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Premio Joven de Relato Corto “El Corte Inglés” Alejandro Morellón Mariano Matías Candeira de Andrés

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Premio Joven de Relato Corto “El Corte Inglés” Alejandro Morellón Mariano Matías Candeira de Andrés

VI Premio Joven de Relato Corto “El Corte Inglés”. Año 2013

- Ganador: Alejandro Morellón Mariano

“Kilómetro cero”

- Finalista: Matías Candeira de Andrés

“Ahora es mío”

VI PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO EL CORTE INGLÉS

Edición 2013

ACTA DEL FALLO DEL JURADO DEL VI PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

“EL CORTE INGLÉS”

El jurado compuesto por los siguientes miembros: - Don Iker Andrés Pinilla, filosofo y escritor. - Doña Noemí de Orella Fernández, emprendedora y escritora - Don Luis Tarrafeta, vocal de juventud del Ateneo Navarro y escritor - Don José Luis Allo, Vicepresidente del Ateneo Navarro y poeta. Después de examinar los 316 trabajos presentados a concurso procedentes de varias Comunidades Autónomas de España, resalta la calidad de los relatos finalistas. El jurado falla lo siguiente: Otorgar el primer premio a: Alejandro Morellón Mariano con su obra “Kilometro Cero” Otorgar el segundo premio a: Matías Candeira de Andrés con su obra “Ahora es mío” Otorgar el premio al mejor relato navarro: Desierto El jurado, el Ateneo Navarro, y El Corte Inglés dan su enhorabuena a los ganadores y agradecen a todos los participantes su contribución a este certamen. Pamplona, 12 de junio de 2013

ÍNDICE ALEJANDRO MORELLÓN MARIANO Kilometro Cero...................................................................................... ....... MATÍAS CANDEIRA DE ANDRÉS Ahora es mío......................................................................... ............ ............

GANADOR VI PREMIO JOVEN DE

RELATO CORTO Ale jandro Morel lón Mariano

Ki lometro Cero

Alejandro Morellón nace en Madrid en 1985 aunque crece y estudia en Mallorca

donde, una vez acabado el bachillerato, sufre el desasosiego de no saber hacia dónde,

ni de qué forma, dirigir sus pasos; continuar por ese lapso de tiempo que los otros a su

alrededor llaman existencia.

Más tarde, algunos de sus textos resultan premiados y saborea la aceptación de

algunos lectores.

En el año 2008 coordina la convención literaria Mallorca Fantástica e imparte talleres

de guión de cine. Durante 2009 y 2010 disfruta de una beca en la Fundación Antonio

Gala para Jóvenes Creadores. Actualmente vive en Madrid.

Ha participado en varios concursos y puede presumir de haber ganado algunos de ellos

como:

—Relato ganador de la categoría Atlante del III Certamen de Relato Joven,

patrocinado por Minotauro en 2007.

—Relato ganador en los Premios Mallorca Fantástica en 2007.

—Relato ganador del Concurso de relatos Ajuntament de Palma en 2009.

—Accésit del premio Narraciones Cortas Villa de Torre-Pacheco en 2013

Ki lomet ro Cero

Podríais fantasear por un momento, durante el transcurso de éstas

primeras líneas, con la idea de que por alguna indecible razón (ilógica, absurda

razón) un día como otro cualquiera comienzan a moverse, a cobrar vida, las

vallas publicitarias de los toros de Osborne.

Vale, y ahora dejad de conjeturar.

Salir del espectro de vuestro imaginario, desistir de la abstracción de la

lectura y escuchar los temblores de más allá de la ventana. Sí, efectivamente:

una de las vallas (la silueta negra, el sol de espaldas) se mueve; arrastra una

pata, primero de forma leve —apenas notable para los usuarios de la

autopista—, y algo después con vehemencia, repleta de ira, desplazando con

la pezuña grandes bloques de tierra y rocas.

