la quinta ola rick yance

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Título original inglés: The 5th Wave. © Rick Yancey, 2013.© de la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2013. © de esta edición digital: RBA Libros, S.A.,2013.Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.www.rbalibros.com REF.: OEBO290ISBN: 978-84-9006-741-3 Composición digital: Víctor Igual, S. L. Queda rigurosamente prohibida sin autorizaciónpor escrito del editor cualquier forma dereproducción, distribución, comunicación pública

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o transformación de esta obra, que serásometida a las sanciones establecidas por la ley.Todos los derechos reservados.

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Índice DedicatoriaCitaLA QUINTA OLAIntrusión: 1995I. La última historiadora

1234

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56789101112131415161718

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192021222324

II. El País de las Maravillas252627282930

III. Silenciador

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31IV. Efímera

3233343536

V. La criba3738394041

VI. La arcilla humana

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4243444546474849505152

VII. Estómago para matar5354

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55VIII. El espíritu de la venganza

565758596061626364

IX. Como una flor a la lluvia6566

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6768697071727374757677

X. De mil maneras7879

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XI. El mar infinito80

XII. Por Kistner8182

XIII. El agujero negro8384858687888990

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91AgradecimientosNota

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PARA SANDY. TUS SUEÑOS MEINSPIRAN Y TU AMOR PERDURA

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Si los alienígenas nos visitaran alguna vez,creo que el resultado sería similar a lo quesucedió cuando Cristóbal Colón llegó aAmérica: el asunto no acabó demasiado bienpara los nativos.

STEPHEN HAWKING

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Apagón

Sube el oleaje Peste

Silenciador

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No habrá despertar.A la mañana siguiente, la mujer

dormida no sentirá nada, salvo unaleve inquietud y la sensaciónconstante de que la observan. Suansiedad remitirá en menos de undía y pronto quedará olvidada.

El recuerdo del sueñopermanecerá un poco más.

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En él, un enorme búho estáposado al otro lado de la ventana,observándola a través del cristalcon unos ojos gigantescosribeteados de blanco.

La mujer no despertará, nitampoco su marido, que duermejunto a ella. La sombra que caesobre la pareja no perturbará susueño. Y lo que viene a buscar lasombra, el bebé que espera dentrode la mujer dormida, no sentiránada.

La intrusión no rasga la piel ni

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viola célula alguna del niño o de lamadre.

Acaba en menos de un minuto.La sombra se retira.

Ahora no hay nadie más que elhombre, la mujer, el bebé que llevadentro, y el intruso que se hainstalado en el interior del bebé yque también duerme.

La mujer y el hombre sedespertarán por la mañana; el bebélo hará unos cuantos meses mástarde, al nacer.

El intruso que lleva dentro

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seguirá durmiendo y no despertaráhasta varios años después, cuandola desazón de la madre del niño y elrecuerdo de aquel sueño ya hayandesaparecido hace tiempo.

Cinco años después, en unavisita al zoo con su hijo, la mujerve un búho idéntico al de su sueño.La visión del búho la inquieta pormotivos que no logra comprender.

No es la primera vez que sueñacon búhos en la oscuridad.

Tampoco será la última.

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Los alienígenas son estúpidos.No hablo de los alienígenas de

verdad. Los Otros no son estúpidos.Los Otros nos sacan tanta ventajaque es como comparar al humanomás tonto con el perro más listo. Nohay color.

No, me refiero a los alienígenasque nos montamos en la cabeza.

Los que nos inventamos, los quellevamos inventándonos desde que

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nos dimos cuenta de que esas lucesque brillaban en el cielo eran solescomo el nuestro y probablementetenían planetas como el nuestrogirando a su alrededor. Ya sabes,los alienígenas que imaginamos, laclase de alienígenas que nosgustaría que nos atacaran:alienígenas humanos. Los has vistomillones de veces. Bajan en picadodesde el cielo en sus platillosvolantes para arrasar Nueva York,Tokio y Londres, o recorren elcampo en enormes máquinas

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parecidas a arañas mecánicas queescupen rayos láser; y la humanidadsiempre, siempre deja a un lado susdiferencias y se une para derrotar ala horda alienígena. David mata aGoliat y todos (salvo Goliat) se vana casa contentos.

Qué mierda.Es como si una cucaracha

ideara un plan para derrotar alzapato que se dispone a aplastarla.

No hay forma de saberlo aciencia cierta, pero apuesto lo quesea a que los Otros conocen a los

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alienígenas humanos que nosimaginábamos, y apuesto lo que seaa que les hicieron muchísimagracia. Seguro que se partieron elculo de risa; si es que tienen sentidodel humor... o culo. Seguro que serieron como nos reímos nosotroscuando un perro hace una moneríamuy tonta: «¡Ay, pero quémonísimos que son estos humanostan tontos! ¡Creen que pensamoscomo ellos! ¿No son adorables?».

Olvídate de platillos volantes,hombrecillos verdes y arañas

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mecánicas gigantes que escupenrayos mortíferos. Olvídate debatallas épicas con tanques y cazas,y de la victoria final de losindómitos e intrépidos luchadoreshumanos sobre el enjambre de ojossaltones. Está tan lejos de larealidad como su planetamoribundo del nuestro, lleno devida.

Lo cierto es que, en cuanto nosencontraron, podríamos habernosdado por muertos.

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A veces pienso que tal vez sea elúltimo ser humano de la Tierra.

Lo que significa que soy elúltimo ser humano del universo.

Sé que es una tontería: nopueden haberlos matado a todos...aún. Sin embargo, no me extrañaríanada que al final lo consiguieran.Entonces se me ocurre que eso es loque los Otros quieren que piense.

¿Recuerdas a los dinosaurios?

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Pues eso.Vale, probablemente no sea el

último ser humano de la Tierra,pero sí uno de los últimos.Completamente sola (y conbastantes probabilidades de seguirasí) hasta que la cuarta ola me barray acabe conmigo.

Es una de esas cosas en las quepienso por las noches. Ya sabes,pensamientos típicos de las tres dela madrugada, en plan: «Estoyjodida». Cuando me hago unovillito, tan asustada que no logro

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cerrar los ojos, y me ahoga unmiedo intenso, tanto que tengo querecordarme respirar y pedir a micorazón que siga latiendo. Cuandoel cerebro se me declara en huelgay empieza a patinar como un CDrayado. «Sola, sola, sola, Cassie,estás sola».

Así me llamo: Cassie.No Cassie por Cassandra, ni

Cassie por Cassidy. Es Cassie porCasiopea, la constelación, la reinaatada a su silla del cielo del norte;la que era bella, aunque vanidosa,

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de modo que el dios del mar,Poseidón, la subió a los cieloscomo castigo por presumir tanto. Sunombre significa «la de laspalabras excelsas» en griego.

Mis padres no sabían nada deese mito, pero les gustó el nombre.

Nadie me llamaba nuncaCasiopea, ni siquiera cuando aúnquedaba gente a mi alrededor quepudiera llamarme. Solo mi padre,cuando me tomaba el pelo, ysiempre con un acento italianopésimo: Casss-i-oo-peee-a. Me

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volvía loca. No me parecía nigracioso ni mono, y lo único queconseguía era que acabara odiandomi nombre. «¡Me llamo Cassie! —le chillaba—. ¡Solo Cassie!».Ahora daría lo que fuera poroírselo decir una vez más.

Cuando iba a cumplir los doce(cuatro años antes de la Llegada),mi padre me regaló un telescopiopor mi cumpleaños. Una frescanoche de otoño de cielo despejado,colocó el telescopio en el patio deatrás y me enseñó la constelación.

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—¿Ves que parece una uvedoble? —me preguntó.

—¿Por qué la llamaron así sitiene forma de uve doble? —repuse—. ¿Uve doble de qué?

—Bueno... No sé si secorresponderá con algún nombre —respondió con una sonrisa.

Mi madre siempre le decía queera su rasgo más atractivo, así quela usaba a menudo, sobre todocuando empezó a quedarse calvo.Ya sabes, para desviar la atenciónde su interlocutor hacia su sonrisa.

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—Total, ¡que la uve doblepuede ser por lo que quieras! ¿Quéte parece «windsurf»? ¿Y «wow»?¿«Wonder Woman»?

Me puso la mano en el hombromientras yo miraba a través de lalente las cinco estrellas que ardíana más de cincuenta años luz delpunto en que nos encontrábamos.Notaba el aliento de mi padre en lamejilla, cálido y húmedocomparado con el aire frío y secodel otoño. Su respiración tan cercay las estrellas de Casiopea tan

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lejos.Ahora las estrellas parecen

mucho más próximas: no diría queestán a más de los cuatrocientosochenta y dos mil billones dekilómetros que nos separan. Seencuentran lo bastante cerca paraque puedan tocarme y yo, a ellas.Tan cerca de mí como el aliento demi padre aquel día.

Eso suena a locura. ¿Me hevuelto loca? ¿He perdido lacabeza? Solo podemos saber quealguien está loco si hay un cuerdo

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con quien compararlo. Como elbien y el mal: si todo fuera bueno,nada sería bueno.

Buf, eso suena... a locura.Locura: la nueva normalidad.Supongo que podría llamarme

loca, porque solo hay una personacon quien puedo compararme: yomisma. No me refiero a la personaque soy ahora, la que tiembla dentrode una tienda de campaña en elbosque, demasiado asustada parasacar la cabeza del saco de dormir.No hablo de esta Cassie, sino de la

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Cassie que era antes de la Llegada,antes de que los Otros aparcaransus traseros alienígenas en nuestraórbita. La persona que era a losdoce años cuyos mayoresproblemas se reducían a tres: ladiminuta lluvia de pecas que lecubría la nariz, un pelo rizadoindomable y el chico guapo que,aun viéndola todos los días, nisiquiera se había percatado de suexistencia. La Cassie que empezabaa hacerse a la idea de la dolorosarealidad de que era normalita. De

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aspecto normalito. De notasnormalitas. Normalita en deportescomo el kárate y el fútbol. Dehecho, lo único excepcional en ellaera su extraño nombre (Cassie porCasiopea, cosa que, de todosmodos, tampoco sabía nadie) y elhecho de que podía tocarse la narizcon la punta de la lengua, habilidadque dejó de ser impresionante encuanto llegó al instituto.

Es probable que esté loca desdeel punto de vista de esa Cassie.

Y ella está loca desde mi punto

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de vista, lo tengo claro. A veces legrito, grito a esa Cassie de doceaños que se deprime por su pelo,por su nombre raro o por sernormalita. «¿Qué estás haciendo?—le grito—. ¿Es que no sabes loque se te viene encima?».

Sin embargo, eso no es justo. Laverdad es que no lo sabía, no podíahaberlo sabido, y esa fue su suerte yla razón por la que la echo tanto demenos, más que a nadie, si soysincera. Cuando lloro, cuando mepermito llorar, lloro por ella. No

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lloro por mí, sino por la Cassie queha desaparecido.

Y me pregunto qué pensaría esaCassie de mí.

De la Cassie que mata.

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No debía de ser mucho mayor queyo, dieciocho, puede quediecinueve años. Aunque, bueno,por lo que sé, igual teníasetecientos diecinueve. Han pasadocinco meses y ni siquiera estoysegura de si la cuarta ola eshumana, una especie de híbrido olos Otros en persona. De todosmodos, la verdad es que no creoque los Otros tengan el mismo

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aspecto que nosotros, hablen comonosotros y sangren como nosotros.Me gusta pensar que los Otrosson..., bueno, otros.

Fue en mi incursión semanal enbusca de agua. Hay un arroyo cercade mi campamento, pero mepreocupaba que estuvieracontaminado, ya fuera por algúnproducto químico, por aguas fecaleso por algún cadáver río arriba. Oque estuviera envenenado.Privarnos de agua potable sería unaforma excelente de barrernos por

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completo.Así que una vez a la semana me

echo al hombro mi fiel M16 y salgodel bosque a pie camino de lainterestatal. A dos kilómetros alsur, nada más tomar la salida 175,hay un par de gasolineras que tienentienda. Cargo con todas las botellasde agua que puedo, lo que no esmucho, ya que el agua pesa, y, antesde que caiga la noche, regreso atoda prisa a la autovía y a larelativa seguridad de los árboles.El mejor momento para moverse es

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el anochecer. Nunca he visto a unteledirigido a esas horas. Tres ocuatro durante el día y muchos máspor la noche, pero nunca alanochecer.

En cuanto entré por la puertadestrozada de la gasolinera supeque algo había cambiado. Enrealidad no vi nada distinto; latienda parecía estar exactamenteigual que la semana anterior: lasparedes cubiertas de grafiti, losestantes volcados, el suelo lleno decajas vacías y heces secas de rata,

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las cajas registradoras reventadas ylas neveras saqueadas. Era elmismo revoltijo apestoso ydesagradable por el que habíatenido que pasar semana trassemana durante el último mes parallegar a la zona de almacenaje dedetrás de las vitrinas refrigeradas.No lograba entender por qué lagente se había llevado las cervezas,los refrescos, el dinero de las cajasy los rollos de billetes de lotería y,sin embargo, había dejado allí losdos palés cargados de agua potable.

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¿En qué estaban pensando? ¿«Es elApocalipsis alienígena! ¡Corre,coge las cervezas!»?

El mismo caos de desperdicios,el mismo hedor a rata y a comidapodrida, el mismo remolino depolvo que se movíacaprichosamente bajo la luz turbiaque entraba por las sucias ventanas,y el desorden seguía en orden,intacto, como siempre.

Sin embargo...Había cambiado algo.Estaba en el pequeño charco de

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cristales rotos de la entrada de latienda. No lo vi, no lo oí, no lo olíni lo sentí, pero lo sabía.

Algo había cambiado.Hace mucho tiempo que los

humanos no son presas, puede queunos cien mil años. Sin embargo, enlo más profundo de nuestros genespermanece el recuerdo: la gacelasiempre alerta, el instinto delantílope. El viento que susurra entrela hierba. Una sombra que se mueveentre los árboles. Entonces aparecela vocecita que dice: «Shh, está

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cerca. Muy cerca».No recuerdo haberme

descolgado el M16 del hombro. Derepente lo tenía en las manos con elcañón hacia abajo y el seguroquitado.

«Cerca».Hasta entonces, el blanco más

grande al que había apuntado era unconejo, y en realidad había sido unaespecie de experimento paraasegurarme de que era capaz deusar el arma sin acabar pegándomeun tiro en alguna parte de mi

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anatomía. Una vez disparé porencima de la cabeza de unos perrossalvajes que se habían interesadomás de la cuenta por micampamento. Y otra disparé casi alcielo, apuntando a un diminutopunto reluciente de luz verde: era sunave nodriza, que se deslizaba porel cielo con la Vía Láctea de fondo.Vale, reconozco que fue unaestupidez. Como montar un cartelpublicitario con una flecha enormeseñalándome la cabeza junto a laspalabras: «¡EEEH, ESTOY AQUÍ!».

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Después del experimento delconejo (volé al pobre animalito enmil pedazos, convertí al ConejoBlanco en una masa irreconociblede tripas y huesos rotos), renuncié ala idea de usar el fusil para cazar.Ni siquiera hacía prácticas de tiro.En el silencio que se impuso en laTierra tras la cuarta ola, las balashacían más ruido que una bombaatómica.

De todos modos, el M16 eracomo mi amigo del alma. Siempre ami lado, incluso de noche, metido

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en el saco de dormir conmigo, fiel yleal. En la cuarta ola no puedesconfiar en que la gente siga siendogente, pero sí en que tu arma sigasiendo tu arma.

«Shh, Cassie, está cerca».«Muy cerca».Tendría que haber huido,

tendría que haberle hecho caso aesa vocecita que me hablaba. Esavocecita es más vieja que yo, másvieja que la persona más vieja quehaya existido nunca.

Debería haberle hecho caso.

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Sin embargo, en lugar de eso,me concentré en el silencio de latienda abandonada, escuchéatentamente. Algo estaba cerca. Mealejé un paso de la puerta y unpedazo de cristal roto crujióligeramente al pisarlo.

Entonces, el Algo hizo un ruido,un sonido entre tos y gemido.Procedía de la habitación trasera, lade detrás de los refrigeradores,donde estaba mi agua.

Y entonces ya no me hizo faltala vocecilla para saber lo que tenía

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que hacer. Era obvio, no habíavuelta de hoja: huir.

Sin embargo, no lo hice.La primera regla para

sobrevivir a la cuarta ola es noconfiar en nadie, sea cual sea suaspecto. Los Otros han acertado eneso... Bueno, en realidad hanacertado en todo. Da igual quealguien tenga el aspecto adecuado,diga las cosas adecuadas y actúejusto como esperas. ¿Acaso no fuela muerte de mi padre prueba deeso? Aunque el desconocido sea

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una ancianita tan dulce como tu tíaabuela Tilly y lleve un gatito enbrazos, no puedes estar seguro(nunca se sabe) de que no sea unode ellos, de que detrás de ese gatitono haya un 45 cargado.

No es inconcebible. Cuanto máspiensas en ello, más posible teparece. Hay que acabar con laancianita.

Es la parte más difícil. Si meparo a pensarlo, me dan ganas deesconderme en el saco de dormir,cerrar la cremallera y morir de

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hambre poco a poco. Si no puedesconfiar en nadie, no debes hacerlo.Mejor dar por sentado que la tíaTilly es uno de ellos en vez dearriesgarte a suponer que es otrosuperviviente como tú.

Es diabólico.Nos divide. Hace que resulte

más sencillo cazarnos yerradicarnos. La cuarta ola nosobliga a permanecer en soledad, aolvidarnos de que la unión hace lafuerza, hasta que, poco a poco, nosvolvemos locos por culpa del

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aislamiento, el miedo y la terribleespera de lo inevitable.

Así que no hui, no podía. Yafuera uno de ellos o una tía Tilly,tenía que defender mi territorio. Laúnica forma de seguir viva es seguirsola. Esa es la segunda regla.

Me dejé guiar por esa tos entresollozos o esos sollozos entre toses,como queramos llamarlo, hasta quellegué a la puerta que daba a lahabitación de atrás sin apenasrespirar, de puntillas.

La puerta estaba entreabierta,

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había el espacio justo para entrarde lado. Justo delante de mí, en lapared, había una estanteríametálica; a la derecha, el largopasillo estrecho que recorría la filade refrigeradores. Allí no habíaventanas. La única iluminaciónprocedía del pálido brillo naranjadel día que moría detrás de mí,aunque el resplandor bastaba paraproyectar mi sombra sobre el suelopegajoso. Me agaché, y mi sombrase agachó conmigo.

No podía ver el pasillo más allá

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del borde del refrigerador, pero oíaa alguien (o a algo) al otro extremo.Tosía, gemía y dejaba escaparaquellos sollozos húmedos.

«O está malherido o fingeestarlo —pensé—. O necesitaayuda o es una trampa».

A eso se ha reducido la vida enla Tierra desde la Llegada: o unacosa o la otra.

«O es uno de ellos y sabe queestás aquí o no es uno de ellos ynecesita tu ayuda».

En cualquier caso, tenía que

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levantarme y doblar aquellaesquina.

Así que me levanté.Y doblé la esquina.

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Estaba tirado en el suelo, con laespalda apoyada en la pared y laspiernas estiradas, a unos seismetros de mí. Tenía las piernaslargas y se agarraba el estómagocon una mano. Llevaba uniformemilitar y botas negras, e ibacubierto de porquería y de sangrereluciente. Había sangre por todaspartes: en la pared que tenía detrás,en el charco que manchaba el frío

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hormigón sobre el que estabasentado, en su uniforme, en su pelo,ya medio reseca... La sangredespedía un brillo oscuro, negracomo el alquitrán en la penumbra.

En la otra mano llevaba unapistola, y el cañón me apuntaba a lacabeza.

Lo imité: su pistola contra mifusil. Dedos doblados sobre losgatillos, el suyo y el mío.

Eso de que me apuntara con unarma no probaba nada. A lo mejorera un soldado herido que creía que

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yo era uno de los Otros.O tal vez no.—Suelta el arma —balbuceó.«Ni de coña».—¡Suelta el arma! —gritó, o

intentó gritar.Las palabras le salían débiles y

decrépitas, derrotadas por la sangreque le subía desde la tripa. Legoteaba del labio inferior, quecolgaba, tembloroso, sobre subarbilla sin afeitar. También teníalos dientes manchados de sangre.

Sacudí la cabeza. Yo estaba de

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espaldas a la luz y rezaba por queno viera lo mucho que tiritaba ni elmiedo que me asomaba a los ojos.No era un puñetero conejo lobastante estúpido para aparecer enmi campamento una mañanasoleada. Se trataba de una personao, al menos, lo parecía.

Lo curioso de matar es que nosabes si de verdad eres capaz dehacerlo hasta que lo haces.

Lo dijo por tercera vez, no tanalto como la segunda. Sonó asúplica.

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—Suelta el arma.La mano que sostenía la pistola

vaciló y la boca bajó un poco haciael suelo. No mucho, pero paraentonces mis ojos ya se habíanadaptado a la luz y distinguí unagota de sangre que se deslizaba porel cañón.

Entonces soltó el arma.Le cayó entre las piernas con un

fuerte ruido metálico. Despuéslevantó la mano vacía y la sostuvopor encima del hombro, con lapalma hacia fuera.

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—Vale —dijo, esbozandomedia sonrisa ensangrentada—, tetoca.

Sacudí la cabeza.—La otra mano —respondí,

esperando parecer más fuerte de loque me sentía.

Me habían empezado a temblarlas rodillas, me dolían los brazos yla cabeza me daba vueltas. Tambiénreprimía el impulso de salircorriendo. No sabes si eres capazde hacerlo hasta que lo haces.

—No puedo —contestó.

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—La otra mano.—Si muevo esta mano, me temo

que se me caerá el estómago.Ajusté la posición de la culata

del fusil contra mi hombro. Estabasudando, temblando, intentandopensar. «O una cosa o la otra,Cassie. ¿Qué vas a hacer, una cosao la otra?».

—Me muero —dijo sin más. Ala distancia a la que estaba, susojos no eran más que dos alfileresque reflejaban la luz—. Así quepuedes acabar conmigo o ayudarme.

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Sé que eres humana...—¿Cómo lo sabes? —me

apresuré a preguntar antes de que semuriera.

Si era un soldado de verdad, alo mejor sabía cuál era ladiferencia. Habría sido unainformación tremendamente útil.

—Porque, si no lo fueras, ya mehabrías disparado —respondió,sonriendo de nuevo.

Con la sonrisa, le salieronhoyuelos en las mejillas, y me dicuenta de lo joven que era. No era

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más que un par de años mayor queyo.

—¿Ves? Y tú también lo sabespor eso —añadió en voz baja.

—¿Saber el qué? —preguntémientras los ojos se me llenaban delágrimas.

La visión de su cuerpo, hechoun ovillo, temblaba ante mí, comoun reflejo en una casa de losespejos, pero no me atrevía a soltarel fusil para restregarme los ojos.

—Que soy humano. Si no lofuera, te habría disparado.

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Eso tenía sentido. O ¿teníasentido porque yo quería que lotuviera? A lo mejor había soltado elarma para persuadirme de que yosoltara la mía y, cuando lo hiciera,sacaría la segunda pistola quellevaba escondida bajo el uniformepara meterme una bala en elcerebro.

Eso es lo que han conseguidolos Otros: no te puedes unir a losdemás para luchar si no confías enellos. Y sin confianza no hayesperanza.

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¿Cómo se limpia la Tierra dehumanos? Arrebatándoles suhumanidad.

—Tengo que ver la otra mano—insistí.

—Te he dicho...—¡Tengo que ver la otra mano!

—grité, y ahí sí que se me rompióla voz, no pude evitarlo.

—¡Pues vas a tener quedispararme, zorra! —gritó él,perdiendo los nervios—.¡Dispárame ya de una vez!

Dejó caer la cabeza sobre la

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pared, abrió la boca y se le escapóun aullido de angustia que rebotó deuna pared a otra, del suelo al techo,hasta estrellarse al fin contra misoídos. No supe si gritaba de dolor ode desesperación, consciente deque yo no iba a salvarlo. Habíaperdido la esperanza, y eso es loque te mata, te mata antes de quemueras, mucho antes de que mueras.

—Si te la enseño —dijo,jadeando, meciéndose adelante yatrás sobre el hormigónensangrentado—... Si te la enseño,

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¿me ayudarás?No respondí. No respondí

porque no tenía respuesta.Funcionaba nanosegundo ananosegundo.

Así que lo decidió por mí. Noiba a dejarlos ganar, eso creoahora. No iba a abandonar laesperanza. Si eso lo mataba, almenos moriría con una pizca dehumanidad intacta.

Hizo una mueca y bajó despaciola mano izquierda. Ya casi habíaterminado el día, no había apenas

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luz y, la que quedaba, parecíaalejarse de su origen, de él, pasarjunto a mí y salir por la puertaentreabierta.

Tenía la mano cubierta desangre medio seca; era como sillevara un guante carmesí.

La raquítica luz le besó la manoy se reflejó en algo largo, delgado ymetálico, así que mi dedoretrocedió sobre el gatillo, el fusilme golpeó con fuerza el hombro yel cañón se me encabritó en la manoal vaciarse el cargador. Y oí a

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alguien gritar desde muy lejos, perono era él, era yo, yo y todos los quequedábamos con vida, si es quequedaba alguien más; todosnosotros, estúpidos humanosindefensos e impotentes, todosgritando porque lo habíamosentendido mal, lo habíamosentendido todo mal: ningúnenjambre alienígena descendía delos cielos en platillos volantes ograndes vehículos metálicos conpatas, como salidos de La Guerrade las Galaxias, ni eran E. T.

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arrugaditos y supermonos que soloquerían arrancar un par de hojas,comerse unos caramelos e irse acasa. No es así como acaba.

No acaba así, en absoluto.Acaba con los humanos

matándonos entre nosotros detrás deunos refrigeradores de cervezavacíos, a la moribunda luz de un díade finales de verano.

Me acerqué a él antes de quedesapareciera la luz. No paracomprobar que estuviera muerto —sabía que lo estaba—, sino porque

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quería ver qué llevaba en la manoensangrentada.

Era un crucifijo.

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Esa fue la última persona que vi.Las hojas ya caen por cientos y

las noches se han vuelto frías. Nopuedo quedarme en este bosque, nohay follaje que me oculte de losteledirigidos y no puedoarriesgarme a encender una fogata...Tengo que salir de aquí.

Sé adónde debo ir, lo sé desdehace tiempo. Hice una promesa, unade esas promesas que no se rompen

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porque, si lo haces, se rompe unaparte de ti, quizá la más importante.

Sin embargo, te dices cosascomo: «Primero necesito prepararalgo. No puedo entrar en la bocadel lobo sin un plan». O: «Es inútil,ya no tiene sentido. Has esperadodemasiado».

Por la razón que sea, no me heido antes. Debería habermemarchado la noche que maté alsoldado. No sé cómo acabó herido,no examiné el cadáver ni nada, cosaque tendría que haber hecho por

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muy asustada que estuviera. Esposible que se hiriera en unaccidente, pero lo más probable eraque alguien (o algo) le hubieradisparado. Y si alguien o algo lehabía disparado, ese alguien o esealgo seguía ahí fuera... A no ser queel soldado del crucifijo hubieseacabado con ella/él/ellos/ellas/ello.O el soldado era uno de ellos y elcrucifijo era un truco.

Es otra de las formas en quejuegan con nosotros: las inciertascircunstancias de una destrucción

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cierta. A lo mejor esa será la quintaola, el momento en que nos ataquendesde dentro convirtiendo nuestrasmentes en armas.

A lo mejor el último humano dela Tierra no morirá de hambre ni deexposición a las condicionesclimáticas, ni devorado poranimales salvajes.

A lo mejor el último en morir lohará a manos del últimosuperviviente.

«Vale, mejor no sigas por ahí,Cassie».

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Sinceramente, aunque quedarseaquí es un suicidio y tengo quecumplir mi promesa, no quieroirme. Este bosque ha sido mi hogardurante mucho tiempo. Conozcotodos los senderos, todos losárboles, todas las enredaderas ytodos los arbustos. Viví dieciséisaños en la misma casa y, a pesar deque no sé decir exactamente quéaspecto tenía mi patio trasero,puedo describir con todo lujo dedetalles cada hoja y cada rama deesta parte del bosque. No tengo ni

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idea de qué hay más allá de esosárboles, ni tampoco de los treskilómetros de interestatal querecorro cada semana paraabastecerme de provisiones.Supongo que mucho más de lomismo: ciudades abandonadas queapestan a aguas residuales y acadáveres podridos, casascalcinadas reducidas a loscimientos, perros y gatos salvajes, ycolisiones múltiples que cubrenkilómetros y kilómetros deautopista. Y cadáveres. Montones

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de cadáveres.Preparo la mochila. Esta tienda

de campaña ha sido mi hogardurante mucho tiempo, pero esdemasiado grande y tengo queviajar ligera. Solo lo básico: laLuger, el M16, la munición y mi fielcuchillo Bowie son los primeros dela lista. Saco de dormir, botiquín deprimeros auxilios, cinco botellas deagua, tres cajas de snacks de cecinaSlim Jim y algunas latas desardinas. Odiaba las sardinas antesde la Llegada. Ahora han empezado

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a gustarme de verdad. ¿Lo primeroque busco cuando entro en unatienda de alimentación? Sardinas.

¿Libros? Pesan y ocupan muchoespacio, y la mochila ya está areventar. Pero los libros mepueden. Igual que a mi padre.Después de que la tercera olaacabara con más de 3.500 millonesde personas, llenó nuestra casa demontones de libros. Mientras losdemás rebuscábamos agua potable ycomida, y almacenábamos armaspara la última batalla que

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estábamos seguros que seproduciría, papá salía con lacarretilla de mi hermano pequeñopara traerse libros a casa.

Ni se inmutaba con lasapabullantes cifras. El hecho de quehubiésemos pasado de siete milmillones de personas a un par decientos de miles en cuestión decuatro meses no minaba suconfianza en que la raza humanasobreviviría.

—Hay que pensar en el futuro—insistía—. Cuando esto acabe

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tendremos que reconstruir casitodos los aspectos de lacivilización.

Linterna solar.Cepillo y pasta de dientes.

Cuando llegue el momento, estoydecidida a morir con los dienteslimpios. Qué menos.

Guantes. Dos pares decalcetines, ropa interior, cajatamaño viaje de detergente Tide,desodorante y champú (morirélimpia, véase más arriba).

Tampones. Siempre estoy

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preocupada por mis reservas y porsi seré capaz de encontrar más.

Mi bolsa de plástico repleta defotos: papá; mamá; mi hermanopequeño, Sammy; mis abuelos;Lizbeth, mi mejor amiga; y una deBen Parish (alias el tío másimpresionante del mundo) querecorté de mi anuario escolarporque Ben iba a ser mi futuronovio y/o/puede que marido,aunque él no lo supiera. Ben apenasera consciente de mi existencia.Conocía a algunas de las personas

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que él conocía, pero estaba al finaldel todo, y ni siquiera había gradosde separación que nos separaran ninos unieran. La única pega de Benera su altura: me llevaba más dequince centímetros. Bueno, enrealidad ahora tiene dos pegas: sualtura y el hecho de que estémuerto.

Mi móvil. Se quedó frito en laprimera ola y no hay manera decargarlo. Además, las antenas nofuncionan y, aunque funcionaran, nohay nadie a quien llamar. Pero, ya

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sabes, es mi móvil.Cortaúñas.Cerillas. No enciendo fogatas,

pero quizá tenga que quemar ovolar lo que sea en algún momento.

Dos cuadernos de espiral conrayas, uno de tapa morada y otro detapa roja. Son mis coloresfavoritos, y además se trata de misdiarios. Es por eso que decía demantener la esperanza. Sinembargo, si finalmente soy la únicaque queda y no hay nadie paraleerlos, puede que algún alienígena

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los lea y sepa lo que pienso deellos. Por si eres un alienígena yestás leyendo esto:

QUE TE DEN.Mis Sugus, tras descartar los de

naranja. Tres paquetes de chiclesde menta. Mis últimos dos chupa-chups Tootsie Pops.

La alianza de mamá.El viejo y raído oso de peluche

de Sammy. No es que ahora seamío; no lo abrazo por la noche ninada de eso.

Eso es todo lo que me cabe en

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la mochila. Qué raro, parece a lavez mucho y poco.

Todavía queda espacio para unpar de libros de bolsillo, aunqueapenas. ¿Huckleberry Finn o Lasuvas de la ira? ¿Los poemas deSylvia Plath o el libro de ShelSilverstein que pertenecía aSammy? Es probable que llevarse aPlath no sea buena idea: esdeprimente. Silverstein es paracríos, pero todavía me hace sonreír.Me decido por Huckleberry(parece apropiado) y por Donde el

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camino se corta. Allí nos vemos,Shel. Sube a bordo, Jim.

Me echo la mochila a unhombro, el fusil al otro y bajo porel sendero que lleva a la autopista.No miro atrás.

Me detengo al llegar al final delos árboles. Un terraplén de seismetros baja hasta los carriles quevan en dirección sur; está cubiertode coches abandonados, ropa,bolsas de basura rotas y los restosquemados de tráileres que llevabande todo, desde gasolina a leche.

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Hay coches accidentados por todaspartes: algunos no se dieron másque golpes pequeños, mientras queotros se vieron involucrados enchoques en cadena que abarcankilómetros y más kilómetros de lainterestatal. El sol de la mañana serefleja en los cristales rotos.

No hay cadáveres. Estos cochesllevan aquí desde la primera ola,hace tiempo que sus dueños losabandonaron.

No murió mucha gente en laprimera ola, el gigantesco pulso

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electromagnético que atravesó laatmósfera justo a las once de lamañana del décimo día. Solo mediomillón, más o menos, según mipadre. Vale, medio millón parecemucha gente, pero en realidad no esmás que una gota en el vaso de lapoblación mundial. El número demuertos en la Segunda GuerraMundial fue cien veces mayor.

Y tuvimos algún tiempo paraprepararnos, aunque no supiéramosexactamente para qué nosestábamos preparando. Diez días

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desde que uno de los satélitesmandó las primeras fotos de la navenodriza pasando por delante deMarte hasta que lanzaron la primeraola. Diez días de caos. La leymarcial, sentadas en las NacionesUnidas, desfiles, fiestas en tejados,interminable parloteo en internet ycobertura veinticuatro horas al díade la Llegada en todos los mediosde comunicación. El presidente sedirigió a la nación... y despuésdesapareció en su búnker. ElConsejo de Seguridad convocó una

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sesión de emergencia a puertacerrada.

Un montón de gente se marchó,como nuestros vecinos, losMajewski. El sexto día llenaronhasta arriba su autocaravana y sepusieron en camino, se unieron a unéxodo en masa hacia otra parte,porque, por algún motivo, cualquierotra parte parecía más segura.Miles de personas se fueron a lasmontañas, al desierto o a lospantanos. Ya sabes, a otra parte.

La otra parte de los Majewski

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era Disney World. No fueron losúnicos, Disney batió todos losrécords de asistencia durante esosdiez días anteriores al pulso.

Papá le preguntó al señorMajewski: «¿Por qué DisneyWorld?». Y el señor Majewskirespondió: «Bueno, porque losniños no han estado nunca». Sus«niños» ya iban a la universidad.

Catherine, que había llegado acasa de su primer año en Baylor eldía anterior, me preguntó:«¿Adónde vais vosotros?».

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«A ninguna parte», respondí yo,y además no quería ir a ningunaparte. Seguía negándome aaceptarlo: fingía que toda esalocura de los alienígenas saldríabien, aunque no sabía cómo; tal vezfirmando un tratado de pazintergaláctico. O a lo mejor sehabían pasado a recoger un par demuestras de tierra y después seirían a casa. O quizás estaban devacaciones, como los Majewski,que se iban a Disney World.

—Tenéis que iros —me dijo

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ella—. Primero atacarán lasciudades.

—Supongo. Jamás se lesocurriría arrasar el Reino Mágico.

—¿Cómo preferirías morir? —me soltó Catherine—. ¿Escondidabajo la cama o montada en lamontaña rusa?

Buena pregunta.Mi padre dijo que el mundo se

estaba dividiendo en dos bandos:los que huyen y los que resisten.Los que huían se dirigieron a lascolinas... o a la montaña rusa de

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Disney World. Los que resistíancegaron las ventanas con tablas, seaprovisionaron de latas de comiday munición, y dejaron la tele puestaen el canal de la CNN 24 horas.

Durante esos primeros diezdías, no hubo mensajes de nuestrosaguafiestas galácticos. Niespectáculos de luces, ni aterrizajesfrente a la Casa Blanca, ni tipos deojos saltones, cabezas de culo ymonos plateados que exigían serllevados ante nuestro líder. Ni unasola cúpula reluciente dando

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vueltas mientras emite a todovolumen el idioma universal de lamúsica. Y no obtuvimos ningunarespuesta cuando enviamos nuestromensaje, que era algo así como:«Hola, bienvenidos a la Tierra.Esperamos que disfruten de suestancia. No nos maten, por favor».

Nadie sabía qué hacer.Supusimos que el Gobierno tendríaalguna idea, siempre tenían un planpara todo, así que imaginamos quehabría uno por si E. T. aparecía sininvitación ni previo aviso, como el

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primo rarito del que nadie quierehablar en la familia.

Hubo gente que se quedó encasa. Otra que huyó. Algunaspersonas se casaron. Otras sedivorciaron. Unos cuantos sepusieron a fabricar bebés. Otrostantos se suicidaron. Caminábamosde un lado a otro como zombis, sinexpresión alguna en el rostro,mecánicamente, incapaces decomprender la magnitud de lo quesucedía.

Ahora cuesta creerlo, pero mi

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familia, como la gran mayoría,siguió con su vida como si elacontecimiento más increíblementealucinante de la historia de lahumanidad no estuviera ocurriendojusto sobre nuestras cabezas. Mispadres iban a trabajar, Sammy iba ala guardería y yo iba a clase y ajugar al fútbol. Era todo tan normalque daba escalofríos. Al final delprimer día, todos los habitantes demás de dos años habían visto lanave nodriza de cerca unas milveces: ese enorme casco que emitía

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una luz verde grisáceo, tenía eltamaño de Manhattan y daba vueltasen círculo sobre la Tierra, a unos400 kilómetros de distancia. LaNASA anunció su plan: quitarle lasbolas de alcanfor a una de laslanzaderas espaciales que teníanalmacenadas y enviarla paraintentar establecer contacto.

«Vaya, suena bien —pensamos—. Este silencio es ensordecedor.¿Por qué han viajado miles demillones de kilómetros paraquedársenos mirando? Es una

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grosería».El tercer día salí por ahí con un

chico que se llamaba MitchellPhelps. Bueno, en realidadsimplemente salimos. La cita fue enmi patio de atrás por culpa deltoque de queda. Mitchell pasó porel Starbucks de camino a casa, asíque nos sentamos en el patio abeber lo que había comprado yfingimos no ver la sombra de mipadre paseándose por el salón.Mitchell se había mudado a laciudad unos días antes de la

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Llegada. Se sentaba detrás de mí enliteratura universal, y yo cometí elerror de prestarle mi rotuladorfluorescente. Así que, antes dedarme cuenta, ya me estabapidiendo salir, porque,naturalmente, una chica que tepresta un rotulador debe de creerque estás bueno. No sé por qué salícon él, no era tan guapo y tampocoresultaba tan interesante una veztraspasado el halo de chico nuevo.Además, obviamente, no era BenParish. Nadie lo era (excepto Ben

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Parish), de ahí el problema.Al tercer día, o te pasabas el

día hablando de los Otros oprocurabas no tocar el tema enabsoluto. Yo era de los del segundogrupo.

Mitchell, de los del primero.—¿Y si son como nosotros? —

me preguntó.Poco después de la Llegada,

todos los conspiranoicosempezaron a chismorrear sobreproyectos clasificados delGobierno o sobre el plan secreto

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para crear una crisis alienígenafalsa y poder así arrebatarnosnuestras libertades. Como supuseque Mitchell iba por ahí, gruñí.

—¿Qué? —preguntó—. No merefería a nosotros, nosotros. ¿Y sison nosotros en el futuro?

—Y es como en Terminator,¿no? —pregunté, poniendo los ojosen blanco—. Han venido paradetener la rebelión de las máquinas.O puede que ellos sean lasmáquinas. A lo mejor es Skynet.

—No creo —respondió él,

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como si yo lo hubiese dicho enserio—. Es la paradoja del abuelo.

—¿El qué? Y ¿qué demonios eseso de la paradoja del abuelo?

Lo había dicho dando porsentado que yo sabía lo que era,porque solo un idiota no lo sabría.Odio cuando la gente hace eso.

—Ellos, quiero decir, nosotros,no podemos viajar hacia atrás en eltiempo y cambiar algo. Si vas haciaatrás en el tiempo y matas a tuabuelo antes de que nazcas tú, nopodrías volver atrás en el tiempo

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para matar a tu abuelo.—Y ¿por qué ibas a querer

matar a tu abuelo? —preguntémientras retorcía la pajita de miFrapuccino de fresa para producirese ruido único que hacen laspajitas dentro de las tapas deplástico.

—El tema es que cambias lahistoria solo con aparecer —respondió, como si hubiese sido yola que había sacado el asunto de losviajes en el tiempo.

—¿Tenemos que hablar de

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esto?—¿De qué otra cosa vamos a

hablar? —preguntó a su vez,arqueando las cejas casi hasta laraíz del pelo.

Mitchell tenía unas cejas muypobladas, era una de las primerascosas de él en las que me habíafijado. También se mordía las uñas.Eso fue lo segundo en lo que mefijé. El cuidado de las cutículasdice mucho sobre una persona.

Saqué el móvil y envié unmensaje a Lizbeth: «AYUDA».

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—¿Tienes miedo? —mepreguntó Mitchell, intentandollamar mi atención o buscandoconsuelo.

Me miraba fijamente.—No, simplemente estoy

aburrida —mentí.Claro que tenía miedo. Sabía

que estaba siendo mala con él, perono podía evitarlo. Por algún motivoque no podía explicar, mecabreaba. A lo mejor estabacabreada conmigo misma poraceptar salir con un chico que en

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realidad no me interesaba. O tal vezestaba cabreada con él por no serBen Parish, y eso no era culpa suya.Pero daba igual.

«¿K T AYUDE CON K?»,respondió Lizbeth.

—Me da igual de qué hablemos—dijo Mitchell.

El chico miraba hacia el macizode rosas mientras le daba vueltas alos posos del café y su rodilla seagitaba arriba y abajo bajo la mesacon tanta fuerza que me temblaba lataza.

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«CON MITCHELL», le dije aLizbeth, pensando que no hacía faltaañadir nada más.

—¿Con quién hablas? —mepreguntó él.

«T DIJE K NO SALIERAS CON EL».—Con nadie que conozcas —

respondí.«NO SE PK DIJE K SI».—Podemos ir a alguna parte —

propuso Mitchell—. ¿Quieres veruna peli?

—Hay toque de queda —lerecordé.

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Nadie podía estar en la calledespués de las nueve, salvovehículos militares y deemergencia.

«:D PARA PONER A BENCELOSO».

—¿Estás mosqueada o algo?—No, ya te he dicho lo que era.Él frunció los labios, frustrado.

No sabía qué decir.—Solo intentaba averiguar

quiénes son —explicó.—Tú y todos los demás

habitantes del planeta —respondí

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—. Nadie lo sabe de verdad, yellos no nos lo dicen, así que todoel mundo se pone a inventarseteorías, y eso no sirve de nada.Puede que sean hombres ratón delespacio que vienen del PlanetaQueso y buscan nuestro provolone.

«BP NO SABE K EXISTO», leescribí a Lizbeth.

—No sé si lo sabrás, pero es demala educación escribir mensajesmientras intento mantener unaconversación contigo —comentóMitchell.

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Tenía razón, así que me guardéel móvil en el bolsillo y mepregunté qué me estaría pasando. Lavieja Cassie nunca lo habría hecho.Los Otros ya me estabancambiando; me estabanconvirtiendo en algo distinto, peroyo quería fingir que no habíacambiado nada, y menos yo.

—¿Te has enterado? —mepreguntó, volviendo al tema que yale había dicho que me aburría—.Están construyendo una zona deaterrizaje.

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Me había enterado. Laconstruían en Death Valley. Sí,señor, eso es: en el valle de laMuerte.

—Yo creo que no es muy buenaidea —dijo—. Eso de darles así labienvenida.

—¿Por qué no?—Ya han pasado tres días. Tres

días, y se han negado a establecercontacto. Si son amistosos, ¿por quéno han saludado todavía?

—A lo mejor son tímidos —respondí, y empecé a retorcerme un

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mechón de pelo, tirando de élsuavemente para sentir ese dolorcasi agradable.

—Como los chicos nuevos —dijo el chico nuevo.

No debe de ser fácil ser elchico nuevo. Pensé que tenía quedisculparme por haber sido tanmaleducada.

—Antes no me he portado bien—reconocí—. Lo siento.

Puso cara de desconcierto. Élestaba hablando de alienígenas, node sí mismo, y entonces voy y digo

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algo sobre mí, lo que no tenía nadaque ver con ninguna de las doscosas.

—No pasa nada, ya había oídoque no sales mucho con chicos.

Ay.—¿Qué más has oído? —

pregunté, consciente de que era unade esas cosas que no quieres saber,pero que debes preguntar de todosmodos.

Él le dio un trago al café conleche por el agujerito de la tapa deplástico.

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—No mucho, tampoco es quehaya investigado.

—Preguntaste y te dijeron queyo no salía mucho con chicos.

—Solo comenté que estabapensando en pedirte una cita, y mecontaron que eras bastante guay.Después pregunté que cómo eras yme contestaron que eras simpática,pero que no me emocionarademasiado porque estabas coladapor Ben Parish...

—¿Que te dijeron qué? ¿Quiénte dijo eso?

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—No recuerdo el nombre de lachica —respondió, encogiéndosede hombros.

—¿Fue Lizbeth Morgan? —insistí mientras pensaba en matarla.

—No sé cómo se llama.—¿Cómo era?—Pelo largo, castaño. Gafas.

Creo que se llama Carly o algo así.—No conozco a ninguna...Dios mío, una tal Carly a la que

ni siquiera conocía sabía lo míocon Ben Parish... o más bien que notenía nada con Ben Parish. Y si esa

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«Carly o algo así» lo sabía, seguroque lo sabía todo el mundo.

—Pues se equivocan —balbuceé—. No estoy colada porBen Parish.

—A mí me da igual.—Pero a mí no.—Me parece que esto no

funciona. Cada vez que digo algo ote aburro o te cabreo.

—No estoy cabreada —respondí de mala manera.

—Vale, error mío.Sin embargo, no lo era, y el

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error fue mío por no explicarle quela Cassie que conocía no era laCassie de antes, la Cassie anterior ala Llegada, la que no le haría dañoni a una mosca. No estabapreparada para reconocer laverdad: que el mundo no era loúnico que había cambiado con laaparición de los Otros; quenosotros también habíamoscambiado; que yo había cambiado.En cuanto vi la nave nodrizaemprendí un camino que mellevaría a la parte de atrás de una

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tienda de comestibles, detrás deunos refrigeradores de cervezavacíos. Esa noche con Mitchell nofue más que el principio de mievolución.

Mitchell tenía razón al decirque los Otros no se habían pasado asaludar. La víspera de la primeraola, el físico teórico más importantedel mundo, uno de los tíos máslistos del planeta (eso es lo quepusieron en pantalla bajo su cabezaparlante: «UNO DE LOS TÍOS MÁSLISTOS DEL PLANETA»), salió en la

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CNN y dijo: «Este silencio no meda muchos ánimos. No se me ocurreninguna razón positiva que loexplique. Me temo que nos esperaalgo más parecido a lo sucedidocuando Cristóbal Colón llegó porprimera vez a América que a unaescena de Encuentros en la tercerafase, y todos sabemos cómo les fuea los nativos americanos».

Me volví hacia mi padre y ledije:

—Deberíamos lanzarles unmisil nuclear.

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Tuve que alzar la voz parahacerme oír por encima de la tele.Cuando daban las noticias, mipadre siempre subía el volumen almáximo para que no le molestara eltelevisor que mi madre teníaencendido en la cocina. A ella legustaba ver la TLC mientrascocinaba. Yo lo llamaba la guerrade los mandos.

—¡Cassie! —exclamó.Estaba tan sorprendido que

apretó los dedos de los pies dentrode sus calcetines blancos de

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deporte. Él había crecido viendoEncuentros en la tercera fase , E.T.y Star Trek , así que se tragaba laidea de que los Otros habíanllegado para liberarnos de nosotrosmismos. Acabarían con el hambre ylas guerras, erradicarían lasenfermedades, nos desvelarían lossecretos del universo.

—Podría ser el siguiente pasode la evolución, ¿es que no loentiendes? Un gran paso adelante.Un paso enorme —me aseguró, yme dio un abrazo para consolarme

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—. Tenemos mucha suerte de estaraquí para verlo.

Después añadió como si nada,como si hablara de cómo arreglaruna tostadora:

—Además, un dispositivonuclear no sirve de mucho en elvacío del espacio. No hay nada quetransmita la onda expansiva.

—Entonces, ¿ese cerebrito de latele es un mentiroso de mierda?

—Cuidado con esa boca,Cassie —me reprendió—. Tienederecho a expresar su opinión, pero

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no es más que eso, una opinión.—Pero ¿y si acierta? ¿Qué pasa

si esa cosa de ahí arriba es suversión de la Estrella de la Muerte?

—¿Van a cruzar medio universopara hacernos volar en milpedazos? —repuso mientras medaba palmaditas en la pierna ysonreía.

Mi madre subió el volumen dela tele de la cocina, así que él subióel doble el sonido de la del salón.

—Vale, pero ¿qué me dices deuna horda mongola intergaláctica,

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como decía él? —insistí—. A lomejor han venido paraconquistarnos, meternos enreservas, esclavizarnos...

—Cassie, que algo pueda pasarno quiere decir que vaya a pasar.De todos modos, sonespeculaciones. Las de este tipo,las mías... Nadie sabe por qué estánaquí. ¿No es igual de probable quehayan venido desde tan lejos parasalvarnos?

Cuatro meses después de decireso, mi padre estaba muerto.

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Se equivocaba con respecto alos Otros. Y yo también. Del mismomodo que «uno de los tíos máslistos del planeta».

No querían salvarnos, nitampoco esclavizarnos ni meternosen reservas.

Solo querían matarnos.A todos.

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Estuve bastante tiempo dudandosobre si viajar de día o de noche.La oscuridad es lo mejor si tepreocupan ellos, pero la luz del díaes preferible si quieres detener a unteledirigido antes de que te detecte.

Los teledirigidos aparecieron alfinal de la tercera ola. Tienen formade puro, son de color gris mate, y sedeslizan a toda velocidad y ensilencio por el aire, a cientos de

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metros de altura. A veces surcan elcielo sin pararse. Otras dan vueltasen círculo, como águilas ratoneras.Pueden cambiar de dirección en uninstante y detenerse de golpe, pasarde Mach 2 a cero en menos de unsegundo. Por eso supimos que losteledirigidos no eran nuestros.

Averiguamos que no llevaban anadie dentro (ni persona ni Otro)porque uno de ellos se estrelló aunos tres kilómetros de nuestrocampo de refugiados. Se oyó unestallido cuando rompió la barrera

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del sonido, soltó un chillidoensordecedor cuando descendióhacia la tierra, y el suelo temblócuando se estrelló en un maizal enbarbecho. Un equipo dereconocimiento se dirigió a la zonadel accidente para echar un vistazo.Vale, en realidad no era un equipo,sino papá y Hutchfield, el tío almando del campo. Al volverinformaron de que el cacharroestaba vacío. ¿Seguro? A lo mejorel piloto había huido antes delimpacto. Mi padre dijo que el

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artefacto estaba lleno deinstrumentos, que no había sitiopara un piloto. «A no ser que midancinco centímetros de altura»,añadió, lo que hizo reír a todo elmundo. De algún modo, pensar quelos Otros eran unas criaturas decinco centímetros, estiloBorrowers, hacía el horror menoshorrible.

Decidí viajar de día, así podíavigilar el cielo con un ojo y el suelocon el otro. Lo que acabé haciendofue mover la cabeza arriba y abajo,

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arriba y abajo, de izquierda aderecha, y de nuevo arriba, como sifuera una groupie en un conciertode rock, hasta que me mareé y seme revolvió un poco el estómago.

Además, por la noche no solohay que preocuparse de losteledirigidos. También están losperros salvajes, los osos y loslobos que bajan desde Canadá, eincluso puede que algún león oalgún tigre que se haya escapado deun zoo. Lo sé, lo sé, suena a chistede El mago de Oz: ¿y qué?

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Aunque no creo que la cosasaliera demasiado bien, imaginoque tendría más posibilidadescontra uno de ellos a la luz del día.O incluso si tuviera que vérmelascon uno de los míos, en caso de queno sea la última. ¿Qué pasa si metropiezo con otro superviviente quedecide que lo más sensato es ir enmodo soldado del crucifijo contratodo aquel que se encuentre?

Eso me hace pensar en lo quedebería considerar yo más sensato.Me pregunto (y no es la primera

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vez) por qué narices no nosinventamos un código, un apretónde manos secreto o algo así antesde que aparecieran los Otros, algoque nos identificara como losbuenos. No había forma de saberque aparecerían ellos, peroestábamos bastante seguros de quetarde o temprano algo lo haría.

Cuesta hacer planes para lo queocurrirá cuando se trata de algo queno planeabas.

Decidí que lo mejor era verlosprimero, ocultarme, nada de

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confrontaciones. ¡Se acabaron lossoldados con crucifijos!

Hace un día soleado y sinviento, pero frío. Cielo despejado.Caminar, mover la cabeza arriba yabajo, a un lado y a otro, con lamochila golpeándome uno de losomóplatos y el fusil, el otro;caminar por el borde exterior de lamediana que separa el carril que vaal sur del que va al norte,detenerme cada cuatro pasos paramirar atrás y examinar el terreno.Una hora. Dos. Y no he recorrido ni

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un par de kilómetros.Lo más espeluznante, más que

los coches abandonados, el crujidodel metal aplastado y el brillo delos cristales rotos al sol de octubre,más que la basura y la porqueríatirada por la mediana,prácticamente oculta por la hierbaque llega hasta las rodillas, demodo que al andar parece llena debultos, de verrugas, lo másespeluznante, decía, es el silencio.

Ya no se oye el zumbido.Seguro que recuerdas el

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zumbido.A no ser que hayas crecido en

lo alto de una montaña o vivido enuna cueva toda la vida, el zumbidosiempre ha estado a tu alrededor.Eso era la vida. Era el mar en elque nadábamos. El ruido constantede todas las cosas fabricadas parahacernos la vida más fácil y unpoco menos aburrida. La canciónmecánica. La sinfonía electrónica.El zumbido de todas las cosas y detodas las personas. Ya no está.

Este es el sonido de la Tierra

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antes de que la conquistáramos.A veces, cuando estoy en mi

tienda, por la noche, me parece oíra las estrellas arañar el cielo. Tantosilencio hay. Al cabo de un rato meresulta casi insoportable. Quierogritar a todo pulmón, quiero cantar,chillar, patear el suelo, dar palmas,lo que sea con tal de proclamar mipresencia. Las palabras queintercambié con el soldado fueronlas primeras que había pronunciadoen semanas.

El zumbido murió el décimo día

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de la Llegada. Estaba sentada en latercera hora de clase enviándole aLizbeth el último mensaje queenviaría con el móvil. No recuerdoexactamente lo que decía.

Once de la mañana. Un cálido ysoleado día de principios deprimavera. Un día para garabatear,soñar y desear estar en cualquierparte que no fuera la clase decálculo de la señorita Paulson.

La primera ola se desplegó sinmucha fanfarria. No fueespectacular. No causó sorpresa ni

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conmoción.Simplemente, las luces se

apagaron.El proyector de la señorita

Paulson murió.La pantalla de mi móvil se

quedó en blanco.Alguien chilló en la parte de

atrás del aula. Típico, da igual aqué hora del día suceda: si se vanlas luces, alguien grita como si eledificio se derrumbara.

La señorita Paulson nos pidióque nos quedásemos sentados. Esa

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es otra de las cosas que hace lagente cuando se va la luz: se levantade un salto para... ¿qué? Es raro.Estamos tan acostumbrados a laelectricidad que, cuando se va, nosabemos qué hacer. Así que noslevantamos de un salto, chillamos oempezamos a balbucear comoidiotas. Nos entra el pánico. Escomo si alguien nos quitara eloxígeno. Sin embargo, con laLlegada la reacción fue aún peor.Después de pasar diez días con elalma en vilo, a la espera de que

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suceda algo sin que suceda nada,estás con los nervios de punta.

Así que cuando nosdesenchufaron, nos descontrolamosun poco más de lo normal.

Todos empezaron a hablar a lavez. Anuncié que mi móvil estabafrito, y los demás sacaron susmóviles fritos. Neal Croskey, queestaba sentado al fondo del aulaescuchando su iPod mientras laseñorita Paulson daba la clase, sesacó los auriculares de las orejas ypreguntó en voz alta por qué se

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había parado la música.Lo siguiente que haces cuando

te desenchufan, después delmomento de pánico, es correr a laventana más cercana. No sabesexactamente por qué. Es eseimpulso de averiguar lo que estápasando. El mundo funciona defuera hacia dentro, así que si lasluces se apagan, mira fuera.

Y la señorita Paulson se movíasin rumbo fijo entre los alumnosapiñados junto a las ventanas.

—¡Silencio! Volved a vuestro

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sitio. Estoy segura de que habrá unanuncio...

Y lo hubo, más o menos unminuto después. Aunque no por elintercomunicador, ni emitido por elseñor Faulks, el subdirector, sinoprocedente del cielo, de ellos. Enforma de un 727 que se precipitódando tumbos hacia la Tierra desdeuna altura de tres mil metros hastaque desapareció detrás de unosárboles y estalló, produciendo unabola de fuego que me recordó a lanube en forma de champiñón de una

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explosión nuclear.«¡Eh, terrícolas, que empiece la

fiesta!».Lo normal habría sido que,

después de ver algo así,corriéramos todos a escondernosbajo los pupitres. No lo hicimos.Nos arremolinamos frente a laventana y examinamos el cielodespejado en busca del platillovolante que tenía que haberderribado el avión. Tenía que serun platillo volante, ¿no? Sabíamoscómo funcionaba una invasión

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alienígena de calidad: platillosvolantes navegando a todavelocidad por la atmósfera, conpelotones de F-16 en los talones,misiles tierra-aire y balastrazadoras saliendo de losbúnkeres. De una manera irreal yenfermiza, queríamos ver algo así,habría sido una invasión alienígenaabsolutamente normal.

Durante media hora esperamosjunto a las ventanas. Nadie decíagran cosa. La señorita Paulson nospidió que volviéramos a los

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asientos, pero no le hicimos caso.No habían transcurrido ni treintaminutos desde el inicio de laprimera ola y el orden social yaempezaba a resquebrajarse. Lagente seguía mirando sus móviles.No éramos capaces de relacionar lacaída del avión con las luces que seapagaban, los móviles que morían yel reloj de la pared, cuya manecillagrande se había quedado paralizadaen las doce y la pequeña, en lasonce.

Entonces se abrió la puerta de

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golpe, y el señor Faulks nos pidióque fuésemos al gimnasio. A mí mepareció lo más inteligente delmundo: meternos a todos en elmismo sitio para que losalienígenas no tuvieran que gastarmucha munición.

Así que salimos en tropel haciael gimnasio y nos sentamos en lasgradas, casi a oscuras, mientras eldirector se paseaba de un lado aotro, deteniéndose de vez en cuandopara gritarnos que nos estuviésemosquietos y esperásemos a que

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llegaran nuestros padres.¿Qué pasaba con los alumnos

que tenían el coche en el instituto?¿No se podían ir?

«Vuestros coches nofuncionan», respondió.

¿Qué coño...? ¿Qué quiere decircon que nuestros coches nofuncionan?

Pasó una hora. Después, dos.Estaba sentada al lado de Lizbeth.No hablamos mucho y, cuando lohicimos, susurramos. No teníamosmiedo; estábamos escuchando por

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si oíamos algo. No sé bien quépretendíamos oír, pero era comoese silencio antes de que las nubesse abran y empiece la tormenta.

—A lo mejor es esto —susurróLizbeth.

Se restregó la nariz con airenervioso y se metió las uñas, quellevaba pintadas, en el pelo teñidode rubio. Daba golpecitos con elpie en el suelo. Después se pasó layema del dedo por el párpado,porque hacía nada que llevabalentillas y le molestaban mucho.

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—Algo es —susurré.—Quiero decir, que a lo mejor

esto es todo; ya sabes, el fin.No dejaba de sacar la batería

del móvil y volverla a meter.Supongo que era mejor que nohacer nada.

Empezó a llorar, así que lequité el móvil y le di la mano. Miréa mi alrededor y vi que no era laúnica que lloraba. Había algunoschicos que rezaban. Y otros hacíanambas cosas: llorar y rezar. Losprofesores estaban reunidos junto a

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las puertas del gimnasio formandoun escudo humano por si lascriaturas del espacio exteriordecidían atacar el gimnasio.

—Quería hacer tantas cosas...—dijo Lizbeth—. Ni siquiera lohe... —empezó, pero tuvo queahogar un sollozo—. Ya sabes.

—Me da la impresión de queahora mismo hay un montón de «yasabes». Seguramente debajo deestas gradas.

—¿Tú crees? —preguntó,secándose las mejillas con la palma

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de la mano—. ¿Y tú?—¿Sobre el «ya sabes»? —

pregunté a mi vez.No me importaba hablar de

sexo; mi problema era hablar desexo cuando tenía que ver conmigo.

—Venga, sé que no has llegadoal «ya sabes». ¡Dios! No piensohablar de eso.

—Creía que lo estábamoshaciendo.

—¡Estoy hablando de nuestrasvidas, Cassie! Dios mío, ¡podríaser el fin del mundo y tú solo

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quieres hablar de sexo!Me quitó el móvil y se puso a

toquetear la tapa de la batería.—Y por eso deberías decírselo

ya —añadió mientras se tiraba delos cordones de la capucha de lasudadera.

—¿Decirle el qué a quién? —pregunté, a pesar de saber muy biena qué se refería; intentaba ganartiempo.

—¡A Ben! Deberías decirle loque sientes. Lo que sientes desdetercero.

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—Es una broma, ¿no? —respondí, ruborizada.

—Y después deberías acostartecon él.

—Cállate, Lizbeth.—Es la verdad.—No he vuelto a querer

acostarme con Ben Parish desdetercero —susurré.

¿Tercero? Miré hacia ella paraver si de verdad estabaescuchándome. Al parecer, no loestaba.

—Yo en tu lugar iría directa

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hacia él y diría: «Creo que esto esel fin, es el fin y no pienso morir enel gimnasio del instituto sinhaberme acostado antes contigo». Y¿sabes lo que haría después?

—¿El qué? —pregunté mientrasreprimía una carcajada alimaginarme la cara de Ben.

—Me lo llevaría fuera, al jardínde flores, y me acostaría con él.

—¿En el jardín?—O en el vestuario —sugirió

mientras agitaba la mano como locapara abarcar todo el instituto... o

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puede que todo el mundo—. El sitioda igual.

—El vestuario apesta —respondí, y me quedé mirando lasilueta de la maravillosa cabeza deBen Parish, que estaba sentado dosfilas más abajo—. Esas cosas solopasan en las pelis.

—Sí, no es nada realista, nocomo lo que está pasando ahora.

Tenía razón, no era nadarealista. Ninguno de los escenarios:ni la invasión alienígena de laTierra ni que Ben Parish me

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invadiera a mí.—Por lo menos podrías decirle

lo que sientes —añadió, leyéndomela mente.

¿Podría? Sí. ¿Lo haría algunavez? Bueno...

Y nunca lo hice. Esa fue laúltima vez que vi a Ben Parish,sentado a oscuras en el sofocantegimnasio (¡Sede de los Hawks!),dos filas más abajo, y estaba deespaldas a mí. Seguramente moriríaen la tercera ola, como casi todo elmundo; y nunca le dije lo que

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sentía. Podría haberlo hecho. Él meconocía, se sentaba detrás de mí enun par de clases.

Es probable que no se acuerde,pero cuando éramos un poco máspequeños íbamos a clase en elmismo autobús, y una tarde lo oícomentar que su hermana pequeñahabía nacido el día anterior, así queme volví y le dije: «¡Mi hermanonació la semana pasada!». Y élrespondió: «¿En serio?». No entono sarcástico, sino como sipensara que la coincidencia molara,

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y durante un mes, más o menos,pensé que teníamos una conexiónespecial gracias a los bebés.Después llegamos al instituto, él seconvirtió en el receptor estrella delequipo, y yo, en otra chica más delas que lo observaban desde lasgradas. Lo veía en clase o en elpasillo y, a veces, tenía quereprimir el impulso de correr haciaél y decirle: «Hola, soy Cassie, lachica del autobús. ¿Te acuerdas delos bebés?».

Lo más gracioso es que

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probablemente se hubieraacordado. Ben Parish no secontentaba con ser el tío más buenodel instituto, sino que, paraatormentarme con su perfección,también insistía en ser uno de losmás listos. ¿He mencionado ya queera amable con los animalitos y losniños? Su hermana pequeña estabaen las bandas durante todos suspartidos y, cuando ganamos el títulode la región, Ben corriódirectamente hacia la banda, sesubió a la cría en hombros y abrió

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el desfile por las pistas con ellaencima, saludando a la multitudcomo si fuera la reina del baile.

Ah, y otra cosa más: tenía unasonrisa de infarto. No me tires de lalengua.

Después de pasar otra hora enaquel gimnasio oscuro y sofocante,vi aparecer por la puerta a mipadre. Me saludó brevemente conla mano, como si viniese todos losdías al instituto para llevarme acasa después de un ataquealienígena. Abracé a Lizbeth y le

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dije que la llamaría en cuanto losteléfonos volvieran a funcionar.Todavía practicaba el pensamientopreinvasión. Ya sabes, se va laelectricidad, pero siempre vuelve.Así que me limité a darle un abrazoy no recuerdo haberle dicho que laquería.

Salimos fuera y pregunté:«¿Dónde está el coche?».

Y mi padre dijo que el coche nofuncionaba, que no funcionabaningún coche. Las calles estabanabarrotadas de coches parados,

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además de autobuses, motos ycamiones. En todas las manzanasnos encontramos con choques yaccidentes múltiples, con cochesestampados contra las farolas osobresaliendo de los edificios.Mucha gente se quedó atrapadacuando nos golpeó el pulsoelectromagnético; los cierresautomáticos de las puertas nofuncionaban, así que tuvieron queromper las ventanillas de suscoches o quedarse allí sentados a laespera de que alguien los rescatara.

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La gente herida que todavía podíamoverse se arrastró hasta lascunetas y las aceras para esperar alos sanitarios, pero no llegóninguno porque las ambulancias, loscamiones de bomberos y los cochesde policía tampoco funcionaban.Todo lo que necesitaba baterías oelectricidad, o tenía motor murió alas once de la mañana.

Mi padre hablaba mientrascaminaba aferrado a mi muñeca,como si temiera que algo bajara enpicado del cielo y se me llevara.

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—No funciona nada. No hayelectricidad, ni teléfonos, ni aguacorriente...

—Hemos visto estrellarse unavión.

—Seguro que han caído todos—respondió, asintiendo con lacabeza—. Cualquier cosa queestuviera en el cielo cuando lolanzaron: reactores caza,helicópteros, transportes detropas...

—¿Cuando lanzaron el qué?—El pulso electromagnético. Si

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generas uno lo bastante grandeacabas con toda la red.Electricidad, comunicaciones,transporte, cualquier cosa que vueleo se conduzca se queda frita.

Había dos kilómetros y mediodel instituto a casa. Los doskilómetros y medio más largos demi vida. Era como si un telónhubiese caído sobre el mundo, untelón pintado para parecerse a loque escondía. Sin embargo, sepodía atisbar algo: en el telón habíapequeños resquicios que te

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permitían ver que debajo algo ibamuy mal. Como que toda la genteestuviera en sus porches,sosteniendo los móviles muertos enlas manos, mirando el cielo, oinclinada sobre los capós abiertosde los coches, toqueteando loscables, porque eso es lo que hacescuando se te para el coche:toquetear los cables.

—Pero no pasa nada —me dijomi padre mientras me apretaba lamuñeca—. No pasa nada. Es muyprobable que nuestros sistemas de

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respaldo sigan funcionando, y estoyseguro de que el Gobierno tiene unplan de contingencia, basesprotegidas, esas cosas.

—Y ¿cómo encaja lo dedejarnos sin electricidad en el plande los alienígenas para ayudarnoscon el siguiente paso de nuestraevolución, papá?

Me arrepentí nada más haberlodicho, pero estaba de los nervios.Él no se lo tomó mal; me miró ysonrió para tranquilizarme antes dedecir: «Todo saldrá bien». Porque

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eso es lo que yo quería que dijera ylo que él quería decir, y eso es loque haces cuando cae el telón:pronuncias la frase que el públicoquiere escuchar.

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Alrededor de las doce delmediodía, todavía en plena misiónde cumplir mi promesa, me detuvepara beber agua y comerme unpaquete de cecina Slim Jim. Cadavez que me como un Slim Jim, unalata de sardinas o cualquier cosaprecocinada, pienso: «Bueno, unomenos en el mundo». Mordisco amordisco van desapareciendo laspruebas de nuestro paso por la

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Tierra.He decidido que uno de estos

días reuniré el valor suficiente paraatrapar un pollo y retorcerle eldelicioso pescuezo. Mataría poruna hamburguesa con queso. Enserio. Si me tropezara con alguienque se estuviera comiendo una, lomataría para quitársela.

Hay muchas vacas por aquí.Podría pegarle un tiro a una ytrincharla con mi Bowie. Estoybastante segura de que no mecostaría matar a una vaca. Lo difícil

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sería cocinarla. Encender unafogata, aunque sea a plena luz deldía, es la forma más segura deinvitar a los Otros a la barbacoa.

Una sombra sale disparada porla hierba a unos once metros de mí.Echo la cabeza atrás y me la golpeocon fuerza contra el lateral delHonda Civic en el que me habíaapoyado para disfrutar delaperitivo. No ha sido unteledirigido, sino un pájaro, unagaviota, para más señas, que volababajo sin apenas batir las alas

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extendidas. Me estremezco de asco:odio los pájaros. No los odiabaantes de la Llegada, ni después dela primera ola, ni tampoco tras lasegunda, que, en realidad, tampocome afectó tanto.

Pero después de la terceraempecé a odiarlos. No era culpa deellos, lo sabía. Es como si unhombre que está frente al pelotón defusilamiento odiara las balas. Detodos modos, no puedo evitarlo.

Los pájaros son una mierda.

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Después de tres días por lacarretera ya tengo claro que loscoches son como animalesgregarios.

Vagan en grupo. Mueren engrupo. Hay aglomeraciones decoches destrozados,aglomeraciones de atascos. Delejos brillan como gemas. Y, derepente, el grupo termina. Lacarretera permanece vacía durante

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varios kilómetros. Solo estamos elrío de asfalto que atraviesa undesfiladero de árboles mediodesnudos, cuyas hojas arrugadas seaferran desesperadamente a lasoscuras ramas, y yo. Estamos lacarretera, el cielo desnudo, la altahierba marrón y yo.

Estos tramos vacíos son lospeores. Los coches sirven deprotección y de refugio. Duermo enlos que siguen indemnes (todavía nohe encontrado ninguno cerrado conllave), si a eso se le puede llamar

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dormir. Aire rancio y sofocante; nose pueden bajar las ventanillas, ydejar la puerta abierta quedadescartado. Las punzadas delhambre y los pensamientosnocturnos. «Sola, sola, sola».

Y los peores de entre todos lospensamientos nocturnos.

No soy diseñadora deteledirigidos alienígenas, pero, sihiciera uno, me aseguraría deponerle un dispositivo de detecciónlo bastante sensible como paradistinguir el calor corporal de un

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cuerpo a través del techo de uncoche. Nunca falla, en cuantoempiezo a dormirme, me imaginoque las cuatro puertas se abren degolpe y decenas de manos van a pormí, manos unidas a brazos que a suvez están unidos a lo que sea quetengan ellos. Entonces medespierto, busco mi M16, me asomopor encima del asiento de atrás, yexamino todo lo que me rodeasintiéndome atrapada y bastanteciega detrás de las ventanasempañadas.

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Llega el alba. Espero a que sedisipe la niebla de la mañana, beboun poco de agua, me lavo losdientes, compruebo mis armas, hagoinventario de suministros y vuelvo ala carretera. Miro arriba, miroabajo, miro alrededor. No medetengo en las salidas: por ahoratengo agua. Ni de cachondeo piensoacercarme a una ciudad a no ser queno me quede más remedio.

Por un montón de razones.¿Sabes cómo te das cuenta de

que te acercas a una? Por el olor.

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Las ciudades se huelen a kilómetrosde distancia.

Huelen a humo, a aguasresiduales y a muerte.

En la ciudad cuesta dar dospasos sin topar con un cadáver. Escurioso: la gente también muere engrupos.

Empiezo a oler Cincinnati máso menos kilómetro y medio antes dever la señal de salida. Una gruesacolumna de humo subeperezosamente hacia el cielo sinnubes.

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Cincinnati arde.No me sorprende. Tras la

tercera ola, lo que más abunda enlas ciudades, después de loscadáveres, son los incendios. Unsolo rayo puede cargarse diezmanzanas. No queda nadie paraapagar el fuego.

Me lagrimean los ojos y elhedor de Cincinnati me provocaarcadas. Me detengo lo suficientepara atarme un trapo alrededor dela boca y la nariz; después, aceleroel paso. Me quito el fusil del

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hombro y lo sostengo entre losbrazos mientras avanzo a pasoligero. Tengo un mal presentimientocon Cincinnati. Se ha despertado lavieja voz de mi cabeza: «Deprisa,Cassie, deprisa». Entonces, enalgún punto entre la salida 17 y la18, encuentro los cadáveres.

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Hay tres. No están en grupo, comola gente de las ciudades, sinorepartidos por la mediana. Elprimero es un hombre mayor, diríaque más o menos de la edad de mipadre. Lleva vaqueros y unasudadera de los Bengals. Estábocabajo, con los brazosextendidos. Le dispararon pordetrás, en la cabeza.

El segundo, a unos cuatro

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metros del primero, es una joven,un poco mayor que yo, vestida conpantalones de pijama de hombre ycamiseta de Victoria’s Secret.Lleva el pelo corto y un mechónmorado. Le veo un anillo decalavera en el índice. Esmalte deuñas negro muy descascarillado. Yun agujero de bala en la nuca.

Otros tantos metros por delanteestá el tercero. Un niño de once odoce años. Zapatillas de baloncestoblancas de caña alta reciéncompradas. Sudadera negra. Cuesta

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saber cómo era su cara.Dejo al niño y vuelvo con la

mujer. Me arrodillo a su lado, entrela alta hierba marrón, y le toco elpálido cuello. Sigue caliente.

«Oh, no. No, no, no».Corro de vuelta al primer tío y

me arrodillo junto a él. Le toco lapalma de la mano extendida yexamino el agujero ensangrentadoque tiene entre las orejas. Brilla.Todavía está mojado.

Me quedo paralizada. Detrás demí, la carretera. Delante, más

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carretera. A la derecha, árboles. Ala izquierda, más árboles. Gruposde coches en el carril en direcciónsur, el más cercano a unos treintametros. Algo me dice que levante lamirada al frente.

Una mota gris mate sobre elfondo de un azul otoñal reluciente.

Inmóvil.«Hola, Cassie. Me llamo señor

Teledirigido, ¡encantado deconocerte!».

Me levanto y, al levantarme (encuanto me levanto; si me hubiese

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quedado quieta un milisegundo más,tendría un agujero como el delseñor Bengals), algo se estrellacontra mi pierna, un puñetazocaliente justo por encima de larodilla que me desequilibra y mearroja de culo contra el suelo.

