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Uvas en Página 1 Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez Uvas en aguardiente JUAN CARLOS PÉREZ GÓMEZ

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

Uvas en

aguardiente JUAN CARLOS PÉREZ GÓMEZ

Uvas en Página 2

Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

Dice Voltaire que nuestro Quijote "se inventa

pasiones para ejercitarse"; yo no haré lo mismo. El

que escribe no se va a inventar nada, bueno casi

nada de lo que aquí va a contar. Creo que la

pasión sustituye en nuestro devenir ilustre o

anónimo a cualquier otra fuerza del tiempo y de

los hombres. Sin ánimo de ejercer como

historiador, no busco el rigor histórico. La historia y

los cronicones están muchas veces, demasiadas,

llenos de fantasía. Me centraré en cambiar algún

nombre y en manipular, en el buen sentido de la

palabra, unos cuantos datos que en su día guardé

en el tintero de la conjetura.

Mes de junio. La calle San Antonio de Pauda era un festejo abierto donde pequeños y

mayores derrochaban talento, imaginación y sentido del humor para divertirse como

toca. Era tomada desde buena mañana por una muchedumbre festiva y bullanguera

que se movía sin cesar, creando ambiente de amistad y diversión. Los balcones

recibían el color de sus macetas y de sus colchas sabiamente colocadas con lazos de

tul y raso. Banderetas multicolores cruzaban de parte a parte. La fiesta gozaba de vida

propia, rebasando las directrices oficiales.

En la cabalgata de gigantes y cabezudos, el ambiente era como de un San Fermín

sin toros; niños y mayores danzaban frenéticamente al son de la música mientras

serpenteaban por la calle principal y San Cayetano hasta llegar a la fuente del Llano.

Recuerdo como una chiqueta con la cara pintada de azulete, rasgaba las cuerdas de

una guitarra mientras la gente comía chufas, cacaus y tramuzos. Otros, con un "farias"

en la mano, bebían vino de casa del Aguardentero. Más allá, un gato se estiraba en la

amplia acera de la Capilla del Santo.

Cuando finalizaba la procesión de ida y vuelta a la Parroquia, los músicos entonaban

deseosos de fiesta, piezas populares. Se organizaba tal alboroto liderado por los

vecinos de la calle, que no dudaban en agregarse los que hasta aquí llegaban.

Buscando el tufillo melancólico de su casa, llegaron ese año los hermanos José y

Alba Garnelo. Poseían una vivienda de líneas regias en la calle Virgen de Gracia.

Deslumbrante por la luminosidad del mes de junio, tenía para ellos una melancolía

amable capaz de colarse en el ánimo sin perturbarlo. Escondía el patio de los Garnelo

dos hermosos limoneros, plenos de color y olor.

La vivienda tenía los relojes parados. La familia marchó a Montilla donde ejercía

como médico don Ramón, el padre. La Escuela de Bellas Artes de Sevilla descubrió

en José, talento para el oficio: sensato, elegante y didáctico, con ideas impecables

dentro y fuera de su paleta. Por entonces, recogía sus frutos. Don José, - siempre le

llamé así- pertenecía a esa clase de personas que están en todo y nunca se agobian

ante las contrariedades. Era ameno conversador, con acento muy andaluz. La casa

quedó abierta unos días y en la hospitalidad no había impulso protocolario. Poseía un

pequeño estudio, que apenas usaba; más bien parecía una terraza con vistas al

tiempo. Dentro, quietud totalizadora y permanente.

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

Recuerdo que llegaron en un elegante coche Hansorn. Aunque él había ganado algo

de peso, su aspecto no había cambiado demasiado. Era hombre de estatura media,

pelo oscuro y recortada barba; sus ojos, penetrantes y entrenados para escudriñar en

almas ajenas, se perdían en el infinito. Voy a decir que noté en su rostro un cabreo

profundo. Escasamente trajeron equipaje; los pesados baúles de otros años y las

magníficas sombrereras de sus hermanas, no formaban parte del bagaje. Solo un par

de cajas de cartón y alguna bolsa de papel, componían los efectos de aquél viaje.

La solemne decoración de la casa, cubierta con sábanas para evitar el polvo, pronto

quedó libre aflorando de nuevo las piezas de estilo. Igualmente los cuadros de la

primera planta, donde tenían una especie de galería de pintura religiosa. En poco

tiempo dejaron la casa más habitable. El cuarto de Alba, quedó listo en un santiamén.

Al pasar junto al espejo que enriquecía la estancia comprobó que el cansancio y el

nerviosismo de los últimos días, habían minado su figura. Delante de él, repasando su

cuerpo advirtió que había engordado mucho. Una criatura de tres kilos y medio, lo

justifica: acababa de ser

madre.

El niño estaba con su tío en

el patio, junto a los limoneros.

Don José no tenía la cabeza

en su sitio. Un torbellino de

ideas le acudía a la mente,

para después, desecharlas. El

simple sollozo del pequeño le

sacó del aturdimiento. No era

sino la voz de un bebé

hambriento que esperaba ser

amamantado y llamaba a su

madre con una telepatía

imposible de resistir.

Situaciones como estas se

tornaban incómodas para

ellos; no estaba preparados

para afrontarlas. Él, se encerraba en su estudio y ella cuando veía que las cosas se

ponían feas, reía como si las encontrara divertidas y excitantes para inmediatamente

sobrevenirle un sentimiento de culpa atroz.

