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COLECCIÓN MIRADAS LDN

Texto e imágenes: Hilario Barrero

Maquetación: Óscar Villán

Tipografía: Delicious, de Jos Buivenga (www.josbuivenga.demon.nl)

Asociación Comunidad Librodenotas, 2009www.librodenotas.com

Licencia Creative CommonsReconocimiento - No comercial - Sin obras derivadas

El proyecto de edición de Libro de Notas busca aunar textos de cali-dad con un formato y diseño adecuados a la lectura en ordenador y otros dispositivos alternativos. Todos los libros están disponibles para descarga libre, pero pedimos que se apoye nuestra labor editorial y el trabajo de los autores –sólo en el caso de que te haya gustado el libro– con una donación cuyo mínimo hemos fijado en un euro.

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UN CIERTO OLOR A AZUFREHilario Barrero

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ÍNDICE

Prólogo............................................................................................................................................9 Biografía...........................................................................................................................................11

I.– EL CARRO DE HENO El enfermero de Azorín...........................................................................................................................15 Calcetines de lana....................................................................................................................................17 A virxe do cristal.....................................................................................................................................19 Oficio de tinieblas....................................................................................................................................25 El carro de heno.......................................................................................................................................29 La renuncia..............................................................................................................................................33

II.– AMERICA, THE BEAUTIFUL Speech 101...............................................................................................................................................41 Spirto gentil.............................................................................................................................................45 El tercer día..............................................................................................................................................49 El pájaro dormido.....................................................................................................................................55

III.– LA TACITA CUBANA Mi Dosia...................................................................................................................................................61 El vaso de leche......................................................................................................................................65 Los dos amigos........................................................................................................................................69

IV.– MENÚ DEL DÍA La rosa de Ronsard..................................................................................................................................79 Anguila de mazapán.................................................................................................................................83 Die frau mit schatten..............................................................................................................................87 Perdices asadas.......................................................................................................................................93

Pato a la naranja......................................................................................................................................97

Dedicatorias........................................................................................................................................102

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Prólogo

Hilario Barrero nació en Toledo en 1948 y vive en Nueva York desde hace más de treinta años, enseñando Lengua y Literatura españolas en CUNY, la universidad de la ciudad de NY. Es autor de Siete Sonetos e In Tempore Belli. Sus diarios (hasta el momento Las estaciones del día, De amores y temores y Días de Brooklyn) son una mezcla de cultura y sensibilidad en los que sentimos el latir de una vida y el latir de una ciudad. En poesía ha traducido a Jane Kenyon (De otra manera, Pre-textos, 2007), Ted Kooser (Delicias y sombras, Pre-textos, 2009) y Donald Hall. En prosa ha traducido El amante de Italia (Grand Tour, 2009), una selección de Italian Hours, el libro de viajes de Henry James. Dibuja con extraña y tortuosa geometría pájaros, peces y seres inhumanos.

El origen de Un cierto olor a azufre se remonta a hace más de treinta años, cuando Barrero, cercado por el inglés y la pérdida de varios amigos, se defendía escribiendo. Sus relatos están construidos a partir de dos elementos esenciales en su obra poética y diarista: por un lado, la recreación de sensaciones, recuerdos de infancia que embellece y reconstruye; por otro, su mundo contempo-ráneo enmascarado, un juego de avatares y guiños que tienen la virtud de elevarse a una ficción en la que el lector no se pierde. Todo ello acariciado del humor, el afecto y la literatura que, como argamasa, recorre los textos. Y de la muerte que acecha a toda su obra.

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Biografía

Honorio Bargueño nació en Toledo en 1944. Fue el segundo de ocho hijos. Le señalaron con el nom-bre del abuelo y del padre. Estudió bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media. Colaboró en una revista literaria llamada Estilo y ganó el Primer premio de cuentos de Navidad en un concurso convocado por la Delegación del Frente de Juventudes. Hizo oposiciones y se colocó en el Ayunta-miento. Se casó con Teresa, una compañera del Instituto con la que tuvo dos hijos. A los quince años de casados se divorciaron. Ella se quedó con el chalet que tenían en Argés y él con la casa de Toledo. Envejeció pronto. Viajó muy poco: el viaje de novios a Barcelona, y a veces a Madrid, en el autobús de línea, a las rebajas de enero. Su vida transcurrió entre la oficina, el chalet, la casa de Toledo y la biblioteca municipal. Honorio, el hijo, se fue a vivir a Nueva York con un amigo. La hija vivió por un tiempo con un compañero de la Universidad. Tuvieron un hijo al que pusieron Honorio, enseguida se separaron. Bargueño, que fumaba una cajetilla de cigarros diaria, tenía siete versio-nes de El viaje de invierno de Schubert y escribía con estilográfica, estaba suscrito a Cuadernos para el diálogo. Se murió sin nadie mientras veía la televisión el mismo día que se proclamaba la III República. Está enterrado en el tramo 28, número 7 del cementerio Nuestra Señora del Sagrario, de Toledo. Cuando la hija limpió la casa encontró en una caja redonda de mazapán varias carpetas azules con cuentos y un cuaderno de pastas verdes con poemas dedicados a J.N. El cuaderno lo rompió con rabia y lo tiró a la basura después de averiguar a quien correspondían las iniciales. Las carpetas las envió a Nueva York para que su hermano hiciera lo que quisiera con los cuentos.

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I. EL CARRO DE HENO

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El enfermero de Azorín

Con el albornoz puesto parecía protegido, pero al quitárselo el pijama a rayas le hacía más del-gado, más alto y más frágil. Durante el tiempo que duraba la visita, el enfermero hacía todo lo posible por no mirarle a los ojos. Sabía lo humillante que era para su cliente que le hicieran eso. Cuando entraba al cuarto de baño que olía a cloroformo y a lejía, el enfermero le esperaba con las mangas de la camisa remangadas, las manos con guantes de goma y un enorme delantal de hule negro. La bolsa del agua templada colgaba de un trípode que parecía un perchero y que habían traído del hospital. El cliente se arrodillaba y se bajaba, mecánicamente, el pantalón del pijama. El enfermero le pasaba primero el dedo pulgar engrasado por el esfínter para luego encajarle el índice y el corazón. El cliente permanecía con los ojos cerrados, pensando siempre en el mismo paisaje de Monóvar, donde nació. Se le marcaban aun más las venas en su rostro y manos de alabastro, el estómago ligeramente abultado, el latido del corazón entrecortado. Ya preparado, el enfermero le introducía la cánula y abría poco a poco la válvula del agua templada mezclada con vinagre.

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Calcetines de lana

Dejaba una vida y una muerte, un claustro en silencio y una celda con olor a libro viejo y a madera cansada. Salió de madrugada, huyendo, cuando la ciudad dormía. En Zocodover miró el Cristo del Arco de la Sangre. No sintió nada al ver que el tren se alejaba. Quiso mirar hacia atrás pero no pudo. Se notó raro vestido de paisano. Echó de menos, en la fría madrugada de octubre, el cálido roce del hábito de estameña marrón. Sintió los pies calientes envueltos en unos calcetines negros de lana que ella le regaló cuando empezó a confesarse con él, un año antes de dejarla embara-zada.

“Dónde irá con este invierno tan crudo y en sandalias. Va para santo. Y lo guapo que es”, decían las beatas cuando el franciscano caminaba por la ciudad a decir la misa de ocho en el convento de las Clarisas.

El cliente, a veces, respiraba deprisa, a veces tamborileaba con los dedos en el aire. Cuando la bolsa se vaciaba, el enfermero le frotaba el estómago y el cliente sentía como cuchillos por todo el cuerpo, cristales que se rompían, pequeños clavos oxidados. El enfermero le ayudaba a incorpo-rarse, le subía el pijama. Él se quejaba mientras daba los cuatro pasos que le separaban de la taza del váter. Se bajaba, de nuevo, el pantalón del pijama a la altura de las rodillas, se sentaba en la taza y el enfermero cogiéndole la mano derecha le decía cariñosamente pero con firmeza:

–Señor Martínez, empuje, ánimo, empuje.

Con lágrimas en los ojos empujaba apretando los dientes, los apretaba tan fuerte que le parecía que le fueran a saltar las sienes. Cuando el enfermero oía el primer ruido y olía la primera descarga, que más tarde llenaría el cuarto de baño con un olor a atarjea y a gallinero, era entonces cuando miraba la cara del Sr. Martínez y veía sus dos ojillos azules brillando y sonriendo. En ese momento, mientras se subía el pantalón del pijama y se miraba en el espejo, el Sr. Martínez repetía:

–¿Qué hubiera sido de mí, amigo Honorio, si no me hubiese adherido a la Causa y al volver me hubieran encarcelado? ¿Quién me habría ayudado a deshacerme semanalmente de esta bestia? El enfermero nunca supo qué responder.

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A Virxe do Cristal

Ragazas de Vilanova,ben vos podedes gabar,

que non hay Virxe n–o mundo como a Virxe d’o Cristal.

(Cantar do povo)

Mi abuelo Honorio compró la finca con el pazo llamado “La Retén” a la familia Polo, unos nuevos ricos asturianos, cuya única hija, Carmencita, se casó con un militar llamado Francisco, siendo Alfonso XIII padrino de la boda. “La Retén” fue construido a finales del XVIII por Marcos Crismaroli, un enciclopedista afrancesado, poeta, traductor de Aristóteles al gallego, inventor de un artilugio para transmitir imágenes y palabras a distancia y de una jaula donde mantener insectos vivos por miles de años.

El viaje fue interminable. Cuando llegó la vetusta ciudad dormía. En la calle Honorio Uría el viaje-ro leyó, desde la acera, el letrero de fondo azul: “Pensión La regenta”. Subió los tres pisos y por primera vez comenzó a pesarle la maleta y a quemarle la cabeza. Abrió la puerta un hombre con ademanes de canónigo, calvo, gordo, la mirada perdida. –¿Tiene habitación libre?–¿Cuánto tiempo?–Toda una vida.–Espere que se lo pregunte a Ana, mi mujer.

Desde la pequeña ventana de su nueva celda la torre gótica de la catedral se manchaba de som-bras y las campanas tocaban a muerto.

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se habló de iniciar el proceso de canonización.

Carmencita, ya comprometida con Paquito, se acercaba a la capilla al atardecer, acompañada de sus padres y de un perro llamado Siete, a rezar por su novio. Una medalla que la ejemplar novia había dado a su prometido antes de que éste fuera destinado a Ceuta, fue el escudo protector que le salvó la vida, cuando una tarde de verano una bala traicionera iba derecha al corazón del teniente. La noticia corrió veloz y la fama de la virgen y la del tenientillo subieron como la espuma. La virgen fue visitada por el primado de España, cardenal Segura, proclamada capitana generala y llamada Nuestra Señora de Franco y Paquito llegó a ser generalísimo e intentó comprar de nuevo la finca sin conseguirlo.

Durante la algarada fascista del año 1936 mi abuelo, que era republicano, se puso el revólver en el cinturón, preparó el fusil, se rodeó de los perros y esperó. Una mañana de julio un grupo de falangistas con camisa azul, correaje cruzado en el pecho, pistolas, chulería, pelo lacio pegado al cráneo, saltaron por la puerta lateral, se detuvieron en la capilla y llegaron hasta la casa gritando “¡Arriba España!” “¡Viva Franco!”. Mi abuelo al verlos venir bajó sin prisas, abrió la puerta y les invitó a entrar. Ellos saludaron con el brazo derecho en alto y la mano extendida y con más gritos victoriosos. Después de una hora, los sublevados salieron y no volvieron más. No se sabe lo que pasó en ese tiempo. Mi abuelo siempre había respetado a todo el mundo. Ni en tiempos de la monarquía, ni de la república, ni del franquismo había prohibido a nadie que entrara a la capilla a venerar a la virgen o que cogiera frutos u hortalizas del huerto. Y no le parecía ni bien ni mal que la gente adorara a un trozo de piedra. De la salvación de mi abuelo por las hordas falangistas corrieron varias versiones. La más popular fue que había sido gracias a la virgen. Agustín de Foxá escribió un romance titulado “La virgen de los Falangistas” en el que contaba el milagro.

Mi padre que se había educado en Santiago y nunca estuvo interesado ni en la finca ni en el pazo se los vendió a “unos señores de Madrid” el 26 de mayo, el mismo día que yo cumplía dieciséis años y mi madre se separaba de nosotros para irse a vivir a Barcelona con un canónigo de la ca-tedral de Tuy.

Tenía el pazo un escudo nobiliario, un espacioso balcón lleno de flores, una escalinata que daba acceso a la parte alta de la casa y enfrente de la puerta principal una fuente con tres ángeles des-nudos. Mi abuelo conoció a Manuel Murguía y conservaba en la ventana del comedor, en un marco de plata que compró en Florencia durante su luna de miel, el poema que Rosalía, con el cáncer devorándola, escribió una tarde de mayo:

Mayo longo..., mayo longo,

todo cuberto de rosas,

para algúns, telas de morte,

para outros, telas de bodas.

Mayo longo, mayo longo,

fuches corto para min,

veu contigo á miña dicha,

volveu contigo a fuxir.

Cientos de árboles frutales rodeaban la casona y una muralla maciza de piedra acotaba el recinto. A lo lejos el pueblo se disparaba, colina arriba, como una flecha mohosa de plata y verdín que apuntaba al cielo. A la entrada de la finca, rodeado de pinos jóvenes, manzanos de baja estatura, perales rechonchos y álamos esbeltos, había un pequeño oratorio con la imagen milagrosa de “A virxe do Cristal”, llamada así por el color cambiante de su mirada. Era un recinto iluminado por una luz verdosa que entraba a través de unas vidrieras torpes, las paredes encaladas, desnudas, un altar rematado con un retablo de madera policromada con escenas de la vida de Jesús, olor a velas y a hierba, a umbría y a bosque oscuro, bancos de madera rústica y en primera fila un par de reclinatorios con dos sillones forrados de terciopelo rojo. La pila del agua bendita, una réplica en pequeño de la que existe a la entrada de la Catedral de Santiago, fue una donación del párroco del pueblo y visitante de la capilla, Don Camilo Iria Flavia, agradecido a la virgen por su ayuda en la conversión al catolicismo de un famoso entomólogo ateo que vivía en Teo y que escribió obras, de las cuales después renegó, en las que atacaba a Dios, a la iglesia y a la virgen. El cura, que tenía fama de santo y de afeminado, llegó a ser arcipreste de la catedral de Toledo y a su muerte

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Los señores de Madrid a los que mi padre vendió la finca y con los que simpatizaba, resultaron ser los directivos de un poderoso grupo católico. Convirtieron la finca en una residencia para jóvenes adictos a la pía y ambiciosa corporación cambiándole el nombre de “La Retén” a “Camino”. A la virgen la trasladaron a la catedral de Barbastro donde la cubrieron con un manto rojo y gualda, la coronaron con una diadema de oro y piedras preciosas y la nombraron Nuestra Señora de la Obra. Así de disfrazada fue testigo en Roma en el proceso de canonización del fundador. Por intercesión de ella, el entonces beato consiguió el tercer milagro necesario para demostrar su santidad: Un hermafrodita cambió de sexo mientras dormía, después de que fuera aplicada en sus partes una reliquia del fundador.

Mi abuelo Honorio murió el día 21 de noviembre de 1975, al mismo tiempo que lo hacía el marido de Carmencita, ahora ya Doña Carmen. Venía de visitar unas tierras que tenía en la falda del monte Mouchiño cuando al entrar en la finca, Noite, el caballo, asustado por una luz metálica y fría que salió de la capilla, se desbocó en una carrera salvaje que mi abuelo intentó controlar inútilmente. Fue derribado al llegar al crucero románico que marcaba el cuarto de kilómetro en el camino. Lo encontré muerto, lleno de sangre, la frente hundida en el pico del segundo escalón, cuando peda-leaba a toda velocidad, sudoroso y temblando sintiendo las piedras del tirachinas del niño en mi cerebro que sangraba como el de mi abuelo.

