recordando el corno emplumado - casa de las américas

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100 Revista Casa de las Américas No. 280 julio-septiembre/2015 pp. 100-118 TESTIMONIO E n 1961 yo era una poeta en ciernes y madre soltera de mi primer hijo, Gregory. Vivía en la ciudad de Nueva York y comenzaba a conocer a otros poetas y a perfeccionar mi oficio. Había publicado por mi cuenta dos breves poema- rios, había aparecido en dos o tres publicaciones literarias y enfrentado mi primera lectura de poesía en un café. También experimentaba un despertar de la conciencia política común a muchas personas de mi edad, jóvenes que sentían un inquieto inconformismo sofocado por el manto del período macartista, aunque habíamos nacido demasiado tarde para ser víctimas directas del asedio represivo. En el verano de ese año abordé con mi hijo de diez meses un ómnibus Greyhound con destino a la Ciudad de México. Solo unos meses antes pensaba que Nueva York, o más pre- cisamente su Lower East Side, era el único lugar del mundo en el que podía vivir un escritor. Había pasado mi infancia en Nuevo México, y mi provincianismo llegaba a esos extremos. Pero a una mujer joven que había renunciado a continuar en la universidad no le resultaba fácil mantenerse y cuidar de su hijo. Los servicios sociales eran sumamente escasos en la ciudad, así que me dije: bien, quizá ya Nueva York me ha dado todo lo que MARGARET RANDALL Recordando El Corno Emplumado

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En 1961 yo era una poeta en ciernes y madre soltera de mi primer hijo, Gregory. Vivía en la ciudad de Nueva York y comenzaba a conocer a otros poetas y a perfeccionar

mi oficio. Había publicado por mi cuenta dos breves poema-rios, había aparecido en dos o tres publicaciones literarias y enfrentado mi primera lectura de poesía en un café. También experimentaba un despertar de la conciencia política común a muchas personas de mi edad, jóvenes que sentían un inquieto inconformismo sofocado por el manto del período macartista, aunque habíamos nacido demasiado tarde para ser víctimas directas del asedio represivo. En el verano de ese año abordé con mi hijo de diez meses un ómnibus Greyhound con destino a la Ciudad de México.

Solo unos meses antes pensaba que Nueva York, o más pre-cisamente su Lower East Side, era el único lugar del mundo en el que podía vivir un escritor. Había pasado mi infancia en Nuevo México, y mi provincianismo llegaba a esos extremos. Pero a una mujer joven que había renunciado a continuar en la universidad no le resultaba fácil mantenerse y cuidar de su hijo. Los servicios sociales eran sumamente escasos en la ciudad, así que me dije: bien, quizá ya Nueva York me ha dado todo lo que

Margaret randall

Recordando El Corno Emplumado

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podía darme. Era aventurera, y pensaba que la vida en México tal vez me resultaría más fácil. Así fue. Conté con ayuda doméstica y un hora-rio más flexible en una sociedad relajada y que amaba a los niños. México también me resultó iluminador desde los puntos de vista político y cultural. Al sur de la frontera de los Estados Unidos aprendí rápidamente sobre la relación entre el dominio estadunidense y las naciones dependientes de su órbita.

El México de los sesenta estaba vivo de ma-neras que nunca había experimentado. Los sitios arqueológicos mayas y aztecas aún eran profu-samente explorados: sus secretos solo habían sido parcialmente sacados a la luz. La Ciudad de México estaba construida sobre la gran ciudad precolombina de Tenochtitlán, y la película de tiempo entre ambas era asombrosamente tenue. Gregory y yo tuvimos la suerte de acompañar una vez a la semana a una de las grandes arqueó-logas del país a su excavación en Teotihuacán, donde mi bebé jugaba rodeado por reliquias de cuatro mil años de antigüedad y yo aprendía sobre una cultura que me sorprendía por su complejidad. Más contemporáneamente, Frida Kahlo seguía siendo una presencia tangible. Varios de los grandes muralistas estaban vivos y seguían pintando.

Los poetas mexicanos, al igual que filósofos y escritores de otros países, también se mostraban activos. Muchos de estos habían encontrado en México un refugio tras la derrota de la República en la Guerra Civil Española, de la ocupación nazi de Europa y de otras situaciones amenazantes. Pienso en Julio Antonio Mella, León Trotsky, Víctor Serge, mi amiga la arqueóloga Laurette Séjourné, Leonora Carrington, León Felipe, Edward Weston, Tina Modotti, Anita Brenner,

Cedric Belfrage, Mathias Goeritz, Agustí Bartra y Erich Fromm. Al mirar atrás, creo que la larga tradición mexicana de brindar asilo a personas en dificultades, que más tarde se extendió a quienes huían de las brutales dictaduras de los setenta y los ochenta, creó un ambiente en el cual florecía la creatividad.

He contado muchas veces la historia de cómo comencé a frecuentar el apartamento del poeta beat Philip Lamantia en la colonia Cuauhté-moc, a interactuar allí con otros poetas jóvenes, a iniciar mi relación con Sergio Mondragón y convertirme con él en cofundadora de El Corno Emplumado / The Plumed Horn, así que seré breve. Los más o menos diez poetas que nos reu-níamos en casa de Philip éramos mexicanos, es-tadunidenses y de otros países latinoamericanos. Nos leíamos nuestros poemas, y rápidamente nos dimos cuenta de que no los entendíamos a profundidad. El lenguaje hablado no era nuestro único reto: desconocíamos a los padres inte-lectuales de los otros. La carencia de buenas traducciones nos había impedido a los del Norte conocer a Vallejo, Neruda, Mistral o Huidobro, y a los del Sur leer a Whitman, Williams, Pound o H.D. Había unas cuantas traducciones inade-cuadas o pasmosamente malas publicadas por grandes editoriales. Lo más frecuente era que no hubiera ninguna.

Así que la necesidad de buenas traducciones fue una gran motivación para comenzar la re-vista, aunque pronto nos percataríamos de que producir una publicación totalmente bilingüe estaba más allá de nuestra capacidad o posibilida-des. Sergio y yo lanzamos El Corno Emplumado en enero de 1962. Su primer número incluía obras de luminarias como el poeta/sacerdote Ernesto Cardenal, la antropóloga francomexicana Laurette

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Séjourné, el poeta español León Felipe, la pintora surrealista inglesa Leonora Carrington, y los expresionistas abstractos estadunidenses Elaine de Kooning y Milton Resnick. En el número 2 añadimos obras de los poetas Robert Creeley, Paul Blackburn y Robert Kelly; la poeta y no-velista mexicana Rosario Castellanos; el alemán German Werner Brunner; y el gran poeta peruano César Vallejo traducido al inglés. A todo lo largo de la vida de El Corno se alternaron nuevas voces con las de los más conocidos.

En esa época se había puesto de moda que los proyectos culturales adoptaran nombres lla-mativos compuestos por pares de palabras que aparentemente no guardaban relación entre sí. El título de nuestra publicación pretendía evocar el cuerno del jazz, que simbolizaba la cultura estadunidense, y las plumas de Quetzalcóatl, la antigua deidad mexicana. Buscábamos manus-critos de los jóvenes poetas más imaginativos de varios países. Traducíamos cuando podíamos o les pedíamos traducciones a otros. Poco a poco, poetas que no eran tan jóvenes, pero que rechazaban los límites restrictivos de múltiples academias, comenzaron a enviarnos sus obras. Éramos una gran red emergente de artesanos de la palabra, que tejíamos los hilos individuales en una historia común que reflejaba nuestras vidas, no las que los profesores, editores o críticos trataban de convencernos que eran apropiadas o seguras, o que nos conducirían al éxito.

