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1 Antología Literaria Academia de Expresión Oral y Escrita turno matutino agosto 15 - enero 16

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1    

Antología Literaria

Academia de Expresión Oral y

Escrita turno matutino

agosto 15 - enero 16    

2    

Índice  

Contenido  ÍNDICE  .......................................................................................................................................................  2  

EL  MITO  DE  FAETÓN  .................................................................................................................................  3  

ULISES  Y  LOS  CICLOPES.  ............................................................................................................................  7  

EL  REY  MIDAS  Y  EL  TOQUE  DE  ORO  ........................................................................................................  13  

LA  MAZA  DE  THOR  .................................................................................................................................  21  

EL  CREPÚSCULO  DE  LOS  DIOSES  .............................................................................................................  27  

LA  MIRADA  MALÉFICA  ............................................................................................................................  28  

CHANG  FU-­‐YENG  Y  EL  JUEZ  SABIO  ..........................................................................................................  33  

LA  GRAN  CAMPANA  DE  CHINA  ...............................................................................................................  38  

EL  HOMBRE  QUE  POSEIA  LA  LUNA  ..........................................................................................................  44  

HOMBRE  MÁS  PEREZOSO  DE  LAOS  .........................................................................................................  51  

EL  LEÓN  Y  EL  SR.  HAMBRE  ......................................................................................................................  52  

LA  HIJA  DE  LAS  ESTRELLAS  ......................................................................................................................  54  

LA  OVEJA  DE  SAN  CRISTÓBAL  ..................................................................................................................  59  

EL  LIBRO  DE  ARENA,  ................................................................................................................................  66  

LA  ESFINGE  ..............................................................................................................................................  68  

EL  EXTRAÑO  ............................................................................................................................................  71  

NO  OYES  LADRAR  A  LOS  PERROS  ............................................................................................................  76  

LIBEMOR  .................................................................................................................................................  80  

PRODUCTOS  DESECHABLES  ....................................................................................................................  83  

EL  CORAZÓN  DELATOR  ............................................................................................................................  86  

BIBLIOGRAFÍA  ..........................................................................................................................................  89  

 

   

   

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EL  MITO  DE  FAETÓN  Hace mucho, mucho tiempo, vivía en Grecia un niño llamado Faetón.

Faetón era alto para su edad. Tenía el pelo negro y ondulado, una nariz griega, recta y una sonrisa que podía iluminar toda una estancia. Era listo y aplicado en la escuela. De hecho, Faetón poseía todo aquello que hace a un niño feliz, excepto una cosa: no conocía a su padre. Desde que alcanzaba a recordar, había vivido solo en compañía de su madre.

Cuando faetón creció lo suficiente, su mamá le habló de su padre. Le explico por qué su papá no vivía en casa, para que él lo comprendiese.

-Eres casi un hombre ahora, Faetón – le dijo una tarde-. Es hora de que sepas la verdad. Tu padre es Helios, el dios del sol.

¡Su propio padre un dios! ¿Sería posible? Sin embargo, la noticia llegaba de labios de su misma madre.

Faetón estuvo demasiado emocionado esa noche para poder dormir. Al día siguiente no podía poner atención al trabajo de la escuela. Deseaba ponerse en pie ante su escritorio y gritar la noticia a todo el salón. En el camino desde la escuela a casa ya no pudo guardar su secreto y decidió hablar a sus amigos acerca de su padre.

-¡Mi padre es Helios, el dios del Sol! –exclamó repentinamente. Sus amigos se rieron. Jamás habían escuchado algo tan tonto.

-Si tu padre es Helios –se burló uno de ellos- entonces el mío es el poderoso Zeus. Él puede ganarle a tu padre.

-¡Cállate! –grito Faetón. Pero sólo logró que sus amigos se riesen más.

Esa tarde Faetón llegó a su casa con un ojo morado y la barba partida. Se sentía furioso. Empezaba a dudar de que su madre le hubiese dicho la verdad, o si ella misma sabía la verdad.

-¿Cómo puedo estar seguro de que mi padre es realmente el dios del sol? –preguntó a su madre mientras ésta le limpiaba la cara.

Ella le miró durante largo rato. Por primera vez Faetón notó las pequeñas líneas alrededor de los ojos de su madre, como las pisadas de un pájaro pequeño. Finalmente le dijo despacio:

-Hijo mío, tu padre es un dios bueno. Sin él vivíriamos en la oscuridad, ninguna fruta podría crecer y la tierra se enfriaría. Si tú mismo vas a verle creo que él te dirá la verdad. Faetón estaba alarmado.

-¿Cómo? ¿Ir donde él está? Puede que sea su hijo, pero no se caminar en el cielo.

-Helios descansa en la Tierra todas las noches –dijo su madre-. Iré a preparar ropa y comida. Mañana temprano emprenderás tu camino hacia el palacio de tu padre.

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La mañana siguiente la madre de Faetón le despertó antes del amanecer. Desayunaron juntos a la luz de una vela. Cuando el Sol se asomaba por el este sobre las colinas púrpuras, ella le guió hacia el patio y señaló al oriente.

-Ve hacia donde sale el sol –le dijo-. Si caminas lo suficientemente lejos llegarás al palacio de Helios.

Con lágrimas en los ojos Faetón besó a su madre y le dijo adiós. Entonces empezó su larga jornada hacia el borde de la tierra.

Caminó, caminó, caminó. Cada mañana veía nacer el Sol, pero no parecía acercarse mucho. Faetón anduvo a través de Grecia, a través de Persia y de India. Hasta que un día llegó a unas altas montañas.

-Ese debe ser el borde del mundo – se dijo-, pero está oscureciendo. ¿Cómo conoceré el palacio de mi padre cuando llegue? Después de todo ni siquiera sé cómo es.

Entonces Faetón advirtió un brillo rojo en el cielo, frente a él. Subió corriendo una colina y ahí estaba: ¡Un palacio de luz! Las paredes eran de oro resplandeciente. Las torres brillaban como diamantes. Las doce pesadas puertas estaban hechas de plata. De pronto Faetón se dio cuenta de que el viaje había llegado a su fin. ¡Este era el palacio de Helios!

Faetón trepó los escalones de tres en tres y entró al palacio. Se detuvo repentinamente: su interior era tan brillante que le cegaba. Se tapó la cara con las manos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz, él los abría más y más sorprendido. Nunca hubiese creído lo que estaba viendo. Se encontró en medio de una gran estancia. Al fondo se alzaba un inmenso y resplandeciente trono. Era tan brillante que Faetón no podía saber de qué estaba hecho. Sobre el trono, vestido con una túnica púrpura, estaba sentado un hombre grandioso, con una frente ancha y unos ojos que parecían mirar directamente a Faetón. No, Faetón no pensó que aquel fuese un hombre. Era un dios. ¡Y era su padre, Helios dios del Sol!

Los asistentes de Helios estaban en pie en torno a él. A su derecha estaban el Día, el Mes y el Año. A su izquierda las Horas, todas del mismo tamaño. Frente a Helios se encontraban las cuatro estaciones: La Primavera, sonriente, tenía su cabello cubierto de flores. El verano sostenía un manojo de trigo maduro. El otoño vestía ropajes de colores brillantes, y el cabello del gruñón invierno estaba blanco por el hielo. Todos miraban hacia Faetón.

Helios habló primero:

-¿Quién llega aquí? – Preguntó con voz profunda- ¿y qué quiere?

Faetón abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. Tragó saliva y trató nuevamente de hablar.

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-Mi nombre es Faetón –dijo por fin- soy el hijo de una mujer terrenal de Grecia. Mi madre dice que tú, poderoso Helios, eres mi padre.

Helios no dijo nada. Su frente parecía fulgurar aún más.

-Por favor –dijo Faetón- si soy tu hijo pruébamelo para que esté seguro.

Helios sacudió los rayos de luz de sus anchos hombros; después se levantó y puso sus manos sobre sus brazos de Faetón.

-Muchacho –dijo-, únicamente el hijo de un dios pudo haber venido hasta aquí solo, como tú lo has hecho. Sí, tú eres mi hijo, y te lo probaré. Pide cualquier cosa que quieras y será tuya.

Faetón supo inmediatamente lo que quería.

-¡Toda mi vida –exclamó- he soñado con guiar el carro del Sol, aunque sólo fuese por un día!

Helios sonrió tristemente.

-Recuerda, Faetón –le dijo- que eres un chico terrestre. No pidas algo que sólo un dios puede hacer. Ni siquiera el mismo Zeus puede manejar mis fieros caballos a través del cielo. Seguramente no querrás internarlo.

-¡Pues sí quiero ¡ -dijo Faetón.

-Entonces no has comprendido –explicó Helios. La primera parte del viaje es empinada y peligrosa. Los caballos son casi salvajes. ¿Quieres intentarlo aunque ello signifique tu muerte?

-¡Sí! –replicó Faetón sin dudarlo.

Sin escucharte, Helios continúo con sus advertencias:

-La parte central del camino está muy alta en los cielos. Si yo mismo miro hacia abajo y me mareo, con seguridad no hay humano que pueda ser lo suficientemente arrojado para soportar esa vista.

-¡Yo sí! –Grito Faetón-. ¡No tengo miedo!

Helios levantó su brazo derecho.

-El que es demasiado valiente es un tonto –dijo-.

¿Crees realmente que podrías conducir los caballos de un dios entre las estrellas?

Entonces, sin esperar respuesta de Faetón, Helios se hincó ante su hijo.

-¡Mírame! – Exclamó- ¡Mírame!: un dios arrodillado.

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-Helios alzó lentamente sus brazos hacia los cielos-. Si no fueras mi propio hijo ¿crees acaso que me preocuparía tanto por ti?

Pero Faetón había puesto todo su empeño en una cosa: conduciría el carro del Sol a través del cielo. Helios le habló durante horas, pero sus palabras no lograron nada. Después de mucho tiempo una de las Horas le dijo a Helios que casi ya era de día.

-Un dios no puede faltar a su palabra –suspiró- y el sol debe salir.

Con el corazón oprimido, Helios guió a Faetón hacia la estancia donde guardaban los caballos y el carro. Los caballos eran los más grandes que Faetón había visto jamás. Estaban apenas despiertos, pero aún así brotaba fuego de sus ollares cuando respiraban. Tras ellos el carro brillaba con el resplandor de cientos de soles.

Faetón subió de un brinco al carro y tomó las riendas. Helios le dijo a la Aurora que abriese las puertas púrpuras de la mañana. Los caballos empezaron a moverse.

¡Suéltalos! –grito Helios, y sólo en ese instante pudo Faetón detener a los caballos. Helios alcanzó a tomar la mano de su hijo.

-Recuerda –le dijo-, tu trabajo es mantener las riendas fuertemente. Los caballos encontrarán el camino por sí mismos no se inquietan. No uses el látigo. Trata de tomar el camino del centro; si vas muy alto quemarás las regiones del cielo, y las de abajo…

Faetón nunca llegó a oír el resto de la frase. Los caballos, ya bien despiertos, habían emprendido la marcha. Dejando atrás las puertas del amanecer, corriendo hacia el cielo. El viento silbaba en los oídos de Faetón. Tiró con toda su fuerza de las riendas, pero los caballos corrían cada vez con más y más rapidez. Faetón subía, subía y subía…

Pronto la estrella de la mañana zumbó al pasar el carro sobre ella Faetón recordó lo que le había dicho su padre acerca de la altura. Pero ¿Hasta dónde lo alto era demasiado alto? Volvió la cabeza y miró hacia un lado. Ahí estaba la tierra, extendida bajo él como un inmenso mapa. Faetón empezó a sentir que se desmayaba. La cabeza se le iba. Cayó de cara sobre la parte delantera del carro, y el látigo golpeó la cabeza de los caballos. Entonces giraron hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo…

En la tierra la gente pensó que había llegado el fin del mundo. El Sol, en lugar de elevarse lentamente, parecía haberse disparado; en lugar de moverse a través del cielo, continuaba subiendo. Pronto no fue más grande que la cabeza de un alfiler. La temperatura bajó hasta cero y siguió bajando la oscuridad más negra que jamás se había visto cubrió la Tierra. La gente prendió enormes fogatas para alumbrarse y calentarse. Clamaban a gritos a los dioses mientras veían cómo se empequeñecía el Sol hasta parecer menos que la estrella más tenue. Entonces, cuando todos pensaban que el Sol desaparecería este comenzó a crecer no tardó en llegar a su tamaño normal. La gente se alegró pero no por mucho tiempo. Parecía que el Sol iba a quedarse tranquilo, pero no; ahora estaba creciendo más y más pronto cubrió la

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cuarta parte del cielo; luego, la mitad del cielo toda la gente corrió hacia los sótanos y las cuevas todos los peces nadaron hasta el fondo del mar.

Faetón entre abrió los ojos, levantó la cabeza y miró espantado frente a él. Tiró de una rienda desesperadamente, y luego de la otra. La tierra se precipitaba hacia él. Les gritó a los caballos:

-¡Vamos a chocar! ¡Vamos a chocar! ¡Vamos a chocar contra la Tierra!

Cerrando los ojos fuertemente, esperó…

Pronto sintió que el carro se dirigía de nuevo hacia arriba. Abrió los ojos y miró hacia atrás. Todas las cimas de las montañas ardían; grandes extensiones de tierra se habían quemado. Sólo quedaban arena seca y caliente.

Los dioses vieron desde su hogar en el Monte Olimpo, el manejar salvaje de Faetón. Primero se rieron del muchacho, quien trataba de hacer el trabajo de un dios. Luego se empezaron a preocupar; parecía que el niño fuese a quemarlo todo, incluyendo el Monte Olimpo

-¡Un rayo! –Grito Zeus, el rey de los dioses- . Entonces asió el rayo arrojadizo más grande que pudo encontrar; hizo a un lado algunas nubes y afinó cuidadosamente la puntería. ¡Zum! El rayo cayó sobre Faetón con la velocidad de la luz.

En cierto modo Faetón tuvo suerte. Nunca supo qué fue lo que le pegó. Envuelto en una bola de luz, cayó como una estrella fugaz cae al mar. Los fatigados caballos ya no sintieron a faetón tirando de las riendas. Dejaron de estar inquietos y pronto encontraron el camino que tomaban cada día.

El Sol se puso esa noche como lo hace siempre y esperamos que lo siga haciendo. Desde aquel día hasta ahora, Helios no ha dejado a nadie más conducir el carro del Sol .

ULISES  Y  LOS  CÍCLOPES.  Día tras día la pequeña embarcación que lleva a Ulises y a sus hombres navegaba hacia Itaca. Alrededor de ellos, tan lejos como el ojo humano alcanza a ver, no había nada más que agua azul. Los hombres de Ulises se preguntaban si volverían a ver a sus familias, y si podrían regresar al único lugar en el mundo al que llamaba su hogar.

Parecía que no. No había manera de escapar al caliente sol y a las inquietas olas. Habían comido sus últimos alimentos y el agua potable también se terminaba. Cada hombre sólo podía tomar un buche de agua para humedecerse la boca dos veces al día. Pero seguían navegando con las esperanza de ver tierra.

Lo peor era la carencia de agua dulce en medio de toda aquella extensión de agua. Pero Ulises sabía que el agua de mar era demasiado salada para poder beberla. Les daría más sed de la que tenían, y el exceso de sal los pondría enfermos.

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Según pasaba el tiempo el ardiente sol hacía que los hombres de Itaca tuvieran alucinaciones. Algunos quedaban ciegos durante horas; otros empezaban a ver cosas extrañas e imágenes placenteras. Se figuraban que veían verdes y acogedoras islas frente al barco. Imaginaban también comidas que flotaban en el aire ante sus ojos. Los alimentos parecían reales… hasta que trataban de comerlos. Entonces desaparecían.

Finalmente vieron algo que sí era muy real. El agua alrededor de ellos estaba cambiando de azul a verde.

-Eso indica-dijo Ulises- que el agua es menos profunda. De ahora en adelante hay que mirar con cuidado; podemos estar acercándonos a tierra.

Ulises tenía razón, esa misma noche llegaron a una isla.

Maniobrando en la oscuridad desembarcaron en la playa. No tenían idea de dónde estaban, pero eso era lo de menos. Bastaba con poder dormir en tierra seca.

Cuando los hombres despertaron por la mañana gritaron de alegría. Al parecer estaba en una isla. Cerca de ellos un río descendía mansamente desde las verdes colinas, y los cerros estaban salpicados de cabras montesas. Por los rostros de los hombres de Itaca rodaron lágrimas de alegría. Estaban a salvo.

Pero sus lágrimas de gozo se convirtieron pronto en lágrimas de pesar. No lejos de isla se extendía una gran faja de tierra; con una sola ojeada los griegos comprobaron que aquel era el país de los cíclopes.

Los cíclopes eran monstruos gigantescos con forma semejante a la humana, pero solo tenían un ojo. Este ojo, que era horrible, estaba exactamente en medio de la frente de los monstruos.

Los cíclopes no conocían de gobierno ni de leyes. Vivían solos y nunca se bañaban. Todos en Grecia antigua habían oído hablar de los cíclopes, pero eran muy pocos los que les habían visto… y nadie había regresado vivo de sus tierras.

Los guerreros de Ulises vieron a los cíclopes al otro lado del mar y perdieron toda esperanza de poder seguir allí, pero no Ulises.

-Parece que en la isla no hay cíclopes – dijo el astuto rey-.

Seguramente no saben cómo hacer barcos. Vengan, exploremos la isla, comamos carne de cabra y olvidémonos de los cíclopes.

Los griegos exploran efectivamente la isla y comieron carne de cabra, pero no pudieron olvidarse de los ciclopes. Veían el humo que se alzaba desde las hogueras encendidas por los monstruos. Cuando el viento venía desde allá, podían oír cómo se gritaba entre ellos.

Ulises se sentó a la orilla observando a las extrañas criaturas. Su curiosidad fue aumentando. Finalmente reunió a todos sus hombres.

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-Amigos míos -dijo-, voy a visitar a los cíclopes.

Quiero descubrir cómo son realmente. ¿Serán tan crueles como nos han dicho? O cuando vean que no hago ningún daño ¿me trataran como a un invitado?

Los guerreros se apartaron de Ulises. ¿Habría enloquecido su rey?

-Quien lo desee puede venir conmigo – continuó Ulises-. Los demás se quedarán aquí y esperan.

Unos cuantos entre los más valientes se unieron enseguida a él. Otros más decidieron igualmente seguir a su rey. Pronto los guerreros se dividieron en dos grupos: Ulises reunió a los que iban con él y se subieron al braco. Silenciosamente remaron a través del agua hacia la tierra de los cíclopes.

-Desearía que tuviésemos un regalo para los cíclopes – suspiró Ulises-. Necesitamos algo que les muestre que venimos como amigos.

Su mirada se iluminó de pronto. Se apresuró a buscar en el fondo del barco y regresó con un jarro de vino. Lo miró y sonrió.

-He estado guardando esto – dijo a sus hombres-. Si no hubiésemos encontrado tierra a tiempo nos hubiera caído muy bien, pero ahora creo que van a ser los cíclopes quienes saboreen nuestro vino.

Llegaron a la orilla del país de los ciclopes. Ulises ordenó a varios de sus hombres que permanecieran de guardia en el barco. Entonces, con doce de sus mejores amigos, caminó tierra adentro al encuentro de los monstruos. Éstos no habían descubierto todavía a los griegos.

-Tengan cuidado- advirtió Ulises a sus compañeros-, los cíclopes tienen un solo ojo, es cierto, pero ese único ojo puede ver más que los dos nuestros.

Pronto los guerreros llegaron hasta una enorme roca y se detuvieron a mirar la boca de una cueva.

-¡La cueva de un ciclope! – susurró Ulises -. El monstruo debe estar afuera pastoreando a sus animales.

Ulises fue el primero que dio un paso dentro de la cueva. Era un extenso y húmedo recinto. Centenares de arañas corrían por las grietas de las paredes de piedra. Su única luz provenía de un fuego encendido en el centro del lodoso suelo. Habían canastas con queso esparcidas aquí y allá, y al fondo de la cueva se apilaba la leña para el fuego. A un lado estaba la cama del gigante, en el otro se extendía un corral lleno de hermosos carneros.

Ulises se llevó un pedazo de queso hasta la nariz.

-Parece que los cíclopes pueden hacer algo bien –dijo-. Aquí tienen, prueba el queso.

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Los hombres hicieron lo que les decían. El queso estaba tan bueno que no podían dejarlo de comer.

-¡Escuchen! – Gritó de pronto uno de los guerreros- ¿No oyen… - ¡shhh!- murmuró Ulises poniendo un dedo sobre sus labios.

Todo permaneció en silencio por un instante. Después se oyó el sonido de los pasos de un monstruo.

Los hombres corrieron a todos los lugares de la cueva. Algunos se escondieron bajo la cama del gigante. Otros se metieron detrás del montón de leña y otros más se escondieron entre los corderos.

Pronto apareció el cíclope arreando a sus ovejas hacia el interior de la cueva. Tenía una enorme cabeza, largos brazos cubiertos de pelo y pies como los de uno oso. Su horrible ojo media por lo menos diez centímetros y las pieles cosidas de tres corderos cubrían su mugriento cuerpo.

Trece pares de ojos temerosos observaban cada movimiento del ciclope. Este no había visto ni oído a los griegos, así que continuó con su trabajo como si nada pasara. Primero echó leña en la hoguera; luego puso a las ovejas en el corral. Cuando hubo terminado, agarro una enorme roca y cerró con ella la boca de la cueva.

De pronto alguien estornudó.

-¡Achuuu! –el sonido del eco se escuchó de pared a pared.

-¡Ajá! – exclamó el cíclope; y su único ojo gritó en torno a la cueva ahora bien alumbrada por el crepitante fuego. Luego el ojo se fijó en algo: había descubierto un pie que asomaba detrás del montón de leña.

El cíclope jaló al dueño del pie de su escondite.

-¡Ja! ¡Jo! ¡Ja! – reía mientras recorría la cueva.

Sacó hombres de todas partes. En poco tiempo todos los griegos estaban alineados frente al corral de los corderos. El enorme ojo del monstruo recorría lentamente la fila.

-¿Quiénes son ustedes? –preguntó con voz profunda -.

¿Son piratas? ¿Ladrones? ¿Han venido a matar o a que los maten?

Ulises dio un paso hacia delante.

-Somos griegos, hombres de Itaca – dijo. Venimos como amigos. Y deseamos partir como amigos.