Esa noche volví más tarde de lo normal porque conocí a Cristina. Siempre tengo la duda de que si hubiera llegado antes, hubiera podido salvar a mi abuelo.

Yo fui criado por mi abuelo y me inculcó las mismas ideas republicanas. Ni me habían bautizado, ni había hecho la primera comunión y mi abuelo se negaba a que fuera a clases de religión. Por las tardes de verano, cuando estaba de vacaciones, me acercaba a la capilla con mi escopeta y usaba de blanco a la virgen y el niño. A veces los perdigones salían rechazados pero otros se quedaban incrustados en los pliegues de la estatua. Al contarle a mi mejor amigo lo que hacía le llamó “La virgen de los perdigones”.

En invierno procuraba llegar siempre a la finca antes de que anocheciera pero si me retrasaba y se me hacía tarde sabía que tendría que recorrer el largo camino y sólo de pensarlo el corazón me empezaba a temblar. Al acercarme a los portones me bajaba de la bici, abría la verja lateral y cerrándola de prisa me montaba de nuevo. Al pasar por la capilla no miraba hacia ella y pensaba en otras cosas, queriendo olvidar los ojos sin vida de la virgen llena de perdigones que me mi-raban furiosos y con cara de pocos amigos. La veía dando a su hijo mi tirachinas que sacaba de su túnica diciéndole que me tirara a la cabeza. Sentía el golpe de las chinas incrustándose en mi cerebro y me hacían perder el equilibrio y caerme de la bici. Los ángeles del retablo de cara fofa y pueblerina se convertían en murciélagos que revoloteaban a mi alrededor, haciendo todavía más negra la noche y el camino. Oía el batir de sus alas como espadas en la oscuridad. Voces en gallego me hablaban de la muerte y del infierno, de una presencia azul que, cuando me casara, siempre me acompañaría, como si fuera una segunda sombra. Y oía el ruido del mar que me aturdía y me llevaba con él. El camino se me hacia interminable y cuanto más pedaleaba más despacio iba la bicicleta y más miedo tenía. Me pesaban las piernas que parecían de trapo empapado de sombras y temor. Sentía que una jauría de perros salvajes, o tal vez eran lobos, me perseguía. Y una banda-da de cuervos me sacaba los ojos y entraba dentro de mi camisa y se enredaba entre los radios de las ruedas de la bicicleta. Cualquier ruido me helaba la respiración. Sin saber, me hubiera gustado haber rezado y pedir perdón a la Virgen y le decía que me bautizaría y haría la primera comunión como todos mis compañeros de la escuela. Pero la virgen no me oía. Solo cuando al doblar un recodo de castaños veía la luz de la casa, mi corazón volvía a su ritmo normal y respirando hondo me olvidaba de todo. Llegaba sudoroso y corría al lado de mi abuelo al que abrazaba como si no lo hubiera visto en muchos años.

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Oficio de tinieblas

Los que lo conocían aseguraban que era un santo. A los doce años ya había hecho tres veces los Nueve primeros viernes al Corazón de Jesús, dos veces los Cinco primeros sábados a la virgen, asistido a infinidad de novenas, triduos, procesiones, rosarios de la aurora, vía crucis, romerías, ejercicios espirituales, entierros, funerales, bodas, bautizos y cualquier acto religioso que se cele-brara en la ciudad. Llevaba un cilicio fino pegado a la cintura para ahuyentar al demonio. Comía poco y en Semana Santa se lo pasaba a pan y agua. Nunca protestaba por nada y en su cara había siempre una sonrisa apacible y serena. Llevaba el pelo cortado al cero lo que permitía ver una frente limpia y unos ojos grandes y redondos que miraban un poco asustados.

Un Jueves Santo, mientras en la sacristía se ponía el roquete para ayudar en la misa de in Coena Domini, sintió en la ingle un escozor al ver al joven y recién llegado coadjutor revestido de alba, manípulo, estola y una casulla blanca. Lo observó reflejado en el enorme espejo de marco negro y

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la bragueta y le sacara el miembro. Obedeció y sintió cómo se le clavaba el cilicio en los riñones.

–Sí, Padre –dijo. –Así me gusta, que seas obediente. Ahora Honorio, hijo mío, bésalo. Es tuyo. Juega con él.

Al bajar por las escaleras, el joven coadjutor le dijo:

–Esto que quede entre tú y yo, ¿entendido, hijo mío? –Sí, Padre.

A las tres en punto, cuando Cristo murió, según la tradición, se desencadenó una tormenta y un viento hizo voltear las campanas que tocaban a gloria como si Jesús hubiera resucitado. Cuando Don Amado, el párroco ayudado por el joven coadjutor empezó a destapar la enorme imagen de Cristo en la cruz y los fieles arrodillados contemplaban un brazo, luego el otro, después el costado y finalmente el pie derecho e izquierdo notaron que las cinco llagas sangraban y vieron también que el monaguillo se desmayaba.

A las doce del mediodía del sábado de gloria salió un sol radiante. Las campanas volvieron a repi-car anunciando que Cristo había resucitado. En ese momento en la palma de la mano derecha y en la izquierda, en el lado derecho del costado y en el arco de los pies le salieron al monaguillo que iba para santo cinco llagas que sangraban iguales a las del Cristo.

Y no se lo podía decir a nadie.∏

el sacerdote le sonrió y volviéndose lo miró dulcemente y le pasó la mano por el pelo.

En la cama, esa misma noche, le volvió el escozor y por primera vez se acercó la mano a la bra-gueta para colocarse el bultito que levantaba el calzoncillo como una pequeña tienda de campaña. Apretando los ojos en la oscuridad se abrió el calzoncillo y se estremeció al tocarse con miedo. Pensando en el joven coadjutor se frotó con las dos manos hasta que un relámpago de dolor y de gozo le recorrió todo el cuerpo. En sus manos había unas gotas de algo pegajoso que le había salido de no sabía dónde. Intentó dormirse pero una desazón se lo prohibía. Notaba como si un fuego le devorara el pecho.

Al día siguiente se levantó temprano y se ciñó aún más el cilicio, tanto que casi no le dejaba res-pirar y se dirigió a la iglesia que estaba cerrada. Era viernes santo y el oficio se celebraría a las tres, hora en que murió Jesús. Entró por la casa del párroco y cruzando un patio con palmeras y tumbonas llegó a la sacristía y pasó a la iglesia que estaba oscura con un fuerte olor a incienso, flores y velas. Se arrodillo y miró el sagrario que estaba abierto y vacío indicando que era un día de dolor. El retablo y todas las imágenes estaban cubiertos con un gran paño morado. Había un si-lencio tan denso que parecía que una nube de incienso flotara sobre el altar mayor. Un rayo de luz sucia entraba por el rosetón y encendía de estaño una baldosa de mármol al reflejarse en ella. Oyó un ruido y giró la cabeza. Era el joven coadjutor que venía a preparar la ceremonia de las tres de la tarde. Pasaron a la sacristía y ordenaron las vestiduras, el incensario, la gaveta y el hisopo con el agua bendita. Le preguntó si sabía dónde se guardaba el paño morado para tapar la cruz que luego destapada ofrecerían a los fieles. Le indicó que estaba en el “cuarto de arriba donde se guardan los manteles de los altares y los paños para los túmulos de los funerales”. Subieron por una escalera oscura y con olor a orina. La puerta estaba algo caída y al abrirla raspó el suelo haciendo un rui-do como si gruñera. Una luz raquítica y pastosa entraba por una pequeña ventana. La habitación casi en sombras estaba llena de imágenes mutiladas, candelabros, túmulos, floreros, los cajones con las figuras del nacimiento, cuadros llenos de polvo, palmas secas, y un armario donde se guardaban los paños. El joven coadjutor cogió al monaguillo del hombro y se lo llevó a un rincón. Se sentó en una peana barroca y dorada, se levantó lentamente la sotana y mandó al monaguillo que se acercara y se arrodillara. Le mandó con voz firme pero paternal que despacio le abriera

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El carro de heno

Para Cayetano Lupeña, que vive a la sombra del monte Anboto

Había esperado hasta hoy porque pensaba que con el dinero que me diera mi familia como regalo de cumpleaños me sería más fácil la huida. Achacando todo lo que habían gastado en la operación y enfermedad de mi hermana mis padres no me dieron una peseta. Solo mi tía Edurne que era la que yo más quería, me regaló una caja de colores que olía a cedro y a madera extranjera que me llevé conmigo. Esperé a que todos se hubieran dormido y fui a la alcoba donde mis padres dormían. Me acerqué a la mesilla, abrí con sigilo el cajón y saqué unas monedas. Cuando iba a salir oí a mi madre que preguntó:

–¿Eres tú, Tano?

Aguanté la respiración. Mi padre dejó de roncar y soltó un chorro de aire que sonó como un gruñi-do hosco y oscuro. Cuando ya estaba en la puerta de la calle recordé que no me había despedido de mi hermana. Entré en su habitación que olía a morfina y a colonia y allí estaba: inmóvil, luchan-do en silencio con la muerte. Iluminada por la lámpara de la mesilla que desprendía una luz sucia

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y gastada parecía muerta: una estatua de mármol yacente y fría, los ojos cerrados y hundidos, los labios resecos y agrietados. Me acerqué a ella y la miré presintiendo que era la última vez que la veía. Se me hizo un nudo en la garganta y noté un ruido destemplado en el corazón. Al salir de la habitación escuché a lo lejos, el ladrido de un perro y doce campanadas en el reloj de la iglesia. Al cruzar el puente me pareció ver el rostro de mi hermana reflejado en el agua.

Lo peor fue cuando después de subir la cuesta, ya en la carretera, volví la cabeza y vi el pueblo en la hondonada. Tenía forma de fusil (mi padre siempre decía que vivíamos en el gatillo) y ahora que estaba iluminado por una luz lenta y plomiza pude distinguir el ayuntamiento, la iglesia y la plaza en la culata y una hilera de luces a lo largo del cañón. No se veía el gatillo. Un fusil que sin pólvora se carcomía de musgo a los pies del monte Amboto. Dudé por un momento y quise regresar. Cerré los ojos y los apreté con fuerza. Un coche me deslumbró y me aparté a la cuneta. Cuando se alejaba iluminó el cartel en grandes letras negras con el nombre del pueblo: Urkuleta. Lo leí en voz alta, me dije, por última vez y al hacerlo me sonó como un tiro en la sien. Comencé a caminar con la noche por toda compañía. No sentía cansancio, pero si sentí un frío espeso cuando empezó a amanecer. La imagen del pueblo desde lo alto y el primer amanecer a campo abierto se grabaron a sombra y luz en el daguerrotipo de mi sangre. La primera me sirvió, años más tarde, como credencial para ser admitido en la Es-cuela de San Fernando. La segunda para ganar una beca en el Colegio español en Roma en donde conocí a Alberti.

Al entrar en Ontaeyka, un pueblecito que serpenteaban entre dos montañas, me senté a la puerta de la iglesia y saqué del macuto un jersey, una onza de chocolate, el bloc de dibujo, la caja de colores y comencé a pintar el primer amanecer libre de mi vida. Me sentí tan feliz que hasta las líneas me salían más rectas y los colores me parecían más puros. Rebosaba tanta luz el verde que casi olía a hierba, resaltaba el azul sin nubes como en una anunciación de Fra Angélico, el marrón solidificaba las montanas haciéndolas terrosas y compactas, tan reales que la lámina de papel me pesaba. Hasta el chocolate me supo a gloria. La primera luz penetraba en mis ojos y me bautizaba de una sombra en pecado mortal. Sentí su peso y por un momento se nubló la mañana recién nacida anunciando una tormenta de verano. Pasó una vieja enlutada que me miró diciendo algo

que no entendí bien del todo. –Caín, eso es lo que eres, un Caín. Hasta llevas la marca en la mejilla.

Me parecía domingo. Había como un orden nuevo en el mundo. Un cartel con unos versos de Ber-ceo me indicó que había llegado a tierras riojanas. Empezaba a atardecer. Sentí unos calambres por los pies y un chasquido en las rodillas. Tenía la boca reseca y me ardía la cabeza. Entré en un bar en San Hilario de Rioja y pedí un bocadillo y un vaso de gaseosa. El camarero, un hombre con ojos sucios, me preguntó que adónde iba. Que qué hacía solo. Que por qué viajaba sin nadie. Salí enseguida y aceleré el paso. A la salida del pueblo, cuando el camino se volvió oscuro, sentí miedo por primera vez y me acordé de mi hermana iluminada por la luz de la lámpara.

Pasé la noche bajo un árbol espeso que olía a tierra húmeda. Puse la mochila de almohada, me acurruqué y aunque estaba muerto de cansancio no podía dormirme. Miré el cielo que me pareció un espejo donde se miraban millones y millones de ojos. Un campo de batalla con un batallón de soldados lejanos con fusiles de plata. Tachuelas de leche clavando la sonrisa de Dios. Respiré hondo y la noche inundó mi pecho con olores nuevos. ¿Cuáles serían mis ojos en ese laberinto de miradas?

Me despertó el ruido de un carro que venía por un camino estrecho y que parecía que arrastrara a la madrugada. Al pasar por mi lado no vi a nadie que lo condujera. Era un carro lleno de heno tirado por una pareja de bueyes negros. El olor me arropó la cara como una bufanda. Años más tarde, en el Museo del Prado, me volvería a encontrar con el mismo carro en un cuadro de El Bosco. Anduve todo el día como con fiebre. Al atardecer llegué a Miranda de Ebro. Me parecía que había pasado años desde que salí de mi casa. Vi una iglesia abierta y entré en ella. Estaba en penumbra, silenciosa. Olía a humedad y a incienso mojado. Coloqué la mochila debajo del banco y me senté a mirar el retablo con escenas de la vida de Cristo iluminadas tenuemente. Mirando el perfil de un pastor que me recordó a mi padre me quedé dormido. Me despertó una patada en los riñones y un fogonazo de luz en la cara. –Es este —dijo alguien—.

Me giró bruscamente la cara hacia la derecha y la misma persona comentó:

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La renuncia

La hermana Aurora, que olía a heno y mejorana, empezó a finales de marzo a prepararnos para la primera comunión. Éramos doce niños y diecisiete niñas. Lo primero que nos dijo y nos repitió mu-chas veces fue que lo que íbamos a recibir era el cuerpo de Cristo y que era un sacrilegio y sería-mos excomulgados si intentáramos tocar la Sagrada Forma. “Sólo el sacerdote puede hacerlo”, dijo. A mí me dio pánico y no comprendí cómo podría caber un cuerpo en mi cuerpo. Para dar más énfa-sis al asunto nos contaba la historia de unos masones que se llevaban las hostias a las reuniones para hacer con ellas las cosas más terribles que pudiéramos imaginar. Una vez una de las hostias soltó un chorro de sangre que quemó al masón cuando éste la pisoteaba y otra vez mientras otro se meaba encima de una hostia el chorro de orina se convirtió en una enorme serpiente venenosa que se tragó al enemigo de la Iglesia. Luego supimos del ayuno, de la confesión, del modo de dar gracias, de cómo sacar la lengua, de no masticar la Sagrada Forma, de la renuncia...

–Esta es la cicatriz que ha dicho su madre. Joder, nos ha tenido todo el día al retortero el muy cabrón.

Me levantaron casi en volandas del banco.

–Vamos, sin rechistar, ¿eh?

