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IV PREMIO JOVEN DE RELATO CORTOEL CORTE INGLÉS

Edición 2011

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita delos titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas enlas leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cual-quier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y eltratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella,mediante alquiler o préstamo públicos.

Editan:Ateneo Navarro y El Corte Inglés

Depósito legal: Imprime: Gráficas Castuera

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ACTA DEL FALLO DEL JURADO DELIV PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

“EL CORTE INGLÉS”

El jurado compuesto por los siguientes miembros:

Doña Consuelo Allúe, filóloga e investigadoraDon Javier Olivar, poeta y voval de Juventud del Ateneo NavarroDon Santiago Elso, psicólogoDon José Luis Allo, poeta y secretario del Ateneo Navarro.

Después de examinar los 71 trabajos presentados a concurso pro-cedentes de varias Comunidades Autónomas de España, resaltala calidad de los relatos finalistas.

El jurado falla lo siguiente:

Otorgar el primer premio a: Alejandro Aulestiarte Jiménez con su obra “Tierra de Carbón”

Otorgar el segundo premio a:Rocío de Juan Romero con su obra “El gabinete de curiosida-des de la familia Val”

Otorgar el tercer premio a:Raquel Agundez Castaño con su obra “Homenaje”

El jurado, el Ateneo Navarro y El Corte Inglés dan su enhorabue-na a los ganadores y agradecen a todos los participantes su contri-bución a este certamen.

Pamplona, 10 de junio de 2011

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ÍNDICE

ALEJANDRO AULESTIARTE JIMÉNEZTierra de Cabón . . . . . . . . . . . . . . . . . . .7

ROCÍO DE JUAN ROMEROEl gabinete de curiosidades de la familia Val . . 29

RAQUEL AGUNDEZ CASTAÑOHomenaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .45

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GANADOR IV PREMIO JOVEN DERELATO CORTO

Alejandro Aulestiarte JiménezTierra de Carbón

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Nacido en Pamplona el 21 de febrero de 1983, el pequeño de

cuatro hermanos crece rodeado de los libros que sus predecesores

guardan de su paso por el colegio y la universidad. A los seis años

ingresa en el Colegio Irabia donde en segundo de la E.S.O. cae en

las manos del profesor de Lengua D. Jesús García. El filólogo,

como método didáctico, una vez a la semana durante la hora de

clase les hace escribir a sus alumnos un pequeño relato. Un día el

profesor lee delante de la clase la redacción escrita por el joven

Alejandro y la destaca por su calidad. Ese mismo año su profesor

le invita a participar en un concurso de redacción que organiza

una famosa marca de refrescos. Pese a no conseguir la clasifica-

ción, lo disfrutó enormemente de dicha experiencia.

Ya en el último año de Bachiller, el joven gana el certamen litera-

rio del colegio con una serie de relatos cortos. A pesar de haber

elegido la rama científica para seguir sus estudios, son varios los

profesores que tratan de animarlo para que continuase desarro-

llando su capacidad literaria en carreras de letras, pero el estu-

diante se declina por la ingeniería mecánica.

En el primer año de universidad Alejandro no puede olvidarse de

su afición por escribir y participa en el certamen literario Tomás

Belzunegui, logrando el tercer puesto con su obra Historias de un

ayer. El tratar de compaginar los estudios con el mundo laboral

obliga al universitario a colgar la pluma durante varios años,

hasta volver a retomarla en 2011 cuando cae en sus manos un

folleto del Concurso de Relato Corto Joven El Corte Inglés. Se

anima a participar, consigue el primer premio con su obra Tierra

de carbón y así retoma el afán por escribir.

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Tierra de Carbón

Apenas teníamos para comer. Desde que mata-ron a mi padre hace tres años las cosas se habí-an tornado muy difíciles para mi madre y mishermanos. Como no pudimos trabajar la tierra,mi madre se vio obligada a vender, por cuatroreales. Al cabo de un año, la única cerda queteníamos en la cuadra la cambió por harina,legumbres, algo de tocino y leña para unosmeses. Así que este año no teníamos nada quenos asegurase un bocado diario. Yo era el her-mano mayor de otros cinco y se aproximaba miundécimo cumpleaños. Vivíamos enBaquedano, un pueblo pequeño a las faldas dela sierra de Urbasa. En el pueblo todos conocí-an nuestra precaria situación, pero eran tiemposde guerra y nadie podía permitirse el lujo de lle-narse el estómago con tres comidas diarias. Eraseptiembre y mis hermanos jugaban con losúltimos rayos de sol en la calle. Cada vecinoque pasaba nos miraba con cara de tristeza, aga-chando la cabeza y lanzando un ligero suspiroque delataba su pensamiento de estar viendo a

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aquellos a quienes la vida les depara un inciertofuturo. Aún así, tengo que reconocer que algu-nos personajes del pueblo, curiosamente los quemenos tenían, nos daban de vez en cuando untrozo de queso, algunas legumbres y, si tenía-mos suerte, algo de carne que caía en nuestrosestómagos como una dulce sinfonía caliente.Mi madre lloraba a diario. Trataba de mantenerla compostura delante de mis hermanos, pero yola escuchaba sollozar cuando trataba de acallarlos llantos de mis hermanos pequeños Lucía yMartín, aquejados por el más agudo dolor quepuede sufrir un niño, el del hambre. En el pue-blo no dejaban de escucharse los rumores y lashistorias de los viajeros y pastores que anuncia-ban noticias sobre el afianzamiento del ejércitocarlista por las montañas liderados por un talZumalacárregui, a quien todos llamaban “el tíoTomás”; y del ejército nacional por el sur.Cuando mi madre escuchaba esas historiascerraba los puños en señal de dolor por la pérdi-da de mi padre. Una avanzada de los isabelinoslo sorprendió cogiendo setas en al acceso alpuerto, apenas a dos kilómetros de Zudaire y,creyendo que se trataba de un vigía de los car-listas, lo sometieron a un extenso interrogatorio

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usando garrotes de madera como preguntas.Cuando ya no podía ni suplicar, lo llevaronhasta el alto del balcón de Ubaba, donde loempujaron al vacío.Todo el pueblo conocía la historia, pero enaquellos tiempos la desconfianza hacía mella enlas almas de los vecinos. Los rencores y las pes-quisas estaban a la orden del día. Los jornalerosno podían trabajar la tierra porque los ayunta-mientos estaban arruinados y se habían vistoobligados a vender los terrenos. La vara de laprimera guerra carlista estaba fustigando nues-tras tierras y había traído consigo el aliento pes-tilente de la pobreza y la tristeza. Los labradoresde la zona buscaban a Zumalacárregui entre loshayedos y los robledales para unirse a él, ya queprometía algo de dinero y comida a quienesluchasen con las tropas carlistas. Así fue cómotomé mi decisión.Mi hermana María trataba de distraer del ham-bre a la pequeña Lucía con juegos infantiles alas orillas del río Urederra. Yo, por mi parte,jugaba con Miguel en el frontón, junto a la igle-sia. Miguel era hijo de un terrateniente podero-so en el valle de las Améscoas, pero jamás pre-sumía de ello. Siempre que podía nos traía una