El cíclope no dijo nada. De nuevo recorrió con su ojo la fila de hombres que tenía delante.

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-Vamos, cíclope, no hay nada que pelear – dijo Ulises-. Es cierto que tú eres más grande que nosotros. Pero los dioses están por encima de ambos.

El cíclope pareció explotar de ira.

-¡Los dioses! –vociferó-. ¿Crees que los cíclopes les tienen miedo a los dioses? No, ¡nosotros estamos por encima de los dioses! Si yo quisiera matarte ni el mismo Zeus podría detenerme.

El monstruo localizó con su ojo al más grande de los hombres de Ulises. Antes de que los griegos supieran lo que estaba sucediendo, el cíclope arrojó al hombre contra la pared y le destrozo la cabeza. Luego mató a otro hombre. Cortó los cuerpos en pedazos y se los comió rápidamente, con huesos y todo. Los griegos gritaron como niños y suplicaron la ayuda de Zeus.

Por un tiempo, al menos, los hombres iban a estar a salvo. La gran comida provocó sueño al monstruo. Bostezó unas cuantas veces y se acostó en la cama. Pronto estaba dormido. Cuando empezó a roncar, Ulises se dirigió hacia él de puntillas. El rey de Itaca sacó su espada y colocó la punta sobre el corazón del cíclope.

De pronoto Ulises se detuvo. Si matara al gigante, ¿Cómo podrían los griegos salir de la cueva? La roca que cubría la entrada era demasiado grande para que la movieran manos humanas.

Ulises se sentó tristemente en el otro extremo de la cueva. Parecía que no había escapatoria. Estaban atrapados en una cueva con un monstruo come-hombres.

Las cosas no mejoraron. Cuando el ciclope despertó se comió a dos hombres más. Ulises no podía hallar todavía algún modo de escapar. Entonces se acordó de que el monstruo no había descubierto el vino. Pero seis hombres habían sido devorados ya por el ciclope antes de que el inteligente Ulises llegase a preparar su plan.

Ulises se dirigió al monstruo:

-Cíclope – le dijo- después de tu comida ¿No te gustaría beber de este vino? Nos has tratado tan mal , pero aún deseamos que tomes nuestro vino .

-¿Vino?- dijo el cíclope-. Si me trajeron vino son verdaderamente mis amigos.

El monstruo asió el jarro con su peluda mano. Arrojó el corcho y se echó un largo trago en el cuerpo.

Después se relamió los labios y lanzó un ruidoso chasquido.

-¡Es muy buen vino! –Dijo el gigante-. Hace que me sienta amable con mis huéspedes. ¿Cómo te llamas, amigo?

-Mi nombre es Nadie- mintió Ulises.

-Bueno, me caes bien, Nadie –respondió el cíclope-.

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Te trataré como amigo: Serás el último a quien me coma.

Cuando el gigante se durmió de nuevo, Ulises puso su plan en acción.

-El monstruo va a perder su único ojo –murmuró.

Primero afilo un gran tronco y colocó la aguda punta en el fuego; cuando estuvo al rojo vivo, Ulises asió el tronco y lo dejó caer sobre el ojo del cíclope dormido.

Inmediatamente un fuerte grito salió de la cueva del gigante.

-¡Ayyyyy! ¡Auuuu! ¡Ayyyyy! –gritaba el monstruo cegado.

El aullido debió oírse en toda la región. Otros cíclopes llegaron corriendo y se agolparon fuera de la cueva.

-¿Qué pasa? – gritaban-. ¿Hay un enemigo ahí? ¿Te esta hiriendo alguien?

-¡Nadie está aquí! – contesto el monstruo -. ¡Nadie me está hiriendo!

Los otros cíclopes se miraron unos a otros.

-Si nadie está ahí nuestro amigo debe estar bien –acordaron, y se encogieron de hombros emprendiendo el regreso a sus cuevas.

Pero allá dentro el ciclope ciego corría de un lado a otro tratando de atrapar a los griegos. Sus grandes pies se quemaban cuando se encontraban con el fuego; chocó contra el corral de los corderos, luego tropezó con una oveja que salió disparada. Finalmente se golpeó contra la pared y rebotó, cayendo cuan largo era sobre el suelo. Ahí se quedó por largo tiempo.

Cuando el cíclope recobró el movimiento se llevó las manos al ojo herido y se frotó la cabeza. Se incorporó lentamente y guiándose por las paredes llegó a la boca de la cueva; con una mano empujó la inmensa roca que servía de puerta. -¡Miren! –Gritando los hombres-. ¡Nos va a encerrar aquí!

Pero el adolorido monstruo no pensaba tal cosa. Había amanecido y lo que deseaba era sacar a sus animales para que pastaran. Se sentó en la boca de la cueva y estiró los brazos.

No pasó mucho tiempo cuando una de las ovejas levantó la nariz y olfateo el pasto de fuera. El animal trató de hallar pasó por donde estaba el cíclope. Cuando el monstruo estuvo seguro de que era oveja y no un hombre la dejó pasar.

Ulises observaba atentamente. Entonces, sin decidir una palabra, asió el carnero más grande y lo guió hasta cerca del lugar donde estaba sentado el ciego cíclope. Cuando el carnero olfateó el pasto a su vez, Ulises se acostó bajo el animal; se agarro de la espesa lana que le cubría el cuello, alzo el cuerpo cuando pudo y después, lentamente, se fue impulsando con los pies.

Los guerreros griegos contuvieron la respiración mientras miraban a su rey.

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Ulises se sujetó fuertemente. El animal se dirigía hacia el cíclope.

El monstruo apresó al carnero contra su pierna. La enorme y peluda mano recorrió el lomo del animal. Entonces el carnero salió. ¡Ulises estaba libre!

Uno por uno de los griegos fueron escapando asiéndose de los robustos animales. Cuando todos estuvieron a salvo corrieron hacia el barco, miró hacia la tierra de los cíclopes.

-¡Ciego cíclope! – Gritó desde su embarcación-. ¿Sabes ahora quién te ha cegado? ¡Soy el poderoso Ulises, rey de Itaca y conquistador de Troya!

El cíclope aún estaba sentado en la boca de la cueva esperando cazar a los griegos. Cuando oyó a Ulises se enfureció de tal forma que levantó una roca tan grande como la cima de una montaña, y la arrojo hacia el mar.

Pero la suerte seguía estando con Ulises. La gran roca cayó cerca, pero no llegó a alcanzar a su nave; lo único que les sucedió a Ulises y a sus guerreros es que les bañó el agua que saltó del mar.

El rey de Itaca y conquistador de Troya decidió sabiamente alejarse mar adentro antes de volver a gritar.

EL  REY  MIDAS  Y  EL  TOQUE  DE  ORO  Hace mucho tiempo, cuando este mundo nuestro era un lugar tan joven como

extraño, vivía un rey muy rico llamado Midas.

El rey amaba el oro más que nada en el mundo. Amaba su reino sólo por el oro que

había en sus colinas y amaba su corona sólo porque era de oro puro. Veía oro en los

rayos matinales, oro en las flores diurnas y oro en el hermoso cabello de su adorada

hija, a quien besaba en la cabeza todas las noches.

La pequeña princesa, llamada Iris, era la única familia que el rico rey tenía, pero sería

difícil decir cuál era su mayor amor, si el oro o su hija. Lo que sí era seguro es que

cuanto más amaba Midas a su hija, más deseaba convertirse en el hombre más rico

de la Tierra.

--Querida –le decía a menudo a su hija—quiero que cuando yo muera tengas más oro

que cualquier hombre, mujer o niño en la superficie terrestre.

Sin embargo Iris estaba ya cansada de ver siempre oro y más oro. Había sido

bautizada por la diosa del arcoíris, y le gustaba el azul del cielo, el verde de los

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árboles y el resplandor rojo de la puesta del Sol. Aunque amaba a su padre

tiernamente, le aburrían las largas hileras de botones de oro y las rosas doradas que

crecían en el jardín del palacio. Iris recordaba todavía en el tiempo en que las flores

habían mostrado todos los colores, como el arcoíris. Pero eso fue antes de que su

padre se volviera tan interesado por el oro, cuando el palacio resonaba con canciones

y música.

¡Pobre Midas! La única música que ahora le gustaba era el sonido de las monedas de

oro al chocar unas con otras; las únicas flores que le gustaban eran las amarillas, y

sólo pensaba en lo valioso que sería su jardín si cada una de las flores fuese el oro.

En efecto, Midas se enamoró tanto del oro que apenas podía tocar algo que no

estuviera hecho del amarillo metal.

Cada mañana después de desayunar, Midas bajaba hasta un oscuro cuarto situado

en el sótano del palacio, donde guardaba su oro. Primero cerraba con cuidado la

puerta; luego sacaba una caja de monedas de oro o un balde con polvo de oro y lo

llevaba desde un rincón oscuro hacia un pequeño rayo de luz que entraba por la única

ventana que había. Entonces, contaba las monedas de la caja o dejaba que el polvo

de oro se deslizara por sus dedos hacia el balde.

--Oh Midas –el rico rey se decía a sí mismo--, ¡qué hombre tan feliz eres!

Midas se llamaba hombre feliz, pero en el fondo de su corazón sabía que no era tan

feliz como podía serlo si tuviese aún más oro. Aquel cuarto era chico y Midas nunca

sería realmente feliz hasta que el mundo entero fuese un enorme almacén lleno de

oro que él pudiese llamar suyo.

Un día, cuando Midas estaba contando sus monedas, una sombra atravesó de

repente el único rayo de luz que entraba al sótano. Miró hacia el rostro del extraño

que era joven, hermoso y sonriente. El rey no pudo dejar de observar que la sonrisa

del desconocido tenía un cierto resplandor dorado que ilumino todo el cuarto.

Midas recordaba que había cerrado cuidadosamente la puerta con llave. Además

nadie, con excepción de él, había entrado nunca en el sótano de su palacio. ¿Quién

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podría ser el extraño? ¿Y cómo podía haber pasado por la puerta? Miró otra vez al

ser de brillante sonrisa.

¡Seguramente es un dios! –pensó--.

Pero ¿Qué dios sería? ¿Qué divinidad podría resultar tan agradable como el sonriente

intruso? ¿Y qué divinidad tendría una razón para visitar al rico Rey Midas?

--¡Baco! –Dijo Midas repentinamente-- ¡El dios de la felicidad!

El extraño asintió con la cabeza.

--Amigo Midas –dijo--, eres un hombre inteligente y rico. Jamás he visto tanto oro en

un solo lugar como el que has amontonado en este recinto.

--Sí, lo he logrado más o menos –aceptó Midas--, pero cuando pienso en todo el oro

del mundo…

--¿Qué? –Exclamó Baco--. ¿Con todo este oro no eres el ser vivo más feliz sobre la

Tierra?

Midas negó con la cabeza.

Baco se sentó sobre una caja de monedas de oro.

--Me parece extraño, querido Midas –le dijo--. Dime ¿Qué es lo que te haría realmente

feliz?

Midas pensó por un momento. Desde el principio sintió que el visitante no le haría

ningún daño, sino que había llegado para concederle un favor. Este era un momento

importante.

Midas no debía de pedir algo equivocado. En su mente acumulaba una montaña de

oro sobre otra, pero hasta que las montañas eran demasiado pequeñas. Por fin tuvo

una brillante idea. Parecía tan brillante como el amarillo metal que tanto amaba.

--Deseo –dijo por fin Midas--, que todo lo que yo toque pueda convertirse en oro.

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--¡El toque de oro! –Exclamó Baco--. Dije antes que eras un hombre inteligente, Rey

Midas. –La sonrisa del dios creció tanto que pareció iluminar todo en torno, como

cuando sale el Sol--. Pero ¿Estás seguro de que esto te hará más feliz de lo que eres

ahora?

--¿Por qué no? – dijo Midas --.

Baco volvió a sonreír.

--¿Y nunca te arrepentirás por haberlo deseado?

--¿Cómo podría arrepentirme? – Contestó el rey--. No deseo otra cosa para ser tan

feliz como un hombre puede serlo.

--Entonces será como tú lo quieres –respondió Baco--.

Al amanecer, el toque de oro será tuyo.

Una vez más sonrió Baco, y esta vez su sonrisa fue tan deslumbrante que Midas tuvo

que cerrar los ojos. Cuando los abrió, el dios había desaparecido. En su lugar sólo

quedó el único rayo de sol que iluminaba el sótano.

Esa noche el rey Midas no podía conciliar el sueño pensando que el toque de oro

sería suyo por la mañana. Fue después de medianoche cuando dejó finalmente de

agitarse y de dar vueltas en la cama.

Cuando Midas abrió los ojos el sol estaba en el cenit. Lo primero que vio fue un

cobertor tejido con el oro más brillante. Sacudió el sueño de su cabeza y miró otra

vez.

Ahora puso la mano sobre el cobertor para verificar con las yemas de los dedos si la

tela era de oro.

¡El toque de oro era suyo!

Midas pegó un brinco con un grito de felicidad. Corrió por toda la habitación tocando

cuanto encontraba a su paso. Tocó de pie de la cama y una cama de oro fulguró ante

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sus ojos. Tocó el vestidor y éste también se convirtió en oro. Tocó la mesa… ¡oro!

Las cortinas… ¡oro! Las paredes… ¡oro brillante!

--¡Oh, Midas! –Exclamó el rey-- ¡Eres un hombre feliz! ¡Qué hombre tan feliz eres!

Con toda la rapidez posible, Midas se vistió con una túnica tejida en oro. Le complació

comprobar que la tela permanecía tan suave como siempre había estado. De una

bolsa saco el pañuelo que su hija Iris le regaló con motivo de su último cumpleaños.

El pañuelo también se convirtió en oro, y el bordado de colores hecho por la niña,

cambio a brillante amarillo.

De algún modo este último cambio no satisfizo mucho al Rey Midas. Por un instante

deseó que hubiere seguido siendo el mismo pañuelo que la pequeña Iris le había

dado.

Pero aquello no era tan importante. Canturreando para sí, Midas abrió la puerta de

oro de su recamara y bajó por una escalera con peldaños de oro a desayunar. Quería

darle una sorpresa a su hija, así que tuvo cuidado de no tocar nada.

Midas amaba realmente a la chiquilla, y la quería aún más ahora en que la buena

suerte había llegado hasta él.

Por fortuna la campanita que Midas hacía sonar para ordenar sus alimentos era de

oro desde mucho tiempo antes. Iris no notaría nada extraño excepto la túnica de oro,

pues Midas tuvo cuidado de no poner las manos en la mesa ni en la silla donde se

sentó.

Por fin apareció un sirviente con una bandeja de oro en la que traía el desayuno

habitual del rey: una fresca naranja, dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y

una gran taza de café humeante.

El sirviente dijo a Midas que Iris había desayunado desde hacía horas, y que estaba

ya jugando en el jardín. El rey ordenó que fuesen a llamarla.

Entonces se dispuso a comer. Había transcurrido ya más de medio día, y al ver los

alimentos sintió hambre. Pero cuando tomó la naranja… Claro…

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--¡Qué! – Exclamó Midas mientras miraba la dorada naranja en su mano--. Esto sí que

es un problema.

Con mucho cuidado Midas se estiró y tocó una de las rebanadas de pan tostado. En

ese instante se convirtió en oro; únicamente la mantequilla parecía de verdad. La taza

de café, incluyendo el café, se volvió también de oro al tacto del rey.

--No sé muy bien –pensó Midas— cómo voy a poder desayunar.

¡Desayunó! ¡Como! ¡Nunca iba a poder comer! Ya tenía bastante apetito, pero para la

hora de la cena estaría muriéndose de hambre. Hasta el hombre más mísero del

reino, sentado en una pobre mesa, tendría más que él.

Con un rápido ademan Midas tomó la segunda tostada de pan, se la arrojó a la boca y

trató de tragarla de golpe, pero el toque de oro era demasiado rápido. El caliente

metal le quemó los labios y la lengua. Midas gritó de dolor y brinco fuera de la mesa.

En ese momento Iris entró en el comedor y encontró a su padre vestido con una

extraña túnica de tela de oro, bailando alrededor de su habitación como un salvaje.

De pronto el rey se detuvo y la miró. Iris vio que dos grandes lágrimas resbalaban por

el rostro de su padre. Por un momento trató de entender lo que sucedía. Luego, con el

corazón lleno de amor, corrió hacia su padre y lo estrechó en sus brazos.

--¡Mi querida, querida hija! –exclamo Midas.

Pero la niña no respondió.

¡Ay, que había hecho el toque de oro! Midas tardó en liberarse de los brazos de metal

que le rodeaban el cuerpo. No pudo decidirse a mirar la estatua de oro que había sido

su propia hija. Con un alarido salió de la habitación y corrió hacia el único lugar donde

podía estar solo: su cuarto del sótano. Se sentó sobre una caja de oro y se cubrió la

cara con las manos.

¿Cuánto tiempo estuvo sentado ahí? Ni siquiera él podía saberlo. Con los ojos

cerrados recordó todas las veces que había dicho a Iris que valía su peso en oro.

Pero ahora, ahora sentía de otro modo. Deseaba ser el hombre más pobre de todo el

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ancho mundo, si sólo con la pérdida de sus riquezas pudiese traer de nuevo a las

mejillas de su hija su rosado color.

Un repentino cambio en la luz hizo que Midas abriese los ojos. Ahí frente a él estaba

Baco. El dios aún tenía la brillante sonrisa en la cara.

--Bien, mi amigo Midas –dijo Baco--, ¿Te gusta el toque de oro?

Midas negó con la cabeza.

--Soy el más infeliz de los hombres.

Baco se río.

--Veamos entonces. ¿Cuál de las dos cosas crees que valga más: el regalo del toque

de oro o tu propia hija Iris, tan cálida y encantadora como era ayer?

--¡Mi hija! –Gritó Midas--. ¡Mi hija! ¡No hubiera dado el menor hoyuelo de su cara a

cambio de convertir toda esta tierra en un sólido terrón de oro!

Por primera vez la sonrisa abandonó la cara del dios.

--Ayer –dijo Baco--, dije que eras listo. Pero ahora digo que eres un sabio. Ahora te

diré como puedes perder el toque de oro. Lávate en el rio que corre junto al jardín del

palacio. ¡Espera! –El dios vertió el polvo dorado en un balde sobre el suelo--. Toma

este balde; trae algo de esa agua y rocíala sobre cualquier cosa que tu avaricia haya

convertido en oro. Midas no perdió el tiempo. Corrió al río y se zambulló en él de un

brinco. Luego volvió al palacio con tal prisa que no se dio cuenta de que ya no traía la

túnica de oro. Derramó todo el balde de agua sobre la estatua dorada de su hija.

--¡Padre! –Exclamo Iris--. ¡Mira, ve cómo está mi vestido, todo mojado!

La niña no podía recordar nada de lo que había pasado desde que lanzó los brazos a

la cintura de su padre. Y midas fue lo suficientemente sabio para no contarle nada.

Porque ahora sabía que algo mejor que todo el oro del mundo: el latido de un

pequeño y tierno corazón que le amaba verdaderamente.

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LA MAZA DE THOR

...de donde se cuenta cómo Thor, el dios del trueno, pierde de su poderosa maza.

Palabras que necesitamos saber: Aspas: Brazos de molino. Cualquier figura en forma X Hacina: Montón bien ordenado de haces ─éstas formadas a su vez por manojos de cualquier cereal o de leña─, que los campesinos acomodan en sus graneros Hendido: Y también bífido: divido en dos Latín: Idioma que hablaban los romanos. De él se derivan varias lenguas modernas, como el español. Maza: Arma que se usaba en la guerra, en formas de porra o de martillo. No confundir con masa, pasta formada con harina y agua o sustancias semejantes Rocío: Humedad en forma de gotitas diminutas que se extiende al almacenar sobre flores y plantas. Socarrón: Burlón, malicioso. Vigía: El que vigila en un lugar alto para descubrir a los enemigos desde lejos.

Según vimos, los griegos crearon una gran familia de dioses y diosas. Después los romanos, que vivían cerca de los griegos en el sur de Europa, tomaron prestados los dioses que los griegos habían inventado. ¿Pero qué sucedió con la gente que habitaba en Europa? Allí no se sabía nada acerca de los dioses griegos, así que los moradores de esa región tuvieron que imaginar sus propios dioses.

Eso fue lo que hicieron. Los nombres de algunas de sus divinidades figuran todavía en palabras tan usuales como son los días de la semana.

Mientras que en español los nombres de estos días se derivan del latín y de los dioses latinos, en inglés provienen de los dioses nórdicos. Así martes nos viene de Marte, miércoles de Mercurio, jueves de Jove o Júpiter, en tanto que este mismo día en inglés, Thursday, está formado por el nombre de Thor, el dios nórdico del trueno y de la guerra. Otras divinidades como Odín o Wotán, rey de los dioses, y Freya, diosa del amor, dan nombre también a días de la semana. En cuanto a Loki, perverso dios del mal, no se le nombra, pero sí figura bastante en esta historia acerca de Thor y de su famosa maza.

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LA  MAZA  DE  THOR Aquel era un mal día en Asgard, la ciudad de los dioses. Thor, el dios del trueno, había perdido su poderosa maza.

De sus enfurecidos ojos brotaban rayos que caían sobre las montañas de la Tierra. Los truenos retumbaban a través de los cielos mientras las cabras de Thor tiraban de su carro por las calles de Asgard. Grandes y negras nubes se ovillaban en el cielo mientras Thor las empujaba para mirar por debajo. Pero su maza no aparecía.

Cuando Thor hubo buscando en la Tierra, en Asgard y bajo cada nube, lanzó un grito de ira que hizo que el resto de los dioses llegara corriendo. Thor, el gran dios de barba roja, estaba muy orgulloso de su maza de mango corto. Con un ligero golpe podía partir una montaña en dos, con un golpe recio hacía que el mundo entero temblara. La maza caía siempre en el lugar que Thor quería, y lo más maravilloso es que regresaba sola a la mano de su dueño.

Los dioses de Asgard hicieron círculo en torno al carro de Thor.

─ ¡He buscado por todos lados¡ ─rugió─. Ahora estoy seguro de que alguien ha robado mi maza.

Mientras miraba los rostros turbados de los dioses, tuvo la súbita sospecha de que alguien podía haber robado su arma. Loki, un pequeño y socarrón dios de mente perversa, estaba allí guiñando sus enrojecidos ojos.

─ ¡Tú, ladrón! – gritó Thor, y brincó de su carro al tiempo que asía a Loki del cuello─. ¿Dónde pusiste mi maza?