Dos guardias civiles me miraban con caras de pocos amigos.Volví a mi casa en un vagón de un tren cansino sentado entre otra pareja de la guardia civil.

Llovió durante el regreso y apenas si la lluvia me dejaba ver el paisaje. Me entretenía en seguir la caída de las gotas de agua en el cristal de la ventana: luciérnagas relampagueantes de plata y vida efímera. Un olor a carbonilla se había quedado adherido a mi respiración y mi mirada.

Mi padre me esperaba en la estación. Al verlo tan serio, con una cara de tristeza y de rabia que nunca antes le había visto, me eché a llorar. Comenzamos a andar en silencio. En la mitad del puente, cerca del gatillo del fusil, mi padre me dijo:

–Ayer al amanecer se murió tu hermana. Cuando pase todo esto hablaremos. En alguna parte se quedó el bloc de dibujo, la caja de colores y mi sueño de libertad. Recobré la mágica visión del carro de heno que se movía solo, el fusil oxidado de sombras de mi pueblo que sigo pintando como si fuera la primera vez que lo veo y aquel paisaje que me sigue pesando en mi alma. Nunca recuperé la mochila.

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La ceremonia fue el 26 de mayo, que era el día de mi cumpleaños en una mañana deslumbrante de primavera. Todos íbamos de blanco, excepto Salvador que llevaba un traje negro que era como de domingo. Le acompañaba su madre ya que su padre ese día trabajaba y no podía perder el jornal. Mi madre comentaba que era ateo y no quería que su hijo hiciera la primera comunión. El sermón del capellán fue largo y sólo recuerdo la comparación que hizo de nuestras almas con un campo nevado en el que iba a florecer la flor más preciada: el niño Jesús. Me entraron ganas de orinar y empezaron a dolerme los pies aprisionados en los zapatos nuevos. Miré de reojo a Salvador y vi cómo el broche de su devocionario saltaba solo y el libro se abría al mismo tiempo que el rosario parecía una serpiente plateada que se le enroscaba por la bragueta. Intenté borrar enseguida ese pensamiento impuro porque sabía que era un pecado mortal.

A una señal de la hermana Aurora –un golpe, de pie, dos, de rodillas, tres, sentados– fuimos salien-do y acercándonos al altar. Según avanzábamos yo oía más claramente la fórmula que el sacerdote repetía un poco mecánicamente y que yo me sabía de memoria de tantas veces como la había oído: “Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat animan tuam in vitam aeternam. Amén.” Sentía en mis espaldas la respiración agitada de Salvador. Me arrodillé en el reclinatorio forrado de blanco con una guirnalda de flores, vi mi lengua reflejada en la patena cuyo filo sentí en mi garganta, abrí la boca y al recibir el cuerpo de Cristo me volvió el sabor de los recortes de las obleas que me regalaban las monjitas. Al llegar a mi sitio me tapé la cara con las manos en señal de recogimiento, como la hermana Aurora nos había enseñado, y vi a Salvador arrodillándose de vuelta. Lo miré por entre los dedos que abrí un poco y observé cómo se llevaba la mano a la boca, se sacaba la hostia y la metía entre las páginas del devocionario que se había abierto y cerrado automáticamente. Se me olvidó pedir al Señor por mi familia, por el Papa, por la paz mundial, por Franco y el obispo Pérez, entre otros.

Al terminar, mis padres y hermanos me estaban esperando y antes de que me besaran les dije que no podía aguantarme más, que me dolía el estómago y que tenía que ir al váter. Mi madre quiso venir conmigo, pero le dije que me sabía de memoria el camino y se quedó besando a los hijos de sus amigas. Fui a la sacristía y salí a un patio que tenía una palmera solitaria y entré al aseo. Se me

Lo más difícil para mí fue aprenderme unos versos que todos teníamos que decir al final de la Misa mientras poníamos la mano derecha sobre el evangelio. La hermana Aurora nos dijo que era la ceremonia del juramento y de la renuncia a Satanás. La semana pasada, después de casi cua-renta años, cuando esperábamos que la noche pasara para enterrar a mi padre, me vino de golpe la estrofa.

Renuncio a Satanás

a sus pompas y a sus obras

y me consagro de nuevo

al servicio de Jesucristo.

Era al llegar “a sus pompas” donde me atascaba y le pregunté a mi padre que qué significaban las palabras “pompas” y “obras” y me dijo que tenía prisa y que luego me lo explicaría. Nunca lo hizo.

Una semana antes fuimos a la iglesia para un ensayo general que incluía comulgar con un pedazo de oblea sin consagrar. Nos pusieron en parejas por estatura y a mí me tocó Salvador, un compa-ñero al que le faltaba el dedo corazón de la mano izquierda y se pasaba todo el tiempo dibujando bestias y animales mitológicos sobre cualquier superficie libre que encontraba.

Ninguno de nosotros tuvo problemas al tragar la oblea, excepto Salvador que comenzó a toser de una manera violenta que nos asustó a todos. Para mí fue fácil porque era el monaguillo del colegio y cuando iba al convento de las monjas de Jesús y María a recoger las hostias, la hermana tornera me daba un sobre con los recortes que yo me comía de vuelta con las hostias metidas en una caja de madera forrada de terciopelo rojo. Rita, una criada que nos llegó de las Adoratrices, unas monjas que recogían a “mujeres descarria-das y de mala vida”, me arregló el traje de la comunión que era el mismo que había usado mi hermano y me bordó el lazo que llevé en el brazo izquierdo en el que junto a una custodia en oro se leían las iniciales JHS.

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metió en la nariz, como siempre me pasaba, el intenso olor a lejía que me daba arcadas. Cuando terminaba de abrocharme la bragueta vi a Salvador que salía del retrete y oí el clic automático del cierre del devocionario.

Me miró sorprendido:

–¿Qué haces tú aquí, Honorio?

Sin dejarme responder me dijo:

–Acabo de tirar el cuerpo de Cristo al váter. Se me pasó el dolor de los pies que ya no sentía y el olor a lejía se cambió a azufre. Me empezó a arder la lengua mientras Salvador, al que yo creía condenado, se reía diabólicamente.

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II. AMERICA, THE BEAUTIFUL

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Speech 101

Ese día solamente había tenido dos alumnos en mi hora de orientación. Estaba escuchando música cuando llamaron a la puerta. Se disculpó y me dijo que sabía lo que iba a escoger el próximo cur-so, que sería cosa de poco. Faltaban cinco minutos para las doce. Abrió un cuaderno y me enseñó la lista de las asignaturas. Me pareció una buena selección: combinaba las matemáticas con la historia y la química con la sociología. Escribí los códigos, los créditos y las horas. Cuando iba a firmar me di cuenta de que todavía no había tomado Speech. Le dije que era una de las asignaturas obligatorias y que debería tomarla. Me contestó:

–Tengo una tía que es muda y me horroriza hablar en público y por esta razón voy dejando Speech para el final.

Le propuse que cogiera al profesor Alan Verbum que la ayudaría. Accedió a matricularse y dejó

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–Honorio, precisamente te he invitado a comer para que seas el primero en saber que Esther es más que una alumna. Nos hemos enamorado.

Sonreí, le felicité y le dije que ya me avisaría cuando se casaran. Y añadí:

–Seguro que tu voz la ha enamorado.–Mi voz y otras cosas –contestó sonriendo.

Habían pensado casarse en julio e irse de viaje de novios a Londres. Pasó el verano y perdimos contacto. El primer día de clase la secretaria me dijo que firmara una postal para el profesor Ver-bum que estaba en el hospital. “Espero oír tu voz pronto”, le escribí. Y automáticamente pensé en Esther. Lo primero que hice al llegar a casa fue llamarla. Al preguntarle por Alan hubo un largo silencio como si se hubiera quedado muda. Sin decir una palabra, colgó el teléfono.

Fue en Stratford–upon–Avon donde Alan Verbum sintió por primera vez como si tuviera alfileres al tragar. Murió de un cáncer de garganta el 11 de septiembre un poco antes de las ocho de una luminosa mañana que minutos después se oscureció y llenó de ceniza y muerte a Nueva York. Y a Esther Word.

la sociología para el semestre siguiente. Me llamaron la atención su voz y sus ojos. Hasta ese momento no había puesto atención a su nombre: Esther Word. Cuando se fue recordé, de pronto, su acento. Alan Verbum había sido actor en sus años de estudiante en la universidad de Yale. Allí tuvo de profesor a Harold Bloom, quien le dirigió la tesis doctoral que trató sobre el inglés hablado en el tiempo de Shaskespeare. De aquella época conserva un casete con los sonetos de amor del poeta inglés que Alan había estudiado y traducido al castellano. El profesor Verbum tenía una voz de seda, modales contenidos, unas manos como si fuera un personaje de El Greco y una mirada pro-funda enmarcada por unas espesas cejas. Hablaba un inglés de teatro, le salían las palabras como escritas, casi se podían ver cada una de las consonantes en esas interminables formas verbales. De unos cincuenta años, se había divorciado tres meses antes de la que durante treinta había sido primero su compañera de curso, su amiga después, su amante luego y finalmente su mujer. Ella le había dejado a él por un alumno de su clase de Literatura.

Para aprobar el curso de Speech los alumnos tienen que hablar delante de toda la clase en tres ocasiones: la primera en un grupo de cinco o más compañeros, la segunda solos y con apuntes, y por último sin ninguna ayuda siendo cronometrados, analizado el lenguaje del cuerpo, la voz, la intensidad emocional, los gestos, el mensaje del texto. A algunos se les quiebra la voz, otros terminan empapados en sudor, otros lloran por la frustración, otros se olvidan del tema a la mitad de la presentación y algunos concluyen triunfantes. Esther me vio un día en la biblioteca y me dijo que iba muy bien en la clase de Speech, que el profesor Verbum era muy competente y que me agradecía que le hubiera aconsejado tomar esa clase.

Alan me mandó un correo electrónico y me dijo que le gustaría que comiéramos juntos, pero no en el comedor de la universidad, como hacíamos a veces, sino en “Vox” que estaba en la esquina de Chambers. Siempre que comíamos juntos me asombraba de lo rápido que lo hacía. Me molestaba un poco que se quedara mirándome mientras yo terminaba y él fumaba un cigarrillo detrás de otro. Hablamos del curso, criticamos al decano y le pregunté qué tal le iba la vida de divorciado y ahí fue cuando me dijo:

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Spirto gentil –La botella, hijo, no te olvides la botella. –No, madre, no se preocupe, –le contestaba él desde la cocina mientras se tomaba un café negro cargado y se fumaba un cigarrillo– que ya la he metido en la bolsa.–¿Cogiste el bocadillo? No te olvides de las galletas. La noche es larga.–Sí madre, lo he puesto todo en la bolsa con la botella.–¿No se te olvida algo más? –¿Algo más? No sé. –¿Te vas a ir sin dar un beso a tu madre? ¿Te pasa algo? Te siento raro. ¿No será que estás ena-morado?–¿Enamorado yo? ¡Qué cosas tiene usted, madre! No, es que este calor me tiene como atontado.

Cogió la vieja bolsa de lona azul, que había ganado años atrás en un concurso de una emisora

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–¡Por fin, madre! Mire que le ha costado trabajo. A lo que íbamos, en el mismo momento en que el tenor va a cantar lo de Spirto gentil llega el borracho de todas las noches y me dice, como siempre, que tiene sed y que nunca le invito a un trago de la botella que tengo a mi lado. Acostumbrado a su rutina no le pongo atención, pero él insiste y empieza a fastidiarme su voz gangosa. Inten-to concentrarme en el aria. ¡Qué maravilla, madre! ¡Qué voz! Se me eleva el espíritu y viajo a la Italia que usted me ha descrito tantas veces y que tenemos que visitar un día. Me sobresaltan los golpes que furiosamente el borracho está dando con sus puños en el cristal y me grita y me insulta. Me fastidió tanto no poder oír el aria en paz, madre, (y que Dios me perdone) que le hu-biera estrellado la cabeza contra el cristal de la cabina. Me levanto, cojo la botella y me acerco a la ventanilla lateral donde tenemos el teléfono de emergencia y por la que nos comunicamos con los supervisores cuando firman el libro de control. Abro la puertecita y poniendo la botella hori-zontalmente se la doy al borracho. La coge y como si le faltara el aire, quita el corcho y se la bebe de un tirón. Se quedó dormido y pude escuchar la ópera tranquilamente.

Hace un silencio, respira, carraspea, luego tose un poco, se pasa los dedos por los labios y con voz rasposa, de fumador crónico, se pone a cantar:

Spirto gentil, de’ sogni miei brillasti un di ma ti perdei... Al terminar la madre le aplaude, el respira de nuevo, sonríe y continúa:

–A las cuatro menos veinte en punto, cuando voy a usar la botella por segunda vez, después de tomarme la cerveza y el bocadillo, me doy cuenta de que no tengo el recipiente para vaciar mi vejiga y empiezo a ponerme nervioso y por primera vez en mi vida de adulto noté como me meaba en los pantalones.

de música clásica por acertar el autor de Aída, y se acercó a su madre a la que dio un beso en la me-jilla. Eran las diez en punto de la noche y, a través de la ventana, se veía a lo lejos un hilo de luz roja.

Su madre, que había llegado a Brooklyn cuando tenía quince años, y que todavía conservaba un ligero acento italiano, se levantaba a las seis de la madrugada para tener preparado el desayuno a su hijo que media hora más tarde, de vuelta del trabajo, pondría la llave en la puerta, le daría otro beso y le contaría minuciosa y detalladamente todo lo que le había ocurrido durante su turno nocturno de taquillero del metro, hasta que el cansancio le vencía y le mandaba a la cama. A las ocho Mrs. Corelli se arrodillaba en la iglesia de Saint Augustíne, en la esquina de la sexta avenida y Sterling Place, oía misa y le pedía a San Antonio por su hijo, que tuviera salud y que se casara pronto. De vuelta a casa, de puntillas para no perturbar el sueño de su Angelo, se sentaba a leer el Daily News y esperaba, después de cocinar y de dar unas cabezaditas, a que su hijo se despertara.

Durante el almuerzo–cena, Ángelo repetía y ampliaba con todo lujo de detalles la jornada pasada. Su madre le miraba con cara de sorpresa, fruncía el ceño y cerraba los ojos muy fuertes cada vez que su hijo incorporaba un nuevo elemento al relato.

–Como le decía, lo de anoche es difícil de olvidar. Y mire que me han pasado cosas. ¿Recuerda usted aquella vez que le traje a una amiga que luego resultó ser una prostituta? ¿Y la viejecita aquella que me llevaba novelas pornográficas? ¿Y la mujer que dio a luz en la misma estación? ¿Y cuándo intentaron prender fuego la cabina? Anoche estaba yo, como de costumbre, oyendo WQXR que, como usted sabe, los jueves, a media noche, ofrece una ópera completa... ¿Adivine cuál?–Pues, hijo, así de pronto no caigo –se disculpaba la madre un poco sorprendida por la pregunta. Dame una pista.–Es mi ópera fa–vo–ri–ta. Decía lo de favorita haciendo una pausa y recargando la voz en cada letra, se veían los guiones en su voz. Y sonreía por lo ingenioso de la pista.–Pues no caigo –contestaba Mrs. Corelli un poco desilusionada. Como no sea Traviata. No, no; ya sé, ya sé. Fue Turandot.Y se pasaban media hora jugando a adivinar el título.

