balzac honore de - los chuanes [doc

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Ediciones elaleph.com Editado por elaleph.com ã 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados 3 Al señor Teodoro Dablin. NEGOCIANTE Al primer amigo, la primera obra. DE BALZAC. CAPITULO PRIMERO La emboscada. A principios del mes del año VIII del vendimiario o, según el calendario actual, a fines de septiembre de 1799, un centenar de campesinos y un número considerable de ciudadanos, que habían salido por la mañana de Fougeres para ir a Mayena, subían por la montaña de la Peregrina, situada entre Fougeres y Ernée, pequeña ciudad donde los viajeros acostumbran a descansar. El destacamento, dividido en grupos más o menos numerosos, 4 presentaba una colección de trajes tan extraña y una reunión de individuos pertenecientes a localidades o a profesiones tan diversas, que sería útil descubrir sus diferencias características a fin de dar a esta historia los vivos colores que tanto se aprecian hoy, aunque opinen ciertos críticos que perjudican la pintura de los sentimientos. Algunos campesinos, y eran los que constituían el mayor número, iban descalzos; llevaban por único traje una piel de cabra, que los cubría del cuello a las rodillas, y un pantalón de tosco lienzo blanco, cuyo tejido, mal fabricado, revelaba el abandono industrial del país. Los mechones de sus largos cabellos se mezclaban tan a menudo con los pelos de la piel de cabra, y ocultaban tan completamente sus rostros, que con facilidad se hubiera podido tomar aquella piel por la suya propia, confundiendo a primera vista a estos desgraciados con los animales cuyos despojos les servían para vestirse. Pero a través de aquellas pieles veíanse brillar sus ojos como gotas de rocío en una verde espesura; y aunque sus miradas revelaban la inteligencia humana, inspiraban seguramente más terror que placer. Cubría su cabeza un sucio casnuete de lana roja, semejante a ese gorro frigio que la República adoptaba entonces como emblema de la 5 libertad. Todos llevaban al hombro un palo de encina, de cuya extremidad pendía un largo zurrón de lienzo, poco provisto. Otros ostentaban sobre su gorro un tosco sombrero de fieltro ordinario, de ala ancha, adornado con una especie de cordoncillo de lana que rodeaba la copa; estos últimos, vestidos del mismo lienzo de que se habían hecho los pantalones y los morrales de los primeros, no mostraban en su traje nada que perteneciese a la nueva civilización. Sus largos cabellos caían sobre el cuello de un chaquetón redondo con pequeños bolsillos laterales y cuadrados que no llegaban hasta las caderas,

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Ediciones elaleph.comEditado porelaleph.comã 2000 – Copyright www.elaleph.comTodos los Derechos Reservados

3Al señor Teodoro Dablin.NEGOCIANTEAl primer amigo, la primera obra.DE BALZAC.CAPITULO PRIMEROLa emboscada.A principios del mes del año VIII delvendimiario o, según el calendario actual, a fines deseptiembre de 1799, un centenar de campesinos y unnúmero considerable de ciudadanos, que habíansalido por la mañana de Fougeres para ir a Mayena,subían por la montaña de la Peregrina, situada entreFougeres y Ernée, pequeña ciudad donde losviajeros acostumbran a descansar. El destacamento,dividido en grupos más o menos numerosos,

4presentaba una colección de trajes tan extraña y unareunión de individuos pertenecientes a localidades oa profesiones tan diversas, que sería útil descubrirsus diferencias características a fin de dar a estahistoria los vivos colores que tanto se aprecian hoy,aunque opinen ciertos críticos que perjudican lapintura de los sentimientos.Algunos campesinos, y eran los que constituíanel mayor número, iban descalzos; llevaban por únicotraje una piel de cabra, que los cubría del cuello a lasrodillas, y un pantalón de tosco lienzo blanco, cuyotejido, mal fabricado, revelaba el abandono industrialdel país. Los mechones de sus largos cabellos semezclaban tan a menudo con los pelos de la piel decabra, y ocultaban tan completamente sus rostros,que con facilidad se hubiera podido tomar aquellapiel por la suya propia, confundiendo a primera vistaa estos desgraciados con los animales cuyos despojosles servían para vestirse. Pero a través de aquellaspieles veíanse brillar sus ojos como gotas de rocío enuna verde espesura; y aunque sus miradas revelabanla inteligencia humana, inspiraban seguramente másterror que placer. Cubría su cabeza un sucio casnuetede lana roja, semejante a ese gorro frigio que laRepública adoptaba entonces como emblema de la

5libertad. Todos llevaban al hombro un palo deencina, de cuya extremidad pendía un largo zurrónde lienzo, poco provisto. Otros ostentaban sobre sugorro un tosco sombrero de fieltro ordinario, de alaancha, adornado con una especie de cordoncillo delana que rodeaba la copa; estos últimos, vestidos delmismo lienzo de que se habían hecho los pantalonesy los morrales de los primeros, no mostraban en sutraje nada que perteneciese a la nueva civilización.Sus largos cabellos caían sobre el cuello de unchaquetón redondo con pequeños bolsillos lateralesy cuadrados que no llegaban hasta las caderas,

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prenda de vestir peculiar de los campesinos delOeste. Bajo este chaquetón abierto, veíase unchaleco de igual lienzo con grandes botones.Algunos calzaban zuecos; mientras que, poreconomía, otros llevaban los zapatos en la mano. Encuanto al traje, sucio por su constante uso,ennegrecido por el sudor o el polvo, y menosoriginal que el anterior, tenía, por mérito históricoservir de tránsito al que vestían algunos hombres,casi elegantes, que diseminados sin orden, en mediode la tropa, brillaban como flores. En efecto, suspantalones de lienzo azul, sus chalecos rojos oamarillos adornados de dos hileras paralelas de

6botones cuadrados de cobre, y semejantes adiminutas corazas, se destacaban tan vivamenteentre los trajes blancos y las pieles de suscompañeros, como las florecitas azules y lasamapolas en un campo de trigo. Algunos ibancalzados con zuecos de los que los campesinos deBretaña saben hacer con bastante destreza, pero casitodos llevaban gruesos zapatos forrados y traje degrosero paño, cortado como los que usabanantiguamente los franceses, y cuya forma conservanaún religiosamente nuestros campesinos. El cuellode la camisa se hallaba sujeto con botones de plataque figuraban corazones o áncoras; y, en fin,llevaban sus zurrones mejor provistos que los de suscompañeros.Varios individuos habían añadido a su equipo deviaje una calabaza, sin duda llena de aguardiente, ysuspendida del cuello por un cordón. En medio deaquellos hombres semisalvajes, veíanse algunosciudadanos, como para señalar el último término dela civilización de aquel país. Cubierta la cabeza consombrero redondo o una gorra, lucían botasacampanadas, o zapatos sujetos con polainas, o igualque los campesinos, presentaban notablesdiferencias en sus trajes. Una docena de ellos

7ostentaban la chaqueta republicana conocida con elnombre de carmañola; otros, ricos artesanos sinduda, vestían de pies a cabeza con paño del mismocolor; y los de traje más esmerado se distinguían porsus fracs o levitas de paño azul o verde más o menosdeteriorado. Estos últimos, verdaderos personajes,llevaban botas de diversas formas, y blandíangruesos bastones, como gente que se resigna debuen grado con su mala fortuna. Algunas cabezascuidadosamente empolvadas, con coletas trenzadasmuy bien hechas, parecían indicar esa especie deesmero que nos revela un principio de riqueza o deeducación. Al contemplar aquellos hombres,asombrados de verse juntos, y reunidos por lacasualidad, hubiérase dicho que era la población deun burgo ahuyentada de sus hogares por unincendio; pero la época y los lugares comunicabanun interés muy distinto a la multitud que nos ocupa.Un observador, enterado de los secretos de lasdiscordias civiles que entonces agitaban a Francia,hubiera podido reconocer fácilmente el escaso númerode ciudades con cuya fidelidad debía contar laRepública en aquella tropa, compuesta casitotalmente de personas que, cuatro años antes,habían guerreado contra su Gobierno. Otro rasgo

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8saliente no dejaba la menor duda respecto a lasopiniones que dividían a los que formaban aquellaagrupación. Sólo los republicanos marchaban conuna especie de alegría; en cuanto a los demásindividuos de la tropa, si presentaban diferenciassensibles en sus trajes, en cambio, manifestábanse ensus rostros y en sus actitudes esa expresión uniformeque revela el infortunio. Hombres de la clase media ycampesinos, todos conservaban el sello de unaprofunda melancolía; su silencio tenía algo desalvaje, y parecían doblegados bajo el yugo de unpensamiento idéntico, terrible sin duda; pero ocultocuidadosamente, pues sus rostros eranimpenetrables, si bien la lentitud de su mirada podíaindicar cálculos secretos. De vez en cuando, algunosde ellos, fáciles de notar por el escapulario que cadacual llevaba pendiente del cuello, a pesar del peligroque corrían al conservar este símbolo de una religiónmás bien suprimida que aniquilada, sacudían suscabellos y levantaban la cabeza con aire dedesconfiado. Entonces observabandisimuladamente, los bosques, los senderos y lasrocas que flanqueaban el camino, con el aire con queun perro pone la nariz al viento, tratando dehusmear la caza; después, como no oyesen más que

9el rumor monótono de .los pasos de sus mudoscompañeros, inclinaban de nuevo la cabeza ytomaban otra vez su expresión desesperada, comocriminales conducidos a presidio para vivir y morir.La marcha de esta columna sobre Mayena, loselementos heterogéneos que la componían, y lasdistintas ideas que expresaba, explicábanse bastantenaturalmente por la presencia de otra tropa quecomponía la cabeza del destacamento. Unos cientocincuenta soldados marchaban delante con armas ybagajes, bajo las órdenes de un jefe de media brigada; yno está de más observar, a los que no hanpresenciado el drama de la Revolución, que estetítulo sustituía al de coronel, rechazado por lospatriotas como demasiado aristocrático. Aquellossoldados pertenecían a la reserva de una mediabrigada de infantería de guarnición en Mayena. Enesos tiempos de discordias, los habitantes del Oestellamaban a los soldados de la República azules,sobrenombre debido a los primeros uniformes deeste color y rojos, cuyo recuerdo es bastante recienteaún para que su descripción no nos parezcanecesaria. El destacamento de los azules escoltaba,pues, a esa agrupación de hombres, casi todosdescontentos de que se les condujese a Mayena; pero

10la disciplina militar debía comunicarles muy prontoel mismo espíritu, el mismo uniforme y el mismopaso que les faltaba entonces tan por completo.Aquella columna era el contingente, obtenidocon trabajo, del distrito de Fougeres, y quecorrespondía a éste en la leva que el DirectorioEjecutivo de la República Francesa había ordenadopor una ley del 10 mesidor precedente. El Gobiernohabía pedido cien mil hombres y cien millones a finde enviar prontos auxilios a sus ejércitos, batidosentonces por los austríacos en Italia por losprusianos en Alemania, y amenazados en Suiza por

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los rusos, a quienes Suwarow hacía esperar laconquista de Francia. Los departamentos del Oeste,conocidos con el nombre de Vendée, la Bretaña yuna porción de la baja Normandía, pacificadas hacíatres años, después de una guerra de cuatro, gracias alos cuidados del general Hoche, parecían haberaprovechado aquel momento para comenzar laprueba de nuevo.En presencia de tantos ataques, la Repúblicarecobró su primitiva energía. Primeramente habíaatendido a la defensa de los departamentos atacados,confiándola a los habitantes patriotas por uno de losartículos de aquella ley de mesidor; y, en efecto, el

11Gobierno, no teniendo en el interior tropas nidinero de que disponer, eludió la dificultad con unafanfarronada legislativa: no siéndole posible prestarningún auxilio a los departamentosinsurreccionados, les concedía su confianza. Tal vezesperaba también que esta medida, armando a losciudadanos unos contra otros, ahogaría lainsurrección en su principio. Dicho articulo, origende funestas represalias, estaba concebido en estostérminos: Se organizarán compañías francas en losdepartamentos del Oeste. Esta disposición impolíticahizo tomar al Oeste una actitud tan hostil, que el Directoriodesesperó al pronto de la victoria, tanto que,pocos días después, pidió a las Asambleas medidasparticulares respecto a los ligeros contingentes quese debían proporcionar a consecuencia del artículoque autorizaba las compañías francas. En una nuevaley promulgada pocos días antes de comenzar estahistoria, y expedida el tercer día complementario delaño VII, ordenábase la organización por legiones delos pocos individuos obtenidos de la leva. Aquellasdebían tomar el nombre de los departamentos de laSarthe, del Orne, de Mayena, de Ille-et-Vilaine, deMorbihan, del Loira Inferior y de Maine y Loira. Laslegiones, decía la ley, especialmente empleadas para combatir

12a los chuanes, no podrán, bajo ningún pretexto, ser conducidasa las fronteras. Estos detalles, enojosos, pero ignorados,explican a la vez la debilidad del Directorioy la marcha de aquel grupo de hombres conducidospor los azules. Por eso no será acaso superfluoañadir que aquellos hermosos y patrióticos acuerdosdictatoriales no tuvieron nunca otra ejecución que lade ser insertados en el Boletín de las leyes. No estandoya apoyados por grandes ideas morales, por elpatriotismo o el terror que los hacían en otro tiempoejecutivos, los legisladores de la República creabanmillones y soldados, pero sin que ingresase nada, nien el Tesoro ni en el Ejército. Los resortes de laRevolución se habían gastado en manos inhábiles ylas leyes recibían en su aplicación el sello de lascircunstancias en vez de dominarlas.Los departamentos de Mayena y deIlle-et-Vilaine se hallaban entonces bajo el mando deun antiguo oficial que, juzgando oportuno aplicar lasmedidas que debían adoptarse, quiso hacer unesfuerzo para arrancar sus contingentes a Bretaña,sobre todo el de Fougeres, uno de los más temiblesfocos de los chuanes; y de este modo confiaba endebilitar las fuerzas de aquellos distritosamenazadores. Aquel fiel militar se aprovechó de las

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13previsiones ilusorias de la ley para asegurar queequiparía y armaría en el acto a los quintos, y quetenía a disposición un mes de la paga prometida porel Gobierno a las tropas excepcionales. Aunque laBretaña se negase entonces a prestar servicio algunomilitar, estas promesas dieron buen resultado por elpronto, y tan rápidamente, que el oficial se alarmó;pero era un viejo zorro difícil de sorprender. Apenasvio acudir al distrito una parte de los contingentes,sospechó que habría alguna razón secreta paraaquella pronta reunión de hombres, y tal vez adivinóal creer que su objeto era proporcionarse armas. Sinesperar a los rezagados, adoptó entonces medidaspara emprender la retirada sobre Alençon, a fin deacercarse a los países sometidos, aunque la crecienteinsurrección de éstos hiciese muy problemático elbuen éxito de tal proyecto. Aquel oficial que, segúnsus instrucciones, guardaba el más profundo secretosobre los reveses de nuestros ejércitos y acerca de lasnoticias poco tranquilizadoras que llegaban de laVendée, había intentado, de consiguiente, en lamañana en que dio comienzo nuestra historia, llegarpor una marcha forzada a Mayena, donde seprometía poner en ejecución la ley, según su buena

14voluntad, llenando los cuadros de su media brigadacon los quintos bretones.Antes de la salida de Fougeres, el comandantehabía hecho tomar a sus soldados secretamente lasraciones de pan y los cartuchos necesarios para todasu gente, a fin de no llamar la atención de losquintos sobre lo largo del camino, y confiaba en nodetenerse en la etapa de Ernée, donde, recobradosde su sorpresa, los hombres del contingentehubieran podido entenderse con los chuanes, sinduda diseminados en los campos vecinos. El lúgubresilencio que reinaba en aquella tropa de quintos, aquienes sorprendía la maniobra del viejorepublicano, y lo lento de su marcha por la montaña,excitaban en el más alto grado la desconfianza deljefe de media brigada Hulot. Estas particularidadestenían para él gran interés, y por eso marchabasilencioso en medio de cinco oficiales, querespetaban la preocupación de su jefe. Pero, en elmomento de llegar a la cumbre de la Peregrina,volvió repentinamente la cabeza, como por instinto,para observar los rostros inquietos de los quintos, yno tardó en romper el silencio. En efecto, la lentitudprogresiva de los bretones había dejado entre ellos ysu escolta una distancia de doscientos pasos, poco

15más o menos, y Hulot hizo entonces una mueca quele era peculiar.-¿Qué diablo tienen todos esos currutacos? -exclamó con voz fuerte.- ¡Creo que nuestros quintoscierran la cuenta en lugar de abrirla!Al escuchar estas palabras, los oficiales que leacompañaban se volvieron por un espontáneomovimiento, análogo al del hombre que despiertasobresaltado cuando oye de pronto ruido. Lossargentos y los cabos les imitaron, y todos sedetuvieron sin haber oído la palabra ¡Alto! tandeseada siempre. Después de dirigir los oficiales unamirada al destacamento que, semejante a una larga

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tortuga, ascendía por la montaña de la Peregrina,aquellos jóvenes, a quienes la defensa de la patriahabía impedido, como a otros muchos continuarelevados estudios, y en los que la guerra no habíapodido apagar la afición a las artes, admiraron elespectáculo que se ofrecía a sus ojos con talentusiasmo, que dejaron sin respuesta unaobservación cuya importancia ignoraban. Aunqueviniesen de Fougeres, donde era dado contemplarigualmente el cuadro que aparecía entonces a susmiradas, pero con las diferencias que produce elcambio de perspectiva, no pudieron menos de

16admirarle por última vez, como hacen esos dilettanti aquienes una música regocija tanto más cuanto mejorconocen los detalles.Desde la cumbre de la Peregrina, el viajero ve elgran valle de Cuesnon, una de cuyas pendientes demás elevación se halla ocupada, en el horizonte, porla ciudad de Fougeres. Su castillo domina, desde loalto de la roca donde está edificado, tres o cuatrocaminos de importancia, posición a que debía ser enotro tiempo una de las llaves de Bretaña. Desde allílos oficiales distinguieron, en toda su extensión,aquella cuenca tan notable por la fertilidad de susuelo, como por sus diferentes aspectos; por todaspartes se elevan montañas de esquita en forma deanfiteatro, cuyos costados rojizos quedan ocultosbajo los encinares, y en sus vertientes hay vallecitosllenos de frescura. Aquellas rocas forman un vastorecinto, circular al parecer, en cuyo fondo seextiende suavemente una inmensa pradera parecida aun jardín inglés. La infinidad de cercas vivas querodean numerosas heredades llenas de árboles,comunican a esa alfombra de verdura un aspectoextraño en los paisajes de Francia, y contienensecretas bellezas en sus múltiples contrastes, cuyosefectos son bastante poderosos para producir

17impresión en las almas más frías. En aquel momentoel aspecto del paisaje era animado por efecto de esebrillo fugaz con que la Naturaleza se complace enrealzar algunas veces sus imperecederas creaciones.Mientras que el destacamento atravesaba el valle, elsol levante había disipado lentamente esos vaporesblancos y tenues que en las mañanas de septiembreflotan sobre las praderas; y cuando los soldados sevolvieron, una mano invisible parecía arrancar delpaisaje el último de los velos con que lo habíarodeado; nubecillas ligerísimas, semejantes a esesudario de gasa diáfana que cubre las joyas preciosas,y a través del cual excitan la curiosidad. En el vastohorizonte que los oficiales abarcaban en sus miradas,no se veía la más ligera nube que pudiera hacer creer,por su claridad de plata, que aquella inmensa bóvedaazul era el firmamento. Más parecía un dosel de sedasostenido por las cimas desiguales de las montañas, ycolocado en los aires para proteger aquella magníficareunión de campos, de praderas, de arroyos y debosquecillos. Los oficiales no se cansaban decontemplar aquel horizonte, donde surgían tantasbellezas campestres; unos vacilaban largo tiempoantes de fijar sus ojos en la asombrosa multiplicidadde aquellas arboledas, que por los matices severos de

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18algunas espesuras amarillentas, se enriquecían conlos colores del bronce, realzados por el verdeesmeralda de las praderas cortadas irregularmente;otros se fijaban en el contraste que ofrecían loscampos rojizos, donde el trigo cosechado elevábaseen gavillas cónicas semejantes a los pabellones dearmas que el soldado agrupa en el vivac, y que sehallaban separados de otros campos dorados por losbarbechos de los centenos recogidos.Acá y allá se veía la pizarra obscura de algunostejados, de los cuales salían columnas de humoblanquecino, y más lejos atraían las miradas lassinuosidades producidas por los tortuosos arroyosde Cuesnon, que, gracias a un efecto de óptica, y sinque sepamos por qué, inducen a la meditación. Lafrescura embalsamada de las brisas otoñales, ypenetrante aroma de los bosques, elevábase comouna nube de incienso que embriagaba a losadmiradores de aquel hermoso país, los quecontemplaban con delicia sus flores desconocidas, suvegetación vigorosa y su verdura, rival de laInglaterra. Algunos animales comunicabananimación a este cuadro, ya de por sí tan magnífico;las aves con sus trinos hacían resonar en el valle unasuave y dulce melodía que se elevaba hasta el

19infinito. Si la imaginación sabe fingirse bien los ricosaccidentes de sombra y de luz, los horizontesvaporosos de las montañas, las fantásticasperspectivas que se producen en los sitios donde nohay árboles, donde se extienden las aguas; y si elrecuerdo matiza, digámoslo así, ese dibujo tan fugazcomo el momento en que se toma, las personas paraquienes estos cuadros no carecen de interés tendránuna imagen imperfecta del mágico espectáculo, anteel que el alma aun impresionable de los jóvenesoficiales quedó como extasiada.Pensando que aquella pobre gente abandonabacon sentimiento su país y sus queridas costumbrespara ir a perecer quizás en tierras extrañas, se leperdonó involuntariamente una tardanza muycomprensible y después, con esa generosidad naturalde los soldados, disfrazóse su condescendencia bajoel aparente deseo de examinar las posicionesmilitares de aquel hermoso país. Pero Hulot, a quiense debe llamar comandante, mejor que con elnombre poco armonioso de jefe de media brigada,era uno de esos militares que, en un peligroinminente, no se dejan seducir por los encantos delos paisajes, aunque fueran los del paraíso terrestre.Movió la cabeza, por lo tanto, con un ademán

20negativo, y frunció sus espesas cejas negras, quecomunicaban a su fisonomía una expresión severa.-¿Por qué diantre no vienen? -preguntó porsegunda vez con la voz enronquecida por elcansancio de la guerra -¿Hay en el pueblo algunabuena Virgen a la cual quieran estrechar la mano?-¿Tú preguntas por qué? -replicó una voz.Al oír sonidos que parecían salir de la bocina quesirve a los campesinos de aquellos valles para reunirsus rebaños, el comandante volvióse bruscamentecomo sí le hubieran pinchado la punta de unaespada, y vio a dos pasos un personaje aun másextraño que ninguno de los que se habían llevado a

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Mayena para servir a la República. El desconocido,hombre robusto y ancho de hombros, se distinguíapor su. cabeza, casi tan voluminosa como la de untoro, con la que tenía bastante semejanza; a causa deser muy gruesas las fosas nasales, la nariz parecíamás pequeña de lo que era; sus gruesos labios, susdientes blancos como la nieve, sus grandes ojosredondos y negros, con cejas fruncidas, sus orejaspendientes y sus cabellos rojizos, pertenecían másbien al género de los herbívoros que a nuestrahermosa raza caucásica. Por último, la falta absolutade los demás caracteres del hombre social contribuía

21a que aquella cabeza desnuda fuese más notable aún.El rostro, como bronceado por el sol, y cuyoscontornos angulosos presentaban una vaga analogíacon los del granito que forma el suelo de aquellospaíses, era la única parte visible del cuerpo de aquelser singular. A partir del cuello, lo cubría una especiede hopalanda, o mejor dicho, de blusa de lienzorojizo, más ordinario aún que el de los pantalones delos quintos menos afortunados; esta blusa, en la queun anticuario hubiera reconocido la saya (saga), o elsaxón de los galos, terminaba a la mitad del cuerpo,uniéndose con dos pieles de cabra por medio depedazos de madera toscamente trabajados, y algunosde los cuales conservaban su corteza. Dichas pielescubrían los muslos y las piernas, sin dejar verninguna forma humana. Unos enormes zuecos leocultaban los pies y sus largos cabellos lucientes,semejantes al pelo de las pieles de cabra, pendían aambos lados del rostro, separados en dos partesiguales, y semejantes a las cabelleras de esas estatuasde la Edad Media que aún pueden verse en algunascatedrales.En vez del palo nudoso que los quintos llevabanal hombro, apoyaba en su hombro, a guisa de fusil,un grueso látigo, cuyo cuero, hábilmente trenzado,

22parecía tener doble longitud que la de los ordinarios.La brusca aparición de aquel hombre extraño parecíafácil de explicar : a la primera ojeada., algunosoficiales supusieron que el desconocido era unquinto que se agregaba a la columna al verladetenida; mas, a pesar de todo, la llegada de aquelhombre extrañó mucho al comandante, y si, alparecer, no le intimidó su presencia, por lo menosquedó pensativo, Así es que, después de mirar alextranjero con mucha detención, repitiómaquinalmente, y como preocupado por ideaslúgubres:-Sí, ¿por qué no vienen? ¿Lo sabes tú?-Es porque -contestó el sombrío interlocutorcon un acento en el que se notaba gran dificultadpara hablar francés, -es que allí- dijo, extendiendo sutosca y ancha mano hacia el Ernée, -está el Maine, yallí termina la Bretaña.Dicho esto, golpeó el suelo con fuerza,arrojando su pesado látigo a los pies delcomandante. La impresión producida en losespectadores de esta escena por las lacónicaspalabras del desconocido, se pareció bastante a laque produciría un golpe de bomba en medio de unamúsica, y sería difícil dar idea de la expresión de odio

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23y de los deseos de venganza manifestados por unademán altivo, una palabra breve y un rostro querevelaba feroz energía. La rudeza de aquel hombre,su tosco exterior, y la estúpida ignorancia indicadaen sus facciones, le convertían en una especie desemidiós bárbaro. Manteníase en una actitud quetenía algo de profética, y parecía allí como el geniomismo de la Bretaña, que despertaba de un sueño detres años, para comenzar nuevamente una guerra enque la victoria no se dejó ver nunca sin doblescrespones.-He ahí un coco -dijo Hulot, -que me parece serel embajador de la gente dispuesta a parlamentar atiros.Después de murmurar estas palabras a mediavoz, el comandante paseó sucesivamente susmiradas desde aquel hombre extraño al paisaje, ydesde éste al destacamento; después las fijó en lasrápidas pendientes del camino, sombreadas por lasaltas ginestas de Bretaña, y, al fin, miró de nuevo aldesconocido, sometiéndolo a un mudointerrogatorio, el cual terminó preguntándole comoa quemarropa:-¿De dónde vienes?

24Sus ojos, ávidos y penetrantes, trataban deadivinar los secretos ocultos bajo el tosco exterior deaquel hombre que, entretanto, había tomado laestúpida expresión del campesino cuando reposa.-Del país de los mozos -contestó el hombre sinmanifestar la menor turbación.-¿Cómo te llamas?-Marcha en Tierra.-Y ¿por qué llevas, a pesar de la ley, tu nombrede chuan?El hombre miró al comandante con unaexpresión de imbecilidad tan ingenua, que el militarcreyó que no se le había comprendido.-¿Formas parte de los quintos de Fougeres? dijo.Al oír esta pregunta, Marcha en Tierra contestócon uno de esos no sé, cuya inflexión desespera ointerrumpe todo diálogo. Luego sentósetranquilamente a orillas del camino, sacó del bolsillode su blusa algunos pedazos de una galleta delgada ynegruzca de trigo ordinario, alimento nacional, cuyastristes delicias no pueden comprender sino losbretones, y comenzó a comer con indiferenciaestúpida. De tal modo hacía creer que no era un serracional, que los oficiales le compararonsucesivamente con un animal de los que pastaban en

25el valle, con un salvaje de América, o un indígena delcabo de Nueva Esperanza. Engañado por estaactitud, el mismo comandante desechaba ya susinquietudes, cuando, al dirigir una última mirada deprudencia al hombre en quien había creído hallar elheraldo de una próxima carnicería, observó que loscabellos, la blusa y las pieles de cabra estaban cubiertosde espinas y de la hojarasca de los bosques,como sí el chuan hubiese recorrido una largadistancia a través de los jarales.Entonces dirigió una mirada significativa a suayudanta Gerard, que estaba a su lado, estrechóle lamano con fuerza, y le dijo en voz baja:-Hemos ido a buscar lana, y volveremos

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trasquilados.Los oficiales se miraron silenciosamente y conasombro.Conviene hacer aquí una digresión, para explicarlos temores del comandante Hulot a las personasacostumbradas a no ver el fondo de las cosas, y quepodrían contradecir la existencia, de Marcha enTierra y de los campesinos del Oeste, cuya conductafue entonces sublime.La palabra gars (mozo), que allí se pronuncia ga,es un resto de la lengua céltica; ha pasado desde el

26bajo bretón al francés, y esta lengua, tal como se hablahoy, es la que evoca más recuerdos antiguos. Elgaís era el alma principal de los galos; gaisde significabaarmada . gais, bravura; y gas, fuerza. Estas afinidadesdemuestran el parentesco de la palabra garscon esas expresiones de la lengua de nuestrosantecesores; dicha palabra tiene analogía con eltérmino latino vir, hombre, raíz de virtud, fuerza ovalor. La digresión se debe dispensar por sunacionalidad, además puede servir también pararehabilitar en el pensamiento de algunas personas laspalabras gars, garcon, garconnette, garce y garcette (mozo,muchacho, muchacha, moza), generalmentedesterradas del lenguaje como impropias, pero cuyoorigen es muy guerrero, y que se encontrarán confrecuencia en el curso de esta historia. Decir « ¡Quéhermosa moza! » es un elogio poco comprendido,que madame Stael recogió en un pequeño cantón deVendomois, donde estuvo desterrada algunos días.De toda Francia, Bretaña es el país donde lascostumbres de los galos han dejado más marcadashuellas, los lugares de esta provincia donde aun ennuestros días se conservan flagrantes, por decirlo así,la vida salvaje y el espíritu supersticioso de nuestrosrudos abuelos, se llaman país de los gars (mozos).

27Cuando un cantón está habitado por salvajes,semejantes al que hemos presentado en escena, lagente del país dice: Los mozos (gars) de talparroquia; y este nombre clásico es como el premiode la fidelidad con que se esfuerzan para conservarlas tradiciones del lenguaje y las costumbres galas ogaélicas; por eso conservan en su vida hondosvestigios de las creencias y de las prácticas de losantiguos tiempos. Allí se observan aún lascostumbres feudales; allí los anticuarios encuentranen pie los monumentos de los druidas; y allí el geniode la civilización moderna se espanta ante la idea depenetrar a través de los inmensos bosquesprimordiales. Una ferocidad increíble, una tenacidadbestial, es el carácter dominante, pero también seencuentra la fe del juramento; allí es absoluta la faltade nuestras leyes, de nuestras costumbres, de nuestrotraje, de nuestro sistema monetario, de nuestroidioma; pero se encuentran, en cambio, la sencillezpatriarcal y heroicas virtudes, que hacen a loshabitantes de aquellos campos más pobres deinteligencia que lo son los mohicanos y los pielesrojas de la América del Norte, aunque también igualmentegrandes, y tan astutos y duros como ellos. Ellugar que la Bretaña ocupa en el centro de Europa

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hace que sea más curiosa de observar que el Canadá.Rodeado de luces, cuyo benéfico calor no le alcanza,ese país se parece a un carbón helado quemantuviera su obscuridad y negrura en medio de unfoco abrasador. Los esfuerzos que hicieron algunosgrandes hombres para atraer a la vida social y a laprosperidad esa hermosa parte de Francia, tan ricaen tesoros ignorados, y hasta las tentativas delGobierno, se inutilizaron en el seno de lainmovilidad de una población consagrada a lasprácticas de una rutina inmemorial. Esta desgracia seexplica bastante por la naturaleza de un suelosurcado de barrancos, de torrentes, de lagos y depantanos; erizado de cercas, especie de bastiones detierra que convierten cada campo en una fortaleza, ysin caminos ni canales; además de esto, allí reina elespíritu de una población ignorante, sumida enpreocupaciones, cuyos peligros se conocerán por losdetalles de esta historia, y que no quiere nuestramoderna agricultura. La disposición pintoresca delpaís y las supersticiones de sus habitantes rechazanla concentración de los individuos y los beneficiosque produce la comparación por el cambio de lasideas. Allí no hay pueblos; las precariasconstrucciones que se llaman casas están

29diseminadas a través del país, y cada familia vive enellas como en un desierto. Las únicas reunionesconocidas son las efímeras asambleas que losdomingos o en las fiestas religiosas se consagran a laparroquia. Estas silenciosas reuniones, presididas porel rector, único dueño de aquellas toscasinteligencias, duran solamente algunas horas; y, despuésde haber oído la terrible voz de dichosacerdote, el campesino vuelve por una semana a suinsalubre habitación; sale para ir a trabajar, y vuelvepara dormir; si recibe alguna visita, es la del rector, elalma del país. He aquí por qué, a la voz de esesacerdote, miles de hombres se lanzaron sobre laRepública, y por qué esas partes de Bretañasuministraron, cinco años antes de la época en quecomienza nuestra historia, millares de soldados a losprimeros chuanes.Los hermanos Cottereau, audacescontrabandistas que dieron su nombre a aquellaguerra, practican su peligroso oficio desde Laval aFougeres; pero las insurrecciones de aquellascampiñas no tuvieron nada de noble, y podemosdecir con seguridad que si la Vendée convirtió enbandolerismo la guerra, la Bretaña combatió a losbandoleros. La proscripción de los príncipes, el

30aniquilamiento de la religión, no fueron para loschuanes sino pretextos para saquear, y los acontecimientosde aquella lucha intestina tuvieron algode la salvaje aspereza observada en las costumbresde esos países.Cuando verdaderos defensores de la Monarquíafueron a reclutar soldados entre esas poblacionesignorantes y belicosas, trataron, aunque inútilmente,de comunicar, bajo la bandera blanca, cierto caráctergrandioso a las empresas que hicieron a los chuanesodiosos, y éstos quedaron como un ejemplomemorable de lo peligroso que es agitar las masaspoco civilizadas de un país. El cuadro del primervalle que Bretaña ofrece a los ojos del viajero, la

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pintura de los hombres que componían eldestacamento de los quintos, y la descripción delhombre que se apareció en la cumbre de laPeregrina, dan una idea exacta de la provincia y desus habitantes. Por estos detalles, una imaginaciónejercitada puede figurarse cuáles eran el teatro y losinstrumentos de la guerra. Las floridas cercas deaquellos hermosos valles ocultaban en aquel tiempoinvisibles agresores; cada campo era entonces unafortaleza, cada árbol ocultaba un lazo, y en cadaviejo tronco de sauce había alguna estratagema. El

31lugar del combate estaba en todas partes; los fusilesaguardaban en las revueltas de los caminos a losazules, a los que las jóvenes atraían con sonrisas bajoel fuego de los cañones, sin creer que por estofuesen pérfidas, e iban en peregrinación con suspadres y sus hermanos a pedir astucias yabsoluciones a vírgenes de madera carcomida. Lareligión, o más bien el fetichismo de aquellos seresignorantes, bastaba para que el asesinato noprodujese remordimientos. He aquí por qué, una veztrabada la lucha, todo en el país era peligroso, lomismo el ruido que el silencio, igual la gracia que elterror, así el hogar doméstico como el camino real.Había convicción en aquellas traiciones, eran salvajesque servían a Dios y al Rey, del mismo modo que losmohicanos hacen la guerra; mas para que sea exactay verdadera en todos sus puntos la descripción deesta lucha, el historiador debe añadir que en el momentode firmarse la paz de Hoche, el país enterovolvió a ser amigo: las familias que la víspera sedesgarraban aún, al día siguiente comían bajo elmismo techo sin peligro alguno.En el instante en que Hulot reconoció la perfidiasecreta que se ocultaba bajo la piel de cabra de Marchaen Tierra, quedó convencido del rompimiento

32de aquella paz feliz debida al genio de Hoche, y cuyomantenimiento le pareció imposible. Así, pues, laguerra renacía sin duda más terrible que nunca,después de una tregua de tres años. La Revolución,dulcificada desde el 9 termidor, iba a tomar de nuevotal vez el carácter de terror que la hizo odiosa a loshombres razonables. El oro de los ingleses habíacontribuido, como siempre, a las discordias deFrancia; la República, abandonada del jovenBonaparte que era como su genio tutelar, parecíaincapaz de resistir a tantos enemigos, y el más cruelera el último en presentarse; la guerra civil anunciadapor mil pequeñas sublevaciones parciales, tomaba uncarácter de gravedad del todo nuevo desde elmomento en que los chuanes concebían el designiode atacar a tan numerosa escolta. Tales eran lasreflexiones que acudieron al pensamiento de Hulot,aunque de una manera mucho más amplia apenascreyó notar en la aparición de Marcha en Tierra elindicio de una emboscada hábilmente dispuesta,porque sólo él tuvo desde luego el secreto de su peligro.El silencio que siguió a la frase profética dirigidapor el comandante a Gerard, y que termina la escenaanterior, sirvió a Hulot para recobrar su sangre iría.

33El antiguo militar había vacilado casi, y no pudo alejar

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las nubes que obscurecieron su frente cuandopensó que ya estaba rodeado de los horrores de unaguerra cuyas atrocidades no hubieran cometido talvez los mismos caníbales. El capitán Merle y elayudante Gerard, sus dos amigos, intentabanexplicarse el temor, tan nuevo para ellos, que elrostro de su jefe revelaba, y miraban a Marcha enTierra comiendo su galleta a la orilla del camino sinque les fuera posible hallar la menor relación entreaquella especie de animal y la inquietud de su bravocomandante; pero muy pronto el rostro de Hulotpareció serenarse. Aunque deplorando las desgraciasde la República, se alegró de tener que combatir porella, y se prometió alegremente no ser juguete de loschuanes, proponiéndose penetrar al hombre tantenebrosamente astuto que le hacían el honor deenviar contra él.Antes de resolver nada, comenzó por examinarla posición en que querían sorprenderle susenemigos, y al ver que el camino, en medio del cualse hallaba, seguía una especie de desfiladero pocoprofundo, es verdad, pero fianqueado de bosque, enel que desembocaban varios senderos, frunciómarcadamente sus negras cejas, y dijo a sus dos

34amigos con voz sorda, en la que se revelaba hondaconmoción:-Estamos en un avispero de mil diablos.-Y ¿de quién tenéis miedo? -preguntó Gerard.-¿Miedo?...-replicó el comandante -Sí, miedo,pues siempre temí ser fusilado como un perro en larevuelta de un bosque sin que me dieran el ¡quiénvive!-¡Bah! -dijo Merle sonriendo. -El ¡quién vive! estambién un abuso.-¿Conque estamos realmente en peligro?-preguntó Gerard, tan asombrado de la sangre fríade Hulot como lo estuvo antes de su terror pasajero.-¡Silencio!- exclamó el comandante. -Nos hallamosen la boca del lobo, en medio de la obscuridad,y es necesario encender una luz. Por fortuna,estamos en la parte alta de este terreno, y tal vezacabaré por ver claro.Y el comandante, atrayendo así a los dosoficiales, se acercó a Marcha en Tierra. Este último,aparentando creer que los molestaba, se levantóprontamente pero Hulot, empujándole, le hizo caerde nuevo en el mismo sitio donde se hallabasentado, diciéndole:-¡Quédate ahí, ganapán!

35Desde aquel momento, el comandante no dejóde observar atentamente al indiferente bretón.-Amigos míos -dijo después en voz baja a losdos oficiales, -ya es hora de que os diga que eledificio se hunde allí abajo, y que el Directorio, acausa de unos cambios en las Asambleas, ha dadoun escobazo más a nuestros asuntos. Esosdirectores, que son unos muñecos, acaban de perderuna buena hoja, pues Bernadotte se niega ya a tratarcon ellos.-Y ¿quién le substituye? -preguntó Gerard vivamente.-Milet-Mureau, un vejestorio. ¡Mal tiempo hanelegido para permitir que naveguen los zopencos!Los cohetes ingleses parten ya de las costas. Todosesos abejorros de vendeanos y de chuanes están ya

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en los aires, y los que se hallan detrás han sabidoelegir bien el momento en que sucumbimos.-¿Cómo? -preguntó Merle.-Nuestros ejércitos están derrotados en todos lospuntos -continuó Hulot con voz cada vez más baja;los chuanes han interceptado ya dos veces loscorreos, y no he recibido los partes ni los últimosdecretos sino por conducto de un expreso queBernadotte envió al dejar el ministerio; mas, por

36fortuna, varios amigos me han escritoconfidencialmente respecto a ese trastorno. Fouchéha descubierto que varios traidores de París hanaconsejado al tirano Luis XVIII que envíe un jefe asus secuaces del interior; se cree que Barras traicionaa la República; y, en una palabra, Pitt y los Príncipeshan enviado aquí un hombre de energía y de talento,que quisiera, reuniendo los esfuerzos de losvendeanos y de los chuanes, despojar de su gorro ala República. Ese compañero ha desembarcado en elMorbihan; he sido el primero en saberlo, por conductode los pícaros de París, y parece que se ha tituladoel mozo (gars). Todos estos animales -añadió elcomandante señalando a Marcha en Tierra, -llevannombres que producirían cólico en cualquierhonrado patriota que los usase. Ahora bien, nuestrohombre se halla en este distrito, y la llegada de estetunante (al decir esto Hulot miró fijamente alextraño chuan) me indica que le tenemos a laespalda. Sin embargo, no se enseña a un mono viejoa hacer muecas, y vosotros me ayudaréis a llevar mischorlitos a la jaula, más que de prisa. ¡Yo sería untorpe si me dejase coger como una corneja por esecaballero que llega de Londres con la intención delimpiarnos los sombreros!

37Al tener conocimiento de estas circunstanciassecretas y críticas, los dos oficiales, sabiendo que sucomandante no se alarmaba jamás inútilmente,tomaron ese aspecto de gravedad propio de losmilitares ante el peligro, cuando son valientes y estánacostumbrados a ver desde lejos los asuntoshumanos. Gerard, que por su graduación podíatener más confianza con su jefe, quiso informarse detodas las noticias políticas sobre las cuales se habíaguardado silencio evidentemente; pero una seña deHulot le contuvo, y los tres comenzaron a mirar aMarcha en Tierra. Este chuan no manifestó lamenor emoción al verse objeto de la vigilancia deaquellos hombres, tan temibles por su inteligenciacomo por su fuerza corporal. La curiosidad de losdos oficiales, para quienes aquella especie de guerraera nueva, se excitó vivamente por el comienzo deun asunto que tenía un interés casi novelesco, y poreso trataron de chancearse, pero, a la primera palabraque se les escapó, Hulot les miró con expresióngrave, y díjoles :-¡Truenos de Dios! no vayamos a fumar sobre elbarril de pólvora, ciudadanos. Tener valor cuandono se necesita es lo mismo que llevar agua en unacesta. Gerard -dijo después al oído de su ayudante, -

38aproximaos insensiblemente a ese bribón, y almenor movimiento sospechoso, atravesadle con

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vuestra espada. En cuanto a mí, voy a tomarmedidas para sostener la conversación si nuestrosdesconocidos quieren trabarla.Gerard inclinó ligeramente la cabeza en señal deobediencia, y luego comenzó a contemplar lospuntos de vista de aquel valle con que ya ha podidofamiliarizarse el lector; aparentó que deseabaexaminarle con más atención, y adelantóse connaturalidad; pero ya se comprenderá que el paisajeera la última cosa que él observaba. Por su parte,Marcha en Tierra no dejó conocer si la maniobra deloficial le inspiraba temor, y, por su manera de jugarcon la extremidad de su látigo, hubiérase dicho quepescaba con sedal en el foso.En tanto que Gerard trataba de tomar asíposición delante del chuan, el comandante dijo envoz baja a Merle:-Dad diez hombres escogidos a un sargento, yapostadle vos mismo sobre nosotros, en la partemás elevada de la cuesta, donde el camino seensancha formando una meseta, y desde dondeveréis una gran parte de aquél por la parte de Ernée.Escoged un lugar donde el camino no se halle

39flanqueado de bosque, y en que el sargento puedavigilar la campiña; será útil que llaméis para esto aLlave de los Corazones, que es hombre inteligente; y noos riáis, pues no daría un cuarto por nuestra piel sino adoptásemos nuestras medidas.Mientras que el capitán Merle ponía en prácticaesta orden con una prontitud cuya importancia fuecomprendida, el comandante agitó la mano derechapara reclamar profundo silencio de los soldados quele rodeaban, hablando entre sí, y con otro ademánles ordenó que preparasen sus armas. Luego,restablecida la calma, miró a ambos lados delcamino, escuchando con inquieta atención, como siesperase sorprender algún rumor ahogado, algúnsonido de armas, o pasos precursores de la lucha quese esperaba. Sus ojos negros y penetrantes parecíansondear los bosques a profundidades extraordinarias;pero, como no recogiera el menor indicio, consultóla arena del camino, a la manera de los salvajes, paraver si descubría algunas huellas de los invisiblesenemigos, cuya audacia le era harto conocida.Desesperado porque no podía notar nada quejustificase sus temores, avanzó hacia un lado delcamino; franqueó las pequeñas colinas, no sintrabajo, y después recorrió lentamente las cumbres.

40De improviso comprendió hasta qué punto suexperiencia era necesaria para la salvación de sugente, y bajó, con el rostro más sombrío, pues enaquel tiempo los jefes sentían siempre no conservarpara sí solos el puesto de más peligro. Los demás,oficiales y soldados, notando la preocupación de unjefe cuyo carácter les agradaba y cuyo valor era bienconocido, pensaron entonces que su extremadaatención anunciaba un peligro; pero, incapaces desospechar su gravedad, permanecieron inmóviles,reteniendo casi la respiración, como por instinto.Semejantes a esos perros que tratan de adivinar lasintenciones del hábil cazador, cuyas órdenes sonincomprensibles, pero a las cuales obedecen sinvacilar, aquellos soldados miraron sucesivamente elvalle del Cuesnon, los bosques del camino y el severo

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rostro de su comandante, tratando de leer en élsu suerte; luego se consultaron con los ojos, y másde una sonrisa se dibujó de boca en boca.Cuando Hulot hizo su mueca, Buen Pie, jovensargento que pasaba por ser el hombre chistoso desu compañía, dijo en voz baja:-¿Dónde diablo nos hemos metido para que elviejo veterano Hulot tenga un aspecto tan lúgubre?¡Diríase que está en un consejo de guerra!

41Habiendo dirigido Hulot una mirada severa aBuen Pie, se restableció de pronto el silencio exigidobajo las armas; y, en medio de este silencio solemne,los pasos tardos de los quintos, bajo cuyos piescrujía la arena sordamente, producían un sonidoregular que añadía una vaga emoción a la ansiedadgeneral. Este sentimiento indefinible se comprenderásolamente por aquellos que, presa de una inquietudcruel, han oído en el silencio de las noches losfuertes latidos de su corazón, redoblados por algúnrumor cuya repetición monótona parecíacomunicarles el terror por grados.Colocándose de nuevo en el centro de su tropa,el comandante comenzaba a preguntarse: ¿Me habréengañado? Y miraba ya con reconcentrada cólera,que se revelaba por los relámpagos de sus ojos, laimpasible y estúpida figura de Marcha en Tierra perola salvaje ironía que pudo reconocer en los ojosopacos del chuan lo persuadió de que no debíarenunciar a sus saludables medidas. En aquelmomento, después de haber cumplido las órdenesde Hulot el capitán Merle volvió a reunirse con sujefe, y los mudos actores de esta escena, idéntica aotras mil que hicieron de aquella guerra la másdramática de todas, esperaron entonces con

42impaciencia nuevas impresiones, curiosos por ver sise iluminaban con otras maniobras los puntosobscuros de su solitaria posición.-Hemos hecho bien, capitán -dijo el comandante-en poner a la cola del destacamento el reducido númerode patriotas con que contamos entre estosquintos. Elegid otra docena de hombres decididos, acuya cabeza pondréis al subteniente Lebrun, yconducidlos rápidamente a la cola del destacamento;así apoyarán a los patriotas que allí se hallan y haránavanzar rápidamente a toda esa tropa, a fin derecogerla en dos tiempos hacia la altura ocupada porlos compañeros. Aquí os espero.El capitán desapareció en medio de la tropa; elcomandante miró sucesivamente a cuatro hombresintrépidos, cuya destreza y agilidad le eran bienconocidas, y los llamó silenciosamentedesignándolos con el dedo, y haciéndoles esa señaamistosa que consiste en acercar el índice hacia lanariz por un movimiento rápido y repetido: loshombres se aproximaron al punto.-Habéis servido conmigo, a las órdenes deHoche -les dijo, -cuando hicimos entrar en razón aesos bandidos que, se titulan cazadores del Rey; yasabéis cómo se ocultaban para tirotear a los azules.

43Al oír elogiar de este modo su conducta, loscuatro soldados se encogieron de hombros,

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haciendo un ademán significativo. Sus rostros teníanuna expresión marcial, cuya indiferente resignacióndemostraba que desde que había comenzado la luchaentre Francia y Europa, sus ideas no se habían fijadomás que en sus cartucheras por detrás y en susbayonetas por delante. Con los labios recogidoscomo una bolsa cuyos cordones se aprietan, mirabana su comandante con ojos atentos y curiosos sinpronunciar palabra.-Pues bien -continuó Hulot, que poseía con perfecciónel arte de hablar la lengua pintoresca del soldado;-es preciso que unos buenos conejos como nosotrosno se dejen acorralar por los chuanes; y o yono me llamo Hulot, o aquí hay algunos. Vosotroscuatro iréis a reconocer los dos lados de ese camino,y, como el destacamento seguirá detrás, avanzad sintemor; no descuidéis la vigilancia, y despejadmepronto el terreno- Así diciendo, les mostraba lospuntos más peligrosos del camino.Los cuatro hombres, como para dar gracias,colocaron el dorso de la mano delante de sus viejossombreros de tres picos, cuyo alto borde, batido porla lluvia y floja por la edad, se doblaba bajo la copa.

44Uno de ellos, llamado Larose, cabo conocido deHulot, díjole, haciendo sonar su fusil:-Les silbaremos un aire de clarinete, mi comandante.Los cuatro marcharon, dos por la derecha y. dospor la izquierda; no sin cierta emoción secreta, suscompañeros les vieron desaparecer por ambos ladosdel camino. El comandante participó de estaansiedad, pues creía enviarlos a una muerte segura, yhasta se estremeció a su pesar cuando dejó de ver laspuntas de sus sombreros. Oficiales y soldadosescucharon el rumor, cada vez más debilitado, de lospasos en la hojarasca, con un sentimiento tanto másvivo cuanto más profundamente estaba oculto. Enla guerra se producen a veces escenas en que cuatrohombres en peligro infunden más espanto que milesde muertos en el campo de Jemmapes. Esasfisonomías militares tienen expresiones tan múltiplesy fugitivas, que sus pintores deben evocar susrecuerdos de soldado y dejar que el espíritu pacíficoestudie figuras tan dramáticas, porque esastempestades, ricas en detalles, no se podríandescribir completamente sin dilaciones interminables.

45En el momento en que dejó de verse el brillo delas bayonetas de los cuatro soldados, el capitánMerle volvía, después de ejecutar las órdenes delcomandante, con la rapidez del relámpago. Hulotdio otras dos o tres para poner el resto de su tropaen orden de batalla en el centro del camino, ydespués dispuso que se volviera a la cumbre de laPeregrina, donde estaba su reducida vanguardia;pero quiso marchar el último, y de espaldas, a fin deobservar los más ligeros cambios que sobrevinieranen todos los puntos de aquella escena que laNaturaleza había hecho tan encantadora, y elhombre tan terrible.De este modo llegó al sitio donde Gerardvigilaba a Marcha en Tierra, cuando este último, quehabía seguido con mirada indiferente al parecertodas las maniobras del comandante, pero queseguía ahora con increíble inteligencia a los dossoldados que acababan de penetrar en el bosque por

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la derecha, silbó tres o cuatro veces de tal maneraque imitó el grito claro y penetrante del mochuelo.Los tres célebres contrabandistas, cuyos nombres yase han citado, se valían también, durante la noche,de ciertas entonaciones de ese grito para avisarse lasemboscadas, los peligros, y todo cuanto les

46interesara. De esto les provino el sobrenombre deChuin que significa mochuelo o buho en el patuá delpaís; la corrupción de esta palabra sirvió paradesignar a los que en la primera guerra imitaron elproceder y las señales de aquellos tres hermanos. Aloír aquel silbido sospechoso, el comandante se detuvopara mirar fijamente a Marcha en Tierra, aparentandoque se dejaba engañar por la estúpidaactitud del chuan, a fin de conservarle cerca de sícomo un barómetro que le indicara los movimientosdel enemigo. Por eso contuvo la mano de Gerardque iba a despachar al chuan, y acto seguido colocódos soldados a pocos pasos del espía, ordenándolesen voz alta e inteligible que se dispusieran a fusilarlea la menor señal que hiciera. A Pesar de suinminente peligro, Marcha en Tierra no manifestó lamenor emoción. El comandante, que le estudiaba,notando aquella insensibilidad, dijo a Gerard:-Ese canario no sabe mucho. ¡Ah, ah! es difícilleer en la cara de un chuan, pero éste se ha descubiertopor el deseo de manifestar intrepidez. Puedescreer, Gerard, que si hubiese fingido terror le habríatomado por un imbécil. ¡Buena pareja haríamos él yyo! ¡Oh! ¡Vamos a ser atacados! Pero que venganahora, pues ya estoy preparado.

47Después de pronunciar estas palabras en vozbaja y con aire de triunfo, el viejo se frotó las manos,miró a Marcha en Tierra con aire burlón, y,cruzando los brazos sobre el pecho, permaneció enmedio del camino entre sus dos oficiales favoritos,como esperando el resultado de sus disposiciones.Seguro del combate, contempló a su gente con airetranquilo.-¡Oh! habrá leña -dijo Buen Pie en voz baja, -pues el comandante se ha restregado las manos.La situación crítica en que se hallaban Hulot y sudestacamento era una de aquellas en que la vida sehalla tan verdaderamente en peligro, que loshombres enérgicos consideran como honrosodemostrar sangre fría y serenidad, y aquí es donde seles juzga bien. Por eso el comandante, conociendo elpeligro mejor que sus dos oficiales, puso su amorpropio en aparentar mayor tranquilidad. Fijandosorpresivamente sus miradas en Marcha en Tierra,en el camino y en el bosque, no esperaba sinangustia el ruido de la descarga general de loschuanes, a los que creía ocultos como duendesalrededor de su tropa, pero su rostro se manteníaimpasible. En el momento en que las miradas de lossoldados estaban fijas en él, arrugó ligeramente sus

48mejillas morenas, marcadas por la viruela,, cerró confuerza los labios, guiñó los ojos, lo cual indicabasiempre una sonrisa para sus soldados, y dando ungolpecito en el hombro a Gerard, le dijo:-Ya podemos estar tranquilos. ¿Qué deseabas

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decirme hace un momento?-¿En qué nueva crisis nos hallamos ahora, micomandante?-La cosa es vieja, -contestó Hulot en voz baja. --La Europa entera está contra nosotros, y esta vez lascircunstancias le son favorables. Mientras que losdirectores luchan entre sí como caballos sin avena enuna cuadra, dejando que todo se desmorone en sugobierno, abandonan a los ejércitos sin socorros.¡Estamos destrozados en Italia! Sí, amigos míos,hemos evacuado Mantua después del desastre deTrebia, y Jouber acaba de perder la batalla de Novi.Espero que Massena conservará los desfiladeros deSuiza invadida por Suwarow. Estamos perdidos en elRhin, adonde el Directorio ha enviado a Moreau;pero no sé si este conejo defenderá las fronteras...¡Mucho lo deseo, mas la coalición acabará poraplastarnos y, desgraciadamente, el único general quepuede salvarnos está allí abajo, en ese condenado

49Egipto! ¿Cómo volverá, siendo Inglaterra dueña delos mares?-La ausencia de Bonaparte no me inquieta,comandante -contestó el joven Gerard, en quien unaeducación esmerada había desarrollado unainteligencia superior.-¿Dónde se detendría, pues, nuestra Revolución?¡Ah! no solamente estamos encargados de atender ala defensa del territorio de Francia, sino que tenemosuna doble misión. ¿No es preciso conservar tambiénel alma. del país, esos principios generales de libertado independencia, y esa razón humana despertadapor nuestras Asambleas, que en mi opinión seagigantará cada vez más? Francia está como elviajero encargado de llevar una luz, la cual sostienecon una mano, míentras que se defiende con la otra;y, si vuestras noticias son ciertas, jamás desde hacediez años nos habremos visto acosados de tantagente que trate de apagarla. Doctrinas y país, todoestá a punto de perecer.-¡Ay de mí! -exclamó el comandante Hulotsuspirando -Esos títeres de directores han sabidoindisponerse con todos los hombres que podíanconducir la nave a buen puerto. Bernadotte, Carnot,todos, hasta el ciudadano Talleyrand, nos han

50abandonado; y, -en una palabra, tan sólo queda unbuen patriota, que todo lo sostiene por la política.¡Ese sí que es un hombre! A él debo haber sidoavisado oportunamente de esta insurrección; pero, apesar de esto, estoy seguro de que estamos cogidosen un lazo.-¡Oh! Si el ejército no interviene algo en nuestrogobierno -dijo Gerard, -los abogados nos dejaránpeor que estábamos antes de la Revolución. ¿Acasopiensan mandar esos chuchumecos?-Siempre temo -replicó Hulot, -saber que tienentratos con los Borbones. ¡Truenos de Dios! sillegasen a entenderse, ¡en qué aprieto nos veríamosaquí nosotros!-No, no, comandante; no llegaremos a esto -contestó Gerard.- El ejército, como decís, levantarála voz, y con tal que no tome sus expresiones en elvocabulario de Pichegru, espero que no habremossido acuchillados durante diez años para ver, endefinitiva, cómo hilan otros el lino que recogimos.

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-¡Oh, sí! -exclamó el comandante- Nos ha costadomucho el cambiar de ropa.-Pues bien -dijo el capitán Merle, -obremossiempre aquí como buenos patriotas, y procuremosimpedir a nuestros chuanes que se comuniquen con

51la Vendée, porque si llegan a entenderse e Inglaterrainterviene en el asunto, esta vez no responderé delgorro de la República, una e indivisible.Aquí llegaba la conversación cuando fueinterrumpida por el grito del mochuelo, que se oyó abastante distancia. El comandante, más inquieto,examinó con atención a Marcha en Tierra, cuyorostro impasible no daba, por decirlo así, señales devida. Los quintos, reunidos por un oficial, sehallaban agrupados como un rebaño en medio delcamino, a unos treinta pasos de la compañía que sehallaba en orden de batalla; y detrás de ellos, como adiez pasos, se situaron los soldados y los patriotas, almando del teniente Lebrun. El comandante observódetenidamente el orden de batalla, mirando porúltima vez el piquete que estaba apostado másadelante en el camino. Satisfecho de sus disposiciones,volvióse para mandar que se continuasela marcha, cuando divisó las escarapelas tricolores delos dos soldados que volvían después de explorar losbosques situados a la izquierda. El comandante,viendo que no se presentaban los de la derecha, sedecidió a esperar su regreso.

52-Tal vez venga de allí la bomba -dijo a sus dosoficiales, mostrándoles la selva en que sus dossoldados habían desaparecido.Mientras que los dos exploradores de laizquierda le daban una especie de informe, Hulotapartó la mirada de Marcha en Tierra. Entonces elchuan comenzó a silbar vivamente, de manera quese le oyese a gran distancia, y, después, antes queninguno de sus vigilantes le hubiera apuntadosiquiera, les aplicó un latigazo que los derribó entierra. En el mismo instante, varios gritos, o másbien aullidos salvajes, sorprendieron a losrepublicanos, y una descarga espantosa que habíapartido del bosque situado sobre el declive donde elchuan se hallaba antes, hizo morder el polvo a sieteu ocho soldados. Marcha en Tierra, contra el cual hicieronfuego cinco o seis hombres sin acertarle,desapareció en el bosque después de trepar por eldeclive con la rapidez de un gato salvaje; sus zuecosrodaron hasta el foso, y fue fácil verle entonces enlos pies los gruesos zapatos ferrados queacostumbraban a llevar los cazadores del Rey. A losprimeros gritos de los chuanes, todos los quintossaltaron al bosque de la derecha.

53-¡Fuego contra esos cobardes! -gritó el comandante.La compañía hizo una descarga sobre ellos; perolos quintos habían sabido preservarse de losdisparos, apoyándose en los árboles, y, antes que sehubiera podido volver a cargar las armas,desaparecieron.-¡Que decreten legiones departamentales! -dijoHulot a Gerard con irónica expresión -Es necesarioser estúpido como un Directorio para querer contar

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con la quinta de este país. Mejor harían lasAsambleas si en vez de votar tantos uniformes,dinero y municiones, nos dieran lo que necesitamos.-He ahí unos tunantes que prefieren sus galletasal pan de munición -dijo Buen Pie, el gracioso de lacompañía.Al oír estas palabras, los silbidos y las carcajadasde la tropa republicana condenaron la conducta delos desertores; pero el silencio se restableció depronto. Los soldados vieron entonces bajarpenosamente por el declive a los dos compañerosque el comandante envió a explorar el bosque por laderecha; el menos herido de los dos sostenía a sucompañero, que regaba la tierra con su sangre. Losdos pobres soldados se encontraban ya a la mitad de

54la pendiente, cuando Marcha en Tierra dejó ver suhediondo rostro; apuntó tan bien a los azules que losremató de un solo disparo, y ambos rodaronpesadamente al foso. Apenas se hubo visto suvoluminosa cabeza, treinta fusiles hicieron fuegocontra ella; pero, semejante a una figura fantasmagórica,desapareció detrás de las fatales matas de ginesta.Estos acontecimientos, cuya descripción exigetantas palabras, ocurrieron en un instante, y, unmomento después, los patriotas y los soldados de laretaguardia se reunieron con el resto de la escolta.-¡Adelante! -gritó Hulot.La tropa se dirigió rápidamente al lugar elevadoy descubierto donde se había apostado el piquete;allí, el comandante puso su gente en orden debatalla; pero no percibió ninguna demostraciónhostil de parte de los chuanes, y creyó que el únicoobjeto de la emboscada había sido el de libertar a losquintos.-Sus gritos -dijo a sus dos compañeros, -me indicanque no son numerosos, apresuremos el paso, ytal vez lleguemos a Ernée sin tenerlos a la espalda.Estas palabras fueron oídas de un quintopatriota, que saliendo de las filas, se presentó aHulot:

55-Mi general -dijo, -yo he tomado parte en estaguerra antes de ahora como contra chuan. ¿Puedodeciros dos palabras?-Ese es un abogado -dijo en voz baja elcomandante a Merle, -y a estos hombres se les ha deescuchar siempre en la Audiencia.-Vamos, habla- contestó al patriota que era unjoven de Fougeres.-Mi comandante -comenzó diciendo, -loschuanes han traído, sin duda, armas a los quintoscon quienes acaban de reunirse; si les enseñamos lostalones, irán a esperarnos en cada rincón de bosque,y nos matarán hasta el último hombre antes de quelleguemos a Ernée. Es preciso abogar con loscartuchos, como tú dices; y durante la escaramuza,que durará más tiempo del que te figuras, uno de miscompañeros irá a buscar la Guardia Nacional y lascompañías francas de Fougeres. Aunque no seamosmás que quintos, ya verás que no pertenecemos a laraza de los cuervos.-¿Crees que sean muy numerosos los chuanes? -Juzga por ti mismo, ciudadano comandante.Y condujo a Hulot a un lugar de la meseta,donde la arena había sido removida al parecer con

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un rastrillo; después de hacerle notar esto, le

56condujo más adelante por un sendero, donde vieronlos vestigios de un considerable número dehombres, y donde las hojas estaban comoestampadas en la tierra batida.-Esos son mozos de Vitré -dijo el joven deFougeres, -y han ido a reunirse con los bajosnormandos.-¿Cómo te llamas, ciudadano? -preguntó Hulot.-Gudin, mi comandante.-Pues bien, Gudin, serás cabo de tuscompañeros; me parece que eres un buen hombre, yte encargo de escoger el individuo que se ha deenviar a Fougeres. Permanecerás junto a mí; peroantes, ve con tus quintos a recoger los fusiles, lascartucheras y los uniformes de nuestros pobrescompañeros, que esos bandidos han dejado sin vidaen el camino. No permaneceréis aquí para recibirtiros en balde.Los bravos patriotas de Fougeres fueron abuscar los despojos de los muertos, y toda lacompañía los protegió con un fuego nutridísimo porla parte del bosque; de modo que efectuaron laoperación sin perder un solo hombre.-Esos bretones -dijo Hulot a Gerard, -seríanmuy buenos infantes si les gustara el rancho.

57El emisario de Gudin partió a escape por unsendero apartado de los bosques de la izquierda. Lossoldados se ocupaban en examinar sus armas,preparándose para el combate; el comandante pasórevista, sonriendo a todos, y fue a situarse a pocospasos más allá con sus dos oficiales favoritos, dondeesperó a pie firme el ataque de los chuanes.Otra vez reinó el silencio un instante; pero nofue de larga duración. Trescientos chuanes, cuyostrajes eran idénticos a los de los quintos,desembocaron por los bosques de la derecha, y sinorden, profiriendo verdaderos aullidos, fueron aocupar todo el camino que se extendía ante el escasobatallón de los azules. El comandante alineó sussoldados en dos partes iguales que presentaban cadacual un frente de diez hombres; colocó en medio deestas tropas sus doce quintos, apresuradamenteequipados, y se puso a su cabeza. Este reducidoejército estaba protegido por dos alas de veinticincohombres cada una, que debían maniobrar en amboslados del camino a las órdenes de Gerard y de Merle.Estos dos oficiales debían atacar a los chuanes deflanco, e impedirles que se diseminasen por el terrenopara hacer fuego contra los azules

58impunemente, pues así las tropas republicanas nosabían dónde atacar a sus adversarios.Adoptadas estas disposiciones por elcomandante con la rapidez que el caso exigía, lossoldados tuvieron más confianza y todos marcharonsilenciosos contra los chuanes. Al cabo de pocosminutos, empleados en la marcha de los dos cuerposuno contra otro, se hizo una descarga a boca dejarro que sembró la muerte en ambas tropas, y enaquel momento, las dos alas republicanas, a las quelos chuanes no habían podido oponer nada, llegaron

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sobre sus flancos, haciendo un fuego de fusileríamuy nutrido, que produjo numerosas bajas y eldesorden entre los contrarios. Esta maniobrarestableció casi el equilibrio numérico entre los dosbandos; pero el carácter de los chuanes se distinguíapor una intrepidez y una constancia a toda prueba.No retrocedieron, ni su pérdida les hizo vacilar-,estrecháronse y trataron de envolver a la reducidatropa bien alineada de los azules, la cual ocupaba tanpoco espacio, que se parecía a una reina de las abejasen medio de un enjambre. En su consecuencia, setrabó uno de esos combates horribles en que elestrépito de la fusilería, rara vez oído, se substituyepor el rumor producido en esas luchas al arma

59blanca, durante las cuales todos se baten cuerpo acuerpo, y en las que, si el valor es igual, el númerodecide la victoria. El triunfo hubiera sido desdeluego si las dos alas mandadas por Merle y Gerardno hubieran conseguido hacer dos o tres descargasque cogieron de lleno a los enemigos que formabanla cola. Los azules de las dos alas habrían debidopermanecer en sus posiciones y seguir haciendo unfuego acertado contra sus temibles adversarios; pero,excitados al ver los peligros que corría aquel heroicobatallón, entonces completamente cercados por loscazadores del Rey, precipitáronse en el camino comofuriosos para atacar a la bayoneta, y esto igualó unpoco más la lucha durante algunos momentos. Lasdos tropas se batieron entonces con unencarnizamiento espantoso, redoblado por toda lafuria y la crueldad del espíritu de partido quehicieron de aquella guerra una excepción. Cada cual,atento a su propio peligro, guardaba silencio, y laescena fue lúgubre y helada como la muerte. Enmedio del choque de las armas no se oía más que elcrujido de la arena bajo los pies, y las exclamacionessordas y quejumbrosas proferidas por aquellos que,heridos o moribundos, caían a tierra. En el seno delpartido republicano, los doce quintos defendían con

60tal valor al comandante, ocupado en haceradvertencias y dar repetidas órdenes, que más de unavez algunos soldados gritaron: ¡Bravo por losreclutas!...Hulot, impasible y atendiendo a todo, observómuy pronto entre los chuanes un hombre que,rodeado como él de gente escogida, debía ser el jefe.Creyó necesario conocerle bien; pero hizo variasveces vanos esfuerzos para distinguir las faccionesde aquel individuo, siempre oculto por lossombreros de ala ancha y por los gorros encarnados.No obstante, vio a Marcha en Tierra que, colocadojunto a su general, repetía las órdenes con voz ronca,y cuya carabina no estaba nunca ociosa. Elcomandante se impacientó por aquella contrariedadsiempre reproducida, empuñó la espada, animó a susquintos, y atacó el centro de los chuanes con tanviolenta furia, que abrió brecha entre ellos y pudoentrever al jefe, que, por desgracia, tenía lasfacciones del todo ocultas por un gran sombrero defieltro con escarapela blanca. Pero el desconocido,asombrado de tan audaz ataque, hizo unmovimiento retrógrado y levantó de pronto susombrero, lo cual permitió a Hulot tomarapresuradamente la filiación del personaje. Aquel

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61joven jefe, que al parecer de Hulot no tendría apenasveinticinco años, vestía un chaquetón de caza depaño verde, llevaba en el cinturón dos pistolas, y susgruesos zapatos eran forrados como los de loschuanes; unas polainas que le llegaban hasta larodilla, adaptábanse a un calzón de cutí muy grueso,y esto completaba el traje; su estatura era mediana,pero esbelta y bien formada.Furioso al ver que los azules llegaban hasta supersona, se caló más el sombrero y avanzó haciaellos; pero muy pronto le rodearon Marcha en Tierray algunos chuanes inquietos. Hulot creyó ver, através de los huecos que los sombreros dejaban alagruparse alrededor del joven, un grueso cordónrojo sobre una chaquetilla entreabierta. Las miradasdel comandante, atraídas desde luego por aquellacondecoración, del todo olvidada entonces, fijáronsede pronto en unas facciones que no tardó en perderde vista, pues los accidentes del combate leobligaban a velar por la seguridad de su reducidatropa, dirigiendo sus evoluciones. Por esto no pudover apenas unos ojos brillantes, cuyo color no pudodistinguir bien, cabellos rubios y facciones bastantedelicadas, bronceadas por el sol; pero le admiró lablancura del cuel1o, realzada por una corbata negra,

62floja y anudada con descuido. La actitud fogosa deljoven era muy militar; como la de aquellos que en elcombate no carecen de cierta poesía convencional.Su mano, cubierta por un guante, agitaba en el aireuna espada que brillaba a los rayos del sol, y suaspecto revelaba a la vez elegancia y fuerza. Suexaltación, realzada por los encantos de la juventudy por modales distinguidos, hacían de aquelemigrado una hermosa imagen de la noblezafrancesa, contrastando con la de Hulot, que, a cuatropases de él, era a su vez una imagen animada deaquella enérgica República por la cual combatía elsoldado veterano, cuyo rostro severo, cuyo uniformeazul con las vueltas encarnadas, algo raídas, y cuyascharreteras casi negras, pendientes de los hombros,pintaban tan fielmente sus necesidades y su carácter.La graciosa actitud y la expresión del joven nopasaron desapercibidas para Hulot, que exclamó altratar de alcanzarle:-¡Vamos, bailarina de la Opera, adelántate paraque yo te peine!El jefe realista, irritado por su momentáneadesventaja, avanzó por un movimiento desesperado;pero en el momento que su gente le vio aventurarsede aquel modo, todos se precipitaron sobre los

63azules. De improviso, una voz dulce y clara,dominando el rumor del combate, gritó :-¡Aquí, Saint-Lescure ha muerto! ¿No levengaréis?Al escuchar estas palabras mágicas, el esfuerzode los chuanes fue terrible, y los soldados de laRepública lograron a duras penas mantener su ordende batalla.-Si no fuera un joven -se decía Hulotretrocediendo palmo a palmo, -no habríamos sidoatacados. ¿Se ha visto jamás a los chuanes presentar

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el combate? Pero tanto mejor, pues prefiero esto aque nos maten como perros a lo largo del camino.Después, elevando la voz de modo que resonara enel bosque, gritó -¡Vamos, hijos míos! ¿Nosdejaremos arrollar por esos bandoleros?Y, después de una pausa, el comandante añadió:-¡Gerard y Merle, llamad a vuestros hombrespara formarlos en batallón; que se rehagan másatrás, que rompan el fuego contra esos perros, yacabemos de una vez!La orden de Hulot se ejecutó con dificultad,pues, al oír la voz de su adversario, el joven jefegritó:

64-¡Por Santa Ana de Auray, no les dejéis escapar,amigos míos!Cuando las dos alas al mando de Merle y Gerardse hubieron apartado del centro de la refriega, cadareducido batallón fue seguido por chuanes, tenaces ymuy superiores en número; aquellas viejas pieles decabra rodearon por todas partes a los soldados deMerle y de Gerard, y sus enemigos profirieron denuevo sus espantosos gritos, semejantes a losaullidos de las fieras.-¡Callaos, señores -gritó Buen Pie, -porque no seoye matar!Esta broma reanimó el valor de los azules; envez de batirse en un solo punto, los republicanos sedefendieron en tres lugares diferentes de la mesetade la Peregrina; el estruendo de la fusilería despertótodos los ecos de aquellos valles tan tranquilos antes,y la victoria hubiera podido quedar indecisa durantehoras enteras, o la lucha se habría terminado porfalta de combatientes. Azules y chuanes desplegabanun valor idéntico y la furia aumentaba por una y otraparte cuando se oyó en lontananza el débil sonidode un tambor. Según la dirección del rumor, lasfuerzas que anunciaba atravesarían en aquelmomento el valle de Cuesnon.

65-¡Es la Guardia Nacional de Fougeres! -gritóGudin con voz tonante -Vannier la habráencontrado.Al oír este grito, que llegó distintamente a oídosdel joven jefe de los chuanes y de su feroz ayudantede campo, los realistas hicieron un movimientoretrógrado, reprimido muy pronto por un gritobestial de Marcha en Tierra por dos o tres órdenescomunicadas por el jefe y transmitidas por su ferozayudante a los chuanes en lengua bretona, éstosemprendieron su retirada con una habilidad quedesconcertó a los republicanos, y aún a su mismocomandante. Los chuanes más aptos para elcombate se pusieron en primera línea, presentandoun frente respetable, detrás del cual se colocaron losheridos y el resto de la fuerza para cargar sus fusiles.Después, de improviso, y con esa agilidad de que yahabía dado un ejemplo Marcha en Tierra, los heridosganaron la altura de la eminencia que flanqueaba elcamino de la derecha, seguidos hasta allí por la mitadde los chuanes, que avanzaron con rapidez paraocupar la cima, sin presentar a los azules más quesus enérgicas cabezas. Una vez allí, aprovechándosede los árboles como de una barrera, apuntaron loscañones de los fusiles contra el resto de la escolta,

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66que, según las órdenes reiteradas de Hulot, se habíapuesto en línea al fin de oponer en el camino unfrente que igualase al de los chuanes. Estos últimosretrocedieron con lentitud defendiendo el terreno,de manera que les protegiese el fuego de suscompañeros; cuando alcanzaron el foso queflanqueaba el camino, treparon a su vez por el altodeclive cuyo lindero estaba ocupado por los suyos, yse unieron con ellos, sufriendo denodadamente elfuego de los republicanos, que los fusilaron conbastante acierto para llenar de muertos el foso. Loschuanes que coronaban la escarpadura contestaroncon un fuego no menos mortífero; pero, en aquelmomento, la Guardia Nacional de Fougeres llegó ala carrera al lugar del combate, y con su presenciapuso término a la lucha. Los guardias nacionales yalgunos soldados enardecidos rebasaban ya la orilladel camino para penetrar en los bosques, pero elcomandante les gritó con su voz de trueno:-¿Queréis que os aplasten allí abajo?Los hombres volvieron a reunirse con elbatallón de la República, que había quedado dueñodel campo de batalla, aunque no sin numerosaspérdidas. Todos los viejos sombreros fueron puestosen las puntas de las bayonetas, levantáronse los

67fusiles, y los soldados gritaron simultáneamente dosveces : ¡¡Viva la República!! Los mismos heridos,sentados a orillas del camino, participaron de aquelentusiasmo, y Hulot estrechó la mano de Gerard,diciéndole:-¿Qué tal? ¡Ahí tienes lo que se puede llamarbuenos muchachos!Merle se encargó de dar sepultura a los muertosen un barranco del camino, y varios soldados seencargaron del transporte de los heridos; pidiéronselas carretas y los caballos de las granjas vecinas y lospacientes fueron colocados sobre los despojos de losmuertos. Antes de marchar, la Guardia Nacional deFougeres hizo entrega a Hulot de un chuanpeligrosamente herido a quien hizo prisionero al piede la pendiente por donde los enemigos seescapaban, hasta cuyo sitio rodó por faltarle lasfuerzas.-Gracias por vuestro auxilio, ciudadanos, -dijo elcomandante.-¡Truenos de Dios! a no ser porvosotros hubiéramos pasado un terrible cuarto dehora. Y ahora, estad alertas, porque la guerra hacomenzado. ¡Adiós, mis valientes!Y Hulot, volviéndose hacia el prisionero, le preguntó:

68-¿Cómo se llama tu general?-El Mozo.-¿Quién, Marcha en Tierra?-NO, el Mozo.-¿De dónde ha venido? Al oír esta pregunta elcazador del Rey, cuya enérgica figura y aspectosalvaje revelaban e1 dolor, permaneció silencioso ycogiendo su rosario comenzó a recitar oraciones.-El Mozo -dijo el comandante, -debe ser esejoven de corbata negra, enviado por el tirano y susaliados Pitt y Coburgo.Al oír estas palabras, el chuan, que no sabía

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tanto, levantó la cabeza con altivez, exclamando -¡Ha sido enviado por Dios y el Rey!Y pronunció estas palabras con una energía queagotó sus fuerzas. El comandante vio que era difícilinterrogar a un hombre moribundo cuyas faccionesrevelaban un ciego fanatismo, y volvió la cabezafrunciendo las cejas. Dos soldados, amigos deaquellos que Marcha en Tierra había derribado tanbrutalmente con su látigo a orillas del camino,retrocedieron algunos pasos, apuntaron al chuan,cuya mirada fija no se bajó ante los cañonesdirigidos contra él, o hicieron fuego a boca de jarro.

69El herido cayó, y cuando sus ejecutores se acercaronpara despojarle, aun gritó con fueza -¡Viva el Rey!-¡Sí, sí- dijo Llave de los Corazones, -ahora puedesir a comer galleta con tu buena Virgen! ¡Pues noviene a gritarnos a las barbas viva el tirano cuando selo cree ya! ...-Tomad, mi comandante -dijo Buen Pie, -he aquílos papeles del bandido.-¡Oh, oh!-dijo Llave de los Corazones, -¡venid aver cuántos colores tiene en el estómago este buenhombre!Hulot y varios soldados rodearon el cuerpoenteramente desnudo del chuan, y vieron pintadasobre su pecho, con una substancia azul, una figuraque representaba un corazón inflamado. Era la señalque distinguía a los iniciados de la cofradía delSagrado Corazón, y, debajo de esta imagen, Hulotpudo leer: Lambrequin, que era sin duda el nombredel chuan.-¡Ya lo ves, Llave de los Corazones!-dijo BuenPie;- pero pasarán cien décadas antes que adivines loque esa figura significa.-¡Como si yo entendiese en cosas del Papa -replicó Llave de los Corazones.