─Jamás toqué tu maza─ chilló Loki.

─Entonces ¿quién fue? ─ preguntó Thor. Sus dedos apretaron más la garganta de Loki.

Loki era hábil para una sola cosa, para hablar. Ahora habló con mucha prisa, para liberar su cuello.

─ ¿No está tu maza en Asgard? ─ preguntó a Thor.

─He buscado por toda Asgard─ dijo Thor─. Y no está aquí.

─ ¿No está tu maza en la Tierra? ─ indagó Loki.

─He buscado en la Tierra, y en ningún lado la encontré.

─¡Ah! ─ dijo Loki, el de los ojos rojos ─. Entonces puedo decirte dónde encontrarla. Si no está en Asgard ni en la Tierra debe estar en la nevada región de los Gigantes de Hielo.

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En respuesta Thor dio a Loki un golpe en la oreja. Ni siquiera el rey de los Gigantes de Hielo se atrevería a robar la maza de Thor. Con una mano el rey de la tormenta arrojó a Loki al aire. Los brazos y las piernas de Loki giraban como las aspas de un molino de viento hasta que cayó en el suelo a los pies de Thor. En un instante Thor estaba sacudiéndole el polvo. Fue una suerte que no tuviera la maza; sus puños hicieron a Loki suficiente daño.

Thor hubiera tal vez matado a Loki si no fuese por un fuerte viento que lo detuvo. Miró hacia arriba y vio que el viento procedía de las alas de dos enormes cuervos que trazaban círculos alrededor de la cabeza de Wotán, el rey de los dioses. Los cuervos, llamados Pensamiento y Memoria, eran dos aves que Wotán enviaba cada mañana para que volasen sobre Asgard, la Tierra, y la región de los Gigantes de Hielo.

Ahora agitaron el aire con las alas y se posaron sobre los anchos hombros del rey de los dioses, murmurando las noticias del día en sus oídos.

Todos los días, hasta Loki, miraban a Wotán. Su rey era un inmenso dios con larga y blanca barba. Llevaba un parche negro sobre el ojo que en un tiempo había cambiado por la sabiduría.

─Loki tiene razón─ dijo Wotán después de que los cuervos dejaron de mover sus rápidas lenguas hendidas─. El rey de los Gigantes de Hielo robó la maza de Thor.

─ ¡Imposible! ─ gritó Thor─ No podría…

Wotán hizó callar a Thor mirándole con su único ojo.

─El Gigante de Hielo robó tu maza bajo la nube que usaste anoche como almohada ─dijo─. Y es más, sólo te la devolverá si le envías a Freya para que sea su mujer.

─ ¿Yo? ─ exclamó Freya la hermosa. La diosa del amor y de la salud se apartó un poco del grupo. Era la deidad más bella de todo Asgard. Su sonrisa hacía florecer los campos y sus lágrimas los llenaban de rocío. Por un momento los dioses se quedaron demasiado sorprendidos para poder hablar.

Es decir, todos excepto Loki.

─Ve a hacer tus maletas─ le dijo a la adorable Freya─. Serás la señora del Gigante de Hielo.

─Casarme con ese horrible monstruo? ─ murmuró Freya para sí. Y la nariz se le arrugo como una manzana seca cuando pensó en ello─. ¿De veras tengo que hacerlo?

─No hay flores en su fría cuerva de la montaña─ dijo Loki ─. Pero el hogar está ahí donde tu esposo está, lo digo siempre.

─ ¡No! ─ gritó Freya─. No iré. ─ cayó de rodillas ante Wotán ─. Sé que Thor quiere su maza, pero ¿no quieres que tu pequeña Freya se quede aquí en Asgard? Por favor padre Wotán, por favor, ¿No me obligues a ir?

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─ ¡Pero mi maza! ─ exclamó Thor ─. ¡Debo tener de nuevo mi maza!

Loki, el de los rojos ojos, unió su voz a la de Thor.

─ ¿Cómo nos protegeríamos sin ella? Nos atacarían los Gigantes de Hielo.

Pero Wotán no había cambiado uno de sus ojos por nada. Su sabiduría ya había salvado a Asgard en otras ocasiones de los Gigantes de Hielo.

Los dioses esperaban ansiosamente que su rey hablara.

─El Gigante de Hielo tendrá su esposa ─ dijo Wotán finalmente ─. Y Thor tendrá su maza. Haremos lo que el Gigante de Hielo quiere, pero lo haremos a nuestra manera.

Ahora escuchen con atención; acérquense y escuchen.

─Freya, tú harás que Thor parezca una novia. Vístele con tu mejor túnica azul. Se lo enviaremos al Gigante de Hielo para que rescate su propia maza.

─ ¡Vestirme de mujer! ─ gritó el dios de la tormenta ─. ¡Jamás! ¡Estoy dispuesto a luchar por mi maza, pero nunca cubriré mi cuerpo con una túnica de mujer! ─ y miró a Loki para que le diese la razón.

Pero la astucia del plan de Wotán había complacido a Loki. El pequeño y perverso dios se impacientaba por ver al poderoso Thor vestido con ropas de mujer.

─ Escucha Thor─ dijo Loki ─, con la ayuda de tu maza es seguro que los Gigantes de Hielo conquistarán Asgard. El rey se llevará a nuestra Freya de todos modos, y nos convertirá en esclavos a todos los demás. Haz lo que dice Wotán, y llévame a mí como doncella tuya.

Freya tocó el hombro de Thor y le miró su cara barbada.

─ Por favor, Thor─ dijo con los ojos llenos de lágrimas ─. Por favor, hazlo por mí.

Esto fue demasiado para Thor.

─ Está bien ─ suspiró ─. Iré, iré.

Brincó súbitamente a su carro tirado por cabras y se fue iracundo.

Se necesitaron varios días para disfrazar al dios de la tormenta. Hubo que agrandar el vestido de Freya y se confeccionaron zapatos nuevos para los anchos pies de Thor. El velo púrpura de Freya escondía su enojado rostro y los ojos centellantes. Largos guantes de piel blanca cubrían las grandes manos del dios, que sólo ansiaba una cosa: sostener el mango del arma robada.

Por fin el traje estuvo terminado, y Thor se presentó ante los dioses vestido de novia. Loki río tanto que se cayó al suelo. Y en verdad Thor ofrecía un espectáculo muy gracioso. Freya volvió la cabeza para sonreír. Ni siquiera Wotán pudo aguantar la risa.

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─ ¡Ah! ¡Qué novia tan hermosa es él! ─ dijo Loki entre carcajadas. Pero un puñetazo que salió bajo la túnica de Thor puso rápido fin a su diversión.

─ Bueno, terminemos con esto ─ dijo Thor, con la cara roja tras el velo. Tomó a su “doncella” por el brazo y partieron, dando la espalda a los risueños dioses.

Thor condujo a Loki a través de Asgard y cruzaron el puente del arcoíris hacia la Tierra. Hubiese sido agradable permanecer un rato allí, pero ambos dioses tenían un trabajo que realizar. Se dirigieron pues directamente a la cueva que era el palacio del rey de los Gigantes de Hielo.

El mismo rey estaba sentado sobre un barril cerca de la boca de la cueva, arrojando cerdos vivos a un perro del tamaño de un elefante. Cuando vio a lo lejos del vestido azul y el velo púrpura de Freya la Hermosa dejó escapar un grito de alegría que sacudió las montañas.

─ ¡Mi corona! ¡Mi corona! ─ gritó el rey precipitándose al interior de su palacio ─. ¡Traigan las joyas! ¡Pongan la mesa! ¡Preparen un banquete! ¡Voy a casarme! Lavó algo de la mugre que tenía en la cara y se restregó un poco más con la toalla. Su barba parecía un nido de ratas, pero no había tiempo ahora para peinarla. Volvió a salir de la cueva justamente cuando llegaban Thor y Loki.

─ Bella entre bellas ─ suspiró el Gigante de Hielo tomando la enguantada mano de Thor─. He esperado este momento durante muchos años.

Thor estaba tan enojado que su mano golpeó los labios que lo besaban. El Gigante de Hielo soltó la mano, sorprendido.

Loki habló inmediatamente.

─ Tu Freya se siente tan, tan feliz─ dijo ─ que tiembla de alegría.

─ Claro, claro ─ dijo el gigante suavemente ─. ¿Quiere ahora mi novia que veamos el palacio?

Thor asintió con la cabeza, pero fue Loki quien respondió.

─ La pequeña Freya ha estado hablando de usted durante días por eso se quedó sin voz.

─ Claro, claro ─ dijo otra vez el Gigante de Hielo dando a Thor una palmadita en el hombro ─. Bien, empezaremos dando un vistazo a las minas.

Lo único que Thor deseaba ver era su maza, pero primero tenía que seguir al Gigante de Hielo hasta el interior de su palacio y descender cada vez más por los húmedos y oscuros túneles que conducían a la profundidad de la cueva donde estaban las minas. Pasaron por las minas de oro, las de plata, las de cobre, las de estaño y las de hierro. Atravesaron los talleres donde unos feos enanos inclinados sobre las mesas de trabajo golpeaban el metal con pequeños martillos. Aún con el martilleo de los enanos

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resonando en sus oídos, cruzaron todavía más túneles, y al fin se encontraron en el gran salón del rey de los Gigantes de Hielo.

Los ojos de Thor buscaban en la habitación el arma robada. La sala era larga y estrecha. La alumbraban lámparas con velas que colgaban del elevado techo. Las paredes estaban cubiertas de resplandecientes piedras preciosas. Una larga mesa se extendía desde el trono del rey hasta el otro extremo del recinto, casi hasta perderse la vista. Sobre la mesa había bueyes enteros asados y pasteles nupciales tan grandes como hacinas de heno. A Thor se le hizó agua la boca con la vista de la comida.

Centenares de Gigantes de Hielo estaban sentados a la mesa. Cuando avanzó hacia ellos su nueva reina, gritaron salvajemente y golpearon con sus cuchillos contra los grandes platos de cobre. El rey se sentó a la cabecera de la mesa con su novia, y a la derecha se situó la doncella. El Gigante de Hielo se sirvió la mitad de un buey del platón que tenía frente a él, pero a Thor le puso únicamente un pequeño filete.

─ Está ración es suficiente para Freya ─ murmuró Thor a Loki ─, pero no para Thor. Me moriré de hambre si no puedo comer tanta comida como en casa. ─ Entonces se estiró y se sirvió él solo del platón.

Los ojos del Gigante de Hielo se abrieron de admiración al ver que una pierna entera de buey desaparecía bajo el velo de su novia.

─ ¿Cómo? ─ dijo─ ¡Nunca pensé que mi pequeña Freya fuese capaz de comer tanto!

─ La verdad es ─ explicó Loki─ que tu pequeña Freya no había comido nada durante días, pues estaba impaciente por esta boda.

─ Claro, claro ─ dijo el rey asintiendo con la cabeza. Esto le complació, y su pecho se hinchó de amor. Entonces se inclinó para darle un beso a Freya. Acercándose levantó un borde del velo…pero retiró súbitamente la mano cuando vio que brotaba un relámpago de los ojos de Thor.

─ ¡Los ojos de mi novia! ─ gritó el rey─ ¡Me queman como un rayo!

De nuevo la doncella explicó:

─ La pobre muchacha no ha dormido durante días. Sus ojos están rojos por el llanto y brillantes de esperanza.

─ Claro, claro ─ dijo el Gigante de Hielo con vanidad.

Cuanto más le hablaba Loki del amor de Freya, más feliz se sentía. Y de pronto gritó a sus sirvientes:

─ ¡Traedme el regalo de boda! ¡Traed la maza de Thor, para que sea devuelta a Asgard!

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Aparecieron dos sirvientes con una almohadilla de seda en la cual estaba la poderosa maza de Thor. El corazón del dios del trueno latió con una emoción salvaje y tuvo que sujetarse de los brazos del sillón para no brincar. Lentamente, lentamente, la maza llegaba hasta él. ¡Oh! ¡Sentirla otra vez en sus manos! Los sirvientes estaban a punto de colocarla a los pies de Thor cuando de repente éste la alcanzó, asiéndola por el mango con sus fuertes dedos.

El Gigante de Hielo dio un salto en el trono, pues su novia estaba agitando la maza de Thor sobre la cabeza.

─ ¡Ten cuidado! ─ gritó─. ¡Nunca pensé que mi novia fuese tan fuerte!

─ No es tu novia ─ explicó Loki, mientras Thor gritaba con furia ─. ¡Es Thor, el dios del Trueno!

Los ojos del gigante se abrieron hasta el tamaño de platillos, después de platos y finalmente de platones. Dio la vuelta, empezó a correr, giró de nuevo y se quedó finalmente como congelado. La mugre se desvaneció en su blanco rostro y se quedó con la boca abierta.

─ ¡Claro, claro! ─ Fue todo lo que pudo decir antes de que la maza de Thor le estallara en la frente.

El segundo golpe de Thor se dirigió hacia la pared de la cueva. La resplandeciente pedrería rodó por el suelo, las lámparas se cayeron del techo. La montaña entera retumbó cuando las minas que estaban abajo se hundían una tras otra. Desde lejos llegaban los gritos de los asustados enanos.

Thor y Loki salieron corriendo del salón, apresurándose por alcanzar la boca de la cueva. Apenas llegaron a ella cuando la montaña se inclinó hacia un lado, tembló un instante y desapareció bajo una nube de polvo.

Loki reventaba de risa.

─ Oh Thor─ exclamó─, ¡si sólo pudieras verte…!

─ ¡Ya es suficiente, rata de ojos rojos! ─ dijo Thor. Lanzó los zapatos de mujer hacia el polvo de la montaña; se arrancó los largos guantes blancos de las manos; rasgó el velo púrpura y la túnica azul. Loki rio de nuevo: bajo la ropa de Freya Thor traía su propia indumentaria.

─ ¡La broma se acabó, Loki! ─ advirtió Thor agitando amenazadoramente la maza sobre su cabeza─. No vuelvas a reírte de mí nunca, nunca, menciones que una vez usé los vestidos de Freya.

Entonces ambos dioses emprendieron el largo camino de regreso a Asgard, sin que Loki pronunciase una sola palabra. Siempre estuvo consciente de que la maza de Thor no volvió a abandonar la mano de su dueño.El final del tiempo:

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EL  CREPÚSCULO  DE  LOS  DIOSES  Si el tiempo tuvo un principio, los dioses pensaban que debía tener un final. Un día todo sería destruido…la Tierra, la región de los Gigantes de Hielo, Asgard y los mismos dioses. Pero el final no llegaría repentinamente. Primero habría un periodo de lenta decadencia, un largo ocaso que antecediera a la interminable noche, un crepúsculo antes del final de los tiempos. Todo empezaría cuando los Gigantes de Hielo castigaran a la Tierra con un triple invierno.

Nieve y fríos vientos cubrirían el planeta durante tres años. Entonces, cuando el cuerpo del último hombre cayese congelado en la nieve, los Gigantes de Hielo atacarían Asgard. Estallaría una larga guerra, pero al final los dos bandos perecerían.

No era extraño que Thor estuviese tan ansioso por tener de nuevo su maza. Los dioses vivían temiendo a los Gigantes de Hielo. Ensayaban formas de protección. Wotán había dado uno de sus ojos a cambio de la sabiduría. Sus dos cuervos, Pensamiento y Memoria, le informaban de cuanto veían y oían. Había otro dios cuya espada podía enfrentarse a todo un ejército. Y el vigía de Asgard poseía unos ojos capaces de ver a cientos de kilómetros de distancia, y oídos que podían oír cómo crecía la lana en el lomo de las ovejas.

Un día que Wotán estaba pensando sobre el futuro de Asgard, tuvo una idea.

─ Los guerreros que pierden sus vidas en la Tierra se desperdician ─ se dijo para sí ─. ¿Por qué no traerlos a Asgard para que sean nuestro ejército?

Cuanto más pensaba en la idea más le gustaba. Así que se construyó en Asgard un magnífico salón todo resplandeciente de oro para los guerreros muertos. Se le llamó Valhala (el salón de los héroes). El tejado se hizó con los escudos de los guerreros caídos y la estancia era tan grande que ochocientos hombres podían pasar, hombro con hombro, a través de cada una de sus quinientas cuarenta puertas.

Todas las mañanas Wotán se reunía en el salón con sus guerreros. Luego, cuando él partía, los soldados salían para volver a luchar en los encuentros que habían tenido en la Tierra. Se despedazaban unos a otros hasta que el último hombre caía muerto. Entonces la magia de Wotán los volvía a la vida con perfecta salud. Nuevamente se dirigían a Valhala para pasar la tarde en banquetes, cantando baladas de guerra y relatando batallas habidas tiempo antes.

Pero no todos los guerreros que morían en la Tierra recibían este premio. La tarea de escoger únicamente a los más valientes entre los caídos y llevarlos a Valhala, pertenecía a las nueve hijas de Wotán. Vestidas de blanco resplandeciente y bien escondidas con sus caballos tras una nube, las hijas de Wotán observaban cada día una batalla en la Tierra. Cuando llegaba la noche descendían rápidamente y levantaban los cuerpos de los más valientes guerreros. Después cabalgaban a través de la noche hacia Valhala. Sus blancas vestiduras reflejaban la luz de las estrellas y la

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Luna. Aún podemos ver esos resplandores de la luz en el cielo. Los llamamos auroras boreales.

Es posible que dondequiera que esté Wotán ahora, pueda ver las auroras boreales. Sus nueve hijas siguen llevando más guerreros valientes a Valhala. Wotán sabe que cada hombre cuenta, a fin de mantener alejados a los Gigantes de Hielo por el mayor tiempo posible. Pero no podrá ser por siempre. Tarde o temprano, y Wotán lo sabe, llegará el crepúsculo de los dioses. Entonces las estrellas caerán, el Sol se desvanecerá, la Tierra se enfriará; Asgard se esfumará en la noche y el tiempo dejará de existir.

LA  MIRADA  MALÉFICA  A través del hermoso país de Polonia corre un grande y agitado río llamado Vístula. Hace muchos años, en una de sus orillas, había una vieja casa de piedra tan grande como extraña. Musgo verde oscuro cubría los muros protegidos y sombreados por los árboles. Todas las ventanas daban hacia el lado del río, donde se extendía hasta el borde del agua un campo de hierba reseca. Las ventanas de los otros tres lados de la casa habían sido cegadas; ni una sola se abría hacia los agradables campos verdes. El prado estaba lleno de maleza, y en la senda de enfrente crecían las matas entre las piedras, pero se trataba de una senda que nadie usaba, pues en esa casa vivía el hombre de la mirada maléfica.

Se llamaba Casimiro. Había llegado a la vieja casa desde una aldea lejana. Los granjeros vecinos se mantenían apartados de la gran casa de piedra y daban grandes rodeos para no encontrarse con ella. Se contaban extrañas historias acerca del hombre que vivía allí.

La mala suerte se abatía sobre cualquier cosa que Casimiro mirase. A veces, cuando estaba contento, sus ojos no hacían daño. Pero si estaba de mal humor, los males o la enfermedad caían ahí donde ponía los ojos. El pasto que se extendía frente a sus ventanas se negaba a crecer. Durante años los barcos habían tenido problemas cuando pasaban por el trecho que se podía abarcar con la vista desde la casa de Casimiro.

Casimiro había nacido con el poder del mal de ojo. Su mirada había atraído mala suerte a los parientes que él amaba con más ternura. A los tres años de edad Casimiro vio como el granero de su padre se quemaba hasta los cimientos. El padre y la madre de Casimiro murieron antes de que el muchacho tuviese veinte años. Cuando cumplió los veintiuno Casimiro vendió las tierras de la familia y emprendió la marcha a través de Polonia en busca de una casa solitaria donde sus ojos no pudieran hacer daño a nadie.

Acompañaba a Casimiro un viejo sirviente, que guardaba en su corazón un extraño y triste amor por el desdichado niño. Casimiro no le había mirado nunca con los ojos de enojo, por lo que el buen viejo había disfrutado siempre de perfecta salud. Durante su

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viaje el hombre avisaba a Casimiro cuando estaban cerca de algún animal, persona o pueblo, a fin de que el muchacho se tapara los ojos hasta que pasara el peligro de hacer daño. Si Casimiro no hubiese procedido así, habría dejado una estela de ruinas tras él. Empezaba a molestarse cuando veía que causaba algún daño, y cuando llegaba a enojarse sus ojos llevaban muerte o fuego. Cuanto más quería el corazón de Casimiro hacer el bien, más hacían sus ojos el mal.

Finalmente, los viajeros encontraron la gran casa de piedra. Parecía un perfecto lugar para que Casimiro viviera. El pueblo más cercano estaba a kilómetros de distancia. Los ojos de Casimiro no harían mucho estrago en el ancho río, y las ventanas que daban hacia los campos se taparon.

Viviendo tranquilamente en esta casa, pensaba Casimiro, era poco el daño que podía hacer. Él tenía el más bondadoso de los corazones. De hecho no había en todo su ser nada malévolo, con excepción de la mirada. Su rostro era tan atractivo como interesante. Nadie hubiese notado al principio sus extraños ojos, y sólo un atento examen descubriría que esos ojos eran duros y vítreos, y que el tamaño de las pupilas jamás cambiaba.

-Durante treinta años de mi vida- dijo una vez Casimiro a su sirviente—he vivido escondido como un criminal. No he hecho más que traer pena, enfermedad y muerte a los demás. Sin embargo, sé que mi corazón está lleno de bondad y amor.

Casimiro y el anciano estaban sentados frente a la chimenea. La nieve había estado cayendo todo el día y un viento helado silbaba fuera. De pronto oyeron el aullar de lobos cerca de la casa. Casimiro miró a su sirviente. Ninguno de los dos hombres habló.

No tardó en escucharse un golpe en la puerta. ¿Quién podría ser? Durante años nadie había llamado a la casa de Casimiro.

Éste hizo con la cabeza una señal al sirviente. El hombre se puso de pie lentamente y se dirigió hacia la puerta, mientras Casimiro fijaba la mirada en el suelo. Un ruido y una fría corriente le dijeron que el sirviente había abierto la puerta.

Entonces escuchó la voz de un hombre que pedía ayuda.

-Mi esposa y mi hija viajan conmigo –explicaba el hombre-. No podemos seguir adelante con esta tormenta y mi esposa está enferma con fiebre. Tendremos que cargarla desde el trineo.