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hogaza de pan, fruta seca o restos de su propioplato a mí y a mis hermanos; y sonreía alegre-mente viéndonos cómo se nos iluminaban losojos mientras dábamos buena cuenta de aque-llos manjares. En la calle, las primeras hojas delotoño presagiaban un triste porvenir del invier-no sobre nuestro hogar carente de leña paracalentar nuestras débiles esperanzas. Esa mismatarde, mi madre, tras haberse limpiado la huelladejada en su rostro por el correr de las lágrimas,se dio un baño en las frías aguas del rió y se vis-tió con el único vestido decente que le quedaba.Se marchó justo tras servir en nuestros cuencosuna sopa de ajos aguada con algunos picatostesde pan que mitigaba el frío, pero no engañaba anuestro apetito más de una par de horas. Volvióya de noche con el vestido rasgado y manchadode tierra, cubierta de arañazos y de ramas en elpelo. Traía consigo un trozo de contra de jamón,huevos y torta de harina. Para nosotros fue elmejor banquete del año, pero mi madre no quisocomer. Miraba al suelo y sostenía el rostro consus manos. Yo era joven, pero entendí lo queocurría. En una de mis corredurías por el pueblocon Miguel se nos ocurrió escuchar las conver-saciones de la taberna por la ventana que daba

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al establo. -Ya sabéis lo que hay en el alto de Urbasa- dijouna voz seca y carrasposa.- Quinientos hombres esperando noche trasnoche con el único abrigo de una hoguera y lacompañía de un trago de vino. Ya he oído quealgunas mujeres de la Amescoa alta hacen esca-padas nocturnas a los campamentos rojos yvuelven con comida, alguna moneda y con elvestido rasgado- volvió a decir mientras lasrisas se sucedían.- No te rías tanto de eso, so bobalicón, que ennuestro pueblo hay mucha viuda y la escasezatosiga a muchos hogares- dijo otra voz quereconocí como la del padre Julián, el párrocodel pueblo.Al recordar aquella conversación un escalofríome recorrió la piel. Durante varios días no quisemirar a mi madre a los ojos, tratando de reprimirmi enojo cada vez que a medio día se volvía arepetir la misma escena. Un mes más tarde el invierno amenazaba coninvadir nuestro pueblo. La nieve comenzaba adar sus primeras pinceladas al pueblo durantelas noches. En nuestra chimenea ardían lospocos leños que nuestra madre había consegui-

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do comprar o que algún vecino nos traía de nomuy buena gana, en lo que suponía que laspenitencias impuestas por el padre Julián tuvie-ron algo que ver. Una tarde jugando con Miguel,varios hombres llegaron al pueblo buscando alalcalde. Venían a buscar la ayuda obligatoriaque los pueblos debían pagar a los rojos paracolaborar con la causa. Los fusiles de aquelloshombres no tardaron en apuntar al pecho delalcalde cuando éste les explicó que tan sólopodían pagar una cuarta parte de lo acordado.Tras un golpe certero en la nuca con la culata deun fusil, uno de ellos lo amenazó y gritó:- Si tu pueblo no paga con dinero, que lo hagacon hombres. Necesitamos soldados capaces desostener un arma y correr durante la noche. Dosreales de paga a cada hombre que se una- dijocon voz alta para que todos los que se encontra-sen a cincuenta metros de allí lo pudieran escu-char.Miguel y yo nos quedamos mirando cómo ayu-daban a meter en casa al alcalde los vecinos.Miguel me explicó que su padre no era partida-rio de la ayuda al ejército carlista porque pro-clamaban la expropiación de las tierras a losterratenientes y defendían al jornalero como

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verdadero poseedor de la tierra; que cuando elejército nacional llegase liberaría el mal que losrojos estaban provocando. Pero yo ya no escu-chaba a Miguel, estaba pensando en esos dosreales por mes que había prometido el guerrille-ro. Si guardaba aquel dinero y lo llevaba a casami madre no tendría que escaparse cada tarde enbusca del calor de las hogueras de los guerrille-ros rojos. Me imaginaba la cara de Lucía yMartín con la boca llena de lentejas, o garban-zos, o incluso unas habas con algo de chorizo.En ese momento lo comprendí. Tenía que bus-car a los hombres de Zumalacárregui. Fui a casay me puse una chamarra de oveja que conservá-bamos de mi padre y una caja de cerillas que,gustosamente, los soldados regalaron a mimadre. Me repugnó tener que coger los fósforosconociendo su procedencia, pero sabía que unanoche en el monte sin refugio ni hoguera supo-nían una muerte por hipotermia más que certe-ra. Dejé en un sobre una nota para mi madre yme despedí con un beso en la frente de todosmis hermanos. Estuve caminando durante unpar de horas antes de que el anochecer me sor-prendiese. Entre las encinas conseguí distinguirla inconfundible silueta de una carbonera que

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parecía estar abandonada. Junto a ella permane-cía aún en pie la estructura de un refugio demadera que el carbonero habría levantado paraguarecerse del agua y la nieve de la sierra. Aúntemblando por el frío, conseguí reunir unasmaderas secas y prenderles fuego. No llevaríamás de dos horas dormido cuando noté el fríocañón de acero de un fusil en la cara.-¡Chaval!, ¿Qué hostias haces aquí?- gritó unavoz ronca y bastante enfadada. El susto me hizolevantarme tan rápido que tardé en percatarmede que estaba encima de las brasas.-He venido a buscar a ese que paga dos realespor luchar junto a él- dije con voz temblorosa,pero decidida.-¡Has oído eso Panzas!- dijo riéndose el hom-bre que sostenía el fusil a otro más bajito y gor-dito que tenía a su lado. - ¡El chaval quiereencontrar al Tío Tomás! ¡Será cabrón!- dijomientras soltaba una carcajada sonora. -Ya conoces las órdenes- dijo el gordito. -Todoaquel que encontremos merodeando en el bos-que hay que llevarlo al campamento- volvió adecir mientras me agarraba por el brazo como sifuera un ratero a quien se le acaba de coger conlas manos en la masa.