70-¡Pícaro picapiedras, nunca sabrás nada! -replicóBuen Pie -Pues ¿no comprendes que se le ha prometidoa este coco que resucitaría, y que se ha pintadoasí con objeto de que le reconozcan?Al oír esta respuesta, que no carecía defundamento, el mismo Hulot no pudo menos departicipar de la hilaridad general. En aquelmomento, Merle concluyó de hacer enterrar a losmuertos, los heridos estaban ya colocados, más omenos bien, en las carretas. Los soldados, formandodos filas a lo largo de las improvisadas ambulancias,descendían por la falda de la montaña que da alMaine, desde donde se veía el hermoso valle de laPeregrina, rival del de Cuesnon. Hulot, acompañadode sus dos amigos Merle y Gerard, siguió entoncescon lentitud a sus soldados, deseoso de llegar sincontratiempo a Ernée, donde los heridos debían recibirsocorros. Aquel combate, casi ignorado enmedio de los grandes acontecimientos que sepreparaban en Francia, tomó el nombre del lugardonde se efectuó, y sólo mereció alguna atención enel Oeste, cuyos habitantes, ocupados de nuevo entomar las armas, observaron un cambio en lamanera de proceder de los chuanes al comenzar denuevo la guerra. En otro tiempo, esta gente no

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hubiera atacado a destacamentos tan considerables.Según las conjeturas de Hulot, el joven realista quehabía visto, debía ser Mozo, nuevo general enviado aFrancia por los Príncipes, y que, según el sistema delos jefes realistas, ocultaba su título y su nombrebajo uno de esos motes que llaman nombres de guerra.Esta circunstancia inquietaba tanto al comandante'después de su triste victoria, como le inquietó antesel temor de caer en una emboscada; y se volvióvarias veces para contemplar la meseta de la Peregrinaque dejaba tras sí, y de la cual llegaban aún, aintervalos, el eco de los tambores de la GuardiaNacional que bajaba al valle de Cuesnon, mientrasque los azules se encaminaban al de la Peregrina.-¿Puede alguno de vosotros -preguntó derepente a sus dos amigos, -adivinar el motivo delataque de los chuanes? Para ellos, los tiros de fusilson un comercio; pero no veo aún qué ganan conéstos. Por lo menos habrán perdido cien hombres, ynosotros -añadió retorciéndose el bigote y guiñandolos ojos para sonreír, - no hemos tenido sesentabajas. ¡Truenos de Dios! no comprendo laespeculación. Los tunantes podían ahorrarse muybien el atacarnos; nosotros hubiéramos pasadocomo cartas por el correo, y no sé de qué les ha

72servido agujerear a nuestros hombres, y señaló contriste ademán las dos carretas llenas de heridos-Acaso quisieron darnos los buenos días.-Pero, mi comandante -replicó Merle, -se han llevadonuestros ciento cincuenta canarios.Aunque los quintos hubieran saltado como ranasen el bosque, no habríamos ido a buscarlos, sobretodo, después de recibir la primera descargacontestóHulot -No, no, aquí hay alguna cosa más.-Y volviéndose hacia la Peregrina, exclamó: Mirad,véd aquello!A pesar de que los tres oficiales se hallaban yalejos de aquella fatal meseta, sus ojos reconocieronfácilmente a Marcha en Tierra y a algunos chuanesque la ocupaban de nuevo.-¡Avivad el paso -gritó Hulot a su tropa, -yarread a los caballos para que vayan más de prisa!¿Serán también esos cuadrúpedos de Pitt y de Coburgo?Estas palabras bastaron para que la reducidatropa emprendiera su marcha con más rapidez.-En cuanto al misterio, cuya obscuridad meparece difícil penetrar -dijo el comandante a los dosoficiales, -Dios quiera, amigos míos, que no se

73resuelva a tiros en Ernée. Temo saber que el caminode Mayena está cortado por los súbditos del tirano.El problema de estrategia, que erizaba el bigotedel comandante Hulot, no producía en aquelmomento menos inquietud a los que él había vistoen la cumbre de la Peregrina. Apenas dejó de oírse elruido del tambor de la Guardia Nacional deFougeres, y Marcha en Tierra hubo visto que losazules llegaban al pie de la prolongada rampa quehabían recorrido, el chuan imitó alegremente el gritodel mochuelo y reaparecieron sus compañeros, peromenos numerosos. Varios de ellos se ocupaban sinduda en curar a los heridos en el pueblo de laPeregrina, colocado en la parte de la montaña que daal valle de Cuesnon. Dos o tres jefes de loscazadores del Rey se acercaron a Marcha en Tierra,

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y, a pocos pasos de ellos, el joven noble, sentado enuna roca de granito, parecía absorto en las numerosasreflexiones suscitadas por las dificultades conque en su empresa tropezaba ya. Marcha en Tierra,se puso la mano a guisa de pantalla sobre los ojospara resguardarlos del brillo del sol, y contemplótristemente el camino que los republicanos seguían através del valle de la Peregrina. Después, sus ojillosnegros y penetrantes se esforzaron para descubrir

74qué sucedía en la otra rampa, en el horizonte delvalle.-Los azules van a interceptar el correo -dijo convoz ronca el jefe que estaba más próximo a Marchaen Tierra.-¡Por Santa Ana de Auray!- replicó otro, -¿porqué nos has hecho retirar? ¿Era para salvar tu piel?Marcha en Tierra miró con encono al quepreguntaba, y golpeó el suelo con su pesadacarabina.-¿,Soy yo el jefe? -preguntó. Y añadió después deuna pausa:- Si os hubiérais batido todos como yo, niuno solo de esos azules habría escapado, y acaso elcoche hubiera podido llegar hasta aquí.Así diciendo señalaba los restos deldestacamento de Hulot.-¡Crees tú -replicó otro, -que pensarían en escoltarlesi los hubiéramos dejado pasar tranquilamente?Tú has querido conservar tu piel de perro, porqueno creías que los azules se hallaban en el camino.Por amor a su jeta de cerdo -añadió el oradorvolviéndose hacia los demás, -nos ha hecho sangrar,y aun perderemos cuatro mil pesos en buen oro.-¡Tú sí que eres cerdo! -gritó Marcha en Tierra,retrocediendo tres pasos para apuntar a su agresor;

75tú no odias a los azules, y amas mucho el oro; peroahora vas a morir sin confesión, maldito hereje, queno has ido a comulgar este año.Este insulto irritó al chuan de tal modo, que lehizo palidecer, y, profiriendo una exclamación decólera, preparóse a su vez para apuntar a Marcha enTierra; pero el joven jefe se interpuso entre ellos, yles hizo caer las armas de las manos, golpeándolascon el cañón de su carabina. Acto seguido pidiólesexplicación de aquella disputa, porque los doschuanes habían hablado en lengua bretona, que noera familiar para el noble realista.-Señor Marqués -dijo Marcha en Tierra, -es tantomás censurable en ellos que me tengan ojeriza,cuanto que han dejado detrás a Pille-Miche, quesabrá tal vez librar el coche de las garras de esosbandidos. Y señaló a los azules, que para los fielesservidores del Altar y del Trono eran todos asesinosde Luis XVI, y bandoleros.-¡Cómo! -exclamó el joven con acento de cólera.-Y ¿para detener un coche permanecéis aún todosaquí, grandes cobardes, que no habéis podidoalcanzar el triunfo en el primer encuentro en que yotomo parte? Pero ¿cómo se ha de triunfar consemejantes propósitos? ¿Son acaso facciosos los

76defensores de Dios y del Rey? ¡Por Santa Ana deAuray! nosotros hacemos la guerra a la República, y

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no a las diligencias. Los que en adelante se haganculpables de ataques tan deshonrosos, no recibirán laabsolución ni se aprovecharán tampoco de losfavores reservados para los valientes servidores delRey.Un sordo murmullo se elevó del seno de aquellatropa, y era fácil adivinar que la autoridad del nuevojefe, tan difícil de mantener sobre aquellas hordasindisciplinadas, iba a quedar comprometida. El jovenjefe, para quien no había pasado desapercibido estemovimiento, trataba ya de salvar por lo menos elhonor del mando, cuando en medio del silencioresonó el trote de un caballo. Todas las cabezas sevolvieron hacia el sitio de donde provenía el rumor,y se vio muy pronto que era una mujer joven,montada en un caballito bretón, al que puso algalope para llegar antes hasta la tropa de loschuanes, sobre todo al ver al joven jefe.-¿Qué os ocurre ahora? -preguntó mirando al

joven y a los que le rodeaban.-¿Creeréis, señora -dijo el jefe realista, -que ahoraaguardan la correspondencia de Mayena a Fougerescon intención de apoderarse de ella, cuando

77acabamos de sostener, para librar a los mozos deFougeres, una lucha que nos ha costado muchoshombres, sin que nos haya sido posible aplastar a losazules?-Y bien, ¿dónde está el mal? -preguntó la jovenseñora que, con ese tacto propio de las mujeres,adivinó el secreto de la escena.- Habéis perdidoalgunos hombres; pero no nos faltarán nunca.Enterraremos a los nuestros, que irán al Cielo, y serecogerá el dinero que contengan los bolsillos de.todos esos valerosos campeones. ¿Dónde está ladificultad?Los chuanes aprobaron este discurso con unasonrisa unánime.-Y ¿no hay nada en esto que os haga ruborizar?-preguntó el joven en voz baja -¿Tanta falta os haceel dinero que os sea preciso tomarle en los caminos?-Tan necesitada estoy, Marqués, que me pareceque daría mi corazón en prenda para obtenerle, si noestuviese empeñado ya -respondió la dama,sonriendo con cierta coquetería. -Pero ¿de dóndevenís para creer que podréis serviros de los chuanessin permitirles saquear de vez en cuando a losazules? ¿No conocéis el proverbio, Ladrón como unalechuza? Ahora bien, ¿qué es un chuan? Por otra

78parte- añadió la dama alzando la voz, -¿no es unacto justo? ¿No se han apoderado los azules detodos los bienes de la Iglesia y aun de los nuestros?Otro murmullo, muy diferente de aquel con quelos chuanes habían respondido antes al Marqués,acogió estas palabras. El joven, cuya frentecomenzaba a nublarse, condujo a la dama un pocomás lejos, y le dijo con esa graciosa ironía de unhombre bien educado:-¿Vendrán esos señores a la Vivetiere el díaseñalado?-Sí- contestó la dama, -todos irán, el Intimado, el

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Gran Santiago, y quizá Fernando.-Pues permitid que me retire -replicó el jovenjefe, -porque yo no podría sancionar semejantebandolerismo con mi presencia. Sí, señora;bandolerismo he dicho. Hay nobleza en dejarserobar, pero...-Pues bien -interrumpió la dama, -ya tendrá laparte que os corresponde, y os agradezco que me lacedáis porque este aumento me aliviará mucho. Mimadre ha tardado tanto en remitirme dinero, queestoy desesperada.-Adiós- dijo el Marqués.Y se alejó; pero la dama corrió para alcanzarle.

79-¿Por qué no os quedáis conmigo? -preguntó fijandoen él esa mirada despótica y cariñosa a la vezcon que las mujeres que tienen derechos respecto aun hombre saben tan bien expresar sus deseos.-¿No vais a saquear el coche?-¿Saquear? ... ¡Qué término tan extraño!Dejadme que os explique...-No expliquéis nada -replicó el joven jefe,cogiendo las manos de su interlocutora y besándolascon la galantería superficial de un cortesano. -Escuchadme -añadió después de una pausa, -si yoestuviese aquí durante la captura de esa diligencia,nuestros hombres me matarían, porque yo los...-Vos no les haríais nada -replicó vivamente la joven,-porque os atarían las manos con todas las consideracionesque os deben, y después de imponer alos republicanos la contribución necesaria para quevivan y se equipen, y la compra de pólvora, osobedecerían ciegamente.-Y ¿queréis que yo mande aquí? Si mi existenciaes necesaria a la causa que defiendo, permitidme porlo menos salvar el honor de mi autoridad. Alretirarme, puedo ignorar esa cobardía, y volveré paraacompañaros.

80Y se alejó con rapidez. La joven dama escuchó elrumor de sus pasos con marcado disgusto; cuando elrumor de los pasos en la hojarasca hubo cesado deltodo, permaneció como indecisa; pero después sedirigió rápidamente hacia los chuanes, hizo de súbitoun ademán de desdén, y dijo a Marcha en Tierra, quela ayudaba a apearse:-¡Ese joven quisiera hacer una guerra regular a laRepública!... ¡Ah! Dentro de pocos días cambiará deopinión. ¡Cómo me ha tratado!-se dijo después deuna pausa.Y fue a sentarse en la roca donde antes sehallaba el Marqués, y esperó en silencio la llegada delcoche. No era uno de los más insignificantesfenómenos de la época aquella joven dama noble,lanzada por violentas pasiones en la lucha de lasmonarquías contra el espíritu del siglo, e impulsadapor la viveza de sus sentimientos a ciertas accionesde que no era cómplice, por decirlo así.Parecíase en esto a tantas otras que se dejaronllevar de una exaltación con frecuencia fértil en grandescosas, pues así como ella, muchas mujerescometieron actos heroicos o censurables en aquellatempestad. La causa realista no tuvo emisarios másfieles ni más activos que aquellas mujeres; pero

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81ninguna de las heroínas de este partido pagó loserrores de la fidelidad, o la desgracia de estassituaciones impropias de su sexo, por una expiacióntan espantosa como la que desesperó a la jovendama cuando, sentada en la roca del camino, nopudo menos de admirar el noble desdén y la lealtaddel joven jefe. Insensiblemente quedó sumida en unaprofunda meditación; amargos recuerdos le hicierondesear la inocencia de sus primeros años, y acaso selamentó de no haber sido víctima de aquella Revolucióncuya marcha, entonces triunfante, no podíaser detenida por manos tan débiles.El coche, que entraba por alguna cosa en elataque de los chuanes, había salido de la pequeñaciudad de Ernée pocos momentos antes delencuentro de los dos partidos. Nada pinta mejor unpaís que el estado de su material social, y, bajo esteconcepto, el citado coche, merece que nosocupemos de él detenidamente. La mismaRevolución no tuvo poder suficiente para suprimirle,y aún existe en nuestros días. Cuando Turgot sereembolsó el valor del privilegio que una compañíaobtuvo de Luis XIV para transportar exclusivamenteviajeros por todo el reino, e instituyó las empresasllamadas turgotinas, las viejas carrozas de los señores

82de Vousges, de Chanteclaire y de la viuda Lacombe,refluyeron a las provincias; y uno de esos pésimoscarruajes establecía la comunicación entre Mayena yFougeres, y algunos le llamaron en otro tiempo, enantífrasis, la turgotina, para burlarse de París, o porodio al ministro que trataba de introducir innovaciones.La turgotina era un mal cabriolé de ruedas muyaltas en cuyo fondo no hubieran podido colocarsesino muy difícilmente, dos personas algo gruesas. Laexigüidad de aquella frágil máquina no permitíacargarla mucho, y el cajón que constituía el asientose reservaba exclusivamente para el servicio decorreos; si los viajeros tenían algún equipaje debíanconservarle entre sus piernas, atormentadas ya enuna pequeña caja que por su forma se parecíamucho a un fuelle. Su color primitivo y el de lasruedas eran para los viajeros un enigmaindescifrable. Dos cortinillas de cuero, algo difícilesde manejar a pesar de sus largos servicios, debíanproteger a los pacientes contra el frío y la lluvia. Elconductor, sentado en una banqueta igual a la de laspeores tartanas, debía tomar forzosamente parte enla conversación, a causa de hallarse colocado entresus víctimas, los bípedos y los cuadrúpedos. Aquelconjunto tenía una semejanza con esos viejos

83decrépitos que han sufrido muchos catarros yapoplejías, y a quienes parece respetar la muerte:crujía durante la marcha y rechinaba con frecuencia,semejante a un viajero sobrecogido por un suenopesado; se inclinaba alternativamente atrás oadelante, como si hubiera tratado de resistir a laacción violenta de dos caballitos bretones quetiraban del vehículo por un camino muy escabroso.Aquel armatoste de otra época contenía tres viajerosque, a la salida de Ernée, donde se había cambiadode tiro, continuaron con el conductor unaconversación comenzada anteriormente.-¡Cómo queréis que los chuanes se hayan dejado

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ver por aquí? -decía el conductor- Los de Ernée meacaban de asegurar que el comandante Hulot no hasalido de Fougeres.-¡Oh, oh! amigo mío -le contestó el viajero másjoven, -tú no arriesgas más que la piel; pero sillevaras, como yo, ciento cincuenta pesos en elbolsillo y te conocieran como buen patriota, noestarías tan tranquilo.-En todo caso, habláis más de lo preciso-contestó el conductor encogiéndose de hombros.-Ovejas contadas, el lobo las devora -contestó elsegundo viajero.

84Este último, vestido de negro, parecía tener unoscuarenta años, y sin duda era algún rector de losalrededores. Su tez era sonrosada, y, aunque depequeña estatura y grueso, manifestaba ciertaagilidad siempre que era preciso apearse del coche osubir a él.-¿Seríais vos chuan?, -exclamó el hombre, de losciento cincuenta pesos, cuya magnífica piel de cabracubría un pantalón de puro paño y una chaquetamuy limpia que indicaba un rico cultivador. -¡Por elalma de San Robespierre! juro que seríais malrecibido! Y paseó sus ojos grises desde el conductoral viajero, mostrándole dos pistolas que llevaba en elcinturón.-Los bretones no tienen miedo de eso -dijo condesdén el rector; -y además, ¿tenemos nosotros airede desear vuestro dinero?Cada vez que se pronunciaba esta últimapalabra, el conductor se ponía pensativo, y el rectortenía suficiente inteligencia para dudar que elpatriota tuviese pesos, y que su gula los llevase.-¿Tenéis mucho que hacer hoy, Coupiau?-¡Oh! señor Gudin, casi nada -contestó el otro.

85El abate Gudin, después de examinar elsemblante del patriota y el del conductor, pudo verque los dos se mantenían impasibles.-Tanto mejor -replicó el patriota, -pues así podréadoptar medidas para salvar mi dinero en un casodesgraciado.Una dictadura tan despóticamente reclamadasublevó a Coupiau, que replicó brutalmente:-Soy el dueño de mi coche, y con tal que osconduzca...-¿Eres tú patriota o chuan? -le preguntóvivamente interrumpiéndole su interlocutor.-Ni una cosa ni otra -contestó Coupiau; -soypostillón, y además bretón; y, por lo tanto, no temoni a los azules ni a los caballeros.-Querrás decir los caballeros de industria -replicóel patriota con tono irónico.-No hacen más que apoderarse de lo que se losha quitado -dijo con viveza el rector.Los dos viajeros cambiaron entre sí una miradapenetrante, pero sin decirse nada. En el fondo delcoche iba otra persona que, durante estos debates,guardaba el más profundo silencio, tanto que ni elconductor, ni el patriota, ni Gudin hacían casoalguno del mudo personaje. Efectivamente, era uno

86de esos viajeros incómodos y poco sociables que en

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un coche son lo que una ternera resignada, a la cualse atan las patas para conducirla al mercado vecino.Comienzan por apoderarse de todo el asiento quelegalmente les corresponde, y terminan por dormirsin el menor respeto apoyándose en los hombros delos que están a su lado. El patriota, Gudin y elconductor le habían dejado, pues, creyéndoledormido, después de notar que era inútil dirigir lapalabra a un sujeto que por su aspecto y suexpresión idiota parecía haber pasado la vidamidiendo varas de lienzo, y cuya inteligencia seocuparía tan sólo en vender el género más caro de loque le costaba. Aquel hombre, grueso y pequeño,acurrucado en su rincón, abría a menudo sus ojillosde color azul de porcelana, fijando sus miradassucesivamente en cada interlocutor con expresión deespanto, de duda y desconfianza; no obstante,parecía temer tan sólo a sus compañeros de viaje, sincuidarse de los chuanes. Cuando miraba alconductor, se hubiera dicho que los dos eranfrancmasones. En aquel momento comenzó el fuegode fusilería de la Peregrina, y Coupiau,desconcertado, hizo parar el coche.

87-¡Oh, oh! -exclamó el eclesiástico, que parecíahombre entendido, -es un choque formal, y debe habermuchos combatientes.-La cuestión es saber quién vencerá, señorGudin -dijo Coupiau.Esta vez los viajeros se mostraron unánimes ensu ansiedad.-Entremos con el coche en esa posada que hayallí abajo -dijo el patriota, -y nos ocultaremos paraesperar el resultado de la lucha.Ese consejo pareció tan prudente, que Coupiauconsintió en ello. El patriota ayudó al conductor aocultar el coche detrás de un montón de retama, y elsupuesto rector aprovechó una oportunidad parapreguntar en voz baja a Coupiau:-¿Tendrá realmente ese hombre dinero en el bolsillo?-¡Oh! señor Gudin, si se introdujera en los devuestra reverencia, no por eso se volverán máspesados.Los republicanos, a quienes urgía llegar a Ernée,pasaron por delante de la posada sin entrar; y, al oírel rumor de su marcha precipitada, Gudin y el posadero,estimulados por la curiosidad, avanzaron hastala puerta del patio para verlos. De repente, el ecle-

88siástico corrió hacia un soldado que se quedabaatrás.-¡Pero, Gudin -exclamó, -¡testarudo!... ¿Te vascon los azules? ¿Piensas en lo que haces, hijo mío?-Sí, tío -contestó el cabo, -he jurado defender aFrancia.-¡Pero, infeliz, mira que pierdes tu alma! -exclamóel tío, tratando de despertar en su sobrino lossentimientos religiosos que tienen para los bretonestanta fuerza.-Tío, si el Rey se hubiera puesto a la cabeza desus ejércitos, no digo que no...-Pero, ¿quién te habla del Rey, imbécil? ¿Acasopuede tu República dar abadías, cuando lo ha derribadotodo? ¿A qué llegarás así? Quédate connosotros, que ya triunfaremos algún día, y entoncesse te elegirá consejero de algún Parlamento.

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-¿Parlamento?... -exclamó Gudin con tono deburla. -¡Adiós, tío mío!-Pues no tendrás ni quince pesos míos –exclamóel tío encolerizado.- ¡Te desheredo!-¡Gracias! -contestó el joven.Y separáronse. Los vapores de la sidra con queel patriota había obsequiado al conductor durante eltránsito de la reducida tropa, habían nublado la

89inteligencia de Coupiau; pero se recobró, muy alegre,cuando el posadero, después de informarse delresultado de la lucha, anunció que los azules eran losvencedores. Y Coupiau puso entonces de nuevo sucoche en marcha, y no tardaron en llegar al fondodel valle de la Peregrina, donde era fácil verle desdela meseta del Maine y las de Bretaña, parecido a unode esos restos de barco que flotan sobre las olasdespués de una tempestad.Llegado a la parte más alta de una cuesta que losazules franqueaban entonces, y desde la que sedivisaba aún la Peregrina en lontananza, Hulot sevolvió por ver si los chuanes estaban allí aún; y elsol, a cuyo reflejo brillaban los cañones de susfusiles, se los indicó como puntos brillantes. Aldirigir la postrer mirada al valle de donde salía paraentrar en el de Ernée, creyó distinguir en el caminoel vehículo de Coupiau.-¿No es el coche de Mayena? -preguntó a susdos amigos.Los dos oficiales, dirigiendo sus miradas a lavieja furgotina, la reconocieron perfectamente.-Muy bien -dijo Hulot.Los tres miráronse silenciosamente.

90-¡He aquí otro enigma! -exclamó el comandante;-comienzo a comprender la verdad.En aquel momento, Marcha en Tierra, quetambién conocía la turgotina, la señaló a suscompañeros, y las manifestaciones de una alegríageneral interrumpieron la meditación de la jovendama. La desconocida, avanzando algunos pasos,vio el coche que se acercaba con fatal rapidez a lameseta. Los chuanes, que se habían ocultado denuevo, cayeron sobre su presa con ávida celeridad,mientras que el viajero mudo se acurrucó en elfondo del coche, esforzándose para tomar el aspectode un fardo.-¡Hola! -exclamó Coupiau desde su asiento, señalandoal campesino, -habéis olfateado a ese patriota,que lleva un saco repleto de oro.Los chuanes acogieron estas palabras con unacarcajada general, y exclamaron:-¡Pille-Miche, Pille-Miche, Pille-Miche!En medio de estas risas, a las que el mismo Pille-Miche contestó como un eco, Coupiau se apeó muyavergonzado, y cuando el presunto patriota ayudó asu vecino a bajar del coche, prodújose un murmullode respeto.-¡Es el abate Gudin! -gritaron varias voces.

91Todos se descubrieron al pronunciarse estenombre tan respetado; los chuanes se arrodillaronante el sacerdote y pidiéronle su bendición, que elabate les dio gravemente.

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-Engañaría a San Pedro y lo devolvería las llavesdel Paraíso -dijo el rector dando un golpecito en elhombro a Pille-Miche- si no es por él, los azules nosinterceptan.Pero al ver a la joven dama, el abate Gudin fue ahablar con ella a pocos pasos de allí, mientras queMarcha en Tierra, luego de abrir ligeramente el cajóndel cabriolé, mostró con salvaje alegría un saco cuyaforma indicaba rollos de monedas de oro. No tardómucho en hacer el reparto; cada chuan recibió de élsu parte con tal exactitud, que esta distribución noprodujo la menor disputa; y, después, adelantándosehacia la joven dama y el sacerdote, les presentó unosmil doscientos pesos.-¿Puedo aceptar en conciencia, señor Gudin? -preguntó la dama, esperando indudablemente unaaprobación.-¿Cómo, señora? -exclamó el abate -¿No aprobóla Iglesia en otro tiempo la confiscación de losbienes de los protestantes? Pues con más razón aúnaprobará la de los revolucionarios que reniegan de

92Dios, destrozan las capillas y persiguen a la religión.-El abate Gudin, uniendo el ejemplo a sus palabras,aceptó sin escrúpulo el diezmo de nueva especie quele ofrecía Marcha en Tierra -Por lo demás -añadió, -ahora puedo consagrar cuanto poseo a la defensa deDios y del Rey, pues mi sobrino se ha marchado conlos azules.Coupiau se lamentaba, diciendo que estaba arruinado.-Ven con nosotros -dijo Marcha en Tierra, -y sete dará tu parte.-Pero si vuelvo sin ninguna señal de violencia -replicó el conductor, -creerán que me he dejadorobar expresamente.-¡Oh! si no es más que eso, lo arreglaremospronto -repuso Marcha en Tierra.Y obedeciendo a una señal suya, varios disparosacribillaron la turgotina; pero con las detonacionesresonó un grito tan lamentable, que los chuanes,naturalmente supersticiosos, retrocedieron poseídosde terror. Marcha en Tierra, no obstante, había vistosaltar y caer de nuevo en un rincón de la caja delcoche la pálida figura del viajero taciturno.-Aun queda una gallina en tu gallinero -dijo envoz baja Marcha en Tierra a Coupiau.

93Pille-Miche, que entendió la pregunta, guiñó losojos en señal de inteligencia.-Sí -respondió el conductor -pero pongo porcondición a mi alistamiento entre vosotros que medejéis conducir a ese buen hombre sano y salvo aFougeres, porque me he comprometido a ello ennombre de la santa de Auray.-¿Quién es? -preguntó Pille-Miche.-No puedo decirlo -contestó Coupiau.-¡Vamos, dejarle! -exclamó Marcha en Tierra,empujando a Pille-Miche con el codo;- ha jurado porSanta Ana de Auray; dejadle, pues, cumplir su promesa.-Pero no bajes demasiado de prisa por lamontaña -dijo el chuan al conductor, -puesqueremos alcanzarte, y no sin motivo. Quiero ver elhocico a tu viajero, y le daremos pasaporte.En aquel momento se oyó el galope de uncaballo que se acercaba con rapidez a la Peregrina;muy pronto apareció el joven jefe, y la dama ocultó

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precipitadamente el saquito que tenía en la mano.-Podéis guardar ese dinero sin escrúpulo -dijo eljoven,.- pues aquí tengo una carta que hallé para vosentre las que me esperaban en la Vivetiere, y es devuestra señora madre -Después de mirar

94sucesivamente a los chuanes que volvían del bosque,y el coche que descendía hacia el valle de Cuesnon,añadió:- ¡A pesar de mi rapidez, no he llegado atiempo; Dios quiera que me haya engañado en missospechas!-¡Es el dinero de mi pobre madre! -exclamó ladama después de haber desdoblado la carta, cuyasprimeras líneas le arrancaron aquella exclamación.Se oyeron algunas risas ahogadas en el bosque, yel mismo joven no pudo menos de sonreírse al ver ala dama guardando en la mano el saquito quecontenía su parte en el robo de su dinero. Hasta ellamisma comenzó a reírse.-¡Pues bien, Marqués -dijo, -Dios sea loado! Poresta vez salgo del apuro sin censura.-Procedéis ligeramente en todas las cosas, hastaen vuestros remordimientos -dijo el jefe.La joven se ruborizó y miró con una expresióntan sinceramente contrita al Marqués, que éste quedódesarmado. El abate devolvió cortésmente, aunquecon cierto aire equívoco, el diezmo que acababa deaceptar, y acto seguido siguió al joven jefe, que sedirigía hacia el camino apartado por donde acababade llegar. Antes de reunirse con ellos, la joven dama

95hizo una señal a Marcha en Tierra, que se aproximóa ella.-Es necesario que vayáis más allá de la Mortagne-le dijo en voz baja- Yo sé que los azules deben enviara Alençon una considerable cantidad enmetálico para atender a los preparativos de la guerra;y si yo cedo a tus compañeros la presa de hoy, es acondición de que sepan indemnizarme. Ante todoconvendrá que el Mozo ignore en absoluto estaexpedición, pues tal vez se opondría -pero en casode desgracia, yo le dulcificaré.-Señora -dijo el Marqués, en cuyo caballo secolocó la joven a la grupa, dejando el suyo para elabate, -mis amigos de París me recomiendan queesté prevenido, porque la República trata decombatirnos por la traición y la astucia.-¡No me parece del todo mal -contestó la dama -esa gente tiene ideas bastante. buenas para hacerloasí! Yo podré tomar parte en la guerra y encontraradversarios.-¡Ya lo creo! -dijo el Marqués. -Pichegru meaconseja que sea escrupuloso y circunspecto en misamistades de toda especie; y la República me hace elhonor de considerarme de más cuidado que todos

96los vendeanos juntos; pero cuenta con misdebilidades para apoderarse de mi persona.-¿Desconfiaríais de mí? -preguntó la dama, dandoal Marqués un golpecito sobre el corazón con lamano con que se había cogido a su compañero.-¿Esto pensáis, señora? -replicó el Marqués, volviendola cabeza hacia la dama, que le dio un besoen la frente.

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-¿De modo que -repuso el abate, -la policía deFouché será más peligrosa para nosotros que los batallonesmóviles y los contra-chuanes?-Precisamente, mi reverendo -contestó el joven.-¡Ah, ah! -exclamó la dama, -¿conque Fouchétiene el propósito de enviar mujeres contra vos?...¡Pues las espero! -añadió con tono decidido ydespués de una ligera pausa.A tres o cuatro tiros de fusil de la mesetasolitaria que los jefes abandonaban, ocurría una deesas escenas que, durante algún tiempo, aun llegarona ser bastante frecuentes en los caminos deimportancia. Al salir del pueblecillo de la Peregrina,Pille-Miche y Marcha en Tierra habían detenido otravez el coche en una hondonada del camino,apeándose Coupiau después de una breveresistencia. El viajero taciturno, descubierto en un

97escondite por los dos chuanes, se vio arrodilladojunto a una ginesta.-¿Quién eres? -preguntó Marcha en Tierra convoz siniestra.El viajero guardó silencio; pero Pille-Micherepitió la pregunta, dándole un culatazo con suarma.Entonces, mirando a Coupiau, dijo:-Soy Santiago Pinaud, un pobre mercader delienzos.Coupiau hizo una señal negativa, sin creer poreso que faltaba a su promesa; pero esto bastó paraque Pille-Miche comprendiese y apuntara su arma alviajero, en tanto que Marcha en Tierra pronunciabacategóricamente un terrible ultimátum:-Estás demasiado gordo para ocuparte de lospobres; y si nos obligas a preguntarte otra vez cuáles tu verdadero nombre, he aquí mi amigoPille-Miche que de un solo disparo merecerá elagradecimiento y la estimación de tus herederos.¿Quién eres? -preguntó después de una pausa.-Soy Orgemont de Fougeres.-¡Ah, ah! -dijeron los dos chuanes.

98-No soy yo quien ha revelado vuestro nombre,señor de Orgemont -dijo Coupiau;- la santa Virgenme es testigo de que os defendí bien.-Puesto que sois el señor Orgemont de Fougeres-replicó Marcha en Tierra con tono de respetuosaironía, -os dejaremos marchar muy tranquilo; perocomo no sois ni buen chuan ni verdadero azul,aunque hayáis comprado los bienes de la abadía deJuvigny, nos abonaréis -añadió el chuan,aparentando que contaba sus asociados, -trescientospesos por vuestro rescate. -La neutralidad vale bienesto.-¡Trescientos pesos! -repitieron en coro eldesgraciado banquero, Pille-Miche y Coupiau; perocon expresiones diferentes.-¡Ay de mí! estimable señor -contestóOrgemont, -estoy arruinado. El empréstito forzosode cien millones, hecho por esa República del diablo,y sus impuestos, me obligan a pagar una sumaenorme, que me ha dejado en seco.-¿Cuánto te ha pedido la República?-Quinientos pesos, señor -repuso el banquerocon aire compungido, esperando obtener una rebaja.-Si tu República te arranca empréstitos forzosos

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y considerables -replicó el chuan, -bien ves que con

99nosotros nada pierdes, porque nuestro Gobierno esmenos caro. ¿Acaso no vale tu piel trescientospesos?-¿Dónde los hallaré?-En tu caja -contestó Pille-Miche;-y cuidado conque nos des monedas muy desgastadas, porque teabrasaremos los dedos a fuego lento.-¿Dónde entregaré la suma? -preguntóOrgemont.-Tu casa de campo de Fougeres no está lejos dela granja de Gibarry, donde habita mi primo Galope-Chopine, por otro nombre el gran Cibot, y a élle entregarás el dinero.-Eso no es regular -dijo Orgernont.-¿Qué nos importa? -replicó Marcha en Tierra.Piensa que si no has remitido la suma aGalope-Chopine de aquí a quince días, te haremosuna visita que te curará la gota, si la tienes en los Pies-En cuanto a ti Coupiau -Prosiguió Marcha enTierra, -de aquí en adelante te designaremos con elapodo Conduce a Bien.Dichas estas palabras, los dos chuanes sealejaron, mientras que el viajero volvió a subir alcoche, que, gracias al látigo de Coupiau, se dirigiócon rapidez hacia Fougeres.

100-Si hubierais tenido armas -dijo el conductor alviajero, -hubiéramos podido defendernos algomejor.-¡Imbéciles! -exclamó Orgemont, mostrando susgrandes zapatos, -aquí llevo dos mil pesos. ¿Teparece a ti que es posible defenderse llevandoconsigo semejante suma?El conductor se rascó la oreja y miró hacia atrás;pero sus nuevos compañeros habían desaparecidocompletamente.Hulot y sus soldados detuviéronse en Ernée paraconducir a los heridos al hospital de aquella pequeñaciudad; y después, sin que ningún percance enojosointerrumpiera la marcha de las tropas republicanas,llegaron a Mayena. Una vez allí, el comandante pudoresolver al otro día todas sus dudas, relativas a lamarcha del mensajero, porque entonces tuvieron loshabitantes noticia del saqueo del coche.Pocos días después las autoridades enviaron aMayena bastantes quintos Patriotas para que Hulotpudiese completar el cuadro de media brigada; y enbreve circularon noticias poco tranquilizadoras sobrela insurrección. Esta última era completa en todoslos puntos donde, durante la última guerra, loschuanes y los vendeanos habían establecido los

101principales focos de aquel incendio. En Bretaña, losrealistas se habían apoderado de Pontorson paracomunicarse con el mar; y la pequeña villa de SanJaime, situada entre Pontorson y Fougeres, habíasido tomada por ellos, al parecer con objeto deestablecer allí momentáneamente su plaza de armas,el centro de sus almacenes y de sus operaciones.Desde aquí se podían corresponder sin peligro conla Normandía y Morbihan; y los jefes subalternosrecorrían estos tres países para sublevar a los

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partidarios de la Monarquía, con objeto de ponerbuen orden en su empresa. Estos manejoscoincidían con las noticias de la Vendée, dondeintrigas semejantes agitaban el país bajo la influenciade cuatro jefes célebres, el abate Vernal, el Conde deFontaine, de Chatillon y de Suzannet. El caballerode Valois, el Marqués de Esgrígnon y los Troisvilleeran, según se decía, sus corresponsales en eldepartamento del Orne. El jefe del vasto plan deoperaciones que se desarrollaba con lentitud, pero deun modo formidable, era en realidad el Mozo, apodoque los chuanes dieron al señor Marqués deMontauran cuando desembarcó. Los informesenviados a los ministros por Hulot resultaban detodo punto exactos. La autoridad de dicho jefe,

102enviado del extranjero, había sido reconocida alpunto, y el Marqués tomaba bastante dominio sobrelos chuanes para hacerles concebir el verdaderoobjeto de la guerra, persuadiéndoles de que losexcesos de que se hacían culpables manchaban lagenerosa causa que habían abrazado. El carácteraudaz, la bravura, la sangre fría y la capacidad deaquel joven señor despertaban las esperanzas de losenemigos de la Repúblíca, lisonjeando tan vivamentela sombría exaltación de aquellos países, que losmenos celosos cooperaban a prepararacontecimientos decisivos para la Monarquía caída.Hulot no recibía contestación alguna a los pedidosni a los informes reiterados que dirigía a París; y estesilencio anunciaba, sin duda, una nueva crisisrevolucionaria.-¿Sucederá ahora con el Gobierno -decía el veteranojefe a sus amigos, -lo que sucede con el dinero?¿Se hace caso omiso de todas las peticiones?Pero no tardó en propalarse el rumor del mágicoregreso del general Bonaparte, y de los sucesos del18 brumario. Los comandantes militares del Oestecomprendieron entonces el silencio de los ministros;pero estos jefes manifestaban por lo mismo másimpaciencia por quedar libres de la responsabilidad

103que pesaba sobre ellos, mostrándose a la vezbastante curiosos por saber qué medidas adoptaría elnuevo Gobierno. Al saber que el general Bonapartehabía sido nombrado Primer Cónsul de la República,los militares experimentaron gran satisfacción, puesveían por primera vez que uno de los suyos seencargaba de la dirección de los negocios. Francia,que miraba como un ídolo al joven general, seestremeció de esperanza, y la energía de la naciónrenació, pues la capital, cansada de su sombríaactitud, se entregó a las fiestas y a los placeres, de loscuales se había abstenido durante tan largo espaciode tiempo. Los primeros actos del Consulado nohicieron disminuir ninguna esperanza, y la libertadno se intimidó. El Primer Cónsul dirigió unaproclama a los habitantes del Oeste. Estaselocuentes alocuciones a las muchedumbres, quehabía intentado Bonaparte, por decirlo así,producían en aquellos tiempos de patriotismo y demilagros, efectos prodigiosos. Su voz resonaba en elmundo como la de un profeta, porque ninguna desus proclamas había sido desmentida aún por loshechos.«Habitantes:

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104»Una guerra impía abrasa por segunda vez losdepartamentos del Oeste.»Los causantes de esos trastornos son traidoresvendidos al inglés, o bandidos que buscan tan sóloen las discordias civiles el provecho y la impunidadde sus fechorías.»Con semejantes hombres, el Gobierno no debetener »consideraciones, ni declararle tampoco susprincipios.»Pero hay ciudadanos queridos a la patria aquienes sedujeron con sus artificios; y a estosciudadanos, se deben las luces de la verdad.»Se han promulgado y ejecutado leyes injustas;actos arbitrarios alarmaron la seguridad de losciudadanos y la libertad de las conciencias; por todaspartes llamaron la atención inscripcionessospechosas sobre listas de emigrados; y, en fin,grandes principios del orden social han sidoinfringidos.»Los Cónsules declaran que, estando la libertadde cultos garantizada por la Constitución, la ley del11 prairial, año III ' que deja a los ciudadanos el usode los edificios destinados a los cultos religiosos,debe ser ejecutada.

105»El Gobierno perdonará haciendo gracia a losarrepentidos, y la indulgencia será completa yabsoluta;»pero hará objeto de su castigo a cualquiera que,después de esta declaración, osase resistirse aún a laSoberanía Nacional.»-Y bien- decía Hulot después de la lectura públicade este discurso consular; -¿no os parecebastante paternal? No obstante, ya veréis que ni unsolo bandido realista cambiará de opinión.El comandante decía bien, pues aquellaproclama no sirvió sino para que cada cual seaferrase a su partido. Algunos días después, Hulot ysus colegas recibieron refuerzos, y el nuevo ministrode la Guerra les hizo saber que el general Brunohabía sido designado para encargarse del mando delas fuerzas en el Oeste de Francia. Hulot, cuyaexperiencia era conocida, conservó provisionalmentela autoridad en los departamentos del Orne y deMayena.Una actividad desconocida vigorizó muy prontolos resortes del Gobierno; y por una circular delministro de la Guerra y del jefe de la policía generalse anunció que, para dominar la insurrección en su

106principio, se habían adoptado medidas vigorosas,confiando su ejecución a los jefes de los mandosmilitares; pero los chuanes y los vendeanos se habíanaprovechado ya de la inacción de la República parainsurreccionar a los habitantes de la campiña yapoderarse de ésta completamente. Por eso seexpidió una nueva proclama consular, en la que estavez se hablaba a las tropas y decía así:«Soldados:»No quedan en el Oeste más que bandoleros,emigrados y asalariados de Inglaterra; y es precisoque los jefes rebeldes dejen de serlo muy pronto.La gloria no se logra sino por las fatigas; si se

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pudiera obtenerla permaneciendo en el cuartelgeneral en las grandes ciudades, ¿quién no laalcanzaría?...»Soldados, sea cual fuere el puesto que ocupéisen el ejército, la gratitud de la nación os espera. Paraser dignos de él se ha de arrostrar la inclemencia delas estaciones, los hielos, las nieves, el frío excesivode las noches, sorprender a vuestros enemigos alrayar la aurora, y exterminar a esos miserables quedeshonran el nombre francés...

107»Haced una campaña brava y buena; sedinexorables para los bandidos, pero observad unadisciplina severa.»¡Guardias nacionales, unid el esfuerzo devuestros brazos al de las tropas de línea!» ¡Si reconocéis entre vosotros hombrespartidarios de los rebeldes, detenedlos! ¡Que nohallen en parte alguna asilo contra el soldadoencargado, y si hay traidores que os hagan recibirlosy defenderlos, que perezcan con ellos!»-¡Qué compadre! exclamó Hulot; -es como en elejército de Italia; manda tocar a misa, y la dice. ¡Estose llama hablar!-Sí; pero habla solo y en su nombre -replicó Gerard,-que comenzaba a inquietarse por lasconsecuencias del 18 brumario.-¡Oh! ¡esto no importa, puesto que es un militar!-exclamó Merle.A pocos pasos de allí, varios soldados seagrupaban ante la proclama pegada en la pared; perocomo ninguno de ellos sabía leer, limitábanse acontemplarla, los unos con aire de indiferencia, losotros con curiosidad; mientras que dos o tres

108buscaban entre los transeuntes un ciudadano quetuviese el aspecto de ser sabio.-Escucha, tú, Llave de los Corazones, ¿quéquiere decir ese papelote? -preguntó Buen Pie contono de burla a su camarada.-Fácil es adivinarlo -contestó Llave de los Corazones.Al oír estas palabras, todos miraron a los doscompañeros-¡Toma, mira bien! -replicó Llave de los Corazones,mostrando a la cabeza de la proclama una toscaviñeta, en la que hacía pocos días se habíasubstituido con un compás el nivel de 1793;-esoquiere decir que será necesario que nosotros lossoldados andemos muy derechos. Ahí han puesto uncompás que está siempre abierto, y esto es unemblema.-¡Muchacho, no te la eches de sabio! Eso sellama un problema. He servido primeramente enartillería -replicó Buen Pie, -y mis oficiales sólo seocupaban de eso.-Es un emblema.-¡Te digo que es un problema!-¡Apostemos!-¿El que?

109-¡Tu pipa alemana!-¡Toca esos cinco!-Sin que sea molestaros, mi ayudante -dijo Llavede los Corazones a Gerard, que, muy pensativo, seguía

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a Hulot y a Merle, -¿no es cierto que eso es unemblema y no un problema?-Es una cosa y otra -contestó Gerard con gravedad.-El ayudante se ha burlado de nosotros -dijoBuen Pie.- Ese papel quiere decir que nuestrogeneral de Italia ha pasado a ser Cónsul, lo cual esun alto grado, y que vamos a recibir capotes yzapatos.

110CAPITULO IIUna idea de Fouché.Hacia los últimos días del mes de brumario, en elmomento en que, durante la mañana, Hulot hacíamaniobrar a su media brigada, concentrada porcompleto en Mayena en virtud de órdenessuperiores, un expreso llegado de Alençon le hizoentrega de varios pliegos, durante la lectura de loscuales se manifestó en sus facciones el más vivoenojo.-¡Vamos adelante!- exclamó, oprimiendo los papelesen el fondo de su sombrero. -Dos compañíasvan a ponerse en marcha conmigo para dirigirsehacia Montagne. Allí están los chuanes. Vosotros meacompañaréis- añadió, dirigiéndose a Merle y aGerard. -Si entiendo una palabra del parte que herecibido, consiento en que me hagan noble. Tal vez

111sea yo un estúpido, pero no importa. ¡Adelante; nohay tiempo que perder! .-¿Qué hay, pues, tan estupendo en ese saco, micomandante? -,preguntó Merle, enseñando con lapunta de la bota el sobre ministerial del pliego.-¡Truenos de Dios! No hay nada, sino que nosaburren.Cuando el comandante dejaba escapar esta frase,siempre anunciaba alguna tempestad; sus diversasentonaciones eran como una especie de grados, quepara la media brigada servía de termómetro segurode la paciencia del jefe; y la franqueza de aquelveterano había hecho su comprensión tan fácil, quehasta el último tambor conocía muy pronto a suHulot, observando las variaciones de la ligera muecaque el comandante hacía retorciéndose el bigote yguiriando los ojos. Esta vez, la expresión de la sordacólera con que acompañó la frase bastó para que losdos amigos permanecieran silenciosos ycircunspectos. Las mismas señales de la viruela quesurcaban aquel rostro guerrero parecieron másprofundas, y la tez era más morena que decostumbre. Su ancha coleta trenzada volvió a reposarsobre uno de los hombros cuando elcomandante se puso el sombrero de tres picos; pero

112Hulot la rechazó con tal violencia, que las cadenetasse descompusieron. Sin embargo, como permanecíainmóvil, apretando los puños, con los brazoscruzados sobre el pecho, y el mostacho erizado,Gerard se aventuró a preguntarle:-¿Marchamos ahora mismo?-Sí, con tal que las cartucheras estén bien provistas-contestó Hulot refunfuñando.-Lo están.Y obedeciendo a un gesto de su jefe, dijo a lossoldados:

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-¡Armas al hombro, media vuelta a la izquierda,marchen!Y los tambores se colocaron a la cabeza de lasdos compañías designadas por Gerard.Al oír el toque de las cajas, el comandante,sumido en sus reflexiones, pareció despertar, y salióde la ciudad acompañado de sus dos amigos, a loscuales no dijo una palabra. Merle y Gerard semiraron silenciosamente varias veces, comopreguntándose: ¿Se mostrará largo tiempo tanriguroso? Y marchando, dirigían a hurtadillasmiradas investigadoras sobre Hulot, que continuabapronunciando entre dientes palabras ininteligibles.Varias veces sus frases parecieron juramentos a los

113soldados; pero ninguno de éstos osó rechistar, puescuando convenía, nadie olvidaba la disciplina severaa que se habían acostumbrado las tropas mandadasen Italia por Bonaparte en otro tiempo. La mayorparte de aquellos soldados eran, así como Hulot,resto de los famosos batallones que capitularon enMaguncia bajo la promesa de no ser enviados a lasfronteras. Difícil era encontrar subalternos y jefesque se comprendieran mejor.Al día siguiente de su marcha, Hulot y sus dosamigos se hallaban muy de mañana en el camino deAlençon, como a una legua de esta última ciudad,hacia Mortagne, y en la parte del camino que costealos pastos bañados por el Sarthe. El conjuntopintoresco de aquellas praderas que se desarrollansucesivamente por la izquierda, mientras que por laderecha se ven espesas selvas las cuales van a unirsecon el principal de ellas, el de Menil-Breust,contrasta con los deliciosos aspectos del río. En lasorillas del camino hay zanjas cuyas tierras,rechazadas de continuo sobre los campos, producenaltos declives coronados de juncos, nombre dado entodo el Oeste a la ginesta espinosa. Este arbusto, quese encuentra en espesos matorrales, produce duranteel invierno un excelente alimento para los caballos y

114el ganado mayor; pero mientras no se cortaba, loschuanes se ocultaban detrás de las matas, de colorverde sombrío. Esos declives y los juncos, queanunciaban al viajero su aproximación a Bretaña,hacían, pues, entonces muy peligrosa aquella partedel camino, notable por su belleza.Los peligros que probablemente se correrían enel trayecto de Mortagne a Alençon, y de aquí aMayena, eran la causa de la marcha de Hulot; y aquíse le escapó al fin el secreto de su cólera. Escoltabaentonces una vieja silla de posta, tirada por caballosde alquiler, y que sus soldados, rendidos de fatiga,hacían avanzar con lentitud. Las compañías deazules pertenecientes a la guarnición de Mortagne, yque habían acompañado al horrible vehículo hastalos límites de su etapa, donde Hulot fue asubstituirles en este servicio, regresaban a Mortagneen aquel momento, y aun se les veía en lontananzacomo puntos negros. Una de las dos compañías delviejo republicano se mantenía a pocos pasos detrásdel vehículo, y la otra iba delante. Hulot que seencontró entre Merle y Gerard a la mitad del caminode la vanguardia y del coche, les dijo de pronto:

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115-¡Mil truenos! ¿Creeríais que el general nos hadestacado de Mayena para acompañar a los dos «zagalejos» que van en ese viejo furgón?-Pero, mi comandante, cuando nos colocamoshace un momento junto a las ciudadanas -replicóGerard, -las habéis saludado con un aire que nodejaba de ser cortés.-¡Ah! he ahí la infamia. ¡Pues no nos recomiendanesos currutacos de París los mayores respetoscon sus condenadas hembras! ¿Es posible que sedeshonre a buenos y valerosos patriotas comonosotros, haciéndoles servir de escolta a las faldas?¡Oh! yo sigo en línea recta mi camino, y no meagradan los desvíos ni las curvas como a los demás.Cuando he visto que Dantón y Barras teníanqueridas, les he dicho: «¡Ciudadanos, si la Repúblicaha solicitado vuestros servicios para gobernarla, noera para autorizar las diversiones del antiguorégimen!» Me diréis a esto que las mujeres... ¡Oh! setiene una mujer, es muy razonable, y unos buenosconejos como nosotros las necesitan, y buenas; perocuando llega el peligro no se ha de hablar más deellas. ¿De qué habría servido extirpar los abusos delantiguo régimen si los patriotas vuelven a comenzarcon ellos? ¡Ved el Primer Cónsul; ese sí que es un

116hombre nada de mujeres, y siempre a su negocio!Apostaría la mitad de mi mostacho a que ignora lanecia ocupación que nos dan.-A fe mía, comandante -respondió Merlesonriendo, -he visto la punta de la nariz a la jovendama oculta en el fondo de la silla de posta, yconfieso que todo el mundo podría, sin desdoro,sentir como yo el deseo de dar vueltas alrededor deese coche para entablar un poquito de conversacióncon las viajeras.-¡Cuidado, Merle!- dijo Gerard.- Las cornejas engalanadasvan en compañía de un ciudadanobastante astuto para cogerte en un lazo.-¿Quién? ¿Ese increíble cuyos ojillos miran sincesar de uno a otro lado del camino, como sihubiera chuanes; ese currutaco cuyas piernas no seven apenas, y que, cuando las de su caballo quedanocultas por el coche, parece un pato cuya cabeza salede un pastel? Si ese pazguato me impide alguna vezhacer una caricia a la linda curruca...-¡Pato, curruca! ¡Oh! pobre Merle, te has enredadolocamente entre los volátiles; pero no te fíesdel pato, pues los ojos verdes de esa dama parecenpérfidos como los de una víbora, y astutos como losde una mujer que perdona a su esposo. Más

117desconfío de los chuanes que de esos abogadoscuyas figuras parecen botellas de limonada.-¡Bah!- exclamó Merle alegremente; -con permisodel comandante, me arriesgo! Esa mujer tieneojos como luceros, y para verlos no se debeperdonar nada.-Mi compañero está cogido -dijo Gerard alcomandante, -y ya piensa en tonterías.Hulot hizo una mueca, encogióse de hombros yrespondió:-Antes de tomar la sopa, le aconsejo que lapruebe.-¡Bravo, Merle! -exclamó Gerard juzgando por la

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lentitud de su marcha, que maniobraba para dejarsealcanzar poco a poco por el coche;- parece que estásalegre. ¡He aquí el único hombre -añadió, -quepuede reírse de la muerte de un compañero sin quese le califique de insensible.-Es el verdadero soldado francés -dijo Hulot contono grave.-¡Oh! he ahí que coloca bien las charreterassobre los hombros para que se vea que es capitán -exclamó Gerard riéndose, como si el grado fuesealguna cosa particular.

118La silla de posta, hacia la cual avanzaba el oficial,contenía efectivamente dos damas, una de las cualesparecía ser criada de la otra.-Esas mujeres van siempre de dos en dos -decíaHulot.Un hombrecillo enjuto y flaco hacía caracolearsu montura, tan pronto delante como detrás delvehículo; pero, aunque acompañase al parecer a lasdos viajeras privilegiadas, nadie le había vistocambiar con ellas una palabra. Aquel silencio, pruebade desdén o de respeto, el considerable equipaje, lascajas de cartón de aquella a quien el comandantellamaba princesa, todo, hasta el traje de aquel quehacía las veces de escudero, había irritado más aún labilis de Hulot. Este traje era un conjunto exacto dela moda a que se debieron en aquel tiempo lascaricaturas de los Increíbles. Imagínese aquelpersonaje vistiendo una levita cuyo talle era tancorto, que de él sobresalían cinco o seis pulgadas delchaleco, y con los faldones tan largos que parecíanuna cola de merluza, término empleado entoncespara designarlos; mientras que una enorme corbatadaba alrededor de su cuello tan numerosas vueltas,que la pequeña cabeza del individuo, elevándosesobre aquel laberinto de muselina, justificaba casi la

119comparación gastronómica del capitán Merle.Nuestro hombre llevaba pantalón ceñido y botas a laSuwaroff; un gran camafeo blanco y azul servía dealfiler a su camisa; dos cadenas de reloj sobresalíanparalelamente de su cintura; y los cabellos, pendientesen forma de tirabuzón en los lados de la cabeza,cubrían casi del todo la frente. En fin, como últimoatractivo, el cuello de la camisa y el de la levita erantan altos, que la cabeza parecía estar rodeada, comoun ramo de flores en un cucurucho de papel.Agreguemos a estos singulares accesorios, que secontradecían sin producir conjunto, la disposiciónburlesca de los colores, en el pantalón era amarillo,el chaleco encarnado, y la levita de color de canela.Con esto se formará una idea exacta del supremobuen tono a que se sujetaban los elegantes aprincipios del Consulado. Aquel traje extravaganteparecía haber sido inventado como prueba de gracia,y como para demostrar que no hay nada, porridículo que sea, que la moda no consagre. El caballeroparecía de edad de treinta años, aunque apenascontaba veintidós; pero tal vez debiese tal aparienciaal libertinaje o a los peligros de la época. A pesar deaquel traje de empírico, su aspecto indicaba ciertaelegancia de modales, por la cual se reconocía a un

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hombre bien educado. Cuando el capitán estuvocerca del cabriolé, el currutaco adivinóaparentemente su intención, y la favoreció acortandoel paso de su caballo. Merle, que le había dirigidouna mirada sardónica, vio uno de esos rostrosimpenetrables en que se acostumbraba a ocultartodas las emociones, a causa de las vicisitudes de laRevolución, incluso las más insignificantes. En elmomento en que una de las extremidadesencorvadas del viejo sombrero triangular y lacharretera del capitán fueron vistas por las damas,

una voz de dulzura angelical le preguntó:-¿Tendríais la bondad, señor oficial, de decirnosen qué parte del camino estamos ahora?Hay un encanto indefinible en la pregunta hechapor una viajera desconocida, y la menor palabra parececontener toda una aventura; pero si la mujersolicita alguna protección, fundándose en sudebilidad y cierta ignorancia de las cosas, ¿quéhombre no se inclina fácilmente a componer unafábula, imposible por la cual, se cree feliz? Por esolas palabras «señor oficial» y la forma cortés de lapregunta produjeron una turbación desconocida enel corazón del capitán; trató de examinar a la viajera,y quedó singularmente chasqueado, porque un velo

121ocultaba sus facciones, y apenas pudo ver los ojos,que, a través de la gasa, brillaban como dos ónix enque se refleja el sol.-Estáis ahora a una legua de Alençon, señora -contestó.--¡Alençon ya!- exclamó la dama desconocida.Y volvió a recostarse, o más bien se echó en elfondo del coche sin decir palabra.-Alençon -repitió la otra dama, despertando.Y, mirando al capitán, no dijo nada más. Merle,engañado en su esperanza de ver a la belladesconocida, comenzó a examinar a su compañera.Era una joven de veintiséis años, poco más o menos,rubia, de talle agraciado, y cuya complexión tenía esafrescura, ese brillo que distingue a las mujeres deValonges, de Bayeux y de las proximidades deAlençon; la mirada de sus ojos azules no indicabapenetración, pero sí cierta firmeza mezclada deternura; llevaba un vestido de tela ordinaria; y suscabellos, levantados bajo un sombrerito sin ningunapretensión, comunicaban a su rostro una sencillezencantadora. Su actitud, sin tener el aire de noblezaque es propio de los salones, no carecía de esadignidad natural de una joven modesta que podíacontemplar el cuadro de su vida pasada sin ver en él

122falta alguna de que arrepentirse. De una sola mirada,el capitán supo adivinar en ella una de esas florescampestres que, transportada a los invernaderosparisienses, donde se concentran tantos rayos quemarchitan, conservaba todos sus puros colores y surústica franqueza. La actitud cándida de la joven y lamodestia de su mirada hicieron comprender alcapitán que no deseaba tener oyente alguno. Enefecto, apenas se alejó, las dos desconocidas comenzaronen voz baja una conversación cuyo murmulloapenas llegaba a su oído.-Habéis marchado tan precipitadamente -dijo lajoven campesina, -que ni siquiera os quedó tiempo

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para vestiros. Así estáis hermosa; pero si pasamos deAlençon, será preciso que cambiéis de vestido.-¡Oh! Francina -exclamó la desconocida.-Decid.-He aquí la tercera tentativa que haces paraanunciarme el término del viaje y la causa de éste.-¿He dicho la menor cosa que pueda mereceresta reprensión?-¡Oh! he observado bien tu manejo : de cándiday sencilla que eras, te has hecho un poco astutarespecto a mí. Las preguntas empiezan adesagradarte y a fe que tienes razón, hija mía, pues

123de todas las maneras conocidas para descubrir unsecreto, la mía es la más recia.-Pues bien -replicó Francina, -puesto que nadase os puede ocultar, convenid al menos, María, enque vuestra conducta excitaría la curiosidad de unsanto. Ayer por la mañana sin recursos, y hoy conlas manos llenas de oro: en Mortagne os ceden elcoche correo completamente saqueado después dehaber dado muerte al conductor; las tropas delGobierno os protegen, y vais seguida de un hombrea quien miro como vuestro mal genio...-¿Quién, Corentino? -preguntó la jovendesconocida acentuando sus palabras con dosinflexiones de voz tan llenas de desdén, que éste semanifestó hasta con el gesto con que señalaba aljinete. -Escucha, Francina -dijo; -¿te acuerdas dePatriota, aquel mono que yo tenía acostumbrado aremedar a Dantón, y que tanto nos divertía?-Sí, señorita.-Y ¿tenías miedo de él?-¡Oh! estaba encadenado.-Y el señor Corentino lleva bozal.-Nos divertíamos con Patriota horas enteras -dijo Francina, -pero siempre acababa por hacernosalguna mala jugarreta. -Al pronunciar estas palabras,

124Francina se recostó vivamente en el fondo del cochejunto a su ama, tomó sus manos para acariciarlascon zalamería, y dijo cariñosamente: -Me habéisadivinado, María, y no me contestáis. ¿Cómo es quedespués de estas tristezas que tanto daño me hanhecho... ¡oh, mucho daño!... podéis en veinticuatrohoras tener tan loca alegría, como cuando habláis demataros? ¿De qué procede este cambio? Hasta ciertopunto tengo derecho para pediros cuenta de vuestraalma, porque ésta es mía antes que de ningún otro,pues jamás seréis amada por nadie tanto como pormí.-Pues bien, Francina, ¿no ves en torno denosotras el secreto de mi alegría? Mira las copasamarillentas de esos árboles que se distinguen allá enlontananza; ninguna de ellas se asemeja a la otra, y alcontemplarlas desde lejos, ¿no parecen la antiguatapicería de un castillo? Mira esas cercas, detrás delas cuales podrían encontrarse chuanes a cadamomento... cuando veo esos juncos, me parece queson cañones de fusil. Amo el constante peligro quenos rodea; siempre que el camino toma un aspectolúgubre, supongo que vamos a oír detonaciones,entonces mi corazón late, y agítame una sensacióndesconocida. No son los temblores del miedo ni los

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125sacudimientos del placer; es alguna cosa mejor, es eljuego de todo cuanto se mueve en mí, es la vida.¡Qué dicha es para mí esta animación¡-¡Ah! nada me decís, cruel. ¡Santa Virgen!-añadió Francina elevando los ojos al cielo conexpresión de dolor, -¿a quién se confesará si no lohace conmigo?-Francina -replicó la bella dama con tono grave,no puedo revelarte mi empresa, porque esta vez esmuy horrible.-¿Por qué hacer daño con conocimiento decausa?-¿Qué quieres? Yo echo de ver que pienso comosi tuviera cincuenta años, y que me conduzco, cual sino pasara de quince. Tú has sido siempre mi razón,pobre Francina; pero en este asunto debo ahogar miconciencia.Y después de una pausa, dejando escapar unsuspiro añadió:-¿Cómo quieres que elija un confesor tan rígidocomo tú?Así diciendo, la dama dio un golpecito en lamejilla a la Joven..-Y ¿cuándo he reprendido yo vuestros actos? -preguntó Francina.- El mal tiene gracia en vos. Sí,

126Santa Ana de Auray, a quien tanto ruego por vuestrasalvación, os absolvería del todo. En fin, ¿no estoy avuestro lado en este camino, ignorando dónde vais?Y en su efusión, la joven besó las manos de suama.-Pero advierte -replicó ésta, -que puedessepararte de mí si tu conciencia...-¡Vamos, callad, señora! -replicó Francina conexpresión de tristeza- ¡Oh! no me diréis...-Nada absolutamente -replicó la hermosa damacon voz firme; -mas quiero que sepas que aborrezcola misión que me han confiado, más aún que aquelcuya lengua dorada me la explicó. Quiero hablar confranqueza, y te confesaré que no me habría prestadoa sus deseos si no hubiese entrevisto en esta innoblefarsa una mezcla de terror y de amor que me ha tentado.Además, no quise marcharme de este mundosin tratar de recoger las flores que espero, aunqueme costase la vida; pero recuerda bien, en honor ami memoria, que si hubiera sido feliz, el aspecto dela gran cuchilla a punto de caer sobre mi cabeza nome hubiera hecho aceptar participación alguna enesta tragedia, que lo es realmente. Y ahora- añadióhaciendo un ademán de disgusto, -si se desistiese de

127ello, me arrojaría sin vacilar en el Sarthe; y no seríaun suicidio, porque no he vivido aún.-¡Oh! ¡Santa Virgen de Auray, perdonadla!-¿De qué te espantas? Las simples vicisitudes dela vida doméstica no excitan mis pasiones, ya losabes; esto es malo para una mujer, pero mi almaposee una sensibilidad más superior para soportarmayores pruebas. Yo habría sido tal vez, así comotú, una joven dulce. ¿Por qué me elevé sobre misexo y no fui débil como él? ¡Ah! ¡qué feliz es laesposa del general Bonaparte! Escucha, yo moriréjoven, puesto que he llegado ya a no amedrentarmede una expedición en que se puede beber sangre,como decía aquel pobre Dantón; pero olvida lo que

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te digo, porque la mujer de cincuenta años es la queahora te habla, y, a Dios gracias, la joven de quincereaparecerá pronto.Francina se estremeció; solamente ella conocía elcarácter impetuoso de su ama; tan sólo ella estabainiciada en los misterios de aquella alma rica en exaltación,en los sentimientos de aquella mujer quehasta entonces había visto pasar la vida como unasombra intangible, queriendo alcanzarla siempre.Después de haber sembrado a manos llenas sinrecoger nada, aquella mujer había quedado virgen,

128pero excitada por una infinidad de deseos que no serealizaron. Cansada de una lucha sin adversario,llegaba ahora, en su desesperación, a preferir el bienal mal cuando se ofrecía como un placer; el mal albien cuando presentaba alguna poesía; la miseria aun mediano bienestar, como cosa más grande; y elporvenir, sombrío y desconocido de la muerte a unavida pobre de esperanzas, o hasta de sufrimientos.Jamás se había reunido tanta pólvora paraproducir la chispa, jamás tanta riqueza paradevorarla por el amor y, en fin, jamás hija alguna deEva se había modelado con tanto oro en su arcilla.Semejante a un ángel terrestre, Francina velaba sobreaquella mujer adorando su perfección, y creíacumplir con un mensaje celeste si la conservaba en elcorazón de los serafines, del que parecía desterrada,en expiación de un pecado de soberbia.-Ahí está el campanario de Alençon -dijo el jineteacercándose al coche.-Ya lo veo -repuso con sequedad la joven dama.-¡Ah! Muy bien -contestó el otro, alejándose conaire de sumisión servil, a pesar de su decepción.-Acelerad el paso -dijo la dama al postillón;ahora no hay nada que temer, y si podéis, id al trote

129largo o al galope. ¿No estamos en terreno deAlençon?Al pasar junto al comandante, le gritó con dulcevoz :-Ya nos veremos en la posada, comandante;venid a verme.-Eso es -replicó Hulot- ¡Venid a verme en la posada!¡Vaya un modo de hablar a un jefe de!...Y amenazaba con el puño al coche, que corríarápidamente por el camino.-No os quejéis, comandante -dijo Corentinosonriéndose, mientras que intentaba poner sucaballo al galope, -porque esa dama lleva en sumanga vuestro grado de general.-Ah, no me dejará enredar por esas parroquianas-dijo Hulot a sus dos amigos refunfuñando.-Preferiría arrojar el uniforme de general en un fosoque no ganarle en un lecho. ¿Qué quieren decir esosenredos? ¿Comprendéis vosotros alguna cosa?-¡Oh, sí! -repuso el capitán Merle.- Yo sé que esamujer es la más hermosa que jamás he visto. Creoque comprendéis mal la metáfora. ¿Será la esposadel Primer Cónsul?-¡Bah!- replicó Hulot.- La mujer del PrimerCónsul es vieja, y ésta es joven. Por lo demás, la

130orden que he recibido del ministro me participa que

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se llama señorita de Verneuil. Es una vividora... ¡Yala conozco! Antes de la Revolución, todas tenían eseoficio; entonces, en dos tiempos y seis movimientosse podía llegar a ser jefe de media brigada; tratábasetan sólo de saber decirlas bien, dos o tres veces,¡Corazón mío!Mientras que cada soldado escuchabaatentamente, el horrible coche con que entonces secorría la posta había llegado a la posada de los TresMoros, colocada en medio del camino de Alençon.El estrépito que producía aquel informe vehículoatrajo al posadero hasta el umbral de su puerta, puesera una casualidad, que no debía esperarse enAlençon, que el coche correo se detuviera en laposada de los Tres Moros. El espantoso suceso deMortagne indujo a tanta gente a seguirle, que las dosviajeras, para evitar la curiosidad general, entraronrápidamente en la cocina, inevitable antecámara delas posadas en todo el Oeste, y el dueño se disponíaa seguirlas, después de examinar el coche, cuando elpostillón le detuvo.-Atención, ciudadano Brutus -le dijo;- ha venidouna escolta de azules, y como no hay conductor ni

131pliegos, yo soy quien te trae las ciudadanas, que sinduda pagarán como ex-princesas; de modo que...-De modo que beberemos muy pronto un vasode vino, muchacho -contestó el patrón.Después de dirigir una mirada a la cocinaennegrecida por el humo, y a una mesa cubierta desangre de las carnes crudas, la señorita de Verneuil serefugió en la sala contigua con la ligereza de un ave,porque temía el aspecto y el olor de aquelladependencia, tanto como la curiosidad de uncocinero sucio y de una Mujercilla rechoncha que laexaminaban ya con mucha atención.-¿Cómo lo haremos, mujer? -preguntó el patrón.-¿Quién diablos hubiera podido imaginar quetendríamos aquí tanta gente en los tiempos quecorren? Antes de que yo pueda servirles un almuerzoconveniente, esa dama se impacientará. ¡Pardiez!Ahora me ocurre una idea. Puesto que se trata depersonas distinguidas, voy a proponer que se reúnancon las que tengo arriba. ¿Qué te parece?Cuando el patrón buscó a las recién llegadas, novi más que a Francina, a la cual dijo al oído,conduciéndola hacia el patio para alejarla de los quepodían oír:

132-Si las señoras desean que las sirva por separado,como no lo dudo, tengo una comida muy delicadadispuesta ya para una señora y su hijo. Estos viajerosno se opondrán sin duda a compartir su almuerzocon vuestra señora y vos, pues son personas dedistinción -añadió con aire misterioso.Apenas había pronunciado esta última frase, elpatrón sintió que le aplicaban en el hombro unligero golpe con el mango de un látigo, y, al volversebruscamente, vio tras sí un hombrecillo robusto quehabía salido en silencio de un gabinete contiguo, ycuya aparición heló de espanto a la mujer regordeta,al cocinero y a su pinche, mientras que el patrónpalidecía. El hombrecillo sacudió los cabellos, que lecubrían del todo la frente y los ojos, y elevándosesobre las puntas de los pies para llegar al oído delpatrón, le dijo:

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-Ya sabéis lo que cuesta una imprudencia, unadenuncia, y de qué color es la moneda con quepagamos. Somos generosos.Y agregó a sus palabras un ademán de espantosasignificación. Aunque no le fuese posible a Francinaver al personaje a causa del patrón que estabadelante, oyó algunas de las palabras que habíapronunciado sordamente, y quedó como anonadada

133al escuchar las entonaciones roncas de una vozbretona. En medio del terror general se precipitóhacia el hombrecillo; pero éste, que al parecer semovía con la agilidad de una bestia salvaje, salía yapor una puerta lateral que daba al patio. Francinacreyó haberse engañado en sus conjeturas, pues novio más que la piel amarillenta y negra de un oso demedianas dimensiones. Poseída de asombro corrió ala ventana, y a través de los vidrios ahumados vio aldesconocido acercándose a la cuadra con paso lento.Antes de entrar fijó la mirada de sus ojos negros enel primer piso de la posada, y después en el coche deposta, como si tratara de comunicar a un amigoalguna importante observación acerca del vehículo.A pesar de la piel, y gracias al movimiento que lepermitió ver el rostro de aquel hombre, Francinareconoció entonces, por su enorme látigo y su andarcauteloso, aunque ágil cuando era preciso, al chuanllamado Marcha en Tierra, a quien examinóconfusamente a través de la obscuridad de la cuadra,donde acababa de echarse sobre la paja, tomandouna posición en que podía observar todo cuantopasase en la posada. Marcha en Tierra se habíacolocado de tal modo que, así de lejos como decerca, el más astuto espía le hubiera tomado por un

134gran perro enroscado y durmiendo con el hocicoapoyado en las patas. El proceder de Marcha enTierra demostraba a Francina que el chuan no lahabía reconocido; pero, atendidas las circunstanciasdelicadas en que su ama se hallaba, no sabía sialegrarse de esto o sentirlo. Sin embargo, lamisteriosa relación que existía entre el espionajeamenazador del chuan y la oferta del patrón,bastante común entre los posaderos que tratansiempre de obtener dobles utilidades, picó sucuriosidad, y separándose del vidrio empañado pordonde miraba el bulto informe y negro que en laobscuridad indicaba el sitio ocupado por Marcha enTierra, se volvió hacia el posadero, al que vio en laactitud de un hombre que acaba de dar un pasohacia adelante y no sabe cómo arreglarse pararetroceder. Una seña del chuan había petrificado aaquel hombre; en el Oeste nadie ignoraba los cruelesrefinamientos de los suplicios que los cazadores delRey aplicaban a las personas de quienes sesospechase tan sólo una indiscreción; y el posaderocreía ver ya los cuchillos amenazándole, mientrasque miraba con terror el hogar, donde a menudocalentaban los pies de sus denunciadores. Lamujercita regordeta tenía en la mano un cuchillo de

135cocina, y en la otra una patata a medio pelar, ycontemplaba a su marido con aire abobado. Elpinche de cocina buscaba el secreto, desconocido

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para él, de aquel terror mudo. La curiosidad deFrancina se excitó naturalmente al observar aquellaescena muda, cuyo autor principal, aunque visto detodos, se hallaba ausente. La joven quedó lisonjeadade la terrible influencia del chuan., y aunque noencarase mucho en su carácter permitirse las maliciasde una camarera, interesábala demasiado esta vezpenetrar aquel misterio para no aprovecharse de susventajas.-Y bien, ¿acepta la señorita vuestra proposición?-preguntó con gravedad al posadero, el cual volvióen sí como sobresaltado al oír estas palabras.-¿Qué proposición? -preguntó con verdaderasorpresa.-¿Cuál? -preguntó a su vez Corentino presentándose.-¿Cuál? -preguntó la señorita de Verneuil.-¿Cuál? -preguntó otro personaje que se hallabaen el último peldaño de la escalera que saltóligeramente a la cocina.-Pues bien -contestó Francina impaciente, -la dealmorzar con vuestras personas de distinción.

136-¿De distinción? -replicó con acento mordaz eirónico el personaje que había llegado por la escalera.-Esto, amigo mío, Te parece una mala broma deposada; pero si es esa joven ciudadana la que quierespresentarnos como convidada, necesario sería estardemente para rehusar, buen hombre -añadió,mirando a la señorita de Verneuil. -En ausencia demi madre, acepto. -continuó.Y dio un golpecito en el hombro al posaderoestupefacto.El gracioso aturdimiento de la juventud atenuóla altanería insolente de aquellas palabras, quenaturalmente llamaron la atención de todos losactores de aquella escena hacia el nuevo personaje.El posadero tomó entonces el aspecto de Pilatos,tratando de lavarse las manos por la muerte deJesucristo, y retrocediendo dos pasos hacia su mujer,díjola en voz baja:-Testigo eres de que si ocurre alguna desgraciano será por culpa mía; mas, por si acaso -añadió envoz más baja aún, -ve a prevenir de todo esto alseñor de Marcha en Tierra.El viajero, joven de mediana estatura, llevaba levitaazul y calzón del mismo color, con polainas negrasque pasaban de la rodilla. Este uniforme sencillo

137y sin charreteras pertenecía a los alumnos de laEscuela Politécnica. De una sola mirada, la señoritade Verneuil supo adivinar bajo aquel traje severoformas elegantes, y ese no sé qué, esa cosa que indicauna nobleza natural. Bastante ordinario a primeravista, el rostro del joven se hacía notar muy prontopor algunos rasgos de las facciones, que revelabanun alma capaz de grandes cosas. La tez curtida, loscabellos rubios y rizados, los ojos azules y brillantes,la nariz fina, y una graciosa desenvoltura; todo en élrevelaba una vida en que dominaban lossentimientos elevados y el hábito de mandar. Perolos caracteres más distintivos consistían en su barbaa lo Bonaparte, y en su labio inferior, que se uníacon el superior trazando la graciosa curva de la hojadel acanto bajo el chapitel corintio. La Naturalezahabía puesto en estos dos rasgos una seducciónirresistible.

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-Este joven me parece singularmente distinguidopara ser republicano -se dijo la señorita de Verneuil.Ver todo esto de una ojeada, animarse por eldeseo de agradar, inclinar suavemente la cabeza a unlado, sonreír con traviesa coquetería, arrojar una deesas miradas tan dulces que reanimarían un corazónmuerto al amor, velar los brillantes ojos negros bajo

138los anchos párpados, cuyas espesas pestañasencorvadas trazaron una línea obscura sobre lamejilla y buscar los acentos más armoniosos de lavoz para comunicar un encanto penetrante a la frasetrivial: «Os lo agradecemos mucho, caballero, » entodo este juego, no se necesitó el tiempo necesariopara describirle. Después la señorita de Verneuil,dirigiéndose al posadero, pidió su habitación, vio laescalera, y desapareció con Francina, dejando aldesconocido la preocupación de adivinar si larespuesta significaba una aceptación o una negativa.-¿Quién es esa mujer? -preguntó con viveza elalumno de la Escuela Politécnica al posadero, queestaba inmóvil y cada vez más estupefacto.-Es la ciudadana de Verneuil -contestó con acritudCorentino, midiendo al joven de pies a cabezacon mirada celosa -¿Por qué quieres saberlo?El desconocido, que silbaba una canciónrepublicana, levantó la cabeza con altivez haciaCorentino; los dos jóvenes se miraron entoncesdurante un instante, como dos gallos dispuestos a lalucha, y aquella mirada hizo nacer el odio entre ellospara siempre. Los ojos azules del militar tenían unaexpresión tan franca, como maliciosa y falsa era lade los ojos verdes de Corentino; el uno tenía

139naturalmente modales distinguidos, en tanto que losdel otro eran tan sólo insinuantes; el uno se lanzaba,mientras que el otro parecía humillarse; el unoimponía respeto, el otro trataba de obtenerle; el unodebía decir: «conquistemos,» y el otro: «repartamos.»-¿Está aquí el ciudadano Gua-Saint-Cyr?-preguntó un campesino entrando.-¿Qué le quieres? -repuso el joven,adelantándose.El hombre saludó profundamente y entrególeuna carta, que el joven alumno arrojó al fuegodespués de leerla; luego inclinó la cabeza por todacontestación, y el campesino salió.-Sin duda vienes de París, ciudadano -dijo entoncesCorentino, adelantándose hacia el extranjerocon cierta desenvoltura y un aire de indiferencia queparecieron insoportables al alumno de Saint-Cyr.-Sí- contestó con sequedad.-¿Te han concedido tal vez un arado en laartillería?-No, ciudadano, en la marina.-¡Ah! ¿conque vas a Brest? -preguntó Corentinocon indiferencia.Pero el joven giró ligeramente sobre los taconesde sus zapatos sin querer contestar, y desmintió muy

140pronto las lisonjeras esperanzas que su figura habíainspirado a la señorita de Verneuil. Se ocupó de sualmuerzo con una ligereza infantil, interrogó alposadero y a su mujer sobre sus ganancias, se

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extrañó de los hábitos y costumbres de la provinciacomo verdadero parisiense, manifestó repugnanciasde mujer, y demostró, en fin, tener tanto menoscarácter cuanto más anunciaban su figura y susmodales. Corentino se sonrió compasivamente alverle hacer una mueca cuando probó la mejor sidrade Normandía..-¡Uf! -exclamó. -¿Cómo podéis beber esovosotros? Ahí dentro hay que comer y beber. Razóntiene la República en desconfiar de una provinciadonde se vendimia a golpes de varejón, y donde sefusila traidoramente a los viajeros en los caminos.No vayáis a servirnos en la mesa una botella de esamedicina, sino buen vino de Burdeos blanco y rojo.Sobre todo íd a ver si hay buen fuego allí arriba,porque esta gente me parece muy atrasada en puntoa civilización. ¡Ah! -añadió con un suspiro -¡no haymás que un París en este mundo, y es gran lástimaque no se pueda llevarle al mar! ¿Cómo es, catasalsas -dijo al posadero, -que pones vinagre en esepollo asado, teniendo ahí limones?... En cuanto a

141vos, señora patrona, me habéis dado unas sábanastan ordinarias, que no he podido dormir en toda lanoche. -Después el joven comenzó a jugar con ungrueso bastón, haciendo evoluciones puerilmentecuidadosas, las cuales mostraban el grado más omenos honroso que el joven tenía en la clase de losincreíbles.-¿Acaso se cree realzar la marina de la Repúblicacon currutacos como ese? -preguntó Corentino alposadero, observando el rostro del alumno.-Ese hombre -decía el joven marino al oído de lapatrona, -es algún espía de Fouché; lleva escrito en elrostro que es de la policía; y yo juraría que la manchaque tiene en la barba es del cieno de París, pero abuen gato buen...En aquel momento entró en la cocina de laposada una señora, hacia la cual se precipitó elmarino con todas las señales de un respeto exterior.-Querida mamá -dijo, -acercaos; durante vuestraausencia he invitado a dos personas a comer ennuestra compañía.-¡Convidados, qué locura! -exclamó la dama.-Es la señorita de Verneuil -replicó el joven envoz baja.

142-¡Oh! esa señorita murió en el cadalso despuésde la intentona de Savenay, había venido a Manspara salvar a su hermano, el Príncipe de Loudon-contestó con brevedad la madre.-Os engañáis, señora -replicó con dulzuraCorentino recalcando en la palabra señora; -hay dosseñoritas de Verneuil, pues las grandes casas tienensiempre varias ramas.La extranjera, sorprendida por esta familiaridad,retrocedió algunos pasos como para examinar alinesperado interlocutor, fijó en él sus ojos negros,llenos de esa viva sagacidad tan natural en lasmujeres, y buscó, al parecer, en qué podría interesaral hombre afirmar la existencia de la señorita deVerneuil. Al mismo tiempo Corentino, queobservaba a la dama disimuladamente, la consideródemasiado ajena a todos los placeres de lamaternidad para concederle los del amor, y rehusógalantemente la dicha de tener un hijo de veinte

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años a una mujer cuya fresca tez, cuyas cejas bienpobladas, y cuya abundante cabellera negra, separadaen dos mitades sobre la frente, hacía resaltar lajuventud de una graciosa cabeza, caracteres todosque fueron objeto de su admiración. Las ligeras arrugasde la frente, lejos de indicar los años, revelaban

143las pasiones ardientes; y en fin, si los ojospenetrantes estaban un poco velados, no se sabía siesta alteración debíase a la fatiga del viaje o al excesodel placer.. Por último, Corentino observó que ladesconocida llevaba un mantón de tejido inglés, yque la forma de su sombrero, sin duda deconfección extranjera, no pertenecía a ninguna de lasmodas llamadas a la griega, que aun regían en París.Corentino, que era uno de esos hombres que por sucarácter, se inclinan a sospechar el mal antes que elbien, concibió al punto dudas sobre el civismo de losdos viajeros. Por su parte, la dama, que tambiénhabía hecho con igual rapidez sus observaciones enla persona de Corentino, se volvió hacia su hijo conun aire significativo que se podía traducir fielmentepor estas palabras:-¿Quién es ese extravagante? ¿Pertenece a nuestraclase?A esta pregunta mental, el joven marinocontestó con una actitud, una mirada y un ademán,que decían claramente:-A fe mía que lo ignoro, y me es mássospechoso que a vos.

144Después, dejando a su madre el cuidado deadivinar este misterio, se volvió hacia la patrona y ledijo al oído:-Tratad de averiguar quién es ese sujeto, si esverdad que acompaña a la señorita, y por qué.-¿Conque estás seguro, ciudadano -dijo la señorade Gua, mirando a Corentino, -que la señorita deVerneuil existe?-Ciertamente, y en carne y hueso, señora, comoel ciudadano Gua-Saint-Cyr.Esta contestación encerraba una profunda ironíacuyo secreto no era conocido más que de la dama, yque habría desconcertado a otro cualquiera. Su hijomiró entonces de repente a Corentino, que sacó confrialdad su reloj, sin que al parecer sospechase laturbación que producía su respuesta. La dama,inquieta y curiosa por saber al punto si aquella fraseencubría una perfidia o si era tan sólo efecto de lacasualidad, dijo a Corentino con el aire más natural:-¡Dios mío, qué poco seguros están los caminos!Hemos sido atacados más allá de Mortagne por loschuanes; mi hijo ha estado a riesgo de quedar en elsitio, y al defenderme ha recibido dos balazos en elsombrero.

145-¿Cómo, señora, ibais en el coche que losbandidos han desbalijado a pesar de la escolta, y queacaba de traeros? ¡Pues entonces debéis conocer elcoche! Me han dicho, al pasar por Mortagne, que loschuanes se habían reunido en número de dos milpara atacar la mala y que todo el mundo habíaperecido. ¡He aquí, cómo se escribe la historia! Eltono adusto que Corentino tomó y su expresión

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abobada, le hicieron parecerse en aquel momento aun natural de la Pequeña Provenza que reconocieracon dolor la falsedad de una nueva política.- ¡Ay demí! Señora -continuó; -si se asesina a los viajeros tancerca de París, juzgad hasta qué punto van a serpeligrosos los caminos de Bretaña. A fe mía que voya volverme a París sin querer ir más lejos.-¿Es la señorita de Verneuil hermosa y joven? --preguntó la dama, a quien acababa de ocurrírsele unaidea, dirigiéndose a la patrona.En aquel momento, el posadero interrumpió laconversación, cuyo interés tenía algo de cruel paralos tres personajes, anunciando que el almuerzoestaba servido. El joven Saint-Cyr ofreció la mano asu madre con una falsa familiaridad que confirmó lassospechas de Corentino, a quien dijo en voz alta aldirigirse hacia la escalera:

146-Ciudadano, si acompañas a la ciudadana Verneuil,en el caso de que acepte la proposición del posadero,no te inquietes.Aunque estas palabras fueron pronunciadas contono ligero y nada afectuoso, Corentino subió, eljoven estrechó vivamente la mano de la dama,cuando estuvieron separados del parisiense por sieteu ocho escalones, y le dijo al oído:-He aquí a qué peligros sin gloria nos exponenvuestras imprudentes empresas. Si somos descubiertos,¿cómo escapar? Y ¿qué papel representaré yo?Los tres llegaron a una habitación bastante espaciosa;y no se necesitaba haber viajado mucho por elOeste para reconocer que el posadero habíaprodigado allí todos sus tesoros y un lujo pocoacostumbrado a fin de recibir a sus huéspedes. Lamesa estaba cuidadosamente servida; el calor de unfuego brillante había expulsado la humedad de lahabitación, y, en fin, la mantelería y las sillas estabanen buen estado; de modo que Corentino echó de verque el patrón se había esmerado en complacer a losextranjeros.-Esos no son lo que quieren aparentar -se dijo; --ese joven es astuto; yo le creía estúpido, mas ahoraveo que es tan ladino como yo.