No he oído el disparo, solo elviento frío soplando entre la hierba,mi cálida respiración bajo el trapoque me cubre la cara y la sangregolpeándome los oídos. Eso eratodo lo que había antes de quellegara la bala.

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«Silenciador».Tiene sentido. Por supuesto que

usarían silenciadores. Ya tengo elnombre perfecto para ellos:Silenciadores. Un nombre muyapropiado para el trabajo quedesempeñan.

Algo se apodera de ti cuando teenfrentas a la muerte. La partefrontal de tu cerebro se deja llevar,le cede el control a tu parte másvieja, la que se encarga del latidodel corazón, la respiración y elparpadeo. La parte que la

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naturaleza creó primero paramantenerte con vida. La parte quealarga el tiempo como si fuera ungigantesco trozo de toffee yconsigue que cada segundo parezcauna hora y que un minuto dure másque una tarde de verano.

Me lanzo a por el fusil (hesoltado el M16 al recibir elbalazo), y el suelo estalla, de modoque me llueven encima fragmentosde tierra y gravilla, y briznas dehierba.

Vale, mejor me olvido del M16.

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Me saco la Luger de la cinturadel pantalón, me levanto y saltocorriendo (o corro saltando) haciael coche más cercano. No me duelemucho, aunque supongo que eldolor y yo intimaremos dentro depoco, pero, al llegar al coche, unmodelo antiguo de Buick, noto quela sangre me empapa los vaqueros.

El parabrisas trasero estalla enpedazos cuando me agacho. Mearrastro de espaldas hasta quedarbajo el coche. No soy decomplexión grande, ni de lejos,

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pero casi no quepo ahí abajo: notengo espacio para girar; no tendréforma de volverme si aparece porla izquierda.

Acorralada.«Lista, Cassie, muy lista. ¿Todo

sobresalientes el semestre pasado?¿En el cuadro de honor? Ya, ya.Tendrías que haberte quedado en tutrocito de bosque dentro de tutiendecita con tus libritos y tuslindos recuerdos. Al menos asíhabrías podido huir cuandollegaran».

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Los minutos se alargan. Mequedo tumbada de espaldas y medesangro sobre el frío hormigón.Vuelvo la cabeza a la derecha, a laizquierda, la levanto un centímetropara ver lo que hay más allá de mispies, en la parte de atrás del coche.¿Dónde se ha metido? ¿Por quétarda tanto? Entonces lo entiendo.

Está usando un fusil defrancotirador con mucha potencia.Seguro. Eso quiere decir que puedehaberme disparado desde unkilómetro de distancia.

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Lo que también significa quetengo más tiempo de lo que creía.Tiempo para pensar en algo que nosea balbucear una plegariadesesperada e inconexa: «Porfavor, aléjalo de mí. Que searápido. Que me deje vivir. Quetermine de una vez...».

Tiemblo sin control; sudo.Estoy helada.

«Estás entrando en estado deshock. Piensa, Cassie».

Pensar.Para eso estamos hechos, eso

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nos trajo hasta aquí. Es la razón porla que dispongo de este coche paraesconderme. Somos humanos.

Y los humanos piensan.Planean. Sueñan y después hacenrealidad los sueños.

«Hazlo realidad, Cassie».A no ser que se tire al suelo, no

podrá llegar hasta mí. Y cuando setire, cuando asome la cabeza paramirarme, cuando meta la mano paracogerme del tobillo y sacarme arastras...

No, es demasiado listo para

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eso. Supondrá que estoy armada,así que no se arriesgará. Tampocoes que a los Silenciadores lesimporte si viven o mueren... ¿O sí?¿Tienen miedo los Silenciadores?No aman la vida, he visto losuficiente para saberlo. Pero ¿a quéconceden más importancia? ¿A susvidas o a quitarles la vida a losdemás?

El tiempo se alarga. Un minutodura más que una estación. ¿Por quétarda tanto?

En este mundo hay que tomar

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decisiones. O viene a matarme o noviene. Sin embargo, tiene quematarme, ¿no? ¿No está aquí poreso? ¿No es esa su misión demierda?

Decisiones, o una cosa o laotra: o corro (o salto o me arrastroo ruedo) o me quedo debajo de estecoche y muero desangrada. Si mearriesgo a escapar, soy un blancofácil, no recorreré ni un metro. Sime quedo, mismo resultado, soloque más doloroso, más terrible ymucho más lento.

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Unas estrellas negras surgenante mis ojos y se ponen a bailar.No consigo introducir suficienteoxígeno en los pulmones.

Levanto la mano izquierda y mearranco el trapo de la cara.

El trapo.«Cassie, eres idiota».Dejo la pistola a mi lado. Es lo

que más me cuesta, soltar la pistola.Levanto la pierna y meto el

trapo debajo. Como no puedoincorporar la cabeza para ver loque hago, miro más allá de las

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estrellas negras, hacia lasmugrientas entrañas del Buickmientras tiro de los dos extremos dela tela y los junto, apretándolos contodas mis fuerzas para hacer elnudo. Bajo la mano y exploro laherida con la punta de los dedos.Sigue sangrando, pero la sangre yano es más que un hilito comparadocon el manantial que salía antes deapretar el torniquete.

Recojo la pistola. Mejor. Se meaclara un poco la visión y ya notengo tanto frío. Me muevo cinco

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centímetros a la izquierda; no megusta estar tumbada sobre mi propiasangre.

¿Dónde está? Ha tenido tiempode sobra para acabar conmigo...

«A no ser que ya hayaacabado».

Eso hace que me detenga enseco. Durante unos segundos meolvido por completo de respirar.

«No vendrá. No vendrá porqueno necesita hacerlo. Sabe que no teatreverás a salir, y si no sales ycorres, no lo conseguirás. Sabe que

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te morirás de hambre, desangrada odeshidratada. Sabe lo que tú sabes:si huyes, mueres; si te quedas,mueres. Ha llegado el momento deque el Silenciador pase a lasiguiente víctima».

Si la hay.Si no soy la última.«¡Venga, Cassie! ¿De siete mil

millones de personas a una sola encinco meses? No eres la última y,aunque fueras el último ser humanode la Tierra (sobre todo si lofueras), no puedes dejar que acabe

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así. Atrapada bajo un malditoBuick, desangrándote hasta que noquede nada... ¿Así es como sedespide la humanidad?».

Claro que no, joder.

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La primera ola acabó con mediomillón de personas.

La segunda dejó a la primera ala altura del betún.

Por si no lo sabes, vivimos enun planeta inquieto. Los continentesse asientan en bloques de rocallamados placas tectónicas, y esasplacas flotan en un mar de lavafundida. No dejan de rozarse,restregarse y empujarse entre ellas,

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lo que genera una presión enorme.Con el tiempo, la presión crececada vez más hasta que las placasse desplazan y liberan enormescantidades de energía en forma deterremotos. Si uno de esosterremotos se produce en las fallasque rodean cada continente, la ondaexpansiva da lugar a una superolallamada tsunami.

Más del cuarenta por ciento dela población mundial vive a menosde cien kilómetros de la costa. Esosupone tres mil millones de

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personas.Lo único que tuvieron que hacer

los Otros fue crear lluvia.Se toma una barra de metal dos

veces más alta que el Empire Statey tres veces más pesada, se colocasobre una de estas fallas y se dejacaer desde la atmósfera superior.No se necesita propulsión nisistema de teledirección: solo hayque dejarla caer. Gracias a lagravedad, llega a la superficie aveinte kilómetros por segundo,veinte veces más deprisa que una

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bala.Golpea la corteza terrestre con

una fuerza mil millones de vecesmayor que la bomba que cayó enHiroshima.

Adiós, Nueva York. Adiós,Sidney. Adiós, California,Washington, Oregón, Alaska,Columbia Británica. Hasta la vista,litoral oriental de Estados Unidos.

Japón, Hong Kong, Londres,Roma, Río.

Encantados de haberosconocido, ¡esperamos que hayáis

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disfrutado de la estancia!La primera ola acabó en pocos

segundos.La segunda duró un poco más,

aproximadamente un día.¿La tercera ola? Esa fue más

larga: doce semanas. Doce semanaspara matar a... Bueno, según loscálculos de mi padre, al noventa ysiete por ciento de los que tuvimosla suerte de sobrevivir a las dosprimeras.

¿El noventa y siete por cientode cuatro mil millones? Haz la

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cuenta.Y entonces debió de ser cuando

el Imperio Alienígena descendió ensus platillos volantes y empezó alanzar bombazos, ¿no? Cuando lasgentes de la Tierra se unieron bajouna misma bandera para jugar aDavid contra Goliat. Nuestrostanques contra vuestras pistolas derayos. ¡Adelante!

No tuvimos esa suerte.Y ellos no eran tan estúpidos.¿Cómo se acaba con casi cuatro

mil millones de personas en tres

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meses? Pájaros.¿Cuántos pájaros hay en el

mundo? ¿Lo adivinas? ¿Un millón?¿Mil millones? ¿Qué me dices demás de trescientos mil millones?Eso suponía, más o menos, setenta ycinco pájaros por cada hombre,mujer y niño que hubierasobrevivido a las dos primerasolas.

Hay miles de especies de avesen todos los continentes, y lospájaros no saben de fronteras.Además, cagan mucho. Cagan unas

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cinco o seis veces al día, lo cualsignifica un billón de pequeñosmisiles lloviendo a diario.

No se podría inventar unsistema de distribución más eficazpara un virus con una tasa demortalidad del noventa y siete porciento.

Mi padre creía que se habíanhecho con algo como el ébola Zairey lo habían alterado genéticamente.El ébola no se propaga por el aire,pero solo con cambiar una proteínase puede conseguir que lo haga, que

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actúe como la gripe. El virus seinstala en los pulmones. Empiezascon un resfriado fuerte. Fiebre. Teduele la cabeza. Mucho. Escupesgotitas de sangre cargadas de virus.El bicho pasa al hígado, a losriñones, al cerebro. Ya tienesdentro mil millones de ellos. Teconviertes en una bomba viral y,cuando estallas, repartes el virus atodos los que te rodean. Lo llamandesangrarse. Como ratas queabandonan un barco que se hunde,el virus sale a chorros por todas las

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aberturas: la boca, la nariz, lasorejas, el culo e incluso los ojos.Lloras lágrimas de sangre,literalmente.

Le dábamos distintos nombres:la Muerte Roja o la Plaga de laSangre; la Peste, el Tsunami Rojo,el Cuarto Caballo del Apocalipsis.Lo llamaras como lo llamaras, alcabo de tres meses, noventa y sietede cada cien personas estabanmuertas.

Eso son muchas lágrimas desangre.

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Era como si estuviéramosretrocediendo en el tiempo. Laprimera ola nos devolvió al sigloXVIII y la siguiente nos llevódirectos al Neolítico.

Éramos cazadores yrecolectores de nuevo. Nómadas.Lo más bajo de la pirámide.

Sin embargo, no habíamosrenunciado a la esperanza. Todavía.

Aún quedábamos los suficientespara luchar.

No podíamos atacarlosdirectamente, pero sí como una

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guerrilla. Podíamos entablar unaguerra asimétrica y patearles elculo a los alienígenas. Teníamosarmas y munición suficiente, eincluso algunas formas detransporte que habían sobrevivido ala primera ola. Aunque nuestrosmilitares estaban diezmados, seguíahabiendo unidades funcionales entodos los continentes. Quedabanbúnkeres, cuevas y basessubterráneas en las que podíamosescondernos varios años.«Vosotros, invasores alienígenas,

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seréis Estados Unidos y nosotros,Vietnam».

Y los Otros van y dicen: «Sí,claro, lo que tú digas».

Creíamos que ya nos habíanatacado con todo lo que tenían; o, almenos, con lo peor, porque cuestaimaginar algo más fuerte que laMuerte Roja. Los que sobrevivimosa la tercera ola (los que éramosnaturalmente inmunes a esaenfermedad) buscamos refugio, nospreparamos y esperamos a que laGente al Mando nos explicara qué

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debíamos hacer. Sabíamos quetenía que haber alguien al mando,porque, de vez en cuando, un cazacruzaba el cielo y, a lo lejos, se oíaalgo parecido a una batalla conarmas y el rugido de los transportesde tropas al otro lado del horizonte.

Supongo que mi familia tuvomás suerte que la mayoría. Elcuarto jinete del Apocalipsis sellevó a mi madre, pero mi padre,Sammy y yo sobrevivimos. Mipadre presumía de nuestros genessuperiores. No es algo que se suela

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hacer, eso de presumir desde lo altode un monte Everest de casi sietemil millones de cadáveres. Mipadre, sin embargo, no podía dejarde ser él mismo, e intentabaencontrarle el ángulo más positivo ala extinción humana.

La mayoría de los pueblos yciudades se abandonaron despuésdel Tsunami Rojo. No habíaelectricidad ni agua corriente yhacía tiempo que habían saqueadolas tiendas, así que no quedabanada de valor. En algunas calles

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había ríos de aguas negras de másde dos centímetros de profundidad.No era raro ver incendiosprovocados por las tormentas deverano.

También estaba el problema delos cadáveres.

Es decir, que estaban por todaspartes: en las casas, en los refugios,en los hospitales, en los pisos, enlos edificios de oficinas, en loscolegios, en las iglesias ysinagogas, y en los almacenes.

Llega un punto en el que la

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proporción de la muerte te abruma.No puedes enterrar ni quemar a loscadáveres lo bastante deprisa.Aquel verano de la Peste hizo uncalor brutal, y el hedor a carnepodrida flotaba en el aire como unanociva niebla invisible.Empapábamos trozos de tela enperfume y nos los sujetábamossobre la boca y la nariz, pero, alfinal del día, el tufo habíapenetrado en la tela y no había másremedio que soportarlo y contenerlas arcadas.

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Hasta que, curiosamente, teacostumbrabas.

Esperamos la tercera olaatrincherados en casa. En parteporque había cuarentena, en parteporque rondaba por las callesmucho pirado que se dedicaba airrumpir a la fuerza en las casas yprenderles fuego, con el paquetecompleto: asesinar, violar ysaquear. Y en parte porqueestábamos muertos de miedo, a laespera de lo siguiente.

Sin embargo, sobre todo fue

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porque mi padre no queríaabandonar a mi madre. Estabademasiado enferma para viajar, y élno era capaz de dejarla atrás.

Ella le pidió que lo hiciera, quese fuera. Iba a morir de todosmodos. Ella ya no importaba: loimportante éramos Sammy y yo,mantenernos a salvo; lo importanteera el futuro y la esperanza de queel mañana fuese mejor.

Papá no le llevaba la contraria,pero tampoco la abandonaba.Esperaba lo inevitable y trataba que

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estuviera lo más cómoda posiblemientras se dedicaba a examinarmapas, preparar listas y reunirsuministros. Fue más o menosentonces cuando empezaron susansias por recopilar libros parareconstruir la civilización. Lasnoches en que el cielo no estabacompletamente cubierto de humosalíamos al patio de atrás y nosturnábamos para contemplar através de mi viejo telescopio elmajestuoso paso de la nave nodrizapor el cielo, con la Vía Láctea de

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fondo. Al no haber luces humanasque les hicieran sombra, lasestrellas brillaban más que nunca.

—¿A qué esperan? —lepregunté a mi padre. Como todo elmundo, yo seguía suponiendo que alfinal llegarían los platillosvolantes, los vehículos metálicoscon patas y los cañones láser—.¿Por qué no terminan de una vez?

Y mi padre sacudió la cabeza ydijo:

—No lo sé, calabacita. A lomejor se ha terminado ya. A lo

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mejor su objetivo no era matarnos atodos, sino reducirnos a un númerode personas manejable.

—Y ¿después qué? ¿Quéquieren?

—Creo que la pregunta es quénecesitan —me corrigióamablemente, como si me estuvieradando una mala noticia—. Estánteniendo mucho cuidado, ¿sabes?

—¿Cuidado?—Procuran no dañar nada más

que lo absolutamente necesario. Poreso están aquí, Cassie: necesitan la

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Tierra.—Pero no a nosotros —susurré

yo, a punto de volver a perder losnervios por enésima vez.

Él me puso la mano en elhombro (por enésima vez) y añadió:

—Bueno, tuvimos nuestraoportunidad y no supimos hacernoscargo de nuestra herencia. Seguroque si volviéramos al pasado yentrevistáramos a los dinosauriosantes de que cayera el asteroide...

Entonces le pegué un puñetazocon todas mis fuerzas y corrí al

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interior de la casa.No sé qué era peor, si estar

dentro o fuera. Fuera te sentíascompletamente expuesta, observadabajo el cielo despejado. Perodentro se vivía en una penumbraeterna: durante el día, ventanastapadas que no dejaban entrar la luzdel sol; y, de noche, velas, aunque,como nos quedaban pocas, nopodíamos permitirnos el lujo degastar más de una por habitación,así que profundas sombrasacechaban en los rincones que antes

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nos resultaban familiares.—¿Qué pasa, Cassie? —me

preguntó Sammy.Cinco años. Adorable. Grandes

ojos castaños de osito de peluche,agarrado al otro miembro de lafamilia que también tenía ojoscastaños: el de trapo que ahorallevo metido en el fondo de lamochila.

—¿Por qué lloras? —quisosaber.

Verme llorar lo hacía llorar aél.

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Pasé junto a Sammy sinpararme, derecha al dormitorio dela dinosauria humana de dieciséisa ñ o s Cassiopeia Sullivanusextinctus. Después volví a por él,no podía dejarlo llorando de esemodo. Nos habíamos unido muchodesde el inicio de la enfermedad demamá. Casi todas las noches,Sammy sufría pesadillas que loobligaban a huir a mi cuarto, asíque se metía conmigo en la cama,ocultaba la cara en mi pecho y, aveces, se le olvidaba y me llamaba

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mamá.—¿Los has visto, Cassie? —me

preguntó—. ¿Ya vienen?—No, chaval, no viene nadie —

respondí, secándole las lágrimas.Todavía no.

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Mi madre murió un martes.Mi padre la enterró en el patio

de atrás, en el macizo de rosas. Ellase lo pidió antes de morir. En elpunto culminante de la Peste,cuando morían cientos de personastodos los días, casi todos loscadáveres se llevaban a las afuerasy se quemaban. Los pueblosmoribundos estaban rodeados delas incombustibles piras de los

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muertos.Mi padre me pidió que me

quedara con Sammy. Con Sammy,que se había convertido en zombi ycaminaba arrastrando los pies, conla boca abierta o chupándose elpulgar, como si volviera a tener dosaños, y en sus ojos de osito depeluche había una mirada vacía.Hacía solo unos meses, mi madre loempujaba en un columpio, lollevaba a clases de kárate, lelavaba el pelo y bailaba con él sucanción favorita. Y, de repente, la

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misma madre estaba envuelta en unasábana blanca y nuestro padre se laechaba al hombro para llevarla alpatio.

Por la ventana de la cocina vi ami padre arrodillado junto a sutumba. Tenía la cabeza gacha y letemblaban los hombros. Nunca lohabía visto perder la compostura, niuna vez desde la Llegada. Las cosashabían ido empeorando día a día y,justo cuando creías que no podíanponerse peor, lo hacían. Sinembargo, mi padre nunca perdió los

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nervios, ni siquiera cuando mimadre empezó a notar los primerossíntomas de la infección. Mantuvola calma, sobre todo cuando ellaestaba presente. No hablaba de loque pasaba al otro lado de lasbarricadas de puertas y ventanas.Le ponía paños húmedos en lafrente, la bañaba, la cambiaba y ledaba de comer. Ni una vez lo villorar delante de ella. Mientrasotros se liaban a tiros, se colgaban,tragaban puñados de pastillas o setiraban de los sitios más altos, mi

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padre luchaba contra la oscuridad.Le cantaba, le contaba chistes

estúpidos que mi madre había oídomil veces y le mentía. Mentía comomiente un padre, con mentiraspiadosas que te ayudan a dormir.

«Hoy he oído otro avión,sonaba como un caza. Eso significaque parte de nuestras cosas siguenfuncionando».

O: «Te ha bajado un poco lafiebre y se te ven los ojos másdespejados. A lo mejor ya hapasado. Puede que solo sea una

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gripe común».En sus últimas horas, le

limpiaba las lágrimas de sangre.La sostuvo mientras ella

vomitaba el negro estofado víricoen que se había convertido suestómago.

Nos llevó a Sammy y a mí a sucuarto para que nos despidiéramosde ella.

«No pasa nada —le dijo mimadre a Sammy—. Todo irá bien».

Y a mí me dijo: «Ahora tenecesita, Cassie, cuida de él. Y

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cuida de tu padre».Le respondí que se mejoraría,

que eso pasaba con alguna gente:enfermaban y, de repente, el virusdesaparecía. Nadie entendía larazón. A lo mejor se daba cuenta deque no le gustaba tu sabor. No ledije que se pondría bien paraapaciguar sus miedos, sino que locreía de verdad, tenía que creerlo.

«Eres todo lo que tienen», medijo ella. Fueron las últimaspalabras que me dirigió.

La mente es lo último que se

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pierde, arrastrada por las agujasrojas del Tsunami. El virus se hacepor completo con el control.Algunas personas caen víctimas dela histeria cuando empieza ahervirles el cerebro. Danpuñetazos, arañazos, patadas,mordiscos. Como si ese virus quenos necesitaba también nos odiara yestuviera deseando librarse denosotros.

Mi madre miró a mi padre y nolo reconoció. No sabía dóndeestaba, quién era ni qué le ocurría.

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Sus labios cuarteados esbozabanuna espeluznante sonrisa perenne,enseñando los dientes manchadosde la sangre que le salía de lasencías. Dejaba escapar sonidos queno eran palabras. El lugar de sucerebro que controlaba el lenguajeestaba infestado por el virus, y elvirus no conocía lenguas: lo únicoque sabía era replicarse.

Después, mi madre murió entresacudidas y gritos borboteantes, ysus indeseables huéspedes salierondisparados por todos sus orificios

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porque ya habían acabado con ella,la habían consumido, y llegaba elmomento de apagar la luz y buscarun nuevo hogar.

Mi padre la bañó por últimavez, la peinó, y le quitó los restosde sangre seca de los dientes.Cuando vino a avisarme de que yanos había abandonado, lo hizo conmucha calma, no perdió los nerviosy me abrazó cuando los perdí yo.

Después lo observé a través dela ventana de la cocina, arrodilladojunto a ella en el macizo de rosas,

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seguro de que nadie lo veía. Ahí fuecuando mi padre soltó la cuerda ala que se aferraba, la que lo habíamantenido firme mientras todoscaían en picado a su alrededor.

Me aseguré de que Sammyestuviera bien y salí para sentarmea su lado. Le puse una mano en elhombro. La última vez que toqué ami padre fue mucho más difícil y lohice con el puño. Allí, en el jardín,ninguno de los dos dijo nadadurante un buen rato.

Entonces me puso algo en la

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mano, la alianza de mamá, y meexplicó que ella habría deseado queme la quedara yo.

—Nos vamos, Cassie, mañanapor la mañana.

Asentí con la cabeza, sabía queella era la única razón por la que nohabíamos huido todavía. Losdelicados tallos de las rosas sebalanceaban de un lado a otro,como si me imitasen.

—¿Adónde iremos?—Lejos —respondió mirando a

su alrededor con los ojos muy

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abiertos y cara de susto—. Aquí yano estamos a salvo.

A lo que yo pensé: «¡Menudanovedad!».

—La base Wright-Patterson, delas fuerzas aéreas, está a poco másde ciento sesenta kilómetros deaquí. Si nos damos prisa y eltiempo acompaña, estaremos allí encinco o seis días.

—Y después ¿qué?Los Otros nos habían

acostumbrado a pensar así: «Deacuerdo, hagamos esto. Pero y

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después ¿qué?». Miré a mi padreesperando su respuesta. Él era elhombre más inteligente queconocía: si él no tenía respuesta,nadie la tenía. Y yo aún menos. Asíque deseaba que la tuviera, lonecesitaba.

Sacudió la cabeza como si nocomprendiera la pregunta.

—¿Qué hay en Wright-Patterson? —pregunté.

—No sé si habrá algo —respondió intentando sonreír,aunque le salió una mueca rara,

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como si sonreír le doliese.—Entonces, ¿para qué vamos?—Porque no podemos

quedarnos aquí —dijo entre dientes—. Y si no podemos quedarnosaquí, tendremos que ir a algunaparte. Si queda algo parecido a unGobierno...

Sacudió la cabeza. No habíasalido al jardín para eso, había idoa enterrar a su mujer.

—Entra en casa, Cassie.—Te ayudaré.—No necesito tu ayuda.

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—Es mi madre. Yo también laquería. Por favor, déjame ayudar.

Estaba llorando de nuevo, peroél no se dio cuenta. No me miraba,y tampoco miraba a mi madre. Enrealidad, no miraba nada: era comosi hubiera un agujero negro dondeantes estuviera el mundo y los dosnos precipitáramos hacia él. ¿A quépodíamos agarrarnos? Le aparté lamano del cadáver de mamá, me lallevé a la mejilla, y le dije que loquería, que mi madre lo habíaquerido y que todo iría bien, y así

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el agujero negro perdió un poquitode fuerza.

—Entra en casa, Cassie —medijo con voz amable—. Sammy tenecesita más que ella.

Entré. Sammy estaba sentado enel suelo de su cuarto y jugaba adestruir la Estrella de la Muerte consu X-wing.

—Ruuun, ruuun. ¡Estoyentrando, Rojo Uno!

Y fuera, mi padre se arrodillósobre la tierra recién removida.Tierra marrón, rosa roja, cielo gris

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y sábana blanca.

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Supongo que ahora debería hablarde Sammy.

No sé otra forma de llegar hastaallí.

Y por «allí» me refiero a esosprimeros centímetros al descubiertoen los que la luz del sol me besó lamejilla arañada cuando salí arastras de debajo del Buick. Esosprimeros centímetros fueron losmás difíciles. Los centímetros más

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largos del universo. Centímetrosque me parecieron mil kilómetros.

Por «allí» me refiero a esepunto de la autopista en que mevolví para enfrentarme a unenemigo al que no podía ver.

Por «allí» me refiero a lo únicoque ha evitado que me vuelvacompletamente loca, lo único quelos Otros no han sido capaces dequitarme después de habérmeloarrebatado todo.

Sammy es la razón por la que nome rindo. La razón por la que no me

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quedé esperando el final debajo delcoche.

La última vez que lo vi fue através de la ventana de atrás de unautobús escolar. Tenía la frenteapoyada en el cristal y me decíaadiós con la mano. Sonreía. Comosi fuera de excursión: emocionado,nervioso, sin miedo. Estar contodos aquellos niños ayudaba, ytambién el autobús escolar, por sertan normal. ¿Acaso hay algo máscotidiano que un gran autobúsescolar amarillo? De hecho, es tan

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corriente que al verlos aparecer enel campo de refugiados después decuatro meses de horror nosquedamos pasmados. Fue como verun McDonald’s en la Luna: unacontecimiento extraño ydemencial, algo que, sencillamente,no debería estar ahí.

Solo llevábamos un par desemanas en el campo. Del grupo deaproximadamente cincuentapersonas que estábamos allí,nosotros éramos la única familia.Todos los demás eran viudos o

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huérfanos, los últimossupervivientes de sus familias, yninguno se conocía antes de llegaral campo. El mayor tendría unossesenta años. Sammy era el máspequeño, pero había otros sieteniños, todos menores de catorceaños, salvo yo.

El campo de refugiados seencontraba a unos treinta kilómetrosal este de donde vivíamos. Durantela tercera ola, se había abierto allíun claro en el bosque para construirun hospital de campo en cuanto los

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de la ciudad quedaron saturados.Los edificios, pegados unos a otros,estaban hechos de madera cortada amano y hojalata recuperada. Habíauna sala principal para losinfectados y una cabaña máspequeña para los dos médicos que,antes de ser también víctimas delTsunami Rojo, atendían a losmoribundos. Había un huerto y unsistema que recogía agua de lluviapara lavar, bañarse y beber.

Comíamos y dormíamos en eledificio grande. Allí se habían

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desangrado entre quinientas yseiscientas personas, peroblanquearon el suelo y las paredes,y quemaron los catres en los quehabían muerto. Todavía olíaligeramente a la Peste (algoparecido a la leche agria), y la calno había eliminado todas lasmanchas de sangre. Diminutospuntitos formaban patrones en lasparedes, y se veían largas manchascon forma de hoz en el suelo. Eracomo vivir en un cuadro abstractoen 3D.

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La cabaña era una mezcla dealmacén y arsenal. Verduras en lata,carne empaquetada, carneprocesada, telas y alimentosbásicos, como la sal. Escopetas,pistolas, semiautomáticas e inclusoun par de pistolas de bengalas.Todos los hombres iban armadoshasta los dientes: era como volveral Salvaje Oeste.

A unos cientos de metros delcampo, en el bosque, detrás delcomplejo, habían excavado un pozopoco profundo que se usaba para

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quemar cadáveres. No estabapermitido acercarse allí, así que,obviamente, algunos de los chicosmayores y yo lo hacíamos. Había unmuchacho muy desagradable al quellamaban Pringoso, supongo queporque llevaba el pelo largo yengominado. Pringoso tenía treceaños y se dedicaba a la búsquedade trofeos. Se llegaba a sumergir enlas cenizas para rescatar joyas,monedas y cualquier otra cosa quele pareciera valiosa o«interesante». Juraba que no lo

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hacía porque estaba mal de la olla.«Esto es lo que marca ahora la

diferencia», decía entre risas desatisfacción mientras clasificaba suúltimo botín con aquellas uñassucias, con aquellas manoscubiertas del polvo gris de losrestos humanos.

¿La diferencia entre qué?«Entre ser importante y no

serlo. ¡El trueque ha vuelto, nena!—exclamaba, sosteniendo en altoun collar de diamantes—. Y cuandoacabe todo, salvo los gritos, la

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gente con el mejor material será laque dirija el cotarro».

La idea de que querían matarnosa todos todavía no se le habíaocurrido a nadie, ni siquiera a losadultos. Pringoso se veía como unode los nativos americanos quevendieron Manhattan por un puñadode cuentas de colores, no como undodo, una comparación mucho másacertada.

Mi padre había oído hablar delcampo unas semanas antes, cuandomi madre había empezado a mostrar

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los primeros síntomas de la Peste.Intentó convencerla de quefuéramos, pero ella sabía que nadiepodía ayudarla. Si iba a morir,quería hacerlo en su casa, no en unhospital de pega en medio delbosque. Después, en sus últimashoras, nos llegó el rumor de que elhospital se había convertido en unpunto de encuentro, una especie derefugio para supervivientes lobastante alejado de la ciudad paraencontrarse razonablemente a salvoante la siguiente ola, fuera lo que

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fuese (aunque casi todos apostabanpor alguna especie de bombardeoaéreo), y lo bastante cerca para quenos encontrara la Gente al Mandocuando viniera al rescate... Si esque había Gente al Mando y si esque venía.

El jefe extraoficial del campoera un marine jubilado llamadoHutchfield. Era un LEGO humano:manos cuadradas, cabeza cuadrada,mandíbula cuadrada. Llevaba lamisma camiseta sin mangas todoslos días, siempre manchada de algo

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que podría haber sido sangre; lasbotas negras, en cambio, brillabancomo un espejo. Se afeitaba lacabeza (aunque no el pecho ni laespalda, cosa que debería haberseplanteado seriamente). Teníatatuajes por todas partes y legustaban las armas. Llevaba dos ala cadera, una a la espalda y otracolgada del hombro. Nadie llevabamás armas de fuego que Hutchfield.Puede que eso tuviera algo que vercon que fuera el jefe extraoficial.

Los centinelas nos habían visto

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venir y, cuando llegamos a lacarretera de tierra que se introducíaen el bosque para ir a morir alcampo, Hutchfield estabaesperándonos con otro tío llamadoBrogden. Estoy bastante segura deque pretendían que nos fijáramos entodo el armamento que llevabanencima. Hutchfield nos ordenó quenos separáramos. Iba a hablar conmi padre; Brogden se quedaríaconmigo y con Sams. Le dije aHutchfield lo que me parecía suidea. Ya sabes, en qué punto exacto

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de su trasero tatuado podíametérsela.

Acababa de perder a uno de mispadres, así que no me apetecíamucho la idea de perder al otro.

—No pasa nada, Cassie —medijo mi padre.

—No conocemos a estos tíos —repliqué—. Podrían ser otro grupode cabras, papá.

«Cabras» era el nombre que seempleaba en la calle para referirsea los «cabrones con armas», losasesinos, los violadores, los del

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mercado negro, los secuestradoresy, en general, los vándalos queaparecieron en plena tercera ola.Ellos eran la razón por la que lagente se encerraba en casa trasbarricadas, y almacenaba comida yarmas. Los primeros queconsiguieron que nos preparásemospara la guerra no fueron losalienígenas, sino nuestroscongéneres humanos.

—Solo lo hacen por precaución—repuso mi padre—. Yo haría lomismo en su lugar —añadió,

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dándome una palmadita con aire decondescendencia, mientras yopensaba: «Joder, viejo, como mevuelvas a dar una de esaspalmaditas...»—. No pasa nada,Cassie.

Se alejó con Hutchfield paraque no los oyéramos, pero losseguíamos viendo. Eso me hizosentir un poco mejor. Cogí enbrazos a Sammy y me lo apoyé en lacadera mientras hacía todo lo quepodía por responder las preguntasde Brogden sin reventarle la cara

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con la mano libre.¿Cómo nos llamábamos?¿De dónde veníamos?¿Alguien del grupo estaba

enfermo?¿Podíamos contarle algo sobre

lo que estaba pasando?¿Qué habíamos visto?¿Qué habíamos oído?¿Por qué estábamos allí?—¿Te refieres al campo o es

una pregunta existencial? —pregunté yo.

El tío juntó las cejas en una sola

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y repuso:—¿Eh?—Si me hubieses preguntado

eso antes de que empezara toda estamierda, te habría contestadosimplemente: «Estamos aquí paraservir a nuestros congéneres ocontribuir a la sociedad». Si mehubiese puesto en plan listilla,habría dicho: «Porque si noestuviéramos aquí, estaríamos enotra parte». Pero como ha pasadotoda esta mierda, voy a decir queestamos aquí porque hemos tenido

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una suerte que te cagas.—Eres una listilla —concluyó

en tono mordaz después deobservarme un segundo con los ojosentornados.

No sé cómo respondería mipadre a aquella pregunta, pero, alparecer, pasó el examen, ya que nospermitieron entrar en el campo contodos los privilegios, lo quesignificaba que mi padre (pero yono) podía elegir armas del alijo. Mipadre tenía un problema con lasarmas: nunca le habían gustado.

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Decía que aunque no eran las armaslas que mataban a la gente, sin dudafacilitaban la tarea. Ahora más queconsiderarlas peligrosas leparecían una estupidez inútil.

«¿De qué van a servir nuestraspistolas contra una tecnología queestá miles o puede que millones deaños por delante de la nuestra? —lepreguntó a Hutchfield—. Es comousar una porra y piedras contra unmisil táctico».

Su argumento no hizo mella enHutchfield. ¡Era un marine, por

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amor de Dios! Su fusil era su mejoramigo, su compañero más fiel, larespuesta a cualquier preguntaposible.

Entonces, yo no entendía esesentimiento. Ahora, sí.

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Cuando hacía buen tiempo, todos sequedaban fuera hasta la hora deacostarse. Aquel edificiodestartalado tenía malasvibraciones. Por el motivo de suconstrucción. Por el motivo de suexistencia. Por lo que lo habíallevado (a él y a nosotros) albosque. Algunas noches había buenambiente, casi como en uncampamento de verano en el que,

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milagrosamente, todos se llevanbien. Alguien decía que aquellatarde había oído un helicóptero, yeso activaba una ronda deespeculaciones esperanzadas sobrela posibilidad de que la Gente alMando estuviera recuperándose porfin y preparándose para elcontragolpe.

Otras veces, los ánimos estabanmás decaídos y la angustia sepalpaba en el aire del crepúsculo.Nosotros éramos los afortunados.Habíamos sobrevivido al ataque

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del pulso electromagnético, a laaniquilación de las costas, a laplaga que había acabado con todala gente a la que conocíamos yamábamos. Habíamos mirado a laMuerte a la cara, y ella habíaparpadeado primero. Eso deberíahabernos hecho sentir valientes einvencibles, pero no.

Éramos como los japoneses quesobrevivieron al estallido inicial dela bomba de Hiroshima. Noentendíamos por qué seguíamos allíy no estábamos del todo

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convencidos de querer estarlo.Nos contábamos las historias de

nuestras vidas antes de la Llegada.Llorábamos abiertamente por laspersonas que habíamos perdido.Llorábamos en secreto por nuestrosmóviles inteligentes, nuestroscoches, nuestros microondas einternet.

Contemplábamos el cielonocturno. La nave nodriza nosdevolvía la mirada, aquel malévoloojo verde pálido.

Se abrían debates sobre el lugar

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al que debíamos ir. En general,todos estaban de acuerdo en que nopodíamos permanecer escondidosen el bosque para siempre. Aun enel caso de que los Otros noaparecieran pronto, el invierno sinduda lo haría, así quenecesitábamos refugio. Nosquedaban suministros para variosmeses... o puede que menos, segúnel número de refugiados quesiguiera llegando al campamento.¿Debíamos esperar a que vinieran arescatarnos o salir a la carretera a

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buscar ayuda? Mi padre votaba porlo segundo: todavía quería echar unvistazo a Wright-Patterson. Si habíaGente al Mando, era mucho másprobable encontrarla allí.

Me cansé de todo al cabo de untiempo. En vez de hacer algo alrespecto, nos dedicábamos a hablardel problema. Estaba dispuesta adecirle a mi padre que teníamos quemandar a la porra a aquelloscretinos, largarnos a Wright-Patterson con quien quisiera venirsey que les dieran a los demás.

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Pensaba que, a veces, eso deque la unión hace la fuerza está muysobrevalorado.

Metí a Sammy dentro y loacosté. Recé su oración con él:«Ángel de la guarda, dulcecompañía...». Para mí no era másque ruido, tonterías. En lo querespecta a Dios, me daba laimpresión de que, en algúnmomento, había roto una promesa,pero no tenía claro cuál.

Hacía una noche despejada, deluna llena. Me sentía lo bastante

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cómoda para dar un paseo por elbosque.

En el campo, alguien tocaba unaguitarra, y la melodía avanzaba asaltitos por el sendero, me seguía alinterior del bosque. Era la primeravez que oía música desde laprimera ola: «And, in the end, welie awake, and we dream of makingour escape».[1]

De repente solo quería hacermeun ovillo y llorar. Quería alejarmepor el bosque y seguir corriendohasta que se me cayeran las piernas.

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Quería potar. Quería gritar hastaque me sangrara la garganta. Queríavolver a ver a mi madre, a Lizbeth ya todos mis amigos, incluso a losque no me gustaban, y a Ben Parish,solo para decirle que lo quería yque deseaba tener un hijo suyo másque seguir viva.

La canción se perdió, ahogadapor el canto, mucho menosmelódico, de los grillos.

Y el ruido de una rama alpartirse.

Y una voz que procedía del

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bosque, detrás de mí.—¡Cassie! ¡Espera!Seguí caminando porque había

reconocido la voz. A lo mejor mehabía gafado al pensar en Ben,como cuando tienes antojo dechocolate y lo único que llevas enla mochila es una bolsa medioaplastada de caramelosmasticables.

—¡Cassie!El dueño de la voz había

echado a correr. A mí no meapetecía, así que dejé que me

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alcanzara.Esa era una de las cosas que no

habían cambiado: bastaba conquerer estar sola para que no tedejaran estarlo.

—¿Qué haces? —me preguntóPringoso.

Le costaba respirar y tenía lasmejillas muy rojas y las sienes,relucientes, probablemente porculpa de tanta gomina.

—¿No es obvio? —respondí—.Estoy fabricando un dispositivonuclear para derribar a la nave

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nodriza.—Los misiles nucleares no

valen —repuso él poniéndose firme—. Deberíamos construir un cañónde vapor Fermi.

—¿Fermi?—El tío que inventó la bomba.—Creía que era Oppenheimer.Él pareció quedarse

impresionado de que supiera algode historia.

—Bueno, a lo mejor no lainventó, pero fue el padrino.

—Pringoso, qué rarito eres —le

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dije, pero me sonó muy fuerte, asíque añadí—: Claro que no teconocí antes de la invasión.

—Se excava un buen hoyo. Semete en el fondo una ojiva. Se llenael agujero de agua y se tapa conunas cuantas toneladas de acero. Elestallido convierte el agua en vaporal instante, y el vapor dispara elacero hacia el espacio a seis vecesla velocidad del sonido.

—Sí, estaría bien que lo hicieraalguien. ¿Por eso me acosas?¿Quieres que te ayude a construir un

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cañón de vapor nuclear?—¿Te puedo preguntar una

cosa?—No.—Lo digo en serio.—Y yo.—Si solo te quedaran veinte

minutos de vida, ¿qué harías?—No lo sé —respondí—, pero

seguramente nada que tuviera quever contigo.

—¿Y eso? —preguntó, pero noesperó a la respuesta: supongo quese imaginó que no le gustaría

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escucharla—. ¿Y si yo fuera laúltima persona de la Tierra?

—Si fueras la última persona dela Tierra, yo no estaría allí parahacer nada contigo.

—Vale, ¿y si fuéramos las dosúltimas personas de la Tierra?

—Entonces acabarías siendo laúltima, porque me suicidaría.

—No te gusto.—¿No me digas? ¿Qué te ha

dado la primera pista?—Imagina que los vemos aquí

mismo, ahora mismo, bajando a

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matarnos. ¿Qué harías?—No lo sé, pedirles que te

maten a ti primero. ¿A qué vieneesto, Pringoso?

—¿Eres virgen? —me preguntóde repente.

Me quedé mirándolo fijamente.Lo decía completamente en serio.Claro que la mayoría de los chicosde trece años se toman siempre asílos asuntos hormonales.

—Que te den —respondí, y ledi con el hombro al dirigirme devuelta al campo.

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Mala elección de palabras.Salió corriendo detrás de mí y no sele movió ni un mechón del repegadocabello. Era como si llevara unreluciente casco negro.

—Lo digo en serio, Cassie —insistió, jadeando—. En estostiempos, cualquier noche puede serla última.

—Igual que antes de quevinieran, idiota.

Me agarró por la muñeca y tiróde mí. Acercó su ancha caragrasienta a la mía. Yo medía dos

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centímetros y medio más que él,pero él pesaba diez kilos más queyo.

—¿De verdad quieres morir sinsaber cómo es?

—¿Cómo sabes que no lo sé?—pregunté mientras me soltaba deun tirón—. No vuelvas a tocarme—añadí, cambiando de tema.

—Nadie se va a enterar —insistió—. No se lo contaré a nadie.

Intentó agarrarme otra vez, perolevanté la mano izquierda y leaparté el brazo de un tortazo

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mientras le pegaba un buen golpe enla nariz con la palma abierta de lamano derecha. El porrazo abrió ungrifo de brillante sangre roja que sele metió en la boca y le provocóarcadas.

—Puta —jadeó—. Tú por lomenos tienes a alguien. Por lomenos no se han muerto todas laspersonas que conocías, joder.

Se echó a llorar. Se sentó en elsuelo y se dejó llevar por laenormidad del asunto, por el granBuick que hay aparcado encima de

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ti, por la horrible sensación de que,por mal que vayan las cosas,empeorarán.

«Mierda», pensé, y me senté enel camino, a su lado. Le dije queechara la cabeza atrás, y él se quejóde que así le bajaría la sangre porla garganta.

—No se lo cuentes a nadie —me suplicó—. Perdería mireputación.

Me reí, no pude evitarlo.—¿Dónde aprendiste a hacer

eso? —me preguntó.

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—En las girl scouts.—¿Tienen chapas para eso?—Tienen chapas para todo.En realidad habían sido siete

años de clases de kárate. Las habíadejado el año anterior, ya norecuerdo por qué razones. En aquelmomento, sin embargo, meparecieron buenas.

—Yo también lo soy —me dijo.—¿El qué?—Virgen —respondió tras

arrojar un escupitajo de sangre ymocos en el suelo.

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Qué sorpresa.—¿Qué te hace pensar que soy

virgen? —le pregunté.—Si no lo fueras, no me habrías

pegado.

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Vi un teledirigido por primera vezcuando llevábamos seis días en elcampo.

Gris reluciente contra elbrillante cielo de la tarde.

Hubo muchos gritos, carreras,gente cogiendo armas, agitando lasgorras y las camisetas ovolviéndose medio tonto, engeneral: llorando, saltando,abrazándose, haciendo chocar las

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palmas... Creían que los iban arescatar. Hutchfield y Brogdenintentaron calmarlos, pero notuvieron éxito. El teledirigido pasózumbando por el cielo, desapareciódetrás de los árboles y despuésvolvió, algo más despacio. Desdetierra parecía un dirigible.Hutchfield y mi padre se pusieronen cuclillas en la entrada de losbarracones y se fueron pasandounos prismáticos para observarlo.

—No tiene alas ni marcas. Y ¿tehas fijado en el primer pase? Mach

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2, por lo menos. A no ser quehayamos sacado algún tipo deaeronave clasificada, esto no puedeser de origen terrestre —dijoHutchfield, estrellando el puñocontra la tierra al ritmo de suspalabras.

Mi padre estaba de acuerdo.Nos condujeron a los barracones, ypapá y Hutchfield se quedaron unmomento en la puerta, todavíapasándose los prismáticos.

—¿Son los extraterrestres? —preguntó Sammy—. ¿Ya vienen,

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Cassie?—Shh.Miré por encima de él y vi que

Pringoso me estaba observando.Movió los labios para decir ensilencio las palabras: «Veinteminutos».

—Si vienen, los venceré —susurró Sammy—. ¡Voy a darlespatadas de kárate y después losmataré a todos!

—Muy bien —respondímientras le acariciaba el pelo,nerviosa.

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—No huiré —dijo él—. Voy amatarlos por haber matado a mamá.

El teledirigido desapareció y,según me contó mi padre, subió envertical hacia el cielo. De haberparpadeado, ni lo habría vistomarcharse.

Reaccionamos ante aquelartefacto como habría hechocualquiera: con histeria.

Algunos huyeron, recogieron loque podían cargar con ellos ycorrieron al bosque. Otros selargaron con la ropa que llevaban

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puesta y el miedo que les atenazabael estómago. Hutchfield no logróconvencerlos de lo contrario.

El resto nos acurrucamos en losbarracones hasta que llegó la noche,y entonces la fiesta de la histeriapasó al siguiente nivel. ¿Nos habíanvisto? ¿Vendrían después lossoldados imperiales, el ejército delos clones o los vehículos de pataslargas? ¿Nos freirían con cañonesláser? Estaba oscuro como lanoche. No veíamos lo que teníamosdelante de las narices porque no

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nos atrevíamos a encender laslámparas de queroseno. Susurrosfrenéticos. Lloros ahogados.Aguardábamos acurrucados en loscatres, dando un respingo cada vezque oíamos un ruido. Hutchfieldasignó la guardia nocturna a losmejores tiradores. Si se mueve,dispara. Nadie podía salir sinpermiso. Y Hutchfield no concedíaninguno.

Aquella noche duró mil años.Mi padre se acercó a mí a

oscuras y me puso algo en las

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manos.Una Luger semiautomática

cargada.—Pero tú no crees en las armas

—le susurré.—Antes no creía en muchas

cosas.Una señora se puso a recitar el

Padre Nuestro. La llamábamosMadre Teresa. Grandes piernas,brazos escuálidos, vestido azuldesteñido, pelo gris y ralo. Enalgún momento del camino habíaperdido la dentadura postiza.

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Siempre estaba con las cuentas delrosario y hablando con Jesús. Unospocos se unieron a ella, despuésotros más.

—Perdona nuestras ofensascomo también nosotros perdonamosa los que nos ofenden.

Llegados a ese punto, suarchienemigo, el único ateo de latrinchera del Campo Pozo deCeniza, un profesor universitariollamado Dawkins, gritó:

—¡Sobre todo a los de origenextraterrestre!

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—¡Vas a ir al infierno! —lechilló una voz desde la oscuridad.

—Y ¿cómo voy a notar ladiferencia? —respondió Dawkins agritos.

—¡Silencio! —les ordenóHutchfield en voz baja desde supuesto en la entrada—. ¡Reservaoslas plegarias!

—La hora de su juicio hallegado —gimió la Madre Teresa.

Sammy se acercó más a mídentro del catre, y yo me metí lapistola entre las piernas. Me daba

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miedo que me la quitara y acabasevolándome la tapa de los sesos poraccidente.

—¡Callaos todos! —ordené—.Estáis asustando a mi hermano.

—No tengo miedo —respondióSammy; su puñito se retorcía contrami camiseta—. ¿Tienes miedo,Cassie?

—Sí —respondí, y le besé lacoronilla.

El pelo le olía a rancio, así quedecidí lavárselo por la mañana.

Si seguíamos allí por la

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mañana.—No es verdad —me dijo—.

Tú nunca tienes miedo.—Ahora mismo tengo tanto

miedo que me podría hacer pipí enlos pantalones.

Él soltó una risita. Noté el calorde su cara en el hueco de mi brazo.¿Tendría fiebre? Así empezaba. Medije que estaba paranoica, que mihermano había estado expuesto alvirus cientos de veces y que elTsunami Rojo te barre con furia encuanto te expones a él. A no ser que

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tengas inmunidad. Y seguro queSammy la tenía. Si no, ya estaríamuerto.

—Ponte un pañal —comentópara tomarme el pelo.

—Puede que lo haga.—Aunque ande en valle de

sombra de muerte... —seguía laMadre Teresa, que no teníaintención de parar.

Oía cómo entrechocaban lascuentas del rosario. Mientras tanto,Dawkins canturreaba la rima de laGallinita Ciega para ahogar sus

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palabras. No acababa de decidirmesobre cuál de los dos era másmolesto: la fanática o el cínico.

—Mamá decía que a lo mejoreran ángeles —dijo Sammy derepente.

—¿Quiénes?—Los extraterrestres. Cuando

llegaron, pregunté si habían venidoa matarnos, y ella me dijo que a lomejor ni siquiera eranextraterrestres, que a lo mejor eranángeles del cielo, como en laBiblia, cuando los ángeles hablan

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con Abraham, y con María y conJesús, y con todo el mundo.

—Está claro que antes noshablaban más —respondí.

—Pero después nos mataron.Mataron a mami —concluyó, y seechó a llorar.

—Aderezas mesa delante de mí,en presencia de mis angustiadores.

Besé la coronilla de Sammy y lerestregué los brazos.

—Unges mi cabeza con aceite.—Cassie, ¿Dios nos odia?—No. No lo sé.

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—¿Odia a mamá?—Claro que no. Mamá era una

buena persona.—Entonces ¿por qué la dejó

morir?Sacudí la cabeza. Me pesaba

todo el cuerpo, como si llevaraveinte mil toneladas encima.

—Mi copa está rebosando.—¿Por qué dejó que vinieran

los extraterrestres a matarnos? ¿Porqué Dios no los para?

—A lo mejor... —susurré envoz baja; me pesaba hasta la lengua

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—. A lo mejor lo hace.—Ciertamente, el bien y la

misericordia me seguirán todos losdías de mi vida.

—No dejes que me atrapen,Cassie. No me dejes morir.

—No vas a morir, Sams.—¿Lo prometes?—Lo prometo.

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El teledirigido regresó al díasiguiente.

O un teledirigido distinto,idéntico al primero. Seguramente,los Otros no han recorrido mediouniverso con un solo teledirigido enla bodega.

Se movía despacio por el cielo,en silencio, sin el gruñido de unmotor, sin producir ningún zumbido,simplemente se deslizaba sin hacer

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ruido, como un cebo de pescaarrastrado por aguas tranquilas.Nos apresuramos a entrar en losbarracones sin que nadie tuvieraque ordenárnoslo. Me encontrésentada en un catre al lado dePringoso.

—Sé lo que van a hacer —susurró.

—No hables —le susurré.Él asintió y dijo:—Bombas sónicas. ¿Sabes lo

que pasa cuando te bombardean condoscientos decibelios? Se te hacen

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pedazos los tímpanos. Lospulmones te estallan, el aire te entraen el torrente sanguíneo y te falla elcorazón.

—¿De dónde sacas esa mierda,Pringoso?

Mi padre y Hutchfield volvían aestar agachados junto a la puertaabierta. Se quedaron mirando elmismo punto durante variosminutos. Al parecer, el teledirigidose había quedado inmóvil en elcielo.

—Toma, te he traído una cosa

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—dijo Pringoso.Era un collar de diamantes,

parte del botín que había obtenidode los cadáveres del pozo deceniza.

—Qué asco —respondí.—¿Por qué? Ni que lo hubiera

robado —añadió, haciendo unmohín—. Sé lo que te pasa, no soyestúpido. No es por el collar, espor mí. Lo aceptarías sin pensarlosi yo estuviera bueno.

Me pregunté si estaba en locierto. Si Ben Parish me hubiese

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regalado un collar del pozo, ¿lohabría aceptado?

—Como si tú lo estuvieras... —añadió Pringoso.

¡Qué chasco! Pringoso, elladrón de tumbas, no creía queestuviera buena.

—Entonces, ¿por qué me loquieres dar?

—Aquella noche, en el bosque,me comporté como un imbécil. Noquiero que me odies, ni que piensesque soy un raro.

Un poco tarde para eso.

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—No quiero joyas de gentemuerta —respondí.

—Ni ellos —contestó él,refiriéndose a la gente muerta.

No pensaba dejarme en paz, asíque me largué en silencio parasentarme detrás de mi padre. Porencima de su hombro vi un diminutopunto gris, una peca plateada en laimpoluta piel del cielo.

—¿Qué está pasando? —susurré.

Justo cuando lo decía, el puntodesapareció. Se movió tan deprisa

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que pareció esfumarse en un abrir ycerrar de ojos.

—Vuelos de reconocimiento —dijo Hutchfield entre dientes—. Nose me ocurre qué otra cosa puedeser.

—Nosotros teníamos satélitesque podían ver qué hora marcaba elreloj de cualquiera desde el cielo—repuso mi padre en voz baja—.Si podíamos hacer eso con nuestratecnología primitiva, ¿por qué ibana tener ellos que abandonar su navepara espiarnos?

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—¿Tienes una teoría mejor? —preguntó Hutchfield, que nosoportaba que cuestionaran susdecisiones.

—Puede que no tengan nada quever con nosotros —sugirió mi padre—. Puede que esas cosas seansondas atmosféricas o dispositivospara medir algo que no puedencalibrar desde el espacio. O quizásestén buscando algo que no puedandetectar hasta tenernosprácticamente neutralizados.

Entonces, mi padre suspiró. Yo

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conocía aquel suspiro: significabaque creía que algo era cierto, perodeseaba que no lo fuera.

—Todo se reduce a unapregunta muy simple, Hutchfield:¿por qué están aquí? No han venidopara expoliar los recursos denuestro planeta: hay muchos portodo el universo, así que no hacefalta viajar cientos de años luz paraobtenerlos. Tampoco paramatarnos, aunque puede quematarnos a todos (o a casi todos)sea necesario. Son como esos

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propietarios que echan a unosinquilinos descuidados para poderlimpiar la casa y meter a uninquilino nuevo; creo que lo quepretenden es dejar la casapreparada.

—¿Preparada? ¿Preparada paraqué?

—Para la mudanza —dijo mipadre, con una sonrisa triste.

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Una hora antes del amanecer.Nuestro último día en el CampoPozo de Ceniza. Domingo.

Sammy durmiendo a mi lado: unniño pequeño, calentito, con unamano encima del oso de peluche yla otra sobre mi pecho, una manoregordeta cerrada en un puño.

La mejor parte del día.Esos pocos segundos en los que

estás despierta, pero vacía. Se te

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olvida dónde te encuentras, lo queeres ahora, lo que eras antes. Solohay aliento, latidos y sangre enmovimiento. Es como estar denuevo en el vientre de tu madre. Lapaz del vacío.

Al principio, creí que el ruidoera el latido de mi corazón.

Pum, pum, pum. Primero bajo,luego más alto, después muy alto, lobastante como para sentir elgolpeteo en la piel. Una luz iluminóla sala, cada vez con mayorintensidad. La gente iba de un lado

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a otro tropezándose, poniéndose laropa, buscando sus armas. La luzbrillante se apagó y regresó. Lassombras saltaban por el suelo ycorrían hacia el techo. Hutchfieldnos gritaba que mantuviéramos lacalma, pero nadie le hacía caso.Todos reconocían el sonido ysabían lo que significaba.

¡Rescate!Hutchfield intentó bloquear la

puerta con su cuerpo.—¡Quedaos dentro! —aulló—.

No queremos...

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Lo apartaron de un empujón.¡Oh, sí que queremos! Salimos porla puerta en manada, nos detuvimosen el patio e hicimos señas alhelicóptero, un Black Hawk querealizaba otra pasada sobre elcomplejo, negro sobre la penumbradel cielo antes del alba. El focoapuñalaba el suelo, nos cegaba,aunque a la mayoría ya nos habíancegado las lágrimas. Saltábamos,nos abrazábamos. Dos personasagitaban banderitas de EstadosUnidos, y recuerdo haberme

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preguntado de dónde narices lashabrían sacado.

Hutchfield estaba furioso y nosgritaba que volviésemos dentro.Nadie le hizo caso, ya no eranuestro jefe, la Gente al Mandohabía llegado.

Justo entonces, el helicópteroviró por última vez y se alejó conun gran estruendo. El ruido de losrotores se desvaneció y dio paso aun silencio aplastante. Estábamosdesconcertados, perplejos,asustados. Tenían que habernos

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visto: ¿por qué no habíanaterrizado?

Esperamos a que el helicópteroregresara. Esperamos toda lamañana. La gente hizo las maletas yempezó a especular sobre el lugaral que nos llevarían, cómo sería,cuántas personas habría. ¡Unhelicóptero Black Hawk! ¿Qué máshabría sobrevivido a la primeraola? Soñábamos con luceseléctricas y duchas de aguacaliente.

Nadie dudaba de que la Gente

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al Mando nos rescataría ahora quesabía de nuestra existencia. Laayuda ya estaba de camino.

Sin embargo, mi padre, por sercomo era, no estaba tan seguro.

—Puede que no vuelvan —dijo.—No nos dejarían aquí sin más,

papá —respondí. A veces habíaque hablar con él como si tuviera laedad de Sammy—. ¿Qué sentidotendría?

—Puede que no fuera unaoperación de búsqueda y rescate.Puede que estuvieran buscando otra

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cosa.—¿El teledirigido?El que se había estrellado una

semana antes. Él asintió.—De todos modos, ahora saben

que estamos aquí —insistí—. Haránalgo.

Él asintió de nuevo, ausente,como si estuviera pensando en otracosa.

—Sí —respondió, y me miró—.¿Todavía tienes la pistola?

Me di una palmadita en elbolsillo de atrás. Él me echó un

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brazo por encima y me condujo alalmacén. Apartó una vieja lona quehabía en una esquina y desveló elfusil de asalto semiautomático M16,el que iba a convertirse en mi mejoramigo cuando ya no quedara nadie.

Lo recogió y le dio la vueltapara examinarlo con la mismaexpresión de profesor despistado.

—¿Qué te parece? —susurró.—¿Eso? Está de puta madre.No me regañó por el lenguaje;

al contrario, soltó una carcajada.Después me enseñó cómo

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funcionaba, cómo sostenerlo, cómoapuntar, cómo cambiar el cargador.

—Toma, ahora prueba tú —medijo, ofreciéndomelo.

Creo que le sorprendióagradablemente comprobar lorápido que aprendía su hija. Y micoordinación era bastante buenagracias a las clases de kárate. Lasclases de baile no puedencompararse con el kárate en lo querespecta a moverse con elegancia.

—Quédatelo —me dijo cuandointenté devolvérselo—. Te lo

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esconderé aquí.—¿Por qué? —pregunté.No me importaba tenerlo, pero

me estaba empezando a ponernerviosa. Mientras todos los demáslo celebraban, mi padre meenseñaba a usar armas de fuego.

—¿Sabes cómo averiguar quiénes tu enemigo en tiempos de guerra,Cassie? —preguntó mientrasexaminaba la cabaña. ¿Por qué noera capaz de mirarme a mí?—. Esel tío que te dispara. Así lo sabes.Que no se te olvide. —Y,

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señalando el arma con la cabeza,añadió—: No vayas por ahí con él;mantenlo cerca, pero escondido. Niaquí ni en los barracones, ¿vale?

Una palmadita en el hombro.Una palmadita no bastaba. Un granabrazo.

—A partir de ahora no pierdasnunca de vista a Sammy. ¿Loentiendes, Cassie? Nunca. Ahora vea buscarlo. Tengo que charlar conHutchfield. Y ¿Cassie? Si alguienintenta quitarte ese fusil, dile queprimero hable conmigo. Y si siguen

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intentándolo, dispárales.Sus labios sonrieron, pero sus

ojos no: parecían tan fríos y duroscomo los de un tiburón.

Mi padre había tenido suerte.Todos la habíamos tenido. Graciasa la suerte habíamos sobrevivido alas tres primeras olas. Sin embargo,hasta el mejor jugador te dirá que lasuerte tiene un límite. Creo que esoes lo que mi padre notó aquel día:no que se nos había acabado lasuerte (eso no podría haberlosabido nadie), sino que los que

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quedaran en pie no serían losafortunados.

Serían los duros. Los que ledijeran a la suerte que se fuera a lamierda. Los que tuvieran el corazónde piedra. Los que pudieran dejarmorir a cien con tal de salvar a uno.Los que comprendieran que erainteligente quemar un pueblo parapoder salvarlo.

El mundo está tan jodido queapenas lo reconozco.

Y si no te parece bien, no eresmás que un cadáver en potencia.

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Cogí el M16 y lo escondí detrásde uno de los árboles quebordeaban el camino que conducíaal pozo de ceniza.

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Los últimos restos del mundo queconocía quedaron hechos trizas unatarde de domingo cálida y soleada.

El heraldo de aquella desgraciafue el gruñido de motores diésel,los chirridos y crujidos de los ejes,y el gemido de los frenos. Nuestroscentinelas habían avistado elconvoy mucho antes de que llegaraal complejo. Vieron los cegadoresreflejos de la luz del sol en las

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ventanas y las columnas de polvoque dejaban atrás los neumáticos,como si fuera una estela. Nocorrimos a recibirlos con flores ybesos: nos quedamos atrás mientrasHutchfield, mi padre y los cuatromejores tiradores que teníamos ibana buscarlos. Todos tenían losnervios de punta y habían perdidogran parte del entusiasmo de hacíaunas horas.

Nada de lo que habíamosesperado que sucediera después dela Llegada había sucedido. Había

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pasado justo lo que nunca noshabríamos esperado. No nos dimoscuenta de que la gripe mortíferaformaba parte de su plan hasta quetranscurrieron dos semanas enterasdesde la tercera ola. Aun así,tiendes a creer lo que siempre hascreído, a pensar lo que siempre haspensado, a esperar lo que siemprehas esperado. Así que nunca nospreguntamos si nos rescatarían, sinocuándo.

Y cuando vimos justo lo quequeríamos ver, lo que habíamos

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esperado ver (el gran camión deplataforma cargado de soldados,los Humvees repletos de torretas deametralladoras y lanzamisilestierra-aire), seguimos desconfiando.

Entonces aparecieron losautobuses escolares.

Eran tres, parachoques contraparachoques. Llenos de niños.

Nadie se lo esperaba. Comodije, era tan normal que pasmaba,resultaba sorprendentementesurrealista. Algunos, de hecho, nosreímos. ¡Un autobús escolar

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amarillo! ¿Dónde narices está laescuela?

Al cabo de unos cuantosminutos de tensión en los que loúnico que oímos fue el guturalgruñido de los motores, y las risas ylos gritos lejanos de los niños delos autobuses, mi padre dejó aHutchfield hablando con elcomandante, y se nos acercó aSammy y a mí. Un grupo de gente searremolinó a nuestro alrededor paraescucharlo.

—Vienen de Wright-Patterson

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—dijo mi padre, como si le faltarael aliento—. Y, al parecer, hansobrevivido muchos más militaresde lo que creíamos.

—¿Por qué llevan máscarasantigás? —pregunté.

—Por precaución —respondió—. Llevan en cuarentena desde quellegó la plaga. Todos hemos estadoexpuestos y podríamos serportadores.

Miró a Sammy, que estabaapretujado contra mí, abrazado a mipierna.

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—Han venido a por los niños—dijo mi padre.

—¿Por qué? —pregunté.—¿Y nosotros? —quiso saber

la Madre Teresa—. ¿No nos van allevar con ellos?

—Dicen que volverán a pornosotros. Ahora mismo solo tienensitio para los niños.

Lo dijo mirando a Sammy.—No nos van a separar —le

aseguré a mi padre.—Claro que no —respondió,

volviéndose para dirigirse

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bruscamente a los barracones. Alsalir, llevaba mi mochila y el osode Sammy—. Tú te vas con él.

Mi padre no lo había pillado.—No pienso irme sin ti —

afirmé.¿Qué les pasaba a los tíos como

mi padre? De repente aparecíaalguien con autoridad y se dejabanel cerebro en el armario.

—¡Ya has oído lo que ha dicho!—chilló la Madre Teresa,sacudiendo sus cuentas—. ¡Solo losniños! Si va alguien más, debería

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ser yo... Deberían ser las mujeres.Así es como se hace. ¡Las mujeres ylos niños primero! Las mujeres ylos niños.

Mi padre no le hizo caso y mepuso otra vez la mano en el hombro,pero me la sacudí de encima.

—Cassie, primero tienen queponer a salvo a los másvulnerables. Solo tardaré unashoras más que tú...

—¡No! O nos quedamos todos onos vamos todos, papá. Diles queestaremos bien aquí hasta que

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regresen. Puedo cuidar de él. Lo heestado haciendo hasta ahora.

—Y seguirás haciéndolo,Cassie, porque tú también te vas.

—No sin ti. No te voy a dejaraquí, papá.

Sonrió como si yo fuese unaniña que hubiese dicho unamonería.

—Puedo cuidarme solo.No sabía cómo expresar lo que

sentía: era como si tuviera uncarbón al rojo vivo en las tripas,me abrumaba la sensación de que,

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si se separaba lo que quedaba denuestra familia, sería nuestro final.Que si lo dejaba atrás, nuncavolvería a verlo. A lo mejor noestaba siendo racional, aunque elmundo en el que vivía tampoco loera.

Mi padre me despegó a Sammyde la pierna, lo levantó y se loapoyó en la cadera. Luego me cogiópor el codo con la mano libre y nosllevó a los dos hacia los autobuses.Los soldados parecían insectos conaquellas máscaras antigás que les

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ocultaban el rostro. No les veíamosla cara, pero llevaban sus nombresbordados en los trajes verdes decamuflaje.

Greene.Walters.Parker.Nombres estadounidenses

decentes y rotundos, y la bandera deEstados Unidos en la manga.

Y su forma de moverse,erguidos, pero relajados. Comomuelles comprimidos. Como sesupone que son los soldados.

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Llegamos al último autobús dela fila. Los niños que había en elinterior gritaban y nos saludabancon la mano. Para ellos era una granaventura.

El corpulento soldado de lapuerta levantó una mano. En su trajeponía: «Branch».

—Solo los niños —dijo con lavoz algo ahogada por la máscara.

—Lo entiendo, cabo —respondió mi padre.

—Cassie, ¿por qué lloras? —preguntó Sammy mientras me

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tocaba la cara con su manita.Papá lo bajó al suelo y se

arrodilló para acercar su cara a lade Sammy.

—Te vas de excursión, Sammy—le dijo—. Estos militares tansimpáticos te llevan a un lugar en elque estarás a salvo.

—¿Tú no vienes, papá? —preguntó él tirándole de la camisetacon sus manitas diminutas.

—Sí, sí, papá también va, perotodavía no. Pronto, muy pronto.

Abrazó a Sammy. El último

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abrazo.—Ahora sé bueno. Haz todo lo

que te digan estos chicos delejército, ¿vale?

Sammy asintió con la cabeza yme dio la mano.

—Venga, Cassie, ¡nos vamos enautobús!

El hombre de la máscara negrase volvió y levantó una de susmanos enguantadas.

—Solo el chico —nos dijo.Empecé a decirle que se fuera a

la mierda. No me hacía ninguna

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gracia la idea de dejar a mi padreatrás, pero Sammy no se iba aninguna parte sin mí.

El cabo me cortó antes de quedijera nada y repitió: «Solo elchico».

—Es su hermana —intentóconvencerlo mi padre; estabasiendo razonable—. Y ella tambiénes una niña, solo tiene dieciséisaños.

—Tendrá que quedarse aquí —insistió el cabo.

—Entonces él no se va —

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respondí mientras abrazaba aSammy.

Tendrían que arrancarme losbrazos para llevarse a mi hermanopequeño.

El cabo guardó silencio duranteunos aterradores instantes. Meentraron ganas de tirarle de lamáscara y escupirle en la cara. Elsol se le reflejaba en el cristal, unaodiosa bola de luz.

—¿Quieres que se quede?—Lo quiero conmigo —lo

corregí—. En el autobús o fuera del

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autobús: me da igual. Conmigo.—No, Cassie —dijo mi padre.Sammy empezó a llorar. Mi

hermano lo había entendidoenseguida: eran papá y el soldadocontra él y contra mí, y no habíaforma de ganar la batalla. Lo habíaentendido antes que yo.

—Puede quedarse —contestó elsoldado—, pero no podemosgarantizar su seguridad.

—¿De verdad? —le grité alcara de insecto—. ¿Tú crees? ¿Esque podéis garantizar la seguridad

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de alguien?—Cassie... —empezó mi padre.—¡No podéis garantizar una

mierda! —le grité.El cabo no me hizo caso y se

dirigió a mi padre.—Usted decide, señor.—Papá, ya lo has oído, se

puede quedar con nosotros.Mi padre se mordió el labio

inferior, levantó la cabeza, se rascóla barbilla y miró el cielo desnudo.Pensaba en los teledirigidos, en loque sabía y en lo que no sabía.

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Recordaba lo que había aprendido.Estaba sopesando los pros y loscontras, calculando probabilidadesy procurando no hacer caso de lavocecita que surgía de lo másprofundo de su ser para decirle queno lo dejara marchar.

Así que, por supuesto, hizo lomás razonable.

Él era el adulto responsable, yeso es lo que hacen los adultosresponsables.

Lo más razonable.—Tienes razón, Cassie —dijo

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al fin—: no pueden garantizarnuestra seguridad, nadie puede.Pero algunos lugares son másseguros que otros —añadió y, trascoger a Sammy de la mano, añadió—: Vamos, campeón.

—¡No! —gritó Sammy mientraslas lágrimas le rodaban por lasrelucientes mejillas rojas—. ¡Nome voy sin Cassie!

—Cassie también va, iremoslos dos, justo detrás de ti.

—Yo lo protegeré, lo vigilaré,no dejaré que le pase nada —

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supliqué—. Volverán a por losdemás, ¿verdad? Solo tenemos queesperar a que vuelvan —insistí,tirándole de la camiseta mientrasponía mi mejor cara implorante, esacon la que solía conseguir lo quequería—. Por favor, papi, no lohagas, no está bien. Tenemos quepermanecer juntos, tenemos quehacerlo.

No iba a funcionar. Teníaaquella expresión dura de nuevo:ojos fríos, drásticos, crueles.

—Cassie, dile a tu hermano que

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no pasa nada.Y lo hice. Después de decirme

a mí misma que no pasaba nada,que debía confiar en mi padre, en laGente al Mando, en que los Otrosno incineraran los autobusesescolares llenos de niños, debíaconfiar en que la propia confianzano se hubiera evaporado igual quelo habían hecho los ordenadores,las palomitas de microondas y lapeli de Hollywood en la que loshumanos vencen a los asquerososdel Planeta Xercon en los diez

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minutos del final.Y entonces me puse de rodillas

en el suelo polvoriento, frente a mihermano pequeño.

—Tienes que irte, Sams —ledije.

El regordete labio inferior letemblaba y aferraba al osito confuerza, apretándolo contra su pecho.

—Pero, Cassie, ¿quién te va aabrazar cuando tengas miedo?

Lo decía completamente enserio, se parecía tanto a papá conaquel ceñito fruncido que estuve a

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punto de reírme.—Ya no tengo miedo, y tú

tampoco deberías tenerlo. Ahoraestán aquí los soldados, y ellos nospondrán a salvo. —Miré al caboBranch y añadí—: ¿A que sí?

—Sí.—Se parece a Darth Vader —

susurró Sammy—. Y también suenacomo él.

—Sí, y ¿recuerdas lo que pasa?Al final se vuelve bueno.

—Solo después de volar enpedazos un planeta entero y matar a

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un montón de gente.No pude evitarlo: me reí. Dios

mío, qué listo era. A veces creíaque era más listo que mi padre y yojuntos.

—¿Vendrás después, Cassie?—Claro que sí.—¿Me lo prometes?Se lo prometí, pasara lo que

pasara. Pasara. Lo. Que. Pasara.Era lo único que necesitaba

escuchar. Empujó a su osito contrami pecho.

—¿Sam?

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—Para cuando tengas miedo,pero no lo abandones —me explicó,levantando un dedito para dejarlomuy claro—. Que no se te olvide.

Dicho lo cual, le ofreció lamano al cabo y le dijo:

—¡Tú primero, Vader!La mano enguantada se tragó la

mano regordeta. El primer escalónera demasiado alto para suspiernecitas. Los niños de dentrochillaron y dieron palmas cuandodobló la esquina y llegó al pasillocentral.

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Sammy fue el último en subir.La puerta se cerró. Mi padre intentórodearme con el brazo, pero yo diun paso atrás. El motor aceleró ylos frenos neumáticos silbaron.

Y allí apareció su cara, pegadaal cristal manchado, y su sonrisa,mientras salía volando por unagalaxia lejana, muy lejana, montadoen su caza espacial X-wing,alcanzando la velocidad decurvatura, hasta que el polvoengulló la sucia nave espacialamarilla.

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—Por aquí, señor —le dijo el cabo,y lo seguimos de vuelta.

Dos Humvees se habíanmarchado con los autobuses paraescoltarlo hasta Wright-Patterson.Los que quedaban estabanaparcados mirando a los barraconesy la cabaña del almacén, con loscañones de las ametralladorasapuntando al suelo, como si fueranlas cabezas agachadas de unas

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criaturas metálicas en pleno sueño.El complejo estaba vacío.

Todos (incluidos los soldados) sehabían metido en los barracones.Todos salvo uno.

Cuando nos acercamos,Hutchfield salió del almacén. No séqué le brillaba más, si la cabezaafeitada o la sonrisa.

—¡Fantástico, Sullivan! —exclamó, sonriente, mirando a mipadre—. Y tú querías largartedespués del primer teledirigido.

—Parece que me equivocaba —

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repuso mi padre, esbozando unasonrisa tensa.

—Reunión informativa delcoronel Vosch dentro de cincominutos. Pero primero necesito tuartillería.

—¿Mi qué?—Tu arma. Órdenes del

coronel.Mi padre miró al soldado que

teníamos al lado. Los ojos vacíos ynegros de la máscara ledevolvieron la mirada.

—¿Por qué? —quiso saber mi

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padre.—¿Necesitas una explicación?

—preguntó Hutchfield sin perder lasonrisa, aunque entornando un pocolos ojos.

—Me gustaría, sí.—Es procedimiento operativo

estándar, Sullivan. En tiempo deguerra, no puede dejarse a unpuñado de civiles sin entrenamientoarmados —insistió Hutchfield,hablándole como si fuera tonto.

Alargó el brazo y mi padre sequitó el fusil del hombro muy

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despacio. Hutchfield se lo cogió ydesapareció dentro del almacén.