Me pregunto cómo es posible que llevando Alba una vida privilegiada a sus diecisiete

años pudiera mostrar las estrías de un embarazo. Sospecho que a tan temprana edad,

tuvo dificultad para separar la ficción de la realidad, salvo en lo más recóndito de su

intimidad.

La fiesta del Llano, consumía sus últimas horas. Las familias, reunidas, cenaban

junto a humeantes parrillas, el embutido de la tierra. No convenía prolongar la velada

porque a la mañana siguiente había que madrugar. Dos rolletes de anís y a dormir.

En el salón de su casa, se encontraban los Garnelo. En silencio, don José repasaba

un montón de dioramas. En ellos podía verse desde un altar con pequeños cupidos,

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

hasta palomas volando de un arpa a una partitura. Miró con detenimiento una con un

niño rodeado de flores bajo unos arcos con palomas a sus pies. Quiso ver en aquella

imagen, al hijo de su hermana. El bebé dormía encima de un sillón a modo de cuna.

Alba leía sin concentración "Sermones para las festividades de Cristo nuestro Señor, y

Rosario de María Santísima", obsequio del Obispo de Madrid-Alcalá, el doctor Eijo

Garay, de cuyo grado de intimidad daba fe el hecho de que era frecuentemente

invitado a su mesa, atendida amorosamente por las hermanas Garnelo.

No debían dormirse a pesar de que la noche avanzaba. El reloj del campanar,

irremediablemente marcaba las horas, las medias y los cuartos. Alba, dejó a un lado el

libro; su pensamiento se detuvo en los meses del embarazo. Los recordó como algo

maravilloso. Al principio le resultó difícil sentirse unida al bebé y además, se hinchó

mucho; su abombada silueta, la delató. Soportó el reto exponiendo la situación a sus

padres y hermanos. Surgieron comentarios entre sus amistades de Madrid. Solana,

que era alumno de D. José, frecuentaba su estudio y allí, al parecer, se enamoró y la

cortejó aunque aquella relación no prosperó.

El chalet que un amigo de su padre, también médico, tenía en Benimámet, sirvió de

refugio secreto. Los pinos y la bonanza del clima para una salud precaria y casi tísica

de Alba, fue el

argumento usado

cuando alguien

quiso saber del

cambio de

residencia. Ella,

se dejó llevar. No

tocaba hacer

público su

embarazo y

aquél traslado,

fue lo más

apropiado. Su

padre pidió a

este amigo

ginecólogo, que

la controlara. D.

Villa Garnelo en Benimamet

Anselmo trabajaba en la Maternidad Municipal. Sabía mucho de obstetricia y

ginecología, pero también cómo torear situaciones como estas: detrás de sus gafas,

se escondía una gran discreción. Un hombre campechano, de la Ribera, que cuando

le preguntaban de donde era, contestaba: "... de Manuel de los membrillos".

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

La gestación fue incómoda. El niño nació con retraso. Don Ricardo Casanova, padre

espiritual que el obispo de Madrid le buscó, la visitaba un par de veces a la semana.

Siempre de tarde. Delante del Summa doctrinae christianae, per quaestiones

conscripta, manual con preceptos cristianos, hablaron de virtudes, pecados capitales...

En uno de aquellos diálogos, Alba confesó la identidad oculta. Nunca se había sentido

tan bien al revelar nombre, hechos y circunstancias. El sacerdote, con elegancia

clerical le dirigió una mirada larga, tal vez muy larga y discreta. El momento no fue

propicio para hacer comentarios; había que buscar cuidadosamente una solución: la

solución. Aunque difícil.

El parto fue "Una experiencia asombrosa", comentó después. Las hermanitas de la

Maternidad atendían a madres solteras y ponían toda una red de servicios

organizados para que, con discreción, las jóvenes salieran de allí como si de una

revisión ginecológica se hubiera tratado. Los

bebés encontraban una familia anónima o no,

quien se hacía cargo. La adopción estaba

garantizada. Los Garnelo no tenían nada

pensado. Cubiertos los gastos de la

Maternidad y regresaron a Benimámet.

Don José había participado en Roma en un

seminario sobre Gustave Larroumet, precursor

del tema histórico y de género en la pintura. A

su regreso, reunidos todos, dialogaron desde

la tranquilidad; había que encontrar una salida

a la nueva situación familiar. Dando tiempo al

tiempo, todo quedaría en un mal sueño. "El

mundo se pararía si nos quedásemos en el

mismo sitio", dijo el pintor; "ya es hora de que

cada uno aporte ideas", añadió. Aquella

mañana, el sol animó a Alba y le hizo sentirse

llena de vitalidad. Las ventanas dejaron pasar

el aire cálido y puro. El niño dormía.

Casualmente don José se detuvo en el

vestíbulo al escuchar la conversación que sus

padres mantenían en el salón. Suspiró, abrió

los ojos y elevó los brazos. No dijo nada y, al cabo de un rato entró. La decisión estaba

tomada: "Al niño lo llevaréis a Enguera la semana que viene. Irás con tu hermana. Allí

lo depositareis en la puerta de una familia honrada. Si tienen hijos, mejor. Quiero que

mi nieto sienta el calor de unos padres y de unos hermanos, sanos y trabajadores. Tu

madre y yo, sabremos que nuestro nieto estará donde nuestro corazón: en nuestra

querida Enguera" Así, sin más detalles, organizaron unas simuladas "vacaciones" a

nuestro pueblo. Tenían que buscar un sitio para el recién llegado.