Estamos en el kilómetro 330 de la A3. Algunos de los conductores,

sorprendidos por el estruendo de piedras, alzan la vista hacia la estructura

publicitaria para comprobar el imposible de los imposibles. El toro se revuelve,

resopla (sí, resopla): catorce metros de chapa de metal agitando el rabo y

batiendo la cabeza. Curiosamente, al principio, los ojos se van siempre a los

testículos. Creemos que cuando alguien, un hombre o una mujer, descubre a

otro animal, ficticio o no, cuyos huevos superan el contorno de la cabeza de

uno, es muy difícil concentrarse en cualquier otra cosa. Como por ejemplo el

volante.

Ahora bien, en muy pocos segundos la criatura en cuestión no

solamente se mueve sino que se desplaza; se las arregla, a fuerza de tironear,

para desanclarse de los hierros que la inmovilizan y se precipita hacia delante

con la cabeza gacha y con los cuernos metálicos amenazando a la lontananza.

El toro embiste contra los árboles y atraviesa los demás carteles

publicitarios, y después se interna en la propia autovía para sorpresa y disgusto

de unos cuantos camiones de alto tonelaje, a los que derriba. Durante un

tiempo no hace más que dar vueltas enloquecido, jadeando, en una loca y

gigantesca persecución de coches. La gente no da crédito. Grita. Pronuncia

palabras ininteligibles mientras aprieta el acelerador o se despeña por un

desfiladero. En esos casos (en los casos en los que te persigue un toro

gigante) lo que se dice es aún más absurdo y carente de sentido de lo normal.

En un mismo vehículo llega a oírse «Achtung bitte», «leche parda» y «el copón

de la baraja» casi simultáneamente, pero nadie presta atención al extraño

suceso morfológico-lingüístico.

El animal continúa en la cacería de todo lo que se mueve o tenga unas

dimensiones atractivas; se desliza sobre el pavimento, toda la carga metálica

se zarandea en un intricado juego de luces y formas y a veces se escucha,

cuando el movimiento es muy brusco, el chirriar de los hierros del interior. El

toro bravo, el toro de lidia. A nadie se le hace indistinta la forma que tiene de

correr, de bajar la cabeza hacia el suelo; todo el mundo, quien más quien

menos, está familiarizado con lo anárquico de sus desplazamientos y las

constantes acometidas: no deja de ser el espectáculo conocido y reconocido

por todos. Pero ahora no hay plaza ni capote ni bandilleros. Hay el miedo y el

chocarse de coches.

En un momento dado la bestia se detiene y su sombra abarca lo que

seis o siete vehículos atropellados. Hay una transfusión repentina de formas y

al bicho se le aparecen los ojos, unos ojos muy pequeños (realmente bastante

más pequeños que los testículos) y la masa férrea se expande hasta alcanzar

las tres dimensiones. Es posible que se deba a una simple cuestión sugestiva

de los presentes que, al no poder concebir una valla publicitaria con vida, han

preferido recrear (y crear) la pura imagen y esencia de un toro real de tres

toneladas y media de peso. La criatura, ahora completa en todos sus atributos,

desplaza la mirada más allá de la autopista, vuelve la cabeza hacia atrás como

intentando orientarse, y vuelve a reubicar sus cuernos hacia delante. Y

empieza a correr, corre como si no hubiera un mañana y no hace falta que

nadie diga nada para que todos sepan, o tengan un lejana idea, de que corre

hacía allí.

Hacia Madrid.

Ahora bien, no sólo se trata del toro del kilómetro 330 de la A3.

Hay noventa y un toros de Osborne en toda España, diez más sólo en la

Comunidad Valenciana. Noventa y una de esas bestias que ahora, como el

primero, se liberan y corren. Y todas, por algún extraordinario sentido de la

orientación (oculto hasta ahora en estos animales), se encaminan al centro. A

la capital. Al kilómetro 0.

Nadie sabe ni se explica cómo lo hacen para avanzar hasta unirse,

partiendo desde casi todos los puntos de la península, y recorrer la distancia

que los separa del lugar de destino. Es un impulso preternatural que los mueve

y los orienta, o una frecuencia de ultrasonidos parecida a la de las ballenas, o

una recientemente desarrollada mente enjambre taurina. Todo lo que podría

decirse ahora sonaría tan irreal como el simple hecho de que exista la

posibilidad de que una cosa así suceda. Pero sucede.

