerla. Dios se acuerda y cuida del hombre (Ps. 8, 5; Ecle. 17, 8; Act. 1, 24). Al crear al hombre, Dios se ha creado un “tú” humano y se ha convertido en último “tú” del hombre. Quiere entrar en conversación con el hom-bre, y éste está obligado a conversar con Dios. La peculiaridad más

esencial del hombre, la que le distingue de todas las otras criaturas, es la capacidad de poder hablar con Dios. No hay animal alguno que pueda hablar con Dios. En cuanto que es homo orans, el hombre es una criatura de singular importancia y el centro de la Creación. Su destino consiste en hablar con Dios, ensalzando la gloria divina y su resplandor en la Creación y dando gracias a Dios por ello.Schmaus, Teología dogmática II, Dios Creador, Rialp. Madrid 1959. Págs. 308-312

2.Sólo hay una verdadera comprensión del hombre, cuando el hom-

bre no intenta entenderse exclusivamente desde sí mismo, sino que permite que Dios le diga qué es y quién es.Schmaus, Teología dogmática VII, Los Novísimos, Rialp. Madrid 1961. Pág. 40

3. Nietzsche y Kierkegaard

Contra la desvalorización hegeliana del individuo a favor de la to-talidad hicieron frente, durante el siglo XIX sobre todo, Nietzsche y Kierkegaard. El uno intentó dar su dignidad al individuo abriéndole el camino hacia el superhombre, cierto que situándolo a la vez ante la

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nada, el otro, llevándolo ante la presencia de Dios. La acentuación del individuo parece a primera vista ser favorable al conocimiento de la historicidad del hombre. Sin embargo, no tienen plena compren-sión de la historicidad humana, pues Nietzsche la desconoce total-mente, y Kierkegaard no le ve clara.

Esto no impide suponer que Nietzsche, como la mayoría de los filósofos importantes del siglo XIX, fue un escatologista encubier-to. La meta de su doctrina secularizada del último fin no se llama Dios ni Estado, ni cultura, sino superhombre. Toda la historia huma-na está al servicio de la evolución del superhombre. El superhom-bre es aquel que tiene ánimo y fuerza para romper todas las tablas anteriores por las que se haya orientado la humanidad y crearlas nuevas en todos los terrenos. Tienen validez porque el superhombre las crea. Da una nueva verdad. Es verdadero lo que él declara ver-dadero, y lo es porque él determina que lo sea. Es bueno lo que él declara bueno, y lo es porque él establece que es bueno. También en el terreno de lo histórico tiene validez lo que él declara histórico. Para sustraerse a la objeción de que la realidad histórica no está en manos del hombre, de que el hombre vuelve la vista a la historia como a un dato inmutable pero no puede producirla, Nietzsche in-troduce la doctrina del eterno retorno de las cosas. “Todo pasa, todo vuelve; eternas vueltas da la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer; eternamente se construye la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente se es fiel el anillo del ser.” “Tú enseñas -dicen los animales a Zaratustra- que hay un gran año del devenir, un enorme gran año: como un reloj de arena tiene que dar continuamente vueltas para que de nuevo se acumule y fluya... Y si quisieras morir, ahora también sabemos cómo te habla-rías a ti mismo: ahora muero y desaparezco y en el ahora soy una nada. Las almas son tan mortales como los cuerpos. Pero vuelve el nudo de las causas en que he sido devorado, que me volverá a crear.” Lo pasado retorna por tanto. Y así llega, aunque ha pasado,

a la mano del superhombre, y éste puede someterlo a su mandato. El pensamiento de Nietzsche es, por lo tanto, escatológico. Pero su escatología tiene una medida de mundanización que apenas puede ser superada. Pues la meta es el hombre individual, descrito de tal manera que en él se vuelven a encontrar muchos rasgos del ver-dadero Dios. Es una usurpación de Dios. Esta escatología, lograda en la cumbre de la secularización, es fundamentada por la doctrina del eterno retorno de las cosas. Al superhombre se le concede valor absoluto. Todo lo demás es radicalmente desestimado. En eterno círculo, en eterna repetición unísona, se mueven todas las cosas y los hombres hacia el superhombre o en torno suyo sin tener valor propio. Esta escatología es, por tanto, individualista y colectivista a la vez. Pero sobre todo es atea. En Nietzsche se ve manifiestamen-te que el hombre que se libera de Dios sólo puede sustraerse al sin sentido de la vida divinizándose a su semejanza y esclavizándose al Dios que él mismo se ha creado.

La idea del eterno retorno nos sale al paso también en el monismo filosófico del siglo XIX. En su matiz mecanicista supone un eterno retorno de la materia, y en su matiz biológico un eterno retorno de la vida celular (por ejemplo, L. A. Feurbach, Darwvin, Haeckel). La doctrina del eterno retorno significa en último término una renuncia al sentido definitivo de la historia.

También el teólogo protestante Kierkegaard proclamó el mensaje del valor del individuo, y no sólo, como Nietzsche, el valor de un in-dividuo, sino el de cada uno. La salvación de cada uno es el anhelo fundamental de Kierkegaard. Se logra decidiéndose incondicional-mente por Dios. Sólo en Dios se logra el hombre a sí mismo; quien pierde a Dios se pierde también a sí mismo. La mundanización, la divinización de lo indiferente es una de las muchas formas de deses-peración descritas por Kierkegaard. A pesar de la fuerte acentuación del individuo y del carácter decisivo de su acción, Kierkegaard no vio con claridad la historicidad del hombre. Por una parte, explica: “La

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dignidad eterna del hombre es, en efecto, su capacidad de adquirir una historia; lo divino de él es que, si quiere, puede dar hasta conti-nuidad a esta historia.” Por otra parte, parece que limita esta historia a la intimidad. En el interior del hombre ocurre la decisión a favor o en contra de Dios, a favor o en contra de sí mismo. Kierkegaard no quiere unir la decisión contra Dios; el pecado, con el pecado de Adán. El pecado del individuo no empieza al comienzo de la historia humana, sino en el individuo mismo. El pecado original no tiene, por tanto, significación fundamental para cada hombre. Cierto que se pue-de decir que la pecaminosidad del género humano tiene una historia en cuanto que el género humano no empieza en cada uno, sino que se continúa desde Adán a través de todas las generaciones. Pero los pecados y los pecadores no están unidos por una continuidad que los abarque. Cada hombre representa en su decisión por Dios o contra Dios un nuevo comienzo. Cada uno decide su destino como individuo, no como miembro de una serie. Más aún, el destino de cada uno está en la punta del momento en que ocurre la decisión. La decisión tiene que ser encontrada de nuevo a cada momento dentro de la situa-ción impuesta al hombre. Por rechazar la continuidad histórica, Kier-kegaard no llega a una plena comprensión del carácter histórico del cristianismo. Cierto que acentúa frente a la infravaloración hegeliana del individuo que Dios se reveló en Cristo en un punto de la historia, que la salvación se funda en la relación con el Cristo histórico. Pero su concepción es estático-puntual. No puede explicar cómo el indivi-duo puede unirse al Cristo histórico porque no hay ningún puente que conduzca desde el ahora al entonces. En lucha contra Hegel, acentuó unilateralmente el permanente carácter decisivo de la historia y pasó por alto la continuidad entre el entonces y el hoy.Schmaus, Teología dogmática VII, Los Novísimos, Rialp. Madrid 1961. Pág. 44-46

4. H/AGUSTINIANO

El «homo augustinianus» es un hombre profundamente inquieto, con un permanente desasosiego en el alma, que le lleva a exclamar: «nos has creado, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta volver a descansar en ti» (Confesiones 1,1); volcado hacia el interior, en su constante empeño por dar con la verdad que anhela su alma, convencido, como está, de que sólo en la interioridad, «en el hombre interior, reside la Verdad» (La verdadera religión 39,72; El Maestro 11,38); inquieto peregrino y buscador incansable de la verdad, a la que llega, de algún modo, a vislumbrar, pero nunca a alcanzar (Sermón 169,15,18). Esta situación anímica le impulsa a «buscar como buscan los que han de encontrar; y encontrar como encuentran los que han de seguir buscando. Porque se ha dicho que el hombre que llega al final, no hace más que empezar» (La Trinidad 1,1); humano: con la acogida, pródiga comprensión y tolerancia ha-cia los demás, que le produce la honda conciencia que tiene de «ser hombre, y no considerar nada de lo humano ajeno a él» (Carta 78,8; Sermón 233,2); fiel amigo y compañero de camino y de búsqueda de todos cuantos persiguen la verdad (Sermón 292,1; El Maestro 11,38), dispuesto siempre a dar y a servir; solidario con todos cuan-tos seres humanos caen dentro del radio de su acción, y precisan de su acogida y ayuda, pues, aparte de tener a todos los hombres por su «prójimo» (Comentarios a los Salmos 118,8,2; 25,2,2), es, además, experimentado sabedor de que «todos necesitamos de los demás, para ser nosotros mismos» H/DEPENDENCIA (Comenta-rios a los Salmos 125,13); comunitario, dispuesto a «anteponer las cosas comunes a las propias» (Regla 5,2), convencido de que «la comunión en los mismos ideales» (La Ciudad de Dios 19,24), y el trato amistoso entre todos los miembros del grupo, es el mejor me-

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dio y modo de encontrar la paz y felicidad social, ya que «la caridad/amistad crea la cohesión, la cohesión produce la unidad, y la unidad la comunidad» (Comentarios a los Salmos 30,2,1; Sermón 103,4). Naturalmente, en esa interrelación siempre hay que distinguir lo que es esencial o necesario en lo que hay que mantener siempre la uni-dad, de lo que es accesorio o discutible, campo donde debe reinar la libertad; libre, hasta el extremo de hacer de la misma necesidad un ejercicio de libertad, cuando se lo pide la responsabilidad, pues parte del principio de que «la verdadera libertad no consiste en ha-cer lo que nos da la gana, sino en hacer lo que tenemos que ha-cer, porque nos da la gana» (Sermón 344,4: LBT/QUE-ES); sincero, con la autenticidad que le pide el evangelio y su estrecha relación y compromiso con la Verdad, que le exige «armonizar las palabras con las obras» (Sermón 88,12; 166,2); esforzado, porque, aparte estar convencido de que «Dios sólo ayuda a quien se ayuda a sí mismo» (Cartas 147,2), y que «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (Sermón 169,11,13), sabe por propia experiencia que «por muy lejos que hayamos llegado, el ideal está siempre más allá» (Comen-tarios a los Salmos 38, 14), desprendido y generoso, persuadido, por propia y ajena experiencia, de que «no es más feliz el que más tiene, sino quien menos necesita» (Regla); equilibrado, portador de la mesura y armonía, que reporta a la persona la posesión de la sabiduría, esa virtud «medida del hombre, por la que el hombre se mantiene en equilibrio, sin intentar lo imposible, ni contentarse con lo insuficiente» (La vida feliz 4,43,34); trascendente, no sólo porque está intelectualmente convencido de que el origen de las cosas y el destino de los hombres es Dios, su Creador (La Trinidad 9,10,13; 12,14,23; 14,8,11), sino también porque, en su interior, está honda y permanentemente acuciado por la inquietud de sentirse separado de su Origen, al que se siente imperiosamente arrastrado como úni-co destino capaz de apaciguar su inquieto corazón.

Es evidente que el perfil aquí delineado apunta a la «imagen ideal»

o «arquetipo» de hombre agustiniano. Todos sabemos el gran trecho que siempre media entre el ideal y la realidad. Por eso, el paradigma de hombre agustiniano aquí perfilado, no indica otra cosa que la meta hacia la que deben dirigirse constantemente nuestros pasos y, por tanto, la tensión en que debe desarrollarse nuestra existencia como consecuencia de andar siempre persiguiendo unos objetivos tan altos, que pertenecen al mundo de la utopía. Sabemos, y el mismo Agus-tín lo dejó escrito, que «por muy lejos que hayamos llegado, el ideal está siempre más allá» (Comentarios a los Salmos 38,14). UTOPIA/NECESIDAD: Pero, para que no cunda el desaliento y se mantenga siempre tenso el arco del empeño, también hay que estar constante-mente recordando que sólo persiguiendo lo imposible es realizable lo posible. Se ha llegado a escribir que de no haber sido por el tirón de la utopía, el hombre seguiría llevando todavía una vida cavernícula.

Isaías Diez del Río, Religión y cultura, 198-99. Pág 472 s

5. H/ACEPTACIÓN-LÍMITES CREATURA/FINITUD:

Somos limitados. No somos in-finitos. En alguna parte acaba nuestra salud, habilidad, inteligencia... No siempre somos lúcidos sobre esta realidad. A veces tanteamos como los ciegos los bordes de nuestra persona, y llegamos a las áreas más oscuras y descono-cidas. Tal vez ahí inútilmente nos torturamos y deprimimos. Nuestra sed de infinito puede rebelarse contra las fronteras donde acaba nuestro territorio. Quisiéramos ensanchar nuestro territorio, mover las cercas que limitan nuestro yo como terratenientes insaciables.

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Pero ése es un camino equivocado. Sólo somos infinitos en el en-cuentro con el Infinito, no en la posesión de los amos. La plenitud no es una posesión mía, sino que reside en el encuentro que me acoge con los brazos abiertos y no me disuelve en el abrazo, sino que me llama por mi propio nombre para siempre.

Somos amados como somos, no como pensamos que debiéramos ser. Podemos sentir la mirada de Dios, que se posa con cariño sobre nosotros, como la sintió María en el canto del Magnificat (Lc 1,48) y como la sintió Jesús en el bautismo (Lc 3,22). De la misma manera sintieron muchos pecadores pobres, y enfermos la mirada de Jesús en Galilea. Esta experiencia de Dios, que nos acepta como somos, es el fundamento de nuestra aceptación. «Miró la pequeñez de su esclava» (Lc 1,48), nos dice María. Nos miramos también como somos, sin dejar que los límites se apoderen de toda nuestra persona, como una mancha de tinta que desde el borde se extiende por todo el papel. En este caso, el límite pequeño se iría adueñando de toda la persona en dinamismos de miedo y confusión. Pero tampoco lo ignoramos ni lo camuflamos, porque, sepultado en nuestra intimidad oscura, crecería y nos asaltaría a traición en muchos de nuestros comportamientos y decisiones.

Nos permitimos sentir el miedo, la tristeza, la ira, el dolor de las heridas pasadas, la impotencia para transformar personas y situa-ciones. No tenemos nada que esconder. Somos amados como real-mente somos. Sobre nuestros limites se posa la mirada de Dios, y sobre nuestra ceguera la mano de Jesús que nos devuelve la vista con el lodo de cualquier camino (Jn 9, 6).

Hemos sido encontrados por la Plenitud. No la podemos abarcar, pero sí podemos sentir cómo pasa a través de nosotros. Y en esa corriente, nosotros mismos vamos siendo transformados y conduci-dos a un encuentro sin orillas que ahora ya nos abraza en la discre-ción de nuestra existencia limitada. La plenitud no es una posesión, sino un encuentro. El final de la historia son unos brazos abiertos.

Benjamín Gonzalez Buelta, ICTYS/90-09)

6.La criatura dotada de dignidad personal, es capaz y está obligada

a vivir como persona, es decir, a vivir como criatura que se posee a sí misma y es responsable de sus acciones y decisiones, sirviendo al “tú”, al mundo y a Dios. La autoposesión implica la fidelidad para consigo mismo, para con la esencia propia que procede de Dios y es semejante a Dios. Esta fidelidad sólo puede actualizarse bajo la forma de servicio y abnegación en la comunidad y ante Dios. En la fi-delidad, el hombre mantiene y desarrolla su propia esencia, y debido a ella es más poderoso que todo el resto de la creación. Esta podrá aplastar al hombre, pero no puede destruir su mismo “yo”, pues no hay fuerza alguna capaz de obligar al hombre a ser infiel a sí mismo, es decir, no hay poder terreno alguno que pueda obligar al hombre a obrar contra su conciencia y a destruirse de este modo a sí mismo. Sólo el hombre es capaz de ejecutar esta obra destructora, cuya víctima sería él mismo. Tampoco Dios destruye el “yo” humano. Si el hombre se decide a realizar la fidelidad a sí mismo de un modo opuesto a la voluntad divina -caricatura de la fidelidad para consigo mismo-, Dios no se lo impide. Resulta, pues, que, en cierto modo, el hombre es más poderoso que Dios, pues Dios quiere que el hombre sea libre y no quiere poner trabas a su libertad, aun cuando ésta se desarrolle indebidamente.

El hombre, cada hombre, es un ser autónomo de un modo singu-lar e irrepetible. Ninguno de los hombres es un mero ejemplar del género “hombre”. Ninguno, pues, puede ser sustituido por otro. To-dos tienen una importancia y una misión insustituibles. Que hubiese uno más o uno menos, aun cuando se tratase del más insignificante, la historia humana sería totalmente distinta de lo que es. Aunque no sea capaz de comprender esto el que sólo ve los aspectos exterio-res y superficiales de la historia humana, el creyente, aquel a quien Cristo ha abierto los ojos para que pueda ver la profundidad y enig-mas del mundo, lo percibe con toda claridad.

