mira por dÓnde. microrrelatos
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Recopilación de relatos brevesTRANSCRIPT
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Sergi Cambrils
MIRA POR DÓNDE
microrrelatos
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Diseño y textos: Sergi Cambrils Ilustraciones: Internet (manipuladas)
microsergirelatos.blogspot.com www.sergicambrils.com [email protected]
Recopilación de microrrelatos realizados del 06-2015 al 01-2016
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«Mira por dónde» está dedicado a todos aquellos
que han decidido leer esta recopilación de relatos breves. A los que no… rol-rol.*
*Rol-rol, es una expresión coloquial que utilizaba mí
abuelo en situaciones controvertidas donde lo mejor era pasar
de todo y hacer las cosas como uno creyera conveniente.
«Tú, rol-rol…», me decía.
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E.T.
(Eduardo Tijeras)
Mientras esperaba mi turno en una
conocida barbería del barrio pude observar
cómo el peluquero intentaba realizar el corte a
un humanoide azul de cabellos límpidos y
cabeza semitransparente. Era evidente que
venía de otro mundo, pues sus atributos
faciales, además de traslúcidos, tenían la
peculiaridad de desplazarse circularmente por
su semblante ovoidal. Así, ojos, orejas, nariz y
boca se movían por ese límite corpóreo como
piezas de una ruleta que no cesaban de
voltear, incluida la sedosa pelambrera que
intentaba mantener entre sus dedos.
Desesperados resuellos hacían presagiar una
ardua tarea que –de resolverse– reafirmaría el
apodo de «manostijeras».
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AÑORANZA DEL AHORA
Un ataque de nostalgia puede aparecer en
cualquier momento. Eso sí, debes ser como
una hormiguita y sentir que la grandeza nada
tiene que ver con lo tangible. Debes notar
como la morriña anida dentro de ti y creces en
esa singular fragilidad. Y, sobre todo, debes
ansiar los milagros de la vida, esos sencillos y
cercanos que nadie ve. De esa manera, no
tardarás en ser sorprendido en la azotea de tu
casa por la añoranza del ahora, tendiendo la
ropa y oliendo esa fragancia a lavanda que se
desprende de la ropa mojada y tanto te
recuerda a ella.
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ESOS OSOS TENEBROSOS
El noventa por ciento de los peluches
adorables contienen un monstruo tenebroso y
despiadado en su interior. Los ositos de felpa
con ojos de botón son los que poseen más sed
de venganza. Lo aguantan todo. De ahí que al
sublevarse lo hagan con más ferocidad.
Durante muchas noches, y bajo el asfixiante
infierno de la colcha, soportan los achuchones
y las babas de esas criaturas caprichosas que
practican, inconscientemente, el maltrato. Al
final, sus inertes almas de algodón se activan
para convertirse en velludas alimañas que
anhelan desgarrar la carne blandita de esos
mocosos que lloran con extrema facilidad.
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INSTRUMENTO DE TORTURA
Cada día, coincidiendo con la siesta, se
articulaban desagradables estridencias
procedentes del patio de luces. Alguien hacía
sonar una trompeta.
Las paredes de la angosta galería
amplificaban la acústica, por lo que el vómito
que se proyectaba desde aquella campana de
metal era, más bien, un alud insufrible de
torpedos sonoros. La intención musical existía,
pero todo explosionaba al arrojar piedras de
aire en vez de notas afinadas.
El voluntarioso vecino, ajeno a esas
resonancias más propias del estrépito y el
mareo, insistía en enlazar la escala cromática
–tropezando torpemente en la progresión de
cada semitono–, repetía una y otra vez
ejercicios básicos para desarrollar la técnica –
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cayendo en constantes imprecisiones– y, para
concluir su ensayo y otorgarse el gusto de
chapotear en una melodía, elegía el conocido
Himno a la Alegría de Beethoven y lo
interpretaba como quien sale a la calle
acompañado por un organillo de manivela y
una cabra que berrea.
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EL CAMBIO
Hoy ha sido un gran día, y no solamente
por volver a utilizar la peseta de antaño tras
una larga crisis económica, sino por apreciar
la carita de satisfacción de mi hijo Nicolás.
Con apenas seis años, ha cogido él mismo una
moneda de cien pesetas del monedero y, por
primera vez, ha ido solo a comprar una barra
de pan en el supermercado de la esquina. Al
volver, nos ha comentado que la cajera ha
hablado con él, le ha ofrecido una piruleta de
fresa y, además, le ha devuelto varias
monedas.
Estaba muy contento; y nosotros también.
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SEXO AZUL
Las lágrimas facilitaron la expulsión de
unas diminutas esferas al brotarle de la
carúncula de su ojo izquierdo. Las bolitas
rodaron inquietas por todo su cuerpo hasta
arracimarse todas bajo su barbilla. El señor
que sufría esa extraña alteración, vestía
únicamente con un altísimo sombrero de copa.
Oteaba bien los gránulos formados y dibujaba
con sus labios una mueca pícara, como
complacido por aquella efervescencia cutánea.
Con las yemas de sus dedos palpaba
delicadamente esos bultitos cristalinos
rellenos de un líquido azul fosforescente.
Empezó a pellizcar sus finas membranas. Las
reventó con suma facilidad. El fluido empezó a
desprenderse y a caer por las cuencas de su
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busto moreno hasta empapar el vello púbico y
su flácido sexo.
Me quedé mirándolo un buen rato. Empezó
a moverse. Funcionaba. Aquello empezaba a
tomar forma.
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UN DÍA DE VERANO
Durante los días asfixiantes de calor solo
apetece refrescarse y pasar el día lo mejor
posible.
Las puertas correderas del supermercado
se abren ante mí y el impacto gélido del aire
acondicionado resulta gloria bendita. Cojo un
carro grande y doy varias vueltas de
reconocimiento. Siguen con las obras de
ampliación en su interior, por lo que recorrer
la superficie cuesta bastante más. No importa;
mejor aún. Las dependientas son un encanto,
conversan conmigo sobre chascarrillos del
barrio, y lo hacen muy a gusto porque a la
hora que voy no tienen demasiado trabajo.
Después de la cháchara, sigo por el laberinto
de calles buscando las cámaras frigoríficas. Mi
objetivo es meter la cabeza en la niebla
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glaciar que desprenden esas enormes
neveras; eso me espabila, me activa. Luego,
me detengo en la pescadería. No compro
nada, únicamente hundo mis manos en el
hielo picado con el permiso de la encargada.
Es tan refrescante… Me tientan todos los
perfumes y, como una es coqueta, paso un
buen rato en la perfumería probándome las
fragancias más frescas. El carro acaba lleno
de productos que he ido cogiendo al azar de
las estanterías, y cuando soy consciente del
verdadero motivo por el que he venido miro el
reloj. Son las nueve. Por megafonía anuncian
que van a cerrar las puertas en media hora. El
tiempo justo para recolocarlo todo en su sitio
y salir pitando.