Era la voz de un buen hombre, pensó Casimiro. En cierto modo esa voz le hizo feliz; podía hacer ahora un favor a alguien, lo que no había podido hacer durante tantos años. Pero ¿Sería seguro? ¡Claro!, pensó, ningún daño puede llegarle a esos extraños; él les miraría con la bondad que sentía en el corazón ¿Y qué otra cosa podía hacerse? Sus ojos no representaban ni la mitad del peligro que ofrecían la tormenta y los lobos fuera de la casa.

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Casimiro levantó la cabeza y miró hacia la puerta. El extraño era un hombre corpulento, con una gran barba negra.

Intercambiaron miradas, se estrecharon las manos y salieron hacia el trineo.

La hija del señor fue la primera en descender del trineo. Casimiro no dejó de advertir su belleza, aunque la luz era tenue y la muchacha estaba envuelta con una gran capa de piel. Luego Casimiro y el hombre formaron con sus brazos una silla y llevaron a la enferma hasta la casa. La pusieron en la cama, en un cuarto caliente, y pronto se quedó dormida.

A la mañana siguiente la mujer parecía haber mejorado, y Casimiro pidió a sus invitados que se quedaran hasta que estuviese fuera de peligro. Le pareció increíble estar ayudando a una persona enferma a que mejorase, pues toda su vida no había hecho más que enfermar a gente sana. Nunca se había sentido tan feliz.

Cada dos horas, día y noche, ordenaba a su sirviente que pusiera leña en las chimeneas de cada cuarto. Casimiro mismo hacía la comida a fin de que padre e hija pudieran dedicarse por completo a la enferma. Su amplia sonrisa daba ánimo a todos en la casa.

Los días transcurrieron rápidamente para Casimiro. Pasó una semana, luego otra.

Al principio no se había dado cuenta de que tenía otra razón para retener a sus invitados; era la muchacha. Durante las largas noches de invierno ella se sentaba con Casimiro frente al fuego. Hacía muchos años que Casimiro no había hablado con alguien de su misma edad.

Ahora miraba el mundo a través de los ojos de ella; era un mundo de felicidad, de amor y de esperanza. Noche tras noche Casimiro veía reflejarse el brillo del fuego en el cabello de la joven, y aborrecía ya el momento en que ella iba a tener que partir.

La salud de la madre mejoraba cada día. En un mes sus mejillas habían recobrado el color, y se sintió lo suficientemente bien para vestirse y caminar por la casa. Pronto pudo salir a dar paseos en el coche. Para entonces ya estaban al principio de la primavera, y esposo la llevó por la hermosa región que se extendía en torno a la casa de Casimiro.

Los granjeros cercanos se sorprendieron muchísimo cuando supieron dónde estaban alojados los extranjeros. Pero la mujer y su esposo reían ante las disparatadas historias que les contaban.

-¿Qué quieren decir con eso del mal de ojo? –Preguntaban a los granjeros-. No es posible encontrar en toda Polonia a un hombre más benévolo, más gentil ni más guapo que nuestro joven amigo Casimiro.

Los granjeros no cambiaban de opinión.

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-Esperen a que el césped retoñe –advertían-, entonces verán-. La hierba había permanecido, bajo las ventanas de la casa, seca y requemada durante todos esos años.

Pero aquella primavera reverdeció. Casimiro no volvió a pensar en su mirada maléfica. Tal cosa parecía imposible, ya que ahora sólo tenía amor en el corazón. Amaba todo… la hierba, el río, su casa y a sus invitados. Más que nada amaba a la muchacha. Cuando el padre finalmente dijo que había llegado la hora de partir, Casimiro le pidió la mano de su hija.

Aquello no resultó una sorpresa para los padres. Habían estado observando a los dos jóvenes, y de hecho esperaban a que eso sucediese. Su hija se había enamorado profundamente del amable hombre que tanto había hecho por ellos. Los padres pensaron que no podrían encontrarle un marido mejor.

Unos días más tarde se celebró una modesta boda en la vieja casa de piedra, y los felices padres partieron hacia su hogar.

Ese verano la hierba crecía bajo las ventanas de Casimiro adquirió un jugoso y brillante color verde. Hubiese crecido hasta la rodilla si Casimiro no la hubiera segado cada semana.

Había encontrado una nueva vida. La mirada maléfica ya no le inquietaba, pues al parecer su corazón estaba demasiado lleno de amor como para que hubiera en él espacio para la ira. Y lo mismo de alegre que él, estaba su viejo sirviente, que había podido realizar por fin la misión de su vida; Al fin Casimiro era un hombre feliz.

Luego algo sucedió. Una mañana temprano despertaron a Casimiro las voces de unos hombres que cantaban. Se había acostado tarde la noche anterior y había pensado dormir hasta tarde. Le dolía la cabeza, y las voces le hicieron enojar. Se asomó por la ventana de su habitación y vio un bote que navegaba río arriba por el Vístula. Los hombres iban cantando mientras manejaban los remos. De pronto un enorme tronco apareció frente a la embarcación. Los hombres no lo vieron hasta que fue demasiado tarde. Chocó contra la proa del barco y los hombres fueron lanzados al río.

Casimiro lanzó un grito. ¡El mal del ojo seguía aun en él! Miró cómo los hombres nadaban hasta la orilla; entonces, tristemente, dio la vuelta y se alejó de la ventana.

Su esposa estaba ya por completo despierta. Permanecía acostada mirándole con los ojos muy abiertos.

Casimiro amaba tiernamente a su esposa. Hubiese preferido haberla visto partir que lastimarla en lo más mínimo. La amaba demasiado para dejar que corriese cualquier peligro. Sólo había una cosa que hacer: le diría la verdad y dejaría que ella tomara su propia decisión. Con el corazón angustiado se sentó en la orilla de la cama y le relató la historia de su mirada maléfica.

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Cuando Casimiro acabó de hablar ella le besó las dos mejillas y le dijo que jamás podría apartarse de su lado.

-¿No notaste que mis ojos son extraños?—Le preguntó Casimiro.

-Claro –contestó ella sonriendo a su marido-. Pero sólo logran que el resto de ti resulte más perfecto. Pues si fuese en todo perfecto, tendrías que habitar el cielo. ¿Crees que me gustaría eso?

Ahora Casimiro no tenía nada que esconder. Esto le hacía sentir, de alguna forma, que no había nada que temer. La vida transcurrió tranquilamente la siguiente primavera, cuando su mujer le dijo que pronto tendría un niño.

-¡Un niño! –Grito Casimiro-. ¡Oh no!

No es que no quisiera un hijo, al contrario; nada podía desear más. Pero sabía que los niños pequeños pueden resultar enfadosos. Hay ocasiones en que los ojos de los más amorosos padres centellan de ira. ¿Podría Casimiro mirar siempre a su niño sin enojo? No, concluyó. “Preferiría perder la vista –se dijo para sí-, que traer una pena a mi esposa o mi hijo.”

Casimiro supo lo que tenía que hacer pero lo pospuso para el último minuto.

Unos cuantos meses se oyeron dos gritos en la gran casa de piedra. De un lado el de un pequeño varón, que abría los ojos a la luz del mundo. Y del otro extremo de la casa el gritó doloroso de un hombre que acababa de ver por última vez la luz.

Desde aquel día la vida fue diferente para Casimiro, pero siguió siendo bellamente feliz. Con la pérdida de sus ojos, llegaron incluso algunas cosas buenas. Ya no había realmente nada que temer. Las ventanas que miraban hacia los campos se abrieron, y una fresca brisa corría por la vieja casa de piedra. El sirviente cojeaba mucho por entonces, pero ya era posible contratar nuevos sirvientes. La gente había dejado de tener miedo a Casimiro. Hizo amistad con muchos de sus vecinos; su casa estaba siempre llena de fuertes risas y la más fuerte era la de Casimiro.

Por supuesto, hubo ocasiones en que Casimiro supo que no necesitaba ojos para poder llorar verdaderas lágrimas, como cuando pasaba las manos por la cara y cuerpo del muchacho según iba creciendo. Conforme pasaban los años Casimiro lloraba más y más a menudo. ¡Deseaba tanto poder ver a su hijo!

Por fin llegó el día en que tocó una pelusa incipiente en la barbilla de su hijo, y las lágrimas rodaron por su rostro. Pidió a su mujer que le llevara hasta su cuarto y allí permaneció durante el resto del día, sin salir siquiera para cenar.

Esa noche Casimiro no pudo dormir. Le vino una idea que daba vueltas en su mente. Había enterrado sus ojos en la tierra floja de una esquina de la casa. ¿Qué pasaría si los fuese a desenterrar? ¿Servirían aún? ¿Podría utilizarlos para ver a su hijo sólo unos minutos?

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Finalmente no pudo permanecer más tiempo acostado. Retiró las ropas de la cama y saltó fuera de ella. Palpando las paredes para encontrar el camino, llegó hasta la puerta de entrada. Luego anduvo entre el césped mojado hacia la esquina de la casa.

Casimiro cayó de rodillas. Con las manos desnudas escarbó desesperadamente la tierra. Ah, aquí… no, era una piedra. Salió más tierra. Luego sintió algo suave, duro y redondo en sus dedos. Uno ojo era suficiente. Se incorporó y empezó a limpiar la tierra del ojo malévolo.

A la mañana siguiente encontraron a Casimiro caído sobre el suelo, en la esquina de la gran casa de piedra. Llamaron al momento a un doctor, pero ya era demasiado tarde. Un ataque al corazón, dijo el médico, había acabado Casimiro a medianoche.

Solo el sirviente supo toda la verdad. Fue él quien encontró el cuerpo de Casimiro y quien vio el ojo caído sobre el suelo, con la pupila contra la tierra. Y fue él quien enterró definitivamente el malévolo ojo que había matado al bondadoso Casimiro.

 

CHANG  FU-­‐YENG  Y  EL  JUEZ  SABIO Hace mucho tiempo vivía en las colinas del norte de China un hombre llamado Chang Fu-Yeng. Como la mayoría de los chinos de aquel tiempo, era muy pobre. Su único sustento provenía de lo que podía producir su pequeño predio.

Un año Chang plantó ajo en su diminuto campo. Como no tenía más que ese terreno, pudo cuidar especialmente cada una de las plantas. Ni una sola mala hierba creció en el campo de ajos de Chang. Cuando la tierra estaba seca acarreaba agua desde un arroyo situado a más de un kilómetro de distancia. A lo largo de todo el verano observó cómo crecían sus ajos. Sabía que si éstos eran de buena calidad alcanzarían un precio alto.

Cuando la cosecha estaba casi lista para recogerla, Chang se empezó a preocupar, ¿Qué pasaría si un ladrón llegara por la noche? ¿Qué tal si le robaran sus ajos?

Chang había trabajado durante todos aquellos meses y no quería correr ningún riesgo. Construyó una pequeña choza en medio de su campo, y todas las noches se quedaba allí cuidándolo de los ladrones.

Pero no apareció ningún ladrón. Chang permaneció despierto durante muchas noches; los ojos se le pusieron rojos y el cuerpo se le adelgazó. Al fin llegó a la conclusión de que no había ladrones en la vecindad.

- Mis buenos ajos están seguros-pensó-. Puedo pasar una noche durmiendo en mi casa.

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Así lo hizo. Por lo menos gozó de una buena noche de sueño. Pero a la mañana siguiente, cuando regresó al campo, vio que sus ajos habían desaparecido. Hasta la última planta fue arrancada.

Chang se quedó mirando su campo vacío con los ojos llenos de lágrimas: todo su trabajo había sido inútil. Era poco lo que podía hacer; no era posible que encontrase al ladrón por sí mismo, y no conocía a nadie que pudiese ayudarle.

Luego se acordó. En la ciudad cercana vivía un juez muy sabio; se decía de él que era incluso el hombre más sabio de China, Chang jamás le había visto. De hecho nunca había estado en la ciudad, pero ahora no perdió tiempo. Se puso su mejor ropa y bajó caminado las colinas hasta llegar a la gran ciudad de Pekín.

Al juez le sorprendió ver a un granjero de las colinas de pie ante él. Le contempló desde su alto sitial y le preguntó por qué había venido.

-Porque, su señoría, me han robado mis ajos- respondió Chang.

-¿Y por qué no atrapaste al ladrón?

-Porque, su señoría, yo no estaba ahí cuando él llegó.

-¿Y por qué no me trajiste a alguien que pueda describir al ladrón?

-Porque, su señoría, nadie llegó a verle.

-¿Y por qué no trajiste una pista, algo que el ladrón haya dejado tras él?

-Porque, su señoría, el ladrón no dejó nada tras de él. No encontré ni siquiera una huella. Lo único que estaba en el campo era mi pequeña choza, y esa estaba desde antes.

-Ya veo- dijo el juez- Se quedó por un tiempo con las puntas de los dedos unidas. Luego habló:

-Chan Fu-Yen, es poco lo que me has dicho, pero creo que puedo ayudarte a encontrar el ladrón.

Chang no entendía cómo iba a hacerlo. Él no le había dado ningún dato. ¿Qué podría planear la mente del juez sin nada que le sirviera de base? ¿Cómo iba a poder, desde su asiento de Pekín, encontrar a un ladrón que había desaparecido entre las colinas durante la noche?

-Los hechos están claros- prosiguió el juez-. Te robaron tus ajos. Lo único que estaba en el campo era la choza. Así que la choza debe haber robado los ajos.

¿Cómo? ¿Una choza robarse los ajos? Chang no podía creer a sus oídos. Parecía imposible. Seguramente el juez sabio no había dicho nunca nada tan insensato.

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Pero Chang estaba equivocado. El juez afirmó efectivamente que la choza había robado los ajos. Y lo que es más, dijo que se entablaría contra ella en un juicio justo. Ordenó a Chang que regresara a su granja y trajese a su choza a Pekín.

El juicio se llevaría a cabo la mañana siguiente.

Las noticias se extendieron con rapidez. Cuando Chang iba hacia su casa, encontró que todos estaban hablando sobre la choza que había robado los ajos. Nunca se había oído hablar de un juicio tan extraordinario. La gente no comentaba otra cosa.

A la mañana siguiente bien temprano, Chang cargó con la choza y la llevó a Pekín. Hombres, mujeres y niños hacían fila a ambos lados del camino. Una multitud siguió a Chang hasta la ciudad. La sala del tribunal estaba llena mucho antes de que el juicio comenzara.

Chang entró al salón cargando la choza sobre su espalda y se le dijo que la situara frente al sillón del juez. La multitud empezó a reírse tan fuerte que el juez tuvo que llamar al orden. Cundo por fin todo estuvo en silencio, el juicio comenzó.

El juez se inclinó desde su silla y miró la choza.

-Dime, Choza- ordenó-. ¿Fuiste o no fuiste tú quien robó los ajos pertenecientes a Chang Fu-Yen?

El juez se acomodó en su asiento esperando una respuesta. Y, de repente, toda la sala estalló en risas. El juez llamó al orden pero nadie le oía. Su cara se puso roja. Pasaron muchos minutos antes de que la multitud volviera de nuevo a la calma.

-Recuerdo a todos lo que están en esta sala- dijo el juez-, que éste es un tribunal donde se ejerce la ley. Si vuelvo a oír risas de nuevo, tendré que encerrarles a todos ustedes en la cárcel. Ahora, si la choza no habla, habrá que hacerla hablar. Seguidamente ordenó a seis guardias que golpearan a la choza con garrotes. Los golpes proseguirían hasta que la choza contestara la pregunta.

Seis fornidos individuos con sendos garrotes avanzaron hacia la choza. Sus golpes destrozaron las viejas tablas, y pronto la choza no fue más que un montón de astillas. Nada tan divertido había sucedió jamás en la corte del sabio juez. Una vez más las multitud estalló en risas. Les resultaba imposible contenerse.

-¡Cierren las puerta!- gritó el juez.- ¡Dije que nada de risas… y fue en serio!

Luego dio órdenes. Todos los asistentes al juicio serían encarcelados, y a todos se les exigió la misma multa… un kilo de ajos. A nadie se le dejaría en libertad hasta que se pagase la multa.

Enseguida los familiares y amigos de la gente encarcelada empezaron a traer las multas. Los ajos se colocaron en una gran caja al lado del sillón del juez. A cada uno de los que traían los ajos se les preguntaba donde lo habían adquirido y el nombre del mercader se anotaba junto a la mercancía.

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Pocos días después no podía hallarse ni un solo ajo en Pekín. Pronto se acabaron también los ajos en las ciudades cercanas. El juez lo había acaparado todo.

Cuando se hubo pagado la última multa, se ordenó a Chang Fu-Yen en que compareciese de nuevo ante el tribunal. No podía entender por qué. Nunca supo qué tenía que ver el hecho de pegarle a la choza con el hallazgo del ladrón. Tampoco sospechaba la razón por la que el juez quería que las multas se pagasen con ajos. ¿Para qué querría verle el juez ahora?

-En esta caja- dijo el juez a Chang- está todo el ajo de Pekín. Tus ajos deben estar aquí junto con el resto. Quiero que revises la caja, mira bien cada cabeza de ajo y separa aquéllas que puedan ser tuyas.

A Chang le llevó todo el día separar los ajos. Había miles de ristras. La mayoría de los ajos eran viejos, pero algunos otros tenían el aspecto de haber sido recientemente cosechados. Estos, Chang lo sabía, podían ser los de su campo, y los puso aparte.

Cuando Chang terminó, el juez vino y miró las etiquetas que estaban con los manojos de ajo fresco.

-Tenemos sólo tres nombres aquí- dijo a Chang-. Todo este ajo viene únicamente de tres mercaderes.

Al fin Chang comprendió cuáles eran los propósitos del juez. Ordenó que golpearan la choza sólo para hacer reír a la gente. Esta había apresada sólo para hacer que sus familias y amigos trajeran ajo. Sí, pensó Chang, el juez era efectivamente un hombre sabio, muy sabio. Levantó la vista hacia el juez y exclamó:

-¡Entonces uno de estos tres hombres robó mis ajos!

El juez parecía estar perdido en sus pensamientos.

-Tal vez, Chang, tal vez- dijo-. Pudo haber sido uno de esos mercaderes, o pudieron haber sido dos, o incluso los tres, o hay la posibilidad de que los robara otro hombre y después los vendiera a cada uno, a dos o a los tres mercaderes.

¡Ay, pensó Chang, el juez tenía razón!. Las cosas jamás eran tan sencillas como parecían. ¡Oh, lo que es ser tan sabio!.

-Pero no te preocupes, Chang- prosiguió el juez-.

Mañana por la mañana sabremos quién robó tus ajos. Pues una cosa es segura, y es que al menos uno de estos tres mercaderes sabe quién es el culpable.

Los tres vendedores de vegetales fueron llevados al tribunal. Se mostraron sorprendidos, y todos afirmaron que no sabían nada de los ajos robado. Ninguno era culpable del robo, ni tampoco habían comprado ajo por menos durante un mes.

Los ojos del juez recorrieron lentamente a un hombre tras otro.

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-Déjenme decirles algo- dijo finalmente-. Muchos me llaman sabio. Tal vez sea verdad; tal vez no. Pero la sabiduría, caballeros, no es todo lo que tengo que me ayude. No; durante muchos años he contado con la ayuda de un dios, un dios de la verdad. Ahora mismo ese dios está esperándonos en el sótano de esta corte. Nunca ha fallado en su tarea de descubrir al culpable. A menos de que me digan ustedes la verdad, tendrán que pasar la noche con el dios, y después la verdad quedará descubierta.

Los tres hombres insistieron en que no sabían nada acerca de los ajos robados. El juez hizo lo que les habían anunciado. Les guió por una oscura escalera, mientras Chang les seguía llevando una vela prendida lo mismo que los demás. Finalmente llegaron a un cuarto situado en lo más profundo del sótano. El juez abrió con la llave una pesada puerta, haciéndola girar, y los hombres entraron en el oscuro recinto.

En el centro del piso de piedra había una gran estatua que representaba a un dios sentado. Estaba tallada en un bloque de piedra blanca. Los mercaderes se sonrieron ante la idea de que la estatua pudiese hacerles algún daño, pero la sonrisa desapareció de sus labios cuando miraron sus ojos. Aquellos ojos brillaban con una extraña y rojiza luz propia. Eran los ojos de la verdad, explicó el juez. El cuerpo de la estatua era sólo de piedra, pero los ojos eran los de un dios.

-No verán nada… sólo los ojos de la estatua, hasta que yo regrese por la mañana- dijo el juez. Todo quedará oscuro. Pero recuerden esto, caballeros; los ojos de la verdad no necesitan luz para ver. Tienen su propia luz, así que si ustedes robaron los ajos de Chang, más les vale tener cuidado. En algún momento, durante la noche, el dios hará una marca en su espalda. Y por la mañana todos sabremos quién es el culpable.

El juez tomó las velas de los tres mercaderes y salió con Chang del cuarto. Después echó llave a la puerta cuidadosamente y allí dejaron a los tres hombres, solos con los centelleantes ojos del dios.

La mañana siguiente, al amanecer, el juez y Chang bajaron otra vez las escaleras hasta el cuarto del sótano. Se abrió la puerta. Ahí estaban los tres mercaderes, parpadeando ante la luz.

-Dense la vuelta- ordenó el juez.

A Chang se le quedó la boca abierta. Ciertamente el dios había dejado una marca. ¡La espalda de uno de los hombres estaba manchada con algo negro!

-Este es el hombre que robó tus ajos- dijo el juez a Chang-. ¿Ves? Su espalda está tan negra como su malvado corazón.

Chang no lo sabía, pero el juez había teñido las paredes del cuarto de hollín. El ladrón por supuesto, había tratado de evitar que el dios le hiciese una marca en la espalda, y se pasó la noche presionándola fuertemente contra la pared. Al tratar de salvarse, él mismo se marcó con la huella de la culpabilidad. Al instante cayó de rodillas y contó toda la historia.

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De esta manera el sabio juez se hizo aún más famoso. El ladrón fue enviado a la cárcel, donde pasaría mucho tiempo.

Chang Fu-Yen recibió todo el ajo que estaba en la caja del juez. Lo vendió a un alto precio; se hizo un hombre rico y pasó el resto de sus días cultivando rosas en pequeñas parcelas de tierra.

LA  GRAN  CAMPANA  DE  CHINA  . . . donde se predice a una niña el futuro y se entera de lo que debe hacer para salvar la vida de su padre.