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El tercer día

Cada vez que llegaba a eso de “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable” Josephine Caroglio se veía envuelta en una túnica blanca y resplandeciente ascendiendo a los cielos, ayudada por ángeles de melena rubia y enormes alas. Al día siguiente de cumplir los sesenta y cinco años y tras consultar con el párroco, decidió hacer testamento. Cuando el abogado, un feligrés amigo, la vio tan azorada le dijo que un testamento es como un paraguas, que cuando lo tienes no llueve. La idea de la lluvia la tranquilizó. Dejaba la casa a su sobrina que vivía en Minnesota y a la que no veía hacía mucho tiempo, los bonos, money markets y otras inversiones a la iglesia y pedía, eso sí, que la enterrasen en cristiana sepultura. Una semana después, el viernes, 19 de marzo, festividad de San José, moría al ser atropellada por un coche. Murió, con los nombres de Jesús y María en sus labios, al cruzar Smith Street después de haber asistido a misa de ocho.

Menuda, delgada, ágil, el pelo recogido en un moño, maestra durante casi cuarenta años en la

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ahogados en el lago Demon, cuando éste, borracho, no pudo frenar a tiempo. Los hijos decidieron vender la casa y comprarse otra en la ciudad con más comodidades a la que se mudaron dos años después de la muerte de la tía de Brooklyn.

En The Eagle, el periódico local, en el mall, por los postes de la luz, en árboles y con tiza en el pavimento, anunciaron un mercadillo que se celebraría el fin de semana donde podrá comprar a precio de risa desde una cuchara hasta un cuadro del Papa. Para ayudarles a preparar los precios, etiquetas, costo de los objetos y a empaquetar lo que se llevarían a la casa nueva, pidieron ayuda a John McAgraiv, vecino y amigo de la familia. A sus sesenta años, John todavía estaba fuerte y, aunque soltero, tenía fama de mujeriego.

La venta fue un éxito. Prácticamente lo vendieron todo, incluidas las cruces, rosarios, medallas y hasta la Bendición Apostólica de Su Santidad que compró un joven judío que estaba escribiendo un ensayo sobre Pío XII y su falta de compromiso, en la Segunda Guerra Mundial, por no denunciar a Hitler como un criminal. Los chicos al pagar a John por su ayuda le dijeron que, además, cogiera lo que más le gustara antes de abrir las puertas a la gente que ya se amontonaba en la calle. Sin dudarlo, y como impulsado por una fuerza interior, se acercó a la urna llena de polvo, oscura y apagada y cogiéndola se la llevó a su pecho, muy cerca del corazón. Los cuatro huérfanos insis-tieron que cogiera algo más valioso, que eso era simplemente una urna vieja que su madre había comprado sabe Dios dónde. La urna había sido valorada en un dólar.

John tenía una casa modesta, trabajaba como cajero en el supermercado FoodSmart y vivía al día, pero no era feliz. Para serlo le faltaba una cosa que había perdido y de la que estaba orgulloso por el uso que había hecho de ella a lo largo de su vida. Desde hacía unos años notaba que sus erecciones eran cada vez más laboriosas. Le costaba mucho llegar a tener el pene erecto y mucho más una eyaculación. Para él la dureza del miembro era la medida de su vitalidad y de su hombría. Un hombre con un pene fláccido no era un hombre, pensaba. No sentirlo crecer cuando desnudo veía alguna película pornográfica y verlo caído como un pajarito muerto, le atormentaba.

Cuando John conoció, en la televisión, por primera vez la palabra Viagra le sonó mal. Le recordó

escuela parroquial, dos ojitos azules y diminutos, la medalla del Corazón de Jesús sobre sus blusas de manga larga y cuello cerrado, Miss Caroglio pasó toda su existencia alrededor de la Iglesia. El momento estelar de su vida, que tantas veces contó, fue cuando a los veinte años la eligieron para representar a su parroquia en un viaje a Roma, que con motivo del Año Santo Mariano, iba a hacer la Diócesis de Nueva York. El viaje se efectuó en barco y duró quince días, llegando a Roma el día 14 de agosto, víspera de la Asunción de la Virgen. Cuando el cardenal Spellman la presentó al Vi-cario de Cristo en la tierra encarnado en la delgada y rígida figura de Su Santidad Pío XII, Josephine Caroglio, velo blanco de finísimo encaje en su cabeza y un rosario entre sus temblorosas manos, se postró de rodillas y besando el anillo del Pontífice se prometió a sí misma dedicar su vida a la Iglesia. Al llegar a Brooklyn cargada de medallas y cruces que repartió entre sus amistades, colocó en el comedor, al lado de la Última Cena de da Vinci, un cuadro con un pergamino color hueso con borla de colores en rojo y verde y la fotografía del Papa en la que Josephine Caroglio, humildemente postrada a los pies de Su Santidad, imploraba su Apostólica Bendición. La monjita que le cobró por el documento, incluido el envío por correo y el embalaje, resultó ser de Brooklyn.

Sin familia que la llorara ni la velara en la funeraria, el cuerpo de Josephine, envuelto en el hábito de la Orden Tercera, pasó el fin de semana solo. Nadie se acordaba de ella. El párroco y el abogado, ambos irlandeses, se habían ido a Dublín a celebrar el día de San Patricio. El dueño de la funera-ria intentó ponerse en contacto con los familiares de la difunta, con la parroquia, con la policía. El lunes, a las ocho de la mañana, el cuerpo de Josephine Caroglio era incinerado y sus cenizas colocadas en una urna de loza blanca.

Un mes después de su muerte llegó la sobrina de Minnesota, vendió la casa y los muebles, regaló los libros a la escuela y se llevó con ella la urna de loza, las cruces, medallas, rosarios, el cuadro con la bendición del Papa y una estatuilla en bronce de un Cristo resucitado.

Con cuatros hijos, el marido alcohólico y sin trabajo, esta herencia de la tía de Brooklyn como la llamaban, alivió un poco la maltrecha situación económica. Colocaron las cosas que la sobrina se había traído de Brooklyn en el trastero de la casa que era grande y destartalada, con goteras en días de lluvia y corrientes en tiempo ventoso. A los dos meses se murieron la sobrina y el marido

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y llenarla por tercera vez, John dio un resoplido animal. Rose sintió un escalofrío y mirándole le vio pálido con los ojos muy abiertos y los labios tersos. Se le acercó a su pecho desnudo y escuchó su corazón en silencio. Lentamente recorrió con su mano temblorosa su cuerpo frío hasta llegar al pene, que sintió latiendo como un animalito asustado. Se lo tapó con la sábana. Miró a su alrede-dor, se vistió deprisa y sin hacer ruido salió a la madrugada.

a un detergente, o peor, a una marca de agua mineral. Luego en el supermercado volvió a verla durante una semana en la primera página de The National Enquirer. Curioso, leyó el artículo, pero cuando comenzó a estar interesado, se dio cuenta de que, económicamente, no podía darse ese lujo. Esto es para ricos, se dijo a sí mismo.

––Hace milagros, John –le dijo Arthur, el que le relevaba en el trabajo en el turno de tarde.

Sentado en la sala de su apartamento, la televisión encendida, el aire moviendo la cortina de flores de la ventana, el ladrido de un perro y la voz de Martha en el piso de al lado gimiendo de placer en la cama con uno de sus muchos amigos, John se fijó en la urna que encima de la televisión bri-llaba, pareciendo cobrar una luminosidad extraña, las flores llenas de polvo floreciendo, llenando la casa de un perfume a jazmines, como si alguien hubiera resucitado.

El anticuario aunque elogió la urna, sólo dijo parte de la verdad. A John le repetía que sí, que era una pieza valiosa, pero que no era una pieza única y que a él le interesaba, pero no le interesaba, que le daría tanto y cuanto, pero que no estaba interesado. John, mirando una estatuilla de bronce de un Cristo resucitado que el anticuario tenía en una urna, aceptó el trato y contando una y otra vez el dinero salió de la tienda velozmente.

Tardó en llegar el paquete dos semanas. Leyó las instrucciones una y otra vez y las siguió al pie de la letra. Se duchó, se puso los slips negros, se peinó a lo Elvis Presley, cogió el viejo Ford y se fue a The Red House donde Rose, su imposible amor, trabajaba hacía muchos años. Estuvo en la barra con ella hasta que cerraron el bar.

–Espero que esta vez respondas mejor que las últimas veces –le dijo Rose mientras se pintaba los labios y se ajustaba el sostén. John no dijo nada, sólo sonrió.

La última vez que se fueron a la cama, era cierto, John se sintió impotente y humillado al no poder conseguir ni siquiera una mediana erección y encima Rose se negó a cobrarle. Esta vez no sólo se portó bien, sino que se sentía con el vigor de un joven de veinte años. Cuando acabó de penetrarla

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El pájaro dormido

Una tarde hablaba yo con mi abogada Patronia y le decía:

–Patronia, quisiera casarme con un joven del que estoy enamorada, pero éste es un mujeriego y un borracho. Como perteneces al Movimiento de Liberación de la Mujer y sé de tu sensatez, te pido que me aconsejes ya que estoy confusa y desesperada.–Amiga mía –me dijo Patronia–, te contaré un caso que defendí en la Corte de Brooklyn. Basándome en él yo te aconsejo que si tienes mentalidad de mujer hispana no te cases con tu prometido, pero si eres liberal y americana, cásate con él. Y ahora escucha atentamente.

En una ciudad de habla hispana vivía una mujer honrada y trabajadora, pero muy pobre, que tenía una hija muy hermosa y dulce como no había dos en todo el continente. La madre lamentaba su suerte y sentía no poder satisfacer los caprichos de su hija. En Penisless (Virginia), vivía una fami-

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aparecía ahora su sexo: un minúsculo animalito arrugado y dormido.

Fue a la cocina a buscar agua, bebió precipitadamente y al dejar el vaso sobre el mármol de la mesa sintió un escalofrío. Sin saber por qué se santiguó, rezó una salve a la Virgen y se dirigió al lecho nupcial, lentamente y a oscuras.

Le nació por la garganta un río de arena y entre sus manos un grito de cieno nocturnal; sus ojos eran ahora una telaraña de arañazos que le enredaban su suerte. Sintió, de pronto, una hoguera profunda y dolorosa por su sexo castigado; por sus pechos maltratados le creció un hondo y ago-biante sonido de cuchillos; el grito de sus miembros la hizo libre; se sentía ligera, como desposeída de peso, sólo espíritu, un ángel purificador atraído por la voz de lo oscuro. Se pasó la fría guadaña de la muerte sobre el vientre y se estremeció al notar la frialdad de la cuchilla.

Se acercó a él y la invadió un provocativo olor a sexo, sangre, cuero, sudor, humo y alcohol que se mezclaba con el perfume y el olor de las velas, las sábanas y las frutas. Rodeó la cama, se arrodilló y un cilicio de cristales le cortó la cintura; sus ojos estaban a la altura del minúsculo animalito, ahora dormido. Sigilosamente le retiró la mano del sexo y puso la de ella; él, al sentir el suave contacto, abrió las piernas, soltó un chorro de aire que produjo un ruido hondo, se pasó la lengua por los labios resecos y balbuceó algo que ella no entendió. Cuando el pájaro empezaba a volar, con la navaja virgen que su madre le había mandado como regalo de bodas, se lo cortó de cuajo.

Brotó un chorro de sangre viva que salpicó la cara y nubló la mirada de la recién casada, quien cogiendo el pene y los testículos los tiró por la ventana. Una mancha de oscuro carmesí se dibujó en las sábanas de finísimo hilo.

–¡Zorra, me has desgraciado para toda la vida! –gritó, mientras que retorciéndose se llevaba las manos al hueco sangriento y doloroso.

A lo lejos se oyó el maullido de un gato, el ladrido de un perro y el relincho doloroso de un caballo. Un hilo rojo bordaba el horizonte. Amanecía.

lia también muy honrada que tenía un hijo que era un bala perdida: mujeriego, borracho y, aunque buen mozo y corpulento, era persona de poco seso. Un día la madre angustiada propuso a su hija que se marchara a América donde vivía una hermana suya y en donde prosperaría y hasta podría casarse con algún mozo del lugar. La hija se negó porque no quería dejar a su madre; lloró a solas, maldijo ser pobre, pero al final, cuando recibió una carta de su tía, se decidió, no sin harto dolor de su corazón, a irse a vivir con ella.

La jovencita se pasó un mes llorando, acordándose de su madre, aprendiendo el idioma y trabajan-do en Burger King. Corrió la voz de su belleza y de su bondad, y comenzó a prosperar. De limpiar mesas y fregar suelos ascendió a aprendiz y de aprendiz a la cocina a freír hamburguesas; era tal el celo que ponía que de allí pasó al mostrador y del mostrador a jefe de grupo y de jefe de grupo a manager y de manager a jefe regional y de jefe regional se casó con un joven violento y calavera al que conoció un día de Viernes Santo.

Los padres del joven mujeriego se hicieron cruces, sintieron pena por la ex–jefe regional del Burger King y dieron al matrimonio un día de duración.

No bien hubieron los recién casados cerrado la puerta del nuevo hogar cuando el joven se abalanzó sobre su mujer y, aún con el vestido blanco, la violó; ella sintió la navaja del sexo hundiéndose en su virginidad, vio como la sangre encendía un fuego en la nieve del vestido. Se pasó el marido toda la noche en una continua orgía: la ató y la violó; le pegó, la insultó y la humilló, y poniéndole un collar negro de cuero como si fuera un perro, la penetró por detrás. Como ella guardó silencio él pensó: “Le va la marcha, me ha salido sumisa.”

Latiéndole los miembros y palpitándole las sienes, agotado, se acostó en el lecho nupcial: sába-nas de finísimo hilo, las iniciales de su nombre bordadas en azul oscuro, perfumadas con Pasión número Siete; almohadones de plumas, en la mesilla un cesto de frutas y varios candelabros iluminando la escena. Desnudo, respirando como un animal satisfecho y feliz, hundida la cabeza en la levedad de la almohada que recortaba su perfil, tenía la mano derecha sobre su pecho y la izquierda sobre su sexo. Al verle así, a ella le llamó poderosamente la atención lo diminuto que

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III. LA TACITA CUBANA

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Mi Dosia

Se murió de una angina de pecho mientras arrancaba unos tomates en el huerto que tenían a las afueras del pueblo. De haberlo sabido a tiempo hubiera ido al entierro porque yo seguía pensando en ella como la niñera que me hacía las coletas mejor que mi madre, me abrochaba el cuello del uniforme sin pellizcarme la piel, me ponía colonia Heno de Pravia en los lóbulos de las orejas sin hacerme cosquillas y me besaba cuando me dejaba a la puerta del colegio. Yo era, me decía, la madrina de la cuadrilla de toreros de mis tres hermanos que me precedían. Teodosia entró a casa en lugar de Rita, una joven rebelde y difícil que desapareció un día, llevándose el reloj de oro de mi madre. Teodosia tenía los ojos grandes, manos fuertes y duras, el pelo negro, tirante, recogido en un moño plano, un poco caído y siempre con un olor a hoguera y a mejorana. Yo la llamaba Dosia y con Dosia se quedó. Nadie diría que tuviera cuarenta años, lo que a mi madre le hacia albergar esperanzas de que ya no se casaría siendo una candidata perfecta para pasarse toda la

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decía que había 29. Lucía y yo que 27 y mis otros hermanos que 30. La casa era un laberinto con ca-maranchones, pasillos, habitaciones estrechas, habitaciones llenas de periódicos, habitaciones con una luz como de iglesia que guardaban un mundo ya pasado y olvidado: tres baúles, libros, mue-bles viejos, dos braseros, el sable de mi abuelo, el traje de boda de mi abuela, la Enciclopedia Jurí-dica de mi tío Fabián el abogado que mataron los rojos, como decía mi madre, en la guerra del 36.