Sergio y yo recorríamos las calles en busca de apoyo financiero. Recuerdo una visita a José Gorostiza, entonces ministro de relaciones exte-riores de México y autor, entre otros, de un largo e importante poema titulado «Muerte sin fin». Tras escuchar nuestros planes, abrió una gaveta de su buró, sacó un billete de mil pesos y nos lo

entregó. Resulta difícil aquí imaginar la visita a un funcionario gubernamental de tan alto nivel, y mucho menos que se interesara en apoyar una empresa literaria alternativa.

Se me ocurren varias preguntas mientras escribo estas líneas: ¿Qué historia cultural –en México, a lo largo de las Américas y más allá– dio origen a la tormenta perfecta en la que una publicación como El Corno, independiente de toda institución, nació y prosperó durante ocho años? ¿Qué necesidades satisfacía? ¿Cómo fue posible que dos jóvenes (Sergio tenía veintiséis años y yo veinticinco) sin conexiones con fuentes de financiamiento mantuvieran viva esa publi-cación? ¿Fue quizá nuestra carencia de auspicio institucional un elemento que permitió que la pu-blicación prosperara? ¿Qué porcentaje de nuestro proyecto era imaginación, qué parte pasión, qué parte trabajo duro? ¿Cuál era la vinculación entre nuestra relación personal y nuestras decisiones curatoriales? ¿Qué impacto tuvieron al cabo del tiempo nuestros criterios divergentes? ¿Cómo nos complementábamos Sergio y yo, cómo nos distanciamos y qué significó esa trayectoria para nuestra publicación? Y por último, ¿cuál es el legado de El Corno?

Sergio y yo éramos disciplinados y serios. Como un reloj, y a pesar de todas las dificultades, publicábamos un número cada tres meses. El primero tuvo cien páginas, y pronto promediaron entre doscientas y trescientas. La poesía ocupaba un lugar central, pero también había ensayos, cuentos, diarios, artes visuales, caricaturas y tiras cómicas, manifiestos y reseñas, así como notas de colaboradores y una sección de cartas a la redacción. Cada número abría con una nota editorial (escrita por ambos editores y publicada en el original y en traducción) o con dos notas

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escritas por separado. Su intención era esta-blecer el tono del número. Hay quienes opinan que la evolución de esas notas permite seguir el desarrollo de la publicación. Yo siempre he creído que esa es una idea simplista.

Una de las secciones más esperadas de la revista era la de correspondencia, en la que apa-recían cartas de poetas de distintas latitudes que contaban acerca de lo que sucedía en sus países, describían sus contextos culturales, planteaban sus ideas y narraban sus luchas. Los viajes siem-pre han sido importantes para los escritores, y en ocasiones esos poetas escribían desde lugares muy lejanos a su tierra natal. En el número 5 (enero de 1963) publicamos una carta de Gary Snyder, quien se encontraba entonces en Kioto, Japón. A continuación un fragmento de su misiva:

Hace quinientos años, los Estados Unidos eran nubes de pájaros, miles de bisontes, infinitos bosques, prados y aguas claras. Hoy en día es el suelo agotado de la cultura dominante en el mundo [...]. La sociedad industrial-urbana no es «malvada», pero tampoco significa un progre-so. Como poeta, sostengo los valores más ar-caicos del planeta. Se remontan al neolítico: la fertilidad del suelo, la magia de los animales, la visión-poder en soledad, la iniciación y el renacimiento aterradores, el amor y el éxtasis de la danza, el trabajo común de la tribu. Una turbina de petróleo o un motor eléctrico son un cuchillo de pedernal finamente tallado. Son útiles y maravillosos, pero no son toda nuestra vida.

Tras la publicación de solo los dos primeros números, en el 3 (julio de 1962), Kathleen Fraser nos escribió desde París:

Hoy, caminando junto al Sena para empa-parme de los últimos restos de las ventas de libros, las caras, los peces, las torres, llegué a la librería Mistral, a la que siempre vamos para calentarnos aun si ya hemos devorado un par de veces todas las publicaciones recientes. Hoy fue un día de suerte. En la sala de lectura, su primer número. Lo leí de principio a fin y me encantó el contenido. No un solo tipo de sonido. Espacio para dilatarse.

Jackson MacLow también apreciaba la diver-sidad de El Corno: «Me gusta la gama de trabajos que incluyen; no se limitan a un solo grupo. (Walter) Brunner y (John William) Corrington me resultaron verdaderos descubrimientos». Y Ernesto Cardenal, en la primera de las que serían numerosas cartas, prometió: «Le haré propaganda a la revista en todas partes. Supongo que seguirán energizando a México. Energiza-rán también a toda la América Latina. Debemos crear un movimiento que renueve, que le ponga fin a la complacencia, a la idea de una literatura consagrada, a la retórica que nos han impuesto, al dogma, a las conspiraciones del silencio».

Desde un lugar tan lejano como Bihar, en la India, Malay Roy Choudhury nos escribió:

Aquí hemos iniciado una rebelión literaria: nos hemos dado el nombre de HUNGRYA-LISTS. Allen Ginsberg, quien vino a la India y se quedó con nosotros alrededor de un año, nos hizo conocer a sus compañeros beat. Natural-mente, me encantará que nos envíe sus obras traducidas al inglés para poder traducirlas a nuestros idiomas y hacérselas conocer a un público vasto e interesado. Quizá sepa que en la India se hablan muchos idiomas: bengalí,

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hindi, tamil, telugu, canarés, malayalam, gu-jarati, maratí, gurmukhi, urdu, etcétera (no. 9, enero de 1964).

En el número 11 (julio de 1964), Lawrence Ferlinguetti escribía: «El No. 10 de El Corno es espléndido. Estimo que mucho mejor que los anteriores. Sobre todo los dibujos de Topor, la poesía primitiva de la India y los poetas con-cretos brasileños». Y continuaba solicitando la dirección de Topor para pedirle un dibujo que quería usar en la cubierta del libro que estaba a punto de publicar.

Los poetas compartían la esencia de sus bús-quedas. Matti Rossi, el finés que tradujo la rica selección de poesía finesa que apareció en el nú-mero 14 (abril de 1965), nos escribía a menudo. En una carta publicada en el número que incluía esa antología explicaba que había aprendido es-pañol en México algunos años antes: «Aprendí a hablarlo. Me llevó un mes. Puebla, Yucatán, Chiapas. Los lugares que más me gustaron. Re-corrí los viejos senderos de los mayas, vi muchas cosas, sufrí un poco, hice grandes amigos, no quería perder ni un día, incluso dormía con los ojos abiertos».

El escritor y analista social Thomas Merton era un monje cisterciense que vivía en la Abadía Getsemaní en Kentucky. A menudo publicába-mos sus poemas, dibujos y cartas. Estos fragmen-tos de una carta que apareció en nuestro número 24 (octubre de 1967) revelan buena parte de lo que le ocupaba en la época y resultan escalofriante-mente proféticos:

De vez en cuando alguien se pregunta por qué soy monje, y no quiero estar siempre justificándome [...] porque entonces me hago

la falsa idea de que soy un monje. Quizá cuando ingresé en este lugar creía que lo era, y lo seguí creyendo cinco, diez, quince años, incluso me permití convertirme en maestro de novicios y decirles a otros de qué se trataba todo. No más. Vivo solo en el bosque y hasta donde me resulta posible evito la institución monástica. Por su-puesto que eso también es una ilusión. Por eso entiendo lo que sientes por Cuba. Pero lamentablemente, todas las grandes socieda-des me parecen ahora estar tan construidas sobre mentiras y falsos rituales que resultan realmente invivibles [...]. Me pregunto si es-taremos llegando a una de esas épocas en que debemos decir adiós y prepararnos para Dios sabe qué: las bombas, los campos, otra vuelta de lo mismo. Creo que lo que le aguarda a los Estados Unidos, si no una guerra nuclear, es alguna forma de violencia fascista. Sea lo que fuere, aquí estaré y trataré de seguir en con-tacto con la poesía underground. Espero con ansia el nuevo Corno. Afectuosamente, Tom.