Mi padre se volvió hacia elcabo y preguntó:

—¿Ha entrado alguien encontacto con los...? —empezó,intentando dar con la palabraadecuada—. ¿Con los Otros?

Una sola palabra ronca y sinentonación:

—No.Hutchfield salió y saludó sin

demora al cabo. Estaba en suelemento, de vuelta con sus

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compañeros de armas. Parecía quefuera a estallar de la emoción de unmomento a otro, como si estuviera apunto de mearse de gusto.

—Todas las armas recogidas yguardadas, cabo.

«Todas salvo dos», pensé yomirando a mi padre. Él no movió niun músculo, excepto los que lerodeaban los ojos. Mirada rápida ala derecha y a la izquierda: no.

Solo se me ocurría una razónpara que lo hiciera y, cuando lopienso, cuando lo pienso

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demasiado, empiezo a odiar a mipadre. A odiarlo por no confiar ensu instinto. A odiarlo por no hacercaso de la vocecita que debía deestar susurrándole: «Esto está mal,algo va mal».

Ahora mismo lo odio. Siestuviera aquí, le daría un puñetazoen la cara por ser un memoignorante.

El cabo hizo un gesto hacia losbarracones. Había llegado elmomento de la reunión del coronelVosch.

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El momento de que acabara elmundo.

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Enseguida supe quién era Vosch.Estaba de pie justo a la entrada:

era un tío muy alto, el único contraje de faena que no llevaba unfusil pegado al pecho.

Saludó con la cabeza aHutchfield cuando entramos en elantiguo hospital/osario. Después, elcabo Branch saludó y ocupó sulugar en la apretujada fila desoldados que recorría las paredes.

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Así fue: soldados de pie a lolargo de las cuatro paredes yrefugiados en el centro.

La mano de mi padre buscó lamía. Yo tenía al osito de Sammy enuna mano y a mi padre, en la otra.

¿Qué pasó, papá? ¿Acaso al vera esos hombres armados en lasparedes la vocecita gritó con másfuerza? ¿Por eso me diste la mano?

—De acuerdo, ¿nos van a darya alguna respuesta? —gritó alguiencuando entramos.

Todos se pusieron a hablar a la

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vez (todos menos los soldados) y agritar preguntas.

—¿Han aterrizado?—¿Cómo son?—¿Qué son?—¿Qué son esas naves grises

que vemos en el cielo?—¿Cuándo nos vamos los

demás?—¿A cuántos supervivientes

han encontrado?Vosch alzó una mano para pedir

silencio, aunque solo funcionó amedias.

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Hutchfield lo saludó al estilomilitar y exclamó:

—¡Todos presentes, señor!Yo los conté rápidamente y dije

que no. Tuve que alzar la voz paraque me oyeran a pesar delescándalo.

—¡No! —repetí, mirando a mipadre—. Pringoso no está.

—¿Quién es Pringoso? —preguntó Hutchfield, frunciendo elceño.

—Es un rar... un crío...—¿Un crío? Se habrá ido en los

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autobuses con los otros.Los otros. Ahora que lo pienso,

tiene su gracia. Es gracioso de unamanera escalofriante.

—Necesitamos que todo elmundo esté dentro de este edificio—dijo Vosch desde el interior desu máscara.

Tenía una voz muy profunda,como un retumbar subterráneo.

—Seguramente se ha asustado—comenté—. Es un poco gallina.

—¿Adónde puede haber ido? —preguntó Vosch.

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Sacudí la cabeza. No tenía niidea. Hasta que la tuve o, mejordicho, hasta que supe dónde estaba.

—Al pozo de ceniza.—¿Dónde está el pozo de

ceniza?—Cassie —dijo mi padre,

apretándome con fuerza la mano—.¿Por qué no vas a buscar a Pringosopara que el coronel pueda empezarcon la reunión?

—¿Yo?No lo entendía. Ahora creo que

la vocecita de mi padre ya estaba

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dándole voces, aunque yo no la oíay él no podía decírmelo. Solo podíaintentar telegrafiármelo con losojos. A lo mejor era esto: «¿Sabescómo averiguar quién es tuenemigo, Cassie?».

No sé por qué no se presentóvoluntario para ir conmigo. A lomejor creía que no sospecharían deuna cría y que así uno de los dos loconseguiría... o, al menos, tendría laoportunidad de conseguirlo.

A lo mejor.—De acuerdo —respondió

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Vosch.Señaló con un dedo al cabo

Branch, como diciendo que fueraconmigo.

—Puede hacerlo sola —intervino mi padre—. Se conoceeste bosque como la palma de sumano. Cinco minutos, ¿verdad,Cassie? —Después miró a Vosch ysonrió—. Cinco minutos.

—No seas memo —dijoHutchfield—. No puede salir sinescolta.

—Claro, es verdad, tienes razón

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—repuso mi padre.Se agachó para darme un

abrazo. No demasiado fuerte, nodemasiado largo. Un abrazo rápido.Un apretón. Ya está. Cualquier cosamás emotiva habría parecido unadiós.

Adiós, Cassie.Branch se volvió hacia su

comandante y dijo:—Prioridad uno, ¿señor?—Prioridad uno —respondió

Vosch, asintiendo con la cabeza.Salimos a la brillante luz del

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sol, el hombre de la máscaraantigás y la chica del osito depeluche. Más adelante, había un parde soldados apoyados en unHumvee. Antes, al pasar junto a losvehículos, no los había visto. Seenderezaron cuando salimos delbarracón. El cabo Branch les hizoel gesto de levantar el pulgar ydespués les enseñó el índice:«Prioridad uno».

—¿Está muy lejos? —mepreguntó.

—No mucho —respondí.

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Me pareció que tenía la voz deuna niñita; quizá fuera porque elosito de Sammy me devolvía a lainfancia.

Me siguió por el sendero queserpenteaba por el tupido bosque dedetrás del complejo sosteniendo elfusil delante, con el cañón haciaabajo. El suelo seco crujía bajo susbotas marrones.

Hacía calor, pero latemperatura era más fresca bajo losárboles, cuyas hojas exhibían unintenso verde de finales de verano.

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Pasamos de largo el árbol en el quehabía guardado el M16, pero seguícaminando hacia el claro sinmirarlo.

Y allí estaba el cabroncete,sumergido hasta los tobillos enhuesos y polvo, rebuscando entrelos restos rotos con la esperanza deencontrar alguna baratija inútil ypreciada, una más para el camino,para convertirse en un tíoimportante cuando llegara al finalde esa aventura.

Volvió la cabeza hacia nosotros

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cuando nos metimos en el círculode árboles. Le brillaba de sudor yde la porquería que se echaba en elpelo. Churretones de hollín negro lemanchaban las mejillas. Era comoun lamentable remedo de jugador defútbol americano. Al vernos, sellevó la mano a la espalda y algoplateado reflejó la luz del sol.

—¡Hola! ¿Cassie? Ah, ahíestás. He vuelto por aquí abuscarte, porque no estabas en losbarracones y entonces he visto... Hevisto esto...

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—¿Es él? —me preguntó elsoldado.

Se colgó el fusil al hombro ydio un paso hacia el pozo.

Estábamos yo a un lado, elsoldado en el centro y Pringoso enel pozo de cenizas y huesos.

—Sí —respondí—. Ese esPringoso.

—No me llamo así —chilló él—. Me llamo...

Nunca sabré cómo se llamabaen realidad.

No vi el arma, ni oí el disparo

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de la pistola del soldado. No lo visacarla de la pistolera. El caso esque no estaba mirando al soldado,sino a Pringoso. La cabeza se le fuehacia atrás, como si alguien lehubiera tirado de los grasientosmechones de pelo, y él cayó comodoblado, aferrado a los tesoros delos muertos.

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Me tocaba.La chica con la mochila y el

ridículo osito de peluche estaba depie, a dos metros de su espalda.

El soldado pivotó con el brazoextendido. No recuerdo bien esaparte, no recuerdo haber soltado eloso, ni haberme sacado la pistoladel bolsillo trasero. Ni siquierarecuerdo haber apretado el gatillo.

Lo siguiente que recuerdo con

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claridad es que el cristal negro dela máscara se hizo añicos.

Y el soldado cayó de rodillasfrente a mí.

Y vi sus ojos.Sus tres ojos.Bueno, después me di cuenta de

que, en realidad, no tenía tres ojos.El del centro era la ennegrecidaherida de entrada de la bala.

Debió de sorprenderle volversey encontrarse con una pistolaapuntándole a la cara. La sorpresalo hizo vacilar. ¿Cuánto? ¿Un

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segundo? ¿Menos de un segundo?Sin embargo, en ese milisegundo, laeternidad se enrolló sobre sí mismacomo si fuera una anaconda gigante.Si has tenido un accidentetraumático, ya sabes a lo que merefiero. ¿Cuánto tarda en estrellarseun coche? ¿Diez segundos? ¿Cinco?No parece tan poco tiempo cuandoestás dentro. Parece toda una vida.

Cayó de cara sobre la tierra. Nocabía duda de que me lo habíacargado: mi bala le había dejado unagujero del tamaño de un plato de

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postre en la nuca.Pero no bajé el arma, seguí

apuntando a su media cabezamientras retrocedía hacia elsendero.

Después me volví y corrí comoalma que lleva el diablo.

En la dirección equivocada.Hacia el complejo.No fue una decisión muy

inteligente, aunque en aquelmomento no pensaba. Solo tengodieciséis años y era la primera vezque le metía un tiro en la cara a

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alguien. Me costaba aceptar la idea.Solo quería volver con mi

padre.Mi padre lo arreglaría.Porque es lo que hacen los

padres: arreglar las cosas.Al principio, mi cerebro no

registró los ruidos. El eco de unr á p i d o staccato de armasautomáticas y gritos resonaba en elbosque, pero yo no lo procesaba,como cuando la cabeza de Pringosohabía saltado hacia atrás y elmuchacho se había desplomado

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sobre el polvo gris como si, derepente, todos los huesos delcuerpo se le hubiesen transformadoen gelatina, o como cuando suasesino se había vuelto hacia mícon una pirueta perfecta y el sol sehabía reflejado en el cañón de supistola.

El mundo se hacía jirones, y losfragmentos me llovían encima.

Era el inicio de la cuarta ola.Me paré en seco antes de llegar

al complejo. El cálido olor de lapólvora. Las volutas de humo que

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salían por las ventanas de losbarracones. Alguien se arrastrabapor el suelo hacia el almacén.

Era mi padre.Tenía la espalda arqueada, y la

cara cubierta de tierra y sangre. Elsuelo que dejaba atrás estabamanchado con su sangre.

Levantó la vista cuando aparecíentre los árboles.

«Cassie, no». Formó laspalabras con la boca, sin decirnada, y entonces sus brazoscedieron, se dejó caer en el suelo y

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permaneció inmóvil.Un soldado salió de los

barracones y se acercó a mi padre.Se movía con elegancia felina, loshombros relajados y los brazossueltos a los lados.

Retrocedí hacia los árboles ylevanté la pistola, pero estaba amás de treinta metros. Si fallaba...

Era Vosch. Parecía aún más altoallí de pie, sobre el cuerpodesplomado de mi padre. Papá nose movía. Creo que se hacía elmuerto.

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Daba igual.Vosch le disparó de todos

modos.No recuerdo haber dejado

escapar ningún ruido cuando apretóel gatillo, pero debí de hacer algoque activó el sentido arácnido deVosch. La máscara negra se volvióhacia mí, y la luz del sol se reflejóen el cristal. Levantó el dedo índicehacia dos soldados que salían delos barracones y después me apuntócon el pulgar.

Prioridad uno.

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Fueron a por mí como un par deguepardos. Así de veloces eran.Nunca he visto a nadie correr tandeprisa en mi vida. La única quepodía hacerles algo de sombra erauna chica muerta de miedo queacababa de ver morir a su padre.

Hoja, rama, enredadera, zarza.El rugido del aire en los oídos. Elveloz martilleo de mis zapatos en elsendero.

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Fragmentos de cielo azul através de las copas de los árboles,cuchillas de luz solar que se clavanen la tierra destrozada. El mundohecho jirones se inclinó a un lado.

Frené al acercarme al lugar enque había escondido el últimoregalo de mi padre. Error. Lasbalas de gran calibre se hundieronen el tronco del árbol, a cincocentímetros de mi oreja. La maderapulverizada por el impacto mellovió en la cara y diminutasastillas finísimas se me clavaron en

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la mejilla.«¿Sabes cómo averiguar quién

es tu enemigo, Cassie?».No podía correr más que ellos.No podía disparar más que

ellos.A lo mejor podía ser más

inteligente que ellos.

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Entraron en el claro y lo primeroque vieron fue el cadáver del caboBranch, o el cadáver de la cosa quese hacía llamar cabo Branch.

—Allí hay uno allí —oí quedecía un soldado.

El crujido de botas pesadassobre el montón de huesos frágilesdel pozo.

—Muerto.El crepitar de la estática y

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después:—Coronel, tenemos a Branch y

a un civil sin identificar. Negativo,señor. Branch ha caído, repito,Branch ha caído.

A continuación se puso a hablarcon su compañero, el que estabajunto a Pringoso.

—Vosch quiere que volvamoscuanto antes.

Crac, crac, dijeron los huesoscuando el soldado salió del pozo.

—La chica ha tirado esto.Mi mochila. Intenté lanzarla al

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bosque, lo más lejos que pude delpozo, pero golpeó un árbol yaterrizó justo al otro lado del claro.

—Qué raro —comentó la voz.—No pasa nada, el Ojo se

encargará de ella —respondió sucompañero.

¿El Ojo?Sus voces se alejaron y regresó

el sonido del bosque en paz. Elsusurro del viento. El gorjeo de lospájaros. Una ardilla alborotandopor la maleza. Sin embargo, seguísin moverme. Cada vez que notaba

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crecer el impuso de salir corriendo,lo reprimía.

«Ahora no hay que apresurarse,Cassie. Han hecho lo que habíanvenido a hacer. Tienes que quedarteaquí hasta que oscurezca. ¡No temuevas!».

Así que no me moví. Me quedétumbada dentro del lecho de polvoy huesos, cubierta por las cenizasde sus víctimas, la amarga cosechade los Otros.

E intenté no pensar en ello.En lo que me cubría.

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Entonces me dije: «Estoshuesos eran personas, y estaspersonas me han salvado la vida».Y dejó de resultarme tanespeluznante.

No eran más que personas.Como yo, no habían pedido estarallí, pero allí estaban, y yo también,así que me quedé quieta.

Aunque suene raro, era casicomo si notara sus brazosenvolviéndome, cálidos y suaves.

No sé cuánto tiempo esperéentre los brazos de la gente muerta

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que me sostenía. Me parecieronhoras. Cuando por fin me levanté, laluz del sol había envejecido hastaadquirir un tono dorado y el aireera un poco más fresco. Estabacubierta de ceniza gris de pies acabeza: debía de tener pinta deguerrero maya.

«El Ojo se encargará de ella».¿Estaba hablando de los

teledirigidos, un ojo en el cielo oalgo así? Si hablaba deteledirigidos, estaba claro que noeran una unidad que fuera por libre,

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peinando el campo para acabar conposibles portadores de la terceraola, de modo que los no expuestosno se infectaran.

Esa idea era terrible.Pero la alternativa era mucho,

mucho peor.Corrí hacia la mochila. Las

profundidades del bosque mellamaban. Cuanto más me alejara deellos, mejor estaría. Entoncesrecordé que el regalo de mi padreestaba un poco más allá, siguiendoel sendero, casi a tiro de piedra del

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complejo. Mierda, ¿por qué no lohabía guardado en el pozo?

No cabía duda de que podíaresultar más útil que una pistola.

No oía nada. Hasta los pájarosse habían callado. Solo el viento.Sus dedos acariciaban losmontículos de cenizas y loslanzaban al aire, donde bailabanespasmódicamente a la luz dorada.

Se habían ido. La zona erasegura.

Pero no los había oídomarcharse. ¿No debería haberme

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llegado el ruido del motor delcamión de plataforma, el gruñido delos Humvees?

Entonces me acordé de Branchacercándose a Pringoso.

«¿Es él?».Y se había echado el fusil al

hombro.El fusil. Me arrastré hasta el

cadáver. Mis pisadas eran comotruenos y mi respiración, comopequeñas explosiones.

Había caído boca abajo a mispies. Ahora estaba boca arriba,

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pero la máscara antigás le ocultabala cara casi por completo.

La pistola y el fusil habíandesaparecido. Debían dehabérselos llevado. Me quedéinmóvil durante un segundo, ymoverse era lo más conveniente enaquel momento de la batalla.

Lo sucedido no formaba partede la tercera ola: era otra cosadistinta; sin duda era el inicio de lacuarta. Puede que la cuarta olafuese una versión morbosa deEncuentros en la tercera fase . A lo

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mejor Branch no era humano y poreso llevaba una máscara.

Me arrodillé al lado delsoldado muerto, agarré con fuerzala parte superior de la máscara ytiré hasta que le vi los ojos, unosojos castaños muy humanos que memiraban sin ver. Seguí tirando.

Me detuve.Quería verlo y no quería verlo.

Quería saber, pero no quería saber.«Vete ya, Cassie. No importa.

¿Importa? No, no importa».A veces le dices cosas a tu

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miedo, cosas como que no importa,y las palabras son como palmaditasen la cabeza de un perrohiperactivo.

Me levanté. No, la verdad esque no me importaba si el soldadotenía los labios como una langosta osi parecía el hermano gemelo deJustin Bieber. Recogí el osito deSammy del suelo y me dirigí al otroextremo del claro.

Pero algo me detuvo. No memetí en el bosque, no corrí aabrazar la mejor oportunidad de

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salvarme: poner distancia de pormedio.

Puede que fuera por el osito.Cuando lo recogí, vi la cara de mihermano apretada contra la ventanade atrás del autobús, oí su vocecitaen mi cabeza: «Para cuando tengasmiedo, pero no lo abandones. Queno se te olvide».

Casi se me olvida. Si no mehubiera acercado a Branch parabuscar las armas, se me habríaolvidado. Branch había caídoprácticamente encima del pobre

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osito.«No lo abandones».En realidad no había visto

ningún cadáver en el complejo,salvo el de mi padre. ¿Y si alguienhabía sobrevivido a aquellos tresminutos de eternidad en losbarracones? Estaría herido, todavíavivo, dado por muerto.

A no ser que no me marchara.Si quedaba alguien vivo allí y losfalsos soldados se habían ido, seríayo la que lo abandonaría, dándolopor muerto.

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«Mierda».¿Sabes cuando a veces te dices

que tienes elección, cuando enrealidad no la tienes? Solo porquehaya alternativas no quiere decirque sean pertinentes para ti.

Di media vuelta y regresé,rodeé el cadáver de Branch y meinterné en el túnel oscuro en que sehabía convertido el sendero.

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La tercera vez no se me olvidó elfusil de asalto. Me metí la Luger enel cinturón, pero no era muy lógicointentar disparar un fusil de asaltocon un osito en una mano, así quetuve que dejarlo en el sendero.

—No pasa nada, no me olvidaréde ti —le susurré al oso de peluchede Sammy.

Abandoné el sendero y me metíentre los árboles, en silencio. Al

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acercarme al complejo, me tiré alsuelo y avancé a rastras hasta elborde.

«Vaya, por eso no los habíasoído irse».

Vosch estaba hablando con unpar de soldados en la puerta delalmacén. Otro grupo estabahaciendo algo junto a uno de losHumvees. Conté siete en total, loque significaba que había cinco másfuera de mi vista. ¿Estarían en elbosque buscándome? El cadáver demi padre ya no estaba: tal vez los

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Otros ya hubiesen hecho limpieza.Éramos cuarenta y cuatro, sin contara los niños que se habían ido en losautobuses. Eso es mucho limpiar.

Resulta que estaba en lo cierto:era una operación de limpieza.

Salvo que los Silenciadores nose deshacen de los cadáveres igualque nosotros.

Vosch se había quitado lamáscara, igual que los dos tipos queestaban con él. No tenían bocas delangosta ni tentáculos saliéndolesde las barbillas. Parecían seres

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humanos completamente normales,al menos de lejos.

Ya no necesitaban las máscaras.¿Por qué no? Las máscaras debíande formar parte de la actuación.Suponían que esperaríamos que seprotegieran de la infección.

Dos de los soldados salieron dedetrás del Humvee con algo queparecía un cuenco o una esfera delmismo color gris metálico mate quelos teledirigidos. Vosch señaló unpunto a medio camino entre elalmacén y los barracones, el mismo

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punto en el que había caído mipadre.

Entonces se fueron todos, salvouna soldado que se habíaarrodillado junto a la esfera gris.

Los Humvees cobraron vida.Otro motor se unió al dúo: era

el transporte de tropas terrestre quehabía estado aparcado al inicio delcomplejo, donde no podía verlo.Me había olvidado completamentede él. El resto de los soldadosseguramente se encontrarían en elcamión, esperando. Pero

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¿esperando a qué?El soldado que quedaba se

levantó y corrió al Humvee. Sesubió al vehículo y el Humvee hizoun trompo en medio de unahirviente nube de polvo. Me quedémirando el remolino de polvo hastaque se asentó. El silencio de unanochecer de verano cayó con él.Un silencio que me martilleaba enlos oídos.

Entonces, la esfera gris empezóa brillar.

Aquello podía ser bueno, malo

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o ni bueno ni malo: dependía delpunto de vista.

Ellos habían puesto allí laesfera, así que para ellos debía deser bueno.

El brillo aumentaba: habíaadquirido un verde amarillentoespeluznante. Palpitaba un poco.Como un... ¿Un qué? ¿Una baliza?

Escudriñé el cielo en penumbra.Las primeras estrellas habíanempezado a salir. No vi ningúnteledirigido.

Si era bueno desde su punto de

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vista, probablemente era malodesde el mío.

Bueno, probablemente, no. Erabastante seguro.

El intervalo entre los latidos deluz se reducía cada pocos segundos.El latido se convirtió en fogonazo.El fogonazo en rápido parpadeo.

Latido..., latido..., latido...Fogonazo, fogonazo, fogonazo.Parpadeoparpadeoparpadeo.A oscuras, la esfera me

recordaba a un ojo, un globo ocularde un pálido verde amarillento que

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me hacía guiños.«El Ojo se encargará de ella».Mi memoria ha conservado lo

que ocurrió después como si fuerauna serie de fotos instantáneas,como fotogramas de una película deautor con los temblorosos ángulosde la cámara en mano.

FOTO 1: De culo,retrocediendo como un cangrejopara alejarme de la zona.

FOTO 2: De pie, corriendo. Elfollaje es como un borrón de verde,marrón y gris musgoso.

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FOTO 3: El oso de Sammy. Elbracito que Sammy había masticadodesde que era un bebé se meresbala entre los dedos.

FOTO 4: Yo intentando porsegunda vez recoger el maldito oso.

FOTO 5: El pozo de ceniza defondo. Estoy entre el cadáver dePringoso y el de Branch. Con elosito de Sammy pegado al pecho.

FOTOS 6-10: Más bosque, sigocorriendo. Si te fijas, se ve elbarranco en la esquina izquierdadel décimo fotograma.

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FOTO 11: El último fotograma.Estoy suspendida en el aire porencima del barranco. La foto setomó justo después de lanzarme alvacío.

La ola verde pasó rugiendo porencima de mi cuerpo, acurrucado enel suelo, llevándose con ellatoneladas de escombros, una masade árboles voladores, tierra, loscadáveres de pájaros, ardillas,marmotas e insectos, el contenidodel pozo de ceniza, fragmentospulverizados de los barracones y el

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almacén (contrachapado, hormigón,clavos, hojalata) y los cincoprimeros centímetros de tierra en unradio de cien kilómetros. Noté laonda expansiva antes de golpearmecon el embarrado fondo delbarranco: era una presión intensaque me hizo temblar todos loshuesos del cuerpo. Se me taponaronlos tímpanos y recordé a Pringosocuando me dijo: «¿Sabes lo quepasa cuando te bombardean condoscientos decibelios?».

«No, Pringoso, no lo sé. Pero

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me hago una idea».

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No puedo dejar de pensar en elsoldado con el crucifijo en la mano,el que me encontré detrás de losrefrigeradores. El soldado y elcrucifijo. Estoy pensando que a lomejor por eso apreté el gatillo. Noporque pensara que el crucifijo eraotra pistola, sino porque era unsoldado o, al menos, vestía como unsoldado.

No era Branch ni Vosch ni

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ninguno de los soldados que vi eldía que murió mi padre.

No lo era y lo era.Los era todos y no era ninguno.No fue culpa mía, eso me digo.

Es culpa de ellos. «Es culpa deellos, no mía —le digo al soldadomuerto—. Si quieres culpar aalguien, culpa a los Otros y déjameen paz».

Correr = morir. Quedarse =morir. Parece el tema de esta fiesta.

Debajo del Buick, me sumergíen un crepúsculo cálido y de

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ensueño. Mi torniquete improvisadohabía detenido casi toda lahemorragia, pero la heridapalpitaba con cada uno de losfatigosos latidos de mi corazón.

«No está tan mal —recuerdohaber pensado—. Esto de morir noestá tan mal... ¡Qué va!».

Entonces vi la cara de Sammyapretada contra la ventanilla traseradel autobús escolar amarillo.Estaba sonriendo. Era feliz. Sesentía a salvo rodeado de aquellosotros niños. Además, los soldados

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ya habían llegado, los soldados loprotegerían, se ocuparían de él y loarreglarían todo.

Llevaba semanas dándolevueltas. Me producía insomnio, megolpeaba cuando menos me loesperaba: cuando estaba leyendo,buscando comida o simplementetumbada en mi tiendecita decampaña del bosque pensando enmi vida antes de la llegada de losOtros.

¿Qué pretendían?¿Por qué habían interpretado

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aquella farsa de los soldadosacudiendo al rescate en el últimomomento? Las máscaras antigás, lareunión «informativa» de losbarracones... ¿Qué sentido tenía?¡Podían haberse limitado a soltaruno de sus ojos parpadeantes desdeun teledirigido y mandarnos a todosal infierno!

Aquel frío día de otoño, cuandome desangraba debajo del Buick, derepente di con la respuesta. Megolpeó con más fuerza que la balaque acababa de atravesarme la

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pierna.Sammy.Querían a Sammy. No, no solo a

Sammy, querían a todos los niños.Y para conseguir a los niños,debíamos confiar en ellos.«Hacemos que los humanos confíenen nosotros, cogemos a los niños ydespués los mandamos a todos alinfierno».

Pero ¿por qué molestarse ensalvar a los niños? Habían muertomiles de millones en las tresprimeras olas: no parecía que los

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Otros sintieran mucha debilidad porlos críos. ¿Por qué se llevaron aSammy?

Levanté la cabeza sin pensar yme di contra el chasis del Buick.Apenas me di cuenta.

No sabía si Sammy seguía vivo.En aquel momento, yo podía ser laúltima persona de la Tierra. Perohabía hecho una promesa.

El frío asfalto me araña laespalda.

Siento la calidez del sol en lamejilla helada.

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Mis dedos entumecidos seagarran a la manilla de la puertapara ayudarme a levantar milamentable culo autocompasivo delsuelo.

No puedo apoyar peso en lapierna herida. Me apoyo un segundoen el coche y me enderezo. Sobreuna pierna, pero erguida.

A lo mejor me equivoco alpensar que quieren mantener vivo aSammy. Me he equivocado sobrecasi todo desde la Llegada. Sigueexistiendo la posibilidad de que sea

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el último ser humano de la Tierra.Puede que esté... No, mejor

dicho, seguramente esté condenada.Sin embargo, si solo quedo yo,

si soy la última de mi especie, laúltima página de la historia humana,por mis narices que no dejaré quela historia acabe así.

Puede que sea la última, perosoy la que sigue en pie. Soy la quese vuelve hacia el cazador sinrostro del bosque en una autopistaabandonada. Soy la que no huye, laque no se queda, soy la que planta

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cara.Porque, si soy la última,

significa que yo soy la humanidad.Y si esta es la última guerra de

la humanidad, yo soy el campo debatalla.

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Llámame Zombi.Cabeza, manos, pies, espalda,

estómago, piernas, brazos, pecho...Me duele todo. Hasta parpadearresulta doloroso. Así que intento nomoverme y trato de no pensardemasiado en el dolor. Trato de nopensar demasiado, punto. En losúltimos meses he visto suficientesvíctimas de la plaga como parasaber lo que me espera: un colapso

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total que empieza por el cerebro. LaMuerte Roja convierte tu cerebro enpuré de patatas antes de que losdemás órganos se licúen. No sabesdónde estás, no sabes quién eres, nosabes qué eres. Te conviertes en unzombi, en un muerto que camina...Si es que aún tienes fuerzas paracaminar, cosa que no ocurre.

Me muero. Lo sé. Diecisieteaños y se acabó la fiesta.

Una fiesta corta.Hace seis meses, mi mayor

preocupación era aprobar el curso

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de química de nivel universitario yencontrar un trabajo de verano queme permitiera terminar lareconstrucción del motor de miCorvette del 69. Y cuando la navenodriza apareció por primera vez,bueno, no puedo negar que ledediqué parte de mis pensamientos,pero, al cabo de un tiempo, la navepasó a ocupar un lejano cuartopuesto. Veía las noticias como todoel mundo y pasaba demasiadotiempo compartiendo vídeos deYouTube que bromeaban sobre el

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tema, pero nunca pensé que meafectaría personalmente. Lasmanifestaciones, las marchas y lasrevueltas previas al primer ataqueque retransmitían por la tele erancomo una película o las noticias deun país extranjero: no parecía quenada de aquello me estuvieraocurriendo a mí.

Morir no es muy distinto, noparece que que te vaya a ocurrir ati... hasta que te ocurre.

Sé que me estoy muriendo. Nohace falta que me lo diga nadie.

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De todos modos, Chris, el tipoque compartía la tienda conmigoantes de que me pusiera enfermo,me dice:

—Tío, creo que te estásmuriendo.

Está en cuclillas en la entradade la tienda, con los ojos muyabiertos y un trapo sucio que le tapala nariz.

Chris se ha pasado para vercómo me encuentro. Es unos diezaños mayor que yo y creo que paraél soy como un hermano pequeño. O

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puede que me haya hecho una visitapara comprobar si sigo vivo; es elencargado de la limpieza de estaparte del campo. Las hoguerasarden día y noche. Durante el día, elcampo de refugiados que rodeaWright-Patterson se sumerge en unadensa niebla asfixiante. Por lanoche, la luz del fuego tiñe el humode un intenso color carmesí, comosi el mismo aire sangrara.

No hago caso de su comentarioy le pregunto qué ha oído deWright-Patterson. La base lleva en

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cuarentena desde que se formó laciudad de tiendas, después delataque a las costas. Nadie puedesalir ni entrar. Nos dicen queintentan contener la Muerte Roja.De vez en cuando, algunos soldadosbien armados y vestidos con trajesque los protegen de los materialespeligrosos salen por las puertasprincipales con agua y víveres, ynos aseguran que no pasará nada.Después vuelven adentro pisandorueda y nos abandonan a nuestrasuerte. Necesitamos medicinas. Nos

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dicen que no hay cura para la plaga.Necesitamos instalacionessanitarias. Nos dan palas para queexcavemos una zanja. Necesitamosinformación. ¿Qué narices estápasando? Nos dicen que no losaben.

—No saben nada —meresponde Chris. Es tirando a flaco,medio calvo... Era contable antesde que los ataques dejaran obsoletala contabilidad—. Nadie sabe nada,no se oyen más que rumores quetodo el mundo trata como si fueran

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noticias. —Me mira un segundo ydespués aparta la mirada, como simirarme le doliera—. ¿Quieres oírlo último?

La verdad es que no.—Claro —respondo para que

se quede.Solo hace un mes que lo

conozco, pero no me queda nadiemás. Estoy aquí tumbado, en estavieja cama de campaña, con unarendija de cielo a modo de vistas.Formas que recuerdan vagamente ala gente flotan entre el humo, como

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figuras de una película de miedo, ya veces oigo gritos o llantos, perohace días que no hablo con nadie.

—Dicen que la plaga no essuya, sino nuestra —responde Chris—. Se escapó de unas instalacionesde alto secreto del Gobiernodespués del fallo de la electricidad.

Toso y él da un respingo, perono se va. Espera a que se me paseel ataque. En algún lugar delcamino ha perdido uno de loscristales de sus gafas. Es como si suojo izquierdo estuviese siempre

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escudriñándolo todo. Se mece de unpie a otro en el suelo embarrado.Quiere irse; no quiere irse.Conozco esa sensación.

—Sería irónico, ¿no? —pregunto, entre jadeos.

Noto el sabor de la sangre.Se encoge de hombros. ¿Ironía?

Ya no hay ironía. O puede que hayatanta que ya no se puede considerarironía.

—No, no es nuestra. Piénsalo:los dos primeros ataques empujan alos supervivientes tierra adentro,

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donde se refugian en campos comoeste. Eso concentra a la población ycrea el perfecto caldo de cultivopara el virus. Millones de kilos decarne fresca, todos muyoportunamente ubicados en elmismo lugar. Es genial.

—Hay que reconocérselo —respondo, intentando ser irónico.

No quiero que se vaya, aunquetampoco quiero que hable. Siempreacaba despotricando de algo, comouno de esos tíos que tienen unaopinión sobre todo. Pero cuando las

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personas a las que conoces semueren pocos días después dehaberlas conocido, te ocurre algo:empiezas a ser mucho menosexigente con tus amigos. Pasas poralto un montón de defectos. Y telibras de un montón de creencias,como la gran mentira de que no tecagas en los pantalones cuandopiensas en que tus entrañas van aconvertirse en sopa.

—Saben cómo pensamos —dice.

—¿Cómo sabes tú lo que saben

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ellos? —pregunto.Me empiezo a enfadar sin saber

muy bien por qué. A lo mejorporque estoy celoso. Compartimostienda, la misma agua, la mismacomida, pero el que se muere yosoy. ¿Qué tiene él de especial?

—No lo sé —responderápidamente—. Lo único que sé esque ya no sé nada.

A lo lejos se oyen disparos.Chris apenas reacciona, ya que losdisparos son bastante habituales enel campo: tiros al azar a los

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pájaros; disparos de advertencia alas bandas que van a por tusprovisiones; y algunos son señal desuicidio (alguien que se encuentraen la etapa final de la enfermedad ydecide enseñarle a la plaga quiénmanda allí).

Cuando llegué al campo, mecontaron la historia de una madreque prefirió matar a sus tres hijos ysuicidarse a enfrentarse al CuartoJinete del Apocalipsis. Al principiono sabía si había sido valiente oestúpida. Después dejé de

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preocuparme por el tema. ¿A quiénle importa lo que era si ahora estámuerta?

Mi amigo no tiene mucho másque decir, así que lo dice deprisapara salir pitando. Como muchos delos no infectados, Chris sufre de unnerviosismo crónico: siempre estáesperando lo inevitable. Si le picala garganta, ¿es del humo o...? Si leduele la cabeza, ¿es de falta desueño, de hambre o...? Es como esemomento en que ya has pasado lapelota y, por el rabillo del ojo, ves

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al defensa de ciento quince kiloscorriendo hacia ti a todavelocidad... Solo que el momentono acaba nunca.

—Volveré mañana —dice—.¿Necesitas algo?

—Agua —respondo, aunque noconsigo retenerla.

—Claro que sí, tío.Se levanta. Ya solo le veo los

pantalones y las botas llenas debarro. No sé cómo, pero sé que novolveré a ver a Chris. No regresaráy, si lo hace, no me daré cuenta. No

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nos despedimos, ya nadie sedespide. La palabra «adiós» haadquirido un significadocompletamente nuevo desde que elGran Ojo Verde apareció en elcielo.

Me quedo mirando el remolinode polvo que levanta al alejarse.Después saco la cadena de plata dedebajo de la manta. Acaricio lasuave superficie del medallón conforma de corazón y lo sostengocerca de los ojos en la penumbra.El enganche se rompió la noche que

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se lo arranqué del cuello, aunqueconseguí arreglarlo con uncortaúñas.

Miro hacia la abertura de latienda y la veo, pero sé que enrealidad no está ahí, que es el virusel que me la enseña, porque llevapuesto el mismo medallón que tengoen la mano. El bicho me ha estadoenseñando todo tipo de cosas.Cosas que quiero ver y cosas queno quiero ver. La niñita de laabertura es ambas cosas a la vez.

«Bubby, ¿por qué me

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abandonaste?».Abro la boca y me sabe a

sangre.—Vete.Su imagen empieza a

desvanecerse. Me restriego los ojosy los nudillos se me mojan con lasangre.

«Huiste. Bubby, ¿por quéhuiste?».

Entonces, el humo la desgarra,la hace astillas, aplasta su cuerpohasta reducirlo a la nada. La llamo.No verla es más cruel que verla.

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Aferro con tanta fuerza la cadena deplata que los eslabones me cortan lapalma de la mano.

Intentando alcanzarla. Huyendode ella.

Alcanzarla. Huir.En el exterior de la tienda, el

humo rojo de las piras funerarias.Dentro, la niebla roja de la plaga.

«Tú eres la que ha tenido suerte—le digo a Sissy—. Te fuiste antesde que las cosas se pusieran peor».

Se oyen disparos a lo lejos,solo que, esta vez, no son los tiros

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esporádicos de un refugiadodesesperado que apunta a lassombras, sino armas de gran calibreque producen un estruendoensordecedor. El chirrido agudo delas balas trazadoras. Los rápidosdisparos de las armas automáticas.

Están atacando Wright-Patterson.

Una parte de mí se sientealiviada. Es como una liberación, elúltimo trueno de la tormentadespués de la larga espera. La otraparte de mí, la que todavía cree que

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tal vez sobreviva a la plaga, está apunto de mearse en los pantalones.Estoy demasiado débil para salirdel catre y tan asustado que, aunquetuviera fuerzas, tampoco meatrevería a abandonarlo. Cierro losojos y susurro una oración para quelos hombres y las mujeres deWright-Patterson acaben con un parde invasores por mí y por Sissy.Pero sobre todo por Sissy.

Ahora, explosiones. Grandesexplosiones. Estallidos que hacentemblar el suelo, que te hacen

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vibrar la piel, que te presionan lassienes, te empujan el pecho yaprietan. Es como si el mundo sedesgarrara y, en cierto modo, así es.

La tiendecita está llena de humoy la abertura brilla como un ojotriangular, una brasa ardiente de unreluciente rojo infernal. «Se acabó—pienso—. Al final no moriré porla plaga: viviré lo suficiente paraque me mate un invasor alienígenade verdad. Es mejor; más rápido,por lo menos». Intento ver el ladopositivo de mi inminente

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fallecimiento.Oigo un tiro muy cerca; a juzgar

por el sonido, debe de haberseproducido a dos o tres tiendas dedistancia. Oigo a una mujer gritarincoherencias, otro disparo, y luegosilencio: la mujer no vuelve agritar. Dos tiros más. El humo searremolina, el ojo rojo brilla.Ahora lo oigo venir hacia mí, oigolas botas sobre la tierra mojada.Meto la mano bajo el montón deropa y el revoltijo de botellas deagua vacías que hay junto al catre

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en busca de la pistola, un revólverque Chris me dio el día que meinvitó a ser su compañero de tienda.«¿Dónde está tu pistola?», mepreguntó. Se quedó sorprendidocuando le dije que no llevabaninguna. «Tienes que tener pistola,amigo —respondió—. Hasta loscríos las tienen». No importa queno sea capaz de darle ni a lafachada de un granero o que lo másprobable sea que acabedisparándome en el pie; en la eraposthumana, Chris es un firme

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defensor de la Segunda Enmienda.Espero a que aparezca por la

abertura. Llevo el medallón deSissy en una mano y el revólver deChris en la otra. En una mano, elpasado. En la otra, el futuro. Es unaforma de verlo.

A lo mejor si me hago elmuerto, el asesino (lo que sea)seguirá su camino. Me quedomirando la abertura con los ojosmedio cerrados.

Entonces entra: una gruesapupila negra en el ojo carmesí. Se

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balancea, poco estable, al entrar enla tienda, a metro y pico dedistancia, y, aunque no le veo lacara, sí lo oigo tratando derecuperar el aliento. Yo tambiénintento controlar la respiración,pero, por muy suavemente queinspire, el repiqueteo de lainfección resuena en mi pecho conmás fuerza que los estallidos de labatalla. No distingo bien cómo vavestido, salvo que parece llevar lospantalones metidos dentro de unasbotas altas. ¿Un soldado? Debe de

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serlo. Va con fusil.Estoy salvado. Levanto la mano

que sostiene el medallón y lo llamocon voz débil. Él se tambalea haciadelante. Ahora le veo la cara: esjoven, puede que un poco mayorque yo, y tiene el cuello manchadode sangre, igual que las manos quesostienen el arma. Hinca una rodillajunto al catre y retrocede al vermela cara, la piel amarillenta, loslabios hinchados y los ojoshundidos e inyectados en sangre:las señales evidentes de la plaga.

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A diferencia de los míos, losojos del soldado son claros... yestán abiertos como platos,aterrados.

—¡Lo entendimos todo mal! —susurra—. Ya están aquí, hanestado aquí, justo aquí, dentro denosotros, todo el tiempo... Dentrode nosotros.

Dos formas alargadas entranpor la abertura. Una agarra alsoldado por el cuello y lo arrastraafuera. Levanto el viejo revólver...o más bien lo intento, porque se me

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resbala de la mano antes de poderalzarlo cinco centímetros porencima de la manta. Entonces, lasegunda forma se abalanza sobremí, me quita el revólver y meendereza. La descarga de dolor meciega durante un segundo. Elhombre se vuelve para gritar a sucompañero, que acaba de volver alinterior:

—¡Escanéalo!Me ponen un gran disco de

metal en la frente.—Está limpio.

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—Y enfermo.Los dos hombres llevan traje de

faena, el mismo que el soldado quehan sacado de la tienda.

—¿Cómo te llamas, amigo? —pregunta uno.

Sacudo la cabeza: no loentiendo. Se me abre la boca, perono sale nada inteligible.

—Está zombi —responde sucompañero—. Déjalo.

El otro asiente, se restriega labarbilla y me mira antes de añadir:

—El comandante ordenó la

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recuperación de todos los civilesno infectados.

Me rodea con la manta y, con unsolo movimiento, me levanta delcatre y me echa al hombro. Comocivil indudablemente infectado,estoy bastante sorprendido.

—Tranqui, zombi —me dice—.Te llevamos a un sitio mejor.

Me lo creo. Y, por un segundo,me permito creer también que, al finy al cabo, no voy a morir.

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Me llevan al hospital de la base, auna planta en cuarentena reservadapara las víctimas de la plaga. Lahan apodado como la «unidad delos zombis». Allí me dan un montónde morfina y un potente cóctel demedicamentos antivirales. Me tratauna mujer que se presenta como ladoctora Pam. Tiene una miradadulce, una voz tranquila y las manosmuy frías. Lleva el pelo recogido en

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un moño apretado y huele adesinfectante de hospital mezcladocon un toque de perfume. Los dosolores no combinan demasiadobien.

Según me cuenta, tengo unaoportunidad entre diez desobrevivir. Me echo a reír. Debo deestar delirando por culpa de lasmedicinas. ¿Una entre diez? Y yopensando que la plaga era unasentencia de muerte. No podríaestar más contento.

A lo largo de los dos días

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siguientes, la fiebre me sube acuarenta grados. Me entra un sudorfrío, e incluso ese sudor estásalpicado de sangre. Me sumerjo enun intermitente sueño delirantemientras ellos luchan con todas susfuerzas contra la infección. No haycura para la Muerte Roja: lo únicoque pueden hacer es drogarme ytratar que me sienta cómodomientras el bicho decide si le gustami sabor.

El pasado se abre camino. Unasveces mi padre se sienta a mi lado,

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y otras, mi madre; pero casisiempre es Sissy la que estápresente. La habitación se vuelveroja. Veo el mundo a través de unadiáfana cortina de sangre. La salase aleja detrás de la cortina roja.Solo estamos yo, el invasor de miinterior y los muertos —no solo mifamilia, sino todos los muertos,todos, aunque sean miles demillones—, que tratan dealcanzarme mientras huyo.Alcanzar. Huir. Y se me ocurre queno hay mucha diferencia entre

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nosotros, los vivos, y los muertos;es solo cuestión de tiempo verbal:muertos pasados y muertos futuros.

El tercer día, la fiebre baja. Alquinto ya consigo retener líquidos,y los ojos y los pulmones se meempiezan a aclarar. La cortina rojase abre, y veo la sala, los médicoscon batas y máscaras, losenfermeros y los celadores, lospacientes en distintas fases de lamuerte, pasado y futuro, flotando enel calmo mar de la morfina osaliendo de la habitación en camas

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de ruedas, con las caras cubiertas,los muertos presentes.

El sexto día, la doctora Pamanuncia que ya ha pasado lo peor.Me retira todos los medicamentos,lo que me fastidia un poco: voy aechar de menos la morfina.

—No es cosa mía —me dice—.Te van a trasladar a la unidad deconvalecencia hasta que terecuperes del todo. Te necesitamos.

—¿Me necesitáis?—Para la guerra.La guerra. Recuerdo los

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disparos, las explosiones, elsoldado que entró en la tienda y el«¡están dentro de nosotros!».

—¿Qué está pasando? —pregunto—. ¿Qué ha pasado aquí?

Ya ha dado media vuelta y leentrega mi historial a un celadormientras le dice algo en voz baja,aunque no lo suficiente como paraque no lo oiga.

—Llévalo a la sala dereconocimiento a las quince horas,cuando se le pase el efecto de lasmedicinas. Vamos a etiquetarlo y

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embolsarlo.

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Me llevan a un gran hangar cerca dela entrada de la base. Mire dondemire hay huellas de una batallareciente: vehículos quemados,escombros de edificios demolidos,fuegos tozudos que siguen ardiendo,asfalto agujereado y cráteres de unmetro de diámetro abiertos por elfuego de mortero. Sin embargo, lavalla de seguridad está reparada y,al otro lado, donde antes estuviera

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la ciudad de las tiendas decampaña, se extiende un terrenoennegrecido que es ahora tierra denadie.

Dentro del hangar, los soldadospintan enormes círculos rojos en elreluciente suelo de hormigón. Nohay aviones. Me llevan en silla deruedas a una puerta del fondo, a lasala de reconocimiento, y allí mesuben a una mesa y me dejan solounos minutos, cubierto con mi finabata de hospital, tiritando bajo lasluces fluorescentes. ¿Para qué son

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esos grandes círculos rojos? Y¿cómo recuperaron la electricidad?Y ¿qué ha querido decir con«etiquetarlo y embolsarlo»? Nopuedo evitar que mis pensamientoscorran de un lado a otro. ¿Qué hapasado? Si los alienígenas atacaronla base, ¿dónde están todos suscadáveres? ¿Dónde está su naveespacial derribada? ¿Cómoconseguimos defendernos contrauna inteligencia miles de años másavanzada que la nuestra... y vencer?

La puerta interior se abre y

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entra la doctora Pam. Me apunta alos ojos con una luz brillante. Meexamina el corazón, los pulmones, yme da unos golpecitos en un par delugares. Después me enseña unacápsula gris plateada del tamaño deun grano de arroz.

—¿Qué es eso? —pregunto.Espero que me diga que es una

nave espacial: hemos descubiertoque son del tamaño de amebas.

Sin embargo, lo que me cuentaes que la cápsula es un dispositivode seguimiento conectado al

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ordenador central de la base. Altosecreto, los militares llevan añosusándolo. La idea es implantárseloa todo el personal superviviente.Cada cápsula transmite una señalúnica que los receptores puedenrecibir a kilómetro y medio dedistancia. Para saber dóndeestamos, me explica. Paramantenernos a salvo.

Me pone una inyección en lanuca para entumecerla y despuésintroduce la cápsula bajo la piel,cerca de la base del cráneo. Me

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venda el punto de inserción y meayuda a volver a la silla de ruedaspara llevarme a la habitación de allado. Es mucho más pequeña que laprimera. Un sillón reclinable queme recuerda al de un dentista. Unordenador y un monitor. Me ayuda asubir al sillón y procede a atarme:unas correas en las muñecas y otrasen los tobillos. Tiene la cara muycerca de la mía. Hoy el perfume leha sacado algo de ventaja aldesinfectante en La Guerra de losOlores. No se le escapa mi

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expresión.—No tengas miedo —me dice

—. No duele.—¿El qué no duele? —susurro,

asustado.Ella se acerca al monitor y

empieza a introducir comandos.—Es un programa que

encontramos en un ordenadorportátil que pertenecía a uno de losinfestados —explica la doctoraPam. Antes de que pueda preguntarqué narices es un infestado,prosigue—: No estamos seguros de

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para qué lo usaban los infestados,pero sí sabemos que no espeligroso. Se trata de un códigollamado El País de las Maravillas.

—¿Qué hace? —pregunto.No estoy muy seguro de lo que

me está contando, pero me pareceque me dice que los alienígenas sehabían infiltrado de algún modo enWright-Patterson y habían pirateadoel sistema informático. No puedoquitarme de la cabeza la palabra«infestado». Ni la caraensangrentada del soldado que

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entró en mi tienda. «Están dentro denosotros».

—Es un programa para trazarmapas —responde, aunque enrealidad no es una respuesta.

—¿Mapas de qué?Me mira durante unos instantes

largos e incómodos, como siestuviera decidiendo si contarme laverdad o no.

—De ti. Cierra los ojos yrespira hondo. Cuenta hacia atrásdesde tres..., dos..., uno...

Y el universo implosiona.

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De repente estoy aquí, tengotres años, me agarro a los lateralesde mi cuna, salto arriba y abajomientras grito como si alguien measesinara. No estoy recordando esedía: lo estoy reviviendo.

Ahora tengo seis, balanceo mibate de béisbol de plástico. El queme encantaba, el que habíaolvidado que tenía.

Ahora son diez, vuelvo a casade la tienda de mascotas con unabolsa de peces de colores en elregazo y trato de encontrarles

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nombre con la ayuda de mi madre.Ella lleva un vestido amarillointenso.

Trece, es viernes por la noche.Estoy jugando un partido de fútbolamericano infantil y el públicovitorea. Lo damos todo.

La cinta frena. Me siento comosi me ahogara, como si me ahogaraen el sueño de mi vida. Agitoinútilmente las piernas bajo lascorreas, bien atadas, tratando dehuir.

Huir. Primer beso. Se llama

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Lacey. Mi profesora de álgebra delinstituto con su horrible letra. Mipermiso de conducir. Todo está ahí,sin espacios en blanco; todo sale demí y se derrama en El País de lasMaravillas. Todo.

Mancha verde en el cielonocturno.

Sostengo las tablas mientras mipadre las clava sobre las ventanasdel salón. El ruido de los disparosen la calle, cristales rompiéndose,gente gritando. Y los golpes delmartillo: pum, pum, pum.

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—Apaga las velas —susurra mimadre, histérica—. ¿No los oyes?¡Ya vienen!

Y mi padre, tranquilo, aoscuras:

—Si me pasa algo, cuida de tumadre y de tu hermanita.

Estoy en caída libre. Velocidadterminal. No hay forma de escapar.No será solo recordar esa noche: laviviré de nuevo.

Es lo que me ha perseguidohasta llegar a la ciudad de lastiendas de campaña. Aquello de lo

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que huía, de lo que sigo huyendo,aquello que nunca me dejaráescapar.

Lo que quiero alcanzar. Aquellode lo que huyo.

«Cuida de tu madre. Cuida de tuhermanita».

La puerta delantera se abre degolpe. Mi padre dispara al pechodel primer intruso a bocajarro. Eltipo debe de haberse colocado conalgo, porque sigue avanzando. Veouna escopeta recortada en la carade mi padre y esa es la última vez

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que le veo el rostro.La habitación se llena de

sombras, y una de ellas es mimadre, y después más sombras, yoigo gritos roncos, y subo corriendolas escaleras con Sissy en brazos yme doy cuenta demasiado tarde deque huyo hacia un callejón sinsalida.

Una mano me agarra de lacamiseta y tira de mí hacia atrás:caigo dando vueltas por lasescaleras, protegiendo a Sissy conmi cuerpo hasta que me golpeo la

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cabeza contra el suelo de abajo.Después, sombras, sombras

enormes y un enjambre de dedosque me la arrancan de los brazos. YSissy gritando: «¡Bubby, Bubby,Bubby, Bubby!».

Intento alcanzarla en laoscuridad. Mis dedos se cierran entorno al medallón que lleva colgadodel cuello y rompen la cadena.

Después, como el día en que lasluces se apagaron para siempre, lavoz de mi hermana muere de golpe.

Los vándalos caen sobre mí,

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tres. Colocados o desesperados porencontrar algo, me dan patadas, mepegan puñetazos; siento una furiosalluvia de golpes en la espalda y elestómago, y, cuando levanto lasmanos para protegerme la cara, veola silueta del martillo de papálevantándose sobre mi cabeza.

Baja silbando. Ruedo paraapartarme. La cabeza del martillome roza la sien y, con el impulso, eltío se da con él en las espinillas ycae de rodillas aullando de dolor.

Me pongo en pie, corro por el

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vestíbulo hacia la cocina y oigo lasatronadoras pisadas que mepersiguen.

«Cuida de tu hermanita».Tropiezo con algo en el patio de

atrás, seguramente la manguera deljardín o uno de los estúpidosjuguetes de Sissy. Caigo de brucesen la hierba mojada, bajo un cielocuajado de estrellas y la mirada fríadel reluciente globo verde, el Ojoque da vueltas, que observa alchico que sostiene el medallón deplata en la mano ensangrentada, el

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que vivió, el que no regresó, el quehuyó.

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He caído a tanta profundidad quenada puede alcanzarme. Porprimera vez en semanas, estoyentumecido. Ni siquiera me sientocomo si fuera yo mismo. No hay unpunto en el que acabe yo y empiecela nada.

Su voz entra en la oscuridad, yme agarro a ella, una cuerdasalvavidas que me saque del pozosin fondo.

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—Se acabó, no pasa nada, ya seacabó...

Salgo a la superficie, al mundoreal, jadeando para recuperar elaliento, llorando sin podercontrolarme, como una nenaza, ypienso: «Te equivocas, doctora,nunca se acaba: se repite una y otravez». Consigo enfocar su rostro ysacudo el brazo bajo la correa paratratar de agarrarla.

Tiene que detenerlo.—¿Qué coño ha sido eso? —

pregunto en un susurro ronco.

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Me arde la garganta y tengo laboca seca. Es como si pesara doskilos, como si me hubiesenarrancado toda la carne de loshuesos. ¡Y yo que creía que la plagaera mala!

—Es una forma de ver en tuinterior, de observar lo que estáocurriendo realmente —respondecon amabilidad.

Me pasa la mano por la frente.El gesto me recuerda a mi madre, yeso me hace pensar en cuando laperdí en la oscuridad y hui de ella

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en plena noche, lo que me recuerdaque no debería estar atado en estesillón blanco. Debería estar conellos. Debería haberme quedadopara enfrentarme a lo que ellos seenfrentaron.

«Cuida de tu hermanita».—Esa es mi siguiente pregunta

—digo, luchando por no perderme—. ¿Qué está pasando?

—Están dentro de nosotros —responde ella—. Nos atacarondesde dentro, con personalinfectado que había sido

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introducido en el estamento militar.Me da unos minutos para

procesar la información mientrasme limpia las lágrimas con un trapofrío y húmedo. Resulta irritante lomaternal que es, y la frescura de latela es una tortura agradable.

Deja a un lado el trapo y memira a los ojos.

—Si extrapolamos la relaciónentre infectados y limpios quetenemos en la base, calculamos queuno de cada tres humanossupervivientes de la Tierra son de

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ellos.Me afloja las correas. Me

siento insustancial como una nube,ligero como un globo. Cuando laúltima correa se suelta, me damiedo salir volando del sillón yestrellarme contra el techo.

—¿Quieres ver a uno? —pregunta.

Y me ofrece la mano.

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Empuja mi silla de ruedas por elpasillo hasta un ascensor. Es unascensor exprés que va en una soladirección y que nos lleva variasdecenas de metros bajo tierra. Laspuertas se abren y salimos a unlargo pasillo de paredes de bloquesblancos. La doctora Pam me diceque estamos en el refugio antiaéreo,que es casi tan grande como la basede arriba y que se construyó para

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soportar una explosión nuclear decincuenta megatones. Le respondoque ya me siento más seguro. Ellase ríe como si le parecieragracioso. Paso rodando junto atúneles secundarios y puertas sinmarcar. Aunque el suelo estánivelado, es como si bajara alfondo del mundo, al agujero en elque se sienta el diablo. Noscruzamos con soldados que caminana toda prisa de un lado a otroevitando mirarme y que dejan dehablar cuando pasamos junto a

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ellos.«¿Quieres ver a uno?».Sí. No, joder.Se detiene ante una de las

puertas sin marcar y pasa unatarjeta de acceso por encima delmecanismo de cierre. La luz roja sevuelve verde. Me mete en lahabitación y detiene la silla frente aun largo espejo. Entonces abromucho la boca, dejo caer la barbillay cierro los ojos: sea lo que sea loque está sentado en esa silla deruedas, no soy yo, no puedo ser yo.

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Cuando apareció la navenodriza, yo pesaba ochenta y seiskilos, y era casi todo músculo.Dieciocho kilos de ese músculo handesaparecido. El desconocido delespejo me devuelve la mirada conlos ojos de los muertos de hambre:enormes, hundidos, rodeados debolsas hinchadas y negras. El virusme ha esculpido la cara con uncuchillo, se ha llevado mis mejillas,me ha afilado la barbilla y me haafinado la nariz. Mi pelo pareceenfermo, seco, y ha desaparecido en

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algunas zonas.«Está zombi».La doctora Pam mira el espejo.—No te preocupes, no podrá

vernos.«¿Quién? ¿De quién habla?».Pulsa un botón, y las luces de la

habitación del otro lado del espejose encienden. Mi imagen seconvierte en fantasma. Veo a lapersona del otro lado a través de miimagen.

Es Chris.Está atado con correas a una

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silla idéntica a la de la sala de ElPaís de las Maravillas. De lacabeza le salen cables que seconectan al gran cuadro de controlcon luces rojas parpadeantes quetiene detrás. Le cuesta mantener lacabeza erguida, como un niño quese duerme en clase.

La doctora se da cuenta de queme he puesto rígido y pregunta:

—¿Qué? ¿Lo conoces?—Se llama Chris. Es mi... Lo

conocí en el campo de refugiados.Se ofreció a compartir su tienda de

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campaña y me ayudó cuandoenfermé.

—¿Es amigo tuyo? —pregunta,sorprendida.

—Sí. No. Sí, es mi amigo.—No es lo que tú crees.Pulsa un botón, y el monitor

cobra vida. Aparto la mirada deChris, de su exterior a su interior,de lo aparente a lo oculto, porqueen la pantalla veo su cerebroenvuelto en hueso translúcido, ydesprende un espeluznante brillo deun verde amarillento.

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—¿Qué es eso? —susurro.—La infestación —responde

ella. Después aprieta un botón yagranda la imagen de la partedelantera del cerebro de Chris. Elcolor vómito se intensifica y seconvierte en neón—. Es la cortezaprefrontal, la parte que piensa delcerebro, la parte que nos hacehumanos.

Vuelve a agrandar una zona máso menos del tamaño de la cabeza deun alfiler, y entonces lo veo. Elcorazón me da un vuelco. Embutido

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en el tejido blando hay un tumorpalpitante del tamaño de un huevo,anclado mediante miles detentáculos similares a raíces que seextienden en todas direcciones y seintroducen por todos los pliegues ylas grietas del cerebro.

—No sé cómo lo hicieron —dice la doctora Pam—. Ni siquierasabemos si los infestados sonconscientes de su presencia o sillevan toda la vida siendomarionetas.

Había una cosa enredada en el

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cerebro de Chris, palpitando.—Sáqueselo —digo, aunque

apenas me salen las palabras.—Lo hemos intentado.

Medicamentos, radiación,electrochoque, cirugía... Nofunciona nada. La única forma dematarlos es matar al anfitrión.

Acto seguido, me pone elteclado delante y añade:

—No sentirá nada.Perplejo, sacudo la cabeza. No

lo entiendo.—Se tarda menos de un segundo

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—me asegura la doctora Pam—. Yes completamente indoloro. Estebotón de aquí.

Bajo la mirada hacia el botón yveo que pone: «EJECUTAR».

—No vas a matar a Chris, vas adestruir a la criatura que llevadentro y que te mataría a ti.

—Tuvo oportunidad dematarme —le razono sacudiendo lacabeza. Es demasiado. No puedoaceptarlo—. Y no lo hizo. Memantuvo con vida.

—Porque no había llegado el

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momento. Te abandonó antes delataque, ¿no?

Asiento con la cabeza. Vuelvo averlo a través del espejo espía, através de la tenue silueta de mireflejo transparente.

—Vas a matar a la criaturaresponsable de esto —añade,poniéndome algo en la mano.

Es el medallón de Sissy.Su medallón, el botón y Chris.

Y la criatura dentro de Chris.Y yo. O lo que queda de mí.

¿Qué queda de mí? ¿Qué me queda?

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Los eslabones metálicos del collarde Sissy se me clavan en la palmade la mano.

—Así los detenemos —meanima la doctora Pam—. Antes deque no quede nadie para hacerlo.

Chris en el sillón. El medallónen mi mano. ¿Cuánto tiempo llevohuyendo? Huyendo, huyendo,huyendo. Dios, estoy harto de huir:debería haberme quedado, deberíahaber plantado cara. Si me hubieraenfrentado a ello entonces, notendría que enfrentarme ahora; pero,

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tarde o temprano, hay que elegirentre huir y hacer frente a loimposible.

Pulso el botón con todas misfuerzas.

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El ala de convalecencia me gustamucho más que la unidad de loszombis. Para empezar huele mejor,y tienes habitación propia: no estástirado por los suelos con cienpersonas más. La habitación estranquila y privada, y aquí noresulta difícil fingir que el mundoes como era antes de los ataques.Por primera vez en varias semanas,soy capaz de ingerir comida sólida

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y de ir solo al baño, aunque evitomirarme en el espejo. Los díasparecen más alegres, pero lasnoches son malas. Cada vez quecierro los ojos veo a mi yoesquelético en la sala deejecuciones, a Chris atado en lasala del otro lado y a mi dedohuesudo cayendo sobre el botón.

Chris se ha ido. Bueno, según ladoctora Pam, Chris nunca estuvoahí. Solo estaba la criatura delinterior de Chris, la que locontrolaba, la que se le había

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metido en el cerebro (no sabencómo) en algún momento (no sabencuándo). Ningún alienígenadescendió de la nave nodriza paraatacar Wright-Patterson. El ataquevino del interior, de soldadosinfestados que se revolvieroncontra sus camaradas. Lo quesignificaba que llevabanescondidos entre nosotros desdehacía mucho tiempo, esperando aque las tres primeras olas redujerana la población a un tamañomanejable antes de revelarse.

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¿Qué dijo Chris? «Saben cómopensamos».

Sabían que nos sentiríamos másprotegidos si nos manteníamosunidos. Sabían que buscaríamoscobijo con los tíos que teníanarmas. Así que, señor alienígena,¿cómo se vence ese obstáculo? Essencillo, porque sabéis cómopensamos, ¿no? Introdujisteiscélulas durmientes allí dondeestaban las armas. Aunque vuestrastropas fracasaran en el ataqueinicial, como ocurrió en Wright-

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Patterson, al final alcanzasteis elobjetivo final: hacer pedazos lasociedad. Si el enemigo es como tú,¿cómo luchas contra él?

Llegados a ese punto, se acabóla partida. Hambre, enfermedad,animales salvajes: es cuestión detiempo que mueran los últimossupervivientes aislados.

Desde mi ventana, veo laspuertas principales, seis plantasmás abajo. Al anochecer, sale delrecinto un convoy de viejosautobuses escolares amarillos,

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acompañado por varios Humvees.Los autobuses regresan varias horasdespués cargados de gente, sobretodo de niños (aunque cuestadistinguirlos a oscuras); luego selos llevan al hangar paraetiquetarlos y embolsarlos. Esdecir, para detectar a los«infestados» y destruirlos. Almenos, eso me dicen lasenfermeras. A mí me parece todouna locura, dado lo que sabemos delos ataques. ¿Cómo mataron a tantosde los nuestros tan deprisa? Ah, sí,

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¡porque los humanos van siempreen grupo, como los borregos! Yaquí estamos ahora, reunidos denuevo. A plena vista. Es como sihubiésemos pintado una enormediana roja en la base: «¡Aquíestamos! Disparad cuando queráis».

Y no lo soporto más.A medida que mi cuerpo va

recuperando fuerzas, mi espírituestá más cerca de derrumbarse.

No lo entiendo, de verdad:¿para qué sirve? No me refiero apara qué les sirve a ellos; eso ha

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estado muy claro desde elprincipio.

Me refiero a para qué nos sirvea nosotros. Estoy seguro de que sino nos volviéramos a agrupar,elaborarían otro plan, aunqueconsistiera en utilizar a asesinosinfestados para matar de uno en unoa los estúpidos humanos aislados.

No hay forma de ganar. Si dealgún modo hubiese podido salvar ami hermana, no habría importado.Le habría conseguido otro mes devida o dos, como mucho.

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Somos los muertos. Ya noqueda nadie más. Están los muertospasados y los muertos futuros.Cadáveres y cadáveres en potencia.

En algún lugar entre la sala delsótano y esta habitación perdí elmedallón de Sissy. Me despierto enplena noche agarrándome al airevacío y la oigo gritar mi nombrecomo si estuviera a un metro de mí.Me pongo furioso, estoy muycabreado, y le digo que se calle,que lo he perdido, que no lo tengo.Estoy muerto como ella, ¿es que no

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lo entiende? Un zombi, ese soy yo.Dejo de comer y me niego a

tomar los medicamentos. Me quedotumbado en la cama hora tras hora,mirando el techo, esperando a queacabe, esperando para unirme a mihermana y a los otros siete milmillones de afortunados. El virusque me comía se ha transformado enotra enfermedad distinta, pero másferoz. Una enfermedad con uníndice de mortalidad del cien porcien. Y me digo: «¡No dejes que lohagan, tío! Esto también forma parte

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de su plan», pero no funciona.Puedo pasarme el día enterointentando levantarme la moral,pero eso no cambia el hecho de quela partida se acabó en cuantoapareció la nave en el cielo. No hayvuelta de hoja; lo único que nosqueda por saber es cuándo.

Y justo cuando alcanzo el puntosin retorno, cuando la última partede mí capaz de luchar está a puntode morir, aparece mi salvador,como si hubiese estado esperando aque llegara ese momento.

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La puerta se abre, y su sombraocupa el espacio; es alta, delgada yangulosa, como si la hubiesenextraído con un cincel de una losade mármol negro. Cuando su dueñose acerca a mi cama, la sombra mecubre. Quiero apartar la mirada,pero no lo consigo. Sus ojos (fríosy azules como un lago de montaña)me paralizan. Cuando la luz lobaña, veo que tiene el pelo rubiorojizo y que lo lleva muy corto, ycontemplo su nariz afilada, y suslabios finos y apretados, que

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esbozan una sonrisa forzada.Uniforme nuevo. Botas negrasrelucientes. Insignia de oficial en elcuello.

Me mira en silencio durante unbuen rato y me hace sentirincómodo. ¿Por qué no puedoapartar la mirada de esos ojos azulhielo? Tiene un rostro tan cinceladoque no parece real, como una carahumana tallada en madera.

—¿Sabes quién soy? —pregunta.

Tiene una voz profunda, muy

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profunda, tanto como la que sale enlos tráileres de las películas.Sacudo la cabeza: ¿cómo voy asaberlo? No lo había visto en lavida.

—Soy el teniente coronelAlexander Vosch, el comandante dela base.

No me ofrece la mano; solo memira. Después rodea la cama hastadetenerse a los pies y le echa unvistazo a mi historial. El corazónme late con fuerza, como si mehubiesen llamado al despacho del

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director.—Los pulmones, bien. La

frecuencia cardiaca, la presión.Todo bien —comenta antes devolver a colgar el historial en elgancho—. Pero no va todo tan bien,¿verdad? De hecho, todo vabastante mal.

Coge una silla y la acerca a lacama para sentarse. El movimientoes fluido y elegante, sincomplicaciones, como si llevarahoras practicando y hubieseconvertido el acto de sentarse en

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una ciencia exacta. Antes de seguir,se ajusta la doblez de lospantalones para que forme una línearecta perfecta.

—He visto tu perfil en El Paísde las Maravillas. Muy interesante.Y muy instructivo.

Se mete la mano en el bolsillo—de nuevo con tanta elegancia que,más que un gesto, parece unmovimiento de ballet— y saca elmedallón de plata de Sissy.

—Creo que esto es tuyo.Lo suelta en la cama, al lado de

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mi mano. Espera a que yo lo recoja,pero, sin saber muy bien por qué,me obligo a quedarme quieto.

Vuelve a introducir la mano enel bolsillo del pecho y me arrojauna foto de tamaño carné al regazo.La cojo. Es de un niño rubio deunos seis años, puede que siete.Con los ojos de Vosch. En brazosde una mujer guapaaproximadamente de la misma edadde Vosch.

—¿Sabes quiénes son?No es una pregunta difícil, así

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que asiento con la cabeza. Poralgún motivo, la foto me inquieta.Se la devuelvo, pero él no la coge.

—Son mi medallón de plata —responde.

—Lo siento —digo, porque nosé qué más decir.

—No tenían por qué hacerloasí, ¿sabes? ¿Se te había ocurrido?Podrían haberse tomado su tiempo,así que ¿por qué decidieronmatarnos tan deprisa? ¿Por quéenviar una plaga que acaba connueve de cada diez personas? ¿Por

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qué no con siete de cada diez? ¿Ocon cinco? En otras palabras, ¿porqué tanta prisa? Tengo una teoría.¿Quieres escucharla?

«No —pienso—. No quiero.¿Quién es este tío y por qué estáhablando conmigo?».

—Hay una cita de Stalin —sigue diciendo—: «Una sola muertees una tragedia; un millón, unaestadística». ¿Te imaginas siete milmillones de algo? A mí me cuesta.Nos pone al límite de nuestracapacidad de entendimiento. Y

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precisamente lo hicieron por eso.Es como cuando tienes el partidoganado, pero sigues a tope paraaplastar al contrario. Has jugado alfútbol americano, ¿verdad? No setrata tanto de destruir nuestracapacidad de luchar, sino más biennuestra voluntad de luchar.

Recoge la fotografía y se lamete otra vez en el bolsillo.

—Así que no pienso en los seismil novecientos ochenta milmillones, sino en estos dos. —Después señala con la cabeza el

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medallón de Sissy—. Laabandonaste. Cuando te necesitaba,huiste. Y sigues huyendo. ¿No creesque ha llegado el momento de dejarde huir y empezar a luchar por ella?

Abro la boca; no sé lo quepensaba decir, pero lo que sale es:

—Está muerta.Él agita la mano, como diciendo

que soy estúpido.—Todos estamos muertos, hijo,

solo que algunos lo están un pocomás que otros. Te preguntas quiéndemonios soy y por qué estoy aquí.

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Bueno, ya te he dicho quién soy yahora te diré por qué estoy aquí.

—Bien —susurré.A lo mejor me deja en paz

cuando me lo diga. Me estáponiendo de los nervios. Es por laforma en que mira, con esos ojoshelados, esa dureza (no hay otraforma de describirlo), como sifuera una estatua que ha cobradovida.

—Estoy aquí porque nos hanmatado a casi todos, pero no atodos. Y ese ha sido su error, hijo.

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Ese es el defecto de su plan. Porquesi no nos mata a todos de una vez,los que queden no serán los másdébiles. Solo los fuertessobrevivirán. Los que estántocados, pero no rotos, ya sabes delo que hablo. La gente como yo. Yla gente como tú.

—Yo no soy fuerte —respondosacudiendo la cabeza.

—Bueno, ahí no estamos deacuerdo. Verás, El País de lasMaravillas no sirve solo para trazarun mapa de tus experiencias; traza

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un mapa de ti. No nos dicesimplemente quién eres, sino quéeres. Tu pasado y tu potencial. Y nobromeo cuando te digo que tupotencial se sale de las gráficas.Eres justo lo que necesitamos, en elmomento en que lo necesitamos.

Se pone en pie irguiéndosesobre mí.

—Levanta.No es una petición. Su voz es

tan dura como sus rasgos. Me bajode la cama y él acerca su cara a lamía y me dice en voz baja y

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amenazadora:—¿Qué quieres? Sé sincero.—Quiero irme.—No —responde sacudiendo la

cabeza bruscamente—. ¿Quéquieres?

Noto que saco el labio inferior,como un niño pequeño a punto dederrumbarse por completo. Mearden los ojos. Me muerdo confuerza los bordes de la lengua y meobligo a no apartar la mirada delfuego frío de sus ojos.

—¿Quieres morir?

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¿Asiento con la cabeza? No meacuerdo. A lo mejor lo hice, porquedice:

—No te dejaré. Entonces ¿qué?—Entonces supongo que viviré.—No, morirás. Vas a morir y

nadie, ni tú ni yo, puede hacer nadaal respecto. Tú, yo, todos los quequedan en este precioso planetaazul moriremos para dejarles sitio aellos.

Ha ido directo al grano. Es lafrase perfecta en el momentoperfecto, y, de repente, lo que

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trataba de sonsacarme sale de mislabios sin poder contenerlo.

—Entonces ¿de qué sirve, eh?—le grito a la cara—. ¿De quésirve, joder? Si tiene todas lasrespuestas, dígamelas, ¡porque yoya no sé por qué deberíaimportarme una puta mierda!

Me agarra por el brazo y mearrastra hacia la ventana. Se colocaa mi lado en dos segundos y abrelas cortinas de golpe. Veo losautobuses escolares parados juntoal hangar y una cola de niños

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esperando para entrar.—Estás preguntándoselo a la

persona equivocada —ladra—.Pregúntales a ellos por qué deberíaimportarte una mierda. Diles a ellosque no sirve de nada. Diles quequieres morir.

Me sujeta los hombros y mevuelve hacia él para que lo mire.Luego, dándome una fuerte palmadaen el pecho, me dice:

—Nos han cambiado el ordennatural de las cosas, chico. Espreferible morir que vivir, rendirse

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que luchar, esconderse queenfrentarse a ellos. Saben que lamejor forma de vencernos esmatarnos primero aquí dentro. —Y,dándome de nuevo en el pecho,añade—: La batalla final por esteplaneta no se luchará ni en unallanura, ni en una montaña, nitampoco en la jungla, el desierto oel océano. Se luchará aquí —insiste, dándome de nuevo. Confuerza. Pam, pam, pam.

Para entonces ya me he dejadollevar por completo: me rindo a lo

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que llevo encerrado dentro desde lanoche que murió mi hermana, llorocomo no había llorado nunca, comosi las lágrimas fuesen algo nuevopara mí y me gustara lo que sesiente al derramarlas.

—Eres arcilla humana —mesusurra ferozmente Vosch al oído—. Y yo soy Miguel Ángel. Soy elmaestro albañil, y tú eres mi obrade arte. —Fuego azul pálido en susojos, que me quema el alma hasta elfondo—. Dios no llama a lospreparados, hijo. Dios prepara a

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los llamados. Y a ti te ha llamado.Me deja con una promesa. Las

palabras me arden tanto dentro dela cabeza que la promesa meacompaña hasta altas horas de lamadrugada y permanece ahí durantelos días siguientes.

«Te enseñaré a amar la muerte.Te vaciaré de pena, de culpa y deautocompasión, y te llenaré de odio,astucia y espíritu de venganza. Estaserá mi última contienda, BenjaminThomas Parish».

Palmadas en el pecho una y otra

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vez, hasta que la piel me arde y elcorazón se me enciende.

«Y tú serás mi campo debatalla».

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Debería haber sido fácil. Solo teníaque esperar.