Septiembre llegó suave y cambió el aire. Hubo que cerrar las ventanas, sacar las mantas, los jerséis y los abrigos que olían a polilla. Mi hermano Honorio no entendía cómo mis padres dejaban entrar el invierno en casa. Él pensaba que si se cerraran todas las ventanas el invierno no entraría. Le costaba creer que se fuera la luz del verano, la que entraba a la hora de la siesta por las rendijas de la ventana y se reflejaba en el techo trayendo, como si estuviéramos en el cine, las sombras de las pocas personas o algún perro que a esas horas pasaban por la calle. Mis hermanos volvieron al colegio. Dosia se quedaba un poco más tranquila y hasta mi madre se sentaba un rato a escuchar la radio. Era lunes, un día brillante, con una luz de seda, limpia, como si hubiera llovido. Mi madre había ayudado a recoger la ropa de las camas y Dosia había calentado el agua y había llenado la pila donde lavaba. A las doce ya había terminado una tanda. Mi madre había pedido permiso a los vecinos de enfrente de casa para usar su azotea que era descubierta y era más grande que la nuestra. Dosia, después de lavar, con la ropa retorcida y colocada en un barreño bajaba a la calle, pasaba por debajo del balcón y metiéndose en el callejón de Bodegones subía a la terraza prestada. Ese día, después de que tenía todo preparado, me dijo: “Vengo enseguida, alhaja, no te mueves de aquí, sé buena”. Cuando ella cerró la puerta yo me fui corriendo al balcón. Mi madre seguía oyendo la radio. Vi a Dosia salir por la puerta, la vi en la calle con el barreño en la cadera, la llamé, ella me miró y me sonrió, me hizo un gesto como diciéndome que me esperara pero yo metí la cabeza entre los barrotes laterales del balcón y me tiré al vacío para irme con ella.

En la Casa de Socorro el médico de guardia, Don Wenceslao Nariño, que era conocido de la familia, sólo me encontró unas heridas producidas por el roce del bigudí al chocar en la acera contra una tapa metálica de riego. Mi madre creyó firmemente que había sido un milagro, porque ese día que era lunes, 25 de septiembre de 1950, la iglesia católica celebraba la fiesta de la Milagrosa y los ángeles me habían cogido y me habían dejado en el suelo. Mi hermano Honorio asoció este suceso a una

vida con nosotros. El día después de mi primera comunión, que hice a los cinco años junto con mi hermano Carlos, mientras escuchábamos la radio en la cocina, vimos como mis padres y Teodosia entraban en el comedor y cerraban la puerta. Un rato después ella salió llorando y mi madre tenía cara de estar triste. Mi padre, que nunca exteriorizaba sus sentimientos, nos mandó a la cama y apagó la radio. Al mes siguiente Dosia nos abandonaba para casarse con Argimiro, un hombre de pueblo, calvo, lento de movimientos, cinco años mayor que ella y al que conoció un verano en el Paseo del Tránsito, donde vendía frutas de su huerto a los turistas que iban a ver la Casa del Greco y a donde Teodosia nos llevaba a mí y a mis hermanos a jugar. Odié a Argimiro por mucho tiempo porque me robaba a mi niñera que era como mi madre para mí. Cuando, pasados los años, un día lo vi sentado en mi despacho, su rostro oscuro de sol, los ojos llenos de lágrimas y dando vueltas a la boina entre sus manos agrietadas y grandes, pidiéndome ayuda para “nuestra” Teodosia que se encontraba mal, en ese momento le perdoné el robo de mi niñera. Sagrario vino en lugar de Teodosia y pasó a ser la niñera de mi hermano Alfredo que acababa de nacer. Lucía que nació el 13 de diciembre cuando yo tenía dos años, se encontró sin niñera, algo que ella siempre comentaba con rabia. Cuando Teodosia se fue de casa mi madre estaba embara-zada con mi hermana María José. Dos años más tarde nació Fernando, el benjamín.

La casa donde nacimos mis siete hermanos y yo era casi una isla separada por el callejón de Bo-degones y la calle de la Campana. Por detrás se alargaba y se unía a otras casas hasta llegar a la plaza de Valdecaleros. La casa era del siglo XVII y en ella habían vivido algunos canónigos de la Catedral a la que perteneció hasta que mis abuelos maternos la compraron. La fachada de ladrillos rojos, que el tiempo había descolorido, tenía un balcón, dos ventanas, un mirador muy pegado al tejado y adosado en una esquina, un azulejo con la imagen de San Idelfonso poniendo la casulla a la virgen, que en letras gastadas decía: “Soy de la Capellanía de la Primada. 1717”. Años después, cuando mi padre murió en un accidente de coche a la salida de Villajoyosa, mis hermanos decidie-ron vender la casa. Ese día todos envejecimos un poco. Pasado el zaguán había un patio oscuro donde estaba el piso de verano. Unas escaleras estrechas nacían a la derecha y subían a los dos pisos que terminaban en una azotea cubierta donde casi se podía tocar la torre de la Iglesia. Nos entreteníamos en contar las habitaciones y nunca nos poníamos de acuerdo. Mi hermano Honorio

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El vaso de leche

Mi abuela Teresa, que había vivido toda su vida en la casa de sus antepasados, se murió en la tarde lluviosa y fría de un Jueves Santo. Unos días antes me había dicho que la lluvia estaba bo-rrando la sonrisa de Liú, la muñeca que mi abuelo, el comandante Honorio Orerrab, le trajo a su vuelta de Cuba, donde había ido a luchar en la guerra de independencia al mando de un batallón de campesinos. Con Liú se trajo su fracaso, una delgadez alarmante, una hondura marrón en sus ojos, un dejo de distancia en sus palabras, una cicatriz de soledad por su frente y un olor agobian-te a tierra mojada en todo su cuerpo. Envueltas en una camisa de hilo purísimo, bordada con sus iniciales en azul Prusia, traía las medallas y la última bala; una cajita ovalada, con una inicial en la tapa, que contenía un mechón de pelo oscuro y sedoso; el rosario de alabastro de la bisabuela Carlota y, arropada en un fieltro negro, una tacita de café, frágil, leve y perfecta, adornada en su base con una cenefa azul y en el borde con una línea de plata, que, sin saber yo porqué, mi abuela adoraba; en la familia se conoce como la tacita de la guerra, y ahora está conmigo.

poesía de José Selgas que se llamaba “La cuna vacía” y que venía en el libro de lecturas. El párroco de Santo Tomé, don Marcos Taracido, que luego llegó a ser obispo auxiliar de Mondoñedo–El Ferrol, celebró una misa en acción de gracias a la que asistió todo el vecindario. En la homilía mandó que “la niña milagrosa” fuera todos los años a la procesión de la Medalla Milagrosa que salía desde la iglesia de San Pedro Mártir. Cuando Dosia volvió y vio a un grupo de gente alrededor de mi madre, no sabía qué había podido ocurrir. Dicen que se pasó el día llorando culpándose del accidente.

Por eso digo que de haber sabido que se había muerto mi Dosia me hubiera gustado haber ido a su entierro.

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vena del brazo derecho y casi me desangro. Tengo en mi memoria, vívido y muy presente, cómo la sangre me brotaba caliente y a borbotones: pequeños animalitos que al resbalar velozmente por el brazo se ahogaban en la leche, formando, en mitad de la calle, un charco rojo y blanco con tonos rosas, por el que navegaban vidriados barcos azules. La calle estaba vacía. Don Pruden, el maestro, fue quien me auxilió. Mi abuela me compró una máquina de cine con la que jugamos durante mi convalecencia. La cicatriz principal, a pesar del tiempo transcurrido, tiene forma de un siete de gorda barriga; las otras tres son pequeñas iniciales.

Estuve sin ir al colegio durante un curso. Volver fue uno de los momentos más difíciles de mi vida. Cuando mis compañeros supieron que mi brazo era como un animal muerto, se burlaban de mí y lo movían como si fuera un péndulo de trapo y me lo retorcían poniéndomelo detrás de la espalda. Lo que más me costó fue aprender a escribir con la mano izquierda. Ir al colegio era como ir a la guerra. De ella volvía cada día, como el comandante Orerrab volvió de la suya, con una amarga sensación de derrota, la mirada ausente y herido con mis cicatrices: perros salvajes que mordían mi carne a cada instante.

El 26 de mayo, el mismo día en que murió el dueño de la vaquería, la abuela me regaló la tacita de la guerra; antes me exigió que la le jurara que me casaría, que al primer hijo que tuviera le nombraría Honorio y que cuando éste cumpliera veinte años le pasaría la tacita.

Me di cuenta que la abuela sabía mi secreto y como el abuelo empecé a planear el suicidio.∏

El abuelo se fue a vivir a la finca y un año después, en una mañana de abril de un Sábado de Gloria, cuando los rosales estallaban su pólvora de vida sobre la pared encalada del jardín, des-pués de recibir una carta de Cuba, puso en su vieja pistola la última bala y, acariciando el mechón de pelo, se llevó el arma a la sien. Fue tan violenta la trayectoria del proyectil que, una vez que atravesó el cráneo, surgió un chorro de sangre caliente que mi abuelo sintió en las mejillas, ensan-grentando la pechera de la camisa de hilo con las iniciales en azul. La bala atravesó el cristal del ventanal y se incrustó en el olivo que cuarenta años atrás había plantado mi bisabuelo Honorio.

Yo vine a cambiar la soledad de mi abuela, que fue como mi madre. Un día de primavera me contó la historia de doña Truana: una lechera soñadora de final triste. Aquella noche soñé que yo era la lechera y que nunca se me caía el cántaro (que tenía forma de barco y era azul) porque lo llevaba muy bien agarrado, pero nunca encontraba el mercado y de pronto se hacía de noche y yo me perdía. Me seguía una sombra que a veces era la de una mujer y a veces la de un hombre. Por detrás de un olivo salía un joven que decía ser el marido de doña Truana –aunque era Don Pruden, el maestro–, el cual me cogía de la mano. Al darle la mía yo empezaba a tiritar, el cántaro se tam-baleaba en mi cabeza y cuando parecía que se iba a caer me despertaba.

Para llegar a la vaquería había que bajar la cuesta de la calle del Ángel y torcer a la derecha hacia un callejón oscuro, sucio y con olor a establo. Mi abuela no me dejaba ir solo a comprar la leche. Un día amanecí con fiebre muy alta. La noche anterior tuve una sensación nueva, profunda, sofo-cante y extraña que, a la vez que me aprisionaba me daba libertad, que me empobrecía al mismo tiempo que me hacía poderoso, dueño de un secreto que a nadie contaría. Pero no tuve miedo porque pensé que había podido ser un sueño. Como había sido un buen enfermo “y porque ya eres todo un hombrecito” mi abuela me dejó ir solo a comprar leche. Ya bien del todo, casi al ama-necer, cogí la botella azul, que yo imaginaba un barco, y me fui a la vaquería. El lechero, que a mí me recordaba al san Sebastián de la iglesia del barrio, me tenía preparado un vaso de leche recién ordeñada. De vuelta, subiendo la cuesta, recordando la mirada del lechero y de lo que me suce-dió aquella noche volví a sentir vida entre mis piernas. Un fuego incendió mi mirada, un flechazo cruzó por mis sienes y sentí un escalofrío; tropecé y me caí; se me rompió la botella, me corté una

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Los dos amigos

–Yo traeré el arma.

Al ver mi cara de pánico me pone su inocente mano sobre el hombro y dice:

–Quiero decir, el alfiler. Norio, eres un cagueta; además ni te vas a enterar, ya verás. –Y yo ¿qué traigo? –le pregunto. –Ya que eres el literato de la clase tú escribe la proclama, pero al grano.–¡Jo, tío, tú siempre tan político!–¡Bah! eso es una gilipollez, ¡qué sabes tú de política! Tú, Norio, sólo sabes de poesía y ésta es cosa de débiles. Pero yo te enseñaré a que seas uno de los nuestros...–Pero, Nito, yo no quiero ser uno de los vuestros –le interrumpo–. Yo quiero ser yo.

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–No he dormido en toda la noche, pensando en este momento.Se pincha él y juntando nuestras sangres firmamos la declaración. Y en voz alta y cierta solemni-dad en el tono lee el párrafo siete:

–Que nunca tengamos que decir que nosotros los de entonces ya no somos los mismos, porque la amistad o el amor nunca mueren, morimos nosotros.

Y sonriendo añade:

–La poesía te pierde, chaval, te tienes mochales, te envenena, pero esto me gusta. Y para celebrar el pacto, rebelarnos contra la Iglesia, recuerda que hoy es Viernes Santo, llevar la contraria a mi abuela, que es una beata y nos tiene en ayunas a todos desde ayer, vámonos al Suizo a tomarnos chocolate con churros.

De las chicas del grupo, Leocadia era la más fea, pero todos queríamos bailar con ella porque era la que más se pegaba. Nano, que tenía catorce hermanos y vivía en una casa de veinte habitaciones, pidió permiso a sus padres para que nos dejaran una que estaba en el patio y servía de trastero que limpiándola, forrando sus paredes de cañas amarillas y decorándola, convertimos en “El cañizo”. Emilio pintó en la pared central una enorme águila imperial en marrón que sujetaba con sus garras un largo pergamino en el que se leía: “Mellior vita est tintorrus”. En “ese antro de perdición” (según mi padre) pasamos parte del bachillerato superior. Sábados y domingos de guateques, los demás días conspirando o estudiando. En “El cañizo” se amasaron matrimonios, se rompieron virginida-des y se practicaron abortos; se imprimieron panfletos, se leyó el Libro Rojo de Mao, se discutió a Marcuse, se elaboraron bombas y se soñaron revoluciones; se lloró, se amó y se saboreó la vida; se sintió la soledad y se nos pasó a todos muy deprisa y amenazada nuestra primera juventud. Cuando se puso de moda, por él pasaron los cadetes de la Academia, niños de gente bien y de de-rechas (a los que cobrábamos el doble), niñas bien que se hacían las estrechas frente a criadas ge-nerosas, intelectuales problemáticos y sencillos obreros. Por pasar, pasó hasta la policía secreta.

Nito, Sisi, Inma, Nano, Rafa, Goldfinger, Paco y Matías se decidieron por ciencias; el marqués, Teresa, Carmen, Ita y yo por letras. Nito e Inma empezaron a salir juntos y a mí me molestó. El

Cambia la voz, frunce la frente y me dice:

–Te he dicho mil veces que Nito murió el verano pasado al salir del colegio de las monjas. Ya tene-mos doce años, Norio; esto es el Instituto y aquí soy el camarada Juan Trosky.–¡Tú estás chalao, camarada Juan Trosky! –le digo con acento ruso, mientras levanto el puño iz-quierdo–. Pues a mí me sigues llamando Norio, que yo soy el mismo.

Me coge a traición por la espalda, siento el peso de su pecho y la fuerza de sus brazos alrededor de los míos y me tira al suelo, pone su pie derecho sobre mi corazón y gritando dice:

–Serás de los míos y venceremos.

Aunque Nito es mucho más bajo que yo, algo regordete, de vivísimos y enormes ojos negros que ensombrecen dos espesas arqueadas cejas, de manos y brazos breves y un olor muy extraño a cuero y a sexo, al mirarlo desde el suelo, le veo grande, inmenso, inalcanzable y poderoso: un luzbel liberado de monjas, misas, rosarios, rabiosamente ateo que pisotea victorioso al ángel.

Al día siguiente, un viernes lluvioso y tristón, llego a su casa y Remigia al verme me dice de mal humor:

–¿Qué haces tú tan temprano por aquí? En vacaciones se duerme, rapaz, y Nito está roque. –Despiértalo, por favor. Tenemos que hacer algo...