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20. A imagen y semejanza 21. ¿Fue creado el varón antes que la mujer? ÍNDICE

Resulta, pues, que la personalidad constituye el punto de vista desde el cual se puede comprender debidamente al hombre y se puede vivir según las exigencias que emanan del propio ser huma-no. No obstante, esta verdad no ha sido conocida con claridad fuera del ámbito de la Biblia. En el pensamiento griego, por ejemplo, el hombre no es más que una parte de la Naturaleza. Esta y no la per-sona es la realidad superpuesta. El hombre se halla dentro de un orden absolutamente natural.Schmaus, Teología dogmática II, Dios Creador, Rialp. Madrid 1959. Pág. 304

¿Fue creado el varón antes que la mujer?Entrevista a la profesora Blanca Castilla de Cortázar

MADRID, domingo, 24 abril 2005 (ZENIT.org).- Blanca Castilla de Cortázar, doctora en teología y en filosofía y máster en antropología, expone en esta entre-vista por qué los relatos sobre la creación del hombre y la mujer han preocupado a los teólogos desde siempre, incluso al Papa Juan Pablo II, que ha dedicado 23 audiencias a este tema.

Castilla de Cortázar es autora de «¿Fue creado el varón antes que la mujer? Reflexiones en torno a la antropología de la creación», editado este año por Rialp.

La profesora Castilla de Cortázar es secretaria de la Real Acade-mia de Doctores y profesora del Pontificio Instituto Juan Pablo II en Madrid.

--¿Es vigente el relato de la «costilla de Adán», es decir, fue crea-do el varón antes que la mujer como sugiere Génesis 2?

--Castilla de Cortázar: El relato de Génesis 2 está vigente, pero no tal y como se ha interpretado hasta ahora. En la tradición cristiana ha cristalizado una interpretación literal de este pasaje, sin advertir que es contradictorio con Génesis I, si aquél se lee también literalmente. Es decir, se trata de un texto revelado y esconde una gran enseñanza, que en parte está por descubrir. San Agustín decía que era el texto más oscuro de la Sagrada Escritura. Por eso me ha sorprendido que Juan Pablo II dedicara veintitrés audiencias a interpretarlo.

Que la mujer proceda del varón encierra una verdad que no es cronológica sino ontológica. Esto hay que explicarlo bien. En mi libro hago una propuesta que está en relación con una larga interpreta-ción de Padres de la Iglesia del siglo IV y antes.

Juan Pablo II afirma que ambos, varón y mujer fueron creados a

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21. ¿Fue creado el varón antes que la mujer? 21. ¿Fue creado el varón antes que la mujer? ÍNDICE

imagen de Dios Trino. Pues bien, entre las personas divinas se dan procesiones (están entrelazadas unas con otras). Los Santos Padres del siglo IV cuando querían explicar, frente al semiarrianismo que ne-gaba la divinidad del Espíritu Santo, que éste procedía del Padre sin ser su hijo, se fijaban en Eva, que procedía de Adán sin ser su hija.

En Génesis 2 describe --mediante el símbolo de la «costilla»-- que entre varón y mujer existe una relación de procedencia en el origen. ¿Qué significado puede tener esa procedencia? Adoptando un pun-to de vista teológico, si el hombre fue creado a imagen de Dios Tri-no, esa procedencia se podría estudiar analógicamente con la que se da entre las divinas Personas. En la Trinidad, dice la Teología, al Padre le corresponde ser principio.

La metafísica precisa que el término principio, aunque etimológi-camente viene de prioridad, no siempre la significa, pues ser princi-pio no quiere decir exactamente lo mismo que causa. Ser causa im-plica diversidad de substancias, y prioridad de la causa con respecto al efecto. Sin embargo, ser principio sólo marca cierto orden, y no implica necesariamente causalidad.

Por esto, es correcto afirmar --dicen los teólogos-- que el Verbo y el Espíritu Santo son principiados, pues si se atribuye alguna autori-dad al Padre en atención a que es principio, no por ello atribuimos al Hijo ni al Espíritu Santo cosa alguna que signifique sujeción o mino-ración . Es decir, ser principiado no es sinónimo de ser subordinado.

--Es decir…--Castilla de Cortázar: En Dios hay una sola Naturaleza y tres

Personas distintas. Y las Personas se distinguen por sus relaciones de origen, pero es un origen que no supone causalidad. Aunque el Padre genere al Hijo, no es su causa, ni tampoco lo es del Espíritu Santo. Los tres son simultáneos. El Padre no sería Padre si no en-gendrara al Hijo, y el Padre y el Hijo no serían sin el Espíritu Santo, que es el Amor.

Estos datos, tomados de la Teología, podrían contribuir a dar un nuevo sentido a las referencias simbólicas que están en la base de nuestra cultura occidental. En efecto, en primer término, se advierte que la procedencia de la que se habla en Génesis 2 no es causal: Adán no es quien saca de sí mismo a la mujer.

La creación de la mujer es obra exclusiva de Dios: Adán estaba dormido, no hacía nada. Es más, Dios quiso expresamente ocultarle el modo en que formó a la mujer, haciéndola mientras dormía, cuan-do no podía advertir lo que pasaba.

Mediante el símbolo de la costilla extraída por Dios del costado de Adán dormido se está revelando que entre el varón y la mujer media una relación en el origen de la que se derivan al menos dos conse-cuencias: en primer lugar se trata de una relación recíproca (no hay mujer sin varón, pero tampoco hay varón sin mujer); de ahí se dedu-ce que los dos términos de dicha relación han de ser simultáneos.

En este sentido Juan Pablo II señala que masculinidad y femi-nidad se conocen una a través de la otra: «La feminidad, en cierto sentido, se encuentra a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a través de la feminidad». Y añade: «en el ámbito de lo que es humano, es decir, de lo humanamente personal, la masculinidad y la feminidad se distinguen y, a la vez, se complementan y se explican mutuamente».

Si la procedencia no causal en el origen indica una relación re-cíproca, es más esclarecedor interpretar que los dos procedan de Dios y, a la vez, una de otro, si son creados en un mismo acto.

La metafísica enseña que las relaciones reales implican la actuali-dad simultánea de sus términos relacionales. Por tanto, la principia-lidad del varón con respecto a la mujer, reclama una «simultaneidad en el origen», más que una precedencia temporal.

--El Papa propone leer este segundo relato de la creación a la luz de Génesis 1: ¿esta es una solución plausible a un problema bíblico?

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21. ¿Fue creado el varón antes que la mujer? 21. ¿Fue creado el varón antes que la mujer? ÍNDICE

--Castilla de Cortázar: Juan Pablo II afirma que entre ambos pa-sajes no hay contradicción. ¿Cómo es posible que no haya contra-dicción entre ellos si parece que afirman lo contrario? El único modo de explicarlo es descubrir que Génesis 2 no anula lo afirmado ya en Génesis 1, sino que está revelando otro aspecto del ser humano. Es decir, en el segundo relato de la creación el autor sagrado no está pretendiendo narrar cronológicamente el modo en que acontecieron los hechos, sino que está explicando -con un lenguaje simbólico- algo más profundo.

Relata Génesis 1 que Dios creó al hombre, a su imagen, y lo hizo varón y mujer (cfr. Gen 1,27). Los creó a la vez, «en un solo acto» afirma el Papa, y les dio una misión común: crecer, multiplicarse, lle-nar la tierra y dominarla (cfr. Gen 1,28). Ahí queda clara la igualdad en dignidad de ambos y también la igualdad en cuanto a la misión recibida, pues a ambos se les encomienda la misma tarea: la fami-lia y el dominio del mundo. Según esto no parece que haya tareas exclusivamente reservadas a varones o a mujeres; tanto la familia como la cultura las han de hacer entre los dos.

Pasando a Génesis 2, sería de interés detenerse en su exégesis del Adán de Génesis 2 , o en la hermenéutica tan fascinante que hace del sueño de Adán . Sólo diré que en la línea de las más re-cientes interpretaciones bíblicas , el Adán solitario de Génesis 2,7, es para Juan Pablo II un Adán genérico, pues las características que en él se describen --la soledad originaria (interpretada como la trascendencia del ser humano respecto al Cosmos); la necesidad intrínseca de la apertura al otro («No es bueno que el hombre esté solo»); la llamada al trabajo, («ut operaretur»); y la ayuda adecuada (concebida como mutua y recíproca)--, son idénticamente aplicables al varón y a la mujer.

¿Cuál puede ser el significado de este relato, si no está revelando la creación por separado de varón y mujer? Juan Pablo II afirma que

contiene un análisis de la imagen de Dios, que es trinitaria -como ya he dicho- ya constatada en Génesis 1.

Es sabido que Juan Pablo II señala que el hombre está creado no sólo a imagen de Dios Uno, en cuanto inteligente y libre, sino a imagen de Dios Trino, en cuanto que es propio de las personas vivir en comunión. Y advierte que del segundo relato de la creación se desprende que es parte de la esencia humana no sólo vivir junto a otra persona, sino vivir uno para el otro.

--Si el hombre y la mujer fueron creados a imagen y semejanza de Dios, ¿cree que hay algo que debería cambiar en la Iglesia y en la sociedad para que esto fuera una realidad?

--Castilla de Cortázar: Yo contestaré desde un punto de vista teórico, sin entrar en cuestiones prácticas que también son nece-sarias. Me parece que la antropología filosófico-teológica sobre el significado de ser varón y ser mujer está en sus comienzos.

Hay que llegar a descubrir cuál es el arquetipo divino de la femi-nidad. Es decir, la mujer, que es persona, está creada a imagen de Dios trino. Pero aún está por desarrollar dentro de la ortodoxia dón-de se encuentra el arquetipo de feminidad en Dios. Esto desde el punto de vista teológico.

En la sociedad está el gran tema de construir una familia con pa-dre y una cultura con madre, lo cual requiere mucha imaginación y mucha flexibilidad.

--¿Qué diferencia hay entre igualdad entre sexos y igualitarismo?--Castilla de Cortázar: La igualdad no tiene por qué anular la di-

ferencia. Sin embargo, como mínimo el igualitarismo es un empobre-cimiento, porque insiste en que hay un sólo modelo de ser humano. En el fondo se preconiza que la mujer imite al varón, y justamente no tanto en lo positivo que éste tiene sino en sus errores, en estar ausente de la familia, en dedicarse exclusivamente al trabajo, etc.

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21. ¿Fue creado el varón antes que la mujer? 22. Evolución y CreaciónÍNDICE

--¿Por qué según usted la antropología es el gran tema candente de hoy?

--Castilla de Cortázar: Porque desde hace siglos, y sobre todo desde el siglo XIX la filosofía dio lo que se ha venido a llamar el «giro antropológico». La antropología es importante porque supone un lenguaje común y profundo que pueden entender todos los seres humanos.

Y el ser humano, si es correctamente entendido, es decir, si se hace una «antropología adecuada» como la denominaba Juan Pa-blo II, se llega a Dios, y además a Dios Trino; es decir, a un Dios que no es solitario sino que está acompañado y que es Amor.

CREACIÓN Y EVOLUCIÓNGn/02/04-09

LA CREACIÓN DEL HOMBRE¿Qué es el hombre? Esta pregunta se plantea como una impo-

sición a cada generación y a cada hombre en particular; pues, a diferencia de los animales, la vida no nos ha sido sin más trazada hasta el final. Lo que es el ser humano representa también para cada uno de nosotros una tarea, una llamada a nuestra libertad. Cada uno debe interrogarse de nuevo por el ser humano, decidir quién o qué quiere él ser como hombre. Cada uno de nosotros en su vida, lo quiera o no, debe responder a la pregunta de qué es el ser humano. ¿Qué es el hombre? El relato de la Sagrada Escritura nos sirve como indicador del camino que nos conduce al misterioso país del ser humano. Nos sirve de ayuda para reconocer lo que es el proyecto de Dios con el hombre. Nos ayuda a dar creadoramente la respuesta nueva que Dios espera de cada uno de nosotros.

1. El hombre, formado de la tierra¿Qué quiere decir exactamente esto? En primer lugar, se nos in-

forma de que Dios formó a los hombres del barro, lo que constituye al mismo tiempo una humillación y un consuelo. Humillación porque nos dice: no eres ningún dios; no te has hecho a ti mismo y no dispo-nes del Todo; estás limitado. Eres un ser para la muerte como todo ser vivo, eres sólo tierra. Pero también supone un consuelo, pues además nos dice: el hombre no es ningún demonio, como hasta entonces había podido parecer, ningún espíritu maligno; no ha sido

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22. Evolución y Creación 22. Evolución y CreaciónÍNDICE

formado a partir de fuerzas negativas, sino que ha sido creado de la buena tierra de Dios.

Aquí resplandece algo aún más profundo, pues se nos dice que todos los hombres son tierra. Más allá de todas las diferencias crea-das por la cultura y por la historia, permanece la constatación de que nosotros, en definitiva, somos lo mismo, somos el mismo. Este pensamiento que en la Edad Media, en la época de las grandes epi-demias de peste, se acuñó bajo la forma de «danzas de la muerte» a causa de las horribles experiencias vividas por el gran poder ame-nazador de la muerte, se pone de manifiesto en que emperador y mendigo, señor y esclavo, son, en última instancia, uno y el mismo hombre, formado de una y la misma tierra y destinado a volver a ella. En todas las tribulaciones y apogeos de la historia el hombre perma-nece igual, como tierra, formado de ella y destinado a volver a ella.

De esta manera, se pone de manifiesto la unidad de todo el géne-ro humano: todos nosotros procedemos solamente de una tierra. No hay «sangre y suelo» de diferentes clases. Y por la misma causa no hay hombres diferentes, como creían los mitos de muchas religiones y también se manifiesta en concepciones de nuestro mundo de hoy. No hay castas ni razas diferentes, en las que los hombres posean un valor diferente. Todos nosotros somos la única humanidad, formada por Dios de la única tierra. Esta concepción del hombre es un pensa-miento dominante tanto en el relato de la Creación como en la Biblia entera. Frente a todas las segregaciones y envanecimientos del hom-bre, con los que quiere colocarse por encima de y frente a los otros, la humanidad se explica como la única Creación de Dios, procedente de una sola tierra. Y lo que se ha dicho al principio, volverá a repetir-se después del diluvio: en la gran genealogía del capítulo décimo del Génesis aparece de nuevo la misma concepción de que sólo hay un hombre en los muchos hombres. La Biblia pronuncia un No decidido contra todo racismo, contra toda división de la humanidad.

2. Imagen de Dios IMAGEN-SEMEJANZA Pero para que el hombre sea tal, debe acontecer una segunda

cosa. La materia prima es la tierra, de ella saldrá el hombre porque al cuerpo formado con ella Dios le insufla su aliento en la nariz. La realidad divina entra en el Universo. El primer relato de la Creación, que ha sido objeto de las meditaciones anteriores, dice lo mismo con otra imagen más profunda. Dice así: El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn/01/26 y ss.). En él se tocan el cielo y la tierra. Dios entra a través del hombre en la Creación; el hombre está dirigido a Dios. Ha sido llamado por El. La Palabra de Dios de la Antigua Alianza sigue teniendo valor para cada hombre en particular: «Te llamo por tu nombre, eres mío». Cada hombre es conocido y amado por Dios; ha sido querido por Dios; es imagen de Dios. En esto precisamente consiste la profunda y gran unidad de la humanidad, en que todos nosotros, cada hombre cumple un proyecto de Dios que brota de la idea misma de la Creación. Por eso dice la Biblia: Quien maltrata al hombre, maltrata la propiedad de Dios (Gen 9, 5). La vida humana está bajo la especial protección de Dios, porque cualquier hombre, por pobre o muy acaudalado que sea, por enfermo o achacoso, por inútil o importante que pueda ser, nacido o no naci-do, enfermo incurable o rebosante de energía vital, cualquier hombre lleva en sí el aliento de Dios, es imagen suya. Esta es la causa más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana; y a ello tienden, en última instancia, todas las civilizaciones. Porque allí donde ya no se ve al hombre como colocado bajo la protección de Dios, como por-tador él mismo del aliento divino, allí es donde comienzan a surgir las consideraciones acerca de su utilidad, allí es donde surge la barbarie que aplasta la dignidad del hombre. Y donde sucede al contrario, allí aparece la categoría de lo espiritual y de lo ético.