Don José, asintió pausadamente. Con su agenda en la mano, comenzó a pasar

hojas. Titubeó y dijo: "El día trece celebran San Antonio de Padua. Son fiestas y no

tengo problema en desplazarme hasta allí. Una semana después he de viajar a

Zaragoza". Alargó la mano hacia la licorera y se sirvió una copa que bebió de un trago.

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Había que sobreponerse; sabía que su hermana no tomaría ninguna decisión, haría lo

de siempre, observar, no meterse en nada y cuanto menos problema, mejor. Alba,

seguía siendo niña.

Sus padres regresaron a Montilla. La noche antes de partir, las instrucciones fueron

precisas: Enguera sería el destino del nieto y nada tenía que faltarle. Don Ramón

entregó a su hijo una caja cerrada con vueltas de goma. Dentro había suficiente dinero

para que al niño y a sus "padres" no les faltara lo necesario. El abuelo terminó dando

un largo suspiro; doña Pepita, acariciando a su hija, agregó: "Ah, Alba, Alba... ¿podrás

con todo?". Ésta, sacudida por un violento sollozo, no contestó.

La brisa movió las ramas de los limoneros. Don José tras guardar los dioramas en su

sitio, anunció a su hermana que debían preparar al bebé. Deseó que aquello nunca

hubiera sucedido. Alba

tenía la cara hinchada y

húmeda del llanto. "Está

bien", sopló.

Madrugada del lunes.

Silencio. Los sonidos

eran apagados por la

lasitud derivada de los

días festivos. La calle de

San Antonio parecía

adormilada. Sus

habitantes, comenzaban

a moverse. Un perro se

paseaba olisqueando

restos de comida

esparcidos por las

aceras. Pronto

empezarían a abrir

puertas y ventanas. El

reloj del campanar

informaba puntualmente. Pepet el tejedor, se sentó al borde de la cama, dio un trago

de agua y mientras elaboraba los planes para el día miró a través de la ventana

comprobando el tiempo. De pronto, en el silencio un llanto vano; sus ojos cruzaron la

habitación de parte a parte intentando descifrar su procedencia.

La ventana permanecía abierta; el aire no era frío. Pepet se asomó por ella,

resultándole difícil asimilar lo que estaba viendo. Sin camisa y en ropa interior bajó

silenciosamente por la escalera. Abrió la puerta de la calle, sereno e impasible, sin

creer lo que sus ojos encontraron. Halló en el portal un basquet y dentro, llorando

impasiblemente, un recién nacido. Miró a diestra y siniestra por si alguien lo veía: todo

estaba desierto. Nadie por allí. Considerando la situación, metió al "convidau" en casa.

"Creo que vamos a ser uno más", pensó.

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

Por entonces, se daban casos parecidos. Normalmente a estos niños los encontraba

el sereno durante la ronda y posteriormente los apadrinaban él y su mujer. Esta vez

quisieron dejarlo con una familia escogida: una manera de tener controlado al niño,

manteniendo el anonimato sus verdaderos padres.

Pepet estaba tan confuso como su esposa. Algunos niños llevaban una especie de

cédula o papelito junto a sus ropas indicando si estaba bautizado o no. Trini cogió al

niño con todo el cariño del mundo. Intentó serenarlo como tantas veces había hecho

con los suyos. Mientras su marido rebuscaba entre las ropas, se puso de manifiesto

que procedía de buena familia. La riqueza de las prendas lo aseguraba. "Aquí hay

algo" comentó atropelladamente al topar con un sobre. "Ábrelo deseguida", comentó la

mujer arrebatándole la carta dado que su marido no sabía "de letra". La nota decía:

"Cuánta gente, cuántas exigencias,

cuántas decisiones, cuántas cosas que

ni siquiera puedo entender me han

conducido a dejar en vuestras manos a

mi hijo. Quiero en primer lugar pedirle

perdón. Que algún día sepa lo mal que

me siento en estos momentos, porque

le quiero. Sin embargo, he recobrado la

tranquilidad y la paz que había olvidado

al saber que va a estar entre vosotros

como uno más. En segundo lugar,

deciros que siempre os tendré presente

en mis oraciones. Su padre,

seguramente también, y mi familia

nunca le olvidará. Agradecida, una

madre".

Ellos se miraron mutuamente.

Mientras él decía "donde se crían seis,

se crían siete", ella mantenía los ojos

cerrados como aprisionando las

lágrimas que querían asomar. Pepet, la

contempló con orgullo. Sus seis hijos

dormían. "A este chiquet lo tendremos

que acostar con nosotros", comentó.

Las sorpresas se fueron sucediendo esa mañana. Al cambiar los pañales

descubrieron que en el cuerpecito del niño había billetes, dinero de curso legal. Ella,

atribulada, no contó la cantidad pero desde luego más de lo que ganaba su marido

todo un año tejiendo. Pepet había ido a hablar con el cura; un hombre siempre al lado

de los pobres. Le aconsejó cómo tenía que hablarles a sus hijos del niño recién

llegado, nunca mejor dicho, de la noche a la mañana. Después le inscribió en el

Quinque Libri y fijaron el bautizo para el domingo siguiente a las ocho de la mañana.

De vuelta a casa, encontró a todos inmersos en una gran fiesta. Sus hijas: Rosario,

Pepa, Trinidad, Manuela, Dionisia y Pepito, festejaban el "hallazgo". Más de un calbot

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

y algún batecul tuvo que repartir para que allí se pudiera hablar. Explicó que a partir de

aquél momento el niño sería uno más en casa; su nombre: Eduardo.