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TREN INFERIOR
La diversidad y el uso continuado de
herramientas de jardinería han modelado mi
escultural torso sin necesidad de pisar un
gimnasio. Por enumerar algunas, al cortar el
fino ramaje de los arbustos, las pequeñas
podaderas han endurecido mis antebrazos; el
volumen de mis bíceps lo he conseguido
gracias a la siega de hierbas altas por medio
de hoces y guadañas; mis prominentes
hombros al esfuerzo que supone recoger hojas
caídas con el rastrillo de abanico y también al
remover la tierra endurecida con la pala y la
horca; mis anchas dorsales son fruto de cavar
profundos surcos con el pico, y la definición
pectoral, por un lado, se la debo a la poda de
setos con las tijeras de dos manos y, por otro,
a la tala de árboles con el hacha. Cierto es
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que, de cintura para arriba, soy un armario
ropero, pero de cintura para abajo…
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EL GUERRERO
En la intimidad que ofrece el hogar, uno
baja la guardia y muestra su verdadera
naturaleza.
Por citar un caso, a Joao Moreira, un
corpulento empresario portugués de mediana
edad, le gusta apilar enormes melones en su
cámara frigorífica para hacer zumo. Elige uno
al azar y, antes de cortarlo, lo besuquea, lo
rodea con sus brazos e improvisa un baile al
son de un triste fado lisboeta. Lo acaricia con
dulzura, como a un bebé, le da los golpecitos
requeridos en la corteza para cerciorarse de
que es óptimo y, cuando le parece, lo sitúa
sobre un pequeño soporte destinado a sujetar
balones de rugby. Sumido en el ritual, se ata
una cinta blanca en la frente, empuña una
preciosa katana samurái herencia de sus
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antepasados japoneses y, con certeros
mandobles, secciona el melón en varias
partes. Luego, licua su jugosa pulpa, vierte el
jugo en una gran tinaja y mata su sed con
desespero.
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DE CHISTE
Resulta difícil distinguir cuando alguien que
siempre está de broma habla en serio. Quique
era así; desmesurado en sus gracias y capaz
de hacer un chiste de todo. Sin embargo, lo
que nos contó aquella tarde resultó ser
sincero; no contenía filtros humorísticos ni
ironías ni poses teatrales. Pudimos dar fe del
fatídico incidente de su historia al cabo de
unos días. Nos contó que su padre,
recientemente ascendido a guardia de
seguridad, llegó a casa muy borracho y obligó
a su madre a que le clavara un puñal para
comprobar si su chaleco antibalas servía
también contra los cuchillos.
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SALIR DEL COMA
Declinaba triste la luz de la tarde cuando
Germán, tras permanecer cerca de un año en
coma, recordó que le gustaban las chicas
musculosas.
Al despertar, lo primero que su
adormecido cerebro consideró fue,
curiosamente, su canon ideal de belleza:
féminas exuberantes de cuerpos magros sin
celulitis, con la piel literalmente pegada a los
músculos; bronceadas, sometidas a duros
entrenamientos para conseguir que sus curvas
y sus extremidades –tanto superiores como
inferiores– estuvieran bien definidas,
tonificadas y adquirieran la volumetría propia
de las que viven por y para el culto al cuerpo;
de facciones angulosas, glabela prominente y
sonrisa nívea.
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PRIMERA FILA
Estar atado a un horario por placer y
sentirse dominador del tiempo era algo muy
típico en la gente mayor. Don Francisco no era
una excepción. Estaba jubilado y necesitaba
programar su tiempo para estar pendiente de
su libertad. Miraba el reloj y ya sabía qué
debía hacer.
El almuerzo, la comida y la cena, eran las
claves de todo, por lo que doña Gabriela, su
esposa, debía esmerarse en ser metódica.
La puntualidad y el orden eran su razón de
ser. Le obsesionaba el parte meteorológico del
mediodía, la partida con los amigos después
de comer, el caliqueño y la copa de pacharán,
la entrada de las barcas en el puerto, el paseo
rutinario para revisar las obras del pueblo y,
caída la tarde, a eso de las siete, la charla con
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los amigos en el estanque del parque. En ese
orden y a su debida hora don Francisco
llenaba los días del invierno. Los veranos eran
algo más descontrolados. Venían sus hijos y
nietos de Madrid a pasar las vacaciones y no
podía organizar prácticamente nada con tanta
gente en casa. Bueno, algo sí. Se levantaba a
las siete en punto de la mañana y bajaba a la
playa norte a plantar la sombrilla y varias
hamacas. A las diez bajaban ellos.
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MOSQUITOS
Los mosquitos de mi pueblo son los más
gordos del mundo. Si te pican, te dejan hecho
polvo. El tabasco y el Vicks Vaporub van
geniales. Mi padre dice que van al sudor y a
algunos olores corporales. A él, como no le
pican, le saca de quicio que mi madre se
queje constantemente de que la acribillen
todas las noches, incluso untándose con esas
sustancias.
«No lo entiendo», le vocea con rabia,
«debes tener la sangre mala». Al final, mi
madre calla. Encima que es ella la que sufre
esas picaduras, parece que no pueda
expresarlo; como si él no repitiera las cosas. Y
sí lo hace, os lo puedo asegurar, y mucho,
pero solamente sobre temas importantes que
requieren reiteración diaria; ya os podéis
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imaginar cuáles son en estos tiempos de
crisis.
Cuando se entra en la disyuntiva de qué es
importante y qué no, ellos no se ponen de
acuerdo; son de naturalezas diferentes. Mi
madre valora el canto de los pájaros y la luz
del sol, y mi padre lo compara todo, es
conocedor de lo material y lo tangible, y
menos mal…
Para vivir se requiere de esas dos
vertientes. De ahí que, en el fondo, ellos se
complementen tan bien; y los mosquitos, que
son muy sabios, sepan a quién picar y a quién
no.
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EL HOYO
Cuando entorno los ojos para ver más allá,
solo veo pequeños desastres que revientan.
Diviso un horizonte difuso de sombras
encorvadas que cargan pesadas mochilas;
atiborradas de bosquejos, devaneos y
verdades como puños; el lastre acumulado de
sus vidas. Las siluetas se desahogan
explosionando la tierra con dinamita,
originando profundas fosas que luego tapizan
con el contenido de sus macutos de miseria.
Se despojan de todo, hacen balance de lo
vivido y, vacuos, saltan sobre lo tierno de los
recuerdos que revisten la pedregosa abertura;
porque, al término, solo valen para
almohadillar la caída al insondable hoyo de la
nada.
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RUINAS REFRIGERADAS
El paisaje de mi frigorífico, además de
contener los alimentos que regularmente
consumo, encierra víveres que he dejado
evolucionar para que prevalezcan. Es fácil
hallar medios limones fosilizados repartidos
por los diferentes compartimentos; formas
esféricas de múltiples tamaños envueltas en
papel film transparente, inidentificables por lo
mohoso que las recubre; jardines que
geminan en patatas descuidadas en los
rincones de las baldas; frascos caducados de
mermelada convertidos en mazacotes
grisáceos…También puede encontrarse el
típico tetrabrik de leche agria, una Cocacola
de dos litros semillena totalmente desbravada
y algunas salsas de aderezo que, una vez
abiertas, aguantan toda la vida.