Esa sensación de desastre inminente (desespe-ración) contrarrestada por una apasionada visión poética (esperanza) permeaba cada uno de los nú-meros de la publicación. Y lo mismo ocurría con la apreciación de lo que hacíamos. En el número 28 (octubre de 1968), Walter Lowenfels escribía:

Nos rodea un barraje de consejos sobre cómo mantenernos jóvenes. Pero el problema sobre el cual nadie parece escribir o enseñarnos es cómo envejecer, cómo librar batallas cotidianas contra la nostalgia. En el caso de los poetas y los editores se trata de una cuestión práctica: cómo mantenerse en contacto con el mañana. Entre los noventa mil «mejores poetas de nuestra

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generación» que abarrotan las publicaciones de los Estados Unidos hay innumerables círculos, pocos de los cuales están concientes de la existencia de los demás. Para el círculo Lowell-Auden-Kunitz, el círculo Sonia Sánchez-Olga Cabral-Clarence Major no existe.

Muchas cartas traían noticias de luchas por la justicia que contaban con profundas raíces. En el número 26 (abril de 1968), la incomparable artista popular Rini Templeton escribía desde el norte de Nuevo México: «Fue muy bueno ver el No. 23 con la obra de poetas cubanos. Cuánta luz se filtra cuando alguien logra romper el bloqueo-apagón. Aquí están sucediendo cosas: el ataque armado en Tierra Amarilla durante la primavera, la mi-litancia y unidad crecientes de los mexicanos-norteamericanos desde entonces».

Nuestra sección de correspondencia también era un lugar donde los poetas podían expresar criterios divergentes y defender sus ideas sobre el arte y la sociedad. Esas ideas a veces eran discrepantes, y alentábamos esos desacuerdos planteados por uno u otro. En el número 17 (ene-ro de 1966), Roger Taus instó a la publicación a expresar un sólido rechazo «al principal ene-migo de los pueblos del mundo: el imperialismo estadunidense». No veía espacio para ninguna otra postura. Ello provocó una respuesta que apareció dos números después (No. 19, julio de 1966) de Ted Enslin desde su refugio en los bosques de Maine:

Me perturba la creciente insistencia en la política. Sé que esas presiones existen y por supuesto que siento con la misma fuerza que cualquiera lo que ocurre en Vietnam o la increíble maquinaria de los Estados Unidos,

pero [la política] no tiene lugar en la poesía ni en el arte de ningún tipo, ninguna monserga didáctica tiene en ellos lugar.

A esa idea de que toda preocupación por los asuntos políticos era una monserga, la británico-norteamericana Denise Levertov respondió con elocuencia. En el número 21 (enero de 1967) refutó punto por punto el planteamiento de Ens-lin, y después procedió a establecer la diferencia entre el arte y la propaganda:

Lo erróneo (y en última instancia inútil) es el uso deliberado de algo que parece poesía (pero no lo es) con fines de propaganda. La diferen-cia es que, por un lado, hay un poeta impelido hacia las palabras, las palabras de un poema, por sentimientos y convicciones que pueden insistir o no en su interior en lo didáctico; y del otro, alguien que decide que un poema o un argumento político puede ser «efectivo». Este último puede creer sinceramente en lo que piensa, pero utiliza mal la poesía. [El empleo del pronombre masculino incluso por parte de una poeta tan decididamente femenina como Levertov era la norma en la época].

Entre 1962 y 1965 el último número de cada año era un volumen bilingüe dedicado a la obra de un poeta; se alternaban los que escribían en español y en inglés: Marsias & Adila, del cata-lán Agustí Bartra; Her Body Against Time, del norteamericano Robert Kelly; Ajy Tojen, de la pe-ruana Raquel Jodorowsky; y The Man in Yellow Boots, del canadiense George Bowering. Esos volúmenes también contenían cartas intercam-biadas por el autor y los editores que revelaban los vericuetos de los procesos de escritura y/o

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publicación. Siempre considerábamos importan-te el proceso: cómo nacían las cosas, cómo se realizaba el trabajo, qué cambios podían ocurrir a lo largo del camino. Con el tiempo El Corno se convirtió también en una editorial con más de veinte títulos publicados.

Al hablar de El Corno hablo de Sergio y de mí. Es así porque éramos la fuerza que impulsaba y sostenía la revista. Harvey Wolin nos acompañó durante los dos primeros números, pero se reti-ró tan pronto salieron. Robert Cohen tuvo una estancia más larga e influyente hacia el final, y me ayudó a editar los tres últimos números. De tiempo en tiempo teníamos asistentes de edición, poetas y artistas que ayudaban voluntariamente durante unos cuantos meses. Pero la iniciativa, la gloria y las debilidades nos corresponden con toda justicia a Sergio y a mí.

Nuestras historias culturales, tanto personales como las de nuestros países respectivos, no po-dían haber sido más diferentes. Yo venía, como he dicho, de una nación en la que proliferaban los prejuicios de la Guerra Fría. Se suponía que el arte no debía reflejar las llamadas preocupaciones políticas. El mito de la imparcialidad, que durante largo tiempo había mantenido a raya a los perio-distas, ahora controlaba también a los escritores y artistas. El senador McCarthy había sido personal-mente desacreditado, pero su influencia pervivía. Los premios literarios de mayor importancia se concedían a la poesía o la prosa «tersas», que no levantaban olas discernibles. La publicación de libros, antologías o revistas privilegiaba lo seguro. Salvo en lugares como El Corno, los creadores se sentían renuentes a analizar el choque inducido entre la poesía y la política.

En varias universidades prestigiosas surgían programas de maestría en Bellas Artes, que

empezaban a graduar poetas que se atenían a las reglas vigentes. Los tribunales o la aduana estadu-nidenses prohibían libros importantes tildándolos de pornográficos.1 Mientras tanto, la sociedad norteamericana se regodeaba en la abundancia de la posguerra, la tecnocracia y la hipocresía. Los textos en los que aparecían mujeres enérgicas eran impublicables. Era tabú escribir o hablar en público sobre temas como el sexo, la lujuria masculina, la vergüenza, la violencia y el abuso domésticos, las infidelidades, aunque perpetrarlas o sufrirlas eran obviamente la norma, por encima de las fronteras culturales y de clase. Se recompensaba el silencio, la verdad era inaceptable.

Jóvenes poetas estadunidenses –los de San Francisco Renaissance, el movimiento beat, Black Mountain, Deep Image y otros– se rebe-laban contra esas normas. Nosotros poníamos en evidencia la hipocresía y nos negábamos a hablar la lengua de quienes pretendían reducir-nos a la condición de hombres ataviados con trajes grises o confinarnos a una Levittown de la mente. Unas pocas mujeres afirmábamos nuestra fuerza. Nos interesaban la memoria y la historia. Muchos experimentamos con sustancias alucinatorias. Yo había pasado mi infancia y primera juventud en el desierto de Nuevo México, pero me había trasladado a la ciudad de Nueva York, donde rápidamente me fascinaron los poetas y pintores que iban en busca de lo nuevo. Era una joven franca, un espíritu libre, en la cima de un mundo que estaba convencida de que podía cambiar.