Aquella noche, la primera, Trini salió al fresco. Las vecinas ya habían ido durante el

día a conocer al muñaco; las que no lo habían hecho, aprovechando que iban a por

agua a La Mota, se acercaban diciendo: ¡Qué salau! ¡Qué chiquet más bonico!. Trini

comentaba "sacarse una sillica y charraremos un ratico”. En su portal, todas las

noches se formaban tertulias. A veces empezaban a hablar y no había forma de

pararlas hasta que Pepet, sacando el genio decía "Mañana hay que madrugar". Una

bocanada de aire fresco del "Piquet" con su inconfundible pátina de puro, anunciaba la

madrugada.

Foto de los Festeros en la calle

En el horno de El Llano, alimentado de pino, romero y hornija se daban cita cada

mañana las mujeres del barrio. Llevaban minchos y rollos. Allí acudía Trini con

Eduardo a un costado y al otro, sosteniéndose milagrosamente, la cazoleta de arroz al

horno. Eran tiempos de esos que hacen lo imposible fácil y lo sencillo una quimera.

Sus hijas mayores, tuvieron que aprender pronto el oficio de tejedoras. El pueblo

vivía de la fabricación de paños, aunque el agua escaseaba y era necesaria para

mover la maquinaria. Los pañeros con sus mulas, carros y tartanas, llevaban cada año

nuestras mantas a La Mancha y Andalucía. Mi padre contaba que un año la venida de

los ríos de Anna y Estubeny hizo desaparecer nuestras fábricas de sus cauces; esto

trajo que se firmara la escritura de constitución de la Sociedad Vapor de San Jaime. La

aventura en la que se metieron muchas familias, convirtió los veranos en esforzadas

jornadas laborales para que los "manteros" una vez pasada la Sanmiguelá, pudiesen

salir a vender. En ese tiempo sucedían más cosas por el azar, que por las exigencias;

hacía más falta un milagro que una ley, porque la vida era como una interminable

partida de cartas. Los Ayuntamientos cambiaban de un año para otro; decían: "Más

vale ser bruto que alcalde; bruto se es para toda la vida y alcalde solo para un año".

Aún recuerdo cuando don Miguel Aparicio Aranda regresó de Cuba, como otros

muchos. Un amigo que murió precisamente allí me dijo "Me gusta la aventura sin

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

perjuicio de que acabe en desventura". Las mujeres hablaban de los que iban

llegando, de los que quedaban lisiados y sobre todo, de los que habían muerto. Cada

esquina un canet, cada canet una tragedia. El tiempo ha doblado muchas esquinas y

ha acabado en muchas desdichas. No había marco objetivo alguno de referencia que

permitiera medir el acierto o el desacierto de los acontecimientos. Don Miguel volvió

salvo pero no sano. Las fiebres que adquirió allí, no acababan de curar. Un médico de

Barcelona le recomendó venir a Enguera para reponerse. En el casino lo dijeron así.

Nuestro aire puro de la sierra le curará. Una "novichera", le preguntó al doctor

Albiñana si eso era así. Lo cierto es que don Miguel llegó y se instaló en casa de su

abuelo, en la calle del Señor.

Las reacciones emocionales desencadenadas por la guerra y por sucesos familiares,

duros como la muerte de su esposa, alteraron su inteligencia y su corazón. Necesitaba

distracción, refugio anímico contra aquél pasado feroz, aquellos remordimientos o

incluso ante el insoportable peso de los buenos recuerdos. Buscando todo eso, vino a

Enguera. Cada mañana montaba su caballo y paseaba por las calles y alrededores.

Chalet de las “Andorra” en la ruta de las garroferas picantes

Las "garroferas picantes" era uno de los sitios que más frecuentaba con su hijo, aún

pequeño.

Yo pasaba horas y horas hablando con él. Era original, aunque cáustico. Nos hacía

reír a todos con su lúcida y sarcástica visión de la realidad. Con nuestro amigo común,

José Garnelo que estaba pasando unos días en el pueblo, le recuerdo sentado a la

puerta del casino entrecruzando ideologías y sentimientos. Desgraciadamente,

aquellas tertulias se dieron demasiadas pocas veces. Mientras Garnelo se encontraba

en Enguera, los paseos a caballo cambiaban de itinerario. Las "garroferas picantes"

eran sustituidas por La Mota, pasando por debajo del arco de La Cruz, hacia la Ermita

de San Antonio. Don José quería ver a Eduardo. Quería ver cómo crecía su sobrino.

Una vez, sin previo aviso, se apeó de la caballería y dejándose llevar por la mente; con

la rápida evocación de las imágenes del pasado, se aproximó a un grupo de crianzos

que jugaban por la calle. Sus ojos galopaban en todas direcciones queriendo

reconocer al niño. "¿Está entre vosotros el hijo pequeño de Pepe, el que vive en

aquella casa?", preguntó señalando el portal. "Soy yo", contestó un moñaquet.

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

Sentado en el suelo, parecía un niño gordo y travieso. Garnelo le observó con ternura.

A pesar de la emoción del momento, no se amilanó. Don Miguel, respetando el

momento, jamás dijo ni preguntó nada.

Pero Trini lo vio todo. Cuando se marcharon aquellos señores, salió a la calle y llamó

al chiquet: "¿Qué te ha dicho el hombre del caballo? palabra por palabra", ordenó.