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CAÍDO DEL CIELO
Fue la primera noche del mes de agosto
cuando al reconocido organista especializado
en música sacra, Rigoberto Roletti, le llovió un
cuerpo extraño al salir de casa para tirar la
basura. El enorme bulto, camuflado por la
oscuridad de las tinieblas, tenía una
naturaleza robusta de apariencia abominable
que debía pesar más de noventa kilos. Su
revestimiento grisáceo, moldeaba una
satinada costra escamosa de apariencia
humana; pues, aquella criatura alada, tenía
brazos, piernas y una angulosa cabeza de
rasgos indefinidos a la que le sobresalían unas
puntiagudas orejas.
La grotesca sombra, temida por los
hombres, era un mamífero repulsivo y raudo,
de hábitos cruentos, con un instinto
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sobrenatural que lo sacaba de su guarida para
enfrentarse a los peligros de la noche.
Un inoportuno traspié desde lo más alto
hizo que se enredara en sus propias alas y se
precipitara, por desgracia, sobre Rigoberto al
abrir la tapa del contenedor. Fuera lo que
fuese aquel tenebroso espécimen, aplastó al
músico y lo mató en el acto.
En la negrura del cielo se proyectaba una
potente luz blanca recortada por un símbolo
quiróptero.
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DE QUITA Y PON
Ayer capturé el lagarto magenta que
estaba en el techo del comedor; llevaba varios
días junto a la lámpara. Aguardaba a que los
insectos se aproximaran a la luz del plafón
para cazarlos. No había cambiado de posición
en todo este tiempo, incluso llegué a pensar
que era un juguete adherido. Utilicé mi bastón
para hacerlo caer en el interior de una caja de
cartón. Exclamó como un humano y, una vez
apresado, tarareó canciones de los Beatles.
Mientras le hacía unos agujerillos en la caja
para que respirara mejor, una velluda
tarántula amarilla ocupaba su lugar en el
techo.
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ESCUPIR POR DENTRO
Quien no aprecia (o hace desprecio) a la
persona que más quiero, mina de rabia mi
alma y hace que explosionen mis adentros.
Quien se muestra desconsiderado, no perdona
sus imperfecciones y no valora su infinita
bondad, activa en mí un modo de convivencia
automático. Si, repetidas veces, siento como
la aplastan con desaires e intentan hundirla
constantemente con su infecta arrogancia,
puede que a esas malas personas les esboce
una sonrisa y les ponga mi mejor cara, e
incluso les diga lo que necesiten escuchar
cuando vivan sus peores momentos, para que
jamás intuyan la repulsa que me dan.
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SUCIAS PASIONES
La joven pareja juntó sus labios en un
lugar escondido de la playa. Sus ávidas
lenguas empezaron a dar vueltas a tanta
velocidad que quedaron atadas por un nudo
de carne. Esa extraña circunstancia hizo que
la noche no fuera idílica, sin embargo, Lucia y
Vicente, se mantuvieron abrazados por su
bien, aterrados por aquel insólito incidente
que les mantenía unidos; con sus retinas casi
quemadas de observarse tan de cerca y
sintiendo la tirantez y el dolor de aquella
situación agónica más propia de una
maldición. O, tal vez, del pernicioso influjo de
aquella colosal luna plateada.
El momento se transformó en
desesperación, en rigidez, en lloros de
impotencia al no poder desmarcarse del
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cuerpo ajeno que, hacía solo un momento,
ansiaban libidinosamente. Mascullaron
desagradables sonidos guturales que hicieron
presagiar el fin de su deseo, e intercambiaron
un sinfín de respiraciones y jadeos resollantes
que, irremediablemente, les llevaron a
segregar una inmunda variedad de babas,
espumarajos y viscosidades salivares. Las
náuseas irrefrenables de él provocaron el
vómito compulsivo de ella, y lo que hubiera
podido ser un grato encuentro en la playa, se
convirtió en una estampa repugnante y
repulsiva que nada tenía que ver con la
dulzura apasionada de las primeras citas.
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AMOR VERDADERO
A las parejas felices se las distingue
fácilmente. Los domingos se arreglan y van a
comer al restaurante. Un rato antes, dan un
paseo y se sientan en una terracita junto a la
playa para hacer el vermut. Sus hijos se
entregan a los juegos que tienen instalados en
el iPhone. El padre, con la excusa de ir a
comprar el periódico, tiene un detalle con su
mujer y la sorprende con una rosa. Ella queda
encantada y, delante de todos, muestra un
desmesurado entusiasmo que revela
evidentes signos de estar haciendo un poco el
paripé. «Mi amor, te quiero, te quiero…»
exclama animosa una y otra vez. Se dan un
beso interminable y después no paran de
sonreírse, de achucharse, de acariciarse las
mejillas con ojitos de dulce gatito, de comerse
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la oreja con arrullos… Brindan con la copita de
cava que se están tomando, sorben un poco y,
sin dejar de mirarse, vuelven al besuqueo, al
acaramelamiento y al regocijo de sucesivas
acciones que, descaradamente, son más
fogosas y lascivas. No les importa que la
gente les mire; se sienten felices, disfrutan
del magnífico día, de sus inabarcables
muestras de cariño y, como todo les parece
maravilloso, gozan incluso del sofoco de sus
chiquillos, que por nada del mundo desean
levantar la mirada de la pantalla.
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DESALOJO
Debía abandonar la casa tan deprisa que
no estimó qué llevarse, qué dejar, qué era
importante… Ante esa extrema situación, su
reacción no fue otra que sentarse en el
cómodo butacón de su estudio, reclinarlo
totalmente hasta quedarse tumbado boca
arriba y, ajeno a los gritos que se oían desde
fuera, abandonarse al caos de la zozobra y al
polvo del derrumbe. Con las primeras
vibraciones, su lánguida mirada siguió el
movimiento pendular de la lámpara del techo;
no tardaría en descolgarse. Pero, antes de lo
ineludible, quedó hipnotizado por ese suave
vaivén que lo sumió en un profundo sueño.
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IDIOMAS
«Se imparten clases de extranjero por
profesor nativo».
Eso era lo que anunciaba el folio din-A4
adherido con celo en las farolas y paredes.
Había repartidos por todo el barrio. La gente
se detenía curiosa a leer la letra mediana:
«Todos los niveles. Particulares y grupos.
Quince años de experiencia. Horarios flexibles.
Conversación. Preparación de exámenes
oficiales y entrevistas de trabajo».