Se le daba muy bien esperar.Podía esperar durante horas,inmóvil, en silencio. Él y su fusileran un solo cuerpo, una solamente: no se sabía dónde acababael uno y empezaba el otro. Inclusola bala que disparaba parecíaconectada a él, unida a su corazónmediante un cordón invisible, hasta

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que daba en hueso.El primer disparo la abatió. Él

se apresuró a disparar de nuevo,pero falló estrepitosamente. Hizo eltercer disparo cuando la chica searrojó al suelo, junto al coche, y laventanilla trasera del Buick estallóen una nube de cristalespulverizados.

Se había metido bajo el coche.En realidad era su única opción, yeso lo dejaba a él con dos: esperara que la chica saliera o abandonarsu posición en el bosque, avanzar

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por el borde de la autopista yterminar el trabajo. La opciónmenos arriesgada era quedarsedonde estaba. Si salía a rastras, lamataría. Si no lo hacía, el tiempoacabaría con ella.

Volvió a cargar el armadespacio, con los movimientosdeliberados de alguien que se sabeen posesión de todo el tiempo delmundo. Después de tantos díasvigilándola, suponía que ella no iríaa ninguna parte. Era demasiadolista. Le había disparado tres veces

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y no había conseguido derribarla,pero la chica sabía que era pocoprobable que fallara a la cuarta.¿Qué es lo que había escrito en sudiario?

«Al final, los que quedaran enpie no serían los afortunados».

La chica haría cuentas: si salíaa rastras no tendría ningunaposibilidad. No podía correr y,aunque hubiera podido, no sabía enqué dirección hacerlo para ponersea salvo. Su única esperanza era queél abandonara su escondite y

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forzara la situación. En ese caso,todo sería posible. A lo mejor teníasuerte y le daba ella primero.

Si se producía unaconfrontación, la chica no serendiría sin más, de eso estabaseguro. Había sido testigo de lo quele había hecho al soldado de latienda. Puede que en aquel momentoestuviera aterrada y que despuéssintiera remordimientos por habermatado a aquel soldado, pero ni elmiedo ni la culpa le habíanimpedido llenarle el cuerpo de

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plomo. A diferencia de lo queocurría con otros humanos, elmiedo no paralizaba a CassieSullivan. El miedo agudizaba susentido común, endurecía suvoluntad, la ayudaba a ver másclaramente las opciones que tenía.Y el miedo la mantendría bajo elcoche, no porque temiera salir, sinoporque quedarse era su únicaesperanza de seguir con vida.

Así que él también esperaría.Todavía faltaban varias horas paraque cayera la noche. Para entonces,

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ella se habría desangrado o, en elpeor de los casos, la pérdida desangre y la deshidratación lahabrían debilitado tanto querematarla sería sencillo.

Rematarla. Rematar a Cassie.No a Cassie de Cassandra. Ni aCassie de Cassidy. A Cassie deCasiopea, la chica del bosque quedormía con un osito de peluche enuna mano y un fusil en la otra. Lachica de los rizos rubio rojizo queapenas medía metro sesentadescalza, la que parecía tan joven

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que le sorprendió averiguar que yatenía dieciséis años. La chica quesollozaba en la negra oscuridad delas profundidades del bosque,aterrada un instante, desafiante elsiguiente, la que se preguntaba sisería la última persona con vida dela Tierra, mientras él, el cazador,agazapado a cuatro metros de ella,la oía llorar hasta que el cansanciola sumía en un sueño inquieto. Elmomento perfecto para habersecolado sigilosamente en su tiendade campaña, haberle puesto la

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pistola en la cabeza y haberlaeliminado. Porque eso era él: uneliminador.

Llevaba eliminando a humanosdesde el inicio de la plaga. A loscatorce, hacía ya cuatro años, sehabía despertado dentro del cuerpohumano que habían elegido para ély había descubierto lo que era. Uneliminador. Un cazador. Un asesino.El nombre daba igual. El nombreque le había puesto Cassie,Silenciador, era tan bueno comocualquier otro. Describía bien su

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propósito: apagar el ruido humano.Sin embargo, no lo hizo aquella

noche. Ni ninguna de las nochessiguientes. Y cada vez se acercabaun poco más a su tienda, recorríacon sigilo el manto de hojas endescomposición y tierra margosaque cubría el bosque hasta que susombra se proyectaba a través de laestrecha abertura de la tienda, y latienda olía a ella, y allí estaba lachica que dormía aferrada al osito,y el cazador con su arma, unasoñando con la vida que le había

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sido arrebatada, el otro pensandoen la vida que arrebataría. La chicaque dormía y el eliminador,intentando obligarse a eliminarla.

¿Por qué no lo había hecho?¿Por qué no podía hacerlo?Se decía que no era lo más

inteligente: Cassie no se quedaríaen el bosque para siempre y podíautilizarla para llegar hasta otros desu especie. Los humanos sonanimales sociales, van en grupo,como las abejas. Los ataques sebasaban en esa adaptación esencial.

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El impulso evolutivo de vivir engrupo constituía la oportunidadperfecta para matarlos a millones.¿Cómo era aquella frase hecha? Launión hace la fuerza.

Entonces encontró loscuadernos y descubrió que no habíaningún plan, que no había ningúnobjetivo real más allá de sobrevivirhasta el día siguiente. Ella no teníaadonde ir y no le quedaba nadie.Estaba sola. O eso creía.

No regresó a su campamentoaquella noche. Esperó hasta la tarde

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del día siguiente, diciéndose a símismo que no le estaba dandotiempo para recoger y marcharse.Sin permitirse pensar en aquel gritosilencioso y desesperado: «A vecespienso que podría ser el último serhumano de la Tierra».

Ahora, cuando los últimosminutos del último ser humano seprolongaban bajo el coche de laautopista, empezó a relajar loshombros. Cassie no se movería.Bajó el fusil y se agachó a los piesdel árbol, moviendo la cabeza a un

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lado y otro para aliviar la tensióndel cuello. Estaba cansado.Últimamente no dormía bien. Nicomía bien. Había perdido algunoskilos desde la cuarta ola. No estabademasiado preocupado: ya habíanprevisto algunas complicacionespsicológicas y físicas al inicio de lacuarta. El primer asesinato sería elmás difícil, pero el siguientecostaría menos, y el siguiente, aúnmenos, porque es cierto: incluso lapersona más sensible se acostumbraa lo más insensible.

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La crueldad no es un rasgo de lapersonalidad. La crueldad es unhábito.

Se quitó la idea de la cabeza.Decir que lo que estaba haciendoera cruel implicaba que teníaelección. Elegir entre tu especie yotra no es cruel, sino necesario. Noes sencillo, sobre todo cuando hasvivido los últimos cuatro años de tuvida fingiendo ser uno de ellos,pero sí necesario.

Y eso planteaba la pregunta másinquietante: ¿por qué no terminó

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con ella aquel primer día, cuandooyó los disparos dentro de la tienday la siguió de vuelta alcampamento? ¿Por qué no terminócon ella entonces, mientras llorabaa oscuras?

Podía explicar los tres disparosfallidos en la autopista: fatiga, faltade sueño, la sorpresa de volver averla... Había supuesto que, sialguna vez abandonaba elcampamento, se iría al norte; no sele había ocurrido que volvería alsur. De repente, tuvo un subidón de

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adrenalina, como si hubiesedoblado una esquina y se hubieseencontrado con un amigo perdidohacía tiempo. Seguramente por esofalló el primer disparo. El segundoy el tercero podía achacarlos a lasuerte... La de ella, no la de él.

Sin embargo, ¿cómo explicabaaquellos días en que la perseguía,en que se metía a escondidas en sucampamento mientras ella salía abuscar comida y se dedicaba arebuscar entre sus pertenencias y ahojear el diario en el que había

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escrito: «A veces, cuando estoy enmi tienda por la noche, me pareceoír a las estrellas arañar el cielo»?¿Qué pasaba con aquellas mañanas,antes del alba, en las que seescabullía en silencio por el bosquehasta donde ella dormía, decidido aeliminarla por fin, a hacer aquellopara lo que se había preparado todala vida? No era su primer asesinatoy no sería el último.

Debería haberle resultado fácil.Se restregó las sudorosas

palmas de las manos en los muslos.

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Entre los árboles hacía fresco, peroél sudaba a chorros. Se frotó losojos con una manga. El viento de laautopista era un ruido solitario. Unaardilla bajó correteando del árbolque tenía al lado sin preocuparle supresencia. A sus pies, la autopistadesaparecía en el horizonte enambas direcciones, y nada se movíasalvo la basura y la hierba que seinclinaba ante el viento solitario.Las águilas ratoneras ya habíanencontrado los tres cadáveres queyacían en la mediana; tres aves

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gordas se acercaron con andarestorpes para echar un vistazo más decerca, mientras el resto de labandada volaba en círculos por lascorrientes de aire ascendentes. Laságuilas y otros carroñeros estabandisfrutando de una explosióndemográfica. Las águilas ratoneras,los cuervos, los gatos salvajes y lasjaurías de perros hambrientos. Sehabía tropezado con más de uncadáver deshidratado que habíaservido de cena a alguien.

Águilas ratoneras. El gato

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atigrado de la tía Millie. Elchihuahua del tío Herman.Moscardas y otros insectos.Gusanos. El tiempo y los elementosse encargan del resto. Si no salía deallí, Cassie moriría bajo el coche.Pocos minutos después de su últimoaliento, la primera mosca llegaríapara poner sus huevos.

Se quitó de la cabeza aquellaimagen tan desagradable. Era unpensamiento humano. Solo habíanpasado cuatro años desde suDespertar y todavía seguía

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intentando no ver el mundo a travésde ojos humanos. El día de suDespertar, cuando vio por primeravez la cara de su madre humana, seechó a llorar. Nunca había vistonada tan bello... ni tan feo.

La integración le habíaresultado muy dolorosa. No habíatenido un Despertar rápido y sincomplicaciones, como otros de losque había oído hablar. Suponía queel suyo había sido más difícilporque su cuerpo anfitrión habíavivido una infancia feliz. Había

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sido una lucha diaria, y todavía loera. El cuerpo anfitrión no era algoajeno que pudiera manipular comouna marioneta. Era él mismo. Losojos con los que antes veía elmundo eran sus ojos. El cerebroque antes interpretaba, analizaba,sentía y recordaba el mundo era sucerebro, moldeado por miles deaños de evolución. Evoluciónhumana. No estaba atrapado en suinterior ni tampoco iba montadodentro, como si fuera un jinete en uncaballo. Él era ese cuerpo humano,

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y ese cuerpo era él. Y si algo lepasaba (por ejemplo, si el cuerpomoría), él perecería con él.

Era el precio de lasupervivencia, el coste de la últimaapuesta desesperada de su gente.

Para librar a su nuevo hogar dela humanidad, tenía que convertirseen humano.

Y, siendo humano, tenía queaniquilar su humanidad.

Se levantó. No sabía a quéesperaba. Cassie, de Casiopea,estaba condenada: era un cadáver

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que todavía respiraba. Estabamalherida. Ya decidiera huir oquedarse donde estaba, no teníaesperanza. No tenía medios paracurarse la herida y no había nadieque pudiera ayudarla en varioskilómetros a la redonda. Lequedaba un tubito de cremaantibiótica en la mochila, perocarecía de material de sutura yvendas. La herida se le infectaría encuestión de días, aparecería lagangrena, y ella acabaría muriendo,suponiendo que no llegase antes

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otro eliminador.Estaba perdiendo el tiempo.Así que el cazador del bosque

se levantó de golpe y asustó a laardilla, que salió disparada árbolarriba y siseó para demostrar suenfado. El cazador se echó el fusilal hombro y apuntó al Buick,moviendo el punto de mira a lolargo del vehículo, adelante y atrás,arriba y abajo. ¿Y si disparaba alas ruedas? El coche sedesplomaría sobre las llantas ypuede que la aplastara con sus mil

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kilos de peso. Ya no podría huir.El Silenciador bajó el fusil y

dio la espalda a la autopista.Las gordas águilas ratoneras

que se alimentaban en la medianaalzaron el vuelo.

El viento solitario murió.Entonces, el instinto del cazador

susurró: «Vuélvete».Una mano ensangrentada salió

de debajo del chasis. Después, unbrazo, seguido de una pierna.

Él se puso de nuevo el fusil enposición. Apuntó a la chica.

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Contuvo el aliento mientras el sudorle bajaba por la cara y se le metíaen los ojos.

Cassie iba a hacerlo, iba acorrer. Se sentía aliviado ynervioso al mismo tiempo.

No podía fallar un cuartodisparo. Separó bien las piernas,cuadró los hombros y esperó a quehiciera su movimiento. La direccióndaba igual; una vez estuviera acielo abierto, no había dondeesconderse. Sin embargo, parte deél esperaba que huyera en dirección

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contraria para no tener que meterleuna bala en la cara.

Cassie se levantó y, aunque tuvoque apoyarse un momento en elcoche, enseguida se enderezó enprecario equilibrio sobre la piernaherida, aferrada a la pistola. Élcolocó la cruz roja del punto demira en el centro de la frente deCassie. Tensó el dedo del gatillo.

«Ahora, Cassie, corre».Ella se apartó del coche de un

empujón y subió la pistola. Apuntóa un lugar a unos cuarenta y cinco

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metros a la derecha de él. Lo moviónoventa grados y volvió a colocarloen el sitio anterior. A través delaire en calma le llegó su voz, aguday joven.

—¡Estoy aquí! ¡Ven a por mí,hijo de puta!

«Ya voy», pensó, porque elfusil y la bala formaban parte de él,y cuando el proyectil diera enhueso, él estaría con ella también,dentro de ella, en el instante de sumuerte.

«Todavía no, todavía no —se

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dijo—. Espera a que corra».Pero Cassie Sullivan no corrió.

La cara, salpicada de tierra, grasa ysangre del corte de la mejilla,parecía encontrarse a pocoscentímetros de la mira, tan cercaque podía contarle las pecas de lanariz. Veía la típica cara de miedo,una expresión a la que se habíaenfrentado cientos de veces, la caraque le ponemos a la muerte cuandonos mira.

Sin embargo, en sus ojos habíaalgo más, algo que desafiaba al

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miedo, que luchaba contra él, que losilenciaba y la mantenía inmóvilmientras seguía moviendo lapistola. No se escondía ni huía:plantaba cara.

En el punto de mira, veía sucara borrosa. El sudor se le metíaen los ojos.

«Corre, Cassie, por favor,corre».

En la guerra llega un momentoen que hay que cruzar la últimalínea. La línea que separa lo queamas de lo que la guerra real exige.

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Si no podía cruzar la línea, labatalla terminaba y él estabaperdido.

Su corazón, la guerra.El rostro de Cassie, el campo

de batalla.Con un grito que solo él oyó, el

cazador dio media vuelta.Y huyó.

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En cuanto a formas de morir, morircongelado no está tan mal.

Eso es lo que pienso mientrasmuero congelada.

Sientes calor, no hay dolor enabsoluto. Es como si flotaras, comosi te hubieses tragado una botellaentera de jarabe para la tos. Elmundo blanco te envuelve en susbrazos blancos y te lleva abajo,hacia el helado mar blanco.

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Y el silencio es tan..., mierda,tan silencioso, que el latido de tucorazón es el único sonido deluniverso. Tan silencioso que oyessusurrar tus pensamientos en el airegris y helado.

Hundida en la nieve de cinturapara abajo, bajo un cielo sin nubes,el montículo de nieve es lo únicoque te sostiene, ya que las piernasson incapaces de seguir haciéndolo.

Y piensas: «Estoy viva, estoymuerta, estoy viva, estoy muerta».

Y allí está el maldito oso con

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sus espeluznantes ojazos marrones yvacíos, mirándote desde la mochila,diciendo: «Estúpida de mierda, loprometiste».

Hace tanto frío que las lágrimasse te congelan en las mejillas.

—No es culpa mía —le dije aloso—. No soy yo quien decide elclima. Si te supone un problema,quéjate a Dios.

Es algo que he hecho muchoúltimamente: quejarme a Dios.

En plan: «Dios, pero ¿qué coñohaces?».

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Me libró del Ojo para quepudiera matar al soldado delcrucifijo. Me salvó del Silenciadorpara que se me infectara la pierna ycada paso que diera fuese un viajepor la autopista del infierno. Memantuvo en pie hasta que llegó latormenta de nieve y descargódurante dos días enteros,dejándome atrapada hasta la cinturaen este montículo helado para quemuera de hipotermia bajo unglorioso cielo azul.

«Gracias, Dios».

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«Te has librado, te has salvado,has seguido —dice el oso—.Gracias, Dios».

«En realidad, da igual», pienso.La tomaba con papá por hablar contanto entusiasmo de los Otros y porcontar los hechos de modo quepareciesen menos deprimentes,pero en realidad yo no era muchomejor que él. A mí también mecostaba aceptar la idea de que mehabía ido a la cama siendo un serhumano y me había levantadoconvertida en una cucaracha.

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Transformarse en un bichorepugnante y portador deenfermedades con el cerebro deltamaño de una cabeza de alfiler noes algo fácil de asimilar. Se tardaun tiempo en hacerse a la idea.

Y el oso dice: «¿Sabías que unacucaracha puede vivir hasta unasemana sin cabeza?».

«Sí, lo aprendí en biología. Asíque lo que pretendes decirme esque soy un poco peor que unacucaracha, muchas gracias.Intentaré averiguar exactamente qué

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tipo de plaga portadora deenfermedades soy».

Entonces lo entiendo: a lo mejorpor eso el Silenciador me dejóvivir, porque solo hay que rociar deinsecticida al bicho y alejarse.¿Para qué quedarse allí para verlovolverse de espaldas y agitar lasseis patitas larguiruchas en el aire?

Seguir debajo del Buick, huir oenfrentarse al enemigo: ¿qué másdaba? Quedase, huir, plantar cara,daba igual, el daño ya estaba hecho.Mi pierna no se curaría sola. El

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primer disparo fue una condena amuerte, así que ¿para quédesperdiciar más balas?

Pasé la tormenta en el asientode atrás de un Explorer. Acurrucadaen el asiento, me preparé unaacogedora cabaña de metal desde laque contemplar el mundo mientrasse iba volviendo blanco. No podíaabrir las ventanillas eléctricas paradejar entrar el aire fresco, así queel olor de la sangre y de mi heridapodrida se adueñó rápidamente deltodoterreno.

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Gasté todos los analgésicos demi alijo en las primeras diez horas.

Me comí el resto de misraciones al final del primer día quepasé en el todoterreno.

Cuando me entró sed, abrí unpoco la puerta del maletero y cogíunos puñados de nieve. Dejé elmaletero abierto para que entrara elaire fresco... hasta que los dientesme empezaron a castañetear y elaliento se transformó en bloques dehielo ante mis ojos.

La tarde del segundo día, la

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nieve ya tenía un espesor de unmetro y mi cabañita metálicaempezaba a parecer más unsarcófago que un refugio. Los díasno eran más que un par de vatiosmás brillantes que las noches, y lasnoches se habían convertido en lanegación de la luz. No eran oscuras,sino la ausencia de luz másabsoluta. «Así es como ven elmundo los muertos», pensé.

Dejó de preocuparme por qué elSilenciador me había dejado vivir.Dejó de preocuparme la extraña

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sensación de tener dos corazones,uno en el pecho y otro máspequeño, un minicorazón, en larodilla. Dejó de importarme que lanieve parara de caer antes de quemis dos corazones se detuvieran.

En realidad no dormía del todo;más bien flotaba en el espacio entrelos dos mundos, abrazando al osocontra el pecho, el oso que seguíacon los ojos abiertos cuando yo nopodía. El oso que mantuvo lapromesa que le había hecho aSammy y estuvo conmigo en ese

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espacio entre dos mundos.«Estooo, hablando de promesas,

Cassie...».Debo de haberme disculpado

con él unas mil veces durante estosdos días de nieve: «Lo siento,Sams. Te dije que lo haría pasara loque pasara, pero eres demasiadopequeño para comprender que haymentiras de muchas clases. Estánlas mentiras que sabes que lo son;las mentiras que no sabes y que eresconsciente de no saber; y lasmentiras que crees que no lo son,

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cuando, en realidad, no es así.Hacer una promesa en medio de unaoperación encubierta alienígenaentra dentro de la última categoría.Lo siento, ¡lo siento mucho!».

«Lo siento mucho».Ya ha transcurrido otro día y

sigo metida hasta la cintura en unbanco de nieve.

Cassie, la doncella de hielo,con una alegre gorrita de nieve, elpelo helado y las pestañasescarchadas, calentita e ingrávida,muriendo a chorros, pero, al menos,

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muriendo de pie mientras intentacumplir una promesa imposible decumplir.

«Lo siento mucho, Sams, losiento mucho.

»Se acabaron las mentiras.»No voy a por ti».

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Este lugar no puede ser el cielo. Notiene la atmósfera adecuada.

Camino entre una niebla densaformada por una nada blanca y sinvida. Espacio muerto. Sin sonido.Ni siquiera se oye el sonido de mirespiración. De hecho, no sé sirespiro, y eso es lo primero en lalista titulada «¿Cómo sé si estoyviva?».

Sé que hay un hombre conmigo.

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No lo veo ni lo oigo, tampoco lotoco ni lo huelo, pero sé que estáaquí. No sé cómo sé que es unhombre, pero lo sé, y me estáobservando. Se queda quietomientras yo me muevo entre ladensa niebla blanca, pero, de algúnmodo, siempre se encuentra a lamisma distancia. No me inquietaque esté aquí, observando. Aunquetampoco me consuela. Es otrohecho, como el de la niebla. Está laniebla, estoy yo, que no respiro, yestá esa otra persona, siempre

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cerca, siempre observando.Sin embargo, no hay nadie

cuando la niebla se disipa, y meencuentro tumbada en una cama decuatro postes bajo tres capas decolchas que huelen un poco a cedro.La nada blanca se aleja, y deja pasoal cálido resplandor amarillo deuna lámpara de queroseno quealguien ha colocado sobre lamesita, al lado de la cama. Levantoun poco la cabeza y veo unamecedora, un espejo de pie decuerpo entero y las puertas de

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listones del armario de undormitorio. Tengo un tubo deplástico unido al brazo, y el otroextremo está pegado a una bolsa delíquido transparente que cuelga deun gancho metálico.

Tardo unos minutos en asimilartodo lo que me rodea, el detalle deque no siento nada de cintura paraabajo y el hechoultramegadesconcertante de que,definitivamente, no estoy muerta.

Bajo la mano, y mis dedos dancon unas gruesas vendas que me

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envuelven la rodilla. También megustaría tocarme la pantorrilla y losdedos de los pies, porque no sientonada y me preocupa no tenerpantorrilla, ni dedos de los pies, nininguna otra cosa debajo delmontón de vendas. Sin embargo, nosoy capaz de llegar tan abajo sinincorporarme, e incorporarme no esuna opción. Es como si solo mefuncionaran los brazos. Los utilizopara apartar las colchas y dejar aldescubierto la mitad superior de micuerpo. Hace frío. Llevo puesto un

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camisón de algodón floreado. Yentonces me pregunto: «¿De dóndeha salido este camisón?». Debajoestoy desnuda. Lo cual, porsupuesto, significa que entre elmomento en que me he desnudado yel que me he puesto el camisóntengo que haber estadocompletamente desnuda, y cuandodigo completamente quiero decircompletamente.

Vale, hechoultramegadesconcertante númerodos.

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Vuelvo la cabeza a la izquierda:cómoda, mesa, lámpara. A laderecha: ventana, silla, mesa. Y allíestá el oso, recostado en laalmohada, a mi lado, mirando haciael techo con aire pensativo, sinnada de lo que preocuparse.

«¿Dónde narices estamos,Oso?».

Las tablas del suelo tiemblancuando alguien da un portazo en laplanta de abajo. Oigo el pum, pumde unas pesadas botas pisando lamadera desnuda. Después, silencio,

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un silencio muy denso, si no setienen en cuenta los latidos de micorazón, que parece que trate desalírseme del pecho. Aunqueseguramente no deberían pasarsepor alto, porque retumban tan fuertecomo una de las bombas sónicas dePringoso.

Clonc, clonc, clonc. Cada cloncse oye más cerca que el anterior.

Alguien sube las escaleras.Intento sentarme, pero al

parecer no es una idea muyinteligente. Lo único que consigo es

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elevarme unos diez centímetros porencima de la almohada, nada más.¿Dónde está mi fusil? ¿Y mi Luger?Alguien está en la puerta, pero nopuedo moverme y aun en el caso deque pudiera, lo único de lo quedispongo es de este estúpidomuñeco de peluche. ¿Qué iba ahacer con él? ¿Matar al tío acariñitos?

Cuando te quedas sin opciones,la mejor opción es no hacer nada.La opción de la zarigüeya.

Con los ojos medio cerrados,

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veo que se abre la puerta. Distingouna camiseta de cuadros roja, unancho cinturón marrón y unosvaqueros azules. Un par de manosfuertes y grandes con las uñas biencortadas. Mantengo la respiraciónregular y en calma mientras él secoloca a mi lado, junto al poste demetal, supongo que para comprobarel gotero. Después se da mediavuelta y ahí está su culo; luego sevuelve de nuevo y al sentarse en lamecedora, junto al espejo, su rostroentra en mi ángulo de visión. Le veo

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la cara y veo la mía en el espejo.«Respira, Cassie, respira. Tienecara de bueno; no parece alguienque quiera hacerte daño. Si quisierahacerlo, no te habría traído aquí, nite habría conectado a un gotero paramantenerte hidratada, y las sábanasson suavecitas y están limpias. ¿Yqué si se ha llevado tu ropa y te hapuesto este camisón de algodón?¿Qué esperabas que hiciera? Turopa estaba asquerosa, como tú, yya no lo estás, y la piel te huele unpoco a lila, lo que quiere decir (oh,

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Dios mío) que te ha bañado».Sigo intentando respirar con

calma, pero no se me da demasiadobien.

Entonces, el dueño de la caradice:

—Sé que estás despierta.Como no respondo, añade:—Y sé que me estás

observando, Cassie.—¿Cómo sabes mi nombre? —

grazno.Es como si me hubiesen forrado

la garganta de papel de lija. Abro

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los ojos. Ahora lo veo con másclaridad, y no me equivocaba sobresu cara: tiene cara de bueno, alestilo pulcro de Clark Kent. Leecho unos dieciocho o diecinueveaños; tiene los hombros anchos, losbrazos bonitos y esas manos decutículas perfectas. «Bueno —medigo—, podría haber sido peor.Podría haberme rescatado unpervertido cincuentón de barrigadescomunal que guarda a su madremuerta en el desván».

—Tu permiso de conducir —

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responde.No se levanta, se queda en la

silla, con los codos en las rodillas yla cabeza gacha, lo que le da un airemás tímido que amenazador. Mequedo mirándole las manos y me lasimagino pasando un trapo caliente yhúmedo por cada centímetro de micuerpo. Mi cuerpo completamentedesnudo.

—Me llamo Evan —dice acontinuación—. Evan Walker.

—Hola.Él se ríe un poco, como si

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hubiese dicho algo gracioso.—Hola —responde.—¿Dónde estoy, Evan Walker?—En el dormitorio de mi

hermana —contesta.Tiene los ojos algo hundidos y

de un color marrón chocolate, comoel pelo, y me miran con curiosidady tristeza, como los de uncachorrito.

—¿Está...?Él asiente y se restriega las

manos lentamente.—Toda la familia. ¿Y la tuya?

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—Todos salvo mi hermanopequeño. Este es... su oso, no elmío.

Él sonríe. Es una buena sonrisa,igual de buena que su rostro.

—Es un oso muy bonito.—Ha pasado por tiempos

mejores.—Como casi todos.Supongo que habla del mundo

en general, no de mi cuerpo.—¿Cómo me has encontrado?

—le pregunto.Aparta la mirada y luego me

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mira de nuevo con sus ojoschocolate de cachorro perdido.

—Por los pájaros.—¿Qué pájaros?—Águilas ratoneras. Cuando

las veo volar en círculos, siempreme acerco. Ya sabes, por si...

—Claro, sí —respondo paraque no siga explicándolo—. Asíque me trajiste aquí, a tu casa, memetiste un gotero... Por cierto, ¿dedónde lo has sacado? Y después mequitaste toda la... y me lavaste...

—La verdad es que no podía

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creerme que siguieras viva ydespués no creía que fueras asobrevivir. —Se restriega lasmanos: ¿tiene frío? ¿Está nervioso?A mí me pasan las dos cosas—. Elgotero estaba aquí, vino biendurante la plaga. Supongo que nodebería decirlo, pero siempre quevolvía a casa esperaba encontrartemuerta. Estabas en muy mal estado.

Se mete la mano en el bolsillode la camisa y, por algún motivo,doy un respingo. Él lo nota y mesonríe para tranquilizarme. Saca un

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trozo de metal nudoso del tamañode un dedal.

—Si esto llega a darte encualquier otro sitio, estarías muerta—dice mientras hace rodar la balaentre el índice y el pulgar—. ¿Dedónde salió?

Pongo los ojos en blanco, nopuedo evitarlo, pero me ahorro eltono de burla.

—De un fusil.Él sacude la cabeza creyendo

que no he entendido la pregunta. Noparece captar el sarcasmo. Si es

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así, voy a tener problemas, porquees mi modo de comunicaciónnatural.

—¿Del fusil de quién?—No lo sé..., de los Otros. Una

tropa que se hacía pasar porsoldados acabó con mi padre y contodo el campo de refugiados. Yo fuila única que salió con vida. Bueno,sin contar a Sammy y al resto de losniños.

—¿Qué les pasó a los niños? —pregunta, mirándome como siestuviera tarada.

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—Se los llevaron. En autobusesescolares.

—¿Autobuses escolares? —pregunta, sacudiendo la cabeza.¿Alienígenas en autobusesescolares? Parece a punto desonreír. Debo de haberme quedadodemasiado tiempo mirándole loslabios, porque se los restriega,nervioso, con el dorso de la mano—. ¿Adónde los llevaron?

—No lo sé. Nos dijeron que aWright-Patterson, pero...

—Wright-Patterson. ¿La base

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de las fuerzas aéreas? Había oídoque está abandonada.

—Bueno, no estoy segura depoder confiar en nada de lo que tedigan. Son el enemigo.

Trago saliva, tengo la gargantaseca. Evan Walker debe de ser unade esas personas que se da cuentade todo, porque pregunta:

—¿Quieres beber algo?—No tengo sed —miento.Vale, ¿por qué miento sobre

algo como eso? ¿Para demostrarlelo dura que soy? ¿O para que se

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quede sentado en la silla, porquellevo semanas sin hablar con nadie,sin contar al oso, que en realidad nodebería contar?

—¿Por qué se llevaron a losniños? —pregunta.

Ahora, sus ojos son grandes yredondos, como los del oso. Cuestadecidir cuál es su mejor rasgo:¿esos ojos suaves y chocolateadoso la esbelta mandíbula? A lo mejorla mata de pelo, la forma en que lecae sobre la frente cuando seinclina hacia mí.

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—No sé la auténtica razón, perosupongo que debe de ser muy buenapara ellos y muy mala paranosotros.

—¿Crees que...?No puede terminar la pregunta,

o no quiere hacerlo, para evitarmela respuesta. Mira el oso de Sam,que sigue tumbado en la almohada,a mi lado.

—¿Qué? ¿Que mi hermanopequeño está muerto? No, creo queestá vivo. Sobre todo porque notiene sentido que se llevaran así a

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los niños y mataran a todos losdemás. Volaron el campo en milpedazos con una especie de bombaverde...

—Espera un segundo —dicemientras levanta una de sus grandesmanos—. ¿Una bomba verde?

—No me lo estoy inventando.—Pero ¿por qué verde?—Porque verde es el color del

dinero, de la hierba, de las hojas deroble y de las bombas alienígenas.¿Cómo narices voy a saber porqué?

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Está riéndose. Una risasilenciosa y contenida. Cuandosonríe, el lado derecho de la bocasube un poquito más que el resto.

Entonces me pregunto: «Cassie,¿por qué le estás mirando la boca?¿Eh?».

De algún modo, el hecho de queme haya rescatado un chico guapode sonrisa torcida y manos grandesy fuertes es lo más perturbador queme ha pasado desde la llegada delos Otros.

Pensar en lo sucedido en el

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campo me está dando escalofríos,así que decido cambiar de tema.Miro la colcha con la que me hatapado. Parece hecha a mano. Laimagen de una anciana cosiéndolame pasa por la cabeza y, por algúnmotivo, de repente tengo ganas dellorar.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?—pregunto con voz débil.

—Mañana hará una semana.—¿Has tenido que cortarme...?No sé cómo hacer la pregunta.

Por suerte, no hace falta.

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—¿Que amputarte? —pregunta—. No, la bala no dio en la rodilla,así que creo que podrás caminar,pero tal vez tengas los nerviosdañados.

—Bueno, a eso ya estoyacostumbrada.

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Me deja un ratito y regresa con uncaldo claro, no de pollo ni deternera, sino de otra clase de carne,puede que de venado. Mientras meagarro a los bordes de la colcha, élme ayuda a incorporarme para quepueda beber y sostener la tazacaliente con ambas manos. Me estámirando, no como un pervertido,sino como se mira a un enfermo,sintiéndose también un poco mal y

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sin saber qué hacer para aliviarle elmalestar. Y entonces se me ocurreque tal vez se trate de una miradapervertida y la actitud depreocupación no sea más que unatapadera inteligente. ¿Un pervertidodeja de serlo si lo encuentrasatractivo? A Pringoso lo acusé deestar mal de la cabeza por intentarregalarme la joya de un cadáver, yél respondió que no habría pensadolo mismo si hubiera estado tanbueno como Ben Parish.

Recordar a Pringoso me quita el

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apetito. Evan se da cuenta que mehe quedado mirando la taza quetengo en el regazo y me la quita concuidado para dejarla en la mesa.

—Podría haberlo hecho yo —ledigo en un tono más brusco de loque pretendía.

—Háblame de esos soldados —me dice—. ¿Cómo sabes que noeran... humanos?

Le cuento que aparecieron pocodespués de los teledirigidos, ledescribo el modo en que metieron alos niños en el autobús, y le digo

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que después reunieron a todo elmundo en los barracones y losmasacraron. Pero la pruebadecisiva era el Ojo. Claramenteextraterrestre.

—Son humanos —concluye élcuando termino—. Deben detrabajar con los visitantes.

—Oh, Dios, por favor, no losllames así.

Odio ese nombre. Lospresentadores de la tele lo usabanantes de la primera ola, todos losde YouTube, todos los twitteros,

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incluso el presidente durante lascomparecencias informativas.

—¿Y cómo los llamo? —pregunta, sonriendo.

Me da la sensación de que losllamaría nabos si yo se lo pidiera.

—Mi padre y yo losllamábamos los Otros, porque noson nosotros, no son humanos.

—A eso me refiero —dice,asintiendo con la cabeza, muy serio—. La probabilidad de que seanidénticos a nosotros esastronómicamente remota.

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Suena igual que mi padre en unade sus diatribas especulativas y, derepente, me enfado, no sé muy bienpor qué.

—Bueno, eso es genial, ¿no?Una guerra con dos frentes.Nosotros contra ellos, y nosotroscontra nosotros y contra ellos.

—No serían los primeros encambiar de bando una vez quequeda claro quién va a ganar —responde, y sacude la cabeza conpesar.

—Así que los traidores se

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llevan a los niños del campoporque están dispuestos a ayudar enel exterminio de la raza humana,pero ¿matar a los menores dedieciocho ya les parece demasiado?

—¿Qué crees tú? —pregunta,encogiéndose de hombros.

—Creo que estamos bienjodidos si los que tienen las armashan decidido ayudar a los malos.

—Podría equivocarme —comenta, aunque no parece pensarlode verdad—. A lo mejor son visi...,perdón, Otros, no sé, disfrazados de

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humanos. O quizás una especie declones...

Asiento con la cabeza. Ya lo heoído antes, durante una de lasinterminables elucubraciones de mipadre sobre los Otros:

«La cuestión no es por qué nopueden hacerlo, sino por qué no lohacen. Sabemos de su existenciadesde hace cinco meses. Y ellosdeben de saber de la nuestra desdehace años. Cientos, quizá miles deaños. Tiempo de sobra para extraerADN y “criar” todas las copias que

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quisieran. De hecho, puede quetengan que enviar a la guerra anuestras copias. Hay mil razonespor las que nuestro planeta podríano ser viable para sus cuerpos.Re c ue r d a La guerra de losmundos».

Tal vez por eso mi reacción estan brusca: Evan está en plan OliverSullivan conmigo. Y eso me trae ala memoria la imagen de OliverSullivan muriendo en el suelo,frente a mí, cuando lo único quequiero es olvidarla.

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—O puede que sean androides,Terminators —añado, medio enbroma.

He visto a uno muerto de cerca,el soldado al que disparé abocajarro en el pozo de ceniza.

No le busqué el pulso ni nada,pero me pareció bien muerto, y lasangre era muy real.

Recordar el campo y lo quepasó allí siempre me pone histérica,y eso es justo lo que me ocurre.

—No podemos quedarnos aquí—digo en tono de urgencia.

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—¿Qué quieres decir? —pregunta mirándome como sihubiera perdido la cabeza.

—¡Nos encontrarán!Cojo la lámpara de queroseno,

le arranco la tapa de cristal y soplocon ganas para apagar la llamadanzarina. La llama sisea, peropermanece encendida. Él me quitael cristal de la mano y lo vuelve aponer sobre la base de la lámpara.

—Fuera estamos a tres grados yhay varios kilómetros de distanciahasta el refugio más cercano. Si

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quemas la casa, estamos fritos.¿Fritos? A lo mejor intenta

hacer una broma, aunque no sonríe.—Además —añade—, no estás

lo bastante bien para viajar.Todavía te quedan tres o cuatrosemanas, por lo menos.

¿Tres o cuatro semanas? ¿Aquién pretende engañar esta versiónadolescente de leñador americano?No duraremos ni tres días con lasluces encendidas y el humosaliendo de la chimenea.

Al final se percata de mi

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creciente angustia.—Vale —dice, suspirando.Apaga la lámpara, y la

habitación se sume en la oscuridad.No lo veo, no veo nada. Pero sípuedo olerlo: una mezcla de humode madera y algo parecido a polvosde talco, y, al cabo de unos minutos,siento su cuerpo desplazando elaire a unos pocos centímetros delmío.

—¿El refugio más cercano estáa varios kilómetros? —pregunto—.¿Dónde narices vives, Evan?

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—En la granja de mi familia. Aunos cien kilómetros de Cincinnati.

—¿A cuánto de Wright-Patterson?

—No lo sé, ¿ciento diez?¿Ciento treinta kilómetros? ¿Porqué?

—Ya te lo he dicho, se llevarona mi hermano pequeño.

—Me has dicho que dijeron quese lo llevaban ahí.

Nuestras voces se envuelven launa en la otra, se entrelazan y luegose separan y se pierden en la noche.

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—Bueno, tengo que empezarpor alguna parte —insisto.

—¿Y si no está allí?—Pues iré a otro sitio.Hice una promesa. Y ese

maldito oso no me perdonará nuncasi no la cumplo.

Le huelo el aliento. Chocolate.¡Chocolate! Empieza a hacérsemela boca agua; juro que noto cómotrabajan las glándulas salivales.Hace semanas que no como nadasólido y ¿qué me trae él? Un caldograsiento hecho con alguna carne

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misteriosa. El capullo del granjerose guarda lo bueno para él.

—Te das cuenta de que tesuperan en número, ¿no? —pregunta.

—¿Y qué quieres decir coneso?

No responde, así que digo:—¿Crees en Dios, Evan?—Claro que sí.—Yo no. Bueno, quiero decir

que no lo sé. Creía antes de quellegaran los Otros. O eso pensaba,si es que pensaba en ello. Y

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entonces llegaron y... —Tengo queparar un segundo para poner misideas en claro—. A lo mejor hay unDios. Sammy cree que lo hay. Perotambién cree en Santa Claus. Sinembargo, cada noche rezaba con él,pero no tenía nada que ver conmigo.Era por Sammy y por sus creencias,y si lo hubieras visto darle la manoa aquel falso soldado y seguirlo alinterior de aquel autobús...

Estoy perdiendo la compostura,aunque no me importa demasiado.Siempre es más sencillo llorar a

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oscuras. De repente, la cálida manode Evan tapa la mía, que está másfría. Su mano es tan suave y blandacomo la almohada que tengo bajo lamejilla.

—No puedo soportarlo —digoentre sollozos—. Confiaba en mí.Era igual de confiado que nosotrosantes de que llegaran ellos yvolaran este puñetero mundo en milpedazos. Confiábamos en que, trasla oscuridad, volvería la luz.¡Confiábamos en que, cuandoqueríamos un puto Frappuccino de

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fresa, podíamos meternos en elcoche, conducir un rato ycomprárnoslo! Confiábamos...

Su otra mano llega hasta mimejilla y me limpia las lágrimascon el pulgar. El aroma a chocolateme abruma cuando se inclina parasusurrarme al oído:

—No, Cassie. No, no, no.Le rodeo el cuello con un brazo

y aprieto su mejilla seca contra mimejilla mojada. Tiemblo como unaepiléptica y, por primera vez, notoel peso de las colchas sobre los

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dedos de los pies: la oscuridadcegadora ha agudizado el resto delos sentidos.

Soy un hervidero depensamientos y sentimientosaleatorios. Me preocupa que el pelome huela mal. Quiero chocolate.Este tío que me abraza (bueno, enrealidad soy más bien yo la que loabraza) me ha visto en toda migloriosa desnudez. ¿Qué pensó demi cuerpo? ¿Qué pienso yo de micuerpo? ¿De verdad le importan aDios las promesas? ¿De verdad me

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importa Dios? ¿Son los milagrosalgo parecido a lo del Mar Rojo alabrirse o más bien al hecho de queEvan Walker me encontraraencerrada en un bloque de hielo enmedio de una jungla blanca?

—Cassie, todo va a salir bien—me susurra al oído con su alientode chocolate.

A la mañana siguiente, cuandome despierto, hay un beso dechocolate Hershey en la mesita denoche.

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Cada noche sale de la granja parapatrullar el terreno y cazar. Me diceque tiene productos ultramarinos desobra y que su madre era unaapasionada de las conservas, peroque le gusta la carne fresca. Así queme deja para ir a buscar algunacriatura comestible a la que matar,y el cuarto día aparece en eldormitorio con una hamburguesaauténtica metida en un panecillo

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caliente recién hecho y acompañadade patatas asadas. Es la primeracomida de verdad que pruebo desdeque escapé del Campo Pozo deCeniza. Y se trata de una puñeterahamburguesa, algo que no habíaprobado desde la Llegada y por loque, como creo que ya hecomentado antes, estaba dispuesta amatar.

—¿De dónde has sacado elpan? —le pregunto cuando ya me hezampado media hamburguesa y mecae la grasa por la barbilla.

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Tampoco había comido pandesde entonces. Es ligero,esponjoso y un poco dulce.

Podría responderme concualquier comentario sarcástico —al fin y al cabo solo hay una formade haber conseguido el pan—, perono lo hace.

—Lo he hecho yo.Después de darme de comer, me

cambia el vendaje de la pierna. Lepregunto si debería mirar, y él meresponde que no, que es muchomejor que no lo haga. Quiero salir

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de la cama, darme un baño deverdad, ser una persona de nuevo.Él me dice que es demasiadopronto. Le respondo que quierolavarme y peinarme. Demasiadopronto, insiste. Le digo que si no meayuda voy a tirarle la lámpara dequeroseno a la cabeza. Así quecoloca una silla de la cocina dentrode la bañera con patas del cuartitode baño del pasillo, cuyas paredesestán adornadas con un papelpintado de flores que ha empezadoa despegarse. Luego me lleva hasta

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allí, me deja dentro de la bañera, seva y regresa con una tina metálicallena de agua humeante.

La tina debe de pesar mucho. Sele hinchan los músculos debajo delas mangas, como si fuera BruceBanner en pleno proceso deHulkificación, y lo mismo le ocurrecon las venas del cuello. El aguahuele ligeramente a pétalos de rosa.Utiliza una jarra de limonadadecorada con soles sonrientes amodo de cazo, y yo echo la cabezahacia atrás. Evan empieza a

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ponerme el champú, pero le apartolas manos. De esa parte puedoencargarme yo sola.

El agua me cae por el pelo hastamojarme el camisón, y el algodónse me pega al cuerpo. Evan seaclara la garganta y, cuando vuelvela cabeza, su mata de pelo sesacude y le roza la oscura frente,cosa que me perturba un poco,aunque de un modo agradable. Lepido un peine, el que tenga losdientes más anchos, y él rebusca enel armario de debajo del lavabo

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mientras yo lo observo con elrabillo del ojo, sin apenas darmecuenta del movimiento de esoshombros robustos bajo la camisa defranela, ni de los vaquerosdesgastados, con los bolsillos deatrás deshilachados, y, porsupuesto, sin fijarme en absoluto enla redondez de ese trasero que seesconde bajo los vaqueros, ni encómo me arden los lóbulos de lasorejas bajo el agua tibia que mechorrea del pelo. Tras un par deeternidades, encuentra un peine y

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me pregunta si necesito algo másantes de marcharse. Yo murmuroque no, cuando en realidad lo quequiero es reír y llorar a la vez.

Una vez sola, me obligo aconcentrarme en el pelo, que estáhecho una pena. Nudos, enredos,trocitos de hojas y pegotes detierra. Me esfuerzo con los nudoshasta que el agua se queda fría yempiezo a temblar con el camisónmojado. Me detengo en plena faenaal oír un ruidito al otro lado de lapuerta.

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—¿Estás ahí fuera? —pregunto.El pequeño cuarto de baño de

suelo de baldosas magnifica elsonido como si fuera una caja deresonancia.

Tras una pausa, me llega unarespuesta en voz baja:

—Sí.—¿Por qué estás ahí fuera?—Espero para enjuagarte el

pelo.—Voy a tardar un rato.—No pasa nada.—¿Por qué no vas a preparar

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una tarta o algo así y vuelves dentrode unos quince minutos?

No oigo la respuesta, perotampoco lo oigo marcharse.

—¿Sigues ahí?—Sí.La respuesta me llega junto con

un crujido del suelo de madera delpasillo.

Me rindo tras otros diez minutosde tirones. Evan vuelve a entrar yse sienta al borde de la bañera.Apoyo la cabeza en la palma de sumano mientras él me enjuaga la

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espuma del pelo.—Me sorprende que estés aquí

—le digo.—Vivo aquí.—Que te hayas quedado aquí,

quiero decir.Muchos jóvenes se fueron

directos a la comisaría, el centro dela Guardia Nacional o la basemilitar más cercana después de quelos supervivientes que huían tierraadentro informaran sobre lasegunda ola. Como en el 11S, soloque multiplicado por diez.

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—Éramos ocho, contando amamá y papá —me explica—. Soyel mayor. Cuando murieron, meencargué de los niños.

—Más despacio, Evan —ledigo cuando me vacía media jarraen la cabeza—. Es como siintentaras ahogarme.

—Lo siento —responde.Me coloca la mano en la frente

como si fuera una presa. El aguaestá a una temperatura muyagradable y me hace cosquillas.Cierro los ojos.

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—¿Caíste enfermo? —lepregunto.

—Sí, pero después mejoré. —Recoge más agua de la tina con lajarra, y yo contengo el alientoesperando sentir el mismocosquilleo del agua caliente—. Lamás pequeña de mis hermanas, Val,murió hace dos meses. Estás en sudormitorio. Desde entonces sigointentando decidir qué hacer. Séque no puedo quedarme aquí parasiempre, pero he ido a pie hastaCincinnati y supongo que no hace

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falta que te explique por qué nopienso volver.

Una mano vierte más aguamientras la otra me aprieta el pelohúmedo contra el cráneo paraescurrir el exceso de líquido. Conuna presión firme, pero nodemasiado fuerte: la justa. Como sino fuera la primera chica a la quelava el pelo. Una vocecita histéricame grita dentro de la cabeza: «¿Quécrees que estás haciendo? ¡Nisiquiera conoces a este tío!». Perola misma voz también opina: «Unas

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manos geniales. Pídele que te dé unmasaje en la cabeza, ya que está».

Mientras, fuera de mi cabeza, suvoz tranquila y profunda siguediciendo:

—Ahora creo que no tienesentido marcharme hasta que hagamás calor. A lo mejor a Wright-Patterson o a Kentucky. Fort Knoxsolo está a unos doscientosveinticinco kilómetros de aquí.

—¿Fort Knox? ¿Qué pasa,planeas un robo?

—Es un fuerte, ya sabes, viene

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de fortificado. Un punto deencuentro lógico —respondemientras aprieta en el puño losextremos de mi melena.

Oigo el goteo del agua en labañera con patas.

—Yo en tu lugar no iría aningún sitio que fuera un punto deencuentro lógico —le aconsejo—.Lógicamente, esos serán losprimeros puntos que borren delmapa.

—Por lo que me has contado delos Silenciadores, no es lógico

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reunirse en ninguna parte.—Ni quedarse en ninguna parte

más de unos cuantos días. Grupospequeños y en constantemovimiento.

—¿Hasta...?—No hay ningún «hasta» —le

suelto—. Solo hay un «si no...».Me seca el pelo con una toalla

blanca esponjosa. Hay un camisónlimpio sobre la tapa cerrada delváter. Le miro esos ojos dechocolate que tiene y digo:

—Vuélvete.

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Él se vuelve. Alargo la manomás allá de los bolsillos traserosdeshilachados de los vaqueros quese le ajustan al culo que no estoymirando y recojo el camisón seco.

—Si intentas mirarme en eseespejo, me daré cuenta —leadvierto al chico que ya me ha vistodesnuda.

Sin embargo, aquello eradesnuda e inconsciente, que no es lomismo. Él asiente, baja la cabeza yse pellizca el labio inferior como sireprimiera una sonrisa.

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Me quito el camisón mojado,me pongo el seco por la cabeza y ledigo que ya puede volverse.

Evan me levanta de la silla y melleva de vuelta a la cama de suhermana muerta, y yo tengo un brazosobre sus hombros, y su brazo mesujeta la cintura con fuerza, aunqueno demasiada. Su cuerpo pareceseis grados más caliente que el mío.Me deja sobre el colchón y me tapalas piernas desnudas con lascolchas. Sus mejillas son muysuaves, lleva el pelo bien cuidado y

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las cutículas, como ya hemencionado, impecables. Lo quesignifica que arreglarse está en losprimeros puestos de su lista deprioridades en la erapostapocalíptica. ¿Por qué? ¿Quiénhay para verlo?

—Entonces ¿cuánto tiempo haceque no ves a otra persona? —pregunto—. Sin contarme a mí.

—Veo a personas casi todos losdías. Pero la última persona vivaque vi antes que a ti fue a Val. Yantes que ella, a Lauren.

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—¿Lauren?—Mi novia —responde,

apartando la vista—. También estámuerta.

No sé qué decir, así que lesuelto:

—La plaga es una mierda.—No fue la plaga. Bueno, la

tenía, pero no fue eso lo que lamató. Prefirió matarse ella.

Está de pie junto a la cama,incómodo. No quiere irse, no tieneexcusa para quedarse.

—Es que no he podido evitar

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darme cuenta de lo bien... —No,mala introducción—. Supongo que,cuando estás tú solo, es difícil quete importe... —No, no.

—¿Que te importe qué? —pregunta—. ¿Una sola personacuando se han ido casi todas lasdemás?

—No hablaba de mí —respondo, y entonces renuncio aencontrar una forma educada dedecirlo—. Estás muy orgulloso detu aspecto.

—No es orgullo.

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—No te estaba acusando de serun creído...

—Lo sé, estás pensando quésentido tiene a estas alturas.

Bueno, en realidad tenía laesperanza de que yo fuera esesentido, pero no comento nada.

—No estoy seguro —explica—,pero no puedo controlarlo. Mesirve para estructurar el día, parasentirme más... —empieza a decir,pero se encoge de hombros—. Máshumano, supongo.

—¿Y necesitas ayuda para eso?

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¿Para sentirte humano?Me echa una mirada rara, y me

da algo en lo que pensar largo ytendido cuando sale del cuarto:

—¿Tú no?

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Se va casi todas las noches. Por lamañana está pendiente de mí, asíque no sé cuándo duerme. Lasegunda semana ya empezaba avolverme loca estar tanto tiempoencerrada en el pequeño dormitoriode arriba y, un día en que latemperatura no había bajado decero, me ayudó a ponerme ropa deVal (apartando la mirada en losmomentos oportunos) y me llevó en

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brazos abajo para que me sentara enel porche con una gran manta sobreel regazo. Me dejó allí y volvió condos humeantes tazas de chocolatecaliente. El paisaje no era grancosa: tierra marrón, muerta yondulada, árboles desnudos, y uncielo gris y monótono. Sin embargo,era agradable sentir el aire frío enlas mejillas, y el chocolate calienteestaba a la temperatura perfecta.

No hablamos de los Otros, sinode nuestras vidas antes de losOtros. Él iba a estudiar ingeniería

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en Kent State después de lagraduación. Se había ofrecido aquedarse un par de años en lagranja, pero su padre habíainsistido en que se fuese a launiversidad. Conocía a Laurendesde cuarto y empezó a salir conella en el segundo año del instituto.Hablaron de casarse. Evan se diocuenta de que yo me callaba cuandosalía el tema de Lauren. Como hedicho, es de los que se dan cuentade esas cosas.

—¿Y tú? —me preguntó—.

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¿Tenías novio?—No. Bueno, más o menos. Se

llamaba Ben Parish. Supongo quepodría decirse que yo le gustaba.Salimos un par de veces. Ya sabes,nada formal.

Me pregunto por qué mentí.Para él, Ben Parish no era nadie,igual que yo no era nadie para Ben,claro. Agité los restos del chocolatecaliente y evité mirarlo a los ojos.

A la mañana siguiente apareciójunto a mi cama con un trozo demadera que había tallado y

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convertido en muleta. La habíalijado para que brillara. Era ligeray tenía la altura perfecta. Le eché unvistazo y le pedí que me dijera trescosas que no se le dieran bien.

—Patinar, cantar y hablar conchicas.

—Te has dejado acechar —respondí mientras me ayudaba asalir de la cama—. Siempre sécuándo estás acechando tras lasesquinas.

—Solo has pedido tres.No voy a mentir: mi

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rehabilitación fue un asco. Cada vezque apoyaba el peso en la pierna, eldolor se me disparaba por elcostado izquierdo, se me doblaba larodilla, y lo único que evitaba quecayera de culo al suelo eran losfuertes brazos de Evan.

Sin embargo, seguí intentándolodurante todo ese largo día y todoslos largos días siguientes. Estabadecidida a recuperarme, a ponermemás fuerte de lo que estaba antes deque el Silenciador me derribara yme diera por muerta. Más fuerte que

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cuando me encontraba en miescondite del bosque, acurrucada enel saco de dormir, lamentando misuerte mientras Sammy sufría Diossabe qué. Más fuerte que en los díasdel Campo Pozo de Ceniza, cuandoestaba resentida, enfadada con elmundo por ser tal como era, por sertal como había sido siempre: unlugar peligroso al que nuestro ruidohumano le había dado la aparienciade un hábitat mucho más seguro.

Tres horas de rehabilitación porla mañana. Treinta minutos de

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descanso para comer. Después, treshoras más de rehabilitación por latarde. Hacía ejercicio parafortalecer los músculos hasta que seconvertían en una gelatina sudorosa.

Pero ahí no acababa el día. Lepregunté a Evan por mi Luger: teníaque superar mi miedo a las armas.Y mi puntería daba pena. Meenseñó a cogerla bien, a usar lamirilla. Colocó grandes latas depintura vacías en los postes de lavalla, a modo de dianas, y después,a medida que fui ganando en

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precisión, las fue sustituyendo porlatas más pequeñas. Le pedí que mellevara a cazar con él, ya quenecesitaba acostumbrarme adisparar a blancos vivos y enmovimiento, pero se negó: aúnestaba bastante débil, ni siquierapodía correr todavía, y ¿qué pasabasi un Silenciador nos localizaba?

Dábamos paseos al atardecer.Al principio, mi pierna cedía antesde haber recorrido siquiera unkilómetro y Evan tenía que llevarmeen brazos a la granja. Pero cada día

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lograba avanzar unos metros másque el día anterior. El kilómetroescaso se convirtió en kilómetro y,después, en kilómetro y medio. Parala segunda semana ya hacía treskilómetros sin parar. Todavía nopuedo correr, pero ahora tengomucha más resistencia y voy amejor ritmo.

Evan se queda conmigo durantela cena, me acompaña un par dehoras, y después se echa el fusil alhombro y me dice que volverá antesde que amanezca. Normalmente

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estoy dormida cuando regresa, queacostumbra a ser cuando ya hace unbuen rato que ha amanecido.

—¿Adónde vas todas lasnoches? —le pregunté un día.

—A cazar.Un hombre de pocas palabras

este Evan Walker.—Debes de ser un cazador

pésimo —le dije en broma—. Casinunca traes nada.

—Lo cierto es que soy muybueno —respondió con totalnaturalidad.

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Incluso cuando dice algo que,en teoría, podría parecer unafanfarronada, no lo es. Es por suforma de decirlo, como si nada,como si hablara del tiempo.

—Entonces ¿es que no tienesestómago para matar?

—Tengo estómago para hacerlo que haga falta —respondió.Después se pasó los dedos por elpelo y suspiró—. Al principio lohacía para seguir con vida. Despuéspara proteger a mis hermanos de loslocos que rondaban por ahí al

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comenzar la plaga. Luego, paraproteger mi territorio y misprovisiones...

—¿Y ahora para qué es? —pregunté en voz baja.

Era la primera vez que lo veíaalgo agitado.

—Me tranquiliza —reconoció,y se encogió de hombros,avergonzado—. Me da algo quehacer.

—Como la higiene personal.—Y me cuesta dormir por la

noche —añadió. No me miró, en

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realidad no miró a ninguna parte—.Bueno, me cuesta dormir, punto.Así que, al cabo de un tiempo,renuncié a intentarlo y empecé adormir de día. O a intentarlo. Elcaso es que solo duermo dos o treshoras al día.

—Debes de estar muy cansado.Por fin me miró, y en sus ojos vi

tristeza y desesperación.—Esa es la peor parte —dijo

en voz baja—. No lo estoy. Noestoy nada cansado.

Todavía me inquietaban un

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poco sus desapariciones nocturnas,así que una vez intenté seguirlo.Mala idea. Lo perdí al cabo de diezminutos, me entró miedo deperderme yo, di media vuelta y melo encontré de frente.

No se enfadó ni me acusó de noconfiar en él; simplemente me dijo:

—No deberías estar aquí,Cassie.

Y me acompañó a la casa.Más preocupado por mi salud

mental que por nuestra seguridadpersonal (me parece que no se creía

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del todo lo de los Silenciadores),colgó gruesas mantas en lasventanas del gran salón de abajo, demodo que pudiéramos encender lachimenea y un par de lámparas. Loesperaba allí hasta que regresabade sus incursiones en la oscuridad:me dormía en el sofá de cuero o mequedaba leyendo una de lasmaltrechas novelas románticas desu madre, con esos tíos hinchados ysemidesnudos en portada, y susdamas vestidas con trajes de nochey a punto de desmayarse. Entonces,

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sobre las tres de la madrugada,regresaba, echábamos más leña alfuego y charlábamos. No le gustamucho hablar de su familia (cuandopregunté por los gustos literarios desu madre, se encogió de hombros ydijo que le gustaba leer). Desvía laconversación hacia mí cuandoempezamos a tratar temasdemasiado personales. Sobre todo,quiere hablar de Sammy, de cómopienso mantener mi promesa. Comono tengo ni idea de cómo hacerlo, laconversación nunca acaba bien.

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Digo generalidades y él pidedetalles específicos. Me pongo a ladefensiva y él insiste. Al final atacoy él se cierra.

—Vale, cuéntamelo otra vez —me dice una noche, ya tarde,después de haberle dado vueltas ymás vueltas al tema durante unahora—. No sabes exactamentequiénes son ni qué son, pero sabesque tienen mucha artillería pesada yacceso a armamento alienígena. Nosabes dónde tienen a tu hermano,pero vas a ir allí a rescatarlo.

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Cuando llegues, no sabes cómorescatarlo, pero...

—A ver —lo interrumpo—,¿intentas ayudarme o hacermequedar como una estúpida?

Estamos sentados en la granalfombra mullida que hay frente a lachimenea, con su fusil a un lado, miLuger al otro, y nosotros dos enmedio.

Él levanta las manos en un falsogesto de capitulación.

—Solo intento comprenderlo.—Voy a empezar por el Campo

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Pozo de Ceniza y seguiré su rastrodesde allí —respondo por enésimavez.

Creo que sé por qué no deja dehacerme las mismas preguntas una yotra vez, pero el tío es tanescurridizo que cuesta sacar algo enclaro. Por supuesto, él podría decirlo mismo sobre mí. Más que unplan, lo mío era un objetivo generalque fingía ser plan.

—¿Y si no encuentras su rastro?—pregunta.

—No me rendiré hasta que lo

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haga.Él asiente como diciendo:

«Estoy asintiendo, pero no lo hagoporque crea que lo que dices tienesentido, sino porque pienso queestás loca y no quiero que te pongasen plan Bruce Lee con esa muletaque fabriqué con mis propiasmanos».

Así que digo:—No estoy loca. Tú harías lo

mismo por Val.Él no se da prisa en responder:

se abraza las piernas, apoya la

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barbilla en las rodillas y mira alfuego.

—Crees que pierdo el tiempo—lo acuso, dirigiéndome a superfecto perfil—. Crees que Sammyestá muerto.

—¿Cómo voy a saberlo,Cassie?

—No digo que lo sepas, digoque lo crees.

—¿Importa lo que piense?—No, así que cállate.—No estaba diciendo nada. Tú

has dicho...

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—No... digas... nada.—No lo hago.—Acabas de hacerlo.—Pararé.—Pero no lo haces. Dices que

lo harás y después sigues hablando.Empieza a decir algo, pero

cierra la boca de una forma tanbrusca que oigo cómo le chocan losdientes.

—Tengo hambre —digo.—Te traeré algo.—¿Te he pedido que me traigas

algo?

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Me gustaría darle una torta enesa boca de líneas tan perfectas.¿Por qué quiero golpearlo? ¿Porqué estoy tan enfadada ahoramismo?

—Soy muy capaz de valermepor mí misma. Ese es el problema,Evan, no aparecí aquí para darle unpropósito a tu vida, una vida que sehabía acabado. Eso lo tienes quesolucionar tú solo.

—Quiero ayudarte —dice y,por primera vez, veo enfado real ensus ojos de cachorro—. ¿Por qué no

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permites que salvar a Sammy seatambién mi propósito?

Su pregunta me persigue hastala cocina, flota sobre mi cabezacomo una nube mientras pongo algode carne curada de ciervo sobreuno de los panes planos que Evandebe de haber preparado en suhorno de fuera, como el fantásticoboy scout que es. Y siguepersiguiéndome cuando cojeo devuelta al salón y me dejo caer en elsofá, justo detrás de su cabeza.Siento el impulso de darle una

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patada entre esos hombros tananchos que tiene. En la mesa, a milado, hay un libro llamado Eldesesperado deseo del amor. Ajuzgar por la portada, deberíahaberse titulado Mi espectaculartableta de chocolate abdominal.

Ese es el problema. ¡Claro!Antes de la Llegada, los tíos comoEvan Walker nunca se habían fijadoen mí, ni mucho menos habíancazado para mí o me habían lavadoel pelo. Nunca me habían agarradopor la nuca, como si fueran el

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retocado modelo de la novela de sumadre, con los abdominales tensosy el pectoral tirante. Jamás mehabían mirado a los ojos fijamente,ni me habían levantado la barbillapara acercar sus labios a los míos.Yo era como la chica que formabaparte del paisaje, la amiga o, peoraún, la amiga de una amiga, la chicaque se sentaba a su lado engeometría y de cuyo nombre no seacuerdan. Habría sido mejor queme hubiera encontrado en la nieveun hombre de mediana edad que

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coleccionara figuras de La Guerrade las Galaxias.

—¿Qué? —le pregunto a sunuca—. ¿Ahora me haces el vacío?

Veo que sacude los brazos, yasabes, con una de esas risitassilenciosas acompañadas de unirónico movimiento de cabeza, enplan: «¡Chicas! Qué tontas son».

—Supongo que debería haberlopreguntado —dice—. No tendríaque haberlo dado por sentado.

—¿El qué?Pivota sobre el trasero para dar

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media vuelta y mirarme. Yo, en elsofá, él, en el suelo,contemplándome desde abajo.

—Que iría contigo.—¿Qué? ¡Ni siquiera estábamos

hablando de eso! Y ¿por quéquieres ir conmigo, Evan? Teniendoen cuenta que crees que está muerto.

—Es que no quiero que muerastú, Cassie.

Con eso basta.Le tiro mi carne de ciervo a la

cabeza. El plato le roza la mejilla, yél se levanta y se me planta delante

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antes de que pueda pestañear. Seacerca mucho, me pone las manos aambos lados, encerrándome entresus brazos. Las lágrimas le brillanen los ojos.

—Tú no eres la única —diceentre dientes—. Mi hermana dedoce años murió en mis brazos. Seahogó en su propia sangre, y yo nopude hacer nada. Me pone enfermoque actúes como si fueses el centrodel peor desastre de la historia dela humanidad. No eres la única quelo ha perdido todo... No eres la

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única que cree haber encontrado loúnico que le da sentido a estamierda. Tú tienes tu promesa aSammy, y yo te tengo a ti.

Se calla. Ha ido demasiadolejos y lo sabe.

—No me «tienes» a mí, Evan.—Ya sabes a lo que me refiero

—insiste, y me mira fijamente, tantoque me cuesta apartar la mirada—.No puedo evitar que vayas. Bueno,supongo que podría, pero tampocopuedo dejarte ir sola.

—Sola es mejor, ya lo sabes.

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¡Por eso sigues con vida! —exclamo, clavándole el dedo en esepecho jadeante.

Él se aparta, y yo reprimo elimpulso de detenerlo: parte de míno quiere que se aleje.

—Pero no es la razón por la quetú estás viva —me espeta—. Nodurarás ni dos minutos ahí fuera sinmí.

Estallo, no puedo evitarlo. Eralo peor que podía decir en el peormomento posible.

—¡Que te den! —le grito—. No

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te necesito. ¡No necesito a nadie!Bueno, supongo que si necesitara aalguien que me lavara el pelo, mepusiera una venda en una heridita ome hiciera una tarta, ¡tú serías elindicado!

Tras dos intentos, consigoponerme en pie. Es ese momento dela conversación en que toca salirhecha una furia del cuarto, mientrasel chico cruza los brazos sobre supecho varonil y hace un mohín. Medetengo a mitad de las escalerasrepitiéndome que lo hago para

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recuperar el aliento, no para que mealcance. De todos modos, él no mesigue, así que subo como puedo losúltimos escalones y me meto en midormitorio.

No, en mi dormitorio, no, en eldormitorio de Val. Yo ya no tengodormitorio. Seguramente no volveréa tenerlo.

«Se acabó lo de sentir lástimade ti misma: ¡a la mierda! El mundono gira a tu alrededor. Y a lamierda el sentimiento de culpa. Túno eres la que metió a Sammy en

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ese autobús. Y, ya que estamos, a lamierda la pena. Por mucho queEvan llore por su hermana pequeña,ella no volverá».

«Te tengo a ti». Bueno, Evan, locierto es que da igual que seamosdos o doscientos. No tenemosninguna posibilidad. No contra unenemigo como los Otros. Estoyrecuperando fuerzas para... ¿paraqué? ¿Para que, cuando caiga, lohaga a lo grande? ¿Qué más da?

Gruño y, de un manotazo, echoal oso del sitio que ocupa en la

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cama. «¿Qué narices miras?». Élcae de lado, con un brazo en alto,como si alzara la mano en clasepara hacer una pregunta.

Detrás de mí chirrían lasoxidadas bisagras de la puerta.

—Fuera —digo sin volverme.Otro chirrido. Después, un clic.

Después, silencio.—Evan, ¿estás detrás de esa

puerta?Pausa.—Sí.—Eres como un acosador, ¿lo

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sabías?Si responde, no lo oigo. Me

abrazo, me froto los brazos conganas. El dormitorio está helado.Me duele la rodilla una barbaridad,pero me muerdo el labio y sigo depie, cabezota, de espaldas a lapuerta.

—¿Sigues ahí? —preguntocuando ya no puedo soportar más elsilencio.

—Si te vas sin mí, te seguiré.No puedes detenerme, Cassie.¿Cómo vas a detenerme?

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Me encojo de hombros,impotente, luchando contra laslágrimas.

—Disparándote, supongo.—¿Igual que disparaste al

soldado del crucifijo?Las palabras me golpean como

una bala entre los omóplatos. Mevuelvo y abro la puerta de golpe. Élda un respingo, pero no se muevedel sitio.

—¿Cómo sabes eso? —Porsupuesto, solo hay una explicación—. Has leído mi diario.

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—Creía que no sobrevivirías.—Siento haberte decepcionado.—Supongo que quería saber

qué había pasado...—Tienes suerte de que haya

dejado el arma abajo, porque, de locontrario, te pegaría un tiro ahoramismo. ¿Sabes lo espeluznante quees eso, saber que lo has leído?¿Cuánto has leído?

Baja la mirada y un rubor rojose le extiende por las mejillas.

—Lo has leído todo, ¿no?Estoy muerta de vergüenza: me

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siento violada y humillada. Es diezveces peor que cuando me despertéen la cama de Val y me di cuenta deque me había visto desnuda. Eso noera más que mi cuerpo. Esto es mialma.

Le doy un puñetazo en elestómago, pero su cuerpo no cede;es como golpear un bloque decemento.

—¡No me lo puedo creer! —legrito—. Te quedaste tan tranquilo,sin decir nada, cuando te mentísobre Ben Parish. ¡Sabías la verdad

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y me dejaste mentir sin más!Él se mete las manos en los

bolsillos y mira el suelo, como unniñito al que han pillado porromper el jarrón antiguo de sumadre.

—No creía que importara tanto.—¿Que no creías...?Sacudo la cabeza. Pero ¿quién

es este tío? De repente se me ponela piel de gallina. Algo va muy mal.A lo mejor es porque ha perdido atoda su familia y a su novia,prometida o lo que fuera, y se ha

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pasado varios meses viviendo soloy fingiendo que no hacer nada era,en realidad, hacer algo. A lo mejorencerrarse en esta islita rural deOhio es su modo de enfrentarse a lamierda que nos han echado encimalos Otros, o a lo mejor es que Evanes simplemente raro... Era raroantes de la Llegada y sigue siendoraro después. Sea lo que sea, esteEvan Walker tiene algo que noencaja. Es demasiado racional,demasiado perfecto y estádemasiado tranquilo para que me

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resulte, bueno, tranquilizador.—¿Por qué le disparaste? —me

pregunta en voz baja—. Al soldadode la tienda.

—Ya sabes por qué —respondo, a punto de echarme allorar.

—Por Sammy —dice mientrasasiente con la cabeza.

Ahora sí que estoydesconcertada.

—No tuvo nada que ver conSammy.

—Sammy le dio la mano al

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soldado —responde Evan,mirándome a los ojos—. Sammy sesubió a ese autobús. Sammy confió.Y ahora, aunque te he salvado, no tepermites confiar en mí. —Me cogela mano y me la aprieta con fuerza—. No soy el soldado del crucifijo,Cassie. Y no soy Vosch. Soy comotú: estoy asustado, enfadado yconfundido, y no sé qué demoniosvoy a hacer, pero lo que sí sé esque no se pueden tener las doscosas. No puedes decir que ereshumana y, al instante, afirmar que

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eres una cucaracha. En realidad nocrees que eres una cucaracha. Si locreyeras, no te habrías enfrentado alfrancotirador de la autopista.

—Dios mío —susurro—, ¡erauna metáfora!

—¿Quieres compararte con uninsecto, Cassie? Si eres un insecto,tienes que ser una efímera. Un díaen el mundo y se acabó. Eso notiene nada que ver con los Otros:siempre ha sido así. Estamos aquí ydespués desaparecemos, y loimportante no es el tiempo que

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pasemos en este mundo, sino lo quehagamos con ese tiempo.

—Lo que dices no tiene ningúnsentido, ¿lo sabes?

Noto que me inclino hacia él,sin ganas de seguir peleando. No sési me está reteniendo o sosteniendo.

—Eres una efímera —murmura.Y entonces, Evan Walker me

besa.Sujeta mi mano contra su pecho,

y su otra mano se desliza por micuello con dedos como plumas,provocándome un escalofrío que me

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recorre la columna vertebral y mellega hasta las piernas, que apenaspueden mantenerme en pie. Sientosu corazón latir contra la palma demi mano, me llega el olor de sualiento y noto el roce de la barba devarios días de su labio superior, uncontraste rasposo con la suavidadde sus labios. Y Evan me mira, y yolo miro a él.

Me aparto lo suficiente parahablar.

—No me beses.Él me coge en brazos. Es como

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si subiera flotando para siempre,como cuando era pequeña y mipadre me lanzaba hacia arriba, ytenía esa sensación de que seguiríasubiendo hasta llegar al borde de lagalaxia.

Me deja en la cama.—Si me besas otra vez, te daré

un rodillazo en las pelotas —ledigo antes de que vuelva a besarme.

Sus manos son tan suaves queparecen irreales, como si me tocarauna nube.

—No permitiré que... —Hace

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una pausa, en busca de la palabraadecuada—. Que te vayas volando,Cassie Sullivan.

Sopla para apagar la vela de allado de la cama.

Ahora noto su beso con másintensidad, a oscuras, en eldormitorio en el que murió suhermana. En el silencio de la casaen la que murió su familia. En lacalma del mundo donde murió lavida que conocíamos antes de laLlegada. Saborea mis lágrimasantes de que yo sea consciente de

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haberlas derramado. En lugar delágrimas, sus besos.

—No te he salvado, tú me hassalvado a mí —susurra, y sus labiosme hacen cosquillas en laspestañas.

Lo repite una y otra vez hastaque nos dormimos, apretados el unocontra el otro, su voz en mi oído,mis lágrimas en su boca.

—Tú me has salvado a mí.

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Cassie, cada vez más pequeña através de la ventana manchada.

Cassie en la carretera, con Osoen la mano.

Levantando el brazo de Osopara que se despida de él.

«Adiós, Sammy».«Adiós, Oso».El polvo de la carretera sube

como vapor de agua levantado porlas grandes ruedas negras del

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autobús, y Cassie se hace cada vezmás pequeña en medio del remolinomarrón.

«Adiós, Cassie».Cassie y Oso se encogen cada

vez más, y él nota la dureza delcristal bajo los dedos.

«Adiós, Cassie. Adiós, Oso».Hasta que el polvo se los traga,

y él se queda solo en el autobúsabarrotado, sin mamá, sin papá, sinCassie... A lo mejor tenía quehaberse quedado con Oso, porqueOso había estado con él desde antes

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de que tuviera memoria. Ososiempre había estado. Pero mamátambién había estado siempre.Mamá, la yaya, el abu y el resto dela familia. Y los niños de la clasede la señorita Neyman, la señoritaNeyman, los Majewski y lasimpática señora del supermercadoKroger que guardaba los chupa-chups de fresa bajo el mostrador.Ellos también habían estadosiempre ahí, como Oso, desde antesde lo que podía recordar, y ahorano estaban. Las personas que habían

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estado siempre ya no estaban, yCassie decía que no regresarían.

Nunca.El cristal recuerda cuando le

quita la mano de encima. Guarda elrecuerdo de su mano. No como unafotografía, más bien como unasombra borrosa, igual de borrosaque la cara de su madre cuandointenta recordarla.

Todas las caras que haconocido desde que supo lo queeran las caras se desvanecen, salvolas de papá y Cassie. Ahora todas

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son nuevas, todas son caras dedesconocidos.