Eduardo apoyó sus mofletes en las palmas de las manos, negras como el carbón, y

relató lo sucedido. Un vuelco en el corazón hizo acto de presencia en su pecho. A la

mañana siguiente, sin decir nada a su marido, marchó hacia La Mota; quería hacerse

ver por los caballeros cuando pasaran por allí. Contó con la posibilidad de que le

preguntaran algo. Pero, nada de eso sucedió. Las obligaciones profesionales del pintor

no le permitieron quedarse ni un día más en Enguera.

A veces escucho noticias o percibo la

música de las palabras sin pillar el

contenido. El domingo pasado fue uno de

esos días; alcancé la conciencia del

extravío esforzándome por escuchar lo

que oía: don José había sido nombrado

subdirector del Museo del Prado; la noticia

no pudo dármela otro que don Miguel

Aparicio. Sabíamos del enorme prestigio

que nuestro amigo tenía en Madrid.

Cuando pintó a Pepet en la huerta, de

espaldas, me dijo: "Sobre todo soy pintor

y el día que no pinto, estoy en pecado

mortal".

Supe también que don Miguel se

marchaba; se iba. Los tres años que

había pasado aquí, habían sido

enriquecedores para todos. Invitado por el

doctor Albiñana, había supervisado

durante ese tiempo las obras del Hospital Asilo San Rafael. Afirmaba que la primera

cura que se había producido allí, había sido la suya; el trabajo y el entorno le habían

ayudado a recuperar la salud. La junta le agradeció su constancia y acierto mientras

estuvo al frente. Vino después para la inauguración y para arreglar las cosas con

Guadalupe Palop. Para el acontecimiento, invitaron a enguerinos intelectuales y

virtuosos repartidos por la geografía. Llegaron, como no, las religiosas con su director,

el canónigo D. Juan Nepomuceno. Salieron al encuentro, el Ayuntamiento y la Junta

del Hospital; don José Sanz, notario, levantó acta y don Juan Aparicio, registrador de

la propiedad, les entregó las llaves. En todo momento nos acompaño la banda de

música municipal.

Ante el edificio, con las puertas aún cerradas, se situaron las autoridades. El

Teniente Coronel, D. José Ibáñez Marín junto a su esposa Dña. María del Carmen; D.

José, nuestro alcalde. Delante mío, D. Joaquín Marín y a su esposa Pepa Dolores

Fillol; él sujetaba como podía a Santiaguín: ¡todo el tiempo lloriqueando! Junto a ellos,

solemne, D. Jaime Fillol, el fundador y, más al fondo se encontraban las señoras de la

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

Sociedad de San Vicente de Paul. Las campanas anegaron con suntuoso sonido el

acto inaugural. Para regocijo de muchos, se encontraba el doctor Albiñana con su hijo

Manuel, futuro catedrático en la Facultad de Medicina y significativo escritor. Asimismo

nos acompañaban: D. Manuel Ciges, intelectual y político; D. Pedro Sucías, sacerdote

y cronista oficial de la Villa; D. Enrique Sanchiz, sacerdote. Los artistas D. José

Garnelo, sus hermanos D. Manuel y Alba. Los primos de éstos, D. Isidoro, Jaime e

Hilario Garnelo Fillol; además de D. Miguel Aparicio Aranda y sus hermanos D.

Ricardo, Dña. Patrocinio y Dña. Isabel, puestas de mantellina negra.

Al día siguiente, celebró misa el cura ecónomo; los doce monaguillos que le seguían,

llenaban el altar. José Garnelo y su hermana, situados en la segunda fila, observaban

con emoción. Nostálgico, el pintor, pudo ver más nítidos que sugeridos, los enormes

ojos que sonreían en uno de los niños. No había duda, ese, era su sobrino. "Está claro

que esos rasgos comparten un determinado aire de familia", pensó. En alarde de

atrevida ignorancia quiso decírselo, contárselo a su hermana, pero se limitó a lanzarle

una mirada cargada de intención y trascendencia. El momento restó atención al

discurso del sacerdote sobre la grandeza de la Caridad como una de las virtudes

teologales, que erizaba el vello.

En casa, Don José apoltronado en un mustio sillón, reflexionaba. Pensó en ir a la

calle de San Antonio y hablar con la familia que acogió a Eduardo. Le interrumpió su

hermana que le traía una palometa de anís Machaquito para aplacar el calor sofocante

de la tarde. "¿En qué piensas?", preguntó. Atusándose el disperso e irregular bigote,

contestó: "En las personas que careciendo de todo, ¡parecen tan felices!...". Alba, se

sentó a su lado; su rostro reflejaba un acumuló de ilusión, sufrimiento y decepción. Él

lo notó y temiendo provocar preguntas, le habló honestamente. "He tenido esta

mañana, durante la misa, tiempo para ver a tu hijo. De hecho, tú también has podido

disfrutar de él. Dos veces estuve a punto de indicarte quién era de entre los

monaguillos. No he tenido valor para decírtelo allí mismo. Espero que sepas

perdonarme" "Sabes que no es la primera vez que le veo". La joven argumentó: "Algo

me decía que le tenía muy cerca", luego añadió: "Mañana iré a misa primera. Quiero

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

hacer un donativo para la escuela de párvulos; al sacristán le quiero preguntar por mi

hijo". Don José, con voz de madera, replicó diciendo: "Ten cuidado. Esa visita puede

dilatar hacia múltiples circunstancias y situaciones peligrosas; sostengo que vayas con

cautela". Había sido una hermosa tarde. Hacia las siete, el sol ya no calentaba tanto y

la conversación, había terminado. Ella, en su habitación, permaneció cavilosa.