Además, se destacaba en negrita y
subrayado: «Preguntar por Juan José
MadMartigan», debía ser el profesor. La parte
inferior del cartel abarcaba una retahíla de
estrechas pestañas con la opción de
arrancarse y donde aparecía el teléfono de
contacto.
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PERDER LA CABEZA
Mi creencia fue que Luis estaba poseído.
Un día, bajando juntos por el ascensor, me
comentó que oía voces que le perturbaban,
que en su casa merodeaban presencias y, en
más de una ocasión, había sentido la
necesidad de autoagredirse. Me hice el loco y
le dije, desestimando aquella sentida
confesión, que todos podíamos tener un mal
día. Él se dio cuenta enseguida de mi
indiferencia, por lo que bajó la mirada
avergonzado y, algo retraído, permaneció
callado hasta que se abrieron las puertas y
nos despedimos.
Vivíamos los dos en el ático; él en el A y
yo en el B. Nunca nos habíamos molestado.
Vivía solo, era un buen vecino, educado y
silencioso. Hasta el otro día, que su casa
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empezó a retumbar a causa de ruidosos
impactos. La curiosidad me llevó a apoyar la
oreja en el tabique común de nuestras
viviendas para deducir qué demonios estaba
pasando al otro lado. Se oían golpes secos y
rotundos tras una breve correndilla. Daba la
impresión de que arremetía contra la pared.
Así me lo imaginaba, embistiéndola como un
toro bravo una y otra vez, totalmente ido.
Podía parecer una locura, pero así fue. Tras un
buen rato de encontronazos, el más enérgico
y desmedido acabó abriendo un enorme
boquete que invadió mi apartamento, mi
espacio. Su ensangrentada testa quedó
empotrada en la pared de mi comedor;
colgada como un trofeo de caza. Me miró
derrotado, echando espuma por la boca.
Estaba exánime, a punto de desmayarse; y
yo, como la última vez que coincidimos, volví
a hacerme el loco y le dije que no se
preocupara, que todos podíamos tener un mal
día.
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LA DESAPARICIÓN
Al abrir el contenedor, se dio cuenta de
que estaba empezando a olvidar el nombre de
las cosas.
Al llevar a cabo esta acción cotidiana fue
cuando empezó a extraviar su identidad y a
sentir las embestidas del olvido. El ataque
definitivo le vino justo al lanzar la basura. Se
vio perdido, sin referencias, atrapado en los
recovecos de su pensamiento y respirando
aquel hedor nauseabundo que lo desvanecía
en el laberinto de su memoria. Sumido un
lapsus eterno, enmarañado en la
descomposición e incapaz de reaccionar
cuando alguien que pasaba por allí cerró la
tapa del container con él dentro.
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CUCURUCHO
Mientras mi mano izquierda se recogía en
un puño entreabierto para que mi novio
apoyara su barbilla sobre el hueco que se
formaba, la derecha acariciaba su cogote para
dirigir cariñosamente su cabezota hacia esa
cavidad. Era un ridículo juego que siempre le
hacía. Lo manejaba a mi antojo para simular
un cucurucho humano, y le chupaba la calva y
sus mejillas, como si se tratara de una bola de
helado. Esta vez, verlo ahí apuntalado con su
carita de pánfilo sumiso, me dio tanta rabia
que lo agarré fuerte del mentón y lo abofeteé
hasta dejarlo como un tomate.
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PRESENTACIÓN ARTÍSTICA
La artista se anudó un pañuelo blanco en
la cabeza con dos ramitas de romero
simulando unas antenitas marcianas, se
arremangó la falda manchada de pintura
hasta la cintura y, con naturalidad, mostró al
público asistente y a los medios de
comunicación una suculenta manzana roja.
Se dispuso a presentar su exposición en
una reconocida galería de la ciudad, pero
antes de empezar a hablar y explicar su
eclosión artística, serpenteó la fruta con cierta
impudicia alrededor de sus braguitas de punto
de cruz que quedaron al descubierto. Luego,
se llevó la manzana a los labios, la
mordisqueó salvajemente e inició el discurso
con la boca atiborrada de su jugosa carne
blanca. Barboteó palabrería ininteligible a la
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vez que escupía trocitos de fruta. Su lenguaje,
sin embargo, aportó la comprensión de un
pensamiento excelso y divino; la terminología
lingüística elegida proporcionó las pautas
básicas para adentrarse sin prejuicios hacia el
delirante proceso creativo de su pletórica
experiencia plástica, capaz de conmocionar
incluso a los que no entendieron nada de
nada.
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«SANGRASANGRA»
Los mejores helados de casquería se
elaboraban en «Sangrasangra», una conocida
franquicia que trabajaba con las mejores reses
y los más destacados matarifes del despiece y
el degüello. Los Borriguez, ascendientes de
una conocida estirpe de charcuteros,
despachaban sus singulares tarrinas de
mantecado en ese marcado territorio de
matanza. Entre las consumiciones más
demandadas, había varias combinaciones
estrella: la bola de zarajos de cordero con la
de sesos de tocino, y la de criadillas de
ternero con la de morteruelo de Cuenca; una
fusión perfecta para los más golosos. El
granizado de mollejas de pollo, por su
refrescante sabor y su agradable textura, era
el refresco preferido por los niños. Y para los
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que estaban dispuestos a dejarse sorprender
por los más afrodisiacos despojos, estaba la
opción del estimulante y colosal cucurucho de
rabo de toro.
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MUÑECO DE BARRO
Desde la terraza de la cafetería veo como
una señora limpia el culo de un niño –su hijo,
supongo– con un clínex. El chiquillo, a la vista
de todos, evacua sobre la zona ajardinada de
la plaza un mazacote marrón del tamaño de
un pan de pueblo; una masa repulsiva mayor
a la esperada por un niño de su edad. La
madre, al acabar, le sube los calzoncillos y el
pantalón, y con naturalidad se alejan de la
zona.
A pocos metros, como la mierda llama a la
mierda, un perro callejero también se arquea
para defecar en el pavimento acolchado
destinado al recreo infantil, justo donde hace
un momento se columpiaba el mocoso.
Cuando sale el camarero, pido un café y
cambio la dirección de mi mirada; la centro
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hacia las nubes. Ese apacible panorama me
lleva a reflexionar sobre lo que acabo de ver:
la anarquía de acciones fisiológicas que los
seres vivos podemos manifestar al
encontrarnos ante situaciones extremas. Me
tomo el café y me fumo un cigarro
tranquilamente, abstraído en la filosofía
barata que mis pensamientos generan.
En poco, mientras observo como las
gaviotas surcan el cielo y planean hasta
posarse sobre la arena mojada de la playa,
siento la imperiosa necesidad de lo inminente.
Pago para que me coja en casa; y me marcho
con un cohete entre las piernas, mirando al
suelo y tratando de esquivar el campo de
suertes minadas que el enemigo ha ido
dejando.
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COMO UN NIÑO
«Hola», le dije esbozando media sonrisa.