147El joven, su madre y Corentino esperaron a laseñorita de Verneuil, que el patrón se encargó deavisar; pero la linda viajera no se presentó. Elalumno de la Escuela Politécnica pensó que debíahaber opuesto dificultades, y salió silbando el airenacional: Velemos por la salvación del Imperio,mientras que se dirigía a la habitación de la señoritade Verneuil, dominado por el vivo deseo de vencersus escrúpulos y traerla consigo. Tal vez queríaaclarar las dudas que le agitaban, o acaso ver si teníasobre aquella desconocida la influencia que todohombre pretende ejercer sobre una hermosa joven.-¡Si ese es un republicano -se dijo Corentino alverlo salir, -dejo que me ahorquen! El movimientode sus hombros es el de los cortesanos; y si esa es sumadre -añadió mirando a la señora de Gua, -yo soyel Papa. Tengo chuanes. Asegurémonos de la calidadde estas dos personas.La puerta se abrió en breve y el joven marino sepresentó conduciendo de la mano a la señorita deVerneuil, a quien acompañó hasta la mesa con unasuficiencia llena de galantería. Las horas que

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acababan de transcurrir no habían sido perdidas parael diablo. Ayudada por Francina, la señorita deVerneuil se había puesto un traje de viaje más

148temible acaso que el de baile, pues su sencillez teniael atractivo que procede del arte con que una mujer,bastante hermosa para prescindir de adornos, sabereducir el conjunto a no ser más que un detalle sinimportancia. Llevaba un vestido verde cuyo graciosocorte dibujaba sus formas con una afectación nomuy conveniente para una joven, realzando laesbeltez de su talle, su elegante corsé y sus graciososmovimientos. Entró sonriendo con esa dulzuranatural en las mujeres que pueden mostrar en unaboca sonrosada dientes bien alineados, transparentescomo la porcelana, y en sus mejillas dos hoyuelostan frescos como los de un niño. Habiéndose despojadode la capota que en un principio la ocultó casi alas miradas del joven marino, pudo poner en juegofácilmente los mil pequeños artificios, tan inocentesal parecer, por los cuales una mujer hace resaltar todaslas bellezas de su rostro y la gracia de su cabeza.Cierta armonía entre sus modales y el traje rejuvenecíanlade tal modo, que la señora de Gua creyóexagerar al suponerla de veinte años. La coqueteríade aquel traje hecho evidentemente para agradar,debía infundir esperanzas al joven; pero la señoritade Verneuil lo saludó con una ligera inclinación decabeza sin mirarle, abandonándole al parecer con

149una loca indiferencia que le desconcertó. Estareserva no anunciaba a los ojos de los extranjeros niprecaución ni coquetería, sino una indiferencianatural o aparente. La viajera supo dar a su rostrouna expresión tan cándida que la hacía impenetrable;no dio a conocer la menor cosa que indicarapremeditación del triunfo, y parecía dotada de esosmodales sencillos que seducen y que habíanengañado ya el amor propio del joven marino. Poreso el desconocido ocupó su silla con una especie dedespecho.La señorita de Verneuil tomó a Francina de lamano, y dirigiéndose a la señora de Gua, le dijo concariñoso acento :-Señora, ¿tendríais la bondad de permitir queesta joven, en la que veo más bien una amiga queuna camarera, coma en nuestra compañía? En estostiempos borrascosos, la fidelidad no se puede pagarsino con el corazón, y esto es todo lo que nos queda.La señora de Gua contestó a esta última frase,pronunciada en voz baja, con una ligera reverenciaalgo ceremoniosa, que revelaba su decepción porhaber encontrado una mujer tan linda. Después,inclinándose hacia su hijo, murmuró en voz baja:

150-¡Oh! tiempos tormentosos, fidelidad, ama ycriada... esta no debe ser la señorita de Verneuil, sinouna joven enviada por Fouché.Los convidados iban a sentarse, cuando laseñorita de Verneuil fijó su atención en Corentino,que continuaba sometiendo a un severo análisis a losdos extranjeros, a quienes inquietaban sin duda susmiradas.-Ciudadano -le dijo, -sin duda tienes demasiada

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buena educación para seguir mis pasos así. Al enviara mis padres al cadalso, la República no ha tenido lamagnanimidad de darme tutor; y si, por una galanteríacaballeresca e inusitada, me has acompañado apesar mío -añadió suspirando, -estoy resuelta a nopermitir que las atenciones protectoras, de que tanpródigo te muestras, lleguen hasta el punto demolestarte. Aquí estoy segura, y puedesabandonarme.Así diciendo, fijó en su interlocutor una miradadesdeñosa, y Corentino, reprimiendo una sonrisaque casi entreabrió sus labios, saludórespetuosamente.-Ciudadana -dijo, -siempre será para mí unhonor obedecerte, pues la belleza es la única reina a

151quien un verdadero republicano puede servir congusto.Al verle marchar, los ojos de la señorita Verneuilbrillaron con una alegría tan ingenua, y miró aFrancina con tal sonrisa de inteligencia y de placer,que la señora de Gua más prudente ahora a la vezque celosa, se sintió dispuesta a renunciar a lassospechas que la hermosura de la señorita deVerneuil acababa de inspirarle.-Tal vez sea efectivamente la señorita de Verneuil-murmuró al oído de su hijo.-¿Y la escolta? -preguntó el Joven a quien el despechohacía juicioso -¿Está prisionera o protegida?¿Es amiga o enemiga del Gobierno?La señora de Gua guiñó los ojos como paradecir que sabría aclarar muy bien el misterio; pero lasalida de Corentino, disminuía al parecer ladesconfianza del joven, cuyo rostro perdió suexpresión severa; mientras que dirigía a la señorita deVerneuil miradas en que se revelaba un amorinmoderado a las mujeres y no el respetuosoardimiento de una pasión naciente. Por eso la jovencomenzó a ser más circunspecta y guardó suspalabras más afectuosas para la señora de Gua. Eljoven, enfadándose consigo mismo, trató, en su

152amargo despecho, de aparentar también insensibilidad.La señorita de Verneuil no echó de veraparentemente este manejo, y se mostró sencilla sintimidez, reservada sin altanería. Aquel encuentro depersonas que no parecían destinadas a relacionarse,no despertó por lo tanto, ninguna simpatía muy vivay hasta hubo cierta cortedad vulgar, cierta confusiónque disipó todo el placer que la señorita de Verneuily el joven marino se prometían un momento antes.Pero las mujeres poseen tan admirable tactorespecto a las conveniencias, a los lazos íntimos o alvivo deseo de emociones, que siempre saben alejar lafrialdad en tales casos. De pronto, como si las dosbellas convidadas hubieran tenido el mismopensamiento, comenzaron a chancearseinocentemente con su único caballero, rivalizandorespecto a éste en sus burlas y bromas, unanimidadque las dejaba libres. Una palabra o una mirada, que,escapándose por aturdimiento, tienen valor, perdíanasí su significación. En una palabra, al cabo demedia hora, aquellas dos mujeres, enemigas en secreto,parecían ser ya las mejores amigas del mundo.El joven marino se sorprendió entonces al sentir quele ofendía tanto la libertad de espíritu de la señorita

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de Verneuil como su reserva, y de tal modo le

153contrariaba esto, que se arrepintió con sorda rabia dehaber compartido su almuerzo con ella.-Señora -dijo la señorita de Verneuil a la señorade Gua, -¿está siempre vuestro hijo tan triste comoen este momento?-Señorita -contestó el joven, -yo me preguntabade qué sirve una dicha que está a punto de perderse;el secreto de mi tristeza se halla en la intensidad demi placer.-He aquí un madrigal -replicó la jovensonriendo, que recuerda más bien la Corte que laEscuela Politécnica.-No ha hecho más que expresar un sentimientomuy natural, señorita -repuso la señora de Gua, quetenía sus razones para contemporizar con ladesconocida.-Pues entonces, reíos -dijo la señorita deVerneuil sonriendo al joven. -¿Cómo estaréis cuandolloráis, si lo que os place llamar una felicidad oscontrista de tal modo?Aquella sonrisa, acompañada de una miradaagresiva que anulaba la armonía de semejanteapariencia de candor, devolvió alguna esperanza almarino; pero inspirada por su naturaleza, quesiempre impulsa a la mujer a excederse o a hacer

154demasiado poco, la señorita de Verneuil parecía tanpronto apoderarse de aquel joven por una mirada enque se revelaban las profundas promesas del amor,como oponía a sus galantes frases una modestia fríay severa, vulgar manejo con que las mujeres ocultansus verdaderas emociones. Durante un momento,uno solo, en el que cada uno de los tres personajescreyó hallar en el otro los párpados bajos, secomunicaron sus verdaderos pensamientos; perovelaron sus miradas con tanta rapidez como la quehabían empleado para confundir aquella luz quetrastornó sus corazones, iluminándolos. Avergonzadosde haberse dicho tantas cosas en una solamirada, no se atrevieron a mirarse más; la señoritade Verneuil, deseosa de desengañar al desconocido,se encerró en una fría política, y hasta pareció queesperaba con impaciencia el fin del almuerzo.-Señorita, debéis haber padecido mucho en laprisión -le dijo la señora de Gua.-¡Ay de mí! señora, me parece que no he dejadode hallarme en ella.-¿Está destinada vuestra escolta a protegeros o avigilaros, señorita?

155La señorita de Verneuil comprendióinstintivamente que inspiraba poco interés a laseñora de Gua, y llevó a mal esta pregunta.-Señora -contestó, -no sé a punto fijo cuál es eneste momento la naturaleza de mis relaciones con laRepública.-Tal vez la hacéis temblar -añadió el hijo concierta ironía.-¿Por qué no se han de respetar los secretos dela señorita? -replicó la señora de Gua.-¡Oh! -contestó la señorita de Verneuil, -los secretosde una joven que no conoce de la vida más

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que los infortunios, no pueden ser muy graves.-Pero -repuso la señora de Gua, deseosa decontinuar una conversación que podría permitirleaveriguar lo que deseaba saber, -parece que el PrimerCónsul tiene las mejores intenciones, pues se diceque trata de anular el efecto de las leyes contra losemigrados.-Es verdad, señora -contestó la señorita de Verneuil,con demasiada viveza quizá; -pero entonces,¿por qué sublevamos la Vendée y Bretaña? ¿Por quéincendiar la Francia?...Este grito generoso, con el que parecíareprenderse a sí propia, hizo estremecerse al marino,

156que miró con mucha atención a la señorita deVerneuil, pero no pudo descubrir en su rostro niodio ni amor. Aquel cutis, cuyo suave color indicabala finura, era impenetrable; y una curiosidadinvencible le hizo fijarse de pronto en aquella mujersingular, hacia la cual le habían atraído ya violentosdeseos.-Pero -continuó la señorita de Verneuil despuésde una pausa, -¿vais a Mayena, señora?-Sí, señorita -contestó el joven marino con aireinterrogador.-Pues bien, señora -prosiguió la joven, -puestoque vuestro hijo sirve a la República... (al pronunciarestas palabras, con indiferencia aparente, dirigió a losdos desconocidos una de esas miradas furtivas quetan sólo son propias de las mujeres y de losdiplomáticos), debéis temer a los chuanes, y laescolta es conveniente. Hemos llegado casi a sercompañeros de viaje; venid, pues, con nosotros,hasta Mayena.El hijo y la madre vacilaron, consultándose alparecer.-Ignoro, señorita -contestó el joven, -si esprudente confesaros que intereses de la más altaimportancia exigen para esta noche nuestra

157presencia en los alrededores de Fougeres, y que aunno hemos encontrado medios de transporte; pero lasmujeres son tan naturalmente generosas, que meavergonzaría de no confiarme a vos. No obstante -añadió, -antes de ponernos en vuestras manos, porlo menos deberíamos saber si podíamos salir sanos ysalvos. ¿Sois la reina o la esclava de vuestra escoltarepublicana? Dispensad la franqueza de un jovenmarino, pues no veo en vuestra situación nadanatural.-Vivimos en una época, caballero, en que nadade lo que sucede es natural pero podéis aceptar sinescrúpulo, creedlo bien. Y sobre todo -añadiósubrayando sus palabras, -no debéis temer ningunatraición en un ofrecimiento hecho con sencillez poruna persona que no participa de los odios políticos.-El viaje hecho así no carecerá de peligro -replicó el joven con tal finura en su mirada que hacíaparecer ingeniosa esta vulgar contestación.-¿Qué teméis, pues? -preguntó la señorita deVerneuil con burlona sonrisa; -yo no veo peligropara nadie.-¿Es la mujer que habla así la misma cuya miradaparecía participar de mis deseos? -preguntaba el

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158joven.- ¡Qué acento! Sin duda me prepara algúnlazo.En aquel momento, el grito claro y penetrantede un mochuelo, que parecía posado en laextremidad de la chimenea, vibró como un lúgubreaviso.-¿Qué es eso? -preguntó la señorita de Verneuil.-Nuestro viaje no empezará con felices presagios.Pero ¿cómo hay aquí buhos que cantan en plenodía? -exclamó haciendo un ademán de sorpresa.-Esto puede suceder algunas veces -contestó eljoven con frialdad. -Señorita -añadió, -sin dudapensáis que os traeríamos desgracia, y si es así, noviajemos juntos.Estas palabras fueron pronunciadas con unacalma y una reserva que sorprendieron a la señoritade Verneuil.-Caballero -respondió con una impertinencia deltodo aristocrática, -estoy muy lejos de tratar deobligaros. Conservemos la poca libertad que laRepública nos deja; pero si la señora estuviese solainsistiría...Los pesados pasos de un militar resonaron en elcorredor, y el comandante Hulot mostró muypronto su rostro adusto.

159-Venid aquí, mi corone -dijo la señorita deVerneuil sonriendo, en tanto que le indicaba con lamano una silla a su lado. -Ocupémonos, puesto quees necesario, de los asuntos de Estado... Pero reíos.¿Qué tenéis? ¿Hay chuanes por aquí?El comandante se había quedado con la bocaabierta al ver al joven desconocido, a quiencontemplaba con singular atención.-Madre mía ¿queréis un poco más de liebre? -preguntó el marino; -¿vos no coméis, señorita? -dijoa Francina.La sorpresa de Hulot y la atención de la señoritade Verneuil tenían alguna cosa de grave que erapeligroso desconocer.-¿Qué tienes, comandante, acaso me conoces?-preguntó el joven con tono brusco.-Tal vez -contestó el republicano.-En efecto, me parece haberte visto venir a laEscuela.-Jamás he ido -replicó el comandante. -Y ¿dequé escuela sales tú?-De la Escuela Politécnica.-¡Ah, ah! sí, de ese cuartel donde se quierenhacer militares en los dormitorios -replicó elcomandante que profesaba profunda aversión a los

160oficiales que salían de allí. -Pero ¿en qué cuerposirves?-En la marina.-¡Ah! -exclamó Hulot con sonrisa maliciosa -¿conoces en la marina muchos alumnos de esaEscuela? De allí no salen -añadió con gravedad -másque oficiales de artillería y de ingenieros.El joven no se desconcertó.-He hecho una excepción a causa del nombreque llevo -repuso. -Todos hemos sido marinos ennuestra familia.-¡Ah! -replicó Hulot; -y ¿cuál es tu nombre defamilia, ciudadano?

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-Gua de Saint-Cyr.-¿Conque no te han asesinado en Mortagne?-¡Ah! poco ha faltado -dijo la señora de Gua.-Y ¿llevas papeles? -preguntó Hulot sin escuchara la madre.-¿Queréis leerlos? -preguntó el joven conimpertinencia, mientras que sus ojos, llenos demalicia, observaban atentamente el rostro sombríode Hulot y el de la señorita de Verneuil.-¿Acaso trataría de embrollarme un boquirrubiocomo tú? ¡Vamos, dame tus papeles, o de locontrario, en marcha!

161-¡Alto, señor mío, que no soy ningún canario!Comenzaré por preguntarte quién eres tú.-El comandante del departamento -contestóHulot.-¡Oh! entonces mi caso podría llegar a ser muygrave, pues seré cogido con las armas en la mano.Y ofreció un vaso de vino de Burdeos alcomandante.-No tengo sed -contestó Hulot -Veamos prontotus papeles.En aquel momento, como resonara en la calleruido de armas y los pasos de algunos soldados,Hulot se acercó a la ventana, y manifestó al puntouna satisfacción que hizo temblar a la señorita deVerneuil. Esta señal de interés enardeció al joven,cuyo rostro había tomado una expresión fría yaltanera. Después de buscar en el bolsillo de sulevita., sacó una elegante cartera y presentó alcomandante varios papeles que Hulot comenzó aleer con detención comparando la filiación indicadaen el pasaporte con el rostro del pasajerosospechoso. Mientras duraba aquel examen se volvióa oír el grito del búho; pero esta vez no fue difícildistinguir el acento y las entonaciones de la vozhumana.

162El comandante devolvió entonces al joven lospapeles con aire burlón.-Todo eso está muy bien -le dijo; -pero espreciso seguirme al distrito, pues a mí no me agradala música.-Y ¿por qué le conducís al distrito? -preguntó laseñorita de Verneuil con voz temblorosa.-Señorita -replicó el comandante, haciendo suacostumbrada mueca, -esto no os importa.Irritada por el tono y la expresión del viejomilitar, y más aún por aquella especie de humillaciónque sufría ante un hombre a quien ella habíaagradado, la señorita de Verneuil se levantó, yabandonando de pronto la actitud de candor y demodestia en que se había mantenido hasta entonces,el color de sus mejillas se reanimó, y sus ojosbrillaron.-Decidme: ¿no ha cumplido este joven con todocuanto la ley exige? -preguntó con dulzura, aunquecon voz temblorosa.-Sí, en apariencia -contestó irónicamente elcomandante.-Pues bien, me parece que le dejaréis tranquiloen apariencia. ¿Teméis que se os escape? Vais aescoltarle conmigo hasta Mayena, o irá en la mala

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163con su señora madre. Nada de observaciones, puesasí lo quiero. Y bien, ¿qué?... -añadió al ver queHulot se permitía hacer su mueca de siempre; -¿osparece aún sospechoso?-Me parece que lo es un algo.-Pero ¿qué pensáis hacer?-Sólo refrescarle la cabeza con un poco deplomo. Es un aturdido -anadió el comandante conironía.-¿Os chanceáis, coronel? -preguntó la señoritade Verneuil.-Vamos, compañeros -dijo el comandantehaciendo una señal con la cabeza al marino;-despachemos de una vez.A esta impertinencia de Hulot, la señorita deVerneuil recobró la calma y sonrió.-No os adelantéis -dijo al joven, protegiéndolecon ademán lleno de dignidad.-¡Oh! qué hermosa cabeza -dijo el marino aloído de su madre, que frunció el entrecejo.El despecho y mil sentimientos de irritacióncompartida, hicieron aparecer entonces nuevasbellezas en el rostro de la parisiense. Francina, laseñora de Gua y su hijo se habían levantado; laseñorita de Verneuil se colocó vivamente entre ellos

164y el comandante, que sonreía. Después, procediendocon esa ceguedad propia de las mujeres cuando seataca vivamente su amor propio, pero lisonjeadatambién de ejercer su influencia, como a un niño lepodría halagar hacer uso del nuevo juguete que se leha dado, presentó con viveza al comandante unacarta abierta.-Leed -le dijo con una sonrisa irónica y burlona.Y se volvió hacia el joven, dirigiéndole, en la embriaguezde su triunfo, una mirada en que la maliciaparecía mezclarse con una expresión amorosa. Enambos se despejaron las frentes; la alegría enrojeciólas mejillas de los dos, jóvenes, y mil pensamientoscontradictorios se cruzaron en sus almas. Por unasola mirada, la señora de Gua pareció atribuirmucho más al amor que a un impulso caritativo lagenerosidad de la señorita de Verneuil, y ciertamentetenía razón. La linda viajera se ruborizó e inclinócon modestia los párpados avivando cuantoexpresaba aquella mirada de mujer. Ante aquellaamenazadora acusación, levantó con altivez lacabeza, desafiando todas las miradas. Elcomandante, poseído de asombro, devolvió la cartafirmada por los ministros, y en la cual se mandaba atodas las autoridades obedecer las órdenes de la

165misteriosa dama; pero desenvainando su acero, lerompió sobre sus rodillas y arrojó después lospedazos.-Señorita -dijo, -probablemente sabéis lo que osconviene hacer; pero un republicano tiene sus ideasy su altivez, y yo no supe jamás servir allí dondemandan las jóvenes hermosas. El Primer Cónsulrecibirá esta misma noche mi dimisión, y otro queno sea Hulot, os obedecerá. Cuando ya nocomprendo, me detengo, sobre todo cuando tengola obligación de comprender.Siguióse una pausa; pero pronto fueinterrumpida por la joven parisiense, que,

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dirigiéndose al comandante, le ofreció la mano,diciéndole:-Coronel, aunque tengáis la barba un poco larga,podéis besarme, porque sois todo un hombre.-Y de ello me lisonjeo, señorita -contestó, estampandoun beso con bastante torpeza en la mano deaquella joven extraña. -En cuanto a ti, compañero --añadió amenazando con el dedo al joven, -te librasde una buena.-Mi comandante -replicó el desconocido, -ya estiempo de que se concluyan las bromas, y, si quieres,voy a seguirte al distrito.

166-¿Y vendrás con ese mozo invisible que silba,con Marcha en Tierra? ...-¿Quién es Marcha en Tierra? -preguntó el marinocon todas las señales de la más ingenua sorpresa.-¿No han silbado hace un momento?-Y ¿qué tengo que ver con ese silbido?,pregunto. Yo creí que los soldados que habíasenviado a buscar, para prenderme sin duda, teanunciaban así su llegada.-¿De veras has creído eso?-¡Dios mío! sí. Pero bebe tu vaso de vino deBurdeos, porque es delicioso.Sorprendido ante el asombro natural del marino,la increíble ligereza de sus modales y la juventud desus facciones, al que comunicaban un aspecto casiinfantil los rizos de sus blondos cabelloscuidadosamente rizados, el comandante fluctuabaentre mil sospechas. Observó a la señora de Gua quetrataba de sorprender el secreto de las miradas quesu hijo dirigía a la señorita de Verneuil, y preguntólabruscamente:-¿Qué edad tenéis, ciudadana?-¡Ay de mí, señor oficial, las leyes de nuestra Repúblicacomienzan a ser muy crueles! Tengo treinta yocho años.

167-Aunque hubieran de fusilarme, aun no creeríanada. Marcha en Tierra está aquí, ha silbado, yvosotros sois chuanes disfrazados. ¡Truenos deDios! voy a ordenar que cerquen la posada yregistrarlo todo.En aquel momento, un silbido irregular, bastanteanálogo a los que habían resonado ya, y que alparecer procedía del patio, cortó la palabra alcomandante. Por fortuna se precipitó en el corredor,y no pudo ver la palidez que sus palabras habíanproducido en el rostro de la señora de Gua. Hulotvio que el que silbaba era un postillón queenganchaba sus caballos al coche de la mala, ydepuso sus recelos; parecíale ridículo que loschuanes se aventuraran en el centro de Alençon yvolvió lleno de confusión.-Le perdono, pero más tarde pagará caro el momentoque nos hace pasar aquí -dijo gravemente lamadre al oído de su hijo en el instante en que Hulotentraba en la habitación.El valeroso oficial tenía en su rostro la expresiónde la lucha que la severidad de sus deberes sosteníaen su corazón con su bondad natural, y mantuvo suaire adusto, tal vez porque creía haberse engañado

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entonces; pero tomó el vaso de vino de Burdeos, ydijo:-Compañero, dispénsame; pero tu Escuela envíaal ejército oficiales tan jóvenes...-Y ¿no los tendrán más jóvenes los bandidos? -preguntó el supuesto marino con una sonrisa.-¿Por quién tomabais a mi hijo? -replicó la señorade Gua.-Pensé que era el Mozo, el jefe enviado a loschuanes y a los vendeanos por el Gabinete deLondres, a quien llaman Marqués de Montauran.El comandante observó con la mayor atenciónlas facciones de aquellos dos personajessospechosos, los cuales se miraron con esa singularexpresión de fisonomía que toman sucesivamentedos ignorantes presuntuosos, y que se podríatraducir por ese diálogo: « ¿Conoces a ese? -No, -¿ytú? -Yo tampoco -¿De qué nos habla? -Sin dudasueña.» Y todo esto seguido de la risa insultante yburlona de la necedad cuando cree triunfar.El súbito cambio de las facciones de María deVerneuil al oír pronunciar el nombre del generalrealista no fue notado más que por Francina, laúnica de quien eran conocidas las imperceptiblesvariaciones de aquel rostro joven. Completamente

169derrotado, el comandante recogió los pedazos de suespada, miró a la señorita de Verneuil, que por suproceder había hallado el secreto de conmover sucorazón, y le dijo:-En cuanto a vos, señorita, mantengo lo dicho; ymañana Bonaparte recibirá las dos mitades de miacero, a menos que...-Y ¿qué me importa a mí Bonaparte, ni vuestraRepública, ni los chuanes, ni el Rey, ni el Mozo? ---exclamó la joven reprimiendo apenas un arrebato demal gusto.Caprichos desconocidos, o bien la pasión,comunicaron a la joven vivos colores, y se vio que elmundo entero no debía ser ya nada para aquellamujer desde el momento en que fijaba su atenciónen una persona; pero de pronto recobró una calmaforzada al verse, como un actor sublime, objeto delas miradas de todos los espectadores. Elcomandante se levantó repentinamente, la señoritade Verneuil, inquieta y agitada, le siguió, detúvole enel corredor y le preguntó con tono solemne:-¿Teníais poderosas razones para sospechar queese joven fuese el Mozo?-¡Truenos de Dios! señorita, el hombre que osacompaña vino a decirme que los viajeros y el correo

170habían sido asesinados por los chuanes, lo cual yasabía yo; pero ignoraba los nombres de los viajerosmuertos, y creía que se llamaban Gua de Saint-Cyr.El comandante se alejó sin atreverse a mirar a laseñorita de Verneuil, cuya peligrosa hermosura leturbaba ya el corazón.-Si hubiera permanecido junto a ella dos minutosmás -se decía al bajar la escalera, -hubiera cometidola necedad de recoger mi espada para escoltar a esamujer.Al ver al joven con los ojos fijos en la puerta pordonde la señorita de Verneuil había salido, la señorade Gua le dijo en voz baja:-¡Siempre el mismo! No os perderéis más que

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por la mujer, y hasta una muñeca para hacerosolvidar todo. ¡Por qué habéis consentido quealmuerce con nosotros? ¿Quién es esa señorita deVerneuil que acepta el almuerzo de personasdesconocidas, que va escoltada por los azules, y quelos desarma con una carta reservada corno un billeteamoroso? ¿Es una de esas malas hembras, conayuda de la cual Fouché quiere apoderarse de vos, ytiene por objeto la carta reunir a los azules contranosotros?

171-¡Bah! Señora -contestó el joven con una acritudque contristó el corazón de la dama y la hizo paliderer,-su generosidad desmiente vuestra suposición.Recordad bien que solamente el interés del Rey nosreúne; y después de haber visto a Charette a vuestrospies, ¿.no está el Universo vacío para vos? ¿Noviviríais para vengarle?La dama quedó pensativa y de pie, como unhombre que, desde la orilla, contempla el naufragiode sus tesoros y codicia más ardientemente sufortuna perdida. La señorita de Verneuil volvió aentrar, y el joven marino cambió con ella una sonrisay una dulce mirada. Por incierto que pareciera elporvenir, por efímera que fuese su unión, lasprofecías de aquella esperanza no dejaban de ser máshalagüeñas. Aunque rápida, aquella mirada no pudopasar desapercibida para los ojos sagaces de laseñora de Gua, que la comprendió al punto; sufrente se contrajo, y su fisonomía no pudo ocultardel todo un pensamiento celoso. Francina observabaa la señora de Gua; vio brillar sus ojos y sus mejillascolorearse, y hasta parecióle que un espíritu infernalanimaba su rostro, presa de alguna revoluciónespantosa, pero el relámpago no es más vivo ni lamuerte más pronta que lo fue esta expresión

172pasajera, recobrando la señora de Gua su aire alegrecon tal aplomo, que Francina creyó haber soñado.No obstante, al reconocer en aquella dama una violenciapor lo menos igual a la de la señorita deVerneuil, estremecióse al prever los choques terriblesque debían sobrevenir entre dos mujeres de aqueltemple. Su inquietud aumentó al ver a la señorita deVerneuil aproximarse al oficial, dirigirle una de esasmiradas amorosas que embriagan, cogerle ambasmanos y atraerle hacia sí con un ademán decoquetería lleno de malicia.-Ahora -dijo intentando leer en sus ojos, -confesadmeque no sois el ciudadano Gua de Saint-Cyr.-Sí, señorita.-¡Pero si su madre y él han sido asesinados anteayer!-Lo lamento mucho, señorita -contestó el jovensonriendo; -pero como quiera que sea, no os debomenos un favor, al que os estaré siempre sumamenteagradecido, lo cual quisiera poder probaros.-He querido salvar a un emigrado; mas prefieroque seáis republicano.Pronunciadas estas palabras corno poraturdimiento, la joven quedó confusa, ruborizóse

173aparentemente, y en su rostro quedó una dulceexpresión de candidez.Dejó suavemente las manos del oficial, no

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porque se avergonzase de haberlas estrechado, sinoporque otro pensamiento pesaba sobre su corazón, yle dejó ebrio de esperanzas. De pronto se enojó, alparecer, contra sí propia por haberse tomadosemejante libertad, autorizada tal vez por susfugitivas aventuras de viaje; recobró su actitud deantes, saludó a la madre y al hijo, y salió conFrancina. Esta última, al llegar a la habitación, cruzólos brazos y contempló a su ama, diciéndole:-¡Ah! ¡María, cuántas cosas en poco tiempo!¡No hay como vos para esas aventuras!La señorita de Verneuil saltó hacia Francina yabrazóla.-¡Ah! ¡Esto es la vida!; estoy en el Cielo -En elinfierno quizá -replicó Francina.-¡Bien, sea el infierno! -replicó la señorita deVerneuil alegremente. -Dame la mano, ponla sobremi corazón y verás cómo late. ¡Tengo fiebre, y elmundo entero es ahora poca cosa para mí ¡Cuántasveces he visto a ese hombre en mis sueños! ¡Oh!¡Qué hermosa cabeza y qué mirada tan brillante!

174-¿Os amará? -preguntó con voz débil la cándiday sencilla aldeana, cuyo rostro tenía una expresión demelancolía.-¿Tú me lo preguntas? -respondió la señorita deVerneuil -Pero dime, Francina -añadió irguiéndoseen una actitud que tenía tanto de seria como decómica, -¿te parece a ti muy difícil?-Pero ¿os amará siempre? -replicó sonriendoFrancina.Las dos se miraron un instante como admiradas:Francina, de tener tanta experiencia, y María de pensarpor primera vez en un porvenir de amorosapasión; por eso quedó como inclinada sobre unabismo, cuya profundidad hubiera querido sondear,esperando el ruido de una piedra arrojada conindiferencia.-¡Ah! Esto es asunto mío -dijo la joven haciendoel ademán de un jugador desesperado; -yo no mecompadeceré jamás de una mujer engañada, la cualsólo debe quejarse de sí propia por su abandono.Bien sabré guardar vivo o muerto al hombre cuyocorazón me haya pertenecido... Pero -añadió consorpresa y después de una pausa, -¿Dónde hasrecogido tanta ciencia, Francina?...

175-Señorita -contestó vivamente la aldeana, -oigopasos en el corredor.-¡Ah! -contestó la joven escuchando, -¡no es él!¡Pero qué manera de contestar a mi pregunta! Tecomprendo; te esperaré, o te adivinaré.Francina decía bien: tres golpes en la puertapusieron fin al diálogo, y el capitán Merle sepresentó, después de haber oído la invitación deentrar que le había hecho la joven.Al saludar militarmente a la señorita de Verneuil,el capitán se aventuró a dirigirle una mirada y, deslumbradopor su belleza, ya no se le ocurrió decirmás que:-Señorita, estoy a vuestras órdenes.De modo que ahora sois mi protector por la dimisiónde vuestro jefe de media brigada? ¿No se daeste nombre a vuestro regimiento?-Sí, señora; mi superior, el ayudante mayor Gerardes quien me envía.

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-¿Conque vuestro comandante me teme?-preguntó la joven.-Dispensad, señorita; Hulot no tiene miedo;pero las mujeres no le convienen, y le ha molestadoque su general incurriera en una debilidad.

176-Sin embargo -replicó la señorita de Verneuil,estaba en el deber de acatar la orden de sussuperiores. Me agrada la subordinación, y osadvierto que no quiero que se me resista.-Esto sería difícil- contestó Merle.-Tengamos consejo -dijo la señorita de Verneuil.–Aquí tenéis tropas de refresco que meacompañarán a Mayena, adonde puedo llegar estanoche. ¿Encontraré allí nuevos soldados paraproseguir mi viaje sin detenerme? Los chuanesignoran nuestra pequeña expedición, y muchadesgracia sería encontrarlos en bastante número paraatacarnos si viajamos siempre de noche. ¿Creéis queesto sea posible?-Sí, señorita.-¿Cómo es el camino de Mayena a Fougeres?-Malo; siempre se ha de subir y bajar, porque esun terreno muy escabroso.-Partamos, partamos -dijo la joven; -y como notenemos nada que temer a la salida de Alençon, ídadelante, que ya os alcanzaremos.-Se diría que tiene diez años de grado -pensóMerle al salir. -Hulot se engaña; esa joven no es delas que adquieren rentas con un lecho de pluma.¡Voto a mil cartachos! si el capitán Merle desea llegar

177a ser ayudante mayor no debe confundir a SanMiguel con el diablo.Durante la conferencia de la señorita de Verneuilcon el capitán, Francina había salido con intenciónde examinar por una ventana del corredor un puntodel patio hacia el cual le atraía una irresistiblecuriosidad desde que llegó a la posada; y comenzó aobservar la paja de la cuadra con una atención tanprofunda, que se hubiera podido creer que orabaante una buena Virgen. Muy pronto vio a la señorade Gua dirigirse hacia Marcha en Tierra con lasprecauciones de un gato que no quiere mojarse laspatas, y al ver a la dama, el chuan se levantó,tomando ante ella la actitud del más profundorespeto. Aquella extraña circunstancia despertó lacuriosidad de Francina, que bajando rápidamente alpatio, se deslizó a lo largo de las paredes de modoque no fuese vista por la señora de Gua, y trató deocultarse detrás de la puerta de la cuadra. Andandode puntillas, retuvo el aliento, no hizo el menorruido, y así consiguió colocarse cerca de Marcha enTierra sin haber llamado su atención.-Y si después de tomados todos esos informes -decía la desconocida al chuan, -resulta que no es su

178nombre, harás fuego sobre ella sin compasión, comosi fuese una perra hidrófoba.-Entendido -repuso Marcha en Tierra.La dama se alejó, y el chuan volvió a cubrirse lacabeza con su gorro de lana rojo; permaneció de pie,rascándose la oreja como las personas que no sabenqué hacer, y ya iba a salir, cuando Francina se le

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apareció como por magia.--¡Santa Ana de Auray! -exclamó; y de prontodejó caer su látigo, juntó las manos, y quedó comoen éxtasis, mientras que un ligero rubor enrojeció sustoscas facciones, a la vez que sus ojos brillabancomo diamantes perdidos en el fango -¿Sois vos lamoza de Cottin? -preguntó con tan sorda voz, quesolamente él podía oírse -¿Sois vos godaine? --añadiódespués de una pausa.Este extraño término de godain, godaine, es un superlativodel patuá de aquellos países, que sirve a losenamorados para indicar que un rico trajecorresponde a la belleza.-No me atreveré a tocaros -añadió Marcha enTierra alargando, sin embargo, su ancha mano haciaFrancina como para asegurarse del peso de unagruesa cadena de oro que daba vueltas en torno desu cuello, bajando hasta la cintura.

179-Y haréis bien, Pedro -contestó Francina,inspirada por ese instinto de la mujer que la hacedespótica cuando no está oprimida.Al decir esto retrocedió con altivez, después decomplacerse en la sorpresa del chuan; perocompensó la dureza de sus palabras por una miradallena de dulzura, y se aproximó a él.-Pedro -continuó, -la dama que estaba aquí tehablaba de la joven señorita a quien yo sirvo. ¿No esverdad?Marcha en Tierra enmudeció, y la expresión desu rostro vaciló como la aurora entre las tinieblas yla luz; miró a Francina, fijando luego su atenciónsucesivamente en el grueso látigo que había dejadocaer y en la cadena de oro, que indudablementeejercía sobre él seducciones tan poderosas como elrostro de la bretona, y después, para poner términoa su inquietud, recogió su látigo y guardó silencio.-¡Oh! no es difícil adivinar que esa dama te hadado orden de matar a mi señora -replicó Francina,que, conociendo la discreta fidelidad del chuan,quería disipar sus escrúpulos.Marcha en Tierra inclinó la cabeza de unamanera .significativa, y esto fue una manifestaciónpara la moza de Cottin.

180-Pues bien, Pedro -repuso, -si le ocurre la menordesgracia, si se toca un solo cabello de su cabeza,nos habremos visto aquí por última vez y por todauna eternidad, pues yo estaré en el Paraíso y tú irás alinfierno.El poseído a quien la Iglesia trataba de exorcizarcon gran pompa no estaba más conmovido queMarcha en Tierra lo estuvo al oír aquel pronóstico,pronunciado con una convicción que le comunicabauna especie de certidumbre. Sus miradas,impregnadas al pronto de una terneza salvaje,combatida después por los deberes de un fanatismotan exigente como el del amor, tomaron unaexpresión feroz al ver el aire imperioso de la sencillaamante que había tenido en otro tiempo. Francinainterpretó el silencio del chuan a su manera.-¿No quieres hacer nada por mí? -le preguntó.Al oír estas palabras, el chuan clavó en la jovenla mirada penetrante de sus ojos negros.-¿Eres libre? -preguntó con un refunfuño, quesolamente Francina podía oír.

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-¿Estaría yo allí?...-replicó la joven con indignación-¿Y qué haces tú aquí? Siempre corriendo porlos caminos como un animal rabioso que trata demorder. ¡Oh! Pedro, si tuvieras juicio, vendrías

181conmigo. Esa hermosa señorita que, bien puedodecírtelo, se crió en otro tiempo entre nosotros, secuidó después de mí, y ahora tengo cien pesos debuenas rentas; en fin, ella adquirió por doscientoscincuenta pesos la casa grande a mi tío Tomás, yahora tengo mil pesos de ahorros.Pero su sonrisa y la enumeración de sus tesorosno produjeron efecto ante la penetrable expresión deMarcha en Tierra.-Los rectores -dijo el chuan, -han decidido quehagamos la guerra, y cada azul caído nos valdrá unaindulgencia.-Pero los azules matarán también.El chuan contestó dejando caer sus brazos,como lamentándose de lo módico de la ofrenda quehacía a Dios y al Rey.-Y ¿qué será de mí? -preguntó dolorosamente lajoven.Marcha en Tierra miró a Francina con expresiónimbécil, abrió mucho los ojos, y de ellos salieron doslágrimas que se deslizaron paralelamente desde sustostadas mejillas hasta las pieles de cabra de que ibacubierto, mientras que un sordo gemido se escapabade su pecho.

182-¡Santa Ana de Auray! -exclamó Francina -¿Notendrás más que decirme, Pedro, después de unaseparación de siete años? Has cambiado mucho.-Te amo siempre -contestó Marcha en Tierra.-No -contestó la joven en voz baja; -para ti, elRey es antes que yo.-Si me miras de ese modo -dijo el chuan, -mevoy.-Pues bien, adiós -replicó Francina tristemente.Adiós -repitió Marcha en Tierra, y cogiendo la manode Francina, la estrechó, la besó, hizo la señal de lacruz, y se refugió en la cuadra, como un perro al queacaban de quitar un hueso.-Pille-Miche -dijo a su compañero, -no, veo gota.¿Tienes ahí el cuerno?-¡Pardiez!... ¡Qué hermosa cadena! -contestó PilleMiche, como si hablara consigo mismo, ybuscando en el bolsillo que tenía debajo de su piel decabra.Y presentó a Marcha en Tierra ese pequeñocono de asta de buey en que los bretones guardan eltabaco que desmenuzan durante las largas noches deinvierno. El chuan levantó el pulgar de la manoizquierda para formar ese hueco en el que losinválidos miden sus dosis de tabaco, y sacudió con

183fuerza el cono de asta, cuyo extremo habíaentreabierto Pille-Miche. Un polvo impalpable cayólentamente por el agujerito en que remataba aquelcurioso objeto bretón; y Marcha en Tierra repitióseis o siete veces la misma maniobra silenciosamente,como si aquel polvo hubiese tenidola facultad de dar otro giro a sus pensamientos. Deimproviso hizo un ademán violento, arrojó el cuerno

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a Pille -Miche y recogió una carabina oculta entre lapaja.-Siete u ocho dosis como la que acabas de tomarno valen nada -dijo el avaro Pille-Miche.-¡En marcha! exclamó el chuan con voz ronca.-Tenemos que hacer.Una treintena de chuanes, que dormía debajo delos pesebres y entre la paja, levantaron la cabeza, vierona Marcha en Tierra de pie y desaparecieron alpunto por una puerta que daba a los jardines, desdelos cuales se podía pasar al campo. Cuando Francinasalió de la cochera, vio la silla de posta dispuesta amarchar. La señorita de Verneuil y sus doscompañeros de viaje habían subido ya; la bretona seestremeció al ver a su ama en el fondo del carruajejunto a la mujer que acababa de ordenar su muerte.El sospechoso se colocó delante de María, y apenas se

184hubo sentado Francina, el pesado vehículo partió altrote largo.El sol había disipado las nubes grises de otoño, ysus rayos animaban la tristeza de los camposcomunicándoles cierto aire de fiesta y de juventud.Muchos amantes toman por presagios esascasualidades del cielo. A Francina la sorprendiósingularmente el silencio que reinó por lo prontoentre los viajeros. La señorita de Verneuil habíarecobrado su aspecto de frialdad, y tenía los ojosbajos, la cabeza ligeramente inclinada, y las manosocultas bajo una especie de mantón de abrigo que lacubría casi del todo; si alguna vez levantó los ojosfue para mirar los paisajes, que parecían huir girandocon rapidez. Segura de ser admirada, no quería quela admirasen, y su indiferencia aparente revelaba másbien coquetería que candor. La conmovedora purezaque comunica tanta armonía a las diversasexpresiones por las cuales se reconocen las almasdébiles, parecía no poder comunicar su encanto auna mujer a quienes estas vivas impresionesdestinaban a las tempestades del amor. Poseído delplacer que se siente al principio de una intriga, eldesconocido no trataba de explicarse aún ladiscordancia que se notaba entre la coquetería y la

185exaltación de aquella joven singular. Aquel candorfingido no le permitía contemplar bien una figuraque la calma embellecía entonces tanto como antesla agitación.Difícil es para una joven hermosa sustraerse enel coche a las miradas de sus compañeros, cuyosojos se fijan en ella como para buscar unadistracción más en la monotonía del viaje. Por eso,muy satisfecho porque podía satisfacer la avidez desu pasión naciente sin que la desconocida evitase sumirada o se ofendiese por su insistencia, el jovenoficial se complació en estudiar las líneas puras ybrillantes que trazaban los contornos de aquelrostro. Esto fue para él como un cuadro: tan prontola luz hacía resaltar la transparencia sonrosada delcutis, y el doble arco que unía la nariz con el labiosuperior, como un pálido rayo de sol permitía ver losmatices del color, nacarados bajo los ojos yalrededor de la boca, sonrosados en las mejillas, y deuna blancura mate hacia las sienes y el cuello.Admiró los contrastes del claro obscuroproducidos por los cabellos cuyas negras trenzas

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rodeaban el rostro, comunicándole una graciaefímera, pues todo es tan fugaz en la mujer, que subelleza de hoy no es, con frecuencia, como la de

186ayer, afortunadamente para ella. Hallándose aún enla edad en que el hombre puede disfrutar de esastrivialidades que constituyen todo el amor, elsupuesto marino esperaba con gusto el movimientorepetido de los párpados, y el juego seductor que larespiración comunicaba al corsé. Algunas veces,según sus pensamientos, espiaba unacorrespondencia entre la expresión de los ojos y laperceptible inflexión de los labios; cada gesto lerevelaba un alma, y cada movimiento una nueva fazde aquella joven. Si algunas ideas agitaban susfacciones movibles, tiñéndolas de un repentinorubor, y si la sonrisa les comunicaba animación, elmarino saboreaba mil delicias, tratando de penetrarlos secretos de aquella mujer misteriosa.Todo era, un lazo para el alma, y también paralos sentidos; pero al fin el silencio, lejos de elevarobstáculos para la inteligencia de los corazones,convertíase en un lazo común para lospensamientos. Varias miradas en que sus ojos seencontraron con los del extranjero hicieroncomprender a María de Verneuil que aquel silencio lacomprometería; y entonces dirigió a la señora deGua alguna de esas preguntas insignificantes que son

187el preludio de las conversaciones; pero no pudomenos de referirse al hijo.-Señora- dijo, -¿cómo habéis podido resolverosa dedicar a vuestro señor hijo a la marina? ¿No esesto condenaros a continuas zozobras?-Señorita -contestó la dama, -el destino de lasmujeres, de las madres, quiero decir, siempre estemblar por sus más queridos tesoros.-Ese caballero se os parece mucho.-¿Lo creéis así?Aquella inocente legitimación de la edad que la

señora de Gua se había dado, hizo sonreír al joven yprodujo en su supuesta madre nuevo despecho. Elodio de aquella mujer iba en aumento a cada miradade pasión que su hijo dirigía a María. El silencio, laconversación, todo despertaba en ella una espantosacólera, disimulada bajo los modales más afectuosos.-Señorita -dijo entonces el desconocido, -estáisen un error. Los marinos no se hallan más expuestosque los demás militares. Las mujeres no deberíanodiar la marina, pues tenernos sobre el ejército lainmensa ventaja de conservarnos fieles a nuestrasqueridas.-¡Oh! por fuerza -contestó la señorita deVerneuil sonriendo.

188-Siempre es una felicidad -contestó la señora deGua con tono casi lúgubre.La conversación se animó, girando sobreasuntos que no eran interesantes más que para lostres viajeros, pues en esta clase de circunstancias, laspersonas de talento dan a las trivialidades nuevassignificaciones; pero el diálogo, frío al parecer, con elque aquellos desconocidos se complacieron en

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interrogarse mútuamente, ocultó los deseos, laspasiones y las esperanzas que les agitaban. La finuray la malicia de María, que siempre estuvo alerta,demostraron a la señora de Gua que solamente lacalumnia y la traición podrían hacerla triunfar de unarival tan temible por su talento como por suhermosura. Los viajeros alcanzaron a la escolta, y elcoche avanzó menos rápidamente. Entonces, comoel joven marino observase que era preciso subir poruna larga cuesta, propuso un paseo a la señorita deVerneuil. El buen gusto y la afectuosa cortesía deljoven decidieron al parecer a la joven parisiense, y suconsentimiento le lisonjeó.-¿Sois de nuestro parecer? -preguntó a la señorade Gua.-¿Quiere la señora pasear?

189-¡Qué coqueta! -murmuró la dama bajando delcoche.María y el desconocido avanzaron juntos, peroseparados. El marino, dominado por violentosdeseos, quiso vencer la reserva que le oponían, lacual no lo engañaba, y creyó poder conseguirlobromeando con la desconocida a favor de aquellaamabilidad francesa, de aquel talento unas vecesfrívolo y otras serio, pero siempre caballeresco,aunque con frecuencia, burlón, que distinguía a loshombres notables de la aristocracia desterrada. Perola risueña parisiense se chanceó tan maliciosamentecon el joven republicano, supo censurarle oon taldesdén sus ideas de frivolidad, fijándose depreferencia en las ideas formales y en la exaltaciónque se traslucía a pesar suyo en sus palabras, que eljoven adivinó con facilidad el secreto de agradar a lajoven. La conversación cambió, por lo tanto, y el extranjerorealizó desde entonces las esperanzas queinspiraba su expresiva fisonomía. A cada instantetropezaba con nuevas dificultades al querer apreciara la sirena, de la cual se enamoraba más y más, yvióse obligado a suspender sus juicios respecto deuna joven que tomaba como un juego el burlarse detodos. Después de quedar seducido por la

190contemplación de la belleza, sintióse atraído haciaaquella alma desconocida por una curiosidad queMaría se complació en excitar; y la conversacióntomó insensiblemente un carácter de intimidad muydistinto del tono indiferente que la señorita deVerneuil se esforzaba por usar sin poderconseguirlo. Aunque la señora de Gua seguía a losdos enamorados, éstos habían avanzadoinsensiblemente más rápidos que ella, y muy prontoles separó la distancia de un centenar de pasos.Aquellos dos encantadores seres hollaban la finaarena del camino, impulsados por el encanto infantilde hacer resonar a un tiempo sus ligeras pisadas,felices al verso rodeados por un mismo rayo de luzque parecía pertenecer al sol de la primavera, yrespirando juntos esos perfumes del otoño cargadosde tantos despojos vegetales, que parecen unalimento llevado por los aires a la melancolía delamor naciente. Aunque no pareciesen ver uno y otromás que una aventura vulgar en su momentáneaunión, el cielo, el sitio y el tiempo comunicaban asus ideas un carácter de gravedad que les dio lasapariencias de la pasión. Comenzaron por hacer el

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elogio del día, y de la belleza de éste, y despuéshablaron de su extraño encuentro, de la próxima

191interrupción de unas relaciones tan dulces, y de la facilidadcon que en los viajes se trata a personas tanpronto encontradas como perdidas. Al hacer estaúltima observación, el joven se aprovechó delpermiso tácito que parecía autorizarle para haceralgunas dulces confidencias, y trató de arriesgardeclaraciones como hombre acostumbrado asemejantes empresas.-¿No observáis, señorita -dijo, -qué poco siguenlos sentimientos el camino común en el tiempo deterror en que vivimos? Alrededor de nosotros pareceque todo ha de ser repentino, sin que se explique porqué; hoy nos amamos, y nos aborrecemos por unasola mirada, y nos unimos para toda la vida, o nosseparamos con la rapidez con que se marcha a lamuerte. En todas las cosas se va de prisa, como lanación en sus tumultos. En medio de los peligros,los abrazos deben ser más vivos que en el cursoordinario de la existencia. En París, todos hansabido últimamente, como en un campo de batalla,cuánto podía significar un apretón de manos.-Se comprendía la necesidad de vivirrápidamente y mucho -contestó la señorita deVerneuil, -porque entonces quedaba poco tiempopara la existencia.

192Y después de fijar en su joven compañero unamirada que parecía recordarle el fin de su corto viaje,la joven añadió con malicia:-Estáis bien instruido de las cosas de la vida paraser un joven que acaba de salir de la Escuela.-¿Qué pensáis de mí? -preguntó el marinodespués de una pausa. -Decídmelo sincumplimientos.-¿Queréis adquirir tal vez el derecho de hablarmede mí?...-replicó la joven sonriendo.-No me contestáis -repuso el marino. -Tenedcuidado, porque el silencio es frecuentementecontestación.¿No adivino yo acaso todo cuanto quisieraispoder manifestarme? ¡Dios mío! harto habéis habladoya.-¡Oh! sí, nos entendemos -replicó el marino sonriendo,-obtengo más de lo que osaba esperar.Y comenzó a sonreír con tanta gracia, queparecía aceptar la lucha cortés con que todo hombrese complace en amenazar a una mujer. Entonces sepersuadieron ambos, tanto seriamente como enbroma, que les era imposible ser jamás uno de otromás que para lo que eran en aquel momento. Eljoven podía entregarse a una pasión sin porvenir, y

193María burlarse de ella. Después cuando hubieronelevado así entre ambos una barrera imaginaría,pareció que uno y otro se daban mucha prisa paraaprovechar la peligrosa libertad en que acababan deconvenir. María tropezó de pronto con una piedra ydio un paso en falso.-Cogeos de mi brazo -dijo el desconocido.-¡Preciso será, aturdido! Os enorgulleceríademasiado que yo rehusase, pues parecería que os

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temo.-¡Ah! Señorita -contestó el marino dando elbrazo a María de modo que sintiera los latidos de sucorazón, el favor que me dispensáis me llenará deorgullo.-Pues bien, mi ligereza desvanecerá vuestras ilusiones.-¿Queréis preservarme ya de las emociones queproducís en mí?-Os ruego -replicó María, -que no me enredéisen esas mezquinas ideas de tocador, en esoslogogrifos de cellejuela, pues en un hombre devuestro carácter no me agrada la chispa que losnecios puedan tener. ¡Mirad!... estamos bajo unhermoso cielo y en plena campiña, y ante nosotros,lo mismo que sobre nuestras cabezas, todo es

194grande. Queréis decirme que soy bella, ¿no esverdad? Vuestros ojos me lo prueban, y además, yalo sé; pero no soy mujer a quien los cumplidos puedanlisonjear. ¿Quisiérais hablarme por ventura devuestros sentimientos? -añadió la señorita de Verneuilcon un énfasis sardónico. -¿Suponéis en mí la sencillezde creer en repentinas simpatías bastantepoderosas, para persistir durante toda una vida porel recuerdo de una mañana?-No de una mañana -contestó el joven, -sino deuna hermosa mujer que se ha mostrado generosa.-Olvidáis -repuso María riéndose, -muy grandesatractivos: una mujer desconocida de la cual tododebe parecer extraño, el nombre, la calidad, lasituación, la libertad de pensamiento y los modales.-No sois desconocida -exclamó el marino, -pueshe sabido adivinaros, y no quisiera añadir nada avuestras perfecciones, como no sea un poco más defe en el amor que desde luego inspiráis.-¡Ah! pobre niño de diecisiete años, ¿habláis yade amor? -preguntó la joven sonriendo.- Pues biensea -continuó; -este es un motivo de conversaciónentre dos personas, como lo es hablar de la lluvia ydel buen tiempo cuando hacemos una visita.¡Aceptémosle! No hallaréis en mí falsa modestia ni

195pequeñez; puedo escuchar esa palabra sinruborizarme, porque me la han repetido con tantafrecuencia sin el acento del corazón, que ha llegado aser casi insignificante para mí; la he oído pronunciaren el teatro, en el mundo, en todas partes; y la heleído en los libros; pero jamás encontré nada que separeciese a ese magnífico sentimiento.-¿Lo habéis buscado?-Sí.Esta palabra fue pronunciada con tal abandono,que el joven hizo un ademán de sorpresa y mirófijamente a María, como si de pronto hubiesecambiado de opinión respecto a su carácter y a suverdadera posición.-Señorita -preguntó con mal disimuladaemoción, -¿sois niña o mujer, ángel o demonio?-Soy una cosa y otra -contestó María sonriendo.-¿No hay siempre algo de diabólico y angélico enuna joven que no ha amado, que no ama, y que talvez no amará nunca?-Y ¿sois feliz así?... -preguntó el marino,tomando un tono y modales más libres, como si lehubiera inspirado menos estimación su libertadora.-¡Oh! feliz, no -contestó la señorita de Verneuil.

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-Si llego a pensar que estoy sola bajo el imperio de

196las conveniencias sociales que me inducen a sernaturalmente artificiosa, envidio los privilegios delhombre; pero si pienso en todos los medios que laNaturaleza nos ha dado para dominar a loshombres, para sujetaros en redes invisibles de unafuerza a que ninguno de vosotros podría resistir,entonces mi condición en este mundo me hacesonreír; pero después, de improviso, me parecepequeña, y comprendo que despreciaría a unhombre si se dejase engañar por seduccionesvulgares. En fin, veo nuestro yugo y me complace;pero otras veces me parece horrible, y no quierosometerme a él; tan pronto siento en mí esa ansia deser fiel, que tan noble y hermoso hace a la mujer,como experimento un deseo de dominación que medevora. Tal vez sea la lucha natural entre el principiobueno y el malo lo que hace vivir a todo ser en estemundo. Angel y demonio, vos lo habéis dicho; ya hereconocido antes de ahora mi doble naturaleza, peronosotras las mujeres, comprendemos mejor aún quevosotros nuestra insuficiencia. ¿No tenemos uninstinto que nos hace presentir en todas las cosasuna perfección que sin duda es imposible alcanzar?Pero -añadió dirigiendo una mirada al cielo y dandoun suspiro, -lo que nos engrandece a vuestros ojos...

197-¿Qué es?-Pues, simplemente -contestó la joven, -quetodos luchamos, más o menos, contra un destinoincompleto.-Señorita, ¿por qué hemos de separarnos estanoche?-¡Ah! -contestó la señorita de Verneuil sonriendoal notar la mirada amorosa que el joven fijaba enella, -subamos al coche, pues el aire es ya demasiadovivo.María se volvió bruscamente, el marino la siguió,y estrechóla el brazo con un ademán pocorespetuoso, pero que expresaba a la vez fuertesdeseos y admiración. La joven aceleró el paso; eldesconocido adivinó que ésta deseaba evitar unadeclaración, tal vez importuna, y sintióse másenardecido; entonces lo arriesgó todo para lograr unprimer favor de aquella mujer, y le dijo mirándolafijamente:-¡Queréis que os revele un secreto?-¡Oh! decidlo pronto si os conviene.-Yo no estoy al servicio de la República. Adondevayáis, iré yo.Al oír esta frase, María, muy temblorosa, retirósu brazo para cubrirse el rostro con ambas manos a

198fin de ocultar su rubor, o acaso la palidez de susfacciones; pero muy pronto las apartó y dijo conacento enternecido :-¿Conque habéis comenzado con lo que debíaisconcluir? ¡Me habéis engañado!-Sí- contestó el joven.Al oír esto, María volvió la espalda al coche y comenzóa correr casi.-Pero ¿no era perjudicial el aire? -preguntó elmarino.

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-¡Oh! ha cambiado -replicó María con voz gravesiguiendo su marcha, y poseída de pensamientostempestuosos.-Os calláis... -dijo el extranjero, cuyo corazón sellenó de esa dulce inquietud que produce laexpectativa del placer.-¡Oh! -exclamó la señorita de Verneuil con breveacento, -la tragedia ha comenzado demasiadopronto.-¿De qué tragedia habláis? -interrogó eldesconocido.María se detuvo, miró de pies a cabeza al jovencon una doble expresión de temor y de curiosidad, yocultando después bajo una calma impenetrable los

199sentimientos que la agitaban, demostró que, para seruna joven, tenía un gran conocimiento de la vida.-¿Quién sois? –replicó -¡Bien lo sé! y solamenteal veros sospeché ya que erais el jefe realista, aquel aquien llaman el Mozo. El exobispo de Autun tienemucha razón al decirnos que debemos creer siempreen los presentimientos que anuncian desgracias.-¿Qué interés tenéis, pues, en conocer a esejoven?-Y ¿qué interés tendrá él en ocultarse de mí,puesto que le he salvado la vida? -Y comenzó areírse, pero forzadamente. -He procedido conmucho acierto impidiéndoos decirme que me amáis;pues, sabedlo bien, caballero, yo os aborrezco; soyrepublicana, y vos realista, y os delataría si notuvierais mi palabra, si no os hubiese salvado ya unavez, y si... -María se interrumpió; y aquellos bruscoscambios en sí misma, aquellas luchas que no tratabade disimular, inquietaron al desconocido que trató deobservarla aunque en vano.- ¡Separémonos ahoramismo! -dijo después -lo quiero así; ¡adiós!- Yvolviéndose con viveza dio algunos pasos yretrocedió después. -Pero no -añadió, -tengo graninterés en saber quién sois; no me ocultéis nada, y

200decidme la verdad, pues ni sois un alumno de laEscuela, ni tampoco tenéis diecisiete años...-Soy un marino dispuesto a dejar el Océano paraseguiros adonde el pensamiento quiere guiaros; y sitengo la suerte de inspiraros algún interés, me guardarébien de satisfacer vuestra curiosidad. ¿Por quémezclar los graves intereses de la existencia real conla vida del corazón, cuando comenzábamos aentendernos tan bien?-Sí, nuestras almas hubieran podido entenderse,-contestó María con tono grave -pero yo no tengoderecho para exigir vuestra confianza, caballero.Jamás sabréis cuántas obligaciones habéis contraídoconmigo, y me callaré.Avanzaron algunos pasos más, guardandosilencio.-¡Cuánto os interesa mi vida! exclamó el desconocido.-Caballero -dijo la señorita de Verneuil, -porfavor decidme vuestro nombre o callaos. Sois unniño -añadió encogiéndose de hombros, -y meinspiráis lástima.La tenacidad de la viajera por conocer su secretohizo vacilar al supuesto marino entre la prudencia ysus deseos. El despecho de una mujer deseada tiene

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201muy poderosos atractivos; así la sumisión como lacólera es en ella tan imperiosa y ataca tantas fibrasen el corazón del hombre, que le penetra y lesubyuga. ¿Sería aquello una coquetería más en laseñorita de Verneuil? A pesar de su pasión, elextranjero tuvo energía para desconfiar de una mujerque intentaba arrancarle por fuerza un secreto devida o muerte.-¿Por qué? -preguntó tomando la mano deMaría, que ésta se dejó coger distraídamente, -¿porqué mi indiscreción ha roto el encanto que yo meprometía hoy?La señorita de Verneuil, que parecía algo indispuesta,permaneció silenciosa.-¿Por qué he de afligiros -continuó, -y quépuedo hacer para calmaros?-Decidme vuestro nombre.A su vez el joven no contestó, y avanzaronalgunos pasos; pero, de improviso, la señorita deVerneuil se detuvo, como persona que ha tomadouna resolución importante.-Señor Marqués de Montauran -dijo condignidad, sin poder disimular del todo una agitaciónque comunicaba una especie de temblor nervioso asus facciones, -por más que pueda costarme, me

202alegro de prestaros un buen servicio. La escolta y elcoche son demasiado precisos a vuestra seguridadpara que no aceptéis una cosa u otra; pero aquívamos a separarnos. No temáis nada de losrepublicanos, pues todos esos hombres son gentehonrada, y voy a dar al ayudante órdenes queejecutará fielmente. En cuanto a mí, puedo regresara Alençon a pie con mi doncella, sin más compañíaque algunos soldados. Escuchadme bien, porque setrata de vuestra cabeza. Si antes de estar enseguridad encontráis al repugnante hombre que habéisvisto en la posada, huíd, pues os entregaría sinvacilar. En cuanto a mí...-La señorita de Verneuil seinterrumpió. -En cuanto a mí, vuelvo con orgullo alas miserias de la vida -continuó en voz baja conteniendosus lágrimas. -¡Adiós, caballero! ¡Ojalá podáisser feliz! ¡Adiós!Así diciendo hizo una seña al capitán Merle, queentonces llegaba a lo alto de la colina. El joven noesperaba tan brusco desenlace.-¡Esperad! -exclamó con una especie de angustiabastante bien disimulada.Aquel singular capricho de una joven por la cualhubiera sacrificado entonces su existencia,sorprendió de tal modo al desconocido, que inventó

203una deplorable astucia para ocultar su nombre ysatisfacer a la vez la curiosidad de la señorita deVerneuil.-Casi habéis adivinado -dijo; -yo soy emigrado;sobre mí pesa una condena de muerte, y me llamo elVizconde de Bauvan. El amor a mi patria me hainducido a volver a Francia para reunirme con mihermano, y espero que se me borre de la lista porinfluencia de la señora de Beauharnais, hoy esposadel Primer Cónsul; pero si no lo consigo, moriré enmi país peleando junto a Montauran, que es amigomío. Voy ahora en secreto, con ayuda de unpasaporte que me ha proporcionado, y me

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propongo averiguar si me quedan algunaspropiedades en Bretaña.Mientras que el joven hablaba, la señorita deVerneuil fijaba en él una mirada investigadora. Quisodudar de la veracidad de estas palabras; pero crédulay confiada, volvió a tomar poco a poco unaexpresión de serenidad, y replicó:-Caballero, ¿es verdad lo que me decís en estemomento?-En un todo -contestó el desconocido, que, alparecer, no era muy probo en las relaciones con lasmujeres.

204La joven suspiró con fuerza, como una personaque vuelve a la vida.-¡Ah! -exclamó.- ¡Cuánto me alegro!-¡Tanto odiáis a mi pobre Montauran?-No -contestó la joven, -no podríaiscomprenderme. Yo no hubiera querido queestuvieseis amenazado de los peligros de queintentaré librarle, puesto que es vuestro amigo.-¿Quién os ha dicho que Montauran corre peligro?-¡Oh!, si yo no viniese de París, donde no sehabla más que de su empresa, el comandante deAlençon me ha dicho ya lo bastante acerca de él.-Pues entonces os preguntará cómo podréispreservarle de todo peligro.-¿Y si yo no quisiera contestaros? -replicó laseñorita de Verneuil con ese tono de desdén bajo elcual las mujeres saben ocultar tan bien susemociones -¿Con qué derecho queréis conocer missecretos?-Con el derecho que debe tener todo hombreque ama.-¿Otra vez?... -repuso la joven. -No, vos no meamáis, caballero; no veis en mí más que el objeto deuna galantería pasajera, y esto es todo. ¿No os he

205adivinado en el acto? La persona que está algoacostumbrada a la buena sociedad, no puedeengañarse al oír a un discípulo de la EscuelaPolitécnica usar frases tan escogidas, y disimular tanmal como lo habéis hecho los modales de un granseñor bajo el aspecto de los republicanos. Perovuestros cabellos conservan un resto de polvos, ytenéis un perfume de caballero que una mujer demundo debe percibir muy pronto. Por eso, temerosade que mi vigilante, que tiene toda la astucia de unamujer, llegase a reconoceros, le he despachado alpunto. Caballero, un verdadero oficial republicanoque ha salido de la Escuela, no se creería dichoso ami lado, ni me tomaría tampoco por una lindaintrigante. Permitid, señor de Bauvan, que os hagaun breve razonamiento de mujer. ¿Sois tan jovenque no sepáis que, de todas las personas de nuestrosexo, la más difícil de someter es aquella cuyo valorestá cifrado, y a quien aburren los placeres?Semejante mujer, según dicen, exige inmensasseducciones, no cede más que a sus caprichos; ypretender agradarla es en un hombre la mayor de lasfatuidades. Dejemos a un lado esas clases demujeres, en la que tenéis la galantería decomprenderme, porque todas han de ser hermosas, y

206

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comprended que una joven noble, linda y de talento(me concederéis todas esas cualidades), no se vendeni se puede obtener más que de una manera cuandoes amada. ¡Ya me entendéis! Si ama y quiere haceruna locura, debe justificarse por alguna grandeza.Dispensadme este lujo de lógica, tan raro en las personasde nuestro sexo; mas para vuestra dicha y... lamía -agregó inclinándose, -no quisiera que creyeseisa la señorita de Verneuil, ángel o demonio, niña omujer, capaz de engañarse por triviales galanterías.-Señorita -dijo el Marqués, cuya sorpresa, aunquefingida, fue extremada, y que de súbito volvió a serel hombre de alta sociedad, -os suplico que creáisque os acepto como persona muy noble, de grancorazón y de sentimientos elevados... o bien comouna buena joven; lo dejo a vuestra elección.-No os pido tanto, caballero -contestó Maríasonriéndose -dejadme en mi incógnito, pues micareta está mejor puesta que la vuestra, y me placeconservarla, aunque no sea más que para saber si losque me hablan de amor son sinceros... No osaventuréis, por lo tanto, con ligereza respecto a mí.Escuchad, caballero -añadió cogiéndole el brazo confuerza: -si pudierais probarme un verdadero amor,ninguna fuerza humana nos separaría. Sí, yo quisiera

207asociarme con algún hombre notable por suexistencia, unirme con una vasta ambición y elevadasideas. Los nobles corazones no son infieles, porquela constancia es una fuerza que parece serles propia;de modo que yo sería siempre amada, siempredichosa; mas, por otra parte, no estaría siempredispuesta a consentir que mi cuerpo sirviese deescalón para elevar al hombre que mereciera misafectos, a sacrificarme por él, a soportarlo todo deél, a amarle siempre aunque dejara decorresponderme. Jamás me atreví a confiar a otrocorazón, ni los deseos del mío, ni los impulsosapasionados de la exaltación que me devora; perobien puedo deciros alguna cosa, puesto que nosvamos a separar tan pronto como estéis en lugarseguro.-¿Separarnos?... ¡Jamás! -exclamó el joven electrizadopor los acentos de aquella alma vigorosa, queparecía luchar contra algún pensamiento grandioso.-¿Sois libre? -repitió la señorita de Verneuil fijandoen su interlocutor una mirada desdeñosa que lohumilló un poco.-¡Oh! en cuanto a ser libre -repuso, -sí... exceptola condena a muerte.

208-Si todo esto fuese un sueño -replicó la jovencon un tono lleno de amargura, -¡qué hermosa vidasería la vuestra!... En fin, si he dicho locuras, nohagamos ninguna. Cuando recapacito en todo lo quedeberíais ser para apreciarme en mi justo valor, dudode todo.-Y yo no dudaría de nada si quisierais pertenecerme...-¡Silencio! -exclamó la señorita de Verneuil alescuchar esta frase, pronunciada con un acento deverdadera pasión; -decididamente el aire no os esfavorable, y por lo tanto, volvamos al coche.La silla de posta no tardó en alcanzar a los dospersonajes, que ocuparon sus asientos, conservandoel más profundo silencio mientras se anduvieronalgunas leguas; pero si uno y otro no habían hallado

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asunto para hacer reflexiones, sus ojos no temieronya encontrarse. Los dos parecían tener el mismointerés en observarse uno a otro, y en ocultar unsecreto importante; pero dominábales un mismodeseo, que, desde su diálogo adquiría lasproporciones de una pasión, porque recíprocamentese habían reconocido cualidades que realzaban másaún a sus ojos los placeres que se prometían de sulucha o de su unión. Tal vez cada uno de ellos,

209entregado a una vida aventurera, había llegado a esasingular situación moral en que, sea por cansancio opara desafiar a la suerte, se rehusa hacer reflexionesformales, y en que uno se confía a la casualidad persiguiendouna empresa precisamente porque noofrece salida y se quiere ver el desenlace. ¿No tienela naturaleza moral así como la física, sus cimas yabismos, donde los caracteres animosos parecencomplacerse en arrojarse arriesgando su vida, comoa un jugador le agrada jugar su fortuna? El jovencaballero y la señorita de Verneuil tuvieron en ciertomodo una revelación de estas ideas, que les fueroncomunes después de la conversación de que eran laconsecuencia, y dieron así de pronto un pasoinmenso, pues la simpatía de las almas siguió a la desus sentidos. No obstante, cuando más fatalmente sesintieron impulsados uno hacia otro, más le interesóestudiarse, aunque sólo fuera para aumentar por uncálculo involuntario, la suma de sus goces futuros. Elsupuesto Vizconde de Bauvan, asombrado aún de laprofundidad de pensamientos de aquella jovenextraña, se preguntó desde luego cómo podía unirtantos conocimientos adquiridos con tanta lozanía yjuventud. Entonces creyó descubrir un extremadodeseo de parecer casta, por su empeño, en aparentar

210inocencia en sus actitudes; sospechó que fingía, y noquiso ya ver en aquella desconocida más que unahábil actriz. Tenía razón: la señorita de Verneuil,como todas las mujeres de mundo, aparentaba másmodestia cuanto mayor era su ardimiento, y tornabamuy naturalmente ese aspecto de recato bajo el cuallas mujeres saben ocultar tan bien sus excesivosdeseos. Todas quisieran rendirse como vírgenes alamor; y, si no lo son, su disimulo es siempre unhomenaje que rinden al hombre amado. Estasreflexiones pasaron rápidas por la mente delcaballero, y complaciéronle.En efecto, para ambos debía ser un progresoaquel examen, y el amante llegó rápidamente a esafase de la pasión en que un hombre encuentra en losdefectos de su querida razones para amarla más. Laseñorita de Verneuil permaneció largo tiempopensativa; tal vez su imaginación le hacía franquearmayor espacio del porvenir que al emigrado, el cualobedecía a alguno de los mil sentimientos que debíaexperimentar en su vida de hombre, en tanto que lajoven veía toda una existencia, complaciéndose enllenarla de felicidad, de grandes y noblessentimientos. Feliz por sus ideas, tan prendada deestas quimeras como de la realidad, tanto del

211porvenir como del presente, María intentó volveratrás para consolidar mejor su poder, en lo cual

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obraba instintivamente como lo hacen todas lasmujeres. Después de haber convenido consigomisma en darse por completo, deseaba, digámosloasí, disputarse en detalle; hubiera querido poderretirar del pasado todos sus actos, sus palabras y susmiradas para ponerlos en armonía con la dignidadde la mujer amada. Por eso sus ojos expresaronalgunas veces una especie de terror, cuando pensabaen la conversación que acababa de tener y en la cualse mostró tan agresiva. Pero al contemplar aquellafigura vigorosa, se dijo que un hombre de tantopoder debía ser generoso, y se aplaudió de lo queotras muchas mujeres no habrían apreciado, deencontrar en su amante un hombre de carácter, unhombre condenado a muerte, que venía en personaa jugar su cabeza haciendo la guerra a la República.La idea de poder ocupar por sí sola semejante alma,prestó muy pronto a todas las cosas diferenteaspecto. Entre el momento en que, cinco o seishoras antes, compuso su rostro y su voz para irritaral joven, y el instante actual en que podía trastornarlecon una mirada, hubo la diferencia del universo,vivo al universo muerto. Dulces sonrisas y alegres

212coqueterías ocultaron una inmensa pasión, que sepresentó como la desgracia, muy risueña. En lasdisposiciones de un alma en que se hallaba laseñorita de Verneuil, la vida exterior tomó, pues,para ella, la apariencia de una fantasmagoría. Elcoche pasó por pueblos, por vallecitos y montañassin que ninguna imagen se grabara en su memoria.Llegó a Mayena; los soldados de la escolta serelevaron; Merle habló con ella y le contestó;atravesó después toda la ciudad y continuó lamarcha; pero las figuras, las casas, las calles, lospaisajes y los hombres desaparecieron para ellacomo las formas vagas de un sueño. Llegada lanoche, María viajó bajo un cielo tachonado debrillantes estrellas, rodeada de una suave luz, yavanzando por el camino de Fougeres, sin que lehubiese ocurrido la idea de que el cielo habíacambiado de aspecto, sin saber dónde estaba, niadónde iba. Que pudiera separarse en pocas horasdel hombre de su elección, y por el cual se creíaelegida, no era para ella cosa posible. El amor es lasola pasión que no admite ni pasado ni porvenir; sialgunas veces su pensamiento se revelaba porpalabras, dejaba escapar frases sin sentido casi, peroque vibraban en el corazón de su amante como

213promesas de placer. A los ojos de los dos testigos deaquella pasión naciente, ésta seguía una marchaespantosa. Francina conocía a su ama también comola extranjera al joven, y la experiencia del pasado leshacía esperar en silencio algún terrible desenlace. Enefecto, no tardaron en ver el fin de aquel drama quela señorita de Verneuil había calificado tantristemente de tragedia, inconscientemente tal vez.Cuando los cuatro viajeros hubieron recorridocomo una legua fuera de Mayena, oyeron la carrerade un caballo que se dirigía hacia ellos conextremada rapidez; y apenas alcanzó al coche, eljinete se inclinó para mirar a la señorita de Verneuil,que entonces pudo reconocer a Corentino. Estesiniestro personaje se permitió hacer una señal deinteligencia, familiaridad que tuvo algo de humillante

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para la joven, y después se alejó, dejando a laseñorita de Verneuil fría por aquella señal propia deun hombre de baja esfera. El joven quedó, alparecer, desagradablemente afectado por aquellacircunstancia, que con seguridad no pasódesapercibida para su pretendida madre; pero Maríale oprimió ligeramente, dirigiéndole una miradacomo si quisiera refugiarse en su corazón cual sifuese su único asilo en la tierra. Entonces la frente

214del joven se despejó, porque saboreaba la emociónque le hacía experimentar el ademán con que suquerida había revelado, como por descuido, lagrandeza de su cariño. Un inexplicable temor alejabatoda coquetería, y el amor se manifestó durante uninstante sin velo alguno, callándose los dos comopara prolongar la dulzura de aquel minuto. Pordesgracia, la señora de Gua, que estaba en medio deellos, lo veía todo; y como un avaro que da un festín,parecía contar las tajadas y medirles la vida. Poseídosde su felicidad, los dos amantes llegaron, sin darsecuenta de la distancia que habían recorrido, a la partedel camino que se halla en el fondo del valle deErnée, y que forma la primera de las tres cuencas enlas cuales han ocurrido los acontecimientos quesirven de asunto a esta historia. Francina divisó allí yseñaló extrañas figuras que parecían moverse comosombras entre los árboles y entre los juncos querodean los campos. Cuando el coche llegó endirección a las sombras, una descarga cerrada, cuyasbalas pasaron silbando sobre las cabezas, anunció alos viajeros que todo era positivo en aquella aparición:la escolta había caído en una emboscada.Al oír aquel vivo fuego de fusilería, el capitánMerle sintió vivamente haber participado del error

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de la señorita de Verneuil que, creyendo en laseguridad de un viaje nocturno y rápido, no le dejótomar más que unos sesenta hombres. En el mismomomento el capitán dividió la reducida tropa en doscolumnas para resguardar los dos lados del camino,y cada cual de los oficiales marchó a paso de carga através de los campos, de las ginestas y de los juncospara combatir a los enemigos antes de contarlos.Los azules comenzaron a batir a derecha o izquierdalos espesos matorrales con una intrepidez llena deimprudencias, y respondieron al ataque de loschuanes con un fuego sostenido entre las espesurasde donde partían los tiros. El primer movimiento dela señorita de Verneuil había sido saltar fuera delcoche para alejarse del campo de batalla; peroavergonzada de su terror, y movida por esesentimiento que impulsa a engrandecerse a los ojosdel ser amado, permaneció inmóvil y trató deexaminar con frialdad el combate.El emigrado la siguió, cogió su mano y aplicólasobre su corazón.-He tenido miedo -dijo María sonriendo; -peroahora...En aquel momento su doncella gritó conespanto:

216-¡María, cuidado!

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Y Francina trató de saltar fuera del coche; perola detuvo una mano vigorosa, cuya fuerte presión learrancó un agudo grito; volvióse, y al reconocer la figurade Marcha en Tierra, guardó silencio.-¿Conque deberé a vuestros errores -decía el extranjeroa la señorita de Verneuil, -la revelación delos más dulces secretos del alma? ¡Gracias aFrancina ahora sé que tenéis el gracioso nombre deMaría, el nombre que he pronunciado en todas misangustias, y que pronunciaré en adelante en misalegrías, y que ya no diré más sin hacer un sacrificio,confundiendo la religión con el amor! Pero ¿será uncrimen orar y amar a la vez?Al pronunciar estas palabras se estrecharon confuerza la mano, mirándose en silencio, y el exceso desus sensaciones les privó de la fuerza necesaria paraexpresarlas.-¡No es para vosotras para quien hay peligro! -dijobrutalmente Marcha en Tierra a Francina, comunicandoa los acentos roncos y guturales de suvoz una siniestra expresión de censura, y subrayandocada palabra de tal modo que dejó a la pobrecampesina poseída de estupor.

217Era la primera vez que la pobre joven notabaferocidad en las miradas de Marcha en Tierra. La luzde la luna parecía ser la única conveniente paraaquella figura; el salvaje bretón, con su gorro en unamano y la pesada carabina en la otra, recogido comoun gnomo y rodeado de la blanca luz, cuyos rayosdan a las formas tan extraños aspectos, parecía másbien una cosa fantástica que un ser verdadero.Aquella aparición tuvo algo de la rapidez de losfantasmas. El chuan se volvió bruscamente hacia laseñora de Gua, con la que cruzó algunas vivaspalabras; y Francina, que había olvidado un poco elbajo bretón, no pudo comprender nada. La damaparecía dar a Marcha en Tierra multiplicadasórdenes, y la breve conferencia terminó con unademán imperioso de aquella mujer, que señalaba alchuan los dos amantes. Antes de obedecer, Marchaen Tierra dirigió la última mirada a Francina, a quienparecía compadecer; hubiera querido hablarle, perola bretona comprendió que el silencio de su amanteera forzado. La tosca piel curtida de aquel hombre searrugó en la frente, y las cejas se fruncieron confuerza. ¿Se resistía a dar cumplimiento a la repetidaorden de matar a la señorita de Verneuil? Aquellamueca le hizo parecer sin duda más repugnante a la

218señora de Gua; pero el brillo de sus ojos fue casidulce para Francina, que adivinó por aquella miradaque podría someter la energía de aquel salvaje bajosu voluntad, y esperó reinar aún, después de Dios,en aquel duro corazón.El tierno diálogo de María fue interrumpido porla señora de Gua que fue a buscarla gritando, comosi la amenazase algún peligro; pero la verdad es quetan sólo quería dejar a uno de los individuos delcomité realista del Alençon, a quien habíareconocido, en libertad de hablar con el Mozo.-Desconfiad de la joven que habéis encontradoen la posada de los Tres Moros -dijo el mensajero aloído del emigrado.Y después de pronunciar esta frase, el caballerode Valois, que montaba un caballito bretón, se

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perdió entre las ginestas de donde había salido.En aquel momento el fuego continuaba; perosin que los enemigos hubiesen llegado a las manos.-Mi ayudante, ¿no será esto un ataque simuladopara apoderarse de nuestros viajeros o imponerlesdespués rescate?...-preguntó Llave de los Corazones.-El diablo me lleve si sabes lo que te dices, -contestóGerard corriendo por el camino.