En México, por otro lado, los jóvenes poetas habían tenido acceso a un legado ininterrum-

1 Entre ellos se encontraban Tropic of Cancer, de Henry Miller, y Howl, de Allen Ginsberg. El Corno publicó a ambos autores.

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pido de expresión artística. Vivían en un país que apreciaba y respetaba las artes. Empezaban a buscar a los escritores del Nuevo Mundo en lugar de mirar hacia Europa, que había sido du-rante mucho tiempo la tendencia de los poetas del siglo xx. Los escritores nativos empezaban a ser importantes (esto también sucedía, aunque en menor medida, en los Estados Unidos), y las culturas antiguas tenían una presencia vital en la vida contemporánea. Esa mezcla de lo nativo, una frágil frontera entre lo real y lo imaginario, y una capacidad innata para suspender la incredulidad dio origen a un estilo de escritura que algunos años después, cuando la literatura latinoameri-cana experimentó «el boom», popularizaría el nombre de realismo mágico. A la vez, a lo largo de la América Latina, donde comenzaban a ganar fuerza los movimientos de liberación, había guerrilleros que eran poetas, algunos muy buenos. Pienso en el nicaragüense Leonel Rugama y el guatemalteco Otto René Castillo.

Como mencioné antes, la tradición mexicana de darles la bienvenida a los poetas que huían de regímenes represivos también favorecía una rica mezcla de talentos. Y agencias gubernamentales mexicanas (Bellas Artes, la Presidencia, la Secre-taría de Educación) contribuían generosamente con los proyectos artísticos. Sergio era un joven poeta que vivía y escribía en el centro de ese vórtice. Cuando nos conocimos ya comenzaba a proyectar una voz singular. Me sentí podero-samente atraída por su timbre.

México literalmente me salvó del tedio poético que podría haber heredado si hubiera estudiado literatura en una universidad norteamericana o tratado de insertarme en un contexto institucional en mi país de origen. Estaba influida por los beat y por Black Mountain, pero no formaba parte

realmente de ninguno de esos dos movimientos. Por supuesto, hubiera podido seguir viviendo y aprendiendo en Nueva York, y mi obra habría ex-perimentado un buen desarrollo, aunque diferen-te. Pero México amplió mis horizontes. El vuelo de mi imaginación fue cualitativamente distinto a los provocados por mi experiencia previa, más insular. Y El Corno me puso en contacto con poetas de todo el mundo.

Le aporté mi vitalidad, mi energía y mi sentido de la organización neoyorquinos al conoci-miento de la América Latina que poseía Sergio, mucho mayor que el mío. Las veladas en casa de Lamantia nos proporcionaron a ambos una firme convicción de lo que nosotros y otros jóvenes poetas necesitábamos: un vehículo gracias al cual pudiéramos conocer la obra de los demás. Quién puede decir por qué nos juntamos, no dejamos pasar el momento y respondimos de modo tan explícito a nuestra convicción de que una revista bilingüe de poesía era urgente y po-sible. Quizá tuvo que ver con la química. Ambos estábamos en un punto de transición en nuestras vidas, sin el fardo de un empleo de tiempo com-pleto. La energía que aportaba un nuevo amor sin dudas ayudó. El momento histórico fue clave. El entusiasmo que sentíamos al descubrir obras que abrían nuevos rumbos nos impulsaba a ponerlas a disposición de muchos más.

Al mirar atrás, creo que nuestro éxito tuvo mucho que ver con el hecho de que éramos jóvenes. Sencillamente nunca nos planteamos que lo que intentábamos fuera imposible. Una vez que apareció nuestro primer número y se corrió la noticia, empezaron a contactarnos poetas y artistas, y pronto nuestro apartado de correos recibía cientos de cartas y contri-buciones.

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Cuando recuerdo cómo eran las comunica-ciones en esa época me resulta difícil recrear su pesado ritmo. Una carta o un sobre con poemas normalmente demoraban tres meses en ir de Bue-nos Aires o Nueva York a la ciudad de México. Los costos postales significaban que los paquetes más pesados viajaban por barco. A medida que aumentaba la fama de El Corno, comenzaron a visitarnos poetas. Nuestra casa siempre estaba llena de poetas estadunidenses o canadienses que viajaban hacia el sur, de poetas latinoamericanos que se dirigían al norte, o de poetas de Europa u otras partes del mundo que se sentían atraídos por México como por un imán. Las llamadas telefóni-cas de larga distancia no estaban a nuestro alcance. Ni siquiera la más febril de las imaginaciones podía haber concebido el correo electrónico.

Cada día uno de nosotros iba al correo, donde contratamos un apartado postal que invaria-blemente nos deparaba sorpresas. Hasta los trabajadores del correo conocían y amaban la revista. Durante su último año, cuando las fuerzas políticas mexicanas experimentaban un antagonismo singular, nuestro correo a menudo era retenido por varios días. Después recibíamos un bulto de correspondencia de una sola vez. Siempre asumimos que detrás de esa errática entrega estaban agentes del gobierno. Pero hace unos años recibí un correo electrónico de un hombre que me contaba que su padre había trabajado en esa oficina de correo. Me informaba que había muerto recientemente en un accidente, y que entre las pertenencias que había dejado había varios números de El Corno. El hijo añadía que era su padre quien, todos esos años antes, escondía nuestra correspondencia cuando llega-ban los agentes del gobierno, y nos la devolvía cuando estos se marchaban.

¿Era El Corno Emplumado una revista under-ground en la honorable tradición de tantas publi-caciones de izquierda? No, porque se enviaba por correo, se vendía en librerías de muchas partes del mundo y las ideas políticas explícitas solo eran una parte de su contenido. La poesía era nuestro plato fuerte, y nuestro objetivo era llegar a la mayor cantidad posible de lectores. Aun así, como señalara Merton, tenía algo del espíritu underground si con eso nos referimos a la falta de ortodoxia, de reserva, de justificaciones. Lo que decidíamos imprimir a menudo procedía de undergrounds literarios que se abrían espacio en todos los continentes.

Para la época, y sin ninguna capacitación espe-cial, también éramos aventureros en cuanto a la gráfica. Creíamos que la tipografía debía servirle de soporte al contenido y no al revés. Por tanto, imprimíamos poemas con largos versos de lado en la página, en vez de separarlos para atener-nos a los requerimientos de formato usuales. En ocasiones incluimos páginas que se desplegaban como un acordeón. A veces también imprimíamos los dibujos de esa forma, como en el número 5 (enero de 1963), ilustrado con reproducciones de los antiguos códices mexicanos. En el número 30 (abril de 1969) incluimos un encarte, una simple hoja doblada, con bosquejos anónimos sacados de contrabando de una de las desbordadas pri-siones políticas del país. En nuestras primeras cubiertas aparecían líneas continuas de signos tipográficos repetidos; más adelante incorpora-mos espléndidas pinturas y fotos.

En febrero de 1964 auspiciamos, junto con el argentino Miguel Grinberg y la mexicana Thel-ma Nava, el Encuentro Interamericano de Poetas. El evento reunió a creadores de una docena de países. Muchos de ellos aprovecharon ofertas

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de «vuele ahora y pague después», o vendieron un piano o un automóvil para poder hacer el viaje. Dormían en los sofás y el piso de nuestra casa. El artista puertorriqueño Jaime Carrero no paraba de hacer bosquejos de los participantes. El salvadoreño Roque Dalton se apareció con una mochila de poemas y una historia de haber escapado de una prisión de la CIA cuando un terremoto le cuarteó las paredes.