Apareció de repente y se interpuso en mi
camino mientras cruzaba la calzada para ir al
otro lado. No la conocía. Era una chica muy
guapa, de cabellos rizados, pelirroja y un
palmo más alta que yo. Jadeaba. Le devolví el
saludo por educación. Ella parecía conocerme.
Se mantuvo quieta frente a mí, mirándome
con la consideración que se le podía tener a
un cachorro abandonado. Sin embargo, me
echó una bronca que no comprendí, me estiró
de la mano como a un niño desobediente y
me susurró: volvamos a casa papá.
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EN PENUMBRA
Es posible vivir permanentemente en
penumbra. Yo lo hago. Me levanto temprano y
empiezo la tarea de limpiar la mansión desde
el zaguán. A media mañana descanso un poco
y, en algún punto de la casa, me encuentro
con alguien para almorzar y conversar sobre
el único e inquietante trocito de cielo azul que
se divisa desde las ventanas. Por la noche, me
entrego a la reparadora labor de tejer tricotas,
chalecos, gorros, bufandas… La cuestión es
mover esas largas agujas metálicas para que
las horas trascurran en blanco y amanezca en
la negrura de un nuevo y aciago día.
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RESIGNACIÓN
Cuando me postraron en el interior de
aquel ataúd acolchado y me envolvieron en
una preciosa mortaja de seda, supe que mi
existencia llegaba a su fin. Para ellos –mis
familiares y los del servicio funerario– ya
estaba muerto. Sin embargo, yo no me sentía
cadáver. Por increíble que fuera, notaba los
latidos (casi imperceptibles) de mi corazón y
una reveladora conciencia que me erizaba la
planta de los pies. Cerraron la tapa, colocaron
el féretro sobre una camilla y me trasladaron
por el pavimento adoquinado del cementerio
hasta el nicho donde se me daría sepultura.
En el pueblo se tenía la costumbre de
contratar a jóvenes peones de la construcción
para que demostraran su destreza levantando
una pequeña pared de ladrillos que tapiara, en
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pocos minutos, el estrecho reducto donde
permanecería enterrado el fallecido. Me
imaginaba esa situación claustrofóbica y un
estremecimiento hacía temblar mi aletargado
cuerpo, impulsándolo a querer levantarse, a
sorprenderles con mi vida. Pero al oír sus
lloros, la aflicción de los presentes y las
sentidas oraciones del párroco, no me pareció
buena idea deshacer nada. Así que me resigné
a morir, escuchando el bonito epitafio que mi
esposa había elegido.
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RÉMORAS
Es costumbre que la Plaza Mayor se llene
de rémoras. Diariamente cientos de palomas
se amontonan como ratas por las migajas y
sobrantes que la gente les ofrece. Debido a
eso –y por una repulsión superior a mí– soy
incapaz de atravesar esa zona. Pero hoy, al
salir de la oficina, todo se ha paralizado
repentinamente durante horas y, sin dar
crédito, he podido comprobar como esas aves
inmundas de picoteo trastornado se han
disecado como trofeos inertes sobre el
pavimento. En esa incomprensible quietud,
me he abierto paso a puntapiés para cruzar
por primera vez esa cochambrosa explanada.
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LA HORA DEL RECREO
Conversación de un chiquillo a otro en el
patio del colegio:
–No espero nada Juanjo, en serio. No
espero ni que salga agua caliente cuando voy
a ducharme. Es lo mejor. Crearse ilusiones no
es bueno, no dejan blindarte por dentro.
Debemos curtirnos, aunque sea a golpes o en
un hospital; ahí lo ponen todo en su sitio. Y
aceptar la derrocha. Pasar de las etiquetas y
de todas las teorías preconcebidas. No sirven.
Igual que del pensamiento único; debemos
cambiarlo y moldearlo en cada situación. Al
final, madurar será algo parecido a comerse
este bocadillo de chóped y disfrutarlo.
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BUCLE
La melancólica señora se tira de lo más
alto y se espachurra contra el suelo.
Permanece tumbada sin moverse. ¿Muerta?
Qué va. Enseguida abre los ojos y se le
recoloca todo milagrosamente. Se le cierran
las heridas, la clavícula vuelve a su sitio, los
huesos rotos se le sueldan y se reconstruye su
machacada cabeza. Se levanta como si nada.
¿Viva? Tampoco. Extiende sus brazos al cielo
y espera resignada a que las miríadas de
sanguijuelas y larvas vuelvan a pegársele al
cuerpo, le chupen la energía y la perturben,
otra vez, en el ser depresivo del que no
escapa.
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I JORNADA DEL DISIMULO
En la I Jornada del Disimulo que se celebró
en una pequeña villa del Maestrazgo, se
enseñó a silbar con cierto aire de
condescendencia a los asistentes que
acudieron, se les hizo apreciar la eficacia
morfológica de la expresión facial, la
importancia de la gestualidad corporal, el uso
del tono y el léxico adecuados para que
aquello que sintieran realmente pudiera
disfrazarse con persuasión y nadie lo
advirtiera. Durante la charla pasaron vídeos
de algunas situaciones sociales donde se
ponían de manifiesto todas estas artimañas
teatrales, tan socorridas en cualquier núcleo
urbano y, al parecer, tan desconocidas en
otros parajes.
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CALLES DEL OLVIDO
Para llegar al corazón del pueblo había que
recorrer un laberinto de callejuelas que tenían
vida propia. En unas llovía a cántaros, en
otras arreciaba el viento, en las empedradas
lucía el sol y en las empinadas -la mayoría-,
además de una fina bruma con aroma a sal,
se oían ruidos de voces que no permitían
escuchar las mejores, las que guiaban.
Reconocí la casa de mi infancia, la que me vio
nacer, y estaba intacta. Seguía forrada con
miles de conchas de la playa que yo mismo
coloqué de pequeño. Era mi lugar, pero no
lograba alcanzar la plaza donde confluían
todas las arterias, donde latían mis recuerdos.
En ese centro vivía la gente que salía en las
postales, la que vestía de negro riguroso y era
amable. Los más campechanos inventaban
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historias, dormían a la sombra de una parra y
nunca bebían agua, siempre vino, y del
porrón. Las del club del abanico, las
chismosas, nunca se pinchaban los dedos
porque llevaban dedal, y tenían facilidad para
arreglar el mundo. Me dejé guiar por una de
aquellas voces y caminé con optimismo por
una bonita calle que iba de bajada, pero
empezó a granizar con furia.
Estaba perdido.
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DEL QUESO AL BESO
A mi esposa la conocí en la comarca de
Liébana, en Potes, en una de esas ferias
gastronómicas donde si te gusta comer bien
como a mí te vuelves loco.
Perdí los sesos cuando la vi entre tantos
quesos, moviéndose como una diosa tras un
mostrador repleto de manjares lácticos. Un
aleteo en el estómago y la embriaguez del
penetrante perfume que flotaba hicieron que
me acercara a ella y le declarara mi pasión
por el producto. Al azar, le señalé uno de
corteza delgada y color gris con zonas
amarillo-verdosas, tuve una palpitación.