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Tras media hora de marcha, comencé a distin-guir unas hogueras a lo lejos entre los robles.Alrededor de ellas estaban sentados hombrescon capas y mantas sobre ellos, sosteniendoentre las manos tazas y vasos humeantes concafé y un ligero olor a aguardiente. Pasamosentre ellas hasta llegar a lo que parecía unapequeña borda hecha con tela. El soldado queme había apuntado llamó prudentemente y notardó en escuchar una voz que lo mandabapasar.-¿Qué es lo que ocurre? ¿Quién es este crío?-dijo un hombre alto y fuerte. Llevaba un bigoteque se le unía con las patillas y le daba ciertoaire de distinción.-Lo hemos encontrado en el bosque, señor- res-pondió Panzas. -Dice que quiere unirse a nos-otros, señor - dijo el otro soldado mientras vol-vía a aparecer una sonrisa en la comisura de suslabios.-¡Así que un nuevo soldado! ¡Mucho me temoen que las campañas de captación que realiza-mos vamos a tener que ser más explícitos enindicar que los imberbes no pueden ser admiti-dos! Anda chaval, vuelve a tu casa que te esta-rán esperando-dijo el hombre del bigote mien-

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tras se giraba y agitaba la mano en señal de reti-rarse a sus soldados.-¡Noooo!- grité mientras me zafé de la mano delsoldado de un buen mordisco y el caballero delbigote me miraba desconcertado.-¿Qué cojones te pasa chaval?¿No ves que nopuedes ni empuñar un fusil? Nosotros no man-damos a los críos a luchar, eso lo hacen los isa-belinos- dijo con cara de enojo el del bigote.-¡No quiero volver!, ¡No puedo volver!- le dijecon toda la cara rabiosa empujado por la deses-peración. -Mis hermanos pasan hambre y yo soysu hermano mayor. Tengo que llevarles esos dosreales. Mi madre…¡no quiero que vuelva a salirde casa por las noches!- Ante mi respuesta, lostres enmudecieron. Sabían perfectamente adónde iba mi madre por las noches. El tipo delbigote miró a los otros dos y me volvió a mirara mí. Ahora nadie me agarraba.-¿Tu padre?--Muerto. Lo mataron los soldados nacionalistas.Lo despeñaron por Ubaba- dije agachando lacabeza pero saboreando el amargor de cadapalabra en mi boca. -Tan sólo quiero que ese TíoTomás del que he oído hablar en el pueblo medé la paga de este mes y seré el mejor soldado

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que nunca haya tenido- les dije aumentado eltono de rabia en mis palabras nuevamente.El hombre del bigote comenzó a mirar las pare-des de su tienda de lona. Parecía que tratase dever a través de ellas el cielo. No dijo nada envarios minutos. Al fin se acercó a mí con pasolento, escudriñándome cada milímetro de misojos con la mirada.-Está bien, chaval. No puedes empuñar un fusily mucho menos una bayoneta, pero necesitomensajeros que conozcan bien estas tierras parapoder comunicarme con los otros jefes de bata-llón. Tampoco nos vendría mal una mano conlas labores del campamento. Eso sí, como unamañana me levante y vea que has vuelto lloran-do a las faldas de tu madre te juro que te mandobuscar y te coso la espalda con la fusta. ¿Me hasentendido?- me dijo él señalándome con sudedo índice mientras yo trataba de asentir con lacabeza incapaz de hablar por la sorpresa decomprender que estaba hablando con el famosoTío Tomás.Cuando los soldados me sacaron de la tienda,me llevaron a un zulo que tenían oculto en unapequeña sima. En él me dieron algo de ropa que,evidentemente, me estaba cuatro tallas más

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grande, y también me dieron un trozo de cueroque encerraba algunas monedas. Al abrirlo misojos se agrandaron como una luna llena.Contenía cuatro reales. No reprimí mi entusias-mo. Eso era mejor que cuando Miguel nos traíaalgo de carne de su casa. Salí del zulo y subí lasima corriendo sin dejar de sostener aquel trozode cuero con ambas manos. Quería llevar esedinero a casa y regresar esa misma noche. Crucéel campamento y estaba a punto de sobrepasarla última hoguera cuando me choqué con unasombra con una larga túnica. Mientras mi cabe-za se levantaba para pedir disculpas, el horrorme congeló las palabras en los pulmones. Erami madre. Sus ojos se agrandaron reflejandouna sorpresa que también la paralizó. Pasaronvarios segundos sin que ninguno dijese nada.Ella me miró de arriba abajo y reparó en misropas carlistas. Trató de decirme algo cuandovolvió a callar y agachó la mirada. Se lo figurótodo en su cabeza mientras el bochorno se apo-deraba de ella. Al final, la vergüenza dio paso auna leve exhalación y puso su mano en mi meji-lla mientras una sonrisa, mezcla de complicidady entendimiento, se dibujaba lentamente en sucara. Sin mediar palabra dejó de sostener mi

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cara con su mano y volvió a reemprender lamarcha. En unos segundos comprendí que mirelación con mi madre jamás sería la misma,que rara vez podría volver a ver a mis hermanosen los sucesivos meses y mi madre lo sabía.Sabía que antes o después yo estaba avocado allevar esas ropas y defender esa bandera. No meembargó la ira al verla, sino la tristeza. Tardéunos segundos en salir tras de ella y alcanzarlaquinientos metros más adelante. La cogí por elbrazo y me fundí con ella en un largo abrazoque simbolizaba el fin de mi niñez y el agrade-cimiento de todo aquello que un hijo le debe auna madre. Luego cogí el trozo de cuero queencerraba las monedas y lo apreté en su mano.Ella miró las monedas brillantes bajo la luna yrompió a llorar. Luego giró sobre sí misma y seperdió en el silencio del sotobosque.El invierno llegó y yo me volví uno más deaquellos soldados. Colaboraba en todas laslabores que me fueron asignadas e incluso meenseñaron a manejar el fusil, la bayoneta y elcuchillo. Aprendí que el mensajero suele viajarsólo para pasar desapercibido, pero que esotambién significa defenderse sólo. Pasé a for-mar parte del vínculo que se forma entre aque-

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llos que comparten una misma lucha. Poco apoco todos me fueron dando ese cariño que mipadre no pudo darme y que aquellos soldadosansiaban poder dar a sus hijos ausentes. Así sesucedió el tiempo hasta que llegó el mes demarzo. Un día, el general me permitió volver alpueblo para estar con mi familia. Tras tres horasde marcha ya entraba por en él. En general, lastropas carlistas eran apreciadas porque no arra-saban con los bienes como lo hacían los isabeli-nos y, como era de esperar, porque todos teníanalgún familiar entre los soldados. Al llegar cercade mi casa, vi a mis hermanos jugando. Teníanmejor aspecto que cuando los dejé. En cuantoMartín y Lucía me vieron se abalanzaron sobremí. Con los gritos salieron María, Juan y, porúltimo, mi madre, a la cual no había vuelto a verdesde aquella noche. No me había percatado decuánto los añoraba estando tan atareado en elcampamento. Comí con ellos y al atardecervolví a dirigirme hacia la sierra. Antes de irmedel pueblo pregunté por Miguel. Tan sólo sabí-an que se marchó hacía un mes con su familiacamino al sur y que nadie sabía el porqué. Así transcurrió un mes más, hasta que unamañana llegaron dos jinetes con noticias al