219En aquel momento el fuego de los chuanesdisminuyó, pues la comunicación hecha al joven porel caballero era el objeto de la escaramuza. Merle,que los vio huir en reducido número a través de lascercas, no juzgó conveniente empeñar una luchainútilmente peligrosa. Con pocas palabras, Gerardhizo que la escolta recobrase su posición en elcamino, y continuó la marcha sin haber sufridopérdida alguna. El capitán pudo ofrecer la mano a laseñorita de Verneuil para que subiese de nuevo alcoche, pues el caballero había quedado inmóvil,como herido del rayo. La parisiense, asombrada,subió sin aceptar la galantería del republicano; volvióla cabeza para mirar a su amante, le vio inmóvil, yquedó asombrada al notar el súbito cambio que lasmisteriosas palabras del mensajero habían producidoen él. Sin embargo, el emigrado volvió en sílentamente, y su actitud indicaba un marcadosentimiento de disgusto.-¿No tenía yo razón? -dijo al oído del joven laseñora de Gua, conduciéndole al coche;-seguramente estamos entre las manos de una mujercon quien se ha traficado sobre vuestra cabeza; peroya que es bastante tonta para enamorarse de vos envez de cumplir con su deber, no vayáis a cumplir

220como un niño, y aparentad amarla hasta quelleguemos a la Vivetiere... Una vez allí...-Pero ¿la amará ya?... -se dijo al ver al joven ensu sitio en la actitud de un hombre dormido.El coche rodó sordamente sobre la arena delcamino. A la primera mirada que la señorita deVerneuil dirigió en torno suyo, todo le pareciótransformado. La muerte se deslizaba ya en su amor;tal vez no, eran más que indicios; pero a los ojos detoda mujer que ama, estos son tan marcados, comovivos colores. Francina había comprendido, por lamirada de Marcha en Tierra, que el destino de laseñorita de Verneuil, sobre la cual le había mandadovelar, estaba entre otras manos y no en las suyas, ypalidecía sin poder contener las lágrimas cuando suseñorita la miraba. La dama desconocida ocultabamal, bajo una sonrisa falsa, la satisfacción de unavenganza femenina, y el súbito cambio que suobsequiosa bondad con la señorita de Verneuilostentaba ahora en su actitud, en su voz y en sufisonomía, era suficiente para inspirar temor a unapersona perspicaz. Por eso la señorita de Verneuil seestremecía por instinto al preguntarse:-¿Por qué me estremezco, siendo esa mujer sumadre? -Pero de pronto tembló al decirse: -Pero

221¿será realmente su madre? -Entonces vio un abismo,que su última mirada a la desconocida acabó deiluminar. -¡Esa mujer le ama! -pensó; -pero ¿por qué

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me agobia con tantas atenciones después demanifestarme tanta frialdad? ¿Estaré perdida?¿Tendrá miedo de mí?En cuanto al emigrado, palidecía y se sonrojabasucesivamente, manteniéndose en una actitudtranquila, y bajando los ojos para ocultar las extrañasemociones que le agitaban. Una opresión violentahacía desaparecer la graciosa curvatura de sus labios,y su rostro palidecía bajo la impresión de unpensamiento tempestuoso. La señorita de Verneuilno podía adivinar siquiera si había amor aún en sucólera. El camino, fianqueado de bosque en aquellosparajes, se obscureció, impidiendo a los mudosactores interrogarse con los ojos; el murmullo delviento, el susurro de los árboles, y el rumor de lospasos acompasados de la escolta, comunicaron a laescena ese carácter solemne que acelera los latidosdel corazón. La señorita de Verneuil buscaba envano la causa de aquel cambio; el recuerdo deCorentino pasó como un relámpago por su pensamiento,y de pronto creyó ver la imagen de la suerteque le esperaba. Por primera vez, desde la mañana,

222reflexionó seriamente sobre su situación; hasta aquelmomento se había entregado a la dicha de amar, sincuidarse de sí propia ni del porvenir; pero incapaz desoportar por más tiempo sus angustias, buscó yesperó, con la dulce paciencia del amor, una miradadel joven, y le rogó tan vivamente, y su palidez fuetan elocuente, que el joven vaciló; pero la caída nofue por eso menos completa.-¿Sufrís acaso, señorita? -preguntó.Aquella voz sin dulzura, la pregunta misma, lamirada y el ademán, todo sirvió para convencer a lapobre joven de que los acontecimientos de aquel díano eran más que el resultado de un espejismo delalma, el cual se disipaba entonces como esas nubesmedio formadas que el viento se lleva.-¿Si sufro?... -repitió la joven sonriendo forzadamente-Iba a dirigiros la misma pregunta.-Creía que os entendíais -dijo la señora de Guacon fingida franqueza.Ni el caballero ni la señorita de Verneuilcontestaron, y esta última, doblemente ultrajada, seresintió al ver que su belleza era impotente. Sabíaque le era dado averiguar, apenas lo quisiese, la causade aquella situación; pero, poco curiosa depenetrarla, por primera vez acaso, la mujer

223retrocedió ante un secreto. La vida humana estristemente fértil en circunstancias en que, a causa deuna meditación demasiado profunda, o por efectode una catástrofe, nuestras ideas no se fijan ya ennada, ni tienen punto de partida, y el presente noencuentra lazos para unirse con el pasado, nirelacionarse con el porvenir. Tal era el estado de laseñorita de Verneuil: recostada en el fondo delcoche, quedó como un arbusto desarraigado; muda ysufriendo, ya no miró más a nadie, y entregada a sudolor, se mantuvo con tanta voluntad en el mundodesconocido donde se refugian los desgraciados, queya no vio nada. Algunos cuervos pasaron graznandosobre los viajeros; pero, aunque, como todas lasalmas fuertes, la joven fuese algo supersticiosa, nofijó en el hecho su atención. Los viajeroscontinuaron algún tiempo silenciosos.

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-¡Separados ya! -se decía la señorita de Verneuil,-y nada me ha indicado la menor cosa en torno mío.¿Será por causa de Corentino? ¿Quién ha podidoacusarme? Apenas amada, heme aquí ya en el horrordel abandono. Siembro el amor y recojo el desdén.¿Será mi destino ver siempre la felicidad y perderlasiempre? -Entonces sintió en su corazónperturbaciones desconocidas, porque amaba

224realmente y por primera vez; pero no se habíaentregado de tal modo que no pudiera hallarrecursos contra su dolor en el orgullo natural de unamujer joven y hermosa., El secreto de su amor, esesecreto guardado con frecuencia en medio delmartirio, no se le había escapado. Se irguió, yavergonzada de haber dado a conocer el alcance desu pasión por su silencioso sufrimiento, movió lacabeza con aire alegre y mostró un semblante, o másbien, una careta risueña, obligando después a su voza disimular la alteración.-¿Dónde estamos? -preguntó al capitán Merleque iba siempre a cierta distancia del coche.-A tres leguas y media de Fougeres, señorita -repusoéste.-¿Es decir, que vamos a llegar muy pronto? -preguntócomo para estimularle a trabar una conversaciónen que se proponía manifestar algún aprecio aljoven capitán.-Esas leguas -replicó Merle muy satisfecho, -noson largas; pero en un país como éste parece que nose ve nunca el fin. Cuando estéis en la meseta de lacuesta por donde subimos, veréis un valle parecidoal que hemos dejado atrás, y en el horizonte podréisdistinguir entonces la cumbre de la Peregrina. ¡Dios

225quiera que los chuanes no quieran buscar el desquite!Ya comprenderéis que, subiendo y bajando de estemodo, se avanza poca cosa. Desde la Peregrinaveréis también...Al oír esta palabra, el emigrado se estremeciópor segunda vez pero tan ligeramente, que tan sólola señorita de Verneuil lo notó.-¿Qué es esa Peregrina? -preguntó con viveza lajoven interrumpiendo al capitán en su explicación dela topografía bretona.-Es la cima de una montaña que da su nombre alvalle del Maine, en el que vamos a entrar, y que separaesta provincia del valle de Cuesnon, a cuyo extremose halla situada Fougeres, la primera ciudad deBretaña. Nos hemos batido allí a fines delvendimiario con el Mozo y sus bandoleros,conducíamos unos quintos que, para no salir de supaís, quisieron matarnos en el límite; pero Hulot esun intrépido cristiano que les dio...-Pues entonces debéis haber visto al Mozo -dijola joven -¿Qué clase de hombre es?Y sus ojos penetrantes y maliciosos se clavaronen la fisonomía del falso Vizconde de Bauvan.

226-¡Oh! Señorita -contestó Merle, -se parece de talmodo al ciudadano de Gua, que si no llevara el uniformede la Escuela Politécnica, apostaría que era él.La señorita de Verneuil miró fijamente al frío einmóvil joven que la desdeñaba; pero no observó en

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él nada que pudiese revelar un sentimiento de temor.Sin embargo, con una amarga sonrisa le hizocomprender que acababa de descubrir el secreto tantraidoramente guardado por él; y después, con tonode burla, la nariz dilatada por la alegría, y con lacabeza inclinada a un lado para examinar alcaballero, y a Merle a la vez, dijo al republicano:-Ese jefe, capitán, preocupa mucho al PrimerCónsul; dicen que es muy audaz; pero creo que seaventura en ciertas empresas como un estornino,sobre todo, por causa de las mujeres.-Contamos con esto -replicó el capitán, -parasaldar nuestras cuentas con él; nos bastaría tenerledos horas para encajarle un poco de plomo en lacabeza; pues si él nos encontrase en Coblenza haríalo mismo con nosotros o nos pondría a la sombra.-¡Oh! -exclamó el emigrado, -nada tenemos quetemer. Vuestros soldados no irán hasta la Peregrinaporque están muy cansados; y si consentís en ello,podrán descansar a dos pasos de aquí. Mi madre se

227apeará en la Vivetiere, y he aquí el camino a pocostiros de fusil. Estas dos señoras querrán reposar unpoco, pues deben estar fatigadas por no habersedetenido nada en el camino desde Alençon hastaaquí; y puesto que la señorita -añadió con unacortesía forzada volviéndose hacia la joven, -hatenido la generosidad de proporcionarnosprotección en el camino, a la vez que distracción, talvez se digne aceptar la cena en casa de mi madre. Enfin, capitán -dijo después dirigiéndose a Merle, -lostiempos no son tan malos que no se pueda hallar enla Vivetiere un barril de sidra para vuestros hombres;el Mozo no lo habrá tomado todo, o por lo menosmi madre lo cree...-¿Vuestra madre?... -replicó la señorita de Verneuilinterrumpiendo con ironía y sin responder a laextraña invitación que acababan de hacerle.-¿Os vuelve a parecer increíble mi edad esta noche,señorita? -contestó la señora de Gua -He tenidola desgracia de casarme muy joven, y mi hijo naciócuando yo tenía quince años...-¿No os engañáis, señora? ¿no sería a los treinta?La señora de Gua palideció devorando estesarcasmo; hubiera deseado poder vengarse, y se veíaobligada a sonreír, pues deseó conocer a toda costa,

228aunque hubiese de tolerar más crueles epigramas, elsentimiento que dominaba a la joven, y por esofingió no haber comprendido.-Jamás los chuanes tuvieron un jefe más cruelque el de que habéis hablado, si hemos de darcrédito a los rumores que acerca de él circulan -dijola dama dirigiéndose a la vez a Francina y a suseñora.-¡Oh! en cuanto a cruel no lo creo -contestó laseñorita de Verneuil; -pero sabe mentir, y me parecemuy crédulo; un jefe de partido no debe servir nuncade juguete de nadie.-¿Le conocéis? -preguntó con frialdad el jovenemigrado.-No -contestó la joven dirigiéndole una miradade desprecio, -parecería conocerle...-¡Oh! señorita, decididamente es un pícaro -dijoel capitán moviendo la cabeza, y comunicando porun expresivo ademán el sentido particular que esta

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palabra tenía entonces y que después perdió. -Esasantiguas familias producen algunas vecesvigorososos vástagos. Viene de un país donde losnobles no tuvieron todas sus comodidades, y loshombres son como las níspolas, que maduran sobrela paja. Si ese joven es diestro, podrá hacernos correr

229largo tiempo, pues bien ha sabido oponercompañías ligeras a nuestras compañías francas yneutralizar los esfuerzos del Gobierno. Si se incendiaun pueblo a los realistas, él manda abrasar dos de losrepublicanos. Desarrolla sus operaciones en unainmensa extensión, y nos obliga así a emplear unnúmero considerable de tropas en un momento enque no tenemos demasiadas. ¡Oh! entiende bien losnegocios.-Asesina a su patria -dijo Gerard con voz fuerteinterrumpiendo al capitán.-Pero -replicó el caballero, -si su muerte deja libreal país, buscadle bien, y fusiladle pronto.Y sondeó con una mirada el alma de la señoritade Verneuil, produciéndose entonces entre los dosuna de esas escenas mudas cuya viveza dramática yfugitiva finura no podría expresar el lenguaje sinoimperfectamente. El peligro comunica interés, ycuando se trata de muerte, el más vil criminal excitasiempre un poco de lástima. Ahora bien, aunque laseñorita de Verneuil estuviese ya cierta de que elamante que la desdeñaba era aquel jefe peligroso, noquería asegurarse aún de ello por su suplicio, puesdeseaba satisfacer otra curiosidad. Prefirió, pues,dudar o creer según su pasión, y comenzó a jugar

230con el peligro. Su mirada, pérfidamente burlona,mostraba los soldados al joven jefe con airevictorioso, haciéndole ver así la imagen de supeligro; complacíase en hacerle comprenderduramente que su vida dependía de una sola palabra,y ya sus labios parecían moverse para pronunciarla.Semejante a un salvaje de América, examinaba las fibrasdel rostro de su enemigo, sujeto a un poste, yblandía la maza con gracia, saboreando unavenganza infantil y castigando como una querida queaun ama.-Si tuviera un hijo como el vuestro, señora -dijoa la extranjera, visiblemente espantada, -llevaría lutopor él desde el día en que le viese entregado a los peligros.Como no recibiera contestación, volvió lacabeza lo menos veinte veces hacia los oficiales, yotras tantas hacia la señora de Gua, sin sorprenderentre ésta y el joven ninguna señal que pudieseconfirmarla en una intimidad que sospechaba y de lacual quería dudar. ¡Es tan agradable para la mujervacilar en una lucha de vida o muerte cuando tiene lasentencia en la mano! El joven general sonreía con lamayor tranquilidad, padeciendo sin temblar eltormento que la señorita de Verneuil le imponía; su

231actitud y la expresión de su fisonomía revelaban unhombre indiferente a los peligros a que se le sometía,y a veces parecía decirle: «¡He aquí la ocasión devengar vuestro amor propio; aprovechadla! Medesesperaría arrepentirme del desdén que meinspiráis.» La señorita de Verneuil comenzó a

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examinar al jefe desde la altura de su posición conuna impertinencia y una dignidad aparentes, pues enel fondo de su corazón admiraba el valor y latranquilidad. Satisfecha al descubrir que su amantetenía un antiguo título; cuyos privilegios agradan atodas las mujeres, experimentaba algún placer alencontrarle en una situación en que, defensor de unacausa ennoblecida por la desgracia, luchaba contodas las facultades de una alma fuerte contra unaRepública tantas veces triunfante, y satisfacíala verleen lucha con el peligro, desplegando esa bravura tanpoderosa para el corazón de las mujeres. Veinteveces le puso a prueba, obedeciendo tal vez a eseinstinto que impulsa a la mujer a jugar con su presacomo el gato juega con el ratón.-¿En virtud de qué ley condenáis a los chuanes amuerte? -preguntó la joven a Merle.

232-Por la del 14 fructidor último, que declara fuerade la ley a los departamentos insurrectos e instituyeconsejos de guerra -respondió el republicano.-¿A qué debo ahora el honor de atraer vuestrasmiradas? -preguntó la señorita de Verneuil al jovenjefe que la examinaba con atención.-A un sentimiento que un hombre galante nopodría manifestar a ninguna mujer -contestó elMarqués de Montauran en voz baja inclinándosehacia ella. -Era necesario -dijo en alta voz, -vivir eneste tiempo para ver mujeres jóvenes substituyendoal verdugo y seduciéndole por su manera de manejarel hacha.La joven miró a Montauran fijamente, y después,halagada de que la insultase aquel hombre, cuya vidatenía entre sus manos, le dijo al oído, riéndose condulce malicia:-Tenéis una cabeza demasiado aturdida; losverdugos no la querrían, y yo la guardo.El Marqués asombrado, contempló durante unmomento a aquella inexplicable joven, cuyo amortriunfaba de todo, hasta de las más picantes injurias,y que se vengaba perdonando una ofensa que lasmujeres no perdonan jamás. La mirada de sus ojosfue menos fría y severa, y hasta en sus facciones se

233dibujó una expresión de melancolía: su pasión eramás fuerte de lo que él mismo creía. La señorita deVerneuil, satisfecha de aquella débil prenda de unareconciliación buscada, miró al jefe con ternura,sonriéndole con una dulzura que parecía una caricia;después se reclinó en el fondo del coche y no quisoarriesgar más el porvenir de aquel drama de felicidad,creyendo haberle reanudado por aquella sonrisa.¡Estaba tan hermosa, y sabía triunfar tan bien de losobstáculos en amor! ¡Era tal su costumbre de jugarcon todo, obrando siempre la casualidad! ¡Leagradaban tanto las tempestades de la vida y loimprevisto!Muy pronto, obedeciendo a la orden delMarqués, el coche se desvió de la carretera paradirigirse hacia la Vivetiere, a través de un caminohondo, encajonado entre altos declives coronadosde manzanos, y que le daban el aspecto de un fosomás bien que de un camino. Los viajeros dejaron alos azules dirigirse lentamente al castillo, cuyas partesmás altas aparecían y desaparecían sucesivamenteentre los árboles de aquel sendero, donde algunos

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soldados ocupábanse en disputar a la arcilla suszapatos.

234-Esto se parece endiabladamente al camino delParaíso -exclamó Buen Pie.Gracias a la experiencia del postillón, la señoritade Verneuil no tardó en divisar el castillo de laVivetiere. Esta mansión, situada en una especie depromontorio, estaba defendida y rodeada por dosestanques profundos que no permitían llegar sinopor una estrecha calzada. La parte de aquellapenínsula donde se encontraban las habitaciones ylos jardines, estaba resguardada a cierta distanciadetrás del castillo, por un ancho foso dondedesaguaba el caudal superfluo de los estanques conque se comunicaba, y formaba así verdaderamenteuna isla casi inexpugnable, retiro precioso para unjefe a quien no se podía sorprender sino portraición. Al oír rechinar los goznes enmohecidos dela puerta, y al pasar bajo la bóveda en ojiva de unportalón arruinado ya por la guerra anterior, laseñorita de Verneuil adelantó la cabeza; y lossiniestros colores del cuadro que se ofrecía a sus ojosdisiparon casi los pensamientos de amor y decoquetería que tanto le halagaban. El coche entró enun gran patio casi cuadrado, cerrado por lasempinadas orillas de los estanques. Estas orillas, deaspecto salvaje, bañadas por aguas cubiertas de

235grandes manchas verdes, tenían por todo adornoárboles acuáticos despojados de follaje, cuyostroncos achaparrados y copas enormes, elevándosesobre las cañas y la hojarasca, semejaban grotescosmuñecos. Aquellas cercas de feo aspecto parecíananimarse y hablar cuando las ranas las abandonaban;mientras que las gallináceas despertadas por el ruidodel coche, huyeron saltando sobre la superficie delos estanques. El patio, circuido de altas hierbasmarchitas, juncos y arbustos enanos o parásitos,excluían toda idea de orden y de esplendor; elcastillo parecía abandonado desde hacía largotiempo. Los tejados se doblegaban aparentementebajo el peso de las vegetaciones que en ellos crecían,y las paredes, aunque construidas con esa piedrasólida que en el país abunda, presentaban numerosasgrietas donde la hiedra se había arraigado con fuerza.Dos cuerpos de edificio unidos a una elevada torre, yque daban frente al estanque, constituían todo elcastillo, cuyas puertas y postigos, carcomidos por laacción del tiempo, cuyas balaustradas enmohecidas,y cuyas ventanas ruinosas parecía que debíanderrumbarse al primer soplo de la tempestad. Elviento silbaba entonces a través de aquellas ruinas, alas que la incierta luz de la luna comunicaba el

236carácter y la fisonomía de un gran espectro. Espreciso haber visto los colores de esas piedrasgraníticas, grises y azuladas, confundiéndose con losesquitos negros y amarillentos, para saber hasta quépunto es verdadera la imagen que sugería el aspectode aquel esqueleto sombrío. Sus piedras desunidas,sus ventanas sin vidrios, su torre almenada, y sustejados hundidos, le daban todo el aspecto de unaruina; las aves de rapiña, que revoloteaban gritando,

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contribuían más aún a esta semejanza. Algunos altospinabetes plantados detrás del castillo balanceabansobre los tejados sus copas sombrías, y variosárboles raquíticos, cortados para decorar los ángulos,formaban tristes festones. Por último, la forma delas puertas, los toscos adornos y la poca uniformidadde las construcciones, indicaban uno de esoscastillos feudales de que la Bretaña se enorgullece, talvez con razón, porque constituyen en aquella tierrauna especie de historia monumental de los tiemposnebulosos que precedieron al establecimiento de laMonarquía. La señorita de Verneuil, en cuyaimaginación la palabra castillo despertaba siemprelas formas de un tipo convenido, admirada delaspecto fúnebre de aquel cuadro, saltó ligeramentefuera del coche y le contempló por sí sola con terror,

237cavilando acerca del partido que debería tomar.Francina oyó a la señora de Gua exhalar un suspirode alegría al verse fuera del alcance de los azules, y sele escapó una exclamación involuntaria cuando elportalón se cerró, al verse en aquella especie defortaleza natural. Montauran se había lanzado vivamentehacia la señorita de Verneuil, adivinandolos pensamientos que la preocupaban.-Este castillo -dijo con una ligera tristeza -quedóarruinado por la guerra, como por vos los proyectosque yo formaba para vuestra dicha.-¿Y cómo? -preguntó la joven sorprendida.-¿Sois una joven hermosa, NOBLE y de talento?-preguntó con acento irónico, repitiéndole laspalabras que ella había pronunciado tangraciosamente durante su conversación en elcamino.-¿Quién os ha dicho lo contrario?-Unos amigos dignos de fe que se preocupan demi seguridad, y procuran burlar las traiciones.-¡Traiciones! -exclamó la joven con aire burlón.-¡Tan lejos están ya Alençon y Hulot? No tenéis memoria,y este es un defecto peligroso para un jefe departido; pero desde el instante en que los amigos reinantan poderosamente en vuestro corazón -añadió

238con rara impertinencia, -conservadlos, pues nada escomparable a los placeres de la amistad. ¡Adiós! niyo ni los soldados de la República entraremos aquí.Y se lanzó hacia el portal con un movimiento dedesdén y de altivez resentida; pero con tal noblezaen su andar y tanta desesperación, que todas lasideas del Marqués cambiaron de pronto, costándoledemasiado renunciar a sus deseos para que no fueraimprudente y crédulo. También él amaba ya, yaquellos dos amantes no deseaban, ni uno ni otro,estar reñidos largo tiempo.-Añadid una palabra más –dijo con vozsuplicante, -y os creo.-¿Una palabra? -replicó la joven con ironía oprimiendolos labios; -ni una palabra, ni un gesto.-Por lo menos, reprendedme -dijo el Marquéstratando de coger una mano que ella retiró; -hacedlosi os atrevéis a burlaros de un jefe de rebeldes, tanreceloso y triste ahora, como alegre y confiado eraantes.Y como María mirase al Marqués sin cólera, ésteañadió:-Tenéis mi secreto, y yo no tengo el vuestro.

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-¡Mi secreto -dijo, -jamás!

239-En amor, cada palabra, cada mirada tiene suelocuencia del momento; pero la señorita deVerneuil, no expresó nada preciso, y por hábil quefuese Montauran, el secreto de aquella exclamaciónse conservó imipenetrable, aunque la voz de aquellamujer hubiese revelado emociones poco ordinariasque debieron picar su curiosidad vivamente.-Tenéis una agradable manera de disipar lassospechas.-¿Conserváis alguna? -preguntó mirándole depies a cabeza como si le dijera: -¿Tenéis derechosobre mí?-Señorita –replicó el joven con aspecto sumisopero firme-, la autoridad que tenéis sobre esas tropasrepublicanas, esa escolta...-¡Ah! Me hacéis pensar en ello. Decidme –preguntó con una ligera ironía, -¿están seguros aquími escolta y yo, vuestros protectores, en fin?-¡Sí, a fe de caballero! Quien quiera que seáis,vos y los vuestros no tenéis nada que temer en micasa.Estas palabras fueron pronunciadas con unaexpresión tan leal y generosa, que la señorita deVerneuil debió tener completa seguridad sobre lasuerte de los republicanos; y ya iba a contestar,

240cuando la llegada de la señora de Gua le impusosilencio. La dama había podido oír o adivinar unaparte de la conversación de los dos amantes, y nosintió pocas inquietudes al verlos en una posiciónque no revelaba la menor intimidad. Al ver a ladama, el Marqués ofreció la mano a la señorita deVerneuil, y adelantóse hacia la casa con viveza comopara librarse de una compañía importuna.-Les molesto -se dijo la desconocidapermaneciendo inmóvil en su sitio. Y miró a losamantes reconciliados que se dirigían lentamentehacia el pórtico, donde se detuvieron para hablarcuando estuvieron a alguna distancia de la dama.-Sí, sí, les molesto -repitió la señora de Gua hablandoconsigo misma; -pero dentro de poco no mehará ya sombra esa mujer, pues juro que el estanqueserá su tumba. ¿No cumpliré yo tu palabra de caballero?Una vez bajo esas aguas, nada se debe temer,porque la joven estará segura.Y miraba con fijeza en el espejo tranquilo del pequeñolago de la derecha, cuando de pronto oyócierto roce entre la hojarasca que cubría la orilla, y ala luz de la luna vio la figura de Marcha en Tierraque se alzó junto al nudoso tronco de un añososauce. Era necesario conocer al chuan para

241distinguirlo entre el ramaje de los árboles, con el cualse confundía tan fácilmente. La señora de Gua paseóante todo una mirada recelosa en torno suyo, y vio alpostillón conduciendo sus caballos a una cuadrasituada entre las dos alas del castillo, frente a la orilladonde Marcha en Tierra estaba oculto. Francina sedirigía hacia los dos amantes, que en aquel momentose olvidaban de todo el mundo; y entonces ladesconocida, poniendo un dedo en los labios parareclamar silencio, se adelantó. El chuan adivinó más

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bien que oyó las palabras siguientes :-¿Cuántos sois aquí? -Ochenta y siete.-Ellos no son más que sesenta y cinco; los hecontado.-Bien -replicó el salvaje con feroz satisfacción.Fija la atención en los menores gestos deFrancina, el chuan desapareció detrás del tronco delsauce al verla volverse para buscar con los ojos laenemiga sobre la cual velaba por instinto.Siete u ocho personas atraídas por el ruido delcoche aparecieron en el pórtico, y exclamaron:-¡Es el Mozo, es él, aquí está!Al oír estas exclamaciones acudieron otroshombres, y su presencia interrumpió el diálogo delos dos amantes. El Marqués de Montauran se

242adelantó con precipitación hacia los caballeros, hizo

un ademán imperioso para imponerles silencio y lesseñaló la extremidad de la avenida, por la cualasomaban los soldados republicanos. Al ver aquellosuniformes azules con vueltas rojas, tan conocidos detodos, y aquellas brillantes bayonetas, losconspiradores exclamaron con asombro :-¿Habréis venido, pues, para vendernos?-No os anunciaré riesgo alguno -contestó elMarqués sonriendo con amargura -Esos azules –añadió después de una pausa, -forman la escolta dela joven dama, cuya generosidad nos ha salvado pormilagro de un peligro al que estábamos a punto desucumbir en una posada de Alençon, y yo os referiréesa aventura. Por lo pronto, sabed que esa señorita ysu escolta se hallan aquí bajo la fe de mi palabra ydeben ser recibidos amistosamente.La señora de Gua y Francina habían llegadohasta el pórtico, el Marqués presentó con galanteríala mano a la señorita de Verneuil; el grupo decaballeros se dividió en dos filas para dejarlos pasar,y todos trataron de ver el rostro de la desconocida,pues la señora de Gua había despertado ya sucuriosidad vivamente haciéndoles varias señas condisimulo. La señorita de Verneuil vio en la primera

243sala una gran mesa perfectamente servida ypreparada para una veintena de convidados.Este comedor se comunicaba con un vasto salóndonde todos estuvieron muy pronto reunidos. Lasdos habitaciones estaban en armonía con el aspectode destrucción que el castillo ofrecía exteriormente.Los tableros de nogal pulimentado que revestían lasparedes, pero de formas toscas, salientes y maltrabajados, estaban desunidos ya y parecían a puntode caer. Su olor sombrío contribuía más a la tristezade aquellas salas sin espejos ni cortinajes, dondealgunos muebles seculares y carcomidos searmonizaban con aquel conjunto ruinoso. María vioalgunos mapas y planos desarrollados sobre unamesa muy grande, y en los ángulos de la habitaciónarmas diferentes, amontonadas; lo cual parecíaindicar una conferencia importante entre los jefesvendeanos y chuanes. El Marqués condujo a laseñorita de Verneuil a un inmenso sillón muy viejoque se hallaba junto a la chimenea, y Francina fue acolocarse detrás de su señora, apoyándose en el respaldode aquel antiguo mueble.-Me permitiréis hacer un momento los honores

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de la casa -dijo el Marqués separándose de las dos

244extranjeras para confundirse con los gruposformados por sus huéspedes.Francina observó que, después de haberpronunciado el Marqués de Montauran algunaspalabras, todos los jefes se apresuraron a ocultar susarmas, las cartas geográficas y todo cuanto pudieradespertar las sospechas de los oficiales republicanos;y hasta algunos se despojaron de sus anchoscinturones de cuero que sujetaban pistolas ycuchillos de caza. El Marqués recomendó la mayordiscreción, y salió excusándose sobre la necesidad deatender a la recepción de los molestos huéspedesque la casualidad le deparaba. La señorita deVerneuil, que había aproximado los pies hacia elfuego para calentarles, dejó salir a Montauran sinvolver la cabeza, y engañó así la esperanza de losasistentes que deseaban todos ver sus facciones.Francina fue, por lo tanto, el único testigo delcambio que produjo en la asamblea la salida deljoven jefe. Los caballeros se agruparon en torno dela dama desconocida, y durante la sordaconversación que tuvo con ellos, ni uno solo dejó devolver la cabeza varias veces para mirar a las dosextranjeras.

245-Ya conocéis a Montauran -les decía; -se ha enamoradoen un momento de esa joven, y no ignoráisque mis mejores consejos son para él sospechosos.Los amigos que tenemos en París, los señores deValois y d'Esgrignon de Alençon, le han prevenidosobre el lazo que se trata de tenderle, enviándole unamujer, y el Marqués se prenda de la primera quellega, de una joven que, según los informesobtenidos por mí, se apodera de muchos hombresde importancia para perderlos.Esta dama en la cual se habrá reconocido a lamujer que decidió el ataque del coche de posta,conservará en adelante en esta historia el nombreque la sirvió para huir de los peligros de su paso porAlençon. Dar a conocer al nombre verdaderoofendería a una noble familia, muy afligida ya por laslocuras de aquella joven dama, cuyo destino, además,fue asunto de otra escena. Muy pronto la actitud decuriosidad que los caballeros tomaron, comenzó aser impertinente y hasta hostil; y algunasexclamaciones bastante duras llegaron a oídos deFrancina, que, luego de haber dicho una palabra a suseñora, se refugió en el alféizar de una ventana.María se levantó, volvióse hacia el grupo insolente, yle dirigió algunas miradas llenas de dignidad y hasta

246de desprecio. Su belleza, la elegancia de sus modalesy hasta la altivez cambiaron de pronto todas lasdisposiciones de sus enemigos, y le valieron unmurmullo lisonjero que no pudieron contener. Doso tres caballeros, cuyo exterior revelaba lascostumbres galantes que se adquieren en la elevadaesfera de las Cortes, se acercaron a María con lamejor gracia; su dignidad les impuso respeto:ninguno osó dirigirle la palabra; y lejos de seracusada por ellos, la señorita de Verneuil fue quienpareció juzgarlos. Los jefes de aquella guerra

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emprendida por Dios y el Rey se parecían muy pocoa los retratos que su fantasía se había complacido entrazar. Aquella lucha, verdaderamente grande, seredujo a mezquinas proporciones cuando la jovenvio, exceptuando dos o tres figuras vigorosas, unoscaballeros de provincia, todos ellos faltos deexpresión y de vida. La señorita de Verneuil, despuésde hacer poesía, cayó de pronto en la verdad:aquellos semblantes parecían anunciar más bien lanecesidad de intrigas que el amor a la gloria; verdadque el interés ponía realmente a estos caballeros lasarmas en la mano; pero si se mostraban heroicos enla acción, después se dejaban ver tales como eran. Lapérdida de sus ilusiones hizo que la señorita de

247Verneuil fuese injusta, y le impidió reconocer laabnegación a que algunos de aquellos hombresdebieron su celebridad, aunque los más manifestaronser personas ordinarias. Si María concediógenerosamente finura y talento a los hombres queveía, observó en ellos, en cambio, la falta absoluta deesa sencillez, de esa grandeza a que la teníanacostumbrada los triunfos de los hombres de laRepública. Aquella reunión nocturna en medio de uncastillo ruinoso de paredes desnudas, le arrancó unasonrisa, y quiso ver en el conjunto un cuadrosimbólico de la Monarquía. Muy pronto pensó conplacer que, por lo menos, el Marqués ocupaba elprimer lugar entre aquellos hombres, cuyo únicomérito era el de defender una causa perdida. Serepresentó la figura de su amante entre la reunión,complacióse en realzarla, y en tan tristes figuras novio más que instrumentos de sus nobles designios.En aquel instante, los pasos del Marqués resonaronen la sala contigua, los conspiradores se dividieronrápidamente en varios grupos, y los cuchicheoscesaron. Semejantes a escolares que han tramadoalguna travesura en ausencia del maestro,apresuráronse a guardar silencio, fingiendo la mayorcompostura. El Marqués de Montauran entró, y

248María pudo complacerse en admirarle en medio deaquellos hombres, entre los cuales era el más joven yel más gallardo. Como un rey en su Corte, fue degrupo en grupo haciendo ligeras inclinaciones decabeza, estrechando manos, dirigiendo palabras deinteligencia o de reprensión, y conduciéndose comojefe de partido con una gracia y un aplomo difícilesde adivinar en aquel joven a quien ella había acusadode aturdido. La presencia del Marqués puso términoa la curiosidad que excitaba la señorita de Verneuil;pero muy pronto las malignidades de la señora deGua produjeron su efecto. El Barón de Guenic, aquien apellidaban el Intimado, y que entre todosaquellos hombres reunidos por graves intereses,parecía autorizado, por su nombre y categoría, atratar familiarmente a Montauran, le tomó del brazoy condújole a un rincón de la sala.-Escucha, querido Marqués -le dijo -todos te vemoscon sentimiento a punto de cometer unainsigne locura.-¿Qué entiendes por esas palabras?-Pero, ¿sabes de dónde viene esa joven, quién esrealmente y cuáles son sus fines respecto a ti?-Amigo Intimado, dicho sea entre nosotros,mañana me habrá pasado el capricho.

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249-Muy bien; pero ¿y si esa joven te entrega antesde amanecer?...-Te contestaré después que me digas por qué nolo ha hecho ya -replicó Montauran tomando ciertoaire de fatuidad.-Sí; pero si tú le agradas, tal vez no quiera venderteantes de que su capricho haya pasado.-Amigo mío, mira a esa encantadora joven, estudiasus modales, y atrévete a decir que no es unamujer de distinción. Si fijara en ti sus miradasfavorables, ¿no sentirías en el fondo de tu almarespeto para ella? Una dama te ha prevenido ya encontra de esa joven; pero después de lo que noshemos dicho uno a otro, si fuera una de esasmujeres perdidas de que nos han hablado nuestrosamigos, la mataría...-¿Creéis -dijo la señora de Gua interviniendoqueFouché sea bastante estúpido para enviaros unamujer cogida en la esquina de una calle? Ha buscadolas seducciones propias para vuestro mérito; pero, sisois ciego, vuestros amigos tendrán los ojos abiertospara velar sobre vos.-Señora -contestó el Marqués fijando en la damauna mirada de cólera, -no tratéis de emprender nadacontra esa señorita ni contra su escolta, pues si lo hi-

250cierais, nada os libraría de mi venganza. Quiero queesa joven sea tratada con la mayor consideración, ycomo mujer que me pertenece. Creo que somosaliados de los Verneuil.La oposición con que el Marqués tropezabaproducía el efecto ordinario que en los jóvenesproducen semejantes obstáculos. Aunque hubiesetratado aparentemente con ligereza a la señorita deVerneuil, haciendo creer que su pasión por ella eraun capricho, dejándose llevar de un sentimiento deorgullo, acababa de franquear un espacio inmenso.Al dispensar su protección a la joven, vio su honorcomprometido en que se la respetase, y fue de grupoen grupo, asegurando, como hombre a quienhubiera sido peligroso resentir, que aquelladesconocida era realmente la señorita de Verneuil.En el mismo instante todos los rumores cesaron; ycuando Montauran hubo restablecido una especie dearmonía en el salón, satisfaciendo todas lasexigencias, se aproximó a la señorita de Verneuilapresuradamente, y le dijo en voz baja:-Esos hombres me han robado un momento defelicidad.-Me alegro mucho de veros junto a mí -contestóMaría sonriéndose; -pero os advierto que soy curio-

251sa, y espero que no os cansen demasiado mispreguntas. Decidme, por lo pronto, quién es esebuen hombre que ostenta chupa de paño verde.-Es el famoso mayor Brigaut, hombre delMarais, compañero del difunto Mercier llamado laVendée.-¿Y ¿quién es ese eclesiástico tan gordo, de fazrubicunda, con el cual habla en este momento de mí-prosiguió la señorita de Verneuil.-¿Sabéis lo que dicen?-¿Si quiero saberlo?... ¿Es una pregunta?

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-No sabría decíroslo sin ofenderos.-Desde el momento en que permitís que meofendan sin vengar las injurias que sufro en vuestracasa, ¡adiós, Marqués! No quiero permanecer unmomento más aquí; ya tengo algunosremordimientos por haber engañado a esos pobresrepublicanos, tan leales y confiados.Dio algunos pasos, y el Marqués la siguió.-Querida María -dijo, -óyeme. Os juro que heimpuesto silencio a sus malignas opiniones antes desaber si eran o no fundadas; pero en mi situación,cuando los amigos que tenemos en los ministerios,en París, me han advertido que desconfíe de todaespecie de mujer que encontrase en mi camino,

252avisándome que Fouché deseaba emplear contra míuna especie de Judith de las calles, permitido es a mismejores amigos pensar que sois demasiado hermosapara ser mujer honrada...Al decir esto el Marqués fijó una miradapenetrante en los ojos de la señorita de Verneuil, quese ruborizó y no pudo reprimir algunas lágrimas.-He merecido estas injurias -dijo. -Quisiera verospersuadido de que soy una mujer despreciable ysaber que me amáis... entonces ya no dudaría de vos;pero os he creído cuando mentíais, y no me creéiscuando soy sincera. Concluyamos aquí -añadiófrunciendo el ceño y palideciendo como una mujerque desfallece -¡Adiós!Y se lanzó fuera del comedor por unmovimiento desesperado.-María, mi vida es vuestra -dijo el joven Marquésa su oído.La joven se detuvo, y le miró.-No, no -le dijo, -seré generosa, ¡adiós ¡Alseguiros no pensaba en mi pasado ni en vuestroporvenir; estaba loca.-¡Cómo! ¿Me abandonáis en el momento en queos ofrezco mi vida?...

253-Me la ofrecéis en un momento de pasión y dedeseo.-Sin sentimiento y para siempre -dijo el Marqués.La joven volvió, y para ocultar sus emociones, elMarqués continuó la conversación.-Ese hombre grueso cuyo nombre me preguntáis-dijo, -es persona temible, uno de esos jesuitasbastante obstinados, y fieles tal vez, para permaneceren Francia a pesar del edicto de 1763, que losderrotó a todos; es el botafuego de la guerra en estospaíses y el propagandista de la asociación religiosallamada del Sagrado Corazón. Acostumbrados aservirse de la religión como de un instrumento,persuade a sus afiliados de que resucitarán, y lograconservar su fanatismo por medio de hábilespredicaciones. Ya lo veis: se han de emplear losintereses particulares de cada uno, para llegar a ungran fin. He aquí todos los secretos de la política.-¿Y aquel viejo verde aún y musculoso, de rostrotan repugnante? Mirad, es aquel que va vestido conlos restos de un traje de abogado.-¿Abogado? Sabed que pretende llegar a mariscalde campo. ¿No habéis oído hablar de Longuy?-¡Sería ese! -exclamó la señorita de Verneuil conespanto -¿Os servís de tales hombres?

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254-¡Chist! que puede oiros. ¿Veis a ese otro quesostiene una conversación criminal con la señora deGua? ...-¿Aquel hombre vestido de negro que parece unjuez?-Sí; es uno de nuestros agentes de negocios, esBillardiere, hijo de un consejero del Parlamento deBretaña, cuyo nombre es algo como el de Flamet.-¿Y su vecino, aquel que oprime en estemomento su pipa blanca, y que apoya todos losdedos de la mano derecha en la pared? -preguntó laseñorita de Verneuil sonriendo.-Ese es el antiguo guardabosque del difuntomarido de la señora que veis, y es jefe de una de lascompañías que opongo a los batallones móviles. Esehombre y Marcha en Tierra son tal vez los másconcienzudos servidores que el Rey tiene aquí.-Pero ¿quién es ella?-Es la última querida que tuvo Charette, y suinfluencia es grande en toda esa gente.-Y ¿le es fiel aún?Por toda contestación, el Marqués hizo unmohín que expresaba la duda.-Y ¿la apreciáis?-Seguramente, sois muy curiosa.

255-Esa dama es mi enemiga, porque no puede sermi rival -dijo la señorita de Verneuil con una sonrisa;-le perdono sus errores pasados, y que me perdonelos míos. Y ¿quién es aquel oficial del mostacho?-Permitidme que no le nombre: es uno quequiere acabar con el Primer Cónsul, atacándole amano armada; y bien lo consiga o no, ya leconoceréis, porque llegará a ser célebre.-¿Y sois jefe de semejantes hombres?...-preguntó la señorita de Verneuil con expresión dehorror, -¿Son esos los defensores del Rey? ¿Dóndeestán, pues, los caballeros y los señores?-¡Oh! -exclamó el Marqués con algunaimpertinencia, -están diseminados en todas lasCortes de Europa. ¿Quién alista a los reyes, a susgabinetes, y a sus ejércitos al servicio de la casa deBorbón, y los lanza sobre esa República queamenaza de muerte a todas las monarquías y alorden social con una destrucción completa?...-¡Ah! -contestó la señorita de Verneuil congenerosa emoción, -sed en adelante la fuente pura, yyo tomaré en ella las ideas que aun debo adquirir...consiento en ello; pero dejadme pensar que sois elúnico noble que cumple con su deber atacando aFrancia con franceses y no con ayuda del extranjero.

256Soy mujer, y me parece que si mi hijo me hiriese consu cólera, podría perdonarle; pero si me viera asangre fría ultrajada por un desconocido, leconsideraría como un monstruo.-Siempre seréis republicana -dijo el Marqués,poseído de una impresión deliciosa excitada por losgenerosos acentos que le confirmaban en suspresunciones.-¿Republicana? No, ya no lo soy, y no osestimaría si os sometierais al Primer Cónsul -replicóla joven; -pero no quisiera tampoco veros a la cabezade hombres que saquean un rincón de Francia en

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vez de acometer a la República. ¿Por quién os batís?¿Qué esperáis de un rey elevado al trono porvuestras manos? Una mujer emprendió ya esahermosa tarea, y cuando el Rey se vio libre, la dejóquemar viva. Esos hombres son los elegidos delSeñor, y hay peligro en tocar a las cosas sagradas.Dejad tan sólo a Dios el cuidado de colocarlas,retirarlas y volverlas a sentar en sus taburetes depúrpura. Si habéis pensado la recompensa que osresultará, sois a mis ojos diez veces más grande de loque os creía; en este caso os permito hollarme bajovuestras plantas, y me daré por dichosa.

257-¡Sois encantadora! No tratéis de ilustrar a esosseñores, porque me quedaría sin soldados.-¡Ah! si quisierais dejarme convertiros, iríamos amil leguas de aquí.-Esos hombres, que al parecer despreciáis,sabrán morir en la lucha -replicó el Marqués contono más grave, -y sus errores se olvidarán. Por otraparte, si mis esfuerzos obtienen algún éxito, ¿no loocultarán todos los laureles del triunfo?-No veo aquí ninguno que arriesgue alguna cosamás que vos.-No soy el único -replicó el Marqués con sinceramodestia, -Ahí tenéis dos nuevos jefes de la Vendée:el primero, a quien habéis oído llamar el GranSantiago, es el Conde de Fontaine, y el otro,Billardiere, a quien os he indicado ya.-Y ¿olvidáis Quiberon, donde Billardieredesempeñó el más singular papel?... -replicó la jovenevocando un recuerdo.-Billardiere ha tomado sobre sí demasiadascosas, creedme. Servir a los primeros no es marcharpor un camino sembrado de rosas...-¡Ah! me hacéis estremecer -dijo María –Marqués -añadió con un tono que parecía indicaruna reticencia cuyo misterio le era personal, -basta

258un instante para matar una ilusión y descubrirsecretos de los cuales dependen la vida y la felicidadde muchas personas...-La joven se interrumpiócomo si temiera decir demasiado, y prosiguiódespués: -Quisiera saber si los soldados de laRepública están en seguridad.-Seré prudente -contestó el Marqués sonriendopara disimular su emoción; -no me habléis más devuestros soldados, porque os he respondido de ellosbajo mi fe de caballero.-Y bien mirado, ¿con qué derecho podría yoguiaros? -dijo la señorita de Verneuil -Entre nosotrosséd siempre el dueño. ¿No os he dicho que medesesperaría reinar sobre un esclavo?-Señor Marqués -preguntó respetuosamente elmayor Brigaut, interrumpiendo aquella conversación,-¿han de permanecer mucho tiempo aquí los azules?-Marcharán apenas hayan descansado -contestóMaría.El Marqués dirigió miradas escrutadoras haciasus amigos, y como observase cierta agitación,separóse de la señorita Verneuil dejando a la señorade Gua para reemplazarle. Aquella mujer tenía unaexpresión risueña y pérfida que la sonrisa amarga deljoven jefe no hizo desaparecer. En aquel momento,

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259Francina profirió un grito, prontamente ahogado, yla señorita da Verneuil, que vio con asombro a sufiel compañera precipitarse hacia el comedor, miró ala señora de Gua, sorprendiéndole entonces lapalidez del rostro de su enemiga. Curiosa porpenetrar el secreto de la repentina salida de sudoncella, se adelantó hacia el alféizar de la ventana,adonde su rival la siguió para desvanecer lassospechas que una imprudencia podía haberdespertado, y miróla con indefinible malicia cuando,después de contemplar las dos el paisaje del lago,volvieron a sentarse junto a la chimenea; María, sinhaber visto nada que justificase la huida de Francinay la señora de Gua, satisfecha de verse obedecida. Ellago, en cuya orilla había aparecido Marcha en Tierra,al llamarlo aquella mujer, se unía con el foso delrecinto que protegía los jardines, trazando ligeras sinuosidades,tan pronto anchas como estanques, obien estrechadas como los arroyos artificiales de unparque. La orilla, rápida o inclinada, que aquellasaguas claras bañaban, pasaba a pocas toesas de laventana.Distraída en contemplar sobre la superficie delas aguas las líneas negras que proyectaban las copasde algunos añosos sauces, Francina observaba con

260bastante indiferencia la uniformidad de curvaturaque una ligera brisa imprimía a los ramajes; pero desúbito creyó ver una figura haciendo sobre el espejode las aguas algunos de esos movimientos irregularesy espontáneos que revelan la vida; y aquella figura,por vaga que fuese, parecía ser la de un hombre.Francina atribuyó al pronto su visión a lasimperfectas configuraciones que producía la luz de laluna a través de los follajes; pero muy pronto se dejóver una segunda cabeza, y después aparecieron otrasa lo lejos.Los pequeños arbustos de la orilla seencorvaron, volviendo a enderezarse violentamente;y Francina vio entonces aquella larga cerca agitarsede una manera insensible, como una de esas grandesserpientes indias de formas fabulosas. Después, acáy allá, entre las ginestas y los altos espinos, variospuntos luminosos brillaron y desaparecieron.Redoblando su atención, Francina creyó reconocerla primera de las figuras negras que había en elcentro de aquella orilla movible y por confusas quefuesen las formas de aquel hombre, los latidos de sucorazón la persuadieron de que estaba viendo aMarcha en Tierra. Más segura al notar un ademán, oimpaciente por saber si aquella marcha misteriosa

261ocultaba alguna perfidia, se lanzó hacia el patio, y,llegada al centro, miró sucesivamente los doscuerpos de edificio y las dos orillas, sin ver, en la quedaba frente a la construcción deshabitada, ningúnvestigio de aquel sordo movimiento. Después,prestando atento oído, percibió un roce ligero,parecido al que pueden producir los pasos de unafiera en el silencio de los bosques; esto la hizoestremecer, pero no tembló. Aunque joven einocente aún, la curiosidad le inspiró muy pronto unardid; vio el coche, corrió a ocultarse en él, y alargódespués la cabeza con la precaución de la liebre queoye a lo lejos el ruido de cacería lejana. Entonces vio

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a Pille-Miche que salía de la cuadra; el chuan iba encompañía de dos campesinos, y los tres llevabanhaces de paja, los cuales extendieron de modo queformaran una larga línea delante del cuerpo deledificio deshabitado, paralela a la orilla franqueadade árboles raquíticos, por donde los chuanesmarchaban con un silencio que revelaba los preparativosde una horrible estratagema.-Les das paja como si debieran realmente dormirahí -dijo una voz ronca y sorda que Francinareconoció. -¡Basta, Pille-Miche, basta!

262-Pues qué ¿no dormirán? -replicó Pille-Miche,dejando escapar una carcajada. -¿No temes que elMozo se enfade? -añadió con voz tan baja queFrancina no pudo oírle.-Podrá enfadarse -contestó a media voz Marchaen Tierra; -pero habremos dado muerte a los azules.He ahí –añadió, -un coche que es preciso entrar másadentro.Pille-Miche cogió la lanza del vehículo, y Marchaen Tierra le empujó por una de las ruedas con talpresteza, que Francina estuvo a punto de quedarencerrada antes de haber tenido tiempo dereflexionar sobre la situación en que se hallaba.Pille-Miche salió en busca del jarro de sidra que elMarqués había mandado distribuir a los soldadosde la escolta, y Marcha en Tierra pasaba junto alcoche para retirarse y cerrar la puerta, cuando sesintió cogido por una mano que le sujetaba por supiel de cabra. Entonces vio unos ojos cuya dulzuraejercía en él la influencia del magnetismo y duranteun momento quedó como sugestionado. Francinasaltó vivamente fuera del coche, y le dijo con esa vozagresiva que tan maravillosamente sienta en unamujer irritada.

263-Pedro. ¿qué noticias has dado en el camino aesa dama y a su hijo? ¿Qué se hace aquí? ¿Por qué teocultas? Quiero saberlo todo.Estas palabras dieron al rostro del chuan unaexpresión que Francina no había visto nunca en él.El bretón condujo a su inocente querida al umbralde la puerta, y allí le hizo volver el rostro hacia la luzblanquizca de la luna, contestando después, mientrasque la miraba con ojos terribles:-¡Para mi condenación te lo diré, Francina! Perono, hasta que hayas jurado sobre este rosario.(Marcha en Tierra sacó uno muy viejo que llevabadebajo de su piel de cabra). Sobre esta santa reliquia,bien conocida de ti, que me dirás la verdad a unasola pregunta.Francina se ruborizó al ver aquel rosario, que sinduda era una prenda de su amor.-Sobre esto -continuó el chuan muy conmovido,-has jurado...El chuan no terminó, pues la joven aplicó unamano sobre los labios de su salvaje amante paraimponerle silencio.-¿Tengo necesidad de jurar? -preguntó.Marcha en Tierra cogió con suavidad la mano dela joven, contempló a esta un momento, y preguntó:

264-¿Es realmente la señorita de Verneuil esa a

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quien acompañas?Francina permaneció un momento con losbrazos colgantes, los párpados bajos, la cabezainclinada, pálida y vacilante.-¡Es una cualquiera! exclamó el chuan con vozterrible.Al escuchar esta palabra, la linda mano le cubriólos labios de nuevo, pero esta vez el chuanretrocedió vivamente. La pequeña bretona no vio yaa su amante, sino a una fiera con todo el horror desu naturaleza. Las cejas del chuan se fruncieron,contrajéronse sus labios, y enseñó los dientes comoun perro que defiende a su amo.-¡Te he dejado flor y te encuentro estiércol! –exclamó -¡Ah! ¿por qué te abandoné? Venís paratraicionarnos, para entregar a nuestro jefe.Estas frases fueron pronunciadas más biencomo amenazas que como palabras; y aunqueFrancina sintiese miedo al oír esta última acusación,se atrevió a mirar aquel rostro feroz fijando en éluna mirada angelical y contestó con calma:-¡Para mi salvación que eso no es cierto! ¡Sonideas de tu dama!

265A su vez el chuan inclinó la cabeza, y entoncesFrancina, cogiéndole la mano, se volvió hacia él conun gracioso movimiento, y le dijo:-¿Por qué estaremos nosotros en todo eso,Pedro? Yo no sé cómo puedes comprender algunacosa, pues yo no entiendo nada; pero acuérdate deque esa hermosa y noble señorita es mi bienhechora;también es la tuya, y las dos vivimos casi comohermanas. No debe sucederle nunca nada malodonde estemos con ella, al menos mientras vivamos.¡Júrame, pues, que así será! Aquí sólo tú me inspirasconfianza.-Yo no mando aquí -contestó Marcha en Tierracon tono seco.Su rostro se obscureció; pero Francina,cogiéndole sus grandes orejas pendientes, se lasretorció suavemente como si acariciara a un gato.-Pues bien -replicó al verle menos severo, -Prométemeque te valdrás de todo tu poder para laseguridad de nuestra bienhechora.El chuan movió la cabeza como si dudase deléxito, y la bretona se estremeció al notarlo. En aquelinstante crítico la escolta había llegado a la calzada;los pasos de los soldados y el ruido de sus armasdespertaron los ecos en el patio, y, al parecer,

266pusieron término a la indecisión de Marcha enTierra.-La salvaré tal vez -dijo a su amante, -si puedeshacerla permanecer en la casa -y añadió: -suceda loque quiera quédate con ella y guarda el silencio másprofundo, sin lo cual no haré nada.-Te lo prometo -respondió Francina poseída deespanto.-Pues bien, vuelve allá al punto y oculta tu temora todos, incluso a tu señorita.-Sí.Y estrechó la mano del chuan, que la miró conaire paternal mientras corría hacia el pórtico con larapidez de un pájaro, después se deslizó en la cerca,como un actor que corre hacia los bastidores en elmomento de levantarse el telón trágico.

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-¿Sabes tú, Merle, que este sitio me parece quetiene todo el aspecto de una ratonera? -dijo Gerardal llegar al castillo.-Bien lo veo -contestó el capitán pensativo.Los dos oficiales se apresuraron a ponercentinelas para asegurarse de la calzada y del portal,y después dirigieron miradas llenas de recelo a losalrededores del paisaje.

267-¡Bah! -exclamó Merle, -es preciso aceptar estabarraca con toda confianza, o no entrar.-Entremos -contestó Gerard.Los soldados libres ya por una palabra de su jefe,se apresuraron a poner sus fusiles en pabellóndelante de los haces de paja, en el centro de loscuales se hallaba el barrilete de sidra, y después sedividieron en grupos, a los que dos campesinoscomenzaron a distribuir manteca y pan de centeno.El Marqués se presentó a los dos oficiales y loscondujo al salón. Cuando Gerard hubo franqueadoel pórtico y vio los dos cedros que extendían susramas negras sobre las dos alas del edificio, llamó aBuen Pie y a Llave de los Corazones.-Vosotros dos -les dijo, -vais a practicar un reconocimientoen los jardines y a registrar las cercas, entendedlobien, y después colocaréis un centinela delantede vuestros pabellones.-¿Podemos encender nuestro fuego antes dereconocer, mi ayudante? -preguntó Llave de losCorazones.Gerard inclinó la cabeza.-Bien lo ves -dijo Buen Pie a Llave de losCorazones, -el ayudante hace mal en confiarse a este

268avispero; si Hulot nos mandase, no se habría metidoaquí; estamos como en una trampa.-¡Qué tonto eres! -exclamó Llave de los Corazones-¿Cómo no comprendes tú, siendo tan pícaro ymalicioso, que esta garita es el castillo de esa amabledama a la que nuestro alegre Merle, el más acabadode los capitanes dispensa todas sus atenciones? Y secasará con ella; esto es claro como el agua, y seráuna honra para la media brigada...-Es verdad, Buen Pie, y puedes añadir que estasidra es buena, pero no la bebo a gusto delante deesas cercas, pues siempre me parece estar viendo aLarose y a su compañero en el foso de la Peregrina.Siempre recordaré la coleta de aquel pobre Larose,que se movía como el aldabón de una puerta grande.-Amigo Buen Pie, tienes demasiada imaginaciónpara ser un soldado, y deberías componer cancionespara el Instituto Nacional.-Si tengo demasiada imaginación -replicó BuenPie -en cambio tú tienes muy poca, y necesitarás muchotiempo para llegar a ser Cónsul.Las. risotadas de los oyentes pusieron fin a ladiscusión, pues Llave de los Corazones no encontrónada que contestar a su antagonista.

269-¿Vienes a la ronda? -preguntó, -Tomará por laderecha -dijo Buen Pie.-Pues yo por la izquierda -respondió sucompañero; -pero antes quiero beber un vaso desidra, pues tengo el gaznate tan pegado como esa

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seda engomada que cubre el magnífico sombrero deHulot.El lado izquierdo de los Jardines que Llave delos Corazones se descuidaba de explorarinmediatamente, era, por desgracia, la orilla peligrosadonde Francina había observado un movimiento dehombres. Todo es fortuito en la guerra. Al entrar enel salón y al dirigir una mirada penetrante a los queallí se hallaban, las sospechas de Gerard renacieronen su alma con más fuerza que nunca, y dirigiéndosede pronto a la señorita de Verneuil, le dijo en vozbaja:-Creo que debéis retiraros muy pronto, pues noestamos seguros aquí.-¿Temeríais alguna cosa en mi casa? -preguntó lajoven sonriendo. -Más seguros os halláis aquí de loque estaríais en Mayena.Una mujer responde siempre de su amante conseguridad; y los dos oficiales se tranquilizaron. Enaquel momento todos pasaron al comedor, a pesar

270de las frases insignificantes relativas a un convidadode mucha importancia que se hacía esperar. Laseñorita de Verneuil pudo entonces, gracias alsilencio que reina siempre al principio de lascomidas, fijar un poco la atención en los que allí seencontraban reunidos en cierto modo por causasuya. Un hecho la sorprendió de pronto: los dosoficiales republicanos se distinguían en aquellaasamblea por su aspecto imponente. Sus largoscabellos, reunidos por detrás en forma de una coletaenorme sobre el cuello, trazaban en sus frentes esaslíneas que comunican tanto candor y nobleza a lascabezas jóvenes. Sus uniformes azules, algo raídos,con vueltas encarnadas, y hasta sus charreterasechadas hacia atrás por efecto de las marchas,realzaban a los dos militares en medio de loshombres allí presentes. «¡Oh! esa es la nación, lalibertad», se dijo la joven: y dirigiendo después unamirada a los relistas, añadió: -«¡Ahí está el Rey consus privilegios!» Y no pudo menos de admirar lafigura de Merle, porque este alegre oficial respondíaexactamente a la idea de esos valerosos soldadosfranceses que saben entonar un aire nacional enmedio de las balas, y no se olvidan de chancearsecon el compañero que cae mal. Gerard imponía:

271grave y sereno, parecía tener una de esas almasrepublicanas que en aquella época abundaban tantoen los ejércitos franceses y a las que las abnegacionesnoblemente obscuras comunicaban una energía ignoradahasta entonces. «He aquí uno de mishombres soñados» -se dijo la señorita de Verneuil,apoyándose en el presente, el cual dominan,destruyen el pasado, pero en provecho delporvenir... » Esta idea la contristó, porque no serefería a su amante, hacia el cual se volvió paravengarse, por otra admiración, de la República, a laque aborrecía ya. Al ver al Marqués rodeado deaquellos hombres audaces, bastante fanáticos ycalculadores del porvenir para atacar a una Repúblicatriunfante, con la esperanza de restablecer unaMonarquía muerta, una religión prohibida, y apríncipes errantes cuyos privilegios se habían extinguido-se dijo: -«Ese hombre no tiene menosimportancia que el otro, porque agachado sobre

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escombros, quiere hacer del pasado el porvenir.» Supensamiento, alimentado de imágenes, vacilabaentonces entre las antiguas y las nuevas ruinas; suconciencia le gritaba entonces que el uno se batíapor un hombre, y el otro por un país; pero habíallegado por el sentimiento a un punto a que se llega

272por la razón, es decir, a comprender que el Rey es elpaís.Al oír resonar en el salón los pasos de unhombre, el Marqués se levantó para salirle alencuentro, y sin duda reconoció al convidado, que,sorprendido al ver aquella reunión, intentó hablar;pero el Marqués le hizo una seña, procurando queno la viesen los republicanos, invitándole a callar y asentarse a la mesa. A medida que los dos oficiales,Merle y Gerard, analizaban las fisonomías de los queallí estaban, las sospechas que habían concebido alpronto renacieron. El traje eclesiástico del abateGudin, y la extravagancia de los que usaban loschuanes, les hacían estar muy sobre sí; redoblaronentonces su atención, y pudieron reconoceragradables contrastes entre los modales de losconvidados y sus discursos. Tan exagerado era elrepublicanismo manifestado por algunos de ellos,como aristocráticos los modales de otros. Ciertasmiradas sorprendidas entre el Marqués y sushuéspedes, algunas palabras de doble sentidoimprudentemente pronunciadas, y, sobre todo, lapoblada barba de algunos convidados, mal oculta enel cuello por las corbatas, terminaron por revelar alos dos oficiales una verdad que les chocó a la vez; y

273se comunicaron sus pensamientos comunes por unamisma ojeada, pues la señora de Gua los habíaseparado hábilmente, y hallábanse reducidos allenguaje de los ojos. Su situación les obligaba a procedercon destreza: no sabían si eran dueños delcastillo o si se les había traído a una emboscada y sila señorita de Verneuil era inocente o cómplice enaquella inexplicable aventura; pero un incidenteinesperado precipitó la crisis antes de que pudieranconocer toda la gravedad. El nuevo convidado erauno de esos hombres fornidos, de mejillas muycoloradas, que se inclinan hacia atrás cuando andan,que al parecer desalojan mucho aire en torno suyo, yque desean atraer las miradas de todos. A pesar desu nobleza había tomado la vida como una bromade la cual se debe sacar el mejor partido posible;parecía ser galante y hombre de talento, a la manerade esos caballeros que, después de terminar sueducación en la Corte, vuelven a sus tierras, y noquieren suponer nunca que han podido envejecer alcabo de veinte años. Esta especie de hombrescarecen de tacto con un aplomo imperturbable ydicen con mucha gracia una tontería. Cuandodespués de manejar el tenedor con la habilidadpropia de un gran gastrónomo paseó su mirada

274sobre los convidados, su asombro redobló al ver losdos oficiales, e interrogó con la mirada a la señora deGua, que por toda contestación, le mostró a laseñorita de Verneuil. Al ver a la sirena, cuya bellezacomenzaba a imponer silencio a los sentimientos

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despertados en un principio por la señora de Gua enel alma de los convidados, el corpulentodesconocido dejó escapar una de esas sonrisas.impertinentes y burlonas que parecen contener todauna historia licenciosa. Se inclinó al oído de suvecino a quien dijo dos o tres palabras, que fueronun secreto para los oficiales y para María, pero quecorrieron de oído en oído y de boca en boca hastallegar al corazón de aquel a quien debían herir demuerte. Los jefes de los vendeanos y de los chuanesfijaron sus miradas en el Marqués de Montauran conuna curiosidad cruel; y los ojos de la señora de Gua,observando sucesivamente al Marqués y a la señoritade Verneuil, poseída de asombro, brillaron dealegría; mientras que los oficiales, muy inquietos, seconsultaron esperando el desenlace de aquella escenasingular. Después, en un momento, los tenedoresquedaron inmóviles en todas las manos; en la salareinó un silencio de muerte y todas las miradas seconcentraron en el Marqués. Su rostro palideció

275hasta la lividez; y el joven jefe, volviéndose hacia elconvidado que acabó de pronunciar aquellaspalabras en voz baja, le dijo con tono lúgubre:-¡Muerte de mi alma! Conde, ¿es verdad eso?-Palabra de honor -contestó el Condeinclinándose gravemente.El Marqués bajó los ojos un instante, y loslevantó muy pronto para fijarlos en María, que,atenta a las palabras, recogió aquella mirada llena demuerte.-Daría mi vida -dijo en voz baja, -por vengarmeen este momento.La señora de Gua comprendió esta frase tansólo por el movimiento de los labios, y sonrió aljoven del modo que se sonríe a un amigo a cuyadesesperación se trata de poner fin.El desprecio general a la señorita de Verneuil,pintado en todos los semblantes, puso el colmo a laindignación de los dos republicanos, que selevantaron de repente.-¿Qué deseáis, ciudadanos? -preguntó la señorade Gua.-Nuestras espadas, ciudadana -contestóirónicamente Gerard.

276-No las necesitáis en la mesa -dijo el Marquéscon tono seco.-No; pero vamos a entretenernos con un juegoque ya conocéis -contestó Gerard; -y aquí nosveremos un poco más de cerca que en la Peregrina.Los convidados manifestaron el mayor asombro,pero en aquel instante resonó en el patio unadescarga con terrible uniformidad para los ojos delos oficiales. Estos últimos se lanzaron hacia elpórtico, y allí vieron a un centenar de chuanes queapuntaban a los pocos soldados que habíansobrevivido a su primera descarga, y que tirabansobre ellos como si fueran liebres. Aquellos bretonessalían de la orilla en que Marcha en Tierra los habíaapostado con peligro de su vida, pues en aquellaevolución, y después de los últimos disparos, se oyó,a través de los gritos de los moribundos, la caída dealgunos chuanes en las aguas. Pille-Miche apuntaba aGerard, y Marcha en Tierra mantenía a Merle arespetable distancia.

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-Capitán -dijo fríamente el Marqués a Merle,repitiéndole las palabras que el republicano habíadicho de él, -véd de qué modo los hombres son como los nísperos,que maduran sobre la paja -y con un ademánmostró la escolta entera de los azules tendida sobre

277los ensangrentados haces, donde los chuanesremataban a los vivos, despojando a los muertos conrepugnante serenidad. –Razón tenía yo al deciros-continuó el Marqués -que vuestros soldados nollegarían a la Peregrina. También creo que vuestracabeza estará llena de plomo antes que la mía.Montauran experimentaba una horriblenecesidad de aplacar su cólera: su ironía con elvencido, la ferocidad, la perfidia misma de aquellaejecución militar, llevada a cabo sin orden suya, yque él sinceraba entonces, respondían a los secretosdeseos de su corazón.En su furor, hubiera querido aniquilar a laFrancia entera; los azules sacrificados, los dosoficiales vivos, todos inocentes del crimen de quedeseaba vengarse, se hallaban entre sus manos,como los naipes que destroza un jugadordesesperado.-Prefiero morir así a vencer como vos -dijo Gerard.Y viendo a sus soldados desnudos ysangrientos, exclamó: -¡Haberlos asesinado cobardey fríamente!-Como lo fue Luis XVI, caballero -contestó conviveza el Marqués.

278-Debéis saber -replicó Gerard con altanería, -queen el proceso de un Rey hay misterios que vos nocomprenderéis jamás.-¡Acusar al Rey! -exclamó el Marqués fuera de sí.-¡Combatir a Francia! -replicó Gerard con tonodesdeñoso.-¡Tontería! -dijo el Marqués.-¡Parricidio! -exclamó el republicano.-¡Regicidio!-¡Vamos no elijas el momento de tu muerte paradiscutir! -dijo Merle alegremente.-Es verdad -contestó con frialdad Gerard,volviéndose hacia el Marqués. –Caballero -añadió, -sivuestra intención es darnos muerte, hacednos por lomenos la gracia de fusilarnos en el acto.-Eso está bien dicho -replicó el capitán, ansiosode concluir cuanto antes; -pero cuando se va lejos,amigo mío, y no se podrá almorzar al día siguiente,se cena antes.Gerard se lanzó valerosamente hacia la pared;Pille-Miche le apuntó, mirando al Marqués, quepermanecía inmóvil, y tomando el silencio de su jefepor una orden, disparó su arma contra el ayudantemayor, que cayó como un tronco. Marcha en Tierracorrió a participar de aquel nuevo despojo con Pille-

279Miche, y, como dos cuervos hambrientos, tuvieronuna disputa sobre el cadáver, caliente aún.-Si queréis concluir de cenar, capitán, podéisvenir conmigo -dijo el Marqués a Merle, a quiendeseaba conservar para el canje de prisioneros.El capitán entró automáticamente con elMarqués, diciéndose en voz baja y a manera de

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reprensión:-¡Esa maldita mujer es la causa de esto! ¿Quédirá Hulot?-¡Esa mujer! -exclamó el Marqués con voz sorda.-¿Será decididamente una joven perdida?No parecía sino que el capitán había dadomuerte al Marqués, que le siguió pálido,descompuesto, sombrío y con paso vacilante. En elcomedor había pasado otra escena que, por laausencia del Marqués, tomó carácter tan siniestro,que la señorita de Verneuil, encontrándose sin suprotector, pudo creer en la sentencia de muerteescrita en los ojos de su rival. Al oír la descarga,todos los presentes se habían levantado, excepto laseñora de Gua.-Tranquilizaos -dijo, -no es nada. Vuestros hombresmatan a los azules.- Y cuando vio al Marquésfuera, se levantó y añadió con la calma de una sorda

280cólera: -La señorita que veis venía a apoderarse devuestro jefe para entregarle a la República.-Desde esta mañana hubiera podido entregarleveinte veces, y le he salvado la vida.La señora de Gua se lanzó sobre su rival con larapidez del relámpago; en su ciego arrebato rompiólas débiles cintas de la manteleta de la joven,sorprendida por aquel repentino ataque, y violó conmano brutal el sagrado asilo donde la carta estabaescondida, rasgando el corsé y la camisa. Después,aprovechándose de aquella ocasión para aplacar suenvidia, pasó con tal furor su mano sobre el cuellopalpitante de su rival, que dejó impresas en él lasseñales sangrientas de sus uñas, gozándose en hacersufrir a su víctima tan odiosa prostitución. En ladébil resistencia que María opuso a la furiosa dama,su capita desatada cayó, y sus cabellos se escaparonen rizos ondulantes; su rostro se cubrió de rubor,dos lágrimas ardientes surcaron sus mejillas,comunicando más brillo a sus ojos; y, al fin, lasmiradas de los convidados pudieron ver cómo seestremecían de vergüenza. Al contemplar su dolor,los jueces más endurecidos la habrían consideradoinocente.

281El odio calcula tan mal, que la señora de Gua noechó de ver que nadie la escuchaba mientras quedecía triunfante:-Véd, señores, si he calumniado a esta horriblemujer.-No tan horrible -dijo en voz baja el convidadocorpulento causante del desastre, -a mí me agradanprodigiosamente esos horrores.-He aquí -dijo la vendeana, -una orden firmadapor Laplace y rubricada por Dubois.Al escuchar estos nombres, algunas personaslevantaron la cabeza, y la señora de Gua añadió-Mirad lo que dice:Los ciudadanos comandantes militares de toda graduación,administradores de distrito, procuradores síndicos,etc., de los departamentos insurrectos, y particularmente los delas localidades donde se halla el titulado Marqués deMontauran, jefe de bandoleros y apellidado el Mozo, deberánprestar auxilio a la ciudadana María de Verneuil yconformarse con las órdenes que pueda darles, cada cual en loque le concierna, etc.-¡Una joven de la Opera tomar un nombre

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ilustre para mancharle con semejante infamia!-exclamó la señora de Gua.

282Los oyentes hicieron un movimiento desorpresa.-La partida no está equilibrada si la Repúblicaemplea contra nosotros tan lindas mujeres -dijo alegrementeel Barón de Grenic.-Y, sobre todo, jóvenes que no arriesgan nada --replicó la señora de Gua.-¿Nada? -dijo el caballero de Vissard. -Pues creoque la señorita tiene un dominio que debeproporcionarle buenas rentas.-La República debe reírse al enviarnos tales jóvenescomo embajadoras -exclamó el abate Gudin.-Pero la señorita busca desgraciadamenteplaceres que matan -dijo la señora de Gua con unahorrible expresión de alegría que indicaba el términode sus burlas.-¿Pues, cómo vivís aún, señora? -dijo la víctimairguiéndose, después de reparar el desorden de sutraje.Este sangriento epigrama infundió una especiede respeto a la orgullosa dama, e impuso silencio atodos. La señora de Gua vio dibujarse en los labiosde los jefes una sonrisa cuya ironía la enfureció; yentonces, sin ver al Marqués ni al capitán que

283llegaban, volvióse hacia Pille-Miche y le dijo,señalando a la señorita de Verneuil:-Llévatela; es mi parte de botín, pero te la doy,haz de ella todo cuanto quieras.Al oír la palabra todo, pronunciada por aquellamujer, los presentes se estremecieron, pues detrásdel Marqués se veían las cabezas de Marcha enTierra y de Pille-Miche, y el suplicio se imaginó entodo su horror.Francina, de pie, con las manos juntas y los ojosllenos de lágrimas, parecía estar herida del rayo; perola señorita de Verneuil, recobrando en el peligrotoda su presencia de ánimo, dirigió a la asamblea unamirada de desdén, arrancó la carta que la señora deGua tenía en la mano, y con los ojos secos, perobrillantes, se lanzó hacia la puerta, donde habíaquedado la espada de Merle.Allí encontró al Marqués, frío e inmóvil comouna estatua: nada abogaba en favor de ella, con sumirada fija y su expresión de firmeza; herida en elcorazón, la vida le era odiosa; el hombre que le habíamanifestado tanto amor acababa de oír los insultoscon que la agobiaron, y permanecía allí mudo ante lahumillación que sufrió cuando las bellezas que unamujer reserva para el amor se mostraban a los ojos

284de todos. Tal vez hubiera perdonado a Montauransus sentimientos desdeñosos; pero la indignó habersido vista por él en una situación vergonzosa. Ledirigió una mirada estúpida, llena de rencor, puessentía brotar en su corazón espantosos deseos devenganza, y entonces, al ver la muerte tras sí, suimpotencia la sofocó. En su cabeza se produjocomo un torbellino de locura; su sangre hirviente lahizo ver el mundo como un incendio y, en vez desuicidarse, cogió la espada, la blandió sobre el

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Marqués, y hundióla hasta la empuñadura; mashabiéndose deslizado el acero entre el brazo y elcostado, el Marqués sujetó a María por la muñeca yla sacó de la sala, ayudado por Pille-Miche, que sehabía arrojado sobre aquella mujer furiosa en elmomento en que trató de dar muerte al Marqués.Ante este espectáculo, Francina profirió gritospenetrantes, exclamando con acento de angustia,mientras que seguía a su ama:-¡Pedro, Pedro, Pedro!El Marqués dejó a la reunión estupefacta, y saliócerrando la puerta del salón. Cuando llegó al pórtico,aun estrechaba la muñeca de la joven con un movimientoconvulsivo, mientras que los dedos nervudosde Pille-Miche quebrantaban casi el hueso del brazo;

285pero la señorita de Verneuil no sentía más que lamano abrasadora del jefe, a quien miró con frialdad.-¡Caballero! -le dijo, -¡me hacéis daño¡Por toda respuesta,, el Marqués contemplódurante un momento a su querida.-¿Tenéis alguna cosa que vengar vilmente comoesa mujer lo ha hecho? -dijo la joven. Y mirando loscadáveres tendidos sobre la paja, exclamó estremeciéndose-¡La palabra de un caballero! ¡ja, ja, ja!- Ydespués de esta carcajada que fue espantosa, añadió:-¡Qué hermoso día!-¡Sí, hermoso día, sin el mañana!...Así diciendo, dejó la mano de la señorita de Verneuil,después de contemplar detenidamente aquellahermosa mujer, a la que le era casi imposible renunciar.Ninguno de aquellos dos seres altivos quisierondoblegarse: el Marqués aguardaba tal vez una lágrima;pero los ojos de la joven se conservaron secoscon expresión orgullosa; y entonces se volvióvivamente, dejando a Pille-Miche su víctima.-¡Dios me escuchará, Marqués; yo le pediré paravos un hermoso día sin el mañana!Pille-Miche, algo confuso con tan hermosapresa, se la llevó demostrando un respeto lleno deironía. El Marqués dejó escapar un suspiro, entró en

286la sala, y dejó ver un rostro semejante al de unmuerto cuyos ojos no se hubieran cerrado.La presencia del capitán Merle era inexplicablepara los actores de aquella tragedia, y por eso todosle contemplaron sorprendidos, interrogándose con lamirada. Merle notó el asombro de los chuanes, y sinalterarse, les dijo sonriendo con tristeza:-No creo, señores, que rehuséis un vaso de vinoal hombre que recorre su última etapa.En el momento en que el capitán pronunciabaestas palabras con el aturdimiento propio de unfrancés, que debía agradar a los vendeanos,Montauran se presentó, y su rostro pálido, su miradafija, estremeció a los convidados.-Vais a ver -dijo el capitán, -cómo el muertopondrá en marcha a los vivos.-¡Ah! -exclamó el Marqués, haciendo el gesto deun hombre que despierta, -¡ya veo que está aquí miquerido consejo de guerra!Y tomó una botella de vino de Grave como paradar de beber al capitán.-¡Oh! gracias, ciudadano Marqués, ya podré aturdirme-dijo Merle.Al oír estas palabras, la señora de Gua dijo a los

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convidados con una sonrisa:

287-¡Vamos, ahorrémosle los postres!-Sois muy cruel en vuestras venganzas, señora, --contestó el capitán -Olvidáis a mi amigo asesinadoque me espera, y yo no falto nunca a mis citas.-¡Capitán! -dijo entonces el Marqués arrojándolesu guante, -¡sois libre! ¡Ah! tenéis un pasaporte; loscazadores del Rey saben que no se debe matar todala caza.-¡Venga, pues, la vida! -contestó Merle; -perohacéis mal, pues aseguro que os acusaré de firme, sinhaceros gracia. Podéis ser muy hábil, pero no valéistanto como Gerard, y aunque vuestra cabeza nopueda nunca pagarme la suya, me será necesaria y latendré.-Parece que es cosa que urge -repuso el Marqués.-¡Adiós! -dijo el capitán. -Yo podía beber conmis verdugos, pero no debo quedarme con losasesinos de mi amigo.Y desapareció dejando a los convidadosposeídos de asombro.-Y bien, señores, ¿qué me decís de los regidores,de los cirujanos y de los abogados que dirigen la República?-preguntó fríamente el Mozo.-¡Voto al diablo! Marqués -contestó el Conde deBauvan, -de todos modos, parece que están muy mal

288educados. El que acaba de marcharse se hapermitido una impertinencia.La brusca retirada del capitán tenía un motivosecreto.La mujer tan despreciada y humillada, que tal vezsucumbía en aquel instante, había dejado ver enaquella escena bellezas tan difíciles de olvidar, que sedecía en aquel momento:-Si es una mujer libre, no tiene nada de vulgar, yseguramente haré de ella mi esposa...Desesperaba tan poco de salvarla de manos deaquellos salvajes, que su primer pensamiento al verselibre, fue tomarla en lo futuro bajo su protección.Por desgracia, al llegar al pórtico, el capitán vio elpatio desierto, paseó una mirada en torno suyo, y nooyó más que las ruidosas y lejanas risotadas de loschuanes que bebían en los jardines, compartiéndoseel botín. Entonces se aventuró a dar la vuelta por elcuerpo del edificio fatal, delante del que se habíafusilado a sus compañeros, y desde allí, al débilresplandor de algunas velas, distinguió los diversosgrupos que formaban los cazadores del Rey; pero nohalló a Pille-Miche, ni a Marcha en Tierra. ni a lajoven. En aquel momento sintió que le tiraban

289suavemente de la casaca, y al volverse vio a Francinade rodillas.-¿Dónde está? -preguntó.-No lo sé. Pedro me ha obligado a retirarme, ordenándomeque no me mueva.-¿Por dónde han ido?-Por allí -repuso la joven, mostrando la calzada.El capitán y Francina vieron entonces en aquelladirección algunas sombras, proyectadas en las aguasdel lago por la luz de la luna, y reconocieron formasfemeninas, cuya delicadeza, aunque confusa, les hizo

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latir el corazón.-¡Oh! es ella -dijo la bretona.La señorita de Verneuil parecía estar de pie y resignadaen medio de aquellas figuras, cuyosmovimientos acusaban una discusión.-¡Son varios! -exclamó el capitán, -pero es igual,marchemos-Vais a dejaros matar en balde -dijo Francina.-Ya he muerto hoy una vez -contestó el capitánalegremente.Y los dos se encaminaron hacia el sombrío lugardonde ocurría aquella escena, pero en medio del camino,Francina se detuvo.

290-¡No -dijo con dulzura, -no iré más lejos! Pedrome ha dicho que no me mezcle en nada, y conozcoque le echaremos a perder todo. Haced lo quegustéis, señor oficial, pero alejaos, porque si Pedroos viese junto a mí, os mataría.En aquel momento Pille-Miche se dejó ver,llamó al postillón que había quedado en la cuadra, yal divisar al capitán, exclamó apuntándole con sufusil:-¡Por Santa Ana de Auray, el rector de Antraintenía mucha razón al afirmarnos que los azulesfirman pactos con el diablo! ¡Espera, espera, y yaverás como te hago resucitar!-¡Eh! se me ha perdonado la vida -le gritó Merleal verse amenazado. -He aquí el guante de tu jefe.-Sí, esos son los espíritus -replicó el chuan; -peroyo no te doy la vida. ¡Ave María!Y disparó su arma; la bala tocó al capitán en lacabeza, y cuando Francina se acercaba a él, le oyópronunciar indistintamente estas palabras:-Prefiero quedarme con ellos, que no volversolo.El chuan se lanzó sobre su víctima paradespojarla; pero al ver en la mano de Merle, quehabía hecho el ademán de mostrar el guante del

291Mozo, aquella salvaguardia sagrada, quedóestupefacto y exclamó:-¡No quisiera estar en la piel del hijo de mi madre!Y desapareció con la rapidez de un pájaro.Para comprender este encuentro tan funestopara el capitán, es necesario seguir a la señorita deVerneuil cuando el Marqués presa de ladesesperación y de la rabia, se hubo separado de ella,abandonándola en manos de Pille-Miche. Francinatomó entonces el brazo de Marcha en Tierra por unmovimiento convulsivo, y reclamó con los ojosllenos de lágrimas la promesa que le había hecho. Apocos pasos de ellos, Pille-Miche, llevándose a suvíctima, tiraba de ella como de un fardo; María,sueltos los cabellos y la cabeza inclinada, tenía fijoslos ojos en el lago; pero sujeta por un puño de acero,debió seguir con lentitud al chuan, que se volvióvarias veces para mirar a su víctima o para hacerleapresurar su marcha, y cada vez, un pensamientoalegre hacía entreabrir sus labios por una espantosasonrisa.-¡Y es muy hermosa la muchacha!... exclamó conénfasis.

292

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Al oír esto, Francina recobró el uso de lapalabra.-¡Pedro! -exclamó.-¿Qué hay?-¿Conque va a matar a la señorita?-No ahora mismo -contestó Marcha en Tierra.-Pero ella se defenderá, y si muere, yo morirétambién.-¡Ah, bah! tú la amas demasiado, y por lo tanto,que muera -repuso el chuan.-Si somos ricos y felices, a ella es a quien lodebemos; pero no importa, tú has prometido librarlade toda desgracia; pero quédate ahí y no te muevas.El brazo de Marcha en Tierra quedó libre en elmismo instante, y Francina, presa de la másespantosa inquietud, esperó en el patio. Marcha enTierra se reunió con su compañero en el momentoque éste último, después de entrar en la granja, habíaobligado a su víctima a subir en el coche. Pille-Michereclamó la ayuda de su compañero para sacar aquélafuera.-¿Qué quieres hacer con todo eso? -le preguntóMarcha en Tierra.-Me han dado la mujer, y me pertenece todo loque es de ella.

293-En cuanto al coche, está bien; pero la mujer tesaltará al rostro como una gata.Pille-Miche profirió una ruidosa carcajada.-¡Quiá! -exclamó; -me la llevo a mi casa, y allí laataré.-¡Vaya, pues enganchemos los caballos! -dijoMarcha en Tierra.Un momento después, el chuan, que habíadejado a su compañero guardando su presa, condujoel vehículo hasta la calzada, y Pille-Miche subió ysentóse junto a la señorita de Verneuil, sin notar queésta tomaba impulso para precipitarse en elestanque.-¡Escucha, Pille-Miche! -exclamó Marcha enTierra.-¿Qué?-Te compro todo tu botín.-¿De veras? -preguntó el chuan tirando de lasfaldas a su prisionera, como pudiera hacerlo uncarnicero con un ternero que se le escapa.-Déjame verla y te fijaré un precio.La desgraciada joven se vio obligada a bajar ypermaneció entre los dos chuanes, que, sujetándolacada cual con una mano, la contemplaron; como losdos viejos debían contemplar a Susana en su baño.