Palabras que necesitamos saber: Aleación: Mezcla o fusión de dos metales por medio del fuego. Caldera: Vasija grande. Cuarteadura: Grieta, hendidura que se abre en las paredes. Duelas: Planchas de madera que cubren el piso. Jocoso: Alegre, divertido, bromista. Panel: Bastidor o armazón que divide las paredes o las cubre con fines decorativos, como en este caso. Posteridad: Descendencia, generaciones venideras. Prodigio: Milagro; cosa maravillosa y sorprendente. Rojo blanco: Color rojo claro que toma un material sumamente caliente. Las altísimas temperaturas del Sol le dan un color amarillo pálido Tañer: Tocar las campanas. Timbre: Sonido de una voz o instrumento. Vehemente: Apasionado, impetuoso.

Casi todos los idiomas se escriben horizontalmente y de izquierda a derecha.

P e L i b r E g c f d P i y v c r é d u e l u u o e o z e h o e i e l s e r d q d r i l o n a s t n m d e u e t n e o m o t i a t a i m i i o l a o g o s f o e d c

a e u e , e s r e a s i h n r i s q r d r l e d o e e u p e e a e m i r c s n e e e n s c e e o a u u t l r t c h n s m a l e n o e r a t c a l t m o s i e r q a i s e b a i u r s l i b i í m r e e a o r

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LA  GRAN  CAMPANA  DE  CHINA  

Hace muchos años vivía en China un gran emperador. Millones de personas tenían que obedecer sus órdenes, y todas las riquezas de aquel gran país eran de él y solamente de él.

Pero al Emperador le interesaba sólo una cosa. Su palacio estaba atestado de obras de arte. Tenía más artistas en sus estudios que soldados en su ejército. En cada rincón de cada cuarto había una estatua de plata. Las paredes estaban cubiertas de paneles pintados; las pinturas eran tan delicadas que, según se decía, estaban hechas con pinceles de un solo pelo.

Pero entre todas sus cosas, lo que el Emperador amaba más eran sus campanas. Para él una buena campana era una obra de arte. La campana, pensaba, era lo más grande que el hombre había hecho. Dos campanas podían ser parecidas, pero nunca sonaban igual. Además, se las podían construir de muchas formas, tamaños o metales. El Emperador pensaba en sus campanas como si se tratase de estatuas, porque estaban cubiertas con figuras de hombres y mujeres.

─Una campana es la única obra de arte que puede hablar ─solía decir a sus invitados─. Las pinturas y las estatuas complacen a los ojos, pero sólo la campana puede complacer al oído. Cada campana tiene una voz, un espíritu y hasta un alma propia.

Un día de verano el Emperador llamó a su mejor constructor de campanas, que era un hombre llamado Fang Tung. Fang Tung había hecho campanas tan grandes como el Emperador y tan pequeñas como la uña de su pulgar. Sabía hacer campanas para tocarlas cuando el emperador estaba contento y otras para tañerlas cuando estaba triste. Sólo Fang Tung podía hacer la gran campana que el Emperador había imaginado.

─No me restan muchos años de vida─ le dijo a Fang Tung─. Quiero dejar a la posteridad una campana como el mundo jamás haya conocido. De aquí a mil años, cuando esa campana suene la gente suspenderá lo que esté haciendo. “¡Escuchen!” dirán todos. “¡La gran campana de un gran emperador!”

La campana tenía que medir exactamente tres veces la estatura del Emperador. Su superficie debía mostrarle en tres etapas diferentes de su vida. La fabricarían con tres metales distintos: el cobre; dijo el Emperador, haría que su tono fuese fuerte y claro; la plata le prestaría un timbre suave y dulce; el oro la haría sonar rica y armoniosamente.

Fang Tung escuchó con paciencia las órdenes del Emperador. Luego meneó tristemente la cabeza.

─No se puede hacer─ dijo─. El cobre, la plata y el oro no se llegarán a mezclar. No podrá lograrse esa aleación.

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─Ese es problema tuyo─ contestó el Emperador ─.Te daré un año para que puedas aprender a mezclar los tres metales. Durante este tiempo puedes consultar con todos los expertos en metales de China. Pero terminando el año quiero mi campana… ¡Tienes un año a partir de hoy!

Fang Tung hizo una reverencia y abandono el palacio. Sabía lo que iba a suceder si no podía hacer la gran campana. El Emperador empleaba sólo un castigo para quien no llevaba a cabo una orden, y era la muerte. No importaba que el mandato fuese realizable o no.

Esa noche Fang Tung regresó tristemente con su familia. Su sonrisa y su ánimo jocoso se habían esfumado. Por primera vez en años no jugó con su hija Ko-Ning antes de la cena y prefirió irse directamente a su habitación. Se acostó sobre una estera y se quedó mirando el techo.

A la hora de cebar Fang Tung contó toda la historia a su esposa e hija.

─El Emperador cree que el cobre, el oro y la plata pueden mezclarse y formar un metal nuevo ─ dijo─. ¡Cómo desearía que eso fuese posible!

─ ¡Pero es posible! ─exclamó Ko-Ning─. ¡Tú siempre has dicho que si crees en ti mismo y tratas de lograr algo con la fuerza necesaria, todo es posible!

Fang Tung miró la inocente cara de su hija y sus vehementes ojos castaños, y sonrió con tristeza. Sólo Ko-Ning era lo suficientemente joven para tener alguna esperanza.

La mañana siguiente Fang Tung envió a buscar a todo experto sobre metales que había en China. Luego reunió a sus ayudantes y a los artistas.

─Necesitamos un año para hacer esta campana ─ les dijo ─. Desde el principio tenemos que hacerlo lo mejor posible, porque no habrá una segunda oportunidad.

La construcción de la gran campana avanzaba lentamente. Primero se hizo un gran molde de arena y arcilla en el cual se emplearon muchos meses. Pero al fin el molde quedó listo para que se le pudiera verter el metal, calentado hasta el punto de hacerlo líquido. Cuando el metal estuviera frío, romperían el molde para sacar una campana hecha con un nuevo y brillante metal.

Al menos así lo esperaba Fang Tung. Hacer el molde para la enorme campana era un trabajo difícil, aunque posible; pero lograr fundir satisfactoriamente los tres metales parecía imposible. Los expertos dijeron que era necesario calentar los metales a una temperatura más alta de lo que jamás se había hecho. Tal vez funcionaría, tal vez no.

Fang Tung aguardó mucho tiempo a que los expertos pensarán en una idea mejor, hasta que casi se acabó el plazo. No podía esperar un solo día más, había llegado la hora de verter el metal.

Como nunca nadie lo había calentado a tan alta temperatura tuvieron que construir un horno especial de ladrillo. Le prendieron fuego y pusieron en él el cobre, la plata y el oro. Los ladrillos tomaron un color rojo vivo, luego pasaron al rojo blanco y después se

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pusieron tan brillantes como el Sol. Cuando parecía que el horno iba a estallar, Fang Tung dio la orden de verter el metal. Abrieron una puerta lateral del horno; el metal fluyó hasta llenar una caldera que medía más de metro y medio de alto. Ataron a la caldera unas fuertes cadenas, y la alzaron sobre el molde para llenarlo con el metal líquido. Había exactamente lo suficiente.

Pasaron dos días antes de que se enfriara el metal. Los artesanos apenas podían esperar para abrir el molde: la vida de Fang Tung dependía de lo que encontraran.

Cuando Fang Tung dio la orden de vaciar el molde, empezaron enseguida a golpearlo con sus martillos, hasta que cayó roto en grandes pedazos.

¡Y lo mismo pasó con la campana!

Fang Tung había fracasado. Levantó un trozo de la suave mezcla y lo miró cuidadosamente. No se había convertido en un nuevo metal. A la brillante luz del Sol pudo ver que estaba hecho de menudos fragmentos de cobre, plata y oro. Los tres metales se convirtieron en polvo entre sus dedos. Entonces envió un mensaje al Emperador y luego se fue a casa a esperar que llegasen los soldados que habrían de apresarle.

Pero Fang Tung se olvidaba de algo: el Emperador ansiaba la campana más que nada en el mundo; estaba por encima de la muerte de Fang Tung. Si él no podía hacer la campana ¿quién otro iba a poder?

Así que en lugar de enviar sus soldados a la casa de Fang Tung, el Emperador mandó a un mensajero: Fang Tung tendría otra oportunidad… ¡Otro año de vida!

La más feliz de todos era Ko-Ning. Su propia vida, pensaba, no valdría la pena sin su querido padre. Y para ella un año era mucho, mucho tiempo.

Se empezó otra vez el trabajo para hacer una nueva campana. Volvieron a construir un inmenso molde de arena y arcilla. Cuando estaba por terminarse el año, los artesanos pusieron nuevamente los tres metales a calentarse en el horno. Fang Tung repitió todo tal como lo había hecho antes; pero, aunque Fang Tung no lo sabía, esta vez no todo iba a ser igual. Ko-Ning había lamentado no poder ayudar a su padre con la primera campana, así que cuando se empezó a trabajar con la segunda la niña fue a visitar a una vieja que predecía el futuro, y le preguntó qué podría hacer para ayudar a construir la campana.

La adivina le dijo que consiguiera una rana con un solo ojo, a la que tendría que echar en el metal fundido. Únicamente de esa forma se podría lograr que el cobre, la plata y el oro se mezclaran. Sólo así podría salvar la vida de su padre.

Ko-Ning estuvo ocupada durante los meses que se necesitaron para hacer el segundo molde. Después de ir a la escuela, pasaba las horas buscando una rana con un solo ojo. Buscó por todas partes. La mayoría de la gente se hubiera dado por vencida, pero no Ko-Ning. Por fin encontró una en la orilla de un río situado a más de un

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kilómetro de su casa. No era una rana grande, pero tenía solamente un ojo, y eso es lo que importaba.

Ko-Ning escondió la rana en el sótano de la casa y la alimentó con moscas. Por fin llegó el día en que debía verterse el metal para la segunda campana. Ko-Ning envolvió a la rana en un pedazo de tela. La puso en su bolsillo y fue al taller.

Había planeado arrojar la rana en el metal ardiente sin que la vieran, pero los artesanos estaban por todas partes vigilando el inmenso recipiente. Tendría pues que preguntar primero a su padre.

Fang Tung sonrió cuando su hija le tiró de la manga y le pidió permiso para arrojar algo al caliente metal.

─ ¿Qué es? ─pregunto él.

─Una rana con un solo ojo – respondió Ko-Ning, levantando el pequeño envoltorio para que su padre lo viera -. Es sólo para tener buena suerte.

Aquello era ridículo, pensó Fang Tung, pero parecía significar mucho para Ko-Ning.

─Adelante ─ le dijo ─, pero ten cuidado, no te acerques demasiado. La rana morirá tan pronto como la eches ahí.

Ko-Ning se acercó, pero el calor la detuvo. Arrojó la rana sobre el ardiente metal y regresó corriendo a los brazos de su padre.

La niña apenas podía esperar a que el metal se enfriase. Al fin llegó el momento de quebrar el molde. ¿Se rompería también esta campana como la anterior? ¿O su rana de un solo ojo lograría el prodigio?

El molde se rompió fácilmente. ¡Una enorme campana de plata dorada brilló a la luz del sol! El trabajo parecía demasiado perfecto para ser producto de manos humanas.

Pero aún faltaba algo que hacer. Antes de llevar la campana al palacio del Emperador tenían que probar el tono. Ko-Ning sabía que cada campana tenía un sonido que le era propio. Podía ser que una hermosa campana tuviera un tono poco grato. Pero nadie parecía preocuparse por esta campana. Ko-Ning estuvo presente cuando lazaron la campana del suelo con fuertes cuerdas. Entonces su padre tomó un martillo pesado y se preparó para pegarle en el borde. Junto a la campana el martillo parecía demasiado pequeño para hacerla sonar.

La campana no sonó. En lugar de un dong, se oyó un crac. Grandes cuarteaduras, iguales a rayos negros, se abrieron en la campana. Por un instante mantuvo su forma; pero luego, con fuerte estruendo, se desplomó en una nube de polvo a los pies de Fang Tung.

Ko-Ning estaba segura de que su rana había sido demasiado pequeña para la campana, que después de todo era muy grande. Hizo todo lo que pudo para hacer sonreír a su padre, pero Fang Tung no sonrió. No podía. Ni siquiera las buenas

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noticias del Emperador lograron animarle: Éste le daba por tercera vez la oportunidad de que construyera la campana, pero sería definitivamente la última. El Emperador quería que el año próximo se le llevase la campana o la cabeza de Fang Tung.

Así que por tercera ocasión se empezó a trabajar en un nuevo molde. Y Ko-Ning fue a ver otra vez a la adivina. Como antes, la visita se mantuvo en secreto. Pero cuando Ko-Ning regresó a casa sus ojos brillaban esperanzados. Tenían ahora una expresión de profunda confianza, la certidumbre de que todo iba a resultar bien. Fang Tung sabía que jamás podría haber terminado el molde sin Ko-Ning. Su sonrisa lo alentaba día tras día. Algunas veces hasta pensaba que la tercera campana sí iba a lograrse.

Finalmente llegó el día en que el metal debía verterse. Ko-Ning fue otra vez a observar. Cuando el inmenso recipiente de arcilla estuvo lleno, la niña pidió permiso de nuevo para arrojar algo al metal ardiente.

Fang Tung miró el pequeño envoltorio de tela que su hija tenía en la mano.

─ ¿Qué es esta vez? ─preguntó ─. ¿Otra rana?

─Ya verás─ respondió Ko-Ning.

─Está bien – dijo Fang Tung─, pero ten cuidado.

Fang Tung sonrió mientras veía a su hija correr hacia el enorme recipiente. Pero Ko-Ning no se detuvo. ¡Continuó corriendo cada vez con mayor rapidez, hasta que de un fuerte brinco se arrojó de cabeza en el ardiente metal!

Una lluvia de abrazadoras gotas blancas tintinearon sobre el suelo. Un poco de metal líquido se derramó sobre los bordes de la caldera. Luego todo quedó como antes.

Ko-Ning había dado un salto hacia la muerte. Su acto llenó a todos los ojos de lágrimas. Fang Tung se desmayó y cayó al suelo. Tuvieron que llevarlo cargando hasta su casa dos de sus trabajadores.

Durante un rato los demás artesanos se sintieron demasiado horrorizados para poder moverse. No podían entender por qué Ko-Ning había dado así su vida. Sin embargo Fang Tung estaba vivo aún, y tenían que tratar de salvarle. La campana del Emperador debía terminarse. El molde estaba listo y el metal se había mezclado.

Vertieron lo mejor que pudieron el metal en el molde.

No hallaron en la caldera señal alguna de Ko-Ning. Su cuerpo se había fundido con él y transformado en parte de la gran campana. Cuando por fin la probaron, vieron que ninguna otra podía compararse con ella.

Fang Tung permaneció en cama durante casi una semana. No comía nada. No decía nada. No sabía nada. Luego, en un sueño, oyó una voz que voceaba el nombre de su hija. ¡Ko-Ning! gritaba, y de nuevo, ¡Ko-Ning!

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Fang Tung se incorporó de la cama. Estaba ahora completamente despierto. Ko-Ning, volvió a escuchar. ¿Por qué – pensó – esa voz sonaba como la de su hija? Pero no, ¡era una campana! Fang Tung estaba seguro. Era una campana con un sonido único…el del alma de Ko-Ning, tañendo para que todos la oyeran. Era un sonido triste, pero también muy hermoso.

Ko-Ning seguía cantando la gran campana, Ko-Ning. Ko-Ning. ¡Ko-Ning!

Unos reirán, otros llorarán

EL  HOMBRE  QUE  POSEÍA  LA  LUNA  ¿Has oído hablar alguna vez de una máquina del tiempo?

La idea es sencilla. Una máquina del tiempo es una caja grande casi del tamaño de un elevador. Te metes dentro y cierras la puerta; luego oprimes botones que te envían hacia años atrás o hacia adelante en el tiempo. Cuando abres la puerta y sales, puedes encontrarte en el mundo del futuro o en el mundo del pasado.

La idea de una máquina del tiempo siempre ha interesado a la gente. ¿A quién no le gustaría pasar un día en el mundo del año 3 mil? ¿O en el mundo de los antiguos griegos?

Por supuesto, la máquina del tiempo nunca se ha podido inventar. Pero la gente sí ha dado un paso en un mundo y en el otro. Hace cerca de cien años, un explorador norteamericano llamado Henry M. Stanley se internó en África. Se halló con que los africanos vivían de un modo muy parecido a como vivió el hombre al comienzo de la historia. Stanley vio que era posible introducirse en otro mundo; un mundo sin escuelas, sin ciencia y sin escritura.

¿Y qué clase de historias escuchó Stanley de los africanos? Mitos, por supuesto. Los africanos contaban mitos por la misma razón que los griegos. He aquí un mito que Stanley nos trajo de África. Explica por qué hay manchas oscuras en la Luna y por qué los hombres y los monos son tan similares, y a la vez tan diferentes.

 

EL  HOMBRE  QUE  POSEÍA  LA  LUNA  ¿Desciende el hombre de los monos? ¿Comían plátanos y vivían en los árboles los abuelos de los primero seres humanos?

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Cada quien tiene diferentes respuestas para estas preguntas. Algunos dicen que sí, otros dicen que no. Pero los habitantes de la vieja África tenían su propia respuesta. ¡Creían que los monos descendían del hombre! Así es como pensaban que había sucedido.

En los días en que los monos eran hombres, vivía en África un rey llamado Bahanga que gobernaba el antiguo pueblo de Bandimba.

No podemos encontrar a Bandimba en un mapa. En la época de que hablamos los mapas no existían. Sin embargo, el Rey Bahanga sabía cuánta tierra le pertenecía, porque una vez al año escalaba una enorme montaña que había en el centro del país. Cuando estaba arriba miraba a su alrededor y decía:

- ¡Todo esto es mío!

El rey Bahanga vivía sabiamente y gobernaba bien. Habitaba un gran palacio de madera y cosechaba los mejores plátanos de Bandimba. Era querido por su pueblo y amado por sus muchas esposas. Sólo había una cosa que Bahanga deseaba y no tenía: un hijo, pues toda su descendencia estaba formada por mujeres.

Finalmente, después de que Bahanga había gobernado durante muchos años, una de sus esposas dio a luz a un hijo. Bahanga estaba muy contento. Dio a todo su pueblo una semana de vacaciones, con lo cual éste se sintió igualmente muy contento.

El Príncipe Bahang, como llamaron al muchacho, creció rápidamente. Siempre fue más alto y fuerte que los otros niños de su edad. Su padre le daba todo lo que quería; hasta le permitía compartir el poder real. El príncipe Bahang gobernaba a los niños de su edad y a los más chicos. Cuando tuvo cinco años, todos los niños, desde su edad para abajo, tenían que llamarle “Rey”. Cuando cumplió los dieciséis, era el “Rey Bahang” para la mitad de los adolescentes del país. No transcurrió mucho tiempo cuando el muchacho ya gobernaba a más gente que su padre.

Pero a pesar a de todo este honor, el príncipe no se sentía todavía satisfecho. Cuantos más súbditos tenía, más quería gobernar. Cuantas más cosas tenía, más deseaba tener. Cuando veía algo, quería poseerlo. Así Bahang tuvo todo lo que quiso. El rey le amaba tanto que no podía decirle que no.

El príncipe Bahang se convirtió en un joven muy orgulloso. Se alababa más de lo que debía. Nunca hacía uso de las cosas que poseía, pero se jactaba de ellas todo el tiempo.

-Tengo todo lo que su puede poseer –decía a sus amigos -. Mi padre el rey no puede decirme que no.

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Los amigos de Bahang solían cansarse de su vanidad. Un día se pasaron toda una hora oyendo hablar al príncipe de su nueva canoa. Cuando Bahang se fue, hicieron un plan.

-Vamos a fastidiar a Bahang –decidieron -. Le haremos rabiar porque no posee la Luna.

Y así lo hicieron. Pero el príncipe no estaba acostumbrado a que le molestasen y no lo pudo soportar. En lugar de reírse se enojó y fue corriendo con el rey.

-Mis amigos dicen que no me darás la Luna –gimió – Pero les mostraremos que son unos tontos, ¿no es así?

El Rey Bahanga sonrió.

-La Luna no es mía, y por tanto no puedo regalarla –explicó -.

-¿Por qué? –exclamó Bahang -. Está suspendida en el cielo sobre Bandimba, ¿no es así? Pensé que todo lo que podías ver desde la cima de la montaña era tuyo.

Al rey Bahanga nunca se le había ocurrido aquello.

-Es verdad –dijo -. Supongo que la Luna me pertenece, después de todo.

-Entonces la quiero –dijo Bahang al instante-. Quiero que me des la Luna.

El rey se rió.

-Está bien, hijo mío –dijo sonriendo-. Te doy la Luna. Tómala. Desde ahora la Luna es tuya.

El Príncipe Bahang se enojó. Primero sus amigos se habían reído en su cara y ahora su padre.

-¡Pero yo quiero poseer la Luna –gritó -.No quiero únicamente verla en lo alto del cielo! ¡Quiero tenerla aquí, conmigo, en mis manos!

El rey trató de explicar las cosas a su hijo. Dijo que nadie tenía idea de cuánto pesaba la Luna, ni a qué altura estaba atada al cielo. No le sería posible poseer realmente la Luna.

Pero Bahang no estaba acostumbrado a oír la palabra no. Su temperamento se desbordó salvajemente.

-¡Quiero la Luna! –gritaba -. ¡La quiero! ¿Lo oyes? ¡La Luna será mía o moriré!

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Estas últimas palabras fueron demasiado para el buen Bahanga. La idea de la muerte de su hijo le estremeció de miedo. Si Bahang muriese, ¿quién gobernaría el país cuando él se hiciera viejo? No quedaría nadie para conservar el nombre de la familia.

-Está bien –dijo el rey después de un momento-. Te prometo que trataré de conseguirte la Luna, pero a cambio debes hacerme una promesa: nunca volverás a hablar de tu muerte.

El príncipe asintió.

Al día siguiente el Rey Bahanga reunió a sus consejeros. Les ordenó que le bajasen la Luna de los cielos. Los consejeros se preguntaban si su rey se habría vuelto loco. Nadie en Bandimba había subido más allá que la copa del árbol más alto.

-Se le dará una buena recompensa al hombre que me traiga la Luna, dijo Bahanga a sus consejeros. Tendrá riquezas, tierras y mucha comida. Podrá dejar incluso su puesto de consejero.