Al principio y como es de suponer (es casi lo único que cabe suponer en

esta historia) todo es gritos y espanto. «Es nuestro Godzilla cañí», dicen unos,

«como la Guerra de los Mundos, pero más castiza». Después de las primeras

horas de incredulidad y desconcierto, las propias comunidades han empezado

a interesarse por las criaturas de su propia región, menos alguna como

Cataluña o Murcia, que no tienen. Nadie lo admite, por supuesto, pero existe

una pizca de orgullo por parte de los ciudadanos cuando escuchan por la radio

que el toro que les pertenece, que hasta esa misma mañana había

permanecido en sus dominios, ha escapado de una red policial o ha sorteado

los cañonazos del ejército, y continúa la carrera.

Pongamos entonces que de las noventa y una bestias:

—Once se quedan en la propia carrera. Siete caídas accidentadas, un

camión inflamable, una rotura de pata y un túnel demasiado estrecho.

—Treinta y ocho son abatidas por el ejército. Hay pocas cosas que

resulten más interesantes para los ciudadanos de este país que un grupo de

helicópteros ametrallando a un toro del tamaño de una gasolinera hasta dejarlo

hecho un trapo de carne contra el suelo. Ir a una corrida sea posiblemente una

de ellas.

—Otras dieciséis son detenidas por el resto del pueblo soberano. Una

agrupación veterinaria consigue sedar a un par de ellos, un grupo de jóvenes

antitaurinos protegen a otro de la policía y lo acogen en una dehesa con otros

toros (otros toros de ridícula envergadura); otro par de estas bestias corren en

la dirección equivocada y acaban en Portugal, hay otro que incluso llega a

Francia y consigue volcar unos cuantos camiones de fruta.

Pongamos también que los toros de las Baleares y Canarias terminan

ahogados, que el de Melilla se queda en Marruecos arramblando con algún

bazar, y que otro de ellos queda despistado en medio del camino intentando

metérsela a un molino de viento. Eso nos deja el total de siete.

Siete bestias negras y cabreadas que entran en Madrid al finalizar la tarde, que

suben por Avenida de América y que recorren el Paseo de la Castellana para

asombro de los muchos madrileños, y no madrileños, inmóviles en las calles.

Resulta que la noticia de que semejantes criaturas andan sueltas por Madrid se

ha propagado rápido y la gente ha salido a las calles como si fuera la cabalgata

de los reyes. O, para mejor ejercicio comparativo, un San Fermín

pantagruélico. Nadie quiere perdérselo, ninguno piensa en renunciar a su

pedacito de palco, de espectáculo, de euforia. Porque todo esto va de euforia,

señores.

Los siete toros avanzan. Los hombres y mujeres y niños asistentes les

corean al pasar, y nadie sabe si para darles ánimos o para participar de esa

euforia. Uno de los toros se ha parado frente a la Moncloa. Otro se queda en la

plaza de toros de Las Ventas. Otro de ellos sube por la Carrera de San

Jerónimo hasta llegar al Palacio de las Cortes. Hay dos leones muy majos que

se marchan a todo correr antes de que las bestias taurinas las tomen contra la

estructura neoclásica.

Coches patrulla y tanquetas del ejército y helicópteros sobrevolando los

edificios y cientos de chinos intentando vender cervezas a los que están

pasmados en la calle. Madrid sufre una subida exponencial del ritmo ya de por

sí caótico; Lavapiés, Goya, Fuencarral, la gente se aglutina allí por donde cree

que va a pasar alguno de los protagonistas del momento.

Dos de ellos se lanzan por Gran Vía perseguidos por un centenar de

efectivos de la Guardia Civil y del Ejército que no dejan de cagarse en la madre

de las criaturas. La primera de ellas cae a las puertas de Callao, con una

andanada de balas y proyectiles desconocidos y gas mostaza. La otra consigue

avanzar hasta la Plaza de España pero sólo para terminar sucumbiendo frente

al Edificio España, a ese otro coloso muerto, y su último pensamiento (el del

toro) es que él, al igual que el viejo edificio, también es una estructura del

abandono; una idea de lo que ya no es.