294-¿Quieres -dijo Marcha en Tierra, dejandoescapar un suspiro, -quieres seis pesos de buenarenta?-¿Bien, verdad?-¡Toca esos cinco! -dijo Marcha en Tierratendiendo su mano.-¡Oh! con mucho gusto; con eso ya podré tenerbretonas y lindas mujeres; pero ¿de quién será elcoche? -preguntó Pille-Miche recapacitando.-¡Mío! -gritó Marcha en Tierra con una vozterrible que indicaba la superioridad que su carácterferoz le daba sobre todos sus compañeros.-Pero ¿y si hay oro en el coche?-¿No me has dado la mano?

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-Sí.-Pues bien; ve a buscar el postillón, que estáagarrotado en la cuadra.Pero si hubiese oro en...-¿Hay dinero? -preguntó Marcha en Tierrabrutalmente a María sacudiéndole el brazo.-Poseo un centenar de pesos -contestó laseñorita de Verneuil.Al escuchar estas palabras los dos chuanes semiraron.

295-¡Vamos, amigo mío! -dijo Pille-Miche al oído deMarcha en Tierra, -¡no riñamos por una mujer de losazules! Arrojémosla al estanque con una piedra alcuello, y partamos los cien pesos.-Te doy ese dinero de mi parte del rescate deOrgemont -dijo Marcha en Tierra ahogando otrosuspiro arrancado por ese sacrificio.Pille-Miche, profiriendo una especie de gritoronco, fue en busca del postillón, y su alegría fue ladesgracia del capitán a quien encontró. Al oír ladetonación, Marcha en Tierra se lanzó vivamentehacia el sitio donde estaba Francina, poseída deespanto y de rodillas, junto al pobre capitán, puesaquel espectáculo le había impresionado vivamente.-¡Corre a buscar a tu ama -le dijo el chuan contono brusco; -ya está salvada!Y él mismo corrió en busca del postillón, volviócon la rapidez del relámpago, y pasando de nuevopor delante del cadáver de Merle, vio el guante delMarqués, que la mano muerta estrechabaconvulsivamente aún.-¡Oh, oh! –exclamó -Pille-Miche ha dado un golpede traidor, y no es muy seguro que viva de susrentas.

296Y arrancando el guante de la mano muerta, dijoa la señorita de Verneuil, que se había colocado yacon Francina en el vehículo:-Tomad ese guante; si en el camino os atacasennuestros hombres, gritad: «¡Oh! ¡el Mozo!»; enseñaddespués este pasaporte, y nada malo os sucederá.Francina -añadió volviéndose hacia la joven ycogiendo su mano con fuerza, -he cumplido mipalabra respecto a esa mujer, ahora vente conmigo, yque el diablo se la lleve.-Y ¿quieres que la abandone en este momento? -repuso Francina con voz dolorosa.Marcha en Tierra se rascó la oreja y la frente;después levantó la cabeza y dejó ver sus ojosanimados de una expresión feroz.-Es justo -dijo -te concedo ocho días más, y si alcabo de este tiempo no te reúnes conmigo...-Noconcluyó, pero dando un fuerte golpe con la palmade la mano en su carabina, luego de haber hecho elademán de apuntar a la joven, se escapó sin quereroír más contestación.Apenas el chuan hubo marchado, una voz queparecía salir del estanque, gritó sordamente:-¡Señora, señora!

297El postillón y las dos mujeres se estremecieronde horror, pues algunos cadáveres habían flotadohasta allí; y un azul oculto detrás de un árbol, se dejó

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ver en el mismo instante.-Dejadme subir a la trasera de vuestro coche, osoy hombre muerto –dijo -El condenado vaso de sidraque Llave de los Corazones quiso beber hacostado mucha sangre. ¡Si me hubiese imitadohaciendo su ronda, nuestros pobres compañeros nose hallarían ahí flotando en el agua!Mientras que sucedía todo esto fuera, los jefesenviados de la Vendée y los de los chuanesdeliberaban con el vaso en la mano, bajo lapresidencia del Marqués de Montauran. Frecuenteslibaciones de vino de Burdeos animaron aquelladiscusión, que llegó a ser importante y grave al fin dela comida. Al servirse los postres, cuando quedódecidido cuál sería la línea común de las operacionesmilitares, los realistas brindaron por los Borbones.En aquel momento resonó la detonación del tiro dePille-Miche como un eco de la guerra desastrosa queaquellos alegres y nobles conspiradores queríanhacer a la República. La señora de Gua se estremeció,y al movimiento que hizo por el placer quele causaba creerse libre de su rival, los convidados se

298miraron en silencio, y el Marqués, levantándose de lamesa al punto, salió.-¡Y, sin embargo, la amaba! -dijo irónicamente laseñora de Gua -Mejor será que le sigáis, señor deFontaine, porque estará más pesado que las moscassi se lo deja entregarse a la melancolía.La señora de Gua se aproximó a la ventana quedaba al patio para tratar de ver el cadáver de María, ydesde allí pudo ver a los últimos rayos de la luna quese ocultaba, el coche que ascendía por la avenida delos manzanos con una rapidez increíble; el velo de laseñorita de Verneuil flotaba a impulsos del vientofuera del vehículo. Al ver esto, la señora de Guasalió furiosa. El Marqués, apoyado en el pórtico ysumido en una sombría meditación, contemplaba aunos ciento cincuenta chuanes que, después dehaber procedido al reparto del botín, habían vueltopara apurar la sidra y el pan prometido a los azules.Aquellos soldados de nueva especie, en los cuales sefundaban las esperanzas de la Monarquía, bebíanpor grupos, mientras que en la orilla del lago quedaba frente al pórtico, siete u ocho de ellos sedivertían en arrojar al agua los cadáveres de losazules, después de atar en ellos pesadas piedras.Aquel espectáculo, unido al cuadro que presentaban

299los extravagantes trajes y las salvajes expresiones deaquellos hombres indiferentes y bárbaros, era cosatan extraña para el señor de Fontaine, que habíavisto algo de noble y de regular en las tropas vendeanas,que aprovechó aquella ocasión para decir alMarqués de Montauran:-¿Qué esperáis poder hacer con semejantesanimales?-No mucho, querido Conde -contestó el Mozo.-¿Sabrán nunca maniobrar en presencia de losrepublicanos?-Jamás.-¿Podrán ni siquiera comprender y ejecutar vuestrasórdenes?-Jamás.-Pues ¿para qué os servirán?-¡Para hundir mi espada en el vientre de la República

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-replicó el Marqués con voz sonora, -paradarme Fougeres en tres días, y toda la Bretaña endiez! Vamos, caballero -añadió con voz más dulce,-marchad a la Vendée; que d'Antichamp, Suzannet yel abate Bernier maniobren tan rápidamente comoyo sin tratar con el Primer Cónsul, como me lohacen temer (al decir esto estrechó la mano del

300Conde), y de esta manera, dentro de veinte díasestaremos a treinta leguas de París.-Pero la República envía contra nosotros sesentamil hombres, al mando del general Bruno.-¡Sesenta mil hombres! ¿De veras? -replicó elMarqués con una sonrisa burlona -Y ¿con qué haráBonaparte la campaña de Italia? En cuanto algeneral Bruno, no vendrá, pues el Primer Cónsul leha dirigido contra los ingleses en Holanda; en tantoque el general Hedouville, el amigo de nuestro amigoBarras, le substituye aquí. ¿Me comprendéis?Al oírle hablar así, el señor de Fontaine miró alMarqués de Montauran con una expresióninteligente que parecía censurarle por nocomprender él mismo el sentido de las misteriosaspalabras que se le dirigían. Los dos caballeros secomprendieron entonces perfectamente; pero eljoven jefe contestó con una indefinible sonrisa a lospensamientos que se expresaban con los ojos.-¿Señor de Fontaine -preguntó, -conocéis misarmas? Mi divisa: Perseverar hasta la muerte.El Conde de Fontaine cogió la mano deMontauran y se la apretó, diciendo:

301-Me dejaron por muerto en los Cuatro Caminos,y, por lo tanto, no podéis dudar de mí; pero creed enmi experiencia, los tiempos han cambiado.-¡Oh, sí! -dijo Billardiere, interviniendo depronto. Sois joven, Marqués. Escuchadme, vuestrosbienes no se han vendido todos...-¡Ah! ¿Concebís la abnegación sin sacrificio? --preguntó Montauran.-¿Conocéis bien al Rey? -preguntó Billardiere.-¡Sí!-Pues os admiro.-¡El Rey -repuso el joven jefe, -es el sacerdote, yyo me bato por la fe!Y separáronse, el vendeano, convencido de lanecesidad de resignarse a los acontecimientos,conservando su fe en el corazón; Billardiere pararegresar a Inglaterra, y Montauran para combatir conencarnizamiento, y por los triunfos que soñaba,obligar a los vendeanos a cooperar en su empresa.Estos acontecimientos habían producido tantasemociones en el alma de la señorita de Verneuil, quese reclinó abatida y como muerta en el fondo delcoche, dando orden de ir a Fougeres; Francinaguardó silencio como su señora, y el postillón, quetemía alguna nueva aventura, se apresuró a ganar el

302camino real y llegó muy pronto a la cumbre de laPeregrina.María de Verneuil atravesó, en medio de laespesa bruma blanquizca de la mañana, el hermoso yextenso valle de Cuesnon, donde comenzó estahistoria, y apenas pudo entrever desde lo alto de la

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Peregrina la roca donde se eleva la ciudad deFougeres. Los tres viajeros se hallaban aún a ladistancia de tres leguas. Al sentirse transida de frío,la señorita de Verneuil pensó en el pobre hombreque iba detrás del coche, y se empeñóabsolutamente, a pesar de sus negativas, en que fueraa sentarse junto a Francina. La vista de Fougeresinterrumpió un momento sus reflexiones, y, por otraparte, el puesto de guardia situado en la puerta deSan Leonardo, negó la entrada en la ciudad a personasdesconocidas; de modo que la señorita de Verneuildebió presentar su carta ministerial. Entoncesse vio al abrigo de toda empresa hostil una vezdentro de la plaza, en la que, por el pronto, loshabitantes eran sus únicos defensores.El postillón no halló más asilo que la Posada dela Posta.-Señora –dijo el azul a quien había salvado, -sialguna vez necesitáis dar un sablazo a un particular,

303mi vida os pertenece, y seré bueno para esto. Me llamoJuan Falcón, de apodo Buen Pie, sargento de laprimera compañía de mozos de Hulot, quepertenece a la media brigada 62, y que se titula laMayonesa. Dispensad mi condescendencia y mivanidad; no puedo ofreceros más que el alma de unsargento; no tengo más que daros por el pronto, y lapongo a vuestra disposición.Y dando media vuelta se marchó silbando.-Cuanto más se desciende en la sociedad -dijoMaría con amargura, -más se encuentransentimientos generosos sin ostentación. Un Marquésme da la muerte por la vida, y un sargento... En fin,dejemos eso a un lado.Cuando la hermosa parisiense estuvo acostadaen un lecho bien mullido, la fiel Francina esperó envano la palabra afectuosa a que estabaacostumbrada; pero al verla inquieta y de pie, su amale hizo una seña llena de tristeza.-A esto se lo llama un día, Francina -dijo; -peroyo he envejecido diez años.A la mañana siguiente, al levantarse, Corentinose presentó para ver a María, que le autorizó paraentrar.

304-Francina -dijo, -mi desgracia debe ser inmensa,pues la vista de Corentino no me es del tododesagradable.Sin embargo al ver de nuevo a aquel hombre, experimentópor milésima vez una repugnancia instintivaque dos años de conocimiento no habíanpodido dulcificar.-Y bien -exclamó sonriendo, -¿no era él a quienteníais entre las manos?-Corentino -contestó la joven con una expresióndolorosa, -no me habléis de ese asunto sino cuandome refiera a él yo misma.Corentino se paseó por la habitación, dirigiendoa la señorita de Verneuil miradas oblicuas,procurando adivinar los pensamientos secretos deaquella joven singular, cuyo golpe de vista teníabastante alcance para desconcertar en ciertosinstantes a los hombres más hábiles.-He previsto este descalabro -replicó después deun momento de silencio -Si tratáis de establecervuestro cuartel general en esta ciudad, debo

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preveniros que ya he tomado informes, y que noshallamos en el centro de la chuanería. ¿Queréisquedaros? -. La joven contestó con una señalafirmativa, lo cual permitió a Corentino hacer

305conjeturas, en parte verdaderas, sobre losacontecimientos de la víspera. -He alquilado paravos una casa de bienes nacionales, que nadie quierealquilar. Poco adelantados están en este país, puesnadie se atreve a comprar esa barraca porquepertenece a un emigrado que tiene fama de ser muybrutal; está situada cerca de la iglesia de SanLeonardo, y por mi fe que tiene vistas deliciosas. Sinembargo, se puede sacar partido de esa perrera, y esmuy habitable. ¿Queréis venir?-Ahora mismo -contestó la señorita de Verneuil.-Pero aun necesito algunas horas para poner unpoco de orden y aseo, con objeto de que loencontréis todo a vuestro gusto.-¿Qué importa? -dijo la joven -Habitaría en unclaustro, y hasta en una prisión; pero, en fin, hacedde modo que esta noche pueda descansar allí en lamás completa soledad. Id, y dejadme ahora, porquevuestra presencia me es intolerable. Quiero estar solacon Francina, pues tal vez me entenderé mejor conella que conmigo misma... ¡Idos, ¡Idos!Estas palabras pronunciadas con volubilidad,pero no exentas de coquetería, de despotismo o depasión, anunciaron en la joven una tranquilidadperfecta. El sueño había analizado, sin duda,

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lentamente, las impresiones del día anterior, y lareflexión le había aconsejado la venganza. Si algunassombrías expresiones se manifestaban alguna vez ensu rostro, parecían indicar la facultad que ciertasmujeres tienen para sepultar en su alma lossentimientos más exaltados, y ese disimulo que lespermite sonreír con gracia, preparando la pérdida desu víctima. Permaneció sola ocupada en buscarcómo podría llegar a tener entre sus manos alMarqués vivo. Por primera vez, aquella mujer habíavivido según sus deseos; pero de esta vida no lequedaba más que un sentimiento, el de la venganza;pero una venganza infinita, completa. Este era suúnico sentimiento, su única pasión, y por eso laspalabras y las atenciones de Francina fueron inútiles;María continuó muda, parecía dormir con los ojosabiertos; y aquel largo día transcurrió sin que ningúnademán ni acto alguno indicaran esa vida exteriorque da testimonio de nuestros pensamientos.Permaneció echada en una especie de otomana quehabía formado con sillas y almohadines, yúnicamente por la noche pronunció con aparenteindiferencia estas palabras, mirando a Francina:-Hija mía, ayer comprendí que se pudiera vivirpara amar; hoy comprendo que se pueda morir para

307vengarse. Sí, para ir a buscarle allí donde seencuentre, para encontrarle de nuevo, seducirle ytenerle por mío, daría mi vida; pero si de aquí apocos días no tengo a mis pies, humilde y sometido,a ese hombre que me despreció, si no hago de él milacayo, me creeré inferior a todo, y ya no seré una

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mujer, ya no seré lo que soy.La casa que Corentino había ofrecido a laseñorita de Verneuil guardaba suficientes recursospara satisfacer la afición al gusto y a la elegancia,innato en aquella joven; y reunió todo cuanto sabíaque debía complacerla, mostrando el celo de unamante por su querida, o mejor, el servilismo de unhombre poderoso que trata de cortejar a algunasubalterna que necesita. Al día siguiente fue aproponer a la señorita de Verneuil que fuera a laimprovisada casa.Aunque no hizo más que pasar de su malaotomana al antiguo sofá que Corentino había sabidoencontrar para ella, la fantástica parisiense tomóposesión de aquella casa como de una que le hubiesepertenecido. Mostró al principio indiferencia a todolo que veía, pero después sintió repentina simpatíapor los menores muebles, los cuales se apropió alpunto como si los hubiera conocido hacía largo

308tiempo. Estos detalles vulgares no son indiferentespara dar a conocer uno de esos caracteresexcepcionales, hubiérase dicho que un sueño lahabía familiarizado previamente con aquella morada,donde vivió con su odio como podía haber vividocon su amor.-No he dejado de excitar en él -se decía -esa insultantepiedad que mata, y no le debo la vida. ¡Oh!¡qué desenlace para mi primer amor, el único y el último!-.Y lanzándose de un salto sobre Francina,asustada, le preguntó: -¿Amas tú? ¡Oh! sí, tú amas,ya lo recuerdo. ¡Ah! es una dicha tener a mi lado unamujer que me comprenda. ¡Pues bien! mi pobreFrancina, ¿no consideras tú al hombre un serespantoso? Decía que me amaba, y no ha resistido ala más ligera prueba, pero si el mundo entero lehubiera rechazado, para él hubiera sido mi alma unasilo y si el Universo entero le hubiese acusado, yohabría sido su defensora. En otro tiempo veía elmundo lleno de seres que iban y venían, y todoseran para mí indiferentes; el mundo era triste, y nohorrible; pero ahora, ¿qué es el mundo sin él? Viviráahora sin que yo esté a su lado, sin que le vea, sinhablarle y sin sentirle, pero si llego a tenerlo, no le

309dejaré escapar... -¡Ah! ¡más bien le mataría yo mismadurante su sueño!Francina, espantada, contempló un momento asu señora silenciosamente.-¡Matar a quien se ama!... -murmuró con vozdulce.-¡Ah! cierto que sí, cuando ya no ama.Pero después de estas palabras terribles ocultó elrostro entre sus manos, sentóse otra vez y guardósilencio.Al día siguiente, un hombre se presentóbruscamente ante la señorita de Verneuil sin seranunciado, tenía el rostro de expresión severa; eraHulot; y la joven se estremeció al fijar en él sumirada.-¿Venís -preguntó, -a pedirme cuenta devuestros amigos? Han muerto.-Ya lo sé -contestó Hulot; -pero no al servicio dela República.-Por mí y por mi causa -replicó la señorita deVerneuil -¡Ahora me hablaréis de la patria! ¿Devuelve

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ésta la vida a los que mueren por ella, o losvenga siquiera? Pues yo los vengaré-, exclamó.Las trágicas imágenes de la catástrofe de que fuevíctima se habían desarrollado de pronto en su ima-

310ginación, y aquella joven graciosa que ponía el pudoren primer término en los artificios de la mujer, tuvoun arrebato de locura, y se adelantó con pasonervioso hacia el comandante asombrado.-Por algunos soldados asesinados, yo hará caerbajo el hacha de vuestro cadalso una cabeza que valemiles de otras. Las mujeres hacen la guerra muy raravez; pero en mi escuela, y por más que seáis viejo,podréis aprender buenas estratagemas. Entregaré avuestras bayonetas una familia entera, sus abuelos yél, su porvenir y su pasado. Todo lo que tuve debuena y sincera para él, lo tendré ahora de pérfida yfalsa. Si, comandante, quiero atraer a ese caballeritoa mi lecho a fin de que salga de él para ir a la muerte.Esto es; jamás tendré rival... el miserable ha pronunciadoél mismo su sentencia al decir: ¡un día sin elmañana! Vuestra República y yo quedaremos vengadas-añadió la joven con un tono singular que estremecióa Hulot, -y morirá por haber hecho armascontra su país. ¡Francia me robaría mi venganza!¡Ah! ¡qué poca cosa es una vida! Una muerte no expíamás que un crimen; pero si ese caballero no tienemás que una cabeza que dar, yo emplearé toda unanoche para hacerlo comprender que pierde más deuna vida. Ante todo, comandante, vos, que le

311mataréis -añadió con un suspiro, -haced de maneraque nada revele mi traición, y que muera convencidode mi fidelidad; que no vea más que mi persona ymis caricias.La señorita de Verneuil calló; pero a través de lapúrpura de su rostro, Hulot y Corentino echaron dever que la cólera y el delirio no ahogabanenteramente el pudor. María se estremeció alpronunciar las últimas palabras, y las escuchó denuevo como si dudase de haberlas pronunciado,haciendo los gestos involuntarios de una mujer aquien se le escapa un velo.-Pero ¿le tenéis entre las manos? -preguntó Corentino.-Probablemente -contestó María con amargura.-¿Por qué haberme detenido cuando yo le teníaya en mi poder? -replicó Hulot.-¡Oh! comandante, ignorábamos que fuese él.De repente, aquella mujer agitada, que paseandopor la habitación dirigía miradas ardientes a los dosespectadores de aquella escena, se calmó.-No me reconozco -dijo con tono varonil -Pero¿por qué hablar? Es preciso ir a buscarle.-¡Ir a buscarle! -exclamó Hulot. -Hija mía, espreciso tener cuidado, porque no somos dueños de

312la campiña, y si os aventuráis a salir de la ciudad,seréis cogida o muerta antes de recorrer cien pasos.-Jamás hay peligros para los que quierenvengarse –contestó la joven haciendo un ademán dedesdén para alejar de su presencia a aquellos doshombres, a quienes se avergonzaba de ver.-¡Qué mujer! -exclamó Hulot retirándose conCorentino -¡Vaya una idea que ha tenido en París

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esa gente de policía! Pero no nos le entregaránnunca -añadió encogiéndose de hombros.-¡Oh! seguro es que sí -contestó Corentino.-¿No veis que le ama? -repuso Hulot.-Pues precisamente por eso -dijo Corentino, -yademás -añadió mirando al comandante, que parecíaasombrado, -yo estoy aquí para impedirle que hagatonterías, pues en mi opinión, compañero, no hayamor que valga sesenta mil pesos-. Cuando estediplomático del interior se separó del comandante,Hulot le siguió con los ojos, y cuando no oyó yasino el rumor de sus pasos, suspiró y díjose a símismo:-¡Algunas veces es una fortuna no ser más queun animal como yo! ¡Truenos de Dios! Si llego aencontrar al Mozo, nos batiremos cuerpo a cuerpo operderá mi nombre, porque si ese zorro me lo

313entregase para juzgarle, ahora que han creadoconsejos de guerra, creería tener la conciencia tansucia como la camisa de un soldado joven que entraen fuego por primera vez.La matanza de la Vivetiere y el deseo de vengar asus dos amigos contribuyeron tanto a inducir aHulot a encargarse otra vez del mando de su mediabrigada, como la contestación por la cual el nuevoministro, Berthier, le declaraba que su dimisión noera aceptable en las circunstancias presentes. Alpliego del Ministerio iba unida una carta confidencialen la que, sin decirle nada de la misión que se habíaconfiado a la señorita de Verneuil, le escribía queaquel incidente, del todo extraño a la guerra, nodebía detener las operaciones. La participación delos jefes militares, decía, se debía reducir en aquelasunto a secundar a la digna ciudadana, si fueranecesario. Al tener noticia por los informes recibidos,que los movimientos de los chuanes anunciaban unaconcentración de sus fuerzas hacia Fougeres, Hulothabía conducido secretamente por una marchaforzada dos batallones de su media brigada endirección a dicha plaza. El peligro de la patria, elodio a la aristocracia, cuyos partidarios amenazabana una considerable extensión del país, y la amistad,

314todo había contribuido a devolver al viejo militar losbríos de su juventud.-He aquí la vida que yo deseaba -exclamó laseñorita de Verneuil cuando quedó sola conFrancina; -por rápidas que pasen las horas, a mí meparecen siglos por el pensamiento.Así diciendo tomó la mano de Francina, y suvoz como la del primer petirrojo que canta despuésde la tempestad, pronunció lentamente estaspalabras:-Por más que haga, hija mía, siempre veo esosdos labios deliciosos, esa barba ligeramentelevantada y esos ojos de fuego, en tanto que oigo elgrito del postillón... En fin, sueño... Y ¿por quétanto odio al despertar?Y exhalando un profundo suspiro se levantó, ypor primera vez comenzó a contemplar el paísentregado a la guerra civil por aquel cruel caballero aquien quería atacar por sí sola. Seducida por la vistadel paisaje, salió para respirar más a su gusto bajo elcielo; y si continuó su camino a la aventura, sus piesla condujeron hacia el paseo de la ciudad, por ese

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maleficio de nuestra alma que nos hace buscaresperanzas en lo absurdo. Los pensamientosconcebidos bajo el imperio de ese encanto se

315realizan con frecuencia; pero entonces se atribuye laprevisión a esa fuerza llamada presentimiento; poderinexplicable, aunque verdadero, que las pasionesencuentran siempre complaciente, como uncortesano que, entre sus embustes, dice en ciertasocasiones la verdad.

316CAPITULO IIIUn día sin el Mañana.Habiendo dependido los últimosacontecimientos de esta historia de la disposición delos lugares donde ocurrieron, es indispensable haceruna detallada descripción de éstos, sin la cual eldesenlace sería difícil de comprender.La ciudad de Fougeres está situada, en parte,sobre una roca que parece haber caído delante de lasmontañas que cierran por el Poniente el gran vallede Cuesnon, y toman diversos nombres, según laslocalidades. La Ciudad está separada de las montañaspor un desfiladero en cuyo fondo se desliza unriachuelo llamado el Nançon. La parte de roca quemira al Este tiene por punto de vista el paisaje que secontempla desde la cumbre de la Peregrina, y la quemira al Oeste tiene por todo horizonte el tortuoso

317valle del Nançon; pero hay un sitio desde donde sepuede abarcar a la vez un segmento del círculoformado por el gran valle y los graciosos contornosdel pequeño que viene a unirse con aquel. Este lugar,escogido por los habitantes para su paseo, y adondese proponía ir la señorita de Verneuil, fueprecisamente el teatro donde iba a tener su desenlaceel drama comenzado en la Vivetiere. Así es que, porpintorescos que sean los demás puntos de Fougeres,la atención debe fijarse tan sólo en los accidentes delpaís que se ven más arriba del paseo.Para dar una idea del aspecto que presenta laroca de Fougeres vista de este lado, se la puedecomparar con una de esas inmensas torres en cuyoexterior los arquitectos sarracenos hacían dar vueltade piso en piso a unos anchos balcones unidos entresí por escaleras de caracol. En efecto, aquella rocaestá terminada por una iglesia gótica cuyos pequeñoscapiteles, con el campanario y los botareles, lecomunican casi la forma acabada de un pilón deazúcar. Delante de la puerta de aquella iglesia,dedicada a San Leonardo, hay una pequeña plazairregular cuyas tierras están sostenidas por un murolevantado en forma de balaustrada, y que secomunica por una rampa con el paseo. Semejante a

318una segunda cornisa, aquella explanada se desarrollacircularmente alrededor de la roca, y a pocas toesasbajo la plaza de San Leonardo, hay un espaciosoterreno plantado de árboles, que desemboca en lasfortificaciones de la ciudad. Además, a otras dieztoesas de las murallas y de las rocas que sostienenaquella especie de terrado, debido a una feliz disposición

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de los terrenos y a una paciente industria, hayun camino que da vueltas, llamado Escalera de laReina, abierto en la roca, y que conduce a un puentemandado construir sobre el Nançon por Ana deBretaña. En fin, bajo este camino, que figura unatercera cornisa, varios jardines descienden de terradoen terrado hasta el río, asemejándose a gradas llenasde flores.Paralelamente al paseo, altas rocas, que toman elnombre del arrabal de la ciudad donde se levantan yque se llaman las montañas de San Sulpicio, se extiendena lo largo del río, deprimiéndose en suavespendientes en el gran valle, donde trazan un bruscocontorno hacia el Norte. Aquellas rocas rectas,incultas y sombrías parecen tocar en las del paseo, yen algunos puntos se hallan a un tiro de fusil,protegiendo contra los vientos del Norte un angostoy profundo valle donde el Nançon se divide en tres

319brazos que bailan una pradera llena de fábricas ydeliciosamente plantada.Hacia el Sud, en el sitio donde termina la ciudadpropiamente dicha y principia el arrabal de San Leonardo,la roca de Fougeres forma como un pliegue,es menos empinada, disminuye de altura, y da vueltaal gran valle siguiendo al río, le estrecha contra lasmontañas de San Sulpicio y forma un desfiladero delcual escapan dos arroyos hacia el Cuesnon, dondeaquel río desagua. Este gracioso grupo de colinaspedregosas ha recibido el nombre de Nido de losCrocs; el valle que trazan se llama Valle de Gibarry, ysus fértiles praderas producen una gran parte de lamanteca bien conocida de los golosos con elnombre de manteca de Prée-Valaye.En el sitio donde el paseo desemboca en lasfortificaciones elévase una torre llamada Torre delPapegaut, y a partir de esta construcción cuadrada,sobre la cual se había construido la casa en queestaba la señorita de Verneuil, veíase tan pronto unamuralla como la roca; y la parte de la ciudadasentada sobre esta alta base inexpugnable, describeuna vasta media luna, al extremo de la cual las rocasse inclinan y se hallan socavadas para dejar paso alNançon. Allí está situada la puerta que conduce al

320arrabal de San Sulpicio, cuyo nombre es común paraaquella y para éste, y sobre una eminencia graníticaque domina tres vallecitos en los cuales confluyenvarios caminos, se elevan las antiguas almenas y lastorres feudales del castillo de Fougeres, una de lasmás inmensas construcciones levantadas por losDuques de Bretaña, con altas murallas de quincetoesas y de quince pies de grueso; está resguardada alEste por un estanque de donde sale el Nançon, elcual se desliza por sus fosos y pone en movimientovarios molinos entre la puerta de San Sulpicio y lospuentes levadizos de la fortaleza; al Oeste se halladefendida por las empinadas moles de granito enque reposa.Así, pues, desde el paseo hasta ese magníficoresto de la Edad Media, cubierto en parte por susmantos de hiedra, adornado con sus torrescuadradas o redondas, en las cuales, se puede alojaren cada una un regimiento entero, el castillo, laciudad y su roca, protegidos por murallas rectas, opor escarpaduras cortadas a pico, forman una

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inmensa herradura de caballo, flanqueada porprecipicios, en los que, con ayuda del tiempo, losbretones han trazado algunos estrechos senderos.Acá y allá, varias moles forman salientes como

321ornamentos; aquí las aguas se filtran por grietas dedonde salen árboles ruines, y más lejos, algunasmesetas de granito, menos rectas que las otras,producen hierbas que atraen a las cabras. Por todaspartes se ven brezos que brotan entre grietashúmedas, esmaltando con sus guirnaldas, negrasanfractuosidades, y en el fondo de aquel inmensoembudo, el riachuelo se arrastra en una praderasiempre fértil, cuyo suelo es suave como unaalfombra.Al pie del castillo, y entre varias moles degranito, elévase la iglesia dedicada a San Sulpicio,que da su nombre a un arrabal situado más allá delNançon. Este arrabal, como arrojado en el fondo deun abismo, y su iglesia, cuyo campanario puntiagudono llega a la altura de las rocas, que parecen a puntode caer sobre ella y sobre las cabañas que la rodean,están pintorescamente bañadas por algunosafluyentes del Nançon, sombreados por altosárboles y por jardines. Estos últimos cortan de unmodo irregular la media luna que describen el paseo,la ciudad y el castillo, y producen por sus detallessingulares contrastes con el grave aspecto delanfiteatro que tienen enfrente. Por último, todoFougeres, sus arrabales, sus iglesias, y hasta las

322montañas mismas de San Sulpicio, estánencuadradas por las alturas del Rillé, que formanparte del recinto general del gran valle de Cuesnon.Tales son los rasgos más notables de esanaturaleza cuyo principal carácter es una asperezasalvaje, dulcificada por risueños motivos, por unamezcla feliz de los trabajos más grandiosos delhombre con los caprichos de un suelo accidentadopor inesperadas oposiciones, por no sé qué deimprevisto que sorprende, admira y confunde. Enninguna parte de Francia encuentra el viajerocontrastes tan grandiosos como los que presentan lagran cuenca de Cuesnon y los valles perdidos entrelas rocas de Fougeres y las alturas de Rillé. Son esasbellezas inusitadas en que la casualidad triunfa, y enlas que no falta ninguna de las armonías de laNaturaleza. Aquí aguas claras, límpidas y corrientes;allí montañas revestidas por la poderosa vegetaciónde aquellos países; rocas sombrías y fábricaselegantes; fortificaciones elevadas por la Naturalezay torres de granito construidas por los hombres; ysobre esto, todos los artificios de la luz y de lasombra, todas las oposiciones entre los diversosfollajes, tan apreciados de los dibujantes; grupos decasas donde se agita una población activa, o lugares

323desiertos donde el granito no tolera ni aun losmusgos blancos que se cogen a las piedras; y, porúltimo, todas las ideas que se puedan pedir a unpaisaje: gracia y horror, un poema lleno derenacientes magias, de cuadros sublimes y derusticidades religiosas... ¡La Bretaña está allí en suflor!

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La torre denominada de Papegaut, en la que estáconstruida la casa ocupada por la señorita de Verneuil,tiene sus cimientos en el fondo mismo del precipicio,y se eleva hasta la explanada en forma decornisa que se ve delante de la iglesia de SanLeonardo. Desde esa casa, aislada por tres partes, seabarca a la vez con la vista la gran herradura quecomienza en la torre misma, el valle tortuoso delNançon y la plaza de San Leonardo. Forma parte deuna serie de alojamientos tres veces seculares,construidos con madera, y situados en una líneaparalela al flanco septentrional de la iglesia, con elcual constituyen una especie de pasadizo con salida auna calle en pendiente que costea la iglesia yconduce a la puerta de San Leonardo, hacia la cualdescendía la señorita de Verneuil.María no se cuidó, naturalmente, de entrar en laplaza de la iglesia, bajo la cual se hallaba, y se dirigió

324hacia el paseo. Cuando hubo franqueado la pequeñabarrera pintada de verde que se alzaba delante delposte, la magnificencia del espectáculo hizoenmudecer un momento sus pasiones. Admiró lavasta porción del gran valle de Cuesnon que sus ojosabarcaban desde la cumbre de la Peregrina, hasta lameseta por donde pasa el camino de Vitré, y despuéssu mirada se fijó en las sinuosidades del valle deGibarry, cuyos picos estaban bañados por losfulgores vaporosos del sol poniente. Casi la espantóla profundidad del valle del Nançon, cuyos más altosálamos apenas alcanzaban a las paredes de losjardines situados debajo de la Escalera de la Reina.En fin, avanzó de sorpresa en sorpresa hasta elpunto desde donde podía divisar el gran valle, através del de Gibarry, y el hermoso paisaje circuidopor la especie de herradura que la ciudad formaba,por las rocas de San Sulpicio y por las alturas de Rillé.En aquella hora, el humo de las casas del arrabaly de los valles formaba en los aires una nube que nopermitía distinguir los objetos sino a través de unvelo azulado; los colores demasiado vivos de la luzcomenzaban a debilitarse; el firmamento adquiría untinte agrisado de perlas; la luna proyectaba suresplandor sobre aquel abismo; y todo, en fin, tendía

325a sumir el alma en la meditación, ayudándola aevocar los seres queridos. De repente, ni los tejadosdel arrabal de San Sulpicio, ni su iglesia, cuyaatrevida veleta se pierde en la profundidad del valle,ni los mantos seculares de hiedra que cubren losmuros de la ciudad fortaleza, a través de la cual elNançon hierve bajo las ruedas de los molinos, nada,en fin, la interesó ya. En vano el sol ponientederramó su polvo de oro y sus rojos reflejos sobrelas aguas y los prados, pues la joven permanecióinmóvil delante de las rocas de San Sulpicio. Laesperanza insensata que la condujo al paseo se habíarealizado milagrosamente; a través de los juncos y delas ginestas que crecían en opuestas cimas, creyóreconocer, a pesar de las pieles que vestían, a variosconvidados de la Vivetiere, entre los cuales sedistinguía el Mozo, cuyos menores movimientos semarcaban en medio de la luz dulcificada del solponiente. A pocos pasos detrás del grupo principalvio a su mortal enemiga la señora de Gua. Duranteun momento, la señorita de Verneuil pudo pensar

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que soñaba, pero el odio a su rival le demostró muypronto que todo vivía en su sueño.La atención profunda que en ella excitaba el másligero ademán del Marqués le impidió observar el

326minucioso cuidado con que la señora de Gua leapuntaba con un largo fusil; momentos después, unadetonación despertó los ecos de las montañas, y labala que silbó junto a María pudo darle a conocer ladestreza de su rival. -« ¡Me envía su tarjeta!» -se dijola señorita de Verneuil con una sonrisa. En aquelmismo instante la frase ¿quién vive? se corrió decentinela en centinela desde el castillo hasta la puertade San Leonardo, y reveló a los chuanes que laciudad estaba alerta, puesto que la parte menosaccesible de sus murallas estaba tan bien custodiada.«Es él que va con ella,» se dijo María.Ir en busca del Marqués, seguirle y sorprenderle,fue una idea concebida con la rapidez del relámpago.«Estoy sin armas, sin embargo», se dijo. Y ocurrióleque en el momento de su salida de París habíaechado en una de sus cajas de cartón un elegante puñalque en otro tiempo perteneció a una mulata, ydel cual quiso proveerse al ir al teatro de la guerra,como esos curiosos que se abastecen de álbums paraestampar las ideas que puedan tener en el viaje; peroentonces la sedujo menos la perspectiva de tener quederramar sangre, que el placer de llevar un arma, tanpreciosa, ornada de pedrerías, y entretenerse conaquella hoja de acero, pura como la mirada.

327Tres días antes había sentido vivamente dejaraquella arma en su cajón, cuando, para substraerse alodioso suplicio que le reservaba su rival, habíadeseado matarse. En un momento volvió a su casa,encontró el puñal, lo guardó en su cintura, cubriósus hombros y su talle con un gran chal, y suscabellos con una blonda negra, se puso uno de esossombreros de anchas alas que los chuanes usaban,perteneciente a un criado de su casa, y con esapresencia de ánimo que a veces dan las pasiones,tomó el guante del Marqués, dado por Marcha enTierra como un pasaporte; y después de contestar aFrancina espantada: «¿Qué quieres? ¡Iría a buscarlehasta el infierno!», regresó al paseo.El Mozo se hallaba aún en el mismo sitio, perosolo. A juzgar por la dirección de su anteojo, parecíaexaminar con la escrupulosa atención de un hombrede guerra, los diferentes pasos del río, la Escalera dela Reina, y el camino que, desde la puerta de SanSulpicio, da la vuelta a esta iglesia y se reúne despuéscon las grandes vías bajo el fuego del castillo. Laseñorita de Verneuil se lanzó en los angostossenderos trazados por las cabras y sus pastores en lavertiente del paseo, alcanzó la escalera de la Reina,llegó al fondo del precipicio, cruzó el Nançon,

328atravesó el arrabal, adivinó, como el ave en eldesierto, el camino que debía seguir en medio de laspeligrosas escarpaduras de las rocas de San Sulpicio,ganó muy pronto una senda resbaladiza trazadasobre moles de granito, y, a pesar de las ginestas y delos juncos punzantes, comenzó a trepar con esegrado de energía desconocida tal vez del hombre,

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pero que la mujer impulsada por la pasión poseemomentáneamente. La noche sorprendió a laseñorita de Verneuil en el instante en que trataba dereconocer, a la luz de los pálidos rayos de la luna, elcamino que el Marqués debía haber tomado; y undetenido examen sin ningún éxito, así como el silencioque reinaba en la campiña, le dieron a conocer elretiro de los chuanes y de su jefe. Aquel esfuerzo depasión se debilitó de pronto con la esperanza que lohabía inspirado, y al verse sola, durante la noche, enmedio de un país desconocido, presa de la guerra,comenzó a reflexionar en las recomendaciones deHulot, y en el disparo que la hizo la señora de Gua, yestas reflexiones la hicieron estremecer. Latranquilidad de la noche, tan profunda en lasmontañas, le permitió oír el menor roce de la hojaerrante, aun a gran distancia, y estos leves rumoresvibraban en los aires como para dar una triste

329medida de la soledad y del silencio. El vientosoplaba en la alta región, llevándose las nubes conviolencia, produciendo alternativas de sombra y deluz, cuyos efectos aumentaron su terror,comunicando apariencias fantásticas y espantosas alos objetos más inofensivos. María volvió los ojoshacia las casas de Fougeres, cuyas luces domésticasbrillaban como otras tantas estrellas terrestres, y depronto divisó la Torre del Papegaut. No necesitabamás que recorrer una corta distancia para volver a sucasa; pero esta distancia era un precipicio. Recordababien los abismos que flanqueaban el angostosendero por donde vino, y sabía bien que corría máspeligros si trataba de volver a Fougeres que decontinuar su empresa. Por otra parte, pensó que elguante del Marqués alejaría todos los peligros de supaseo nocturno si los chuanes batían la campiña.Solamente la señora de Gua podía ser temible; alasaltarle esta idea, María estrechó su puñal,procurando dirigirse hacia una casa de campo cuyostejados había entrevisto al llegar a las rocas de SanSulpicio; pero avanzó lentamente, porque hastaentonces había ignorado la sombría majestad quepesa sobre un ser solitario durante la noche, enmedio de un lugar salvaje, donde por todas partes las

330altas montañas se inclinan sobre las cabezas comogigantes reunidos. El roce de su vestido, enredadoen los juncos, le hizo estremecer más de una vez,induciéndola a redoblar el paso, para acortarlo otravez, creyendo que era llegada su última hora.Pero muy pronto las circunstancias tomaron uncarácter que los hombres más valerosos no hubieranresistido tal vez, sobrecogiendo a la señorita deVerneuil de uno de esos terrores que oprimen de talmodo los resortes de la vida, que entonces todo esextremado en los individuos, lo mismo la fuerza quela debilidad. Los seres más débiles dan entoncespruebas de un vigor inaudito, y los más vigorososenloquecen de miedo.María oyó a corta distancia rumores extraños,distintos y vagos a la vez, y siendo la nochealternativamente obscura y luminosa, anunciabanconfusión y tumulto, pareciendo salir del seno de latierra, que retemblaba bajo los pies de una inmensamultitud de hombres en marcha. Un momento declaridad permitió a la señorita de Verneuil ver a poca

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distancia de ella una larga fila de hediondas figurasque se agitaban como las espigas de un campo,deslizándose a manera de fantasmas; pero apenaspudo distinguirlas, pues al punto volvió a reinar la

331obscuridad, ocultándola aquel espantoso cuadrolleno de ojos brillantes. Entonces se levantóvivamente y corrió hacia la altura de un declive paraescapar de tres de aquéllas espantosas figuras, que sedirigían hacia ella.-¿Le has visto? -preguntó uno.-He sentido como viento frío cuando pasó juntoa mí -contestó una voz ronca.-Y yo he aspirado el aire húmedo y el olor de loscementerios -dijo el tercero.-¿Es blanco? -preguntó el primero.-¿Por qué es el único que ha vuelto de todosaquellos que murieron en la Peregrina?-¡Ah! -contestó el tercero, -¿por qué se hacenpreferencias para los que pertenecen al SagradoCorazón? Por lo demás, prefiero morir sin confesión,más bien que vagar como él, sin comer ni beber, sintener sangre en las venas ni carne sobre los huesos.-¡Ah!...Esta exclamación, o mejor, este grito terrible,partió del grupo cuando uno de los tres chuanesseñaló con el dedo las formas esbeltas y el rostropálido de la señorita de Verneuil, que huía convertiginosa rapidez sin que se la oyese.

332-Hele aquí. -Ahí está. -Allí. -Aquí. -Ha marchado.-No. -Sí. -¿Le ves?Estas frases resonaron como el murmullomonótono de las olas que mueren en la orilla.La señorita de Verneuil avanzó valerosamente, yvio las figuras confusas de una multitud que huía alaproximarse ella como poseídas de terror. En aquelmomento, parecíale que la impulsaba una fuerza desconocida;no podía explicarse la ligereza de sucuerpo, y esto era un nuevo motivo de terror paraella. Aquellas figuras que se levantaban en masa a suaproximación, y que parecían echadas en la tierra,proferían gemidos que no tenían nada de humanos.La joven llegó, por último, a un jardín devastado,con las cercas destrozadas. Detenida por uncentinela, le enseñó su guante, y como la luz de laluna iluminase su rostro, la carabina del chuanescapó de sus manos cuando apuntaba a la señoritade Verneuil, pero que a su aspecto profirió un gritoronco. La joven vio grandes edificios, donde algunasluces indicaban aposentos habitados, y pudo llegarhasta las paredes sin encontrar obstáculos. Por laprimera ventana, hacia la cual se encaminaba, divisóa la señora de Gua con los jefes convocados en laVivetiere: aturdida por aquel aspecto y por el

333sentimiento de su peligro, retrocedió hasta unapequeña abertura defendida por gruesos barrotes dehierro, y entonces pudo distinguir, en una larga salaabovedada, al Marqués solo y triste, a dos pasos deella. Los reflejos del fuego, delante del cual estabasentado en una tosca silla, iluminaban su rostro contintes rojizos y vacilantes que comunicaban a la escenala apariencia de una visión. Inmóvil y temblorosa,

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la pobre joven se apoyó en los barrotes, y por elprofundo silencio que reinaba, esperó oírle si decíaalguna cosa. Al verle abatido, desanimado y pálido,se lisonjeó ser una de las causas de su tristeza;después su cólera se convirtió en conmiseración, yésta en ternura, y comprendió de pronto que nohabía sido conducida allí únicamente para vengarse.El Marqués se levantó, volvió la cabeza y se quedóasombrado al ver, como en una nube, la figura de laseñorita de Verneuil; hizo un ademán desdeñoso deimpaciencia, y exclamó:-¡Por todas partes he de ver a este demonio!Este profundo desprecio arrancó a la pobrejoven una carcajada como de loca, que hizoestremecer al joven jefe y le indujo a correr hacia laventana. La señorita de Verneuil huyó; oía tras sí lospasos de un hombre que creyó sería Montauran, y

334para escapar de él no conoció ya obstáculos; hubieraatravesado las paredes y volado por los aires para noleer otra vez en caracteres de fuego estas palabras:¡Te desprecia! grabadas en la frente de aquel hombre.Después de andar, sin saber por dónde pasaba, sedetuvo al sentir un aire húmedo; y espantada por elrumor de los pasos de varias personas, bajó por unaescalera que la condujo al fondo de una cueva.Llegada al último escalón, prestó atento oídopara tratar de reconocer qué dirección tomaban losque la perseguían, mas, a pesar de los ruidosexteriores, bastante fuertes, percibió los lúgubresgemidos de una voz humana que produjeron en ellamayor espanto. Un rayo de luz que partió de lo altode la escalera le hizo temer que sus perseguidoresconocieran su retiro, y para escapar de ellosencontró nuevas fuerzas. Le fue muy difícilexplicarse, pocos instantes después, cuandoreconcentró sus ideas, por qué medios había podidosaltar por la pequeña pared que la ocultó; no echó dever al pronto ni siquiera la molestia que la posiciónde su cuerpo le hacía experimentar; pero al fin llegóa ser para ella intolerable, porque le parecía estar enun nicho demasiado estrecho. Aquella pared,bastante ancha y de granito, formaba una separación

335entre el paso de una escalera y una cueva de dondepartían los gemidos. Muy pronto distinguió undesconocido, cubierto con pieles de cabra, quebajaba por debajo de ella y daba vuelta a la bóvedasin hacer ningún movimiento que indicase prisa.Impaciente por saber si se presentaría algunacoyuntura de salvación para ella, la señorita deVerneuil esperó con ansiedad a que la luz que eldesconocido llevaba iluminase la cueva, en cuyosuelo veía una masa informe, pero animada, quehacía esfuerzos para alcanzar cierta parte de la paredcon repetidos movimientos parecidos a las bruscascontorsiones de una cara que está fuera del agua enla orilla.Una pequeña hacha de resina proyectó muypronto su reflejo azulado e incierto en la cueva. Apesar de la lúgubre poesía que la imaginación de laseñorita de Verneuil prestaba a aquellas bóvedas querepercutían los sonidos de una oración dolorosa,debió reconocer que se encontraba en una cocinasubterránea, abandonada hacía largo tiempo.Iluminada la masa informe, la joven vio que era un

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hombrecillo muy grueso, cuyos miembros se habíanatado con precaución, pero a quien debieron dejarsobre las baldosas húmedas sin cuidado alguno los

336que se apoderaron de él. Al ver al desconocido, quellevaba en una mano el hacha y en la otra una tea, elcautivo lanzó un profundo gemido, el cual produjotal impresión en la sensibilidad de la señorita deVerneuil, que, olvidando su propio terror, sudesesperación y la molestia horrible que le causabatener sus miembros doblados, procuró permanecerinmóvil. El chuan arrojó su tea en la chimenea, yprendió fuego a la leña que allí había sirviéndose desu hacha. La señorita de Verneuil reconocióentonces, no sin espanto, al astuto Pille-Miche, aquien su rival la había entregado, y cuyo rostro,bañado por la llama, se parecía al de uno de esos

hombrecillos de madera toscamente esculpidos enAlemania. La queja del prisionero excitó una ruidosacarcajada del chuan.-Ya ves -dijo al paciente, -que nosotros los cristianosno faltamos como tú a nuestra palabra. Esefuego te desentumecerá las piernas, la lengua y lasmanos, y hasta veo inconveniente en ponértelodebajo de los pies, pues los tienes tan gordos, que lagrasa podría apagarle. Tu casa debe de estar muy malmontada, pues no se pueden dar al amo todas suscomodidades cuando se calienta.

337La víctima exhaló un grito agudo como sihubiese esperado hacerse oír más allá de las bóvedasy atraer algún libertador.-¡Oh! ya puedes cantar cuanto gustes, señor deOrgemont -dijo Pille-Miche; -todos están acostadosallí arriba; Marcha en Tierra me sigue, y él cerrará lapuerta de la cueva.Hablando así, Pille-Miche tocaba con el extremode su carabina los lados de la chimenea, las baldosasde la cocina, las paredes y los hornillos, para ver sidescubría el escondite donde el avaro había ocultadosu oro. Este registro se hacía con tal destreza, queOrgemont permaneció silencioso como si temieraque le hubiese descubierto algún servidor espantado,pues aunque no se hubiese confiado a nadie, suscostumbres hubieran podido dar lugar a induccionesverdaderas. Pille-Miche se volvía a vecesbruscamente para mirar a su víctima, como en esejuego en que los niños tratan de adivinar, por laingenua expresión de aquel que ha ocultado unobjeto convenido, si se acercan o se alejan de él.Orgemont fingió algún espanto al ver al chuangolpear los hornillos, que produjeron un sonidohueco, y al parecer quiso entretener así un poco laávida curiosidad de Pille-Miche. En aquel momento,

338otros tres chuanes, precipitándose en la escalera,penetraron en la cocina de pronto. Al ver a Marchaen Tierra, Pille-Miche dejó de registrar, dirigiendo aOrgemont una mirada que revelaba todo su enojopor no haber satisfecho su codicia.-María Lambrequin ha resucitado -dijo Marchaen Tierra conservando una actitud que indicaba quenada podía interesarle ya después de oír tan grave

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noticia.-Eso no me extraña -contestó Pille-Miche, -puescomulgaba con frecuencia y Dios parecíafavorecerla.-¡Ah, ah! -dijo otro chuan, -eso le ha servido comoun par de zapatos a un muerto. ¡No había recibidola absolución antes de aquel asunto de laPeregrina! El abate Gudin dice que estará dos mesescomo un espíritu antes de volver del todo en sí. Lahemos visto todos pasar delante de nosotros; estabapálida y fría, y parece oler a cementerio.-Y su reverencia ha dicho muy bien que si elespíritu pudiera apoderarse de alguno, le tornaría porcompañero -dijo el cuarto chuan.La figura grotesca de este último interlocutorinterrumpió la meditación religiosa de Marcha enTierra en que le había sumido la realización de un

339milagro que el fervor podría renovar, según el abateGudin, en todos los piadosos defensores de lareligión y del Rey.-Ya ves, Galope-Chopine -dijo al neófito concierta gravedad, -a qué nos conducen las más ligerasomisiones de los deberes impuestos por nuestrasanta religión. Es un aviso que nos da Santa Ana deAuray para que comprendamos que es preciso serinexorables entre nosotros por las menores faltas.Tu primo Pille-Miche ha pedido para ti la vigilanciade Fougeres, el Mozo te la ha confiado, y se terecompensará bien; ¿sabes con qué harinaamasamos la galleta de los traidores?-Sí, señor Marcha en Tierra.-¿Sabes por qué te digo esto? Algunos pretendenque te agradan mucho la sidra y los sueldos grandes;pero aquí no se trata más que de servirnos a nosotros.-Señor Marcha en Tierra, dispensad si os digoque la sidra y los sueldos son dos buenas cosas queno se oponen a la salvación.-Si el primo hace alguna tontería -dijo Pille-Miche,-será por ignorancia.-De cualquier modo que venga una desgracia-gritó Marcha en Tierra con una voz que hizo

340retemblar la bóveda, -el castigo vendrá si hayculpable. Tú me respondes -añadió volviéndosehacia Pille-Miche, -y si cae en falta, lo pagará tupellejo.-Pero dispensad, señor Marcha en Tierra -replicóGalope-Chopine, -¿no os ha sucedido nunca creerque los contra-chuanes eran chuanes?-Amigo mío -replicó Marcha en Tierra consequedad, -que no te ocurra eso nunca, o te cortaréen dos como a un nabo. En cuanto a los enviadosdel Mozo, llevarán su guante; pero desde el asunto dela Vivetiere, la Garza Grande lleva una cinta verde.Pille-Miche empujó vivamente con el codo a sucompañero indicándole a Orgemont que aparentabadormir; pero Marcha en Tierra y Pille-Miche sabíanpor experiencia que nadie había dormitado aún juntoal fuego, y aunque las últimas palabras dichas a Galope-Chopine se hubieran pronunciado en voz baja,como podían haber sido entendidas por el paciente,los cuatro chuanes le miraron todos durante un momento,pensando, sin duda, que el terror le habíaprivado del uso de sus facultades. De repente, a unaligera seña de Marcha en Tierra, Pille-Miche quitó las

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medias y los zapatos a Orgemont, mientras queotros dos chuanes, cogiéndole por la cintura, le

341aproximaron al fuego, entonces Marcha en Tierra,cogiendo un cordel, ató los pies del avaro en lachimenea. El conjunto de estos movimientos y suincreíble celeridad hicieron proferir a la víctimavarios gritos, que llegaron a ser desgarradorescuando Pille-Miche hubo reunido el fuego debajo desus piernas.-Amigos míos, mis buenos amigos -gritóOrgemont, -vais a hacerme daño... y yo soy cristianocomo vosotros.-¡Mientes con toda tu boca! -le contestó Marchaen Tierra -Tu hermano ha renegado de Dios, y encuanto a ti, compraste la abadía de Javigny. El abateGudin dice que sin escrúpulo alguno se puede asar alos apestados.-Pero, hermanos en Dios, yo no rehuso enpagaros.-Te habíamos concedido quince días de tiempo;han transcurrido dos meses, y Galope-Chopine noha recibido nada aún.-¿Tú no has recibido nada, Galope-Chopine?-preguntó el avaro con desesperación.-Nada, señor Orgemont -contestó el chuanespantado.

342Los gritos, que se habían convertido en unaespecie de gruñidos como el estertor de unmoribundo, resonaron otra vez con terribleviolencia, pero acostumbrados a este espectáculo, loscuatro chuanes contemplaban tan fríamente aOrgemont, que se retorcía como un condenado, quese asemejaban a viajeros delante de la chimeneaesperando a que el asado estuviese a punto paracomérselo.-¡Yo me muero, yo me muero! -gritó la víctima,-y no tendréis mi oro.A pesar de la violencia de estos gritos,Pille-Miche observó que el fuego no tostaba aún lapiel, y por lo tanto arregló artísticamente loscarbones de manera que se produjese llama.Entonces Orgemont exclamó con voz abatida:-¡Amigos míos, desatadme! ¿Qué deseáis? ¿Cienpesos, mil, diez mil, cien mil? Yo os ofrezcodoscientos...Esta voz era tan desgarradora, que la señorita deVerneuil, olvidando su propio peligro, dejó escaparuna exclamación.-¿Quién ha hablado? -preguntó Marcha en Tierra.

343Los chuanes dirigieron en torno suyo miradas deespanto. Aquellos hombres, tan valientes ante laboca mortífera de los cañones, temblaban ante unespíritu. Solamente Pille-Miche escuchaba sindistraerse la confesión que los dolores crecientesarrancaban a su víctima.-Quinientos pesos, sí, yo los daré -exclamaba elavaro.-¡Bah! ¿Dónde están? -preguntó tranquilamentePille-Miche.-Se hallan bajo el primer manzano... ¡Santa Virgen,en el fondo del jardín, a la izquierda! ... Sois

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unos bandidos... ladrones... ¡Ah! yo me muero, ... allíhay dos mil pesos.-No queremos pesos -replicó Marcha en Tierra-necesitamos libras, pues los pesos de la Repúblicatienen unas figuras paganas que no circularán nunca.-Están en libras, en hermosas monedas de oro;pero desatadme, desatadme... ya, sabéis dónde estámi vida... mi tesoro.Los cuatro chuanes se miraron, como si

preguntaran de cuál de ellos podrían fiarse para ir adesenterrar la suma. En este momento, la crueldadde aquellos hombres horrorizó de tal modo a laseñorita de Verneuil, que, ignorando si su rostro

344pálido la preservaría de todo peligro, gritóvalerosamente con voz grave:-¿No teméis la cólera de Dios? ¡Desatadle, bárbaros!Los chuanes levantaron la cabeza, y al ver en losaires unos ojos que brillaban como estrellas, huyeronespantados. La señorita de Verneuil saltó a la cocina,corrió hacia Orgemont, y le retiró del fuego con talviolencia, que las ligaduras cedieron. Después cortólas cuerdas con el filo de su puñal, y el avaro quedólibre y de pie. La primera expresión de su rostro fueuna sonrisa dolorosa, pero sardónica.-¡Id al manzano, bandidos -exclamó dos veces,-os he engañado, y yo os aseguro que no mecogeréis la tercera!En aquel momento una voz de mujer resonófuera.-¡Un espíritu, un espíritu! -exclamaba la señorade Gua -¡Estúpidos, es ella! ¡Mil pesos a quien metraiga la cabeza de esa ramera!La señorita de Verneuil palideció, pero el avaro,riendo, tomó su mano, atrajo a la joven bajo la campanade la chimenea, la impidió dejar las huellas desu paso, guiándola de modo que no tocase el fuego,el cual tan sólo ocupaba un espacio muy reducido,

345hizo jugar un resorte que levantó la plancha dehierro que servía de pared a la chimenea, y cuandosus enemigos comunes penetraron en la cueva, lapesada puerta del escondite había caído ya sin ruido.La parisiense comprendió entonces el objeto de losmovimientos de carpa que había visto hacer aldesgraciado banquero.-Ya lo veis, señora -exclamó Marcha en Tierra, --el espíritu se ha llevado al azul por compañero.El terror debió ser grande, porque estas palabrasfueron seguidas de tan profundo silencio, que Orgemonty su compañera oyeron a los chuanes recitaren voz baja: Ave sancta Anna Auriaca, gratia plena,Dominus tecum, etc.-Esos estúpidos rezan -exclamó Orgemont.-¿No teméis que se descubra nuestro?... -preguntóla señorita de Verneuil.Una sonrisa del viejo avaro desvaneció el miedode la joven parisiense.-La plancha de hierro está en una especie de mesetade granito que tiene diez pulgadas de profundidad.Y cogiendo con suavidad la mano de sulibertadora, Orgemont la colocó junto a una grietapor donde salían ráfagas de viento fresco, por lo cual

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346comprendió que aquella abertura se había practicadoen el cañón de la chimenea.-¡Ah! ¡ah! -dijo Orgemont, -¡las piernas meescuecen un poco! Esa Burra de Charette, como lallaman en Nantes, no es tan imbécil que piense encontra decir a sus fieles, y sabe muy bien que si nofueran tan brutos no se batirían contra sus intereses.Ya la tenemos rezando también. ¡Buena debe estarrecitando sus oraciones a Santa Ana de Auray!¡Mejor sería que se ocupase en desvalijar algunadiligencia para embolsarme los ochocientos pesosque me debe, que con los intereses y los gastos seaproximan a novecientos cincuenta y seis pesos yalgunos centavos.Terminada la oración, los chuanes salieron. Elviejo Orgemont estrechó la mano de la señorita deVerneuil, como para prevenirla de que el peligroexistía siempre.-No, señora, no, han volado a través de lasparedes, pausa; estaríais aquí diez años sin verlosregresar.-Pero ella no ha salido y aun debe estar aquí-contestó obstinadamente la señora de Gua, a quienllamaban la Burra de Charette.

347-No, señora no, han volado a través de lasparedes. ¿No se llevó también el demonio delante denosotros a un juramentado?-¡Cómo tú, Pille-Miche, avaro como él, noadivinas que el vejete habrá podido bien gastaralgunos miles de libras para construir en loscimientos de esta bóveda un retrete cuya entrada essecreta!El avaro y la joven oyeron una ruidosa carcajadade Pille-Miche.-Es muy verdad -dijo.-Quédate aquí -replicó la señora de Gua, -y espéralosa la salida. Por un sólo tiro de fusil te dará todolo que encuentres en el tesoro del usurero. Si quieresque te perdone por haber vendido a esa joven cuandote ordené que la matases, obedéceme ahora.-¡Usurero! -murmuró el viejo Orgemont. -Puesyo la presté nada más que al nueve por ciento,aunque es verdad que tengo una garantía hipotecaría;pero ¡vaya un agradecimiento!; Idos enhoramala,señora, pues si Dios nos castiga por el mal, ahí estáel demonio para castigarnos por el bien, y el hombrecolocado entre estos dos términos, sin saber nadadel porvenír me ha parecido siempre una regla detres cuya incógnita no se puede encontrar.

348Y dejó escapar un suspiro que le era especial,porque al salir el aire por su laringe, parecía tropezarcon algún obstáculo. El ruido que hicieronPille-Miche y la señora de Gua, sondeando de nuevolas paredes, las bóvedas y las baldosas, pareciótranquilizar a Orgemont, quien, tomando de la manoa su libertadora, ayudóla a subir por una estrechaescalerilla de caracol practicada en una pared degranito. Después de franquear una veintena depeldaños, la luz de una lámpara iluminó débilmentesus cabezas. El avaro se detuvo, y volviéndose haciasu compañera examinó su rostro, como si hubieramirado y revuelto entre sus dedos una letra decambio dudosa, y exhaló un profundo suspiro.

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-Al traeros aquí -dijo después de una pausa, -oshe reembolsado íntegramente el servicio que meprestasteis; de modo que no veo motivo alguno paradaros...-Caballero -contestó la joven, -dejadme; yo noos pido nada.Estas últimas palabras, tal vez el desdén queexpresó aquella hermosa figura, tranquilizaron alviejecillo, pues contestó al punto, no sin suspirar:-¡Ah! al traeros aquí, he hecho demasiado parano continuar...

349Así diciendo, ayudó cortésmente a la joven afranquear algunos escalones singularmentedispuestos, y la introdujo, no sin alguna vacilaciónpor parte de María, en un gabinetito de cuatro piescuadrados, iluminado por una lámpara suspendidade la bóveda. Fácil era de ver que el avaro habíaadoptado todas sus precauciones para pasar más deun día en aquel retiro, si los sucesos de la guerra civille hubiesen obligado a permanecer allí largo tiempo.-No os acerquéis a la pared, porque osmancharíais de blanco -dijo Orgemont.Y puso precipitadamente su mano entre el chalde la joven y la pared, que parecía recientementeblanqueada. El ademán de Orgemont habíaproducido un efecto del todo contrario al queesperaba, pues la señorita de Verneuil miró depronto frente a sí y vio en un ángulo una especie deconstrucción cuya forma le arrancó un grito deterror, pues adivinó que un ser humano se habíarecubierto allí de cal, estando de pie. Orgemont lehizo una señal para invitarla a callarse, y sus ojillosazules revelaron tanto temor como el de sucompañera.-¡Necia, no creáis que le he matado!... Es mi hermano-dijo suspirando de una manera lúgubre; -es el

350primer rector que se juramentó, y he ahí el únicoasilo donde estuvo seguro contra el furor de loschuanes y de los demás sacerdotes. ¡Perseguir a undigno hombre que era tan ordenado! De más edadque yo, él solo tuvo la paciencia de enseñarme elcálculo decimal. ¡Oh! era un buen sacerdote, muyeconómico, y que sabía ahorrar. Cuatro años haceque falleció no sé de qué enfermedad; pero osadvertiré que esos sacerdotes tienen la costumbre dearrodillarse de vez en cuando para orar, y tal vez élno pudo habituarse a permanecer aquí de pie, comoyo... Le puse ahí, pues en otra parte le hubierandesenterrado; mientras que algún día yo podrésepultarlo en tierra sagrada, como decía ese pobrehombre, que no se juramentó sino por terror.Una lágrima se deslizó por las secas mejillas delviejecito, cuya peluca rojiza pareció entonces menosfea a la joven, la cual volvió la cabeza como pararespetar aquel dolor; pero a pesar de suenternecimiento, Orgemont repitió:-No os acerquéis a la pared, porque...Y sus ojos no se apartaban de los de la señoritade Verneuil, esperando así impedirle que examinaracon más atención las paredes de aquel gabinete,donde el aire, muy rarificado, no era suficiente para

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hacer funcionar los pulmones. Sin embargo, Maríaconsiguió ocultar una mirada a su compañero, y porlas singulares prominencias de las paredes, supusoque el avaro mismo las había construido con talegasde plata o de oro. Hacía un instante que Orgemontparecía sumido en un éxtasis grotesco. El dolor quela quemadura le hacía sufrir en las piernas y su terroral ver un ser humano en medio de sus tesoros,revelábanse en cada una de sus miradas, pero almismo tiempo, sus ojos secos expresaban, por unfuego extraño, la generosa emoción que excitaba enél la peligrosa compañía de su libertadora, cuyasmejillas sonrosadas y blancas parecían pedir un beso,y cuyos negros ojos tenían tan dulce mirar, quehacían subir a su corazón oleadas de sangre tanardiente, que no sabía si eran señal de vida o demuerte.-¿Sois casada? -preguntó con voz temblorosa.-No -contestó la joven sonriendo.-Tengo alguna cosa -replicó suspirando, -aunqueno sea tan rico como todos dicen. A una jovencomo vos le deben agradar los diamantes, las alhajas,los coches y el oro -añadió mirando con aire deespanto a su alrededor. -Todo eso puedo darosdespués de mi muerte si quisierais...

352Los ojos del viejo brillaban de codicia, aun enaquel amor efímero; y la señorita de Verneuil nopudo menos de figurarse que el avaro pensaba encasarse con ella para enterrar su secreto en elcorazón de una persona interesada.-El dinero -contestó la joven fijando enOrgemont una mirada de ironía, que le inspiró a lavez alegría y enojo, -el dinero no es nada para mí.Seríais tres veces más rico de lo que sois, si todo eloro que he rechazado estuviese aquí.-No os acerquéis a...-Y, sin embargo -añadió la joven con increíblealtivez, -no me pedían más que una mirada.-Habéis hecho mal, pues era una excelenteespeculación. Pero pensad...-Pensad -interrumpió la señorita de Verneuil, -que acabo de oír resonar allí abajo una voz de la queun solo acento vale para mí más que todas vuestrasriquezas.-Vos no las conocéis...Antes de que el avaro pudiera impedirlo, Maríamovió, tocándola con el dedo, una pequeña láminaque representaba a Luis XV a caballo, y vio derepente bajo de ella al Marqués ocupado en cargarun trabuco. La abertura, oculta por un tablero en el

353que estaba adherida la estampa, parecíacorresponder a algún adorno del techo de lahabitación vecina, donde, sin duda, dormía elgeneral realista. Orgemont empujó con la mayorprecaución la vieja estampa, volviéndola a su lugar, ymiró a la joven con aire severo.-No digáis una palabra si amáis la vida. Nohabéis tendido las redes a un hombre insignificante.¿Sabéis que el Marqués de Montauran posee más decien mil pesos de renta en tierras arrendadas, que nohan sido vendidas aún? Ahora bien, un decreto delos Cónsules, que he leído en el -Primidi de 1'Illeet-Vilaine, ordena que se suspendan los secuestros...¡Ah, ah! ahora os parecerá que ese Mozo es más

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apuesto, ¿no es verdad? Vuestros ojos brillan comodos monedas de oro nuevecitas.Las miradas de la señorita de Verneuil se habíananimado mucho al oír de nuevo el eco de una vozbien conocida. Desde que la joven estaba allí de pie,como sepultada en una mina de plata, su alma,desfallecida por los últimos acontecimientos, sehabía reanimado; parecía haber tomado unaresolución siniestra, entreviendo los medios deponerla por obra.

354-No es posible arrepentirse de semejante,desprecio -se dijo, -y si no ha de amarme, le mataré;no pertenecerá a ninguna otra mujer.-No, señor abate, no -exclamaba el joven jefecuya voz se oía, -es preciso que eso sea así.-Señor Marqués -respondió el abate Gudin conaltanería -escalidalizaríais a toda la Bretaña dandoese baile en San Jaime. Los predicadores y no losbailarines agitarán nuestros pueblos, tened fusiles yno violines.-Señor abate, tenéis bastante talento para saberque tan sólo en una asamblea general de todosnuestros partidarios veré lo que puedo emprendercon ellos.-Una comida me parece más favorable paraexaminar sus fisonomías y conocer sus intenciones,y muy preferible a todos los espionajes posibles, loscuales, además, me causan horror; les haremoshablar con el vaso en la mano.María se estremeció al oír estas palabras, pues alpunto ocurriósele el proyecto de ir a dicho baile yvengarse.-¿Me tomáis por un idiota con vuestro sermónsobre el baile? -continuó Montauran -¡Ignoráis quelos bretones salen de misa para ir a bailar? ¿Ignoráis

355también que los señores de Hyde de Neuville y deAndigné tuvieron, hace cinco días, una conferenciacon el Primer Cónsul acerca de la cuestión dereponer a Su Majestad Luis XVIII? Si me preparo eneste momento para arriesgar un golpe de mano tantemerario, es únicamente para dar a estas negacionesel peso de nuestros zapatos ferrados. ¿Ignoráis quetodos los jefes de la Vendée, y hasta Fontaine,hablan de someterse? ¡Ah! señor abate,evidentemente se ha mentido a los Príncipes sobre elestado de Francia. Las abnegaciones de que se leshabla son de pura posición. Señor abate, si hepuesto el pie en la sangre, no quiero hundirme enella hasta la cintura sino con su cuenta y razón. Mehe consagrado al Rey, y no a cuatro cabezasardientes, a hombres acribillados de deudas, comoRifoel, a..-Decid sin vacilar, caballero, a los abates queperciben contribuciones en medio del camino parasostener la guerra -replicó el abate Gudin.-Y ¿por qué no lo he de decir? -contestó conacritud el Marqués -Aun diré más: los tiemposheroicos de la Vendée han pasado...-Señor Marqués, sabremos hacer milagros sinvos.

356-Sí, como el de María Lambrequin -contestó el

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Marqués sonriendo. -¡Vamos, hablad sin rencor,abate! Sé que os pagáis de vuestra persona, y quesabéis tirar contra un azul con la misma facilidad conque decís un oremus; y; Dios mediante, esperoarreglar la cosa de manera que asistáis, con mitra a lacabeza, a la consagración del Rey.Esta última frase tuvo, sin duda, una influenciamágica en el abate, pues se oyó resonar unacarabina, y exclamó al punto:-Tengo cincuenta cartuchos en el bolsillo, señorMarqués, y mi vida es del Rey.-Ese es otro de mis deudores -dijo el avaro a laseñorita de Verneuil -No me refiero a doscientoscincuenta o trescientos pobres pesos que me tomó apréstamo, sino a una deuda de sangre, que esperoquedará al fin, zanjada. No le sucederá nunca tantomalo como lo que yo le deseo a ese condenadojesuita que había jurado la muerte a mi hermano yque levantaba a todo el país contra él. ¿Por qué?Unicamente porque el pobre hombre tuvo miedo delas nuevas leyes-. Después, aplicando el oído encierto sitio de su escondite, el viejo exclamó:-¡Vamos, ya se van todos esos bandidos! ¡Sinduda tratan ahora de hacer algún otro milagro! ¡Con

357tal que no traten de despedirse de mí como la últimavez, prendiendo fuego a la casa!Al cabo de una media hora, durante la cual laseñorita de Verneuil y Orgemont se miraron como sicada uno de ellos hubiese contemplado un cuadro, lavoz ruda y ronca de Galope-Chopine gritó con todala suavidad que le era posible.-Ya no hay peligro, señor de Orgemont; peroesta vez he ganado bien mis ciento cincuenta pesos.-Hija mía -respondió el avaro, -juradme que cerraréislos ojos.La señorita de Verneuil se cubrió los ojos conuna mano; mas para mayor secreto el viejo apagó lalámpara, cogió a su libertadora de la mano y ayudólaa dar siete u ocho pasos por un angosto pasadizo; alos pocos minutos retiró suavemente la mano de lajoven, y ésta se vio en la habitación que el Marquésde Montauran acababa de abandonar y que era la delavaro.-Hija mía -le dijo el viejo -ahora podéis marchar,y no miréis tanto así alrededor vuestro. Sin duda notenéis dinero, tomad cinco pesos; algunos están corroídos,pero ya pasarán. Al salir del jardínencontraréis un sendero que conduce a la ciudad, ocomo dicen ahora, al distrito; pero los chuanes están

358en Fougeres, y no es de prever que podáis entrar tanpronto; de modo que tal vez necesitéis un asiloseguro. Recordad bien lo que voy a deciros, y no loutilicéis sino en el caso de grave peligro. En elcamino que conduce al Nid-aux-Crocs, por el valle deGibarry, encontraréis una granja donde viveGalope-Chopine, y entraréis en ella diciendo a sumujer: ¡Buenos días, Becanera! Esta mujer os ocultará.Si Galope-Chopine os descubriese, o bien os tomarápor el espíritu, si es de noche, o bien le enterneceráncinco pesos, si es de día. ¡Adiós! ya están saldadasnuestras cuentas. Si quisierais -añadió mostrandocon un ademán los campos que rodeaban su casa-todo eso sería vuestro.La señorita de Verneuil dio gracias con una

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mirada al extraño viejo, y consiguió arrancarle unsuspiro, cuyas entonaciones fueron muy variadas.-Sin duda, me devolveréis mis cinco pesos -dijoOrgemont, -y observad bien que no hablo de losintereses; me los abonaréis en cuenta en casa dePatrat, el notario de Fougeres, que, si quisierais,extendería nuestro contrato matrimonial. ¡Adiós!-Adiós -contestó la joven con una sonrisa y saludándolecon la mano.