Llegaron de los primeros a misa. Las velas estaban apagadas; tan solo dos

lamparillas de aceite les ayudaron a moverse por entre los bancos de madera. El

silencio y la humedad del edificio, eran absolutos. San Miguel: sublime y majestuoso.

Magnífico. En la tez de Alba, blanca como siempre, se intuía un poco de colorete; los

ojos, claros y cristalinos, brillaban alegres. Llevaba un vestido verde, entallado y con

polisón. Unas delicadas puntillas blancas asomaban bajo el cuello y los puños le

daban un aire delicado. La ocasión lo merecía.

Al tercer toque comenzó la misa. Dos acólitos acompañaban al sacerdote. Callados

cumplían sus funciones al servicio del altar. Alba se sentía relajada y sonriente. Con la

mirada indicó a su hermano haber reconocido al chiquet. Estaba allí, con su sotana

roja y roquete ornamentado con encaje de organdí. Fue gratificante oírle cantar; su voz

era clara y cristalina. Acabada la misa, los fieles iban abandonando los bancos y

también la iglesia. Los Garnelo permanecieron quietos, para después, dirigirse a la

Sacristía. D. José María les recibió con lazos de sutileza y convicción. Les conocía y

sabía de la importancia intelectual y artística de la familia Garnelo. Sabía de la

influencia del pintor y de las acciones benéficas de su hermana. Los monaguillos

colgaron sus ropajes en el armario. Antes de marcharse repusieron las vinajeras y

arreglaron los ornamentos utilizados en la misa. Con cierta responsabilidad fronteriza

con el miedo, Alba quiso simpatizar con ellos. Con blanda y serena traza, cogió al

primero por la mano. "¿Cómo te llamas?". "Eduardo", contestó educado. "Eres un niño

muy guapo y simpático. Toma, reparte con tu compañero estas monedas y os

compráis lo que queráis cuando llegue la feria". "Gracias, señora...". "Alba, me llamo

Alba", objetó. Limitada por el rígido corsé, dio un abrazo a cada uno. Los Garnelo

besaron ritualmente la mano del ecónomo y abandonaron el templo.

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

Hubiera querido no darle unas simples monedas, ni un limitado abrazo; hubiese

querido darle todo y decirle mucho. La escena de la Sacristía quedó grabada en su

mente con tanta fuerza, que el tiempo nunca lo pudo disipar.

Eduardo miró a la mujer que salía hacia la calle cogida del "hombre del caballo".

Retrocedió sobre sus pasos y miró de reojo: estaba seguro, era él. En un corto tiempo

le había visto tres veces aunque ahora vestía traje negro y utilizaba bastón y chistera.

Cinco monedas llenaban su mano. Difícil solución para repartir entre dos. "Por mi

forma de ser le di tres a Lucas; actué como un adulto... yo era feliz así, que es lo

importante", me dijo cuando, años después me contó la historia.

Ese día, avanzada la tarde, en un coche de alquiler los Garnelo partieron hacia

Madrid. Aquí, quedó su hermano Manuel durante dos semanas más. Era verano, las

calles estaban llenas de chiquetes jugando

durante el día, palancanas a la puerta de casa

con agua soleándose para el baño, plazas

bulliciosas repletas de veraneantes animando

con sus conversaciones las tardes del pueblo.

Es, en fin, el verano limpio que huele a manta

y a huerta.

El carro de la farándula ha parado hoy en

Enguera. Esta noche habrá diversión en el

huerto, cerca de la Cruz de Piedra. La familia

de titiriteros que nos visita está compuesta por

la madre, dos niños y el padre, bohemio y

alcohólico que realiza piruetas con ayuda de

una caña. Con una pita van anunciando la

insólita función. La tía Paca la bizca, ha salido

a la puerta de su casa y les ha repartido las

naranjas que lleva en el delantal. Daré otra

vuelta de tuerca a mis emociones: la verdad

es muchas veces, cómica.

Pepet, era un hombre sincero: si algo de lo que afirmaba no era cierto, no obedecía a

ninguna intención por su parte de engañar a nadie. Compañeros de oficio, vecinos, e

incluso familiares, intentaron muchas veces sonsacarle la identidad de los padres de

Eduardo. Pensaban que, de tanto en tanto, le enviaban dinero para sostener aquella

familia numerosa. El hombre, efectivamente, tenía sus sospechas basadas en la

observación. Mi rictus cambiaba cuando le oía decir la "idea clave" sin que ello

comportara una crítica por mi parte; solo aseveraba la verdad de lo que él afirmaba:

estaba en lo cierto.

José Garnelo, soltero, de buena familia, leído y culto, vivió mucho tiempo con sus

hermanas. En efecto, eran de buena familia; él era, lo que se dice un señorito andaluz.

"Soy un hombre de gustos sencillos", decía. Nos mantenía boquiabiertos cuando

hablaba de sus largos viajes o relataba sus pericias por el mediterráneo. Contaba

cosas de Atenas, del templo de Ceres; las ruinas de Eleusis las describía con detalle

haciendo gala de sus conocimientos de mitología. Hablaba de Roma, de París, y se

emocionaba recordando Londres. Una vida plena de sensaciones y experiencias que

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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez

le llevaron a destacar como un atractivo bon vívant. Tampoco carecía de dotes de

escritor; era más leído de lo acostumbrado entre los artistas de su época.