Las redes de contacto creativo que fundamos fueron casi tan significativas como sería la in-ternet décadas más tarde. Quizá más, porque como no teníamos correo electrónico ni internet, nos mirábamos a los ojos, nos leíamos nuestros poemas en voz alta, compartíamos las comidas, las alucinaciones, el gozo de nuestras familias que crecían y de las lenguas a las que les infun-díamos nuevo vigor y hacíamos nuestras. Uno de los eventos de esa reunión de 1964 fue una lectura de poemas en el Parque de Chapultepec que duró más de treinta horas.

La revista no solo atraía a los poetas jóvenes. Los más establecidos también nos mandaban sus obras. Ernesto Cardenal y Julio Cortázar nos brindaban un apoyo entusiasta. Samuel Beckett y Norman Mailer nos enviaron cheques. Publi-camos a César Vallejo, Rafael Alberti, Thomas Merton, Ezra Pound, William Carlos Williams, Nicolás Guillén, Rainer Gerhardt, Kenneth Pat-chen, Pablo Neruda, José Lezama Lima, Nicanor Parra, León Felipe, Eugenio Montale, Louis Zukofsky, Octavio Paz, Walter Lowenfels, Lau-rette Séjourné y André Breton. Herman Hesse, laureado con el Nobel, nos envió un poema inédito. Lo publicamos en los dos idiomas en julio de 1962, un mes antes de su muerte.

Entre los importantes talentos nacientes que aparecieron en nuestras páginas estuvieron Bella

Akhmadulina, Yevgeny Yevtushenko, Pablo Ar-mando Fernández, Leandro Katz, Ed Dorn, Ro-berto Fernández Retamar, Jerome Rothenberg, Raquel Jodorowsky, Otto René Castillo, Anselm Hollo, Besmilr Brigham, Roque Dalton, Yannis Ritsos, Hans Magnus Enzensberger, Alejandra Pizarnik, Paul Blackburn, Nancy Morejón, Ce-cilia Vicuña, Gary Snyder, George Bowering, Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Diane Wakoski, Susan Sherman, Denise Levertov, Mario Benedetti y Charles Bukowski.

También publicamos la obra de muchos gran-des artistas plásticos: Leonora Carrington, Elaine de Kooning, Posada, David Alfaro Siqueiros, Franz Kline, Felipe Ehrenberg, Carlos Coffeen Serpas, Nuez, Bruce Connor, Álvaro Barrios, Eddie Johnson, José Luis Cuevas, Marcos Huerta, Alberto Gironella, Connie Fox, Antonio Seguí, Sylvia de Swaan, Judith Gutiérrez, Mariano, Antonia Eiriz, Mathias Goeritz (seudónimo de Werner Brunner), Arnold Belkin y Pedro Alcántara, entre otros; y de grandes fotógrafos como Nacho López, Mayito, George Cohen y Lawrence Siegel.

La lista anterior puede parecer un compendio jactancioso. Pero lo más interesante de ella es que aunque muchos de esos hombres y mujeres ya eran muy conocidos, otros no. Descubría-mos nuevos talentos con el mismo deleite con que publicábamos a los escritores famosos que nos honraban con sus textos. Siempre me he sentido orgullosa de eso, sobre todo cuando les permitía a nuestros lectores entrar en contacto con obras escritas con precisión en un idioma y con elegancia en otro.

En fecha muy temprana, Cassius Clay (quien posteriormente adoptaría el nombre de Mohammed Ali) nos envió una colección de poemas semejantes

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a haikus en los que denunciaba la guerra de los Estados Unidos en Vietnam; ¡no me parecieron buena poesía y cometí el error de no aceptarlos! Norman Mailer también nos envió poemas que no me gustaron; cuando se los devolví, me respondió, perplejo, con un cheque. Sergio y yo siempre nos sentimos orgullosos de no permitir que la amistad o la fama se interpusieran en el camino de nuestros criterios en cuanto a la aceptación o el rechazo de las contribuciones. La mayoría de las veces era una política acertada; en ocasiones, no.

El último número de El Corno apareció en el verano de 1969 (No. 31, julio de 1969), justo antes de que la segunda oleada de feminismo hiciera explosión ante los ojos de Occidente. En la solicitud y selección de las obras para la publicación nunca pensábamos en el género de quienes las producían. Como casi todo el mundo en esa época, éramos víctimas de la idea patriar-cal de que la mayoría de los buenos escritores y artistas eran hombres, y que solo ocasionalmente una mujer escribía o pintaba «como un hombre». Cuando miro hoy la revista, esa falta de conciencia de género me resulta obvia. Creo que fue nuestro mayor fallo. En nuestra defensa, puedo afirmar que pocos de nosotros poseíamos en esa época una conciencia de género. Pero nos sentíamos orgullosos de ir por delante de los acontecimien-tos, y siempre he evaluado críticamente no haber enfrentado ese prejuicio en específico.

Otro fallo fue el descuido en la corrección. En nuestras páginas aparecían demasiados errores tipográficos. El asunto llegó a proporciones ca-tastróficas en el caso de un libro del que su autor nos exigió que destruyéramos todas las copias. Éramos solo dos personas para hacer casi todo, pero no hay excusa válida para la chapucería a la hora de corregir un texto.

En otros terrenos tuvimos más aciertos. Es-tábamos concientes de que queríamos presentar una gama de ideologías políticas y espirituales, y publicamos a comunistas y guerrilleros junto a sacerdotes y místicos católicos, a poetas beat junto a poetas language; y lo seguimos haciendo incluso después de que Sergio y yo empezáramos a movernos en direcciones ideológicas distintas. Sergio se acercó al budismo y empezó a favorecer los textos místicos y extáticos. Yo consideraba que Cuba era la sociedad del futuro y les daba más espacio a quienes escribían desde una perspec-tiva revolucionaria.

Cada uno de nosotros continuó publican-do las obras que prefería, y ambos preferíamos las obras de calidad. Pero El Corno empezó a parecer dos revistas en una. A pesar de esa divergencia, los contenidos de la publicación siguieron siendo electrizantes. Como buscába-mos la integridad, la originalidad y el oficio, y como establecimos una red de contactos tan amplia, siempre publicábamos textos diversos e interesantes. Eran diversos en términos de raza, etnicidad, nacionalidad, estilo y contenido, e interesantes porque a menudo eran experimen-tales e imaginativos.

Ni Sergio ni yo percibimos nunca un salario. El Corno era una obra de amor. En varias ocasio-nes pagamos de nuestro bolsillo el último plazo de una imprenta o cubrimos algún déficit. Por su-puesto, tampoco les pagábamos a los autores que publicábamos, y con frecuencia los artistas que nos entregaban dibujos originales nos autorizaban a venderlos a beneficio de la publicación. Hoy en día creo firmemente que a los poetas y artistas se nos debe pagar por nuestro trabajo, pero nuestras creencias utópicas de la época hacían imposible esa remuneración.

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El financiamiento de la revista siempre fue un problema. No teníamos sentido de los negocios, ni teníamos mucho interés en adquirirlo dado que nos parecía que una práctica de negocios consistente era indicativa de ruindad capitalista. En este sentido nuestro idealismo juvenil se nos interpuso en el camino. Las copias las vendíamos en cada país según lo que nos indicaban que un joven poeta del lugar podía pagar. En la mayoría de los casos eso significaba un peso por copia, a veces incluso menos. Las librerías pedían la revista, pero en muchos casos se demoraban en el pago de sus cuentas. Teníamos unos pocos anuncios. Una pequeña parte de nuestras necesi-dades estaba cubierta por las suscripciones, que eran de tres pesos al año, y no creo que nuestros suscriptores sobrepasaran los trescientos en ningún momento. Cuando se considera que solo imprimir cada número nos costaba mil quinien-tos pesos, el problema resulta obvio.