359-¡Si necesitáis dinero -gritó después, -yo os prestaríaal cinco! Sí, al cinco solamente. ¿He dicho cinco?...La señorita de Verneuil había marchado ya.-Me parece que es una buena muchacha-murmuró el avaro; -pero cambiaré el secreto de michimenea.Después cogió un pan de doce libras y unjamón, y entró en su escondite.Cuando la señorita de Verneuil se vio en elcampo, le pareció renacer, y la frescura de la mañanareanimó su rostro que hacía algunas horas estabacomo abrasado por una atmósfera ardiente.Entonces trató de encontrar el sendero indicado porel avaro; pero, desde que se había puesto la luna, laobscuridad era tan densa, que debió avanzar a lacasualidad. En breve, el temor de caer en losprecipicios le asaltó de improviso y salvó su vida,pues se detuvo de pronto presintiendo que la tierrale faltaría si daba otro paso; un viento más frescoque acariciaba sus cabellos, el murmullo de las aguas,el instinto, todo, en fin, sirvió para indicarle que sehallaba en la extremidad de las rocas de San Sulpicio.Entonces pasó los brazos alrededor de un árbol, yesperó la aurora con grandes inquietudes, pues oía

360un ruido de armas, caballos y voces humanas, y diogracias a la noche que la preservaba del peligro decaer entre las manos de los chuanes, en el caso deque, como le había dicho el avaro, cercasen aFougeres.Semejantes a esos fuegos nocturnos encendidospara una señal de libertad, algunos resplandoresligeramente purpúreos pasaron sobre las montañas,cuyas bases conservaron tintes azulados quecontrastaron con las nubes de rocío flotantes sobrelos valles. Muy pronto, un disco de rubí se alzólentamente en el horizonte; los cielos sereconocieron; los accidentes del paisaje, elcampanario de San Leonardo, las rocas, las praderassepultadas en la sombra reaparecieron insensiblemente,y los árboles, que coronaban las cumbres,dibujáronse en la luz naciente. El sol se desprendiópor un gracioso impulso del centro de sus tintas defuego, de ocre y de zafiro, y su vivo resplandor searmonizó por líneas iguales de colina en colina,desbordándose de valle en valle; las tinieblas sedisiparon, y la luz del día agobió a la Naturaleza.Una brisa penetrante se agitó en el aire, las avescantaron, la vida se despertó en todas partes; masapenas la joven había tenido tiempo de fijar sus

361miradas en los detalles de aquel paisaje tan curioso,cuando, por un fenómeno muy frecuente en aquellos

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frescos países, los vapores se extendieron en capas,colmaron los valles elevándose hasta las más altascolinas, y sepultaron aquella rica cuenca bajo unmanto de niebla. Poco después, la señorita deVerneuil creyó ver uno de esos mares de hielo queabundan en los Alpes. Luego, aquella atmósferanebulosa formó olas como las del Océano, levantandoondas impenetrables que se balancearon consuavidad, arremolináronse con violencia, yadquirieron a los rayos del sol matices de un colorsonrosado vivo, presentando acá y allá lastransparencias de un lago de plata líquida. Derepente el viento del Norte sopló sobre aquellafantasmagoría, disipando las brumas, quedepositaron en las hierbas un rocío lleno de óxido.La señorita de Verneuil pudo ver entonces unainmensa masa de color pardusco en las rocas deFougeres; setecientos u ochocientos chuanes serevolvían en el arrabal de San Sulpicio, comohormigas en un hormiguero; y los alrededores delcastillo, ocupados por tres mil hombres queacababan de llegar como por magia, fueron atacadoscon furor. La ciudad, dormida, hubiera sucumbido, a

362pesar de sus verdosas murallas y de sus antiguastorres grises, si Hulot no hubiese velado. Unabatería, oculta en una eminencia que se halla en elfondo de la especie de cubeta que las murallasforman, contestó al primer fuego de los chuanes,cogiéndoles de flanco en el camino del castillo, y lametralla les barrió completamente; después, unacompañía salió de la puerta de San Sulpicio, aprovechósedel asombro de los chuanes, y, situándose enorden de batalla en el camino, hizo desde aquí unfuego mortífero. Los chuanes no trataron de resistiral ver las murallas de la fortaleza llenarse desoldados, como si el arte del maquinista hubieseaplicado líneas azules, y hacer un nutrido fuego paraproteger el de los tiradores republicanos. Sinembargo, otros chuanes, dueños del vallecito delNançon, habían franqueado las galerías de la roca yllegaban al paseo, al que subieron en breve,quedando éste a poco cubierto de pieles de cabraque le comunicaron el aspecto de un tejado derastrojo obscurecido por la acción del tiempo. En elmismo instante resonaron fuertes detonaciones en laparte de la ciudad que daba al valle del Cuesnon. Eraevidente que Fougeres, atacada por todos lospuntos, estaba completamente cercada, y el fuego

363que se manifestó en la vertiente oriental de la roca,demostraba que los chuanes incendiaban losarrabales. Sin embargo, las llamas que se elevaban delos tejados de ginesta o de tablas cesaron muypronto, y algunas columnas de humo negroindicaron que el incendio se extinguía. Varias nubesblancas ocultaron otra vez aquellas escenas a laseñorita de Verneuil; pero el viento disipó muypronto aquella bruma de pólvora. Ya el comandanterepublicano había hecho cambiar la dirección de subatería de manera que pudiese enfilar sucesivamenteel valle del Nançon, el sendero de la Reina y la roca,cuando desde lo alto del paseo vio que sus primerasórdenes habían sido ejecutadas admirablemente.Dos cañones, situados junto a la puerta de San Leonardo,limpiaron el hormiguero de chuanes que se

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habían apoderado de aquella posición, mientras quelos guardias nacionales de Fougeres, que habíanacudido presurosos a la de la iglesia, terminaron deahuyentar al enemigo. Este combate no duró apenasmedia hora, y las pérdidas de los azules no llegaron acien hombres. En todas direcciones, los chuanes,vencidos y agobiados, se retiraron en cumplimientode las órdenes reiteradas del Mozo, cuyo atrevidogolpe de mano fracasaba, sin que él lo supiese, a

364consecuencia del asunto de la Vivetiere, que tansecretamente indujo a Hulot a volver a Fougeres. Laartillería no había llegado hasta la noche, pues con lanoticia de un transporte de municiones hubierabastado para que Montauran renunciase a laempresa, que, una vez conocida, no podía menos detener un mal resultado. En efecto, tanto deseabaHulot dar una severa lección al Mozo, como éstepodía desear el triunfo para influir en las determinacionesdel Primer Cónsul. Al primer

cañonazo, el Marqués comprendió, por lo tanto, quesería una locura persistir por amor propio en unaempresa que había fracasado. He aquí por qué, a finde no dejar al enemigo matar sus chuanesinútilmente, se apresuró a enviar siete u ochoemisarios con instrucciones para que se efectuaseprontamente la retirada en todos los puntos. Elcomandante, distinguiendo a su enemigo rodeado deun numeroso consejo, en medio del cual se hallabale señora de Gua, trató de hacer contra ellos unadescarga sobre las rocas de San Sulpicio; pero elparaje estaba demasiado hábilmente elegido para queel joven jefe no se hallase en seguridad. Hulotcambió papeles de improviso, y en vez de atacado seconvirtió en agresor: a los primeros movimientos

365que indicaron las intenciones de retirarse el Marqués,la compañía colocada bajo los muros del castillo sedispuso a cortar la retirada de los chuanesapoderándose de las salidas superiores del valle delNançon.A pesar de su odio, la señorita de Verneuil se declaróen favor de los hombres que su amantemandaba, y volvióse vivamente hacia la otra salidapara ver si estaba libre; pero vio a los azules, sinduda vencedores en el otro lado de Fougeres, quevolvían del valle de Cuesnon por el de Gibarry paraapoderarse de la parte de las rocas de San Sulpiciodonde estaban las salidas inferiores del valle delNançon. De este modo los chuanes, encerrados enla estrecha pradera de aquel desfiladero, parecíandestinados a perecer hasta el último, por lo muyacertadas que habían sido las previsiones del antiguojefe republicano y por la destreza con que tomó susmedidas; pero en estos dos puntos, los cañones quetan bien sirvieron antes a Hulot fueron impotentes.Se empeñaron luchas encarnizadas, y segura ya laciudad de Fougeres, el combate tomó el carácter deun encuentro, al que los chuanes se hallabanacostumbrados. La señorita de Verneuil comprendióentonces la presencia de las masas de hombres que

366había visto en el campo, la reunión de los jefes en

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casa de Orgemont, y todos los sucesos de aquellanoche, sin saber cómo había podido escapar detantos peligros. Aquella empresa, dictada por ladesesperación, le interesó tan vivamente, quepermaneció inmóvil, contemplando los animadoscuadros que se ofrecían a sus miradas. En breve, elcombate que se libraba al pie de las montañas de SanSulpicio tuvo para ella un interés mayor. Al ver a losazules casi dueños de los chuanes, el Marqués y susamigos se precipitaron hacia el valle de Nançon, afin de prestarles socorro; y el pie de las rocas se llenóde una multitud de grupos furiosos, donde sedecidieron cuestiones de vida o muerte, en unterreno y con armas más favorables a los chuanes.Insensiblemente, esta arena movediza se extendió enel espacio; los de las pieles de cabra invadieron lasrocas con ayuda de los arbustos que crecían acá yallá; y la señorita de Verneuil tuvo un momento detemor al ver, un poco más tarde, a sus enemigosocupando las cimas, donde defendieron con furorlos senderos peligrosos por donde se llegaba. Comotodas las salidas de aquella montaña estabanocupadas por los dos partidos, la joven tuvo miedode encontrarse en medio de ellos y, apartándose del

367grueso árbol detrás del cual se ocultaba, comenzó ahuir, pensando aprovecharse de las indicaciones delviejo avaro. Después de haber corrido durante largotiempo por la vertiente de las montañas de SanSulpicio, que dan al gran valle de Cuesnon, divisódesde lejos un establo, y pensó que dependería de lacasa de Galope-Chopine, que debía haber dejado asu mujer sola durante el combate. Estimulada porestas suposiciones, la señorita de Verneuil esperó serbien recibida en aquella vivienda, y poder pasar allíalgunas horas hasta que le fuese posible regresar sinpeligro a Fougeres. Según todas las apariencias,Hulot iba a triunfar; los chuanes huían tan rápidamente,que oía resonar los tiros en torno suyo, y eltemor de ser herida por alguna bala la hizo apretar elpaso para llegar a la cabaña, cuya chimenea le serviríade escudo. El sendero que seguía desembocabaen una especie de cobertizo, cuyo tejado, cubierto deginesta, estaba sostenido por cuatro gruesos árbolescubiertos aún de su corteza, y una pared de argamasaconstituía el fondo de este cobertizo, en el que seguardaban algunos útiles de labranza. La joven sedetuvo, apoyándose en uno de los postes, sindecidirse a franquear el espacio fangoso que servía

368de patio a esta casa, la cual le pareció desde lejos unestablo.La cabaña, resguardada de los vientos del Nortepor una eminencia que se elevaba sobre el tejado, nodejaba de tener poesía, pues la coronaban retoños deálamos, brezos y flores de la roca formandoguirnaldas. Una escalera rústica, construida entre elcobertizo y la casa, permitía a los habitantes ir arespirar un aire puro en lo alto de dicha roca. A laizquierda de la cabaña la eminencia se deprimíabruscamente, dejando ver una serie de campos, delos cuales el primero dependía indudablemente de lagranja; los demás formaban graciosas florestasseparadas por cercas de tierra con árboles. Elcamino que conducía a estos campos estaba cerradopor un grueso tronco de árbol casi muerto, cercado,

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cuyo nombre nos conducirá después a una digresiónpara caracterizar del todo el país. Entre la escaleraformada en la roca y el sendero cerrado por aquelcorpulento árbol, delante del pantano, veíansealgunas piedras de granito groseramente labradas ysobrepuestas unas a otras, que constituían los cuatroángulos de la cabaña, sosteniendo las tablas y losguijarros con que se habían levantado las paredes.Una mitad del tejado, revestido de ginesta en vez de

369paja, y la otra, revestida de tablas, indicaban dosdivisiones; y en efecto, la una, cerrada por un maltabique de arcilla, servía de establo, mientras que losdueños habitaban en la otra. Aunque la cabañadebiese a la inmediación de la ciudad algunasmejoras completamente perdidas de leguas, ellaexplicaba muy bien la inestabilidad de la vida, a laque las guerras y los usos del feudalismo habíansubordinado tan poderosamente las costumbres desiervo, que aun hoy muchos campesinos de esospaíses denominan morada al castillo donde residenlos señores. Por último al examinar aquellos parajes,con un asombro fácil de comprender, la señorita deVerneuil observó acá y allá, en el fango del patio,varios fragmentos de granito dispuestos de modoque trazasen una senda hacia la habitación, sendaque ofrecía más de un peligro; pero, al oír el fragorde la fusilería que se acercaba sensiblemente, la jovensaltó de piedra en piedra para pedir asilo.Aquella vivienda estaba cerrada por una de esaspuertas que se componen de dos partes; la inferiorde madera muy sólida, y la superior protegida poruna especie de postigo que sirve de ventana. Envarias tiendas de ciertas ciudades insignificantesde Francia se ve el tipo de tal puerta, pero mucho

370más adornada, y provista en la parte inferior de unaespecie de campanilla de aviso; la que nos ocupa,abría por medio de un picaporte de madera digno dela edad de oro, y la parte superior no se cerraba sinodurante la noche, pues la luz del sol no podíapenetrar en el aposento sino por aquella abertura.Cierto que existía una tosca ventana; pero susvidrios, parecidos a fondos de botella, y los macizoslistones de plomo que los sujetaban, ocupaban tantolugar, que esta ventana parecía más propia parainterceptar la luz que no para dejarla pasar. Cuandola señorita de Verneuil hizo girar la puerta sobre susgoznes chillones, sintió espantosos vapores alcalinosque salían en ráfagas de la cabaña, y vio que loscuadrúpedos habían destruido a patadas la pared interiorque les separaba de la habitación. De este modoel interior de la granja, pues lo era en efecto, nodesmentía el exterior. La señorita de Verneuil sepreguntaba si era posible que seres humanoshabitaran en medio de aquel fango organizado,cuando un muchacho andrajoso, al parecer de ochoo nueve años, se presentó de Pronto, mostrando surostro fresco, blanco y sonrosado, con ojos muyvivos, dentadura como el marfil, y una cabellerarubia que pendía en rizos sobre los hombros

371desnudos; sus miembros eran vigorosos y su actitudrevelaba ese gracioso asombro, esa ingenuidad

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salvaje que agranda los ojos de los niños: aquelmuchacho tenía una sublime belleza.-¿Dónde se halla tu madre? -Preguntó la señoritade Verneuil con voz dulce, inclinándose para besarlelos ojos.Después de recibir este beso, el muchacho sedeslizó como una anguila, y desapareció detrás de unmontón de estiércol que se elevaba entre el senderoy la casa en una eminencia. Así como muchoscultivadores bretones, Galope-Chopine empleaba unsistema de agricultura común a casi todos, queconsiste en poner los abonos en lugares elevados demodo que, al servirse de ellos, las aguas llovidas loshayan despojado ya de todas sus cualidades. Dueñadel local por algunos instantes, la joven hubierapodido hacer prontamente el inventario, pues elaposento adonde esperaba a Barbette, la mujer deGalope-Chopine, constituía toda la vivienda. Elobjeto más aparente y pomposo era una inmensachimenea, cuya meseta se había formado con unapiedra de granito azul. La propiedad de este términoapenas se hubiera probado sino por un fragmentode sarga verde adornado de una cinta del mismo

372color, más pálido, recortada en redondo y pendientesobre la chimenea. En el centro de dicha mesetaveíase una Virgen en yeso de color; y en el zócalo dela estatua, la señorita de Verneuil leyó dos versos deuna poesía religiosa muy conocida en el país:Yo soy la madre de Diosprotectora de este sitio.Detrás de la Virgen, una espantosa imagen, manchadade rojo y azul a guisa de pintura, representabaa San Labre. Un lecho con colcha de sarga verdeparecido a una tumba, una informe cama de niño,un ruedo, varias toscas sillas, y un cofre esculpidocon varios cachivaches, completaban, poco más omenos, el ajuar de Galope-Chopine. Delante de laventana había una gran mesa de madera de castaño,con dos bancos del mismo material, a los que la luzque penetraba por los vidrios comunicaba los tintessombríos de la caoba vieja. Un gran barril de sidra,sobre cuya tapadera la señorita de Verneuil observóuna especie de cieno amarillento, producía unahumedad que manchaba el suelo, aunque éste secomponía de pedazos de granito unidos con unaarcilla de color rojo. La señorita de Verneuil levantólos ojos como para no presenciar aquel espectáculo,y entonces parecióle haber visto a todos los

373murciélagos de la tierra: tan numerosas eran las telasde araña que colgaban del techo. En la mesa larga seveían dos jarras de barro cocido llenas de sidra,jarras cuyo modelo existe en varios países de Francia,y que un parisiense podría imaginarsesuponiendo en los botes en que se sirve la mantecade Bretaña un vientre más redondeado, que concluyeen una especie de boca bastante parecida a la cabezade una rana que toma el aire fuera del agua. Laatención de la señorita do Verneuil había acabadopor fijarse en estos dos objetos; pero el ruido delcombate, que se oía cada vez más cercano, la obligóa buscar un lugar propio para ocultarse sin esperar aBarbette, cuando esta última se dejó ver de pronto.-Buenos días, Becanera -le dijo reprimiendo unasonrisa involuntaria a la vista de una cara que se asemejaba

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bastante a las de las cabezas con que losarquitectos adornan a veces las ventanas.-¡Ah, ah! Venís de parte de Orgemont -repuso lamujer con cierta indiferencia.-¿Dónde vais a ponerme? Ya están aquí loschuanes...-Ahí -contestó Barbette, tan asombrada de la bellezade la señorita de Verneuil como de su extraño

374traje, y sin atreverse a comprenderla entre los seresde su sexo. -¡Ahí! En el escondite del cura-.Y la condujo a la cabecera de su lecho, e hízolaentrar en el espacio que había entre aquél y la pared;pero las dos se estremecieron, creyendo oír quealguno saltaba en el patio. Barbette no tuvo apenastiempo más que para correr una cortina del lecho yocultar a María, pues casi en el mismo instante vioante sí un chuan fugitivo.-Buena vieja -dijo, -¿dónde puede uno ocultarseaquí? Soy el Conde de Bauvan.La señorita de Verneuil se estremeció alreconocer la voz del convidado que a causa de haberpronunciado algunas palabras, que aun eran unsecreto para ella, ocasionó la catástrofe de Vivetiere.-¡Ay de mí! Bien veis, Monseñor, que aquí nohay lugar a propósito; lo mejor que puedo hacer essalir para vigilar; si los azules vienen os lo advertiré;pero si me quedase aquí con vos, quemarían mi casa.Y Barbette salió, pues no tenía bastanteinteligencia para conciliar los intereses de los dosenemigos, con igual derecho a esconderse, en virtuddel doble papel que desempeñaba Galope-Chopine.-Aun me quedan dos tiros -dijo el Conde conacento desesperado; -pero ya se alejan de aquí. ¡Bah!

375Tendrá mucha desgracia si al volver se les ocurre mirardebajo de la cama.Y dejando su fusil apoyado en la columna contrala cual se oprimía la señorita de Verneuil, cubiertacon la sarga verde, se inclinó para asegurarse de sipodía esconderse debajo de la cama. Infaliblementeiba a ver los pies de la refugiada, que, en aquelinstante desesperado, cogió el fusil, saltó vivamenteal aposento contiguo y amenazó al Conde; pero éstesoltó una carcajada al reconocerla, pues paraocultarse, la joven había dejado su gran sombrero dechuan y sus cabellos se escapaban abundantes pordebajo de una especie de redecilla de blonda con quelos sujetaba.-No os riáis, Conde, pues sois mi prisionero; y sihacéis un ademán, sabréis muy pronto de qué escapaz una mujer ofendida.En el momento en que el Conde y María semiraban con muy diversas emociones, algunas vocesconfusas gritaron entre las rocas: ¡Salvad al Mozo!¡Salvad al Mozo!...La voz de Barbette dominó el tumulto exterior,y fue oída en la vivienda con sensaciones muy distintaspor los dos enemigos, pues hablaba menos a suhijo que a ellos.

376-¿No ves a los azules? -gritó Barbette con acentode enojo. -¡Ven aquí, gran pícaro, o iré a buscarte!¿Quieres que te maten de un tiro? ¡Vamos, huye

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pronto!Durante todos estos incidentes, que sedesarrollaron con la mayor rapidez, un azul saltó alpatio.-¡Buen Pie! -le gritó la señorita de Verneuil.El soldado acudió al oír esta voz, y apuntó alConde un poco mejor que su libertadora.-¡Aristócrata! -dijo el maligno soldado. -¡No temuevas, o caerás como la Bastilla, en dos tiempos!-Señor Buen Pie -dijo la señorita de Verneuil convoz cariñosa, -me respondéis de ese prisionero;haced lo que os plazca, pero será necesario que melo entreguéis sano y salvo en Fougeres.-Basta, señora.-¿Está libre ahora el camino hasta la ciudad?-Sí, señora, a menos que los chuanes noresuciten...La señorita de Verneuil, armada de una ligeraescopeta de caza, sonrió con ironía a su prisionero, yle dijo:-¡Adiós, señor Conde, hasta la vista!-.

377Y se lanzó en el camino después de coger sugran sombrero.-Ahora sé, un poco tarde -dijo con amargura elConde de Bauvan, -que no debe uno chancearsenunca con el honor de aquellas que ya no le tienen.--¡Aristócrata -gritó Buen Pie, -si no quieres quete envíe a los infiernos, no digas cosa alguna contraesa hermosa dama!La señorita de Verneuil regresó a Fougeres porlos senderos que unen las rocas de San Sulpicio conel Nid-aux-Crocs; y cuando llegó a esta últimaeminencia y hubo corrido a través del caminotortuoso practicado en las asperidades del granito,admiró aquel hermoso valle del Nançon, antes tanruidoso y ahora completamente tranquilo. Laseñorita de Verneuil entró por la puerta de SanLeonardo, en la cual desembocaba aquel angostosendero. Los habitantes inquietos aún por elcombate, que a juzgar por las detonaciones oídas alo lejos, iba a durar todo el día, aguardaban elregreso de la Guardia Nacional para reconocer laextensión de sus pérdidas. Al ver a aquella joven consu extraño traje, los cabellos en desorden, unaescopeta en la mano, el chal y el vestido lleno dearrugas, y con manchas de barro, la curiosidad de los

378de Fougeres se excitó tanto más vivamente cuantoque la belleza y el extraño aspecto de aquellaparisiense eran ya motivo de todas lasconversaciones.Francina, poseída de horribles inquietudes, habíaesperado a su ama durante toda la noche, y cuandovolvió a verla, quiso hablarle; pero un gestoamistoso le impuso silencio.-No he muerto aún, hija mía -dijo la señorita deVerneuil -¡Ah! yo quería emociones al salir de París...pero ya las he tenido -dijo, después de una pausa.Francina quiso salir para preparar un refrigerio,haciendo observar a su ama que debería tener muchanecesidad.-¡Oh! -exclamó la señorita de Verneuil, -¡unbaño, un baño; el tocador ante todo!Francina no quedó poco sorprendida al oír a suseñora preguntar cuáles eran las modas más

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elegantes entre lo que se había empaquetado.Cuando terminó de almorzar, María se puso altocador, y quiso que la peinasen y arreglaran con laminuciosidad que una mujer emplea en estaimportante obra cuando debe presentarse a los ojosde una persona querida en medio de un baile.Francina no se explicaba la alegría burlona de su

379ama, que no era la del amor, pues una mujer no seengaña nunca en esta expresión: era más bien unamalicia concentrada de bastante mal augurio. Laseñorita de Verneuil acercó el canapé a la chimenea,le situó de modo que la luz fuese favorable a surostro, y dijo a Francina que fuese a buscar flores,para que su habitación tuviese cierto aire de fiesta.Cuando la joven las trajo, María dirigió sucolocación de la manera más pintoresca, y, despuésde pasear una mirada satisfecha por su habitación,ordenó a Francina que enviase a buscar al prisioneroa casa del comandante. Luego se echóvoluptuosamente sobre el canapé, tanto paradescansar como para adoptar una actitud graciosacuya seducción es irresistible en ciertas mujeres. Unasuave languidez, la posición provocativa de los pies,cuyas puntas asomaban apenas bajo el borde delvestido, el abandono del cuerpo, la curvatura delcuello, todo, hasta la inclinación de los afiladosdedos de la mano, pendientes sobre el almohadón,todo contribuía, en fin, a comunicar seducciones a laseñorita de Verneuil. La joven quemó algunosperfumes para que se esparcieran por el aire esasdulces emanaciones que atacan poderosamente a lasfibras del hombre y preparan con frecuencia los

380triunfos que las mujeres quieren obtener sinsolicitarlos. Algunos momentos después se oyeronen el salón los pasos pesados del veterano.-Y bien, comandante -preguntó la joven,-¿dónde está mi prisionero?-Acabo de pedir un piquete de doce hombrespara que le fusilen por haberle sorprendido con lasarmas en la mano.-¿Habéis dispuesto de mi prisionero? -replicóMaría -Escuchad, comandante: la muerte de unhombre después del combate no debe ser cosa muysatisfactoria para vos, si he de juzgar por vuestrafisonomía. ¡Pues, bien! devolvedme mi chuan, yaplazad su muerte bajo mi responsabilidad, porqueese aristócrata es muy esencial para mí ahora, ycooperará a la realización de mis proyectos. Por lodemás, fusilar ahora a ese aspirante a chuan seríarealizar un acto tan absurdo como hacer fuego sobreun globo aerostático, cuando basta un alfilerazo parahacerle descender. Por Dios, dejad las crueldadespara la aristocracia, los republicanos deben sergenerosos! ¿No habríais perdonado vos a lasvíctimas de Quiberon y tantas otras? Vamos, enviadvuestros doce hombres a rondar, y venid a comerconmigo, con mi prisionero. No queda más que una

381hora de día, y si os retrasáis, mi tocado no producirátodo su efecto.-Pero, señorita... -repuso el comandante sorprendido.-Y bien, ¿qué? Haced lo que os digo, pues no

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por esto se os escapará el Conde; más pronto o mástarde vendrá a morir bajo vuestro fuego de pelotón.El comandante se encogió ligeramente dehombros, como hombre obligado a cumplir losdeseos de una hermosa mujer, y volvió media horadespués seguido del Conde de Bauvan.La señorita de Verneuil aparentó sorpresa por lavisita de sus dos convidados, y pareció confusa deque el Conde la hubiese visto tan descuidadamenteechada; pero después de leer en los ojos delcaballero que el primer efecto se había producido, selevantó y ocupóse de ellos con una gracia y unacortesía perfectas. Nada de estudiado ni de violentoen las actitudes; ni la sonrisa, ni los ademanes, ni lavoz revelaban su premeditación o sus designios;todo estaba en armonía, y ningún rasgo demasiadosaliente podía hacer pensar que afectaba las manerasde una sociedad que no le era propia. Cuando elrealista y el republicano se sentaron, miró al Condecon aire severo, y éste conocía demasiado bien a las

382mujeres para no saber que la ofensa inferida a laseñorita de Verneuil le valdría una sentencia demuerte. A pesar de esta sospecha, sin mostrarsealegre ni triste, adoptó la expresión de un hombreque no contaba con tan brusco desenlace, y lepareció ridículo tener miedo de la muerte ante unalinda mujer, hasta que al fin el aire severo de María lecomunicó ideas.-Y ¿quién sabe -pensó, -si una corona de Condeno le agradaría más que una corona de Marquésperdida? Montauran está seco como un clavo, y yo-añadió mirándose con aire satisfecho, -no estoymal. Tal vez salve mi cabeza.Estas reflexiones diplomáticas fueron bieninútiles, pues el deseo que el Conde se prometíafingir respecto a la señorita de Verneuil convirtióseen un violento capricho, que se complació en excitaraquella peligrosa mujer.-Señor Conde -dijo, -sois mi prisionero, y tengoderecho para disponer de vos. Vuestra ejecución nose efectuará sin mi consentimiento, y tengodemasiada curiosidad para permitir que ahora osfusilen.-¿Y si yo persistiese en guardar silencio?-contestó el Conde alegremente.

383-Con una mujer honrada, tal vez; pero con unajoven como yo... ¡vamos, señor Conde, esto esimposible!-. Las palabras de la señorita de Verneuil,impregnadas de una amarga ironía, fueron tanafiladas, como dice Sully al hablar de la Duquesa deBeaufort, que el caballero, estupefacto, se contentócon mirar a su cruel antagonista. –Mirad -continuóMaría con aire burlón, -para no desmentiros voy aser como esas mujeres, buena joven. He aquí, por lopronto, vuestra carabina -exclamó la señorita deVerneuil, presentando al Conde su arma con unademán burlón.-A fe de caballero, procedéis, señorita...-¡Ah! -exclamó la joven interrumpiéndole. -Yatengo bastante de la fe de los caballeros; confiada enesta frase entré en la Vivetiere, porque vuestro jefeme juró que yo y los míos estaríamos seguros.-¡Qué infamia! -exclamó Hulot frunciendo elceño.

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-La culpa es del señor Conde -continuó la joven,señalando el caballero a Hulot. -Ciertamente que elMozo tenía deseos de cumplir su palabra; pero elseñor Conde propagó una calumnia respecto a mí,que confirmó todas las que la Burra de Charette sehabía complacido en hacer propalar...

384-Señorita -respondió el Conde turbado, -con lacabeza debajo del hacha afirmaré no haber dichomás que la verdad...-¿Al decir qué?-Que erais la...-Pronunciad la palabra; la querida...-Del Marqués de Lenoncourt, hoy Duque, y muyamigo mío -contestó el Conde.-Ahora podría dejaros ir al tormento -replicó lajoven, sin que al parecer le importase la acusaciónconcienzuda del Conde, el cual quedó estupefactoante la aparente indiferencia de la señorita deVerneuil al oírle; -pero, -continuó sonriendo,-apartad de vos para siempre la siniestra imagen delas balas de plomo, porque no me habéis ofendidomás que ese amigo de quien queréis que haya sido...ni siquiera pensarlo. Escuchad, señor Conde, ¿nofuisteis nunca a casa de mi padre el Duque deVerneuil? Pues bien, con esto basta.Juzgando, sin duda, que Hulot no debía oír unaconfidencia tan importante como la que queríahacer, la señorita de Verneuil atrajo al Conde hacia sípor un ademán, y le dijo algunas palabras al oído. Elseñor de Bauvan dejó escapar una sordaexclamación de sorpresa, y miró con extraviados

385ojos a María, que de pronto completó el recuerdoque acababa de evocar reclinándose en la chimenea,en la actitud de inocencia y candidez de un niño. ElConde dobló la rodilla.-Señorita -exclamó, -os suplico que meconcedáis mi perdón por indigno que de él sea.-Nada tengo que perdonar, y no tenéis másrazón ahora en vuestro arrepentimiento que envuestra insolente suposición en la Vivetiere, masestos misterios no los alcanza vuestra inteligencia.Sabed únicamente, señor Conde -añadiógravemente, -que la hija del Duque de Verneuil tienedemasiada elevación de alma para no interesarse porvos vivamente.-¿Aun después de un insulto? -preguntó elConde con una especie de sentimiento.-¿No están ciertas personas a demasiada alturapara que el insulto llegue hasta ellas? Señor Conde,yo me hallo en esta circunstancia.Al pronunciar estas palabras, la joven tomó unaactitud de nobleza y de altivez que impuso alprisionero y contribuyó a que esta intriga fuesemenos clara para Hulot. El comandante se aplicó lamano a su bigote para retorcerle, y miró con aireinquieto a la señorita de Verneuil; pero ésta le hizo

386una señal de inteligencia como para advertirle que nose apartaba de su plan.-Ahora -continuó después de una pausa, -hablemos.Francina, tráenos luces, hija mía.La joven hizo girar hábilmente la conversación

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sobre el tiempo que en tan pocos años había llegadoa ser el antiguo régimen, y de tal modo transportómentalmente al Conde a esa época, ofreciéndoletantas oportunidades para hacer gala de su talento,por la complaciente finura con que le facilitó lascontestaciones, que el caballero terminó porreconocer que jamás había sido tan amable; y comoesta idea le rejuveneció, quiso hacer participar a laseductora joven de la buena opinión que de élmismo tenía. La maliciosa dama se complugo endesplegar su coquetería con el Conde, y pudohacerlo con tanta más facilidad cuanto que esto nopasaba de ser para ella un juego. Así es que tanpronto dejaba creer en los rápidos progresos de supasión, como fingía asombro por la viveza de sussentimientos, manifestando luego una frialdad queencantaba al Conde y servía para aumentarinsensiblemente aquella pasión imprevista. La jovense parecía mucho a un pescador que a intervaloslevanta su caña para reconocer si el pescado pica en

387el cebo. El pobre Conde se dejó coger por laaparente inocencia con que su libertadora habíaaceptado dos o tres cumplidos bastante oportunos.La emigración, la República, la Bretaña y los chuanesse hallaron entonces a mil leguas de su pensamiento;mientras que Hulot seguía derecho, inmóvil ysilencioso como el dios Terme. Su falta deinstrucción le impedía comprender esta especie dediálogo; pensaba que los dos interlocutores debíantener mucho talento; pero todos los esfuerzos de suinteligencia no tendían más que a comprenderlos afin de saber si no conspiraban abiertamente contrala República.-Montauran, señorita -decía el Conde, -es de elevadacuna, está bien educado, y es gallardo; pero noconoce en nada la galantería, y es demasiado jovenpara haber conocido Versalles; no ha sabido aprovecharbien su educación, y, en vez de hacer cosasfeas, dará cuchilladas; puede amar apasionadamente,pero no tendrá jamás esa finura de maneras quedistinguían a Lauzun, Adhemar, Coigny y tantosotros... No posee el amable arte que estriba en decira las mujeres feas graciosas frivolidades, que, bienmirado, les convienen más que los impulsos depasión con que muy pronto se las fatiga. Sí, aunque

388sea un hombre afortunado, no tiene gracia paraseducir.-Bien lo he conocido -contestó María.-¡Ah! -se dijo el Conde, -tiene una flexión de vozy una mirada que me prueban que no tardaré en quedarbien con ella, y a fe mía que para pertenecerlecreeré todo lo que se le antoje.El Conde ofreció a la joven su mano, porqueacababa de servirse la comida, y aquella hizo loshonores con una cortesía y un tacto que no sepodían haber adquirido sino por la educación y elcontacto con la Corte.-Idos -dijo la joven a Hulot al levantarse de lamesa; -le inspiraríais miedo, y si yo me quedo solacon él, muy pronto averiguaré lo que necesito saber,porque está en un punto en que me dirá lo que piensa,sin ver más que por mis ojos.-¿Y después? -dijo el comandante comoreclamando al prisionero.

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-¡Oh! Libre -repuso la señorita de Verneuil, -librecomo el aire.-Sin embargo, se le ha cogido con las armas en lamano.-No -replicó la joven por una de esas chanzassofisticadas que las mujeres parecen complacerse en

389oponer a una razón perentoria, -yo soy quien ledesarmó.Conde -dijo al caballero dirigiéndose hacia él,-acabo de obtener vuestra libertad; pero no se danada por nada -añadió sonriendo o inclinando lacabeza de lado como para interrogar.-¡Pedidme todo, hasta mi nombre y mi honor! --exclamó en su embriaguez; -todo lo pongo avuestros pies.Y se adelantó para coger su mano, intentandohacerle creer que sus deseos eran agradecimiento;pero la señorita de Verneuil no era joven que seengañase en estas cosas, y así es que, aunquetratando de sonreírse para infundirle algunaesperanza, le preguntó:-¿Daríais lugar a que me arrepintiese de mi confianza?Y retrocedió algunos pasos.-La imaginación de una joven corre más que lade otra mujer -contestó él con una sonrisa.-Una joven linda tiene más que perder que otramujer.-Es verdad; se debe tener desconfianza cuandose lleva un tesoro.

390-Dejemos este lenguaje -replicó la señorita deVerneuil, -y hablemos con seriedad. Dais un baile enSan Jaime, y he oído decir que habéis establecido allívuestros almacenes y arsenales, y la residencia devuestro gobierno. ¿Cuándo es el baile?-En la noche de mañana.-No os extrañará, caballero, que una mujercalumniada quiera, con la obstinación que le espropia, obtener pública reparación de las injurias quesufrió en presencia de los que fueron testigos, y, porlo tanto, irá a vuestro baile. Por esto os pido que meconcedáis vuestra protección desde el instante enque entre hasta aquel en que salga. No quierovuestra palabra -añadió al verle aplicar la mano a sucorazón, -y aborrezco los juramentos, que meparecen una medida preventiva. Decidme tan sóloque os comprometéis a preservar mi persona de todaempresa criminal o vergonzosa; y prometedmereparar vuestra equivocación proclamando que soyrealmente la hija del Duque de Verneuil, pero sindecir nada de todas las desgracias que he debido auna falta de protección paternal: con estoquedaremos en paz. ¡Bah! no es un rescate caro protegera una dama durante dos horas en medio de un

391baile...: ¡Vamos, no valdréis por esto un óbolomás!...Y con una sonrisa dulcificó la amargura de suspalabras.-¿Qué pediréis por la carabina? -preguntó elConde sonriendo.-¡Oh! más que vos.-¿Cómo?

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-El secreto. Creedme, Bauvan, la mujer no puedeser adivinada más que por otra, y estoy convencidade que si decís una palabra, puedo perecer en elcamino. Ayer, algunas balas me advirtieron lospeligros que puedo correr. ¡Oh! esa dama es tandiestra para la caza como para el tocador. Jamásdoncella alguna me desnudó tan pronto. ¡Ah! porfavor, añadió, haced de manera que no deba temernada semejante en el baile...-Estaréis allí bajo mi protección -dijo el Condecon orgullo; -pero ¿iréis al baile por Montauran?

-añadió con tristeza.-Queréis saber más de lo que yo sé –contestóMaría sonriendo.- Ahora salid -dijo después de unapausa; -yo misma os llevaré fuera de la ciudad, puesaquí os hacéis una guerra de salvajes.

392-¿Conque os interesáis un poco por mí?-exclamó el Conde. -¡Ah! señorita, permitidmeesperar que no seréis insensible a mi amistad, puessupongo que deberé contentarme con estesentimiento, ¿no es cierto? -añadió con airevanidoso.-¡Vamos, callad! -contestó la joven con ese airealegre que una mujer toma para hacer una confesiónque no compromete ni su dignidad ni su secreto.Después se puso una pelliza y acompañó alConde hasta cierta distancia; llegados al extremo deun sendero, dijo al Conde.-Sed muy discreto, hasta con el Marqués.Y aplicó un dedo a sus labios.El Conde, enardecido por la expresión debondad de la señorita de Verneuil, tomó su mano; lajoven no opuso resistencia, y hasta permitió que sela besase tiernamente.-¡Oh! señorita, contad conmigo a vida y muerte-exclamó al verse fuera de todo peligro; -aunque osdeba una gratitud casi igual a la que debo a mi madre,me será muy difícil no tener para vos más querespeto.

393Y se lanzó en el sendero; después de verle ganarlas rocas de San Sulpicio, María movió la cabeza enseñal de satisfacción, y se dijo en voz baja:-Ese Mozo me ha entregado más que su vida, yme costará muy poco asegurarme sus servicios.Y dirigiendo una mirada de desesperación alcielo, volvió a la puerta de San Leonardo, donde laaguardaban Hulot y Corentino.-Dos días más -exclamó, y se detuvo al ver quelos dos hombres no estaban solos -dos días más -repitió al oído de Hulot, -y caerá bajo vuestrosfusiles.El comandante retrocedió un paso y contemplócon aire socarrón a la joven, cuyo aspecto ysemblante no revelaban el menor remordimiento. Esuna cosa admirable en las mujeres que jamásdiscuten sus acciones más censurables, porque elsentimiento las impulsa; es natural también en ellasel disimulo, y solamente en ellas se encuentra elcrimen sin bajeza, porque en la mayor parte deltiempo no saben cómo ha sucedido la cosa.-Voy a San Jaime -dijo, -al baile que dan loschuanes y...

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394-Pero advertid -observó Corentinointerrumpiendo, -que se han de recorrer cincoleguas. ¿Queréis que os acompañe?-Os ocupáis mucho de una cosa -respondió lajoven, -en que yo no pienso nunca... de vos.El desprecio que María manifestaba a Corentinocomplació singularmente a Hulot, que hizo su muecaacostumbrada al verla desaparecer hacia SanLeonardo: Corentino la siguió con los ojos,revelándose en su semblante la expresión de la fatalsuperioridad que creía tener sobre aquella hermosajoven, cuyas pasiones pensaba utilizar algún día ensu favor. La señorita de Verneuil, de regreso a sucasa, se apresuró a deliberar sobre su traje de baile.Francina, acostumbrada a obedecer, aunque nocomprendiera nunca los fines de su señora, registrótodas las cajas y propuso un traje de griega, que fueaceptado, pues en aquel tiempo, todo se sometía alsistema griego; todo el traje cabía en una caja decartón fácil de llevar.-Francina, hija mía, voy a correr los campos -dijola joven -¿Quieres quedarte aquí, o seguirme?-¡Quedarme aquí! Y ¿quién os vestiría?-¿Dónde has puesto el guante que te di estamañana?

395-Aquí está.-Cose a ese guante una cinta verde, y, sobretodo, toma dinero.Al ver que Francina tenía monedasrecientemente acuñadas, añadió:-¡No faltaría más que eso para que nosasesinasen! Envía a Jeremías a despertar aCorentino... ¡no, que el miserable nos seguiría! Envíamejor un recado al comandante para pedirle de miparte algunos pesos.Con esa sagacidad femenina que no olvida losmenores detalles, la joven pensaba en todo, ymientras que su doncella terminaba los preparativosde la inesperada marcha, comenzó a ensayarse enimitar el grito del mochuelo, consiguiendo al finimitar la señal de Marcha en Tierra con bastanteperfección. A la hora de media noche salió por lapuerta de San Leonardo, y, acompañada deFrancina, se aventuró a través del valle de Gibarry,avanzando con paso firme, porque la animaba esavoluntad firme que comunica al paso y al cuerpo nosé qué carácter de fuerza. Salir de un baile de maneraque se evite un constipado, es, para las mujeres,asunto importante; pero si tiene una pasión en elalma, su cuerpo es de bronce. Semejante empresa

396hubiera hecho vacilar largo tiempo a un hombreatrevido; pero apenas concebida por la señorita deVerneuil, los peligros se convirtieron para ella enotros tantos atractivos.-Marcháis sin encomendaros a Dios -dijoFrancina, que había vuelto la cabeza paracontemplar el campanario de San Leonardo.La piadosa bretona se detuvo, unió las manos yrezó un Avemaría a Santa Ana de Auray,suplicándole que hiciera feliz el viaje, mientras que suseñora permaneció pensativa, mirandosucesivamente la actitud de su doncella, que oraba

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con fervor, y los efectos de la nebulosa luz de la lunaque, deslizándose sobre la iglesia, daba al granito laligereza de una obra de filigrana. Las dos viajerasllegaron muy pronto a la cabaña deGalope-Chopine, y por leve que fuese el ruido de suspasos, despertó a uno de esos grandes perros cuyafidelidad confían los bretones la custodia del simplepestillo de madera que cierra sus puertas.El perro se dirigió hacia las dos extranjeras, y susladridos llegaron a ser tan amenazadores, que se vieronobligadas a pedir socorro, retrocediendo algunospasos; pera nada se movió. La señorita de Verneuilimitó el grito del mochuelo, y en el mismo instante

397los enmohecidos goznes de la puerta de la viviendarechinaron apareciendo después Galope-Chopine,que se había levantado precipitadamente.-Es preciso -dijo María presentando al vigilantede Fougeres el guante del Marqués de Montauran,-que yo vaya cuanto antes a San Jaime. El señorConde de Bauvan me ha dicho que tú me conducirássirviendo; y por lo tanto, apreciable Galope-Chopine, búscanos dos asnos para montura ydisponte a seguirnos. El tiempo es precioso, pues sino llegamos antes de mañana a San Jaime, niveremos el baile ni tampoco al Mozo.Galope-Chopine, casi atontado, tomó el guante,le volvió y revolvió entre sus dedos, y encendió unaespecie de vela de resina del grueso del dedomeñique y de color de alajú. Esta mercancía,importada en Bretaña del Norte de Europa, revelacomo todo cuanto se presenta a las miradas en esepaís singular, una ignorancia de todos los principioscomerciales, hasta de los más comunes. Después dever la cinta verde, de mirar a la señorita de Verneuil,de haberse rascado la oreja y de haber bebido untrago de sidra, ofreciendo un vaso a la bella dama,Galope-Chopine la dejó delante de la mesa, sentadaen el banco de madera de castaño y fue en busca de

398los dos asnos. La luz violácea de la vela exótica noera suficiente para dominar los rayos caprichosos dela luna, que matizaban por puntos luminosos lostonos negros del suelo y de la chimenea ahumada. Elmuchacho había levantado su graciosa cabeza conaire de asombro, y sobre sus abundantes cabellos,dos vacas mostraban a través de los agujeros de lapared del establo, sus hocicos sonrosados y susgrandes ojos brillantes. El perro, cuya fisonomía noera la menos inteligente de la demás familia, parecíaobservar a las dos extranjeras con tanta curiosidadcomo la que expresaba el muchacho. Un pintorhubiera admirado largo tiempo los efectos de nochede aquel cuadro; pero poco deseosa de entrar enconversación con Barbette, que se incorporó comoun espectro, abriendo los ojos con asombro alreconocerla, María salió para escapar de la atmósferaapestada de aquel cuchitril y de las preguntas que lamujer se proponía, sin duda, hacerle. Subióligeramente la escalera de roca que preservaba lachoza de Galope-Chopine, y admiró los grandiososdetalles de aquel paisaje, cuyos puntos de vistasufrían tantos cambios como pasos se daban haciaadelante o hacia atrás en dirección a las altas cimas oa la parte inferior de los valles. La luz de la luna

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399rodeaba entonces, como con una bruma luminosa, elvalle de Cuesnon. Ciertamente que una mujer quellevaba en su corazón un amor desconocido debíasaborear la tristeza que ese dulce resplandor hacenacer en el alma, por las apariencias fantásticas impresasen las masas, y por los colores con que matizalas aguas. En aquel momento el silencio se perturbópor el rebuzno de los asnos; María bajó prontamentea la cabaña del chuan, y partieron al punto. Galope-Chopine, armado de una escopeta de caza de doscañones, llevaba una larga piel de cabra que le dabael aspecto de Robinson Crusoe; su rostroembadurnado y lleno de arrugas no se veía apenasbajo las anchas alas de su sombrero, que lospaisanos conservan aún como una tradición de losantiguos tiempos, orgullosos de haber conquistado através de su servidumbre el antiguo adorno de lascabezas señoriales. Aquella caravana nocturna,protegida por un guía cuyo traje, actitud y figuratenían algo de patriarcal, parecía un cuadro de laescena de la fuga a Egipto debida a los sombríospinceles de Rembrandt. Galope-Chopine se desviódel camino real, conduciendo a las dos extranjeras através del inmenso dédalo de caminos de travesía deBretaña.

400La señorita de Verneuil comprendió entonces laguerra de los chuanes. Al recorrer aquellos caminospudo apreciar mejor el estado de las campiñas que,vistas desde un punto elevado, le parecieron tanencantadoras, pero en las que es preciso hundirsepara imaginar los peligros y las inextricablesdificultades que presentan. Alrededor de cadacampo, y desde época inmemorial, los campesinoshan levantado una pared de tierra de seis pies deelevación, de forma prismática sobre la cual crecencastaños, encinas o hayas; esta pared así plantada, sellama cerca, y las largas ramas de los árboles que lacoronan, siempre inclinadas sobre el camino,forman para este un inmenso toldo.Todas las vías, tristemente encajonadas por esasparedes que se elevan de un suelo arcilloso, parecenfosos de plazas fuertes, y cuando el granito, que enesos países llega casi siempre a flor de tierra, nopresenta una especie de suelo pedregoso, llegan a sertan impracticables, que la menor carreta no puedetransitar sino con ayuda de dos pares de bueyes odos caballos pequeños, aunque resistentes. Esoscaminos son tan pantanosos, que la costumbre haestablecido, forzosamente para los peatones en elcampo y a lo largo de la cerca, un sendero que

401comienza y acaba con cada porción de tierra; demodo que para pasar de un campo a otro es precisoremontar la cerca por varios escalones, a veces muyresbaladizos por efecto de la lluvia.Los viajeros debían vencer otros muchosobstáculos en esos caminos tortuosos. Asífortificada, cada porción de tierra tiene su entradaque, de unos diez pies de anchura, se cierra por loque denominan en el Oeste un vallado; este últimoes un tronco o una gruesa rama de árbol, una decuyas extremidades, perforada de parte a parte,encaja en otra pieza de madera informe que le sirve

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de eje. La extremidad del vallado se prolonga unpoco más que aquél, de manera que puede recibiruna carga bastante pesada para constituir uncontrapeso, permitiendo a un muchacho manejaraquel extraño aparato campestre que sirve paracerrar, y cuya otra extremidad reposa en un agujeropracticado en la parte inferior de la cerca. Algunasveces los campesinos economizan la piedra delcontrapeso, dejando pasar la extremidad gruesa deltronco del árbol o de la rama. Esta cerca varía segúnel genio de cada propietario, y frecuentemente elvallado consiste en una sola rama de árbol cuyas dosextremidades están sujetas con tierra a la cerca. A

402menudo, también, tiene el aspecto de una puertacuadrada, compuesta de pequeñas ramas de árbol,colocadas de trecho en trecho, como los palos deuna escalera puesta de través. Esta puerta giraentonces hasta la otra extremidad sobre unaruedecita. Las cercas y los vallados comunican alsuelo el aspecto de un inmenso tablero de ajedrez enel que cada campo representa una casilla del todoaislada que se cierra como una fortaleza y estáprotegida también como ella por paredes. La puerta,fácil de defender, constituiría para los sitiadores lamás peligrosa de todas las conquistas. En efecto, elcampesino bretón cree abonar la tierra que reposapromoviendo el desarrollo de inmensas ginestas,arbusto tan bien tratado en esos países, que alcanzaen poco tiempo la altura de un hombre. Estapreocupación, propia de gente que sitúa sus estercolerosen la parte más elevada de los patios, mantieneen el suelo, en la proporción de un campo porcuatro bosques de ginestas, en medio de las cuales sepueden preparar mil emboscadas. En fin, apenas siexiste un campo donde no se encuentren algunosviejos manzanos, cuyas ramas, muy bajas, sonmortales para los productos del suelo que cubren; ysi se imagina la poca extensión de los campos, cuyas

403cercas soportan inmensos árboles de raíces golosasque ocupan la mayor parte del terreno, se podrátener idea del cultivo y del aspecto del país queentonces recorría la señorita de Verneuil.No se sabe si la necesidad de evitar discusiones,más bien que el uso tan favorable a la pereza deencerrar los animales sin guardarlos, fue lo queaconsejó construir esas cercas formidables cuyosobstáculos permanentes hacen impenetrable el país,y la guerra de las masas imposible. Cuando paso apaso se observa esta disposición del terreno, serevela el mal éxito inevitable de una lucha entre lastropas regulares y los partidarios de una idea, puesquinientos hombres pueden desafiar al ejército de unreino, y aquí estaba todo el secreto de los chuanes.La señorita de Verneuil comprendió entonces lanecesidad en que se hallaba la República de sofocarla discordia más bien por la política y la diplomaciaque por el inútil empleo de la fuerza militar. ¿Quéhacer, en efecto, contra hombres bastante diestrospara despreciar la posesión de las ciudades yasegurarse la de los campos con fortificacionesindestructibles? ¿Cómo no negociar, cuando toda lafuerza de esos campesinos ciegos residía en un jefehábil y emprendedor? La dama admiró el genio del

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404ministro que adivinaba desde el fondo de sudespacho el secreto de la paz; y creyó entrever lasconsideraciones que influían en hombres bastantepoderosos para ver todo un imperio de una mirada,hombres cuyas acciones, criminales a los ojos de lamultitud, no son más que el juego de unpensamiento inmenso. En esas almas terribles hay,no se sabe qué participación entre el poder de lafatalidad y del destino; no se sabe qué prescienciacuyas señales les elevan de improviso; la multitud lasbusca un momento, levanta los ojos y las vecerniéndose.Estas ideas parecían justificar y hasta ennoblecerlos deseos de venganza de la señorita de Verneuil; y,además, aquel trabajo de su alma y de sus esperanzasle comunicaban suficiente energía para permitirlesoportar el cansancio de su viaje. Al fin de cadaheredad, Galope-Chopine hacía apear a las dosviajeras para ayudarlas a franquear los pasos difíciles,y cuando los caminos cesaban, era preciso queaquéllas volvieran a sus monturas, aventurándose enlos caminos fangosos que se resentían de laaproximación del invierno. La combinación deaquellos grandes árboles, de las hondonadas y de lascercas, mantenían en los terrenos bajos una

405humedad que frecuentemente rodeaba a los tresviajeros con una especie de manto de hielo. Al cabode penosas fatigas llegaron, al salir el sol, a losbosques de Marignay, y entonces el viaje comenzó aser menos difícil en el ancho sendero del bosque. Labóveda formada por el ramaje y la espesura de losárboles puso a los viajeros al abrigo de lasinclemencias del cielo, y ya no se presentaron lasmúltiples dificultades que debieron vencer en unprincipio.Apenas hubieron recorrido cosa de una legua através de aquellos bosques, oyeron en lontananza unmurmullo confuso de voces y el ruido de unacampanilla cuyas vibraciones argentinas no teníanesa monotonía que les imprime la marcha de losanimales. Andando siempre Galope-Chopineescuchó aquella melodía con mucha atención; muypronto una ráfaga de viento hizo llegar hasta élalgunas palabras salmodiadas, cuya armonía parecíainfluir en él poderosamente, pues dirigió lasmonturas fatigadas a un sendero que debía separar alas viajeras del camino de San Jaime, y se hizo sordoa las indicaciones de la señorita de Verneuil, cuyasinquietudes se acrecentaron a causa del aspectolúgubre de los lugares. A derecha o izquierda,

406enormes rocas de granito sobrepuestas, presentabanextrañas configuraciones; y, a través de aquellasmoles inmensas raíces semejantes a grandesserpientes se deslizaban para ir a buscar a lo lejos losjugos nutritivos de algunas hayas seculares. Los doslados del camino eran semejantes a esas grutassubterráneas, célebres por sus estalactitas; y enormesfestones de piedra, en que la sombría verdura de loshelechos se combinaba con las manchas verdosas oblanquizcas de los musgos, ocultaban precipicios y laentrada de algunas profundas cavernas. Cuando lostres viajeros hubieron andado algunos pasos por un

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angosto sendero, el más extraño espectáculo seofreció de pronto a los ojos de la señorita deVerneuil haciéndole comprender la obstinación deGalope-Chopine.Una cuenca semicircular, compuestaenteramente de moles de granito, formaba unanfiteatro en cuyas informes gradas altos pinabetesnegros y castaños amarillentos se elevaban unossobre otros presentando la apariencia de un vastocirco, donde el sol de invierno parecía difundirpálidos colores más bien que iluminar con su luz, yen el que el otoño había extendido por todas partesla alfombra amarillenta de su hojarasca. En el centro

407de aquel circo, que parecía haber tenido al diluviopor arquitecto, elevábanse tres gigantescas piedrasdruídicas, inmenso altar, sobre el que se veía fijo unantiguo estandarte de la Iglesia. Un centenar dehombres de rodillas y con la cabeza descubiertaoraban fervorosamente en aquel recinto, donde unsacerdote, ayudado por otros dos eclesiásticos, decíamisa. La pobreza de las vestiduras sacerdotales, ladébil voz del cura, que resonaba como un murmulloen el espacio, aquellos hombres llenos deconvicción, enlazados por un mismo sentimiento yprosternados ante un altar sin pompa, lo tosco de lacruz, el agreste aspecto del templo, la hora, el lugar,todo, en fin, comunicaba a la escena el carácteringenuo que distinguió a las primeras épocas delCristianismo. La señorita de Verneuil quedó poseídade admiración: aquella misa dicha en el fondo de losbosques, aquel culto rechazado por la persecuciónhacia su origen, la poesía de los antiguos tiemposlanzada audazmente en medio de una extraña ycaprichosa naturaleza, aquellos chuanes armados ydesarmados que oraban, no se parecía en nada a loque la joven se había imaginado hasta entonces. Recordaba,sin embargo, haber admirado en su infancialas pompas de aquella Iglesia Romana, tan

408halagüeñas para los sentidos; pero no conocía aún aDios solo, con su cruz sobre el altar, este sobre latierra; en vez de los follajes recortados que en lascatedrales coronan los arcos góticos, los árboles delotoño elevándose bajo la cúpula del cielo; y en vezde los mil colores proyectados por los vidrios, el soldeslizando, apenas, sus rayos rojizos y sus reflejossombríos sobre el altar, sobre el sacerdote y sobrelos asistentes. Los hombres no eran ya otra cosa queun hecho, y no un sistema; aquella era una oración yno una religión; pero aquellas pasiones humanas,cuya comprensión momentánea dejaba al cuadrotodas sus armonías, aparecieron muy pronto enaquella escena misteriosa, y animáronla poderosamente.A la llegada de la señorita de Verneuil concluía elEvangelio: la joven reconoció en el oficiante, no sinalgún espanto, al abate Gudin, y se ocultóprecipitadamente a sus miradas aprovechándose deun inmenso fragmento de granito que le sirvió deescondite, y donde atrajo vivamente a Francina; peroen vano trató de arrancar a Galope-Chopine del sitioque había escogido para participar de los beneficiosde aquella ceremonia. Sin embargo, esperó poderescapar del peligro que la amenazaba al observar que

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409la naturaleza del terreno le permitiría retirarse antesque todos los asistentes. A favor de una ancha grietade la roca, vio al abate Gudin subir sobre un cuartode granito que le servía de púlpito, y dar principio asu sermón en estos términos:In nomine Patris et Filii et Spiritus Sacti.Al oír estas palabras, todos los asistenteshicieron piadosamente la señal de la cruz.-Mis queridos hermanos -continuó el abate convoz robusta, -oremos ante todo por los difuntosJuau Cochegrue, Nicolás Laferté, José Brouet,Francisco Parquoi y Sulpicio Coupiau, todos de estaparroquia; han fallecido de las heridas que recibieronen el combate de la Peregrina y en el sitio deFougeres. De profundis, etc.Este salmo fue recitado, según costumbre, porlos asistentes y por los sacerdotes, que decíanalternativamente un versículo, con un fervor de buenagüero para el éxito de la predicación. Cuando huboacabado el salmo de los difuntos, el abate Gudincontinuó con una voz cuya violencia era cada vezmayor, pues la facción jesuita no ignoraba que lavehemencia del discurso era el más poderoso de losargumentos para convencer a sus salvajes oyentes.

410-Esos paladines de Dios, cristianos, os han dadoel ejemplo del deber -dijo. -¿No os avergonzáis de loque se pueda decir de vosotros en el Paraíso? A noser por esos bienaventurados a quienes deben haberrecibido con los brazos abiertos todos los santos,Nuestro Señor podría creer que vuestra parroquiaestá habitada por mahometanos... ¿Sabéis, hijosmíos, lo que de vosotros se dice en Bretaña y cercadel Rey?... ¿No es cierto que no lo sabéis? Pues voya decíroslo: «¡Cómo! ¿Los azules han destruido losaltares, han dado muerte a los rectores, hanasesinado al Rey y a la Reina, y quieren ahoraapoderarse de todos los feligreses bretones paraconvertirlos en azules como ellos, enviarlos a batirsefuera de sus parroquias, en países muy lejanos,donde se corre peligro de morir inconfeso, y se vaasí al infierno por toda una eternidad?» ¿Y losmozos de Marigny, a quienes se ha quemado suiglesia, dejándolos con los brazos cruzados? ¡Oh,oh!, esa República de condenados ha vendido enmoneda pública los bienes de Dios y los de losseñores; ha repartido el valor entre los azules; ydespués, para alimentarse de dinero, como sealimenta de sangre, acaba de decretar que sedescuenten tres libras en los escudos de seis francos,

411así como quiere llevarse tres hombres de cada seis.¿Y los mozos de Marigny no han cogido sus fusilespara arrojar a los azules de la Bretaña? ¡Ah, ah! se lesrehusará el Paraíso, y jamás podrán salvarse. » Heaquí lo que se dice de vosotros, y, por lo tanto, devuestra salvación se trata, cristianos; y peleando porla religión y por el Rey, es como salvaréis vuestrasalmas. La misma Santa Ana de Auray se me aparecióanteayer a dos horas y media de aquí, y me dijo loque os digo: «¿Eres tú sacerdote de Marigny? -Sí,señora -respondí, -y dispuesto a serviros-¡Pues bien!yo soy Santa de Auray, tía de Dios, al estilo deBretaña, siempre estoy en Auray, y ahora aquí,porque he venido para que digas a los de Marigny

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que no pueden esperar salvación para ellos si no searman. Así, pues, les rehusarás la absolución de susculpas a menos de que sirvan a Dios. Tú bendecirássus fusiles, y los mozos que estén sin pecado noerrarán el tiro contra los azules, porque sus armasestarán consagradas...» La Santa desapareció,dejando sobre la encina de la Pata de Oca unmarcado olor de incienso; y yo he señalado el sitio, yel señor rector de San Jaime ha mandado colocar allíuna virgen de madera. Ahora bien; la madre dePedro Leroi, llamado Marcha en Tierra habiendo ido

412a orar por la noche a ese sitio, quedó curada de susdolores en recompensa de las buenas obras de suhijo. Hela ahí en medio de vosotros, y ya veréis cómopuede andar sola. Este es un milagro como la resurrecciónde los bienaventurados, para probar queDios no abandonará nunca la causa de los bretonescuando combaten para sus servidores y para el Rey.Por lo tanto, queridos hermanos, si queréisvuestra salvación y ser leales defensores del Reynuestro señor, debéis obedecer todo cuanto osmande aquel a quien el Rey nos ha enviado, y aquien llamamos el Mozo. Entonces no seréis yacomo mahometanos, y todos los mozos de Bretañaestarán bajo la bandera de Dios. Podréis coger de losbolsillos de los azules todo el dinero que hayanrobado, pues si mientras hacéis la guerra vuestroscampos no están sembrados, el Señor y el Rey osabandonan los despojos de vuestros enemigos.¿Consentiréis, cristianos, en que se diga que los mozosde Marigny han quedado detrás de los de Morbihan,de los de San Jorge, de Vitré y de Antrain, quese encuentran al servicio de Dios y del Rey? ¿Lesdejaréis tomarlo todo? ¿Os quedaréis con los brazoscruzados como herejes, cuando tantos bretonesconsiguen su salvación y salvan al Rey? «¡Todo lo

413dejaréis por mí!» ha dicho el Evangelio. ¿No hemosrenunciado ya nosotros a los diezmos? ¡Abandonad,pues, todo para esa guerra santa! Seréis como losMacabeos, Y, en fin, todo se os perdonará. Enmedio de vosotros encontraréis a los rectores y suscuras, y vuestro será el triunfo. Fijad la atención enesto, cristianos -dijo al concluir; -por hoy solamentetenemos poder para bendecir vuestros fusiles, losque no se aprovechen de este favor, no encontraránya a la santa de Auray tan misericordiosa, y no lesescuchará ya como lo hizo en la guerra anterior.Este sermón, sostenido por la sonoridad de unórgano enfático y por ademanes multiplicados quehicieron sudar al orador, produjo, al parecer, pocoefecto. Los campesinos, inmóviles y de pie, con losojos fijos en el orador, parecían estatuas; pero laseñorita de Verneuil observó muy pronto queaquella actitud general era resultado de un encantoejercido por el abate en aquella gente. A la manerade los grandes actores, había manejado a todo supúblico como un solo hombre, hablándole sobre susintereses y pasiones. ¿No había perdonado deantemano los excesos, desatando los únicos lazosque retenían a aquellos rudos hombres en laobservación de los preceptos religiosos y sociales?

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Había prostituido el sacerdocio a los intereses públicos;pero en aquellos tiempos de revolución, cadauno hacía en beneficio de su partido un arma de loque tuviese, y la cruz pacífica de Jesús se convertíaen instrumento de guerra, así como el aradoalimenticio de las carretas. No encontrando personaalguna con quien pudiera entenderse, la señorita deVerneuil se volvió para mirar a Francina, y no lasorprendió poco verla tomar parte en aquelentusiasmo, pues oraba devotamente, sirviéndose delescapulario de Galope-Chopine, que sin duda lehabía dejado durante el sermón.--¡Francina! -le dijo en voz baja, -¿temes acasoser mahometana?-¡Oh! Señorita -replicó la bretona, -ved allí abajocómo anda la madre de Pedro...La actitud de Francina anunciaba una conviccióntan profunda, que María comprendió entonces todoel misterio de aquella exaltación, la influencia delClero en los campos, y los prodigiosos efectos de laescena que comenzó.Los campesinos que estaban más cerca del altaravanzaron uno a uno y arrodilláronse ofreciendo susfusiles al predicador, que los dejaba sobre el altar;Galope-Chopine se apresuró a presentar su vieja es-

415copeta. Los tres sacerdotes entonaron el himno delVeni Creator, mientras que el celebrante rodeaba lasarmas de una nube de humo azulado, trazando dibujosque parecían entrelazarse. Cuando la brisa hubodisipado el vapor del incienso, se repartieron losfusiles por su orden: cada hombre recibía el suyo derodillas, de manos de los sacerdotes, que recitabanuna oración latina al entregar el arma. Cuando loshombres armados volvieron a ocupar sus puestos, elprofundo entusiasmo de la asistencia, hasta entoncessilencioso, estalló de una manera formidable,ruidosamente.-¡Domine, salvum fac regem!Tal era la oración que el predicador entonó convoz sonora, y que se cantó dos veces violentamente.Aquellos gritos tuvieron algo de salvaje y deguerrero; las dos notas de la palabra regem, traducidafácilmente por aquellos campesinos, fueronpronunciadas con tanta energía, que la señorita deVerneuil no pudo menos de fijar sus ideas conenternecimiento en la familia de los Borbonesdesterrados. Estos recuerdos despertaron los de suvida pasada, su memoria le representó las fiestas deaquella Corte ahora dispersa, en el seno de las cualeshabía brillado; y en esta meditación se introdujo la

416figura del Marqués. Con esa movilidad propia delpensamiento de una mujer, olvidó el cuadro que seofrecía a sus miradas, y volvió entonces a susproyectos de venganza, en los que jugaba su vida,pero que podían fracasar ante una mirada.Y pensando en parecer hermosa en aquelmomento, el más decisivo de su existencia,reflexionó que no tenía adornos para adornar sucabeza en el baile, y sedújole la idea de ponerse unarama de boj, cuyas hojas crispadas y bayas rojasllamaban su atención en aquel momento.-¡Oh, oh! ¡mi fusil podrá fallar el tiro si disparocontra los pájaros, pero tratándose de azules... jamás!–dijo Galope-Chopine encogiéndose de hombros en

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señal de satisfacción.María examinó atentamente el rostro de su guíay pudo observar que era el tipo de todos los queacababa de ver. Aquel viejo chuan no revelabaciertamente tener tantas ideas como las que puedehaber en un niño; una cándida alegría arrugaba susmejillas y su frente cuando miraba su fusil; pero unareligiosa convicción manifestaba entonces en susemblante una expresión de fanatismo, que por uninstante indicaba en aquel rostro salvaje los vicios dela civilización. Muy pronto llegaron a un pueblo, es

417decir, a un grupo de cuatro o cinco viviendassemejantes a la de Galope-Chopine, adonde llegaronlos chuanes recientemente reclutados, en tanto quela señorita de Verneuil terminaba su almuerzo,compuesto principalmente de pan, leche y manteca.Aquella tropa irregular iba conducida por el rector,que llevaba en la mano una tosca cruz transformadaen bandera, a la cual seguía un Mozo muy orgulloso,al parecer, porque llevaba el estandarte de la Iglesia.La señorita de Verneuil se vio forzosamente reunidacon aquel destacamento, que, así como ella, iba aSan Jaime, y que la protegió, naturalmente, contratoda especie de peligro desde el momento queGalope-Chopine cometió la feliz indiscreción demanifestar al jefe de aquella tropa que la hermosajoven, a la cual iba sirviendo de guía, era la mejoramiga del Mozo.Hacia la puesta del sol los tres viajeros llegaron aSan Jaime, pequeña ciudad que debe su nombre a losingleses, por los cuales fue edificada en el siglo XIV,durante su dominación en Bretaña. Antes de entrar,la señorita de Verneuil presenció una extraña escenade guerra en la cual no fijó mucho la atención, puestemiendo ser reconocida por algunos de susenemigos, apresuró el paso. Cinco o seis mil

418aldeanos ocupaban un campo; pero sus trajes,bastante análogos a los de los quintos que hemosvisto en la Peregrina, excluían toda idea de guerra.Aquella tumultuosa reunión de hombres se parecía ala de una gran feria, y hasta se necesitaba fijar unpoco la atención para reconocer que estabanarmados, pues pieles de cabra, de tan diversasformas, ocultaban casi sus fusiles, siendo el armamás visible la hoz con que algunos sustituían las armasde fuego que debían darles. Los unos bebían ycomían, los otros se pegaban o discutían en alta voz:pero los más estaban echados en el suelo y dormían.No había ninguna señal de orden ni disciplina. Unoficial, con uniforme encarnado, llamó la atenciónde la señorita de Verneuil, la cual supuso que estaríaal servicio de Inglaterra; y más lejos distinguió otrosdos que, al parecer, querían enseñar a varioschuanes, más inteligentes que los otros, a manejardos cañones, que sin duda formaban toda la artilleríadel futuro ejército realista. Varios gritos acogieron lallegada de los mozos de Marigny, a quienes sereconoció por su bandera, a favor del movimientoque aquella tropa y los rectores practicaron en elcampo, la señorita de Verneuil pudo cruzarle sinpeligro y se introdujo en la ciudad. Llegó a una

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posada de poca apariencia que no distaba mucho dela casa en que se daba el baile. La ciudad estabainvadida por tanta gente, que, después de todos losesfuerzos imaginables, no obtuvo más que un malaposento muy reducido. Cuando quedó instalada yGalope-Chopine hubo entregado a Francina lascajas de cartón que contenían el traje de la señorita,el chuan continuó de pie en una actitud de espera yde vacilación indescriptible. En cualquier otromomento, la joven se hubiera divertido en ver lo quees un campesino bretón salido de su parroquia; perorompió el encanto sacando de su bolsillo cincopesos, que le entregó.-¡Toma! -dijo a Galope-Chopine, -y, si quiereshacerme un favor, vuelve al punto a Fougeres sinpasar por el campo y sin probar la sidra.El chuan, asombrado de aquella liberalidad,miraba sucesivamente las monedas y a la señorita deVerneuil; pero ésta hizo un ademán con la mano, yGalope-Chopine desapareció.-¿Cómo podéis despedirle, señorita? -interrogóFrancina -¿No veis cómo está rodeada la ciudad?¿Cómo saldremos, y quién os protegerá aquí?...-¿No tienes tú protector? -dijo la señorita deVerneuil, silbando sordamente de una manera

420burlona, como Marcha en Tierra, a quien trataba deimitar.Francina se ruborizó, sonriendo tristemente alver la alegría de su ama.-Pero ¿adónde está el vuestro? -preguntó.La señorita de Verneuil sacó bruscamente supuñal y se lo mostró a la bretona aterrorizada, que sedejó caer sobre una silla, uniendo las manos.-Pero ¿qué habéis venido a hacer aquí, señorita?-exclamó con una voz suplicante que no pedíacontestación.La señorita de Verneuil se ocupaba en retorcerlas ramas de boj que había cogido y decía :-No sé si este boj será un adorno bonito en loscabellos; únicamente a un rostro como el mío puedeconvenir una cosa, tan lúgubre. ¿Qué te parece,Francina?Otras palabras análogas indicaron la mayorserenidad en el ánimo de aquella joven extraña,mientras que se ocupó en su tocado; quien la hubieraescuchado, difícilmente habría creído en la gravedadde aquel momento, en el cual jugaba su vida. Unvestido de muselina de las Indias, muy corto, ysemejante a un paño húmedo, reveló los contornosdelicados de sus formas, y después se puso una

421especie de túnica encarnada cuyos numerosospliegues, que se prolongaban gradualmente a medidaque caían sobre el lado, señalaron la forma graciosade las túnicas griegas. Aquel voluptuoso traje de lassacerdotisas paganas no era tan impúdico como elque la moda de aquella época permitía a las mujeresllevar, pues para atenuar en parte lo impúdico quepudiera tener, la joven cubrió con una gasa susblancos hombros, que la túnica dejaba demasiadodesnudos. Después retorció las largas trenzas de suscabellos de manera que formasen detrás de la cabezaese cono imperfecto y aplanado que tanta graciacomunica a la figura de algunas estatuas antiguas poruna prolongación ficticia de la cabeza, y algunos

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bucles reservados sobre la frente cayeron a cada ladode su rostro formando brillantes rizos. Así vestida yengalanada, la joven ofreció completa semejanza conlas más notables obras maestras del cincel griego.Cuando por una sonrisa manifestó quedar satisfechade su tocado, cuyos menores detalles hacían resaltarlas bellezas de su rostro, se ciñó la frente con unacorona de boj, que tenía preparada, y cuyasnumerosas bayas repitieron con el mejor efecto enlos cabellos el color de la túnica. Retorciendoaquellas hojas para producir caprichosas

422oposiciones, la señorita de Verneuil se miró en unespejo para juzgar su tocado.-¡Estoy horrible esta noche! -exclamó como si lahubieran rodeado muchos admiradores.Así diciendo, puso cuidadosamente su puñal enmedio de su corsé, dejando que oprimieran su pecholos rubíes que le adornaban, y cuyos reflejos rojizosdebían atraer las miradas sobre los tesoros que surival había prostituido tan indignamente. CuandoFrancina vio a su ama a punto de salir, supoencontrar excusas, para acompañarla, en todos losobstáculos que las mujeres deben vencer cuando vana una fiesta en una pequeña ciudad de la bajaBretaña. Bien sería preciso despojar a la señorita deVerneuil de su manto, del doble calzado que el cienoy el estiércol de la calle le habían obligado a ponerse,y del velo de gasa con que ocultaba su cabeza a lasmiradas de los chuanes que la curiosidad atraíaalrededor de la casa donde se daba la fiesta. Tancompacta era la multitud, que las dos mujeresdebieron cruzar entro dos filas de chuanes; Francinano trató de retener a su señora; pero después deprestarle los últimos servicios exigidos por un trajecuyo mérito consistía en su extremada frescura,permaneció en el patio para no abandonarla a las

423eventualidades de su destino sin que le fuera posiblevolar en su auxilio, pues la infeliz bretona no preveíamás que desgracias.En la habitación de Montauran ocurría unaescena bastante extraña en el momento en que Maríade Verneuil se dirigía a la fiesta. El joven Marquésacababa de arreglarse en el tocador, y se ponía laancha cinta roja que debía servir para que lereconocieran como el primer personaje de aquellaasamblea, cuando de repente entró el abate Gudincon aire inquieto.-Señor Marqués, venid pronto -le dijo, -pues vossólo podréis apaciguar la tempestad que se haproducido entre los jefes, no sé por qué causa.Hablan de abandonar el servicio del Rey, y creo queese diablo de Rifoel tiene la culpa de que se hayasuscitado el tumulto. Esas discusiones se debensiempre a una necedad. La señora de Gua, según mehan dicho, le ha censurado porque se presentaba enel baile muy mal vestido.-Es preciso -dijo el Marqués, -que esa mujer estéloca para creer...-El caballero de Vissard -continuó el abateinterrumpiendo al jefe, -repuso, que si le hubieraisdado el dinero prometido en nombre del Rey...

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-¡Basta, basta, señor abate! Ahora lo comprendotodo; esta escena ha sido cosa convenida, y vos soisel embajador...-¡Yo, señor Marqués! -replicó el abate interrumpiendode nuevo. -Os apoyaré vigorosamente, yespero que me hagáis la justicia de creer que elrestablecimiento de nuestros altares en Francia, y eldel Rey en el trono de sus padres, son para mímodestos trabajos atractivos, mucho más preciososque ese obispado de Rennes que vos...El abate no prosiguió, porque al oír estaspalabras, el Marqués había comenzado a reírse conamargura; pero el joven jefe reprimió al punto sustristes reflexiones; su frente tomó una expresiónsevera, y siguió al abate Gudin a una sala donde seescucharon ruidosos clamores.-¡No reconozco aquí la autoridad de nadie! -gritabaRifoel dirigiendo miradas de fuego a cuantos lorodeaban, y con la mano en la empuñadura de suacero.-¿Reconocéis la del buen sentido? -le preguntófríamente el Marqués.El joven caballero de Vissard, más conocidobajo su nombre patronímico de Rifoel, guardósilencio ante el general de las armas católicas.

425-¿Qué hay, señores? -interrogó el joven jefe examinandotodos los semblantes.-¡Hay, señor Marqués! -contestó un célebre contrabandista,confuso como un hombre del pueblosubyugado al pronto por la preocupación ante ungran señor, pero que no reconoce ya límites apenasha franqueado la barrera que los separa, porque nove ya entonces ante sí más que un igual; ¡Hay, señorMarqués, que llegáis muy oportunamente! Yo no sédecir palabras doradas; y, por lo tanto, me explicarésin rodeos. He mandado quinientos hombresdurante la última guerra, y, cuando volvimos aempuñar las armas, supe hallar para el servicio delRey mil cabezas tan duras como la mía. Siete añoshace ya que arriesgo mi ida por la buena causa; nome quejo de ello; pero todo trabajo merece salario.Ahora bien, para principiar quiero que se me llameseñor de Cottereau, y que se me reconozca el gradode coronel; de lo contrario, trataré con el PrimerCónsul de mi sumisión. Mis hombres y yo, señorMarqués, tenemos un acreedor endiabladamenteimportuno, y siempre es preciso pagar. ¡He aquí elcaso! -agregó el hombre golpeándose el vientre.-¿Han llegado los violines? -preguntó el Marquésa la señora de Gua con acento burlón.

426Pero el contrabandista había tratado brutalmenteun asunto demasiado importante, y aquelloshombres, tan calculadores como ambiciosos,dudaban hacía demasiado tiempo sobre lo quepodían esperar del Rey, para que el desdén del jovenjefe pusiera término a la escena. El joven y fogosocaballero de Vissard se colocó vivamente delante deMontauran, y le cogió la mano para obligarle aquedarse.-Cuidado, señor Marqués -le dijo, -pues tratáisdemasiado ligeramente a hombres que tienen algúnderecho a la gratitud de aquel a quien representáisaquí. Sabemos que Su Majestad os ha conferidoplenos poderes para tener en cuenta nuestros

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servicios, que deben ser recompensados en estemundo o en el otro, pues cada día se levanta elcadalso para nosotros, y en cuanto a mí, sé que elgrado de mariscal de campo...-Queréis decir coronel...-No, señor Marqués, pues Charette me nombróya coronel. No siendo posible disputarme el de quehablo, no pido para mi en este momento, sino paramis intrépidos hermanos de armas, cuyos serviciosse deben reconocer. Vuestra firma y vuestraspromesas les bastarán hoy, y -añadió en voz baja,

427-confieso que se contentan con bien poca cosa; perocuando el sol salga en el castillo de Versalles paraalumbrar los días felices de la Monarquía, entonceslos fieles que hayan ayudado al Rey a conquistar laFrancia, en Francia, podrán fácilmente obtenergracias para sus familias, pensiones para las viudas, yla restitución de los bienes que en mala hora lesconfiscaron todos. Yo lo creo así, y por eso, señorMarqués, las pruebas de los servicios prestados noserán entonces inútiles. No desconfiará jamás delRey, pero sí de esos ávidos ministros y cortesanosque le aturdirán los oídos con sus consideracionessobre el bien público, el honor de Francia, losintereses de la corona y otros mil cuentos. Despuésse burlarán de un leal vendeano o de un valientechuan, porque será viejo, y porque el sable que habrádesenvainado por la buena causa le golpeará las piernasenflaquecidas por los padecimientos... ¿Noopináis que tenemos razón?-Habláis admirablemente bien, señor de Vissard,pero un poco demasiado pronto -contestó el jefe.-Escuchad, Marqués -le dijo el Conde de Bauvanen voz baja; -Rifoel ha dicho en verdad muy buenascosas. Vos estáis seguro de ser atendido siempre porel Rey; pero nosotros no iremos a verle más que de

428tarde en tarde; y os confieso que si no me daisvuestra palabra de caballero de conseguir para mí, ensu tiempo y lugar, el cargo de gran maestre de losbosques y de las aguas de Francia, maldito siarriesgaré el cuello. Conquistar la Normandía para elRey no es fácil tarea, y por eso esperaré elnombramiento. Pero -añadió sonrojándose, -tiempohay para pensar en eso. Dios me libre de hostigaros.Hablaréis de mí al Rey, y todo quedará dicho.Cada jefe halló medio de dar a conocer alMarqués, de una manera más o menos ingeniosa, larecompensa exagerada que esperaba de sus servicios.El uno pedía modestamente el gobierno de Bretaña;el otro una baronía; éste un grado, aquél un mando;y todos, en fin, solicitaban pensiones.-Y bien, Barón -dijo el Marqués al señor deGuenie -¿no queréis vos nada?-A fe mía, Marqués, esos señores no me dejanmás que la corona de Francia; pero podrécontentarme...-¡Pero, señores! -exclamó el abate Gudin convoz tonante, -pensad que si vais tan de prisa loecharéis a perder todo el día del triunfo. ¿No deberáel Rey hacer concesiones a los revolucionarios?

429-¡A los jacobinos! -gritó el contrabandista- ¡Ah!

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que me deje el Rey obrar, y yo respondo queemplearé mis mil hombres para colgarlos, con locual quedaremos libres de ellos muy pronto.-Señor de Cottereau -repuso el Marqués, -veoentrar algunas personas invitadas al baile, y debemosrivalizar en celo y atenciones para decidirlas acooperar en nuestra santa empresa; de modo que noes el momento oportuno para ocuparnos de vuestrasdemandas, aunque fuesen justas.Así diciendo, el Marqués avanzaba hacia lapuerta, como para recibir a varios nobles de lascomarcas vecinas, que había entrevisto; pero elatrevido contrabandista le cerró el paso con airesumiso y respetuoso.-No, no, señor Marqués -dijo, -dispensadme; losjacobinos nos han demostrado claramente en 1793que el que recoge la cosecha no es quien se come lagalleta. Firmadme un pedazo de papel, y mañana ostraeré mil quinientos mozos; de lo contrario, meentenderé con el Primer Cónsul.Después de mirar altivamente en torno suyo, elMarqués vio que la audacia del antiguo partidario ysu aire resuelto no disgustaban a ninguno de losespectadores de aquel debate; solamente un hombre,

430sentado en un ángulo de la habitación, parecía notomar parte en la escena, y ocupábase en llenar detabaco una pipa de barro blanco; el aire desdeñosoque manifestaba a los oradores, su actitud modesta,y la mirada compasiva que el Marqués encontró ensus ojos, le indujeron a examinar aquel generoso, enel cual reconoció al mayor Brigaut; el jefe se dirigiórepentinamente hacia él.-Y tú -preguntóle, -¿qué pides?-¡Oh! señor Marqués, si el Rey vuelve, quedarésatisfecho.-Pero, ¿Y tú?-¡Oh!; yo... Monseñor quiere reírse.El Marqués estrechó la mano callosa del bretón,y dijo a la señora de Gua, a quien se había acercado:-Señora, puedo sucumbir en mi empresa antesde haber tenido tiempo de enviar al Rey un informeexacto sobre los ejércitos católicos de Bretaña. Siveis la Restauración, no olvidéis a este buen hombreni al Barón de Guenic, pues hay más fidelidad enellos que en todos esos hombres que veis ahí.Y mostró a los jefes que esperaban con ciertaimpaciencia a que el joven Marqués accediera a suspeticiones. Todos tenían en la mano papelesdesdoblados, en los que sin duda se certificaban sus

431servicios con la firma de los generales realistas de lasguerras anteriores, y todos comenzaban a murmurar.En medio de ellos, el abate Gudin, el Conde deBauvan y el Barón de Guenic, se consultaban paraayudar al Marqués a rechazar pretensiones tanexageradas, pues parecíales que la posición del jovenjefe era muy crítica.De improviso, el Marqués paseó la mirada de susojos azules, brillantes de ironía, sobre aquellaasamblea, y dijo con voz clara:-Señores, ignoro si los poderes que el Rey se hadignado confiarme son bastante extensos para queyo pueda satisfacer vuestras exigencias. Tal vez noha previsto tanto celo y tanta fidelidad. Vais a juzgarvosotros mismos de mis deberes, y acaso podré

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cumplirlos.Así diciendo desapareció y volvió prontamentellevando en la mano una carta desdoblada, con elsello y la firma real.-He aquí el documento -dijo, -en virtud del cualdebéis prestarme obediencia. Me autoriza paragobernar las provincias de Bretaña, de Normandía,del Maine y del Anjou, en nombre del Rey, y areconocer los servicios de los oficiales que se hayandistinguido en sus ejércitos.

432La asamblea hizo un movimiento de satisfaccióny los chuanes se adelantaron hacia el Marqués,formando en torno suyo un círculo respetuoso:todas las miradas estaban fijas, clavadas en la firmadel Rey. El joven jefe, que permanecía de pie delantede la chimenea, arrojó la carta en el fuego, donde seconsumió en un abrir y cerrar de ojos.-No quiero mandar -exclamó el joven, -sino alos que vean un Rey en el Rey y no una presa paradevorarla. Quedáis en libertad de abandonarme,señores...La señora de Gua, el abate Gudin, el mayorBrigaut, el caballero de Vissard, el Barón de Guenicy el Conde de Bauvan, llenos de entusiasmo hicieronresonar el grito de ¡Viva el Rey! Si los demás jefesvacilaron al pronto un momento en repetir estegrito, muy luego, impulsados por la noble acción delMarqués, le rogaron que olvidase lo que acababa depasar, y asegurándole que, sin ninguna patente,siempre le reconocerían por jefe.-¡Pues vamos a bailar -dijo el Conde de Bauvan,y suceda lo que quiera! Bien mirado, -añadióalegremente, -más vale dirigirse a Dios que a sussantos, amigos míos. Nos batiremos primero, ydespués se verá.

433-¡Ah! eso es cierto; salvo vuestro respeto, señorBarón -dijo Brigaut en voz baja dirigiéndose al lealBarón de Guenic. -Jamás he visto reclamar yo por lamañana el jornal del día.La asamblea se dispersó en los salones adondese habían reunido ya algunas personas. El Marquésintentó en vano disipar la expresión sombría quealteraba su rostro; los jefes echaban de verfácilmente las impresiones desfavorables que aquellaescena había producido en un hombre cuya fidelidadiba acompañada aún de las doradas ilusiones de lajuventud y se avergonzaron de sí mismos.Una alegría embriagadora predominaba enaquella reunión, compuesta de las personas másexaltadas del partido realista, que no habiendopodido juzgar nunca en el fondo de una provincia,de los acontecimientos de la Revolución, debíantomar por realidades las esperanzas máshiperbólicas. Las atrevidas operaciones comenzadaspor Montauran, su nombre, su fortuna y suinteligencia, reanimaban todos los valores,produciendo esa embriaguez política, la máspeligrosa de todas, porque no se enfría más que entorrentes de sangre casi siempre derramadainútilmente. Para todas las personas allí presentes, la

434Revolución no era más que una perturbación

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pasajera en el reino de Francia, donde a su modo dever, nada parecía haber cambiado. Aquellos campospertenecían siempre a la casa de Borbón; los realistasreinaban tan completamente como cuatro añosantes, y Hoche obtuvo menos la paz que unarmisticio. Por eso los nobles trataban a losrevolucionarios con ligereza: para ellos, Bonaparteera un Marceau más feliz que su antecesor. Así esque las mujeres se disponían alegremente a bailar,aunque algunos de los jefes que se habían batidocontra los azules comprendían toda la gravedad de lacrisis presente; pero sabiendo que si hablaban delPrimer Cónsul y de su poder a sus compatriotasmenos enterados, no serían comprendidos, todoshablaban entre sí, mirando a las mujeres con unaindiferencia de la que éstas se vengaban criticándoseunas a otras. La señora de Gua, que parecía hacer loshonores del baile, trataba de calmar la impacienciade las bailarinas, dirigiendo a cada unasucesivamente las lisonjas de costumbre. Ya se oíanlos sonidos chillones de los instrumentos que losmúsicos templaban, cuando la señora de Guadistinguió al Marqués, cuyo rostro conservaba

435todavía una expresión de tristeza y se dirigióbruscamente hacia él.-Supongo -le dijo, -que no es la vulgar escena

ocurrida con esos bergantes la que os agobia de esemodo.No obtuvo contestación; el Marqués, absorto ensus reflexiones, creía oír algunas de las palabras que,con voz profética, le había dicho la señorita deVerneuil en medio de aquellos mismos jefes en laVivetiere, invitándole a renunciar a la lucha de losreyes contra los pueblos: pero aquel joven teníademasiada elevación de alma, demasiado orgullo yconvicción quizá para abandonar la obracomenzada, y en aquel momento se decidía acontinuarla valerosamente a pesar de los obstáculos.Levantó la cabeza con altivez, y entoncescomprendió lo que le hablaba la señora de Gua.-Estáis, indudablemente, en Fougeres -decía ladama con una amargura que revelaba la inutilidad desus esfuerzos para distraer al Marqués. -¡Ah!caballero, daría mi sangre por poneros a esa mujerentre las manos y veros feliz con ella.-Y ¿por qué la habéis disparado un tiro contanto acierto?

436-Porque la quería muerta o en vuestros brazos.Sí, caballero, yo he podido amar al Marqués deMontauran el día en que creí hallar en él un héroe;pero ahora no siento por él más que una dolorosaamistad, porque le veo separado de la gloria por elcorazón de una joven de la Opera.-Por el amor me juzgáis muy mal -repuso elMarqués con acento irónico; -si yo amara a esajoven, señora, la desearía menos, y sin vos, tal vezno pensara en ella.-¡Hela aquí! -dijo bruscamente la señora de Gua.La precipitación con que el Marqués volvió lacabeza, hizo mucho daño a la pobre dama; perocomo la viva luz de las bujías le permitía ver bien losmás ligeros cambios producidos en las facciones deaquel hombre tan ardientemente amado, concibió

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algunas esperanzas cuando el joven jefe la mirósonriendo por aquella astucia de mujer.-¿De qué os reís? -interrogó el Conde deBauvan.-¡De una bola de jabón que se deshace!-contestó la señora de Gua con acento alegre. -ElMarqués, si se le ha de creer, se admira hoy de habersentido latir su corazón de amor un instante por esajoven que se titula señorita de Verneuil... ya sabéis...