Los sabios convocaron a los pocos ingenieros que había en Bandimba. Sólo uno de ellos sabía cómo alcanzar la Luna. Los sabios y los ingenieros discutieron durante muchos días. Al fin se comunicaron con el rey. Le dijeron que tenían que construir una gran torre de madera sobre la montaña. Sólo así podrían alcanzar la Luna.

-Pero ¿es posible? –preguntó el rey Bahanga.

-La Luna está arriba en el cielo – contestaron los consejeros-. Así es que si construimos una torre lo suficientemente alta ésta llegará a la Luna.

Bahanga reflexionó. La cosa parecía tener sentido.

-Bien - dijo de pronto-. Comunicaré inmediatamente nuestro plan al pueblo. Lo llamaremos el plan Bahanga. Nadie descansará en Bandimba hasta que se alcance la Luna.

El plan Bahanga hizo que cambiasen muchas vidas. Se envió a los hombres de Bandimba a los bosques a fin de que cortasen troncos para la torre. Los niños hicieron kilómetros de cuerda que se necesitaron para atar a los leños. Las niñas cocinaban y cuidaban a los más pequeños. Y las mujeres fueron a trabajar a los campos.

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En pocas semanas la torre empezó a crecer. Cada uno de los cuatro pilares que la sustentaban era más ancho que el palacio del rey, y estaban tan separados que el príncipe no podía alcanzarlos con un tiro de piedra. Día tras día se colocaban nuevas vigas, atándolas firmemente en su lugar.

A los dos meses la parte alta del edificio no se alcanzaba a ver desde el suelo. Llegaba gente de toda África a ver la torre que desaparecía en el cielo.

-¡Magnifico! - decían-. ¡Maravilla de maravillas! ¡Que toda la gloria sea para Bahanga!

Pero a algunos no les gustaba la torre de Bahanga. Uno de ellos era Aruwimi, el más sabio de todos los hombres de Blandimba.

-Habrá problemas si se quita a la luna de su lugar -advertía Aruwimi-. Nadie debe tratar de alcanzarla; pertenece a los dioses, y ellos se enojarán.

Aruwimi construyó una inmensa canoa del tamaño suficiente para transportar a toda su familia.

-La vida en Bandimba se ha vuelto demasiado peligrosa -decía la gente-. Todos deberíamos abandonar el pueblo. Pero casi todas las personas se reían de Aruwimi

No podían comprender sus temores. Confiaba en su rey demasiado para escuchar al hombre sabio. Solamente unas cuantas familias abandonaron Bandimba con Aruwimi.

El rey Bahanga se emocionaba más cada día. Pensaba únicamente en alcanzar la Luna. Los hombres que bajaban de la torre decían que se acercaban más y más. Bahanga apenas podía esperar. Pasaba los días observando cómo colocaban las vigas cada vez más altas. Y por la noche se sentaba a mirar la Luna suspendida en el cielo de Bandimba como una manzana dura que sólo espera que la corten.

Al fin llegó el gran día. El mismo ingeniero principal descendió a la tierra.

-Se ha terminado la torre - dijo al rey Bahanga. Extendió su mano derecha ante él.

-Con los dedos de esta mano he tocado la Luna. Bahanga abrazó al ingeniero y le besó ambas mejillas. ¡Se había alcanzado la Luna! ¡La Luna era de él!

Sentía picazón en las manos con el deseo de tomar la Luna ¡Qué orgulloso estaría cuando se la diera a su hijo! Bahanga decidió escalar la torre por sí mismo. Alguien tenía que bajar la Luna del cielo. ¿Por qué no podría ser él esa persona?

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A la mañana siguiente muy temprano Bahanga emprendió la ascensión, escaleras arriba, hacia la luna.

Le seguían el príncipe y el ingeniero principal.

Paso tras paso fueron subiendo arriba, arriba, arriba. La gente que estaba en el suelo pronto pareció enana, luego muñecos y después puntos. A mediodía la gente que esperaba al pie de la torre había desaparecido de su vista. Era un día despejado y el continente entero de África se desplegaba a sus pies.

Bahanga se detuvo para mirar. Lejos, hacia el sur, estaba el cabo de buena esperanza. En el norte se extendía un enorme desierto. Y a todo alrededor brillaba el agua azul.

-Mira - dijo el rey a su hijo -. Aquí esta... ¡África! ¡Toda entera!

-Entonces es toda tuya - exclamó el príncipe Bahanga-.

¡Si puedes verla es tuya!

Bahanga aspiró profundamente.

-Sí- dijo con un suspiro -. Supongo que así es.

La idea de poseer toda África no le complacía. La responsabilidad sería demasiado grande.

Pero nada era demasiado grande para el príncipe Bahang.

Había visto África. La quería y... La pidió.

-Algún día será, hijo mío - respondió su padre-. Pero primero, la Luna.

Era una larga y calurosa tarde. El sol quemaba las desnudas espaldas de los tres hombres. Pero el rey Bahanga no se detuvo ni siquiera a descansar.

Según transcurría el día, él escalaba con más rapidez cuando vio la cúspide de la torre, subió todavía con mayor presteza. Pero el príncipe, a pesar de lo grande y fuerte que era no pudo continuar subiendo.

Sólo cuando el sol se puso, Bahanga alcanzó la cumbre de la torre. Permaneció solo en la plena plataforma de madera. A menos de un metro colgaba la Luna... ¡Su Luna! El rey había esperado poder verla, pero ahora apenas podía creer a sus ojos.

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La Luna era más grande de lo que Bahanga había supuesto. Sus brazos podían abarcarla hasta la mitad, pero no más. Brillaba con una luz que parecía salir del centro

Bahanga caminó con cuidado por la plataforma. Se estiró y alcanzó la Luna con la punta de los dedos. Estaba tibia, pero no caliente. Parecía estar hecha con una clase de piedra arenosa. La golpeó ligeramente con el dorso de la mano. ¡Pero sí sonaba hueco! La empujó con fuerza y vio que se mecía fácilmente hacia atrás y hacia adelante.

Bahanga quería desprender la luna del cielo. ¿Podría hacerlo por sí mismo? No, decidió. Parecía demasiado pesada para que un solo hombre la sostuviera. Tendría que esperar a su hijo y al ingeniero principal.

Pronto apareció la cabeza del príncipe sobre la orilla de la plataforma. Su rostro mostraba fatiga, pero sus ojos se abrieron explosivamente cuando vio la luna. Corrió a través de la plataforma. Entonces tocó, golpeo ligeramente y meció la Luna tal como su padre lo había hecho.

El último en llegar fue el ingeniero jefe.

-Todo está listo - dijo -. Señaló hacia un montón de cuerdas que estaban al lado de la plataforma -. Podemos desprender la Luna ahora mismo. Aquí están las cuerdas que subí para bajarla a la Tierra.

Bahanga quería descolgarla él mismo. Dijo al príncipe y al ingeniero que se pusiera de pie a ambos lados de la enorme bola brillante. Luego colocó su hombro contra la Luna. Empujó. La luna sólo se meció hacia un lado y hacia el otro, así que empujó más fuerte cada vez. Brotaron de su cara grandes gotas de sudor, que brillaban como diamantes con la luz de la Luna. Muy lentamente, la luna comenzó a rodar hacia arriba.

De pronto se oyó un fuerte crujido. El hombro de Bahanga había quebrado la corteza de la Luna. La gran bola se abrió por varias partes, y brotó fuego de una docena de agujeros. Una lluvia de chispas cubrió el cielo nocturno. ¡La torre ardía! Una inmensa llama blanca cubrió a los tres hombres.

Abajo, en la Tierra, la gente había gritado de felicidad cuando vio que la Luna se movía.

-Bahanga lo ha logrado! - gritaban.

Pero los gritos de alegría no duraron mucho.

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¡BOOM! La Luna estallaba. Fuegos artificiales iluminaron el cielo. Luego la torre se encendió. Los maderos ardientes caían al suelo. Las llamadas se esparcieron por todo el bosque. La gente lanzaba alaridos.

-¡Corran! ¡Corran para salvar la vida!

Hombres, mujeres y niños escapaban en todas direcciones. Mientras corrían entre el humo, se hacían más pequeños. El pelo cubría sus brazos y piernas. Tropezaban con sus nuevas colas. ¡Se habían convertido en monos!

El sabio Aruwimi vio cómo los monos salían corriendo del bosque en llamas. A algunos los había conocido como hombres. Los más pequeños y ágiles se habían convertido en pequeños monos ágiles. Los hombres más grandes y lentos se habían convertido en grandes y lentos monos. Las lágrimas cubrieron los ojos de Aruwimi. Ahora sabía lo que los dioses habían hecho: Convertir a los hombres que eran tontos en tontos animales con cola.

Si no crees la historia, observa bien la Luna alguna noche. Mira cuidadosamente las manchas obscuras que algunos llaman "el Hombre de la Luna", y veras que no se parecen a la cara de un hombre. Parecen exactamente lo que son... Los agujeros causados por el rey Bahanga, el hombre que poseyó la Luna.

HOMBRE  MÁS  PEREZOSO  DE  LAOS  

En Laos, un pequeño pueblo al sur de China, vivía un hombre que era muy, muy perezoso. Tanto que nunca se levantaba cuando podía estar sentado, ni se sentaba cuando podía estar echado. Y cuando estaba echado el mayor esfuerzo que llegaba a hacer era darse la vuelta.Por supuesto, el Perezoso de Laos nunca logró una esposa. Ninguna mujer lo hubiera soportado. Vivía solo en una cabaña de un solo cuarto. La lluvia goteaba por los agujeros del techo; el viento se colaba entre las anchas grietas de las paredes y del piso.

─El trabajo es para los tontos─ solía recordarse. Huía del trabajo como si fuese una enfermedad. Decía de sí mismo que era granjero de cerdos, lo que significaba que algunos puercos flacos vivían debajo de su casa. Pero tenían siempre hambre y nunca aumentaban de tamaño. Para comer, el Perezoso se veía obligado a trabajar de cuando en cuando, pero nunca trabajaba más que unos cuantos días seguidos, y jamás por dinero. Siempre pedía que se le pagase con alimentos, pues eso le ahorraba el viaje hasta la tienda.Un otoño el Perezoso trabajó durante toda una semana en los campos de arroz de un vecino. Sentía un poco de vergüenza por haber

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hecho un esfuerzo tan continuado, pero le llenó de satisfacción la jarra de arroz que recibió al final de la semana. Llevó la jarra a su casa, la colocó sobre los pies de la cama y se acostó para pensar en su buena fortuna.

─Conservaré este arroz hasta bien entrado el invierno ─se dijo─. Entonces valdrá mucho, lo venderé y utilizaré el dinero para comprar diez cerditos. Cuando los diez cerdos hayan crecido y engordado, los venderé y utilizaré el dinero para comprar cien cerditos.Cuando éstos hayan crecido, los venderé y utilizaré el dinero para comprar mil cerditos. El perezoso estaba ahora muy emocionado. El asunto parecía no tener fin. Podía empezar con su única jarra de arroz y acabar convirtiéndose en el hombre más rico de Laos.

─Cuando mis mil cerdos estén lo suficientemente gordos ─ continuó─

los venderé y compraré más cerdos de los que nadie en mi vecindad, haya soñado poseer. Entonces me casaré. Nacerá un hijo para honrar a su padre; cuando esté lo suficientemente crecido para caminar, podré enviar a mi esposa a que cuide los cerdos. Y si ella no trabaja, ¡la patearé…así! Diciendo esto el Perezoso lanzó su pie derecho al aire; su talón le pegó a la jarra de arroz que rodó desde la cama y cayó al suelo con un fuerte estrépito. La jarra se hizo mil pedazos. El arroz cayó entre las anchas grietas de las duelas, sirviendo de alimento a los hambrientos cerdos que vivían bajo la cabaña. El Perezoso ni siquiera se molestó en levantarse para salvar un puñado para su cena.

También del África:

 

EL  LEÓN  Y  EL  SR.  HAMBRE   Aruwimi, el hombre sabio, solía contar un relato titulado “El león y el Sr. Hambre”. Quería oír lo que la gente decía al escucharlo. Esta es la historia.

Un conejo oyó una vez a un león presumir acerca de lo fuerte y valiente que era. El conejo sonreía y asentía cabeceando mientras el león hablaba y hablaba. Pero en verdad, no siendo él fuerte ni valiente, no se interesaba por la historia. El pequeño animal estaba harto de ser siempre la víctima.

De pronto el conejo tuvo una brillante idea. Esperó hasta que el león se detuvo para respirar.

-Sí, el león es una poderosa bestia - dijo en voz alta el conejo -. Juntamente con el Sr. Hambre, el león es el más poderoso.

-¿El Sr. Hambre?- inquirió el león-. Jamás he conocido a ese Sr. Hambre.

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-Entonces tienes suerte, león- dijo el conejo moviendo la cabeza-. Si hubieras conocido al Sr. Hambre tal vez no estarías hoy aquí.

El león se rió. Como nunca había tenido realmente hambre, no sabía lo que el conejo quería decir.

-Dime – preguntó- . ¿Es este Sr. Hambre tan grande como un elefante?

-Ah, mucho más grande- respondió el conejo-. El Sr. Hambre es tan grande que puede estar en todos lados al mismo tiempo.

-¿Y él es tan fuerte como un rinoceronte?- preguntó el león.

-El Sr. Hambre ha matado a muchos rinocerontes- contestó el conejo-. Pero ningún rinoceronte ha matado jamás al Sr. Hambre.

El león se negaba a tener miedo. Lanzó un poderoso rugido y sacudió la cabeza con furia.

-Llévame con el Sr. Hambre –ordenó- . ¡Le mostraré quién es el Rey de las Bestias!

El conejo se estremeció. Sus orejas se le hundieron en la espalda cuando vio la fiereza del león. Con delgada voz explicó que el Sr. Hambre era difícil de encontrar.

-Pero averiguaré dónde vive –agregó-. Dentro de una semana nos vemos aquí y te llevaré a la casa del Sr. Hambre.

El león estuvo de acuerdo y el conejo se fue dando saltos entre los arbustos. Tenía que visitar a muchos animales y hacer muchas cosas en los próximos días.

Una semana más tarde el conejo se encontró con el león en el mismo lugar. Había en la mirada del león un brillo salvaje, y sus blancos dientes parecían más afilados que nunca.

Siempre voy en ayunas antes de una batalla –dijo al conejo-. Eso hace que pelee mejor.

El conejo brincó sobre la cabeza del león y lo dirigió hacía la casa del Sr. Hambre. Así emprendieron la marcha a través del bosque.

-El Sr. Hambre vive en un hoyo en el suelo –dijo el conejo-. El techo de su casa está hecho con enormes troncos. La puerta es una pesada losa de piedra. Hay un elefante que abre la puerta, así que tú entras y esperas al Sr. Hambre.

-Gracias –dijo el león-. Pero ¿no se dará cuenta el Sr. Hambre que la piedra se ha movido? ¿No va a notar que algo anda mal?

-No –respondió el conejo-. Después de que entres, el elefante volverá a poner la piedra donde estaba.

-Amigo mío, has pensado en todo –dijo el león-. No sé cómo puedo agradecértelo.

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Pronto llegaron a la casa del Sr. Hambre. El conejo bajó de un brinco de la cabeza del león. Cuando éste desapareció en el hoyo, el elefante volvió a poner la losa en su lugar. Entonces el conejo se lanzó a la carrera, alimentando muchas y felices esperanzas. Apenas podía aguardar a contarles cómo iba la cosa a todos los animales que le habían ayudado a construir la trampa.

Al día siguiente una jirafa pasó cerca de la trampa donde estaba capturado el león. Mirando hacia abajo entre los troncos, la jirafa descubrió al león hacía un lado y hacía el otro.

-¡Eh, Sr. Hambre! – gritó la jirafa-. ¿Está usted en casa?

-¡No! –rugió el león -. Soy un león. Estoy esperando que llegue el Sr. Hambre.

-Bien –dijo la jirafa-. Diga al Sr. Hambre que vine a saludarle.

Todos los días un animal diferente llegaba para saludar al Sr. Hambre. Y todos los días el león respondía que estaba esperando su llegada.

Dos semanas más tarde el conejo se enteró de que el león estaba acostado todo el tiempo. La poderosa voz del Rey de las Bestias se había debilitado mucho. Sólo entonces regresó al agujero.

El conejo se acercó silenciosamente a la trampa, y miró hacia abajo entre los troncos. El león yacía en el suelo sin moverse.

-¡Eh! –gritó el conejo-. ¿Hay alguien en casa?

Pero no hubo respuesta.

El Sr. Hambre había llegado al fin.

A casi todos los que oyen historias de Aruwimi, les gusta la forma en que el conejo engaña al león. Pero esa gente no entiende en realidad el sentido del cuento. Pues el punto esencial de la historia no es la astucia del conejo, sino de que éste haya engañado a un animal que confiaba en él como amigo.

LA  HIJA  DE  LAS  ESTRELLAS  Águila Blanca era un indio joven y valiente. Este no era su verdadero nombre; más tarde conoceremos por qué se llamaba así.

Casi todos los días Águila Blanca iba de cacería a la pradera. Con su arco y flechas caminaba desde su casa situada en el bosque hasta la inmensa extensión cubierta de hierba. Le gustaba estar solo y ser lo más alto que había en kilómetros y kilómetros a la redonda; abarcar tanto espacio con la vista como un águila en pleno vuelo.

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Un día mientras cazaba en la pradera, descubrió algo extraño; un círculo de pasto de diez pasos de diámetro estaba completamente destruido. Al principio pensó que era el rastro dejado por un búfalo, pero no encontró ninguna huella que llegara hasta ahí, con excepción de las suyas. Entonces ¿Qué podía haber estropeado el pasto?

Águila Blanca decidió averiguar. Se retiró unos cuantos metros y se sentó a esperar.

El día pasaba lentamente, pero Águila Blanca no se daba por vencido, podía pasar horas enteras acechando como un animal. Si era necesario esperaría toda la noche. Sabía que habría luna llena.

Casi al mismo tiempo que se puso el sol, brilló la estrella de la noche. Al principio parecía un punto en el cielo. Luego comenzó a crecer hasta convertirse en la estrella más brillante que Águila Blanca viera jamás. Y de pronto pareció que se desprendía de los cielos y los cruzaba como una inmensa estrella fugaz.

Mientras águila Blanca observaba las estrellas cambió de dirección y se precipitó a gran velocidad hacia la tierra. ¡Parecía diríjirse directamente a la extraña huella circular de la pradera cerca de Águila Blanca!

-¿Será posible?- se preguntó -. ¿Es esta estrella la que ha destruido el pasto?

Águila Blanca estaba asustado. Se tendió en el suelo y trató de cubrirse con la hierba. Apareció en el suelo una extraña luz, pero no se atrevió a mirar. Cerró los ojos con fuerza y apretó la cara contra el suelo. Aspiró el aroma fresco y húmedo de la tierra. Sintió latir su corazón junto a ella y se dio cuenta de cuánto la quería. No tenía idea de lo que podría suceder si la estrella aterrizaba en el círculo abierto en el pasto, pero se figuraba que él no podía seguir con vida.

Una extraña música llegaba por el aire. No venía de ninguna parte pero inundaba todo el espacio. Sonaba de un modo parecido al viento cuando soplaba a través de la pradera, pero no era el viento, de eso estaba seguro. Era música.

Sin saber por qué le agradaba esa música, el miedo comenzó a disminuir. Águila Blanca levantó la cabeza y miró alrededor. Había casi tanta luz como de día. Alzó la vista hacia el cielo buscando la estrella.

Pero no se trataba de una estrella, si no de una enorme canasta que brillaba cada vez más mientras se acercaba con rapidez, balanceándose como si estuviese colgada de una cuerda invisible.

Pronto la canasta estuvo muy cerca del suelo. Águila Blanca podía asegurar que había algo dentro. Cuando alcanzó a ver, apenas creyó lo que veía. ¡La canasta estaba llena de encantadoras doncellas!

Cayendo ahora muy lentamente, la canasta llegó a tierra. Aterrizó con suavidad en la pradera, y doce sonrientes doncellas saltaron al pasto. Águila Blanca no había visto nunca criaturas más hermosas. Tenían el cabello largo y dorado. Sonreían con los ojos lo mismo que con los labios. Sus blancas túnicas parecían estar hechas con rayos de luna.

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Las doncellas se tomaron de la mano y danzaron alrededor de la canasta. Águila Blanca no pudo seguir escondido y de un brinco corrió hacia el feliz carro.

Súbitamente la vio a menos de tres pasos. Entonces se detuvo en seco: Parecía ser la más joven del grupo y la criatura más hermosa que jamás había visto. Sin pensarlo se precipitó hacia ella.

Pero la joven le esquivó ágilmente. Al mismo tiempo que las otras, brincó dentro de la canasta, que empezó a navegar por el suelo llevándose la luz y la música. Águila Blanca se quedó solo.

-¡Ay!- suspiró- ya no volveré a verlas.

Pasaron varios minutos antes de que sus ojos se acostumbraran a la luz de la Luna. Entonces emprendió el largo camino a casa. Habrían de transcurrir muchas horas antes de que pudiera dormirse para soñar con las doncellas celestiales.

A la mañana siguiente Águila Blanca se levantó temprano. Quería contar a todos en el pueblo lo sucedido con las criaturas de las estrellas. Pero en lugar de escucharle la gente se rió de él. Ni su propia familia creyó la historia.

-Pasas demasiado tiempo solo- dijo su padre- Por eso sueñas cuentos fantásticos. El calor del sol afecta tu cabeza.

El jefe de la tribu era viejo y sabio. Águila Blanca nunca había hablado con él a solas, pero ahora tenía que hacerlo. Debía consultarle si podía tomar por mujer a una muchacha que no fuera de su mismo pueblo, pues anhelaba casarse con la más joven doncella estelar… si es que podía atraparla.

-Sí- dijo el jefe después de escuchar la historia de Águila Blanca-, Puedes casarte con esa chica de las estrellas. Pero nunca serás feliz.

-¿Nunca seré feliz? –replicó Águila Blanca-, ¿Por qué?

Para él no podía haber felicidad sin su doncella estelar.

-La gente de las estrellas pertenece a las estrellas –respondió el jefe-. Y la gente de la tierra pertenece a la tierra. Así es como lo quiere el gran espíritu.

Pero Águila Blanca ya había hecho planes para atrapar a la doncella estelar. Poco después de haber hablado con el jefe, encontró en el bosque el tronco hueco de un árbol cortado, lo colocó sobre su hombro y empezó a cruzar la pradera.