La mayor parte de nuestro financiamiento pro-venía de agencias gubernamentales mexicanas. Estas no interfirieron con lo que publicábamos mientras nuestros poetas y escritores protestaron por la guerra de los Estados Unidos contra Viet-nam, describieron la lucha por los derechos civiles en el Sur o informaron sobre movimientos en pro de la libertad de expresión en todo el mundo. Pero esa libertad de expresión no incluía la polí-tica interna de México. En 1968 defendimos con fuerza a los estudiantes mexicanos que se habían alzado contra la represión gubernamental. En ese momento el apoyo del gobierno cesó abrup-tamente. Como teníamos seguidores en otros países, poetas de Nueva York o San Francisco, Caracas o San Juan de Puerto Rico organizaron beneficios que nos permitieron continuar. Pero no por mucho tiempo.

El Corno Emplumado satisfacía una tremenda necesidad de los poetas, escritores y lectores de literatura de muchos países. Junto a otras publi-caciones independientes que florecieron en esos años, era una voz del inconformismo, de la resis-tencia a un statu quo sofocante, una respuesta a viva voz a quienes nos decían que solo se podía escribir poemas sobre temas aceptables, o de las maneras aprobadas por la academia que estuviera de moda. Creíamos que se podía escribir poesía sobre cualquier cosa, que un poema era bueno si te atrapaba, si mostraba un buen oficio. No hay que decir que las ideas sobre el oficio no son estáticas. Cambian con los tiempos, y es poco probable que hubiéramos sido capaces de reconocer entonces algunas de las cosas que hoy aceptamos.

Quiero subrayar que no estábamos solos. Los sesenta y los setenta fueron testigos de un gran-dioso renacimiento de los proyectos culturales independientes. Entre las revistas literarias de México estaban Pájaro Cascabel y Cuento. En Buenos Aires, Eco Contemporáneo y Airó; en Caracas, El Techo de la Ballena; Los Ttzantzicos en Quito; y Trojan, The Floating Bear, Caterpi-llar, Ikon, Monk’s Pond, The Sixties y muchas otras en los Estados Unidos eran solo unas pocas de los varios centenares que canjeaban ejempla-res con El Corno de manera regular. Ese canje era una parte importante de la red que creamos, y nos permitió mantenernos al tanto de lo que hacían los poetas más allá de nuestras propias páginas.

No obstante, una gran diferencia entre esas publicaciones y El Corno Emplumado era que nosotros servíamos de puente entre culturas diferentes. Y no solo se trataba del español y el inglés; publicábamos traducciones de otros idiomas. Incluimos textos de una diversidad de lenguas indígenas que se hablaban tanto al

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norte como al sur de la frontera, e incluso de la Mesoamérica precolombina. Nos tomábamos muy en serio la idea de que éramos un puente entre culturas, ideologías, generaciones, usos del lenguaje y modos de construir un poema.

También creíamos que la poesía podía cambiar el mundo. Nos adscribíamos a un sentimiento de libertad mediante la palabra vagamente definido. Hablábamos del «hombre nuevo» (incluíamos en el término a las mujeres). Al inicio, la expresión aludía a un ser humano más espiritual e igualita-rio, en contacto con su imaginación, liberado del consumismo, opuesto a resolver los problemas mediante la guerra u otras formas de violencia, y contrario a la hipocresía que nos rodeaba.

Más tarde, ese «hombre nuevo», al menos para mí, se alineó más con la persona sobre la que el Che Guevara escribió en El socialismo y el hombre en Cuba. Mi natural yanqui, más práctico, quería resultados tangibles, y creía que la revolución era el camino más seguro para lograrlos. Sergio admiraba la concepción de Guevara pero tam-bién le interesaban los principios budistas de la conciencia plena y el nirvana. Le parecía que el cambio espiritual era más importante. Resulta interesante que mucho después de que El Corno Emplumado dejara de publicarse, nuestra con-dición de poetas volviera a aproximarnos. Creo que hoy en día nuestras visiones respectivas de un nuevo ser humano incluyen algo de lo que le resultaba importante al otro entonces. Y sé que mi propia idea de lo que constituye un buen poema es también mucho más inclusiva.

La poesía es buena o mala, funciona o no. El Corno publicó una gran cantidad de obras excelentes producidas por una gama de voces. Publicábamos con regularidad a poetas estadu-nidenses, canadienses, uruguayos, guatemaltecos

y peruanos, a los nadaístas de Colombia y a los poetas concretos de Brasil. Incluimos en nuestras páginas al gran poeta haitiano René Depestre. Produjimos antologías de la nueva poesía de México, Argentina, Finlandia, Cuba, Canadá, Brasil, Colombia, Venezuela, Nicaragua, Guate-mala, Chile, Uruguay, Argelia, Francia, Grecia, los Países Bajos, Noruega, España y Rusia; y a poetas de China, Rumanía, Polonia, India, Aus-tralia, Israel, Japón y Panamá.

En México, Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Felipe Ehrenberg, Laurette Séjourné, Leonora Carrington, José Luis Cuevas, Octavio Paz, Car-los Pellicer, Juan Soriano, José Emilio Pacheco, José Carlos Becerra, Homero Aridjis, Thelma Nava, Juan Bañuelos, Juan Martínez y Efraín Huerta fueron algunos de los autores importantes de los que publicamos contribuciones más de una vez. Rompimos el bloqueo cultural impuesto por los Estados Unidos y pusimos a disposición de los lectores occidentales la poesía cubana. El Corno Emplumado publicó por primera vez en español obras importantes de Allen Ginsberg, y de Ernesto Cardenal por primera vez en inglés. Esta no es de ningún modo una lista exhaustiva. Durante los ocho años en que la revista salió a la luz publicamos a más de setecientos poetas, escritores de ficción y artistas plásticos de treinta y siete países, muchos en repetidas ocasiones.

Mil novecientos sesenta y ocho fue un partea-guas en México. Los estudiantes, a quienes se unieron al cabo de un tiempo trabajadores y cam-pesinos, organizaron gigantescas protestas contra la injerencia y las transgresiones del Estado. La gran mayoría de los intelectuales y artistas del país se puso del lado de los estudiantes. Ese año se produjeron revueltas similares en los Estados Unidos y Francia. Pero la Ciudad

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de México estaba a punto de albergar los juegos olímpicos, y el gobierno de Díaz Ordaz temía perder sus enormes inversiones. Desató una fe-roz represión diez días antes de la inauguración de los juegos. Además, le retiró el patronazgo a los proyectos progresistas, y la mayoría de las pequeñas publicaciones literarias se vio obligada a cesar. El Corno Emplumado apoyó inequívocamente el movimiento. Se vio final-mente obligado a cerrar sus puertas cuando pasé a la clandestinidad en 1969.

En el verano de ese año, después de que operativos paramilitares armados vinieran a nuestra casa, me escondí con mis cuatro hijos y con Robert Cohen, el padre de la más pequeña: Anita solo tenía tres meses. Al cabo de un tiempo emigramos hacia Cuba. El Corno había perma-necido fiel a sus principios, y como resultado se había visto obligado a dejar de existir. Pero como en casos similares antes y después, su legado se multiplicó.

La evidencia más obvia de ese legado son los cientos de poetas jóvenes que me han escrito a lo largo de los años. Me dicen que El Corno fue la inspiración para sus proyectos: publicaciones lite-rarias, traducciones, colectivos de arte y grupos de cine y teatro; todos independientes, intensos y de vanguardia, y todos dedicados a la búsqueda de nuevas maneras de vincular la creatividad y el cambio. Muchos de ellos afirman que El Corno les allanó el camino.