Un soldado se le acerca por elpasillo. Se ha quitado la máscaranegra y tiene la cara redonda, y lanariz pequeña y salpicada de pecas.No parece mucho mayor queCassie. Reparte bolsas degominolas de frutas y zumos. Losdedos sucios de los niños seabalanzan sobre los dulces.Algunos no han comido nada envarios días. Para muchos, lossoldados son los primeros adultos

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que han visto desde la muerte desus padres. A algunos niños, losmás callados, los encontraron en lasafueras de la ciudad, vagando entrelas pilas de cadáveres ennegrecidosy a medio quemar, y ahora sequedan mirándolo todo como si lovieran por primera vez. A otros,como Sammy, los recogieron encampos de refugiados o enpequeñas bandas de supervivientesen busca de rescate, y no llevanropa tan andrajosa, no tienen elrostro tan chupado y sus ojos no

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están tan vacíos como los de losniños callados, los que encontraronvagando entre las pilas de losmuertos.

El soldado llega a la última fila.Lleva una banda blanca con unagran cruz roja en la manga.

—Hola, ¿quieres tomar algo?—le pregunta.

El zumo, y las gominolaspegajosas y correosas con forma dedinosaurios. El zumo está frío. Frío.Hace un siglo que no toma nadafrío.

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El soldado se acomoda en elasiento de al lado y estira las largaspiernas en el pasillo. Sammyempuja la fina pajita de plásticopara meterla en el brik de zumo ysorbe mientras detiene la mirada enla forma silenciosa de la chica quehay acurrucada en el asiento deenfrente. Lleva unos pantalonescortos desgarrados, una camisetarosa manchada de hollín y loszapatos cubiertos de lodo. Sonríeen sueños. Un buen sueño.

—¿La conoces? —pregunta el

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soldado a Sammy.Sammy sacude la cabeza. No

estaba en el campo de refugiadoscon él.

—¿Por qué llevas esa cruz rojatan grande?

—Soy sanitario. Ayudo a lagente enferma.

—¿Por qué te has quitado lamáscara?

—Ya no la necesito —respondeel sanitario, y se mete un puñado degominolas en la boca.

—¿Por qué no?

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—La plaga está ahí detrás —responde el soldado mientrasmueve el pulgar para señalar laventanilla trasera, donde el polvohierve y Cassie se ha idoencogiendo hasta desaparecer, conOso en la mano.

—Pero papá dice que la plagaestá por todas partes.

El soldado sacude la cabeza.—No donde vamos.—¿Adónde vamos?—Al Campo Asilo.Con el ruido del motor y el

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viento que entra silbando por lasventanas abiertas, no ha oído bienlo que le ha dicho: «¿El CampoCielo?».

—¿Adónde? —insiste Sammy.—Te va a encantar —responde

el soldado dándole unas palmaditasen la pierna—. Lo tenemos todopreparado.

—¿Para mí?—Para todos.Cassie en la carretera,

ayudando a Oso a decir adiós.—Entonces, ¿por qué no los

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habéis traído a todos?—Lo haremos.—¿Cuándo?—En cuanto vosotros estéis a

salvo.El soldado mira de nuevo a la

chica, se levanta, se quita lachaqueta verde y la arropa con ella.

—Vosotros sois lo másimportante —dice, y su cara deniño parece decidida y seria—.Vosotros sois el futuro.

El estrecho camino polvorientose convierte en una carretera más

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ancha y pavimentada, y luego, elautobús tuerce para tomar otracarretera más ancha todavía. Losmotores aceleran con un rugidogutural, y los vehículos salendisparados hacia el sol por unaautopista libre de accidentes ycoches parados. Los han arrastradoo empujado hasta sacarlos delcamino para dejar paso a losautobuses cargados de niños.

El sanitario de nariz pecosavuelve a recorrer el pasillo, estavez con botellas de agua, y les pide

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que cierren las ventanas porquealgunos de los niños tienen frío y aotros les asusta el ruido del viento,que parece el rugido de unmonstruo. El aire del autobús notarda mucho en enrarecerse y latemperatura aumenta, así que a losniños enseguida les entra el sueño.

Sin embargo, Sam le dio aCassie su oso para que le hicieracompañía y nunca ha dormido sinél, al menos, no desde que Osollegara a sus manos. Está cansado,pero también está desosado. Cuanto

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más intenta olvidar a Oso, más lorecuerda, cuanto más lo echa demenos, más desearía no haberlodejado atrás.

El soldado le ofrece una botellade agua y se da cuenta de que algova mal, aunque Sammy sonríe yfinge no sentirse vacío y desosado.El sanitario se sienta de nuevo juntoa él, le pregunta su nombre y le diceque él se llama Parker.

—¿Cuánto queda? —preguntaSammy.

Pronto anochecerá, y la noche

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es lo peor. Nadie se lo ha dicho,pero sabe que, cuando por finlleguen, lo harán por la noche y sinaviso, como las otras olas, y no sepodrá hacer nada al respecto:pasará sin más, como cuando la telese apagó, los coches murieron, losaviones cayeron, llegó la plaga (lasMolestas Hormigas, como lallamaban Cassie y papá), y sumadre acabó envuelta en sábanasensangrentadas.

Cuando aparecieron los Otros,su padre le dijo que el mundo había

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cambiado y que ya nada sería comoantes, y que a lo mejor lo llevaban asu nave nodriza, o de aventuras porel espacio exterior. Y Sammyestaba deseando entrar en la nave ysalir volando por el espacio comoLuke Skywalker en su caza espacialX-wing. Se sentía como el día antesde Navidad. Cuando amaneció,creyó que despertaría y que todoslos maravillosos regalos de losOtros estarían allí.

Sin embargo, lo único quetrajeron los Otros era la muerte.

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No habían llegado pararegalarle nada, sino para quitárselotodo.

¿Cuándo acabaría (acabarían)?Puede que nunca. A lo mejor losalienígenas no pararían hastahabérselo llevado todo, hasta que elplaneta entero estuviese comoSammy, vacío, solo y desosado.

Así que pregunta al soldado:—¿Cuánto queda?—No queda mucho —responde

el soldado llamado Parker—.¿Quieres que me quede contigo?

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—No tengo miedo —aseguraSammy.

«Ahora tienes que ser valiente»,le había dicho Cassie el día quemurió su madre, cuando vio la camavacía y supo sin preguntar que sehabía ido con la yaya y con todoslos demás, los que conocía y losque no conocía, los que se apilabanen hogueras a las afueras de laciudad.

—No deberías tenerlo: ahoraestás completamente a salvo —diceel soldado.

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Es justo lo que le había dichopapá una noche después de que sequedaran sin electricidad, despuésde tapar las ventanas con tablas ybloquear las puertas, cuando loshombres malos con pistolassalieron a robar cosas.

«Estás completamente a salvo».Después de que mamá

enfermara y papá les pusiera aCassie y a él las máscaras de papelblanco.

«Solo para estar seguros, Sam.Creo que estás completamente a

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salvo».—Y te va a encantar el Campo

Asilo —dice el soldado—. Ya loverás, lo hemos preparado para losniños como tú.

—¿Y allí no nos puedenencontrar?

—Bueno —responde elsoldado, sonriendo—, eso no lo sé,pero es probable que ahora mismosea el sitio más seguro deNorteamérica. Incluso tenemos uncampo de fuerza invisible, por silos visitantes intentan algo.

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—Los campos de fuerza no sonreales.

—Bueno, la gente decía lomismo de los alienígenas.

—¿Has visto alguno, Parker?—Todavía no. Nadie los ha

visto, al menos no en mi compañía,pero estamos deseándolo.

Esboza una típica sonrisa desoldado duro, y a Sammy se leacelera el corazón. Ojalá fuese lobastante mayor para ser un soldadocomo Parker.

—¿Quién sabe? —añade Parker

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—. A lo mejor son como nosotros,a lo mejor estás mirando a unoahora mismo.

Una sonrisa distinta, burlona.El soldado se levanta y Sammy

va a cogerle la mano. No quiere queParker se vaya.

—¿De verdad hay un campo defuerza en el Campo Cielo?

—Sí, y torres de vigilancia, ycámaras de seguridad que funcionanlas veinticuatro horas del día,vallas de seis metros de altura queterminan en alambre de cuchillas y

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unos feroces perros guardianescapaces de oler a un extraterrestre aocho kilómetros de distancia.

—¡Eso no suena como el cielo!—exclama Sammy, arrugando lanariz—. ¡Suena como una cárcel!

—Salvo que las cárceles sirvenpara que los malos no salgan, ynuestro campo sirve para que losmalos no entren.

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De noche.Las estrellas arriba, brillantes y

frías, y la oscura carretera debajo, yel zumbido de las ruedas sobre laoscura carretera, bajo las fríasestrellas.

Los faros se clavan en la densaoscuridad. El balanceo del autobúsy el olor a rancio del aire caliente.

La chica del otro lado delpasillo se ha sentado. Tiene el pelo

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oscuro pegado a un lado de lacabeza, las mejillas huecas y la pielmuy tensa sobre el cráneo, lo quehace que sus ojos parezcan enormescomo los de un búho.

Sammy le sonríe, vacilante. Ellano le devuelve la sonrisa: tiene lamirada fija en la botella de aguaque se apoya en la pierna deSammy. Él se la ofrece.

—¿Quieres un poco?Un brazo huesudo sale

disparado a través del espacio quelos separa, y la niña le arrebata la

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botella, se termina el agua quequeda en cuatro tragos y tira elenvase vacío al asiento de al lado.

—Creo que quedan más, sitodavía tienes sed —dice Sammy.

La chica no responde, se limitaa mirarlo sin apenas parpadear.

—Y también puedes pedirositos de goma, por si tieneshambre.

Ella sigue mirándolo sin hablar,con las piernas dobladas bajo lachaqueta de Parker y los ojos debúho muy abiertos.

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—Me llamo Sam, pero todosme llaman Sammy. Salvo Cassie.Cassie me llama Sams. Y tú, ¿cómote llamas?

La chica levanta la voz parahacerse oír por encima del zumbidode las ruedas y el gruñido delmotor.

—Megan.Sus dedos flacos tiran de la tela

verde de la chaqueta militar.—¿De dónde ha salido esto? —

se pregunta en voz alta.El ruido de fondo casi ahoga su

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voz. Sammy se levanta y se mete enel espacio vacío que hay junto aella. La niña da un respingo yaparta las piernas todo lo quepuede.

—De Parker —le explicaSammy—. Es el que está sentadoallí, al lado del conductor. Essanitario. Eso significa que cuidade la gente enferma. Es muysimpático.

—Yo no estoy enferma —dicela niña delgada que se llamaMegan, sacudiendo la cabeza.

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Ojos enmarcados en círculososcuros, labios agrietados y secos,pelo pegado y lleno de ramitas yhojas muertas. Frente sudorosa ymejillas sonrosadas.

—¿Adónde vamos? —quieresaber.

—Al Campo Cielo.—Al Campo ¿qué?—Es un fuerte —responde

Sammy—. Y no un fuertecualquiera. Es el más grande, elmejor y el más seguro de todo elmundo. ¡Hasta tiene un campo de

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fuerza!Dentro del autobús hace un

calor agobiante, pero Megan nodeja de temblar. Sammy le remetela chaqueta de Parker bajo labarbilla. Ella se lo queda mirandocon sus enormes ojos de búho.

—¿Quién es Cassie?—Mi hermana. Ella también

vendrá. Los soldados volverán arecogerla. A ella y a papá, y a todoslos demás.

—¿Quieres decir que está viva?Sammy asiente con la cabeza,

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desconcertado. ¿Por qué no iba aestarlo?

—¿Tu padre y tu hermana estánvivos? —pregunta la niña, con ellabio inferior tembloroso.

Una lágrima abre un sendero através del hollín que le mancha lacara. El hollín del humo de lasfogatas en las que arden loscadáveres.

Sin pensarlo, Sammy le coge lamano. Como cuando Cassie se lacogió a él al contarle lo que habíanhecho los Otros.

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Fue su primera noche en elcampo de refugiados. No había sidoconsciente de la magnitud de losucedido en los últimos meses hastaaquel momento, después de queapagaran las luces y se tumbara allado de Cassie, a oscuras. Todohabía ocurrido tan deprisa... Desdeel día en que se había ido laelectricidad hasta la llegada alcampo, pasando por el día en quesu padre había envuelto a su mamáen una sábana blanca. Siemprehabía pensado que acabarían

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regresando a casa y todo seríacomo antes de la llegada de losOtros. Su madre no regresaría; noera un bebé, sabía que su madre novolvería con ellos, pero no se dabacuenta de que no había vuelta atrás,de que lo que había ocurrido erapara siempre.

Hasta aquella noche. La nocheque Cassie le dio la mano y le dijoque a miles de millones de personasles había pasado lo mismo que a sumamá. Que casi todos los habitantesde la Tierra estaban muertos. Que

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nunca volverían a vivir en su casa.Que nunca regresaría al colegio.Que todos sus amigos estabanmuertos.

—Eso no está bien —susurraMegan en el autobús, a oscuras—.No está bien. —Se ha quedadomirando a Sammy—. He perdido atoda mi familia, ¿y tú tienes a tupadre y a tu hermana? ¡No estábien!

Parker se ha levantado otra vez,se detiene en cada asiento y hablaen voz baja con todos los niños

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antes de tocarles las frentes.Cuando les acerca la mano a lafrente, una luz tenue brilla en lapenumbra. A veces, la luz es verde.Otras, roja. Cuando la luz se apaga,Parker marca la mano del niño conun sello. Luz roja, sello rojo. Luzverde, sello verde.

—Mi hermano pequeño teníamás o menos tu edad —le diceMegan a Sammy.

Suena a acusación: «¿Cómo esposible que tú estés vivo y él no?».

—¿Cómo se llama? —pregunta

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Sammy.—¿Qué más da? ¿Por qué

quieres saber su nombre?Sammy desearía que Cassie

estuviera con él. Cassie sabríadecirle a Megan las palabrasadecuadas para que se sintieramejor. Siempre encontraba laspalabras justas.

—Se llamaba Michael, ¿vale?Michael Joseph, tenía seis años ynunca le hizo nada malo a nadie.¿Te parece bien? ¿Estás contento?Mi hermano se llamaba Michael

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Joseph. ¿Quieres saber el nombrede los demás?

Mira por encima del hombro deSammy, hacia Parker, que se haparado en su fila.

—Vaya, hola, dormilona —ledice el sanitario a Megan.

—Está enferma, Parker —leinfoma Sammy—. Tienes quecurarla.

—Vamos a curar a todo elmundo —le asegura Parker,sonriente.

—No estoy enferma —protesta

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Megan, pero tirita con ganas debajode la chaqueta verde de Parker.

—Claro que no —repone elsoldado, y asiente mientras esbozauna amplia sonrisa—. Aunque lomejor será que te ponga eltermómetro para asegurarnos,¿vale?

Entonces levanta un discoplateado del tamaño de un cuarto dedólar.

—Si pasas de los treinta y ochogrados, se pone verde. —Se inclinasobre Sammy y coloca el disco en

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la frente de Megan. El disco seilumina con un brillo verde—. Oh,oh —dice Parker—. Deja que te loponga a ti, Sam.

El metal no está frío. Durante unsegundo, una luz roja baña el rostrode Parker. El soldado le pone elsello a Megan en el dorso de lamano. La humedad de la tinta verdebrilla un poco en la penumbra. Esuna carita sonriente. Luego, unacarita roja sonriente para Sammy.

—Espera a que digan tu color,¿vale? —le dice Parker a Megan—.

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Los verdes van derechos alhospital.

—¡No estoy enferma! —gritaMegan con voz ronca.

Después se dobla, entre toses, ySammy retrocede por instinto.

—No es más que un resfriadofuerte, Sam —le susurra el soldado,dándole una palmadita en el hombro—. Se pondrá bien.

—No pienso ir al hospital —ledice Megan a Sammy cuando Parkerregresa a la parte delantera delautobús.

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La niña se restriega con energíael dorso de la mano contra lachaqueta, emborronando la tinta. Lacarita sonriente se convierte en unamancha verde.

—Tienes que hacerlo —responde Sammy—. ¿No quieresponerte buena?

Ella sacude la cabeza conenergía. El niño no lo entiende.

—A los hospitales no vas aponerte bueno, vas a morir.

Después de que su madreenfermara, Sammy le había

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preguntado a su padre: «¿No vas allevar a mami al hospital?». Él lehabía respondido que no era seguro,que había demasiados enfermos ypocos médicos, y que, de todosmodos, los médicos no podíanhacer nada por ella. Cassie le habíacontado que el hospital estaba roto,igual que la tele, las luces, loscoches y todo lo demás.

«¿Todo está roto? —le habíapreguntado a su hermana—.¿Todo?».

«No, todo no, Sams —

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respondió ella—. Esto no».Cassie le había cogido la mano

y la había puesto en el pecho delniño, y Sammy había notado ellatido de su corazón golpeando confuerza su palma abierta.

«Esto no está roto», dijoCassie.

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Su madre solo va a verlo en elespacio intermedio, esos momentosgrises antes de dormirse.Permanece alejada de sus sueños,como si supiera que no debe entrar,porque, aunque los sueños no sonreales, cuando los soñamos nos loparecen. Lo quiere demasiado parahacerle eso.

A veces le ve la cara, peronormalmente no puede: solo

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distingue su silueta, algo másoscura que el gris que se escondedetrás de los párpados de su hijo, yél la huele y le toca el pelo, que sedesliza entre sus dedos. Si ponedemasiado empeño en verle la cara,su madre se desvanece en laoscuridad. Y si intenta abrazarlacon demasiada fuerza, se le escapaentre los dedos, como uno de susmechones de pelo.

El zumbido de las ruedas en lacarretera oscura. El olor a ranciodel aire caliente y el balanceo del

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autobús debajo de las fríasestrellas. ¿Cuánto queda para elCampo Cielo? Es como si llevarantoda la vida en esa carretera oscura,bajo las frías estrellas. Espera a sumadre en el espacio intermedio, conlos párpados cerrados, mientrasMegan lo observa con esos enormesojos redondos de búho.

Se queda dormido.Sigue dormido cuando los tres

autobuses escolares se detienenjunto a las puertas del CampoCielo. Muy arriba, en la torre de

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vigilancia, el centinela pulsa unbotón que desbloquea el cierreelectrónico y abre la puerta. Losautobuses entran, y la puerta secierra a su paso.

No se despierta hasta que losautobuses se paran acompañadosdel susurro furibundo de los frenos.Dos soldados caminan por elpasillo y despiertan a los niños quese han quedado dormidos. Lossoldados van bien armados, perosonríen y les hablan conamabilidad: «No pasa nada. Ahora

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estáis completamente a salvo».Sammy se sienta, entorna los

ojos para protegerlos del repentinobaño de luz que entra por lasventanas y mira afuera. Se handetenido frente a un gran hangar deaviones. Las enormes puertas delmuelle de carga están cerradas, asíque no ve qué hay dentro. Por unsegundo no le preocupa estar en unlugar desconocido sin papá niCassie ni Oso. Sabe lo que significaesa luz intensa: los alienígenas nohan podido cortar la electricidad en

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el campo. También significa queParker le ha dicho la verdad: elrecinto tiene un campo de fuerza.No importa que los Otros sepan desu existencia.

Están completamente a salvo.Nota la respiración inquieta de

Megan junto a su oreja y se vuelvepara mirarla. Los ojos de la niñaparecen gigantes a la luz de losfocos. Megan le coge la mano.

—No me dejes sola —lesuplica.

Un hombre grandote sube al

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autobús, se planta junto alconductor con las manos en lascaderas. Tiene una cara ancha yrolliza, y los ojos muy pequeños.

—Buenos días, niños y niñas,¡bienvenidos al Campo Asilo! Mellamo comandante Bob. Sé queestáis cansados, que tenéis hambrey que tal vez estéis un pocoasustados... A ver, ¿quién está unpoco asustado? Que levante lamano.

Nadie la levanta. Veintiséispares de ojos lo miran sin

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expresión alguna, y el comandanteBob sonríe. Tiene los dientespequeños, como los ojos.

—Eso es extraordinario. Y¿sabéis qué os digo? ¡No deberíaistener miedo! Ahora mismo, nuestrocampo es el lugar más seguro detodo el mundo, en serio. Estáiscompletamente a salvo —afirma, yse vuelve hacia uno de lossonrientes soldados, que le pasauna tablilla sujetapapeles—. Bien,en Campo Asilo solo hay dosreglas. La regla número uno es:

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recordad vuestros colores. ¡Quetodo el mundo enseñe su color!

Veinticinco puños se alzan alinstante. El número veintiséis, el deMegan, se queda en su regazo.

—Rojos, en un par de minutosos acompañarán al Hangar NúmeroUno para procesaros. Verdes,quedaos donde estáis: todavíatardaréis un poco.

—Yo no voy —le susurraMegan a Sammy al oído.

—¡Regla número dos! —bramael comandante Bob—. La regla

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número dos son dos palabras:escuchad y obedeced. Es fácil derecordar, ¿no? Regla número dos,dos palabras. Escuchad a vuestrolíder de grupo. Obedeced todas lasinstrucciones que os dé vuestrolíder de grupo. No preguntéis y norepliquéis. Ellos (igual que todosnosotros) están aquí por una únicarazón, y esa razón es manteneros asalvo. Y no podemos manteneros asalvo a no ser que escuchéis yobedezcáis todas las instruccionesde inmediato, sin preguntas. —Le

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devuelve la tablilla al soldadosonriente, da una palmada con susmanos regordetas y añade—:¿Alguna pregunta?

—Primero dice que no hagamospreguntas y después quiere saber sitenemos preguntas —susurraMegan.

—¡Excelente! —chilla elcomandante Bob—. ¡Vamos aprocesaros! Rojos, vuestro líder degrupo es el cabo Parker. Nada decorrer ni de empujar, pero no dejéisde moveros. No se puede salir de la

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fila y no se puede hablar; yacordaos de enseñar vuestro selloen la puerta. Vamos, gente. Cuantoantes os procesemos, antes podréisdormir un poco y desayunar. No osprometo la mejor comida delmundo, pero ¡hay de sobra!

El soldado baja los escalonescon pesadez. El autobús sebalancea con cada paso que da.Sammy empieza a levantarse, yMegan tira de él para que se sientede nuevo.

—¡No me dejes sola! —repite.

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—Pero soy un rojo —protestaSam.

Se siente mal por Megan, peroestá deseando salir. Es como sihubiese estado un siglo dentro deese autobús; además, cuanto antesvacíen los autobuses, antes podránvolver para recoger a papá y aCassie.

—No pasa nada, Megan —ledice tratando de consolarla—. Yahas oído a Parker: van a curar atodo el mundo.

El niño baja y se pone al final

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de la cola, con los otros rojos.Parker se ha puesto al pie de losescalones para comprobar lossellos.

—¡Eh! —grita el conductor, ySammy se vuelve justo a tiempo dever a Megan llegando al últimoescalón.

Se da contra el pecho de Parker,y grita cuando él la agarra de losbrazos, que no dejan de agitarse.

—¡Suéltame!El conductor la aparta de Parker

y la arrastra de nuevo escalones

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arriba mientras le sujeta un brazo ala espalda.

—¡Sammy! —grita—. ¡Sammy,no te vayas! ¡No los dejes...!

Entonces, las puertas se cierrany ahogan sus gritos. Sammy mira aParker, que le da una palmadita enel hombro para tranquilizarlo.

—No le pasará nada, Sam —leasegura el sanitario en voz baja—.Vamos.

De camino al hangar, la oyegritar detrás de la piel metálicaamarilla del autobús, por encima

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del gruñido gutural del motor, delsilbido de los frenos al soltarse.Grita como si se muriera, como sila torturaran. Entonces, Sammyentra en el hangar por una puertalateral y deja de oírla.

Justo al otro lado de la puerta,un soldado le entrega una tarjetacon el número cuarenta y nueveimpreso en ella.

—Ve al círculo rojo máscercano —le ordena el soldado—.Siéntate y espera a que digan tunúmero.

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—Ahora tengo que irme alhospital —dice Parker—. Tútranqui, campeón, y recuerda queahora todo irá bien. Aquí no haynada que pueda hacerte daño.

Le revuelve el pelo a Sammy, lepromete que lo volverá a ver prontoy choca los puños con él antes deirse.

Sammy se queda decepcionadoal comprobar que en el enormehangar no hay aviones. Nunca havisto un caza de cerca, aunque hapilotado uno de ellos mil veces

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desde la Llegada: mientras sumadre permanecía tumbada en elcuarto del otro extremo del pasillo,él estaba en la cabina de un FightingFalcon ascendiendo hasta el límitede la atmósfera a tres veces lavelocidad del sonido, camino de lanave nodriza alienígena. Porsupuesto, el casco gris de la naveestaba plagado de torretas ycañones de rayos, y su campo defuerza emitía un resplandor verdediabólico y espeluznante; sinembargo, ese campo de fuerza tenía

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un punto débil: un agujero tan solocinco centímetros más ancho que sucaza. Así que si acertaba en elpunto justo... Y no le quedaba másremedio que hacerlo, porque habíanderribado a todo su pelotón, solo lequedaba un misil y él, Sammy laVíbora Sullivan, era el único quequedaba para defender la Tierra dela horda alienígena.

En el suelo hay pintados tresgrandes círculos rojos. Sam se unea otros niños en el que está máscerca de la puerta y se sienta. No se

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quita de la cabeza los gritos deterror de Megan, sus enormes ojos,el brillo del sudor en su piel y elolor a enfermedad de su aliento.Cassie le había dicho que lasMolestas Hormigas ya se habíanacabado, que habían matado a todala gente que podían matar, porquealgunas personas, como Cassie,papá y él, y todos los del CampoPozo de Ceniza, no se contagiaban.Cassie le había dicho que eraninmunes.

Pero ¿y si Cassie se

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equivocaba? A lo mejor laenfermedad tardaba más en matar aalgunas personas. A lo mejor estámatando a Megan en estos precisosinstantes.

O, a lo mejor, los Otros hancreado una segunda plaga, una aúnpeor que las Hormigas, una quematará a todos los quesobrevivieron a la primera.

Se quita la idea de la cabeza.Desde la muerte de su madre, se leda muy bien apartar los malospensamientos.

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Hay más de cien niñosrepartidos entre los tres círculos,pero el hangar está muy silencioso.El chico que tiene sentado al ladoestá tan cansado que se tumba en elfrío hormigón, se acurrucahaciéndose un ovillo y se quedadormido. Es mayor que Sammy,puede que tenga diez u once años, yduerme con el pulgar bien metidoentre los labios.

Suena un timbre, y la voz de unaseñora brama por los altavoces,primero en inglés y después en

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español:—¡Bienvenidos a Campo Asilo,

niños! ¡Estamos encantados deveros a todos! Sabemos que estáiscansados, hambrientos y quealgunos no os sentís demasiadobien, pero, a partir de ahora, todosaldrá bien. Quedaos en vuestrocírculo y escuchad con atenciónhasta que digan vuestro número. Nosalgáis de vuestro círculo bajoninguna circunstancia. ¡Noqueremos perder a nadie!Permaneced en silencio y

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tranquilos, y ¡recordad que estamosaquí para cuidar de vosotros! Estáiscompletamente a salvo.

Poco después dicen el primernúmero. El niño se levanta de sucírculo rojo y un soldado loacompaña hasta una puerta roja, alotro extremo del hangar. El soldadole recoge la tarjeta y abre la puerta.El niño entra solo. El soldadocierra la puerta y regresa a supuesto junto a uno de los círculosrojos. En cada círculo hay dossoldados, ambos bien armados,

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pero sonrientes. Todos los soldadossonríen. No dejan de sonreír.

Uno a uno, llaman a los niñospor sus números. Los niñosabandonan sus círculos, atraviesanel hangar y desaparecen por lapuerta roja. No regresan.

Sammy tiene que esperar casiuna hora a que llegue su número. Haamanecido, y los rayos de sol seabren paso a través de las altasventanas y bañan el hangar en luzdorada. Está muy cansado, muertode hambre y un poco entumecido

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después de pasar tantas horassentado, pero se levanta de un saltocuando lo oye:

—¡Cuarenta y nueve! ¡Diríjasea la puerta roja, por favor! ¡Númerocuarenta y nueve!

Con las prisas, está a punto detropezar con el niño que duermejunto a él.

Una enfermera lo espera al otrolado de la puerta. Sabe que esenfermera porque lleva una bataverde y zapatillas de suela blanda,como Rachel, la enfermera que

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trabajaba en la consulta de sumédico. También tiene una sonrisacariñosa, como la enfermeraRachel, y le da la mano paraconducirlo a un cuartito. Hay unacesta rebosante de ropa sucia y, allado de una cortina blanca, variosganchos de los que cuelgan batas depapel.

—Vale, campeón, ¿cuántotiempo hace que no te bañas? —lepregunta la enfermera, que se ríe alver la cara de sorpresa de Sammy.

Después, la enfermera corre la

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cortina blanca para enseñarle unacabina de ducha.

—Hay que quitártelo todo yecharlo en la cesta. Sí, también laropa interior. Aquí queremos a losniños, pero ¡no queremos piojos nigarrapatas, ni nada que tenga másde dos piernas!

Aunque Sammy protesta, laenfermera insiste en ducharlo ellamisma. Él se queda con los brazoscruzados mientras ella le echa unchorro de champú apestoso en elpelo y le enjabona todo el cuerpo,

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de la cabeza a los pies.—Cierra los ojos con fuerza si

no quieres que te pique —lerecomienda la enfermera conamabilidad.

Le permite secarse solo ydespués le pide que se ponga una delas batas de papel.

—Entra por esa puerta de ahí—le dice, señalando la puerta delotro extremo de la habitación.

La bata le queda demasiadogrande y el borde de abajo learrastra por el suelo de camino a la

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siguiente habitación. Otra enfermerale está esperando. Es más rellenitaque la primera, mayor y no tanamable. Le pide a Sammy que sesuba a una báscula, anota su peso enuna tablilla portapapeles, junto consu número, y después le dice que sesuba a la mesa de reconocimiento.Le pone un disco metálico (como elque había usado Parker en elautobús) en la frente.

—Es para tomarte latemperatura —le explica.

—Lo sé, me lo dijo Parker. El

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rojo es normal.—Y, efectivamente, sale rojo

—dice la enfermera.A continuación, le toma el pulso

poniéndole los dedos en la muñeca.Los tiene muy fríos...

Sammy se estremece. Está unpoco asustado y se le ha puesto lapiel de gallina, porque la bata noabriga nada. Nunca le ha gustado iral médico, y le preocupa quequieran ponerle una inyección. Laenfermera se sienta frente a él y ledice que necesita hacerle unas

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preguntas. Se supone que debeescucharlas con atención yresponder con toda la sinceridadposible. Si no sabe la respuesta, nopasa nada. ¿Lo entiende?

¿Cuál es su nombre completo?¿Cuántos años tiene? ¿De dónde es?¿Tiene hermanos? ¿Están vivos?

—Cassie —responde Sammy—. Cassie está viva.

La enfermera escribe el nombrede Cassie.

—¿Cuántos años tiene Cassie?—Cassie tiene dieciséis años.

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Van a ir a recogerla —le explica ala enfermera.

—¿Quién?—Los soldados. Dijeron que no

había sitio para ella, pero que ibana volver a por ella y a por mi papá.

—¿Papá? Entonces, tu padretambién está vivo, ¿no? ¿Y tumadre?

Sammy sacude la cabeza y semuerde el labio inferior. Estátiritando. Hace mucho frío.Recuerda que había dos asientosvacíos en el autobús, el que tenía a

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su lado, donde se había sentadoParker un momento, y el que habíaal lado de Megan, que luego habíaocupado él.

—Dijeron que no había sitio enel autobús, pero sí que había —leespeta a la enfermera—. Papá yCassie podrían haber venido. ¿Porqué los soldados no los dejaronvenir?

—Porque vosotros sois nuestraprioridad, Samuel —responde laenfermera.

—Pero van a ir a por ellos,

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¿no?—Con el tiempo, sí.Más preguntas. ¿Cómo murió su

madre? ¿Qué pasó después?El bolígrafo de la enfermera

vuela por la hoja. La mujer selevanta y le da una palmadita en larodilla descubierta.

—No tengas miedo —le diceantes de irse—. Aquí estáscompletamente a salvo. —A Sammyle da la impresión de que su voz esmonótona, como si repitiera algoque ya ha dicho mil veces—.

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Quédate ahí sentado, el médicollegará en un minuto.

A Sammy le parece mucho másde un minuto. Se abraza el pechocon los finos brazos para intentarmantener el calor corporal. No dejade pasear la mirada, inquieta, por elcuartito. Un lavabo y un armario. Lasilla en la que se ha sentado laenfermera. Un taburete con ruedasen una esquina y, montada en eltecho, justo encima del taburete, unacámara que apunta con su ojo negroa la mesa de reconocimiento.

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Entonces vuelve la enfermera,seguida del médico. La doctoraPam es alta y delgada, justo locontrario que la enfermera, unamujer bajita y rolliza. Sammy setranquiliza de inmediato: esadoctora tan alta tiene algo que lerecuerda a su madre. A lo mejor essu forma de hablarle, mirándolo alos ojos, con esa voz cálida yamable. También tiene las manoscalientes. A diferencia de laenfermera, no se ha puesto guantespara tocarlo.

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La doctora hace lo que Sammyesperaba: las cosas de médicos alas que está acostumbrado. Le miralos ojos, los oídos y la garganta conuna luz. Lo ausculta con elestetoscopio. Le da restregonesdebajo de la mandíbula, aunque nodemasiado fuerte, mientras tarareaen voz baja.

—Túmbate boca arriba, Sam.Unos dedos firmes le aprietan la

barriga.—¿Te duele cuando hago esto?Le pide que se levante, que se

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incline, que se toque los dedos delos pies mientras ella le recorre lacolumna con las manos.

—Muy bien, campeón, vuelve asubirte a la mesa.

Él se sube rápidamente en lasábana de papel arrugado con lasensación de que la visita está apunto de acabar. No habráinyección. A lo mejor le pincha eldedo, cosa que no tiene gracia, peroal menos no habrá inyección.

—Extiende la mano, por favor.La doctora Pam le coloca un

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diminuto tubo gris en la palma de lamano; es más o menos del tamañode un grano de arroz.

—¿Sabes qué es esto? Se llamamicrochip. ¿Has tenido mascota,Sammy? ¿Un perro o un gato?

No, su padre es alérgico. PeroSammy siempre quiso tener unperro.

—Bueno, pues algunos dueñosles ponen a sus mascotas undispositivo muy parecido a este porsi huyen o se pierden. Eso sí, estees un poco distinto, ya que emite

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una señal que nosotros podemosseguir.

Según le explica la doctora, seintroduce bajo la piel y, esté dondeesté Sammy, ellos lo encontrarán.Solo por si pasa algo. El CampoAsilo es muy seguro, pero hace solounos meses todo el mundo creíaestar a salvo de un ataquealienígena, así que ahora hay ir concuidado, hay que tomar todas lasprecauciones...

Sammy ha dejado de prestaratención en cuanto ha oído las

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palabras «bajo la piel». ¿Van ainyectarle ese tubo gris? El miedoempieza a roerle de nuevo elcorazón.

—No te dolerá —dice ladoctora al notar que empieza aasustarse—. Primero te pondremosuna pequeña inyección, paraadormecerla, y después solotendrás la zona irritada durante unpar de días.

La doctora es muy amable.Sammy se da cuenta de quecomprende lo mucho que odia las

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inyecciones y de que no lo haceporque quiera, sino porque debe. Ladoctora Pam le enseña la aguja queusará para anestesiarlo. Esdiminuta, tan fina como un pelohumano. Como la picadura de unmosquito, le asegura la doctora.Eso no es tan malo: le han picadomosquitos muchas veces. Y ladoctora Pam le promete que no lonotará cuando le introduzca el tubogris. Después de la inyección nosentirá nada.

Sammy se tumba boca abajo y

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mete la cara en el hueco del codo.En la habitación hace frío, y elalgodón con alcohol que le pasa porla nuca lo hace tiritar aún más. Laenfermera le pide que se relaje.

—Cuanto más te tenses, más sete irritará —le dice.

Él intenta pensar en algo bonito,algo que le quite de la cabeza loque está a punto de suceder. Ve elrostro de Cassie en su cabeza y sesorprende. Esperaba ver el rostrode su madre.

Cassie sonríe. Él le devuelve la

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sonrisa, con la cara escondida en elbrazo. Un mosquito que debe detener el tamaño de un pájaro le picacon fuerza en la nuca. No se mueve,aunque gime en voz baja contra lapiel de su brazo. Todo acaba enmenos de un minuto.

El número cuarenta y nueve yaestá bajo vigilancia.

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Después de vendarle el punto deinserción, la doctora anota algo ensu historial, se lo pasa a laenfermera y le dice a Sammy que yasolo queda una prueba.

Sammy la sigue a la habitaciónde al lado. Es mucho más pequeñaque la sala de reconocimiento, pocomayor que un armario. En el centrohay un sillón que le recuerda al desu dentista: estrecho, de respaldo

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alto y con finos reposabrazos a loslados.

La doctora le pide que se siente.—Recuéstate; la cabeza

también, eso es. Relájate.Ñiiic. El respaldo del sillón se

baja y la parte delantera se eleva,subiéndole las piernas hasta queestá prácticamente tumbado. Ladoctora se acerca, sonriente.

—Bien, Sam. Has tenido muchapaciencia con nosotros, y este es elúltimo examen, lo prometo. No setarda mucho y no duele, aunque a

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veces puede ser un poco... intenso.Es para probar el implante queacabamos de ponerte, paraasegurarnos de que funciona bien.Dura unos cuantos minutos y tienesque permanecer muy, muy quieto.Eso puede resultar difícil, ¿verdad?No debes agitarte, ni moverte, nisiquiera rascarte la nariz, porqueeso estropearía la prueba. ¿Creesque podrás hacerlo?

Sammy asiente con la cabeza.Le está devolviendo la sonrisa a ladoctora.

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—Ya he jugado antes a «piesquietos» —le asegura—. Se me damuy bien.

—¡Estupendo! Pero, por siacaso, voy a ponerte estas correasen las muñecas y en los tobillos. Nolas apretaré mucho: es solo por siempieza a picarte la nariz. Lascorreas te recordarán que no puedesmoverte. ¿Te parece bien?

Sammy vuelve a asentir.—Vale —dice la doctora

después de sujetarlo con las correas—, ahora voy a colocarme al lado

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del ordenador. El ordenadorenviará una señal para calibrar eltranspondedor, y el transpondedorenviará una señal de respuesta.Solo se tarda unos segundos,aunque puede que te parezca más.De hecho, puede que te parezcamucho más. Cada personareacciona de una forma distinta.¿Listo para intentarlo?

—Vale.—¡Bien! Cierra los ojos.

Mantenlos cerrados hasta que tediga que puedes abrirlos. Respira

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profundamente. Allá vamos. Ahora,mantén los ojos cerrados. Cuentoatrás desde tres..., dos..., uno...

Una bola de fuego cegadoraestalla dentro de la cabeza deSammy Sullivan. Su cuerpo setensa; las piernas tiran de lascorreas; los diminutos dedos secierran en torno a los reposabrazos.Oye la tranquilizadora voz de ladoctora al otro lado de la luzcegadora. Le dice:

—No pasa nada, Sammy, notengas miedo. Solo unos segundos

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más, lo prometo...Ve su cuna. Y allí está Oso,

tumbado a su lado, en la cuna, ytambién está el móvil de estrellas yplanetas que da vueltaslánguidamente sobre su cama. Ve asu madre inclinándose sobre él conuna cucharada de medicina ydiciéndole que se la tome. Ahí estáCassie en el patio. Es verano, y élcamina con dificultad, con elbragapañal puesto, y Cassie lanzael agua de la manguera hacia arriba,muy alto, de modo que un arcoíris

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surge de la nada. Su hermana muevela manguera adelante y atrás, y seríe mientras él persigue el arcoíris,los colores fugaces e inaprensiblesque son como astillas de luzdorada. «¡Atrapa el arcoíris,Sammy! ¡Atrapa el arcoíris!».

Las imágenes y los recuerdosmanan de él como agua que correhacia un desagüe. En menos denoventa segundos, toda la vida deSammy sale de él en tromba y entraen el ordenador central: unaavalancha de tacto, olfato, gusto y

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oído que acaba desvaneciéndose enla blanca nada. Su mente queda aldesnudo en esa blancura cegadora;todo lo que ha experimentado, todolo que recuerda e incluso aquellascosas que no puede recordar; todolo que compone la personalidad deSammy Sullivan es extraído,clasificado y transmitido por eldispositivo de la nuca al ordenadorde la doctora Pam.

Ya se ha trazado el mapa delnúmero cuarenta y nueve.

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La doctora Pam desabrocha lascorreas y lo ayuda a bajar delsillón. A Sammy le ceden lasrodillas. Ella le sostiene los brazospara evitar que caiga. Sammy tienearcadas y vomita en el sueloblanco. Mire adonde mire, vemanchas negras que se retuercen yrebotan. La enfermera grandota yseria lo lleva de vuelta a la sala dereconocimiento, lo sube a la mesa,

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le dice que no pasa nada y lepregunta si quiere que le lleve algo.

—¡Quiero a mi oso! —grita él—. ¡Quiero a mi papá, a mi Cassie,y quiero irme a casa!

La doctora Pam aparece detrásde él, y su cálida mirada le dejaclaro que lo entiende. Ella sabecómo se siente. La doctora le diceque es muy valiente, que ha sidomuy valiente y listo, y que ha tenidomucha suerte de llegar hasta aquí.Ha pasado el último examen connota. Está sano como una manzana y

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completamente a salvo. Lo peor yaha pasado.

—Eso es lo que decía mi padrecada vez que ocurría algo malo, ysiempre acababa sucediendo algopeor —responde Sammy,reprimiendo las lágrimas.

Le llevan un mono blanco paraque se lo ponga. Le recuerda altraje de un piloto de caza, concremallera delante y una telaresbaladiza. Le queda demasiadogrande: las mangas le tapan lasmanos.

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—¿Sabes por qué eres tanimportante para nosotros, Sammy?—pregunta la doctora Pam—.Porque eres el futuro. Sin ti y sintodos esos otros niños, notendremos ninguna oportunidadcontra ellos. Por eso os hemosbuscado y os hemos traído aquí, ypor eso hacemos todo esto. Yasabes algunas de las cosas que noshan hecho, y son terribles. Cosasterribles y horrorosas, pero eso noes lo peor, no es lo único que hanhecho.

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—¿Qué más han hecho? —susurra Sammy.

—¿De verdad quieres saberlo?Puedo enseñártelo, pero solo siquieres saberlo.

En el cuarto blanco acaba derevivir la muerte de su madre, havuelto a sentir el olor a cobre de susangre, ha visto a su padrelavándose las manos manchadascon esa sangre. Sin embargo, segúnla doctora, eso no es lo peor quehan hecho los Otros. ¿De verdadquiere saberlo?

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—Quiero saberlo —responde.La doctora levanta el disquito

plateado que la enfermera hautilizado para tomarle latemperatura, el mismo dispositivoque Parker había apretado contra lafrente de Megan y la suya en elautobús.

—Esto no es un termómetro,Sammy —dice la doctora Pam—.Detecta una cosa, pero no es tutemperatura. Nos dice quién eres.O, mejor dicho, nos dice qué eres.Dime una cosa, Sam, ¿has visto ya a

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alguno de ellos? ¿Has visto a unalienígena?

Sammy niega con la cabeza.Tiembla bajo el mono blanco. Estáhecho un ovillo en la pequeña salade reconocimiento. Con elestómago revuelto, la cabeza comoun bombo, débil por culpa delhambre y el cansancio. Algo en suinterior quiere que la doctora pare yestá a punto de gritar: «¡Pare! ¡Noquiero saberlo!». Sin embargo, semuerde el labio. No quiere saberlo,pero tiene que saberlo.

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—Siento mucho informarte deque sí que has visto uno —dice ladoctora en un tono de voz amable ytriste—. Todos lo hemos visto.Desde la Llegada hemos estadoesperando a que vengan, pero locierto es que llevan aquí muchotiempo, delante de nuestras narices.

Sammy sacude la cabeza una yotra vez: la doctora Pam seequivoca. Él no ha visto a ninguno.Se pasó horas escuchando a supadre especular sobre su aspecto.Le oyó decir que tal vez nunca

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averiguaría cómo eran. No habíanrecibido ningún mensaje suyo, nohabían aterrizado, no había ni rastrode su existencia, salvo por la navenodriza verde grisáceo que estabaen órbita y los teledirigidos. ¿Cómopodía decir la doctora Pam que élhabía visto a uno?

Ella le ofrece la mano.—Si quieres verlo, te lo puedo

enseñar.

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Ben Parish ha muerto.No lo echo de menos. Ben era

un gallina, un llorica y un bebé.No como Zombi.Zombi es todo lo que Ben no

era. Zombi es duro. Zombi es lacaña. Zombi es frío como el acero.

Zombi nació la mañana que salíde la unidad de convalecencia.Cambié la fina bata por un monoazul. Me asignaron un catre en el

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Barracón 10. Me puse en formagracias a las tres comidas al día y aun entrenamiento físico brutal, pero,sobre todo, gracias a Reznik, elinstructor militar que es jefe delregimiento, el hombre que hizopedazos a Ben Parish y loreconstruyó, transformándolo en ladespiadada máquina zombi asesinaque es hoy.

No me malinterpretéis, Reznikes un cabrón cruel, insensible ysádico, y todas las noches me quedodormido fantaseando con que lo

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mato de distintas formas. Desde elprimer día, su misión ha sido hacerde mi vida un infierno, ¡y vaya si loha conseguido! Me ha abofeteado,molido a puñetazos, pateado yescupido. Me ha ridiculizado, se haburlado de mí y me ha gritado hastaque me pitaban los oídos. Meobligó a pasar varias horas bajo lalluvia helada, a frotar todo el suelode los barracones con un cepillo dedientes, a desmontar y montar mifusil hasta que me sangraron losdedos, a correr hasta que las

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piernas se me volvieron degelatina... Ya os hacéis una idea.

Pero yo no lo entendía. Alprincipio, no. ¿Me entrenaba paraser un soldado o intentabamatarme? Estaba bastante seguro deque era lo segundo. Después me dicuenta de que eran ambas cosas: meestaba entrenando para sersoldado... y para ello intentabamatarme.

Os daré un ejemplo. Con unobastará.

Gimnasia matutina para todos

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los pelotones del regimiento, másde trescientos soldados, y Reznikdecide que es el momento oportunopara humillarme en público. Seagacha a mi lado con las piernasabiertas y las manos en las rodillas,y acerca su cara picada de viruela ala mía cuando bajo para hacer laflexión número setenta y nueve.

—Soldado Zombi, ¿tuvo tumadre algún hijo que sobreviviera?

—¡Señor, sí, señor!—¡Seguro que cuando naciste te

echó un vistazo e intentó meterte

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otra vez dentro!Me pisa el culo con el tacón de

la bota para obligarme a bajar. Losmiembros de mi pelotón hacemosflexiones con los nudillos sobre elcamino de asfalto que rodea elpatio, porque la tierra estácongelada y el asfalto absorbe lasangre; no te resbalas tanto. Quiereque falle antes de llegar a las cien.Empujo contra su bota: no piensovolver a empezar de cero, nodelante de todo el regimiento. Notoque mis compañeros reclutas me

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miran. Esperan mi inevitabledesplome. Esperan que ganeReznik. Reznik siempre gana.

—Soldado Zombi, ¿cree quesoy cruel?

—¡Señor, no, señor!Me arden los músculos y tengo

los nudillos en carne viva. Herecuperado mi peso, pero ¿qué haydel coraje?

Ochenta y ocho. Ochenta ynueve. Casi está.

—¿Me odias?—¡Señor, no, señor!

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Noventa y tres. Noventa ycuatro. En el pelotón, alguiensusurra:

—¿Quién es ese tío?Y otra persona, una voz de

chica, dice:—Se llama Zombi.—¿Eres un asesino, soldado

Zombi?—¡Señor, sí, señor!—¿Comes sesos de alienígena

para desayunar?—¡Señor, sí, señor!Noventa y cinco. Noventa y

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seis. Silencio sepulcral en el patio.No soy el único recluta que odia aReznik. Uno de estos días, alguienlo vencerá con sus propias armas,eso es lo que se espera, eso es loque deseo mientras lucho por llegara las cien.

—¡Y una mierda! He oído queeres un cobarde. He oído que huyesde las peleas.

—¡Señor, no, señor!Noventa y siete. Noventa y

ocho. Dos más y he ganado. Oigo ala misma chica (debe de estar

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cerca) susurrar:—Vamos.Al llegar a la flexión noventa y

nueve, Reznik me empuja con eltalón. Caigo sobre el pecho, pego lamejilla en el asfalto, y ahí está sucara hinchada y sus pálidos ojosdiminutos, a un par de centímetrosde los míos.

Noventa y nueve. El muycabrón.

—Soldado Zombi, eres unadesgracia para tu especie. Heescupido salivazos más duros que

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tú. Al verte empiezo a pensar que elenemigo tenía razón sobre la razahumana. ¡Lo mejor sería picartepara hacer pienso y que te cague uncerdo! Bueno, ¿qué esperas, sacode vómito regurgitado? ¿Unapuñetera invitación?

Muevo la cabeza a un lado. «Noestaría mal una invitación, gracias,señor». Veo a una chica, más omenos de mi edad, de pie junto a supelotón, con los brazos cruzadossobre el pecho, sacudiendo lacabeza mientras me mira. «Pobre

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Zombi». No sonríe. Ojos oscuros,pelo oscuro, piel tan clara queparece brillar a la primera luz deldía. Tengo la sensación deconocerla de algo, pero, por lo querecuerdo, es la primera vez que laveo. Hay cientos de críosentrenándose para la guerra, y todoslos días llegan otros tantos: les danmonos azules, se les asignanescuadrones y los meten en losbarracones abarrotados que rodeanel patio. Pero ella tiene una de esascaras que no se olvidan.

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—¡Arriba, gusano! Levántate yhaz otras cien. ¡Cien más o te juropor Dios que te arrancaré los ojos ylos colgaré de mi espejo retrovisorcomo si fueran dados de peluche!

Estoy exhausto. Creo que no mequedan fuerzas ni para una flexiónmás. A Reznik le importa unamierda lo que yo crea. Esa es otracosa que he tardado en comprender:no solo no les importa lo quepiense, sino que no quieren quepiense.

Tiene la cara tan cerca de la

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mía que le huelo el aliento. Huele amenta.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Estáscansado? ¿Es tu hora de la siesta?

¿Me queda energía para unaflexión más? Si al menos hago una,no seré un perdedor. Aprieto lafrente contra el asfalto y cierro losojos. Existe un lugar al que voy, unespacio que encontré dentro de mídespués de que el comandanteVosch me enseñara la batalla final,un refugio de silencio absoluto queno se ve afectado por la fatiga, ni

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por la desesperación, ni por larabia, ni por nada que haya traídoconsigo el Gran Ojo Verde delCielo. En ese lugar no tengonombre. No soy Ben, ni Zombi:simplemente soy. Completo,intocable, intacto. La últimapersona viva del universo con todoel potencial humano en su interior,incluido el que consigue que el tíomás gilipollas del planeta haga unaúltima flexión. Y la hago.

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Tampoco es que yo tenga nadaespecial.

Reznik es un sádico que cree enla igualdad de oportunidades. Trataa los otros seis reclutas del Pelotón53 con la misma indecencia salvaje.Picapiedra, que es de mi edad,cejijunto y con una cabeza enorme;Tanque, el granjero delgaducho eirascible; Dumbo, el crío de doceaños con grandes orejas y una

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sonrisa fácil que desapareciórápidamente durante la primerasemana de instrucción; Bizcocho, unniño de ocho años que no hablanunca, pero que nos supera a todoscon el fusil; Umpa, el muchachoregordete de dientes torcidos quellega tarde a todos losentrenamientos, pero que siemprees el primero en la cola del rancho;y, por fin, la más pequeña, Tacita,la niña de siete años más salvajeque se pueda imaginar, la másentusiasta del grupo, la que adora el

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suelo que pisa Reznik, por muchoque él le grite o la patee.

No conozco sus nombres reales.No hablamos de quiénes éramos, decómo llegamos al campo ni de quéles pasó a nuestras familias. Todoeso da igual. Como Ben Parish,esos tíos (los que existían antes dePicapiedra, Tanque, Dumbo, etc.)están muertos. Etiquetados yembolsados, y ahora nosotrossomos la última esperanza para lahumanidad, su mejor esperanza;somos vino nuevo en odres viejos.

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Forjamos nuestros vínculos a travésdel odio, el odio a los infestados ya sus amos alienígenas, claro, perotambién el odio encarnizado,inflexible y puro por el sargentoReznik, un sentimiento agudizadopor el hecho de que jamás podemosexpresarlo.

Y entonces asignaron a un niñollamado Frijol al Barracón 10, yuno de nosotros, un idiota, no pudocontenerse más y dejó que estallaratoda la furia reprimida.

Os daré una oportunidad para

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que adivinéis quién fue el idiota.No me lo podía creer cuando vi

aparecer al niño al pasar lista.Cinco años, como mucho, perdidodentro de su mono blanco,temblando por culpa del aire fríodel patio, con cara de tener ganasde vomitar, obviamente, muerto demiedo. Y ahí que llegó Reznik, conel sombrero bien calado sobre losojillos, las botas relucientes comoespejos y la voz siempre ronca detanto gritar, y puso su cara pálidapicada de viruela a pocos

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centímetros de la del pobre crío.No sé cómo el mequetrefe no seensució los pantalones.

Reznik siempre empieza en vozbaja y suave, y va subiendo de tonohasta que alcanza el gran final, paraasí engañarte y hacerte pensar quepodría ser un ser humano deverdad.

—Bueno, ¿qué tenemos aquí?¿Qué nos han enviado desde elreparto central? ¿Es un hobbit?¿Eres una criatura mágica de unreino de cuento que ha venido para

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encantarme con su magia oscura?Reznik no había hecho más que

empezar, y el niño ya estabaconteniendo las lágrimas. Reciénsalido del autobús después de pasarpor Dios sabe qué en el exterior, yllega este tío loco de mediana edada machacarlo. Me pregunto cómodebía de ver a Reznik... y al restodel demencial Campo Asilo. Yotodavía intento asimilarlo y soybastante mayor que él.

—Oh, qué mono. Precioso,¡creo que voy a llorar! Dios mío,

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¡he comido frijoles con salsapicante que eran más grandes quetú!

Subía el volumen a medida quese acercaba a la cara del niño. Y elniño lo soportabasorprendentemente bien, dabarespingos, miraba a un lado y aotro, pero, a pesar de que debía deestar pensando en salir corriendopor el patio, en correr hastaquedarse sin aliento, no se movía niun centímetro.

—¿Cuál es tu historia, soldado

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Frijol? ¿Has perdido a tu mami?¿Quieres irte a casa? ¡Ya sé!Cerremos los ojos, pidamos undeseo, ¡y a lo mejor mamá vuelve ynos lleva a todos a casa! ¿A queestaría bien, soldado Frijol?

Y el niño asintió con ganas,como si Reznik le hubiese hecho lapregunta que estaba esperandoescuchar. ¡Por fin alguien loentendía! Verlo perderse con susgrandes ojos de osito de peluche enlos ojillos negros del sargentoinstructor... bastaba para romperle

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el corazón a cualquiera. Bastabapara hacerte gritar.

Pero no se grita. Hay quequedarse quieto, mirando haciadelante, con las manos a loscostados, el pecho fuera, el corazónroto, mirando con el rabillo del ojomientras algo se te desata dentro, sedesenrolla como una serpiente decascabel al atacar. Algo que te hasido guardando dentro a medida quela presión ha ido aumentando. Nosabes cuándo va a estallar, nopuedes predecirlo y, cuando

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sucede, eres incapaz de hacer nadapara detenerlo.

—¡Déjelo en paz!Reznik se volvió sobre sus

talones. Nadie hizo ni un ruido,aunque se percibían los gritosahogados. En el otro extremo de lafila, Picapiedra abrió mucho losojos: no se creía lo que yo acababade hacer. Yo tampoco.

—¿Quién ha dicho eso? ¿Cuálde vosotros, gusanos comemierda,acaba de firmar su sentencia demuerte?

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Se paseaba por la fila con lacara roja de furia, las manosapretadas en puños y los nudillosblancos.

—Nadie, ¿eh? Bueno, voy aponerme de rodillas y a cubrirme lacabeza, ¡porque Dios, NuestroSeñor, acaba de hablarme desde lasalturas!

Se detuvo delante de Tanque,que, aunque estábamos a cuatrogrados, sudaba a través del mono.

—¿Has sido tú, caraculo? ¡Tearrancaré los brazos!

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Echó el puño atrás paragolpearlo en la entrepierna.

El momento del idiota.—¡Señor, he sido yo, señor! —

grité.Esta vez, el giro de 180 grados

de Reznik fue a cámara lenta. Tardómil años en llegar hasta mí. A lolejos, el graznido ronco de uncuervo. Eso era lo único que oía.

No se detuvo frente de mí, sinosimplemente en mi campo visual, yeso no indicaba nada bueno. Nopodía volverme hacia él. Debía

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seguir mirando hacia delante. Y lopeor era que no le veía las manos;no sabría cuándo ni dónde megolpearía, y, por tanto, tampococuándo prepararme para ello.

—Vaya, parece que ahora es elsoldado Zombi el que da lasórdenes —dijo Reznik en una voztan baja que apenas se le oía—. Elsoldado Zombi es el puto guardiánentre el centeno del Pelotóncincuenta y tres. Soldado Zombi,creo que estoy colado por ti. Se medoblan las rodillas cuando te veo.

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Haces que odie a mi madre porhaberme parido hombre, porqueahora no podré tener hijos contigo.

¿Dónde aterrizaría el golpe?¿En las rodillas? ¿En laentrepierna? Seguramente en elestómago, Reznik sentía debilidadpor los estómagos.

No, fue un golpe a la nuez conel lateral de la mano. Trastabilléhacia atrás, intentando mantenermeen pie y no despegar las manos delos costados, no darle lasatisfacción ni la excusa para que

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volviera a golpearme. El patio y losbarracones zumbaron, después sesacudieron y se difuminaronligeramente cuando se me llenaronlos ojos de lágrimas... Lágrimas dedolor, claro, pero también de algomás.

—Señor, solo es un niño, señor—dije, medio ahogado.

—¡Soldado Zombi, tienes dossegundos, exactamente dossegundos, para cerrar esaalcantarilla que te sirve de boca!¡De lo contrario incineraré tu culo

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con el resto de los alienígenasinfestados hijos de puta!

Respiró profundamente y sepreparó para la siguiente descargaverbal. Como yo ya había perdidodel todo la cabeza, abrí la boca ydejé salir las palabras. Serésincero: parte de mí se sentíaaliviada y notaba algo que separecía mucho a la alegría. Mehabía guardado dentro el odiodurante demasiado tiempo.

—¡Entonces, el instructor jefedebería hacerlo, señor! ¡Al soldado

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le da igual, señor! Pero... Pero dejeen paz al crío.

Silencio absoluto. Hasta elcuervo dejó de armar jaleo. El restodel pelotón ni siquiera respiraba.Sabía lo que pensaban: todoshabíamos oído la historia delrecluta bocazas y el «accidente» enla pista de obstáculos tras el quehabía acabado tres semanasingresado en el hospital. Y la otrahistoria, la de un silencioso niño dediez años al que encontraroncolgado de un alargador en las

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duchas. Suicidio, según el médico.Mucha gente no estaba tan segura.

Reznik no se movió.—Soldado Zombi, ¿quién es su

líder de pelotón?—¡Señor, el líder de pelotón

del soldado es el soldadoPicapiedra, señor!

—¡Soldado Picapiedra, un pasoal frente! —ladró Reznik.

Picapiedra obedeció y secuadró. La ceja le temblaba por latensión.

—Soldado Picapiedra, está

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despedido. El soldado Zombi seráel nuevo líder de pelotón. Elsoldado Zombi es ignorante y feo,pero no es blando. —Noté los ojosde Reznik taladrándome la cara—.Soldado Zombi, ¿qué le pasó a tuhermana pequeña?

Parpadeé. Dos veces. Intentabano mostrar ninguna emoción.Aunque se me rompió un poco lavoz cuando respondí.

—¡Señor, la hermana delsoldado está muerta, señor!

—¡Porque huiste como un

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gallina de mierda!—¡Señor, el soldado huyó como

un gallina de mierda, señor!—Pero no volverás a huir,

¿verdad, soldado Zombi?—¡Señor, no, señor!Dio un paso atrás. Una

expresión le cruzó rápidamente elrostro, una expresión que no lehabía visto nunca. Por supuesto, nopodía ser eso, pero se parecíamucho al respeto.

—Soldado Frijol, ¡un paso alfrente!

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El nuevo no se movió hasta queBizcocho le presionó la espaldacon la punta del dedo. No lloraba.No quería hacerlo. Intentabareprimir las lágrimas, pero, Diosbendito, ¿qué crío pequeño noestaría llorando a esas alturas? Tuantigua vida te vomita y ¿acabasaquí?

—Soldado Frijol, el soldadoZombi es tu líder de pelotón, y vasa dormir a su lado. Aprenderás deél. Te enseñará a caminar. Teenseñará a hablar. Te enseñará a

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pensar. Será el hermano mayor queno has tenido nunca. ¿Me entiendes,soldado Frijol?

—¡Señor, sí, señor!Respondió con una vocecilla

aguda y chillona, pero habíacaptado las reglas a la primera.

Y así es como empezó.

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Así es un día típico en la atípicarealidad del Campo Asilo.

5:00 A.M.: Toque de diana ylavarse. Vestirse y ordenar loscatres para la inspección.

5:10 A.M.: Formar. Reznikinspecciona los barracones.Encuentra una arruga en las sábanasde alguien. Grita durante veinteminutos. Después elige a otrorecluta al azar y grita durante otros

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veinte minutos más sin razónaparente. Luego, tres vueltasalrededor del patio, helándonos elculo, mientras yo meto prisa aUmpa y a Frijol para que sigan elritmo; de lo contrario, me tocacorrer otra vuelta por ser el último.El suelo helado bajo las botas. Elaliento escarchándose en el aire.Las columnas gemelas de humonegro de la central eléctricaelevándose hacia el cielo más alládel aeródromo y el estruendo de losautobuses que llegan a la puerta

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principal.6:30 A.M.: Rancho en un

comedor atestado que huele un pocoa leche agria, lo que me recuerda ala plaga y al hecho de que hubo unavez en que solo pensaba en trescosas: coches, fútbol americano ychicas, por ese orden. Ayudo aFrijol con su bandeja y le metoprisa para que coma, porque, si nolo hace, el campo de entrenamientolo matará. Esas son mis palabrasexactas: «El campo deentrenamiento te matará». Tanque y

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Picapiedra se ríen de mí por cuidarde Frijol como si fuera su madre.Ya me llaman la niñera de Frijol.Que les den. Después del rancho,echamos un vistazo al tablero depuntuaciones. Todas las mañanasanuncian las clasificaciones del díaanterior en un gran tablero que estájunto a las puertas de entrada alcomedor. Puntos por puntería.Puntos por los mejores tiempos enla pista de obstáculos, lossimulacros de ataque aéreo y lascarreras de tres kilómetros. Los

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cuatro primeros pelotones segraduarán cuando acabe noviembre,así que la competición es feroz.Nuestro pelotón lleva semanasatascado en el décimo puesto. Eldécimo no está mal, pero no es lobastante bueno.

7:30 A.M.: Instrucción. Armas.Combate cuerpo a cuerpo. Tácticasbásicas de supervivencia en lanaturaleza. Tácticas básicas desupervivencia en la ciudad.Reconocimiento. Comunicaciones.Mis favoritas son las tácticas de

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supervivencia. Esa memorablesesión en la que nos obligaron abeber nuestra propia orina.

12:00 P.M.: Rancho demediodía. Una carne misteriosaentre dos cortezas de pan duro.Dumbo, cuyo mal gusto es tangrande como sus orejas, suelta labroma de que no están incinerandocadáveres infestados, sinopicándolos para alimentar a lastropas. Tengo que quitarle a Tacitade encima para que no le aplaste lacabeza con una bandeja. Frijol se

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queda mirando su hamburguesacomo si fuera a saltar del plato paramorderle la cara. Gracias, Dumbo.Con lo escuchimizado que está elcrío, solo le faltaba eso.

1:00 P.M.: Más instrucción.Sobre todo, en el campo de tiro. AFrijol le dan un palo a modo defusil y dispara balas de mentiramientras nosotros apuntamos asiluetas de tamaño real decontrachapado y les disparamos conbalas de verdad. El ruido de losM16. El rechinar del contrachapado

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al hacerse pedazos. Bizcocho tieneuna puntuación perfecta; yo soy elpeor del pelotón. Me imagino quela silueta es Reznik con laesperanza de mejorar mi puntería.No funciona.

5:00 P.M.: Rancho de la cena.Carne en lata, guisantes en lata,fruta en lata. Frijol mueve lacomida en el plato y se echa allorar. El pelotón me mira conrabia. Frijol es mi responsabilidad.Si nos la cargamos con Reznik porconducta inapropiada, nos iremos al

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infierno, yo el primero: aumentaráel número de flexiones, disminuirála cantidad de las raciones y puedeque incluso nos quiten puntos. Loúnico que importa es superar lainiciación con los puntos suficientespara graduarnos, salir al terreno,librarnos de Reznik. Al otro lado dela mesa, Picapiedra me lanza unamirada asesina por debajo de suúnica ceja. Está cabreado conFrijol, pero aún lo está másconmigo por haberle quitado elpuesto, aunque no fui yo el que

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pidió ser el líder del pelotón.Después de aquello se me acercó yme dijo: «Me da igual lo que seasahora, llegaré a sargento cuandonos graduemos». Y yo respondíalgo así como: «Bien dicho,Picapiedra». La idea de que yoacabe dirigiendo una unidad encombate es ridícula. Mientras tanto,no consigo calmar a Frijol deninguna forma. No deja de hablarde su hermana, de que le prometióque iría a buscarlo. Me preguntopor qué el comandante metería en

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nuestra unidad a un niño pequeñoque ni siquiera puede levantar unfusil. Si El País de las Maravillascribaba a los mejores guerreros,¿qué clase de perfil habría dadoeste crío?

6:00 P.M.: Preguntas yrespuestas con el instructor en losbarracones, mi momento favoritodel día, ya que puedo disfrutar deuna agradable conversación con lapersona que más me gusta delmundo. Después de informarnos deque no somos más que un montón

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inservible de heces secas de rata,Reznik abre el turno de preguntas ydudas.

Casi todas nuestras preguntastienen que ver con la competición:reglas, procedimientos en caso deempate, rumores sobre las trampasque ha hecho tal o cual pelotón.

Solo pensamos en conseguirclasificarnos. La clasificaciónimplica actividad, una lucha real,una manera de demostrar a los quemurieron que no habíamossobrevivido en vano.

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Otros temas: el estado de laoperación de rescate y criba(nombre en clave: Pastorcita. No esbroma). ¿Qué noticias nos llegandel exterior? ¿Cuándo nosocultaremos en el búnkersubterráneo a tiempo completo?Porque, obviamente, el enemigopuede ver lo que hacemos aquí y escuestión de tiempo que nosvaporice. Siempre obtenemos larespuesta estándar: el comandanteVosch sabe lo que hace. Nuestrotrabajo no es preocuparnos de

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estrategia y logística, sino matar alenemigo.

8:30 P.M.: Tiempo libre. Porfin sin Reznik. Lavamos los monos,sacamos brillo a las botas,fregamos el suelo de los barraconesy las letrinas, limpiamos los fusiles,nos pasamos revistas guarras eintercambiamos otros objetos decontrabando, como caramelos ychicles. Jugamos a las cartas, nostomamos el pelo y nos quejamos deReznik. Cotilleamos sobre losrumores del día, nos contamos

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chistes malos y luchamos contra elsilencio del interior de nuestrascabezas, ese lugar en que losinterminables gritos mudos selevantan como el aire caliente sobreun río de lava. Al final siempresurge alguna pelea que se detienejusto antes de llegar a las manos.Nos come por dentro. Sabemosdemasiado. No sabemos losuficiente. ¿Por qué todo nuestroregimiento está compuesto por críoscomo nosotros y no hay nadiemayor de diecisiete años? ¿Qué ha

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pasado con todos los adultos? ¿Selos llevan a otra parte? Y, si es así,¿adónde y por qué? ¿Son losinfestados la última ola o quedaotra por venir, una quinta ola juntoa la que las otras parecerán unjuego de niños? Pensar en unaquinta ola acaba con lasconversaciones.

9:30 P.M.: Se apagan las luces.Hora de tumbarse en la cama ypensar en más formas creativas deacabar con el sargento Reznik. Alcabo de un rato me canso de eso y

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me pongo a pensar en las chicas conlas que he salido y a clasificarlasen distintas categorías. Las queestaban más buenas. Las más listas.Las más divertidas. Las rubias. Lasmorenas. Hasta dónde llegué conellas. Empiezan a fundirse en unaúnica chica, La Chica Que Ya noExiste, y, en sus ojos, Ben Parish, eldios de los pasillos del instituto,vuelve a vivir. Saco el medallón deSissy del escondite bajo mi colchóny me lo llevo al pecho. Se acabó laculpa, se acabó la pena. Convertiré

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toda la lástima que siento por mí enodio. Mi culpa, en astucia. Mitristeza, en espíritu de venganza.

—¿Zombi?Es Frijol, que duerme en el

catre de al lado.—No se habla cuando se

apagan las luces —le susurro.—No puedo dormir.—Cierra los ojos y piensa en

algo bonito.—¿Podemos rezar? ¿Va contra

las normas?—Claro que puedes rezar, pero

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no en voz alta.Lo oigo respirar, oigo el crujido

de la estructura metálica cuando davueltas en la cama.

—Cassie siempre rezabaconmigo —confiesa.

—¿Quién es Cassie?—Ya te lo dije.—Se me ha olvidado.—Cassie es mi hermana. Va a

venir a buscarme.—Ah, claro.No le digo que, si no ha

aparecido ya, seguramente estará

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muerta. No es cosa mía romperle elcorazón; el tiempo lo hará por mí.

—Me lo prometió. Lo prometió.Oigo un diminuto sollozo en

forma de hipo. Genial. Nadie losabe con certeza, pero aceptamoscomo un hecho que los barraconesestán pinchados, que Reznik nosespía cada segundo a la espera deque alguno de nosotros rompa lasnormas para poder abalanzarsesobre él.

Si violamos la regla de nohablar cuando se han apagado las

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luces, podemos ganarnos unasemana entera de turno de cocina.

—Eh, no pasa nada, Frijol...Alargo la mano para consolarlo,

doy con la coronilla de su cabezarecién afeitada y le acaricio elcuero cabelludo. A Sissy le gustabaque le acariciara la cabeza cuandose sentía mal... A lo mejor a Frijoltambién le gusta.

—¡Eh! ¡Cerrad el pico! —dicePicapiedra en voz baja.

—Sí —añade Tanque—.¿Quieres que nos la carguemos,

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Zombi?—Ven aquí —le susurro a

Frijol mientras me hago a un lado ydoy unas palmaditas en el colchón—. Rezaré contigo y después te vasa dormir, ¿vale?

El colchón se hunde un pococon su peso. Dios mío, ¿qué estoyhaciendo? Si Reznik entra parahacer una inspección sorpresa, mepondrá a pelar patatas durante unmes. Frijol se tumba de lado,mirándome, y, cuando se lleva lospuños a la barbilla, me roza el

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brazo con ellos.—¿Qué oración reza contigo?

—pregunto.—Ángel de la guarda —me

susurra.—Que alguien le ponga una

almohada en la cara a ese frijol —dice Dumbo desde su catre.

Veo la luz ambiental reflejadaen sus grandes ojos marrones. Elmedallón de Sissy apretado contrael pecho y los ojos de Frijol, quebrillan como dos faros en laoscuridad. Oraciones y promesas.

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La que le hizo la hermana de Frijol.La promesa silenciosa que le hiceyo a mi hermana. Las oracionestambién son promesas, y estos sonlos días de las promesas rotas. Derepente quiero pegarle un puñetazoa la pared.

—Ángel de la guarda, dulcecompañía.

Se une a mí en el siguienteverso.

—No me desampares, ni denoche ni de día.

Los siseos y chitones aumentan

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con el siguiente verso. Alguien nosarroja una almohada, pero seguimosrezando.

—Si me dejas solo, qué será demí.

Con el «qué será de mí», todosdejan de hacer ruido y cae elsilencio sobre los barracones.

Nuestras voces se ralentizan enla última estrofa, como sitemiéramos terminarla, porque, alfinal de la oración, no hay más quela nada de otra noche de sueñoexhausto y después otro día

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esperando a que llegue el último, eldía en que muramos. Incluso Tacitasabe que seguramente no llegará acumplir los ocho años. Sinembargo, nos levantamos ysoportamos diecisiete horas deinfierno. Porque moriremos, pero,al menos, moriremos imbatidos.

—Angelito mío, ruega a Diospor mí.

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A la mañana siguiente, me presentoen el despacho de Reznik con unapetición especial. Sé cuál será surespuesta, pero lo pregunto de todosmodos.

—Señor, el líder de pelotónsolicita que el instructor jefeofrezca al soldado Frijol unpermiso especial para esta mañana.

—El soldado Frijol es unmiembro de este pelotón —me

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recuerda Reznik—. Y, comomiembro de este pelotón, se esperaque realice todas las tareasasignadas por el Mando Central.Todas, soldado.

—Señor, el líder de pelotónsolicita que el instructor jefereconsidere su decisión por la edaddel soldado Frijol y...

Reznik descarta mi objecióncon un movimiento de la mano.

—El chico no ha caído delpuñetero cielo, soldado. Si nohubiese pasado las pruebas

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preliminares, no lo habríanasignado a su pelotón. Pero elhecho es que pasó las pruebas, se loasignó a su pelotón y realizarátodas las tareas que el MandoCentral asigne al pelotón, incluidoel P&E. ¿Está claro, soldado?

Bueno, Frijol, lo he intentado.—¿Qué es P&E? —me pregunta

en el rancho del desayuno.—Procesamiento y eliminación

—respondo, desviando la mirada.Frente a nosotros, Dumbo gruñe

y aparta la bandeja.

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—Genial, ¡la única forma dedesayunar era no pensar en eso!

—Usar y tirar, chaval —diceTanque, mirando a Picapiedra enbusca de su aprobación.

Esos dos están unidos. El díaque Reznik me dio el puesto,Tanque me dijo que le daba igualquién fuera el líder del pelotón, queél solo escucharía a Picapiedra. Meencogí de hombros. Me da igual.Cuando nos graduemos (si nosgraduamos), uno de los dosascenderá a sargento, y sé que ese

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no seré yo.—La doctora Pam te enseñó a

un infestado —le digo a Frijol. Porsu cara, me doy cuenta de que no esun recuerdo agradable—. Apretasteel botón —añado, y él asiente denuevo con la cabeza, aunque másdespacio que antes—. ¿Qué creesque pasa con la persona del otrolado del cristal después de apretarel botón?

—Muere —susurra Frijol.—¿Y con las personas enfermas

que traen de fuera, los que no

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sobreviven cuando llegan? ¿Quécrees que les pasa?

—¡Venga ya, Zombi! ¡Díselo deuna vez! —dice Umpa.

Él también ha apartado lacomida. Es la primera vez queocurre: Umpa es el único delpelotón que siempre repite. Pordecirlo suavemente, la comida delcampo es un asco.

—No nos gusta hacerlo, pero esnecesario —prosigo, repitiendo eleslogan de la empresa—. Porqueesto es la guerra, ¿sabes? Es la

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guerra.Contemplo a los de la mesa en

busca de apoyo, pero la únicapersona que me mira a los ojos esTacita, que asiente con ganas.