Nuestro destino depende por completo de que logremos defender esta dignidad moral del hombre en el mundo de la técnica y de to-das sus posibilidades. Pues en esta época técnicocientífica se está

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22. Evolución y Creación 22. Evolución y CreaciónÍNDICE

dando una clase de tentación especial. La actitud técnica y científica ha traído consigo un tipo especial de certeza, aquella que puede confirmarse a través del experimento y de la fórmula matemática. Esto efectivamente ha proporcionado al hombre una liberación ex-presa del temor y de la superstición y le ha dado un determinado poder sobre el Universo. Pero ahí radica precisamente la tentación, en considerar solamente como racional, y por lo tanto, serio, lo que puede comprobarse por el experimento y el cálculo. Lo cual supo-ne, por consiguiente, que lo moral y lo sagrado ya no cuentan para nada. Han quedado relegados a la esfera de lo superado, de lo irra-cional. Pero cuando el hombre hace esto, cuando reducimos la ética a la física, entonces disolvemos lo característico del hombre, ya no lo liberamos, sino que lo destruimos. Hemos de distinguir de nuevo lo que ya Kant conocía y sabía muy bien: que hay dos formas de razón, la teórica y la práctica, como él las denominaba. Digamoslo tranquilamente: la razón científico-física y la moral-religiosa. No se puede explicar la razón moral como un irracionalismo ciego o como una superstición, sólo por el hecho de que se ha originado de una manera distinta o porque su conocimiento se representa de un modo no matemático. Es una y la más grande de las dos formas de razón, la que precisamente puede conservar la categoría humana de la ciencia y de la técnica y preservarlas de convertirse en la destruc-ción del hombre. Kant habló ya de la primacía de la razón práctica sobre la teórica, de que lo más grande, las realidades más profundas y decisivas son aquellas que la razón moral del hombre reconoce en su libertad moral. Y ahí, añadimos nosotros, está el espacio del ser-imagen-de-Dios, eso que hace al hombre ser algo más que «tierra».

Demos ahora otro paso. Lo esencial de una imagen consiste en que representa algo. Cuando yo la miro, reconozco por ejemplo al hombre que está en ella, el paisaje, etc. Remite a otra cosa que está más allá de sí misma. Lo característico de la imagen, por lo tanto, no consiste en lo que es meramente en sí misma, óleo, lienzo y marco;

su característica como imagen consiste en que va más allá de sí mis-ma, en que muestra algo que no es en sí misma. Así, el ser-imagen-de-Dios significa sobre todo que el hombre no puede estar cerrado en sí mismo. Y cuando lo intenta, se equivoca. Ser-imagen-de-Dios significa remisión. Es la dinámica que pone en movimiento al hom-bre hacia todo-lo-demás. Significa, pues, capacidad de relación; es la capacidad divina del hombre. En consecuencia, el hombre lo es en su más alto grado cuando sale de sí mismo, cuando llega a ser capaz de decirle a Dios: Tú. De ahí que a la pregunta de qué es lo que diferencia propiamente al hombre del animal y en qué consiste su máxima novedad se debe contestar que el hombre es el ser que Dios fue capaz de imaginar; es el ser que puede orar y que está en lo más profundo de sí mismo cuando encuentra la relación con su Creador. Por eso, ser-imagen-de-Dios significa también que el hom-bre es un ser de la palabra y del amor; un ser del movimiento hacia el otro, destinado a darse al otro, y precisamente en esta entrega de sí mismo se recobra a sí mismo.

J/ADAN: La Sagrada Escritura nos posibilita dar todavía otro paso adelan-

te, si seguimos una vez más nuestra norma fundamental de que el Antiguo y el Nuevo Testamento deben leerse juntos, ya que es preci-samente a partir del Nuevo de donde se entresaca el más profundo significado del Antiguo. En el Nuevo Testamento Cristo es denomi-nado el segundo Adán, el definitivo Adán y la imagen de Dios (p. ej., 1 Cor 15,44-48; Col 1,15). Esto quiere decir que precisamente en El se pone de manifiesto la respuesta definitiva a la pregunta: ¿qué es el hombre? Sólo en El aparece el contenido más profundo de este proyecto. El es el hombre definitivo, y la Creación es en cierto modo un anteproyecto de El. Así que podemos decir: el hombre es el ser que puede llegar a ser hermano de Jesucristo. Es la criatura que puede llegar a ser una con Cristo y en El con Dios mismo. Esto

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22. Evolución y Creación 22. Evolución y CreaciónÍNDICE

es lo que significa esa remisión de la Creación a Cristo, del primero al segundo Adán, que el hombre es un ser en camino, en tránsito. Todavía no es él mismo, tiene que llegar a serlo definitivamente. Y aquí, en medio de la reflexión sobre la Creación, nos aparece ya el misterio pascual, el misterio del grano de trigo que muere. El hombre debe convertirse con Cristo en el grano de trigo que muere para poder verdaderamente resucitar, para levantarse verdadera-mente, para ser él mismo (cfr. /Jn/12/24). El hombre no se compren-de únicamente desde su origen pasado ni desde una parte aislada que llamamos presente. Está dirigido hacia el futuro que es el que precisamente le permite adivinar quién es él (cfr. Ioh 3,2). Tenemos siempre que ver en el otro hombre a aquél con el que yo alguna vez participaré de la alegría de Dios. Debemos contemplar al otro como aquél con el que estoy llamado a ser en común miembro del Cuerpo de Cristo, con el que yo algún día me sentaré a la mesa de Abrahán, de Isaac, de Jacob, a la mesa de Jesucristo, para ser su hermano y con él hermano de Jesucristo, hijo de Dios.

Creación y Evolución Podríamos concluir ahora que todo esto es hermoso y está bien,

pero, al fin y al cabo, ¿no está en contradicción con nuestros cono-cimientos científicos, según los cuales el hombre procede del rei-no animal? No necesariamente. Muchos pensadores han reconoci-do desde hace ya mucho tiempo que aquí no se produce ninguna disyuntiva. No podemos decir: Creación o Evolución; la manera co-rrecta de plantear el problema debe ser: Creación y Evolución, pues ambas cosas responden a preguntas distintas. La historia del barro y del aliento de Dios, que hemos oído antes, no nos cuenta cómo se origina el hombre. Nos relata qué es él, su origen más íntimo, nos clasifica el proyecto que hay detrás de él. Y a la inversa, la teoría de la evolución trata de conocer y describir períodos biológicos. Pero con ello no puede aclarar el origen del «proyecto» hombre, su ori-

gen íntimo ni su propia esencia. Nos encontramos, pues, ante dos preguntas que en la misma medida se complementan y que no se excluyen mutuamente.

Pero miremos ahora un poco más de cerca, porque precisamente el progreso del pensamiento en las dos últimas décadas nos ayuda también a considerar de nuevo esa unidad interna de la Creación y de la evolución de la fe y de la razón. A las concepciones propias del siglo XIX pertenecía el hecho de tener cada vez más en cuen-ta la historicidad, el desarrollo de todas las cosas. Se vio entonces que las cosas que tenemos por inmutables y siempre idénticas son producto de un largo devenir. Esto es válido tanto en la esfera de lo humano como en la de la naturaleza. Se puso de manifiesto que el Universo entero no es algo así como una gran caja en la que todo se ha introducido una vez terminado, sino que más bien hay que compararlo al desarrollo y crecimiento de un árbol vivo cuyas ramas crecen cada vez más altas hacia arriba. Esta consideración general ha sido y es expuesta, a menudo, de un modo fantástico, pero con el progreso de la investigación se perfila cada vez con más claridad el modo correcto con que se ha de comprender. Muy brevemente que-rría aclarar algo acerca de esto con especial referencia a Jacques Monod que nos puede servir muy bien como testigo no sospechoso; se trata, por un lado, de un científico de gran categoría, y por otro, de un luchador decidido contra toda creencia en la Creación.

Me parecen de suma importancia dos relevantes y fundamentales precisiones suyas. La primera dice: En la realidad no existe sólo la necesidad. No es posible, como pretendía todavía Laplace y como Hegel intentaba imaginar, que en el Universo todas las cosas deri-ven de forma sucesiva una de la otra con absoluta necesidad. No existe ninguna fórmula que permita establecer una deducción obli-gatoria de todo. En el Universo no existe sólo la necesidad sino tam-bién, dice Monod, el azar. Como cristianos nos permitiríamos ir más allá y decir: existe la libertad. Pero volvamos a Monod. El señala que

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22. Evolución y Creación 22. Evolución y CreaciónÍNDICE

existen especialmente dos realidades, las cuales no tienen obligato-riamente que existir: pueden existir, pero no tienen que existir. Una de ellas es la vida. Así, del mismo modo que existen las leyes físicas pudo ella originarse, pero no tuvo que hacerlo. Añade, además, que era muy improbable que esto sucediera. La probabilidad matemática para ello era prácticamente cero, de manera que también se puede suponer que solamente esa única vez, en nuestra tierra, ocurrió ese muy improbable acontecimiento de que se originara la vida (MO-NOD, pags. 56 ss.; 178ss.).

H/CASUALIDAD: Lo segundo que pudo, pero no tuvo a la fuerza que existir es el

misterioso ser humano. Este es también hasta tal punto improbable, que Monod como científico sostiene que dado su grado de improba-bilidad, sólo una vez puede haber sucedido el que este ser se origi-nara. Somos, dice él, una casualidad. Nos ha tocado en la lotería un número premiado y debemos sentirnos como alguien que inespera-damente ha ganado mil millones jugando a la lotería (Ibidem pág. 179: «La ciencia moderna no conoce ninguna predeterminación ne-cesaria... Esto (el origen del hombre) es otro acontecimiento único más, que sólo por eso debería precavernos de un antropocentrismo simplista. Si había algo tan singular y único como la aparición de la vida, era porque antes de producirse era igual de improbable. El Universo no llevaba en sí la vida, ni la biosfera llevaba en sí a los hombres. Nuestro número de suerte salió premiado en la lotería»). De esta manera, con su lenguaje ateo expresa de nuevo lo que la fe de los siglos pasados había denominado la «contingencia» del ser humano y lo que había llevado a la fe a orar así: Yo no tenía que existir, pero existo y Tú, ¡oh! Dios, me has querido. En el lugar de la voluntad de Dios, Monod coloca el azar, el premio que nos ha tocado en la lotería. Si esto fuera así, sería entonces muy cuestionable el poder realmente afirmar que a la vez se tratara de un premio. Duran-

te una breve conversación con un taxista, éste me hizo la observa-ción de que cada vez era más la gente joven que le decía: Nadie me ha preguntado si yo quería haber nacido. Y me contaba también un profesor que al tratar de hacerle ver a un niño el agradecimiento que les debía a sus padres, diciéndole: «¡Tienes que agradecerles que vives!», éste le había contestado: «Por eso no les estoy nada agra-decido». No veía ningún premio en su existencia humana. Y de he-cho si solamente es la ciega casualidad la que nos ha arrojado en el mar de la nada, entonces existen motivos más que suficientes para considerarlo una desgracia. Sólo si sabemos que existe alguien que no nos ha arrojado a un destino ciego, y sólo si sabemos que no so-mos casualidad sino que procedemos de la libertad y del amor, sólo entonces podemos nosotros, los no-necesarios, estar agradecidos por esta libertad y saber, agradeciéndolo, que no es sino un don el ser hombre.

Vayamos ahora directamente a la cuestión del desarrollo y de sus mecanismos. La Microbiología y la Bioquímica nos han proporciona-do en este aspecto descubrimientos revolucionarios. Penetran cada vez más en el misterio más íntimo de la vida, tratan de descifrar su lenguaje misterioso y de conocer qué es precisamente eso: la vida. Y han llegado al convencimiento de que son perfectamente com-parables, en muchos aspectos, un organismo vivo y una máquina. Ambos tienen en común el hecho de realizar un proyecto, un esbo-zo pensado y racional, que en sí mismo es lógico y armonioso. Su funcionamiento descansa sobre una construcción precisa, minucio-samente pensada, y por eso reflexiva. Pero junto a estas coinciden-cias existen también diferencias. La primera, y no menos importante, puede describirse así: el proyecto organismo es incomparablemente más inteligente y audaz que la más refinada de las máquinas. Es-tas, comparadas con el proyecto organismo, están chapuceramente concebidas y construidas. Una segunda diferencia ahonda aún más: el proyecto organismo se acciona a sí mismo desde dentro, no como

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22. Evolución y Creación 22. Evolución y CreaciónÍNDICE

las máquinas que deben ser activadas por alguien desde fuera. Y. por último, la tercera diferencia: el proyecto organismo tiene la capa-cidad de reproducirse; el proyecto puede por sí mismo renovarse y transmitirse. Dicho de otro modo: posee la facultad de la reproduc-ción por medio de la cual entra de nuevo en la existencia un todo vivo y armonioso (MONOD, págs. 11-31). Y aquí se nos presenta algo totalmente inesperado y muy importante que Monod denomina el lado platónico del Universo. Es lo siguiente: no existe meramente el devenir en el que todo cambia incesantemente, existe también lo estable, las ideas permanentes que iluminan la realidad y son sus principios rectores constantes. Existe la estabilidad y está creada de tal manera que cada organismo vivo transmite de nuevo exactamen-te su muestra, el proyecto que él es. Cada organismo ha sido cons-truido -como expresa Monod- de una manera conservadora. En la reproducción se reproduce de nuevo a sí mismo. Monod lo formula así: en la moderna Biología la evolución no es ninguna característica de los seres vivos, sino que su característica es precisamente que son inmutables: se reproducen, su proyecto permanece (MONOD, pág. 132: «A los biólogos de mi generación les tocó descubrir la cua-si identidad de la Química celular dentro del conjunto de la biosfera. Desde 1950 se tenía la certeza de esto y cada nueva publicación venía a confirmarlo. Las esperanzas del platónico más convencido fueron más que satisfechas». Pág. 139: «El sistema entero es to-talmente conservador, muy independiente y absolutamente incapaz de admitir ninguna enseñanza del mundo exterior... Es radicalmente cartesiano, no hegeliano...».).

Monod encuentra después el camino hacia la evolución, en la afir-mación de que en la transmisión del proyecto puede haber un fallo. Como la naturaleza es conservadora, reproducirá este fallo cada vez que le suceda. Tales fallos pueden acumularse, y de la suma de ellos puede originarse algo nuevo. De aquí se deduce una conclu-sión desconcertante: todo el Universo de los vivos se ha originado

de esta manera, incluido el hombre; somos el producto de un fallo casual (MONOD, pág. 140 y ss., resumido en pág. 149: «Así, pare-ce hoy también que algunos espíritus escogidos no pueden aceptar ni tan siquiera comprender que únicamente la selección a partir de una serie de ruidos incómodos pueda haber producido el concierto entero de la naturaleza viva». Sería más fácil demostrar que las teo-rías del juego de Eigen, que intentan efectivamente dar su lógica a la casualidad, no introducen, en realidad, nuevos factores, y sólo en-cubren las teorías de MONOD, en vez de afirmarlas o confirmarlas).

¿Qué debemos decir a esta respuesta? Es asunto de la ciencia aclarar cuáles son los factores que determinan el crecimiento del árbol de la vida y la aparición de nuevas ramas. Esto no es cues-tión de la fe. Pero debemos y podemos tener la osadía de decir que los grandes proyectos de la vida no son producto de la casualidad ni del error. Tampoco son producto de una selección que se arroga atri-butos divinos, los cuales, de manera lógica e improbable, serían un mito moderno. Los grandes proyectos de la vida remiten a una Razón creadora, nos muestran el Espíritu Creador, hoy más claro y radiante que nunca. De manera que hoy, con mayor certidumbre y con alegría, podemos decir: Sí, el hombre es un proyecto de Dios. Solamente el Espíritu Creador era lo suficientemente fuerte, grande y osado para concebir este proyecto. El hombre no es una equivocación, ha sido deseado, es fruto de un amor. Puede en sí mismo, en el atrevido pro-yecto que es, descubrir el lenguaje de este Espíritu Creador que le habla a él y le anima a decir: Sí, Padre, Tú me has querido.

Jn/19/05: Los soldados romanos, tras azotar a Jesús, coronarlo de espinas y vestirlo grotescamente con un manto, lo condujeron de nuevo a Pilatos. Este endurecido militar se impresionó vivamente de ver a este hombre destrozado, roto. Y reclamando compasión, lo presentó ante la multitud con las siguientes palabras: «¡Idu ho anthropos!», «Ecce homo» que nosotros generalmente traducimos: «He aquí al hombre» pero con más exactitud lo que dice el texto

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griego es: «Mirad, éste es el hombre». En el sentir de Pilatos esta era la palabra de un cínico que quería decir: nos enorgullecemos del ser humano, pero, ahora, contempladlo, aquí está, ese gusano ¡éste es el hombre!, así de despreciable, así de pequeño. Pero el evange-lista Juan ha reconocido en estas palabras del cínico unas palabras proféticas y así las ha transmitido a la cristiandad. Efectivamente, Pilatos tiene razón, quiere decir: ¡Mirad, esto es el hombre! En El, en Jesucristo, podemos leer lo que es el hombre, el proyecto de Dios y nuestra relación con él. En Jesús maltratado podemos ver qué cruel, qué poca cosa, qué abyecto puede ser el hombre. En El podemos leer la historia del odio humano y del pecado. Pero en El y en su amor que sufre por nosotros, podemos además leer la respuesta de Dios: Sí, éste es el hombre, el amado por Dios hasta hacerse polvo, el amado por Dios de tal manera que le atiende hasta en la última necesidad de la muerte. Y en la mayor degradación continúa siendo también el llamado por Dios, hermano de Jesucristo y así llamado a participar del amor eterno de Dios. La pregunta ¿qué es el hombre? encuentra su respuesta en la imitación de Jesucristo. Siguiendo sus pasos, podemos día a día aprender con El, en la paciencia del amor y del sufrimiento, qué es el hombre y llegar a serlo.