Subimos a la azotea desde donde se ve una opresora vista de la ciudad: la catedral tan próxima que casi se puede tocar, a la izquierda y un poco más lejano el alcázar, diseminados aquí y allá iglesias y edificios nobles y al fondo el sol recién hecho invocando al paisaje de rosa y oro alrede-dor del río, que aparece amortajado en un tul color ceniza. Sopla un aire frío y nos resguardamos en un rincón. Cuando me clava el alfiler en el dedo índice de la mano izquierda crece, en la yema del dedo, un granate redondo y oscuro. Hago un gesto con los labios y cierro los ojos.

–Te lo dije, quejica, que no te iba a doler.

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padre que eres un hijo de puta y un anarquista y que si hay que joderte que lo hagamos. Pero otro gallo te cantaría si colaborases con nosotros. Sabemos que eres un cabecilla en la universidad y sabes nombres y células y organizaciones y nos podías ayudar. Por última vez, ¿quién fue?

–Fui yo, comisario.

Se levantó de la silla, se aseguró las gafas, rodeó la mesa lentamente, su dedo anular deslizándole sobre la superficie, y de repente y un poco a traición me abofeteó la cara con tal furia que me tiró al suelo; al golpearme la cabeza con la mesa sonó un ruido hueco y sordo por toda la habitación.

–Luego irás diciendo que te maltraté... Escucha, hijo puta, sé que no fuiste tú el asesino y te lo voy a demostrar. ¿Por qué coños te empeñas en cubrir al verdadero cabrón que ha desgraciado la vida de un valiente servidor de la justicia?–Porque ese cabrón es mi amigo entero.–No seas chulo conmigo que te mato, desgraciao.

En la primera foto se veía una figura borrosa, asomada en la baranda del primer piso de la univer-sidad, con algo entre sus manos en ademán de arrojarlo; en la segunda aparecía un objeto macizo y cuadrado (era el cenicero del despacho del decano) en el momento de ser lanzado hacia un bulto gris que se ensañaba, en la planta baja, con otro bulto irreconocible y que era yo; la tercera era un primer plano del agresor.

Debió ver mi cara de terror porque se colocó enfrente de mí y dando una patada con el tacón de su bota izquierda a la silla me tiró de nuevo al suelo. Al incorporarme, sintiendo como si me estu-vieran serrando mis genitales, lo primero que vi fue un retrato del General que, maliciosamente, me sonreía.

–Lo conoces ¿verdad? –Yo medio mareado por el dolor pensé que se refería a Franco–. Otro cabrón anarquista como tú. Pero me las va a pagar.

marqués era el encargado de poner la música y yo de estar en el bar. Un día en que Nito estaba medio borracho, algo que hacía muy frecuentemente, se acercó al frágil mostrador y me pidió otro cubalibre. Le miré a sus inmensos ojos ahora turbios y como de humo y le dije que me parecía que se había olvidado del texto de la declaración. Nos insultamos y empezamos a pelear. Con la misma rapidez con que, en el patio del Instituto me tiró al suelo cinco años atrás, le vi como cogía la vieja navaja de cortar los limones y me traspasaba la mano izquierda con ella, mientras decía que no, que no se había olvidado ni de la declaración ni de la ceremonia de aquel día de Viernes Santo en la azotea de su casa. Levanté la mano y comencé a girarla como un faro que guiara barcos azules en charcos de sangre, salpicando el vestido de hilo blanco de Inma y la camisa de Nito, mientras la ginebra se coloreaba de un carmesí pálido y transparente.

Mi padre y el de Nito eran militares y compañeros en la Academia, y mi madre y la suya eran ami-gas. Sentado enfrente de ellos, con mi mano en un cabestrillo, me miraban inquisidores.

–Es inútil que lo niegues, Norio –decía el padre de Nito que era temido por su férreo carácter–, lo sabemos todo. Fue mi hijo quien te hirió...–...Norio, no seas terco –terció enfadada mi madre–, tú no te pudiste hacer esa herida, ¿por qué no nos dices la verdad? Tenemos un compromiso y vamos a llegar tarde por tu culpa. ¡Vamos, acaba de una vez!–Se cree muy listo –dijo mi padre con fastidio e indiferencia–. Llegaremos tarde por su culpa. Como si por defender a Nito fuera a ser más hombre.

Se fueron los cuatro al compromiso. Nito se quedó conmigo y por primera vez leímos juntos a César Vallejo. Y nos emborrachamos.

Cuando el comisario Morán, un tipejo miope, bajito, con grandes ojeras y bigotito hitleriano, me preguntó por cuarta vez que si estaba seguro de que fui yo quien herí de gravedad al policía Hilario Díaz, natural de Retalba, destinado en Madrid, casado y con tres hijos, le dije que sí. –¿Seguro? Mira que por ser hijo de quien eres me estoy aguantando, aunque ya me ha dicho tu

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El juicio, por un tribunal militar al que asistieron mi padre y el de Nito vestidos de gala y medallas, fue una farsa. El policía Díaz murió dos días después. A Nito le echaron cadena perpetua, cinco años para mí. Caminamos juntos desde la audiencia a la perrera para ser llevados a Carabanchel; al bajar al sótano y entrar en un pasillo estrecho y oscuro, Nito me dijo:

–¿Recuerdas el alfiler?∏

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IV. MENÚ DEL DÍA

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La rosa de Ronsard

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

C. Pavese

Cuando le volvió a hablar de nuevo, después de tantos años de ausencia, dudó por un momento si era la misma voz de antes, pero la reconoció enseguida por ese roce de terciopelo, su dulzura y su acritud, su persistencia y la seguridad en su mensaje; era una voz dolorosa y milenaria; una voz navaja, hoz; una voz de sirena, sexual y provocativa; voz amarga: cicatriz y veneno, muerte y sepultura.

La primera vez que escuchó su sonido fue una tarde de primavera, veinte años atrás, mientras contemplaba, solitario, cómo la tarde se llenaba de perfumes. Empapado su corazón de lluvia y soledad, viendo pasar la vida, la voz se sentó a su lado, y le prometió nuevos placeres, territorios

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–Como un ángel.–Príncipe del placer.–Nuestra razón de vida.

Y él, ensoberbecido, luzbel de sexo y gozo, reflejado en el espejo de esos cantos de falsas sirenas, elegía a sus víctimas para una sola noche. A la madrugada las arrojaba a la luz, señaladas para siempre con su mordisco de muerte.

Sus ojos son ahora dos cuencas hondas y oscuras con un temblor de noche, sus labios resecos y enfebrecidos adelgazan sus pómulos, un terremoto de ruido pone luto a sus manos que tiemblan; su pecho, boca de lobo, es guarida de roncos leones que le roen el corazón ya casi de alabastro. La luz ha desertado de su cuerpo.

El otro día, otoño en el paisaje de su respiración, la voz volvió a hablarle.

–Soy yo. ¿No me reconoces? Soy la de los mil nombres, la avariciosa voz, tu voz. Y vengo, después de tantos años, a que seas mi amante, a que me des tus despojos, a que hagas el amor conmigo por primera y última vez, y a que me mires a mis ojos de mármol y así sabrás, finalmente, que soy la dueña de tu vida.

inéditos, islas llenas de luz y cuerpos hermosos, riquezas, poder.

–Ve hacia la oscuridad, ve hacia la noche, ve hacia las tinieblas y vive, goza, recuerda que las rosas de tu cara han de ajarse pronto y mañana será tarde.

Cuando él le preguntó quién era, qué quería de él, por qué le elegía entre tantos jóvenes, la voz le dijo:

–Eres hermoso como sólo se puede ser cuando se tienen quince años; me gusta reflejarme en tus hondos y dudosos ojos; tu aliento de rosas me vivifica, tu piel cálida y brillante me rejuvenece, y porque además eres...–...pero ¿quien eres tú? –Yo soy el remo de Caronte que frena su barca; soy la saeta que traspasó el pecho de Teresa; soy el vaso de vino de Berceo; soy la Dama del Alba; soy la hoguera en el banquete de la joven de Orleáns; soy la amante de Valdés Leal; soy la rosa de Ronsard; soy el enigma en Turandot; soy la helada sonrisa en la Traviata; soy el veneno de los Borgias; soy la peste que arrasa ciudades; soy la navaja que destroza corazones. Soy santa y maldita; soy luz y sombra. Y aunque tengo muchos nombres no tengo nombre. Pero tú eres demasiado bello y joven para saber quién soy en realidad. Lo sabrás más tarde, y ya no habrá remedio. No lo olvides; ve y goza de la vida, carpe diem, en-trégate al placer, goza, goza, goza...–Pero...

Cuando él fue a mirarle a los ojos, la voz había desaparecido y la noche desleía la caligrafía de la tarde. El se sintió febril, lleno de deseo, hirviéndole la noche en el cuerpo, arropado en un incendio que lo quemaba por dentro y lo lanzaba hacia la oscuridad.

Y por veinte años vivió en la larga noche del deseo rodeado de una corte de aduladores que espe-raban sus migajas de sexo cada noche, y le decían:

–Eres el más hermoso.–El más bello.

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Anguila de mazapán

Llamó para saber la dirección y me dijo sarcásticamente:

––Es que para mí todo lo que no sea Manhattan me parece el infierno… Le dije que no le recordaba pero que era bienvenido y que el infierno se llamaba Brooklyn, que estaba a veinte minutos de Manhattan, que teníamos un metro a la puerta de casa y el barrio era conocido como Park Slope, una zona residencial, donde viven todos los “yuppies” de América. ––Empezaremos a las ocho, puede venir cuando quiera.

Le di la dirección y colgué. Me quedé por un momento pensando en el sonido de su voz: metálica, amarga, vidriosa y lenta. Había bebido algo y pensé que era cosa mía. Seguí preparando la fiesta y a las siete y media llamó Zelia disculpándose; no vendría a la cena ya que su hermana Kasandra acababa de tener una hija. Pensé en lo oportuno de la niña al nacer en esta noche.

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estaban Kike y Tony, dos peruanos que a mí me hacían poca gracia, pero que eran muy amigos de Honorio y Faro. Otra pareja, que no sabía muy bien de parte de quién venían y que hablaban en inglés se sentó en el sofá de la esquina y se pasaron la jornada bebiendo, comiendo, abrazándose y besándose con intensidad, a pesar de que la mujer era mucho mayor que él. Pegado a Alfa se sentó Omega, el de Manhattan. Era delgado, medio calvo, pálido, ojos hundidos, orejas y nariz pronunciadas, con manos de costurera, lento en moverse y con ademanes muy exquisitos. Hablaba poco y se pasaba el tiempo atendiendo a Alfa con la que había venido a la fiesta, siendo su rela-ción con ella servil y sumisa. De vez en cuando, Omega preguntaba cómo se decía tal o cual pala-bra en español, porque “lo he olvidado todo ya que llevo mucho tiempo expulsado de mi país…” Parecía vacío, decadente, siniestro, sin género, podía ser un ángel o un demonio, una babosa del Paraíso Terrenal o un gusano en la boca de uno de los Borgias, una momia egipcia o una muñeca inca, el perro de Las Meninas o una máscara de un actor en una tragedia de Sófocles.

Lo que le llamó la atención a Honorio fue la botella que trajo que parecía única y valiosa: tenía algo de ánfora griega, de pebetero persa, de botella del Renacimiento o de vasija de las bodas de Canaan. Nadie bebió de su contenido y solo yo acepté la invitación. Observé sonreír a Omega y Alfa cuando bebía. En varias ocasiones al mirar a ésta vi que me sonreía como lo hacía Kasta y en una ocasión noté cómo se llevaba la mano derecha a sus pechos de la misma manera que también hacia Kasta. Durante un momento pensé que era ésta quien estaba allí, que había vuelto, pero lo achaqué a todo lo que había bebido.

Las hermanas toledanas, distantes, muy propias y exquisitas se levantaron un momento para ser-vir el postre que habían traído. Al destapar la caja redonda todos vimos una anguila de mazapán de Toledo con ojos de cristal azul, lengua verde, cuerpo retorcido adornado con frutas escarchadas, dibujos medievales, signos cabalísticos y en la cola, con sangre de paloma matada al alba, la pri-mera y última letras del alfabeto griego. La hermana mayor, alta, huesuda y hierática, cortaba la serpiente, mientras que la otra, que bien hubiera podido ser la hermana de La lozana andaluza o sobrina de La Celestina, repartía las porciones que nadie comió. Cuando llegó mi turno, la hermana mayor dijo con voz de plomo y fuego: “Para ella el corazón.” Al clavar la navaja damasquinada con oro y piedras preciosas, un olor a azufre y cuerpos quemados se apoderó de la habitación y de los

A las ocho, puntuales como siempre, llegaron Honorio y Faro, una pareja de cincuentones a quie-nes yo quería mucho y que eran como los hermanos que nunca tuve. Llevan juntos treinta años y viven en una isla, rodeados de libros y música, con un enorme ventanal por el que ven pasar barcos de carga. Algo tímido de entrada, con unos luminosos ojos marrones, Faro es la persona con la que no me hubiera importado casarme de no haber encontrado a Kasta, mi compañera desde hace 15 años.

Honorio, en un momento, me cambió el orden de la decoración, me ayudó en la cocina, sacó la cristalería, encendió las velas y movió varias veces los cojines de la mecedora de Kasta. Faro fue al ordenador a abrir un attachment que no podía leer y que me había mandando una tal Parka24. Cuando Faro me dijo que el documento estaba vacío, pensé que me gastaba una broma. Yo podía leer claramente un mensaje en letras rojas y verdes con acentos y comas marrones que me dejó profundamente perturbada.

Ellos sabían que era la primera Nochebuena que iba a pasar sin Kasta, que me dejó el siete de julio por un profesor dominicano veinte años mayor que ella. Observé la fuerza que Honorio po-nía en quitarle importancia al momento y Faro hacía como que no se enteraba de la situación. La verdad es que desde que se fue Kasta tuve que empezar a tomar Prozac y desde entonces mi vida ha cambiado. Durante mucho tiempo quise suicidarme; el recuerdo, el olor y la risa de Kasta me torturaban. Pero llegué a olvidarla.

A las diez habían llegado todos los invitados y la casa empezó a cobrar vida con ruidos, risas, vo-ces, olores y gritos. Los conté y éramos doce. El último en llegar fue Plasencia, un compañero mío de la universidad, excelente crítico de poesía, hombre callado y observador. Dos amigas toledanas que se sentaron en el sofá de mimbre y sólo se movieron para servir el postre que habían traído, a veces se miraban entre ellas y comentaban en voz baja. Enfrente, en la mecedora de Kasta, se sentó una mujer misteriosa, alta, seria, de edad imprecisa, que nadie conocía y que dijo llamarse Alfa. Sus ojos eran azules y su rostro semejaba a una gárgola de la catedral de Notre Dame de París. Honorio me dijo que le recordaba el verso de Pavese “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Al lado

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Die Frau mit Schatten

Cuando colgué el teléfono noté el arañazo que una hora antes me había hecho Rubén Trujillo con el anillo al quererme sacar el pecho izquierdo sin desabrochar el sostén. Con la punta de la piedra, una gota redonda de sangre coagulada, me rasgó desde el final del pezón a la mitad del pecho. Todavía olía mi cuerpo al suyo y en mi boca distinguía un sabor algo pastoso entre amargo y sa-lado. Me pasé la yema del dedo índice alrededor del arañazo sintiendo placer y dolor al mismo tiempo. Sonó el teléfono.

––Sé que va a celebrar la Nochebuena con un grupo de amigos, usted me conoce, pero no me co-noce. Yo he oído su voz varias veces. Me gustaría ir a su fiesta y conocerla en persona. ¿Quiere que lleve algo especial o prefiere que le sorprenda? Sé donde vive, sé el perfume que usa, sé cómo late su corazón cuando suena el teléfono. Además quiero llevar un regalo de vida para Hamid.

ojos de la serpiente saltó un chorro de lava y humo carbonizado. Sólo yo acepté un pedazo. El primero en irse fue Plasencia que dijo poco en toda la noche. Sólo le vi hablando con Honorio de poesía. Con Plasencia se fueron Faro y Honorio. Tenían que ir al día siguiente a un funeral de alguien que todavía no había muerto, pero que esa noche iba a morir y ellos serían avisados al llegar a su casa.