Siempre he mantenido correspondencia con él y menos, con su hermano Manuel.

Supe por carta suya, que le iban a nombrar Comendador de número de la Orden de

Alfonso XII. En ella me indicaba que pasado el evento, regresaría a Enguera y así fue.

Junto a sus maletas, unos lienzos en blanco me hicieron pensar que iba a pintar.

Quiso pintar la huerta. "Estos días voy a pintar mi visión lumínica de Enguera y sus

gentes", dijo. "Enguera merece ser pintada", concluyó. Pude acompañarle en busca de

rincones típicos; apuntes espontáneos, casi miniaturizados, donde su fino pincel

bailaba libremente con gracia. Aunque prefería ir solo, permitió mi compañía sin

reparos. Teníamos mucho de qué hablar.

Al despuntar el día, cuando los pájaros comenzaban a cantar caminamos hasta el

cerro de Lucena. Por el camino nos cruzamos con el cura párroco, cubierto con

sombrero negro de ala ancha: "Pax vobiscum", murmuró al pasar junto a nosotros,

tendiendo su mano consagrada para el beso litúrgico de rigor. También pasó el carro

que a diario salía de la plaza con

capazos de ropa para lavar en el

río. Nos cruzamos, en fin, con

caballerías que iban y venían con

aguaderas de cuatro o seis

cántaros. Estas escenas

cotidianas para nosotros, le

llamaron la atención. En silencio,

tomaba apuntes rápidos del

ajetreo matutino de nuestras

gentes. Cada uno de aquellos

cuadritos se iban transformando

en magníficas lecciones de saber Quintos tras la tradicional “replegá”

pintar lo que difícilmente se puede llevar a un lienzo, pero que merece ser pintado. "No

he sido hombre de vicios; he estado muy a menudo al aire libre viviendo aventuras".

Supo también adaptarse a las nuevas técnicas realizando instantáneas con su cámara

de fotos; luego en el estudio, les transmitía encanto y maestría.

Tras varios días recorriendo fuentes y barrancos, quise preguntarle cómo iban las

cosas con su sobrino. Parecía perdido en sus propios pensamientos. Sabía que yo no

haría comentario con nadie mientras él no me lo autorizara. Un servidor guarda en su

interior un montón de historias por confesar. Le participé que Eduardo sabía que sus

padres, Pepet y Trini, lo eran por adopción. La tirantez del momento propició un tenso

silencio. Enarcó las cejas y abrió la boca con asombro; dejó sobre una piedra la paleta

de colores y mientras se limpiaba los dedos con una gamuza, dijo: "Cuéntame como

sucedió". Un silencio tenebroso se apoderó de mí. "Se descubrió todo en el

Ayuntamiento, cuando le llamaron a filas", dije. "Le citaron como Eduardo Expósito

Expósito”. Lógicamente, protestó diciendo que esos no eran sus apellidos. Son los

apellidos que aparecen en el Registro". "¿Y...?", preguntó pausadamente. "Todas las

pesquisas que se realizaron, fueron inútiles", apostillé. "Ni hace falta que te diga que

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todo esto es de la máxima discreción", señaló con ironía, cargada de amabilidad. Sin

esperar respuesta, retomó la paleta y acomodada a su altura, continuó pintando.

De nuevo, silencio. Yo era el único que conocía la verdadera historia; "No creo que la

gente pueda establecer relación alguna entre vosotros" dije quedamente. Garnelo,

comenzó a jugar con su bigote, acariciándolo con los dedos índice y pulgar de su

diestra. Intentó pensar con calma, ser lógico, usar la razón. "Vamos, voy a ir

recogiendo mis cosas. Nos queda aún mucho camino hasta llegar a casa. Hoy te invito

a comer". En la lejanía se escucharon doce limpias campanadas: el Ángelus. De

vuelta a casa, no pronunciamos ni mú. Mutis callosa. Nos sacó de aquél silencio el

trotar de alguna mula, el ruido de los flejes o las ruedas de los carros que se cruzaban

en el camino.

Vista de Enguera en 1884. Cuadro pintado por Eduardo Martínez

Después de comer le resultó imposible dormir la siesta; se encontraba nervioso,

turbado. Me manifestó que había tomado la decisión de hablar a solas con Pepet y

Trinidad. "Los cabos sueltos se resolverán", dijo. A mí no me llegaba la camisa al

cuerpo, tenía el corazón en punchas; la información que le di por la mañana no era

como para despertar aquél súbito interés en destapar el parentesco. Me explicó que lo

que yo le dije encajaba perfectamente con cierta información que sobre el asunto, le

había llegado por otro conducto.

Eduardo frecuentaba el casino para echar una partida de dominó o tomar unos vinos

discutiendo sobre las competiciones de palomos. Escuchaba y aprendía, gozaba con

la compañía y comentarios de los mayores. Había salido de quintas y soñaba con

casarse pronto con María Jesús. Él lo deseaba y ella tanto como él.

D. José marchó solo y a pié hacia la calle de san Antonio de Padua. Vestía traje gris

con una discreta corbata azul marino. Consigo: la cámara de fotos. Quería fotografiar a

Pepet. Próximo a la casa, lo encontró sentado a la puerta tomando el sol con un

pañuelo atado a la cabeza, a la usanza de la época. Pulsó el disparador, quedando

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aquella imagen plasmada para siempre. Tras el saludo de rigor, se dieron a conocer.