De modo que en este tiempo de cuaresma, miremos hacia El, hacia el que nos presentan Pilatos y la Iglesia. El es el hombre. Pi-dámosle que nos enseñe a llegar a ser y a convertirnos de verdad en hombres. Amén. Joseph Ratzinger, Creción y pecado, Navarra, 1992. Eunsa, , págs. 67-84 .

2. TRASCENDENCIA/H:Cuando San Agustín dice que Dios nos hizo para El y nuestro

corazón está inquieto hasta que descanse en El; cuando Pascal ex-plica que el hombre se trasciende infinitamente a sí mismo; cuando la escuela de Tubingen y los teólogos actuales por ella influidos en-señan que el hombre sólo en Dios llega a sí mismo; cuando Kier-

kegaard predica que sólo el hombre que se mantiene ante Dios se encuentra a sí mismo, mientras que el hombre maldecido de Dios se pierde también a sí mismo, siempre se trata de la misma idea funda-mental: sin Dios, el hombre se queda inacabado. Sólo en El logra su verdadera y plena vida y su auténtica figura espiritual. (·SCHMAUS-7.Pág. 23)

3. Temporeidad y temporalidad del hombreH/FINITUD TEMPOREIDAD/QUÉ-ES: Para explicar más en con-

creto cómo se realiza la autotrascendencia del hombre en Dios y cómo llega el hombre a su verdadera mismidad es de suma im-portancia el hecho siguiente: el hombre no se posee a sí mismo con una fuerza que resuma su plenitud, de forma que en un único volverse hacia Dios pudiera expresarse exhaustivamente. La razón más profunda de ello es que no es espíritu puro como los ángeles, sino corpóreo-espiritual. Sólo se posee por tanto en la dispersión de una multiplicidad de posibilidades que no pueden ser realizadas simultáneamente. Por ejemplo, la vida humana está dividida en juven-tud y vejez, en la existencia de hombre y mujer. Es imposible realizar simultáneamente estas formas de vida. Si el hombre quiere agotar sus posibilidades, si quiere realizar su ser del modo a él apropiado y llevarlo así a plenitud, necesita una multiplicidad de pasos hacia Dios. Cada autotrascendencia hacia Dios le lleva un poco más cerca de su plenitud. Pero cada orientación hacia Dios está dirigida a una nueva posibilidad de entrega hasta que con la muerte se apagan to-das las posibilidades y se alcanza la figura de ser que corresponde a los esfuerzos hechos durante la vida. La entrega humana a Dios y la plenitud de la existencia que sigue a la muerte se realizan por tanto en una serie sucesiva de decisiones del corazón humano. Tampoco la muerte da todavía la figura plena. Más allá de la muerte se continúa, bajo determinadas condiciones, el proceso de maduración del hom-bre (purificación, crecimiento del amor, resurrección de los muertos).

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22. Evolución y Creación 23. ¿Qué es el darwinismo?ÍNDICE

Llamamos temporeidad a la circunstancia de que el hombre no puede realizar sus posibilidades de una vez, sino sólo en una su-cesión continua. Por temporeidad se debe entender, por tanto, la disposición y capacidad para obrar sucesivamente. La real sucesión del obrar debe ser designada con la palabra temporalidad. En cada entrega presente a Dios el hombre se alarga ya hacia la entrega próxima para la que tiene posibilidades en sí. Cada “ahora” huma-no está abierto a un futuro “después” y tiende hacia él. Y viceversa, cada actual autotrascendencia está acuñada por la pasada que si-gue obrando en ella. Dado que siempre se abren nuevas posibilida-des ante él, el hombre no puede esperar la plenitud de su ser del momento presente, sino sólo del futuro. Es un ser que vive hacia el futuro. El futuro está ya prefigurado por el pasado que acuña al pre-sente. El hombre es, por tanto, un ser que vive desde el pasado y por el presente hacia el futuro. No tiene ser acabado sino haciéndose. En la conciencia se manifiesta la tensión hacia el pasado y hacia el futuro como memoria y esperanza, de forma que también se puede decir: el hombre, a diferencia de Dios y a diferencia también de los animales, vive necesariamente de recuerdos y esperanzas.(·SCHMAUS-7.Pág. 24s.)

¿Qué es el darwinismo?Phillip E. Johnson

Profesor en Leyes - University of California, Berkeley

*Este artículo fue presentado originalmente en un simposio en Hillsdale College, en noviembre de 1992. Las ponencias del simposio fueron publica-das en la colección “Man and Creation: Perspectives on Science and Theolo-gy” (Bauman ed. 1993), Hillsdale College Press, Hillsdale MI 49242

Hay un juego popular en la televisión llamado “Jeopardy” (Peli-gro) en el que el orden habitual de las cosas es dado vuelta: a los concursantes se les da la respuesta y se les pide que ellos provean la pregunta. Este formato sugiere un punto de vista que se puede aplicar a las leyes, a la ciencia y, de hecho, a prácticamente todo. Lo importante no es necesariamente conocer todas las respuestas sino, más bien, saber cuál es la pregunta que se está haciendo.

Esa perspectiva es el punto de partida para mi investigación so-bre la evolución darwiniana y su relación con la creación, porque el darwinismo es la respuesta a dos preguntas muy diferentes. Pri-mero, la teoría darwiniana nos dice cómo puede desarrollarse una cierta cantidad de diversidad en las formas vivas una vez que tene-mos varios tipos de organismos vivos complejos ya en existencia. Si una pequeña población de aves fuera a migrar a una isla aislada, por ejemplo, una combinación de cruzamiento interno, mutaciones y selección natural puede hacer que la población aislada desarrolle características distintas de las que posee la población original en el continente. Cuando se entiende la teoría en este sentido limitado, la

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evolución darwiniana no es polémica y no tiene ninguna implicación filosófica o teológica importante.

Sin embargo, los biólogos evolucionistas no se conforman simple-mente con explicar cómo la variación ocurre dentro de límites. Ellos aspiran a contestar una pregunta mucho más amplia: vale decir, cómo los organismos complejos como las aves, las flores y los seres humanos llegaron a existir en primer lugar. La respuesta darwiniana a esta segunda pregunta es que la fuerza creativa que produjo las plantas complejas y los animales a partir de predecesores unicelula-res a través de períodos largos de tiempo geológico es esencialmen-te la misma que el mecanismo que produce variaciones en las flores, los insectos y los animales domésticos frente a nuestros ojos. En pa-labras de Ernst Mayr, el decano de los darwinistas vivos, “la evolución trans-específica (es decir, la macroevolución) no es más que una ex-trapolación y magnificación de los eventos que tienen lugar dentro de las poblaciones de las especies”. La evolución neo-darwinista, en este sentido amplio, es una doctrina filosófica con tan poco apoyo empíri-co que el sucesor de Mayr en Harvard, Stephen Jay Gould, una vez lo declaró “muerto de hecho” en un momento de imprudencia. Pero el neo-darwinismo está lejos de muerto; al contrario, es proclamado continuamente en los libros de textos y en los medios como un hecho indiscutible. ¿Cómo puede ser que tantos científicos e intelectuales que se precian de su empiricismo y apertura mental siguen aceptando una teoría no empírica como un hecho científico?

La respuesta a esa pregunta está en la definición de cinco térmi-nos clave. Los términos son creacionismo, evolución, ciencia, reli-gión y verdad. Una vez que entendamos cómo son usadas estas palabras en el discurso evolucionista, el predominio continuo del neo-darwinismo no será ningún misterio y ya no tenemos que ser engañados por afirmaciones de que la teoría está apoyada por “una evidencia apabullante.” Debo advertirle de entrada, sin embargo, que usar palabras por cierto no es la actividad pacífica e inocente

que muchos de nosotros tal vez hayamos pensado que es. Hay inte-reses poderosos involucrados que sólo pueden prosperar en medio de la ambigüedad y la confusión. Aquellos que insisten en definir los términos con precisión y que los usan en forma consistente pueden encontrar que son mirados con sospecha y hostilidad y aun pueden ser acusados de ser enemigos de la ciencia. Pero aceptemos ese riesgo y vayamos a las definiciones.

La primer palabra es creacionismo, que simplemente significa creer en la creación. En el uso darwinista, que es el que domina no sólo la literatura científica popular y profesional sino también los me-dios, un creacionista es una persona que toma el relato de la crea-ción del Libro de Génesis como verdadero en un sentido muy literal. La tierra fue creada en una sola semana de días de 24 horas hace no más de 10.000 años; los principales rasgos geológicos fueron produ-cidos por el diluvio de Noé; y no han habido mayores innovaciones en las formas vivas desde el principio. Es un aspecto importante de la propaganda darwinista que las únicas personas que tienen alguna duda acerca del darwinismo son los creacionistas de la tierra joven de este tipo, quienes siempre son retratados como rechazando la eviden-cia clara y convincente de la ciencia a fin de preservar un prejuicio re-ligioso. La implicación es que los ciudadanos de la sociedad moderna están enfrentados con una opción que no es tal. O rechazan la ciencia completamente y retroceden hacia una cosmovisión pre-moderna, o creen todo lo que los darwinistas les dicen.

En un sentido más amplio, sin embargo, un creacionista es sim-plemente una persona que cree en la existencia de un creador, quien trajo a la existencia al mundo y sus habitantes vivos de acuerdo con un propósito. Ya sea que el proceso de creación haya llevado una sola semana o miles de millones de años tiene relativamente poca importancia desde un punto de vista filosófico o teológico. La creación por medio de procesos graduales a través de las eras geológicas pue-de traer problemas para la interpretación bíblica pero no crea ningu-

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no para el principio básico de la religión teísta. Y la creación en este sentido amplio, de acuerdo con una encuesta Gallup de 1991, es la creencia de 87% de los americanos. Si Dios nos trajo a la existencia con un propósito, entonces el tipo de conocimiento más importante es conocer acerca de Dios y qué es lo que Él pretende de nosotros. ¿Es la creación en este sentido amplio consistente con la evolución?

La respuesta es definitivamente no, cuando la “evolución” se en-tiende en el sentido darwiniano. Para los darwinistas, la evolución significa evolución naturalista, porque insisten que la ciencia debe suponer que el cosmos es un sistema cerrado de causas y efectos materiales, los que nunca pueden ser influidos por nada que esté fuera de la naturaleza - por Dios, por ejemplo. En el comienzo, una explosión de materia creó el cosmos y la evolución naturalista y no dirigida produjo todo lo que vino después. Desde este punto de vista filosófico se deduce que desde el principio no hubo ningún propósito inteligente que guiara la evolución. Si la inteligencia existe hoy, es sólo porque ha evolucionado ella misma a través de procesos mate-rialistas sin propósito.

Una teoría materialista de la evolución debe invocar inherente-mente dos procesos. En el fondo la teoría debe estar basada en el azar, porque eso es todo lo que queda luego de que hayamos des-cartado todo lo que involucre inteligencia o propósito. Sin embargo, las teorías que sólo invocan al azar no son creíbles. Algo que todo el mundo reconoce es que los organismos vivos son enormemente complejos, mucho más que, digamos, una computadora o un avión. Que estas entidades complejas hayan venido a existir sólo por ca-sualidad es claramente menos creíble que considerar que fueron diseñados y construidos por un creador. A fin de respaldar su afir-mación de que el diseño inteligente es una ilusión, los darwinistas necesitan proveer alguna fuerza constructora de la complejidad que no tenga mente ni propósito. La selección natural es por lejos el can-didato más plausible.

Si suponemos que las mutaciones aleatorias genéticas proveye-ron la nueva información genética necesaria, por ejemplo, para darle a un mamífero pequeño un empujón hacia la posibilidad de tener alas, y si suponemos que cada paso en el proceso de construir las alas le dio a las criaturas una posibilidad adicional de superviven-cia, entonces la selección natural se encargó de asegurarse que las criaturas favorecidas pudieran proliferar y reproducirse. Sigue como consecuencia lógica que las alas pueden aparecer - y lo van a hacer - como si fuera el plan de un diseñador. Por supuesto, si las alas y otras mejoras no aparecen, la teoría explica su ausencia tan bien como su existencia. Las mutaciones necesarias no llegaron, o las “limitaciones de desarrollo” evitaron ciertas posibilidades, o la se-lección natural prefirió otra cosa. No existe ningún requerimiento de que alguna de estas especulaciones estén respaldadas por eviden-cia experimental ni de los fósiles. Para los darwinistas, el sólo hecho de poder imaginar el proceso es suficiente para confirmar que algo del tipo imaginado debe haber ocurrido.

Richard Dawkins llama a este proceso de creación por mutación y selección “el relojero ciego”, y con este rótulo quiere decir que una fuerza diseñadora materialista y sin propósito sustituye a la deidad “relojera” de la teología natural. El poder creativo del relojero ciego está apoyado sólo por evidencia muy escasa, como el famoso ejem-plo de una población de polillas en la que el porcentaje de polillas oscuras aumentó durante un período en que los pájaros podían ver mejor las polillas claras contra un fondo de árboles oscurecidos por el humo. Esto puede ser

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Evolución: ¿ De dónde venimos?

Proponemos el texto de una conferencia dictada por el Dr. José A. Díaz, profesor del Departamento de Biología Animal I (Unidad Docente de Verte-brados, Facultad de Biología) de la U.C.M., dentro del Aula Crítica de Otoño de la Asociación Cultural Charles Peguy (curso 1997-98). Consideramos que ofrece un juicio cultural novedoso acerca de la evolución biológica.

La evolución de las especies es el tema más apasionante de to-dos para un profesional de la biología. En efecto, se ha dicho que nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución. Pero además, la evolución es un tema popular, un tema que interesa a todo el mundo. ¿Por qué? Porque tiene que ver con nuestro origen y con el significado de nuestra existencia. A lo largo de esta diser-tación, por ejemplo, se menciona un yacimiento de invertebrados fósiles conocido como Burgess Shale que tiene unos 570 millones de años de antigüedad y que se localiza en las Montañas Rocosas del Suroeste de Canadá. Si digo que este yacimiento aporta datos decisivos sobre el origen y diversificación de los grandes tipos de organización del Reino Animal, es probable que lo primero que se piense es que se trata de una cuestión técnica que interesa sólo a los biólogos. Si, en cambio, digo que un pequeño fósil llamado Pikaia y encontrado en ese yacimiento tiene que ver con el hecho de que nosotros estemos aquí ahora ante esta pantalla, seguro que la actitud del lector cambia. Me ha llamado la atención el hecho de que muchos libros divulgativos sobre evolución comienzan aludiendo a estas preguntas últimas profundamente arraigadas en el corazón de cada hombre. Monod, por ejemplo, en el primer párrafo de su famo-sa obra sobre “El azar y la necesidad” afirma que “la ambición última de la ciencia entera es fundamentalmente dilucidar la relación del

hombre con el universo”, y que “a la biología le corresponde un lugar central, por ser la disciplina que intenta ir más directamente al cen-tro de los problemas que se deben haber resuelto antes de poder proponer el de la «naturaleza humana»”. Otro de los libros comienza con una cita ni más ni menos que de Ezequiel: “… y pondré sobre vosotros nervios, y os cubriré de carne, y extenderé sobre vosotros piel, y os infundiré espíritu, y viviréis…”. Otro, por fin titula su primer capítulo “¿Por qué existe la gente?”.

Es evidente que el deseo de responder a estas preguntas forma parte de la estructura original del “corazón” humano. Ahora bien, y esta es una precisión importantísima, lo que caracteriza a la cien-cia es el método de la respuesta. En vez de buscar una respuesta general, la ciencia responde a preguntas más limitadas; en vez de preguntarse quiénes somos o por qué existimos, se pregunta por qué nuestro esqueleto se parece más al de un chimpancé que al de un besugo. Los enunciados científicos, para poder ser tales, deben estar sujetos a confrontación con la experiencia física, “medible”; el tipo de certeza que la ciencia pretende no deja ningún espacio a la libertad de decidir entre el “sí” o el “no” de las explicaciones que propone. El método científico tiene ventajas indiscutibles: por su na-turaleza analítica, es capaz de pasar de lo simple a lo complejo, construyendo teorías que experimentan un continuo progreso. Pero, junto a las ventajas, aparecen también inconvenientes. En primer lugar, la especialización es un resultado inevitable del carácter par-cial del método empleado: emerge un cuerpo de conocimientos que son como islas en el océano. Y, dado que en el fondo del ímpetu de conocer late siempre un deseo de unidad, esta fragmentación no satisface. En segundo lugar, el deseo de responder a las grandes preguntas no abandona nunca al sujeto humano. En consecuencia, el científico tiende inevitablemente a dar respuestas globales. Pero al hacerlo, reduce la amplitud de las preguntas originales, por fuerza del método usado, a la vez que “traiciona” dicho método. El peligro

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está en que tanto el científico como su audiencia tienden a olvidar la parcialidad intrínseca del método empleado, con lo que la respues-ta deja de ser científica y se convierte en ideológica. De hecho, las citas textuales que acabo de leer introducen, ya desde el principio, una sombra de duda no tanto sobre la posición humana de sus au-tores como fundamentalmente sobre el carácter científico de sus argumentos.