El tronco era pesado, y Águila Blanca tardó un día entero para llevarlo hasta el círculo mágico; cuando llegó, el sol casi se ponía. Rápidamente se escondió dentro del tronco y esperó a las doncellas. El hueco media exactamente el espacio necesario para su esbelto cuerpo.

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No tuvo que esperar mucho tiempo. Pronto oyó la extraña música. Luego la luz celestial se filtró por los muchos agujeros que los ratones habían hecho en el tronco. Águila Blanca se puso a mirar por uno de ellos.

La canasta había aterrizado y las doce doncellas estelares danzaban en torno suyo. Buscó a la más joven, la más bonita. ¡Si ahí estaba!

Esta vez Águila Blanca comprendió que debía permanecer oculto si quería observar a las doncellas. La danza se hizo cada vez más lenta hasta convertirse en un desfile. Entonces las jóvenes empezaron a cantar. Águila Blanca nunca había escuchado canciones tan hermosas. Eran las canciones de las estrellas.

-¡Miren!- gritó súbitamente una de las doncellas. –ese tronco, ¿Ha estado siempre ahí?

Las otras permanecieron quietas y en silencio, mirando al tronco.

-Vengan, hermanas- dijo la primera-. Es hora de regresar a las estrellas. No me gusta ese tronco. ¿Cómo llegó hasta aquí? no hay árboles en la pradera.

Pero las demás querían averiguar que hacía allí el tronco. Así que dejaron a su inquieta hermana en la canasta y se acercaron a Águila Blanca, primero formaron un círculo alrededor de él. Luego fueron acercándose hasta que sus rostros estuvieron a un paso del rostro de Águila Blanca.

-¡Miren! el tronco tiene muchos agujeros de ratón – dijo la doncella más joven-. Vamos a empujarlo. Quiero ver a los ratones salir corriendo.

Las otras estuvieron de acuerdo. Águila Blanca sintió que el tronco se movía hacia atrás y adelante, una vez, dos veces, tres veces. Luego ¡Chas! crujió y se abrió en dos. Águila Blanca se encontró tendido en el suelo, mirando sobre su cabeza las caras de once sorprendidas doncellas estelares.

Por un momento nadie se movió. Entonces Águila Blanca se incorporó de un salto.

-¡A la canasta! –Gritaron las doncellas- . ¡Corran! ¡Salven sus vidas!

Las doncellas estelares emprendieron la carrera y salvaron de un salto al borde de la canasta. Águila Blanca corrió tras ellas y voló en el aire logrando atrapar a la más joven en el momento mismo en que brincaba. La muchacha se quedó mitad dentro y mitad fuera de la canasta.

Esta empezó a elevarse. Águila Blanca sujetaba fuertemente la mano de la doncella estelar. Por nada iba a soltarla, ya fuese que ella regresara a la tierra o que él se elevara con ella a las estrellas, eso no le importaba. Lo esencial era que él y su doncella estelar permanecieran juntos.

De pronto la muchacha se salió de la canasta, cayendo en los brazos de Águila Blanca. Durante un instante se abrazaron estrechamente como dos seres atrapados entre el cielo y la tierra. Ella tenía expresión de tristeza cuando se despedía de sus

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hermanas agitando el brazo, pero no mostraba temor alguno. Después miró a los ojos de Águila Blanca.

-Soy hija de las estrellas- dijo-. No pertenezco a la tierra.

-Pero ¿Te quedarás? –preguntó ansiosamente Águila Blanca-. En el mismo instante que te vi supe que serías mi mujer.

La hija de las estrellas y Águila Blanca se sentaron sobre la hierba hasta que desapareció la estrella en la noche. Luego conversaron durante largo, largo tiempo. Al fin, la doncella dijo que se casaría con Águila Blanca y, tomados de la mano caminaron bajo la luz de la luna hacia el poblado indio.

Águila Blanca era el más feliz de los cazadores. El tiempo pasó rápidamente. Transcurrió el verano, luego el otoño, después el invierno. Al llegar la primavera les nació un hijo. Desde el primer momento vieron que tenía el fuerte y esbelto cuerpo de su padre y los sonrientes ojos de su madre. El niño era su orgullo.

La muchacha estelar amaba tiernamente a Águila Blanca, pero no podía olvidar que era hija de las estrellas, según pasaba el tiempo sentía cada vez más nostalgia de su casa en los cielos. No le dijo nada a Águila Blanca porque, según pensaba, eso no cambiaria las cosas, y sólo entristecería al hombre que amaba. Pero todos los días, mientras su esposo cazaba en la pradera ella trabajaba en la construcción de una canasta, hasta que fue lo suficientemente grande para sostenerla a ella y a su hijo. Cuando lo terminó lo escondió en el bosque, sólo le quedaba esperar a que el niño creciera lo suficiente para caminar.

Un día al caer la tarde, cuando Águila Blanca regresaba a la pradera y se acercaba al bosque giró para mirar tras de él. El inmenso sol se ponía ese momento, como si quisiera descansar en los confines de la Tierra.

De pronto una figura se interpuso entre Águila Blanca y el sol. Era una mujer que llevaba algo sobre su espalda. Y también algo se movía en las altas hierbas tras de ella… La cabeza y los hombros de un niño pequeño.

Águila Blanca supo inmediatamente lo que sucedía y corrió a través de la pradera para alcanzarla.

Pero era demasiado tarde. La muchacha estelar había llegado ya al círculo mágico. Mientras corría, pudo verla sentada en la canasta con el niño en sus brazos. En ese momento oyó la música. La canasta empezó a brillar y se elevó lentamente del suelo, meciéndose durante unos momentos.

Después se elevó en el aire en el instante en que Águila Blanca caía en medio del círculo mágico.

Durante muchos meses Águila Blanca fue el más triste de los hombres. No hablaba con nadie y casi no comía. Pasaba todo el tiempo sentado en el círculo mágico. Anhelaba más que nada a su hijo. Su esposa, después de todo, era hija de las estrellas, pero su hijo era un indio. Pertenecía a la tierra.

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Sin que Águila Blanca lo supiera, el niño sentía lo mismo que él.

En su nueva casa estelar siempre estaba hablando de su padre. No podía olvidar la tierra. Finalmente el rey de las estrellas, su abuelo, decidió enviar al muchacho y a su madre de regreso a la pradera. No iban a quedarse, pero se daría la oportunidad a Águila Blanca de que regresara con ellos.

Águila Blanca decidió partir con su familia. Unos cuantos días más tarde trepó a la canasta para hacer el viaje hacia las estrellas con su esposa y su hijo. Cuando se elevaba en el aire sintió un vacio en el estomago. Pronto pudo ver desde arriba a toda Norteamérica. Luego vio a los grandes océanos azules a ambos lados del continente. Desde el cielo la tierra parecía redonda. ¡Resultaba difícil creerlo!

Águila Blanca pensó que el reino de las estrellas era muy parecido al de la tierra… pero no era la tierra. En un tiempo la muchacha estelar había deseado volver a su hogar. Ahora era Águila Blanca quien sentía nostalgia. A pesar de lo hermoso que era el reino de las estrellas, nunca pudo ocupar el lugar de su pradera. Finalmente sintió que no podía pasar un solo día más en aquella región.

Tomó a su hijo de la mano y fue a ver al rey de las estrellas. Ellos eran indios, le dijo, y harían lo que fuera por poder regresar a la pradera.

El rey estelar dio su consentimiento, pero no se les permitió regresar a la tierra como hombres. El rey no quería que los habitantes de la tierra supieran algo sobre la vida que existía en los cielos. Así que les dijo que deberían de convertirse en cualquier otra criatura que desearan ser. Podrían regresar a la tierra con cualquier forma menos la de hombres.

Ese mismo día cuando el sol estaba ocultándose, dos águilas blancas aparecieron en el cielo sobre la pradera. Aleteaban en suaves círculos sobre la tierra que amaban. Cuentan que todavía puede vérselas al atardecer,volando alto sobre un fondo de nubes doradas.

 

LA  OVEJA  DE  SAN  CRISTÓBAL  -¡No! ¡No! –Gritaba Felipa-. No a Carlos. ¡No a mi Carlos! ¡No puede ser!

La joven se había quedado paralizada a la entrada de su pequeña casa de dos habitaciones. Ante ella, sobre el suelo de tierra, yacía el cuerpo de su marido. Lo habían matado los indios Utes. Todavía flotaba en el aire el polvo que levantaron sus caballos.

Cayó de rodillas, rompiendo en lágrimas, y se cubrió la cara con las manos. ¿Por qué no había estado en casa? ¿Por qué se le había ocurrido ir en aquellos momentos por agua?

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Juntos, ella y Carlos, hubieran podido… ¿Y dónde estaba Manuel?

-¡Manuel!—Gritó poniéndose en pie de un brinco. Se lanzó hacia afuera para buscar a su hijo de siete años. Sus vecinos más cercanos llegaban a la carrera y tras ellos el cura de la aldea.

Curiosamente nadie había advertido la veloz incursión de los Utes. Registraron el terreno cercano a la casa en busca del muchacho, y no pasó mucho tiempo antes de que todos adivinaran la verdad: se lo habían llevado los indios, lo que venía a significar lo mismo que la muerte.

El padre sostuvo la agitada cabeza de Felipa entre sus viejas y morenas manos.

-Ven –le dijo-. Ven Felipa Sandoval. Vamos al altar de Nuestra Señora de la Luz. Y que el señor tenga piedad. Felipa siguió al anciano hasta la iglesia. Las oraciones no curaron el dolor de su corazón, pero la ayudaron en su decisión de seguir viviendo. A fin de seguir viviendo decidió cultivar la pequeña granja por sí misma. Se dispuso a plantar toda la calabaza, a sembrar todo el frijol y a cosechar todo el maíz. Era lo único que podía hacer.

En los días que siguieron, la profunda pena jamás abandonó a Felipa. No podía olvidar la incursión de los indios. Pero poco a poco aprendió a cuidar de la granja. Siempre había sido muy religiosa y ahora se pasaba al menos una hora diaria de rodillas ante el altar. El resto del tiempo trabajaba en su campo, escarbando, plantando, cavando y cosechando. Algunas veces cargaba una canasta de verduras para venderlas en la plaza de Las Colinas. Los habitantes de la pequeña cuidad siempre habían simpatizado con Felipa, y ahora estaban orgullosos de ella. Le compraban primero que a los demás. Los hombres que cortaban leña solían arrojar unos cuantos leños cerca de su puerta. Otras personas le hacían diferentes favores. Felipa siempre se lo agradecía.

Había, sin embargo, un hombre de quien Felipa no quería aceptar favores. Era don José Vigil. Don José había heredado de su padre una gran cantidad de ovejas. La gente decía que era el hombre más rico en el pueblo, pero también sabía que jamás daba nada al pobre. No era su costumbre ayudar a nadie fuera de sí mismo. Felipa conocía la causa de sus favores: era un hombre joven sin esposa y ella era una mujer joven sin esposo.

De noche don José encerraba a sus ovejas en un redil junto a su casa situada en el pueblo. De día las llevaba a lo alto de una inmensa meseta para que pastasen. Dos veces al día don José tenía que pasar con su ovejas frente a la casa de Felipa. Ella se lamentaba cuando lo veía venir desde lo alto del camino. Abría paso Sancho, el gran perro de don José. Luego seguían las ovejas y finalmente el mismo don José. Siempre sonreía y se detenía para conversar.

Felipa no invitaba a pasar a don José. Pero él no se rendía. Si ella no hablaba, él lo hacía por los dos. Si ella rehusaba un regalo, él se lo dejaba sobre el suelo. Si ella se escondía en la casa, él abría la puerta y entraba. Sólo cuando Felipa cerraba la puerta

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con llave, don José la dejaba en paz. Correr el pasador era la única forma en que resultaba posible evadir a don José y a su necia charla sobre matrimonio.

Felipa decidió atrancar su puerta dos veces al día. y algunas veces descubría, para su propia sorpresa, que se le ocurrían pensamientos perversos: “si don José se cayera desde lo alto de la meseta y se rompiese el cuello”, pensaba. Luego se persignaba y rezaba a Nuestra Señora para pedir perdón.

No pasó mucho tiempo antes de que don José encontrara una forma para hacer salir de su casa a Felipa. Cambió el lugar con sancho, el gran perro castaño. En lugar de que sancho guiara a las ovejas él mismo las guiaba. Al llegar a la casa de Felipa se detenía. Durante unos minutos las ovejas se quedaban quietas en el camino; y después, sintiéndose libres, iban al campo de Felipa y empezaban a comerse sus matas de frijol a medio crecer. Felipa no tenía alternativa. Salía llorando de la casa, gritaba y braceaba para espantar a las ovejas. Don José, de pie en medio del camino, se reía.

Lo mismo sucedió cada día durante una semana. ¿Qué trata de lograr don José? ¿Querría castigarla por el hecho de que no le gustara? ¿Intentaba forzarla a casarse con él? Sin los frijoles que vender, Felipa pronto se quedaría sin dinero. Entonces ¿Qué haría? ¿Qué podría hacer?

Una mañana las ovejas de don José llegaron muy temprano. Felipa se despertó al oírlas en el campo. Se asomó por la ventana. Se estaban comiendo lo último que quedaba de los frijoles.

Furiosa por la ira, Felipa salió disparada de la casa. Primero les gritó a las ovejas, ¿pero de qué servía? Sus frijoles ya habían desaparecido. Entonces gritó a don José:

-¡Eres un mal hombre, don José Vigil! ¡Un mal hombre! ¡Que san Cristóbal te arroje hoy desde lo alto de la meseta! ¡Que te rompas el cuello! ¡Que te … Estalló en lágrimas y se metió corriendo a su casa. La puerta se cerró de golpe tras ella. No vio cuando don José meneó la cabeza, se rió una vez más y siguió a la última de las ovejas hacia la meseta. El pacífico Sancho ya se había adelantado. Tres horas más tarde llevaban el cuerpo de don José Vigil frente a la casa de Felipa. Había resbalado en el estrecho paso que se abría a un costado de la meseta, se cayó y se rompió el cuello. La noticia hizo que Felipa se sintiera a su vez como muerta. Su furia se tornó hacia sí misma. Estaba segura que ella había causado la muerte de don José. Todo el día rezó a Nuestra Señora de los Dolores; no pudo comer nada y esa noche tampoco le fue posible dormir. Veía los ojos de don José en su caída hacia la muerte. Parecía mirarlo directamente y la hacían sentirse culpable. A la mañana siguiente, muy temprano, Felipa se apresuró a ir a la iglesia. Sólo podía hacer una cosa, pedir que se le aplicase una penitencia, pues pensaba que sus violentas palabras merecían alguna clase de castigo. -Padre—gimió Felipa -, soy culpable por la muerte de don José Vigil. —y entre sollozos contó toda la historia.

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-No— dijo finalmente el padre – tú no causaste la muerte de don José. San Cristóbal no haría tal cosa; jamás escucharía una dañina oración dicha por una mujer demasiado enojada. El viejo sacerdote miró los ojos castaños de Felipa y continúo: -Pero sí eres culpable. Eres culpable de pronunciar una perversa oración. Y por ese acto de maldad tienes que cumplir una penitencia. -Sí—dijo Felipa – lo sé; creo que sin esa penitencia el resto de mi vida no tendría ningún valor. - Oye lo que debes hacer. Tienes que cumplir también penitencia por don José Vigil. Ya sabes, en muchos aspectos él era un hombre malo. Jamás dio nada al pobre. Pero nadie es del todo perverso. Ahora don José desearía poder hacer el bien. Y es por eso por lo que tu penitencia debe realizarse también por él. Felipa escuchaba mientras el padre proseguía. Primero tenía que ir a la meseta y reunir a las ovejas de don José. Después debía conducirlas por todo Nuevo México de aldea en aldea. A todos los lados donde ella fuera tenía que buscar gente realmente muy necesitada. Y a cada una de ellas le daría una sola oveja. Felipa la regalaría en nombre de don José y con la bendición de san Cristóbal. Por su parte, ella pediría pan y no comería nada más. Llevaría solamente una taza para poder beber leche de oveja. -Si alguien te pregunta – terminó de decirle el padre -, di que las ovejas son de san Cristóbal. Ten fe, hija mía; san Cristóbal te guiará. Reza a menudo. Y al final él te hará ver una señal; sabrás que tu penitencia ha terminado y entonces estarás libre de tu pecado. Felipa hizo lo que se le dijo. Primero fue a su casa por una taza. ¿Debería cambiarse de ropa? No, decidió. Conservaría lo que había llevado a la iglesia, un vestido sencillo negro con una caperuza. Luego se dirigió a la meseta. Todo su cuerpo temblaba cuando subía por el lugar donde don José se había caído. En la parte llana y alta de la meseta encontró a las ovejas agrupadas. El fiel Sancho las había mantenido juntas durante la noche. Sancho ladró de alegría cuando vió venir a Felipa. Corrió y oprimió su ancho hocico castaño contra la pierna de ella. Ahí mismo, en el suelo, Felipa vio los huesos de tres corderos. Sin duda los coyotes se los habían llevado durante la noche. -Eres un buen perro, Sancho – Felipa le rascó la gran cabeza oscura -; pero no podías hacer todo el trabajo ¿verdad? Ahora me tienes a mí para ayudarte. Y yo te tengo a ti para ayudarme. Felipa ordeñó a una de las ovejas, llenó la taza de leche y se la dio a Sancho, que la bebió con rápidas lengüetadas. Entonces condujeron a las ovejas fuera de la meseta. Con Sancho de guía se dirigieron al pueblo. Felipa pasó por su casa y se preguntó cuándo la vería de nuevo. Unos cuantos minutos más tarde llegaron a la casa de don José. Sancho empezó a conducir las ovejas al redil, como siempre lo había hecho, pero Felipa corrió y las dirigió de nuevo hacia el camino. Cerró la puerta y apremio a las ovejas. Sancho permanecía junto al redil con la cabeza inclinada. Las ovejas llegaban ya casi al centro de Las Colonias, Felipa se volvió hacia el redil y Sancho seguía todavía allí, mirándola.

-¡Ven, Sancho! – llamaba Felipa -. ¡Ven! ¡Ven!—Dio fuertes palmadas.

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Durante un momento Sancho no se movió. Luego pareció cambiar de idea. Se lanzó hacia Felipa, la pasó y tomó su lugar al frente del rebaño. Las ovejas atravesaron Las Colonias y salieron fuera del pueblo. Felipa trató de juntarlas. Como no se estaban quietas no era trabajo fácil. La primera vez contó 172 y la segunda 167 entonces se dio cuenta de que una gran oveja negra se había quedado atrás y caminaba a su lado. Después de una hora la oveja seguía allí. Felipa la observó con cuidado -Creo que esta oveja quiere que la ordeñen – se dijo -. Debe ser una de las que perdieron a sus corderos cuando llegaron los coyotes. Llegaron a un campo cubierto de hierba y Felipa decidió descansar. Mientras los otros animales pastaban Felipa ordeñó a la gran oveja negra. Ella misma bebió la primera taza de leche tibia y la segunda se la dio a Sancho. Entonces la oveja empezó a comer con las otras, pero tan pronto como volvieron al empolvado camino regresó al lado de Felipa.

-Eres una buena amiga, oveja negra – dijo Felipa en voz alta -. ¿Sabes que yo también perdí a una criatura? Seguramente entiendes que comparto tu tristeza. ¿Es por eso por lo que permaneces junto a mí?

Antes de que el sol se pusiera, la oveja negra tenía un nombre: Negrita. Por la tarde Felipa la ordeñó de nuevo y después negrita se puso a pastar con el rebaño. Pero cuando obscureció, la oveja regresó con Felipa y se acostó. Felipa hizo lo mismo, utilizando el suave lomo de Negrita como almohada. Ella sabía que Sancho permanecería medio despierto y cuidaría del rebaño.

Pronto Felipa estaba profundamente dormida. Más tarde soñó con la cara de don José… que le sonreía.

A la mañana siguiente temprano, la jornada continúo con Negrita siempre al lado de Felipa. Cerca de medio día llegaron al primer pueblo, San José. Felipa se sorprendió al ver que todos la esperaban. Las noticias de su penitencia habían llegado antes que ella. Mucha gente le ofrecía pan, más de lo que hubiera podido comer en una semana. Ella preguntó y preguntó, pero no pudo encontrar a nadie lo suficientemente pobre para darle una oveja.

Lo mismo sucedió en la siguiente aldea, excepto que ahí Felipa regaló su primera oveja. En todos los lugares donde fue la gente había oído hablar de ella. Al tercer día sus zapatos se le habían acabado y al principio la arena de la seca llanura le lastimaba los pies pero continuó. Recorrió todo el valle del Rio Grande donde encontraba mucha gente pobre. Una vez descubrió a una vieja india arrugada que se moría de hambre en una choza llena de fango.

-En nombre de don José y con la bendición de san Cristóbal, te doy esta oveja – le dijo. Sabía sin haberlo preguntado que la mujer era un Ute.

Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Felipa anduvo a través de Santa Cruz hasta Chimayo, más allá de Nambé, y después descendió por Pogoaqua. Casi diariamente regalaba una oveja. Su número menguaba cada vez más. Pasó por Cuymunque y Tesuque, luego recorrió las colinas de Santa Fe.

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Finalmente sólo quedaban unas cuantas ovejas. No había necesidad de que guiase Sancho. Ahora caminaba a un lado de Felipa, con Negrita en el otro.

En Albuquerque Felipa regaló su penúltima oveja. Sólo quedaba Negrita. Al llegar al siguiente pueblo que Felipa conocía como La Bajada, por primera vez no deseo continuar. Rezó para que no hubiera nadie en La Bajada lo suficientemente pobre para darle la oveja. Pero sabía que si encontraba a la persona adecuada tendría que separarse de negrita.

Así tuvo que hacerlo. Felipa se la ofreció a un hombre delgado y viejo que yacía sobre un petate bajo la sombra de un árbol. Parecía demasiado débil para poder estar de pie.

-Adiós, Negrita – dijo Felipa -, has sido para mí una buena amiga.

Cuando el viejo tomaba a Negrita, Felipa se arrodilló y ocultó la cara en el suave cuello de la oveja. De pronto sintió que las lagrimas le subían a los ojos. Se puso de pie rápidamente y dio la vuelta para irse, pero al instante estuvo Negrita a su lado. El viejo no había sido lo suficientemente fuerte para contenerla.

-¡No, negrita!—exclamó Felipa ahora las lagrimas rodaban por sus mejillas-. ¡Debes quedarte aquí!