La cabeza cae pesada sobre el suelo y resopla, y el aire que sale por los

caños del hocico hace mover una lata vacía en el suelo. Los ojos se han

quedado abiertos. Los ojos negros y callados, lagrimeando. Puede verse el

reflejo de una luz, varias luces, en el centro de ellos: las luces de la ciudad a

través de los ojos de un toro. Y la calle, las caras vistas a través del cristal,

nunca habían parecido nada semejante. La multitud se reúne en torno al animal

muerto. Se acercan sigilosos y callados. Hay una chica que extiende una mano

hacia el cuello del toro: «está caliente», dice. Y las otras personas notan cómo

la voz se le quiebra y piensan en que no quieren ser ellos quien empiece a

llorar. Pero aún hay alguno, detrás de unas cuantas cabezas, al que le es

imposible ocultar el gemido. Hay un globo y al extremo del globo un niño que

grita: «¡Está muerto mamá! ¡Este animal está muerto! ¡Tiene sangre en la

nariz!». La madre le tapa la cara con el abrigo. Hay, junto a la bestia caída y

sobre los que están alrededor, una sutil deformación del espacio. Nadie

reconoce nada, la escena, las otras caras, el propio animal. Los gestos se

ralentizan. Hasta la policía parece haber dejado de disparar. En ese silencio, en

el espacio entre el animal y los hombres, que cada vez es menor, se hace

audible un pensamiento, acaso una idea arriesgada y nueva: los toros, los toros

no han venido a matarlos ni a destrozar sus casas. Los toros han venido a

despertarlos. Y la idea toma fuerza. Y alguien grita: ¡Queda otro!

En la plaza de Sol, manteniendo la pose, las patas sangrantes y el lomo

enhiesto. El último de los toros de Osborne mira con los ojos negros. El toro

mira y la gente entiende.

FINALISTA VI PREMIO JOVEN DE

RELATO CORTO Mat ías Candei ra de Andrés

Ahora es mío

Matías Candeira nace en Madrid en 1984. Es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense y diplomado en guión de cine y televisión por la ECAM. Ha publicado La soledad de los ventrílocuos (Tropo editores, 2009), Antes de las jirafas (Páginas de Espuma, 2010) y Todo irá bien (Salto de página, 2013), aunque parte de su trabajo creativo también ha transitado la publicidad, el cortometraje o los videojuegos. En 2010 obtuvo una beca para residir en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores y ese mismo año coprotagonizó junto a Mario Vargas Llosa el documental El oficio del escribidor (RTVE), centrado en el intercambio intelectual entre un autor emergente y una figura reconocida de las letras. También ha recibido numerosos premios literarios por su trabajo y sus textos han sido recogidos en revistas como Quimera, Ribera del Duero y diversas antologías, entre otras Prospectivas (Salto de página, 2012), Pequeñas resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2009) o Siglo XXI: los nuevos nombres del cuento español (Menoscuarto, 2010). Actualmente es profesor en la Escuela de Escritores de Madrid, donde imparte cursos de creación literaria. “Empecé a escribir cuando tenía quince años, con la vaga esperanza de no ser lo suficientemente bueno, de rendirme enseguida, en fin, de saber que me había equivocado. Abandonar es una parte poética de mi carácter. Supongo que me equivoqué, valga la redundancia, con ese deseo de meter la pata. Me seguí equivocando cuando publiqué el primer libro, el segundo, el tercero. Deseé equivocarme la primera vez que mi padre dejó de decirme si no sería mejor que hubiera estudiado una carrera que diera dinero y cuando recogí el primer premio literario, hace ya casi diez años. Tengo la sensación de que este impostor que escribe y que vive una casa apartada donde fallan las luces, muy dentro de mí, acabará sintiéndose más cómodo que yo en este mundo tan raro. Mientras no lo haga, mientras no huya a otra ciudad en un coche negro con los cristales tintados, seguiré amando lentamente los libros. Trataré de equivocarme, una vez más, cuando los escriba”.

Ahora es mío

El canario no pía y apenas se le oye, pero sigue ahí. He dejado la jaula

junto a nuestra mesa. Si lo hubiera metido con las cosas del coche se habría

asfixiado. Cuando hemos entrado en la cafetería, un camarero regordete ha

intentado detenerme, quería llamar a un superior. Entonces le he mirado a los

ojos. Le he dicho que es un canario que le compramos a Carla y que va

conmigo a todas partes. Y cuando me ha visto temblando supongo que ha

sabido que no debía decir nada más sobre ello. Al repetirle su nombre, en ese

momento, ha entendido lo que pasaba.