Hechas estas precisiones, el objeto de esta disertación es tratar de resumir lo que la ciencia tiene que decir acerca de la evolución de la vida en la Tierra. Como punto de partida, podemos preguntarnos qué características definen a los seres vivos. A un nivel elemental, las dos propiedades “extrañas” que permiten distinguir a un ser vivo de un objeto inanimado son la capacidad de reproducirse dando lu-gar a otros organismos semejantes a él, y la posesión de estructuras teleonómicas, es decir, que tienen una finalidad, en el sentido de que desempeñan una función. La segunda propiedad la comparten con los objetos artificiales diseñados por el hombre: de modo análogo a como un micrófono sirve para amplificar la voz, el ala o el pico de un ave sirven, respectivamente, para volar y para manipular el alimen-to. Sin embargo, los objetos artificiales no son capaces de reprodu-cirse, a diferencia de los seres vivos. Es la conjunción de las dos propiedades la que define a los organismos como tales. Cualquier teoría científica que intente explicar la diversidad de la vida tendrá que dar cuenta de estas dos propiedades fundamentales.

Comencemos por estudiar la primera de estas propiedades, que podríamos denominar la constancia reproductiva. Para ello hemos de adentrarnos en los descubrimientos realizados en el campo de la genética molecular desde los años 50. En 1953 Watson y Crick anunciaron que habían dilucidado la estructura química del material genético, el ADN. El ADN es una larga molécula compuesta por una doble cadena de unidades alternas de azúcar y fosfato. Ensambla-da con cada unidad de azúcar hay una de cuatro posibles bases

nitrogenadas que se reconocen químicamente dos a dos: guanina (G) con citosina (C) y adenina (A) con timina (T). La larga molécula se halla empaquetada formando una doble hélice que puede abrirse como una cremallera, de forma que cada uno de los dos filamentos del ADN sirva de molde para la síntesis del filamento complementa-rio. Esto es lo que ocurre cuando los cromosomas se replican duran-te la división celular.

La siguiente pregunta es cómo codifica el ADN la información ne-cesaria para construir un cuerpo. Para ello tenemos que recurrir a un segundo tipo de moléculas, las proteínas, que son precisamente las responsables últimas de las “funciones” que desempeñan los orga-nismos. De hecho, puede afirmarse, simplificando, que los cuerpos están hechos de proteínas, y que cada órgano tiene sus propieda-des características por los tipos específicos de proteínas que con-tiene. Por poner sólo algunos ejemplos, la piel está formada por una proteína llamada queratina, los glóbulos rojos transportan el oxígeno gracias a la hemoglobina, que es otra proteína, y los procesos meta-bólicos son controlados químicamente por toda una batería de pro-teínas conocidas globalmente como enzimas. Las proteínas están formadas por cadenas de aminoácidos, y las distintas secuencias de aminoácidos de las distintas proteínas son las que determinan su estructura y función. Los aminoácidos, por tanto, son las unidades de las proteínas análogamente a como las bases nitrogenadas son las unidades del ADN. Ahora bien, mientras en el ADN esas unida-des son cuatro, en el caso de las proteínas los aminoácidos son veinte. ¿Existe algún tipo de mecanismo mediante el cual las cuatro “letras” del ADN puedan convertirse en veinte y formar palabras, o sea, proteínas? La respuesta es que sí: hoy conocemos con exac-titud el proceso, que tiene lugar en dos pasos. En el primer paso, llamado de transcripción, se copia uno de los filamentos del ADN en un filamento complementario de ARN mensajero. En el segun-do y más decisivo paso, denominado de traducción, interviene una

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maquinaria celular compleja que lee la información del ARN en tri-pletes, o grupos sucesivos de tres bases. Las cuatro bases del ARN mensajero dan lugar a 4x4x4, o sea 64, posibles tripletes o trios de bases, cada uno de los cuales especifica un aminoácido. La relación entre tripletes y aminoácidos ha sido descifrada (por Severo Ochoa, entre otros) y recibe el nombre de código genético. El triplete GAG, por ejemplo, significa “ácido glutámico” (uno de los 20 aminoácidos). El hecho de que haya 64 tripletes y sólo 20 aminoácidos se explica porque varios tripletes distintos pueden codificar para el mismo ami-noácido. Podemos ya entender que un gen, desde el punto de vista molecular, no es sino la secuencia de bases del ADN que codifica para una proteína determinada. En la síntesis de una proteína, los aminoácidos especificados por el gen correspondiente van siendo añadidos uno por uno a la cadena en crecimiento.

La función de los genes, por tanto, es codificar para el montaje de proteínas, y, por extensión, permitir al óvulo fecundado desarrollarse en un cuerpo adulto. Además, una implicación fundamental del me-canismo descrito es que la información genética fluye únicamente en una dirección, del ADN hacia las proteínas, y no al revés. Esta afirmación se conoce con el nombre de dogma central de la biología molecular y significa, entre otras cosas, que las características ad-quiridas por el organismo a lo largo de su vida adulta no son here-dadas por sus descendientes, ya que no existe ningún modo de que los logros alcanzados por las proteínas del adulto fluyan contraco-rriente, alcancen a los genes y lleguen a modificar la estructura quí-mica del ADN. Dicho de otro modo: el dogma central de la biología molecular supone la refutación definitiva de las teorías de Lamarck, quien postulaba que los caracteres adquiridos por el uso o el desuso podían heredarse. De hecho, no es así, y por más que una jirafa pre-tenda - e incluso logre - alargar su cuello para alcanzar ramas cada vez más altas, nunca conseguirá que el alargamiento en cuestión sea transmitido a sus descendientes.

La siguiente pregunta es: si de una parte el mecanismo de replica-ción del ADN se limita a producir copias idénticas al molde original, y, de otra, los cambios desarrollados por el adulto no se transmiten a su descendencia, ¿cómo puede tener lugar la evolución, que signi-fica, por definición, cambio en el tiempo? La respuesta es que oca-sionalmente se producen mutaciones, es decir, cambios en la com-posición química del ADN antes de que tenga lugar su traducción en proteínas. Las mutaciones pueden ser inducidas por distintos tipos de radiación, como en el caso de la mosca del vinagre que aparece en la figura (mutación antennapedia: patas torácicas en el lugar de las antenas), por temperaturas elevadas y por no pocos productos químicos, o también pueden producirse de forma espontánea. Sea cual sea la causa que las origina, si estas mutaciones del ADN se producen en las células que acabarán dando lugar a los óvulos o a los espermatozoides, entonces sus efectos se transmitirán a las siguientes generaciones. Es importante tener en cuenta que las mu-taciones no están relacionadas con, ni son causadas por, las exi-gencias que el ambiente impone al organismo. Dicho de otro modo: un individuo mutante no tiene más probabilidad de aparecer en un ambiente en el que su mutación resultaría ventajosa que en otro am-biente en el que, por el contrario, su mutación resultaría perjudicial. Las mutaciones simplemente acontecen, y sólo una vez ocurridas resultan beneficiosas, perjudiciales, o neutras.

Llegamos así a la aportación realmente original de Darwin, que es el mecanismo que postula como principal motor del cambio evolutivo en el título de su obra principal, “El Origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida”. Darwin observó que las especies contenían variabilidad y que las distintas variantes diferían en su capacidad para hacer frente a lo que el denominó “la lucha por la vida”, o sea, la competencia entre individuos planteada por el hecho de que los organismos tienden a reproducirse muy por encima de los niveles de

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población que caben en el ambiente. El ejemplo original de Darwin es el del elefante africano, una especie realmente muy poco fecun-da. Si una hembra saca adelante 6 crías entre los 30 y los 90 años, al cabo de unos 750 años habría 19 millones de elefantes. Así que de las 6 crías, 4 tienen que morir sin dejar descendientes para que la población se mantenga estable. Darwin dedujo que las variantes más eficaces a la hora de encontrar alimento y pareja, escapar de los depredadores, etc., tendrían una mayor probabilidad de dejar descendientes. Aunque él no sabía nada de los mecanismos de la herencia, concluyó que, puesto que los hijos tienden a parecerse a sus padres, era de esperar que los caracteres responsables de la ventaja pasaran al siguiente ciclo de selección, aumentando su fre-cuencia. En realidad, el concepto de selección natural, tal y como lo entendemos hoy, tiene estructura lógica de silogismo, con tres premi-sas de las que se sigue necesariamente una conclusión. Así, si un ca-rácter es heredable (primera premisa), muestra variabilidad entre los individuos de una población (segunda premisa) y, además, las distintas variantes difieren en su eficacia biológica, definida como el número de descendientes que son capaces de producir a lo largo de toda su vida (tercera premisa), entonces habrá un efecto generacional predecible: los individuos con la variante más eficaz dejarán mayor número de descendientes, y su frecuencia aumentará en la siguiente generación.

¿Existen datos empíricos que demuestren el cumplimiento en la naturaleza de estas tres premisas? La respuesta es que sí, y el ejemplo más conocido y mejor documentado es el de la evolución del melanismo en las polillas inglesas de la época de la Revolución Industrial. La forma típica del norte de Europa tiene un patrón de coloración jaspeado sobre fondo claro que le sirve para camuflarse sobre los líquenes que cubren los troncos de árbol sobre los que reposa. La contaminación en las zonas más industriales de Ingla-terra produjo la muerte de los líquenes, dejando ennegrecidas las cortezas de los árboles. En esa misma época, hizo su aparición una

forma melánica que, detectada por primera vez cerca de Manches-ter en 1848, aumentó de frecuencia hasta alcanzar el 90% de la po-blación de polillas en áreas contaminadas a mediados del siglo XX.

Este aumento fue ocasionado casi con total seguridad por la selec-ción natural. Diversas observaciones revelaron que las aves insectí-voras tienden a capturar con más frecuencia a las polillas peor camu-fladas; así, en áreas contaminadas, cuando se soltaban igual número de polillas de ambas formas, al cabo de un tiempo se recapturaba un número mayor de individuos melánicos, mientras que en áreas no contaminadas sucedía al revés. Los primeros cruces genéticos de-mostraron, además, que el patrón de coloración era heredable. Así que estas polillas reunen todas las condiciones para que opere la se-lección natural: hay variación en el patrón de coloración, esta variación es heredable, y las variantes difieren en su probabilidad de sobrevivir para dejar descendencia. En las áreas contaminadas, en consecuen-cia, las polillas melánicas sobreviven mejor, dejan más descendencia, y su frecuencia aumenta: la selección natural las favorece.

Una vez concluido este repaso histórico, estamos ya en condicio-nes de preguntarnos qué podemos decir acerca de la evolución de las especies como hipótesis científica. El término evolución significa cambio, cambio en la forma y comportamiento de los organismos a medida que se suceden las generaciones. Además, el concepto actual de evolución implica que dicha evolución se ha producido a partir de un origen común, de modo que la actual diversidad de es-pecies se ha generado por sucesivas divisiones de las “ramas” del árbol de la vida hasta llegar a un único y remoto antepasado común de todas las formas vivas actuales.

De hecho, para explicar la actual diversidad de especies pueden ensayarse tres hipótesis: fijismo, transformismo y evolución. Según las explicaciones fijistas, las especies se originan con total indepen-dencia unas de otras y se mantienen inmutables en el tiempo, como

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puede verse en la figura de la derecha. (En los gráficos, el eje vertical representa el transcurso del tiempo, mientras que el eje horizontal representa los cambios en la forma: cualquier desvío respecto de la perfecta verticalidad sería incompatible con las teorías fijistas). En las teorías transformistas, las especies cambian, pero sin divi-dirse para generar nuevos linajes, así que tienen que postularse orígenes independientes para cada una de las estirpes que obser-vamos. Según la teoría evolutiva, por fin, la diversidad se explica por descendencia con modificación a partir de un origen común. Es decir: las tres teorías difieren en dos aspectos esenciales. Uno es el del origen independiente versus origen común y otro el de la mutabilidad versus inmutabilidad de las especies. Desde el punto de vista científico, hay que considerar qué tienen que decir los he-chos acerca de estas dos cuestiones.

Respecto al problema de la fijeza o mutabilidad de las especies, lo primero que conviene hacer es dar una definición, aunque sea aproximada, de qué sea una especie. Para nuestros propósitos, bas-ta con admitir que las especies se caracterizan por dos propiedades básicas: el aislamiento reproductivo y la semejanza morfológica. Sin entrar en detalles, para demostrar que una especie puede transfor-marse en otra habrá que probar que las poblaciones pueden dar lugar a descendientes que no se parecen a sus antepasados y que estos descendientes “no semejantes” pueden llegar a ser incapaces de cruzarse con individuos parecidos a sus antepasados. Pues bien, aunque la evolución es demasiado lenta para poder ser observada en el tiempo de que disponemos como seres humanos, existen pobla-ciones cuya morfología ha cambiado de manera observable, como en el caso del melanismo industrial. La producción de variedades de plantas y animales domésticos por selección artificial suministra otro ejemplo pertinente: la diferencia entre un basset y un pastor alemán es más acusada que la diferencia entre un chacal y un lobo. Las variaciones clinales dentro de algunas especies, especialmente

los llamados círculos de razas, aportan nuevos datos en favor de la mutabilidad: las gaviotas sombría (Larus fuscus) y argéntea (Larus argentatus), por ejemplo, son perfectamente distinguibles en Europa noroccidental, donde apenas existen híbridos, pero a lo largo de las costas que rodean el Océano Ártico tiene lugar una sucesión de razas con una modificación tan paulatina de sus caracteres (tamaño, colora-ción del dorso y de las patas) que la barrera de separación entre am-bas especies termina por resultar arbitraria. De hecho, la distribución observada es interpretable como un gradiente de subespecies que llega a cerrarse en círculo: en el punto donde coinciden los extremos las dos formas son “buenas” especies, pero a lo largo del círculo se produce una transformación gradual entre ambas.

En el caso de las plantas, las nuevas especies pueden incluso crearse en el laboratorio. El procedimiento habitual consiste en to-mar dos especies distintas aunque emparentadas e impregnar el es-tigma de una con el polen de la otra. El resultado es la aparición de híbridos estériles a los que se trata con agentes químicos que res-tauran la fertilidad duplicando el número de cromosomas. De este modo, los híbridos son capaces de reproducirse entre sí pero no con las especies parentales, con lo que, de hecho, se han convertido en una nueva especie reproductivamente aislada. Este mecanismo de formación de nuevas especies opera también en la naturaleza, hasta el punto de que, a juzgar por el número de cromosomas, en torno al 75% de las especies de plantas con flores se han originado por alguna variante de él. Podríamos citar más fuentes de evidencia, como el re-gistro fósil de determinados grupos particularmente bien documenta-dos, pero con lo dicho basta para demostrar que las especies pueden transformarse unas en otras y que, de hecho, esto es lo que hacen en la naturaleza. La hipótesis fijista, en consecuencia, es incompatible con los datos suministrados por la experiencia, y debe ser rechazada.