—Guerra —repite, feliz.Salimos del comedor y

atravesamos el patio, donde variospelotones entrenan bajo la atentamirada de su instructor. Frijol trotaa mi lado. El perro de Zombi, así lollama el pelotón a sus espaldas.Nos metemos entre los barracones 3y 4 para llegar a la carretera que

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conduce a la central eléctrica y alos hangares de procesamiento.Hace frío y está nublado; da laimpresión de que va a nevar. A lolejos se oye el despegue de unBlack Hawk y el nítido repiqueteode un arma automática. Justo frentea nosotros tenemos las torresgemelas de la planta, que eructanhumo negro y gris. El humo gris semezcla con las nubes. El negropermanece.

Han montado una gran tiendablanca junto a la entrada del hangar,

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y la zona de preparación estáengalanada con señales rojas yblancas que avisan del peligrobiológico. Aquí nos preparamospara el procesamiento. Una vezvestido, ayudo a Frijol a ponerse sumono naranja, las botas, los guantesde goma, la máscara y el casco. Ledoy la charla correspondiente paraque sepa que no debe quitarseninguna parte del traje mientras estéen el hangar, bajo ningunacircunstancia, jamás. Debe pedirpermiso antes de manipular nada y,

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si alguna vez tiene que salir deledificio por lo que sea, antes devolver a entrar debedescontaminarse y pasar por lainspección.

—Tú quédate a mi lado —ledigo—. No pasará nada.

Él asiente con la cabeza, y sucasco rebota adelante y atrás, demodo que el visor le da en la frente.Está intentando no desmoronarse,pero no se le da demasiado bien,así que le digo:

—No son más que personas,

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Frijol. Nada más que personas.Dentro del hangar de

procesamiento, los cadáveres de laspersonas, nada más que personas,se clasifican: se separa a losinfestados de los limpios; o, comodecimos nosotros, a los infes de losno infes. Los infes se marcan con uncírculo verde brillante en la frente,pero casi nunca hace falta mirarlo:son siempre los cadáveres másfrescos.

Los han apilado contra la paredde atrás y esperan su turno para que

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los coloquen sobre las largas mesasmetálicas que recorren el hangar atodo lo largo.

Los cadáveres están en distintasfases de descomposición. Algunostienen meses. Otros parecen tanfrescos que si se sentaran ysaludaran, no me extrañaría.

Hacen falta tres pelotones paraencargarse de la línea de proceso.Uno carga los cadáveres encarretillas y los lleva a las mesasmetálicas. Otro los procesa. Y eltercero traslada los cadáveres

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procesados a la parte delantera ylos apila para que los recojan. Lastareas rotan para aliviar lamonotonía.

Procesar es lo más interesante,y ahí es donde empieza nuestropelotón. Le digo a Frijol que notoque, que se limite a observarmehasta que entienda de qué va.

Se vacían los bolsillos. Sesepara el contenido. La basura va aun cubo; el material electrónico, aotro; los metales preciosos, a untercero; todos los demás metales, a

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un cuarto. Los monederos, lascarteras, el papel, el dinero... Todoeso va a la basura. Algunos de lospelotones no pueden evitarlo(cuesta olvidar las viejascostumbres) y llenan los bolsilloscon fajos de billetes de cien dólaresque no sirven para nada.

Fotografías, carnés deidentidad, cualquier recuerdo queno esté hecho de cerámica esbasura. Casi sin excepción, losbolsillos de los muertos, desde elmás viejo al más joven, están llenos

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de objetos rarísimos cuyo valorsolo comprendían sus propietarios.

Frijol no dice palabra. Meobserva trabajar en la línea y semantiene a mi lado a medida quevoy pasando al siguiente cadáver.El hangar está ventilado, pero elolor es abrumador. Como ocurrecon cualquier olor omnipresente (o,mejor dicho, con cualquier cosaomnipresente), acabasacostumbrándote; al cabo de un ratono siquiera lo notas.

Lo mismo puede decirse de los

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demás sentidos. Y del alma.Cuando ya has visto quinientosbebés muertos, ¿cómo va aescandalizarte o asquearte nada?¿Cómo vas a sentir algo?

A mi lado, Frijol guardasilencio y observa.

—Avísame si te dan ganas devomitar —le digo secamente.

Vomitar dentro del traje eshorrible.

Los altavoces de arriba cobranvida, y empiezan las canciones.Casi todos los chicos prefieren

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escuchar rap mientras procesan,pero a mí me gusta mezclarlo conun poco de heavy metal y algo deR&B. Frijol quiere hacer algo, asíque le pido que lleve la ropadestrozada a las cestas de lalavandería. La quemarán por lanoche, con los cadáveresprocesados. La eliminación serealiza en la puerta de al lado, en elincinerador de la central eléctrica.Dicen que el humo negro sale delcarbón y el gris, de los cadáveres.No sé si es verdad.

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Es el procesamiento más difícilque he hecho. Tengo que estarpendiente de Frijol, de loscadáveres que me toca procesar ydel resto del pelotón, porque en elhangar no hay sargento instructor niningún adulto, salvo los muertos,claro. Solo críos, y a veces es comoen el colegio, cuando el profesor,de repente, tiene que salir del aula.Las cosas se pueden salir de madre.

Fuera del P&E, hay pocainteracción entre los pelotones. Lacompetición por los primeros

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puestos del tablero es demasiadointensa, y no se trata de unarivalidad amistosa.

Así que cuando veo a la chicade piel blanca y pelo oscuroempujando la carretilla con loscadáveres que va recogiendo de lamesa de Bizcocho para llevarlos alárea de eliminación, no me acercoella para presentarme, ni agarro porel brazo a uno de los miembros delequipo para preguntar por sunombre. Simplemente me quedomirándola mientras meto los dedos

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en los bolsillos de la gente muerta.Me doy cuenta de que la chicadirige el tráfico en la puerta; debede ser su líder de pelotón. En lapausa de media mañana, me llevo aBizcocho a un lado. Es un crío muydulce, callado, pero nada raro. Lateoría de Dumbo es que un díasaltará el corcho y Bizcocho sepasará una semana hablando sinparar.

—¿Te has fijado en esa chicadel Pelotón diecinueve que trabajaen tu mesa? —le pregunto, y él

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asiente con la cabeza—. ¿Sabesalgo de ella? —Sacude la cabeza—. ¿Por qué te pregunto esto? —Élse encoge de hombros—. Vale,pero no le cuentes a nadie que te lohe preguntado.

Tras cuatro horas de trabajo,Frijol casi no se tiene en pie.Necesita un descanso, así que me lollevo fuera unos minutos, nossentamos con la espalda apoyada enla puerta del hangar y observamosel humo negro y gris que asciendehacia las nubes.

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Frijol se quita el casco y apoyala frente en el metal frío de lapuerta; tiene la cara reluciente desudor.

—No son más que personas —repito, más que nada porque no séqué otra cosa decir—. Poco a pocova resultando más fácil. Cada vezque lo haces, sientes un pocomenos. Hasta que es como... No sé,como hacer la cama o cepillarte losdientes.

Estoy muy tenso: me da miedoque el crío se derrumbe. Que llore.

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Que eche a correr. Que estalle.Algo. Pero se limita a mirarme conojos vacíos y distantes, y, derepente, me doy cuenta de que soyyo el que está a punto de estallar.No contra él, ni contra Reznik, porhaberme obligado a traerlo. Contraellos. Contra los cabrones que noshan hecho esto. Mi vida no tieneimportancia: sé cómo acaba eso.Pero ¿qué hay de la de Frijol? Solotiene cinco puñeteros años y ¿qué lequeda por delante? Y ¿por quénarices lo asignó el comandante

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Vosch a una unidad de combate? Enserio, ni siquiera es capaz delevantar un fusil. A lo mejor la ideaes cogerlos jóvenes y entrenarlosde cero. Así, cuando llegue a miedad, no tendrán a un asesino desangre fría, sino de sangre helada.Uno con nitrógeno en la sangre.

Oigo su voz antes de notar sumano sobre mi antebrazo.

—Zombi, ¿estás bien?—Claro que sí.Curioso giro de los

acontecimientos: él preocupado por

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mí.Un gran camión plataforma se

acerca a la puerta del hangar, y elPelotón 19 empieza a cargarcadáveres y los lanza al camióncomo si fuera personal humanitariotransportando sacos de cereal. Ahíestá otra vez la chica de pelooscuro, forcejeando con uno de losextremos de un cadáver muy gordo.Mira hacia nosotros antes de volveradentro a por el siguiente cadáver.Genial. Seguramente informará deque nos ha visto escaquearnos: así

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nos quitarán puntos.—Cassie dice que da igual lo

que hagan —dice Frijol—. Nopueden matarnos a todos.

—¿Por qué no?Porque, muchacho, la verdad es

que me gustaría saberlo.—Porque cuesta matarnos.

Somos invici..., inveci..., invicti...—¿Invencibles?—¡Eso es! —exclama él, y me

da palmaditas en el brazo paratranquilizarme—. Invencibles.

Humo negro, humo gris. El frío

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cortándonos las mejillas, el calorde nuestros cuerpos atrapadosdentro de los trajes, Zombi y Frijoly las nubes amenazadoras correnpor encima de nuestras cabezas y,más arriba, la nave nodrizaresponsable del humo gris y, encierto modo, de nosotros. Tambiénde nosotros.

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Ahora, cada noche, cuando seapagan las luces, Frijol se sube ami catre para rezar, y yo dejo quese quede hasta que se duerme.Después lo llevo a su catre. Tanqueamenaza con chivarse, normalmentecuando le doy una orden que no legusta. Pero luego no lo hace. Creoque, en secreto, se pasa el díadeseando que llegue la hora derezar.

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Me asombra lo deprisa queFrijol se ha adaptado a la vida en elcampo. Claro que los niños son así,se acostumbran a casi todo. No escapaz de echarse un fusil alhombro, pero hace todo lo demás y,a veces, mejor que los chicosmayores. Es más rápido que Umpaen la pista de obstáculos y aprendemás deprisa que Picapiedra. Elúnico miembro del pelotón que nolo soporta es Tacita. Supongo queson celos. Antes de la llegada deFrijol, ella era el bebé de la

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familia.Eso sí, Frijol tuvo una crisis

nerviosa durante su primersimulacro de ataque aéreo. Comolos demás, no tenía ni idea de quese produciría, pero, a diferencia denosotros, él no sabía qué estabapasando.

Sucede una vez al mes ysiempre en plena noche. Las sirenassuenan tan fuerte que notas eltemblor del suelo bajo tus piesdescalzos cuando te levantas atientas, te pones el mono y las

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botas, recoges el M16 y corres alexterior. Todos los barracones sevacían y cientos de reclutas correnpor el patio hacia los túneles deacceso que conducen a la zonasubterránea.

Yo iba un par de minutos pordetrás del pelotón porque Frijolgritaba como un loco y se aferrabaa mí como un mono a su mamá,pensando que, en cualquiermomento, las naves de guerraalienígenas empezarían a soltar susbombas.

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Le grité que se calmara y queme imitara. Era perder el tiempo.Al final, lo levanté del suelo y melo eché al hombro: llevaba el fusilen una mano y el culo de Frijol enla otra. Mientras corría hacia fuera,pensé en otra noche y en otro niñogritando. Y el recuerdo me hizocorrer con más ganas.

Llegué a las escaleras y bajé loscuatro tramos de escalones bañadosen la luz amarilla de emergencia,con la cabeza de Frijolrebotándome en la espalda.

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Después, crucé las puertas de aceroreforzado del fondo, recorrí uncorto pasillo, atravesé un segundoconjunto de puertas reforzadas, yllegué al complejo. La pesadapuerta se cerró detrás de nosotros yselló la zona. Llegados a ese punto,el niño había llegado a laconclusión de que, después de todo,tal vez no nos vaporizarían, así quepude soltarlo.

El refugio es un complicadolaberinto de pasillos pocoiluminados, pero habíamos hecho

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tantos simulacros que era capaz delocalizar nuestro puesto con losojos cerrados. Le chillé a Frijol queme siguiera, para que me oyera apesar del ruido de las alarmas, yempecé a caminar. Un pelotón queiba en dirección contraria pasócomo un rayo junto a nosotros.

Derecha, izquierda, derecha,derecha, izquierda, al últimopasillo, agarrado a la nuca de Frijolcon la mano libre para que no sequedara atrás. Veía a mi pelotónarrodillado a veinte metros de la

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pared del fondo del túnel sin salida,apuntando con los fusiles a larejilla metálica que cubre lachimenea de ventilación que lleva ala superficie.

Y Reznik de pie, justo detrás,con un cronómetro en la mano.

Mierda.Nos pasamos cuarenta y ocho

segundos de nuestro tiempoasignado. Cuarenta y ocho segundosque nos costarían tres días detiempo libre. Cuarenta y ochosegundos que nos harían bajar otro

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puesto en el tablero de puntuación.Cuarenta y ocho segundos quesignificaban vete a saber cuántosdías más de Reznik.

Una vez en los barracones,estábamos todos demasiado tensospara dormir. La mitad del pelotónestaba cabreada conmigo y la otramitad, con Frijol. Tanque, porsupuesto, me culpaba a mí.

—Deberías haberlo dejadoatrás —me reprochó.

Su fino rostro estaba rojo derabia.

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—Los simulacros tienen unarazón de ser, Tanque —le recordé—. ¿Y si hubiese sido un ataque deverdad?

—Pues supongo que Frijolestaría muerto.

—Es un miembro de estepelotón, igual que los demás.

—Sigues sin pillarlo, ¿no,Zombi? Es la puñetera naturaleza.Los que sean demasiado débiles oestén demasiado enfermos, sobran—dijo arrancándose las botas ylanzándolas contra su taquilla, a los

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pies del catre—. Si fuera por mí,los tiraríamos a todos alincinerador, con los infes.

—Matar humanos... ¿Eso no estrabajo de los alienígenas?

Se le puso la cara roja como untomate. Golpeó el aire con el puño.Picapiedra se acercó para calmarlo,pero él lo apartó con un gesto.

—Los que sean demasiadodébiles, los que estén demasiadoenfermos, los lentos, los estúpidosy los pequeños... ¡Sobran! —chillóTanque—. Todo el que no pueda

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luchar o que no ayude en la lucha...nos retrasa.

—Son prescindibles —respondíen tono sarcástico.

—La solidez de una cadenadepende de su eslabón más débil —rugió Tanque—. Joder, así es lanaturaleza, Zombi. ¡Solosobreviven los fuertes!

—Eh, venga, tío —le dijoPicapiedra—. Zombi tiene razón:Frijol es parte del equipo.

—¡Déjame en paz, Picapiedra!—gritó Tanque—. ¡Dejadme todos

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en paz! Como si fuera culpa mía.¡Como si yo fuera el responsable deesta mierda!

—Zombi, haz algo —mesuplicó Dumbo—. Está en planDorothy.

Dumbo se refería a la reclutaque había perdido la cabeza en elcampo de tiro y había acabaddisparando contra su propiopelotón. Dos personas murieron ytres resultaron gravemente heridasantes de que el sargento instructorla golpeara en la nuca con su

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pistola. Todas las semanas hayalguna historia sobre alguien que se«pone en plan Dorothy» o que se«va a ver al mago», como decimosa veces. La presión aumentademasiado y uno revienta. A veceste vuelves contra los demás. Aveces, contra ti mismo. A vecescuestiono la sabiduría del MandoCentral por poner armasautomáticas de gran calibre enmanos de niños alterados.

—Que te jodan —le gritóTanque a Dumbo—. Como si tú

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supieras algo. Como si alguiensupiera algo. ¿Qué demonioshacemos aquí? ¿Me lo explicas,Dumbo? ¿Y tú, líder de pelotón?¿Me lo explicas tú? Será mejor quealguien me lo explique y que lohaga ahora mismo, porque, si no,voy a volar este sitio en milpedazos. Voy a acabar con todo ycon todos vosotros, porque esto esuna mierda muy gorda, tío.¿Nosotros vamos a luchar contraellos? ¿Contra las cosas que hanmatado a siete mil millones de

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personas? ¿Con qué? ¿Con qué?Apuntó con el extremo del fusil

a Frijol, que estaba pegado a mipierna.

—¿Con qué? —repitió mientrasse reía como un histérico.

Todos se quedaron muy tiesoscuando subió el arma. Extendí lasmanos vacías y, con toda la calmaque logré reunir, le dije:

—Soldado, baja el arma ahoramismo.

—¡Tú no eres mi jefe! ¡Yo notengo jefe!

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Estaba de pie junto a su catre,con el fusil en la cadera. En elcamino de baldosas amarillas, sinduda.

Miré con disimulo a Picapiedra,que es el que estaba más cerca deTanque, unos sesenta centímetros asu derecha. Picapiedra respondiómoviendo la cabeza de manera casiimperceptible.

—¿Es que no os preguntáis porqué no nos han atacado todavía,imbéciles? —dijo Tanque. Ya no sereía, estaba llorando—. Sabéis que

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pueden. Sabéis que saben queestamos aquí y también lo quehacemos, así que ¿por qué nospermiten hacerlo?

—No lo sé, Tanque —respondíen tono tranquilo—. ¿Por qué?

—¡Porque ya da igual lo quehagamos! Se acabó, tío. ¡Se acabó!—Movía el fusil de un lado a otro,sin control. Si se disparaba...—. ¡Ytú y yo, y todos los demás de estamaldita base somos historia!Somos...

Picapiedra había llegado hasta

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él: le arrancó el fusil de la mano yle dio un empujón. Tanque cayó yse dio en la cabeza con el borde delcatre. Se hizo un ovillo en el suelo,se sujetó la cabeza con ambasmanos, gritó a pleno pulmón y,cuando hubo vaciado los pulmones,los llenó de nuevo y siguiógritando. Lo cierto es que eso erapeor que verlo agitar un M16cargado. Bizcocho corrió a laletrina para esconderse en uno delos váteres. Dumbo se tapó losorejones y se fue corriendo al

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cabecero de su catre. Umpa seacercó más a mí y se colocó justo allado de Frijol, que se habíaagarrado a mis piernas con ambasmanos y se asomaba a mi caderapara mirar a Tanque, que seretorcía en el suelo del barracón.La única que no parecía afectadapor la crisis nerviosa de Tanque eraTacita, la niña de siete años. Estabasentada en su catre y lo miraba conaire estoico, como si Tanque cayeraal suelo todas las noches y sepusiera a gritar como si lo

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estuvieran matando.Y entonces me di cuenta: sí que

lo estaban matando, eso es lo quenos hacen. Se trata de un asesinatolento y cruel; nos matan del almapara afuera. Y recordé las palabrasdel comandante: «No se trata dedestruir nuestra capacidad deluchar, sino más bien nuestravoluntad de luchar».

No hay esperanza. Es unalocura. Tanque es el único cuerdo,porque es el único que lo ve conclaridad.

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Por eso sobra.

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El instructor jefe se muestra deacuerdo conmigo, así que, a lamañana siguiente, Tanque ya noestá, se lo han llevado al hospitalpara una evaluación psicológicacompleta. Su catre se pasa vacíouna semana entera, y nuestropelotón, con un miembro menos,cada vez baja más puestos. Nuncanos graduaremos, nuncacambiaremos nuestros monos azules

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por auténticos uniformes, nunca nosaventuraremos a ir más allá de lavalla electrificada y el alambre decuchillas para probar nuestra valía,para hacerles pagar a los Otros unapequeña parte de lo que hemosperdido.

No hablamos de Tanque. Escomo si Tanque nunca hubieraexistido. Tenemos que creer que elsistema es perfecto, y Tanque es unfallo en el sistema.

Entonces, una mañana, estandoen el hangar de P&E, Dumbo me

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hace un gesto para que me acerquea su mesa. Está formándose para serel sanitario del pelotón, así que loponen a diseccionar cadáveres,normalmente infes, para queaprenda anatomía humana. Cuandome acerco, no me dice nada: selimita a señalar con la cabeza elcadáver que tiene delante.

Es Tanque.Nos quedamos un buen rato

mirándolo a la cara. Tiene los ojosabiertos: contemplan el techo sinverlo. Me inquieta lo fresco que

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está. Dumbo observa el hangar paraasegurarse de que nadie nos oye ydespués susurra:

—No se lo digas a Picapiedra.—¿Qué ha pasado? —pregunto

mientras asiento.Dumbo sacude la cabeza. Está

sudando como un pollo dentro delcasco de protección.

—Eso es lo más chungo, Zombi,que no encuentro nada.

Vuelvo a mirar a Tanque. Noestá pálido. Tiene la piel algorosada, sin una sola marca. ¿Cómo

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murió? ¿Se le fue la cabeza en planDorothy en el ala psiquiátrica? ¿Setomó una sobredosis demedicamentos?

—¿Y si lo abres? —pregunto.—No pienso abrir a Tanque —

responde, y me mira como si leacabara de pedir que se tirara porun barranco.

Asiento con la cabeza. Es unaidea estúpida. Dumbo no esmédico, solo es un niño de doceaños. Miro alrededor de nuevo.

—Sácalo de esa mesa —le pido

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—. No quiero que nadie lo vea.Incluido yo.El cadáver de Tanque se apila

con los demás junto a las puertasdel hangar para su inminenteeliminación. Lo cargan en eltransporte para el tramo final de suviaje hacia la incineración, dondeel fuego lo consumirá, y sus cenizasse mezclarán con el humo negro ysubirán hacia el cielo en unacolumna de aire abrasador, hastaque, al fin, caerá sobre nosotros enforma de partículas diminutas, tanto

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que no las veremos ni lasnotaremos. Se quedará con nosotros(encima de nosotros) hasta que nosduchemos esta noche, cuandopasará a mezclarse con nuestrosexcrementos y, finalmente, sefiltrará a la tierra.

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El sustituto de Tanque llega dosdías después. Sabemos que vieneporque anoche Reznik lo anunciódurante el turno de preguntas yrespuestas. No nos quiso decir nadasobre él, salvo su nombre: Hacha.Cuando se fue, todos estabanalterados; Reznik le habría puestoese apodo por alguna razón.

Frijol se acercó a mi catre ypreguntó:

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—¿Qué quiere decir que unapersona se llame hacha?

—Un hacha es una persona muybuena en algo —le expliqué—, asíque es alguien que se mete en unequipo para darle ventaja.

—Puntería —conjeturóPicapiedra—. Es nuestro puntodébil. Bizcocho es el mejor delpelotón, y yo no soy malo, peroDumbo, Tacita y tú lo hacéis depena. Y Frijol ni siquiera puededisparar.

—¡Ven aquí y repíteme que lo

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hago de pena! —le gritó Tacita,siempre buscando pelea.

Si yo estuviera al mando, ledaría a Tacita un fusil y un par decargadores, y la soltaría para que secargara a todos los infes quehubiera en ciento cincuentakilómetros a la redonda.

Después de rezar, Frijol seretorcía y se agitaba contra miespalda hasta que no lo aguanté másy le susurré entre dientes que sevolviera a su catre.

—Zombi, es ella.

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—¿El qué es ella?—¡Hacha! ¡Cassie es Hacha!Tardé un par de segundos en

recordar quién era Cassie.«Jo, tío, otra vez esta mierda...

No, por favor».—No creo que Hacha sea tu

hermana.—Pero tampoco lo sabes

seguro.Casi se me escapó: «No seas

imbécil, enano. Tu hermana novolverá a por ti porque estámuerta». Pero me contuve.

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Cassie es el medallón de platade Frijol. Se aferra a él, porque, silo suelta, ya nada evitará que eltornado se lo lleve a Oz, como lesha pasado a los otros Dorothy delcampo.

Por eso tiene sentido un ejércitode niños, porque los adultos nopierden el tiempo con la magia; seobsesionan con las mismasverdades inconvenientes quemandaron a Tanque a la mesa dedisecciones.

Hacha no está cuando pasan

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lista por la mañana. Y tampoco estáen la carrera matutina, ni en elrancho. Nos preparamos para lapista, examinamos las armas ysalimos al patio. Está despejado,pero hace mucho frío. Nadie dicegran cosa: todos nos preguntamosquién será el nuevo.

Frijol es el que ve a Hachaprimero, de pie, a lo lejos, en elcampo de tiro, y de inmediato nosdamos cuenta de que Picapiedratenía razón: Hacha es un tirador dela leche. El blanco aparece entre la

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alta hierba marrón y, pop, pop, pop,la cabeza del blanco estalla.Después, una diana distinta con elmismo resultado. Reznik está de piea un lado, manejando los controlesde las dianas. Nos ve llegar yempieza a pulsar los botonesrápidamente. Los blancos salendisparados de la hierba, uno detrásdel otro, y este tal Hacha losderriba de un solo tiro incluso antesde que se enderecen. A mi lado,Picapiedra silba para demostrar suadmiración.

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—Es bueno.Frijol se da cuenta antes que

nosotros. Es por algo en loshombros o puede que en lascaderas, pero dice:

—No es bueno, es buena.Entonces sale corriendo por el

campo hacia la solitaria figura quesostiene el fusil humeante en el airehelado.

La chica se vuelve antes de quellegue el niño, y Frijol se para enseco, primero desconcertado,después decepcionado. Al parecer,

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Hacha no es su hermana.Es curioso que pareciera más

alta de lejos. Es más o menos de laaltura de Dumbo, pero másdelgada... y mayor. Calculo quedebe de tener unos quince odieciséis, con cara de duende, ojoshundidos y oscuros, piel pálida yperfecta, y pelo negro liso. Loprimero que te impacta de ella sonlos ojos. Esa clase de ojos que nodejas de mirar, convencido que vasa encontrar algo, y acabasconcluyendo que hay posibilidades:

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son tan profundos que no puedesverlo o simplemente no haya nada.

Es la chica del patio, la que mepilló fuera del hangar de P&E conFrijol.

—Hacha es una chica —susurraTacita, arrugando la nariz como sile hubiese llegado el tufillo de algopodrido.

No solo ha dejado de ser elbebé del pelotón, sino que, encima,ya no es la única chica.

—¿Qué vamos a hacer con ella?—pregunta Dumbo, al borde del

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pánico.Estoy sonriendo, no puedo

evitarlo.—Vamos a ser el primer

pelotón que se gradúe —lerespondo.

Y tengo razón.

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La primera noche de Hacha en elBarracón 10: incómoda.

Nada de pullas ni de chistesverdes ni de bravatas de machitos.Contamos los minutos que quedanhasta que apaguen las luces como sifuésemos un puñado de frikisnerviosos en su primera cita.

Puede que en otros pelotoneshaya chicas de su edad; nosotrostenemos a Tacita. Hacha no parece

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darse cuenta de nuestraincomodidad: se sienta en el viejocatre de Tanque, y se pone adesmontar y a limpiar su fusil. AHacha le gusta su fusil. Mucho. Senota por el cariño con el que pasael trapo engrasado por el cañón,abrillantándolo hasta que el fríometal reluce bajo los fluorescentes.Ponemos tanto empeño en nomirarla que casi resulta doloroso.Ella vuelve a montar el arma, lacoloca con cuidado en la taquillaque hay junto a la cama y se acerca

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a mi catre. Algo se me contrae en elpecho. No he hablado con ningunachica desde... ¿Cuándo? Antes de laplaga. Y no pienso en mi vida deentonces. Aquella era la vida deBen, no la de Zombi.

—Eres el líder del pelotón —me dice. Su voz carece deentonación alguna, de emoción,como sus ojos—. ¿Por qué?

Respondo a su reto con otro.—¿Por qué no?Solo lleva puesta la ropa

interior y la camiseta sin mangas

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del uniforme; el flequillo le llegajusto hasta el borde de las oscurascejas. Me mira. Dumbo y Umpadejan de jugar su partida de cartaspara mirarnos. Tacita sonríe: notaque se cuece una pelea. Picapiedra,que estaba doblando la ropa, dejacaer un uniforme limpio en lo altode la pila.

—Tienes muy mala puntería —dice Hacha.

—Tengo otras habilidades —respondo, y cruzo los brazos sobreel pecho—. Deberías verme con el

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pelapatatas.—Tienes un buen cuerpo —

dice, y alguien se ríe entre dientes,creo que Picapiedra—. ¿Eresatleta?

—Lo era.Ella se coloca frente a mí,

plantando los puños sobre lascaderas y los pies descalzos, en elsuelo. Lo que me afecta son susojos. Su profunda oscuridad. ¿Estánvacíos... o lo contienen todo?

—Fútbol americano —dice.—Buena suposición.

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—Y probablemente béisbol.—Cuando era más pequeño.—El tío al que sustituyo se

volvió Dorothy —dice, cambiandode tema.

—Sí.—¿Por qué?—¿Importa? —pregunto,

encogiéndome de hombros.Ella asiente con la cabeza. Pero

no, no importa.—Yo era la líder de mi pelotón.—No me cabe duda.—Solo porque tú seas el líder

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no quiere decir que vayan a hacertesargento después de graduarnos.

—Espero que tengas razón.—Sé que la tengo. Lo he

preguntado.Se vuelve sobre sus talones

descalzos y regresa a su catre. Memiro los pies y me doy cuenta deque me hace falta un corte de uñas.Los pies de Hacha son muypequeños, con dedos nudosos.Cuando levanto la vista de nuevo,se dirige a las duchas con una toallaal hombro. Se detiene en la puerta.

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—Si alguien del pelotón metoca, lo mato.

No lo dice en tono amenazadorni gracioso, sino como siestableciera un hecho, como sidijera que hace frío fuera.

—Correré la voz —digo.—Y cuando esté en la ducha,

esta queda vedada. Intimidad total.—Recibido. ¿Algo más?Hace una pausa y se me queda

mirando desde el otro lado delcuarto. Noto que me tenso.

¿Qué vendrá ahora?

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—Me gusta jugar al ajedrez.¿Juegas?

Sacudo la cabeza.—Eh, pervertidos, ¿alguno de

vosotros juega al ajedrez? —lesgrito a los chicos.

—No —responde Picapiedra—, pero si le apetece una partidade strip póquer...

Sucede antes de que puedaapartarme cinco centímetros delcolchón: Picapiedra está en elsuelo, sosteniéndose el cuello ydando patadas, como si fuera un

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bicho al que acaban de pisar; Hachaestá de pie, a su lado.

—Además, nada de comentariosdegradantes, sexistas oseudomachistas.

—¡Cómo molas! —sueltaTacita, y lo dice en serio.

A lo mejor necesitareconsiderar todo el tema de Hacha.A lo mejor no es tan mala idea tenercerca a otra chica.

—Lo que acabas de hacer te vaa costar comer media racióndurante diez días —le digo a

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Hacha.Puede que Picapiedra se lo

tuviera merecido, pero sigo siendoel jefe cuando Reznik no está poraquí, y es importante que Hacha losepa.

—¿Te vas a chivar? —pregunta,sin miedo en la voz. Ni rabia. Ninada.

—Es una advertencia.Ella asiente con la cabeza, se

aparta de Picapiedra y pasarozándome de camino a recoger suneceser. Huele... Bueno, huele a

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chica, y por un segundo me sientoalgo mareado.

—Recordaré tu consideracióncuando me nombren líder del nuevoPelotón cincuenta y tres —dicemientras se aparta el flequillo conun movimiento de cabeza.

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Una semana después de la llegadade Hacha, el Pelotón 53 pasó deldécimo al séptimo lugar. La tercerasemana ya habíamos adelantado alPelotón 19 y estábamos los quintos.Entonces, cuando solo quedabandos semanas, nos dimos contra unmuro: nos faltaban dieciséis puntospara llegar al cuarto puesto, undéficit prácticamente insalvable.

Aunque no le van mucho las

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palabras, Bizcocho es un crack conlos números y se encarga dedesglosar la puntuación.

En todas las categorías, salvoen una, hay poco margen de mejora.

Somos segundos en la pista deobstáculos, terceros en simulacrode ataque aéreo y primeros en«otras tareas asignadas», un cajónde sastre que incluye puntos porinspección matutina y «conductaapropiada para una unidad de lasfuerzas armadas». Nuestra ruina esla puntería: a pesar de contar con

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tiradores de lujo como Hacha yBizcocho, estamos en el puestonúmero dieciséis. A no ser quemejoremos esa puntuación durantelas próximas dos semanas, estamoscondenados.

Por supuesto, no hay que ser uncrack con los números para saberpor qué tenemos una puntuación tanbaja: el líder del pelotón es unmanta con las armas. Así que elmanta del líder del pelotón sedirige al instructor jefe y solicitatiempo adicional para practicar; a

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pesar de ello, su puntuación novaría. Mi técnica no es mala, hagotodo lo correcto en el ordencorrecto. Sin embargo, solo consigoacertar a la cabeza una vez de cadatreinta, y eso con suerte. Hacha estáde acuerdo conmigo: acierto porpura suerte. Dice que incluso Frijolpodría darle al blanco una vez decada treinta. Intenta que no se lenote, pero mi ineptitud con lasarmas la cabrea. Su antiguo pelotónva segundo. De no haber sidoreasignada, tendría garantizada la

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graduación con el primer grupo yestaría la primera de la lista paralos galones de sargento.

—Tengo una propuesta para ti—me dice una mañana cuandollegamos al patio para la carrera.Lleva puesta una cinta en la cabezapara que no le caiga en la frente esesedoso flequillo que tiene.Tampoco es que me haya fijado enlo sedoso que lo tiene, claro—. Teayudaré, con una condición.

—¿Tiene algo que ver con elajedrez?

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—Que dimitas como líder.Me quedo mirándola fijamente.

El frío le ha teñido de rojo intensolas mejillas de marfil. Hacha es unapersona callada, aunque no al estilode Bizcocho: ella lo es de un modomás intenso e inquietante, con esosojos que parecen diseccionarte conla precisión de uno de los bisturísde Dumbo.

—No pediste el puesto. Enrealidad no te importa. Así que ¿porqué no me lo dejas a mí? —pregunta sin apartar la mirada del

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camino.—¿Por qué tienes tanto

empeño?—Si yo doy las órdenes, tengo

más posibilidades de seguir convida.

Me echo a reír. Quiero contarlelo que he aprendido. Me lo dijoVosch, aunque, en el fondo de mialma, yo ya lo sabía: «Vas amorir». Nada de aquello tenía quever con la supervivencia, sino conla venganza.

Seguimos el camino que sale

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serpenteando del patio para cruzarel aparcamiento del hospital ymeterse en la carretera de acceso alaeródromo.

Delante de nosotros está lacentral eléctrica que vomita humonegro y gris.

—A ver qué te parece esto —lesugiero—: tú me ayudas, ganamos,y yo cedo el puesto.

Es una oferta absurda, ya quesomos reclutas y no es cosa nuestradecidir quién lidera el pelotón, sinode Reznik. Además, sé que, en

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realidad, esto no tiene nada que vercon quién sea o deje de ser el jefedel pelotón, sino con llegar asargento cuando nos aprueben parael servicio activo. Ser el líder delpelotón no garantiza la promoción,pero sin duda no está de más.

Un Black Hawk que vuelve dela patrulla nocturna ruge sobrenuestras cabezas.

—¿Alguna vez te preguntascómo lo hicieron? —quiere sabermientras observa al helicópterovirar hacia nuestra derecha para

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dirigirse a la zona de aterrizaje—.Lo de volver a ponerlo todo enfuncionamiento después del pulsoelectromagnético, me refiero.

—No —respondí consinceridad—. ¿Cuál es tu teoría?

Su aliento parece compuesto dediminutos estallidos blancos que sepierden en el aire glacial.

—Búnkeres subterráneos: no seme ocurre otra opción. Eso o...

—O ¿qué?Sacude la cabeza mientras

hincha sus mejillas tensas de frío;

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sus cabellos negros se muevenadelante y atrás al correr,acariciados por el reluciente sol dela mañana.

—Olvídalo: es una locura,Zombi —dice al fin—. Venga,veamos de lo que eres capaz,estrella del fútbol.

Soy diez centímetros más altoque ella. Por cada paso que doy,ella tiene que dar dos. Así quegano. Por poco.

Por la tarde vamos al campo detiro y nos llevamos a Umpa para

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que accione las dianas. Hacha meobserva disparar unas cuantasveces y después me ofrece suopinión de experta:

—Eres horriblemente malo.—Ese es el problema, lo

horripilante que soy.Esbozo mi mejor sonrisa: antes

del Armagedón alienígena, erafamoso por ella. No me gusta fardardemasiado, pero la verdad es que,cuando conducía, tenía que tratar deno sonreír para no cegar a loscoches que circulaban en dirección

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contraria. Sin embargo, mi sonrisano tiene ningún efecto en Hacha. Noentorna los ojos para protegerlos demi arrasadora luminiscencia. Nisiquiera pestañea.

—Tu técnica es buena. ¿Quépasa cuando disparas?

—En términos generales, fallo.Sacude la cabeza.Hablando de sonrisas, todavía

no he visto en su rostro ni siquierala sombra de una sonrisita. Decidoque mi misión será arrancarle una.Ese es un pensamiento más propio

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de Ben que de Zombi, pero cuestaperder las viejas costumbres.

—Me refiero a qué pasa entreel blanco y tú.

«¿Ein?».—Bueno, cuando sale...—No, te estoy hablando de lo

que pasa entre aquí —dice,poniéndome las puntas de los dedosen la mano derecha— y aquí —añade, señalando a la diana, queestá a veinte metros.

—Me he perdido, Hacha.—Tienes que pensar que el

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arma forma parte de ti. El quedispara no es el M16, sino tú. Escomo cuando soplas un diente deleón. Tú eres el que dispara lasbalas con tu aliento.

Se aparta el fusil del hombro,mira a Umpa y asiente. No sabe pordónde aparecerá la diana, pero lacabeza del objetivo estalla en unalluvia de astillas cuando todavía nose ha enderezado del todo.

—Es como si entre el objetivo yel arma no hubiera espacio, nadaque no seas tú. Eres el fusil. Eres la

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bala. Eres el blanco. No hay nadaque no seas tú.

—Entonces, básicamente, meestás diciendo que me vuele lacabeza.

Casi consigo una sonrisa. Letiembla la comisura de los labios.

—Eso es muy zen —pruebo denuevo.

Junta las cejas. Un empujoncitomás.

—Es más como mecánicacuántica —dice.

—Sí, claro —respondo, muy

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serio—. Eso es lo que quería decir.Mecánica cuántica.

Vuelve la cabeza... ¿Paraocultar una sonrisa? ¿Para que novea que pone los ojos en blanco,harta de mí? Cuando se vuelve denuevo para mirarme, solo distingouna expresión intensa que me dejacon un nudo en el estómago.

—¿Quieres graduarte?—Quiero alejarme todo lo

posible de Reznik.—Eso no basta —afirma, y

apunta a una de las siluetas, al otro

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lado del campo. El viento juega consu flequillo—. ¿Qué ves cuandoapuntas a un objetivo?

—Veo la silueta de una personaen contrachapado.

—Vale, pero ¿a quién ves?—Sé a lo que te refieres. A

veces me imagino la cara deReznik.

—¿Te ayuda?—Dímelo tú.—Lo importante es la conexión

—dice, y me hace un gesto para queme siente. Ella se sienta frente a mí

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y me coge las manos. Las suyasestán heladas, tan frías como loscadáveres de P&E—. Cierra losojos. Venga, Zombi, ¿te hafuncionado tu sistema? Bien. Vale,recuerda que no estáis el blanco ytú. La clave no es lo que hay entrevosotros, sino lo que os conecta.Piensa en el león y en la gacela.¿Qué los conecta?

—Ummm, ¿el hambre?—Eso es el león. Te pregunto

por lo que comparten.Esto es profundo. A lo mejor ha

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sido mala idea aceptar su oferta. Nosolo la tengo convencida de que soyun soldado penoso, sino que ahoraexiste una posibilidad tangible deque descubra que soy imbécil.

—El miedo —me susurra aloído, como si me contara un secreto—. Para la gacela, el miedo a quese la coman. Para el león, el miedoa morir de hambre. El miedo es lacadena que los une.

La cadena. Llevo una en elbolsillo y de ella cuelga unmedallón de plata. Mi hermana

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murió una noche hace mil años; ymurió anoche. Se acabó. No seacaba nunca.

De aquella noche a este día nohay una línea recta, sino un círculo.Aprieto los dedos de Hacha.

—No sé cuál es tu cadena —sigue diciendo su aliento cálido enmi oído—. Cada persona tiene lasuya. Ellos lo saben. El País de lasMaravillas se lo dice. Por eso teponen una pistola en la mano. Y esomismo es lo que te une al blanco.—Entonces, como si me leyera la

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mente, añade—: No es una línea,Zombi, es un círculo.

Abro los ojos.El sol, al ponerse, ha dibujado

un halo de luz dorada alrededor deHacha.

—No hay distancia.Ella asiente con la cabeza y me

urge a levantarme.—Ya casi ha oscurecido.Levanto el fusil y apoyo la

culata en el hombro. No sabes pordónde aparecerá el blanco, solosabes que lo hará. Hacha le hace

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una señal a Umpa, y la alta hierbamuerta se agita a mi derecha unmilisegundo antes de que emerja ladiana; es tiempo más que suficiente:es una eternidad.

No hay distancia. Nada entre loque soy y lo que no soy.

La cabeza del blanco sedesintegra con un satisfactoriocrujido. Umpa deja escapar un gritoy levanta un puño en el aire. Meolvido de todo, agarro a Hacha porla cintura para levantarla del sueloy me pongo a dar vueltas mientras

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la sostengo en el aire. Estoy a untris de besarla, qué peligro. Cuandola suelto, ella retrocede un par depasos y se mete el pelo detrás delas orejas con mucha parsimonia.

—Eso ha estado fuera de lugar—le digo.

No sé quién está másavergonzado. Los dos intentamosrecuperar el aliento, puede que porrazones distintas.

—Hazlo otra vez —me dice.—¿Disparar o darte vueltas en

el aire?

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Le tiemblan los labios. Ay, casilo consigo.

—Lo que tiene algún sentido.

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El día de la graduación.Nuestros nuevos uniformes nos

esperaban cuando regresamos deldesayuno: estaban planchados,almidonados y bien doblados sobrenuestros catres. Y había unasorpresa extra especial: cintas parala cabeza equipadas con el últimoavance tecnológico en detección dealienígenas: un disco transparentedel tamaño de una moneda de

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veinticinco centavos que se colocasobre el ojo izquierdo. Loshumanos infestados se iluminarían através de la lente. O eso noscontaron. Más tarde, cuandopregunté al técnico cómofuncionaba eso, me dio unarespuesta muy sencilla: si no estálimpio, emite un brillo verde.Cuando le pedí con muchaeducación que me hiciera unademostración breve, él se rio ydijo:

—Ya tendrás tu demostración

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sobre el terreno, soldado.Por primera vez desde que

llegamos al Campo Asilo (y,seguramente, por última vez ennuestras vidas), volvemos a serniños. Gritamos y saltamos de catreen catre, haciendo chocar laspalmas de las manos. Hacha es laúnica que se mete en la letrina paracambiarse. El resto nos desnudamosdonde estamos y arrojamos losodiados monos azules a una pila enel centro del suelo. Tacita tiene lagenial idea de prenderles fuego, y

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lo habría hecho si Dumbo no llega aquitarle la cerilla encendida de lamano en el último segundo.

El único que no lleva uniformeestá sentado en su catre, con sumono blanco y las piernas colgandode la cama. Tiene los brazoscruzados y le sobresale el labioinferior en un mohín. Me doycuenta, lo entiendo. Después devestirme, me siento a su lado y ledoy una palmada en la pierna.

—Ya te llegará el turno,soldado. Aguanta.

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—Dos años, Zombi.—¿Y? Piensa en lo duro que

serás dentro de dos años. No tellegaremos ni a la altura de lazapatilla.

A Frijol lo han asignado a otropelotón de entrenamiento paracuando nos desplieguen. Le prometíque dormiría conmigo siempre queestuviera en la base, pero no tengoni idea de cuándo regresaré, si esque regreso. Nuestra misión siguesiendo alto secreto: solo la conoceel Mando Central. No estoy seguro

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de que Reznik sepa adónde vamos.A mí me da igual, siempre queReznik se quede aquí.

—Vamos, soldado, se suponeque tienes que alegrarte por mí —bromeo con Frijol.

—No volverás. —Lo dice tanconvencido y enfadado que no sé niqué responder—. No volveré averte nunca.

—Claro que me volverás a ver,Frijol. Te lo prometo.

Me golpea con todas susfuerzas, una y otra vez, justo encima

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del corazón. Le agarro la muñeca, yél me sigue golpeando con la otramano. Se la agarro también y leordeno que pare.

—¡No me lo prometas, no me loprometas, no me lo prometas! ¡Noprometas nada nunca, nunca, nunca!—grita, y la carita se le arruga derabia.

—Eh, Frijol, tranquilo —ledigo mientras le doblo los brazossobre el pecho y me agacho paramirarlo a los ojos—. Algunas cosasno hace falta prometerlas.

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Simplemente, las haces.Me meto la mano en el bolsillo

y saco el medallón de Sissy. Abroel cierre. No lo he hecho desde quelo arreglé en la ciudad de lastiendas de campaña. Círculo roto.Se lo pongo al cuello y lo cierro.Círculo cerrado.

—Pase lo que pase ahí fuera,volveré a por ti —le prometo.

Detrás de él veo a Hachasaliendo del baño. Se está metiendoel pelo debajo de su gorra nueva.Yo me cuadro y la saludo.

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—¡El soldado Zombi sepresenta para el servicio, líder depelotón!

—Mi único día de gloria —dice ella, devolviéndome el saludo—. Todo el mundo sabe quién seráel sargento.

—No presto atención a losrumores —respondo, encogiéndomede hombros con modestia.

—Hiciste una promesa, a pesarde saber que no podrías cumplirla—dice tranquilamente, que es comolo dice todo. El problema es que me

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responde justo delante de Frijol—.¿Seguro que no te apetece aprendera jugar al ajedrez, Zombi? Se tedaría muy bien.

Como reírme parece lo menospeligroso en estos momentos, merío.

La puerta se abre de golpe, yDumbo grita:

—¡Señor! ¡Buenos días, señor!Corremos a los pies de nuestros

respectivos catres y nos ponemosfirmes mientras Reznik recorre lafila para nuestra última inspección.

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Está muy tranquilo, para ser Reznik.No nos llama gusanos ni basura,aunque sigue tan tiquismiquis comosiempre. La camisa de Picapiedrano está bien remetida por un lado.Umpa tiene la gorra torcida. Sacudedel cuello del uniforme de Tacitauna pelusa diminuta que solo havisto él. Se queda junto a ella unbuen rato, mirándola a la cara conuna seriedad casi cómica.

—Bueno, soldado, ¿estás listapara morir?

—¡Señor, sí, señor! —grita

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Tacita con su mejor vozarrón deguerrera.

Reznik se vuelve hacia losdemás.

—¿Y vosotros? ¿Estáis listos?—¡Señor, sí, señor! —gritamos

a una.Antes de irse, Reznik me ordena

que dé un paso al frente.—Venga conmigo, soldado —

dice. Después saluda por última veza las tropas y añade—: Nos vemosen la fiesta, niños.

Mientras salgo, Hacha me echa

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una mirada que parece decirme:«¿Lo ves?».

Camino dos pasos por detrásdel instructor jefe. Cruzamos elpatio, donde unos reclutas vestidoscon monos azules dan los últimostoques a la plataforma de losoradores, cuelgan banderines,colocan sillas para los altosmandos y desenrollan la alfombraroja. En un extremo, entre losbarracones, han colgado unaenorme pancarta que dice:«NOSOTROS SOMOS LA HUMANIDAD».

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Y, al otro extremo: «SOMOS UNO».Entramos en un edificio anodino

de una planta situado en el ladooccidental del complejo y nosdetenemos junto a una puerta deseguridad que reza: «SOLOPERSONAL AUTORIZADO». Pasamospor un detector de metalescontrolado por unos soldadosimpávidos y bien armados. Nosmetemos en un ascensor que noslleva cuatro plantas por debajo delnivel del suelo. Reznik no habla, nisiquiera me mira. Tengo una idea

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bastante clara del lugar al que nosdirigimos, pero no sé por qué.Nervioso, me tiro de la partedelantera del uniforme.

Bajamos por un largo pasillobañado en luces fluorescentes.Pasamos otro control de seguridad.Más soldados armados eimpávidos. Reznik se detiene frentea una puerta sin señalizar y pasa sutarjeta por el cierre. Entramos en uncuarto pequeño. Un hombre conuniforme de teniente nos saluda enla puerta, y lo seguimos por otro

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pasillo hasta llegar a un grandespacho privado. El hombresentado al escritorio está hojeandouna pila de copias impresas.

Vosch.Tras mandar retirarse a Reznik

y al teniente, nos quedamos solos.—Descanse, soldado.Separo las piernas, me llevo las

manos a la espalda y me sujeto lamuñeca izquierda con la manoderecha. Estoy de pie frente al granescritorio, mirando al frente ysacando pecho. Es el comandante

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supremo. Yo soy un soldado raso,un humilde recluta, ni siquiera soyun militar de verdad todavía. Elcorazón amenaza con reventarmelos botones de la camisa nueva.

—Bueno, Ben, ¿cómo estás?Esboza una sonrisa cálida. Ni

siquiera sé cómo empezar aresponder la pregunta. Además, medescoloca que me llame Ben: mesuena raro después de pasarmetantos meses atendiendo al nombrede Zombi.

Espera una respuesta y, por

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algún estúpido motivo, suelto loprimero que se me ocurre.

—¡Señor, el soldado está listopara morir, señor!

Él asiente sin dejar de sonreír,se levanta, rodea el escritorio ydice:

—Vamos a hablar sincortapisas, de soldado a soldado. Afin de cuentas, eso es lo que eresahora, sargento Parish.

Entonces los veo: lleva losgalones de sargento en la mano. Asíque Hacha tenía razón. Me pongo

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firme mientras me los coloca en elcuello. Me da una palmada en elhombro y me mira fijamente a losojos.

Cuesta devolverle la mirada:cuando esos ojos azules te miran, tesientes desnudo, completamenteexpuesto.

—Perdiste a un hombre.—Sí, señor.—Es algo terrible.—Sí, señor.Vosch se apoya en el escritorio

y cruza los brazos.

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—Su perfil era excelente. Notan bueno como el tuyo, pero... Lalección que debes aprender, Ben, esque todos tenemos un límite. Todossomos humanos, ¿no?

—Sí, señor.Sonríe. ¿Por qué sonríe? En el

búnker subterráneo hace fresco,pero estoy empezando a sudar.

—Puedes preguntar —dice,haciendo un gesto con la mano paraalentarme.

—¿Señor?—La pregunta que debes de

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estar pensando. La que te has hechodesde que Tanque apareció enprocesamiento y eliminación.

—¿Cómo murió?—Sobredosis, como sin duda

sospechabas. Un día después dequitarle la vigilancia para que no sesuicidara —explica, y señala lasilla que está a mi lado—. Siéntate,Ben. Tenemos que hablar de algo.

Me siento en el borde de lasilla, con la espalda recta y labarbilla levantada. Si es posibleestar firme sentado, eso es lo que

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hago.—Todos tenemos nuestros

límites —dice, taladrándome consus ojos azules—. Te contaré elmío. Dos semanas después de lacuarta ola, estaba reuniendosupervivientes en un campo derefugiados a unos seis kilómetrosde aquí. Bueno, no a todos lossupervivientes, solo a los niños.Aunque todavía no habíamosdetectado las infestaciones,estábamos bastante seguros de quelo que ocurría no implicaba a los

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niños. Como era imposible saberquién era el enemigo y quién no, ladecisión del mando fue eliminar atodo el personal mayor de quinceaños.

Se le oscurece el rostro y apartala mirada. Sigue apoyado en elborde del escritorio, y se aferra a élcon tanta fuerza que los nudillos sele ponen blancos.

—Es decir, fue mi decisión —añade, respirando profundamente—. Los matamos, Ben. Después dellevarnos a los niños, los matamos

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a todos sin excepción. Y, cuandoacabamos, le pegamos fuego alcampo. Lo borramos de la faz de laTierra.

Me mira de nuevo y, aunqueresulte increíble, veo lágrimas ensus ojos.

—Ese fue mi límite. Después, aldarme cuenta de que había caído ensu trampa, me horroricé. Me habíaconvertido en un instrumento delenemigo. Por cada personainfestada que asesiné, murieron tresinocentes. Tendré que vivir con

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eso..., porque tengo que vivir.¿Entiendes a qué me refiero?

Asentí con la cabeza, y élesbozó una sonrisa triste.

—Claro que lo entiendes. Losdos tenemos sangre inocente en lasmanos, ¿verdad?

De repente, se endereza, muyserio. Las lágrimas handesaparecido.

—Sargento Parish, hoy segraduarán los cuatro mejorespelotones de tu batallón. Comocomandante del pelotón ganador,

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tienes la oportunidad de ser elprimero en elegir misión. Dospelotones se desplegarán comopatrullas que protegerán elperímetro de esta base. Los otrosdos se desplegarán en territorioenemigo.

Tardo un par de minutos enasimilar la información. Me permitehacerlo. Vosch recoge uno de lospapeles impresos y me lo ponedelante. Hay muchos números,líneas irregulares y símbolos rarosque no significan nada para mí.

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—No espero que seas capaz deleerlo, pero ¿tienes algunasuposición acerca de lo que podríaser? —pregunta.

—No sería más que eso, señor,una suposición.

—Es el análisis de un serhumano infestado, realizado por ElPaís de las Maravillas.

Asiento con la cabeza. ¿Por quénarices asiento? Como si locomprendiera: «Ah, sí, comandante,¡un análisis! Por favor, continúe».

—Los hemos hecho pasar por

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El País de las Maravillas, claro,pero no habíamos sido capaces dedesentrañar el mapa de lainfestación de la víctima (o delclon, lo que sea)... hasta ahora. —Levanta en alto el papel y dice—:Este, sargento Parish, es el aspectoque tiene una conciencia alienígena.

De nuevo, asiento, pero esta vezporque empiezo a entenderlo.

—Saben lo que están pensandolos alienígenas.

—¡Exacto! —exclama, y mesonríe con ganas: soy su alumno

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estrella—. La clave para ganar estaguerra no son las tácticas ni laestrategia, ni siquiera eldesequilibrio tecnológico. Laverdadera clave para ganar estaguerra, como cualquier otra, escomprender cómo piensa elenemigo. Y ahora locomprendemos.

Espero a que me informe alrespecto con suavidad: ¿cómopiensa el enemigo?

—Gran parte de lo quesuponíamos es correcto. Llevan

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algún tiempo observándonos. Lasinfestaciones se introdujeron enindividuos clave de todo el mundo(agentes durmientes, por asídecirlo) que esperaban la señalpara lanzar un ataque coordinado encuanto se hubiera reducido lapoblación a un número manejable.Sabemos cómo acabó el ataqueaquí, en el Campo Asilo, ysospechamos que las demásinstalaciones militares no tuvierontanta suerte.

Se golpea el muslo con el

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papel. Debo de haber dado unrespingo, porque me sonríe paratranquilizarme.

—Un tercio de la poblaciónsuperviviente. Plantados aquí paraerradicar a los que sobrevivieran alas primeras tres olas. A ti, a mí, atus miembros de equipo, a todosnosotros. Si temes, como temía elpobre Tanque, que llegue una quintaola, olvídalo. No habrá una quintaola. No tienen ninguna intención deabandonar la nave nodriza hastahaber exterminado a la raza

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humana.—¿Por eso no nos han...?—¿Atacado otra vez? Eso

creemos. Al parecer, su objetivoprincipal es conservar el planetapara la colonización. Ahoraestamos en una guerra de desgaste.Nuestros recursos son limitados yno durarán para siempre. Losabemos, y ellos también lo saben.Sin un flujo de suministros, sinforma de reunir una fuerza decombate significativa, al final, estecampo, y cualquier otro que quede

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por ahí, morirá como una vid a laque le cortan las raíces.

Qué raro, todavía sonríe, comosi este escenario del juicio final loexcitara.

—Entonces ¿qué hacemos? —pregunto.

—Lo único que podemos hacer:llevar la batalla a su campo.

Lo dice sin dudar, sin miedo,sin deseperanza. «Llevar la batallaa su campo». Por eso es elcomandante. Viéndole aquí de pie,sonriente, seguro, sus facciones me

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recuerdan a una antigua estatuanoble, sabia y fuerte. Es la rocacontra la que se estrellan las olasalienígenas, y permanece intacta.«Nosotros somos la humanidad»,dice la pancarta. Incorrecto.Nosotros somos pálidos reflejos dela humanidad, sus débiles sombras,su eco lejano. La humanidad es él,el corazón palpitante, imbatido einvencible de la humanidad. En estemomento, si el comandante mepidiera que me metiera una bala enla cabeza por la causa, lo haría. Lo

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haría sin pensármelo dos veces.—Lo que nos lleva de vuelta al

tema de tu misión —dice en vozbaja—. Nuestros vuelos dereconocimiento han identificadogrupos significativos decombatientes infestados en Dayton ysus alrededores. Soltaremos allí aun pelotón, y se quedará solodurante cuatro horas. Hayaproximadamente una posibilidadentre cuatro de salir con vida.

Me aclaro la garganta.—Y dos pelotones se quedan

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aquí —respondo.—Sí, tú decides —me dice,

taladrándome hasta la médula consus ojos azules.

La misma sonrisa cómplice.Sabe lo que voy a contestar. Losabía antes de que yo entrara por lapuerta. A lo mejor se lo dijo miperfil de El País de las Maravillas,pero no lo creo. Me conoce.

Me levanto de la silla y mepongo firme.

Y le digo lo que él ya sabe.

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A las nueve horas, todo el batallónse reúne en el patio y forma un marde monos azules dirigido por loscuatro mejores pelotones, quevisten sus uniformes reciénestrenados. Más de mil reclutas depie en perfecta formación, de caraal este, la dirección de los nuevoscomienzos, hacia la plataforma delos oradores, que se montó el díaanterior. Las banderas ondean bajo

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la brisa helada, pero no notamos elfrío. Un fuego más caliente que elque convirtió a Tanque en cenizasnos ilumina desde dentro. La cúpuladel Mando Central pasa por delantede la primera fila, la fila ganadora,nos da la mano y nos felicita por eltrabajo bien hecho. Después, unaspalabras personales deagradecimiento de los instructoresjefe. He estado soñando con lo quele diría a Reznik cuando me diera lamano: «Gracias por hacer de mivida un infierno», «Muérete.

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Muérete ya, hijo de puta»... O mifavorita, breve, dulce y directa:«Que te den». Pero, cuando mesaluda y me tiende la mano, estoy apunto de desmoronarme. Quierodarle un puñetazo y abrazarlo, todoa la vez.

—Enhorabuena, Ben —me dice,lo que me deja completamentedescolocado.

No tenía ni idea de que supierami nombre. Me guiña un ojo y sigueavanzando por la fila.

Un par de oficiales que no había

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visto nunca dan un breve discurso.Después presentan al comandantesupremo, y las tropas se vuelvenlocas: agitamos las gorras ylevantamos los puños. Nuestrosvítores rebotan en los edificios querodean el patio y multiplican laintensidad del rugido hasta el puntode que parece que seamos el doble.El comandante Vosch se lleva lamano a la frente, muy despacio, y escomo si accionase un interruptor: elruido acaba de golpe y todoslevantamos también la mano para

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saludar. Oigo que más de uno sesorbe los mocos disimuladamente.Es demasiado. Después de lo quenos trajo hasta aquí y de lo quehemos pasado, después de tantasangre, tanta muerte y tanto fuego,después de mirarnos al espejo delpasado a través de El País de lasMaravillas y de enfrentarnos a lafea verdad sobre el futuro en la salade ejecución, después de meses deuna instrucción brutal que haempujado a más de uno a un puntosin retorno, hemos llegado. Hemos

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sobrevivido a la muerte de nuestrainfancia. Ahora somos soldados,puede que los últimos soldados quelucharán en el planeta, la últimaesperanza de la Tierra, unidoscomo un único ser en el espíritu dela venganza.

No oigo ni una palabra deldiscurso de Vosch. Me quedomirando el sol que se eleva porencima de su hombro, un solenmarcado en las torres gemelas dela central eléctrica, y cuya luz serefleja en la nave en órbita, la única

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imperfección de un cielo que, porlo demás, parece perfecto. Tanpequeña e insignificante... Es comosi pudiera levantar una mano yarrancarla de ahí arriba, arrojarlaal suelo y pisotearla hasta reducirlaa polvo. El fuego que siento en elpecho se pone al rojo vivo, merecorre todo el cuerpo, me fundelos huesos, me incinera la piel. Soyel sol convertido en supernova.

Me equivoqué al asegurar queBen Parish había muerto el día quesalí de la unidad de convalecencia.

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En realidad he cargado con sucadáver apestoso durante toda lainstrucción. Ahora, lo que quedabade él está ardiendo mientrascontemplo la figura solitaria queencendió este fuego. El hombre queme enseñó cuál era el verdaderocampo de batalla, el que me vaciópara que me llenaran de nuevo, elque me mató para que pudiera vivir.Y juro que lo veo devolverme lamirada con esos ojos de un azulhelado que son capaces de llegarhasta el fondo de mi alma, y lo sé,

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sé lo que está pensando.«Tú y yo somos uno. Hermanos

en el odio, hermanos en la astucia,hermanos en el espíritu de lavenganza».

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«Tú me has salvado a mí».Aquella noche, tumbada entre

sus brazos con esas palabras en lacabeza, voy y pienso: «Idiota,idiota, idiota. No puedes hacerlo.No puedes, no puedes, no puedes».

La primera regla: no confiar ennadie. Lo que conduce a la segundaregla: la única forma de seguir convida el mayor tiempo posible esseguir sola el mayor tiempo

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posible.Acabo de romper ambas reglas.Sí, son muy listos: cuanto más

difícil resulta sobrevivir, másnecesitas la compañía, y cuanto másacompañada estás, más difícilresulta sobrevivir.

El caso es que tuve mioportunidad y no me fue demasiadobien sola. De hecho, se me daba depena. Habría muerto si Evan nollega a encontrarme.

Tiene su cuerpo pegado a miespalda, me rodea la cintura con el

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brazo, como si deseara protegerme,y siento el delicioso cosquilleo desu aliento en la nuca. En el cuartohace mucho frío, estaría bienmeterme bajo la manta, pero noquiero moverme. No quiero que élse mueva. Le acaricio el antebrazoy recuerdo la calidez de sus labios,su pelo sedoso entre mis dedos. Elchico que nunca duerme estádurmiendo, descansa en la orilla deCasiopea, una isla en medio de unmar de sangre. «Tú tienes tupromesa, y yo te tengo a ti».

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No puedo confiar en él. Tengoque confiar en él.

No puedo quedarme con él. Nopuedo dejarlo.

Ya no se puede confiar ennadie, los Otros me lo enseñaron.

Pero ¿se puede seguir confiandoen el amor?

No es que yo lo quiera, nisiquiera sé cómo es el amor. Sécómo me hacía sentir Ben Parish,pero no sé expresarlo con palabraso, al menos, con palabras queconozca.

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Evan se agita detrás de mí.—Es tarde —murmura—. Será

mejor que duermas un poco.«¿Cómo sabía que estaba

despierta?».—¿Y tú?Se levanta de la cama y camina

descalzo hacia la puerta. Me siento,con el corazón acelerado, sinentender muy bien el porqué.

—¿Adónde vas? —pregunto.—Voy a echar un vistazo por

ahí. No tardaré.Cuando se va, me quito la ropa

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y me pongo una de sus camisas deleñador a cuadros. A Val le ibanlos camisones con volantitos. No esmi estilo.

Vuelvo a la cama y me subo lassábanas hasta la barbilla. ¡Jo, quéfrío hace! Me pongo a escuchar elsilencio, el silencio de la casa sinEvan. En el exterior, la naturalezaha dado rienda suelta a sus ruidos:el ladrido lejano de los perrossalvajes, el aullido de un lobo, elulular de los búhos. Es invierno, laépoca del año en que la naturaleza

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susurra. Supongo que, cuandollegue la primavera, surgirá unasinfonía de criaturas silvestres.

Espero a que regrese. Pasa unahora. Dos.

Oigo de nuevo el delatorcrujido y contengo el aliento. Suelooírlo regresar por la noche: lapuerta de la cocina al cerrarse, laspesadas botas subiendo lasescaleras. Ahora no oigo nada másque el crujido al otro lado de lapuerta.

Alargo el brazo y cojo la Luger,

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que está en la mesita de noche.Siempre la tengo cerca.

«Está muerto —es lo primeroque pienso—. El que está al otrolado de la puerta no es Evan: es unSilenciador».

Me bajo de la cama con sigilo yme acerco de puntillas a la puerta.Pego la oreja a la madera y cierrolos ojos para concentrarme,agarrando la pistola con ambasmanos, en la postura correcta, comome ha enseñado. Repitomentalmente cada paso, como me ha

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enseñado.«Mano izquierda en el pomo.

Gira, tira, dos pasos atrás, pistolaarriba. Gira, tira, dos pasos atrás,pistola arriba...».

Craaac.Vale, ya está.Abro la puerta de golpe, doy un

paso atrás (y mira que lo habíarepasado) y levanto el arma. Evanretrocede de un salto, se da contrala pared y levanta las manos porinstinto al ver el cañón relucientefrente a su cara.

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—¡Eh! —grita con los ojos muyabiertos y las manos arriba, como silo hubiese asaltado un ladrón.

—Pero ¿qué narices haces? —pregunto, temblando de rabia.

—Volvía para... ver cómoestabas. ¿Puedes bajar la pistola,por favor?

—Sabes que no me hacía faltaabrir la puerta —le ladro, bajandoel arma—. Podría habertedisparado a través de la madera.

—La próxima vez llamaré, te lojuro —responde, y esboza su típica

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sonrisa de medio lado.—Vamos a establecer un código

para cuando quieras acercarte enplan sigiloso pervertido. Si llamasuna vez a la puerta, significa quequieres entrar. Dos, que solo tepasas para espiarme mientrasduermo.

Aparta la mirada de mi carapara posarla primero en mi camisa(que casualmente es su camisa), yluego en mis piernas desnudas,donde se detiene un segundo más dela cuenta antes de volver a mirarme

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la cara. Es una mirada cálida.Tengo las piernas frías.

Después golpea una vez lajamba de la puerta con los nudillos,pero la que le gana el acceso es susonrisa.

Nos sentamos en la cama, eintento no prestar atención al hechode que llevo puesta su camisa, deque su camisa huele a él y de que élestá sentado a treinta centímetros,oliendo también a él, y de que,encima, noto un nudo muy tenso enla boca del estómago, algo que

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parece un trozo de carbón ardiente.Quiero que me toque otra vez.

Quiero sentir sus manos, suavescomo nubes, pero temo que altocarme haga estallar los siete milbillones de billones de átomos quecomponen mi cuerpo y me dispersepor el universo.

—¿Está vivo? —me susurra.De nuevo me mira con esa

expresión triste y desesperada.¿Qué ha pasado ahí fuera? ¿Por quéestá pensando en Sams?

Me encojo de hombros: ¿cómo

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voy a saberlo?—Yo lo sabía cuando Lauren lo

estaba. Es decir, supe cuándo dejóde estarlo. —Se pone a tirar de lacolcha, a acariciar las puntadas y arecorrer con los dedos los bordesde los retales como si recorriera elcamino a seguir en un mapa deltesoro—. Lo sentí. En aquelmomento ya solo quedábamos Val yyo. Val estaba muy enferma, y yosabía que no le quedaba muchotiempo. Conocía la progresión casial minuto; había pasado por ella

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seis veces.Tarda un minuto en seguir

hablando: está claro que se haasustado con algo. No para demover los ojos ni un segundo, sepasean por la habitación como siintentaran encontrar algo con lo quedistraerse... O puede que locontrario: algo que lo ancle a estemomento. Este momento conmigo...No al que no se puede quitar de lacabeza.

—Un día estaba fuera, colgandounas sábanas en el tendedero, y noté

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una sensación muy rara, como sialgo me estallara en el pecho. Esdecir, fue algo completamentefísico, no mental, no como si unavocecita interior me contara... mecontara que Lauren había muerto.Fue como si alguien me diera unbuen empujón. Y lo supe. Así quesolté la sábana y salí echandoleches hacia su casa...

Sacude la cabeza. Le toco larodilla, pero retiro la manorápidamente. Después del primercontacto, el hecho de tocar se

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vuelve demasiado fácil.—¿Cómo lo hizo? —le

pregunto.No quiero que reviva nada si no

está preparado para hacerlo. Hastaahora ha sido un iceberg emocional:dos tercios de él han quedadoocultos bajo la superficie,escuchando más que hablando,preguntando más que respondiendo.

—Se ahorcó —dice—. Yo labajé —añade, y aparta la vista.Aquí, conmigo; allí, con ella—.Después la enterré.

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No sé qué decir, así que no digonada. Demasiada gente dice algocuando, en realidad, no tiene nadaque decir.

—Creo que eso es lo que pasacuando quieres a alguien —dice alcabo de un minuto—. Si le ocurrealgo, notas un puñetazo en elcorazón. No algo que se asemeja aun puñetazo en el corazón, sino unauténtico puñetazo en el corazón —explica, y se encoge de hombrosmientras se ríe en voz baja—. Enfin, eso sentí yo.

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—Y crees que, como yo no lohe sentido, Sammy debe de seguirvivo, ¿es eso?

—Lo sé, es una verdaderaestupidez —responde,encogiéndose de hombros otra vez ysoltando una risa avergonzada—.Siento haber sacado el tema.

—La querías de verdad, ¿no?—Crecimos juntos —dice, y se

le iluminan los ojos al recordarlo—. Estábamos siempre juntos, oella se venía aquí o yo me iba a sucasa. Después crecimos y seguimos

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siempre juntos, ella aquí o yo allí,cuando podía escabullirme. Sesuponía que debía ayudar a mipadre en la granja.

—Ahí es donde has estado estanoche, ¿verdad? En casa de Lauren.

Le cae una lágrima por lamejilla. Se la limpio con el pulgar,igual que él limpió las mías lanoche que le pregunté si creía enDios.

De repente, se inclina sobre míy me besa. Sin más.

—¿Por qué me has besado,

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Evan?Hablamos de Lauren y me besa.

Es raro.—No lo sé —responde,

agachando la cabeza.Tenemos al enigmático Evan, al

taciturno Evan, al apasionado Evany, ahora, al tímido niñito Evan.

—La próxima vez que mebeses, será mejor que tengas unabuena razón —bromeo.

—Vale —dice, y me besa otravez.

—¿Razón? —pregunto en voz

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baja.—Ummm, ¿que eres muy guapa?—Esa me vale. No sé si es

verdad, pero me vale.Me sujeta la cara entre sus

suaves manos y se inclina paradarme un tercer beso que se demoramás, que enciende el ardientecarbón de mi vientre y hace que elvello de la nuca se me erice y seponga a bailar.

—Es verdad —susurra mientrasse rozan nuestros labios.

Nos quedamos dormidos en la

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misma postura en la que estábamoshace unas horas, con la palma de sumano justo debajo de mi cuello. Medespierto en plena noche y, por uninstante, estoy de nuevo en elbosque, dentro de mi saco dedormir, a solas con el osito y conmi M16..., y con el cuerpo de undesconocido pegado al mío.

«No, no pasa nada, Cassie, esEvan, el que te ha salvado, el que teha devuelto la salud y el que estádispuesto a arriesgar la vida paraque puedas cumplir una promesa

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ridícula. Evan, el chico que se fijaen todo y que se ha fijado en ti.Evan, el sencillo granjero de manoscálidas, amables y suaves».

De repente, se me para elcorazón. ¿Qué clase de granjerotiene las manos suaves?

Me aparto su mano del pecho.Él se agita y suspira contra micuello. Ahora, el vello queacarician sus labios baila a un ritmodistinto. Paso con cuidado laspuntas de los dedos por la palma desu mano: suave como el culito de un

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bebé.«Vale, no te dejes llevar por el

pánico. Hace varios meses que notrabaja en la granja. Y ya sabes lobien que se arregla las cutículas...Pero ¿pueden desaparecer loscallos de varios años después deunos meses de cazar en elbosque?».

De cazar en el bosque...Agacho un poco la cabeza para

olerle los dedos. Puede que sea miimaginación hiperactiva, pero¿acaso no es este el olor acre y

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metálico de la pólvora? ¿Cuándofue la última vez que disparó unarma? Esta noche no ha salido acazar, ha ido a visitar la tumba deLauren.

Estoy tumbada y despierta ensus brazos al llegar el alba, y notolos latidos de su corazón contra miespalda mientras el mío late confuerza contra su mano.

«—Debes de ser un cazadorpésimo. Casi nunca traes nada.

»—Lo cierto es que soy muybueno.

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»—Entonces ¿es que no tienesestómago para matar?

»—Tengo estómago para hacerlo que haga falta».

¿Para qué tienes estómago,Evan Walker?

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El día siguiente es un suplicio.Sé que no puedo enfrentarme a

él: es demasiado peligroso. ¿Y si escierto lo peor? Que Evan Walker,el granjero, no existe, que soloexiste Evan Walker, el traidorhumano... O lo impensable (unapalabra que, por otro lado, resumeperfectamente esta invasiónalienígena): Evan Walker, elSilenciador. Me repito que esa

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posibilidad es ridícula, que unSilenciador no me ayudaría arecuperar la salud... y mucho menosse dedicaría a ponerme apodos y ajugar a mimitos en la oscuridad. UnSilenciador solo..., bueno, mesilenciaría.

Una vez tome la irrevocabledecisión de enfrentarme a él, seacabó. Si no es lo que asegura ser,no le dejaré otra opción. Sea cualsea su razón para mantenerme convida, no creo que siga viva muchotiempo si él se entera de que he

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descubierto la verdad.«Despacio, planéalo bien. No

entres como un elefante en unacacharrería, que es lo que hacessiempre, Sullivan. Aunque no peguecon tu estilo, sé metódica por unavez en tu vida».

Así que finjo que va todo bien.Sin embargo, mientras desayunamosdesvío la conversación hacia losdías previos a la Llegada. ¿Quétrabajos hacía en la granja? Todoslos que se te ocurran, responde.Conducía el tractor, cargaba balas

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de heno, daba de comer a losanimales, reparaba el equipo,colocaba alambre de espino. Lemiro las manos mientras le buscoexcusas. La mejor es que siemprese ponía los guantes, aunque no sécómo preguntárselo de un modonatural: «Bueno, Evan, tienes lasmanos muy suaves para habertecriado en una granja. Estarías conlos guantes puestos todo el día yusarías más crema de manos que lamayoría de los chicos, ¿eh?».

No quiere hablar del pasado: lo

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que le preocupa es el futuro. Quierelos detalles de la misión. Necesitatomar nota de cada paso que demosentre la granja y Wright-Patterson,tener en cuenta todos y cada uno delos posibles imprevistos. ¿Qué pasasi no esperamos a la primavera ynos sorprende otra tormenta denieve? ¿Qué pasa si encontramos labase abandonada? ¿Cómoseguiremos el rastro de Sammy sipasa eso? ¿Cuándo decidiremos queya basta y nos rendiremos?

—No me rendiré nunca —le

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digo.Espero a la noche. Nunca se me

ha dado bien esperar, y él sepercata de que estoy inquieta.

—¿Estarás bien? —preguntajunto a la puerta de la cocina, con elfusil colgado del hombro, mientrasme sujeta con ternura la cara entresus suaves manos.

Y yo miro sus ojos de cachorro,la valiente Cassie, la confiadaCassie, la efímera Cassie. «Claroque estaré bien. Tú ve a cargarte aunas cuantas personas, que yo

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prepararé palomitas».Y cierra la puerta al salir. Lo

veo bajar tranquilamente del porchey alejarse trotando entre losárboles, en dirección al oeste, haciala autovía, que, como todo el mundosabe, es una zona perfecta para lacaza mayor: allí es donde secongregan los ciervos, los conejos,los Homo sapiens.