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campamento. El ejército nacional avanzaba conmás de veinte mil hombres por Salvatierra diri-giéndose hacia nosotros. Al frente de ellos iba elgeneral Valdés. Nos cuadriplicaban en número.Zumalacárregui ya contaba con ello y confiabaen nuestra destreza sobre un terreno que conocí-amos mejor que ellos. En la sierra de Andía elgeneral me mandó llevar mi primer mensaje. Nopude evitar leerlo cuando se lo llevaba al oficialal mando. En él daba órdenes de disparar duran-te la noche a las tropas nacionales, obligándolesa establecer guardias y así no dejarles descansar.No podían cogerme con aquel mensaje.Conforme me acercaba a los altos de Andía vi laformación del enemigo avanzar. Sabía que en elbosque podía encontrarme con patrullas de vigi-lancia. Apenas me quedaba un kilómetro paraalcanzar mi puesto de mando cuando escuchéunos pasos en lo frondoso del bosque. No sabíasi venían de delante o de atrás. Dejé de respirar.Volví a escucharlos. Miré a mi alrededor y vi eltronco de un viejo roble caído. Su interior esta-ba carcomido y no me costó esfuerzo hacermeun hueco para poder meterme. No me importóni la humedad ni el olor, estaba horrorizado porla idea de que me cogieran. Pude ver por un

agujero como una patrulla de doce hombres ase-guraba la zona. El miedo me hizo perder lanoción de cuantas horas estuve dentro del tron-co. Jamás le conté a nadie que me orine encimapor temor a salir. Cuando me atreví a abandonaraquella improvisada madriguera era casi denoche. Llegué al puesto de mando ya con laluna comenzando a asomar sobre mi cabeza.Entregué el mensaje con la satisfacción de libe-rarme de una gran carga. Aquella noche los sol-dados enemigos no pudieron permitirse el lujode dormir bajo el manto de estrellas navarro,pero yo no escuché ni uno solo de los disparosde mis compañeros. Cuando llegaron al día siguiente los isabelinos ala sierra de Urbasa, se encontraban exhaustos.Nosotros nos habíamos replegado en Artazaesperando que bajasen por el escabroso puerto yasí aprovechar la dificultad del terreno paradefendernos. Cuando aparecieron los primerossoldados del ejército nacional comenzó el fuegocruzado. Yo estaba en la retaguardia junto aZumalacárregui. Me estremecí al ver todosaquellos cuerpos caer muertos cubiertos de lasangre que brotaba de las enormes heridasabiertas por los fusiles. La artillería de Valdés

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era inútil en aquel paraje. La retaguardia de lastropas isabelinas empujaba a sus compañerospara poder salir del embudo del puerto, mientrasque los del frente intentaban retirarse hacia atrásdebido a la intensidad del fuego enemigo. Labalanza se declinaba hacia nuestro lado cuandonuestros soldados se comenzaron a quedar sinbalas. Al general se le ocurrió la idea de man-darme con un mensaje para el oficial Zarategui.Éste lideraba dos de los batallones y tenía quesubir el puerto de Zudaire y así atacar por detrásal enemigo. Esta vez, acostumbrado al silbar delas balas, crucé hasta las líneas de Zarategui ysubí con ellos el puerto hasta la retaguardia ene-miga. En el alto del puerto nos topamos con parte delas tropas enemigas que trataban de retroceder.La lucha fue feroz como ninguna otra porqueesta vez los nacionales sabían que luchaban nopor la victoria, sino por sus vidas. Estábamosjunto a un collado de gran altura y no habíamuchas posibilidades de salir corriendo.Entonces me di cuenta. Era el mismo barrancopor el cual habían tirado a mi padre unos añosantes, y era el mismo enemigo del que me juréque me vengaría. Entonces hubo varias explo-

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siones que me hicieron caer al suelo. Era la pri-mera vez que estallaba algo así a mi lado. Caí alsuelo mientras me pitaban los oídos y el polvome impedía ver más allá de un metro. Mientrasyacía aturdido en el suelo, de la nube de polvosalió un enemigo blandiendo una bayoneta.Venía directo hacia mí. Antes de que pudierareaccionar la cara se le retorció de dolor almismo tiempo que la punta de una espada lesobresalía del pecho. Cuando cayó al suelo, vi lafigura de Zarategui gritándome para que melevantara. Esta vez reaccioné. Cogí la bayonetade mi enemigo y cargué con toda la fuerza de laque es capaz un chico de mi edad contra la pri-mera casaca enemiga. Era un soldado de mialtura. No tuve que levantar mucho la hoja delcuchillo para clavársela por la espalda a la altu-ra del corazón. El soldado aulló del dolor. Estirola cabeza hacia el cielo mientras yo retrocedía.Cuando se giró y pude verle la cara mis pulmo-nes dejaron de respirar. Todo el ruido de alrede-dor quedó enmudecido. Su cara me era familiar.Bajo aquel uniforme, bajo aquel casco se escon-día mi amigo Miguel. Era mi mejor amigo, miúnico amigo. Sus ojos estaban clavados en losmíos. Trató de decir algo mientras daba varios

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pasos hacia donde yo estaba. Cayó de rodillas allado del precipicio sin dejar de mirarme. En sumirada, al igual que en la mía, había incom-prensión. Su cuerpo iba a ceder hacia el lado delcortado y tuve la reacción involuntaria de quientrata de salvar a un ser querido; pero fue tarde.Su cuerpo se precipitaba al vacío justo delantede mí. Mientras caía me dedicó su última mira-da dibujando una sonrisa, y juraría que de entresus labios conseguí distinguir un sonido, unapalabra, un nombre. El mío.

Giácomo

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FINALISTA III PREMIO JOVEN DERELATO CORTO

Rocío de Juan RomeroEl gabinete de curiosidades de la familia Val

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Rocío de Juan Romero (3 marzo de 1977) es leone-sa, estudió Administración y Dirección de Empresasy se especializó en Comercio Exterior. Actualmentetrabaja en una Consultora en el área internacionalen Valladolid. Comenzó a escribir con cinco años y su pasión porla escritura no ha hecho sino aumentar; es una ludo-literata que disfruta involucrando a los lectores ensus textos. Aunque se dedica al relato breve, su obje-tivo es la literatura infantil y juvenil.Ha ganado varios certámenes de relato y micro rela-to; (IX Certamen de Relatos Breves de Mujer“Ayuntamiento de Valladolid” 2006; I Certamen deMicrorrelato Joven “Ciudad de Algeciras”, 2007; IPremio BCN de Títulos de Novela, 2009; I CertamenMicrocuentos Bólido, 2010; II Certamen Literario“Feria Libro Valladolid”, 2011) y sido finalista enotros más. Ha publicado textos en revistas digitales (Letralia,NGC 3660, Almiar, La rosa profunda, Cañasanta,Otro Cielo, Ágora) e impresas (Fábula, Plaza de SanJuan y Aire Nuestro).Recibió la Ayuda Jóvenes Excelentes de Caja deBurgos en 2009 por su proyecto literario, y fue fina-lista con un libro de relatos en el III VirtualityLiterario Alfaguara-UNAM.Acaba de publicar su primer libro, una antología derelatos breves: Geografía humana en tierras imagi-nadas, Éditions equi-librio, 2011. Su web es:www.rociodejuan.com

El gabinete de curiosidades de lafamilia Val

Caserón de los Val, 3 de marzo de 1872Eloísa:

No diré querida, ni estimada, ni siquiera lo pre-cederé de “Buenos días”. Tú conoces el motivo.Sabes que el secreto que me has ocultado no hayconciencia humana que lo retenga. Y, para midesgracia, ahora yo lo comparto contigo y conEduardo.Muchas veces me he preguntado qué me llevó aresponder a la invitación de tu hermano.Seguramente piensas que para mí debería ser unorgullo el hecho de que un Val se fijase en unhumilde archivero como yo. Y que, además,éste me honrase distinguiéndome con su amis-tad. Estás muy equivocada.Desde que era niño he oído mil historias, deésas que exaltan la imaginación más rasa, refe-rentes al caserón situado en las afueras del pue-blo y aislado por un bosquecillo. Una casa sola-

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riega perteneciente a la noble familia aragonesade los Val, de los cuales tú desciendes. Unaestirpe que, desde tiempos de mis abuelos,empezó a mostrar hacia su hogar un comporta-miento muy peculiar: durante una década lacasa era ocupada por varios miembros de lafamilia, para luego cerrarse durante treinta añosy volver a reabrirse al cumplirse éstos. Era unproceso cíclico. Pero yo sólo me quedé en aque-lla época con la aureola de misterio que parecíaenvolver la casa y que nos hacía incursionarnosen vuestro jardín a contemplar la soledad deledificio bajo la luz de la luna. Hasta que un díade hace dos años, perfectamente puntuales a lacita de las tres décadas, aparecisteis Eduardo ytú. Recuerdo perfectamente la conmoción quesacudió al pueblo; conmoción a la que, porsupuesto, vosotros erais ajenos. Por primera vezse sabía exactamente cuántos miembros de lafamilia acudían a ocupar el hogar de sus ances-tros, y ningún detalle de vuestra apariencia ocarácter pasó desapercibido. Las personas queempleasteis para acondicionar la casa fueroninvitadas por todos los habitantes del pueblo atomar un café y explayarse acerca de “los nue-

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vos”. Así supe de Eduardo, del que todo eranloas hacia su corrección el vestir y el hablar,hacia su discreción y elegancia, un perfectocaballero de veinticuatro años, mi misma edad.Y también oí hablar de ti, su hermana menor, defigura menuda y serena belleza, de ojos oscurosy mirada triste.Nadie, sin embargo, se atrevió a invitaros. Osdejamos en vuestro caserón, aislados comoparecíais querer estar, puesto que ni de servi-dumbre dispusisteis. Pero me equivoqué al juz-gar que buscabais la completa soledad. Estabaisdispuestos a admitir a una persona más en vues-tro círculo. Y el elegido fui yo.Debes saber que siempre supe que era un ins-trumento en vuestras manos. Lo que me asom-bra de mí mismo, cuando vuelvo la mirada atráshasta aquel momento, es que aceptase mi desti-no con esa resignación. Y todo por simple curio-sidad.Eduardo conocía bien cómo abordarme con dis-creción, al amparo de miradas inoportunas.Aprovechó uno de mis solitarios paseos parahacerse el encontradizo y presentarse, esfuerzocortés pero vano, puesto que había adivinado suidentidad en cuanto divisé su figura.

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Entablamos conversación.¿Qué tenía un pobre archivero de interesantepara vosotros?, me preguntaba sin cesar mien-tras le oía hablar. Vislumbré la respuesta cuandotu hermano me habló del gabinete de curiosida-des de vuestra familia.¿Sabía lo que era?, me sondeó. Por supuesto, letranquilicé. Y comencé a exhibir mis conoci-mientos: los cuartos de maravillas o gabinetesde curiosidades son los ancestros de los museos,colecciones privadas de todo tipo de rarezasprocedentes de las exploraciones allende losmares en los siglos XVI y XVII. Pero muchosde ellos habían desaparecido ya, donando sustesoros a los nacientes Museos de Arte eHistoria Natural.Eduardo pareció dar un respingo al oír esto yexclamó convencido:-¡El nuestro, no! Mi familia lo ha protegidodurante generaciones. Pero a mi hermana y a mínos gustaría tener ayuda para terminar de iden-tificar ciertos objetos...Fue curiosidad, lo admito. El deseo de sabermás de aquel cuarto que sólo había contempla-do el clan de los Val. El estímulo de descubrirqué piezas inclasificables eran aquéllas. Y muy,

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muy en último lugar, quizás el interés por cono-certe a ti, aquella muchacha de la que tanto secomentaba su belleza reposada. Mi profesión era la de archivero, y eso debisteisde averiguarlo y comprobarlo antes de decidirque Eduardo me abordase en el camino. Es ver-dad que mi tarea diaria de clasificar, ordenar,describir, conservar y recuperar documentos mehabía familiarizado con unas técnicas que iban aser muy útiles para vosotros. Y además, era ungran apasionado de la Historia, lo que ayudabatodavía más.Así que el día que crucé la verja de hierro quedelimitaba vuestra propiedad, mientras camina-ba despacio en dirección a vuestra casa, poraquel estrecho sendero flanqueado por un bos-quecillo, me asaltó el convencimiento de ser unjuguete en manos de un niño travieso, de ésosque terminan por el suelo descabezados.Probablemente fue ése el único momento enque me planteé seriamente dar marcha atrás.Aún podía hacerlo.Por eso lo primero que viste de mí fue unaespalda girada hacia el camino que había dejadoatrás, en un indeciso movimiento de retorno.Fue tu voz la que me hizo girarme, y fue la

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visión de tu belleza no terrenal la que me deci-dió a morir voluntariamente. Valía la pena sipodía tener el privilegio de contemplarte almenos unos minutos más. No di marcha atrás,dejé que aquella oportunidad resbalase entremis manos con la sonrisa feliz de un idiota.En aquella primera visita nos limitamos a trabarun ligero conocimiento. Me hablasteis de vues-tros viajes por el extranjero y yo hice lo propiotocando el tema de mi trabajo y mis aficiones.Tu hechizo apenas me permite recordar muchomás.Comenzaron las visitas semanales; luego, cadatres días; finalmente, diarias. En mi familiaestaban sorprendidos y preocupados. Ya te dijeque no era un orgullo relacionarse con una fami-lia tan singular como la vuestra. Sin embargo,yo hice caso omiso de sus objeciones. Aunquehabía acudido a la llamada del gabinete decuriosidades, ya no podía negar que regresabapor ti.Pero eso no le resta mérito a vuestra colecciónfamiliar, cuya contemplación desbordó mismayores fantasías. En una amplia estancia, en elprimer piso, salvaguardado por una pesadapuerta de madera maciza, había encerrado la

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familia Val un increíble muestrario de maravi-llas. Dos hileras de cuatro vitrinas separabanpor temas su contenido en exposición, mientrasque en el centro y al fondo dos grandes mesasde la misma madera maciza de la puerta, acogí-an un sinfín de objetos que no hubiesen cabidoen la vitrina.Allí estaba artificialia, obras creadas o retocadaspor la mano humana; naturalia, que recogía lascriaturas y objetos naturales; exótica, que sehacía cargo de las plantas y animales exóticos;scientífica, que amparaba a los instrumentoscientíficos. Así, mis ojos se paseaban por cajitas de oro yplata con grabados de indígenas, máscaras, unacabeza de jíbaro reducida, espejos de obsidiana,instrumentos de música. Mariposas, cabezas deserpiente, y joyas mexicanas. Libros antiguossobre historia natural de las Américas.Reproducciones de códices y herbarios, unzodíaco persa, grabados de insectos multicolo-res. Antigüedades del mundo mediterráneo,medallas y monedas. Fauna exótica disecadacomo el tucán, la barnacla, el basilisco, el pollobicéfalo y el gliptodonte. Conchas y piedraspreciosas. Máquinas misteriosas y obras de