Ahora bien, como hemos visto, la teoría de la evolución requie-re que se demuestre no sólo la mutabilidad de las especies sino

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también su origen común, ya que tanto el transformismo como el evolucionismo admiten que las especies cambian en el tiempo. Las evidencias más obvias en favor del origen común proceden de las similitudes entre especies, que pueden ser de dos tipos. En primer lugar, aquellas que podemos atribuir al desempeño de una misma función, como por ejemplo la forma ahusada e hidrodinámica de los cachalotes, focas, pingüinos y truchas, que representa el tipo de es-tructura requerido para desplazarse eficazmente por el agua. Pero además de estas similitudes que podríamos denominar funcionales, existen otras que no resultan tan fáciles de explicar en términos de adaptación al ambiente. Un ejemplo clásico es el de la estructura de las extremidades de los vertebrados cuadrúpedos. Así, los miembros anteriores de un hombre, un gato, una ballena o un murciélago tie-nen todos la misma estructura básica, a pesar de desempeñar fun-ciones muy distintas. La explicación evolutiva de estas semejanzas, innecesarias desde el punto de vista funcional, es bien sencilla: los cuadrúpedos tienen miembros semejantes porque los han heredado de un antepasado común que ya poseía esa estructura básica. Si los distintos linajes hubieran tenido orígenes distintos, no habría nin-guna razón para que presentasen este tipo de homologías. A nivel molecular, las homologías alcanzan la máxima extensión posible, ya que abarcan a todas las formas vivas. El código genético, por ejem-plo, es universalmente compartido por todos los organismos, y ade-más la universalidad del código no puede explicarse por argumentos químicos de afinidad entre las bases del ADN y los aminoácidos de las proteínas. Dicho de otro modo: el código genético es igual de arbitrario que el lenguaje humano. Caballo se dice “caballo” en es-pañol, “horse” en inglés, “cheval” en francés y “equus” en latín. ¿Por qué entonces todas las formas de vida comparten el mismo código? La mejor explicación es en términos de herencia común: el código debió fijarse en una fase muy temprana de la historia de la vida, y desde entonces se ha mantenido como una especie de “accidente

congelado”. Aunque la elección inicial debió ser contingente, una vez establecido el código su perpetuación quedó garantizada por la selección natural, ya que cualquier mutante que alterase la pauta de lectura equivocaría todas sus proteínas y sería incapaz de sobrevi-vir. Por fin, una última evidencia del origen común la constituye la demostración, desarrollada por Pasteur, de que la generación es-pontánea de vida es imposible bajo las condiciones físico-químicas imperantes en la Tierra desde hace por lo menos 2.000 millones de años. En consecuencia, el suministro contínuo de organismos infe-riores requerido por las teorías transformistas no puede tener lugar. Así que, una vez confirmado el origen común de todas las formas vi-vas actuales, hay que contemplar la evolución, no como una simple hipótesis científica, sino como un hecho probado.

Hemos visto que la evolución por selección natural “explica” las adaptaciones exhibidas por los organismos vivos, es decir, da razón de la segunda propiedad fundamental que introducíamos al princi-pio. Ahora bien, ¿es suficiente para explicar el origen de todas las adaptaciones, hasta el punto de funcionar como el equivalente en biología de la ley de gravitación universal en física newtoniana? Para responder a esta pregunta puede ser útil fijarnos en el concepto de preadaptación, partiendo, una vez más, de un ejemplo. Las suturas craneales de los mamíferos permiten la deformación del cráneo du-rante el tránsito por el canal del parto, y son imprescindibles para que el alumbramiento se produzca sin dañar a la cría. En este sentido, las suturas craneales y su tardía osificación constituyen una adap-tación para el tránsito por el canal del parto. Ahora bien, ¿pueden haberse originado por selección natural para esta función? No, por la sencilla razón de que ya aparecen en los reptiles, antepasados de los mamíferos, quienes no necesitaban dichas suturas para salir del huevo. Y, sin embargo, las suturas son fundamentales para que los mamíferos puedan reproducirse. En este sentido, se dice que las suturas de los reptiles son una preadaptación para el tránsito por el

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canal del parto en los mamíferos. La distinción puede parecer se-mántica, pero es fundamental si se tiene en cuenta que, a nivel mo-lecular, describe perfectamente lo que sucede en el origen mismo de cualquier novedad evolutiva. En efecto: una mutación favorable en el ADN, que, por definición, no puede ser inducida por la selección natural, es una preadaptación para la función que desempeñará la proteína mutada. Así que tanto a nivel de estructuras complejas, como sobre todo al nivel de los procesos químicos fundamentales que gobiernan la transmisión de la vida, la selección natural explica el desarrollo histórico de la evolución, pero no su origen. Y en este punto, la pregunta por el origen vuelve a emerger con toda su fuer-za, y a ella volveremos dentro de un momento. Por ahora, podemos afirmar que la palabra contingencia es la que mejor describe lo que la ciencia tiene que decir acerca de la naturaleza última del proceso evolutivo. Puesto que la evolución depende tanto de las condiciones siempre variables impuestas por el ambiente como de la aparición de “novedades” en el patrimonio genético que no están relacionadas con, ni son causadas por, las exigencias ambientales, la forma y di-rección de los cambios que tendrán lugar en el futuro son esencial-mente impredecibles, hasta el punto de que la mejor comparación que puede establecerse es con la historia humana. Así, es evidente que el mundo sería hoy de otra manera si Aníbal hubiese vencido a Escipión en las guerras púnicas y el imperio romano no hubiese llegado a existir, o si hubieran sido los ingleses en vez de los espa-ñoles quienes hubiesen descubierto América. De modo similar, la exquisita variedad de formas y funciones que observamos hoy en la naturaleza podrían haber sido muy distintas si determinados aconte-cimientos del pasado hubiesen sucedido de otra manera.

El mejor ejemplo que conozco de la naturaleza contingente de la evolución es el de los fósiles de Burgess Shale a que me refería al comenzar la conferencia. Lo que estos fósiles sugieren, según la reinterpretación que han recibido en los últimos años, es que hace

530 millones de años había en los mares primitivos seres de formas extrañas y fantásticas, y que estos invertebrados mostraban más diversidad estructural que todos los tipos de animales que pueblan hoy los océanos del mundo. Es más, las pocas estirpes que sobre-vivieron no son las que, aparentemente, resultaban en su tiempo más numerosas y eficaces, lo que ha dado lugar a que se hable de la “diezmación” de Burgess Shale, significando eliminación sin cau-sa aparente de nueve de cada diez tipos presentes en los mares del Cámbrico. Entre los géneros que lograron sobrevivir se encuentra Pikaia, el primer cordado conocido, o, lo que es lo mismo, el primer ejemplar registrado del tipo de organización a que nosotros mismos pertenecemos. Cito literalmente a Stephen Jay Gould: “Sospecho, por la rareza de Pikaia en Burgess Shale y por la ausencia de cor-dados en otros yacimientos del Palozoico Inferior, que nuestro tipo no figuraba entre las grandes historias de éxito del Cámbrico, y que los cordados se enfrentaban a un delicado futuro en la época de Burgess Shale. Pikaia es el eslabón perdido y final en nuestro relato de contingencia, la conexión directa entre la diezmación de Burgess Shale y la eventual evolución humana... Rebobínese la cinta de la vida hasta los tiempos de Burgess Shale y hágase tocar de nuevo. Si Pikaia no sobrevive en la repetición, somos barridos de la historia futura: todos nosotros, desde el tiburón al petirrojo y al orangután. Y no creo que ningún pronosticador, si hubiera dispuesto de la evi-dencia de Burgess Shale como la conocemos hoy en día, hubiera concedido ventajas muy favorables a la persistencia de Pikaia. Y así, si se quiere formular la pregunta de todos los tiempos (¿por qué existen los seres humanos?), una parte de la respuesta, relaciona-da con aquellos aspectos del tema que la ciencia puede tratar de algún modo, debe ser «Porque Pikaia sobrevivió a la diezmación de Burgess Shale». Esta respuesta no menciona ni una sola ley de la naturaleza; no incorpora afirmación alguna sobre rutas evolutivas previsibles, ningún cálculo de probabilidades basado en reglas ge-

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nerales de anatomía o de ecología. La supervivencia de Pikaia fue una contingencia de la historia.”

En resumen: la ciencia nos lleva hasta un punto en el que se abren nuevos interrogantes a los que ella no es capaz de dar res-puesta. ¿Por qué se producen las mutaciones favorables, y por qué precisamente las que han originado un mundo en el que nosotros nos planteamos estas preguntas? ¿Por qué sobrevivió Pikaia? En la medida en que estos interrogantes atañen al significado de nues-tra existencia, son, como decía al principio, tan irrenunciables como científicamente incontestables. De lo que se deduce, como primera conclusión, que la “verdad científica” no agota toda la verdad, ni es una verdad definitiva. Por su propia naturaleza, la descripción científica del mundo provee un conocimiento parcial, constituido por hipótesis siempre revisables; considerar a la ciencia como deposi-taria de “verdades últimas” es el peor servicio que puede hacérsele. Una segunda conclusión es la irracionalidad de apoyar en la ciencia concepciones sociopolíticas, filosóficas o religiosas. Esto es lo que ha sucedido con la teoría de Darwin, recurrentemente utilizada para afirmar concepciones racistas en la línea de la supervivencia de los mejor dotados o para construir cosmovisiones ateas supuestamente fundadas en la ciencia. Por el contrario, hay que reconocer la inade-cuación del método científico para explorar el significado del hombre y del universo. La ciencia no puede demostrar si la evolución es obra del ciego azar o si representa el desarrollo histórico de algún tipo de causa o de proyecto. Desde este punto de vista, queda bien de manifiesto la debilidad de la posición de Monod cuando afirma que “sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. El puro azar, el único azar, libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna no es ya hoy en día una hipótesis, entre otras posibles o al menos concebibles. Es la sola concebible, como única compatible con los hechos (...). Y nada permite suponer

(o esperar) que nuestras posiciones sobre este punto deberán e in-cluso podrán ser revisadas”. El problema no es tanto antropológico como científico, en cuanto que se está pretendiendo que el método científico apoye una concepción ontológica, una concepción del ser.

Ahora bien, es precisamente la experiencia la que lleva a admitir un concepto de razón más amplio que el de la ciencia pura y dura. Si por razón entendemos “medida” de la realidad, en el sentido de demostrabilidad directa, entonces las preguntas a que la ciencia nos conduce carecen de respuesta racional, lo que sería un resultado trágico para la razón. Pero si la razón, la razón unitaria que todos po-seemos, es apertura a la realidad según la totalidad de sus factores, entonces hay que admitir que existen diversos métodos para alcan-zar certeza acerca de la realidad, y que la realidad contiene datos cuya interpretación requiere el concurso de otros métodos distintos del científico. Yo puedo decir con certeza, por ejemplo, que mi mujer me quiere. De esto estoy tan seguro como del hecho de la evolu-ción por selección natural, incluso más aún en el sentido de que me interesa más, es más importante para mi vida. Es apasionante que se haya descubierto que las especies evolucionan y que cada día sepamos más acerca de cómo lo hacen, porque es un aspecto de la verdad. Sin embargo, por lo que concierne al problema del significa-do de mi existencia, el que mi mujer me quiera, aunque yo no pueda demostrarlo, es más relevante que la evolución biológica del linaje humano, y nadie puede negar que se pueda adquirir una certeza ra-zonable al respecto. ¿Qué método permite alcanzar este tipo de cer-tezas que, insisto, son absolutamente fundamentales para la vida? Un método que, partiendo de signos, llegue a la intuición sintética de la verdad. De hecho, este tipo de método es el que caracteriza al genio científico: cuando Darwin descubrió la evolución por selección natural, no hizo sino alcanzar una intución universal a partir de los signos suministrados por largos años de observación de la naturale-za. De modo similar, el método con el que conozco que mi mujer me

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quiere, es intuido por mi inteligencia como el único modo razonable de explicar la convergencia ante mí de determinados signos o indi-cios. Pues bien, también en el campo de la biología existen indicios que reclaman a adquirir una certeza no ya científica sino moral. Ter-mino subrayando dos tipos de indicios que me parecen particular-mente importantes. En primer lugar, la belleza y la racionalidad de los procesos que, sobre todo a nivel molecular, rigen la transmisión y conservación de la vida, expresada de forma sintética en la última frase de “El Origen de las Especies”: “Hay grandeza en esta con-cepción de que la vida, con sus diversas formas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando infinidad de formas cada vez más bellas y portentosas”. En segundo lugar, el carácter contingente, en el que hemos tenido ocasión de insistir, de los sucesivos episodios que han desembocado en nuestra propia evolución. Nadie como Monod argumenta la extrema improbabilidad del misterioso ser humano, hasta el punto de sostener que, dado su grado de improbabilidad, su evolución sólo puede haberse pro-ducido una vez. Pues bien, cuanto más improbable resulta nuestra entrada en escena, tanta más fuerza cobra la hipótesis de que, en el origen de cada una de las mutaciones aparentemente acciden-tales, y de cada una de las circunstancias supuestamente fortuitas que en su día permitieron la supervivencia de viejos amigos como Pikaia, no está la ciega casualidad que nos ha arrojado en el mar de la nada, sino una libertad, algo totalmente nuevo en un universo en el que sólo caben el azar y la necesidad. Una libertad a la que noso-tros, los no-necesarios, podemos dirigirnos agradeciendo el don de ser hombres con la palabra más conmovedora de todo el lenguaje humano: Tú.

NUESTRO DEFECTO DE FABRICA

Rara es la guerra que no acaba fabricando “hombres-topo”, es decir, personas significadas del bando perdedor que, por miedo a las represalias, deciden encerrarse de por vida en una habitación a la que una persona de confianza, la única que conoce su presencia, les lleva lo necesario para subsistir. Con frecuencia ocurre que trein-ta o cuarenta años después de la guerra uno de ellos es descubierto por casualidad. . . I y entonces se entera de que no había ningún cargo contra él!

Tengo la impresión de que algo parecido nos ha ocurrido con el dogma del pecado original. Su formulación tradicional -que en se-guida vamos a recordar- resulta hoy tan impresentable que muchos cristianos han hecho de ella una “doctrina-topo”, arrinconándola ver-gonzantemente en el mismo cuarto trastero donde tiempo atrás se desterró a los reyes magos, a las brujas y a otros mil recuerdos de la infancia.

No obstante, yo abrigo la esperanza de que, si nos atrevemos a sacar a la luz del día la presentación que los teólogos actuales ha-cen del pecado original, descubriremos, como en el caso de aque-llos “hombres-topo”, que nuestros contemporáneos no tienen nada contra ella.

Recordemos cómo describía un viejo catecismo el pecado origi-nal:

“El cuerpo de Adán y Eva era fuerte y hermoso, y su espíritu era transparente y muy capaz. Gozaban así de un perfecto dominio so-

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bre la naturaleza entera”, pero pecaron, y su pecado “ha dañado a todos los hombres, pues a todos los hombres ha pasado la culpa con sus malas consecuencias”. “Este pecado se llama pecado here-ditario, porque no lo hemos cometido nosotros mismos, sino que lo hemos heredado de Adán.” “La culpa del pecado original se borra en el bautismo. Pero algunas de sus consecuencias quedan también en los bautizados: la enfermedad y la muerte, la mala concupiscen-cia y muchos otros trabajos.”

P-O/QUE-ES: Lo que ocurrió en el paraíso fue, por tanto, un “fatal error gastro-

nómico”, como dice irónicamente Michael Korda 1. Y es que para la moderna sensibilidad por la justicia resulta intolerable la idea de que un pecado cometido en los albores de la humanidad podamos here-darlo los hombres que hemos nacido un millón de años más tarde. Quedaría muy malparada la justicia divina si nosotros compartié-ramos la responsabilidad de una acción que ni hemos cometido ni hemos podido hacer nada por evitarla.

Se entiende que los genes transmitan el color de los ojos, pero ¿quién se atrevería a defender hoy la teoría de Santo Tomás de Aquino, según la cual el semen paterno es la causa instrumental físico-dispositiva de transmisión del pecado original? 2 También son muy serias las objeciones que nos plantea la paleontología. ¿En qué estadio de la evolución situaremos esa primera pareja que, según el catecismo, era “fuerte, hermosa de espíritu transparente y muy ca-paz”?; ¿en el estadio del homo sapiens, una de cuyas ramas sería el hombre de Neanderthal?; ¿en el del homo erectus, al que pertenecen el Pitecántropo y el Sinántropo?; ¿en el del homo hábilis, reconstruido gracias a los sedimentos de Oldoway, o tal vez en el estadio del aus-trolopitecus? Es verdad que sobre gustos no hay nada escrito, pero cuando uno contempla las reconstrucciones existentes de todos esos antepasados, cuesta trabajo admitir la afirmación de los catecismos

sobre su hermosura. Y en cuanto a su inteligencia... ¿para qué ha-blar? Después de Darwin es imposible defender que hubo una pareja más perfecta que nosotros en los albores de la humanidad.

Y lo malo es que ni siquiera podemos hablar de una pareja por-que, obviamente, la unidad biológica que evolucionó no era un indi-viduo, sino una “población”. Hoy la hipótesis monogenista ha tenido que ceder paso a la hipótesis poligenista. Y eso plantea nuevos pro-blemas al dogma del pecado original. Si hubo más de una primera pareja, ¿cuál pecó? Si fue “la mía”, mala suerte; pero si no...

No debe extrañarnos que el evolucionismo primero y el poligenismo después crearan un profundo malestar entre los creyentes y les induje-ran a elaborar retorcidas suposiciones para poder negarlos. Philip Gos-se, por ejemplo, propuso la idea de que Dios, con el fin de poner a prue-ba la fe del hombre, fue esparciendo por la naturaleza todos esos fósiles que en el siglo pasado empezaron a encontrar los evolucionistas.