Encontró un pedazo de cuerda y ató a la oveja al árbol, pero cuando volvió a alejarse sucedió una cosa extraña. Sancho se quedó atrás. Le gruño al viejo, luego gruño a Negrita, y de repente empezó a ladrar. Corrió hacia la oveja y oprimió sus afilados dientes contra una de sus patas traseras. La cuerda se rompió y en un instante ambos animales estaban de nuevo al lado de Felipa.

Avergonzada de sus sentimientos Felipa continuó caminando en silencio. No pudo hacer el esfuerzo de regresar otra vez a Negrita con el viejo. Pero ¿por cuánto tiempo podría conservarla? La siguiente aldea era Socorro, el último pueblo al sur de Nuevo México. Seguramente hallaría allí a alguien lo suficientemente pobre para merecer la última oveja de san Cristóbal.

Felipa entró a Socorro con el corazón oprimido. Como de costumbre la gente ya la esperaba. Le ofrecieron pan y contestaron a sus preguntas. No, dijeron, no había en realidad alguien lo suficientemente pobre para darle una oveja. Felipa no se sentía totalmente segura y decidió visitar cada una de las casas. Contenía el aliento en cada puerta, pero no encontró a nadie que mereciera tener a Negrita.

Más allá del pueblo, al borde del desierto, estaba la última casa. En realidad era una choza hecha con adobes, palos y pieles de animales. Lentamente se aproximó Felipa con Negrita y Sancho a su lado. Ahora halló de pie en la entrada a un hombre alto. Su rostro era del color de la arena del desierto caldeada por el sol. Su sombrero de alas anchas estaba lleno de agujeros, y sus ropas sólo eran harapos.

-En nombre de don José y con la bendición de San Cristóbal…- empezó Felipa.

-¡Ah! –Interrumpió el hombre- ¡Así es que tu eres Felipa Sandoval!

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Felipa asintió con la cabeza, y de repente vio que el hombre le sonreía.

-No- comenzó él, denegando lentamente-. No me darás a mí tu última oveja. Yo estoy envejeciendo, pero todavía puedo trabajar. No soy tan pobre como parezco.

El corazón de Felipa revivió, pero volvió a decaer cuando el hombre dijo:

-Deberías dar tu oveja al niño que está en mi choza. Según parece, él tiene realmente necesidad de ella. Apenas ayer cambié una pieza de joyería barata por él. Me lo dieron unos indios Navajo, que me dijeron lo habían obtenido de los Utes.

Felipa entró en la choza. Ahí en la penumbra, vestido con ropa india, estaba su hijo Manuel.

Felipa sintió que la cabeza le daba vueltas y cayó de rodillas. ¿Era aquello verdad? ¿Los Utes lo habían conservado con vida? ¿No se lo habían llevado para matarle?

El muchacho corrió a sus brazos y Felipa supo que era verdad.

Este era su hijo. No lo había tenido cerca durante poco más de un año.

Sancho, que esperaba fuera de la choza, ladró dos veces. Felipa salió con el muchacho hacia la puerta. Negrita llegó y se frotó contra su pierna mientras ella parpadeaba a la brillante luz del día. ¿Dónde estaba el hombre? Dio una vuelta alrededor de la choza. ¿Es posible que hubiera desaparecido?

Felipa regresó deprisa al centro de Socorro. Preguntó por el alto forastero, describiéndole claramente. Pero la gente del pueblo jamás había visto a tal hombre. La choza, dijeron, se construyó años antes para cabras. Nadie vivió jamás en ella. Ahora hasta las cabras le habían abandonado.

De pronto Felipa dejó de escuchar. Sabía en su corazón quién era el hombre. Sabía que el mismo san Cristóbal le había entregado al niño. Y supo también, mientras la niebla de su culpabilidad la abandonaba, que su penitencia había terminado.

Durante muchos años la gente de Nuevo México habló de Felipa Sandoval. Recordaban su larga caminata hacia Socorro con las ovejas. Y recordaron aún mejor su jornada de regreso a casa. Nadie olvidó jamás a la mujer de los ojos sonrientes, al niño, al perro castaño ni tampoco a la oveja negra.

De regreso a Las Colonias, Felipa encontró solo felicidad. Sus vecinos se habían encargado de su campo y los frijoles estaban listos para que los cosecharan. Y desde luego todos en la aldea, especialmente el cura, se maravillaban con su historia.

Mitos y Leyendas del Mundo. Potter.Robinson. Ed. Cultural México 2011

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EL  LIBRO  DE  ARENA   Jorge Luis Borges

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico. Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas. Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora. -Vendo biblias -me dijo. No sin pedantería le contesté: -En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta. Al cabo de un silencio me contestó: -No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir. Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay. -Será del siglo diecinueve -observé. -No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta. Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño. Fue entonces que el desconocido me dijo: -Mírela bien. Ya no la verá nunca más. Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz. Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije: -Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad? -No -me replicó. Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

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-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin. Me pidió que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro. -Ahora busque el final. También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía: -Esto no puede ser. Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo: -No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número. Después, como si pensara en voz alta: -Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo. Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté: -¿Usted es religioso, sin duda? -Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico. Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume. -Y de Robbie Burns -corrigió. Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté: -¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico? -No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada. Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan. -Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres. -A black letter Wiclif! -murmuró. Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo. -Trato hecho -me dijo. Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó. Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

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Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches. Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia. No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro. Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad. Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta. Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta. Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

LA  ESFINGE   Edgar Allan Poe

Durante el espantoso reinado del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba suficientemente vivo para los

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terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban. Sus intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron frustrados en gran medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en mi fantasía. Uno de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi vida yo estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con absoluta espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto. El hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente inexplicable y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo. Casi al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante de una ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando los ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible conformación, que rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí. Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba situada en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de puro cristal y en forma de

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perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo. Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y oído; y apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió. Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda ladera de la colina. Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la aparición ya no era visible. Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones humanas se encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía. —Para estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la amplia difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta particular rama del asunto?

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Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de historia natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes. —De no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar, permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la insignia de muerte que lleva en el corselete.» Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el momento de contemplar «el monstruo». — ¡Ah, aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un pulgada de longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.

EL  EXTRAÑO   H.P. Lovecraft Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y

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por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentesalegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y

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un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

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De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas

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llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

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Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.

FIN

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/el_extrano.htm

 

NO  OYES  LADRAR  A  LOS  PERROS  

( Juan Rulfo .El Llano en llamas, 1953)

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

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La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

—Sí, pero no veo rastro de nada.

—Me estoy cansando.

—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

— ¿Cómo te sientes?

—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

— ¿Te duele mucho?

—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él.

Pero nadie le contestaba.

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El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

— ¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado. Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

—Bájame, padre.

-¿Te sientes mal?

—Sí

—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse. —Te llevaré a Tonaya.

—Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

—Quiero acostarme un rato.

—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

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—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. Él que lo bautizó a usted. Él que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

—No veo nada.

—Peor para ti, Ignacio.

—Tengo sed.

—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

—Dame agua.

—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

—Tengo mucha sed y mucho sueño.

—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

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—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

 

LIBEMOR Luis Gadea de Nicolás

Viajaba yo en un tren, en el vagón “fumador” y venía absorto observando cómo en el sillón de enfrente una señora jugaba con su hijo de más o menos 1 año de edad- Ella estaba casi recostada en el cómodo sillón del tren y su hijo yacía encima de ella. Sus rostros se hallaban frente a frente y mantenían un juego concreto que a los 2 hacía reír con ganas; se platicaban, se hacían gestos, cosquillas, se escondían. Y yo descaradamente los veía porque su juego también a mí me acariciaba.

De repente escuché una voz que me sacó del trance en que venía.

- Le están tejiendo su “libemor”-dijo la voz.

- Me di la vuelta para ver quien me había hablado y me encontré con una

muchacha bonita(después supe que era un hada).

- Sí me dijo.- ¿ No puedes verla?

- No, -le respondí atónito-, ¿Cómo me dijiste?

- “Dije que al niño le están tejiendo su libemor”.

- Y después de una breve pausa, añadió

- ¡Ya casi está terminada!.

- Como en los trenes uno siempre tiene ganas de platicar ( especialmente yo )

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- Pregunté intrigado ¿ Explícame que eso de “libemor”.? el hada, que ya sabía

que yo se lo iba a preguntar, estaba lista para revelarme un gran secreto( las

hadas no se aguantan las ganas de revelar secretos) y comenzó así:

- “ El mago supremo le dio a a humanidad un don maravilloso...le entregó las agujas “Alfaga” que son las agujas mágicas con las que se teje la “libemor”

- Yo la miraba y escuchaba asombrado.

- La “libemor”-continuó el hada-es la capa mágica que cada madre teje a sus hijos y con la cual les confieren un enorme poder, el poder de amar. Cada vez que las agujas “alfaga” dan un puntada, y si el empeño no ceja o la tarea no se interrumpe. Más o menos a los 2 años la “libemor” cubre por completo al niño. Como la capa es invisible nadie se explica porqué el niño de repente se siente tan confiado, tan seguro de sí mismo, ni por qué de buenas a primeras ya no le importa separarse de su mamá.

- Obviamente- dijo el hada con suficiencia- es el enorme poder de su “libemor” lo que les permite actuar de esa manera; aunque no siempre es así- añadió el hada con tristeza.

- ¿Por qué? –le pregunté-

- Para tejer la “libemor” de sus hijos, las madres tienen que amarlos y atenderlos con ternura y solicitud y la tarea no debe interrumpirse hasta que la capa esté terminada. Si por alguna razón la madre y su hijo se separan antes de que esto ocurra, la capa se desteje...se le van los hilos. - ¿Y de que son los hilos? Pregunté.

- Son hilos de energía vital que las madres toman de su propia “libemor”. Ellas destejen su capa para tejer la de sus hijos. No hay forma más perfecta de amar

- ¿ Y si no tienen libemor? – pregunté atemorizado.

- No deben tener hijos- respondió fulminante el hada-.

- ¿Y si se quedan sin nada al destejer su capa?, volví a preguntar-.

- Eso a ellas les importa un comino- me respondió el Hada. Además a ellas las abrigan las “libemor” de sus hijos y la de su amado.

- ¿De su amado?

Sí- me dijo- si ellas se sienten amadas podrán cumplir mejor con su tarea. Para que la “libemor” te cubra toda la vida debe de tener un número exacto de puntadas, no debe de quedar ni chica ni grande. Cuando se atiende solamente al niño para que sobreviva...sin alegría, ni esperanzas. Las “Alfaga” darán muy pocas puntadas y la capa quedará muy cortita, el niño no se sentirá protegido, no tendrá suficiente

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confianza en sí mismo. Y si su madre lo sobreprotege porque le tiene miedo a la soledad o porque ella misma necesita amor, entonces las agujas “Alfaga” darán¿Pero.. podrían amarte y sin embargo tener miedo? pregunte

- ¡NO! Respondió el hada- Si un día te aman apasionadamente y al otro día amanecen llenas de dudas es que no te aman. Te explicare-me dijo- Amar de verdad es confiarle plenamente tu “libemor” a la persona amada, sin miedo. Al confiar en ella la haces crecer, la vuelves libre y tú también quedas en libertad Los niños que se sienten amados no reclaman amor, son libres, los adultos también. - Entonces amar verdaderamente es dar confiado en la integridad del otro-dije yo. - Pensando en las palabras del hada.

- ¿Exacto! Me respondió ella con una sonrisa. –La “libemor no se pone con

una mano y se quita con otra. La “libemor” se pone con las 2 manos y la gente agradecida y plena, integra, gracias al amor la devuelve a tus hombros junto con la suya, sin esperar nada a cambio.

- ¿Las personan adultas pueden aprender a mar verdaderamente? – le pregunté- - Sí, si pueden- respondió- si las amas incondicionalmente aprenderán a amarse y podrán amar. ¡Pero hay un límite sentencio el hada---, si sientes que has perdido la libertad y la integridad debes renunciar a tus deseos. El

amor propio te devolverá tu “libemor”.

- ¿Y cuando alguien ama y tú no puedes amarle... no siempre las personas se pueden amar? Pregunté---

- ¡no es verdad!- me respondió el hada- las personas pueden amar toda la vida cuando no esperan nada a cambio, excepto el bienestar de las personas que aman.

- ¿Y si creyendo que amabas despojaste a alguien de su “ibemor”? pregunté tímidamente-los hombres tenemos mucho que aprender...

- En estos casos hay que devolver la “libemor” recibida a la persona amada, para que su dueño pueda amar a otra persona. Cuando 2 personas se amaron los hilos de sus capas se enredan y se hacen nudos muy fuetes, más fuertes que el famoso nudo gordiano---estos nudos deben desatarse para que cada quien conserve su “libemor”. No pueden romperse solo desatarse. Si tu deseaste ser amado y te esforzaste en conseguirlo adquiriste un compromiso muy grande. Es una tremenda responsabilidad recibir una “libemor”.

- ¿Y como se desata la “libemor”?, pregunté muy interesado.

- ¡Pues hablando!—me dijo el Hada-- ¡qué no sabes que las palabras sirven para desatar nudos? Es muy fácil, las mismas ganas que pusiste para que te amaran debes ponerlas ahora para que te dejen de amar. Sólo puede renunciar al amor el que tiene amor. Cuando deseaba ser amado, querías ser escuchado. Ahora ponte en el

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lugar de la otra persona y escúchala. Ella sólo necesita decirte cuánto te ama y sentir que te interesa saberlo, eso la hará feliz y podrá recuperar su “libemor”.

- Tú también tienes que aprender a amar— me dijo el hada—No hay tarea más difícil ni más importante que aprender a amar sin miedo a la infelicidad, con espontaneidad, amar a la humanidad ; a la vida: amar con responsabilidad, trabajar por lo que se ama. Mientras se aprende a amar se cometen errores que duelen y lastiman, pero los errores son parte de la vida y se debe de tener el valor de corregirlos.

- “Si vives inspirado por amor aprenderás por fin a amar con todo el corazón, con alegría, sin reproches”

- ¡Cómo me gustaría poder amar! –suspiro el hada.

Cuento publicado originalmente por Luis Gadea de Nicolás en el libro” Escuela para padres y maestros” en el año 1992. Actualmente aparece en el libro “La vida afectiva” del mismo autor. http://sertribu.com/Revistas/Abril2014/SerTribu-6oNum-Abril2014.pdf

https://www.facebook.com/TribuLibemor/posts/601860063235394  

PRODUCTOS  DESECHABLES   Cristina Pacheco Don Remigio me invitó a sentarme junto a él, en el quicio de la accesoria donde, bajo el letrero, de "Se vende", llevaba desde la mañana montando guardia. "Así que definitivamente se van. Qué lástima", le dije. El maestro zapatero se volvió hacia el interior del tallercito desmantelado y su voz cobró resonancia de eco: "No es culpa de nadie; más bien consecuencia de los tiempos. Cambian y las costumbres de la gente también. Se lo he dicho mil veces a Rosa, pero no entiende. Mírela cómo está: triste. Así no ganaremos nada. Antes al contrario, perderemos lo único bueno que nos queda: su salud". Don Remigio hizo una breve pausa y miró a su mujer. Rosa ocupaba la única silla al fondo del local. El espacio parecía doblemente desnudo, quizá porque en las paredes eran muy claras las sombras de los objetos que las habían decorado durante cuarenta años: plantillas, muestrarios, anuncios, imágenes de San Martín Caballero y retratos ininteligibles comidos por la luz.

Tuve la impresión de que Rosa, sabiéndose observada, se sentía incómoda y decidí cambiar la conversación: "¿Qué le parecen las lluvias? Ya hay muchos damnificados en Veracruz". El zapatero dejó caer su mano, ancha y curtida, sobre su rodilla: "Aquí también: nosotros, por ejemplo. Antes hasta eso era distinto: los aguaceros nos favorecían. Ahora no. Con tanta llovedera ¿quién va a venir? Nadie, y menos a comprar un local; pero de todos modos nosotros tenemos que estarnos aquí, por si las moscas".

Como si la última palabra pronunciada por don Remigio hubiese obrado un acto de magia empezó a escucharse el fastidioso zumbido de un insecto. El maestro zapatero

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me guiñó el ojo: "Mírela cómo se pone". Se refería a Rosa que, apenas advirtió el revoloteo, se puso a dar manotazos con ánimo persecutorio. "Déjala", murmuró don Remigio. La mujer se detuvo de golpe: "A ti también te chocan las moscas, no me digas que no".

Derrotado por la contundencia de su mujer, don Remigio inclinó la cabeza y sólo adiviné su sonrisa cuando me explicó: "Ella tiene razón. Oír a uno de esos animalejos me ponía de mal humor. Sí, dejaba lo que estuviera haciendo con tal de perseguirla y matarla. Pero, ¿qué cree?" Antes de continuar, mi amigo levantó la cabeza para cerciorarse de que su mujer no estuviera oyéndolo. "Ahorita me dio gusto que la mosca entrara. ¿Sabe por qué? Porque me hice las ilusiones de que al menos algo era como antes".

Comprendí que el maestro zapatero se refería a los tiempos en que su tallercito era frecuentado a todas horas por los habitantes de la colonia. En aquella época, él no imaginaba que llegaría a verse forzado a desmontar el negocio y a vender el local que había sido, durante cuarenta años, su casa y su centro de trabajo; y no concebía siquiera la posibilidad de que el letrero, formado con un zapato de hombre y una pierna femenina, llegara a ser sustituido por otro, mucho más agresivo e inquietante: "Se vende".

No supe qué decirle. Tampoco él pareció tener ánimos para seguir conversando. Rosa volvió a la quietud. Los tres quedamos completamente indefensos ante los rumores que provenían de las accesorias vecinas: una vulcanizadora, un negocio de fotocopias y fax, una barra sushi y un tugurio de juegos electrónicos siempre atestado de jóvenes.

Durante algunos minutos permanecimos callados, intercambiando sonrisas y miradas incómodas. Quien nos viera recordaría a los pasajeros que, sentados frente a frente en un vagón inmóvil, esperan con ansia el momento de que el tren reemprenda su marcha.

Era tarde. Debía despedirme, pero no quise hacerlo sin antes proponerle a don Remigio una opción que lo sacara de su angustiosa inactividad. Movido por ese deseo tuve la infortunada ocurrencia de decir: "Bueno, y en vez de vender su accesoria, ¿no podría cambiar de giro?" Mi arrepentimiento se transformó en vergüenza cuando el maestro zapatero se volvió a mirarme: lo hizo como si yo fuera un desconocido. Quise decir algo para suavizar mi torpeza, pero él me lo impidió: "¿A mi edad? Tengo 79 años. Ya no me queda tiempo para nada, y menos para hacerme de una nueva clientela o aprender otro oficio. El de zapatero me lo enseñó mi padre. De chico me familiaricé con las hormas, las pieles, los botones. Jugaba con ellos y así aprendí a trabajar".

No tuve valor para sostenerle la mirada. Incliné la cabeza y vi en los mosaicos desiguales manchas de pintura negra, café, blanca. Las rojas parecían gotas de sangre, como esas que se ven en las banquetas después de noches plagadas de rumores, gritos, carreras furtivas.

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Vino a sacarme de mis pensamientos la voz de don Remigio: "¿Sabe qué estudios tengo? Llegué hasta tercero de primaria, y eso gracias a que mi mamacita se empeñó, porque mi papá no quería darme permiso de ir a la escuela. Según él, lo más importante para un pobre es conocer un oficio porque así al menos nunca padecerá hambre". La risa desordenó otra vez las facciones de mi amigo: "Si él viera por las que estoy pasando, se moriría otra vez".

Inesperadamente Rosa intervino: "Yo digo que él hizo bien en enseñarte a trabajar el zapato". Don Remigio le arrebató la palabra para hacer suyo el derecho de proteger la memoria de su padre: "Ya lo sé. Lo malo es que él nunca se imaginó lo que iba a suceder... ni nosotros tampoco".

No necesité pedirle nuevas explicaciones. Unos minutos antes -cuando me detuve en el taller que hacía tiempo no visitaba y lo encontré sentenciado con el letrero de "Se vende"- don Remigio me había dado una larga explicación. "Hace como dos o tres años empezó a bajar la clientela, pero nos compensamos porque Rosa volvió a zurcir medias. Le di permiso de que lo hiciera mientras se componían las cosas. Pero eso no ocurrió. Antes al contrario, dejaron por completo de encargarnos trabajos a los dos. Yo no entendía por qué, hasta que un compadre me lo explicó: ahora todo es desechable, o sea: compre y tire, compre y tire".

Hasta allí don Remigio me había hecho un relato más o menos ligero; a partir de ese punto su tono se ensombreció: "Imagínese que empezaron a llegar productos de muchas partes, zapatos chinos sobre todo. ¿Y a qué precio? Baratísimos. La gente dejó de mandar su calzado a reparación. Habrán dicho: ¿para qué, si con lo que me cuesta una compostura me compro un par nuevo? Lo mismo sucedió con las medias. Por ocho, nueve pesos, una dama se compra otras. Eso cobra Rosa por remendarlas muy bien, y eso que en cada remiendo iba dejando los ojos".

Ante la situación padecida durante años don Remigio no tuvo otro remedio que renunciar a su oficio, a su taller y a conservar el local. La tarde en que lo visité el maestro zapatero llevaba dos semanas esperando un cliente, pero aún no conseguía ninguno: "Si sabes de algún interesado, me lo mandas", dijo antes de darme la mano en señal de despedida. Lo abracé: "Maestro, de veras no sabe cuánto siento que se vayan. Los vamos a extrañar. La calle, sin usted, ya no será la misma". Él me respondió con desconsuelo. "Eso dice ahorita pero al rato ni se acordará de mí. En estos tiempos las gentes también son desechables".

 

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EL  CORAZÓN  DELATOR  

Edgar Allan Poe ¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó,

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porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: -¿Quién está ahí? Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes

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con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido

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BIBLIOGRAFÍA Mitos y Leyendas del mundo. Potter.Robinson. Ed. Cultural México 2011

JL Borges, MA Renard - 1986 – Kapelusz

Poe, E. A. (2014). El corazón delator/The tell-tale heart. Edgar Allan Poe.

González, I. M., & Dapena, X. M. Capítulo 2 El Necronomicón visto desde el Aleph: pseudointertextualidad en Lovecraft y Borges. SOBRENATURAL, FANTÁSTICO Y METARREAL, 39.

Rufo, D. M. J. G. EL CUENTO LATINOAMERICANO DEL SIGLO XX LIT 370 Otoño de 2011.

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se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!