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ingenio. Colecciones de malacología, mineralo-gía y paleontología, y mucho más.En mis visitas, que terminaron siendo diarias,consumía todas las tardes a tu lado en aquellahabitación, ayudándote a hacer un inventarioexhaustivo de todo su contenido, observandocómo improntabas con tu letra redonda un pocoaniñada el nombre y procedencia de aquellasmaravillas.No te hablaré de cómo me declaré, lo sabesbien. Sí te diré que mi familia lo esperaba, antesincluso de que yo reuniese el suficiente valorpara decírtelo. Hacía sólo tres meses que tehabía conocido.Nuestra vida de casados no alteró en demasía larutina anterior. Cuando volvía de mi trabajo porla tarde, subíamos Eduardo, tú y yo a continuarnuestro trabajo en el gabinete de curiosidades.Me di cuenta de que, efectivamente, os habíaprestado un valioso apoyo y que avanzábamos agran paso, pero parecía que aquello sólo habíasacado a la luz una impaciencia que latía bajovuestra capa de inmutabilidad.No sé cuándo comprendí que no me amabas,que probablemente fue tu parte en la tragediaque interpretasteis tu hermano y tú. Él me brin-

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dó su amistad y tú me ilusionaste con un falsocariño. Fue mi amor propio herido el que tomóla decisión de separar nuestras habitaciones yahogar la decepción en una dedicación másintensa al gabinete. Yo tuve en su día la ilusiónde borrar la tristeza de tus ojos, ésa que nuncaha desaparecido, pero tú misma me cerraste esapuerta.Durante casi un año y medio me convertí en unaespecie de prisionero voluntario, demasiado fas-cinado por vosotros y por vuestro cuarto demaravillas como para romper las ataduras queme retenían. Éste último me había permitidohacer una serie de descubrimientos. Por ejem-plo, cuál había sido el orden primigenio –dentrode aquel “aparente” desorden- con el que sehabía ido recopilando los objetos. Así, podía irsiguiendo la estela de un periplo que me llevabadesde Centroamérica hasta la Patagonia, quedespués saltaba a América del Norte, y regresa-ba a Europa. Tenía la creciente sensación de queme acercaba a una importante revelación.En efecto, hace un mes, en uno de los escasosmomentos en que me encontraba completamen-te solo, mientras sacaba brillo a un tubo quehacía función de estuche para láminas, me

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encontré con un papel que caía de su interior almismo tiempo que extraía el grabado que conte-nía.El dibujo no me fue difícil de identificar, era ungrabado de Valdés Leal, firmado por el propioautor y fechado en 1677. Observé el papelitocon curiosidad. Era una especie de recibo, en elque con letra muy cuidada y escrita a pluma,constaba que el grabado se había adquirido de lapropia familia del autor, el importe que se habíapagado por el mismo, una firma y una fecha: 5de julio de 1793. Al principio me sorprendióreconocer en la firma del adquirente un nombreclaramente legible y familiar: Cecilia Val. Noera extraño que un antepasado tuyo hubieseengrosado activamente los bienes del gabinetede curiosidades. Sin embargo, lo que me llevó aexperimentar vértigo, hasta el punto de quehube de soltar el papel de mi mano que tembla-ba convulsivamente, fue reconocer aquella letratantas veces contemplada mientras escribías eti-quetas para los objetos del gabinete y los firma-bas, con aquella “V” de Val, tan característicatuya. Podía ser una coincidencia, la caligrafíapodía ser hereditaria, me repetía, pero aquellafecha, 1793, martilleaba mi cabeza cuando con-

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sideraba que ahora estábamos en 1872.No sé cómo reuní la suficiente composturacomo para guardar de nuevo el grabado en suestuche, y el recibo en mi bolsillo, con la idea deempezar mis indagaciones. Mi trabajo en elArchivo Histórico de la localidad me permitiódedicar esas horas a seguir el rastro de tu fami-lia en todos los documentos escritos que puderecopilar. Así supe que Héctor Val se había esta-blecido a finales del siglo XVIII en nuestralocalidad y había construido aquel caserónfamiliar. Que había tenido dos hijos, Claudio yCecilia. Y era a partir de la mayoría de edad deéstos, también coincidiendo con el fallecimien-to de Héctor Val, cuándo comenzaban los “hue-cos” archivísticos. Exactamente de treinta años.Después de Claudio y Cecilia, transcurridas tresdécadas, aparecían otros dos familiares, Darío yDelia que habían estampado idénticas firmas alas de sus predecesores en documentos oficia-les. Hasta llegar finalmente a Eduardo y Eloísa,que también parecían haber heredado el mismoestilo caligráfico. Y aún más: aquella escasadocumentación también me permitía seguirparte del itinerario viajero que supuestamenteseguíais en aquellos años de ausencia, y que

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coincidía plenamente con la estela de descubri-mientos que habíais ido recopilando.Quién fue Héctor Val, si realmente fue un Val,pues hasta eso me permito dudar ahora, no lo sé.Pero sí imagino que se trajo consigo aquelcomenzado gabinete de curiosidades y le enco-mendó a su progenie bajo quién sabe qué clasede juramentos arcanos, la tarea de clasificarlo ycompletarlo. Labor que habéis cumplido con lamás obediente diligencia, vendiendo vuestrapropia alma para alcanzar una vida suficiente-mente larga como para llevarla a cabo.Ya no sé si experimento horror, miedo o compa-sión al haber descubierto vuestro secreto. Perosí sé que debo hacer lo que esté en mi mano paraliberaros de semejante carga sobrehumana.Por eso, Eloísa, o Cecilia, o como quiera querespondas, en nombre del afecto que un día tetuve, hoy acepto morir por ti, y que mis cenizasse confundan con las maravillas malditas que osencadenan.Álvaro Ripol * *La joven leyó despacio la carta, que se exponíaen su longitud de tres folios de letra apretada,perfectamente expuesta y legible a través de la

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vitrina que la protegía junto a un grabado deValdés Leal, y bajó después la mirada hacia elcartel explicativo que la acompañaba.

GABINETE DE CURIOSIDADES DE LAFAMILIA VALEste es el único documento escrito que se con-serva que certifique la existencia de este gabi-nete de curiosidades, que habría recopilado unacolección de maravillas de valor incalculable.El autor la escribió como nota de suicidio des-pués de haber iniciado un fuego en el gabinetey se encontró en su posesión en el momento dellevantamiento del cadáver, junto con el grabadoque también se menciona en la carta. Se archivócomo un caso de locura mental. Tras el inciden-te, la familia Val cerró la casa y la puso en venta,no quedando vestigio alguno de una habitaciónde las características descritas.