Recorro todas las habitaciones.Después de cuatro semanasencerrada, como si estuviera enarresto domiciliario, lo normal

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sería haberlas registrado ya.¿Qué encuentro? Nada. Y

mucho.Álbumes de fotos familiares.

Está el bebé Evan en el hospital,con su gorrito de rayas de reciénnacido. El pequeño Evanempujando un cortacésped deplástico. El Evan de cinco añosmontado en un poni. El Evan dediez años en el tractor. El Evan dedoce años con uniforme debéisbol...

Y el resto de la familia,

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incluida Val. La distingo a laprimera, y verle el rostro a la chicaque murió en sus brazos y cuya ropahe estado vistiendo me hace pensarde nuevo en toda la mierda, y, derepente, soy la persona máshorrible que queda en el planeta.Ver a su familia delante del árbolde Navidad, reunida en torno atartas de cumpleaños, recorriendosenderos de montaña..., me obliga arecordarlo todo: el final de losárboles de Navidad, de las tartas decumpleaños, de las vacaciones en

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familia y diez mil cosas más queantes daba por sentadas. Cadafotografía es un tañido de campana,un cronómetro que marca el tiempoque falta para el fin de lanormalidad.

Y ella también aparece enalgunas fotos. Lauren: alta, atlética,ah, y rubia. Por supuesto, tenía queser rubia. Son una pareja muyatractiva. En más de la mitad de lasimágenes, ella no mira a la cámara,lo mira a él. No como yo miraría aBen Parish, con ñoñería. Lo mira

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con osadía, como diciendo: «¿Ves aeste chico? Pues es mío».

Dejo a un lado los álbumes,notando que se disipa la paranoia.

«Bueno, tiene las manos suaves,¿y qué? Es agradable que tenga lasmanos suaves».

Enciendo un buen fuego paracalentar el cuarto y espanto lassombras que se me echan encima.

«Vale, los dedos le huelen apólvora después de visitar sutumba: ¿y qué? Hay animalessalvajes por todas partes, y no era

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el momento más adecuado paraexplicar: “Sí, fui a visitar su tumba.Ah, por cierto, también maté a unperro rabioso en el camino devuelta”. Desde que te encontró te hacuidado, te ha mantenido a salvo, haestado a tu lado para todo».

Pero por mucho que mesermonee, no me tranquilizo, se meescapa algo, algo importante.Empiezo a pasearme por delante dela chimenea y tiemblo a pesar delas llamas. Es como cuando te picay no te puedes rascar. Pero ¿por

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qué? Noto en las tripas que noencontraré nada que lo incriminepor mucho que registre cadacentímetro de la casa.

«Pero no has buscado por todaspartes, Cassie. No has mirado en elúnico lugar en el que no espera quemires».

Corro a la cocina; ya no mequeda mucho tiempo. Cojo unachaqueta gruesa que hay colgadadel gancho, junto a la puerta, y unalinterna del armario, me meto laLuger en la cinturilla del pantalón y

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salgo. Hace un frío glacial. El cieloestá despejado y la luz de lasestrellas baña el patio. Mientrascorro hacia el granero, intento nopensar en la nave nodriza que flotasobre mi cabeza, a unos cuantoscientos de kilómetros de aquí. Noenciendo la luz hasta que entro.

Huele a estiércol rancio y aheno mohoso. Oigo las patitas delas ratas que corren por lostablones podridos del techo. Muevoel haz de la linterna de un lado aotro: pasa por encima de las

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casillas vacías, se pasea por elsuelo sucio e ilumina el interior delpajar. No sé muy bien qué busco,pero sigo buscando. Ocurre entodas las películas de miedo de lahistoria: el granero es el lugar en elque se ocultan las cosas que nosabes que estás buscando y que, alfinal, te arrepientes de haberencontrado.

Encuentro lo que no buscababajo una pila de mantas raídas,contra la pared del fondo. Algolargo y oscuro que refleja el haz de

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luz. No lo toco. Lo destapo,echando a un lado tres mantas parallegar hasta él.

Es mi M16.Sé que es el mío porque veo

mis iniciales en la culata: C. S. Lasraspé una tarde que pasé escondidaen mi pequeña tienda de campañadel bosque. C. S., iniciales de«Completamente Subnormal».

Lo había perdido en la mediana,cuando el Silenciador atacó desdeel bosque. Presa del pánico, se meolvidó allí y decidí que no podía

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volver a por él. Ahora está aquí, enel granero de Evan Walker. Mimejor amigo había encontrado elcamino a casa.

«¿Sabes cómo averiguar quiénes tu enemigo en tiempos de guerra,Cassie?».

Retrocedo para alejarme delfusil. Para alejarme del mensajeque envía. Retrocedo hasta lapuerta sin dejar de iluminar lareluciente culata negra con lalinterna.

Entonces me vuelvo y me doy

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de bruces contra su pecho de acero.

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—¿Cassie? —pregunta mientrasme agarra por los brazos para queno me caiga de culo—. ¿Qué hacesaquí? —añade, mirando hacia elgranero.

—Me ha parecido oír un ruido.¡Qué tonta! Ahora a lo mejor

decide investigar, pero es loprimero que se me ocurre. Lo desoltar lo primero que se me pasapor la cabeza es algo que debería

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mejorar..., si es que sobrevivo a lospróximos cinco minutos. El corazónme late tan deprisa que me pitan losoídos.

—¿Que te pareció qué? Cassie,no deberías venir aquí de noche.

Asentí con la cabeza y meobligué a mirarlo a los ojos. EvanWalker es de los que se dan cuentade las cosas.

—Lo sé, ha sido una estupidez,pero llevabas fuera mucho tiempo.

—Estaba persiguiendo unciervo.

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Tengo delante a esta gransombra con forma de Evan, unasombra con un fusil de gran calibre,recortada sobre el fondo de unmillón de soles.

«Seguro que sí», pienso.—Vamos dentro, ¿vale? Me

estoy congelando.Él no se mueve, está mirando el

interior del granero.—Ya lo he comprobado —le

digo, intentando que no me tiemblela voz—. Ratas.

—¿Ratas?

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—Sí, ratas.—¿Que has oído ratas? ¿En el

granero? ¿Desde el interior de lacasa?

—No, ¿cómo iba a oírlas desdeallí? —digo. Ahora vendría bienponer los ojos en blanco, como sime exasperase su comentario, pero,en vez de eso, se me escapa unarisa nerviosa—. Salí al porche paratomar aire fresco.

—¿Y las oíste desde el porche?—Eran unas ratas muy gordas.«¡Sonrisa coqueta!». Esbozo

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una sonrisa que espero pueda pasarpor una de esas. Después lo cojodel brazo y tiro de él hacia la casa.Es como intentar mover un poste dehormigón. Si entra en el granero yve el fusil destapado, se acabó.¿Por qué no lo habré dejadotapado?

—Evan, no es nada... Me heasustado y ya está.

—Vale.Empuja la puerta del granero

para cerrarla y volvemos a lagranja. Me echa un brazo protector

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sobre los hombros y lo deja caer alllegar a la puerta.

«Ahora, Cassie, paso rápido ala derecha, saca la Luger de lacinturilla, cógela con las dosmanos, dobla un poco las rodillas,aprieta con delicadeza. Ahora».

Entramos en la cocina, que seha calentado. Pierdo laoportunidad.

—Entonces, supongo que no haspillado al ciervo —digo como sinada.

—No —responde mientras

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apoya el fusil en la pared y se quitael abrigo. El frío le ha dejado lasmejillas rojas.

—A lo mejor has disparado aotra cosa y eso es lo que he oído.

—No le he disparado a nada —dice, sacudiendo la cabeza.

Se sopla las manos. Lo sigo alsalón, y él se agacha junto al fuegopara calentárselas. Estoy de piejunto al sofá, a pocos pasos de él.

Mi segunda oportunidad paraacabar con Evan. Acertar a tan pocadistancia no sería difícil. O no lo

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sería si su cabeza se pareciera auna lata vacía de maíz, que es elúnico blanco al que estoyacostumbrada a disparar.

Me saco la pistola del pantalón.Haber encontrado mi fusil en su

granero no me deja demasiadasalternativas. Es como estar bajoaquel coche de la autovía:esconderse o enfrentarse alatacante. No hacer nada, fingir quetodo va bien entre nosotros, esinútil. Dispararle en la nuca síserviría de algo (lo mataría), pero,

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después del soldado del crucifijo,mi prioridad es no volver a matarjamás a una persona inocente. Lomejor será enseñar mis cartas ahoraque tengo la pistola en la mano.

—Tengo que contarte una cosa—le digo con voz temblorosa—. Tehe mentido sobre las ratas.

—Has encontrado el fusil.No es una pregunta.Se vuelve. De espaldas al

fuego, su rostro queda en sombras yno logro verle la expresión. Sutono, sin embargo, es

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despreocupado.—Lo encontré hace un par de

días, en la autovía. Recordé que mehabías dicho que soltaste el tuyo alhuir. Entonces vi las iniciales ysupuse que era el mismo.

Guardo silencio un minuto.Su explicación es muy sensata,

pero no me esperaba que fuesedirecto al grano, sin más.

—¿Por qué no me lo contaste?—pregunto por fin.

—Iba a hacerlo —responde,encogiéndose de hombros—.

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Supongo que se me olvidó. ¿Quéhaces con esa pistola, Cassie?

«Bueno, estaba pensando envolarte los sesos, poco más. Creíaque a lo mejor eras un Silenciador,un traidor a tu especie o algoparecido. Qué gracia, ¿verdad?».

Sigo su mirada hasta el arma y,de repente, me dan ganas deecharme a llorar.

—Tenemos que confiar el unoen el otro, ¿verdad? —susurro.

—Sí —responde, acercándose.—Pero ¿cómo... cómo te

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obligas a confiar en alguien?Está a mi lado. No intenta

quitarme la pistola, intenta llegar amí con sus ojos. Y yo quiero queme atrape antes de que la caída mealeje demasiado del Evan que creíaque conocía, el que me salvó parasalvarse él. Él es todo lo que mequeda. Es el diminuto arbusto alque me aferro para no caer alprecipicio del que cuelgo.«Ayúdame, Evan, no me dejes caer,no dejes que pierda esa parte de míque me hace humana».

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—No puedes obligarte a creeren nada —responde en voz baja—.Pero sí puedes permitirte creer.Puedes permitirte confiar.

Asiento y lo miro a los ojos, aesos cálidos ojos de chocolate, tandulces y tan tristes. Maldita sea,¿por qué tiene que ser tan guapo? Y¿por qué tengo yo que ser tanconsciente de ello? Y ¿en qué sediferencia mi confianza en él de laconfianza que Sammy le entregó aese soldado cuando le dio la manoantes de subir al autobús? Lo más

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curioso es que sus ojos merecuerdan a los de Sammy: anhelansaber si todo va a salir bien. LosOtros respondieron a esa preguntacon un no inequívoco. Entonces, ¿enqué me convierto si le doy a Evanla misma respuesta?

—Es lo que quiero hacer. Contodas mis fuerzas.

No sé cómo ha sido, pero me haquitado la pistola. Me da la mano yme conduce al sofá. Deja la pistolasobre El desesperado deseo delamor, se sienta a mi lado, no

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demasiado cerca, y apoya los codosen las rodillas. Se frota sus enormesmanos, como si todavía estuvieranfrías. No lo están, acabo de tocarleuna.

—No quiero irme de aquí —confiesa—. Por muchos motivosque me parecían muy buenos hastaque te encontré. —Da una suavepalmada, frustrado; las palabras nosalen como él quería—. Sé que nopediste ser mi razón para seguircon... con todo. Pero en cuanto teencontré...

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Se vuelve para tomar mis manosentre las suyas y, de repente, estoyun poco asustada. Me las aprietacon fuerza y los ojos se le llenan delágrimas. Es como si yo fuera loque evita que él caiga por unprecipicio.

—Lo había entendido todo mal—sigue diciendo—. Antes deencontrarte creía que la única formade resistir era tener algo por lo quevivir. Y no es eso. Para resistir,debes encontrar algo por lo queestés dispuesto a morir.

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El mundo está gritando.Eso es lo que parece, aunque en

realidad se trata del viento heladoque atraviesa a toda velocidad lacompuerta abierta del Black Hawk.En el momento cumbre de la plaga,cuando la gente moría a centenarestodos los días, a veces losaterrorizados residentes de laciudad de las tiendas de campañaarrojaban al fuego por error a

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personas inconscientes, y cuandolas llamas abrasaban sus cuerposcon vida no solo oíamos sus gritos,sino que los sentíamos como unpuñetazo en el corazón.

Hay cosas que es imposibledejar atrás; no pertenecen alpasado, te pertenecen a ti.

El mundo está gritando. Muereabrasado por las llamas.

Desde las ventanillas delhelicóptero se ven los incendiosque salpican el oscuro paisaje,manchas ámbar sobre un fondo

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oscuro cuyo número va creciendoconforme nos acercamos a lasafueras de la ciudad. No son pirasfunerarias, sino fruto de lastormentas de verano, y los vientosotoñales transportaron las brasascandentes a nuevos pastos, porquehabía mucho que consumir, ladespensa estaba llena. El mundoarderá durante muchos años. Arderáhasta que yo alcance la edad de mipadre, si es que llego a vivir tanto.

Volamos bajo, tres metros porencima de la copa de los árboles,

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equipados con algún tipo detecnología que amortigua el ruidode los rotores. Avanzamos caminodel centro de Dayton desde el norte.Está nevando un poco, y los copostitilan alrededor de los incendios deabajo como un halo dorado quedesprende luz sin iluminar nada.

Le doy la espalda a la ventana yveo a Hacha al otro lado delpasillo, mirándome. Levanta dosdedos. Asiento. Dos minutos parasaltar. Me bajo la cinta de la cabezapara colocar la lente sobre el ojo

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izquierdo y ajusto la correa.Hacha señala a Tacita, que

ocupa el asiento que tengo al lado.El ocular se le resbalacontinuamente. Le ajusto la correa,ella levanta el pulgar, y entoncesnoto que me sube la bilis a lagarganta. Siete años. Por Diosbendito. Me inclino sobre ella y legrito al oído:

—Quédate a mi lado,¿entendido?

Tacita sonríe, sacude la cabezay señala a Hacha. «¡Me quedo con

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ella!». Me río, Tacita no tiene unpelo de tonta.

El Black Hawk sobrevuela elrío; pasamos a pocos metros delagua. Hacha está comprobando suarma por enésima vez. A su lado,Picapiedra da golpecitos con el pieen el suelo, mirando hacia delante.

Después está Dumbo, que haceinventario de su equipo médico, yUmpa, que agacha la cabeza paraintentar ocultar que se estázampando una última chocolatina.

Y, finalmente, está Bizcocho,

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con la cabeza gacha y las manoscruzadas sobre el regazo. Reznik lollamó Bizcocho porque decía queera blando y dulce. A mí no meparece ninguna de las dos cosas,sobre todo cuando está en el campode tiro. Hacha suele ser mejortiradora, pero he visto a Bizcochoderribar seis dianas en seissegundos.

«Sí, dianas. Siluetas de sereshumanos recortadas encontrachapado. Ya veremos cómoserá su puntería cuando se trate de

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personas de verdad. Ya veremoscómo será la puntería de todosnosotros».

Increíble. Somos la vanguardia.Siete niños que hace seis meses noeran más que, bueno, niños; ahorasomos el contragolpe a un ataqueque dejó siete mil millones demuertos.

Hacha me mira de nuevo.Cuando el helicóptero inicia eldescenso, se desabrocha el arnés y,tras salir al pasillo, me pone lasmanos en los hombros y me grita a

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la cara:—¡Recuerda el círculo! ¡No

vamos a morir!Bajamos en picado a la zona de

salto. El helicóptero no aterriza, sequeda flotando a pocos centímetrosdel césped helado mientras elpelotón salta. Desde la compuertaabierta, miro atrás y veo que Tacitatiene problemas para liberarse desu arnés. Entonces consigue soltarsey salta por delante de mí. Soy elúltimo. En la cabina, el pilotovuelve la vista atrás, levanta el

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pulgar, y yo le devuelvo la señal.El Black Hawk sale disparado

por el cielo nocturno, de vuelta alnorte, y su fuselaje negro se funderápidamente con las nubes oscuras,que acaban por tragárselo y hacerlodesaparecer.

Los rotores han limpiado denieve el aire del parquecito que hayjunto al río. Cuando el helicópterose va, la nieve regresa y searremolina, furiosa, a nuestroalrededor. El silencio repentino quesustituye al aullido del viento es

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ensordecedor. Justo delante denosotros se yergue una enormesombra humana: la estatua de unveterano de la guerra de Corea. Ala izquierda de la estatua está elpuente y, al otro lado, diezmanzanas al suroeste, el antiguojuzgado en el que varios infestadoshan reunido un arsenal de armasautomáticas y lanzagranadas,además de misiles Stinger FIM-92.Los Stingers son la razón de queestemos aquí. Los ataques handevastado nuestra capacidad aérea

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y es esencial proteger los pocosrecursos que nos quedan.

Nuestra misión tiene dosobjetivos: destruir o capturar todoel armamento enemigo y acabar conla infestación.

Acabar con el personalinfestado.

Hacha va delante: es la quetiene mejor vista. La seguimos,dejamos atrás la estatua deexpresión severa y nos disponemosa cruzar el puente; Picapiedra,Dumbo, Umpa, Bizcocho, Tacita, y

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yo en la retaguardia. Avanzamosentre los coches parados queparecen surgir de detrás de unacortina blanca, cubiertos por tresestaciones de escombros. Algunostienen las ventanas reventadas,están cubiertos de grafiti y los handespojado de cualquier cosa devalor, pero ¿qué valor tienen ya lascosas? Tacita corre delante de mícon sus torpes pasitos de bebé. Ellasí que es valiosa. Esto es lo másimportante que he sacado de laLlegada: al matarnos, nos

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enseñaron que dar importancia a lascosas materiales es una auténticaidiotez. ¿El dueño de ese BMW?Está en el mismo sitio que la dueñade ese Kia.

Nos detenemos justo antes dellegar a Patterson Boulevard, en elextremo sur del puente. Nosagachamos al lado del parachoquesdelantero aplastado de untodoterreno y examinamos la calleque tenemos por delante. La nievereduce la visibilidad y soloalcanzamos a distinguir media

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manzana. Es posible que nos lleveun buen rato. Consulto el reloj:cuatro horas para que nos recojanen el parque.

Hay un camión cisterna paradoen medio del cruce, a unos veintemetros de nosotros, y obstaculiza lavisión de la parte izquierda de lacalle. Aunque no lo veo, gracias ala reunión informativa sé que hay unedificio de cuatro plantas a eselado, un estupendo puesto devigilancia si quisieran controlar elpuente. Le hago un gesto a Hacha

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para que, al abandonar el puente,avance por la derecha y semantenga tras el camión que nosprotege del edificio.

Ella se detiene en seco junto alparachoques delantero del camióncisterna y se tira al suelo. Elpelotón la imita, y yo avanzo arastras para unirme a ella.

—¿Qué ves? —susurro.—Tres, a las dos en punto.Echo un vistazo al edificio del

otro lado de la calle a través delocular. Medio ocultas por la cortina

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algodonosa de nieve, tres manchasde luz verde avanzan por la aceraaumentando de tamaño a medidaque se acercan al cruce. Lo primeroque pienso es: «Joder, estas lentesfuncionan de verdad». Lo segundo:«Joder, infestados, y vienenderechitos hacia nosotros».

—¿Patrulla? —pregunto aHacha.

—Seguramente han avistado elhelicóptero y van a comprobar dequé se trata —responde,encogiéndose de hombros.

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Está tumbada boca abajo, conlos infestados a tiro, esperando laorden de disparar. Las manchasverdes siguen creciendo; ya hanllegado a la esquina de enfrente.Apenas distingo sus cuerpos debajode las luces verdes que llevansobre los hombros. Es un efectoraro, discordante, como si suscabezas estuvieran envueltas en unfuego verde iridiscente que davueltas.

«Todavía no. Si empiezan acruzar, da la orden».

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A mi lado, Hacha respiraprofundamente, contiene el aliento yespera con paciencia la orden,como si fuese capaz de esperar milaños. La nieve le cae sobre loshombros y se le pega al pelo. Tienela punta de la nariz muy roja.

El momento se alarga. ¿Y si haymás de tres? Si hacemos notarnuestra presencia, a lo mejor salencientos de ellos de una docena deescondites distintos. ¿Atacar oesperar? Me muerdo el labioinferior mientras repaso las

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opciones.—Los tengo —dice,

malinterpretando mi indecisión.Al otro lado de la calle, las

manchas de luz verde están quietas,agrupadas como si conversaran. Nodistingo si miran hacia aquí, peroestoy convencido de que no sonconscientes de nuestra presencia. Silo fueran, cargarían contra nosotros,dispararían, se cubrirían, haríanalgo. Contamos con el factorsorpresa y tenemos a Hacha.Aunque falle el primer disparo, no

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fallará los demás. En realidad, esuna decisión sencilla.

Entonces ¿por qué no la tomo?Hacha debe de estar

preguntándose lo mismo, ya que memira y susurra:

—¿Zombi? ¿Cuál es la orden?Estas son mis órdenes: «Acabar

con todo el personal infestado».Pero el instinto me dice otra cosa:«No te apresures, no fuerces lasituación. A ver cómo sedesarrolla». Y aquí estoy yo,atrapado en el medio.

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Un instante antes de quenuestros oídos perciban el disparodel fusil de gran calibre, la acera sedesintegra a medio metro denosotros, soltando una lluvia denieve sucia y hormigón pulverizado.Eso resuelve mi dilemarápidamente. Las palabras vuelande mis labios como si el vientohelado me las arrancara de lospulmones.

—¡Derríbalos!La bala de Hacha acierta en una

de las oscilantes luces verdes, y la

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luz se apaga. Una luz sale corriendoa nuestra derecha. Hacha mueve elcañón hacia mi cara, me agacho,dispara, y la segunda luz se apaga.La tercera parece encogerse alalejarse a toda velocidad por lacalle, de vuelta por donde habíavenido.

Me pongo en pie de un salto: nopuedo permitir que dé la alarma.Hacha me agarra por la muñeca ytira de mí hacia el suelo.

—¿Qué haces, Hacha...?—Es una trampa —contesta,

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señalando la cicatriz de quincecentímetros del suelo—. ¿No lo hasoído? No han sido ellos, ha salidode allí —explica, señalando con lacabeza el edificio de enfrente—. Ala izquierda. A juzgar por el ángulo,de muy arriba, quizá del tejado.

Sacudo la cabeza: ¿un cuartoinfestado en el tejado? ¿Cómo sabíaque estábamos aquí? Y ¿por qué noha avisado a los demás? Estamosescondidos detrás del camión, loque significa que debe de habernosvisto en el puente. Es decir, nos ha

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visto y se ha esperado hasta quehemos quedado fuera de su campovisual, donde no había modo de quepudiera darnos: no tiene sentido.

Y Hacha, como si me leyera lamente, va y dice:

—Supongo que por eso hablande «la niebla de la guerra».

Asiento con la cabeza. Lascosas se están complicandodemasiado y a marchas forzadas.

—¿Cómo nos ha visto cruzar?—pregunto.

—Debe de tener visión nocturna

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—responde, sacudiendo la cabeza.—Entonces, estamos jodidos —

digo, porque nos tiene localizados yal lado de miles de litros degasolina—. Disparará al camión.

—Con una bala, no, Zombi. Esosolo funciona en las pelis —diceella, encogiéndose de hombros.

Me mira, esperando midecisión.

Junto con el resto del pelotón.Vuelvo la vista atrás, y, con ojosgrandes y saltones, ellos medevuelven la mirada desde la

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oscuridad nevada. Tacita se muerede frío o tiembla de puro terror.Picapiedra tiene el ceño fruncido, yes el único que habla y me hacesaber lo que piensan todos:

—Atrapados. Abortamos, ¿no?Tentador, pero suicida. Si el

francotirador no nos derriba en laretirada, lo harán los refuerzos, queya deben de estar en camino.

La retirada no es una opción.Avanzar no es una opción.Quedarse aquí no es una opción. Nohay opciones.

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«Huir = morir. Quedarse =morir».

—Hablando de visión nocturna—gruñe Hacha—, ya podían haberpensado en eso antes de meternosen esta misión. Estamoscompletamente a ciegas.

Me quedo mirándola.«Completamente a ciegas. Benditaseas, Hacha».

Ordeno al pelotón que cierrenfilas a mi alrededor y susurro:

—En la siguiente manzana, amano derecha, pegado a la parte de

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atrás del edificio de oficinas, hayun aparcamiento. —O deberíahaberlo, según el mapa—. Subid ala tercera planta. De dos en dos.Picapiedra con Hacha, Bizcochocon Umpa, Dumbo con Tacita.

—¿Y tú? —pregunta Hacha—.¿Quién es tu compañero?

—No lo necesito: soy un zombi.Ya llega la sonrisa. Espera, que

llega.

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Señalo el terraplén que conduce ala orilla.

—Bajad hasta ese paseo —ledigo a Hacha—. Y no me esperéis.

Ella sacude la cabeza, con elceño fruncido, así que me agacho yme pongo todo lo serio que puedo.

—Creía que te había pilladocon el comentario del zombi. Alfinal conseguiré arrancarte unasonrisa, soldado.

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No sonríe.—No lo creo, señor.—¿Tienes algo en contra de las

sonrisas?—Fue lo primero que perdí.Entonces, la nieve y la

oscuridad se la tragan. El resto delpelotón la sigue. Oigo a Tacitagemir entre dientes mientras Dumbola dirige y le susurra:

—Taza, cuando estalle, tú correcon todas tus fuerzas, ¿vale?

Me agacho al lado del tanque decombustible del camión y cojo la

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tapa metálica mientras rezo paraque, contra todo pronóstico, estemamotreto esté lleno hasta lostopes... O, mejor, para que estémedio lleno, porque con losvapores el petardazo será aúnmayor. No me atrevo a prenderfuego a la carga, pero los pocoslitros de diésel que guarde debajodeberían hacerlo estallar. Espero.

La tapa está helada.La golpeo con la culata del

fusil, la sujeto con ambas manos yla hago girar con todas mis fuerzas.

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Se suelta con un silbido acre ysatisfactorio.

Tendré diez segundos. ¿Deberíacontarlos? No, a la mierda.

Tiro de la anilla de la granada,la dejo caer en el agujero y salgodisparado colina abajo. Dejo unremolino de nieve a mi paso. El piese me engancha en algo y bajodando tumbos el resto del caminohasta que aterrizo de culo en elfondo y me golpeo la cabeza contrael asfalto del paseo. Veo la nievedándome vueltas sobre la cabeza y

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huelo el río, y entonces oigo unruidito. El camión cisterna pega unsalto de medio metro, y despuésaparece una maravillosa bola defuego que se refleja en la nieve quecae, un miniuniverso de diminutossoles. Me levanto y corroresoplando colina arriba, sin ver ami equipo por ninguna parte. Notoel calor en la mejilla izquierda alllegar a la altura del camión, quetodavía está de una pieza, con eldepósito intacto. Soltar la granadadentro del depósito de combustible

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no ha bastado para prender fuego ala carga. ¿Lanzo otra? ¿Sigocorriendo? El francotirador, cegadopor el estallido, se habrá arrancadolas gafas de visión nocturna, perono estará ciego por mucho tiempo.

Ya estoy en el cruce, en elbordillo, cuando la gasolina prende.Con el estallido, salgo despedidohacia delante, paso por encima delprimer infestado que derribó Hachay atravieso las puertas de cristal deledificio de oficinas. Oigo algo quese rompe, y espero que sean las

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puertas y no alguna parte importantede mi cuerpo. Me llueven encimaunos enormes fragmentos serradosde metal, trozos del depósitodestrozados por el estallido que hansalido disparados a la velocidad deuna bala para aterrizar a cientos demetros de distancia. Oigo gritar aalguien mientras me tapo la cabezacon las manos y me hago un ovillopara intentar abultar lo menosposible. El calor es increíble, comosi el sol me hubiese tragado.

El cristal que tengo detrás se

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hace añicos... por culpa de una balade gran calibre, no por laexplosión. «A media manzana delaparcamiento, vamos, Zombi». Ycorro todo lo que puedo hasta queme encuentro a Umpa tirado en laacera, con Bizcocho de rodillas asu lado, tirándole del hombro, conel rostro contraído en un llantosilencioso. Fue a Umpa al que oígritar después del estallido deldepósito, y tardo solo un segundoen averiguar el porqué: tiene untrozo de metal del tamaño de un

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Frisbee clavado en la parte baja dela espalda.

Empujo a Bizcocho hacia elaparcamiento («¡Vamos!») y meecho el redondo cuerpecito deUmpa al hombro. Esta vez sí oigolos disparos del fusil —dossegundos después de que el tiradordel otro lado de la calle hayadisparado— y un trozo de hormigónse desprende de la pared que tengodetrás.

Un muro de hormigón que mellega a la altura de la cintura separa

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la primera planta del aparcamientode la acera. Paso a Umpa al otrolado del muro, lo salto y me agacho.Clonc, un trozo de pared del tamañode un puño salta hacia mí.Agachado junto a Umpa, levanto lamirada y veo que Bizcocho va hacialas escaleras. Bueno, mientras nohaya otro francotirador en esteedificio y el infestado que huyó nose haya refugiado aquí también...

El primer vistazo a la herida deUmpa no es nada alentador. Cuantoantes lo lleve con Dumbo, mejor.

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—Soldado Umpa —le susurroal oído—. No tiene permiso paramorirse, ¿entendido?

Él asiente con la cabeza, inhalael aire helado y espira el aire queha calentado su cuerpo. Sinembargo, está tan blanco como lanieve que flota a la luz dorada delfuego. Me lo vuelvo a echar alhombro y troto hacia las escalerasintentando agacharme el máximo sinllegar a perder el equilibrio.

Subo los escalones de dos endos hasta llegar a la tercera planta,

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donde encuentro a la unidad encuclillas, detrás de la primera filade coches, a varios metros de lapared que da al edificio delfrancotirador. Dumbo estáarrodillado al lado de Tacita,haciéndole algo en la pierna. Eluniforme de la niña está rasgado, yveo el feo corte rojo que le hadejado una bala en la pantorrilla.Dumbo le pone una venda en laherida, se la pasa a Hacha y correhacia Umpa. Picapiedra sacude lacabeza, mirándome.

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—Te dije que debíamos abortar—dice; la malicia le brilla en losojos—. Mira lo que ha pasado.

No le hago caso y me vuelvohacia Dumbo.

—¿Qué?—No pinta bien, sargento.—Pues haz que lo sea.Miro a Tacita, que ha ocultado

la cabeza en el pecho de Hacha ygime en voz baja.

—Es superficial, puedemoverse —me informa Hacha.

Asiento. Umpa, derribado.

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Tacita, con un disparo. Picapiedra apunto de amotinarse. Unfrancotirador al otro lado de lacalle y cien o más de sus mejoresamigos de camino a la fiesta.Necesito una idea genial y lanecesito ya.

—Sabe dónde estamos, lo quesignifica que no podemosquedarnos aquí mucho tiempo. Miraa ver si puedes derribarlo.

Hacha asiente con la cabeza,pero no logra quitarse a Tacita deencima. Extiendo las manos,

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manchadas con la sangre de Umpa.«Dámela a mí». Una vez en misbrazos, Tacita se revuelve contrami camisa. No me quiere. Hago ungesto con la cabeza para señalar lacalle y le digo a Bizcocho:

—Bizcocho, ve con Hacha.Derribad a ese hache de pe.

Hacha y Bizcocho se agachanentre dos coches y desaparecen.Acaricio la cabeza desnuda deTacita (ha perdido la gorra en algúnpunto del camino) y observo aDumbo mientras tira con delicadeza

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del fragmento de metal que Umpatiene clavado en la espalda. Umpaaúlla de dolor y araña el suelo.Dumbo, vacilante, me mira. Asientocon la cabeza. Tiene que sacárselo.

—Deprisa, Dumbo, hacerlodespacio es peor.

Así que tira.Umpa se dobla por la mitad, y

los ecos de sus gritos salendisparados como cohetes por elaparcamiento. Dumbo tira a un ladoel trozo de metal y apunta con lalinterna la herida abierta.

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Tras hacer una mueca, pone aUmpa boca arriba. El niño tiene lacamisa empapada de sangre.Dumbo se la raja y deja al aire laherida de salida: la metralla le haentrado por la espalda y se haabierto paso hasta el otro lado.

Picapiedra aparta la vista, searrastra unos metros, arquea laespalda y vomita. Tacita se quedamuy quieta, observándolo todo. Vaa sufrir una conmoción. Tacita, laque gritaba más fuerte en lossimulacros de ataque del patio.

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Tacita, la más sanguinaria, la quecantaba más fuerte en P&E. Laestoy perdiendo.

Y estoy perdiendo a Umpa.Dumbo le tapona la herida de lastripas con gasas, intentando detenerla hemorragia, mientras busca mimirada.

—¿Cuáles son sus órdenes,soldado? —le pregunto.

—No... no voy a...Dumbo arroja a un lado la

venda manchada de sangre y poneuna nueva sobre el estómago de

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Umpa. Me mira a la cara: no hacefalta que diga nada. Ni a mí, ni aUmpa.

Me quito a Tacita del regazo yme arrodillo al lado de Umpa. Elaliento le huele a sangre y achocolate.

—Es porque estoy gordo —dice, medio ahogado.

Ha empezado a llorar.—Guárdate esa mierda —

respondo con dureza.Susurra algo, así que acerco la

oreja a su boca.

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—Me llamo Kenny —me dice,como si fuese un secreto terribleque temiera contar.

Entonces, sus ojos se vuelvenhacia el techo. Y se va.

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Tacita ha perdido los nervios. Seabraza las piernas, con la frenteapoyada en las rodillas. Llamo aPicapiedra para que le eche un ojo.Me preocupan Hacha y Bizcocho.Picapiedra tiene cara de querermatarme con sus propias manos.

—Tú diste la orden —me gruñe—. Cuídala tú.

Dumbo se está limpiando lasangre de Umpa (no, de Kenny) de

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las manos.—Yo me encargo, sargento —

dice con calma, aunque le tiemblanlas manos.

—Sargento —escupePicapiedra—. Es verdad. ¿Ahoraqué, sargento?

No le hago caso y me arrastrohasta la pared, donde me encuentrocon Bizcocho en cuclillas, al ladode Hacha. Ella está de rodillas,asomada al borde de la pared paracontrolar el edificio del otro ladode la calle. Me agacho a su lado y

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evito la pregunta implícita en lamirada de Bizcocho.

—Umpa ya no grita —diceHacha sin quitarle la vista deencima al edificio.

—Se llamaba Kenny —respondo.

Hacha asiente con la cabeza: loentiende a la primera, peroBizcocho tarda un minuto o dos.

Se aleja a gatas a toda prisa,apoya ambas manos en el hormigóny deja escapar un suspirotembloroso.

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—Tenías que hacerlo, Zombi —dice Hacha—. De no haberlohecho, todos estaríamos comoKenny.

Eso suena muy bien. Sonó biencuando me lo repetí en silencio. Mequedo mirando su rostro de perfil yme pregunto en qué estaríapensando Vosch al ponerme losgalones. El comandante habíaascendido al miembro equivocadodel pelotón.

—¿Y bien? —le pregunto.—Ahí asoma la comadreja —

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responde, señalando con la cabezaal otro lado de la calle.

Me levanto despacio. Veo eledificio a la luz del fuego casiextinto: una fachada de ventanasrotas, pintura blancadescascarillada y una planta másalto que el nuestro. En el tejadodistingo una tenue sombra quepodría ser una torre de agua, peronada más.

—¿Dónde está? —susurro.—Acaba de agacharse otra vez.

Es lo que ha estado haciendo:

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arriba, abajo, arriba, abajo, comouna caja sorpresa.

—¿Solo uno?—Solo uno, que yo haya visto.—¿Se enciende?—Negativo, Zombi, no se

detecta infestación —respondeHacha, sacudiendo la cabeza.

—¿Bizcocho también lo havisto? —pregunto mientras memuerdo el labio inferior.

—Nada de verde —responde,asintiendo y observándome conesos oscuros ojos suyos que cortan

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como cuchillos.—A lo mejor no es el tirador...

—conjeturo.—He visto su arma. Fusil de

francotirador.Entonces, ¿por qué no hay luz

verde?Los que había en la calle sí se

iluminaban, y estaban más lejos denosotros que él. Entonces piensoque nos trae sin cuidado que seilumine con luz verde, morada oque siga apagado: el caso es queestá intentando matarnos y no

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podremos movernos hastaneutralizarlo. Y tenemos que salirde aquí antes de que el infestadoque huyó vuelva con refuerzos.

—Son listos, ¿verdad? —masculla Hacha, como si me leyerael pensamiento—. Se ponen carahumana para que no podamosconfiar en ninguna cara humana. Laúnica respuesta: matar a cualquierao arriesgarse a morir.

—¿Cree que somos uno deellos?

—O ha decidido que le da lo

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mismo. Es el único modo de estar asalvo.

—Pero nos ha disparado anosotros..., no a los tres que teníajusto debajo. ¿Por qué iba a pasarde los blancos fáciles para atacar alos imposibles?

Como yo, ella tampoco tienerespuesta. A diferencia de mí, no esel mayor de sus problemas ahoramismo.

—Es el único modo de estar asalvo —repite con convicción.

Miro a Bizcocho, que me

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devuelve la mirada. Espera midecisión, pero, en realidad, no haydecisión que tomar.

—¿Puedes acertarle desdeaquí? —pregunto a Hacha.

—Demasiado lejos, revelaríanuestra posición.

Me arrastro hacia Bizcocho.—Quédate aquí. Dentro de diez

minutos, dispara para cubrirnos. —Bizcocho me mira con ojos decorderito, confiado—. Ya sabe,soldado, que es costumbreresponder a las órdenes de su

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oficial al mando. —Bizcochoasiente con la cabeza, así que lointento otra vez—. Con un «sí,señor». —Asiente de nuevo—.Vamos, en voz alta. Con palabras.

Asiente de nuevo. Bueno, por lomenos lo he intentado.

Cuando Hacha y yo nos unimosa los demás, el cuerpo de Umpa hadesaparecido. Lo han metido en unode los coches. Idea de Picapiedra.Muy similar a su idea sobre lo quehacer con los demás.

—Aquí estamos protegidos. Yo

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digo que nos escondamos en loscoches hasta la recogida.

—En esta unidad solo cuenta elvoto de una persona, Picapiedra —le digo.

—Sí, y ¿cómo está saliendoeso? —dice, levantando su barbillahacia mí y con una mueca en suslabios.— Ah, espera, ya lo sé:¡vamos a preguntárselo a Umpa!

—Picapiedra —dice Hacha—.Relájate. Zombi tiene razón.

—Hasta que los dos caigáis enuna emboscada, y entonces supongo

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que no la tendrá.—En cuyo caso tú pasarías a

ser el oficial al mando y tomarías ladecisión —le suelto—. Dumbo, túte encargas de Tacita. —Si es queconseguimos soltarla de Hacha. Seha pegado de nuevo a su pierna—.Si no volvemos dentro de treintaminutos, es que no volvemos.

Y entonces, Hacha, como esHacha, dice:

—Volveremos.

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El camión se ha quemado hasta losneumáticos. Agachado en la entradapara peatones del aparcamiento,señalo el edificio del otro lado dela calle, que desprende un brillonaranja a la luz del fuego.

—Ese es nuestro punto deentrada. La tercera ventanaempezando por la izquierda estácompletamente reventada. ¿La ves?

Hacha asiente, distraída. Le está

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dando vueltas a algo: no deja dejugar con el ocular, se lo aparta delojo y se lo vuelve a poner. Hadesaparecido la seguridad quemostraba delante del pelotón.

—El disparo imposible... —susurra, y se vuelve hacia mí—.¿Cómo sabes si te estás volviendoDorothy?

Sacudo la cabeza; ¿de dónde hasalido eso ahora?

—No te estás volviendoDorothy —le digo, y le doy unapalmada en el brazo para enfatizar

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mi respuesta.—¿Cómo puedes estar seguro?Mira a un lado y a otro,

inquieta, buscando un punto en elque detenerse. Le bailan los ojoscomo los de Tanque antes de saltar.

—Los locos... nunca creen estarlocos. Para ellos, su locura tienemucho sentido.

En su rostro veo una expresióndesesperada, nada propia de ella.

—No estás loca. Confía en mí.Error.—¿Por qué iba a hacerlo? —

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pregunta. Es la primera vez que ledescubro alguna emoción en la voz—. ¿Por qué voy a confiar en ti ypor qué vas tú a confiar en mí?¿Cómo sabes que no soy uno deellos, Zombi?

Por fin, una pregunta fácil.—Porque nos han examinado. Y

porque no emitimos un brillo verdeen los oculares.

Ella se me queda mirando unbuen rato y murmura:

—Dios, ojalá jugaras alajedrez.

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Han transcurrido nuestros diezminutos. Por encima de nosotros,Bizcocho abre fuego contra eltejado del otro lado de la calle; elfrancotirador lo devuelve deinmediato. Allá vamos. Cuandoapenas hemos salido al bordillo dela acera, el asfalto estalla delantede nosotros. Nos dividimos: Hachacorre a la derecha y yo, a laizquierda. Entonces oigo elzumbido de una bala —un ruidoagudo parecido al que hace el papelde lija—, más o menos un mes antes

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de que me rasgue la manga de lachaqueta. El instinto inculcado trasmeses de instrucción es demasiadofuerte para resistirlo: debodevolver los disparos. Salto a laacera y, en dos pasos, me pego alreconfortante frío del hormigón deledificio. Y entonces veo que Hacharesbala en un charco de hielo y caede bruces en la acera. Ella me haceun gesto: «¡No!». Otro disparoarranca un trozo de bordillo que lepasa rozando el cuello. Que le dena su «no». Me agacho a por ella, la

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cojo por el brazo y la llevo hacia eledificio. Otra bala me pasa rozandola cabeza mientras retrocedo paraponernos a salvo.

Está sangrando. La heridadespide un brillo negro a la luz delfuego. Ella me hace un gesto paraque siga. Corremos por el lateraldel edificio hasta la ventana rota ynos lanzamos al interior.

Hemos tardado menos de diezminutos en cruzar. Me han parecidodos horas.

Estamos dentro de lo que era

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una boutique de lujo. La handesvalijado varias veces: solo hayestantes vacíos y perchas rotas,espeluznantes maniquís sin cabeza yfotos de modelos muy serias en lasparedes. En un cartel que hay sobreel mostrador se lee: «LIQUIDACIÓNPOR CIERRE».

Hacha se ha apretujado contrauna esquina de la tienda con buenosángulos de visión de las ventanas yla puerta que da al vestíbulo. Sesujeta el cuello con una mano, en laque luce un guante de sangre. Tengo

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que echarle un vistazo a la herida,pero ella no quiere que mire. Alfinal le suelto:

—No seas estúpida, déjameverla.

Así que obedece. Essuperficial, entre un corte y unaraja. Encuentro un pañuelo en unade las mesas de la tienda. Hachahace una bola con él y lo usa paraapretarse el cuello. Después meseñala la manga rota con la cabeza.

—¿Te han dado?Sacudo la cabeza y me dejo

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caer en el suelo, a su lado. A losdos nos cuesta respirar. La cabezame da vueltas por culpa de laadrenalina.

—No me gusta criticar, peroeste francotirador es un desastre.

—Tres disparos, tres fallos.Ojalá estuviésemos jugando albéisbol.

—Han sido muchos más de tres—la corrijo.

Múltiples disparos a susobjetivos, y lo único que haconseguido es una herida

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superficial en la pierna de Tacita.—Un aficionado.—Seguramente.—Seguramente —repite ella

con rabia.—No se ha encendido el disco

y no es un profesional. Un tiposolitario defendiendo su terreno... Alo mejor se esconde de los mismostíos a los que hemos venido abuscar y está muerto de miedo.

No añado «como nosotros», yaque solo puedo hablar por mí.

Fuera, Bizcocho sigue dándole

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trabajo al francotirador. Pum, pum,pum, silencio tenso, pum, pum, pum.El francotirador siempre responde.

—Entonces, esto debería serfácil —dice Hacha, muy seria.

—No se ha encendido, Hacha—insisto, algo perplejo con sureacción—. No estamos autorizadospara...

—Yo sí: aquí tengo laautorización —responde mientrasse pone el fusil en el regazo.

—Ummm, creía que nuestramisión consistía en salvar a la

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humanidad.Ella me mira con el rabillo del

ojo que tiene al descubierto.—Ajedrez, Zombi: defenderse

del movimiento que todavía no seha hecho. ¿Importa que no seilumine cuando lo observamos através de nuestros oculares? ¿Queno nos acertara cuando podríahabernos derribado? Si dosposibilidades son igual deprobables pero mutuamenteexcluyentes, ¿cuál es la másimportante? ¿Por cuál apuestas la

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vida?Estoy asintiendo, pero no la

sigo.—Me estás diciendo que podría

ser un infestado —aventuro.—Te estoy diciendo que lo más

seguro es proceder como si lofuera.

Saca el cuchillo de combate dela funda, y doy un respingo alrecordar su comentario sobreDorothy. ¿Por qué ha sacado Hachasu cuchillo?

—Lo que importa —dice en

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tono pensativo. De repente está muytranquila, como una nube detormenta a punto de reventar, comoun volcán humeante a punto deentrar en erupción—. ¿Qué importa,Zombi? Siempre se me dio muybien averiguarlo, y mejoré muchodespués de los ataques. ¿Qué es loque de verdad importa? Mi madremurió primero. Fue horrible... Perolo que de verdad importaba era queseguía teniendo a mi padre, a mihermano y a mi hermana pequeña.Después, los perdí, y lo que

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importaba era que yo seguía viva. Ya mí no me importaban demasiadascosas: comida, agua, protección.¿Qué más necesitas? ¿Qué másimporta?

Esto no me gusta nada y va decamino de gustarme aún menos. Notengo ni idea de lo que pretende,pero si Hacha se vuelve Dorothydelante de mis narices, estoyjodido. Y puede que los demástambién. Tengo que devolverla alpresente. Lo que mejor funciona enestos casos es el contacto físico,

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pero temo que, si la toco, medestripe con esa hoja de veinticincocentímetros.

—¿Importa, Zombi? —pregunta,estirando el cuello para mirarme alos ojos mientras da vueltas alcuchillo entre las manos, muydespacio—. ¿Importa que nos hayadisparado a nosotros y no a los tresinfestados que tenía delante? ¿Oque haya fallado estrepitosamenteal dispararnos? —Sigue dandovueltas al cuchillo, y la punta ledeja una huella en el dedo—.

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¿Importa que consiguieran ponerlotodo en marcha después del pulsoelectromagnético? ¿Que esténfuncionando bajo las narices de lanave nodriza, reuniendosupervivientes, matando infestadosy quemando sus cadáveres acientos, armándonos yentrenándonos, y enviándonos amatar al resto? Dime que esas cosasno importan. Dime que laprobabilidad de que no sean lo quedicen ser es insignificante. Dime aqué posibilidad debo apostar la

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vida.Asiento de nuevo. Esta vez sí

que la sigo, y este camino acaba enun lugar muy oscuro. Me agacho asu lado y la miro fijamente a losojos.

—No conozco la historia de esetío y no sé nada del pulso, pero elcomandante me explicó por qué nosdejan en paz: creen que ya nosomos una amenaza para ellos.

—¿Cómo sabe el comandante loque piensan? —me suelta mientrasse echa el flequillo atrás con un

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movimiento de cabeza.—El País de las Maravillas.

Conseguimos el perfil de un...—El País de las Maravillas —

repite y asiente bruscamente. Dejade mirarme a la cara paracontemplar la calle nevada delexterior. Después me mira de nuevo—. El País de las Maravillas es unprograma alienígena.

—Claro —respondo. Le sigo lacorriente, intentando con cuidadoque dé marcha atrás—. Lo es,Hacha, ¿no te acuerdas? Después de

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que recuperásemos la base, loencontramos oculto...

—A no ser que no lohiciéramos, Zombi, a no ser que nolo hiciéramos —repite, y me apuntacon el cuchillo—. Es unaposibilidad igualmente válida, y lasposibilidades importan. Confía enmí, Zombi: soy una experta en loque importa. Hasta ahora, he estadojugando a la gallinita ciega. Hallegado el momento de jugar alajedrez. —Le da la vuelta alcuchillo y empuja el mango hacia

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mí—. Sácamelo.No sé qué decir. Me quedo

mirando con cara de tonto elcuchillo.

—Los implantes, Zombi —meexplica, dándome en el pecho conun dedo—. Tenemos quesacárnoslos. Tú me sacas el mío yyo te saco el tuyo.

—Hacha —respondo trasaclararme la garganta—, nopodemos extraerlos. —Dedico unsegundo a buscar la razón másconvincente, pero solo se me ocurre

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una—: Si no regresamos al punto deencuentro, ¿cómo nos localizarán?

—Joder, Zombi, ¿es que no hasescuchado nada de lo que te hedicho? ¿Y si ellos no son nosotros?¿Y si son «ellos»? ¿Y si todo estoha sido una mentira?

Estoy a punto de perder losnervios. Vale, más que a punto.

—¡Por amor de Dios, Hacha!¿No te das cuenta de lo demenci...de lo estúpido que suena eso? ¿Queel enemigo nos rescate, nos entreney nos dé armas? Vamos, déjate de

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tonterías, tenemos que hacer nuestrotrabajo. Puede que no te guste, perosoy tu oficial al mando...

—De acuerdo —responde conmucha calma, con toda latranquilidad de la que yo carezcoahora—. Lo haré yo misma.

Se lleva la hoja del cuchillo ala nuca e inclina la cabeza, pero learrebato el cuchillo de la mano. Yabasta.

—Retírate, soldado —digomientras arrojo el cuchillo a lasprofundas sombras de la otra punta

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del cuarto y me levanto. Estoytemblando; me tiembla todo, hastala voz—. Si tú quieres tener encuenta todas las posibilidades, meparece genial. Quédate aquí hastaque vuelva. Mejor aún, mátame ya.A lo mejor nuestros amosalienígenas han descubierto laforma de ocultarte mi infestación. Ycuando termines conmigo, vuelve acruzar la calle y mátalos a todos,métele una bala en la cabeza aTacita, ¿por qué no? Podría ser elenemigo, ¿no? ¡Pues vuélale los

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sesos! Es la única respuesta,¿verdad? Matar a todos oarriesgarte a que te mate cualquiera.

Hacha no se mueve ni dice nadadurante un buen rato. La nieve entrapor la ventana rota, y los coposadquieren un intenso color carmesí,a la luz de los restos ardientes delcamión.

—¿Seguro que no juegas alajedrez? —me pregunta. Después sepone de nuevo el fusil en el regazoy pasa el índice por el gatillo—.Vuélvete, Zombi.

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Estamos al final del caminooscuro, y resulta que es un callejónsin salida. Ya no me queda nadaque se parezca ni de lejos a unargumento convincente, así que lesuelto lo primero que se me pasapor la cabeza.

—Me llamo Ben.—Un nombre de mierda —

responde ella sin perder un segundo—. Prefiero Zombi.

—¿Cómo te llamas? —pregunto, sin rendirme.

—Esa es una de las cosas que

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no importan. Hace mucho tiempoque no importa, Zombi.

Acaricia el gatillo, despacio,muy despacio. Es hipnótico, marea.

—Vale, tengo otra propuesta —digo, en busca de una salida—. Tesaco el dispositivo, y tú meprometes no matarme.

Así la mantengo de mi parte,porque prefiero enfrentarme a unadocena de francotiradores que a unHacha en plan Dorothy. Me imaginomi cabeza estallando en milpedazos, como las de las siluetas de

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contrachapado del campo de tiro.Ella ladea la cabeza, y la

comisura de sus labios se arqueainsinuando algo que no llega a seruna sonrisa.

—Jaque.Le ofrezco una sonrisa de las

buenas, la vieja sonrisa de BenParish, la que me servía paraconseguir casi todo lo que quería.Bueno, no casi; estoy siendomodesto.

—¿Ese jaque es un sí o es queme estás dando una lección de

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ajedrez?Ella aparta el arma y me da la

espalda. Inclina la cabeza y seaparta el sedoso pelo negro delcuello.

—Las dos cosas.Oigo el fusil de Bizcocho, pum,

pum, pum, y la respuesta delfrancotirador. Su conciertoimprovisado sigue sonandomientras me arrodillo detrás deHacha con el cuchillo en la mano.Parte de mí está más que dispuestaa seguirle la corriente si eso nos

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mantiene vivos tanto a mí como alresto de la unidad. La otra parte demí grita en silencio: «¿No es esocomo darle una galleta a un ratón?¿Qué me pedirá después, unainspección física de mi cortezacerebral?».

—Relájate, Zombi —me dicetranquilamente en voz baja: vuelvea ser Hacha—. Si los dispositivosno son nuestros, seguramente no esbuena idea tenerlos dentro. Si loson, la doctora Pam puede volver aimplantárnoslos cuando

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regresemos, ¿de acuerdo?—Jaque y mate.—Jaque mate —me corrige.La piel de su largo y elegante

cuello está fría cuando la toco paraexplorar la zona de debajo de lacicatriz en busca del bulto. Metiembla la mano. «Tú síguele lacorriente. Seguramente te supondráun consejo de guerra y pasarte elresto de tu vida pelando patatas,pero al menos estarás vivo».

—Con delicadeza —mesusurra.

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Inspiro profundamente ypresiono la diminuta cicatriz con lapunta de la hoja. Veo brotar un hilode sangre de un rojo brillante queaún lo parece más sobre su pielnacarada. Ella ni siquiera se mueve,pero tengo que preguntarle:

—¿Te hago daño?—No, me encanta.Le saco el implante del cuello

con la punta del cuchillo, y Hachadeja escapar un gruñidito. Lacápsula se pega al metal, selladacon una gotita de sangre.

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—Bueno —dice, volviéndose.La casi sonrisa ya casi está ahí—.¿A ti te ha gustado?

No respondo, no puedo. Pierdoel habla. El cuchillo se me cae de lamano. Estoy a medio metro de ella,mirándola a la cara, pero su cara noestá, no la veo a través del ocular.

La cabeza de Hacha se hailuminado con un fuego verdecegador.

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Mi primera reacción es arrancarmeel hardware, pero no lo hago, laconmoción me ha paralizado.Después me estremezco de asco.Después, pánico. Seguidorápidamente de confusión. Lacabeza de Hacha se ha iluminadocomo un árbol de Navidad, brillatanto que debe de verse a unkilómetro de distancia. El fuegoverde desprende chispas y gira, es

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tan intenso que me deja una imagenpersistente en la retina del ojoizquierdo.

—¿Qué pasa? —exige saber—.¿Qué ha pasado?

—Te has encendido. En cuantote he sacado el dispositivo.

Nos miramos durante dosminutos eternos. Después, ella dice:

—El que no está limpio, estáverde.

Me he puesto de pie, con elM16 en las manos, y retrocedohacia la puerta. Fuera, bajo la

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nevada que amortigua los ruidos,Bizcocho intercambia proyectilescon el francotirador. El que no estálimpio, está verde. Hacha no intentacoger el fusil que tiene al lado. Sila miro por el ojo derecho, esnormal. Por el izquierdo, arde comouna bengala.

—Piénsalo bien, Zombi —medice—. Piénsalo. —Levanta lasmanos vacías, arañadas ymagulladas tras la caída; una deellas la tiene cubierta de sangreseca—. Me he encendido cuando

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me has quitado el implante. Losoculares no detectan a infestados:reaccionan cuando no se llevaimplante.

—Perdona, Hacha, pero eso notiene ningún sentido. Se hanencendido cuando hemos visto aesos tres infestados: ¿por qué seiban a encender los oculares si nolo eran?

—Ya sabes por qué. Elproblema es que no eres capaz dereconocerlo. Se han encendidoporque esa gente no estaba

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infestada; eran como nosotros, soloque no llevaban implantes.

Se levanta. Dios, qué pequeñaparece, como una niña... Pero esuna niña, ¿no? Normal si la miropor este ojo. Una bola de fuegoverde si la miro por el otro. ¿Cuálserá? ¿Qué será?

—Nos recogen —dice, dandoun paso hacia mí. Levanto el arma yella se detiene—. Nos marcan y nosprocesan. Nos entrenan para matar.

Otro paso, muevo el cañónhacia ella, no la apunto

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directamente, pero lo muevo haciaella: «Mantente alejada».

—Cualquiera que no estémarcado, emite un brillo verde, ycuando se defienden o se enfrentana nosotros, cuando nos disparancomo ese francotirador de ahíarriba... Bueno, eso demuestra queson el enemigo, ¿no?

Otro paso, ahora sí apunto a sucorazón.

—No lo hagas —le suplico—.Por favor, Hacha.

Una cara pura, otra cara

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ardiendo.—Hasta que hayamos matado a

todos los que no estén marcados —sigue diciendo Hacha mientras daotro paso hacia delante. La tengojusto enfrente. El extremo del fusille presiona el pecho—. Es la quintaola, Ben.

—No hay quinta ola —respondo, sacudiendo la cabeza—.¡No hay quinta ola! El comandantedijo...

—El comandante mintió.Con sus manos ensangrentadas,

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me quita el fusil. Me siento caer enun País de las Maravillascompletamente distinto, uno en elque arriba está abajo, lo cierto esfalso y el enemigo tiene dos caras,mi cara y la de él, la del que mesalvó de ahogarme, la del que mellegó al corazón y lo convirtió en uncampo de batalla.

Ella me sujeta las manos entrelas suyas y me declara muerto.

—Ben, la quinta ola somosnosotros.

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Somos la humanidad.Es una mentira. El País de las

Maravillas. Campo Asilo. Laguerra en sí.

Qué fácil les ha resultado, quéasombrosamente fácil, después detodo por lo que habíamos pasado. Opuede que fuera tan sencillo porculpa de todo por lo que habíamospasado.

Nos han recogido, nos han

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vaciado, y nos han llenado de odio,astucia y espíritu de la venganza.

Para enviarnos otra vez alexterior.

Para que matemos a los quequedan con vida.

Jaque mate.Me entran ganas de vomitar.

Hacha me sujeta el hombro mientraspoto sobre un cartel que está tiradoen el suelo: «¡OTOÑO DE MODA!».

Ahí está Chris, detrás del cristalpolarizado. Y ahí está el botón quedice «ejecutar». Y mi dedo,

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golpeando con fuerza. Qué fácil meresultaría matar a otra persona.

Cuando termino, me pongo abalancearme sobre los talones.Noto sus dedos fríos restregándomela nuca. Oigo su voz diciéndomeque no pasará nada. Me arranco elocular para matar el verde ydevolverle a Hacha su cara. Ella esHacha y yo soy yo, aunque ya noestoy seguro de lo que eso significa.No soy lo que yo creía. El mundono es lo que yo creía. A lo mejorese es el tema: ahora, el mundo es

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suyo y nosotros somos losalienígenas.

—No podemos volver —digo,medio ahogado, y ahí están sus ojosprofundos y cortantes, y sus fríosdedos masajeándome el cuello.

—No, no podemos, peropodemos seguir adelante —responde mientras recoge mi fusil yme lo pone contra el pecho—. Ypodemos empezar con ese hijo deputa de ahí arriba.

Pero antes debe sacarme elimplante. Duele más de lo que

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esperaba, menos de lo que memerezco.

—No te fustigues —me diceHacha mientras lo extrae—. Noshan engañado a todos.

—Y a los que no han podidoengañar los han llamado Dorothy ylos han matado.

—No solo a ellos —dice Hachacon amargura.

Entonces caigo, y la idea megolpea como si recibiera unpuñetazo en el corazón: el hangarde P&E. Las chimeneas gemelas

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que escupían humo negro y gris. Loscamiones cargados de cadáveres,cientos de cadáveres todos los días.Miles cada semana. Y los autobusesque llegaban todas las nochesrepletos de refugiados, llenos demuertos vivientes.

—El Campo Asilo no es unabase militar —susurro mientras mecae la sangre por el cuello.

—Ni un campo de refugiados.Asiento con la cabeza y me

trago la bilis que me sube a lagarganta. Sé que espera a que lo

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diga en voz alta. A veces tienes quedecir la verdad en voz alta para queparezca real.

—Es un campo de exterminio.Hay un viejo dicho que afirma

que la verdad te hará libre. No melo creo. A veces, la verdad cierrala puerta de tu celda y la atrancacon mil cerrojos.

—¿Estás listo? —preguntaHacha, que parece ansiosa porterminar de una vez.

—No lo mataremos —respondo.

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Hacha me echa una miradacomo diciendo: «¿Qué?». Pero yoestoy pensando en Chris, amarradoa un sillón detrás de un espejoespía. Estoy pensando en loscadáveres que echábamos a la cintatransportadora que llevaba sucargamento humano a la bocacaliente y hambrienta delincinerador. Ya me han utilizado losuficiente.

—Neutralizar y desarmar: esaes la orden, ¿entendido?

Ella vacila, pero después

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asiente. No logro descifrar suexpresión, como casi siempre.¿Está jugando al ajedrez de nuevo?Todavía oímos a Bizcocho disparardesde el otro lado de la calle. Debede estar quedándose sin munición.Ha llegado el momento.

Salir al vestíbulo suponesumergirse en la oscuridad másabsoluta. Avanzamos hombro conhombro, recorriendo las paredescon los dedos para orientarnos, yprobamos todas las puertas enbusca de la que da a las escaleras.

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Solo se oye el ruido que hacemos alrespirar el aire frío y rancio deledificio, y el chapoteo de las botasen los dos centímetros de aguahelada y apestosa; debe de haberseroto una cañería. Abro una puerta alfinal del pasillo y noto unacorriente de aire fresco. Escaleras.

Nos detenemos en el rellano dela cuarta planta, al pie de losestrechos escalones que dan altejado. La puerta está entreabierta;nos llegan los disparos del fusil delfrancotirador, aunque aún no lo

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vemos. Hacernos señales a oscurasno sirve de nada, así que tiro deHacha para acercarla a mí y pegolos labios a su oreja.

—Por el sonido, está justodelante.

Ella asiente, y su pelo me hacecosquillas en la nariz.

—Entramos a lo burro —añado.Ella es mejor tiradora que yo,

así que irá delante. Yo haré elsegundo disparo si falla o cae.Hemos ensayado esto cien veces,pero en todas intentábamos eliminar

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el objetivo, no inutilizarlo. Y elobjetivo nunca devolvía losdisparos. Se acerca a la puerta.Estoy justo detrás de ella, con lamano en su hombro. El viento silbaa través de la rendija como si fuerael gimoteo de un animal moribundo.Hacha, con la cabeza inclinada,espera mi señal respirandoprofundamente y manteniendo lacalma. Me pregunto si estarárezando y, en caso de que así sea, sile reza al mismo Dios que yo. Poralgún motivo, no lo creo. Le doy

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una palmada en el hombro, y ellaabre la puerta de una patada. Escomo si hubiese salido disparadade un cañón: desaparece en elremolino de nieve antes de que yome plante en el tejado, y en cuantooigo el fuerte repiqueteo de su armacasi me tropiezo con ella,arrodillada sobre la húmedaalfombra de nieve blanca. Unos tresmetros delante de Hacha, elfrancotirador está tumbado de lado,agarrándose la pierna con una manomientras intenta recuperar su fusil

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con la otra. Debe de haber salidovolando con el disparo. Ella apuntaotra vez y le da en la mano. Lapalma debe de medirle unos ochocentímetros y Hacha le da de pleno.En la penumbra. A través de lacortina de nieve. El hombre se llevala mano al pecho con un grito desorpresa. Le doy un toque a Hachaen la cabeza y le hago señas paraque se levante.

—¡No te muevas! —le chillo alfrancotirador—. ¡No te muevas!

Él se incorpora, con la mano

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destrozada en el pecho, de cara a lacalle, inclinado hacia delante, y,aunque no vemos lo que hace con laotra mano, sí distingo un relámpagoplateado y lo oigo gruñir:

—Gusanos.Y algo dentro de mí se queda

helado. Conozco esa voz.Esa voz me ha gritado, me ha

humillado, me ha denigrado, me haamenazado y me ha maldecido. Meha seguido desde el instante en queme despertaba hasta el instante enque me acostaba. Me ha hablado

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entre dientes, me ha chillado, me haladrado y me ha escupido. A mí y atodos nosotros.

Reznik.Los dos la oímos y nos

quedamos pegados al suelo. Nosdeja sin aliento. Nos congela lasideas.

Y eso le concede tiempo.Un tiempo que nos oprime

cuando se levanta, que se eternizacomo si el reloj universal que pusoen marcha el Big Bang se quedarasin energía.

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Ponerse en pie. Eso le llevaunos siete u ocho minutos.

Volverse para mirarnos. Paraeso necesita al menos diez.

Lleva algo en la mano intacta ylo pulsa con la ensangrentada. Paraeso tarda otros veinte minutos.

Entonces, Hacha vuelve a lavida. La bala da en el pecho deReznik, que cae de rodillas. Se leabre la boca. Se desploma bocaabajo en el suelo, frente a nosotros.

El reloj se reinicia.Nadie se mueve. Nadie dice

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nada.Nieve. Viento. Como si

estuviéramos en la cima de unamontaña helada. Hacha se acerca aél y lo pone boca arriba. Le quita eldispositivo plateado de la mano.Yo me quedo mirando esa pálidacara de rata picada de viruela y, dealgún modo, me sorprendo y no mesorprendo.

—Se pasa meses entrenándonospara poder matarnos —digo.

Hacha sacude la cabeza. Estámirando la pantalla del dispositivo

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plateado. La luz le ilumina la cara yresalta el contraste entre su piel denácar y su pelo de ébano. Bajo estaluz está preciosa; no es una bellezaangelical, sino más bien la bellezade un ángel de la muerte.

—No iba a matarnos, Zombi,pero lo hemos sorprendido y no lehemos dejado otra alternativa. Y noiba a hacerlo con el fusil. —Levanta el dispositivo en alto paraenseñarme la pantalla—. Creo queiba a matarnos con esto.

La mitad superior de la pantalla

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la ocupa una cuadrícula. Hay ungrupo de puntos verdes en laesquina de la izquierda. Otro grupode puntos verdes más cerca delcentro.

—El pelotón —digo.—Y este punto solitario debe

de ser Bizcocho.—Lo que significa que, si no

nos hubiésemos extraído losdispositivos...

—Habría sabido exactamentedónde estábamos —dice Hacha—.Nos habría estado esperando y nos

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habría dado por culo.Señala los dos números

iluminados en la parte inferior de lapantalla. Uno de ellos es el númeroque me asignaron cuando la doctoraPam me etiquetó. Imagino que elotro es el de Hacha. Debajo de losnúmeros hay un botón verde queparpadea.

—¿Qué pasa si aprietas esebotón? —pregunto.

—Supongo que nada —responde, y lo aprieta.

Doy un respingo, pero ha

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supuesto bien.—Es un botón asesino —

explica—. Tiene que ser eso.Conectado a nuestros implantes.

Podría habernos frito encualquier momento. Matarnos noera el objetivo, así que ¿quépretendía?

—Los tres «infestados» —diceHacha, leyendo la pregunta en miexpresión—. Por eso hizo el primerdisparo. Somos el primer pelotónque sale del campamento: tienesentido que nos monitoricen para

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ver cómo nos comportamos en uncombate real. O en lo que pensamosque es un combate real. Paraasegurarnos de que reaccionamoscomo ratitas obedientes ante loscebos verdes. Han tenido quesoltarlo antes que a nosotros, paraque apretase el gatillo si nosotrosno lo hacíamos. Como no lo hemoshecho, nos ha dado un incentivo.

—Y ha seguido disparandopara...

—Para mantenernos en tensióny listos para volar en pedazos

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cualquier punto verde que brille.Ahí, bajo la nieve, tengo la

sensación de que Hacha me mira através de una cortina de gasablanca. Los copos se le posan enlas cejas y lanzan destellos desdesu pelo.

—Es mucho riesgo —comento.—En realidad, no. Nos tenía en

este pequeño radar. En el peor delos casos, solo tenía que apretar elbotón. El problema es que no hatenido en cuenta un caso aún peor.

—Que nos quitáramos los

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implantes.Hacha asiente y se aparta la

nieve que se le pega a la cara.—No creo que ese imbécil

esperase que diésemos mediavuelta y lucháramos.

Me pasa el dispositivo. Cierrola tapa y me lo meto en el bolsillo.

—Nos toca, sargento —dice envoz baja, o tal vez es la nieve quele ahoga un poco la voz—. ¿Cuálesson las órdenes?

Me trago una buena bocanadade aire y lo dejo salir poco a poco.

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—Volvemos con el pelotón. Lessacamos los implantes a todos...

—¿Y?—Rezamos por que no haya un

batallón de Reznik de camino.Me vuelvo para marcharme,

pero ella me sujeta el brazo.—¡Espera! No podemos volver

sin los implantes.Tardo un segundo en pillarlo.

Después asiento y me restriego loslabios dormidos con el dorso de lamano. Nos encenderemos comobombillas en sus oculares si no

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llevamos los implantes.—Bizcocho nos derribará antes

de que terminemos de cruzar lacalle.

—¿Nos los metemos en laboca?

Sacudo la cabeza. ¿Y si nos lostragamos sin querer?

—Tenemos que volver ameterlos donde estaban, vendarbien las heridas y...

—¿Esperar que no se caigan?—Y esperar que sacarlos no los

haya desactivado... ¿Qué? —

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pregunto—. ¿Demasiada esperanza?—Puede que esa sea nuestra

arma secreta —responde ella.Le tiembla un poco la comisura

de los labios.

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—Esto es una mierda, una mierdamuy gorda —me dice Picapiedra—.¿Reznik era el francotirador?

Estamos sentados con laespalda apoyada en el muro dehormigón del garaje; Hacha yBizcocho se encuentran en losflancos, observando la calle. Yotengo a Dumbo a un lado y aPicapiedra, al otro; Tacita se hasentado entre ellos, con la cabeza

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apretada contra mi pecho.—Reznik es un infestado —le

digo por tercera vez—. El CampoAsilo es suyo. Nos han estadousando para...

—¡Cierra el pico, Zombi! ¡Es lalocura más paranoica que he oído!—exclama Picapiedra. Tiene lacara roja como un tomate y letiembla la ceja—. ¡Te has cargadoa nuestro instructor! ¡Que estabaintentando matarnos a nosotros! ¡Enuna misión para eliminar ainfestados! Vosotros haced lo que

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queráis, pero yo ya estoy harto. Seacabó.

Se pone de pie y sacude el puñohacia mí.

—Voy a volver al punto deencuentro para esperar a laevacuación. Esto es... —intentabuscar la palabra adecuada, pero alfinal se conforma con—: una trola.

—Picapiedra —le digo en vozbaja y con tranquilidad—, siéntate.

—Increíble: te has vueltoDorothy. Dumbo, Bizcocho,¿vosotros os lo tragáis? No puedo

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creerme que os lo traguéis.Saco el dispositivo plateado del

bolsillo y lo abro. Se lo pego a lacara.

—¿Ves ese punto verde de ahí?Ese eres tú.

Bajo por la pantalla hasta sunúmero y lo ilumino pulsándolo conel dedo. El botón parpadea.

—¿Sabes qué pasa cuandoaprietas el botón verde?

Es una de esas frases que teprovocan insomnio para el resto detu vida y que desearías no haber

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dicho nunca.Picapiedra se abalanza sobre el

cacharro y me lo quita de lasmanos. Podría haber llegado atiempo para impedírselo, perotengo a Tacita en el regazo y eso meralentiza. Lo único que sucede antesde que apriete el botón es que grito:

—¡No!La cabeza de Picapiedra cae

hacia atrás, como si alguien lehubiese dado un buen golpe en lafrente. Se le abre la boca y los ojosse le vuelven hacia el techo.

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Después se desploma como unpeso muerto, como una marioneta ala que le han soltado las cuerdas.

Tacita está gritando. Hacha mela quita de encima para que puedaarrodillarme junto a Picapiedra. Notengo que mirarle el pulso parasaber que está muerto, pero lo hagode todos modos. Solo hace faltamirar la pantalla del dispositivoque lleva en la mano: un punto rojosustituye al punto verde.

—Supongo que tenías razón,Hacha —le digo, volviendo la

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cabeza para mirarla.Recojo el mando de la mano sin

vida de Picapiedra. La mía tiembla.Pánico. Confusión. Pero, sobretodo, rabia: estoy furioso con él.Me tienta la idea de pegarle unpuñetazo en esa cara tan grande ygorda que tiene.

Detrás de mí, Dumbo dice:—¿Qué vamos a hacer ahora,

sargento?A él también le ha entrado el

pánico.—Ahora mismo vas a quitarles

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los implantes a Bizcocho y a Tacita.—¿Yo? —pregunta, y la voz le

sube una octava.La mía baja una.—Eres el sanitario, ¿no? Hacha

te lo quitará a ti.—Vale, pero después ¿qué

vamos a hacer? No podemosvolver. No podemos... ¿Adóndevamos a ir ahora?

Hacha me está mirando. Cadavez se me da mejor interpretar susexpresiones, y ese modo de inclinarligeramente los labios hacia abajo

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indica que se está preparando,como si ya supiera lo que voy adecir. ¿Quién sabe? Seguramente losepa.

—No vais a volver, Dumbo.—Quieres decir que no vamos a

volver —me corrige Hacha—.Todos nosotros, Zombi.

Me levanto. Es como sienderezarme me costara unaeternidad. Doy un paso hacia ella.El viento le echa el pelo a un lado,una bandera negra ondeante.

—Hemos dejado a uno atrás —

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digo.Ella sacude la cabeza

bruscamente. Me gusta la forma enque el flequillo se le mueveadelante y atrás.

—¿Frijol? Zombi, no puedesvolver a por él, es un suicidio.

—No puedo abandonarlo. Hiceuna promesa.

Empiezo a explicarlo, pero nosé ni por dónde empezar. ¿Cómo loexpreso con palabras? Esimposible, es como intentarlocalizar el punto de partida de un

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círculo.O encontrar el primer eslabón

de una cadena de plata.—Ya hui una vez —digo al fin

—. No volveré a hacerlo.

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Está la nieve, diminutos puntitosblancos que caen en espiral.

Está el río que apesta adesechos y a restos humanos, negro,veloz y silencioso bajo las nubesque ocultan el reluciente ojo verdede la nave nodriza.

Y está el deportista de institutoadolescente, vestido de soldado,con el fusil semiautomático de grancalibre que le dieron los del ojo

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verde brillante, agachado junto a laestatua de un soldado de verdad queluchó y murió con la mente clara yel corazón limpio, sin que locorrompieran las mentiras de unenemigo que sabe cómo piensa, queretuerce todas sus cosas buenaspara convertirlas en malas, queutiliza su esperanza y su confianzapara hacer de él un arma contra lossuyos. El niño que no volviócuando debería haber vuelto, y queahora vuelve cuando no debería.

El niño llamado Zombi, el que

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hizo una promesa, y si no la cumple,se acabará la guerra, no la grande,sino la que importa, la que se lidiaen el campo de batalla de sucorazón.

Porque las promesas importan.Importan ahora más que nunca.

En el parque, junto al río, bajola nieve que cae en espiral.

Noto la llegada del helicópteroantes de oírlo. Un cambio en lapresión, una vibración en la pielexpuesta. Después, la percusiónrítmica de las palas, y me levanto

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tambaleante, apretándome con lamano la herida de bala del costado.

«¿Dónde te disparo?», mepreguntó Hacha. «No lo sé, pero nopuede ser ni en las piernas ni en losbrazos». Y Dumbo, que, gracias altrabajo en la planta deprocesamiento, tiene muchaexperiencia con la anatomíahumana, dijo: «Dispárale en elcostado, de cerca. Y en este ángulo,porque, si no, le perforarás losintestinos». Y Hacha: «¿Quéhacemos si te perforo los

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intestinos?». A lo que yo respondí:«Enterrarme, porque estarémuerto».