Todavía Pío XII, en la Humani generis (12 de agosto de 1950), pedía a los científicos que investigaran, sí, pero después sometieran los resultados de su investigación a la Santa Sede para que ésta de-cida si la evolución ha tenido lugar y hasta dónde ha llegado 3. No creo que sean muchos los que estén dispuestos a supeditar la cien-cia a la fe y, cuando los hechos no encajen con sus creencias, digan: “Pues peor para los hechos.” Y no porque les falte fe, sino porque el Vaticano II ha afirmado “la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias”.4

Así pues, lo que procede es intentar reformular, a la luz de los nuevos datos que la ciencia nos ha aportado, el dogma del pecado original, que está situado en una zona fronteriza entre la teología y las ciencias humanas.

En busca del origen del malTratemos de reconstruir lo que ocurrió. La historia de Adán y Eva

procede únicamente de los tres primeros capítulos del Génesis (las

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alusiones de Sab 2, 24; Sir 25 24; 2 Cor 11, 3 y 1 Tim 2, 14, remiten todas ellas a dicho relato sin aportar nada nuevo).

El libro del Génesis es uno de los llamados “libros históricos” del Antiguo Testamento, pero esa narración es como un meteorito que, desprendido de los “libros sapienciales”, ha caído en medio de los “históricos”. Su estilo no deja lugar a dudas. Sería inútil buscar el “ár-bol de la ciencia del bien y del mal” en los manuales de botánica. Se trata de un término claramente sapiencial, como lo son los demás elementos de que se ocupa el relato: la felicidad y la desgracia, la condición humana, el pecado y la muerte; temas de reflexión todos ellos de la Sabiduría oriental.

Así pues, no podemos acercarnos al pecado de Adán con curiosi-dad de historiadores, como podriamos hacer con el pecado de Da-vid, por ejemplo. Es más: Adán ni siquiera es un nombre propio, sino una palabra hebrea que significa “hombre” y que, por si fuera poco, suele aparecer con artículo: ha adam (“el hombre”).

No debe extrañarnos que en esa narración -que no es histórica sino sapiencial- se ignore tanto la evolución de las especies como el poligenismo. Esos tres capítulos del Génesis no resultan de poner por escrito una tradición que hubiera ido propagándose oralmente desde que ocurrieron los hechos. ¡Así es imposible cubrir un lapso superior al millón de años! Tampoco cabe pensar que estamos ante un relato para mentes primitivas escrito por un autor que estaba “mejor informado” que sus contemporáneos por haber tenido una visión milagrosa de lo que aconteció.

Además, carece de sentido esperar que los autores bíblicos respon-dan a problemas de nuestra época, como los referentes al origen de la humanidad, que eran totalmente desconocidos para ellos. Lo que sí de-bemos buscar, en. cambio, son las respuestas que daban a problemas comunes entre ellos y nosotros porque así, en vez de acentuar los as-pectos anacrónicos de la Escritura, captaremos su eterna modernidad.

Pues bien, el autor de esos capítulos se plantea un tema clásico de la literatura sapiencial que además es de palpitante actualidad: ¿Por qué hay tanto mal en el mundo que nos ha tocado vivir? “¡Oh intención perversa! ¿De dónde saliste para cubrir la tierra de enga-ño?” (Sir 37, 3). Y dará una respuesta diferente de las que encontra-mos en las religiones circundantes.

Algunas creencias daban por supuesto que, si Dios había creado todo, tenía que haber creado también el mal. Según el poema babi-lónico de la creación, Ea. que modeló al hombre con barro, puso en él tendencias malas al mezclar con el barro la sangre podrida de un dios caído, Kingú 5.

Otras creencias, para salvaguardar la bondad de Dios, hacen que aparezca a su lado una especie de anti-dios que sería el origen del mal. Por ejemplo, en la religión de Zaratustra la historia del mundo es entendida como la lucha entre los principios opuestos e igual-mente originarios y poderosos del bien y del mal: Ohrmazd y Ahri-man 6. Nuestro autor rechaza ambas explicaciones. E1 mal, ni lo ha creado Dios ni lo ha creado un segundo principio independiente de Dios, sino que lo ha introducido en el mundo el mismo hombre al abusar de la libertad que Dios le dio. Sólo que el autor bíblico no se expresaba así, mediante términos abstractos, como nosotros. El pertenecía a una cultura narrativa. (Por eso Jesús, que pertenecía a esa misma cultura narrativa, se expresaba siempre con parábolas.)

Normalmente los escritores bíblicos no se inventaban las narra-ciones que iban a emplear como vehículo de expresión, sino que seleccionaban su material de las tradiciones populares de Israel y de los pueblos vecinos. En este caso les vino como anillo al dedo el relato de la creación en siete días que nosotros conocemos desde niños. Para dejar claro que existe un único principio, Dios aparece creando todo, incluso el sol y la luna que en otros pueblos eran con-siderados dioses. Y para decirnos que Dios no creó el mal, concluye

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cada día de la creación con el famoso estribillo de “vio Dios lo que había hecho, y estaba bien”. Después sólo faltaba añadir la narra-ción del pecado de Adán y Eva.

Evidentemente, cuando se analiza con detenimiento la solución propuesta, vemos que está mucho más claro lo que niega (el mal no lo ha creado Dios, pero tampoco un segundo principio distinto de Dios) que lo que afirma (el mal lo ha introducido el hombre abusando de su libertad), porque cabría preguntarnos: Y. ¿por qué el hombre abusó de su libertad, si fue creado bueno por Dios? El recurso a Sa-tanás, que a su vez seria un ángel caído (cfr. 2 Pe 2, 4; Jud 6), sólo traslada la pregunta a otro sitio: ¿Por qué pecaron los ángeles, si habían sido creados buenos por Dios?

De modo que el autor bíblico deja en el misterio el origen absolu-to, metafísico, del mal -la Escritura habla del “mysterium iniquitatis” (2 Tes 2, 7)-, pero no así el origen del mal concreto que había en su tiempo: Este lo habían introducido los hombres del pasado a través de una inevitable y misteriosa solidaridad.

El hombre moral en la sociedad inmoralDe paso, el autor bíblico nos ha dado una lección de “buen hacer”

teológico: La obligación de la teología es reflexionar sobre la expe-riencia humana para darle una interpretación desde la fe. Sólo así se evitará aquella acusación que definía irónicamente al teólogo como un hombre que da respuestas absolutamente precisas y claras a preguntas... que nadie se había hecho.

Así, pues, seguiremos nosotros también ese cambio: Reflexionar sobre nuestra situación de hoy para descubrir en ella las huellas del pecado original. De hecho, todos sabemos que “el hombre, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente ane-gado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador” 7. De este modo invertiremos el orden de la búsqueda: La presentación tradicional descendía de la causa al efecto. Se suponía

conocido lo que ocurrió en el pasado (la transgresión del paraíso) y se deducían las consecuencias que aquello tiene en el presente (pérdida de la gracia y de diversos dones). Nuestra presentación, desde los efectos (la situación de miseria moral en que vivimos, que es lo que nos resulta directamente conocido) ascenderá a buscar la causa.

Vamos a empezar desempolvando el concepto de responsabili-dad colectiva. Entre los semitas la conciencia de comunidad es tan fuerte que cuando tienen que aludir a la muerte de un vecino dicen: “Nuestra sangre ha sido derramada.” 8 Tan intensos eran sus lazos comunitarios que les parecía lógico ser premiados o castigados “con toda su casa”, tanto por el derecho civil como por Dios (cfr. Ex 20, 5-6; Dt 5, 9 y ss.). En medio de aquel pueblo los profetas tuvieron que insistir sobre la responsabilidad personal de cada individuo:

“En aquellos días no dirán más:‘Los padres comieron el agraz,y los dientes de los hijos sufren la dentera’;sino que cada uno por su culpa morirá:quienquiera que coma el agraz tendrá la dentera”(Jer 31, 29-30; cfr. Ez 18).

Nosotros, en cambio, educados en el individualismo del derecho ro-mano, lo que necesitamos es más bien profetas que nos hagan descubrir la responsabilidad colectiva. Veamos algunos datos de la experiencia:

Cada año mueren de hambre en el mundo cincuenta millones de hombres. Ninguno de nosotros querríamos positivamente que mu-rieran, y muchos desearíamos poder evitarlo, pero nadie sabe qué puede hacer.

Y a la vez tampoco nos sentimos inocentes: En nuestra mesa -en la mesa del 27 por 100 de la humanidad- está el 84 por 100 de la comida y de la riqueza del mundo. Y no creemos que sobre nada.

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INJUSTICIA/ESTRUCTURAS: Cuentan que la célebre teóloga alemana Dorothee Solle, durante el

debate que siguió a una de sus conferencias, fue impugnada por uno de sus oyentes. La reprochaba no haber hablado suficientemente del pecado. “Es verdad, contestó ella, he olvidado que como plátanos...” 9.

Por un libro posterior sabemos lo que quiso decir: “Con cada plá-tano que me como, estafo a quienes lo cultivan en lo más importante de su salario y apoyo a la United Fruit Company en su saqueo de América Latina” 10.

Nos ha transmitido la historia cómo el P. Conrad, director espiritual de Santa Isabel de Hungría, había prescrito a ésta no alimentarse ni vestirse con cosa alguna que no supiese ciertamente que había llega-do a ella sin sombra alguna de injusticia ll. Si hoy quisiéramos cumplir esta orden, no podríamos probar bocado y deberíamos ir desnudos: Quien pretende no matar ni robar en el mundo de hoy, debe pensar que se está matando y robando en el otro extremo de la cadena que a él le trae ese bienestar al que no está dispuesto a renunciar.

La maravilla de nuestro invento consiste en que semeJante violen-cia no la ejerce un hombre determinado contra otro igualmente deter-minado, lo que resultaría abrumador para su conciencia, sino que, a través de unas estructuras anónimas, el mal “se hace solo”. No hay culpables. León Tolstoi, en su famosa novela “Guerra y Paz”, hace esta finísima reflexión sobre la condena a muerte de Pierre Bezuiov:

“¿Quién era el que había condenado a Pierre y le arrebataba la vida con todos sus recuerdos, sus aspiraciones, sus esperanzas y sus pensamientos? ¿Quién? Se daba cuenta de que no era nadie. Aque-llo era debido al orden de las cosas, a una serie de circunstancias.

Un orden establecido mataba a Pierre, le arrebataba la vida, lo aniquilaba.” 12

Por otra parte, ¡cuántos hombres que acabaron incluso matando afirman sinceramente que ellos no quisieron hacer lo que hicieron!

El “Lute” escribió en su autobiografía: “Al nacer estaba ya marcado. Tenía un cromosoma XYP. Sí, p de prisión.” 13 Y es que no solamen-te el árbol tiene la culpa de los malos frutos, sino también el terreno. En un patio sin luz difícilmente crecerá bien un árbol; su mundo cir-cundante no le da ninguna oportunidad, lo deforma. Como dice un famoso texto orteguiano:

“Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. 14Podemos dar un paso más en nuestro análisis: Esa responsabili-

dad colectiva no nos une solamente a los hombres de hoy, sino qué nos liga también a los hombres del pasado. Dicho de forma analó-gica, ellos siguen pecando después de morir porque han dejado las cosas tan liadas que ya nadie sabe por dónde empezar a deshacer entuertos. La consecuencia es que sus pecados de ayer provocan los nuestros de hoy.

Lo que sirve de unión entre sus pecados y los nuestros es lo que san Juan llamaba “el pecado del mundo”, en singular (Jn 1, 29; 1 Jn 5, 19); es decir, ese entretejido de responsabilidades y faltas que en su interdependencia recíproca constituye la realidad vital del hombre. Hay teólogos que prefieren hablar de “hamartiosfera” (del griego hamartía = pecado). Nombres diferentes para referirnos a la misma realidad: Na-cemos situados. “Otros” han empezado a escribir ya nuestra biografía.

El corazón de piedraNo obstante, entenderíamos superficialmente la influencia de los

pecados de ayer sobre los de hoy si pensáramos que se reduce a un condicionamiento que nos llega desde fuera. Y conste que eso ya es suficientemente grave: Cualquier valor (la justicia, la verdad, la castidad, etc.) podría llegar a sernos inaccesible si viviéramos en un ambiente donde no se cotiza en absoluto y nadie lo vive.

Pero aquí se trata de algo más todavía: la misma naturaleza hu-mana ha quedado dañada, de tal modo que a veces distinguimos

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nítidamente dónde está el bien, pero somos incapaces de caminar hacia él. San Pablo describe esa situación con mucha finura psico-lógica en el capítulo 7 de la Carta a los Romanos:

“Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y. si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí (...) Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presen-ta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.” (/Rm/07/15-24)

De los Santos Padres fue san Agustín el gran doctor del peca-do original. Igual que san Pablo, no tuvo nada más que reflexionar sobre su propia existencia. Vivió dividido, atraído por los más altos ideales morales y religiosos. pero también atado por la ambición y la sensualidad:

“Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por to-das partes me veía cercado por ti (...) y hasta me agradaba el cami-no -el Salvador mismo-; pero tenía pereza de caminar por sus es-trecheces. (...) Veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo (...) Había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: ‘Dame la castidad y continencia, pero no ahora.’

(...) Yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mi mismo (...) Y por eso no era yo el que obraba, sino el pecado que habitaba en mí, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán.” 15

Podriamos expresar esa vivencia de Pablo y Agustín diciendo que -por culpa de nuestros antepasados- nacemos con un “defecto de

fábrica” para hacer el bien, tenemos un “corazón de piedra”, como le gustaba decir al profeta Ezequiel (11, 19; 36-26). Pues bien, ese “de-fecto de fábrica” es lo que la tradición de la Iglesia, a partir precisa-mente de san Agustín, llamó pecado original. Quizá pueda sorpren-der que llamemos “pecado” a algo que nos lo encontramos al nacer y es, por tanto, completamente ajeno a nuestra voluntad. Conviene aclarar que del pecado original y los pecados personales no se dice que sean “pecado” en sentido unívoco, sino en sentido análogo. El pecado original coincide con los pecados personales en que man-tiene al hombre en una situación de desamor y alejamiento de Dios, pero se distingue de ellos por cuanto no se le pueden exigir respon-sabilidades al sujeto. De hecho, muy pocos teólogos defienden hoy el limbo, cuya existencia se postuló en el pasado por creer que los niños que mueren antes de que el bautismo les “perdone” el pecado original, no podían ir al cielo 16.

El pecado no tiene la última palabraSalta a la vista que nuestra exposición del pecado original es per-

fectamente compatible con los datos de la ciencia.No importa que haya habido varias primeras parejas porque la ha-

martiosfera no es consecuencia de un pecado especialmente cuali-ficado que se diera en los orígenes, sino del pecado de toda la hu-manidad, incluyendo a las generaciones más próximas a nosotros.

Realmente, los once primeros capítulos del Génesis -que forman un todo unitario- invitan a no aislar el pecado de Adán y Eva (cap. 3) de muchos otros que forman constelación con él: el fratricidio de Caín (4, 8), la poligamia de Lámek (4. 19) y su cruel venganza (4, 23-24), la corrupción de la humanidad previa al diluvio (6, 5-8), la pérdida del respeto hacia su padre de Cam (9, 18-27) y, por fin, la división de Babel (11,1-9).

También podemos prescindir sin problemas de las afirmaciones sobre el estado de justicia original cuyos supuestos dones (inteli-

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25. Nuestro defecto de fábrica 25. Nuestro defecto de fábricaÍNDICE

gencia, ausencia de enfermedades, etcétera) se perdieron tras el pecado. El magisterio de la Iglesia nunca ha definido si el hombre dispuso alguna vez de tales bienes, y los perdió después por causa del pecado, o únicamente estaba en marcha un proceso que habría llevado a su adquisición, pero quedó interrumpido por el pecado. San Ireneo, por ejemplo, sostenía que la perfección de Adán era totalmente relativa, como la de un niño que todavía no posee lo que está llamado a ser 17.

Ocurre además que las “noticias” sobre ese estado de justicia original no proceden tanto de la Sagrada Escritura como de ciertos escritos apócrifos del judaísmo, especialmente la “Vida de Adán y Eva”. En dicho libro se indica que, tras el pecado, Dios infirió a Adán setenta calamidades desconocidas anteriormente, que van desde el dolor de ojos hasta la muerte 18,

Y ahora que hemos despojado al pecado original de toda la hoja-rasca que lo recubría dándole aspecto de mito increíble, vemos que lo que ha quedado es el testimonio de una alienación profunda de la que todos tenemos experiencia y que es un dato irrenunciable para cualquier antropología que quiera ser realista. Debería hacernos pen-sar el hecho de que existencialistas como Heidegger y Jaspers, que ya no comparten la fe cristiana, hayan necesitado conservar en sus filosofías los conceptos de una culpabilidad inevitable y omnipresente para explicar la situación existencial del hombre. Ignorar la realidad del mal es practicar una “política del avestruz” que siempre acaba co-brándose víctimas por no haber tomado las precauciones necesarias.