- Quién hubiese dicho, Mercedes, que Álvarollevaba encima una copia de la carta que te dejóa ti –comentó una voz al lado de la chica, perte-neciente a un joven enfundado en vaqueros queno disimulaban su porte aristocrático.- Y eso que evitamos a tiempo el incendio, y nos

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deshicimos de todos los archivos que él men-ciona, Miguel.Ambos se miraron un momento a los ojos congesto triste, y después abandonaron con pasolento la sala del Museo dedicada a una exposi-ción temporal sobre “Los gabinetes de curiosi-dades y su actualidad en el siglo XXI”.Días después, se produjo un robo inexplicableen el Museo que, afortunadamente, según sedijo, sólo afectó a una pequeña vitrina en unasala transitoria.

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MEJOR RELATO NAVARRO III PREMIO JOVEN DE RELATO CORTO

Raquel Agundez Castaño Homenaje

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Raquel Agundez nació el 4 de septiembre de 1975.

Estudió FP II Administrativo Comercial en elInstituto I.T.C de Cuatro Vientos. Actualmente desempeña labores de administrativaen una autoescuela.Gran aficionada al mundo de la literatura, ha parti-cipado en varios concursos, ganando un premio lite-rario que le dieron en el instituto.Para ella el papel es uno de sus mejores amigos, alque siempre acude cuando su mente quiere hablar yno sabe como, cuando su alma llora lágrimas detinta sobre sus hojas imprimiendo relatos breves devida y une los papeles formando un libro que quizásnunca terminará..............

Homenaje

Nació en el 21, un 18 de octubre de 1.921. Susojos azules, su cara alargada, nariz afilada y lar-gilucho. Alguien sencillamente normal. Nacióen esa época oscura, donde los recuerdos ya sondifusos, porque el tiempo los ha ido borrando.En esa época clara de sentimientos, leal, prohi-bida. En la mezcla letal de miedo y dignidad.Hijo de Fernando y Valentina, nació en unpequeño pueblo de la provincia de León. Tierrade horizonte ilimitado, de atardeceres perpe-tuos, de historia en reposo. Llanuras que emer-gen de la tierra y aplastan las montañas, mani-pulándolas, hasta que caen rendidas a sus pies.Derrotadas por la magnitud del cielo infinito.Lobreguez ocre del adobe. Imponentes criaturasde barro y paja que acomodan la vida en su inte-rior. Yacen inertes, indestructibles.Castellano de cuna. Hijo de una modesta fami-lia. Al ser el tercer hijo varón no fue a la guerra.Se libró de abastecer de carne y sangre lasmugrientas manos del poder. Mancillando consu nombre a la propia muerte.Al albor de la fría mañana, caminaba cabizbajo.El viento deslizaba su pelo hacia un lado, apo-derándose de su frente, de sus pensamientos, desu mente. Caminó unos metros y se paró. Alpoco reanudó la marcha y llegó a la bodega.

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Sacó de su bolsillo una llave de gran tamaño yla introdujo en la oxidada cerradura. La oscuri-dad absoluta cegó sus ojos. Alcanzó a tientas uncandil y lo encendió con un fósforo. Una leveluz le aseguró sus pasos. Sintió cómo la hume-dad se adentraba en sus huesos. El olor a tierrahúmeda semejaba, lo que pudiera ser, la claus-trofobia del sepulcro. Dentro no transcurría eltiempo, la vida cesaba por un instante. Abrió eltapón que cerraba el paso y rellenó un vaso conel vino que salía de las entrañas de la cuba. Susabor era sutil y amargo, para él su mejor cose-cha, su preciada hacienda. Colocó una jarra devino en la embocadura y dejó fluir el vino. Unavez llena, se dispuso a salir, sumergiendo denuevo a la bodega, en su subterránea vida.De nuevo el frío viento, atrajo hacia él sus pre-ocupaciones. Días antes le ofrecieron un traba-jo, era un hombre de múltiples oficios, perocómo no serlo, cuando has de mantener vivauna familia. Demasiadas bocas que alimentar,jornadas eternas de lucha continua.Caminó de regreso a su casa. Una fachada estoi-ca y simple se avistaba al final de la cuesta. Alentrar saludó a su esposa. Una mujer de bajaestatura, con amplios mofletes y cara afable.Con un tosco pañuelo cubriendo sus cabelloscastaños, hacendosa y tenaz.Ella le devolvió el saludo y siguió afanada enlas tareas del hogar.El matrimonio tenía siete hijos, cinco mujeres ydos varones.

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El calor de la lumbre le reconfortó. Dejó la jarraa un lado de la arcaica alacena y cogió el fuellepara avivar las brasas. Hoy era domingo. Los niños jugaban airosos,enzarzados de vez en cuando, en pequeñas tri-fulcas. Los pucheros borboteaban alborozadoscon garbanzos en su interior.El intervalo de tiempo hasta la hora de la misa,pasó despacio. Toda la familia se encaminó a laiglesia. La erguida y solemne estampa renacen-tista, esperaba arraigada en su cerro. Fue cons-truida en el siglo XVI, con un ilustre retablo,que contenía una imagen de San Juan Bautista. Guardaron silencio. El silencio aguardó laspalabras. Las frías paredes albergaban el fervorde la gente del pueblo y escuchaban impasiblesel sermón.A la salida de misa, el vocerío repentino de losniños, reanudó la marcha del día y reavivó ellatido del tiempo.Tras la siesta, cayó la tarde. Los jóvenes juga-ban a la pelota en la plaza del pueblo, mientraslos mayores se jugaban unos céntimos al julepe.Y transcurrió el domingo.Todavía de noche, él amaneció de nuevo. Coninquietud en su estómago, desayunó unos panescon leche que su mujer preparó horas antes.Refrescó su cara en una palangana, cogió elzurrón con la comida y salió de la casa. La fielbicicleta esperaba dormida en el corral. Se subióy comenzó el camino hasta la obra del pueblo deal lado, donde días antes le propusieron trabajo.

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Al despertar los rayos de sol, enmarañaron sucara y el leve calor, le sosegó. Poco despuésllegó a su destino. Divisó un grupo de hombresy se acercó. Saludó al capataz y se presentó.Todos juntos se dirigieron a la vivienda querehabilitaban y comenzaron la tarea a destajo.Mientras unos elaboraban adobes en las adobe-ras, otros trabajaban desde el interior de la casa,derribando dos tabiques de la planta baja. Al darél un golpe seco, una nube de polvo y arena seprecipitó al suelo, entre los escombros aparecióalgo, papeles. Se agachó y los recogió, los dejóa un lado y prosiguió con la tarea. Al apartarlosobservó que era un paquete de cartas, formandoun hatillo con una cuerda, y algunos periódicos.A la hora del almuerzo sintió curiosidad. Él ylos demás peones se entretuvieron averiguandoqué eran y qué contenían. Se trataba de antiguascartas, cuyos destinatarios eran algunos vecinosdel pueblo y de los pueblos próximos. No eratan extraño el hecho de hallar cartas en esavivienda, puesto que hacía algunos años que elcartero de la comarca residía allí. Lo inusual eraque no hubieran sido entregadas.Decidieron entre todos hacerlas llegar a sus

dueños, podía ser satisfactorio recibir noticiasde familiares después de tantos años. Cada unocogió las que por cercanía eran más fáciles deentregar y de nuevo reanudaron el trabajo.La jornada fue dura. Al atardecer concluyeron

el día. Recogieron la herramienta y empaparonla adobera para el día siguiente. Después se des-