«Ese es el Picón Bejes-Tresviso», me dijo
risueña. Y, como quien recita un poema, me
explicó su curiosa elaboración con leche
entera de vaca, cabra y oveja. Me regaló una
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sonrisa igual de blanca y limpia cuando se
dispuso a cortar un trozo para que lo probara.
Entonces fue cuando lo vi claro: su cuerpo era
untuoso, compacto, con ojos, de un verde
intenso, como los suyos. Dejó escapar un
guiño pícaro al introducirlo ella misma en mi
boca; era picante, con toques salados y, sobre
todo, con una intensidad que me llenó para el
resto de mi vida.
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LA VOZ DE LOS SUEÑOS
La voz que viene de los sueños no sale de
las gargantas humanas. Todos saben que ese
sonido es más propio de los periquitos
gigantes o de las quimeras que se gestan
cuando alguien se arrellana en un sofá de
cuero azul para echar una siesta. También
puede proceder de un insecto palo que se
desgañita vociferando al mundo su plan de
futuro sobre una delgada rama prima
hermana. O, incluso, podría derivarse de la
locura de los enanos de jardín al expeler con
todas sus fuerzas el grito de guerra que les
serviría para atacar a sus desangelados amos.
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ULULATOS
Junto las manos como si fuera a rezar y
entrelazo los dedos. Los dos pulgares se
quedan fuera del trenzado de falanges;
únicamente los flexiono un poco para crear
entre ambos una pequeña apertura a modo de
boquilla. Es ahí donde apoyo mis labios y
soplo con suavidad. El aire choca contra el
hueco hermético de mis palmas y produce un
silbido ululante que se disipa por el frondoso
bosque donde me hallo.
Es una de esas cosas absurdas que uno
sabe hacer, que en teoría no vale para nada,
pero que a mí me va genial para capturar
lechuzas.
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TODOPODEROSO
De tanto en tanto, la tierra produce un
sabio insaciable capaz de todo. Suele comer
fruta fresca de una fecunda cornucopia
situada en la terraza de su mansión,
recostado en un gran sillón de cuero y dejado
ir por el titilar del firmamento.
De todos los frutos, elige un precioso
melocotón de piel amarilla. Y, sin pelarlo,
hunde los dientes en su jugosa carne,
marcando, curiosamente, los perfiles de un
territorio imaginario muy parecido al país que
gobierna con implacable autoridad desde
siempre. Como un niño, se entusiasma por la
coincidencia y da un segundo mordisco a otra
zona de su aterciopelada piel con el ímpetu
propio del que inicia un novedoso juego. Se
construye otra región hermana, y sigue así
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hasta componer un atlas de mordeduras, un
mundo que va tomando forma al tiempo que
se extingue.
Sostiene con su mano derecha ese
pequeño planeta frutal, lo eleva a la altura de
sus ojos, lo gira varias veces contemplando su
esplendor y, consciente de su poder absoluto,
decide detener ahí su creación; así es
perfecto.
Pero coexiste escasos minutos. El intenso
efluvio inunda sus fosas nasales de dulzor
veraniego, se remueven sus tripas y un
estímulo imparable despierta con más fuerza
el convulso apetito que le lleva a continuar
devorando esa superficie carnosa hasta
quedarse con el hueso.
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LA ADQUISICIÓN
«¿Cómo sabes que no te venden la
moto?», me preguntaba un amigo en la
exposición.
¿Cómo se atrevía a dudar de mi olfato
para reconocer una genialidad? La
profesionalidad de la galería era más que
reconocida, y ya resultaba molesto que
siempre se asociara el arte moderno al
espectáculo y las modas; era un discurso
depauperado. ¿Quién dictamina lo que
enriquece al individuo? ¿Quién osa
desposeerme de la satisfacción que supone
contemplar una sartén ajada con un globo
verde atado en su mango y divagar sobre sus
interpretaciones en mi casa si tengo dinero de
sobra para adquirir la pieza?
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MIS CUQUIS
Luki y Kilu son dos cucarachas negruzcas
que viven en el cajón de mi mesita. Se nota
que me aprecian. Durante el día van a la
suya, corretean por la zona de suciedad que
se acumula en la cocina y las habitaciones. No
necesitan ningún cuidado, ni siquiera que las
alimente; ellas se apañan. Por la noche,
cuando las paredes me ahogan y me acongoja
lo de siempre, aparecen inquietas y me
espabilan. Me suben por el brazo, se plantan
sobre mi ancha nariz y, como en un duelo de
espadachines, esgrimen sus agudas antenas
como si quisieran decirme algo.
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UN DÍA TRISTE
El Día de Todos los Santos me rompo las
costillas de la manera más inesperada:
inclinándome al dejar unas bonitas flores en la
lápida de mí añorada esposa. Intento
desengancharme de esa incomprensible e
incómoda posición que me retuerce el costado
y, ante el esfuerzo por destrabarme, solo
consigo romperme aún más por dentro. El
aroma de las rosas me hace estornudar y
desencadena un dominó de crujidos
devastadores, una oleada caliente que golpea
mis vértebras, mis pulmones, mi respiración
lejana; y siento como los huesos encorvados
de mi frágil armazón se vuelven polvo
apresuradamente y desabrigan mi
desconsolado corazón.
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DE ROJO A VERDE
Afectado por las voces que se
manifestaban en mi interior, sentí como el
vértigo se adueñaba de mis ojos, y lo
ponzoñoso se entretejía en mis entrañas
mientras conducía mi viejo Seat Cordoba. Abrí
la ventanilla para que me diera el aire; me
mareaba. Un deportivo descapotable se pegó
a mi coche cuando nos detuvimos en el
semáforo. Su conductor hizo rugir varias
veces el motor para provocar una ridícula
carrera, y su desquiciado copiloto invadió mi
espacio zarandeándome. Esperaban mi
reacción. Les sonreí medio muerto, saqué mi
cabeza por la ventanilla y, sin poder evitarlo,
les llené de vómito.
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CORAZÓN DE RESINA
Por la lengua de asfalto que comunica a la
ciudad amurallada, y siguiendo el zigzagueo
de las calles empedradas, un enorme camión
ha transportado varios cañones que un grupo
de operarios ha ubicado sobre cada una de las
troneras del baluarte. Se basaron en los
planos de un cañón original del siglo XVIII
para obtener estas réplicas de resina y piedra
artificial. Han quedado resultones. Han
limpiado la cara a la historia, pero nada tienen
que ver con los genuinos de hierro, grabados
con el escudo del rey de la época y con más
de una tonelada de peso. Estos parches
inexactos y chapuceros que apuntan a un
horizonte difuso, han conseguido dinamizar la
zona de turistas, y por las noches, cuando
nadie vigila el bastión, algunas parejitas de
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enamorados como Jessica y Joshua arañan
sus nombres dentro de un corazón tan frágil
como la goma que cubre este falso tubo de
artillería.