No sé por qué le he dicho a Julia que bajemos aquí, no sé ni siquiera por

qué estoy apretando su mano y dejándole los dedos blancos, sin sangre. La

miro a los ojos fijamente. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que volvamos a

vernos? Supongo que tocarle los dedos e intentar acordarme de cómo son es

lo único que puedo hacer.

Otros camareros pasan ante nosotros como sombras veloces; sus

camisas blancas, de botones dorados, y nos llega también el olor de los vasos

con sombrillas. Huele a pasteles recién hechos y a sal, y hace calor, después

de todo. Aunque va a durar poco. En unos días, el otoño habrá llegado. El

tiempo va quitándole la luz al paseo marítimo, va llenando el ambiente de

pequeñas brisas húmedas y de algunas hojas tempranas. Así es como van a

ser las cosas a partir de ahora, todo lleno de un aire frío, o incluso más, un aire

con trozos de hielo en la brisa, y cubierto de sobremesas ingrávidas. Como

ésta. Exactamente igual a este momento. ¿Debería preguntarme a estas

alturas qué es lo que vendrá?

Bebo un trago de la limonada. Quisiera quitarle importancia a mis

palabras, pero me ahogo al pensarlo. Es como si tuviera que rebuscar en el

fondo de mis pulmones para encontrar aire. Julia no habla mucho desde aquel

día. Un año después, he sido yo el que he insistido en alejarnos, durante un

rato, de allí, de nuestra casa, de todo lo que nos pertenece.

De pronto, cuando Julia acaricia mecánicamente su taza, sé que no va a

mirarme, que ya se ha marchado muy lejos de aquí.

—No… —intento decir algo de nuevo, pero no me sale ni una palabra.

Me callo. Porque soy bueno en eso.

Ahora Julia parece que sólo tiene ojos para la playa. No ha tocado su

café. Es como si pudiera ver más allá de la espuma, como si sobrevolara el

mar. Éste es el lugar donde sacábamos las fotos más hermosas y donde Carla

decía que cuando creciera llenaría la playa de rocas negras enormes. Para que

la gente estuviera contenta. Para que sus amigos del colegio pudieran trepar a

lo alto, quizás desnudos, entre gritos, desobedeciendo las órdenes de sus

padres. Eso es lo que recuerdo por encima de todo. A veces Carla me

preguntaba si la gente podría llegar a vivir en las rocas que había colocado o

tenía que guardar el secreto, y entonces yo la subía a mis hombros. Quería

este canario para enseñarlo en el colegio. Yo mismo se lo compré.

—¿Qué va a pasar con nosotros? —le susurro a Julia. Siento un vértigo

viscoso y metálico al pronunciar esa última palabra.

—No deberías preguntarme eso ahora —dice.

—Sólo necesito que me digas que nos veremos alguna vez. Me da igual

si tengo que atravesar el país cada fin de semana. Iré a verte.

Se queda en silencio. Y yo tengo que apurar el vaso. Porque me ahogo,

ésa es la verdad. Toda esa luz que se va en el aire y hace que el cielo se

oscurezca parece enardecer al canario.

De pronto, ha empezado a piar.

Canta lentamente, pero al mismo tiempo se estremece como si el futuro

se ocultara más allá del mar, como si se estuviera hundiendo tras la línea del

horizonte. Le vibra todo el cuerpo y las plumas se ahuecan con fuerza. Tengo

ganas de seguir tocando los dedos blancos de Julia durante muchas horas.

Todo el tiempo que haga falta. Pero sé que no es lo que debo hacer. Aquí

todos nos están mirando.

—Se está haciendo tarde —anuncia.

Al oírle decir eso, siento como si me enchufaran un aspirador en mitad

de la garganta. Quizás Julia tiene razón: es mejor marcharse, abrazar a la jaula

y salir afuera a empaparse del horizonte casi derribado por la noche. Estoy casi

seguro de que apretarle tan fuerte los dedos le duele, pero me está

concediendo este momento; lo hace, y pedirle más es imposible.