El mensaje del pecado original se resume diciendo que en el mun-do y en nuestro corazón hay mayor cantidad de mal de la que po-dríamos esperar atendiendo a la mala voluntad de los hombres. En consecuencia, el mundo y el hombre, abandonados a sus propias fuerzas, serían incapaces de salvación. Se trataría de una empresa tan patética como la de aquel barón de Münchhausen que intentaba

salir del pantano en que había caído tirando hacia arriba de su pro-pia coleta.

El marxista y ateo Ernst Bloch lo captó muy claramente: “El hom-bre se halla lleno de buena voluntad y nadie le va a la zaga en ello. Allí, empero, donde tiende su mano para ayudar, allí causa un estro-picio.” 19.

Gracias a Dios (y nunca mejor dicho), el pecado no tiene la última palabra. Por eso la reflexión sobre el pecado original exige necesa-riamente prolongarse hacia las acciones salvíficas de Dios. En el próximo capítulo veremos la primera de ellas: El Éxodo.Luis González Carvajal, Esta es nuestra fe, Teología para universitarios, Sal Terrae, Santander -1985. Págs. 13-27

NOTAS

1 MICHAEL KORDA, Power! How to get it, how to use it, Ballantine Books New York, 1975, p. Il.

2 SANTO TOMAS DE AQUINO, Suma teológica, 3, q. 28, a. 1; BAC, t. 12, Madrid, 1955, pp. 49-54. Una exposición mucho más cruda de esta teoría se encuentra en S. FULGENCIO, De fide ad Pe-trum, 2, 16; PL 40, 758.

3 “El magisterio de la Iglesia -escribió Pío Xll- no prohíbe las investi-gaciones y disputas de los entendidos, con tal de que todos estén dispuestos a obedecer el juicio de la Iglesia.” Dz 3896 (2327). Ni que decir tiene que no se trataba de una intervención ex cathedra.

4 Vaticano II, Gaudium et spes, 59 c.5 Poema babilónico de la creación, tablilla 6; en JAMES B. PRIT-

CHARD, La sabiduría del antiguo oriente. Antología de texros, Garriga, Barcelona, ]966, p. 43.

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25. Nuestro defecto de fábrica 26. ¿Existe el diablo?ÍNDICE

6 Cfr. MIRCEA ELIADE, Historia de las creencias y de las ideas reli-giosas, Cristiandad, Madnd, t. 4 (Texto)l 1980, pp. 127-129.

7 VATICANO II Gaudium et spes, 13.8 ROLAND DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento. Herder.

Barcelona, 2ª edi., 1976. p. 35.9 Citado en VARIOS AUTORES, Los grupos informales en la Iglesia,

Sígueme, Salamanca, 1975, p. 152.10 DOROTHEE SÖLLE, TeologÍa política, Sígueme. Salamanca,

1972. p 94. (La United Fruit, que monopoliza la explotación y co-mercialización de plátanos en América Central. Colombia y Ecua-dor, se llama ahora United Brands.)

11 YVES Mª CONGAR, Los caminos del Dio vivo, Estela. Barcelona, 1964, p 277.

12 LEON TOLSTOI, Guerra y paz; en Obras, Aguilar, Madrid,13 ELEUTERIO SANCHEZ, Camina o revienta, Edicusa, Madrid,14 JOSÉ ORTEGA Y GASSET, Meditaciones del Quijote; en Obras

completas, “Revista de Occidente”, t. 1, Madrid, 4ª. ed., 1975, p. 322.

15 SAN AGUSTIN, Las confesiones, lib. 8; en Obras de San Agustín, BAC, t. 2, Madrid. 5ª ed. 1968, pp.310-339.

16 Cfr. más adelante, pp. 205 ss17 SAN IRENEO, Adversus haereses, 4. 38,1-2; PG 110 5-110718 Vida de Adán y Eva (versión griega), w. 8 y 27; en Apocrifos del

Antiguo Testamento, Cristiandad, Madrid, t. 2, 1983. pp. 327-332.19 ERNST BLOCH, El principio esperanza, Aguilar, Madrid, t. 3,

1980, p. 128.

¿Existe el diablo?J. Navone

Silverio Zedda, SJ (La problematica demonologica nella Bibbia), sostiene que la tradición viva de la Iglesia es quizá el argumento más fuerte en favor de la doctrina sobre el diablo, los diablos y los ángeles. Afirma que dentro de este contexto es donde trabaja el exe-geta bíblico, e intenta hacer una síntesis entre los resultados de sus estudios y la enseñanza tradicional.

Dada la frecuencia con que, ante todo la Escritura y luego los Padres de la Iglesia, hablan del diablo, no es extraño que sus afir-maciones en este campo entraran a formar parte de la enseñanza oficial de la Iglesia.

1. Los CONCILIOS El primer concilio de carácter local que tomó posición solemne y

decidida sobre la cuestión del diablo fue el concilio de Braga (Por-tugal), en 561, en una declaración contra los priscilianos, los cuales creían que el diablo no había sido creado por Dios. Bajo Inocencio III, el IV Concilio de Letrán (1215) reafirmó esta doctrina contra el dualismo, repitiendo que “el diablo y los otros demonios fueron crea-dos buenos por Dios y que se hicieron malos por culpa propia”.

El decreto de Trento relativo al pecado original declaró que éste puso a la humanidad bajo la cautividad del diablo, que tenia poder sobre la muerte. Y a este propósito cita la Carta a los Hebreos, la cual afirma que la misión de Cristo fue la de reducir a la impotencia con su propia muerte al que tenia poder sobre la muerte, a saber, el diablo, y liberar a

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26. ¿Existe el diablo? 26. ¿Existe el diablo?ÍNDICE

cuantos habían sido mantenidos en la esclavitud durante su vida. El Vat. II afirma que la obra de la Iglesia consiste en arrancar a los hombres de la servidumbre del error (LG 17), y el nuevo ríto del bautismo conserva el exorcismo del bautizado, practicado desde los comienzos. El Vat. II recuerda también que Cristo tiene poder sobre el demonio (LG 5).

Estas declaraciones se basan en la premisa de la existencia del diablo. Las oraciones litúrgicas piden insistentemente a Dios que nos libre de las tentaciones de los demonios o que no permita que sucumbamos a ellas.

2. PABLO VIEn un discurso pronunciado en la audiencia general del 15 de

noviembre de 1972, Pablo VI reafirmó la antigua fe cristiana en la existencia de un diablo o espíritu del mal personal. Declaró él: con la existencia del demonio “el mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terri-ble realidad. Misteriosa y pavorosa (...). Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos, pues (por la Biblia), que este ser oscuro y perturbador existe de verdad, y que con astucia alevosa sigue obrando; es el enemigo oculto que siembra errores y desventuras en la historia humana”.

El Papa dijo claramente que no estaba empleando un lenguaje metafórico en sus observaciones concernientes al demonio; precisó que cuantos rehúsan reconocer la existencia de esta terrible reali-dad “se salen del cuadro de las enseñanzas bíblicas y eclesiásticas” Y, finalmente, observó: “Podemos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda, donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa contra la verdad evidente, donde el amor es extinguido por un egoísmo frío y cruel, donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (cf 1 Cor 16,22; 12,3), donde el espíritu del evangelio es alterado y des-mentido, donde la desesperación se afirma como la última palabra”.

Esta toma de posición subraya el carácter espiritual de lo diabóli-co y corrige implícitamente a quienes asocian esto último primaria-mente con fenómenos extraños, semejantes a los expuestos en el filme El exorcista.

3. BAUDELAIRE, BULTMANN, RAHNER Baudelaire afirmó que el engaño y la estrategia mejores del dia-

blo consisten en persuadir a la gente de que él no existe. Si esto es cierto, hemos de reconocer que hoy Satanás está teniendo mucho éxito. Escribe Bultmann, por ejemplo: “No se puede emplear la luz eléctrica, encender la radio o, cuando se enferma, recurrir a la cien-cia médica y a las clínicas modernas y creer al mismo tiempo en el mundo de los espíritus y en los milagros del NT”. Estima él que la ciencia moderna explica lo que la mente y la mentalidad antigua explicaban recurriendo a lo sobrenatural. En cambio, Karl Rahner afirma categóricamente: “El diablo no puede considerarse como una pura personificación del mal existente en el mundo”.

4. ARGUMENTO COMÚN CONTRARIO Un argumento común contra la posibilidad de la existencia de los

demonios es el siguiente: la psicología y las demás ciencias han descubierto nombres para indicar enfermedades y fenómenos que en otro tiempo se atribuían a espíritus malos. El hecho de que es-tos fenómenos, atribuidos en otro tiempo a los demonios, sean hoy explicados naturalmente, recurriendo, por ejemplo, a causas físicas (tempestades) o psíquicas (epilepsia, personalidad disociada), no autoriza a negar categóricamente la existencia de fuerzas demonía-cas. La perspectiva positivista, que excluye radicalmente la posibi-lidad de influjos preternaturales en estos casos, representa un hori-zonte restringido, en contraste con el religioso el cual puede aceptar todos los descubrimientos del positivista y permanecer abierto a ul-teriores elementos explicativos.

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5. TRES PUNTOS DE VISTA DIVERSOS Hay por lo menos tres puntos de vista sobre la existencia de los

diablos. El primero niega su existencia. Entre los cristianos se basa frecuentemente en el supuesto de que sólo lo que tiene importancia para el “hombre moderno” puede constituir una verdad teológica. Los diablos no son importantes, por lo cual no encuentran sitio entre las afirmaciones teológicas válidas. La fascinación que ejerce lo demonía-co en el “hombre moderno” basta para descalificar esta concepción.

La segunda concepción adopta una actitud más modesta y “ag-nóstica” por lo que se refiere a la existencia de los diablos como inte-ligencias. Algunos exegetas, por ejemplo, afirman que los diablos re-presentan una realidad objetiva y que no son puros productos de la imaginación. Creen que tal realidad podría ser un espíritu personal. Sin embargo, las más de las veces estiman que los diablos simbo-lizan aquellos elementos personales que alejan al hombre de Dios.

El tercer punto de vista sostiene que es una creencia cristiana tra-dicional que existe el diablo y los diablos. Son espíritus alejados de Dios y enemigos del hombre; son principados y potestades perversas preterhumanas, que existen y obran en el mundo. El famoso teólogo Karl Rahner afirma que no se puede discutir la existencia de los ánge-les (y de los diablos), dadas las declaraciones conciliares, y considera que se encuentra afirmada en la Escritura y no asumida puramente como una hipótesis que hoy podríamos dejar a un lado. Esta posición puede mantenerse sin detrimento de una interpretación más precisa de las afirmaciones bíblicas, las cuales emplean materiales represen-tativos mitológicos e históricamente condicionados, que no están sim-plemente incluidos en el contenido que proponen.

6. MÁS EN EL NT QUE EN EL AT La fe en la existencia del diablo y de los diablos es más pronuncia-

da en el NT que en el AT. Este último fue la matriz cultural y religiosa que condicionó la comprensión que tuvo Jesús de Satanás. En este

contexto, Satanás, la muerte y el pecado se concebían estrecha-mente unidos. La muerte no se experimentaba como una potencia abstracta o un hecho inexplicable, sino que se personificó como el enemigo (Sal 18,4), como el enemigo por excelencia (Sal 5,10). La muerte emplea como mensajeros amenazadores a los demonios para anunciar desventuras y pestilencias. La muerte no se limita a esperar que los huéspedes lleguen a su reino, sino que entra en el cosmos para llevárselos. Jeremías (9,20) la describe como un monstruo, que persigue a sus víctimas como un ladrón, un estrangulador, un atraca-dor o un segador. Parece que en Israel se produjo una evolución, que va desde una concepción mitológica de la muerte a la creencia en el enemigo: Satanás, el diablo, el adversario. Belial se convirtió en nom-bre propio para indicar el mal personificado, el diablo, y se lo identificó con la muerte y con su reino, el sheol (Sal 18,6).

La “señora” muerte personifica la negación de la vida y, evidente-mente, no formaba parte del plan divino originario de la creación. Ella es el enemigo, el mal último y el compendio de todos los males. El sufri-miento, la persecución, la enfermedad y todas las formas de la miseria humana se experimentan como muerte parcial, pero real, y a sus auto-res se los siente como manifestaciones del enemigo de la humanidad, Satanás. Los autores del mal representan visiblemente al enemigo y sus fuerzas caóticas. Los enemigos personales, por ejemplo, participan del poder letal del enemigo; son aliados y mensajeros de la muerte, la reina de los terrores, que produce espanto y horror con sus trampas y sus lazos, sus desastres y sus destrucciones, todo lo cual nos impide experimentar una vida humana plena. Los que crean miseria para los demás representan al enemigo como potencias demoníacas suyas.

Los hebreos asociaban a. los demonios con el desierto salvaje; los hombres no podían sobrevivir mucho en semejante ambiente inhóspito, que produce un estado de ánimo por el que uno se siente perdido, privado de guía, perplejo y a merced de fuerzas extrañas, misteriosas y malvadas. La identificación de las tierras áridas con la

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maldición de Dios llevó a creer que las regiones salvajes eran el am-biente del mal; una especie de infierno poblado de espíritus malig-nos (Dt 8,15). Las zonas salvajes son el ambiente de lo no humano, e incluso de lo antihumano; el lugar de las bestias feroces, donde el orden que el hombre impone al mundo natural para su propia su-pervivencia está ausente, y en el que él es una presencia extraña, atemorizada por el mundo de las criaturas carentes de norma, con-fusas, desordenadas y amenazadoras, que no están bajo su control.

Jesús entra en las zonas desoladas, en el hábitat natural de los espíritus malos que perturban a los hombres y los confunden. Sus cuarenta días pasados en una tierra inhóspita (=desierto) recuerdan los cuarenta años de la tentación y de la tribulación que Israel hubo de soportar en las tierras desoladas del Sinaí. En esta experiencia del desierto es donde Jesús se enfrenta con las fuerzas malignas que asedian a toda la humanidad en un auténtico periodo de prueba y de sufrimiento. Jesús se enfrenta victoriosamente con Satanás, el cual se aleja “hasta el. tiempo oportuno” (Lc 4,13), después de haberle tentado, sólo para volver cuando sea condenado a muer-te. Cuando es detenido en Getsemaní (Le 22,53), declara: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”.

Los cristianos creen que Jesús venció los males de la condición de desierto en que el hombre se siente perdido y extraño en un mundo hostil; creen que él es el camino de Dios a través de la condición hu-mana, semejante a un desierto. Tal es la convicción de Juan cuando escribe: “Nosotros sabemos que somos de Dios, y que el mundo está en poder del maligno” (I Jn 5,19). Para Juan, el mundo sin Cristo está perdido en la condición del desierto sin camino de salida.

El teólogo y escritor inglés C. S. Lewis escribía en 1941: “Hay dos errores iguales y opuestos, en los cuales el género humano puede caer a propósito de los diablos. Uno es no creer en su existencia. El otro es creer en ella y sentir un interés excesivo y malsano por ellos.

Por su parte, a ellos les gusta por igual uno y otro error y saludan con idéntico placer al materialista y al mago”.

7. ENSEÑANZA ORDINARIA DE LA IGLESlA Hoy muchos niegan demasiado fácilmente la existencia de seres

demoníacos independientes y diversos del hombre; en todo caso, la mayor parte de los teólogos católicos admite la existencia de semejan-tes seres, lo cual constituye seguramente la enseñanza ordinaria de nuestra Iglesia. Aunque la fe en un Satanás y en diablos personales no constituye el núcleo esencial de la revelación y una parte esencial de la misma, sino sólo un rasgo secundario, considerar la no exis-tencia de un Satanás personal como cierta significarla abandonar la enseñanza ordinaria de la Iglesia, estar mal informado y descarriado.

Si, por un lado, no podemos tener la certeza de que en un deter-minado caso se trate de un influjo auténticamente diabólico, por otro, no podemos excluir la posibilidad de semejante influjo. Las oraciones para obtener la liberación del mal, sea el que sea, han caracterizado al culto cristiano desde el principio y se elevan por el bien del hombre. Cuando se hacen para librar de una presunta posesión o de una su-puesta infestación, no es preciso que se basen en la certeza de la pre-sencia de un espíritu malo; basta la posibilidad de una presencia por el estilo. En todo caso, el mal es una realidad, cualquiera que sea su explicación satisfactoria. La fe cristiana se caracteriza por la convic-ción invencible de que Cristo es Señor, y de que el pecado, la muerte y Satanás no tendrán la última palabra sobre el destino definitivo del hombre. La convicción cristiana de que ellos no dirán la última palabra es en sí misma una prueba del hecho de que el cristiano participa ya desde ahora de la vida de Cristo resucitado, el cual ha superado el poder del pecado, de la muerte y de Satanás ahora y para siempre. Ningún mal de ninguna clase -moral, físico o personal- puede forzar ya o coaccionar nuestra libertad personal para seguirle; el cristiano auténtico está seguro de que Cristo ha superado todo lo que en nues-tro mundo se relaciona de algún modo con el diablo.

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