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LA ILUSIÓN
Podía pasarme horas observando los
contornos difuminados de aquella misteriosa
mujer. La combinación de la perspectiva aérea
del fondo y la delicada ejecución técnica,
conseguían que me sumergiera en una
sensación de tridimensionalidad y
profundidad. Además, su enigmática sonrisa
parecía cobrar vida.
Aquella tarde, envuelto en la cálida
iluminación de la sala y absorto en la niebla
de colores que se desvanecían en el lienzo,
llegué a percatarme de que la bella mujer
retratada poseía un tic en su ojo derecho. Sus
reiteradas contracciones provocaron algo
parecido en mis labios; y así, mediante guiños
y tímidos besos, empezó lo nuestro.
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HAY SEÑALES
Cuando me encontré a Doña Carmen y me
preguntó cómo llevaba el resfriado, sabía que
en realidad me estaba preguntando por mi
estado de ánimo tras la muerte de Sara. Tenía
esos códigos sutiles para no parecer
impertinente. A modo de respuesta, le señalé
un sarpullido inflamado que me había salido
en el brazo para que dedujera así mí
situación. Como había una oleada de catarros,
creí oportuno preguntarle también por esa tos
seca e intermitente que alguna vez sufría.
«Ese resfriado no cesa nunca», me susurró. Y,
a escondidas, levantó un poco su jersey para
enseñarme algunas ronchas moradas.
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ARTE INVISIBLE
El Arte Invisible había llegado a los museos
más importantes de nuestra geografía. Era
una realidad artística que incentivaba la
imaginación y no se cernía solamente en lo
sensible a la hora de abordar experiencias
estéticas.
La veterana guía que se encargó en
realizarnos la charla didáctica nos anunció
entusiasmada que teníamos ante nosotros lo
más parecido a un acto insuperable, sublime;
y nos señaló el espacio vacío que había sobre
el pedestal de madera situado en el centro de
la sala. La obra en cuestión estaba custodiada
bajo la atenta mirada de un vigilante, y
adecuadamente acordonada para mantener la
distancia de seguridad. La mayoría de los
visitantes se sentían tentados en traspasar la
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línea con la mano para comprobar si
realmente había algo encima.
Ese día, me moví alrededor del supuesto
elemento traslúcido, interesado por lo que
podía acomodar aquella sencilla peana de
contrachapado blanco. La observé desde
arriba, desde abajo, al bies, de todos los
puntos de vista posibles, y pensé que si un
hueco transparente podía definir algo
concreto, también podría encontrarse el haz
de luz que marcara su contorno. Pensé que
quizás debía adoptar una actitud más
espiritual que corpórea ante aquella situación
irracional.
La guía nos soltó emocionada un proverbio
árabe que sonaba a frase de azucarillo: «Si lo
que vais a decir no es más bello que el
silencio no lo digáis». Comparó su mensaje
con la perfección y la belleza que debíamos
percibir ante la aparente «nada» que seguía
indicándonos. Me encogí de hombros y, con
gesto displicente, me quité las gafas, di varios
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pasos alejándome del punto central y entorné
los ojos para comprobar si desde una
ubicación más alejada se veía lo esencial.
De repente, algo cambió en aquel ambiente
de expectación. Me rodeó un nimbo de luz
amarilla y me sentí como flotando a un palmo
del suelo. Mi visión sufrió una extraña
alteración; advertía los lívidos grises de las
sombras y pude contemplar como la sala se
abocaba a la negrura de las tinieblas. De un
fogonazo ahogado nació un gran ojo
incandescente que fluctuaba sobre la
enigmática plataforma, moldeándose en una
forma concreta y reconocible en sí misma.
Entonces, desde ese estado ultrasensorial en
el que me hallaba, vi lo que debía ver. Y
puedo decir que no era de este mundo.
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EL POSTRE
Mamá dio una cucharada a uno de esos
yogures con trocitos de fruta y la regurgitó
sobre la mesa.
–¡Un día de estos acabarán con nosotros!
–exclamó–. Se supone que debería
encontrarme pedacitos de cereza.
Nos quedamos observando el cuerpo
extraño que había expulsado mientras lo
tocaba escrupulosamente con su dedo índice.
–¿Qué es eso? –preguntamos mi padre y
yo con cara de asco.
Mi madre se acercó el envase para leer la
composición del producto.
–Leche, cereza, almidón, pectina,
antocianinas, fermentos, conservantes,
edulcorantes... Hay más cosas, pero yo diría
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que han sustituido la fruta por pieles de
bacalao.
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SONORIDAD NAVIDEÑA
En el tiempo que se carga una de esas
páginas guarras en el ordenador, Rodolfo
piensa en sacar del congelador un táper de
sopa para la cena; se acuerda que debe
comprar champú, pasta de dientes y papel
higiénico; también que debería visitar a su
abuela Gertrudis y regar los geranios de la
terraza, podrían morirse. En esos escasos
segundos, recuerda que debe ingresar el
dinero para la boda de un amigo. Ya están
todos casados; solo queda él. La web
enseguida está lista y la pantalla se llena de
estímulos voluptuosos. Además, en diciembre
la adornan con detalles navideños.
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EL REGALO
El bueno de Carlos abrió el libro que su
novia le había regalado por su cumpleaños y
descubrió que sus páginas estaban plagadas
de manchas y restos de comida: gotas de
aceite, pepitas de tomate, trocitos de lechuga,
hebras de atún, migas de pan… El caso es que
ella se lo envolvió con papel de regalo y lo
adornó con un exuberante lazo rojo. Cumplía
los treinta; era algo especial. Incluso lo
perfumó, y tuvo el detalle de adherirle una
etiqueta dedicada que decía: «La pasión que
siento por ti corre por mis venas como un
ardiente río de lava».
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EL NAVEGANTE
Ella escuchaba todas las recomendaciones
de sus allegados cuando le sugerían a bien
que debía quitárselo de la cabeza, que ese
amor no le convenía y solo le traería
desasosiego. Asentía con la cabeza sus
advertencias porque, en el fondo, también
intuía en esa impulsiva aventura una situación
complicada. Para tranquilizarlos les daba la
razón, les decía convencida que trataría de
olvidarlo y seguiría con su vida como hasta
ahora. Pero cuando ese irrefrenable anhelo le
trepaba por la espalda y se clavaba en su
pensamiento, le ahogaba la presión y subía
presurosa a la superficie para volver a verlo.
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LA RECOMPENSA
Cuando los velatorios se hacían en las
casas –y no en las actuales salas preparadas
de los tanatorios– me gustaba acudir a velar
al muerto; no tanto por el ambiente de
adoración que prevalecía alrededor del féretro
y los conmovedores lamentos que se
proclamaban al difunto haciéndote saltar las
lágrimas, sino por la compensación que
suponía estar allí. Tras aguantar todo el día
con la mirada lánguida, los familiares te
mostraban su afecto, agradecían que
estuvieras con ellos en esos momentos tan
duros y, lo mejor de todo, te ofrecían un buen
tazón de caldo calentito y algo de comer.