Pepet, muy sorprendido dijo: "Vaya, así que es usted el tío de Eduardo. Nunca

preguntó por él". "Puede que así sea, pero tanto mi hermana como toda la familia, le

hemos echado mucho de menos, aunque a usted no se lo parezca", dijo con tristeza.

"Siempre ha sido un oscuro secreto", añadió.

Tomó asiento en una

deslustrada pero cómoda

silla y con calma, quiso

justificarse mejor:

"Disculpe mi llegada de

esta manera, pero me

pareció importante

visitarle. Me consta que es

usted muy comprensivo y

pensé que de esta manera

sería más fácil explicarle

ciertas cosas". "No quiero

que me explique nada",

exclamó Pepet. "Los que estamos ligados por la sangre, estamos vinculados entre sí",

razonó don José. A partir de aquí, la conversación fue tan interesante como

encrespada:

-Que me aticen si lo entiendo. Su hermana es la madre y... ¿conocen al padre?

-Sí, creo que sí. Tuvimos dudas al principio, no crea, entre un joven de escasos

posibles y un amigo de casa, muy amigo. El caso es que no sé qué vio mi hermana en el

primero..., bueno, sí..., que le escribía versos, que se consumía por ella y la trataba con

dulzura. Vamos, que se enamoraron. Se aprovechó de que tenía entrada en mi casa y se

fue haciendo poco a poco con el dominio de la voluntad de mi hermana. Yo era su

profesor y él uno de mis alumnos. No se conformó con deshonrarla, sino que luego la

dejó tirada como un trapo sucio.

-¿Y usted lo sabía?

-Sí, ella me lo contaba todo.

-¿Y sus padres?

-Al principio, no.

-Mi hermana se quería morir, y encima ¡preñada! ¡Menudo crápula!

-¡Qué barbaridad!

-Fue muy duro, señor Pepet.

-¡Qué barbaridad! La deshonra en su casa. ¿Y qué hicieron sus padres?

-La llevaron unas semanas a Benimámet. Allí un amigo de mi padre, ginecólogo, tenía

un chalet hasta que Alba dio a luz. A Eduardo lo dejé yo en el portal de esta casa un

catorce de Junio.

-¿Y su hermana?

-La enviamos a Montilla. Al año de aquello volvió a Madrid. Queríamos evitar el

escándalo. Luego, ese desahogado apareció de nuevo en su vida. Comenzó a merodear

por nuestra calle y no descansó hasta que volvió a conquistarla. No le costó mucho

trabajo, porque mi hermana no lo había olvidado.

-Yo he comentado muchas veces con Eduardo cómo llegó a esta casa, sin saber

quiénes eran sus padres. Él, hoy está tranquilo y feliz. Ha llovido mucho desde

entonces... ya pasaron los tiempos difíciles para entender estas cosas. Mi mujer y yo lo

hemos tenido siempre como un hijo más. Todo el mundo lo sabe.

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Garnelo, guardó silencio. A pesar de todo era una charla amistosa que les sirvió para

conocerse mejor. Quedaron para hablar con más tranquilidad, al día siguiente por la

tarde en casa del pintor. Trinidad se emocionó mucho cuando su marido le contó la

visita que había tenido. Ella quería mucho al joven Eduardo; siempre le quiso. Miró a

los ojos de su marido y moviendo la cabeza le dijo: "Tengo miedo".

Al día siguiente, el matrimonio acudió con puntualidad a la calle Virgen de Gracia. Allí

don José les aguardaba. Hábil en el comentario sencillo, hizo su planteamiento tal cual

creía debían actuar conjuntamente. Trinidad intuyó el esfuerzo que había hecho

Garnelo por descubrir la verdad pero, no aceptó que se le revelara nada a Eduardo.

Prefirió dejar las cosas como estaban. Y sencillamente, así fue.

Pasaron el resto de la tarde degustando el delicioso chocolate que habían preparado

en casa de Elodia, la sobrina de doña Pepita y unas uvas en aguardiente que le regaló

un servidor, un enguerino arrematau, quien os está contando esta historia. Pepet miró

admirado a su esposa; le extrañaba que estuviera sentada como si tal cosa y al mismo

tiempo se asombraba al escuchar de sus labios tan encendida, apasionada y sensata

defensa. Don José movió la cabeza tristemente y apuró la taza. Pepet comprendió el

disgusto de aquél hombre ante la decisión tomada. No obstante, entendió que había

sido razonada con cordura. Poniéndose en pie, se despidieron al salir.

Aquella noche hablamos lo justo. El sueño comenzaba a apoderarse del pintor.

Cuando llegamos a la plaza de la Iglesia se quedó observando la torre y rompió el

silencio para informarme de la enfermedad grave que amenazaba a su hermana.

Lloró. Impasiblemente lloró hasta la saciedad en aquella plaza vacía. Alba nunca

volvería a Enguera y menos, a ver a su hijo. Eduardo nunca supo nada de su madre.

El carro de reparto trajo desde Montilla un paquete para la calle de San Antonio de Padua. Contenía un cuadro. Un cuadro en el que aparecía retratado un hombre sentado a la puerta de su casa tomando el sol, con un pañuelo anudado en la cabeza. Donde la firma ponía: Gracias, J. Garnelo Alda.

Huerta de Enguera. Óleo de José Santiago Garnelo