437-¿Esa joven?... -replicó el Conde con acento dereprensión -Señora, el autor del daño es quien deberepararle, y yo os doy mi palabra de caballero de quees verdaderamente la hija del Duque de Verneuil.-Señor Conde -dijo el Marqués con voz muyalterada, -¿cuál de vuestras dos palabras se ha decreer, la de la Vivetiere, o la de San Jaime?Una voz vibrante anunció a la señorita deVerneuil: el Conde se precipitó hacia la puerta,ofreció la mano a la hermosa desconocida, con lasseñales del más profundo respeto, y presentándola, através de la curiosa multitud, al Marqués y a laseñora de Gua, dijo:-No creáis más que en la de hoy.El joven jefe quedó asombrado, y la señora deGua palideció al ver aquella malaventurada joven,que permaneció de pie un momento dirigiendomiradas orgullosas a toda aquella asamblea, en lacual buscaba los convidados de la Vivetiere. Esperóel saludo obligado de su rival, y, sin mirar alMarqués, se dejó conducir a un sitio de preferenciapor el Conde, que la hizo sentar junto a la señora deGua, a la cual devolvió un ligero saludo deprotección, pero que, por un instinto de mujer, lejosde enojarse, tomó al punto un aire risueño y

438amistoso. El traje extraño y la belleza de la señoritade Verneuil excitaron un momento los murmullosde la reunión; y cuando el Marqués y la señora deGua dirigieron sus miradas a los convidados de laVivetiere, observaron en ellos una actitud de respetoque no parecía ser fingida; hubiérase dicho que cadauno buscaba los medios de volver a la gracia de lajoven parisiense desconocida. Los enemigos sehallaban en presencia unos de otros.-¡Pero esto es una magia, señorita! No hay comovos en el mundo para sorprender así a las personas.-¡Venir así, sola! -decía la señora de Gua.-Completamente sola -repitió la señorita deVerneuil, -y, por lo tanto, no tendréis que matar anadie más que a mí.-Sed indulgente -replicó la señora de Gua; -nopuedo expresaros hasta qué punto me complacevolver a veros. Verdaderamente me agobiaba elrecuerdo de mis faltas respecto a vos, y buscaba unaocasión que me permitiese reparar misequivocaciones.-En cuanto a vuestras faltas, señora, os perdonofácilmente las que habéis cometido conmigo; perotengo en el corazón la muerte de los azules queasesinasteis. Tal vez podría quejarme también de

439vuestra dureza... pero yo os lo dispenso todo engracia del servicio que me habéis prestado.

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La señora de Gua perdió la serenidad al sentirque le estrechaba la mano su hermosa rival,sonriendo con una gracia insultante. El Marquéshabía permanecido inmóvil; pero en aquel instantecogió con fuerza el brazo del Conde.-Me habéis engañado indignamente -le dijo -comprometiendo hasta mi honor; no soy unGeronte de comedia, y necesito vuestra vida o queme arranquéis la mía.-Marqués -repuso el Conde con altanería, -estoydispuesto a daros todas las explicaciones que podáisdesear.Y los dos se dirigieron hacia la habitacióninmediata. Las personas menos iniciadas en elsecreto de aquella escena comenzaban a comprendersu interés; de modo que cuando los violines dieronla señal del baile, nadie se movió.-Señorita, ¿qué servicio de gran importancia hetenido el honor de prestaros para merecer?... -dijo laseñora de Gua mordiéndose los labios con unaespecie de rabia.-Señora, ¿no me habéis hecho ver claro sobre elverdadero carácter del Marqués de Montauran? ¡Con

440qué impasibilidad me dejaba perecer este hombreespantoso! Os le dejo con la mejor voluntad.-Pues; ¿qué venís a buscar aquí? -preguntó conviveza la señora de Gua.-El aprecio y la consideración que me retirasteisen la Vivetiere, señora. En cuanto a lo demás, estadtranquila, pues si el Marqués volviese a mí, esto nosignificaría nunca que puede haber entre nosotrosnada de amor.La señora de Gua tomó entonces la mano de laseñorita de Verneuil, con esa gracia afectuosa de quelas mujeres hacen gala entre si, sobre todo enpresencia de los hombres.-Pues bien, hija mía -dijo, -me encanta veros tanrazonable; y si el servicio que os he prestado fue alprincipio muy brusco -añadió apretando la manoque tenía entre las suyas, aunque experimentó el deseode hacerla pedazos entre sus dedos al sentir sufinura- al menos será completo. Escuchad, yoconozco el carácter del Mozo -dijo, con pérfidasonrisa, -y puedo deciros que os ha engañado: noquiere ni puede casarse con mujer alguna.-¡Ah!...-Sí, señorita, no ha aceptado su arriesgadamisión sino para merecer la mano de la señorita de

441Uxelles, alianza para la cual le ha permitido SuMajestad todo su apoyo.-¡Ah, ah!La señorita de Verneuil no añadió una palabra aesta burlona exclamación. El joven y galantecaballero de Vissard, impaciente por excusarse de labroma que había sido la señal de las injurias en laVivetiere, se adelantó hacia ella y la invitórespetuosamente a bailar; María alargó la mano y seprecipitó para ocupar su puesto en el rigodón en quefiguraba la señora de Gua. Los trajes de aquellasmujeres, que recordaban las modas de la Cortedesterrada, y que se habían empolvado el cabello,parecieron ridículos apenas se pudieron compararcon el de la señorita de Verneuil, elegante, rico ysevero, y que la moda autorizaba a la joven para

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llevar. Sin embargo, fue censurado en alta voz porlas mujeres, aunque en su interior le envidiaban; y encuanto a los hombres, no se cansaron de admiraraquella hermosa cabellera y los detalles de unconjunto cuya gracia estaba toda en la de las proporcionesque revelaba.En aquel momento el Marqués y el Condepenetraron en el salón de baile y fueron a colocarsedetrás de la señorita de Verneuil, que no se volvió

442para mirarlos. Si un espejo colocado frente a ella nole hubiese anunciado la presencia del Marqués, podíahaberla adivinado por el rostro de la señora de Gua,que ocultaba mal, bajo un aire indiferente al parecer,la impaciencia con que esperaba la lucha que antes odespués debía declararse entre los dos amantes.Aunque el Marqués habló con el Conde y otras dospersonas, pudo sin embargo escuchar las palabras delos caballeros y de las bailarinas que, según loscaprichos de la contradanza, venían a ocuparmomentáneamente el sitio de la señorita de Verneuily de sus vecinos.-¡Oh! Dios mío, sí, señora, ha venido sola -decíauno.-Es preciso ser muy atrevido -contestó la bailarina.-Pero si yo fuera vestida así, me consideraría desnuda-dijo otra dama.-¡Oh! no es un traje decente -replicó el caballero;-pero ¡es tan hermosa, y le sienta tan bien!-Mirad, me avergüenzo por la perfección conque baila -replicó la dama envidiosa.-¿Creéis que venga aquí para tratar en nombredel Primer Cónsul? -preguntó una tercera dama.-¡Qué ocurrencia! -contestó el caballero.

443-No llevará mucha inocencia en dote -añadió labailarina riéndose.El Mozo se volvió bruscamente para ver a ladama que se permitía aquel epigrama, y entonces laseñora de Gua la miró con un aire que decíaclaramente:-¡Ya veis lo que piensan!-Señora -dijo el Conde riéndose, a la enemiga dela señorita de Verneuil, -hasta ahora, solamente lasdamas son las que se la han quitado...El Marqués perdonó interiormente al Condeaquellas faltas y cuando se atrevió a fijar una miradaen la señorita de Verneuil, cuyas gracias, así como lasde casi todas las damas, se realzaban por la luz de lasbujías, la joven le volvió la espalda para volver a susitio, y habló con su caballero, dejando oír alMarqués los más cariñosos acentos de su voz.-El Primer Cónsul nos envía embajadores muypeligrosos -le decía su pareja.-Caballero, ya se ha dicho eso en la Vivetiere.-Veo que tenéis tanta memoria como el Rey-repuso el caballero, enojado de su torpeza.-Para perdonar las injurias, preciso es recordarlas-replicó la señorita de Verneuil sacando del apuro asu interlocutor por una sonrisa.

444-¿Estamos comprendidos todos en esa amnistía?-le preguntó el Marqués.Pero María se lanzó para bailar con una

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embriaguez infantil, dejando a Montauran dudoso ysin contestación; el Marqués la contempló con fríatristeza, y al notarlo la joven inclinó la cabeza conuna de esas graciosas actitudes que le permitían lasdelicadas formas de su cuello, sin olvidar ninguno deesos movimientos que dejaban ver la rara perfecciónde su cuerpo. La señorita de Verneuil atraía como laesperanza, y huía como un recuerdo; y verla así eraquerer poseerla, a toda costa; la joven lo sabía, y laconvicción que tuvo entonces de su belleza,comunicó a su rostro un encanto indefinible. ElMarqués sintió elevarse en su corazón un torbellinode amor, de cólera y de locura, estrechó con fuerzala mano del Conde, y se alejó.-¿Conque se ha marchado? -preguntó la señoritade Verneuil volviendo a su sitio.El Conde se precipitó en la sala inmediata,haciendo una señal de inteligencia a su protegida, yvolvió a poco con el Marqués.-Es mío -se dijo María observando en el espejoal Marqués, cuyo rostro, ligeramente alterado,expresaba la esperanza.

445Recibió al joven jefe con aire burlón, sin deciruna palabra, pero separóse de él sonriendo; le veíatan superior, que la enorgulleció poder tiranizarle, yquiso que pagase muy caras algunas dulces palabraspara que supiese lo que valían. Concluida lacontradanza, todos los caballeros de la Vivetierefueron a rodear a María, y cada cual de ellos solicitóel perdón de su error con lisonjas más o menosdelicadas; pero aquel que ella hubiera querido ver asus pies no se aproximó al grupo en que ella reinaba.-Aun se cree amado -se dijo la señorita deVerneuil, -y no quiere que se le confunda con losindiferentes.Y rehusó bailar. Después, como si aquella fiestase hubiese dado en su obsequio, recorrió todos loscuadros del rigodón, apoyada en el brazo del Condede Bauvan, con el que se complació en aparentarcierta familiaridad. La aventura de la Vivetiere eraconocida ya de toda la reunión en sus menoresdetalles, gracias a la señora de Gua, que esperaba,poniendo así en evidencia a la señorita de Verneuil yal Marqués, oponer un obstáculo más a su reunión;de modo que los dos amantes reñidos eran ahoraobjeto de la atención general. Montauran no seatrevía a acercarse a María, porque el sentimiento de

446sus errores y la violencia de sus deseos, encendidosde nuevo, le hacían temer a aquella joven, mientrasque ésta espiaba con el rostro tranquilo, enapariencia, como si no hiciera más que contemplar elbaile.-Aquí hace un calor terrible -dijo la señorita deVerneuil a su caballero; -veo que el señor deMontauran tiene la frente húmeda. Pasemos al otrolado para que yo pueda respirar, porque me ahogo.Y con un movimiento de cabeza señaló alConde el salón vecino, donde se hallaban algunosjugadores, mientras que el Marqués seguía a suquerida, cuyas palabras había adivinado tan sólo porel movimiento de los labios. Se atrevió a esperar queno se alejaba de la multitud sino para volver a verle,y la suposición de este favor comunicó a su amoruna violencia desconocida, pues su pasión se había

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acrecentado por todas las resistencias que Maríacreyó de su deber oponerle. La joven se complacióen atormentar al joven jefe; su mirada, tan dulcepara el Conde, convertíase en seca y dura cuandopor casualidad encontraba los ojos del Marqués.Este último hizo, al parecer, un penoso esfuerzo, ydijo con sorda voz:-¿No me perdonaréis?

447-El amor -respondió la señorita de Verneuil, -noperdona nada, o lo perdona todo; pero -añadió alverle hacer un movimiento de alegría, -es precisoamar.La señorita de Verneuil había vuelto a tomar elbrazo del Conde, dirigiéndose a una especie degabinete, próximo a la sala de juego. El Marquéssiguió a María.-Me escucharéis -exclamó.-Haríais creer, caballero -contestó María, -que hevenido aquí por vos y no por respeto a mí misma. Sino abandonáis esa odiosa persecución, me retiro.-Pues bien -dijo recordando uno de los actosmás locos del último Duque de Lorena, -dejadmehablaros tan sólo durante el tiempo que puedaconservar en la mano este carbón encendido.Y se inclinó hacia el hogar, tomó la extremidadde un tizón y lo oprimió con fuerza. La señorita deVerneuil se ruborizó, desasióse vivamente del Condey miró al Marqués con asombro; mientras que aquelse alejó silenciosamente, dejando a los dos amantessolos. Tan loco acto había conmovido el corazón dela joven pues en amor no hay nada tan persuasivocomo una valerosa tontería.

448-Me probáis -dijo, intentando hacerle arrojar elcarbón, -que me entregaríais al más cruel de todoslos suplicios, y que sois extremado en todo. Bajo lafe de un necio, y las calumnias de una mujer, habéissospechado que era capaz de venderos la mujer queacababa de salvaros la vida.-Sí -contestó el Marqués con una sonrisa, -hesido cruel con vos; pero olvidadlo siempre, aunqueyo no lo olvidaré jamás. Escuchadme, he sidoindignamente engañado; pero, ¡tantas circunstanciasestaban contra vos en aquel día fatal!-¿Y esas circunstancias bastaban para extinguirvuestro amor?El Marqués vacilaba en contestar; hizo unademán desdeñoso y se levantó.-¡Oh! María, ahora ya no quiero creer más queen vos-¡Pero arrojad ese tizón! Estáis loco... abridvuestra mano, yo lo quiero.El Marqués se complació en oponer una leveresistencia a los dulces esfuerzos de la joven, a fin deprolongar el placer que le causaba le presión deaquellos dedos finos y cariñosos; pero Maríaconsiguió al fin abrir aquella mano que hubiera

449querido poder besar. La sangre había apagado elcarbón.-Y bien, ¿de qué os ha servido eso?... -preguntóla señorita de Verneuil.Y en un momento hizo hilas con su pañuelo y

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aplicólas sobre una llaga poco profunda que elMarqués cubrió al punto con su guante. La señorade Gua llegó de puntillas a la sala de juego y dirigiófurtivamente los ojos a los dos amantes, cuyasmiradas esquivó inclinándose hacia atrás a cadamomento; pero le era muy difícil explicarse laspalabras de los dos amantes por lo que les veíahacer.-Si todo cuanto os han dicho de mí fuera verdad,confesad que en este momento quedaría bienvengada -dijo la señorita de Verneuil con unaexpresión de malignidad que hizo al Marquésponerse pálido.-Y ¿qué sentimiento os ha inducido a venir aquí?-Amigo mío, sois un fatuo. ¿Creéis poderdespreciar impunemente a una mujer como yo?Venía por vos y por mí -añadió después de unapausa, aplicando la mano sobre el grupo de rubíesque llevaba en medio del seno y mostrándole la hojade su puñal.

450-¿Qué significa todo eso? -pensó la señora deGua.-Pero -continuó María, -me amáis aún, o por lomenos, me deseáis siempre, y el disparate queacabáis de hacer -añadió tomándole la mano, -es laprueba de ello. He vuelto a ser lo que yo quería, yme marcho contenta. El que ama queda siempreabsuelto; yo soy amada, he recobrado la estimacióndel hombre que representa a mis ojos el mundoentero, y ahora puedo morir.-Conque, ¿me amáis siempre? -preguntó elMarqués.-¿He dicho eso? -replicó María con aire burlón,examinando, poseída de alegría, los progresos delespantoso martirio que desde su llegada hacía sufriral Marqués. -¿No he debido hacer sacrificios paravenir aquí? He librado al señor de Bauvan de lamuerte, y, más agradecido que otros, me ha ofrecido,en cambio de mi protección, su fortuna y sunombre. Vos no tuvisteis jamás semejante idea.El Marqués, aturdido por aquellas últimaspalabras, reprimió la más violenta cólera de la cualestaba poseído aún, creyéndose burlado por elConde, y no contestó.

451--¡Ah! Reflexionáis -añadió la señorita deVerneuil con una sonrisa de amargura.-Señorita -replicó el joven, -vuestra duda justificala mía.-Caballero, salgamos de aquí -exclamó laseñorita de Verneuil al ver parte del vestido de laseñora de Gua, y levantándose al punto; perodeseando desesperar a su rival vacilaba en irse.-¿Queréis sepultarme en el infierno? -preguntó elMarqués cogiendo una de sus manos y oprimiéndolacon fuerza.-¿No me habéis arrojado en él hace cinco días?Y ¿no me dejáis en este momento en la más cruelincertidumbre sobre la sinceridad de vuestro amor?-Pero ¿sé yo si no continuáis vuestra venganzahasta apoderaros de toda mi vida para empeñarla, envez de querer mi muerte? ...-¡Ah! no me amáis, puesto que pensáis en vos yno en mí -replicó la señorita de Verneuil con enojo,derramando algún llanto.

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La coqueta conocía bien la fuerza de sus ojoscuando estaban inundados de lágrimas.-¡Pues bien -exclamó fuera de sí, -toda mivida, pero enjuga tus lágrimas!

452-¡Oh! ¡mi amor -exclamó la joven con vozahogada, -he aquí las palabras, el acento y la miradaque yo esperaba para preferir tu felicidad a la mía!Pero caballero -continuó cambiando de tono, -ospido una última prueba de vuestro afecto, que segúnvos es tan grande. Yo no quiero permanecer aquímás que el tiempo preciso para que sepan bien quesois mío; ni siquiera tomará un vaso de agua en lacasa donde vivo una mujer que dos veces haintentado matarme, que fragua tal vez aún algunatraición contra nosotros, y que en este momento nosescucha -añadió señalando con el dedo al Marquéslos pliegues flotantes del vestido de la señora deGua. Después, enjugando sus lágrimas, se inclinóhasta el oído del joven jefe que se estremeció alsentirse acariciar por la dulce humedad de su aliento.-Disponedlo todo para nuestra marcha, -le dijo; -meacompañaréis a Fougeres, y solamente allí sabréis sios amo. Por la segunda vez me fío de vos. ¿Osfiaréis también de mí?-¡Ah! María, me habéis llevado a un punto enque ya no sé lo que hago. Vuestras palabras, vuestrasmiradas, todo, en fin, me embriaga, y estoydispuesto a satisfacer vuestros deseos.

453-¡Pues bien, hacedme dichosa durante unmomento, para que disfrute del único triunfo que hedeseado, quiero respirar al aire libre en la vida quesoñé; y gozarme en todas mis ilusiones antes de quese desvanezcan. Vamos, venid a bailar conmigo!Volvieron al salón de baile, y aunque la señoritade Verneuil estuviese tan completamente lisonjeadaen su corazón y en su vanidad como pueda estarlouna mujer, la impenetrable dulzura de sus ojos, lafina sonrisa de sus labios y la rapidez de losmovimientos de una danza animada, conservaron elmisterio de sus intenciones, como el mar oculta alcriminal que lo confía su pesado cadáver. Sinembargo, la asamblea manifestó su admiración al vera la señorita de Verneuil apoyarse en los brazos desu amante para valsar, y más cuando los ojos deambos cruzaron sus miradas, cuandovoluptuosamente enlazados giraron rápidosestrechándose con una especie de frenesí, yrevelando de este modo todos los goces queesperaban de una unión más íntima.-Conde -dijo la señora de Gua al señor de Bauvan,-id a preguntar si Pille-Miche está en el campamento;traédmele, y estad seguro de obtener de mí,por este ligero servicio, todo cuanto gustéis, incluso

454mi mano. Mi venganza me costará cara -dijo al verlealejarse; -mas, por esta vez, no se me escapará.Algunos momentos después de esta escena, laseñorita de Verneuil y el joven jefe estaban en elfondo de una berlina tirada por vigorosos caballos.Sorprendida al ver a los dos supuestos enemigos conlas manos estrechadas, y en tan buena armonía,Francina permanecía muda sin osar preguntarse si en

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su ama sería aquello perfidia o amor. Gracias alsilencio y a la obscuridad de la noche, el Marqués nopudo notar la agitación de la señorita de Verneuil amedida que se acercaba a Fougeres. Los débilesresplandores del crepúsculo permitieron ver a lolejos el campanario de San Leonardo, y en aquelmomento María se dijo: «¡Voy a morir!» A laprimera montaña, los dos amantes tuvieron a la vezel mismo pensamiento: apeáronse del coche, yfranquearon a pie la colina como para recordar suprimer encuentro. Cuando María hubo cogido elbrazo del Marqués dando algunos pasos, dio graciasal joven, con una sonrisa, de que hubiera respetadosu silencio; después, al llegar a la cima de la meseta,desde donde se divisaba Fougeres, salió completamentede su meditación.

455-No os adelantéis más -dijo, -pues mi poder noos salvaría ya de los azules hoy.Montauran, observando con sorpresa quesonreía tristemente, le mostró con el dedo un tronode roca como para invitarla a sentarse, y permanecióde pie en actitud melancólica. Las desgarradorasemociones de su alma no le permitían desplegar yalos artificios que ella había prodigado. En aquelmomento, María se hubiera arrodillado sobrecarbones encendidos sin sentirlos ya, como elMarqués no sintió el tizón que había cogido parademostrar la violencia de su pasión; y luego de habercontemplado a su amante con una mirada queexpresaba el más profundo dolor, le dijo estasespantosas palabras:-¡Todo cuanto habéis sospechado de mí esverdad!El Marqués hizo un ademán.-¡Ah! por favor -dijo uniendo las manos -escuchadmesin interrumpirme. Soy realmente –prosiguió con voz conmovida, -la hija del Duque deVerneuil pero su hija natural. Mi madre, una señoritade Casteran, que se hizo religiosa para librarse de lostormentos que su familia le preparaba, expió su faltacon quince años de lágrimas y murió en Seez. Tan

456sólo en su lecho de muerte, la buena abadesaimploró por mí al hombre que la había abandonado,pues sabía que yo estaba sin amigos, sin fortuna ysin porvenir... Aquel hombre, siempre bajo el techode la madre de Francina, a cuyos cuidados meconfiaron, había olvidado a su niña; pero el Duqueme acogió con placer, reconociéndome, porque erabella y porque tal vez en mí se veía joven aún. Erauno de esos señores que, en el reinado anterior,cifraban su gloria en demostrar cómo era posiblehacerse perdonar un crimen si se cometía con graciay no añadiré más, porque aquel hombre fue mipadre. No obstante, dejadme explicaros cómo mipermanencia en París debió marcar mi alma. Lasociedad del Duque de Verneuil, así como aquella aque me presentó, estaba dominada por aquellafilosofía que era entonces el entusiasmo de Francia,porque se practicaba con ingenio; las brillantesconversaciones que lisonjearon mi oído se recomendabanpor la finura de los conceptos, o porun desdén, expresado con talento, a todo cuanto erareligioso y verdadero. Los hombres, burlándose delos sentimientos, los pintaban tanto mejor cuanto

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que no los conocían; y seducían tanto por sus frasesepigramáticas como por el aire bonachón con que

457sabían relatar toda una aventura en dos palabras;pero con frecuencia pecaban por demasiado talentoy causaban a las mujeres haciendo del amor un artemás bien que una cuestión del alma. Yo resistícuanto pude a ese torrente; pero mi corazón,perdonadme este orgullo, era bastante apasionadopara comprender que el espíritu los había secadotodo. Sin embargo, la vida que yo observé entoncestuvo por resultado empeñar una lucha perpetuaentre mis sentimientos naturales y las costumbresviciosas que contraje. Algunos hombres superioresse habían complacido en desarrollar en mí esalibertad de pensamiento, ese desprecio a la opiniónpública que quitan a la mujer cierta modestia de almasin la cual pierde su encanto. ¡Ay de mí! la desgraciano ha sido bastante para corregir los defectos queadquirí en la opulencia. Mi padre -prosiguió Maríadejando escapar un suspiro, -murió después dehaberme reconocido; dotándome por un testamentoque disminuía considerablemente la fortuna de mihermano, su hijo legítimo. Cierta mañana meencontré sin asilo ni protector: mi hermano atacabael testamento que me hacía rica; y tres años pasadosjunto a una familia opulenta desarrollaron mivanidad. Al satisfacer todos mis caprichos, mi padre

458me había creado necesidades de lujo, hábitos de loscuales mi alma, joven aún y cándida, no se explicabani los peligros ni la tiranía. Un amigo de mi padre, elmariscal Duque de Lenoncourt, de setenta años deedad, se ofreció a servirme de tutor; yo acepté, ypocos días después de haber comenzado aquelodioso proceso, me vi en una casa brillante, dondedisfrutaba de todas las comodidades que la crueldadde un hermano me rehusaba sobre la tumba denuestro padre. Todas las noches el viejo mariscal ibaa pasar junto a mí algunas horas, durante las cualesaquel anciano no hacía más que dirigirme palabrasdulces y consoladoras. Sus cabellos blancos, y todaslas pruebas conmovedoras que me daba, de unaternura paternal, me invitaban a llevar a su corazónlos sentimientos del mío, y me complací en creermehija suya. Acepté los adornos que me ofrecía, y no leoculté ninguno de mis caprichos al ver que parecíatan feliz al satisfacerlos. Una noche supe que todoParís me juzgaba la querida de aquel pobre viejo, yme demostraron que no estaba en mi poder recobraruna inocencia de la cual todos me despojabangratuitamente.El hombre que había abusado de mi falta deexperiencia no podía ser un amante, ni quería ser mi

459esposo. En la semana en que hice este horribledescubrimiento, y en la víspera del día señalado parami unión con aquél de quien supe exigir el nombre,única reparación que me podía ofrecer, marchó aCoblenza, y entonces fui expulsadavergonzosamente de la casita en que el mariscal mehabía puesto, y que no le pertenecía. Hasta ahora oshe dicho la verdad como si estuviera ante Dios; peroahora, no pidáis a una desgraciada cuenta de sus

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padecimientos, sepultados en el olvido.Cierto día, caballero, me encontré casada conDanton; algunos días después, el huracán derribabala cadena inmensa en torno de la cual había girado, yal verme sumida en la mayor miseria, me decidí amorir. Yo no sé si el amor a la existencia, o laesperanza de cansar al infortunio y encontrar en elfondo de aquel abismo sin fin una felicidad quesiempre huía, fueron, sin saberlo yo, mis consejeros,o si me sedujeron las razones de un joven deVendome, que hacía dos años me perseguía,creyendo, sin duda, que una extremada desgracia meentregaría a él. En fin, no sé cómo acepté la odiosamisión de ir, por sesenta mil pesos, a tratar dehacerme amar de un desconocido para entregarledespués. Os vi, caballero, y os reconocí desde luego,

460por uno de esos presentimientos que no nos engañanjamás; pero me complací en dudar, pues cuantomás os amaba, más horrible era para mí la certidumbre.Al salvaros de las manos del comandanteHulot, faltaba a la misión que debía desempeñar, yresolví engañar a los verdugos en vez de entregarlessu víctima; pero mal hice en burlarme así de loshombres, de su vida, de su política y de mí mismacon la indiferencia de una joven que no ve más quesentimientos en el mundo. Me juzgué amada, y medejé llevar por la esperanza de comenzar de nuevomi vida; pero todo ha descubierto mis desórdenespasados, pues habéis debido desconfiar de unamujer tan apasionada como yo. ¡Ay de mí! ¿quiénno excusaría mi amor y mi disimulo?Sí, caballero, me pareció que había tenido unapesadilla, y que al despertar me hallaba niña dedieciséis años. ¿No estaba en Alençon, donde lainfancia me ofrecía sus puros y castos recuerdos?Tuve la loca candidez de creer que el amor medaría un bautismo de inocencia, y durante unmomento pensé que era virgen aún, porque no habíaamado todavía. Pero anoche vuestra pasión mepareció verdadera, y una voz me gritaba: «¿Por quéengañarle?» Sabedlo, pues, señor de Montauran

461-prosiguió con una voz gutural que parecía solicitaruna reprobación con altivez; -sabedlo bien, no soymás que una mujer deshonrada, indigna de vos.Desde este instante vuelvo a encargarme de mi papelde joven perdida, pues ya estoy cansada derepresentar el de una mujer a quien habíais devueltola santidad del corazón.La virtud me pesa, y os despreciaría si tuvieseis ladebilidad de casaros conmigo.El Conde de Bauvan podría cometer estanecedad pero vos no, caballero, pues debéis serdigno de vuestro porvenir; y, por lo tanto, alejaos demi sin sentimiento. Ved que la cortesana seríademasiado exigente, y que os amaría de distintamanera que la joven sencilla y cándida que hasentido en el corazón, durante un momento, ladeliciosa esperanza de ser vuestra compañera, dehaceros dichoso y de llegar a ser una esposaejemplar, y que ha encontrado en este sentimiento elvalor para reanimar su mala naturaleza de vicio y deinfamia, a fin de elevar entre los dos una barreraeterna. Os sacrifico el honor y la fortuna, y el orgulloque me inspira este acto me sostendrá en la miseria:

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que el destino disponga de mi suerte como guste. Yono os entregaré jamás; vuelvo a París, y allí vuestro

462nombre será para mí un dulce recuerdo y unconsuelo para todas mis penas. En cuanto a vos,sois hombre, y me olvidaréis. ¡Adiós!Y se precipitó en dirección a los valles de SanSulpicio, desapareciendo antes que el Marqués se hubieselevantado para detenerla; pero después volvió,y aprovechándose de las cavidades de una roca paraesconderse, levantó la cabeza, examinó al Marquéscon una curiosidad mezclada de duda, y le vio andarsin saber dónde iba, como un hombre agobiado.-¿Será una cabeza débil?... -se preguntó cuandohubo desaparecido y se vio separada de él -¿Mecomprenderá?María se estremeció, y dirigióse sola haciaFougeres con paso rápido, como si hubiera temidoser seguida por el Marqués hasta la ciudad, dondehubiera encontrado la muerte.-¿Qué te ha dicho, Francina? -preguntó a su fielbretona cuando estuvieron reunidas.-¡Ay de mí! María, me ha dado compasión. Vosotraslas grandes damas, asesináis a mi hombre conla lengua.-¿Cómo estaba cuando te habló?-¿Acaso me ha visto? ¡Oh! ¡María, te ama!

463-¡Me ama, o no me ama! -repuso la señorita deVerneuil; -dos palabras que para mí son el Paraíso oel infierno. Entre estos dos extremos no encuentrositio para sentar el pie.Después de haber cumplido así su terribledestino, María pudo entregarse a todo su dolor, y susemblante se alteró tan rápidamente, que, al cabo deun día durante el cual flotó sin cesar entre unpresentimiento de dicha y la desesperación, perdió elbrillo de su belleza y esa lozanía cuyo principio estáen la falta de toda pasión y en la embriaguez de lafelicidad. Curiosos por saber el resultado de su locaempresa, Hulot y Corentino habían ido a ver a laseñorita de Verneuil poco tiempo después de sullegada, y los recibió con aire risueño.-¡Y bien -dijo al comandante, cuyo rostro teníauna expresión muy interrogadora, -el lobo vuelve aponerse a vuestro alcance, y en breve alcanzaréis unagloriosa victoria!-¿Qué ha sucedido? -preguntó con indiferenciaCorentino, dirigiendo a la señorita de Verneuil unade esas miradas oblicuas por las cuales esa especie dediplomáticos espían el pensamiento.

464-¡Ah! -contestó María, -el Mozo está más quenunca enamorado de mi persona, y le he obligado aque nos siga hasta las puertas de Fougeres.-Parece que vuestro poder ha cesado ahí -replicóCorentino, -y que el miedo de ese hombre es másfuerte que el amor que le inspiráis.La señorita de Verneuil fijó una miradadesdeñosa en Corentino.-Lo juzgáis por vos mismo -contestó la joven..-Pues bien -repuso Corentino sin hacer apreciode estas palabras, -¿por qué no le habéis traído hastavuestra casa?

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-Si me amase de veras, comandante -dijo laseñorita de Verneuil a Hulot, clavando en él unamirada maliciosa, -¿me conservaríais mucho rencorpor salvarle llevándomelo fuera de Francia?El veterano se adelantó vivamente hacia María, ycogiéndola de la mano para besarla, con una especiede entusiasmo, la miró fijamente y le dijo conexpresión sombría:-Olvidáis mis dos amigos y mis sesenta y treshombres.-¡Ah! comandante -repuso María con toda laingenuidad de la pasión, -él no es el culpable, puesha sido burlado por una mala mujer, la querida de

465Charette, que bebería la sangre de los azules, segúncreo...-Vamos, María -dijo Corentino, -no os burléisdel comandante, pues no comprende aún vuestraschanzas.-Callaos -contestó la señorita de Verneuil, -ysabed que el día en que me desagradéis porcompleto no tendrá el mañana para vos.-Veo, señorita -dijo Hulot sin amargura, -quedebo prepararme a combatir.-No estáis en disposición de ello, queridocoronel: les he visto más de seis mil hombres en SanJaime, tropas regulares, artillería y oficiales ingleses;pero ¿qué sería de esa gente sin él? Opino comoFouché, su cabeza es todo.-Pues bien, es preciso saber si le tendremos -dijoCorentino con impaciencia.-No lo sé -contestó María con indiferencia.-¡Ingleses! -exclamó Hulot con acento de cólera-¡no le faltaba más que eso para ser un verdaderobandido! ¡Ah! ¡ya te daré yo ingleses!...-Parece, ciudadano diplomático, que te dejasvencer periódicamente por esa, joven -dijo Hulot aCorentino cuando estuvieron a pocos pasos de lacasa.

466-Es muy natural, ciudadano comandante -replicóCorentino con aire pensativo, -que en todo cuantonos ha dicho no hayáis visto más que fuego.Vosotros los de tropa, ignoráis que haya otrosmedios de guerrear. Servirse hábilmente de laspasiones de los hombres o de las mujeres comoresortes que se hacen funcionar en provecho delEstado; poner los rodajes en su lugar en esa granmáquina que llamamos Gobierno, y complacerse entener encerrados los más indomables sentimientoscomo detentores que uno se entretiene en vigilar,¿no equivale esto a crear y colocarse, como Dios, enel centro del Universo?-Tú me permitirás preferir mi oficio al tuyo-repuso el militar con tono seco -Así tú harás lo quequieras con tus rodajes: yo no conozco otro superiorque el ministro de la Guerra; tengo mis órdenes, yvoy a ponerme en campaña con muchachos que noponen mala cara para atacar de frente al enemigoque tú pretendes coger por detrás.-¡Oh! ya puedes prepararte a marchar -contestóCorentino. -Según lo que esa joven me ha dejadoadivinar, por impenetrable que te parezca, deberásescaramucear, y yo te proporcionaré dentro de pocouna conferencia a solas con el jefe de esos bandidos.

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467-¿Cómo así? -preguntó Hulot retrocediendo paraver mejor al extraño personaje.-La señorita de Verneuil ama al Mozo -replicóCorentino con voz sorda -y tal vez es correspondida¡Un Marqués, cordón rojo, joven y de talento, yhasta rico tal vez! ¡Cuántas tentaciones! Ella seríamuy tonta si no obrase por su cuenta, procurandocasarse con él en vez de entregárnoslo. Esa joventrata de divertirnos, pero he leído en sus ojos algunaincertidumbre. Los dos amantes tendránprobablemente una cita, y tal vez se la hayan dadoya. ¡Pues bien! mañana tendré a mi hombre cogidopor las orejas. Hasta ahora no era más que enemigode la República; pero ha llegado a serlo mío desdehace algunos momentos: y advierto que los que osanponerse entre esa joven y yo mueren todos en elcadalso.Al terminar estas palabras, Corentino se entregóa reflexiones que no le permitieron ver el disgustoque se pintó en el rostro del leal militar en elmomento en que descubrió la profundidad deaquella intriga y el mecanismo de los resortesempleados por Fouché. Por eso Hulot resolviócontrariar a Corentino en todo cuanto noperjudicase esencialmente al Gobierno, dejando al

468enemigo de la República los medios de sucumbircon honor, con las armas en la mano antes de caeren las manos del verdugo y de la alta policía.-Si el Primer Cónsul me oyese -pensó volviendola espalda a Corentino, -dejaría a esos zorroscombatir a los aristócratas, que son dignos unos deotros e invertiría a los soldados en otra cosa mejor.Corentino miró fríamente al militar, cuyopensamiento había iluminado su rostro, y despuéssus ojos recobraron la expresión sardónica quereveló la superioridad de aquel Maquiavelosubalterno.-Dad tres varas de paño azul a esos animales -sedijo, -y ponedles un pedazo de hierro en el costado,y ya piensan que en política, no se debe matar a loshombres más que de una manera.- Después paseólentamente algunos minutos, y exclamó de pronto:-¡Sí, ha llegado la hora de que esa mujer sea mía! Elcírculo que desde hace cinco años trazo en tornosuyo, se ha estrechado insensiblemente; ya la tengo,y con ella llegaré al Gobierno y a tanta altura comoFouché. Si ella pierde el solo hombre que ha amado,el dolor me la entregará en cuerpo y alma. No setrata más que de velar para sorprender su secreto.

469Momentos después, un observador habríapodido ver el rostro pálido de aquel hombre a travésde la ventana de una casa desde donde podía divisara cuantos entraran en el callejón formado por lalínea de construcciones paralelas a San Leonardo.Con la paciencia del gato que acecha al ratón,Corentino estaba aún en la mañana del día siguienteatento al menor ruido, y ocupado en someter a undetenido examen a todos los que pasaban. El día quecomenzaba era de mercado; y aunque en aquellostiempos calamitosos difícilmente se aventuraban loscampesinos a ir a la ciudad, Corentino vio a unhombrecillo de rostro sombrío, medio cubierto con

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una piel de cabra, que llevaba en el brazo una cestitaredonda, que se dirigía hacia la casa de la señorita deVerneuil después de pasear en torno suyo ojeadasindiferentes al parecer. Corentino bajó con laintención de esperar al campesino a su salida pero depronto pensó que si podía llegar de improviso a casade la señorita de Verneuil, sorprendería tal vez deuna sola mirada los secretos ocultos en la cesta delemisario. Sin embargo, sabía muy bien que era casiimposible descubrir cosa alguna en las impenetrablescontestaciones de los bretones y de los normandos.

470-¡Galope-Chopine! -exclamó la señorita deVerneuil cuando Francina introdujo al chuan. -¿Seréyo amada? -se preguntó en voz baja.Una esperanza instintiva hizo asomar los másbrillantes colores en sus mejillas, inundando dealegría su corazón. Galope-Chopine miróalternativamente a la dueña de la casa y a Francina,fijando en esta última una mirada de desconfianza;pero un gesto de la señorita de Verneuil letranquilizó.-Señora, a eso de las dos estará en mi casaesperándoos.La emoción no permitió a la señorita deVerneuil contestar más que con un movimiento decabeza; pero una persona inteligente hubieracomprendido todo su alcance. En aquel momento,los pasos de Corentino resonaron en el salón; peroGalope-Chopine no se turbó en lo más mínimocuando la mirada y el estremecimiento de la señoritade Verneuil le indicaron un peligro; y cuando el espíadejó ver su rostro de expresión astuta, elevó la vozdescompasadamente.-¡Ah, ah! -decía a Francina, -toma, aquí haymanteca de Bretaña. ¡Vos la queréis de Gibarry, y nopagáis más que a once centavos la libra! No era

471preciso enviarme a buscar para eso. Esta es buenamanteca -añadió destapando su cestita para enseñardos pastillas de manteca modeladas por Barbette -Seha de ser justo, mi buena señora. ¡Vamos! añada uncentavo más.Su voz cavernosa no revelaba ninguna emoción,y sus ojos verdes, sobrepuestos de espesas cejasgrises, sostuvieron con firmeza la mirada penetrantede Corentino.-Vamos, buen hombre -le dijo Corentino, -tú nohas venido aquí para vender manteca, porque tratascon una dama que jamás regateó en su vida. Eloficio que haces, muchacho, te llevará algún día aperder la cabeza- Y Corentino dio un golpecitoamistoso en el hombro de su interlocutor,añadiendo: -No se puede ser a la vez compañero delos chuanes y hombre de los azules.Galope-Chopine necesitó toda su presencia deánimo para devorar su cólera y no rechazar aquellaacusación, que su avaricia justificaba, y se contentócon responder:-El señor quiere, sin duda, burlarse de mí.Corentino había vuelto la espalda al chuan; masal saludar a la señorita de Verneuil, cuyo corazón seoprimió, podía observarle fácilmente en el espejo.

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Galope-Chopine, que no creía ser visto aún porCorentino, consultó con una mirada a Francina, lacual le indicó la puerta, diciéndole:-Venid conmigo, buen hombre; ya nosentenderemos.Nada había escapado a Corentino, ni lacontracción de la sonrisa de la señorita de Verneuilque disimulaba mal, ni su rubor, ni la alteración desus facciones, ni la inquietud del chuan, ni la seña deFrancina; todo lo había notado. Convencido de queGalope-Chopine era un emisario del Marqués, ledetuvo por los largos pliegues de su piel de cabra enel momento de salir, le colocó delante de sí, ymirándole fijamente, le dijo:-¿Dónde vives, amigo mío? Necesito manteca...-Mi buen señor -contestó el chuan, -todo Fougeressabe dónde habito -soy de...-¡Corentino! -exclamó la señorita de Verneuil interrumpiendola respuesta de Galope-Chopine, -soismuy atrevido al venir a mi casa a esta hora ysorprenderme así. Apenas estoy vestida... Dejad aese campesino en paz, pues no comprende vuestrasastucias, así como yo no imagino los motivos. ¡Idos,buen hombre!

473Galope-Chopine dudó un momento en salir; y laindecisión, natural o fingida, de un pobre diablo queno sabía a quién obedecer, engañaba ya a Corentino,cuando el chuan, al ver un ademán imperioso de lajoven, salió con lento paso. En aquel instante laseñorita de Verneuil y Corentino se contemplaronen silencio. Esta vez, los ojos límpidos de María nopudieron sostener el brillo de los de aquel hombre.El aire de resolución con que el espía penetró en elaposento, una expresión que la joven no habíaobservado jamás en él, el acento de su voz áspera, ysu aspecto, todo la inquietó, haciéndola comprenderque entre ellos comenzaba una lucha secreta, y queCorentino desplegaba contra ella todos los recursosde su siniestra influencia. Pero si en aquel instanteformó clara idea del abismo en cuyo fondo seprecipitaba, encontró fuerzas en su amor pararechazar el frío glacial de sus presentimientos.-Corentino -dijo la joven con una especie de alegría,espero que vais a dejarme hacer mi tocador.-María -contestó Corentino, -permitidmellamaros así. ¡Vos no me conocéis aún! Escuchad:un hombre menos perspicaz que yo habríadescubierto ya vuestro amor al Marqués deMontauran. Varias veces os he ofrecido mi corazón

474y mi mano; no me habéis creído digno de vos, y talvez tengáis razón; pero si creéis estar a demasiadaaltura o ser demasiado hermosa para mí, sabréhaceros descender hasta el mismo nivel mío. Miambición y mis máximas no han sido propias paraque me estiméis; pero, francamente, hicisteis mal.Los hombres no valen lo que yo les aprecio; es decir,casi nada. Yo llegaré ciertamente a una elevadaposición, cuyos honores os lisonjearán. ¿Quiénpodrá amaros mejor, y quién os dejaría más soberanamentedueña de él, que el hombre de quien soisamada cinco años hace?...Aunque me arriesgo a que forméis de mí unaidea que me será desfavorable, porque no concebísque se puede renunciar por exceso de amor a la

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persona que os idolatra, voy a daros la medida deldesinterés con que os adoro. No mováis así vuestralinda cabeza; si el Marqués os ama, casaos con él;pero antes, convenceos bien de su sinceridad. Medesesperaría veros engañada, pues prefiero vuestrafelicidad a la mía, mi resolución puede admiraros,pero no la atribuyáis más que a la prudencia de unhombre que no es tan necio que quiera poseer a unamujer a pesar suyo. Por eso, me acuso a mí propio yno a vos de la esterilidad de mis esfuerzos. He

475esperado conquistaros a fuerza de sumisión y defelicidad, pues hace largo tiempo, bien lo sabéis, quetrato de haceros dichosa según mis principios; perono habéis querido recompensarme con nada.-Os he tolerado junto a mí -repuso la señorita deVerneuil con altanería., -añadid que os arrepentís.-Después de la infame empresa en que mehabéis comprometido, ¿debo daros aún gracias?...-Al proponeros una comisión que no dejaba deser algo censurable para personas timoratas -replicóatrevidamente Corentino, -no vi más que vuestrafortuna. En cuanto a mí, consiga o no mi objeto,sabré utilizar toda especie de resultados para lograrmis designios. Si os casáis con Montauran, mealegraré de servir con provecho la causa de losBorbones de París, donde soy individuo del Club deClichy; y una circunstancia que me pondría encorrespondencia con los Príncipes me decidiría aabandonar los intereses de una República quemarcha a su decadencia. El general Bonaparte esdemasiado hábil para no comprender que le esimposible estar a la vez en Alemania, en Italia y aquí,donde la Revolución sucumbe. Sin duda no hahecho el 18 brumario más que para obtener de losBorbones mayores ventajas tratando de Francia con

476ellos, porque es un joven de talento, que no deja detener alcances; pero los políticos deben adelantarse aél en la vía en que se aventura. Hacer traición aFrancia es todavía uno de esos escrúpulos quenosotros, los hombres superiores, dejamos para losimbéciles. No os oculto que tenga los poderesnecesarios para entablar negociaciones con los jefesde los chuanes, así como también para hacerlosperecer, porque Fouché, mi protector, es un hombrebastante profundo, que siempre ha jugado porpartida doble: durante el Terror estaba a la vez porRobespierre y por Dantón.-A quien habéis abandonado cobardemente.-Eso es una necedad -contestó Corentino;- hamuerto ya, y debéis olvidarlo. Vamos, habladme confranqueza, como yo acabo de hacerlo. Ese jefe demedia brigada es, a mi ver, más astuto de lo queparece, y si queréis burlar su vigilancia, yo puedoseros útil. Pensad que ha infestado los valles decontra-chuanes, y sorprendería muy pronto vuestrascitas; en tanto que si os quedais aquí, estaréis a lamerced de su policía. ¡Ved con que prontitud hasabido que ese chuan estaba en vuestra casa! Susagacidad militar le hará comprender que vuestros

477menores movimientos le deben indicar los delMarqués, si sois amada.

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La señorita de Verneuil no había escuchadojamás una voz tan dulcemente afectuosa; Corentinohablaba de buena fe y parecía estar poseído deconfianza. El corazón de la pobre joven se dejaballevar con tal facilidad de las impresiones generosas,que iba a revelar su secreto a la serpiente que larodeaba con sus anillos; pero pensó que nadaprobaba la sinceridad de aquel artificioso lenguaje, y,por lo tanto, no tuvo escrúpulo en burlar a suvigilante.-¡Pues bien! -contestó, -habéis adivinado, Corentino.Sí, amo al Marqués; pero no soy amada, o, porlo menos, lo temo así; de manera que en la cita queme ha dado me parece me oculta algún lazo.-Pero -repuso Corentino, -¿no dijisteis ayer queos había acompañado hasta Fougeres?... Si hubieraquerido cometer violencias contra vos, no estaríaisaquí.-Tenéis seco el corazón, Corentino. Podéisestablecer sabias combinaciones sobre losacontecimientos de la vida humana, y no sobre losde una pasión. He aquí tal vez de qué proviene laconstante repugnancia que me inspiráis. Puesto que

478todo lo veis con tanta claridad, tratad decomprender cómo un hombre de quien me separéviolentamente anteayer, me espera con impacienciahoy en el camino de Mayena, en una casa deFlorigny, a la caída de la tarde...Al oír esta confesión, que parecía escapada porun impulso bastante natural en aquella mujer francay apasionada, Corentino se ruborizó, porque aun erajoven; pero le dirigió con disimulo una de esas miradaspenetrantes que tratan de sondear el alma. La ingenuidadde la señorita de Verneuil estaba tan biensimulada, que engañó al espía, y éste contestó conaire bonachón, bien disimulado:-¿Queréis que os siga desde lejos? Meacompañarán soldados disfrazados, y estaríamosdispuestos a obedeceros.-Consiento en ello -contestó María; -peroprometedme bajo palabra de honor... ¡Oh! no, no oscreo, aunque juréis por vuestra salvación, ya nocreéis en Dios, ni tampoco por vuestra alma, puesno la tenéis. ¿Qué seguridad podéis darme respectoa vuestra fidelidad? Y sin embargo, me fío de vos, ypongo en vuestras manos más que mi vida, mi amoro mi venganza.

479La leve sonrisa que apareció en el rostro pálidode Corentino, hizo comprender a la señorita deVerneuil el peligro que acababa de evitar. El esbirro,cuyas fosas nasales se contrajeron en vez dedilatarse, cogió la mano de su víctima, la besó conseñales del más profundo respeto, y salió haciendoun saludo que no carecía de gracia.Tres horas después de esta escena, la señorita deVerneuil, que temía la vuelta de Corentino, salió furtivamentepor la puerta de San Leonardo, y encaminósepor el sendero que conducía al valle deNançon. Se juzgó salvada al avanzar sin testigos através del dédalo de sendas que conducían a lacabaña de Galope-Chopine, adonde iba alegremente,animada de la esperanza de encontrar aún lafelicidad, y por el deseo de sustraer a su amante a lasuerte que le amenazaba. Entretanto, Corentino

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buscaba al comandante, y le costó trabajoreconocerle al encontrarle en una pequeña plaza,donde se ocupaba en algunos preparativos militares.En efecto, el valeroso veterano había hecho unsacrificio cuyo mérito difícilmente se apreciará. Sehabía cortado la coleta y el mostacho, y sus cabellos,sometidos al estilo eclesiástico, estaban ligeramenteempolvados; calzado con unos gruesos zapatos

480forrados, había cambiado su antiguo uniforme azul ysu espada por una piel de cabra, y armado depistolas y una pesada carabina, pasaba revista a unosdoscientos habitantes de Fougeres, cuyos trajeshubieran podido engañar al chuan más práctico. Elespíritu belicoso de la pequeña ciudad y el carácterbretón, se reconocían en aquella escena, que no eranueva. Acá y allá, algunas madres y hermanasllevaban a sus hijos o a sus hermanos una calabazallena de aguardiente, o un par de pistolas olvidadas; yalgunos ancianos se informaban sobre el número yla calidad de los cartuchos de aquellos guardiasnacionales disfrazados de contra-chuanes, y cuyaalegría indicaba más bien una cacería que unaexpedición llena de peligros. Para ellos, losencuentros con los chuanes, en los que los bretonesde las ciudades se batían contra los del campo,parecían haber reemplazado a los torneos de lacaballería. Aquel entusiasmo patriótico reconocía talvez por principio algunas adquisiciones de bienesnacionales, pero también entraban por mucho enaquel ardimiento, los beneficios de la Revolución,mejor apreciados en las ciudades, el espíritu departido y cierto amor nacional a la guerra. Hulot,maravillado, recorría las filas, pidiendo informes a

481Gudin, al que había transmitido todos lossentimientos amistosos que en otro tiempoprofesaba a Merle y Gerard. Muchos habitantesobservaban los preparativos de la expedición,comparando el aspecto de sus tumultuososcompatriotas con el del batallón de la semibrigada deHulot. Todos inmóviles, y silenciosamente alineados,los azules, aguardaban, con sus oficiales, las órdenesdel comandante, a quien los ojos de cada individuoseguían de grupo en grupo. Al acercarse a Hulot,Corentino no pudo menos de sonreír al notar elcambio que presentaba la figura del comandante, elcual parecía un retrato que no se parece ya aloriginal.-Pues ¿qué ocurre? -le interrogó Corentino.-Ven a disparar con nosotros algún tiro y losabrás -contestó el comandante.-¡Oh! yo no soy de Fougeres -contestóCorentino.-Bien se ve, ciudadano -dijo Gudin.Algunas risas de burla partieron de todos losgrupos inmediatos.-¿Crees tú -preguntó Corentino, -que no sepuede servir a Francia más que con las bayonetas?

482Después volvió la espalda a los que se reían y sedirigió a una mujer para averiguar cuál era el objeto yel destino de aquella expedición.-¡Ay de mí! buen hombre, los chuanes se

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encuentran ya en Florigny, y asegúrase que más detres mil avanzan para apoderarse de Fougeres.-¡Florigny! exclamó Corentino palideciendo.-¡La cita no es allí! ¿Está ciertamente Florigny en elcamino de Mayena? -preguntó.-No hay dos Florigny -respondió la mujer mostrándoleel camino terminado por la cumbre de laPeregrina.-¿Es el Marqués de Montauran a quien buscáis?-preguntó Corentino al comandante.-Un poco -contestó secamente Hulot.-No está en Florigny –dijo Corentino –Dirigid aeste punto vuestro batallón y la Guardia Nacional;pero conservad con vos algunos de vuestros contrachuanesy aguardadme aquí.-Es demasiado astuto para que yo le crea loco -exclamó el comandante al ver a Corentino alejarsecon rapidez. -En realidad, es el rey de los espías.En aquel momento, Hulot dio la voz de marchaa su batallón. Los soldados republicanos avanzaronsin tambor y silenciosamente a lo largo del estrecho

483arrabal que conduce al camino de Mayena, trazandouna larga línea azul y roja a través de los árboles y delas casas; los guardias nacionales disfrazados lesseguían, pero Hulot permaneció en la pequeña plazacon Gudin y una veintena de los más diestrosjóvenes de la ciudad, esperando a Corentino, cuyoaspecto misterioso había picado su curiosidad.Francina anunció la marcha de la señorita deVerneuil al espía, cuyas sospechas se convirtieron enseguridad, y salió al punto para recoger noticiassobre una fuga justamente sospechosa. Instruido porlos soldados de guardia en el puesto de SanLeonardo del paso de la hermosa desconocida porallí, Corentino corrió el paseo, y llegó, por desgracia,bastante a tiempo para ver desde allí los menoresmovimientos de María. Aunque se hubiese puesto

un vestido y una capota verdes para no ser vista tanfácilmente, sus pasos desordenados, casi locos através de las cercas despojadas de follaje y blancaspor la escarcha mostraban el punto hacia el cual sedirigía.-¡Ah! –exclamó, -¡tú debes ir a Florigny y bajasal valle de Gibarry! No soy más que un tonto, me haengañado; pero no importa, paciencia; yo enciendomi lámpara lo mismo de día que de noche.

484Corentino, adivinando entonces, poco más omenos, el lugar de la cita de los dos amantes, corrióa la plaza en el instante en que Hulot iba a salir deella para reunirse con sus tropas.-¡Alto, mi general! -gritó al comandante, que sevolvió al punto.En un instante Corentino le instruyó de lossucesos cuya trama, aunque oculta, dejaba adivinaralgunos de sus hijos, y Hulot, admirado de laperspicacia de aquel diplomático, le cogió vivamentepor el brazo.-¡Mil truenos, ciudadano curioso -exclamó, -tienesrazón! Los bandidos simulan allí abajo un falsoataque. Las dos Columnas móviles que envió aexplorar los alrededores entre el camino de Antrian yel de Vitré, no han regresado aún, y así es queencontraremos en el campo refuerzos que sin duda

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no serán inútiles, pues el Mozo no es tan necio que searriesgue sin llevar consigo a sus fieles mochuelos.-Gudin -dijo al joven soldado de Fougeres,-corre a decir al capitán Lebrun que puede prescindirde mí en Florigny para hostigar a los bandidos, yvuelve cuanto antes. Ya conoces los senderos, y teaguardaré para ir a dar caza al Mozo y vengar losasesinatos de la Vivetiere. ¡Truenos de Dios, cómo

485corre! -exclamó el comandante al ver a Gudin quedesaparecía como por encanto. -Gerard hubieraquerido a ese muchacho.A su vuelta, Gudin encontró la reducida tropa deHulot aumentada con algunos soldados de diferentespuestos de la ciudad. El comandante dijo al joven deFougeres que eligiera una docena de sus compatriotas,los más hábiles en el difícil oficio decontra-chuan, y les mandó que se dirigiesen por lapuerta de San Leonardo a fin de costear el reversode las montañas de San Sulpicio que daba al granvalle de Cuesnon, y donde estaba situada la cabañade Galope-Chopine; después se puso él mismo a lacabeza del resto de la tropa, y salió por la puerta deSan Sulpicio para abordar las montañas en su cima,donde, según sus cálculos, debía encontrar loshombres de Buen Pie, de los cuales pensabautilizarse para reforzar una línea de centinelasencargados de guardar las rocas desde el arrabal deSan Sulpicio hasta el Nid-aux-Crocs.Corentino, seguro de haber puesto la personadel jefe de los chuanes en manos de sus másimplacables enemigos, se dirigió rápidamente alpaseo para enterarse mejor del conjunto de lasdisposiciones militares de Hulot. No tardó en ver el

486pequeño destacamento de Gudin desembocandopor el valle del Nançon, y siguiendo las rocas por ellado del gran valle de Cuesnon, en tanto que Hulotse dirigía a lo largo del castillo de Fougeres, yfranqueaba el peligroso sendero que conducía a lacumbre de las montañas de San Sulpicio.De este modo, las dos tropas se desplegaban endos líneas paralelas. Todos los árboles y matorrales,adornados de ricos arabescos formados por laescarcha, difundían por el campo un reflejoblanquizco que dejaba ver bien, como líneas grises,aquellos dos reducidos cuerpos de ejército enmovimiento. Llegado a la meseta de rocas, Hulotdestacó de su tropa todos los soldados que iban deuniforme, y Corentino los vio formar, obedeciendoa las órdenes del hábil comandante, una línea decentinelas ambulantes separados por un espacioregular; el primero debía corresponder con Gudin yel último con Hulot; de manera que ningún matorraldebía escapar de las bayonetas de aquellas tres líneasmovibles que iban a dar caza al Mozo a través de lasmontañas y de los campos.-Astuto es ese viejo lobo -exclamó Corentino alperder de vista los últimos fusiles que brillaban entre

los juncos; -el Mozo está bien cogido; si María le

487hubiese entregado, ella y yo quedaríamos unidos porlos lazos más inquebrantables, por una infamia...

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pero al fin será mía.Los doce jóvenes de Fougeres, conducidos porel subteniente Gudin, alcanzaron muy pronto lavertiente que forman las rocas de San Sulpicio,disminuyendo de altura por pequeñas colinas en elvalle de Gibarry. Gudin dejó los caminos, saltó conligereza por la cerca del primer campo de ginestasque encontró, seguido de seis de sus compatriotas, ylos restantes se dirigieron, según sus órdenes, a loscampos de la derecha, a fin de practicar laexploración a cada lado de los caminos. Gudin seprecipitó vivamente hacia un manzano que seelevaba en medio de las ginestas. A favor del ruidoque producía la marcha de los seis contra-chuanes,conducidos a través de aquel bosque de ginestas,tratando de no agitar las matas cubiertas de escarcha,siete u ocho hombres, a la cabeza de los cualesestaba Buen Pie, se escondieron detrás de algunoscastaños que coronaban la cerca de aquel campo. Apesar del reflejo blanquizco que iluminaba la campiña,y a pesar de su vista ejercitada, los de Fougeresno vieron al pronto a sus enemigos que se habíanparapetado con los árboles.

488-¡Silencio! ya están aquí -dijo Buen Pie, que fueel primero en levantar la cabeza -Esos bandidos sehan adelantado a nosotros, pero ya que los tenemosdominados por nuestros fusiles, no perdamos lostiros en balde, pues no podríamos ser soldados delPapa.Sin embargo, los ojos penetrantes de Gudinhabían acabado por ver algunos cañones de fusilasestados contra su pequeño destacamento. Enaquel instante, ocho voces robustas gritaron: ¡Quiénvive! y ocho detonaciones resonaron al punto; lasbalas silbaron alrededor de los contra-chuanes; unode ellos recibió una en el brazo, y otro cayó; pero loscinco que estaban sanos y salvos, respondieron conuna descarga, diciendo: ¡Amigos! después avanzaronrápidamente sobre sus contrarios para alcanzarlosantes de que hubiesen vuelto a cargar sus armas.-Nos hemos engañado -exclamó el jovensubteniente al reconocer los uniformes y los viejossombreros de su media brigada; -nos hemosconducido como verdaderos bretones, batiéndonosantes de explicarnos.Los ocho soldados quedaron estupefactos alreconocer a Gudin.

489-¡Diablo! mi oficial, ¿quién no os hubieratomado, con vuestra piel de cabra, por uno de esosbandidos? -exclamó dolorosamente Buen Pie.-Es una desgracia, y todos somos inocentes,puesto que no estáis avisados de la salida de loscontra-chuanes. Pero ¿en qué estáis? -le interrogóGudin.-Mi oficial, buscamos una docena de chuanesque parecen divertirse a costa de nosotros; corremoscomo ratas envenenadas; pero a fuerza de saltarcercas y esas condenadas vallas, que Dios confunda,nuestras piernas se habían entorpecido, ydescansábamos. Creo que los bandidos deben estarahora en las cercanías de aquella gran barraca dedonde veis salir tanto humo.-¡Bueno! -exclamó Gudin, -vosotros -dijo a losocho soldados y a Buen Pie, -os replegaréis en las

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rocas de San Sulpicio, a través de los campos,apoyando la línea de centinelas que el comandanteha situado. No conviene que os quedéis connosotros, puesto que lleváis el uniforme. Queremosalcanzar a toda costa a esos bribones, con los cualesva el Mozo. Los compañeros os dirán más de lo queyo os digo; continuad por la derecha, y no disparéistiros a seis de nuestras pieles de cabra que podríais

490encontrar. Reconoceréis a nuestros contra-chuanespor sus corbatas, que están arrolladas y sin nudo.Gudin dejó sus dos heridos debajo del manzanoy se dirigió hacia la casa de Galope-Chopine, queBuen Pie acababa de indicarle, y cuyo humo le servíade brújula. Mientras que el joven oficial seguía lapista de los chuanes, por un encuentro bastantegeneral en aquella guerra, pero que hubiera podidoser más mortífero, el reducido destacamento queHulot mandaba había alcanzado en su línea deoperaciones un punto paralelo a aquel en que Gudinhabía llegado por la suya. El veterano a la cabeza desus contra-chuanes, se deslizaba silenciosamente a lolargo de las cercas con todo el ardimiento de unjoven, saltaba por los obstáculos con bastanteligereza aún, y dirigía sus miradas penetrantes atodas las alturas, prestando atento oído a los másligeros rumores, como hace el cazador. En el tercercampo donde penetró vio a una mujer de unostreinta años; ocupada en labrar la tierra, y que,encorvada, trabajaba con afán; mientras unmuchacho de unos siete años, armado de unapodadera, sacudía la escarcha de algunos juncos quehabían crecida acá y allá, los cortaba y formaba conellos haces. Al ruido que Hulot hizo al saltar, el

491chico y su madre levantaron la cabeza. Hulot tomó aaquella joven madre por una vieja, pues variasarrugas precoces surcaban la frente y el cuello de labretona, la cual estaba tan grotescamente vestida,cubriendo sus hombros una piel vieja de cabra, que ano ser por una falda de lienzo amarilla y sucia, Hulotno hubiera sabido a qué sexo pertenecía la campesina,porque sus largos cabellos negros se hallabanocultos bajo un gorro de lana roja. Los andrajos delmuchacho dejaban en descubierto la piel.-¡Hola! buena vieja -dijo Hulot en voz baja a lamujer acercándose a ella, -¿dónde está el Mozo? -. Enaquel momento los veinticuatro contra-chuanes queseguían a Hulot franquearon los recintos del campo.-¡Ah! para ver al Mozo es necesario que volváis alpunto de dónde venís -contestó la mujer fijando unamirada de desconfianza en la tropa.-¿Acaso te pregunto yo cuál es el camino delarrabal del Mozo en Fougeres, vieja carcoma? –replicó brutalmente Hulot -¡Por Santa Ana deAuray, dime si has visto pasar al Mozo!-No entiendo lo que decís.-¡Condenada vieja! ¿Acaso quieres que nosdevoren los azules que nos persiguen? -gritó Hulot.

492Al oír estas palabras, la mujer levantó la cabeza,fijó otra mirada de desconfianza en loscontra-chuanes y contestó:-¿Cómo pueden los azules perseguiros, puesto

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que acabo de ver pasar a siete u ocho que regresan aFougeres por el camino de abajo?-Diríase que esta mujer quiere mordernos con lanariz -replicó Hulot -Mira, maldita vieja.Y el comandante le señaló con el dedo, a unoscincuenta pasos atrás, a tres o cuatro de suscentinelas, cuyos sombreros, uniformes y fusiles eranfácil de reconocer.-¿Quieres dejar que asesinen a los que Marcha enTierra envía en auxilio del Mozo, a quien los de Fougeresquieren coger? -replicó Hulot con acento decólera.-¡Ah! Dispensad -repuso la mujer; -¡es tan fácilengañarse! ¿De qué parroquia sois, pues? -preguntó.-De San Jorge -respondieron dos o tres jóvenesen bajo bretón, -y nos morimos de hambre.-¡Pues bien! -contestó la mujer -¿Veis aquel humoallí abajo? Es de mi casa; y siguiendo los senderosde la derecha, llegaréis por la parte más alta. Talvez halléis a mi hombre en el camino, pues Galope--Chopine debe vigilar para advertir al Mozo, pues ya

493sabréis quo hoy viene a nuestra casa -añadió la mujercon orgullo.-Gracias, buena mujer -contestó Hulot -¡Adelantevosotros, truenos de Dios! -añadió hablando a sushombres. -¡Ya le tenemos!Al oír estas palabras, el destacamento siguió a lacarrera al comandante, que se dirigió por lossenderos indicados.Al escuchar el juramento tan poco católico delsupuesto chuan, la mujer de Galope-Chopinepalideció; y al ver las polainas y las pieles de cabra delos jóvenes de Fougeres, sentóse en el suelo,estrechó a su hijo entre los brazos y dijo:-Que la Santa Virgen de Auray y el bienaventuradode San Labre se compadezcan de nosotros! Nocreo que esa sea nuestra gente, pues no llevan clavosen los zapatos. Muchacho -gritó a su hijo, -corre porel camino de abajo y avisa a tu padre, pues se tratade su cabeza.El chico desapareció como un gamo a través delas ginestas y de los juncos.Sin embargo, la señorita de Verneuil no habíaencontrado en el camino ninguna de las partidas,azules o chuanes, que iban unas detrás de otras en ellaberinto de campos situados alrededor de la cabaña

494de Galope-Chopine. Al distinguir una columna dehumo azulado elevándose por el cañón, en partedestruido, de la chimenea de aquella triste vivienda,sintió en el corazón una de aquellas violentaspalpitaciones cuyos latidos precipitados y sonorosparecían llegar hasta su cuello; se detuvo, apoyó lamano en una rama de árbol, y observó aquel humoque debía servir igualmente de fanal a los amigos yenemigos del joven jefe. Jamás había experimentadouna emoción tan agobiadora. «¡Ah! ¡le amodemasiado -se dijo con una especie dedesesperación, -y hoy tal vez no seré dueña de mí!»De repente franqueó el espacio que la separaba de lacabaña y encontróse en el patio, cuyo fango se habíaendurecido por la helada. El perro grande seprecipitó contra ella ladrando; pero a una solapalabra pronunciada por Galope-Chopine, movió lacola y se calló. Al penetrar en la cabaña, la señorita

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de Verneuil paseó por su interior una de esasmiradas que lo abarcan todo: el Marqués no estaba, yMaría respiró más libremente, reconociendo congusto que el chuan se había esforzado por limpiar unpoco la sala, única habitación de aquella guarida.Galope-Chopine cogió su escopeta, saludósilenciosamente a su huéspeda y salió con su perro;

495la joven, siguiéndole hasta el umbral, le vio dirigirsepor el sendero que partía de la derecha de su cabaña,y cuya entrada estaba defendida por un grueso árbolpodrido que formaba una especie de valla. Desde allípudo ver una serie de campos cuyas cercas parecíanuna fila de puertas, y que, por la desnudez de lostroncos, permitían ver bien los menores accidentesdel paisaje. Cuando el ancho sombrero deGalope-Chopine hubo desaparecido del todo, laseñorita de Verneuil se volvió hacia la izquierda paraver la iglesia de Fougeres; pero el cobertizo la ocultó;entonces dirigió sus miradas enteramente valle deCuesnon, parecido a una vasta extensión demuselina, cuya blancura contrastaba con un cielo griscargado de nieve. Era uno de esos días en que laNaturaleza parece muda, pues todos los rumores sonabsorbidos por la atmósfera. Así es que, aunque losazules y los contra-chuanes marchaban por el campoen tres líneas, formando un triángulo que seestrecharía al acercarse a la cabaña, el silencio era tanprofundo, que la señorita de Verneuil se sintióimpresionada por las circunstancias, que agregaban asus angustias una tristeza física; parecía que hasta enel aire había algo de terrible. Al fin, en el lugar dondeun pequeño bosque terminaba la serie de cercas,

496María vio a un joven que saltaba las barreras comouna ardilla, corriendo luego con asombrosa rapidez.«¡Es él!» -se dijo María. Sencillamente vestido comoun chuan, el Mozo llevaba su carabina terciada sobresu piel de cabra, y sin la gracia de sus movimientosno se le habría reconocido.La joven se retiró con precipitación a la cabaña,obedeciendo a una de esas determinacionesinstintivas que se explican tan poco como el miedo;pero muy pronto el joven jefe estuvo a dos pasos deella delante de la chimenea, donde brillaba un fuegomuy vivo. Los dos se hallaron sin voz, y temieronmirarse o hacer movimiento alguno; una mismaesperanza unía sus pensamientos, y una misma dudalos separaba; era una angustia y una voluptuosidad.-Caballero -exclamó al fin la señorita de Verneuilcon voz conmovida, -el deseo de vuestra seguridades lo único que me ha traído aquí.-¿Mi seguridad? -replicó el Marqués con amargotono.-Sí -contestó la joven; -mientras que yopermanezca en Fougeres vuestra vida está enpeligro; y os amo demasiado para no marchar estamisma noche; de modo que no me busquéis más.-¡Partir, querido ángel! Yo os seguiré.

497-¡Seguirme! ¿Pensáis en lo que decís? ¿Y losazules?-¡Oh, querida María! ¿Qué hay de común entrelos azules y nuestro amor?

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-Me parece que no es tan fácil que permanezcáisen Francia junto a mí, y más difícil aún que salgáisdel país conmigo.-¡Hay por ventura alguna cosa imposible paraquien bien ama?-¡Ah! si, creo que todo es posible. ¿No he tenidovalor para renunciar a vos por vos?-¡Cómo! ¿Os habéis entregado a un hombreespantoso a quien no amabais, y no queréis hacer lafelicidad de un hombre que os adora y que jura noser nunca de nadie más que de vos? Escúchame,María, ¿me amas?-Sí -respondió la joven.-Pues bien, sígueme.-¿Habéis olvidado que vuelvo a desempeñar elpapel infame de cortesana, y que sois vos quien debeser mío? Si quiero que huyáis es para que no recaigasobre vuestra cabeza el desprecio que yo podríasufrir. A no ser por ese temor quizá...-Pero si yo no tengo ningún temor...

498-Y ¿quién me lo asegura? Yo soy desconfiada, ycualquiera lo sería en mi situación... Si el amor quenos inspiramos no dura, al menos debe sercompleto, para que soportemos con alegría lainjusticia del mundo. ¿Qué habéis hecho por mí?...Me deseáis. ¿Creéis haberos elevado por esto amayor altura de aquellos que me han visto hastaahora? ¿Habéis arriesgado, por una hora de placer,vuestros chuanes, sin preocuparse de que yo meinquietase por la suerte de los azules asesinados,cuando todo quedó perdido para mí? ¿Y si yo osordenase que renunciarais a todas vuestras ideas, avuestras esperanzas, a vuestro Rey, que me ofusca, yque tal vez se mofara de vos cuando sucumbáis porél, mientras que yo sabré morir por vos con santorespeto? En fin ¿y si yo quisiese que enviaraisvuestra sumisión al Primer Cónsul para que pudieraisseguirme a París... o si yo exigiese que fuéramos aAmérica a vivir lejos de un mundo donde todo esvanidad, a fin de saber si me amabais por mí misma,como en este instante os amo?... Y para decirlo todoen una palabra, si yo quisiera, en vez de elevarmehasta vos, que bajaseis hasta mí, ¿qué haríais?-Cállate, María, no te calumnies. ¡Pobre niña, teadivino! Si mi primer deseo se convirtió en pasión,

499ésta es ahora verdadero amor. ¡Alma de mi alma, yolo sé, tú eres tan noble como tu nombre, tan grandecomo hermosa, y yo soy también bastante noblepara imponerte al mundo! ¿Será porque presiento enti voluptuosidades indecibles e incesantes? ¿Seráporque creo hallar en tu alma esas preciosascualidades que nos hacen amar siempre a la mismamujer? Ignoro la cansa; pero mi amor no tienelímites, y me parece que ya no puedo pasar sin ti.¡Oh! mi vida sería un continuo disgusto si noestuvieras siempre a mi lado...-¿Cómo a vuestro lado?-¡Oh! María, ¿no quieres adivinar a tu Alfonso?-¡Ah! ¿creeríais lisonjearme muchoofreciéndome vuestro nombre y vuestra mano? -dijola joven con aparente desdén, pero mirandofijamente al Marqués para sorprender sus menorespensamientos. -Y ¿estáis seguro de amarme de aquía seis meses? Si no fuese así, ¿cuál seria mi

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porvenir?... No, no, una querida es la única mujerque está segura de los sentimientos que un hombrele manifiesta, pues el deber, las leyes, el mundo y elinterés de los hijos no son sus tristes auxiliares, y sisu poder es duradero, encuentra lisonjas y unafelicidad que hacen aceptar los mayores pesares del

500mundo. ¡Ser vuestra esposa es tener la ocasión depesaros un día!... Prefiero a esto un amor pasajero,pero cierto, aunque la muerte y la miseria sean el fin.Sí; prefiero ser, más que ninguna otra cosa, unamadre virtuosa, una mujer fiel; mas, para conservartales sentimientos en mi alma, no es necesario queun hombre se una conmigo en un acceso de pasión.Por otra parte, ¿sé yo misma si me agradaríaismañana? No, yo no quiero labrar vuestra desgracia;saldré de Bretaña -añadió al notar vacilación en sumirada, -vuelvo a Fougeres, y no vendréis abuscarme allí...-¡Pues bien! pasado mañana, si en las primerashoras del día ves humo en las rocas de San Sulpicio,por la noche estaré en tu casa, como amante,esposo, o lo que tú quieras. Lo habrá arrostradotodo.-Pero, Alfonso -replicó la joven embriagada,-mucho debes amarme para arriesgar tu vida antesde dármela.El Marqués no contestó, pero miró a la joven,que bajó los ojos, y entonces pudo leer en laexpresión del rostro de su querida un delirio queigualaba al suyo, y entreabrió sus brazos. Unaespecie de locura arrebató a María, que se dejó caer

501suavemente sobre el pecho del Marqués, decidida aentregarse a él para que aquella falta fuese la mayorde las felicidades, arriesgando todo su porvenir, queharía más seguro si quedaba victoriosa en aquellaúltima prueba. Pero apenas su cabeza se huboapoyado en el hombro de su amante, oyóse resonarfuera un ligero ruido; la joven se arrancó de susbrazos, como si se despertara, y se precipitó fuera dela habitación. Entonces pudo recobrar un poco desangre fría y recapacitar en la situación.-Me habrá aceptado para burlarse de mí tal vez -se dijo. -¡Ah! si pudiese creerlo, le mataría. Pero notodavía, -añadió al ver a Buen Pie, a quien hizo unaseña que el soldado comprendió al punto.El pobre muchacho giró bruscamente sobre sustalones, aparentando no haber visto nada; pero depronto la señorita de Verneuil volvió a la sala,invitando al joven jefe a guardar el más profundosilencio por el modo de oprimirse los labios bajo elíndice de la mano derecha.-¡Ahí están! -murmuró con terror y voz sorda.-¿Quién?-Los azules.-¡Ah! no moriré sin haber...-Sí, toma.

502El Marqués la cogió fría y sin defensa, y recibióde sus labios un beso lleno de horror y de placer,porque podía ser a la vez el primero y el último;luego fueron juntos hasta el umbral de la puerta ycolocáronse de manera que pudieran examinarlo

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todo sin ser vistos. El Marqués vio a Gudin a lacabeza de una docena de hombres situados en laparte inferior del valle de Cuesnon; y al volversehacia la serie de cercas observó que el grueso troncode árbol estaba guardado por siete hombres; despuéssubió al aposento de la sidra y hundió el tejadillo derastrojo para saltar a la eminencia; pero retiróprecipitadamente su cabeza del agujero que acababade practicar: Hulot coronaba la altura, cortando elcamino de Fougeres. En aquel momento el Marquésmiró a su querida, que lanzó un grito dedesesperación, oyendo las pisadas de los tresdestacamentos reunidos alrededor de la casa.-Sal tú primero -dijo el Marqués; -tú mepreservarás.Al oír esta frase, sublime para ella, la joven secolocó muy contenta frente a la puerta, mientras queel Marqués armaba su carabina; y después de medirel espacio que mediaba entre el umbral de la cabaña,y el grueso tronco del árbol, el Mozo se lanzó al

503encuentro de los siete azules, hizo fuego contra ellosy abrióse paso. Las tres tropas se lanzaron alrededorde la cerca por donde el jefe había saltado, y levieron entonces correr por el campo con increíbleceleridad..-¡Fuego, fuego, en nombre del diablo! ¡No soisfranceses si le dejáis escapar! -gritó Hulot con voz detrueno.En el momento de pronunciar estas palabrasdesde la altura, sus hombres y los de Gudin hicieronuna descarga general, que, afortunadamente, fue maldirigida; y ya el Marqués llegaba a la cerca queterminaba el primer campo, cuando en el momentode pasar al segundo, estuvo a punto de ser heridopor Gudin, que se había precipitado en suseguimiento con violencia. Al oír a este temibleadversario a poca distancia, el Mozo redobló laceleridad; pero éste y Gudin, llegaron casi al mismotiempo a la cerca. Entonces Montauran arrojó tandiestramente su arma a la cabeza de Gudin, que letocó y pudo retardar su marcha. Es imposible daridea de la ansiedad de María y del interés quemanifestaban ante este espectáculo Hulot y su tropa,que repetían en silencio y sin darse cuenta de ello losademanes de los dos corredores. El Mozo y Gudin

504llegaron juntos al bosquecillo cubierto de escarcha;pero el oficial retrocedió de pronto y ocultóse detrásde un manzano. Una veintena de chuanes, que nohabían hecho fuego por temor de matar a su jefe,presentáronse de pronto y acribillaron el árbol abalazos. Toda la reducida tropa de Hulot se lanzó ala carrera para salvar a Gudin, que, hallándose sinarmas, pasaba de un manzano a otro, aprovechando,para correr, el instante en que los cazadores del Reycargaban sus armas. Su peligro duró poco: loscontra-chuanes, mezclados con los azules y Hulot asu cabeza, llegaron para defender al joven oficial enel sitio mismo donde el Marqués había arrojado sucarabina. En aquel instante, Gudin vio a suadversario, rendido de fatiga, sentado bajo uno delos árboles del bosquecillo; dejó a sus compañerostirotearse con los chuanes atrincherados detrás deuna cerca lateral del campo, y se dirigió al Marqués

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con la viveza de una fiera. Al ver esta maniobra, loscazadores del Rey lanzaron gritos espantosos paraadvertir a su jefe; mientras que, después de haberhecho fuego sobre los contra-chuanes con el aciertoque distingue a los cazadores furtivos, trataron dehacerles frente. Sin embargo, éstos franquearon convalor la cerca que servía de muralla a sus enemigos y

505tomaron una sangrienta venganza. Los chuanesganaron entonces el camino que costeaba el campoen cuyo recinto había ocurrido aquella escena,apoderándose de las alturas que Hulot habíacometido la falta de abandonar. Antes de que losazules hubieran tenido tiempo de reconocerse, loschuanes se habían atrincherado en los huecos queformaban las aristas de las rocas, al abrigo de lascuales podían hacer fuego impunemente contra lossoldados de Hulot, si éstos hacían algunademostración para ir a combatirlos.Mientras que Hulot, seguido de algunossoldados, se dirigía lentamente hacia el bosquecillopara buscar a Gudin, los de Fougeres se quedaronpara despojar a los chuanes muertos, y rematar a losvivos; en aquella horrorosa guerra, los dos partidosno hacían prisioneros. Salvado el Marqués, loschuanes y los azules reconocieron mutuamente lafuerza de sus posiciones respectivas y la inutilidad dela lucha, de manera que unos y otros no pensaronmás que en retirarse.-¡Si cojo a ese joven -exclamó Hulot mirando elbosque con atención, -ya no quiero hacer másamigos!

506-¡Ah, ah! -dijo uno de los jóvenes de Fougeres, -he ahí un pájaro que tiene las plumas amarillas.Y señalaba a sus compañeros una bolsa llena demonedas de oro que acababa de encontrar en lafaltriquera de un hombre grueso vestido de negro.-Pero ¿qué tiene ahí? -interrogó otro sacando unbreviario de la casaca del difunto.-¡Es pan bendito, es un sacerdote! -exclamó elotro arrojando el breviario al suelo.-El muy ladrón nos ha engañado -exclamó untercero al no encontrar más que dos pesos en losbolsillos del chuan a quien despojaba de su ropa.-Sí, pero tiene un buen par de zapatos -contestóun soldado disponiéndose a cogerlos.-Los tendrás si te tocan en suerte -replicó uno delos de Fougeres, arrancándolos de los pies delmuerto para arrojarlos al montón de efectosformado ya.Un cuarto contra-chuan recibía el dinero, a finde hacer la distribución cuando todos los soldadosestuviesen reunidos. Cuando Hulot volvió con eljoven oficial, cuya última empresa para apoderarsedel Mozo había sido tan arriesgada como inútil,encontró a una veintena de sus soldados y a unostreinta contra-chuanes delante de once enemigos

507muertos, cuyos cuerpos habían sido arrojados en unsurco abierto al pie de la cerca.-¡Soldados -gritó Hulot con voz severa, -os prohiborepartir esos andrajos; formad filas, y pronto!-Mi comandante -dijo un soldado mostrando a

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Hulot sus zapatos, por las puntas de las cualesasomaban los cinco dedos de sus pies, -bien por eldinero; pero ese calzado -añadió indicando con laculata de su fusil el par de zapatos forrados, -mevendría como un guante.-Y ¿quieres llevar en tus pies zapatos ingleses? -replicó Hulot.-¡Cómo! -dijo respetuosamente uno de los deFougeres; -desde que comenzó la guerra hemosrepartido siempre el botín...-No os impido a vosotros seguir vuestrascostumbres -replicó Hulot con durezainterrumpiendo a su interlocutor.-Toma, Gudin, aquí tienes una bolsa con docepesos; has trabajado mucho, y tu jefe no se opondráa que la aceptes -dijo al oficial uno de sus antiguoscompañeros.Hulot miró a Gudin de reojo y le vio ponersepálido.-Es la bolsa de mi tío -exclamó el joven.

508Y aunque estaba rendido de fatiga, dio algunospasos hacia el montón de cadáveres: el primercuerpo en que se fijaron sus miradas fueprecisamente el de su tío; mas apenas vio su rostrosurcado por líneas azuladas, sus brazos rígidos y laherida causada por el proyectil, lanzó un gritoahogado, exclamando:-¡Marchemos, mi comandante!La tropa de los azules se puso en camino; Hulotsostenía a Gudin dándole el brazo.-¡Truenos de Dios! esto no será nada -le decía elveterano.-¡Pero ha muerto! -contestó Gudin -Era mi únicopariente, y a pesar de sus maldiciones, me amaba.Si el Rey hubiese vuelto, todo el país habría pedidomi cabeza, y el buen hombre me habría ocultadodebajo de su sotana.-¡Será animal! -decían los guardias nacionalesque se habían quedado distribuyéndose el botín; -eltío es rico, y como no ha tenido tiempo para testar,no ha podido desheredar a su sobrino.Hecha la distribución, los contra-chuanes sereunieron con el reducido batallón de azules,siguiéndole después desde lejos.