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FUNDAMENTOS DE PAREJA
Coincidimos en una baldosa de la cocina,
me dribla y me hace un traje. Me deja
clavado, sin tiempo a reaccionar ante aquella
filigrana escurridiza. No me da ni los buenos
días; entiendo que va con el tiempo justo para
llegar al trabajo. Me ducho, me visto y la
espero en el recibidor para darle un beso y
desearle un buen día. Con cara de asombro
señala el techo y miro la zona indicada
esperando encontrar algo extraño. Sabe bien
que bebo los vientos por ella, y aun así vuelve
a sortearme con argucia cerrando la puerta
tras de mí.
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LA GRANJA
Faustino se convirtió en cabra porque
estaba cansado de la vida que llevaba. Se
levantaba a las siete, abría la cafetería que
tenía a escasos metros de casa y allí
aguantaba a la latosa concurrencia. Los
clientes más exigentes no aceptaron el
cambio, pues, aquella monstruosa apariencia
de chivo y su molesto balar a la hora de
atenderles, no era para nada de su agrado. La
situación provocó que otros fenómenos de
igual calibre se sucedieran en el local de
Faustino: los intransigentes empezaron a
gruñirle y a ladrarle, los testarudos a rebuznar
insistentemente y los más bocazas a
cacarearle.
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UN EXTRAÑO EN LA NOCHE
La calle Mar albergaba olas que ahogaban
a los inoportunos. Incluso la madrugada que
un joven apuesto, vestido con un impecable
traje de alpaca negro y un sombrero de alas,
llamó repetidamente al interfono de Carolina
la pescadera. Tenía un aire desenvuelto y
sofisticado y, a simple vista, no parecía de los
que armaban jaleo; aunque aquel insistente e
intempestivo repiqueteo podía alarmar a
cualquiera. Ella contestó por el telefonillo con
la voz entrecortada: «¿Quién es? ¿Qué
pasa?», exclamó. Se despertó sobresaltada,
azorada, no eran horas. La cálida luz de una
farola próxima dibujaba la esbelta figura de
aquel singular Romeo capaz de todo por
sorprenderla. Entonces, su voz almibarada
conectó con la noche y, acercándose a la
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rejilla del portero automático, entró en éxtasis
para cantarle, a su manera, una balada llena
de bellas intenciones. Yo espiaba desde mi
ventana, consumida por la envidia y sin poder
frenar la emoción que ascendía por mi
espalda. Carolina, en cambio, incapaz de
sentir el tiempo detenido al borde de la
madrugada, no tardó en asomarse a la
ventana con un barreño de lluvia que precipitó
inclemente sobre aquella magnífica voz que
acompañaba las primeras luces del alba.
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YO SI ESTUVE EN EL CONCIERTO DE LOS
SUAVES
La primera vez que perdí un zapato fue en
un concierto de los Suaves. La niebla que se
respiraba en la sala y las cervezas
contribuyeron a que el extravío no supusiera
ningún obstáculo significativo. Durante el solo
del guitarrista, imité su virtuosismo con mi
guitarra imaginaria, y, por suerte, al fijar mi
vista al suelo, vislumbré como mi viejo
mocasín se revolvía por aquel bosque de
piernas. Las sacudidas involuntarias que recibí
al tratar de recogerlo me llevaron delante del
todo, y allí me lo calcé. Sin embargo, tras la
zambullida del cantante desde la tarima, no
recuerdo nada más.
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LA HUERTA
El artista instruido siempre lleva consigo
algún apero de labranza por si aparecen las
obsesiones. Cuando lo hacen, cava surcos y
las entierra sin atender a su naturaleza
perniciosa; las riega y espera a que broten en
algo mejor. Si no lo hacen, si crecen torcidas,
las muele a palos con su azada y utiliza sus
desechos como abono para otras creaciones.
De esta manera, reciclando sus temores, su
cosecha de delirios no deja espacio a las
malas hierbas, y lo que antes enraizaba en un
estado vano y depresivo ahora convierten al
artista en la alegría de la huerta.
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CON BARBAS Y A LO LOCO
El joven que entendía la realidad como un
flirteo con la locura, buscaba rincones
acogedores en los jardines para sentarse
sobre la hierba y abandonarse al delirio de sus
pensamientos. En casa hacía lo mismo,
aunque el lugar destinado para el disparate
era la cocina. Abría la nevera y observaba su
contenido un buen rato, como esperando
extraer alguna solución a las dudas que le
asaltaban. Llenaba su cabeza de tantas
cuestiones absurdas que, al final, su
insensatez le llevó a solucionar uno de sus
estúpidos dilemas estirando la frondosa barba
del señor que siempre se encontraba en el
supermercado.
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TRES TRISTES MUERTES
Mi padre es un tipo muy especial. Tanto
que hasta en la manera de morir es exclusivo.
Lo ha hecho tres veces ya. La primera vez fue
cortando jamón; se le escurrió el cuchillo
jamonero. Nos dio un patatús cuando se
levantó de la caja el día de su entierro. La
segunda fue por atropello; un autobús. Su
resurrección ya no nos impactó tanto. La
tercera al fallarle el corazón cuando mi madre
lo dejó por el vecino del quinto veinte años
más joven. Creemos que esta última es
irreversible. Ha sido por muerte natural;
dentro de lo sobrenatural, claro.
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ÍNDICE
E.T. (Edurado Tijeras) 9
Añoranza del ahora 10
Esos osos tenebrosos 13
Instrumento de tortura 15
El cambio 19
Sexo azul 21
Un día de verano 25
Tren inferior 29
El guerrero 33
De chiste 37
Salir del coma 38
Primera fila 41
Mosquitos 45
El hoyo 49
Ruinas refrigeradas 50
Caído del cielo 53
174
De quita y pon 57
Sucias pasiones 61
Amor verdadero 65
Desalojo 69
Idiomas 70
Perder la cabeza 75
La desaparición 77
Cucurucho 78
Presentación artística 81
«Sangrasangra» 85
Muñeco de barro 89
Como un niño 93
En penumbra 94
Resignación 97
Rémoras 101
La hora del recreo 102
175
Bucle 105
I Jornada del Disimulo 106
Calles del olvido 109
Del queso al beso 113
La voz de los sueños 117
Ululatos 118
Todopoderoso 121
La adquisición 125
Mis cuquis 126
Un día triste 129
De rojo a verde 130
Corazón de resina 133
La ilusión 137
Hay señales 138
Arte invisible 141
El postre 145
Sonoridad navideña 149
176
El regalo 150
El navegante 153
La recompensa 154
Fundamentos de pareja 157
La granja 158
Un extraño en la noche 161
Yo si estuve en el concierto de los Suaves 165
La huerta 166
Con barbas y a lo loco 169
Tres tristes muertes 170
177
178