En 2005, dos jóvenes cineastas, la danesa Anne Mette Nielsen y la mexicana Nicolenka Beltrán, produjeron un maravilloso documental titulado El Corno Emplumado: una historia de los sesenta. Anne Mette y Nicolenka tenían la misma edad que Sergio y yo cuando comen-zamos la revista. Con pocos recursos y los

obstáculos que todos los cineastas enfrentan con un primer filme, viajaron por dos continen-tes para contar nuestra historia. El resultado es un hermoso documental de cincuenta y cuatro minutos de duración.

Las imágenes originales de las secuelas de la masacre de Tlatelolco, que nunca se habían exhi-bido en México en los treinta años que siguieron a ese trágico acontecimiento,2 me hicieron llorar. Otra escena que recuerdo es la de Sergio cuando lleva a las dos cineastas a una pequeña imprenta, una de las pocas que seguían funcionando en esa época en la Ciudad de México, donde el propietario les muestra la antigua linotipia con plomo fundido que ya casi no se utiliza en ningún sitio. El lento ritmo metódico de ese proceso me recuerda cuán artesanal era entonces nuestro trabajo, cuán pasado de moda desde un punto de vista técnico, pero cuán con las manos en la masa. Vi el filme por primera vez en el año 2006, durante la Feria del Libro de Guadalajara: fue una de sus muestras inaugurales. La sala estaba abarrotada y docenas de jóvenes poetas dieron testimonio de la importancia de El Corno en sus vidas.

Fue el curador y analista cultural Robert Schweitzer quien les sugirió la idea del filme a Nielsen y Beltrán, y apoyó vigorosamente el proyecto. Hablando de la revista, describe una

2 Como es sabido, el 2 de octubre de 1968 los estudiantes organizaron una manifestación pacífica en Tlatelolco, también conocida como la Plaza de las Tres Culturas, porque hay allí unas ruinas antiguas, una iglesia colonial y modernos edificios de vivienda. Fuerzas gubernamen-tales atacaron la manifestación disparando contra la multitud durante cerca de cinco horas. La cifra oficial de muertos fue de veintiséis, pero estimados más realistas la ubican entre trescientos y mil.

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de las maneras en que esta también nutrió su propia obra:

Llegué a El Corno un poco tarde, no cuando era el vínculo y el cordón umbilical que co-nectaba al Norte y el Sur de modos que con-tribuirían a hacer añicos la división intelectual y creativa que caracterizaba la larga historia de desequilibrio y arrogancia perpetuada por el Norte. Aunque lo conocía desde antes, no fue hasta mediados de los ochenta, cuando ya era curador de un museo, que se me hicieron más claros y relevantes el significado, la importan-cia y el profundo valor de esa pequeña revista. Participaba en un diálogo en expansión sobre asuntos sociales y culturales relacionados con «el otro» y el poscolonialismo. El Corno había sido un emblema de lo que era posible, especialmente durante el período previo a la aparición de la computadora y el trabajo en red que esa tecnología posibilitaría. Unos años después, la revista se convirtió en un importante componente conceptual de una ex-posición de la cual fui curador en el año 2002.

El Corno Emplumado se mantuvo al margen de la academia, y en muchos sentidos contra la academia. Pero esta advirtió la presencia de El Corno. Las bibliotecas de muchas universidades cuentan con colecciones completas de la revista. Su papelería (la parte que pudimos salvar) se guarda en la Fales Special Collections Library de la Universidad de Nueva York. Y en 1994, el candidato a doctor Alan R. Davison, de la Uni-versidad de Utah, escribió su tesis sobre nuestra publicación. Él también consideraba que era una vocera de la década. Tituló su estudio El Corno Emplumado, The Plumed Horn: A Voice of the

Sixties. Le pregunté a Davison si le había resul-tado difícil convencer a su comité de doctorado para que aprobara un tema de tesis tan poco ortodoxo. En una carta fechada en noviembre de 2014, rememoraba:

Los miembros de mi comité de doctorado no le hicieron resistencia al conjunto del proyecto, pero un mes antes de la defensa oral uno de ellos renunció ante mi «falta de atención a los temas feministas». Afortunadamente, varias semanas después de su renuncia recibí la carta en la que [lo explicabas]. Con esa carta en mi poder, logré defender con éxito el proyecto. // En lo que toca a la importancia de El Corno en la historia literaria de las Américas, creo que es algo que aún está por escribir. Aunque el esfuerzo tuyo y de Sergio en esa época fue prácticamente hercúleo, es muy posible que la revista pueda llegar a un público más amplio en el futuro (en formato digital). El Corno es un compendio inagotable de intentos (fraca-sados y exitosos) encaminados a ampliar el panorama poético; muchas de sus primeras traducciones de poemas seminales no han sido superadas; es un documento vivo de la importancia de la esperanza en el proceso de desarrollo social y personal. En resumen, el mensaje de El Corno es tan importante hoy como en los sesenta (¿quizá más?).

Una de las maneras en que sigue vivo el lega-do de la revista es en los recuerdos de quienes publicaron en ella sus contribuciones, en algunos casos muchas veces. La idea de Davison acerca de la esperanza encuentra un eco en el siguiente testimonio de un poeta cuyos trabajos apare-cieron a menudo en nuestras páginas. Jerome

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Rothenberg me envió el texto de una ponencia que presentó en el King Juan Carlos I of Spain Center de la Universidad de Nueva York hace algunos años. El evento se estructuró en torno a la exhibición del documental de Nielsen y Beltrán. Nielsen moderó un debate en el que participaron Sergio Mondragón, Rothenberg y Cecilia Vicuña. Algunos fragmentos del texto de Rothenberg permiten hacerse una vívida imagen de la revista y de su participación en ella:

«Los sesenta» también son una idea, y la idea se repite y modifica en los años subsiguientes hasta convertirse en las mentes de las personas en algo más real y obviamente más duradero de lo que fue ese tiempo mismo. Para mí, la diferencia entre entonces y ahora es que entonces vivía con esperanza y ahora solo con una especie de desesperación. Pero fue a inicios de los sesenta –que todavía no eran los sesenta tal como los entendemos– que Robert Kelly proclamó para mí (para noso-tros) una «poética de la desesperación» que llegaríamos a compartir. En relación con eso y con lo que vino después, los sesenta reales (que incluyeron también la parte inicial de los setenta) fueron una especie de tiempo entre, un momento liminal, como nos gustaba decir, en el que lo que era posible y esperanzador se atrevió a afirmarse contra todos los obstá-culos. Y esos obstáculos eran una guerra real en marcha y un choque real de ideas en el que instábamos al cambio y la transformación, no solo a un cambio de partidos políticos, como ocurre ahora, sino a «un asalto en toda la línea a la cultura». // Fue en ese ambiente de desesperación y esperanza que comenzó El Corno, que formaba parte de un underground

cultural que pensaba que finalmente salía a la superficie (a la luz). Muchos de nosotros teníamos entonces revistas e imprentas (ello formaba parte de nuestro privilegio allí don-de vivíamos y trabajábamos), pero El Corno tenía algo más. En los Estados Unidos, el gran entusiasmo entre los poetas provenía del florecimiento –y el dominio– de la poesía norteamericana (El «grano americano» que claramente definió William Carlos Williams no era una aventura imperial, pero sí algo muy parecido). Pero lo que hizo El Corno, lo que juntó, fue a las dos Américas; no era solo una perspectiva internacional, sino una empresa de verdadera colaboración entre dos o más idiomas y culturas. // Durante seis o siete años [...] recibí la pasmosa mezcla de imágenes y voces que era El Corno Emplumado. Tuve un espacio en nueve o diez de sus números, y fue El Corno quien publicó en 1966 mi cuarto libro de poemas, The Gorky Poems (Poemas Gorky), una obra bilingüe cuyas traducciones al español hicieron Sergio y Meg. A sus ochenta y cuatro años, el poeta y ensa-

yista Roberto Fernández Retamar sigue siendo el presidente de la Casa de las Américas, esa extraordinaria institución cultural cubana que desde hace más de medio siglo rompe el bloqueo cultural impuesto por los Estados Unidos. En respuesta a una pregunta mía, me contestó:

Recuerdo muy bien la excelente revista El Corno Emplumado, que tú y Sergio Mondragón editaron en la Ciudad de México de 1962 a 1969. La revista contribuyó admirablemente a difun-dir textos poéticos de autores de la América Latina y los Estados Unidos. Fue frecuente la

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presencia en la revista de poetas cubanos: en especial en un número íntegro que difundió una antología de la poesía cubana del momento. Y recuerdo también, por supuesto, la carta mía que publicaron y trajo como consecuencia que quien era entonces director cultural de la Unión Panamericana, cancelara las quinientas suscrip-ciones que esa organización iba a comprar. // Siempre vimos tu revista hermanada con Casa de las Américas, y por tanto es natural que la consideremos como una gran hazaña cultural recibida con beneplácito en Cuba.