Yo seguí bebiendo y no sabía muy bien qué decía ni hacía. Se me nublaba la vista y al mirar por la ventana sólo vi la noche como un cristal agrietado de sombras. Fui al cuarto de baño. Me miré en el espejo, me vi despeinada, demacrada, mis intensos ojos azules eran ahora dos manchas rojas que me lo oscurecían todo. Me pasé una mano por los pechos y se hundió dentro de la blusa de seda que olía a naftalina y a tiempo viejo. Recordé mi primer amor, Irma, mi compañera de clase con la que pasé aquel verano del 69 tan feliz, amándonos a escondidas; recordé a Raúl, el padre de mi hijo con el que viví en Barcelona durante siete años; recordé la noche en que mi hijo Isaías me fue arrancado de mis manos por un grupo de militares y arrojado más tarde al océano desde un avión, con plomo en sus pies, por los asalariados de la Junta Militar de Argentina, y, sobre todo, recordé a Kasta en la mecedora en aquellas tardes de miel y amor… ¿O era Alfa?

Cuando salí a la sala no había nadie. Un silencio total me rasgó los oídos. Las risas, las voces y el brillo de la noche habían desaparecido. Una oscuridad me quemaba los labios. Tenía calor. Sudaba. Me asfixiaba. Tropecé. Me acerqué a tientas a la mecedora y allí me esperaba la noche que ardía. Cuando Honorio y Faro llegaron a su casa, al abrir el ordenador vieron que cada uno de ellos tenía un e–mail firmado por Parka24 con texto en letras rojas y verdes con acentos y comas marrones. El de Honorio hablaba de muerte y el de Faro de vida. En el silencio de la madrugada que empezada a clarear, una voz lejana y vieja, cantaba con acento desgarrador:

La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos más.

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Al colgar sentí cómo el pecho me palpitaba y decidí darme una pomada en el arañazo que se había puesto rojo y parecía una lombriz abultada mitad roja y negra.

Las primeras en llegar fueron las Landowskas, una pareja que lleva casada dieciocho años. Trajeron una pierna de cerdo y tres botellas de Pinot Grigio. Hacía casi un año que no las veía. Me llamó la atención la palidez de Milagros, su cara ovalada estaba como nevada y sus dos grandes ojos negros eran como dos escarabajos brillantes que me miraban con fuerza y a la vez con melancolía. Wanda llevaba el pelo muy corto, como si fuera un soldado y la vi más joven, radiante, nadie diría que estuviera atravesando la menopausia. Enseguida aparecieron Honorio y Faro. Honorio parecía cansado, como ausente. Kasta y Leonor llegaron casi al mismo tiempo. Kasta no se encontraba bien, se había lastimado la columna al agacharse limpiando la habitación de Lena. Luego vino Hamid y el último fue Plasencia. Este se disculpó. Llegaba tarde porque había tenido que ir a otra fiesta con sus amigas las españolas “de la cuarta edad y de la quinta república”, intelectuales exiliadas del tiempo de Sánchez Albornoz y Victoria Kent que todavía vivían en Nueva York. Hijas de políticos y escritores, sus ilustres apellidos eran parte de la historia de España.

Dicen que mi casa es un dedal y tienen razón, pero también dicen que lo tengo todo tan organizado que es como un palacio. Parecía imposible que en una habitación de apenas quince metros cuadra-dos pudieran caber diez personas. Empezamos a servir la cena y cuando terminé de cortar el últi-mo trozo de la pierna del cerdo sentí un olor a azufre que llegaba de la cocina y el arañazo me latió como si la lombriz se moviera a lo largo del pecho. Era una sensación viscosa, fría y cálida a la vez. Pensé que habían llamado a la puerta y, de pronto, recordé la llamada telefónica del día anterior. El grupo había empezado a comer y ya se habían vaciado cinco botellas de vino. Plasencia hablaba con Honorio del último libro de poesía de García Martín, Faro con Kasta de la madre de ésta, las Landowskas se pasaban la comida una a otra y sonreían, Leonor parecía cansada y apenas si decía nada, solo contó que la noche anterior al ir a cerrar el coche se había dado un golpe con la puerta en el ojo izquierdo y no veía bien. Hamid se sentía como abstraído. Salí al pasillo y vi cómo la puer-ta se abría y aparecía una mujer mayor, vestida de negro, alta, delgada, mitad figura de un cuadro de El Bosco y la otra mitad de uno de Goya, una sombra que se movía hacia mí, el áspero pelo re-cogido en un moño, tez oscura, frente ancha y con dos arrugas largas y hondas, como dos arañazos

secos, en sus pómulos ya marchitos. Llevaba un broche de plata con las iniciales MP entrelazadas.

–He venido a ver el arañazo –dijo–. Mirándome fijamente añadió: –A mí hace tiempo que nadie me ama. ¿Puedo pasar?

No supe qué decir. Su voz era agria, como de leche recién cortada. La seguí como si ella fuera la dueña de la casa. Pasó entre mis amigos y se sentó en el sillón de cuero negro del rincón donde dos horas antes Rubén Trujillo había arañado mi pecho izquierdo. Nadie parecía haberla visto, nadie se inmutó, nadie volvió la mirada hacia el sillón. Plasencia hablaba ahora con Hamid, al que abrazaba tiernamente. A Honorio se le había acentuado su ausencia y su mirada era ahora como una cinta roja arrugada en un día de niebla. Las Landowskas continuaban mirándose la una a la otra y Faro, a la vez que seguía hablando con Kasta, tomaba fotos del grupo.

Hamid había nacido en Pakistán y había traído un postre de su país que tradujo al inglés como The Shadow of a Woman y que fue la estrella de la fiesta. Era una suerte de pudín, flan y natillas mezclado todo con mango y otras frutas exóticas, adornado con frambuesas, con un sabor a miel, a desierto y a paraíso, a infierno y a oasis. Era como la sonrisa de Alá y el respirar de Mahoma. Hamid se levantó, puso la vasija de cristal con base de plata en medio de la mesa y fue sirviendo a cada uno una porción meticulosamente cortada. La vasija parecía una urna para archivar la vida y un cofre para guardar la muerte. Vi como Hamid acercaba un plato a la señora y ésta me lo pasó a mí con una mirada de cobre. Temblé y comencé a comer. Una frambuesa me trajo el aliento de Rubén Trujillo. El mango se deshacía en mi paladar abriéndome los sabores de mi infancia. El único que no tomó postre fue Honorio y me extrañó.

–Gracias, Señora, –oí como Hamid decía– por dejarme escapar. Este postre es la promesa que le hice. En él está la semilla de la cosecha de septiembre.

La mujer con cara de sarmiento, ojos resecos y nariz aquilina, sonrió y dijo:

–No era tu momento. No me des las gracias. Nadie se muere el día antes. Ven, acércate, mírame a

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tos, las carreras, los llantos… Oí varios teléfonos móviles que sonaban…Yo me fui hacia la escalera de emergencia del lado norte y ya había un grupo de gente que se daban codazos ansiosas por bajar… Estábamos en el piso ochenta y dos y nos quedaban cincuenta y cinco minutos de terror, de oscuridad y de agonía…

Por un momento Hamid se calló y abrazando la urna se la llevó de nuevo cerca de su corazón y se iluminó de un resplandor mágico. Fuera comenzó a nevar. Honorio reconoció la urna, era el Santo Grial reencontrado.

––Gracias Señora –dijo Hamid transfigurado–. Y besó la urna.

Honorio miró al sillón y vio un rostro reseco con ojos intensos. Le vino un olor a azufre, a cuerpo achicharrado, a escombros y a humo podrido. Era el mismo olor que tres meses antes, un martes once de septiembre, él había olido.

Cuando me quedé sola en casa, después de que las Landowskas se fueron, me quité los zapatos de tacón que había estrenado para la fiesta y que me habían estado mordiendo los dedos toda la jornada. Me pesaba el cuerpo y las tiras del sostén se me hundían en la carne. Sentí un fuego interior que salió chorreando entre mis piernas. La casa estaba irreconocible. Una luz sucia de madrugada borracha entraba por las ventanas. Unas gotas de sangre aparecieron en el sitio donde Honorio había estado sentado. Sentí una espina dorada que se clavaba en mi pecho. Fui tamba-leándome hacia el sillón de cuero negro, me senté y al respirar hondo olí el perfume de Rubén Trujillo que era el mismo que usaba la mujer del broche de plata. Sentí un frío total. Las ventanas se abrieron de golpe y entró la nieve. El olor a azufre me ahogaba. Quise gritar, pero no pude. En-tonces me di cuenta de que al haber ganado un cuerpo había perdido la vida para siempre.

Cuando Faro llegó a su casa y puso el disquete en el ordenador para ver las fotos que había tomado, oyó dos explosiones como si dos aviones hubieran chocado contra dos torres y en la pantalla apare-ció sentada en el sillón de cuero negro la sombra dormida de una mujer que se parecía a la muerte.

los ojos y no me olvides.

Hamid inclinó la cabeza y comenzó a llorar. Se acercó a ella y se arrodillo a sus pies.

––He venido a traerte a ti un regalo de vida –dijo ella–. –Gracias, Señora. –Toma.

Y le alargo una urna de cristal rosado.

Hamid la recogió y se la llevó cerca del corazón. Era de dos piezas. La base se parecía al cáliz de la Ultima Cena y la tapa era una cúpula de Alejandría terminada en una pequeña piedra que era idéntica a la del anillo de Rubén Trujillo. Separadas parecían dos pechos de carne fresca y rosada y juntas semejaban un cáliz de consagrar.

Un rayo de luz que entró por la ventana y que venía de lejos, de países cálidos, arañó la cúpula con una grieta de luz roja. Me reflejé en la otra parte y vi mi arañazo mezclado entre las filigranas del cristal.

–Guarda en esta urna tus mejores momentos y así vivirán para siempre. Los que beban de ella no me temerán –dijo la señora con voz antigua.

Esperaba que los demás dijeran algo. Seguían bebiendo y celebrando el postre de Hamid y nadie pare-cía oír nada. Miré a Honorio y le vi como ardiendo, en fuego, iluminado por una luz amarilla y brillante.

Hamid volvió al lado de Plasencia y se abrazaron. Wanda pidió a Hamid que contara lo que todos es-peraban escuchar. Se hizo un silencio espeso que flotó entre todos nosotros. Mirando al sillón que estaba vacío para el grupo, pero en el que yo veía a la mujer en sombra, Hamid empezó diciendo:

–Fueron 55 minutos de terror, de oscuridad y de agonía. De pronto el edificio, después de un golpe seco, comenzó a cimbrearse como si fuera un junco, se movía lentamente y comenzaron los gri-

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Perdices asadas

Bajando la Cuesta del Agua Amarga y torciendo a la derecha al callejón de las Tres Perdices, se llegaba a la plaza de la Custodia desde donde se podía ver el río Tajo, oír su ronca respiración y oler su cuerpo limpio. Descendiendo trece escalones, entrando en la tortuosa y empedrada cuesta de la Muerte, saltando unas piedras y cruzando unos arbustos bajos y espinosos se llegaba a la orilla, donde una arena verde y apelmazada, con olor a cieno y a peces, encarcelaba al agua. A la izquierda, reflejada en la corriente, se levantaba la casa de don Illán: grande, pesada, cuadrada, sólida, de ladrillo ocre, fachadas cerradas, con dos únicas ventanas mirando al río, torre semicircu-lar, como un barco con la proa sumergida dentro del agua, en la que el Mago tenía sus habitaciones secretas. El jardín tenía doce álamos, ocho cipreses, parcelas de verde y plata, rojo, amarillo y rosa; una pequeña huerta y, en el medio, una enorme jaula en forma de hórreo con perdices. En la otra orilla y frente al caserón de don Illán se levantaba la ermita de Nuestra Señora de Borges, rematada su humilde espadaña por una inmensa cruz.

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sábana verde que colgaba del aire. Hablaron. Al pedirle el Gran Inquisidor, bruscamente, la fórmula de la eterna juventud, el mago comprendió que el deán de Santiago venía en plan de guerra y se decla-raba su enemigo. En el tablero del ajedrez de la noche y el alba jugaron la última partida. Amanecía cuando el brujo echó al deán de su casa. Al cerrar el portón el deán oyó un mugido lunar, un trueno líquido de plata y un galopar de muerte. En la catedral de Santiago, las campanas doblaron a muerto.

A pesar de los tapices que cubrían las altas paredes del alcázar, el emperador, que contemplaba el río y tenía un libro de poemas en sus manos, sentía frío. Acababa de firmar la ejecución de don Illán que Fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde le había traído en persona. La muerte del brujo se llevaría a cabo el día del Corpus Christi, después de la procesión, en un solemne auto de fe en la Plaza de Zocodover, bajo el Arco de la Sangre.

Una hora antes de la ejecución de Don Illán, cuando la rica custodia de Arfe entraba de regreso en la catedral por la puerta del Perdón, el sol se apagó, los gallos cantaron, comenzó a llover torren-cialmente, un viento de guerra movió la Campana Gorda de la catedral y su sonido explotó tímpa-nos de niños recién nacidos, hizo a los sordos oír, rompió cristales, derrumbó estatuas y rectificó el curso del río, que se salió de su cauce. Al desbordarse inundó parte de la ciudad baja y la furia de su corriente arrasó con el caserón de la Inquisición.

El cuerpo del deán de Santiago, Gran Inquisidor, confesor y capellán real, no se encontró jamás.

Revestido con casulla verde y plata, alba purísima de hilo, manípulo y estola de raso, guantes rojos, báculo y mitra dorados, presidiendo la gran estancia secreta, embalsamado por el abrazo del río, peces azules le ciegan su mirada, musgos de silencio le adornan su boca, algas tejidas por Salicio y Nemoroso le encarcelan sus manos, ángeles de cieno bautizan su memoria herética. Su deseo de vida eterna se cumplió.

Cada noche, el mago se acerca a él y le ofrece perdices asadas de cena.∏

Agobiada y circundada por el Tajo, la ciudad, un sofoco de casas apiladas unas contra otras, se asentaba sobre siete colinas en las cuales se erguían de derecha a izquierda, la Catedral, el Alcázar, el Palacio Arzobispal, la Iglesia de Santo Tomé, la Posada de la Hermandad, el Palacio del conde de Benavente y el caserón de la Inquisición, muy próximo al Tajo.

Cuando Carlos I estuvo en La Coruña, fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde, que había estudiado en la universidad de Salamanca y era deán de la catedral de Santiago, fue nom-brado su confesor y capellán real. Era fray Jesús un hombre de ojos vivísimos, luminosos y labios carnosos, frente ancha e ideas brillantes, astuto y orador elocuente. Se decía, pero nadie lo podía confirmar, que era aficionado a la magia y que tenía poderes. Oyendo el castellano oscuro, casi inin-teligible, de marcado acento extranjero del monarca, al confesor le costaba entender la retahíla de los pecados reales, que siempre giraban sobre el mismo tema. El rey era absuelto, una y otra vez, de haberse acostado o bien con una lavandera, o con la hija de su barbero, o con una princesa, o con dos (a veces tres) damas francesas del séquito de la reina y, en contadas ocasiones, de haber tenido oscuros pensamientos al reparar en el hermoso perfil de un mozo poeta castellano a su ser-vicio. (Años más tarde volvería a sentir, al releer los versos del poeta una tarde de verano, el mismo sobresalto en la soledad de Yuste, y aunque comprendió su significado ya era demasiado tarde.)