509A la caída de la noche principió a reinar unaterrible inquietud en la cabaña de Galope-Chopine,donde la vida había sido hasta entonces tanindiferente. Barbette y su hijo, llevando los dos alhombro, la una su pesada carga de juncos y el otrouna previsión de hierba para los animales volvierona la hora en que la familia solía cenar. Al entrar en lavivienda, la madre y el hijo buscaron en balde aGalope-Chopine, y jamás les había parecido tangrande la mísera casucha; el hogar sin fuego, laobscuridad, el silencio todos les predecía algunadesgracia.-Cuando la noche hubo cerrado, Barbette seapresuró a encender fuego, y dos oribus, comodenominan aún a las velas de resina en todo el país,comprendido entre los pueblos de la Armónica y laparte alta del Loira, usándose también más allá deAmboise, en los campos de Vendomois, Barbettehacía sus preparativos con esa lentitud que seobserva en todos los actos cuando un sentimiento

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profundo domina a la persona; escuchaba el másleve rumor, y engañada a menudo por el silbido delviento, llegaba hasta la puerta de su mezquinavivienda, y volvía muy triste. Después limpió dosjarros, los llenó de sidra y los puso sobre la larga

510mesa de nogal. Varias veces miró a su hijo, que vigilabalas galletas para que no se quemasen; pero nopudo hablarle. En un momento dado, los ojos delmuchacho se fijaron en los dos clavos que servíanpara sostener la escopeta de su padre, y Barbette seestremeció al ver el sitio vacío. Tan sólointerrumpían el silencio el mugido de las vacas y lasgotas de sidra que se filtraban lentamente fuera deltonel. La pobre mujer suspiró, mientras quepreparaba en tres cazuelas de barro negruzco, unaespecie de sopa compuesta de leche, galletascortadas en pedacitos y castañas cocidas.-Se han batido en la porción de terreno quedepende de la Beraudiere -dijo el muchacho.-Ve a mirar -dijo la madre.El muchacho corrió, reconoció a la luz de laluna el montón de cadáveres, y no encontrando el desu padre, volvió muy contento silbando, porquehabía recogido algunas monedas de un pesodiseminadas en tierra u olvidadas en el barro. Halló asu madre sentada en un escabel y ocupada en hilarcáñamo contra la chimenea; le hizo una señanegativa, y Barbette no se atrevió a creer en nadafeliz; luego dieron las diez en San Leonardo, y elmuchacho se acostó, luego de murmurar una

511oración a la Santa Virgen de Auray. Al rayar laaurora, Barbette, que no había dormido, profirió ungrito de alegría al oír resonar a lo lejos un sonido dezapatos ferrados que reconoció al punto, y pocodespués se vio la figura de Galope-Chopine.-¡Gracias a San Labre, a quien he prometido unbuen cirio por haber salvado al Mozo! No olvidesque ahora debemos tres cirios al santo.Galope-Chopine cogió un jarro de sidra y loapuró hasta el fin sin tomar aliento. Cuando sumujer le hubo servido su sopa y se hubo sentado enel banco después de poner la escopeta en su sitio,exclamó acercándose al fuego:-¿Cómo es que los azules y los contra-chuaneshan venido aquí, puesto que se batían en Florigny?¿Quién diablos ha podido decirles que el Mozoestaba en nuestra casa, ya que solamente él, suhermosa paloma y nosotros lo sabíamos?La mujer se puso pálida.-Los contra-chuanes me han persuadido de queeran gente de San Jorge -contestó temblando, -y yosoy quien les ha dicho dónde estaba el Mozo.Galope-Chopine palideció a su vez, poniendo sucazuela a un lado.

512-Te envió al muchacho para avisarte -añadióBarbette llena le espanto, -y no te encontró.El chuan se levantó, y dio un golpe tan violentoa su esposa, que ésta fue a caer sobre la cama, pálidacomo un difunto.-¡Maldita moza, me has matado! -exclamó.Pero después, sobrecogido de espanto, cogió a

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su mujer en brazos, exclamando:-¡Barbette, Barbette, Santa Virgen, he tenido lamano muy pesada!-¿Crees tú -interrogó la mujer abriendo los ojos -que Marcha en Tierra llegue a saberlo?-El Mozo -contestó el chuan, -ha mandado quese averigüe de quién proviene esa traición.-¿Se lo ha dicho a Marcha en Tierra?-Pille-Miche y Marcha en Tierra estaban enFlorigny.Barbette respiró con más libertad.-Si tocan un solo cabello de tu cabeza -dijo,-enjuagaré sus vasos con vinagre.-¡Ah! ya no tengo más gana -dijo tristementeGalope-Chopine.Su mujer puso delante de él otro jarro lleno, sinque el chuan fijase en él la atención; dos gruesas

513lágrimas surcaron entonces las mejillas de Barbette,humedeciendo las arrugas de su rostro.-Oye, mujer -dijo Galope-Chopine; -mañana aprimera hora será necesario encender una fogatasobre las rocas de San Sulpicio. Es la señalconvenida entre el Mozo y el viejo rector de SanJorge, que vendrá a decirle una misa.-¿Irá él a Fougeres?-Sí, a la casa de su hermosa paloma, y por esodebo correr hoy mucho. Yo opino que se casará conella y se la llevará, pues me ha dicho que vaya aalquilar caballos para tenerlos dispuestos en elcamino de San Malo.Dicho esto, Galope-Chopine, muy cansado, seacostó para dormir algunas horas, y después salió. Ala mañana siguiente se hallaba de vuelta, después dehaber cumplido todas las órdenes que el Marqués lehabía confiado. Al saber que Marcha en Tierra yPille-Miche no se habían presentado, disipó lasinquietudes de su mujer, que marchó casitranquilizada a las rocas de San Sulpicio, donde lavíspera había preparado, en la eminencia que dabafrente a San Leonardo, hojarasca y astillas. Llevabade la mano a su hijo, que llevaba fuego en un zuecoroto. Apenas el muchacho y su madre hubieron

514desaparecido detrás del tejado del cobertizo,Galope-Chopine oyó que dos hombres saltaban lacerca, e insensiblemente vio, a través de una brumabastante densa, formas angulosas y confusas. «EsPille-Miche con Marcha en Tierra,» -se dijomentalmente estremeciéndose. Los dos chuanesdejaron ver en el pequeño patio sus semblantestenebrosos, que, bajo sus sombreros muy usados,semejábanse bastante a esas figuras que losgrabadores ponen a veces en sus paisajes.-Buenos días, Galope-Chopine -dijo gravementeMarcha en Tierra.-Buenos días -contestó con humildad el maridode Barbette -¿Queréis entrar y vaciar un par dejarros? También hay galleta fría y manteca fresca.-No es cosa de rehusar, primo mío -dijo Pille-Miche.Los dos chuanes entraron. Aquel principio notenía nada de temible para el dueño de la vivienda,que se dirigió hacia el tonel grande para llenar tresjarros, en tanto que Marcha en Tierra y Pille-Miche,sentados a cada lado de la larga mesa sobre los

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lustrosos bancos, cortaron galletas y las cubrieron deuna manteca amarillenta que, oprimida bajo elcuchillo, producía pequeñas burbujas de leche.

515Galope-Chopine colocó los tres jarros de sidradelante de sus huéspedes, y los tres chuanescomenzaron a comer; pero de vez en cuando, eldueño de la casa miraba de reojo a Marcha en Tierra,apresurándose a servirle de beber.-Dame tu tabaquera -dijo Marcha en Tierra aPille-Miche.Y después de sacudir un poco de rapé en lapalma de la mano, el bretón lo aspiró como hombreque se dispone para un acto grave.-Hace frío -dijo Pille-Miche, levantándose paracerrar la parte superior de la puerta.La luz del día, obscurecida por la bruma, nopenetró ya en la habitación más que por la ventanita,y tan solo iluminó débilmente la habitación y losbancos; pero el fuego difundía resplandores rojizos.En aquel momento, Galope-Chopine, que concluíade llenar por segunda vez los jarros de sushuéspedes, los colocaba ante ellos; pero esta vez noquisieron beber, y arrojando sus grandes sombreros,tomaron de pronto una actitud grave. Sus gestos y lamirada con que se consultaron, hicieron temblar aGalope-Chopine, que creyó ver sangre bajo losgorros de lana roja que cubrían sus cabezas.-Tráenos tu cuchillo -dijo Marcha en Tierra.

516-Y ¿para qué lo queréis? -preguntóGalope-Chopine.-¡Vamos! primo, bien lo sabes -contestó Pille-Miche.Los dos chuanes se levantaron a un tiempo ycogieron sus carabinas.-Señor Marcha en Tierra -dijo Galope-Chopine,-yo no he dicho nada sobre el Mozo....-Te digo que vayas a buscar tu cuchillo -repusoel chuan.El infeliz Galope-Chopine tropezó contra latosca madera que servía de cama a su hijo, y tresmonedas de un peso rodaron por el suelo;Pille-Miche las recogió.-¡Oh, oh! los azules te han dado monedasnuevas -exclamó Marcha en Tierra.-Juro por esa imagen de San Labre -replicóGalope-Chopine, -que no he dicho nada; Barbettecreyó que los contra-chuanes eran mozos de SanJorge, y esto es todo.-¿Por qué hablas de esas cosas a tu mujer?-preguntó brutalmente Marcha en Tierra.-Por lo demás, primo -dijo Pille-Miche, -no tepedimos razones, sino tu cuchillo. Estás juzgado.

517A una indicación de su compañero, Pille-Michele ayudó a coger a la víctima. Al verse entre lasmanos de los dos chuanes, Galope-Chopine perdiótoda su fuerza, dejóse caer de rodillas y levantó lasmanos hacia sus verdugos:-¡Mis buenos amigos, primo mío! ¿qué será demi hijo? -preguntó.-Ya me cuidaré yo de él -contestó Marcha enTierra.

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-Mis buenos compañeros -replicóGalope-Chopine, que estaba lívido, -no me hallo enestado de morir. ¿Me dejaréis marchar sinconfesión? Tenéis derecho para tomar mi vida; perono para hacerme perder la bienaventurada eternidad.-Es justo -respondió Marcha en Tierra mirandoa Pille-Miche.Los dos chuanes quedaron un momento muyconfusos, sin acertar a resolver aquel caso deconciencia, y entretanto Galope-Chopine escuchó elmás leve rumor producido por el viento, como siconservase alguna esperanza. El sonido de la gota desidra que caía periódicamente del tonel le hizo fijaren éste una mirada, y suspiró tristemente. Deimproviso Pille-Miche cogió al paciente por unbrazo y le dijo:

518-Confiésame todos tus pecados; yo se los diré aun sacerdote de la verdadera Iglesia; me dará laabsolución y si hay penitencias, las haré por ti.Galope-Chopine obtuvo alguna tregua por sumanera de acusarse sus pecados; pero a pesar delnúmero y de las circunstancias de los crímenes,acabó por llegar al fin de su rosario.-¡Ay de mí! -exclamó al terminar, -puesto que tehablo como a confesor, primo mío, te aseguro porDios santo que no debo echarme en cara más quehaber puesto algunas veces demasiada manteca enmi pan; y juro por esa imagen de San Labre que estásobre la chimenea, que nada he dicho que se refieraal Mozo. No, amigos míos, yo no hice traición.-Vamos, está bien, primo, levántate, y ya teentenderás con Dios cuando te juzgue.-Pero dejadme al menos despedirme de Bar...-Vamos -contestó Marcha, en Tierra, -si noquieres que te conserven más rencor del que yatienen, condúcete como bretón y concluye pronto.Los dos chuanes cogieron de nuevo aGalope-Chopine y le echaron en el banco, donde nodio más señales de resistencia que esos movimientosconvulsivos producidos por el instinto del animal;luego profirió algunos gritos sordos, que cesaron

519apenas hubo resonado el golpe de la cuchilla. Lacabeza quedó separada de un solo tajo; Marcha enTierra, la cogió por un mechón de cabellos, salió dela cabaña, buscó y halló un grueso clavo en la puerta,y arrollando en él los cabellos, dejó pendiente lasangrienta cabeza, a la cual ni siquiera cerró los ojos.Los dos chuanes se lavaron las manos sin la menorprecipitación en un gran barreño lleno de agua,cogieron después sus sombreros y sus carabinas, ytraspasaron la cerca silbando un aire nacional. Alllegar a la extremidad del campo, Pille-Miche entonócon voz ronca las estrofas de una balada muypopular en el país.Aquella melodía era más confusa a medida quelos dos chuanes se alejaban; pero el silencio de lacampiña era tan profundo, que varias notas llegaronhasta los oídos de Barbette, la cual regresaba ya a lavivienda llevando a su hijo de la mano. Una aldeanano oía nunca con indiferencia aquel canto tanpopular en el Oeste de Francia, y así es que Barbettecomenzó involuntariamente a cantar las primerasestrofas.En el instante en que la mujer se fijó en esto,

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llegaba a su patio; su lengua quedó paralizada,

520permaneció inmóvil, y un agudo grito se exhaló depronto de su pecho.-¿Qué tienes, madre mía? -preguntó elmuchacho.-¡Anda tú solo -respondió Barbette con vozsorda retirando la mano, y empujándole después conincreíble rudeza; -ya no tienes padre ni madreEl muchacho que se frotaba los hombrosgritando, vio la cabeza pendiente del clavo, y en sufresco rostro se produjo la contracción nerviosa queel llanto ocasiona en las facciones. Abrió mucho losojos, miró largo tiempo aquella cabeza con unaexpresión estúpida que no revelaba ningunaemoción, y después su semblante, embrutecido porla ignorancia, llegó hasta expresar una curiosidadsalvaje. De pronto Barbette volvió a coger la manode su hijo, la estrechó con fuerza, y le condujo conrápido paso a la casa. Mientras que Pille-Miche yMarcha en Tierra echaban a Galope-Chopine en elbanco, uno de sus zapatos había caído sobre sacuello de manera que se llenó de sangre, y éste fue elprimer objeto que la viuda vio.-Quítate un zueco -dijo la madre a su hijo, y ponel pie ahí dentro... -Bien. Acuérdate ahora parasiempre -añadió con voz lúgubre, -del zapato de tu

521padre, y no te pongas ninguno jamás sin recordar elque estaba lleno de la sangre derramada por loschuanes. Matarás a todos cuantos puedas.En aquel instante agitó su cabeza por unmovimiento tan convulsivo, que sus cabellos negrosdesparramáronse sobre su cuello, comunicando a surostro una expresión siniestra.-Juro ante San Labre -continuó, -que te consagroa los azules y que serás soldado para vengar a tupadre. ¡Mata, mata a los chuanes, y haz como yo!¡Ah! Han cortado la cabeza a mi hombre, pero yovoy a entregar la del Mozo a los azules.Y de un solo salto subió a la cama, apoderóse deun saquito lleno de plata que tenía en un escondite,volvió a coger de la mano a su hijo, asombrado, leatrajo con violencia sin darle tiempo para coger suzueco, y los dos marcharon con rapidez haciaFougeres, sin que ninguno volviera la cabeza hacia lacabaña que abandonaban. Cuando llegaron a la cimade las rocas de San Sulpicio, Barbette atizó el fuegode la hoguera, y su hijo le ayudó a cubrirla deginestas verdes cargadas de escarcha, a fin de que elhumo fuese más denso.

522-Eso durará más que tu padre, más que yo, ymás que el Mozo -dijo Barbette con aire salvaje,indicando la hoguera a su hijo.En el momento en que la viuda deGalope-Chopine y el muchacho, con el piemanchado de sangre, miraban con sombríaexpresión de venganza y de curiosidad cómo seelevaba el humo, la señorita de Verneuil, con losojos fijos en aquella roca, trataba, aunque en vano,de ver la señal anunciada por el Marqués. La niebla,que había aumentado insensiblemente, rodeaba todala región con un velo cuyos tintes grises ocultaban el

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paisaje más próximo a la ciudad. La jovencontemplaba sucesivamente con dulce ansiedad lasrocas, el castillo y los edificios, que en medio deaquella niebla parecían brumas más obscuras aún.Junto a su ventana, algunos árboles destacábanse deaquel fondo azulado como esas madréporas que elmar deja entrever cuando está tranquilo. El sol dabaal cielo el matiz pálido de la plata empañada, y susrayos coloreaban con un tinte rojizo las ramasdesnudas de los árboles, donde se balanceaban aúnalgunas últimas hojas. Pero sentimientos demasiadodeliciosos agitaban el alma de María, para que viesemalos presagios en aquel espectáculo, en desacuerdo

523con la felicidad en que se gozaba de antemano.Hacía dos días que sus ideas se habían modificadosingularmente; y los impulsos desordenados de suspasiones habían sufrido la influencia de latemperatura igual que de verdadero amor a la vida.La convicción de ser amada, y el pensamiento deque había ido a buscar su dicha a través de tantospeligros, había hecho nacer en ella el deseo de volvera las condiciones sociales que sancionan la felicidad,y de las que no había salido sino por desesperación.No amar más que un momento le parecióimpotencia. Luego se vio trasladada de pronto desdeel fondo de la sociedad donde la desgracia leperseguía, hasta el elevado puesto donde su padre lacolocó un momento. Su vanidad, comprimida porlas crueles alternativas de una pasión sucesivamentefeliz o desgraciada, se despertó e hízole ver todos losbeneficios de una elevada posición. En cierto modomarquesa de nacimiento, y casarse con Montauran,¿no era para ella vivir en la atmósfera que lecorrespondía? Después de haber conocido los azaresde una vida aventurera, podía mejor que ningunaotra mujer apreciar la grandeza de los sentimientosque hacen la familia. Además, el matrimonio, lamaternidad y sus cuidados, eran para ella menos un

524deber que un descanso. Amaba esa vida virtuosa ytranquila divisada a través de la última tempestad, asícomo una mujer cansada de virtud puede dirigir unamirada codiciosa a una pasión ilícita. La virtud erapara ella una nueva seducción.-Tal vez -se dijo volviendo a la ventana sin habervisto fuego en la roca de San Sulpicio, -tal vez hesido muy coqueta con él; pero ¿no he sabido encambio hasta qué extremo soy amada?... Francina-añadió, -ya no es un sueño, esta noche seré laMarquesa de Montauran. ¿Qué puedo haber hechoyo para merecer tan completa dicha? ¡Oh! Le amo, ysolamente el amor se paga con amor. Sin embargo,Dios quiere, sin duda, recompensarme por haberconservado tanto corazón a pesar de tanta miseria, yhacerme olvidar mis sufrimientos; pues ya sabes, hijamía, que he sufrido mucho.-¡Esta noche Marquesa de Montauran vos,María! -exclamó Francina -¡Ah! Hasta que sea cosahecha, creeré soñar. ¿Quién le ha dicho todo lo quevaléis?-Pero, hija mía, no tiene solamente buenos ojos,sino también alma. ¡Si tú le hubieses visto como yoen el peligro! ¡Oh! debe saber amar bien, porque esmuy valiente.

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525-Si tanto lo amáis, ¿por qué consentís que vengaa Fougeres?-¿Acaso tuvimos tiempo para decirnos unapalabra cuando nos sorprendieron? Y además, ¿noes una prueba de amor? ¿Se tiene nunca bastante?Entretanto, péiname.Pero con sus movimientos rápidos y comoeléctricos, la señorita de Verneuil desbarató cienveces las felices combinaciones de su peinadora,confundiendo pensamientos aun tempestuosos conlos detalles de la coquetería. Al rizar los cabellos deun bucle, o cuando se alisaba alguna trenza,preguntábase con un resto de desconfianza si elMarqués no la engañaba, y entonces le parecía quesemejante pillada debía ser impenetrable, puesto queMontauran se exponía atrevidamente a unavenganza inmediata al ir a Fougueres. Estudiandomaliciosamente en un espejo los efectos de unamirada oblicua, de una sonrisa, de una ligera arrugaen la frente, y de una actitud de cólera, de amor y dedesdén, buscaba una astucia de mujer para sondearhasta el último momento el corazón del joven jefe.-Tienes razón, Francina -dijo -yo quisiera comotú que ese casamiento se hubiera efectuado ya. Estees el último día nebuloso para mí, y será el de mi

526muerte o el de nuestra felicidad. La niebla es odiosa–agregó mirando de nuevo hacia las cumbres de SanSulpicio, siempre veladas.Y comenzó a cubrir por sí misma las cortinillasde seda y de muselina que adornaban la ventana,complaciéndose en interceptar la luz del día demodo que la habitación quedase en un voluptuosoclaro-obscuro.-Francina -dijo, -retira esos adornos de lachimenea; y no dejes más que el reloj y los dosjarritos de Sajonia en los que yo arreglaré las floresde invierno que Corentino me ha traído... sacatambién todas las sillas, pues no quiero ver aquí másque el canapé y un sofá. Cuando hayas concluido,hija mía, cepillarás la alfombra para reavivar loscolores, y luego pondrás bujías en todos los brazosde los candelabros.La joven miró largo tiempo con atención laantigua tapicería que ocultaba las paredes de aquellahabitación, y guiada por su gusto innato, supobuscar, entre los brillantes matices, los tintes quepodían servir para armonizar aquel antiguo decoradocon los muebles y los accesorios de la habitación porla armonía de los colores o el encanto de lasoposiciones. El mismo pensamiento inspiró el

527arreglo de las flores, con las cuales llenó los jarrosque adornaban la habitación. El canapé fue colocadojunto al fuego, y a cada lado del lecho puso dosmesitas doradas con grandes jarros de Sajonia llenosde follaje y de flores, que exhalaron los más dulcesperfumes. Más de una vez se conmovió al arreglarlos pliegues ondulosos de la lustrina verde queformaba el pabellón del lecho. Semejantespreparativos tienen siempre un indefinible secreto defelicidad, y producen una irritación tan deliciosa, quecon frecunencia, en medio de esas voluptuosasdisposiciones, la mujer olvida todas sus dudas, como

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la señorita de Verneuil olvidaba entonces las suyas.¿No hay un sentimiento religioso en esa infinidad decuidados que una mujer toma para un ser a quienama, que no está allí para verla y recompensarla,pero que debe pagarlos más tarde con una sonrisa deaprobación? Las mujeres se entregan entonces alamor de antemano, por decirlo así, y no hay una solaque no se diga, como la señorita de Verneuil lopensaba: «¡Esta noche seré muy feliz!» La másinocente de ellas deposita entonces esa dulceesperanza en los pliegues menos salientes de la sedao de la muselina, y luego, insensiblemente, laarmonía que establece en torno suyo, comunica a

528todo un aspecto que respira el amor. En el seno deesa esfera voluptuosa para ella, las cosas seconvierten en seres animados, en testigos, y ya loshace cómplices de todas esas alegrías futuras. Muypronto, ya no aguarda, ni espera más, pero acusa alsilencio, y el mas ligero rumor es para ella unpresagio, hasta que al fin la duda viene a pesar sobresu corazón. Entonces se enardece, se agita, presa deun pensamiento que se desarrolla como una fuerzapuramente física; y tan pronto es un triunfo comoun suplicio, que no soportaría sin la esperanza delplacer. Veinte veces la señorita de Verneuil habíalevantado la cortina de la ventana, confiada en veruna columna de humo elevándose sobre las rocas;pero la niebla parecía tomar por momentos nuevostintes grises, en los que su imaginación acabó porencontrar siniestros presagios. Al fin, en unmomento de impaciencia, dejó caer la cortina,prometiéndose no volver a levantarla. Miró con aireburlón a aquel aposento, al que había comunicadouna alma y una voz, y preguntóse si esto sería estéril.Esta idea la hizo pensar en todo.-Hija mía –dijo a Francina atrayéndola algabinete tocador contiguo a su habitación, el cualrecibía la luz por una ventanilla que daba al ángulo

529obscuro en que las fortificaciones de la ciudad seunían con las rocas del paseo; -arréglame eso y quetodo esté bien limpio. En cuanto al salón, puedesdejarle en desorden si quieres –añadió,acompañando estas palabras de una de esas sonrisasque las mujeres reservan para su intimidad, y cuyapicante finura no pueden nunca conocer loshombres.-¡Ah! ¡qué hermosa estáis! -exclamó la jovenbretona.-¡Oh! ¡qué locas somos todas! ¿No es acasonuestro amante el más bello adorno que tenemos?Francina dejó a su señorita suavemente echadaen la otomana, y retiróse paso a paso, adivinandoque, amada o no, la señorita de Verneuil no seentregaría jamás a Montauran.-¿Estás segura de lo que me cuentas, buenavieja? -preguntaba mientras tanto Hulot a Barbette,que la había reconocido al entrar en Fougeres.-¿Tenéis ojos? Pues mirad las rocas de SanSulpicio, a la derecha de San Leonardo.Corentino clavó los ojos en la cima, en ladirección indicada por el dedo de Barbette, y comola niebla comenzaba a disiparse, pudo ver con

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530bastante claridad la columna de humo blanquizco deque había hablado la mujer de Galope-Chopine.-Pero, ¿cuándo vendrá, buena vieja? ¿Será estatarde o por la noche?-No lo sé -respondió la mujer.-Y ¿por qué haces traición a tu partido?-preguntó vivamente Hulot después de atraer a lacampesina a pocos pasos de Corentino.-¡Ah! señor general, ved el pie de mi hijo; estámanchado con la sangre de mi hombre, a quien loschuanes han degollado como a un ternero paracastigarlo por las tres palabras que me arrancasteisanteayer, cuando yo trabajaba la tierra. Tomad almuchacho, puesto que lo habéis dejado sin padre ysin madre; pero haced de él un verdadero azul, buenhombre, a fin de que pueda matar muchos chuanes.Tomad esos doscientos pesos y guardadlos; coneconomía habrá para mucho tiempo, puesto que supadre tardó doce años en reunirlos.Hulot miró con asombro a la campesina, lívida ycon los ojos secos.-Pero, tú -dijo, -tú, la madre, ¿qué será de ti?Más vale que conserves ese dinero.-¡Yo -contestó la mujer moviendo la cabezatristemente, -ya no necesito nada! Aunque me

531ocultarais en el fondo de la torre de Melusina (yseñaló una de las torres del castillo) los chuanessabrían venir a matarme.Y abrazando a su hijo con sombría expresión dedolor, le miró, vertió dos lágrimas, miróle otra vez, ydesapareció.-Comandante -dijo Corentino, -he aquí una deesas ocasiones que, para ser aprovechadas, exigendos buenas cabezas más bien que una. Lo sabemostodo y no sabemos nada. Cercar desde ahora la casade la señorita de Verneuil, sería indisponerla contranosotros. No tenemos, ni tú ni yo, con tuscontra-chuanes y tus dos batallones, fuerzasbastantes para luchar contra esa joven, si se empeñaen salvar a su amante. Ese Mozo es hombre decorazón, y de consiguiente astuto, y no podremosapoderarnos de él a su entrada en Fougeres, dondetal vez se encuentre ya. Hacer visitas domiciliariassería un absurdo; esto no sirve de nada, despierta lassospechas, y atormenta a los habitantes.-Yo voy -dijo Hulot impaciente, -a dar alcentinela del puesto de San Leonardo, la orden deprolongar su paseo tres pasos más allá, y de estamanera puede llegar hasta frente a la casa de laseñorita de Verneuil. Convendré en una señal con

532cada centinela, permaneceré en el cuerpo de guardia,y cuando me indiquen la entrada, de un jovencualquiera, llamo a un sargento con cuatro hombresy...-Y -añadió Corentino interrumpiendo alimpetuoso militar, -si el joven no es el Marqués, siéste no entra por la puerta, si está ya en casa de laseñorita de Verneuil, si...Y Corentino se interrumpió para mirar alcomandante con un aire de superioridad que teníauna expresión tan insultante, que el veteranoexclamó:-¡Mil truenos de Dios! ¡vete a paseo, ciudadano

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del infierno! ¿Qué me importa a mí de eso? Si eseabejorro viene a caer en uno de mis cuerpos deguardia, necesario será que le fusile, y si averiguo queestá en una casa, también será menester que lacerque para cogerle y fusilarle; pero maldito si mecalentaré la cabeza para manchar de cieno miuniforme.-Comandante, la carta de los tres ministros temanda obedecer a la señorita de Verneuil.--Ciudadano, que venga ella misma y veré lo quedebo hacer.

533-Pues bien ciudadano -respondió Corentino conaltivez -la Señorita de Verneuil no tardará, y ella mismate dirá la hora y el instante en que el Mozo debeentrar. Hasta puede ser que la joven no esté tranquilahasta que te haya visto poner los centinelasalrededor de su casa.-El diablo se hace hombre -dijo dolorosamenteel veterano al ver a Corentino subiendo a largospasos la Escalera de la Reina, donde se habíaefectuado esta escena, y que volvía a la puerta de SanLeonardo. -Me entregará al ciudadano Montauranatado de pies y manos -continuó Hulot hablandoconsigo mismo, -y me ocasionará la molestia depresidir un consejo de guerra. Pero bien mirado-continuó encogiéndose de hombros, el Mozo es unenemigo de la República, mató a mi Gerard, ysiempre será un noble de menos. ¡Vaya al diablo!Y giró ligeramente sobre sus tacones para ir avisitar todos los puestos militares de la ciudad,silbando la Marsellesa.La señorita de Verneuil se hallaba sumida en unade esas meditaciones cuyos misterios quedan comosepultados en los abismos del alma, y cuyos milsentimientos contradictorios han probado a menudoa los que fueron presa de ellos que se puede tener

534una vida tempestuosa y apasionada entre cuatroparedes, sin dejar la otomana en la cual se consumeentonces su existencia. Llegada al desenlace deldrama que había ido a buscar, aquella joven hacíapasar sucesivamente ante ella las escenas de amor yde cólera que tan poderosamente habían animado suvida durante los diez días transcurridos desde suprimer encuentro con el Marqués. En aquelmomento, el rumor de pasos de hombres resonó enel salón que precedía a su aposento; estremecióse, lapuerta se abrió, la joven volvió la cabeza vivamentey vio a Corentino.-¡Pequeña traidora! -dijo sonriéndose el agentesuperior de la policía, -¿aún tenéis deseos deengañarme? ¡Ah! ¡María, María! es un juego muypeligroso no interesarme en vuestra partida, ycalcular vuestros golpes sin consultarme. Y si elMarqués ha podido escapar la última vez...-No será por culpa vuestra ¿no es cierto?-contestó la señorita de Verneuil con profundaironía -¿Con qué derecho venís a mi casa, caballero?-añadió con voz grave.-¿A vuestra casa? -preguntó Corentino conamargura.

535-Me hacéis pensar en ello -contestó con nobleza

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la señorita de Verneuil; -no estoy en mi casa, y talvez hayáis elegido ésta expresamente para realizarcon más seguridad vuestros asesinatos. Por eso voya salir de ella. Iré a un desierto para no ver más...-A los espías, decidlo de una vez -repusoCorentino. -Pero esta casa no es vuestra ni mía, tienedueño; y en cuanto a salir de ella -agregó dirigiendo ala joven una mirada diabólica, -no lo conseguiréis.La señorita de Verneuil se levantó por unmovimiento de indignación y adelantóse algunospasos; pero de pronto se detuvo al ver a Corentinolevantar la cortina de la ventana y sonreír,invitándola a que se acercase.-¿Veis esa columna de humo? -preguntó con lacalma que sabía conservar en su rostro pálido, porprofundas que fuesen sus impresiones.-¿Qué relación puede haber entre mi marcha yalgunas malas hierbas a las que se prende fuego?-preguntó.-¿Por qué se altera tanto vuestra voz? -replicóCorentino -¡Pobre niña! -añadió con voz dulce ' -todolo sé. El Marqués viene hoy a Fougeres, y no habéisdispuesto tan voluptuosamente este gabinete,con sus flores y bujías, para entregarnos el Mozo.

536.La señorita de Verneuil palideció al ver escrita lamuerte del Marqués en los ojos de aquel tigre de fazhumana, y sintió por su amante un amor que rayabaen delirio. Entonces sintió en la cabeza tan espantosodolor, que no pudo sostenerse y cayó en laotomana.Corentino permaneció un instante con losbrazos cruzados sobre el pecho, satisfecho en parte,de aquel martirio que le vengaba de todos lossarcasmos y desdenes con que aquella mujer le habíaagobiado; pero casi contristado también al ver sufrira una mujer cuyo dominio le agradaba siempre porpesado que fuera:-¡Le ama! -se dijo con voz sorda.-¡Amarle! -exclamó la joven -¿Qué significa estapalabra, Corentino? ¡Sabed que es mi vida, mi alma,mi aliento!-. Y arrojándose a los pies de aquel hombre,cuya calma la espantaba, añadió: -¡Alma de cieno,mejor quiero envilecerme para alcanzar su vidaque para privarle de ella! ¡Quiero salvarle a costa detoda mi sangre! ¡Habla! ¿Qué necesitas?Corentino se estremeció.-Venía a recibir vuestras órdenes, María -dijocon una voz muy dulce y levantando cortés ygraciosamente a la joven –Sí, María, vuestros

537insultos no me impedirán serviros en todo, con talque no me engañéis. No ignoráis, María, que esto nose hace conmigo nunca impunemente.-¡Ah! Si queréis que os ame, Corentino,ayudadme a salvarle.-¡Pues bien! ¿A qué hora viene el Marqués?-preguntó Corentino esforzándose por fingirserenidad.-¡Ay de mí! No lo sé.Los dos se miraban en silencio.-Estoy perdida -pensaba la señorita de Verneuil.-Me engaña –decíase Corentino –María -prosiguió,-tengo dos máximas: la una, es no creer jamásuna palabra de lo que dicen las mujeres, porque es elmedio de no ser engañado por ellas; y la otra, buscar

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si tienen algún interés en hacer lo contrario de lo quedicen, y obrar en sentido inverso del que nosindican. Creo que ahora nos entendemos.-Perfectamente -replicó la señorita de Verneuil.-Queréis pruebas de mi buena fe; pero yo las reservopara el instante en que me deis una de la vuestra.-Adiós, señorita -dijo Corentino secamente.-Vamos -replicó la joven sonriendo, -sentaos ahíy no pongáis mala cara, porque si no, sabréprescindir de vos para salvar al Marqués. En cuanto

538a los sesenta mil pesos que siempre veis extendidosdelante de vos puedo entregároslos en oro, sobre esachimenea, en el momento en que el Marqués esté enseguridad.Corentino retrocedió algunos pasos mirando a laseñorita de Verneuil.-Os habéis hecho rica en poco tiempo -dijo conun tono de amargura mal disimulada.-Montauran -replicó María sonriendo de lástima-podrá ofreceros él mismo mucho más por surescate. En su consecuencia, probadme que tenéislos medios de preservarle de todo riesgo, y..-¿No podéis -dijo de pronto Corentino,proporcionarle su evasión en el momento mismo desu llegada, puesto que Hulot no conoce la hora, y?...-Se detuvo como si se arrepintiera de haber dichodemasiado.- ¿Pero sois vos quien me pide unaastucia? –replicó sonriendo de la manera masnatural. –Escuchad, María, estoy seguro de vuestralealtad: prometedme una recompensa por todo loque pierdo al serviros, y adormeceré tan bien a esenecio comandante, que el Marqués se hallará tanlibre en Fougeres como en San Jaime-Os lo prometo -contestó la joven con unaespecie de solemnidad.

539-No así -dijo Corentino -jurádmelo por vuestra

madre.La señorita de Verneuil se estremeció, ylevantando una mano temblorosa, hizo el juramentoque pedía aquel hombre, cuyos modales acababan decambiar de pronto.-Podéis disponer de mí -dijo Corentino; -no meengañéis, y me bendeciréis esta noche..-Os creo, Corentino -dijo la señorita de Verneuilenternecida.Y le saludó con una dulce inclinación de cabeza,sonriéndole con una bondad mezclada de sorpresa alnotar en su rostro una expresión de ternura melancólica.-¡Qué deliciosa mujer! -exclamó Corentino,alejándose. -¿No la tendré nunca para hacer de ella ala par que el instrumento de mi fortuna la fuente demis placeres? ¡Ponerse ella a mis pies!...: ¡Oh! Sí, elMarqués perecerá; y si no puedo obtener esa mujersino sumergiéndola en un lodazal, yo mismo la hundiréen él. En fin -se dijo al llegar a la plaza adondesus pasos le llevaban, -ella no desconfía tal vez demí, y se trata de cincuenta mil pesos en el acto. Mecree avaro, y se vale de una astucia, o bien se hacasado ya.

540Corentino, perdido en sus reflexiones, no se

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atrevía a tomar una determinación. La niebla, que elsol había desvanecido a mediodía, recobrabainsensiblemente toda su fuerza, y llegó a ser tandensa, que Corentino no divisaba los árboles ni auna corta distancia.-He aquí una nueva desgracia -se dijo al entrarcon lento paso en su casa. -Es imposible ver a seispasos, y seguramente el tiempo protege a nuestrosamantes. ¡Vigilad una casa guardada por semejanteniebla! ¿Quién vive? -exclamó, cogiendo del brazo aun desconocido que parecía haber saltado al paseo através de las rocas más peligrosas.-Soy yo -contestó ingenuamente una vozinfantil.-¡Ah! es el muchacho del pie rojo. ¿No quieresvengar a tu padre? -le interrogó Corentino.-¡Sí! -contestó el muchacho.-Está bien. ¿Conoces al Mozo?-Sí.-Tanto mejor. Pues bien, no te separes de mí, yprepárate para hacer al pie de la letra cuanto yote diga; acabarás la obra de tu madre, y ganarásdobles centavos. ¿Te gustan?-Sí.

541-Eres aficionado al dinero y quieres matar alMozo: yo me cuidaré de ti. ¡Vamos, -se dijo Corentinodespués de una pausa, -tú misma nos le entregarás,María! Es demasiado violenta para pensar en elgolpe que voy a asestarle, y además, la pasión no reflexionanunca. Ella no conoce la letra del Marqués,y he aquí el momento de tenderle un lazo, en el cual,atendido su carácter, caerá de cabeza; mas para asegurarel triunfo de mi astucia; necesito a Hulot, ycorro a buscarle.En aquel momento, la señorita de Verneuil yFrancina deliberaban sobre los medios de substraeral Marqués a la dudosa generosidad de Corentino y alas bayonetas de Hulot.-Voy a ir a prevenirle -dijo Francina.-¡Loca! ¿Sabes acaso dónde está? Yo misma,ayudada por todo el instinto del corazón, podríamuy bien buscarle largo tiempo sin dar con él.Luego de hacer muchos proyectos insensatos,tan fáciles de ejecutar junto al fuego, la señorita deVerneuil exclamó:-Cuando le vea, su peligro me inspirará.Después se complació, como todas las personasde carácter ardiente, en no querer adoptar ningúnpartido hasta el último instante, fiándose en su

542estrella, o en ese instinto de destreza que rara vezabandona a las mujeres. Tal vez su corazón no habíasufrido nunca tan fuertes contracciones. Tan prontoquedaba inmóvil y casi aletargada, con los ojos fijos,como se estremecía al más leve rumor, a semejanzade esos árboles casi desarraigados que los leñadoressacuden violentamente con una cuerda paraapresurar su caída. De repente, una ruidosadetonación, producida por la descarga de unadocena de fusiles, resonó en lontananza. La señoritade Verneuil palideció, cogió la mano de Francina, yle dijo:-¡Yo muero; me lo han matado!A poco se oyeron en el salón los pasos de unsoldado, y Francina, espantada, se levantó e

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introdujo a un sargento. El republicano, luego dehacer el saludo militar a la señorita de Verneuil, lepresentó unas cartas, cuyo papel no estaba muylimpio, y al ver que no recibía contestación de lajoven, le dijo al retirarse:-Señora, es de parte del comandante.La señorita de Verneuil, presa de siniestrospresagios, leía una carta, escrita, sin duda,precipitadamente por Hulot.

543«Señorita: mis contra-chuanes acaban deapoderarse de un mensajero del Mozo, que acaba deser fusilado. Entre las cartas interceptadas, la que ostrasmito puede seros de alguna utilidad, etc.»-¡Gracias a Dios, no es a él a quien acaban dematar! -exclamó echando la carta al fuego.Respiró más libremente y leyó con avidez elbillete que se le enviaba; era del Marqués, y parecíadirigido a la señora de Gua.«No, ángel mío, no irá esta noche a la Vivetiere.Perdéis vuestra apuesta con el Conde, y yo triunfode la República en la persona de esa deliciosa joven,por quien vale perder una noche. Esta será la sola»Ventaja positiva que habré obtenido en la campaña.Nada queda ya que hacer en Francia, y, sin duda,marcharemos juntos a Inglaterra. Pero dejemos hastamañana los asuntos serios.»El billete se deslizó de manos de la joven; Maríacerró los ojos, guardando profundo silencio, y quedóechada hacia atrás, apoyando la cabeza en un almohadón.Después de una larga pausa miró el reloj, queentonces señalaba las cuatro.-¡Y el señor se hace esperar! -exclamó con cruelironía.-¡Oh! ¡si no viniese! -dijo Francina.

544-Si no viniese -contestó la joven con voz sorda, -yo iría a buscarle, pero no, indudablemente notardará. ¿Estoy hermosa, Francina?-¡Sí, pero muy pálida!-Ya veo -añadió la señorita de Verneuil -¿estahabitación perfumada, estas flores, estas luces, estaatmósfera embriagadora, todo cuanto hay aquí,podrá dar idea de una vida celeste al que quierosumir esta noche en las delicias del amor?-¿Qué hay, pues, señorita?-Me han vendido, me han engañado he sidoburlada, ¡estoy perdida, y quiero matarle ydestrozarle! ¡Sí recuerdo que siempre había en susmodales un desdén que me ocultaba mal, Y que yono quería ver! ¡Oh! ¡moriré!... ¡Qué necia soy!-agregó sonriendo; -tengo toda la noche para hacerleentender que, casada o no, el hombre que me haposeído no puede abandonarme ya. Medirá lavenganza con la ofensa, y morirá desesperado. Creíque había alguna grandeza en su alma; pero, sinduda, es hijo de un lacayo. Es cierto que me haengañado con habilidad, pues me cuesta creer que elhombre capaz de entregarme a Pille-Miche sincompasión puede descender a semejantes pilladas.¡Es tan fácil burlarse de una mujer que ama, que se

545puede considerar que ésta es la última de lascobardías! ¡Bueno que me mate; pero mentir, él, a

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quien yo había engrandecido tanto! ¡Al cadalso, alcadalso! ¡Ah! ¡yo quisiera verle guillotinado! Pero¿soy tan cruel? Irá a morir colmado de caricias y debesos, que le habrán valido veinte años de vida!...-María -dijo Francina con una dulzura angelical,-así como tantas otras, sed víctima de vuestroamante, pero no seáis ni su querida ni su verdugo.Guardad su imagen en el fondo de vuestro corazónsin ningún recuerdo cruel. Si no hubiera ningunaalegría en un amor sin esperanza, ¿qué sería denosotras, las pobres mujeres? Dios, en quien nopensáis jamás, María, nos premiará por haberobedecido a nuestra vocación en la tierra: amar ysufrir.-¡Pobre niña -contestó la señorita de Verneuilacariciando la mano de Francina, -tu voz es muydulce y seductora, y la razón tiene muchos atractivosbajo tu forma! Bien quisiera obedecerte, pero...-¡Le perdonaréis, no lo entregaréis!-Cállate, no me hables de ese hombre.Comparado con él, Corentino es un noble corazón.¿Me comprendes?

546La señorita de Verneuil se levantó, ocultando,bajo un semblante horriblemente tranquilo, suangustioso padecimiento y una sed inextinguible devenganza. Su andar, lento y mesurado, anunciabaalgo revocable en sus resoluciones. Presa de suspensamientos, devorando su injuria, y demasiadoaltiva para confesar lo que sufría, fue al puesto de lapuerta de San Leonardo para preguntar dónde vivíael comandante. Apenas hubo salido de la casa,Corentino entró.-¡Oh! señor Corentino -exclamó Francina, -si osinteresáis por ese joven, salvadle, pues la señoritaestá decidida a entregarle a sus enemigos. Ese infamepapel lo ha echado a perder todo.Corentino cogió con indiferencia la carta, ypreguntó dónde había ido la señorita de Verneuil.-Lo ignoro -contestó Francina., -Pues corro alibrarla de su propia desesperación.Y desapareció, llevándose la carta; salió de lacasa rápidamente y dijo al muchacho que jugabadelante de la puerta:-¿Por dónde se ha dirigido la señora que acabade salir?

547El hijo de Galope-Chopine dio algunos pasoscon Corentino para indicarle la calle en pendienteque conducía a la de San Leonardo.-Por allí -dijo sin vacilar, obedeciendo a lavenganza que su madre le había imbuido en elcorazón.En aquel momento, cuatro hombres disfrazadospenetraron en la casa de la señorita de Verneuil, sinhaber sido vistos ni del muchacho ni de Corentino.-Vuelve a tu puesto -dijo al espía, -aparenta quete entretienes en dar vueltas al pestillo de lasventanas; pero vigila bien y mira por todas partes,hasta por los tejados.Corentino se lanzó rápidamente en la direcciónindicada por el muchacho, creyó reconocer a laseñorita de Verneuil en medio de la tiniebla, y laalcanzó efectivamente en el instante en que llegabaal puesto de San Leonardo.-¿Dónde vais? -le preguntó ofreciéndole el

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brazo. -Estáis pálida. ¿Qué ha sucedido? ¿Esconveniente salir así sola? Tomad mi brazo.-¿Dónde está el comandante? -preguntó lajoven.Apenas había pronunciado esta frase, cuandoobservó que se practicaba un reconocimiento militar

548fuera de la puerta de San Leonardo, y oyó muypronto la ronca voz de Hulot en medio del tumulto.-¡Truenos de Dios! -exclamó, -nunca he vistomenos claro que en este instante para hacer la ronda.Diríase que ese Mozo da sus órdenes al tiempo.-¿De qué os quejáis? -dijo la señorita de Verneuiloprimiéndole el brazo con fuerza -Esa niebla puedeocultar la venganza lo mismo que la perfidia.Comandante -añadió en voz baja, -se trata deadoptar conmigo tales medidas, que el Mozo nopuede escapar hoy.-¿Está en vuestra casa? -interrogó el veteranocon una voz cuya emoción revelaba su asombro.-No -contestó la joven; -pero me daréis un hombreseguro, y yo os le enviaré para anunciaros la llegadade ese Marqués.-¿Qué pensáis hacer? -dijo Corentino a María. -Un soldado en vuestra casa le alarmaría, pero unmuchacho, que yo buscaré, no puede inspirardesconfianza...-Comandante -continuó la señorita de Verneuil,-gracias a esa niebla, que vos maldecís, desde ahorapodéis cercar mi casa; situad soldados en todaspartes, y un puesto en la iglesia de San Leonardopara aseguraros de la explanada, a la que dan las

549ventanas de mi salón. Situad también hombres en elpaseo, pues aunque la ventana de mi habitacióntenga una altura de veinte pies, la desesperaciónpresta algunas veces fuerzas para franquear lasdistancias más peligrosas. ¡Escuchad! probablementeharé salir a ese caballero por la puerta de mi casa, y,por lo tanto, no confiéis sino a un hombre valientela misión de vigilarle, porque -añadió suspirando,-no se le puede negar la bravura, y seguramente sedefenderá.-¡Gudin! -gritó el comandante.El joven de Fougeres se precipitó desde elcentro de la tropa que había vuelto con Hulot, y queconservaba sus filas a cierta distancia.-Escucha, muchacho -le dijo el veterano en vozbaja, -esa endiablada joven nos entrega el Mozo, sinque yo sepa por qué; pero esto es igual, y nada nosimporta. Tomarás diez hombres, y te colocarás demodo que puedas guardar bien el callejón sin salidaen cuyo fondo está la casa de esa joven; peroarréglate para que no se te vea, ni a tus hombrestampoco.-Sí, mi comandante, conozco el terreno.-¡Pues bien! muchacho -prosiguió Hulot, -BuenPie irá de mi parte para darte aviso del momento en

550que será preciso pasar a las vías de hecho. Procurareunirte tú mismo con el Marqués, y si puedesmatarle, para que yo no necesite fusilarle según la leymilitar, serás teniente dentro de quince días, o yo nome llamare Hulot. Mirad, señorita -añadió

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volviéndose a la joven y señalándole a Gudin, -hayaquí un Mozo que hará buena guardia delante devuestra casa, y si el joven jefe sale o quiere salir, noerrará el golpe.Gudin marchó con los diez soldados.-¿Sabéis bien lo que estáis haciendo? -dijo envoz baja Corentino a la señorita de Verneuil.La joven no le respondió, y vio marchar con unaespecie de satisfacción a los hombres que, bajo lasórdenes del subteniente, fueron a situarse en elpaseo, los que, obedeciendo las instrucciones deHulot, se apostaron junto a los flancos obscuros deSan Leonardo.-Hay casas que dependen de la mía -dijo alcomandante; -cercadlas también, a fin de que nodebamos arrepentirnos por haber descuidado unasola de las precauciones que se deben tomar.-¡Está rabiosa! -pensó Hulot.

551-¿No soy yo profeta? -preguntó Corentino a lajoven en voz baja.- Quien quiero tener allí es el muchachodel pie ensangrentado, y de este modo...No concluyó. Por un movimiento repentino, laseñorita de Verneuil se precipitó hacia su casa,adonde Corentino la siguió, silbando como unhombre dichoso.Cuando la alcanzó había llegado ya al umbral dela puerta, en la que se hallaba el hijo de Galope-Chopine.-Señorita -le dijo, -permitid que este muchachoos siga, pues no podéis tener emisario más inocenteni más activo que él. Cuando veas al Mozo entrar-añadió volviéndose hacia el muchacho, -escapa sinhacer caso de lo que te digan, ven a buscarme alcuerpo de guardia y te daré lo suficiente para quecompres galleta toda tu vida.Después de murmurar estas palabras al oído delmuchacho, Corentino sintió que éste le oprimía lamano, siguiendo después a la señorita de Verneuil.-Ahora, amigos míos -dijo Corentino cuando lapuerta se hubo cerrado, explicaos cuanto queráis; yen cuanto a ti, Marquesito, si haces el amor será entu sudario.

552Pero Corentino no pudo resolverse a perder devista la casa fatal, y se dirigió al paseo, dondeencontró al comandante ocupado en dar algunasórdenes.Muy pronto llegó la noche, y transcurrieron doshoras sin que los diversos centinelas, situados detrecho en trecho, hubiesen visto nada que pudierahacer sospechar que el Marqués había franqueado eltriple recinto de hombres atentos y ocultos quecercaban los tres lados por donde la Torre dePapegaut era accesible.Veinte veces Corentino había ido desde el paseoal cuerpo de guardia, y otras tantas su esperanzaquedó fallida, sin que viese volver a su jovenemisario. Abismado en sus reflexiones, el espíaandaba lentamente por el paseo, sufriendo elmartirio que le producían tres pasiones terribles ensu choque, el amor, la avaricia y la ambición. Lasocho dieron en los relojes; la luna no debía salirhasta más tarde; y la niebla y la noche rodeaban conlúgubres tinieblas los lugares donde iba adesarrollarse el terrible drama concebido por aquelhombre. El agente superior de la policía supo

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imponer silencio a sus pasiones, cruzó los brazoscon firmeza sobre el pecho, y no separó la vista de la

553ventana que se elevaba como un fantasma luminosopor encima de aquella torre. Cuando su marcha leconducía desde el lado de los valles al borde de losprecipicios, espiaba maquinalmente la niebla surcadapor los pálidos resplandores de algunas luces quebrillaban acá y allá en las casas de la ciudad o de losarrabales, más arriba y más abajo de la muralla. Elabsoluto silencio que reinaba no se interrumpía másque por el murmullo del Nançon, por lascampanadas lúgubres y periódicas del reloj de latorre, por los pesados pasos de los centinelas o porel rumor de las armas cuando se iba a relevar aaquéllos; todo era solemne; los hombres y laNaturaleza.-Está obscuro como boca de lobo -dijo en aquelmomento Pille-Miche.-Adelante -respondió Marcha en Tierra, -y nohables ni una palabra.-Apenas me atrevo a respirar -contestó el chuan.-Si el que acaba de hacer rodar una piedra, quiereque su corazón sirva de vaina a mi cuchillo, le bastahacerlo otra vez -dijo Marcha en Tierra con una voztan baja que se confundía con el murmullo de lasaguas del Nançon.-¡Pero si he sido yo! -dijo Pille-Miche.

554-¡Pues bien, viejo saco de huesos! deslízate bocaabajo como una anguila, pues si no vamos a dejaraquí nuestros esqueletos más pronto de lo queconviene.-¡Oye, Marcha en Tierra! -dijo continuando elincorregible Pille-Miche, que, sirviéndose de susmanos para apoyarse sobre el vientre, llegó a la líneadonde se hallaba su compañero, a quien murmuró aloído en voz tan baja que los chuanes que les seguíanno percibieron una sílaba, -oye, Marcha en Tierra, sihemos de creer a nuestra gran moza, debe habergran botín allí arriba.-¡Escucha, Pille-Miche! -dijo Marcha en Tierradeteniéndose.Toda la tropa imitó este movimiento, pues eranmuchos los obstáculos que les oponía el precipicio.-Te conozco -replicó Marcha en Tierra -comoun buen saqueador, de esos que saben descargar yrecibir golpes cuando no se puede elegir otra cosa.No venimos aquí para calzarnos los zapatos de losmuertos; somos diablos contra diablos, y pobres deaquellos que tengan las garras cortas. La gran mozanos envía aquí para salvar al jefe, que está en esacasa; levanta tu nariz de perro y observa esa ventanaque se ve sobre la torre.

555En aquel momento, sonó la hora de medianoche. La luna salió en el mismo instante ycomunicó a la niebla el aspecto de un humo blanco.Pille-Miche oprimió con fuerza el brazo de Marchaen Tierra y mostróle silenciosamente, a diez pasossobre ellos, el hierro triangular de algunas bayonetasbrillantes.-Los azules han llegado ya -exclamó Pille-Miche,-no tendremos nada de fuerza.

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-Paciencia -repuso Marcha en Tierra; -si he examinadobien esta mañana, debemos encontrar al piede la Torre de Papegaut, entre las murallas y el paseo,un reducido espacio donde se pone siempreestiércol, y allí puede uno dejarse caer como en unlecho.-Si San Labre quisiera convertir en buena sidra lasangre que ha de correr, los de Fougeres tendríanmañana buena provisión.Marcha en Tierra cubrió con su ancha mano laboca de su amigo, y después, un aviso que dio convoz sorda corrió de fila en fila hasta el último de loschuanes, suspendidos en los aires sobre los brezosde las rocas. En efecto, Corentino tenía el oídodemasiado fino para no fijar su atención en elrozamiento de varios arbustos atormentados por los

556chuanes, o el ligero rumor de los guijarros querodaron hasta el fondo del precipicio. Marcha enTierra, que parecía tener el don de ver en laobscuridad, o cuyos sentidos, siempre en acción,debían haber adquirido la figura de los del salvaje,había entrevisto a Corentino; y como un perro bienamaestrado, olfateaba su presencia.El diplomático de la policía escuchó inútilmenteen medio del silencio, mirando el muro naturalformado por las rocas, pero nada pudo ver; y si laclaridad dudosa de la niebla le permitió distinguiralgunos chuanes, los tomó por grandes piedras; tanbien conservaron aquellos cuerpos humanos laapariencia de la Naturaleza inerte. El peligro de latropa duró poco, pues a Corentino le llamó laatención un rumor muy marcado que se oyó en laotra extremidad del paseo, en el punto dondeterminaba el muro de apoyo, comenzando lapendiente rápida de la roca. Un sendero trazado enel borde de aquélla, y que se comunicaba con la Escalerade la Reina, iba a desembocar precisamente enaquel punto de intersección. En el instante en queCorentino llegó, vio una figura elevarse como porencanto, y cuando alargó la mano para apoderarsede aquel ser fantástico o verdadero, al que no

557suponía buenas intenciones, se halló con las formasredondeadas y suaves de una mujer.-¡Que el diablo os lleve, buena mujer! -murmuróCorentino -Si no, hubiera sido yo, habríais podidorecibir una bala en la cabeza... Pero, ¿de dónde venísy adónde vais a estas horas? ¿Sois muda? Y sinembargo, es una mujer -se dijo Corentino.Como el silencio se hacía sospechoso, ladesconocida respondió con una voz que indicabagran espanto.-¡Ah! mi buen caballero, vuelvo de la velada.-Es la supuesta madre del Marqués -se dijoCorentino; -veamos lo que trata de hacer.-Pues bien -contestó en alta voz, aparentandono haber conocido a su interlocutora, -id por allí,por la izquierda, si no queréis ser fusilada.Y permaneció inmóvil; mas al ver que la señorade Gua se dirigía hacia la Torre de Papegaut, lasiguió desde lejos con una habilidad diabólica.Durante aquel fatal encuentro, los chuanes se habíanapostado muy hábilmente sobre los montones deestiércol, hacia los cuales los había dirigido Marchaen Tierra.

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-¡Ahí está la gran moza! -se dijo en voz bajaMarcha en Tierra, poniéndose derecho junto al

558muro, como hubiera podido hacerlo un oso. -Yaestamos -dijo a la dama.-Bien -respondió la señora de Gua, -si puedesencontrar una escala en la casa, cuyo jardín termina aseis pies bajo el estercolero, salvaremos al Mozo.¿Ves ese tragaluz allí arriba? Te advertiré que comunicacon un gabinete-tocador contiguo a la alcoba, yallí es preciso llegar. Ese lienzo de la tierra, a cuyopie te hallas, es el único que no está cercado; loscaballos están dispuestos, y si has guardado el pasodel Nançon dentro de un cuarto de hora debemosponerle fuera de peligro, a pesar de su locura; pero siesa mala mujer quiere seguirle, dale de puñaladas.Corentino, al ver en la sombra algunas de lasformas confusas que en un principio había tomadopor piedras, y que ahora se movían con sigilo,marchó al punto al puesto de la puerta de SanLeonardo, donde halló al comandante durmiendoen su lecho de campaña, aunque vestido.-Dejadle en paz -dijo brutalmente Buen Pie aCorentino; -ahora acaba de echarse.-¡Los chuanes están aquí! -dijo Corentino aHulot en voz baja.-¡Imposible; pero tanto mejor! -exclamó el comandante,dormido aún -Al menos habrá combate

559Cuando Hulot llegó al paseo, Corentino lemostró en la sombra la singular posición ocupadapor los chuanes.-Habrán engañado o estrangulado a los centinelasque puse entre la Escalera de la Reina y el castillo-exclamó el comandante. -¡Ah! qué condenadaniebla; pero paciencia. Voy a enviar al pie de la rocacincuenta hombres mandados por un teniente; perono se debe atacarlos ahí, porque esos animales sontan duros, que se dejarían rodar hasta el fondo delprecipicio como piedras, sin romperse un hueso.La campana cascada de la torre dio las doscuando el comandante volvió al paseo, después deadoptar las precauciones militares más severas a finde apoderarse de los chuanes mandados por Marchaen Tierra.En aquel momento, como se habían aumentadolas fuerzas de cada puesto, la casa de la señorita deVerneuil se había convertido en centro de unpequeño ejército.El comandante encontró a Corentino abismadoen la contemplación de la ventana que dominaba laTorre de Papegaut.

560-Ciudadano -le dijo Hulot, -creo que ese Mozo seburla de nosotros, pues no se ha visto movimientoalguno.-Está allí -exclamó Corentino indicando la ventana;-he visto la sombra de un hombre detrás de lascortinas; pero no comprendo qué habrá sido de mimuchacho; le habrán matado o seducido. ¡Mira,comandante, ahí se ve un hombre; marchemos.-¡No iré a cogerlo en la cama, truenos de Dios!Ya saldrá, si ha entrado; no se escapará de manos deGudin -respondió Hulot, que tenía sus razones para

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esperar.-Vamos, comandante, te conjuro en nombre dela ley a marchar ahora mismo contra esa casa.-¿Tratas de hacer el coco y atemorizarme?-interrogó Hulot.Sin hacer aprecio de la cólera del comandante,Corentino le dijo con frialdad:-¡Me obedecerás! He aquí una orden en buenaforma firmada por el ministro de la Guerra, la cual teobligará -dijo sacando un papel del bolsillo. -¿Acasocrees –añadió -que somos bastante tontos para dejara esa joven conducirse a su antojo? Lo que hacemoses sofocar la guerra civil, y la grandeza del resultadoabsuelve la pequeñez de los medios.

561-¡Me tomo la libertad, ciudadano, de enviarte ahacer... ya me comprendes! ¡Y basta; déjame en paz,y márchate de aquí, bien de prisa!-Pero lee -dijo Corentino.-No me aburras con tus funciones -exclamóHulot indignado de recibir órdenes de un sujeto quele parecía tan despreciable.. En aquel momento, el hijo de Galope-Chopinese halló entre ellos como una rata que hubiese salidode la tierra.-El Mozo está en camino -dijo.-¿Por dónde?...-Por la calle de San Leonardo.-Buen Pie -dijo Hulot al oído del sargento queestaba junto a él, -corre a prevenir a tu teniente quedebe avanzar sobre la casa y hacer fuego, ya mecomprendes. Y vosotros -añadió dirigiéndose a lossoldados, -avanzad en fila sobre la torre.Para la perfecta inteligencia del desenlace, esnecesario volver a la casa de la señorita de Verneuilcon ésta.Cuando las pasiones llegan a una catástrofe, nossometen a una fuerza de embriaguez muy superior alas mezquinas irritaciones producidas por el vino o elopio pues la lucidez que adquieren entonces las

562ideas, y la delicadeza de los sentidos en extremoexcitados, producen los efectos más extraños oimprevistos. Viéndose bajo la tiranía de un mismopensamiento, ciertas personas distinguen, claramentelos objetos menos perceptibles, mientras que lascosas más palpables son para ellas como si noexistiesen. La señorita de Verneuil era presa de esaespecie de embriaguez que hacía real una vidaparecida a la de los sonámbulos; y después de haberleído la carta del Marqués se apresuró a preparartodo para que no pudiera escapar de su venganza,como en otro tiempo lo preparó también para laprimera fiesta de su amor. Pero cuando vio la casacuidadosamente cercada, gracias a sus órdenes, poruna triple línea de bayonetas, una luz repentinailuminó su alma; y entonces juzgó su propiaconducta, pensando con una especie de horror enque acababa de cometer un crimen. En un primerimpulso de ansiedad se lanzó vivamente hacia elumbral de su puerta, donde permaneció unmomento inmóvil, esforzándose para reflexionar sinpoder concluir un razonamiento. Dudaba tancompletamente de lo que acababa de hacer, que sepreguntó por qué se hallaba en la antecámara de sucasa teniendo cogido de la mano un muchacho

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563desconocido. Delante de ella parecióle flotaban en elaire miles de chispas como lenguas de fuego;comenzó a andar para sacudir el horribleentorpecimiento que la embargaba; pero semejante auna persona que dormita, ningún objeto tenía paraella su forma, o sus verdaderos colores. Oprimía lamano del muchacho con una fuerza que no lo eracomún, y conducíalo con tal precipitación, queparecía estar loca. No vio nada de todo cuanto habíaen el salón cuando le atravesó, y, sin embargo, fuesaludada por tres hombres que se apartaron paradejarla pasar.-Hela aquí -dijo uno de ellos.-Es muy hermosa -exclamó el otro.-Sí -repitió el primero; -pero qué pálida y agitadaestá...-Y distraída -agregó el tercero; -no nos ha visto.En la puerta de la habitación vio el rostro dulcey alegre de Francina, que le dijo:-¡Ahí está, María!La señorita de Verneuil volvió en sí, pudoreflexionar, miró al muchacho que tenía cogido de lamano, reconocióle, y dijo a Francina:-Encierra a este muchacho, y si quieres que yoviva, ten mucho cuidado para que no se fugue.

564Al pronunciar estas palabras con lentitud, habíafijado los ojos en la puerta de la habitación, con tanespantosa inmovilidad, que se hubiera dicho que veíaa su víctima a través de los tabiques; empujó suavementela puerta, y la cerró sin volverse, porque acababade ver al Marqués delante de la chimenea. Sinser muy rebuscado, el traje del caballero tenía ciertoaire de fiesta, que contribuía a embellecer el aspectoque todas las mujeres encuentran en sus amantes, yal verle, la señorita de Verneuil recobró toda supresencia de ánimo; sus labios, muy contraídos,aunque entreabiertos, dejaron ver el esmalte de susblancos dientes, bosquejando una sonrisa cuyaexpresión era más bien terrible que voluptuosa;avanzó con lentitud hacia el joven, y con el dedo leseñaló el reloj.-Un hombre digno de amor -dijo con falsa alegría,-vale bien la pena de que se le espere.Pero abatida por la violencia de sussentimientos, cayó sobre el sofá que estaba junto a lachimenea.-Querida María, sois muy seductora cuandoestáis encolerizada -dijo el Marqués sentándose juntoa ella y cogiendo una de sus manos, mientras queimploraba una mirada que la joven le negó. –Espero

565-prosiguió el Marqués con voz dulce y cariñosa, -queMaría sentirá muy pronto haber vuelto la cabeza a suesposo feliz.Al oír estas palabras, María se volvióbruscamente mirando fijamente al Marqués.-¿Qué significa esa mirada terrible -interrogóMontauran sonriéndose. -¡Pero tu mano abrasa,amor mío!-¡Amor mío! -replicó la joven con voz sorda yalterada.-Sí -repitió el marqués arrodillándose delante de

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María y cogiendo sus dos manos que cubrió debesos, -Sí amor mío, soy tuyo para toda la vida.La señorita de Verneuil empujó al Marqués conviolencia y se levantó; sus facciones se contrajeron ypúsose a reír como una loca, diciendo:-¡Tú no crees una palabra de cuanto dices,hombre más pillo que el más innoble bribón!Y saltó vivairiente hacia el puñal que se hallabajunto a un vaso de flores, y le hizo brillar a dosdedos del pecho del joven, muy sorprendido.-¡Bah! -dijo después arrojando el arma, -no teaprecio lo bastante para matarte; tu sangre esdemasiado vil hasta para ser derramada por lossoldados, y no veo para ti más que el verdugo.

566Estas palabras fueron pronunciadaspenosamente en voz baja, y María pataleaba comoun niño mimado que se impacienta.El Marqués se acercó para tomarla.-¡No me toques! -exclamó retrocediendo conexpresión de horror.-¡Está loca! -dijo el Marqués desesperado.-Sí loca -repitió la joven, -pero no lo bastantepara ser tu juguete. Todo lo perdonaría a la pasión;pero querer poseerme sin amor y escribir a esa...-¿A quién he escrito yo? -interrogó el Marquéscon un asombro que ciertamente no tenía nada defingido.-A esa mujer casta que trataba de matarme.Al oír estas palabras, el Marqués palideció,oprimió el respaldo del sofá que tenía cogido, comopara romperle, y exclamó:-Si la señora de Gua ha sido capaz de algunainfamia...La señorita de Verneuil buscó la carta, y nohallándola, llamó a Francina.-¿Dónde está la carta? -le preguntó.-El señor Corentino la ha tomado.

567-¡Corentino! ¡Ah! ahora lo comprendo todo; élha escrito la carta y me ha engañado, como sabeengañar, con un arte diabólico.Después de proferir un grito penetrante, fue acaer sobre el sofá, y un torrente de lágrimas salió desus ojos.La duda era tan horrible como la certidumbre, yel Marqués, arrojándose a los pies de su querida, laestrechó contra su corazón, repitiéndole diez vecesestas palabras, las únicas que pudo pronunciar.-¿Por qué lloras, ángel mío? ¿Dónde está el mal?Tus injurias están llenas de amor; no llores, porquete amo como siempre.De improviso, el Marqués se sintió estrechadopor la joven con una fuerza sobrenatural, y en mediode sus sollozos, María le preguntaba:-¿Me amas aún?-¿Puedes dudarlo? -respondió el Marqués con untono casi melancólico.La señorita de Verneuil se desasió bruscamentede los brazos de su amante, y separóse de él comoconfusa.-¡Sí, lo dudo! -exclamó.Vio al Marqués sonreír con tan dulce ironía, quelas palabras expiraron en sus labios, y se dejó coger

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568la mano y conducir hasta el umbral de la puerta.Entonces vio en el fondo del salón un altar alzadoapresuradamente durante su ausencia; el sacerdoteestaba revestido en aquel momento de su vestidurasacerdotal, y varios cirios encendidos difundían porel techo un resplandor tan suave como la esperanza.La joven reconoció a los dos hombres que la habíansaludado, al Conde de Bauvan y al Barón de Guenic,dos testigos elegidos por Montauran.-¿Rehusarás mi mano? -le interrogó en voz bajael Marqués.Ante lo que veía, la joven retrocedió un pasocomo para volver a su habitación, cayó de rodillas,levantó las manos hacia el Marqués, y exclamó:-¡Ah! ¡Perdón, perdón!Su voz se extinguió, echó la cabeza hacia atrás,sus ojos se cerraron, y quedó entre los brazos delMarqués y de Francina como si hubiera expirado.Cuando los abrió de nuevo, su mirada setropezó con la del joven jefe, que la contemplabacon amorosa bondad.-María -dijo el Marqués, -paciencia; estatempestad es la última.-La última -repitió la joven.

569Francina y el Marqués se miraron con sorpresapero María les impuso silencio con un ademán.-Llamad al sacerdote -dijo, -y dejadme sola conél.Los dos se retiraron.-Padre mío -dijo al eclesiástico que se presentóde pronto ante ella, -mi padre, en mi infancia, unanciano de cabellos blancos como vos, me repetíacon frecuencia que con una fe muy viva se obteníade Dios todo. ¿Es verdad?-Sí -contestó el sacerdote -Todo, es posible paraAquel que nos ha creado.La señorita de Verneuil se arrodilló con increíbleentusiasmo, y exclamó en su éxtasis:-¡Oh, Dios mío! ¡Mi fe en ti es igual a mi amor aél; inspírame y realiza un milagro, o toma mi vida!-Seréis escuchada -dijo el sacerdote.La señorita de Verneuil apareció entonces atodas las miradas apoyándose en el brazo de aquelanciano sacerdote de cabellos blancos.Una emoción profunda y secreta la entregaba alamor de su amante más hermosa que lo había estadonunca, pues una serenidad parecida a la que lospintores figuran en sus mártires, comunicaba a surostro un carácter imponente.

570Ofreció la mano al Marqués, y los dos avanzaronhacia el altar, donde se arrodillaron al punto.Aquel casamiento que se iba a bendecir a dospasos del lecho nupcial; aquel altar elevadoapresuradamente; la cruz, los vasos y el cáliz,llevados en secreto por el sacerdote; aquel humo delincienso que se extendía sobre las cornisas; aqueleclesiástico que no llevaba más que la estola sobre susotana; aquellos cirios en un salón; todo componíauna escena conmovedora y singular que acababa depintar aquellos tiempos de triste memoria, en los quela discordia civil había derribado las más santasinstituciones.Las ceremonias religiosas tenían entonces toda la

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gracia de los misterios.Como en otro tiempo, el Señor iba siempre,sencillo y pobre, a consolar a los moribundos; y lasjóvenes recibían por primera vez el pan sagrado enel sitio mismo donde jugaban la víspera.-La unión del Marqués y de la señorita deVerneuil iba a ser consagrada, como tantas otras,por un acto contrario a la nueva legislación; peromás tarde, aquellos matrimonios, bendecidos losmás al pie de las encinas, fueron reconocidosescrupulosamente.

571El sacerdote que conservaba así los usos hasta elúltimo momento, era uno de esos hombres fieles asus principios en lo más recio de las borrascas.Su voz, pura del juramento exigido por laRepública, no contestaba a través de la tempestadsino a palabras de paz.No atizaba, como lo había hecho el abateGudin, el fuego y el incendio, sino que, comomuchos otros, se había dedicado a la peligrosamisión de cumplir con los deberes del sacerdociorespecto a las almas que se conservan católicas.A fin de obtener buen resultado en su peligrosoministerio, se valía de los piadosos artificios exigidospor la persecución; y el Marqués no había podidoencontrarle sino en una de esas excavaciones queaun en nuestros días se conocen con el nombre deescondite del cura.El aspecto de aquel sacerdote, pálido y conexpresión de sufrimiento, inspiraba también elrespeto y la santidad, que era bastante paracomunicar a la mundana habitación el aspecto de unlugar sagrado.El acto de desgracia y alegría estaba a punto deefectuarse, pero antes de comenzar la ceremonia, el

572sacerdote interrogó, en medio de un profundosilencio, los nombres de la desposada.-María Natalia, hija de la señora Blanca deCasteran, que murió siendo abadesa de NuestraSeñora de Seez, y de Víctor Amadeo, Duque deVerneuil.-¿Dónde nacisteis?-En el Chasterie, cerca de Alençon.-¡No creía -dijo en voz baja el Barón al Conde, -que Montauran haría la tontería de casarse! ¡La hijanatural de un Duque! ¡uf!-Si fuera de un rey, pase -contestó el Conde deBauvan sonriendo; -pero no seré yo quien lavitupere. La otra me agrada, y contra esa Burra deCharette haré ahora la guerra. ¡Esa sí que noarrulla!...Los nombres del Marqués se habían inscrito deantemano; los dos amantes firmaron, y luego lostestigos, dándose principio a la ceremonia actocontinuo.En aquel momento, María oyó, solamente ella, elrumor de fusiles y el de la marcha pesada y regularde los soldados que, sin duda, iban a relevar elpuesto de los azules, que ella había mandado situaren la iglesia.

573La joven se estremeció, clavando la vista en la

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cruz del altar.-He ahí una santa -dijo en voz baja Francina.-Que me den santas como esa. y seré en extremodevoto -añadió el Conde en voz baja también.Cuando el sacerdote hizo a la señorita deVerneuil la pregunta de costumbre, respondió conun sí acompañado de un suspiro profundo.Después se inclinó al oído de su esposo, y ledijo:-Dentro de poco sabréis por qué falto aljuramento de no casarme con vos.Cuando los asistentes pasaron, después de laceremonia a la sala donde se había servido lacomida, y en el momento en que los convidadostomaban asiento, Jeremías llegó muy espantado.La pobre casada se levantó bruscamente parasalir a su encuentro, seguida de Francina, y con unode esos pretextos que las mujeres saben hallar tanbien, rogó al Marqués que hiciera él solo por unmomento los honores de la mesa.Luego se llevó consigo al criado, antes de quepudiese cometer una indiscreción que habría sidofatal.

574-¡Ah! Francina, ¡comprender que me muero yno poderlo decir!...-, y la señorita de Verneuildesapareció.Aquella ausencia podía justificarse por laceremonia que se acababa de celebrar.Al concluir la comida, y en el momento en quela inquietud del Marqués llegaba a su colmo, Maríavolvió luciendo su traje de casa, y con rostro risueñoy tranquilo, mientras que Francina, que laacompañaba, parecía poseída de tal terror que losconvidados creían ver en aquellas dos figuras uncuadro extraño en que el extravagante pincel deSalvador Rosa hubiera representado la vida y lamuerte cogidas de la mano.-Señores -dijo la señorita de Verneuil alsacerdote, al Barón y al Conde, -seréis mishuéspedes esta noche, pues sería muy arriesgadopara vosotros salir de Fougeres. Esta buena joventiene mis instrucciones, y conducirá a cada cual a suaposento.-Nada de rebelión -dijo al sacerdote cuando iba acontestar; espero que no desobedezcáis a una mujerel día de su boda.

575Una hora después hallábase sola con su esposoen la habitación voluptuosa que tan graciosamentehabía preparado.Al llegar por fin a aquel lecho fatal, donde, comoen una tumba, se pierden tantas esperanzas, dondeel despertar a una nueva vida es tan incierto, dondemuere o nace el amor, según los caracteres, queúnicamente se reconocen allí, María miró el reloj, yse dijo: «¡Seis horas de vida!»-¿Conque he podido dormir? -exclamó cuandose acercaba la mañana, despertando sobresaltada poruno de esos movimientos repentinos que nos hacenestremecer si se ha hecho un pacto la vísperaconsigo mismo para despertar al día siguiente acierta hora. -Sí, he dormido -repitió al ver, a la luz delas bujías, que el minutero del reloj iba a marcar muypronto las dos de la madrugada.Se volvió de pronto y contempló al Marqués

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dormido con la cabeza apoyada en una de susmanos, a manera de los niños, en tanto que la otraoprimía la de su esposa con una ligera sonrisa, comosi se hubiera dormido en medio de un beso.-¡Ah! -exclamó María en voz baja, -¡tiene elsueño de un niño! ¿Podía desconfiár de mí que ledebo una dicha sin nombre?

576Tocó ligeramente al Marqués, que se despertó,besó la mano que tenía cogida, y miró a ladesgraciada mujer con ojos tan brillantes, que, nopudiendo resistir su voluptuoso fulgor, bajólentamente sus anchos párpados como paraprohibirse a sí misma una contemplación; pero alvelar así el fuego de sus miradas, excitaba de talmanera el deseo pareciendo rehusar, que, si nohubiera tenido profundos terrores ocultos, su esposopodría acusarla de excesiva coquetería.Levantaron juntos sus encantadoras cabezas, yse hicieron mutuamente una señal de agradecimientoque revelaba los placeres de que habían disfrutado;pero después de un rápido examen de la bellísimafigura de su mujer, el Marqués, atribuyendo a unsentimiento de melancolía las nubes que obscurecíanla frente de la señorita de Verneuil, le dijo con vozdulce:-¿Por qué esa sombra de tristeza, amor mío?-¡Pobre Alfonso! ¿Adónde crees tú que te hetraído? -preguntó temblando.-A la felicidad.-¡A la muerte!Y estremeciéndose de espanto saltó del lecho; elMarqués la siguió, y condújola junto a una ventana.

577María levantó entonces las cortinillas y le mostrócon el dedo una veintena de soldados en la plaza.La luna había desvanecido la niebla, e iluminabacon su blanca luz los uniformes, los fusiles, alimpasible Corentino, que iba y venía como un chacalesperando su presa, y al comandante con los brazoscruzados e inmóvil, la mirada fija, y triste al parecer.-¡Dejémoslos, María, y vuelve! -dijo el Marqués.-¿Por qué te ríes, Alfonso? Yo soy quien los hacolocado allí.-¿Sueñas? -le preguntó.-¡No!Se miraron un momento, el Marqués lo adivinótodo, y estrechándola en sus brazos, le dijo:-¡De todos modos te amo siempre!-No está perdido todo -exclamó María.-¡Alfonso -dijo después de una pausa, -aun hayesperanza!En aquel momento oyeron claramente el gritosordo del mochuelo, y Francina salió de pronto deltocador.-¡Ahí está Pedro! -dijo con una alegría querayaba en delirio.

578María y su doncella pusieron al Marqués un trajede chuan, con esa asombrosa rapidez que tan sólo espropia de mujeres.Cuando la Marquesa vio a su esposo ocupado encargar las armas que Francina había traído, seesquivó ligeramente después de hacer una ligera

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señal de inteligencia a la fiel bretona.Esta última llevó entonces al Marqués al tocadorcontiguo a la sala; y el joven jefe, al observar elestrecho paso de la ventana, exclamó:-Jamás podré pasar por ahí.En aquel momento, una figura sombría llenócompletamente el hueco de aquella, y una voz roncabien conocida de Francina, dijo en voz baja:-Despachad, mi general, porque esos tunos deazules se agitan ya.El Marqués, cuyos pies tocaban la escalalibertadora, pero que tenía una parte del cuerpo en laventana, se sintió de pronto oprimido por unasmanos desesperadas.Entonces profirió un grito al ver que su esposahabía cogido sus ropas, quiso retenerla, pero searrancó bruscamente de sus brazos, y vióse obligadoa bajar; conservaba en la mano un pedazo de tela, ya la luz de la luna, que le iluminó de repente, echó de

579ver que aquel retazo pertenecía al chaleco quellevaba la víspera.-¡Alto! fuego de pelotón.Estas palabras, pronunciadas por Hulot enmedio de un silencio que tenía algo de horrible,rompieron el encanto bajo cuyo imperio parecíanestar los hombres y los lugares.Una lluvia de balas, llegando desde el fondo delvalle hasta el pie de la torre, se siguió a las descargasque hicieron los azules situados en el paseo.El fuego de los republicanos fue continuo,despiadado; pero las víctimas no exhalaron un sologrito.Entre cada descarga el silencio era espantoso.Sin embargo, Corentino, que había oído caerdesde lo alto de la escala uno de los personajesaéreos que había señalado al comandante, sospechóalgún lazo.-Ni uno solo de esos animales canta -exclamóHulot -nuestros dos amantes son muy capaces deentretenernos aquí por alguna astucia, en tanto quehuyen por otra parte.El espía, impaciente por aclarar el misterio,envió al hijo de Galope-Chopine a buscar hachas.

580La suposición de Corentino había sido tan biencomprendida por Hulot, que el veterano,preocupado por el rumor de una lucha muy seriadelante del puesto de San Leonardo, gritó:-¡Es cierto, no pueden ser dos!Y se lanzó hacia el cuerpo de guardia.-Se ha lavado la cabeza con plomo, comandante-dijo Buen Pie que salía al encuentro de Hulot, -peroha matado a Gudin, hiriendo además a dos hombres.¡Ah! ¡qué endiablado! Había atravesado tresfilas de nuestros hombres, y seguramente hubiera llegadoal campo, a no ser por el centinela de la puertade San Leonardo, que le clavó con la bayoneta.Al oír estas palabras, el comandante se precipitóen el cuerpo de guardia y vio en el lecho de campañaun cuerpo ensangrentado que acababan de colocarallí; se aproximó al supuesto Marqués, levantó elsombrero que cubría el rostro, y dejóse caer en unasilla.-¡Lo sospechaba -exclamó cruzándose debrazos, -le había tenido demasiado tiempo junto a sí!

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Todos los soldados habían permanecidoinmóviles; el comandante había mandado desarrollarlos largos cabellos negros de una mujer; pero depronto el silencio fue interrumpido por el rumor de

581una multitud armada que se detenía. Corentinopenetró en el cuerpo de guardia precediendo acuatro soldados que llevaban sobre sus fusiles,colocados a manera de angarillas, al Marqués deMontauran, a quien varias balas habían fracturadolas piernas y los brazos.El Mozo fue depositado sobre el lecho decampaña, junto a su esposa, y como é1 la viera, hallófuerzas para coger su mano con un ademánconvulsivo. La moribunda volvió penosamente lacabeza, reconoció a su marido, estremecióse con unasacudida espantosa y murmuró estas palabras convoz casi apagada:-¡Un día sin el mañana!... Dios me ha escuchadodemasiado bien.-Comandante -dijo el Marqués reuniendo susfuerzas y sin dejar la mano de María; -confío envuestra probidad para anunciar mi muerte a mijoven hermano, que se halla en Londres, y decidleque si quiero obedecer mi última voluntad, que nohaga nunca armas contra Francia, aunque sinabandonar el servicio del Rey.-Así lo haré -contestó Hulot apretando la manodel moribundo.

582-Llevadlos al hospital inmediato -gritóCorentino.Hulot cogió el brazo del espía con tal fuerza quedejó en la carne las señales de sus uñas, y le dijo:-Puesto que tu tarea ha concluido aquí, lárgateahora mismo, y mira bien la cara del comandanteHulot para no hallarte jamás a su paso, si no quieresque tu vientre sirva de vaina a su acero.Y el veterano desenvainaba ya su sable.-He ahí otro hombre que no hará fortuna jamás-se dijo Corentino cuando estuvo lejos del cuerpo deguardia.El Marqués pudo dar aún gracias a su adversariocon un movimiento de cabeza, manifestándole esaestimación que los soldados profesan a enemigosleales.En 1827, un hombre anciano, acompañado desu mujer, regateaba sobre la compra de animales enel mercado de Fougeres, y nadie le decía nadaaunque había matado más de cien personas, ni lerecordaban siquiera su apodo de Marcha en Tierra.La persona a quien se deben preciosos datossobre todos los personajes de esta historia, le vioconduciendo una vaca y andando con ese aspectosencillo e ingenuo que hace decir:

583-¡He ahí un buen hombre!En cuanto a Cibot, llamado Pille-Miche, ya sesabe cómo acabó.Tal vez Marcha en Tierra trató, aunqueinútilmente, de arrancar a su compañero del cadalso,y se hallaría tal vez en la plaza de Alençon cuandoestalló el formidable tumulto que fue uno de losacontecimientos del famoso proceso Rifoel, la

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Chanterie y Briond.FIN

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