No pocos de los contactos que hice gracias a El Corno se convirtieron en profundas amistades. Ese fue el caso de Susan Sherman. Cuando le pedí que describiera su relación con la revista, mencionó varias cosas:

El Corno me abrió un nuevo espacio cultural y político y me sirvió de inspiración para fun-dar Ikon en 1967. Pero lo más importante es que gracias al envío de poemas a El Corno a principios de los sesenta comencé una corres-pondencia con Margaret Randall. Finalmente la conocí personalmente cuando asistí al Con-greso Cultural de La Habana en 1968, y allí cimentamos una amistad para toda la vida. Sin El Corno, y sin Margaret, nunca habría entrado en contacto con la conjunción entre lo artístico y lo político que, literalmente, cambió mi vida.

El Graduate Center de la Universidad de la Ciudad de Nueva York produce una valiosa serie de folletos titulada Lost & Found: The CUNY Poetics Document Initiative. La realizan los estudiantes del programa de Inglés a partir de los archivos y el análisis contemporáneo de

las obras. Esos pequeños volúmenes reprodu-cen textos que han desaparecido de la vista del público, entre ellos algunos de escritores como H.D., Charles Olsen, Robert Duncan, Diane di Prima, Muriel Rukeyser y Ed Dorn.

En el año 2011, el editor de la serie, Ammiel Alcalay, me pidió que preparara un folleto sobre El Corno Emplumado. El hecho de que debía tener menos de cincuenta páginas constituía una limitación en cuanto a lo que podía incluir. No había manera de presentar la revista en todo su alcance y profundidad. Por tanto, me centré en sus tres primeros años (1962-1964) y solo en su costado en inglés, con la esperanza de tener después una oportunidad de cubrir los años su-cesivos, o de que invitaran a Sergio a presentar algo del material producido en español. La intro-ducción a las obras de cada uno de los números contenía una breve descripción del ambiente cultural de la época, a la que seguían poemas seleccionados y su traducción. Añadí un epílogo sobre la historia posterior de la revista. Cuando escribía ese ensayo, le pregunté a Alcalay por qué había elegido El Corno como tema de uno de los folletos. Lo que sigue es un fragmento de su respuesta:

Por supuesto, fue crucial la perspectiva in-ternacional, el hecho de que crearon lazos claros y directos de afinidad y comunicación a través de las fronteras lingüísticas. La idea de Lost & Found es tomar la semilla de lo que ha llegado a conocerse como la «nueva poesía norteamericana» y simplemente volar por los aires una concepción limitada de la misma, mostrar cuántos satélites, estrellas y otros pla-netas componían aquel mundo. El Corno, por supuesto, era un ejemplo muy singular de esto,

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con un alcance internacional y, sin embargo, una estética muy anclada en su(s) lugar(es) de origen. Así que cuando se dio la oportunidad, fue un verdadero regalo que pudiéramos pe-dírtelo. Pienso que puede contribuir a llamar atención sobre la naturaleza singular de El Corno, y posiblemente despertar más interés en su reimpresión/digitalización, investiga-ción, etcétera.

Puede que, efectivamente, el folleto de Lost & Found haya despertado interés en la digitaliza-ción. Aunque muchas bibliotecas de un número de países tienen en sus fondos la revista, resulta muy difícil tener acceso a la colección completa de los treinta y un números de El Corno Emplu-mado. Así que es especialmente gratificante que el año pasado dos instituciones hayan decidido digitalizar la colección.3 Eso permitirá que los contenidos de la revista estén a disposición de muchos más lectores.

Terminaré con un comentario de orden perso-nal. El Corno fue un puente, pero fue también la primera vez que pensé en mí misma como una constructora de puentes. Medio siglo después, eso sigue siendo cierto. Y lo singular de los puentes es que se multiplican: cuando se cruza uno, aparecen otros. Quizá nadie evoque mejor esa sensación de ondas que se expanden en el agua para en-contrar otras ondas que Silvia Gil, quien fuera durante mucho tiempo la bibliotecaria de la Casa de las Américas. Cuando le pedí que me contara sus primeros recuerdos de la revista, me escribió:

Recuerdo mis primeros años en la biblioteca de la Casa, la institución en la que he trabaja-

do durante cincuenta años. Cuando empecé, llegaban docenas de publicaciones de todas partes del mundo. Eran los primeros años de la Revolución, y los editores de todas partes que-rían que Cuba supiera lo que publicaban. Eso era especialmente cierto en el caso de la Amé-rica Latina y el Caribe. Las revistas llegaban, una tras otra. La que despertó particularmente nuestra curiosidad fue El Corno. // De inmediato me pregunté por su nombre: ¿qué cosa podría ser un corno emplumado? ¿Y qué significaban esos nombres enloquecidos de las revistas de toda la América Latina: Pájaro Cascabel, La Rosa Blindada, El Escarabajo de Oro, El Pez y la Serpiente, La bufanda del Sol, Los Huevos del Plata, Alcor, Rayado sobre el Techo, El Grillo de Papel, y otra docena de ellas. Eran el «eco contemporáneo» de grupos de jóvenes inquietos y talentosos quienes, de un confín a otro del continente, estaban decididos a cam-biar el mundo y creían que la literatura y el arte eran sus armas. // En 1969, cuando El Corno Emplumado dejó de publicarse, Margaret tuvo que abandonar México y vino a vivir a Cuba. Aquí fue mi vecina. Su apartamento se con-virtió inmediatamente en punto de reunión de jóvenes que aspiraban a ser escritores. Muchos de ellos han alcanzado fama en Cuba y otras partes del mundo. Ninguno ha olvidado esas reuniones.

Al recordar un proyecto que me consumió durante ocho años extraordinarios hace casi medio siglo, he tratado de volver a imaginar su presencia y significación cotidianas tal como las experimenté, y, simultáneamente, a través del filtro de la distancia. Quizá lo más importante que puedo decir acerca de El Corno Emplumado 3 Reveal Digital y Northwestern University, de Chicago.

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hoy en día es que honró sin temor la integridad y la imaginación, que fue un ejemplo de visión juvenil y creencia en el poder de la poesía, y un puente espléndido por el que transitaron muchos es-píritus creativos. Aunque la revista se vio obligada a cerrar hace cuarenta y cinco años, ese puente se ha

multiplicado muchas veces y apunta en direcciones que no imaginábamos entonces.4

Traducido del inglés por Esther Pérez

4 Malpais Review es, entre otras muchas cosas, una here-dera del legado de El Corno.

c

José Morales (Puerto Rico): Aiyic, 1999. Políptico