El emperador, a instancias del cardenal Tavera, nombró Gran Inquisidor al deán de Santiago y éste se trasladó a Toledo. Al llegar a la ciudad imperial su primera visita, después de cumplimentar al rey y al cardenal Tavera, fue para don Illán. Llegó de noche; no era propio de un inquisidor visitar a un mago. Se paró a respirar en la plaza de la Custodia; se sentía viejo y cansado y ahora más que nunca –pensó– necesitaba vivir, para poder mandar herejes a la hoguera. Acostumbrado a la humedad de Santiago, el clima seco y áspero de Toledo le resecaba la garganta, naciéndole en el pecho un galope que le ahogaba. Miró al río, que era una cinta negra con reflejos lunares, y respiró hondo. Cuando las campanas de la catedral daban las diez y el deán iba a hacer sonar el aldabón de la puerta de la casa mágica, aquélla se abrió y el brujo le invitó a pasar. El deán de Santiago, distante, frío y autoritario, saludó a don Illán; éste, al doblar levemente la cabeza, sintió un esca-lofrío. Vidrios azules le salpicaron su cerebro. Bajaron a las habitaciones secretas arropadas por el Tajo. Sus pasos resonaban. La humedad era una

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Pato a la naranja

I

¿Te acuerdas, Emilio, de aquella vez que cenamos pato a la naranja en Bruselas? No te lo dije nunca, pero fue una de las noches más felices de mi vida. A partir de ahora voy a comprarame lo que me apetezca, pero sin extrafavagancias ya que me queda algún dinero... Fíjate en las pier-nas que tengo tan delgadas y pálidas, y lo que es peror que no puedo dablar la rodillas. Nurse, nurse, water, please, water! Mejor, me encuentro mejor. Sí, sí, ahora siento el oxígeino. Gracias. Los bombones los traen a diario de Suifiza, así que mañana vas y me compras media dodocena. Teucher o Deucher, algo así, en la Quinta Avenida. ¡Me gustaría tanto regresar a mi casa! ¿Cuándo volveré?¿Me has regado las plantas? ¿Están las rosas en flor? ¿Tú crees que podré ir, que pogré ir este verano a la playa? Necesito que me den speech, cada vez tengo más dificultaz para hablar. Ayer no vinisteis ninguno de los tres a verme y necesitaba tanto hablar con alguien... Mi única falimilia sois vosotros tres. Tú más familia, claro, a pesar de todo. ¿Al de al lado? Se lo han llevado

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Los curas nos enseñaron que la extremaunción es ya para los que están a punto de... ¿Te acuerdas del padre Gerardo lo bueno y lo alto que era y lo grande que tenía las manos y las orejas? Yo hice los nueve Primeros Viernes de mes una vez... Dale a José el year book en el que estamos juntos en la fotografía. Los chocololates que sean de la Quinta Avenida. Emilio ¿te imporotaría darme la mano? Las he acariciado tanto... A algunos les da miedo tocarme, piensan que les voy a contagiar. Honorio es uno de ellos, pero lo comprendo. Gracias, Emilio, por todo. Has sido tan bueno conmigo. No, no nos teníamos que haber dejado nunca. Es un programa sobre Rwanda y fíjate, fíjate cómo se matan, fíjate en los ojos de ese niño, fíjate qué delgado está, sus piernas parecen de alambre. Yo me parezco a él y no puedo dablar las rodillas. Yo también estoy en guerra y estoy perdiendo y parece que se me hace de noche. Estoy entrando en una boca de lobo; estoy exiliándome, de nuevo, a una tierra extraña en donde la oscuridad me espera. Si mi hermana no viene, no me im-porta pues os tengo a vosotros tres. Apriétame la mano, Emilio, y déjame que me duerma, estoy muy cansado, tengo la boca reseca, las ideas se me nublan, mi cuerpo entero tiembla, te veo como difuso, tengo sed y no puedo dablar las rodillas. ¿Quién se va a quedar con el perro? ¿Tú crees que poderé... ir... a la playa de Varadero este verano?

II

Claro que te aceptamos, Vabi, no te preocupes. Mamá lo sabe y también se lo he dicho a mi hija; no, a los hombres no, no lo comprenderían; les he dicho que tienes cáncer de hígado. Vabi, tú lo que necesitas es terapia, que te afeiten y te corten el pelo y verás cómo pareces otro. ¡Que sí, que sí que te queremos!, no te preocupes. Sí, claro que ha sido un golpe, tantas cosas al mismo tiempo. El que no te hubieras casado no significaba nada porque yo lo hice, en una mujer era diferente y además eran otros tiempos, y nunca fui feliz. ¿Lo fuiste tú? Yo te comprendo y espero que tú también me comprendas a mí y me aceptes como soy. Pero yo soy dura y no necesito compasión. Si he venido es porque me llamó Emilio y me asustó, pero yo la verdad no te veo tan mal, los médicos han debido equivocarse, tú no puedes tener eso, tú lo que necesitas es terapia y ya verás cómo te mejoras. ¿Qué? a veces no te entiendo. Si, sí mamá está bien; ella, como yo, es dura, nosotros somos los hombres de la casa; no, no, papá sigue en el hospital, él no sabe nada, él es tan buena persona. Por cierto este hospital está sucio y no me gusta nada, te podrían haber

esta mañana; dio un ronquido como un trueno, llamó a su madre y se quedó en silencio; su madre era muy buena y me daba agua. Ya habrán descansado los dos. Mañana me compras un walkman, sé que me queda poco; y vas a Balduci´s y me traefs trufas y unos pasteles de chocolate. Miss, miss, would you please give me agua? Se me seca la, la garganta, garganta mucho. No, no lo creas, todas no son tan nice. El otro día me robaron dinero y se comieron los donuts que me trajo José. Cada vez titiemblo más y se me va oscureciendo todo, como si fuera a venir la noche. Mili me pone nervioso, pero me quiere. Conozco a Mili desde el primer día que llegué a Nueva York, hace casi treinta años; no, no a José lo conocí en la universidad un año antes de lo de Castro. ¿Tú crees que podré volver a Cuba? Luego nos reencontramos en Madrid, en el 64. ¿No te acuerdas de esa fotografía en que estamos José, Alberto y yo en la Cibeles y José está muy delgado y todos esta-mos muy jóvenes y muy handsome. José tiene cincuenta y dos, es un año más joven que yo. ¿De qué hablaba? Se me olvida todo y se me enredan las paralabras. Cómprame tres de Champagne, dos de chocolate blanco y dos trurufas salvajes. No sé si podré ir a la plalaya este año. Se lo he dicho a Mili antes de irse: no me pongas el agua tan cerca, porque lo tiro, pero no me escucha. Mejor, gracias, miss, hummm, hummm... no tengo fiebre. Quédate. No no, no te salgas, tú eres de la familia; sólo es una inyección y me la ponen en la barriga, no en el trasero... pero no me duelen. Sí, sí, ahora lo siento entrando por mi nariz. Tráeme también caviar, pero lo compras en Zabar´s. Cuando vuelva a casa tengo que hacer muchas cosas. Me queda por oír el Ring de Levine y necesito escuchar otra vez el Guillermo Tell de la Caballé y Pavarotti, y un recital de la Callas con Giuseppe Di Stefano que estaba inédito, y no puedo morirme hasta escuchar el Otello de Rossini. Water, please, water. Anoche tuve un sueño que alguna vez te contaré, ahora no quiero hablar de ello; me preocupé mucho porque me vi solo y me eché a llorar y el médico me dio un valium y me calmé. Huele bien, ¿verdad? Me gustan los postres y las sopas que hacen aquí. ¿Me ha escrito alguien? Sólo os tengo a vosotros. Haz una copia de la llave de la casa para Mili y otra para José. Os he puesto a los tres en los papeles del hospital como si fuerais mi familia, por si me pasa algo. Emilio tienes que ir a mi casa a romper cosas no vaya a ser que venga mi hermana o me pase algo, ellos no saben nada. Que ¿qué cosas? Pues algunas de nuestras viejas cosas que todavía guardo; sí, sí no te rías: nuestras cartas, las postales, las polaroides, alguna pornografía... y algunos de los juguetes que guardo detrás del cajón del armario grande, el que compramos a Mrs. MacLauglin antes de irse a la residencia. Una sister vino a verme esta mañana, pero le dije que hay tiempo.

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de mudarnos aquí. Como siempre viajábamos juntos y solos nunca teníamos a nadie que nos foto-grafiara; ésta es una de las pocas en que estamos los dos. A él le encantaba. Tres meses después decidimos separarnos. Estas de La Habana a lo mejor las quiere Mili. Hay que pagar las deudas, ¿no te parece? La imbécil de su hermana se creía que su hermano era Rockefeller; que si el hospital era muy sucio, que si terapia, que si la comida, que si New York, que si las joyas, que si el dinero, que si la casa, que qué iba a hacer ella con las cenizas, que no estaba segura si llevárselas. Si no llega a ser porque la asusté con lo de los óleos, la muy animal no viene. ¿Quieres alguna ópera? Coge lo que quieras. No hace falta que te lo diga. A ti, José, te quería y te respetaba mucho. Se alegró tanto cuando lo de Honorio. Tú has tenido suerte. ¿Veinticinco años ya? Lo vuestro no tiene nombre. ¿Te acuerdas cuando fuimos al aeropuerto a recibirle? Parecía más joven de lo que era, y lucía cansado, pálido y delgado, con un jacket muy holgado que a mí me gustó. Todas estas cartas hay que tirarlas, y estas fotos hechas con Polaroid también. ¡Qué vergüenza! No sé qué pensarás de nosotros. Aquí están los recibos; no sé, espera. Mili, ¿sabes si hay una calculadora? ¿En el de la derecha? Gracias. Llévale a Honorio esta cerámica que compramos en México, sé que le gustaba. Este montón de ropa para el Salvation Army, estos platos y estas cazuelas para la mujer que le cuidó antes de que le llevaran al hospital, la quería mucho. ¡Qué desorden! ¡Y pensar que por un tiempo esta casa fue parte de mi vida! José, me parece que bajan. ¡Ah! se me olvidaba. Ayúdame a sacar este cajón, ¡date prisa!, detrás hay escondidas algunas cosas que debemos devolver al cuarto oscuro del olvido, ahora ya no nos queda tiempo para el recuerdo y ha comenzado a oscurecer. ¡No!, ¡no!, eso no lo tires; es el menú de un restaurante chino en Bruselas donde cenamos pato a la naranja. Nunca le dije que aquella noche fue una de las más felices de mi vida.

llevado a otro mejor. ¿Qué? en el cajón, ¿en qué cajón? Está bien. ¿Quién? ¿Emilio? Se la pediré e iré mañana al piso y lo cogeré. A nadie le amarga un dulce. Sólo puedo estar aquí este fin de semana. Sí, si Vabi te estoy escuchando, pero a veces no te entiendo. En el cajón de la mesilla derecha hay dinero, está bien, ¿tienes algunas joyas? No, no yo no quiero nada, ¿la póliza? ¿el seguro? Hablaré con ellos. Pero yo te veo bien. Odio New York, no viviría aquí por nada del mundo. Tú te debías haber quedado en Miami, pero, claro, como eres como eres, pues claro, querías vivir en New York. Volveré la semana que viene. Ya sabes que Tochi ha tenido gemelos y tengo que cuidarlos y luego papá, y Alberto no se encuentra bien tampoco. Sí, sí, que sí que te aceptamos, que te queremos, Vabi, que no te preocupes. No, no, muebles no quiero, algún recuerdo, pero hablaré con ellos. ¿Pagar las deudas? Hermanito mío las deudas no se pagan, tú no tienes ni mujer ni hijos. Ni el teléfono, ni el gas, ni las tarjetas de crédito. Nada, nada, tú no te preocupes. ¿Los óleos? ¿Qué te van a traer los óleos? Pues yo te veo bien. No me mires con esos ojos tan profundos, Vabi, me das miedo. Tus ojos siempre me han dado miedo. No, no sino me voy; tienes la mano helada y estás tiritando. ¿Quieres agua? ¿Los óleos? ¿Qué? Pues claro que sí que te aceptamos, Vabi, faltaría más. ¿Me aceptas tú? Vabi, ¿me ves? Vabi, ¿me oyes? Esto se cura con terapia y que te afeiten esa barba de profeta que tienes y que te corten el pelo. ¿Me oyes, Vabi? ¿Me ves? ¿Sabes quién soy? Soy yo. ¡Vabi, Vabi!... ¡Enfermera! ¡Enfermera!

III

Pasa, pasa José. Y Honorio ¿no viene? Ya, ya, estas cosas le entristecen. Mili, su madre y su her-mana ya están aquí y han empezado por arriba con los armarios, ahora están empaquetando su ropa. Yo estoy aquí con las cartas y el papeleo y se me ha hecho un nudo en la garganta. Menos mal que has venido. ¡Qué calor! Sí, sí; hoy él se hubiera ido a la playa. El mar le apasionaba. Tú sabes que su temporada duraba de mayo a octubre. Por cierto, ¿qué habrá sido de sus compañeros de verano? ¿Le echarán de menos? Habría que llamarlos y decirles lo que ha pasado. Es José, Mili, cuando acabemos con este cajón subiremos. No sé qué hacer con estas fotos, tú estás en algunas de ellas, ¿las quieres? Coge lo que te guste, no hace falta que te lo diga. Sí, hombre, ésta es en Caroglio, el pueblo de mis abuelos; ¿no te acuerdas que fuimos a Italia en el 71? Fue un mes antes

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Dedicatorias

EL ENFERMERO DE AZORÍN es para José Martínez Ruiz por su libro Don Juan. CALCETINES DE LANA es para José

Luis García Martín y Martín López Vega. A VIRXE DO CRISTAL fue escrito pensando en Marcos Taracido. OFICIO DE TINIEBLAS tiene que ser para el monaguillo que nunca subió esas escaleras. Desde hace mucho tiempo

el dueño de EL CARRO DE HENO es Cayetano Lupeña. LA RENUNCIA es para A.E.P.S que me enseñó a descifrar

códigos secretos. SPEECH 101 es para Anita, la muda que vivía al lado de casa. SPIRTO GENTIL es para Andrés

Neuman recordando aquella noche que cruzó andando solo el puente de Brooklyn. EL TERCER DÍA es para mi

familia americana. EL PÁJARO DORMIDO es para Ángel Ballesteros y Don Juan Manuel. MI DOSIA es para Seve,

Teodora y mi hermana: “la niña milagrosa”. EL VASO DE LECHE es para mi familia numerosa de Toledo. LOS DOS AMIGOS es sobre todo para Lito y Pablo y para todos los demás compañeros en tiempos difíciles. LA ROSA DE RONSARD es un epitafio para Cotto y Valentín que fueron de los primeros en caer arrasados por la Peste.

ANGUILA DE MAZAPÁN es un regalo de navidad para José Muñoz Millanes. DIE FRAU MIT SCHATTEN tiene que

ser para Susana Reisz, Irma Llorens y Salman Karimi. PERDICES ASADAS está cocinado para invitar a los pro-

fesores Isaías Lerner, Margarita Navarro, Fay Rogg y Emilia Borsi. PATO A LA NARANJA es para ti, por supuesto.

El proyecto de edición de Libro de Notas busca aunar textos de cali-dad con un formato y diseño adecuados a la lectura en ordenador y otros dispositivos alternativos. Todos los libros están disponibles para descarga libre, pero pedimos que se apoye nuestra labor editorial y el trabajo de los autores –sólo en el caso de que te haya gustado el libro– con una donación cuyo mínimo hemos fijado en un euro.

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