—Julia… —trato de decir.

Quiero hablar. Pero no puedo.

Ella se levanta a pagar la cuenta. Primero anda hacia la barra, como

suspendida en el aire, mecida, qué sé yo, y entrega un billete, y al volver,

mientras hace ese ademán de trenzarse un mechón y ladear la cabeza

ligeramente en dirección a la salida, el canario se inquieta ahí dentro, aletea

unos segundos y yo me abrazo a la jaula y siento que definitivamente no tengo

pulmones. Al salir, veo al camarero regordete mirándome fijamente desde el

otro lado del mostrador con los pasteles. Primero le habla en la oreja a una

compañera, y luego noto como si saliera de su boca y sus ojos una compasión

blanda.

Sólo hemos tenido que cruzar la calle para llegar hasta el coche. Julia se

ha colocado justo al otro lado, junto a la puerta del edificio. Quisiera saber por

qué no se ha quedado en el mío, pero ya conozco la respuesta. Cuando Julia

me mira, durante un segundo —¿cuánto hace de la última vez?— creo que sé

lo que le pasa por la cabeza. Y es algo terrible. Es una idea en la que estoy

incluido, el núcleo de un todo, algo viscoso que se pega a las paredes, y a sus

dedos, y a las cuencas de sus ojos. No puedes volver a mirar a ciertas

personas. Hasta yo lo entiendo. Me fijo en sus dedos a través de los dos

cristales, y no se mueven; no lo hacen en absoluto.

—Te mandaré el resto de las cosas de Carla en cuanto tenga tu

dirección —dice.

Es al oír esas palabras cuando apenas puedo sostenerme y aguantar al

mismo tiempo la jaula. El resto de las cosas, sumado a todo lo que ya está

metido en el maletero, lo que cogimos del apartamento hace un rato: una caja

de cartón llena de libros con ilustraciones de pájaros, esos vestidos de color

celeste, lápices, el cuaderno lleno de flores aplanadas; con ése le enseñamos a

Carla secar margaritas.

—Ya nos veremos —susurra Julia.

Y la veo alejarse, hacia la puerta del bloque, como una equilibrista

suspendida en la cuerda.

No soy capaz de emitir ningún sonido. Pero por alguna razón me quedo

aquí, un rato, esperando ver algo en la ventana. Creo que Julia está

observando ahí arriba. En realidad no puedo estar seguro, la casa sigue a

oscuras. El canario está en el asiento del copiloto y se asea las plumas con el

pico. Desearía con todas mis fuerzas meterlo en el maletero, y no verlo, sólo

conducir. Pero se moriría. Porque eso también me pasa. Me pregunto si seré

capaz de abrir el maletero y tocar todo lo que le pertenecía a mi hija. ¿De

dónde voy a sacar las fuerzas? La imagen de la jaula, el pequeño pájaro, no

puedo dejar de pensar en todo eso.

Tengo un amigo que vive unas ciudades más allá, en el norte. No sé si

seré capaz de explicarle la situación, ni yo mismo sé qué va a ocurrir. Pero voy

a ir a verle. Ahora Julia ha cerrado las cortinas, y ya no se puede ver nada

dentro de nuestro apartamento.

Allí, a lo lejos, las luces lentas de la tarde llenan de electricidad el cielo

bajo los acantilados. Me pregunto si éste es el color de los últimos días.

Cuando lo pienso, me falta el aire.

Pongo el coche en marcha.

El sol va desapareciendo, despacio, hasta que ya no se ve.

Queremos agradecer a todos las personas que han participado en este certamen y que

han hecho posible que la cuarta edición haya resultado todo un éxito.

La calidad de las obras y el alto nivel de participación son los factores fundamentales

que están haciendo que este concurso se consolide y se haya convierto en una cita

indiscutible en el calendario literario de los jóvenes talentos de nuestro país.

Este libro está dedicado a todos los amantes de la lectura esperando que estos relatos

sean de su agrado.

VI PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO EL CORTE INGLÉS

“Deja la puerta abierta, la vida está esperando”

Facundo Cabral