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pidieron y se fueron. Al poco de anochecer llegó al pueblo. Se sentíacansado, el día había sido largo.La noche estaba en calma, el cielo negro,

nublado, auguraba en el lecho de la noche, lospróximos días venideros. Cuando entró en la casa también todo estaba encalma. Su mujer le esperaba atenta, para servirla cena. Los niños estaban acostados. Se aseó yfue uno por uno dándoles las buenas noches.Después se sentó en la mesa. Engulló con avi-dez un buen plato de legumbre y un pedazogrande de pan de hogaza. Se sirvió un vaso devino. Apuró la cena al tiempo que le contaba asu esposa todo lo acontecido. Ella también lecontó, que la maestra había llevado a los niñosa merendar al caserío y que se habían divertido.Él la observaba mientras hablaba, aquellajovenzuela de la que se enamoró se había trans-formado en una gran señora y madre de sus sietehijos, y se sentía orgulloso de ella. La queríacomo era, tal y como se comportaba, con suspequeños errores, con sus grandes virtudes. Erasu confidente y su consejera.Recordó la anécdota de las cartas y sacó de suzurrón la que correspondía a un vecino del pue-blo fallecido años atrás, en la guerra civil. Pensóen entregársela a su esposa. Ella quedó con elcorazón roto al perder a su marido, tenían treshijos y toda una vida por delante y nunca lopudo superar, el dolor era tan grande que yanunca volvió a sonreír y cayó sumida en una

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depresión profunda de la que la única fuerza quela devolvió a la vida, fue ver sonreír a sus hijos.Los cuatro trabajaron duro para mantenerse enpie. Lo lograron con un gran esfuerzo y la ayudade sus familiares. Hoy los chicos ya son gran-des, y seguían ayudando a su madre en las tare-as del campo y seguían recordando a su padreevitando nombrarlo delante de su madre.Después de la cena se acercó a hasta su casa. Nole parecía que fuese demasiado tarde para unapequeña visita y entregarle la carta. Por unmomento pensó que quizás su contenido podíaenturbiar sus vidas, pero la posibilidad de ofre-cerles el privilegio del recuerdo le satisfacíamás.No vivía lejos. Era una solana vivienda, cons-truida sobre una bodega que no era de su pro-piedad. El dueño de la misma tenía acceso porel lado izquierdo de la casa.Llamó a la puerta. El mayor de los hijos abrió lapuerta y le invitó a entrar. La madre preparabaen un puchero la comida del día siguiente y lesorprendió la visita. Secó sus manos con untrapo y se acercó curiosa hacia él, ofreciéndoleasiento.Se sentó, todavía su cuerpo se resentía del tra-

bajo. Comenzó a contarle el por qué de su visi-ta, cómo había encontrado esa carta entre losescombros y cómo había pensado que, quizás,fuese de su agrado conservarla. Dos de los hijosescuchaban expectantes lo que les relataba.Sin perder un instante la madre cogió la carta

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entre sus temblorosas manos y la abrió. Quizásella sí intuía de qué se trataba. Era un documen-to, que ni tan siquiera comenzó a leer, susmanos, su cara y su alma, se derrumbaron sobrela mesa de la cocina.Uno de los chicos impaciente se la arrebató yobservó que era un documento que enviabandesde el gobierno militar, en el cual se mencio-naban motivos por los que no tenía la obligaciónde ir al frente a luchar.Todos sintieron algo desgarrándose en su inte-rior. Lamentó desde lo más profundo de su ser,el haber entregado esa carta y se sintió culpable,asesino de sentimientos, roto.Qué derecho tenía él a llevar una noticia quedebió de haber sido motivo de alegría y que sudemora la convirtió en mortal.No hubo palabras. Nadie dijo nada. Sólo elsilencio, presenció desde el silencio, la rabia dela impotencia.Angustiada, la madre rompió a llorar y recordólas veces que intentó impedirle que acudiese alministerio de defensa. Su marido pensaba que sino se presentaba las consecuencias serían peo-res y no estaba dispuesto a arriesgar a su fami-lia. Le pudo la impaciencia y la mala fortuna. Alllegar al reclutamiento de soldados, en plenaguerra, no hubo tiempo de explicaciones, nidiligencias ni despedidas. Al tiempo la noticiade su fallecimiento en el frente. Y ahora el sal-voconducto, que tenía en sus manos, como unvientre materno, un creador de vida, que meno-

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páusico, ya no engendraba nada.Ya daba igual, nada iba a cambiar la realidad.Tan sólo saber, por qué esas cartas no llegaron asu destino, con qué fin el cartero no las repartióy por qué las escondió durante tanto tiempo.Demasiadas preguntas y un solo culpable.Se disculpó, se levantó y se fue. Anduvo duran-te un buen rato por las calles desiertas de vida.Regresó de nuevo a su casa, todos dormían. La madrugada siguiente, comenzó una nuevajornada, dispuesto a resolver las preguntas quela noche anterior no pudo resolver, ni siquieradespués de estar toda la noche en vela, intentan-do atar cabos.Al amanecer llegó a su trabajo en la obra. Sintióque esta vez no iba sólo a trabajar, sino quenecesitaba saber dónde estaba el cartero y pre-guntarle el por qué de lo acontecido.Éste se había mudado desde que comenzaron larehabilitación de la casa, donde vivía en alquilery ahora convivía con sus padres, su mujer y suhijo en la casa materna, que se hallaba doscalles más abajo. A la hora de la comida se acer-có allí. Él mismo le abrió la puerta. Su aparien-cia humilde, su cuerpo huesudo y sus ojos sal-tones, le hacían parecer un ser frágil e indefen-so. No supo muy bien cómo comenzar a expli-car lo que quería decir, con lo cual, directamen-te, le acusó de no haber entregado aquella cartavital. El cartero se quedó perplejo y no contes-tó. Bajó la mirada y con voz baja le comentóque podía intuir qué era lo que había ocurrido y

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que asumía toda la culpa. Le comentó que huboun tiempo, hace algunos años, donde pasaronmucha hambre, donde él tuvo que buscar mástrabajo que el de cartero, porque a la hora decomer, sus platos estaban vacíos. La mujer delcartero era modista y no dejaba descansar laaguja ni un instante. En momentos puntuales,encargaba a su hijo, que tan sólo tenía ochoaños, que repartiese el correo de las cercanías.Pero él era un niño, tan sólo un niño, y en másde una ocasión, escondía las cartas, haciendover que estaban repartidas y se iba a jugar.Tampoco en ese momento supo muy bien quédecir. Regresó al trabajo, regresó a su vida. No buscóculpables, allí no estaban.Todo siguió su curso, no hubo denuncias. Sóloel recuerdo de aquellos años en la memoria dequienes los vivieron.

Azor

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