¿Una sonrisa? No. Maldita sea.Después, mientras Dumbo me

examinaba la herida, Hacha mepreguntó: «¿Cuánto tiempo teesperamos?». «Un día, máximo»,contesté. «¿Un día?». «Vale, dosdías. Si no volvemos en cuarenta yocho horas, es que no volvemos»,le concedí.

Ella no me lo discutió, perodijo: «Si no vuelves en cuarenta y

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ocho horas, volveré a por ti».«Sería un movimiento muy

tonto, jugadora de ajedrez»,respondí. «Esto no es ajedrez»,repuso ella.

La sombra negra ruge porencima de las ramas desnudas delos árboles que rodean el parque; elpesado compás rítmico de losrotores, como un enorme corazónacelerado, las ráfagas de viento fríoque me presionan los hombroscuando corro a la compuertaabierta.

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El piloto vuelve la cabezamientras me meto dentro.

—¿Dónde está tu unidad?—¡Vamos, vamos! —grito yo al

caer sobre el asiento vacío.Y el piloto:—Soldado, ¿dónde está tu

unidad?Desde los árboles llega la

respuesta de mi unidad, que lanzauna descarga de artillería, de modoque las balas se dan contra elfuselaje reforzado del Black Hawk,y yo sigo gritando a todo pulmón:

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—¡Vamos, vamos, vamos!Y me cuesta. Con cada «vamos»

me sangra más la herida, y la sangreme cae entre los dedos.

El helicóptero se eleva y saledisparado hacia delante, después seladea bruscamente a la izquierda.Cierro los ojos. «Vamos, Hacha,vamos».

El Black Hawk descarga suametralladora sobre los árboles,pulverizándolos, y el piloto le gritaalgo al copiloto. El helicópterosobrevuela los árboles, pero ya

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debe de hacer un buen rato queHacha y mi equipo se alejaron porel sendero que bordea las oscurasorillas del río. Rodeamos esa masafrondosa varias veces y disparamoshasta que los árboles quedanreducidos a tocones destrozados. Elpiloto se asoma a la bodega y me vetirado sobre dos asientos,sujetándome el costadoensangrentado. Entonces se eleva yaprieta el acelerador. Elhelicóptero asciende a todavelocidad hacia las nubes, y la

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blanca nada de la nieve se traga elparque.

Estoy a punto de perder elconocimiento. Demasiada sangre,demasiada. Está el rostro de Hachay, joder, no es que me estésonriendo, es que se ríe a carcajadalimpia. ¡Bien por mí, bien por mípor haberla hecho reír!

Y está Frijol, y él no sonríe enabsoluto.

«¡No me lo prometas, no me loprometas, no me lo prometas! ¡Noprometas nada nunca, nunca,

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nunca!».—Voy a por ti, te lo prometo.

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Me despierto donde comenzó todo:en una cama de hospital, vendado yflotando en un mar de analgésicos.Se ha cerrado el círculo.

Tardo varios minutos en darmecuenta de que no estoy solo. Hayalguien en el sillón, al otro lado delgotero intravenoso. Vuelvo lacabeza y, primero, le veo las botas,negras y tan brillantes como unespejo. El uniforme impecable,

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almidonado y planchado. Losrasgos marcados, los penetrantesojos azules que me atravesaronhasta el fondo.

—Aquí estás —dice Vosch envoz baja—. No del todo sano, peroa salvo. Los médicos me cuentanque has tenido una suerte increíble,que no has sufrido dañosimportantes. La bala te atravesólimpiamente. Asombroso, laverdad, teniendo en cuenta que tedispararon a quemarropa.

¿Qué le vas a contar?

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«Le voy a contar la verdad».—Fue Hacha —le digo.

Desgraciado. Hijo de puta, durantemeses lo vi como mi salvador...incluso como el salvador de lahumanidad, sus promesas meofrecían el más cruel de losregalos: esperanza.

Él ladea la cabeza: me recuerdaa un pájaro de ojos brillantes queve una chuchería apetecible.

—¿Y por qué te disparó lasoldado Hacha, Ben?

«No puedes contarle la

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verdad».Vale, a la mierda la verdad, le

daré los hechos.—Por Reznik.—¿Reznik?—Señor, la soldado Hacha me

disparó porque defendí la presenciade Reznik allí.

—¿Y por qué ibas a tener quedefender la presencia de Reznik,sargento?

Cruza las piernas y se sostienela rodilla de arriba con ambasmanos. Cuesta mantener contacto

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visual con él durante más de tres ocuatro segundos seguidos.

—Se volvieron contra nosotros,señor. Bueno, no todos. Picapiedray Hacha... Y Tacita, aunque soloporque lo hizo Hacha. Dijeron queel hecho de que Reznik estuvieraallí demostraba que todo esto eramentira, y que usted...

Alza ligeramente la mano parainterrumpirme y pregunta:

—¿Esto?—El campo, los infestados. Que

no nos han entrenado para matar

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alienígenas, sino que losalienígenas nos han entrenado paraque nos matáramos entre nosotros.

Al principio no dice nada. Casidesearía que se hubiera echado areír, que hubiera sonreído osacudido la cabeza. Si hubierahecho algo así, tal vez me habríaquedado alguna duda, puede que mehubiera pensado mejor el tema estede la farsa alienígena y hubierallegado a la conclusión de que estoyparanoico e histérico por culpa dela batalla.

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En vez de eso, se me quedamirando con sus brillantes ojos depájaro sin expresar emoción alguna.

—¿Y tú no querías tener nadaque ver con su pequeña teoría de laconspiración?

Asiento con la cabeza, con laesperanza de que el gesto transmitadecisión y seguridad.

—Se volvieron Dorothy, señor.Pusieron a todo el pelotón en micontra —digo, y trato de esbozaruna sonrisa adusta, de soldado—.Pero antes me encargué de

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Picapiedra.—Hemos recuperado su

cadáver —me dice Vosch—. Ledispararon a quemarropa, como a ti.Pero a él acertaron a darle algo másarriba.

«¿Estás seguro de esto, Zombi?¿Por qué tenemos que dispararle enla cabeza?».

«Porque no pueden saber quefue el dispositivo. A lo mejor, si eldestrozo es importante, ocultará laspruebas. Retrocede, Hacha, yasabes que no tengo la mejor

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puntería del mundo».—Habría acabado con los

demás, pero me superaban ennúmero, señor. Decidí que lo mejorera volver echando leches a la basee informar.

Sigue sin moverse. Se pasa unbuen rato sin decir nada.Simplemente, me mira.

«¿Qué eres? —me pregunto—.¿Eres humano? ¿Eres un infestado?¿O eres... otra cosa? ¿Qué nariceseres?».

—Se han esfumado, ¿sabes? —

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dice al fin, esperando mi respuesta.Por suerte, he pensado en una.

Bueno, la pensó Hacha. Valor aquien valor merece.

—Se extrajeron los dispositivosde rastreo.

—También te quitaron el tuyo—comenta, y espera.

Detrás de él veo celadoresvestidos con batas verdes que semueven entre las filas de camas yoigo el chirrido de sus zapatos alpisar el suelo de linóleo.

Un día más en el hospital de los

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malditos.Estoy listo para su pregunta.—Les seguí la corriente y

esperé al momento oportuno.Después de quitármelo a mí,Dumbo se lo quitó a Hacha, yentonces aproveché la oportunidad.

—Para disparar a Picapiedra...—Y después Hacha me disparó

a mí.—Y después...Vosch tenía los brazos cruzados

sobre el pecho y la barbilla baja.Me examinaba con ojos caídos,

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como un ave rapaz examina a sucena.

—Y después hui, señor.«¿Así que puedo derribar a

Reznik a oscuras en plena tormentade nieve, pero no soy capaz deacabar contigo a medio metro dedistancia? No se lo tragará,Zombi».

«No necesito que se lo trague,solo necesito que se lo piensedurante unas cuantas horas».

Se aclara la garganta, se rascadebajo de la barbilla y se pasa un

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rato examinando los azulejos deltecho hasta que me mira de nuevo.

—Ben, has tenido mucha suertede llegar al punto de evacuaciónantes de desangrarte.

«Ya te digo, hombre o lo queseas. Una suerte del demonio».

El silencio cae como una losa.Ojos azules. Labios apretados.

Brazos cruzados.—No me lo has contado todo.—¿Señor?—Te estás dejando algo.Sacudo la cabeza despacio, y

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toda la habitación me da vueltascomo si fuera un barco en plenatormenta. ¿Cuántos analgésicos mehan dado?

—Tu antiguo sargentoinstructor. Seguro que algúnmiembro del equipo lo registró yencontró uno de estos dispositivos—explicó, enseñándome un discoplateado idéntico al que llevabaReznik—. En cuyo momento,alguien, seguramente tú, por ser eloficial al mando, se preguntaría quéhacía Reznik con un mecanismo

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capaz de acabar con vuestras vidascon tan solo pulsar un botón.

Asiento con la cabeza, Hacha yyo ya nos habíamos imaginado quesacaría el tema, así que teníapreparada la respuesta. Que se lacreyera o no, ya era otra historia.

—Solo hay una explicación quetenga sentido, señor. Era nuestraprimera misión, nuestro primercombate real. Era necesariovigilarnos. Y necesitaban undispositivo de seguridad por sialguno de nosotros se volvía

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Dorothy y atacaba a los demás...Dejo la frase en el aire. Estoy

sin aliento y contento de estarlo, yaque no me fío de lo que puedasoltar por culpa de las drogas. Nopienso con claridad. Atravieso uncampo de minas cubierto por unadensa niebla.

Hacha se lo imaginaba, por esome obligó a practicar esta parte unay otra vez mientras esperábamos aque el helicóptero llegara alparque, justo antes de pegarme lapistola al estómago y apretar el

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gatillo.La silla araña el suelo y, de

repente, el duro rostro de Vosch estodo lo que veo.

—Es realmente extraordinario,Ben. Has resistido la dinámica decombate del grupo y la enormepresión de seguir al rebaño. Escasi... Bueno, es casi inhumano, afalta de un término mejor.

—Soy humano —susurro, y elcorazón me golpea el pecho tanfuerte que, por un momento, estoyconvencido de que puede verlo latir

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a través de la fina bata de hospitalque llevo puesta.

—¿Lo eres? Porque ese es elquid de la cuestión, ¿no, Ben? ¡Aeso se reduce todo! A quién eshumano... y quién no lo es. ¿Es queno tenemos ojos, Ben? ¿Es que notenemos manos, órganos,proporción humana, sentidos,afectos, pasiones? Si nos pincháis,¿no sangramos? Y si nos ultrajáis,¿no nos vengaremos?

El duro ángulo de la mandíbula.La seriedad de los ojos azules. Los

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finos labios sobre el fondo de unrostro enrojecido.

—Shakespeare, El mercader deVenecia. Son palabras de unapersona que pertenece a una razadespreciada y perseguida. Como lanuestra, Ben. La raza humana.

—No creo que nos odien, señor—digo, intentando mantener lacalma en este giro tan raro einesperado que han dado losacontecimientos en el campo deminas.

La cabeza me da vueltas. Me

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disparan en las tripas, me drogan ydespués me ponen a hablar deShakespeare con el comandante deuno de los campos de exterminiomás eficientes de la historia delplaneta.

—Pues tienen una forma muycuriosa de demostrar su aprecio.

—Ni nos aman ni nos odian.Simplemente, estorbamos. A lomejor, para ellos, nosotros somosla infestación.

—¿Somos la Periplanetaamericana para su Homo sapiens?

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En esa competición, me quedo conla cucaracha. Es muy difícilerradicar.

Me da una palmadita en elhombro y se pone muy serio. Hemosllegado a la clave del asunto, alinstante de vida o muerte, deaprobar o suspender; lo noto. Le davueltas y más vueltas al discoplateado que tiene en la mano.

«Tu plan es un asco, Zombi. Ylo sabes».

«Vale, a ver, cuéntame el tuyo».«Permanecemos juntos y nos

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arriesgamos con los que seesconden en el juzgado».

«¿Y Frijol?».«No le harán daño. ¿Por qué te

preocupa tanto Frijol? Por Dios,Zombi, hay cientos de niños...».

«Sí, pero la promesa solo se lahice a uno».

—Son unos hechos muy graves,Ben, muy graves. Los delirios deHacha la empujarán a buscar cobijocon los mismos seres que debíadestruir. Les contará todo lo quesabe sobre nuestras operaciones.

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Hemos enviado a otros trespelotones para impedirlo, pero metemo que quizá sea demasiadotarde. Si lo es, no tendremos másremedio que llevar a cabo el plande último recurso.

Los ojos le arden con un pálidofuego azul. Me estremezco,literalmente, cuando me da laespalda: de repente siento frío ymucho, mucho miedo.

«¿En qué consiste el últimorecurso?».

Puede que no se lo haya

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tragado, pero le está dando vueltas.Sigo vivo y, mientras sea así, Frijoltendrá una oportunidad.

Se vuelve de nuevo hacia mí,como si se le hubiera olvidadoalgo.

«Mierda, allá vamos».—Ah, otra cosa. Siento ser el

que te dé las malas noticias, perovamos a quitarte los analgésicospara poder obtener un informecompleto.

—¿Informe completo, señor?—El combate es muy curioso,

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Ben: la memoria puede engañarte.Hemos descubierto que losmedicamentos interfieren con elprograma. Calculo que en unas seishoras estarás limpio.

«Sigo sin entenderlo, Zombi,¿por qué tengo que dispararte? ¿Porqué no puedes contarles que nosmataste a todos? En mi opinión,esto es exagerar».

«Tengo que estar herido,Hacha».

«¿Por qué?».«Para que me mediquen».

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«¿Por qué?».«Para ganar tiempo. Para que no

me lleven allí nada más bajar delhelicóptero».

«¿Adónde?».Así que no necesito preguntarle

a Vosch de qué está hablando, perolo hago de todos modos:

—¿Me van a enchufar a El Paísde las Maravillas?

Él dobla un dedo para llamar aun celador, que se acerca con unabandeja. Una bandeja con unajeringa y una diminuta cápsula

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plateada.—Te vamos a enchufar a El

País de las Maravillas.

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Anoche nos quedamos dormidosdelante de la chimenea, y estamañana me he despertado ennuestra cama... No, en nuestra cama,no, en mi cama. ¿En la cama deVal? En la cama, y no recuerdohaber subido las escaleras, así quetuvo que cogerme en brazos ymeterme dentro, aunque ahoramismo no está en la cama conmigo.Noto una punzada de miedo al

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darme cuenta de que no está. Esmucho más fácil apartar las dudascuando está conmigo, cuando le veoesos ojos del color del chocolatefundido y oigo esa voz profunda quecae sobre mí como si fuera unacálida manta en una noche fría.«Ay, eres un caso perdido, Cassie,un desastre».

Me visto rápidamente a la tenueluz del alba y bajo las escaleras.Tampoco está allí, pero sí mi M16,limpio, cargado y apoyado en larepisa de la chimenea.

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Lo llamo. Me responde elsilencio.

Recojo el arma. La última vezque la disparé fue el día delsoldado del crucifijo.

«No fue culpa tuya, Cassie. Nisuya».

Cierro los ojos y veo a mipadre tirado en el suelo con undisparo en las tripas, diciéndome ensilencio que no me acerque, justoantes de que Vosch lo silencie parasiempre.

«Culpa de Vosch. No tuya ni del

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soldado del crucifijo. De Vosch».Me imagino poniéndole a Vosch

el cañón del fusil en la sien yvolándole la tapa de los sesos.

Primero tengo que encontrarlo.Y luego pedirle muy amablementeque no se mueva para que puedaacercarle el cañón de mi fusil a lasien y volarle la tapa de los sesos.

De repente me doy cuenta deque estoy en el sofá, al lado de Oso,y que los acuno a los dos, al oso enuna mano y al fusil en la otra, comosi estuviera de vuelta en el bosque,

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dentro de la tienda, bajo los árbolesque estaban bajo el cielo, que a suvez estaba bajo el siniestro ojo dela madre nodriza, que estaba bajo elestallido de estrellas de entre lascuales la nuestra no es más queuna... ¿Qué probabilidades había deque los Otros eligieran establecerseprecisamente en nuestra estrella, deentre los mil trillones de estrellasdel universo?

Es demasiado para mí. Nopuedo vencer a los Otros: soy unacucaracha. Vale, utilizaré la

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metáfora de la efímera de Evan; lasefímeras son más bonitas y, almenos, pueden volar. Sin embargo,sí puedo eliminar a algunos de esoscabrones antes de que acabe miúnico día sobre la Tierra. Y piensoempezar por Vosch.

Una mano me toca el hombro.—Cassie, ¿por qué lloras?—No lloro, es alergia. Este

puñetero oso está lleno de polvo.Se sienta junto a mí, en el lado

del oso, no en el del fusil.—¿Dónde estabas? —le

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pregunto, por cambiar de tema.—Echando un vistazo al tiempo.—¿Y?«Frases completas, por favor,

tengo frío y necesito que tu cálidavoz de manta me mantenga a salvo».Me llevo las rodillas al pecho yapoyo los talones en el borde delcojín del sofá.

—Creo que esta noche harábueno.

La luz de la mañana se cuelaentre las sábanas que cuelgan de laventana y le pinta la cara de oro. La

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luz se le refleja en el pelo y lechisporrotea en los ojos.

—Bien —respondo, y me sorbolos mocos con ganas.

—Cassie —dice, tocándome larodilla. Tiene la mano caliente:noto el calor a través de losvaqueros—. He tenido una ideamuy rara.

—¿Que todo esto es un sueñomuy malo?

Sacude la cabeza y se ríe,nervioso.

—No quiero que te lo tomes a

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mal, así que escúchame antes dedecir nada, ¿vale? Lo he estadopensando a fondo y ni siquiera lomencionaría si no pensara...

—Dímelo ya, Evan. Tú...dímelo.

«Oh, Dios, ¿qué me va a decir?—pienso, y me tenso de pies acabeza—. Da igual, Evan, no me locuentes».

—Déjame ir.Sacudo la cabeza,

desconcertada. ¿Es una broma? Lemiro la mano, la que está encima de

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mi rodilla y me la aprieta un poco.—Creía que ya habías decidido

venir.—Quiero decir, déjame ir —

repite, y me mueve un poco larodilla para que lo mire a la cara.

—Que te deje ir solo —comprendo al fin—. Que me quedeaquí y te deje ir solo a buscar a mihermano.

—Vale, espera, has prometidoescucharme...

—No te he prometido nada —respondo, apartándole la mano. La

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idea de que me deje atrás no es soloofensiva, sino que además meresulta aterradora—. La promesa sela hice a Sammy, así que olvídalo.

—Pero no sabes lo que hay ahífuera —insiste, sin olvidarlo.

—¿Y tú sí?—Mejor que tú.Intenta acercarse, pero le pongo

una mano contra el pecho: «De esonada, amigo».

—Pues dime qué hay ahí fuera.—Piensa en quién tiene más

posibilidades de sobrevivir lo

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bastante para mantener tu promesa—dice, levantando las manos—.No estoy diciendo que sea porqueeres una chica o porque yo sea másfuerte, más duro ni nada de eso.Solo digo que, si va solo uno de losdos, el otro todavía tendría unaoportunidad de encontrarlo siocurriera lo peor.

—Bueno, seguramente tengasrazón en eso, pero no deberías ir túprimero. Es mi hermano. No piensoquedarme aquí a esperar a que unSilenciador llame a la puerta a

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pedirme un poco de azúcar. Irésola.

Me levanto del sofá de un salto,como si pensara largarme en estepreciso instante. Me agarra por elbrazo y tira de mí hacia atrás.

—Déjalo, Evan. Se te olvida denuevo que soy yo quien te permiteque me acompañes, no al revés.

—Lo sé —responde, con lacabeza baja—. Lo sé —repite, ydeja escapar una risa triste—.También sabía cuál iba a ser turespuesta, pero tenía que

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preguntártelo.—¿Porque crees que no sé

cuidarme sola?—Porque no quiero que mueras.

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Llevamos varias semanaspreparándonos. Hoy, el último día,no queda gran cosa que hacer salvoesperar a que llegue la noche.Viajamos ligeros; Evan creía quellegaríamos a Wright-Patterson endos o tres noches, siempre y cuandono nos encontráramos con algúnimprevisto, como otra tormenta denieve o la muerte de uno de losdos... O la muerte de los dos, lo que

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retrasaría la operaciónindefinidamente.

A pesar de haber reducido miequipaje a lo mínimo, me cuestameter al oso en la mochila. A lomejor le corto las patas y le digo aSammy que se las voló en pedazosel Ojo que acabó con el CampoPozo de Ceniza.

El Ojo. Decido que eso seríaaún mejor: no volarle a Vosch lacabeza, sino meterle una bombaalienígena por los pantalones.

—A lo mejor no deberías

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llevártelo —dice Evan.—A lo mejor deberías callarte

—mascullo mientras doblo al osopor la mitad y cierro la cremallera—. Ya está.

—¿Sabes que cuando te vi porprimera vez en el bosque creía queel oso era tuyo? —me dice,sonriendo.

—¿En el bosque?Pierde la sonrisa.—No me encontraste en el

bosque —le recuerdo. De repente,la habitación parece estar diez

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grados más fría—. Me encontrasteen medio de un banco de nieve.

—Quería decir que yo estaba enel bosque, no tú —responde—. Tevi desde el bosque, a casi unkilómetro de allí.

Asiento con la cabeza, pero noporque me lo crea. Asiento porquesé que no me equivoco al nocreérmelo.

—Todavía no has salido de eseberenjenal, Evan. Eres dulce ytienes unas cutículas increíbles,pero sigo sin estar segura de por

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qué tienes las manos tan suaves ode por qué olían a pólvora la nocheque, supuestamente, visitaste latumba de tu novia.

—Te lo dije anoche, llevo dosaños sin ayudar en la granja, y esedía limpié mi arma. No sé quémás...

—Solo confío en ti porque se teda bien el fusil y porque, a pesar dehaber tenido mil oportunidades, nolo has empleado para matarme —locorto—. No te lo tomes como algopersonal, pero hay algo en ti y en

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esta situación que no acabo deentender, aunque eso no quieredecir que no vaya a entenderlonunca. Lo averiguaré y, si la verdades algo que te pone contra mí, harélo que tenga que hacer.

—¿El qué? —pregunta, yesboza esa maldita sonrisa ladeadatan sexy mientras levanta loshombros y hunde las manos hasta elfondo de los bolsillos, como sifuera un niño al que han pillado enuna travesura.

Supongo que lo hace para

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volverme loca, en el buen sentido.¿Qué tiene este chico que me danganas de abofetearlo y besarlo, dehuir de él y correr hacia él, deabrazarlo y darle una patada en laspelotas, todo a la vez? Me gustaríaculpar a la Llegada del efecto queejerce sobre mí, pero algo me diceque los chicos llevanprovocándonos estas reaccionesdesde hace bastante más tiempo.

—Lo que tenga que hacer —repito.

Subo las escaleras. Pensar en lo

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que tengo que hacer me harecordado algo que quería hacerantes de marcharnos.

Rebusco por los cajones delcuarto de baño hasta que encuentrounas tijeras y procedo a cortarmequince centímetros de melena.Cuando oigo crujir las tablas delsuelo, grito, sin volverme:

—¡Deja de acosarme!Un segundo después, Evan

asoma la cabeza.—¿Qué estás haciendo? —

pregunta.

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—Un corte de pelo simbólico.¿Qué haces tú? Ah, sí, me sigues,me acechas detrás de las puertas.Puede que un día de estos reúnas elvalor suficiente para entrar, Evan.

—Parece que te estás cortandoel pelo de verdad.

—He decidido librarme detodas las cosas que me molestan —respondo, lanzándole una miradita através del espejo.

—¿Por qué te molesta?—¿Por qué preguntas?Ahora estoy mirando mi reflejo,

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pero ahí está él: lo veo con elrabillo del ojo. Maldita sea, mássimbolismo.

Toma la sabia decisión delargarse. Un par de tijeretazos, y ellavabo se llena de rizos. Lo oigobajar con estrépito las escaleras ydespués me llega el portazo desalida. Supongo que mi deber erapedirle permiso primero, como si leperteneciera, como si fuera uncachorrito que encontró en la nieve.

Doy un paso atrás paraexaminar mi obra. Con el pelo corto

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y sin maquillaje parece que tengodoce años. Vale, unos catorce. Sinembargo, con la actitud correcta ylos accesorios apropiados, alguienpodría confundirme con unapreadolescente. Puede que inclusose ofreciera a llevarme en su alegreautobús escolar amarillo.

Esa tarde, un manto de nubesgrises se extiende por el cielo y traeconsigo el crepúsculo antes detiempo. Evan vuelve a desaparecery regresa al cabo de unos minutoscon dos contenedores de veinte

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litros de gasolina cada uno. Lomiro, y él dice:

—Estaba pensando en que nonos vendría mal una distracción.

—¿Vas a quemar tu casa? —pregunto tras procesar lainformación.

—Voy a quemar mi casa —asiente él, como si lo estuvieradeseando.

Levanta uno de loscontenedores y lo lleva arriba paraempapar los dormitorios. Yo salgoal porche para escapar de los

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vapores. Un enorme cuervo negroda saltitos por el patio, se detiene yme echa una mirada con sus ojillosnegros. Medito la posibilidad desacar mi pistola y dispararle.

No creo que fallara: ahora,gracias a Evan, tengo muy buenapuntería y, además, odio lospájaros.

La puerta se abre y una nube deolor nauseabundo sale al exterior.Me alejo del porche, y el cuervo sealeja volando entre graznidos. Evanmoja el porche y lanza la lata vacía

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contra el lateral de la casa.—El granero —le digo—. Si

querías una distracción, deberíashaber quemado el granero. Así lacasa seguiría aquí cuandovolviéramos.

«Porque me gustaría pensar quevamos a volver, Evan. Sammy, tú yyo, una gran familia feliz».

—Ya sabes que no vamos avolver —responde, y enciende lacerilla.

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Veinticuatro horas después, hecerrado el círculo que me conecta aSammy como un cordón de plata: heregresado al lugar donde hice mipromesa.

El Campo Pozo de Ceniza estájusto como lo dejé, lo que significaque no existe: en su lugar no haymás que un vacío de kilómetro ymedio de ancho en el que acaba lacarretera de tierra que atraviesa el

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bosque. El suelo está más duro queel acero y completamente desnudo,ni siquiera queda un diminutorastrojo, una brizna de hierba o unahoja muerta. Por supuesto, esinvierno, pero no creo que esteclaro abierto por los Otros vaya aflorecer como un prado con lallegada de la primavera.

Señalo un punto a nuestraderecha.

—Ahí estaban los barracones.Creo. Cuesta distinguirlo sin máspuntos de referencia que la

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carretera. Por allí estaba elalmacén. Y por allí se iba al pozode ceniza. Más allá está elbarranco.

Evan sacude la cabeza,asombrado.

—No queda nada —dicemientras pisa con fuerza el suelo,que está duro como una roca.

—Sí que queda algo: yo.—Ya sabes a qué me refiero —

responde con un suspiro.—Me he puesto demasiado

intensa.

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—Ummm, para variar —dice, yprueba a sonreír, pero su sonrisa yano le funciona tan bien.

Ha estado muy callado desdeque abandonamos su casa en llamasen medio del campo. A lamenguante luz del día, se arrodillaen el suelo, saca el mapa y señalanuestra ubicación con la linterna.

—Esa carretera de tierra noestá en el mapa, pero debe deconectarse con esta otra, más omenos por aquí. Podemos seguirlahasta la 675. De allí a Wright-

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Patterson es todo recto.—¿Cuánta distancia hay? —

pregunto mientras miro más allá deEvan.

—Unos cuarenta o cincuentakilómetros. Otro día más, siapretamos el paso.

—Lo apretaremos.Me siento a su lado y le registro

la mochila en busca de algo paracomer. Encuentro una misteriosacarne curada envuelta en papel decera y un par de galletas duras. Leofrezco una a Evan, pero él sacude

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la cabeza: no.—Necesitas comer —lo regaño

—. Deja de preocuparte tanto.Teme que nos quedemos sin

comida. Tiene su fusil, claro, perono habrá caza durante esta fase dela operación de rescate: debemosrecorrer el campo en silencio.Aunque tampoco es que ese camposea demasiado silencioso. Laprimera noche oímos disparos. Aveces era el eco de una sola arma,otras veces, de más de una. Siemprea lo lejos, eso sí, nunca lo bastante

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cerca como para preocuparnos. Alo mejor se trataba de cazadoressolitarios, como Evan, que vivíande la tierra. Puede que de pandillaserrantes de cabras. ¿Quién sabe? Otal vez fueran otras niñas dedieciséis años armadas con un M16y lo bastante estúpidas como paracreer que eran las últimasrepresentantes de la humanidad enla Tierra.

Se rinde y acepta una de lasgalletas. Se pone a roer un trozo.Mastica, pensativo, examinando el

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páramo mientras cae la noche.—¿Y si han dejado de cargar

autobuses? —pregunta por enésimavez—. ¿Cómo entraremos?

—Ya se nos ocurrirá algo —respondo.

Cassie Sullivan: expertaplanificadora de estrategias.

—Tienen soldadosprofesionales —dice, lanzándomeuna miradita—. Humvees. Y BlackHawks. Y esa... ¿Cómo la llamaste?La bomba del ojo verde. Será mejorque se nos ocurra algo bueno.

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Se mete el mapa en el bolsillo,se levanta y se recoloca el fusil alhombro. Está a punto de hacer algo,no sé bien el qué. ¿Llorar? ¿Gritar?¿Reírse?

Yo también. Las tres cosas,aunque puede que no por losmismos motivos. He decididoconfiar en él, aunque, como alguiendijo una vez, no puedes obligarte aconfiar en nadie. Así que lo mejores meter todas tus dudas en unacajita, enterrarla a una profundidadconsiderable y luego intentar

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olvidar dónde la has enterrado. Miproblema es que esa cajitaenterrada es como una costra y nopuedo dejar de tirar de ella.

—Será mejor que nos vayamos—dice, serio, mirando al cielo. Lasnubes que aparecieron el díaanterior siguen ahí, tapando lasestrellas—. Aquí estamosexpuestos.

De repente, Evan vuelve lacabeza a la izquierda y se quedainmóvil como una estatua.

—¿Qué es? —susurro.

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Él levanta la mano, sacude lacabeza brevemente y se asoma a laoscuridad, que es casi absoluta. Yono veo nada, no oigo nada, pero nosoy una cazadora como Evan.

—Una puñetera linterna —murmura, y me acerca los labios ala oreja—. ¿Qué tenemos máscerca, el bosque del otro lado de lacarretera o el barranco?

Sacudo la cabeza, la verdad esque no lo sé.

—Supongo que el barranco —respondo al final.

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No vacila, me coge de la manoy salimos a paso ligero hacia dondeyo esperaba que estuviese elbarranco. No sé durante cuántotiempo corremos hasta llegar hastaallí, seguramente no tanto como meparece, porque la verdad es que seme hace eterno. Evan me baja porla pared rocosa hasta el fondo ydespués salta para ponerse a milado.

—¿Evan?Se lleva el dedo a los labios y

sube por un lateral para asomarse al

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borde. Hace un gesto hacia sumochila, así que meto la manodentro y encuentro los prismáticos.Le tiro de la pernera del pantalón(«¿Qué pasa?»), pero él se zafa demí y se da un golpecito con losdedos en el muslo, con el pulgarescondido. ¿Que hay cuatropersonas? ¿A eso se refiere? ¿Oestá usando una especie de códigodel cazador, en plan: «¡Ponte acuatro patas!»?

Permanece inmóvil un buenrato. Por fin baja a rastras y vuelve

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a acercarme los labios a la oreja.—Vienen hacia aquí.Escudriña la penumbra de la

pared del otro lado del barranco,mucho más escarpada que aquellapor la que hemos bajado, pero enesa parte está el bosque, o lo quequeda de él: tocones destrozados,marañas de ramas y enredaderasrotas. Buen sitio para ocultarse. O,al menos, mejor que estarcompletamente expuestos en unahondonada en la que los malospueden pescarnos como peces en un

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barril. Se muerde el labio,sopesando las posibilidades.¿Tenemos tiempo de trepar por elotro lado antes de que nos vean?

—Quédate agachada.Se quita el fusil del hombro,

asienta las botas en la inestablesuperficie y apoya los codos en latierra de arriba. Estoy justo debajode él, con el M16 en los brazos. Sí,me ha dicho que me quedaraagachada, lo sé, pero no piensohacerme un ovillo y esperar a queacabe todo. Eso ya lo he hecho

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antes y no pienso volver a hacerlo.Evan dispara, y eso aniquila la

tranquilidad del crepúsculo. Elretroceso del fusil lo desequilibra,el pie le resbala y cae al suelo. Porsuerte, hay una imbécil justo debajode él para frenar la caída. Porsuerte para él, no para la imbécil.

Se aparta para liberarme de supeso, me pone en pie de un tirón yme empuja hacia el lado contrario.Sin embargo, cuesta moversedeprisa cuando no puedes respirar.

Una bengala cae en el barranco

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y desgarra la oscuridad con unresplandor rojo infernal. Evan memete las manos bajo los hombros yme sube. Me aferro al borde con laspuntas de los dedos e intentoencontrar apoyo en la pared con lospies, moviéndolos como si fueseuna ciclista demente. Entonces,Evan me pone las manos en el culopara darme un último empujón, yaterrizo en el otro lado.

Me vuelvo para ayudarlo asalir, pero él me grita que corra (yano tiene sentido guardar silencio)

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justo cuando un pequeño objeto conforma de piña cae en el barranco,detrás de él.

—¡Una granada! —gritodándole a Evan todo un segundopara ponerse a cubierto.

No basta.El estallido lo derriba y, en ese

momento, una figura de uniformeaparece al otro lado del barranco.Abro fuego con mi M16 mientrasgrito incoherencias a pleno pulmón.La figura trastabilla hacia atrás,pero sigo disparando. Creo que no

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se esperaba que Cassie Sullivanrespondiera así a su invitación a lajuerga postapocalíptica alienígena.

Vacío el cargador y meto otronuevo. Cuento hasta diez, me obligoa bajar la vista, segura de lo quevoy a ver cuando lo haga: elcadáver de Evan al fondo delbarranco, hecho jirones, y todoporque yo era la única cosa por laque creía que merecía la penamorir. Por mí, por la chica que lepermitió besarla, pero que nunca sedecidió a besarlo ella primero. Por

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la chica que, en lugar de darle lasgracias por haberle salvado la vida,se lo pagó con sarcasmo yacusaciones. Sé lo que veré cuandobaje la mirada, pero no es eso loque veo.

Evan no está.La vocecita de mi cabeza, esa

cuyo trabajo consiste enmantenerme viva, me grita:«¡Corre!».

Así que corro.Salto por encima de árboles

caídos y arbustos resecos por el

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frío, y llega a mis oídos el familiarruido de los disparos de armasautomáticas.

Granadas, bengalas, armas deasalto. No nos persiguen unoscabras: estos son profesionales.

Al salir del maligno resplandorde la bengala, me topo con un murode oscuridad y me estrello contra unárbol. El impacto me tumba. No sécuánto me he alejado, pero debo dehaber recorrido una buenadistancia, porque no veo elbarranco y lo único que oigo es el

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latido de mi corazón.Corro a gatas hasta un pino

caído y me acurruco detrás de élmientras espero a recuperar elaliento que dejé en el barranco.Mientras espero a que otra bengalailumine el bosque que tengodelante. Mientras espero a que losSilenciadores vengan a por mí,abriéndose paso entre la maleza.

Oigo un fusil a lo lejos, seguidode un grito agudo.

Después, una lluvia de tiros deautomáticas y otra granada.

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Después, silencio.«Bueno, no me disparan a mí,

así que debe de ser Evan», pienso.Eso me hace sentir mejor y muchopeor, todo a la vez, porque él sigueallí, solo ante los profesionales, y¿dónde estoy yo? Escondida detrásde un árbol, como si fuera una niña.

Pero ¿qué sería de Sams? Puedocorrer de vuelta a una pelea que,seguramente, perderé, o quedarmedonde estoy y vivir lo suficientepara mantener mi promesa.

El mundo se ha reducido a

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nuestras elecciones: una cosa o laotra.

Otro disparo de fusil. Otro gritoafeminado.

Más silencio.Está derribándolos uno a uno.

Un granjero sin experiencia encombate contra un pelotón desoldados profesionales. Que losuperan en número y en armas.Acaba con ellos con la mismaeficiencia brutal que el Silenciadorde la interestatal, el cazador delbosque que me persiguió hasta que

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tuve que ocultarme bajo un coche ydesapareció misteriosamente.

¡Pum!Grito.Silencio.No me muevo. Espero detrás de

mi tronco, aterrada. En los últimosdiez minutos nos hemos hecho tanamigos que estoy por bautizarlo:Howard, mi tronco mascota.

«¿Sabes que cuando te vi porprimera vez en el bosque creía queel oso era tuyo?».

Crujidos y chasquidos de hojas

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muertas y ramitas. Una sombranegra en la oscuridad del bosque.Un Silenciador que me llama en vozbaja. Mi Silenciador.

—¿Cassie? Cassie, ya estás asalvo.

Me levanto y apunto con mifusil al rostro de Evan Walker.

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Se detiene rápidamente, aunquepoco a poco va apareciendo en surostro una expresión dedesconcierto.

—Cassie, soy yo.—Sé que eres tú. Lo que no sé

es quién eres.—Baja el arma, Cassie —dice

con la voz tensa, apretando lamandíbula.

¿Tensa de rabia? ¿De

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frustración? No lo sé.—¿Quién eres, Evan? Si es que

te llamas así.Él sonríe débilmente. Y

entonces cae de rodillas, sebalancea, se desploma de bruces yse queda quieto.

Espero, sin dejar de apuntarle ala nuca. No se mueve. Salto porencima de Howard y le doy con lapunta del zapato. Sigue sinmoverse. Me arrodillo a su lado,con la culata del fusil apoyada en elmuslo, y le pongo los dedos en el

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cuello para ver si tiene pulso. Estávivo. Tiene los pantalones hechosjirones de los muslos para abajo.Mojados. Me huelo los dedos:sangre.

Dejo el M16 apoyado en elárbol caído y hago rodar a Evanpara ponerlo boca arriba. Letiemblan los párpados. Levanta unamano y me toca la mejilla con lapalma ensangrentada.

—Cassie —susurra—. Cassiede Casiopea.

—Déjalo ya —le digo. Veo que

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tiene el fusil al lado, así que le doyuna patada para ponerlo fuera de sualcance—. ¿Es grave la herida?

—Creo que bastante.—¿Cuántos había?—Cuatro.—No tenían ninguna

posibilidad, ¿verdad?Largo suspiro. Levanta la

mirada y me mira a los ojos. Nonecesito que hable, veo la respuestaen los suyos.

—No muchas, no.—Porque no tienes estómago

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para matar, pero sí para hacer loque tengas que hacer —le digo, ycontengo el aliento.

Debe de saber adónde quierollegar.

Vacila y asiente con la cabeza.Percibo el dolor que reflejan susojos, así que aparto la vista paraque no vea el que reflejan los míos.«Pero has empezado tú, Cassie, yano hay vuelta atrás».

—Y se te da muy bien hacer loque tengas que hacer, ¿verdad?

«Bueno, esa es la pregunta, ¿no?

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Y también va por ti, Cassie: ¿tienesestómago para hacerlo?».

Me salvó la vida. ¿Cómo puedeser también el que intentóquitármela? No tiene sentido.

¿Tengo estómago para dejar quese desangre ahora que sé que memintió, que no es el amable EvanWalker, el cazador reacio, el hijo,hermano y novio apenado, sino algoque quizá ni sea humano? ¿Tengo loque hace falta para cumplir laprimera regla hasta su conclusiónfinal, brutal y despiadada, y meterle

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una bala en su preciosa frente?«Mierda, ¿a quién pretendes

engañar?».Empiezo a desabrocharle la

camisa.—Tengo que quitarte esta ropa

—murmuro.—No sabes cuánto tiempo llevo

esperando a que lo digas —dice, ysonríe, media sonrisa, sexy.

—De esta no vas a librarte contu encanto. ¿Puedes incorporarte unpoco? Un poco más. Así, toma esto.

Un par de analgésicos del kit de

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primeros auxilios. Se los toma condos largos tragos de agua de labotella que le paso.

Le quito la camisa. No apartalos ojos de mi cara, pero evitomirarlo. Mientras tiro de sus botas,él se desabrocha el cinturón y sebaja la cremallera. Levanta eltrasero, pero no consigo sacarle lospantalones: la sangre viscosa se losha pegado al cuerpo.

—Arráncamelos —dice, y sepone boca abajo.

Lo intento, pero cuando tiro la

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tela se me resbala entre los dedos.—Toma, usa esto —me sugiere,

y me ofrece un cuchilloensangrentado.

No le pregunto de dónde hasalido la sangre.

Rasgo de agujero en agujeromuy despacio, con miedo a cortarle.Después le quito las dos perneras,como si pelase un plátano. Eso es,sí, la metáfora perfecta: pelar unplátano. Tengo que saber la verdad,y no se puede llegar hasta elsabroso fruto sin quitarle antes la

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capa exterior.Hablando de fruta apetecible,

ya he llegado a su ropa interior.Con sus calzoncillos delante, le

pregunto:—¿Tengo que mirarte el culo?—Siempre he querido conocer

tu opinión.—Ya basta de chistes tontos.Corto la tela a la altura de las

caderas y le quito la ropa interior.Su culo está mal. Me refiero a quelo tiene salpicado de heridas demetralla. Por lo demás, está

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bastante bien.Le seco la sangre con una gasa

del kit intentando reprimir la risahistérica. Culpo a la insoportabletensión, no al hecho de estarlimpiándole el culo a Evan Walker.

—Dios, estás hecho una pena.—De momento intenta parar la

hemorragia —me dice entre jadeos.Le tapo las heridas de este lado

lo mejor que sé.—¿Puedes darte la vuelta? —le

pregunto.—Casi preferiría no hacerlo.

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—Tengo que verte por delante.«Ay, Dios, ¿por delante?».—Por delante estoy bien. De

verdad.Me siento, agotada. Supongo

que aceptaré su palabra.—Cuéntame qué ha pasado.—Después de sacarte del

barranco, he echado a correr. Heencontrado un lugar del barranco amenos altura y he trepado parasalir. Los he rodeado. Seguramentehas oído el resto.

—He oído tres disparos. Has

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dicho que había cuatro tíos.—Cuchillo.—¿Este cuchillo?—Ese cuchillo. La sangre que

tengo en las manos es suya, no mía.—Vaya, gracias —digo

mientras me restriego la mejilla queme ha tocado. Decido sacar a la luzla explicación más terrible de loque ha sucedido—. Eres unSilenciador, ¿verdad?

Silencio. Qué irónico.—¿O eres humano? —susurro.«Di que eres humano, Evan. Y,

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cuando lo digas, dilo a laperfección para que no quepa duda.Por favor, Evan, necesito que medespejes esta duda. Sé que dijisteque no podías obligarte a confiar ennadie... Pues oblígame a confiar enti, joder. Haz que confíe en ti. Dique eres humano».

—Cassie...—¿Eres humano?—Claro que soy humano.Respiro hondo. Lo ha dicho,

pero no a la perfección. No le veola cara: la tiene metida debajo del

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codo. A lo mejor si le viera la carasería perfecto y podría olvidarmede esta idea horrible. Recojoalgunas toallitas estériles y empiezoa limpiarme su sangre (o la dequien sea) de las manos.

—Si eres humano, ¿por qué mehas estado mintiendo?

—No te he mentido del todo.—Solo sobre las partes

importantes.—Sobre esas partes no he

mentido.—¿Mataste a esas tres personas

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de la interestatal?—Sí.Doy un respingo. No esperaba

que respondiese que sí, esperabaque dijese algo como: «¿Estás decoña? No seas tan paranoica». Sinembargo, obtengo una sencillarespuesta en voz baja, como si lehubiera preguntado si alguna vez hanadado desnudo.

La siguiente pregunta es aúnmás difícil.

—¿Fuiste tú el que me disparóen la pierna?

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—Sí.Me estremezco y suelto la gasa

ensangrentada entre mis piernas.—¿Por qué me disparaste en la

pierna, Evan?—Porque no era capaz de

dispararte en la cabeza.«Bueno, ahí lo tienes».Saco la Luger y me la pongo en

el regazo. Su cabeza está a treintacentímetros de mi rodilla. Lo queme desconcierta es que la personaque tiene la pistola tiemble comouna hoja, mientras que la que está a

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su merced ni se inmuta.—Me voy —le digo—. Te

dejaré aquí, desangrándote, igualque tú me dejaste a mí debajo deaquel coche.

Espero a que diga algo.—No te has ido —comenta.—Espero a oír lo que tengas

que decir.—Es complicado.—No, Evan, las mentiras son

complicadas. La verdad es simple.¿Por qué estabas disparando a genteen la autopista?

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—Porque tenía miedo.—¿Miedo de qué?—Miedo de que no fueran

personas.Suspiro y saco una botella de

agua de mi mochila, apoyo laespalda en el árbol caído y le doyun buen trago.

—Disparaste a esa gente de laautopista... y a mí, y a Dios sabequién más; sé que no salías a cazaranimales por la noche, porque yasabías lo de la cuarta ola. Yo soy tusoldado del crucifijo.

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—Si quieres decirlo así... —responde, asintiendo sin sacar lacabeza del codo.

—Si me querías muerta, ¿porqué me sacaste de la nieve en vezde dejarme morir congelada?

—No te quería muerta.—Después de haberme

disparado en la pierna yabandonarme para que medesangrara debajo de un coche.

—No, estabas en pie cuandohui.

—¿Huiste? ¿Por qué huiste? —

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Me cuesta imaginármelo.—Tenía miedo.—Disparaste a esa gente porque

tenías miedo. Me disparaste a míporque tenías miedo. Huiste porquetenías miedo.

—Puede que tenga algunosproblemas en ese terreno.

—Entonces, me encuentras y mellevas a tu granja, cuidas de míhasta que me curo, me preparas unahamburguesa, me lavas el pelo, meenseñas a disparar y te enrollasconmigo para conseguir... ¿El qué?

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Evan vuelve la cabeza paramirarme con un ojo.

—Cassie, me parece que estássiendo un poco injusta.

—¿Que yo soy injusta? —pregunto, boquiabierta.

—Interrogándome cuandoacaban de llenarme de metralla.

—Eso no es culpa mía —lesuelto—. Te lo has buscado tú —añado, y un escalofrío de miedo merecorre la espalda—. ¿Por qué hasvenido, Evan? ¿Es esto una especiede trampa? ¿Me usas para algo?

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—Rescatar a Sammy fue ideatuya: yo intenté quitártela de lacabeza. Incluso me ofrecí a ir en tulugar.

No deja de tiritar. No llevaropa y estamos a cuatro grados. Leecho la chaqueta sobre la espalda yle cubro el resto del cuerpo lomejor que puedo con su camisavaquera.

—Lo siento, Cassie.—¿Qué parte?—Todas las partes.Habla arrastrando las palabras:

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los analgésicos empiezan a hacerefecto.

Ahora sujeto la pistola conambas manos. Tiemblo tanto comoél, pero no de frío.

—Evan, maté a ese soldadoporque no tenía elección. Yo no voypor ahí todos los días buscando aalguien a quien matar. No me ocultéen el bosque al lado de la carreterapara derribar a cualquiera queapareciese solo porque podría seruno de ellos —digo, y asiento conla cabeza para mí. En realidad, es

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muy sencillo—. ¡No puedes serquien dices ser porque quien dicesser no podría haber hecho lo quehas hecho tú!

Ya no me importa nada más quela verdad. Y no ser una idiota. Y nosentir nada por él. De lo contrario,me resultará mucho más difícilhacer lo que debo hacer, puede queincluso se convierta en una tareaimposible, y si quiero salvar a mihermano, nada puede ser imposible.

—¿Ahora qué? —pregunto.—Por la mañana tendremos que

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sacar la metralla.—Me refiero a después de esta

ola. ¿O eres tú la última ola, Evan?Me mira con ese ojo

descubierto, y agita la cabeza a unlado y al otro.

—No sé cómo convencerte...Le pongo el cañón de la pistola

contra la sien, justo al lado del granojo de chocolate que me siguemirando, y gruño:

—Primera ola: se apagan lasluces. Segunda ola: sube el oleaje.Tercera ola: la peste. Cuarta ola:

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Silenciador. ¿Qué toca ahora,Evan? ¿Cuál es la quinta ola?

No responde, se ha desmayado.

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Al alba sigue inconsciente, así quecojo mi fusil y salgo del bosquepara evaluar su trabajo.Seguramente no es muy inteligentepor mi parte: ¿y si nuestrosinvasores nocturnos pidieronrefuerzos? Sería como un tiro alplato. No tengo mala puntería, perono soy Evan Walker.

Bueno, ni siquiera Evan Walkeres Evan Walker.

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No sé qué es. Dice que eshumano, y lo parece: habla como unhumano, sangra como un humano y,vale, besa como un humano. Yaunque llevara otro nombre, unarosa desprendería el mismo aroma,bla, bla, bla. Además, dice lascosas correctas, como que la razónpor la que disparaba contra la genteera la misma razón por la que yodisparé al soldado del crucifijo.

El problema es que no me lotrago, y ahora no consigo decidir sies mejor un Evan muerto o un Evan

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vivo. El Evan muerto no puedeayudarme a cumplir mi promesa. Elvivo, sí.

¿Por qué me disparó y despuésme salvó? ¿Qué quería decircuando me aseguró que yo lo habíasalvado a él?

Es muy raro. Cuando meabrazaba, me sentía segura. Cuandome besaba, me perdía en él. Escomo si hubiera dos Evan: el Evanque conozco y el Evan que no.Evan, el granjero de manos suavesque me acaricia hasta que ronroneo

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como un gato. Evan, el farsante que,en realidad, es el asesinodespiadado que me disparó.

Voy a suponer que es humano,al menos biológicamente. A lomejor es un clon creado a bordo dela nave nodriza a partir de ADNrecolectado. O puede que sea algomenos peliculero y másdespreciable, como que hayansecuestrado a uno de sus seresqueridos (¿Lauren? En realidad, nollegué a ver su tumba) y le hayanofrecido un trato: «Mata a veinte

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humanos y te la devolvemos».¿La última posibilidad? Que sea

lo que dice ser. Un chico solo,asustado, que mata antes de quepuedan matarlo; un convencidocreyente en la primera regla, hastaque la rompe al dejarme escapar ytraerme de vuelta.

Eso explica lo sucedido tanbien como las dos primerasopciones. Todo encaja. Podría serla verdad. Salvo por un pequeñoproblema.

Los soldados.

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Por eso no lo abandono en elbosque, porque quiero ver por mímisma lo que les hizo.

Como el Campo Pozo de Cenizaes ahora tan uniforme como unasalina, no me cuesta encontrar a lasvíctimas de Evan. Una junto alborde del barranco. Dos más a unoscuantos metros. Los tres, disparos ala cabeza. A oscuras. Mientrasellos le disparaban. El último estátirado cerca de donde se levantabanlos barracones, puede que en elmismo sitio donde Vosch asesinó a

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mi padre.Ninguno de los cadáveres tiene

más de catorce años, y todos llevanunos extraños parches plateados enel ojo. ¿Una especie de tecnologíade visión nocturna? De ser así, ellogro de Evan es aún másimpresionante, aunque de un modoenfermizo.

Evan está despierto cuandoregreso, se ha sentado y apoya laespalda en el árbol caído. Estápálido, no deja de tiritar, y tiene losojos hundidos.

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—Eran niños —le digo—. Noeran más que niños.

Me abro paso a patadas por lamaleza muerta que hay detrás de ély vacío el contenido de miestómago.

Después me siento mejor.Regreso a su lado. He decidido

no matarlo, todavía. Sigue valiendomás vivo. Si es un Silenciador,quizá sepa qué le ha pasado a mihermano. Así que recojo el botiquínde primeros auxilios y me arrodilloentre sus piernas extendidas.

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—Vale, ha llegado el momentode operar.

Encuentro un paquete detoallitas estériles en el kit. Élguarda silencio mientras limpio lasangre de su víctima del cuchillo.

Trago saliva con dificultad ynoto el sabor a vómito.

—No lo he hecho nunca —digo.No hacía falta decirlo, es

bastante obvio. Pero tengo lasensación de que hablo con undesconocido.

Él asiente con la cabeza y se

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tumba boca abajo. Le quito lacamisa y dejo al aire la mitadinferior de su cuerpo.

Nunca había visto a un chicodesnudo. Y aquí estoy ahora,arrodillada entre sus piernas,aunque el desnudo no es integral:solo tiene al descubierto la parte deatrás. Qué raro, nunca pensé que miprimera vez con un chico desnudosería así. Bueno, supongo que no estan raro.

—¿Quieres otro analgésico? —pregunto—. Hace frío y me

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tiemblan las manos...—Sin pastillas —gruñe con la

cara metida en el hueco del brazo.Empiezo despacio.Meto la punta del cuchillo en

las heridas con mucha precaución,pero enseguida me doy cuenta deque no es la mejor forma de sacarmetal de la carne humana (o puedeque inhumana): solo sirve paraprolongar un dolor atroz.

El culo es lo que me lleva mástiempo, no porque me recree, sinoporque está cargado de metralla.

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No se mueve, apenas se inmuta. Aveces dice: «Ay». Otras vecessuspira.

Le quito la chaqueta de laespalda. Ahí no tiene muchasheridas; están sobre todoconcentradas en la parte baja. Conlos dedos entumecidos y lasmuñecas doloridas, me obligo a irdeprisa. Deprisa, pero con cuidado.

—Aguanta —murmuro—, yacasi estoy.

—Y yo.—No tenemos suficientes

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vendas.—Venda lo que esté peor.—¿Infección...?—Hay algunas pastillas de

penicilina en el kit.Se vuelve a poner boca arriba

mientras busco las pastillas. Setoma dos con un trago de agua, y yome siento, sudorosa, aunqueestamos casi bajo cero.

—¿Por qué niños? —pregunto.—No sabía que eran niños.—Puede que no, pero estaban

bien armados y sabían lo que se

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hacían. Y tú también; ese fue suproblema. Debió de olvidársetecomentar lo de tu entrenamiento conlas fuerzas especiales.

—Cassie, si no podemosconfiar el uno en el otro...

—Evan, no podemos confiar eluno en el otro —digo, y me danganas de romperle la cabeza y dellorar a la vez. He llegado a unpunto en que estoy cansada de estarcansada—. Ese es el problema.

El sol se ha liberado de lasnubes y nos expone a un brillante

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cielo azul.—¿Niños clonados alienígenas?

—aventuro—. ¿Estados Unidosaprovechando a los últimos reclutasque quedan? En serio, ¿por qué hayniños corriendo por ahí con armasautomáticas y granadas?

Sacude la cabeza y bebe másagua. Hace una mueca.

—A lo mejor me tomo otro deesos analgésicos.

—Vosch solo quiso llevarse alos niños. ¿Los roban paraconvertirlos en un ejército?

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—A lo mejor Vosch no es unode ellos. Tal vez fue el ejército elque se llevó a los niños.

—Entonces ¿por qué mató atodos los demás? ¿Por qué le metióuna bala en la cabeza a mi padre?Y, si no es uno de ellos, ¿de dóndesacó el Ojo? Algo va mal, Evan, ytú sabes lo que es. Los dos losabemos. ¿Por qué no me lo cuentasy punto? ¿Confías en mí losuficiente como para entregarmeuna pistola y dejar que te saquemetralla del culo, pero no como

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para contarme la verdad?Se me queda mirando un buen

rato, hasta que dice:—Ojalá no te hubieras cortado

el pelo.En otras circunstancias habría

perdido los nervios, pero tengodemasiado frío, siento demasiadasnáuseas y estoy demasiado harta.

—Te juro por Dios, EvanWalker, que si no te necesitara, temataría ahora mismo —le digofríamente.

—Pues me alegro de que me

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necesites.—Y si descubro que me mientes

sobre la parte más importante, temataré.

—¿Cuál es la parte másimportante?

—Lo de ser humano.—Soy tan humano como tú,

Cassie.Me coge una mano con la suya.

Las de ambos están manchadas desangre, la mía con la suya, la suyacon la de un niño no mucho mayorque mi hermano. ¿Cuántas personas

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habrá matado esta mano?—¿Es eso lo que somos? —

pregunto.Ahora sí que estoy a punto de

perder los nervios de verdad. Nopuedo confiar en él, pero tengo queconfiar en él. No puedo creerlo,pero tengo que creerlo. ¿Es este elobjetivo final de los Otros, la olaque acabará con todas las olas?¿Arrancarnos a tiras la humanidadhasta dejarnos reducidos a nuestroshuesos de animales, hasta que noseamos más que depredadores sin

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alma que les hacen el trabajo sucio,tan solitarios como los tiburones ycon la misma compasión que losescualos?

Evan capta mi cara de animalacorralado.

—¿Qué pasa?—No quiero ser un tiburón —

susurro.Se me queda mirando durante

tanto rato que me hace sentirincómoda. Podría haber dicho:«¿Tiburón? ¿Quién? ¿Qué? ¿Cómo?¿Quién ha dicho que seas un

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tiburón?». En vez de eso, empieza aasentir con la cabeza, como si locomprendiera perfectamente.

—No lo eres —responde.Ha dicho que no lo soy, no que

no lo somos. Ahora soy yo la queme quedo mirándolo un buen rato.

—Si la Tierra estuvieramuriendo y tuviéramos queabandonarla —digo, muy despacio—, y encontráramos un planeta quealguien hubiera ocupado antes quenosotros, alguien con quien, poralgún motivo, no fuéramos

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compatibles...—Haríais lo que fuera

necesario.—Como tiburones.—Como tiburones.Supongo que intentaba

decírmelo con delicadeza. Supongoque para él era importante que nome estrellara de golpe, que elimpacto no fuese demasiado fuerte.Creo que quería que yo loentendiera sin que él tuviera queexplicarlo.

Aparto su mano de un manotazo:

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estoy furiosa por haber permitidoque me toque. Furiosa porquedarme con él cuando sabía quehabía algo que no me contaba.Furiosa con mi padre por dejar queSammy se subiera a aquel autobús.Furiosa con Vosch. Furiosa con elojo verde que flota en el horizonte.Furiosa por haber roto la primeraregla por el primer chico guapo quese cruza en mi camino, y ¿por qué?¿Por qué? ¿Porque tenía manosgrandes y amables, y le olía elaliento a chocolate?

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Le golpeo una y otra vez en elpecho hasta que se me olvida porqué le pego, hasta que vacío todami furia y me quedo tan solo con elagujero negro en el que antes estabaCassie.

Evan me sujeta los puños.—¡Para, Cassie! ¡Cálmate! No

soy tu enemigo.—Entonces ¿de quién eres

enemigo? ¿Eh? Porque eres elenemigo de alguien. No salías acazar todas las noches... Al menos,no salías a cazar animales. Y no

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aprendiste tus movimientos de ninjaasesino en la granja de tu padre. Nodejas de repetir lo que no eres,cuando lo que yo quiero saber esqué eres. ¿Qué eres, Evan Walker?

Me suelta los puños y mesorprende poniéndome una mano enla cara, pasándome su suave pulgarpor la mejilla, por encima delpuente de la nariz, como si metocara por última vez.

—Soy un tiburón, Cassie —dice, despacio, arrancándose laspalabras de la boca, como si me

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hablara por última vez, mirándomecon los ojos llenos de lágrimas,como si me viera por última vez—.Un tiburón que soñó que era unhombre.

Caigo a la velocidad de la luzpor el agujero negro que se abriócon la Llegada y que lo devoró todoa su paso. El agujero al que miró mipadre cuando murió mi madre, elagujero que yo creía que estabafuera, alejado de mí, pero que enrealidad estuvo siempre en miinterior, desde el principio,

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creciendo, tragándose cada vestigiode esperanza, confianza y amor queme quedaba, abriéndose paso abocados por la galaxia de mi almamientras yo me aferraba a unaelección, a una elección que ahorame mira como si fuera la primeravez.

Así que hago lo que la mayoríade las personas razonables haría enmi situación.

Corro.Salgo corriendo por el bosque,

con el cortante aire invernal de

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frente, ramas desnudas, cielo azul,hojas marchitas, hasta queabandono los árboles y llego acampo abierto, y el suelo heladocruje bajo mis pies, cubierta por lacúpula indiferente del cielo, labrillante cortina azul corrida sobremil millones de estrellas que siguenaquí, que siguen mirándola,mirando a la chica que corre, lachica de pelo corto revuelto ylágrimas en las mejillas, la que nohuye de nada, la que no corre enbusca de nada, simplemente corre,

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corre como alma que lleva eldiablo porque es lo más lógicocuando te das cuenta de que laúnica persona de la Tierra en la quehas decidido confiar no es de laTierra. Da igual que te hayasalvado más veces de las querecuerdas o que, de haberloquerido, haya podido matarte enmontones de ocasiones, o que tengaalgo especial, tristeza, tormento yuna soledad terrible, como si laúltima persona de la Tierra fuera él,no la chica que temblaba dentro del

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saco de dormir, abrazada a un ositode peluche en un mundo silencioso.

«Cállate, cállate, cállate de unavez».

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Cuando vuelvo, ya no está. Y sí, hevuelto. ¿Adónde iba a ir sin miarma y, sobre todo, sin el malditooso, mi única razón para vivir? Nome daba miedo volver, Evan yahabía tenido un millón deoportunidades para matarme, ¿quémás daba darle otra?

Ahí están su fusil, su mochila, elbotiquín y los vaquerosdestrozados, al lado de Howard, el

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tronco. Como no se había llevadootro par de pantalones, supongo queanda retozando por el bosquehelado vestido solo con las botas,como una chica de calendario. No,espera, no están ni la camisa ni lachaqueta.

—Vamos, Oso —gruñomientras recojo la mochila—. Hallegado el momento de devolverte atu dueño.

Cojo el fusil, compruebo elcargador y hago lo mismo con laLuger. Me pongo unos guantes de

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punto negros porque se me hanquedado los dedos entumecidos, lecojo el mapa y la linterna de lamochila, y me dirijo al barranco.Me arriesgaré a viajar a pleno díapara alejarme del hombre tiburón.No sé adónde ha ido, puede que aavisar a los teledirigidos, ahora quese ha quedado sin tapadera, perome da igual. Es lo que he decididoen el camino de vuelta, después decorrer hasta que no he podido más:da igual quién o qué sea EvanWalker. Me salvó de morir, me

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alimentó, me bañó y me protegió.Me ayudó a recuperar las fuerzas.Incluso me enseñó a matar. Con unenemigo así, ¿quién necesitaamigos?

Al barranco. Diez grados menosen la sombra. Lo subo y llego alotro lado, al páramo del CampoPozo de Ceniza. Avanzando por unsuelo tan duro como el asfalto hastaque doy con el primer cadáver ypienso: «Si Evan es uno de ellos,¿en qué equipo jugáis vosotros?».¿Mataría Evan a uno de los suyos

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para proteger su tapadera? ¿O sevio obligado a matarlos porquecreían que era humano? Pensar eneso me desespera: esta mierda notiene fin. Cuanto más escarbas, másdescubres.

Paso junto a otro cadáver sinapenas mirarlo, pero entonces medoy cuenta de lo que he visto yvuelvo. El niño soldado no llevapantalones.

Da igual, sigo moviéndome.Ahora estoy en la carretera detierra, en dirección norte. Corro un

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poco. «Muévete, Cassie, muévete».Olvídate de la comida, olvídate delagua, da igual, da igual. El cieloestá despejado, enorme, ungigantesco ojo azul mirándome.Corro por el borde de la carretera,cerca del bosque que linda con laparte occidental. Si veo unteledirigido, me cubriré. Si veo aEvan, dispararé primero ypreguntaré después. Bueno, no soloa Evan. A quien sea.

Lo único que importa es laprimera regla. Lo único que importa

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es recuperar a Sammy. Lo olvidédurante un tiempo.

Silenciadores: ¿humanos,semihumanos, humanos clonados uhologramas humanos proyectadospor los alienígenas? Da igual. Elobjetivo final de los Otros:¿erradicación, internamiento oesclavitud? Da igual. Misposibilidades de éxito: ¿uno porciento, cero coma uno por ciento, ocero coma cero, cero, cero uno porciento? Da igual.

«Sigue la carretera, sigue la

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carretera, sigue la polvorientacarretera de tierra...».

A unos tres kilómetros, lacarretera vira al oeste y conecta conla Autopista 35. Otros cuantoskilómetros por la Autopista 35hasta la intersección con la 675.Puedo cubrirme en el paso elevadoy esperar a los autobuses. Si es quetodavía pasan autobuses por laAutopista 35. Si es que todavíapasan autobuses, en general.

Al final de la carretera detierra, me detengo lo justo para

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examinar el terreno que dejo atrás.Nada, no viene, me deja marchar.

Avanzo unos metros entre losárboles para recuperar el aliento y,en cuanto me dejo caer en el suelo,todo aquello de lo que huía mealcanza antes de que lo haga mialiento.

«Soy un tiburón que soñó queera un hombre...».

Alguien grita... Oigo el eco delos gritos a través de los árboles. Elsonido se alarga. Que atraiga a unahorda de Silenciadores, me da

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igual. Me aprieto la cabeza y mebalanceo adelante y atrás; tengo laextraña sensación de flotar porencima de mi cuerpo y, de repente,salgo disparada hacia el cielo a milkilómetros por hora y me veoconvertida en un punto diminutoantes de que la inmensidad de laTierra me trague. Es como si mehubiese soltado del planeta, comosi ya no quedara nada que mesujetase a él y el vacío meabsorbiera. Como si hubiese estadounida a la Tierra por un cordón de

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plata, y el cordón se hubiesepartido.

Creía saber lo que era lasoledad antes de que Evan meencontrara, pero no tenía ni idea.No sabes lo que es la soledad deverdad hasta que vives la situacióncontraria.

—Cassie.Dos segundos: de pie. Otros dos

segundos y medio: apunto hacia lavoz con el M16. Una sombra sale atoda velocidad de los árboles de miizquierda, y yo disparo a lo loco

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una lluvia de balas que dan entroncos de árboles, ramas y airevacío.

—Cassie.Frente a mí, a las dos en punto.

Vacío el cargador. Sé que no le hedado. Sé que no tengo ningunaposibilidad de hacerlo. Es unSilenciador. Pero, si sigodisparando, a lo mejor retrocede.

—Cassie.Justo detrás de mí. Respiro

hondo, recargo y me vuelvodespacio antes de llenar de plomo

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más árboles inocentes.«¿Es que no lo entiendes,

idiota? Lo hace para dejarte sinmunición».

Así que espero, abro laspiernas, cuadro los hombros, dejoel arma en alto, miro a izquierda y aderecha, y oigo su voz en micabeza, dándome instrucciones enla granja: «Tienes que sentir elobjetivo, como si estuvieseconectado a ti. Como si estuviesesconectada a él...».

Sucede en el espacio de tiempo

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entre un segundo y el siguiente.Deja caer el brazo sobre mi pecho,me arranca el fusil de las manos yme quita la Luger. En otro mediosegundo me tiene atrapada en unabrazo de oso y me aplasta contrasu pecho, levantándome unos cincocentímetros en el aire mientras yodoy patadas con los talones, muevola cabeza adelante y atrás, e intentomorderle el antebrazo.

Y, durante todo ese tiempo, suslabios me hacen cosquillas en ladelicada piel de la oreja.

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—Cassie, no lo hagas, Cassie...—Deja... que... me vaya.—Ese es el problema: no

puedo.

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Evan me deja patalear y forcejearhasta que me canso. Después mesuelta junto a un árbol y retrocedeunos pasos.

—Ya sabes lo que pasa si huyes—me advierte.

Está rojo y le cuesta recuperarel aliento. Cuando se vuelve pararecuperar mis armas, susmovimientos son rígidos yrobóticos. Atraparme (después de

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recibir el impacto de la granada enmi lugar) ha tenido su precio. Llevala chaqueta abierta y la camisavaquera al aire, y los pantalonesque le ha quitado al niño muerto sondos tallas más pequeñas de lacuenta y le aprietan donde nodeben. Es como si llevarapantalones pirata.

—Me dispararás en la nuca —respondo.

Se mete mi Luger en el cinturóny se echa el M16 al hombro.

—Eso podría haberlo hecho

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hace tiempo.Supongo que habla de la

primera vez que nos encontramos.—Eres un Silenciador —digo.Tengo que emplear toda mi

fuerza de voluntad para nolevantarme de un salto y volver asalir corriendo entre los árboles.Por supuesto, huir de él no tienesentido. Luchar contra él, tampoco.Así que tengo que ser más lista. Escomo estar de vuelta bajo aquelcoche: no puedo esconderme de él,no puedo huir de él. Se sienta a

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unos metros de mí y se apoya elfusil en los muslos. Está temblando.

—Si tu trabajo consiste enmatarnos, ¿por qué no me mataste?—pregunto.

Él responde sin vacilar, como sihubiera decidido lo que respondermucho antes de oír la pregunta.

—Porque te quiero.Echo la cabeza atrás y la apoyo

en la basta corteza del árbol. Losbordes de las ramas desnudas de lacopa resaltan sobre el relucientecielo azul.

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—Vaya, esto es una trágicahistoria de amor, ¿no? Invasoralienígena se enamora de chicahumana. El cazador y su presa.

—Soy humano.—«Soy humano, pero...».

Termina ya la frase, Evan.«Porque yo ya he terminado,

Evan. Eras el último, mi únicoamigo en el mundo, y ahora ya no tetengo. Sí, estás aquí, seas lo queseas, pero Evan, mi Evan, ya noestá».

—Sin peros, Cassie, solo hay

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un añadido. Soy humano y no losoy. No soy ninguna de las doscosas y soy ambas. Soy Otro y soytú.

—¿Quieres que vomite? —pregunto mientras lo miro a losojos.

Los tiene hundidos y entre lassombras parecen muy oscuros.

—¿Cómo iba a contarte laverdad, cuando la verdad te habríaempujado a marcharte, y si temarchabas, morirías?

—No me sermonees sobre la

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muerte, Evan —le digo, agitando undedo frente a su rostro—. Vi morira mi madre. Vi cómo uno de lostuyos mataba a mi padre. He vistomás muerte en seis meses quecualquier otro ser humano de lahistoria.

Entonces me aparta la mano yme responde entre dientes:

—Y si hubieses podido haceralgo para proteger a tu padre, parasalvar a tu madre, ¿no lo habríashecho? Si supieras que una mentirasalvaría a Sammy, ¿no mentirías?

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Claro que lo haría, inclusofingiría confiar en el enemigo parasalvar a Sammy. Todavía intentohacerme a la idea de ese «porque tequiero», intento encontrar otrarazón para explicar que hayatraicionado a su especie.

Da igual, da igual. Lo único queimporta es una cosa. El día en queSammy subió a ese autobús, unapuerta se cerró tras él, una puertacon mil candados, y me doy cuentade que tengo frente a mí al tío queguarda las llaves.

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—Tú sabes lo que es Wright-Patterson, ¿verdad? —pregunto—.Sabes muy bien lo que le pasó aSam.

No responde, ni siquiera asientecon la cabeza, pero tampoco lasacude. ¿En qué piensa? ¿Que unacosa es perdonarle la vida a unamísera humana al azar, y otra muydistinta confesar el plan maestro?¿Acaso he puesto a Evan Walkerdebajo del Buick, en una de esassituaciones en las que no puedeshuir ni esconderte, en las que tu

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única opción es dar la cara?—¿Está vivo? —pregunto, y me

echo hacia delante; la basta cortezadel árbol se me está clavando en lacolumna.

—Seguramente —responde trasvacilar medio segundo.

—¿Por qué se lo...? ¿Por qué oslo llevasteis allí?

—Para prepararlo.—¿Para prepararlo para qué?Esta vez espera un segundo

completo antes de responder.—Para la quinta ola.

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Cierro los ojos. Por primeravez me resulta demasiado difícilcontemplar su bello rostro. Dios,qué cansada estoy. Estoy tancansada que podría dormir milaños. Si durmiera mil años, a lomejor me despertaría, los Otros yase habrían ido, y habría niñosfelices correteando por este bosque.«Soy Otro y soy tú». ¿Qué naricessignifica eso? Estoy demasiadocansada para seguir ese hilo depensamiento.

Abro los ojos y me obligo a

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mirarlo.—Tú puedes meternos dentro

—le digo, pero sacude la cabeza—.¿Por qué no? Eres uno de ellos,puedes contarles que me hascapturado.

—Wright-Patterson no es uncampo de prisioneros, Cassie.

—Entonces ¿qué es?—¿Para ti? —pregunta,

acercando su cara a la mía,calentándome con su aliento—. Unatrampa mortal. No durarías ni cincosegundos. ¿Por qué crees que he

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intentado todo lo que se me haocurrido para evitar que fueras?

—¿Todo? ¿En serio? ¿Ycontarme la verdad? ¿Qué tal algocomo: «Oye, Cass, sobre eserescate tuyo, resulta que soyalienígena, como los tíos que sellevaron a Sam, así que sé que loque pretendes es un caso perdido»?

—¿Habría supuesto algunadiferencia?

—Esa no es la cuestión.—No, la cuestión es que tu

hermano está retenido en la base

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más importante que hemos..., quierodecir, que los Otros han establecidodesde que empezó la purga...

—¿Desde que qué? ¿Cómo lohas llamado? ¿La purga?

—O la limpieza —responde, yaparta la mirada—. A veces lollaman así.

—Ah, ¿eso es lo que hacéis?¿Limpiar la porquería humana?

—Yo no uso esa palabra, y nofue decisión mía lo de purgar,limpiar o como quieras llamarlo —protesta—. Si eso te hace sentir

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mejor, siempre pensé que nodebíamos...

—¡No quiero sentirme mejor!Lo único que necesito es el odioque siento en estos momentos,Evan. No necesito nada más.

«Vale —pienso—, eso ha sidosincero, pero no te pases. Es el tíoque guarda las llaves: que sigahablando».

—¿Que siempre pensaste queno debíais qué? —añado.

Le da un buen trago a lacantimplora y me la ofrece. Yo

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sacudo la cabeza.—Wright-Patterson no es una

simple base: es la base —dice,midiendo con cautela sus palabras—. Y Vosch no es un simplecomandante: es el comandante, ellíder de todas las operaciones decampo y el artífice de laslimpiezas... El que diseñó losataques.

—Vosch asesinó a siete milmillones de personas.

Es curioso, el número me suenaa hueco. Después de la Llegada,

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uno de los temas favoritos de mipadre era lo avanzados que debíande estar los Otros, lo alto quedebían de haber subido en la escalaevolutiva para alcanzar la etapa delviaje intergaláctico. ¿Y esta es susolución para el «problema»humano?

—Algunos no creían que laaniquilación fuese la respuesta —dice Evan—. Yo era uno de ellos,Cassie, pero mi bando perdió eldebate.

—No, Evan, mi bando fue el

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que perdió.Es más de lo que puedo

soportar. Me levanto, esperandoque él también lo haga, pero sequeda donde está y me mira.

—Él no os ve como os vemosalgunos de nosotros... Como os veoyo —dice—. Para él sois unaenfermedad que matará a suanfitrión, a no ser que se os elimine.

—Soy una enfermedad. Eso soypara ti.

No puedo seguir mirándolo. Simiro a Evan Walker un segundo

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más, vomitaré.Lo oigo hablar detrás de mí, en

voz baja, tranquila, casi triste.—Cassie, te enfrentas a algo

que está mucho más allá de tusposibilidades. Wright-Patterson noes un campo de limpiezacualquiera. El complejo que haybajo tierra es el centro quecoordina todos los teledirigidos deeste hemisferio. Son los ojos deVosch, Cassie, así os ve. Entrarpara rescatar a Sammy no essimplemente arriesgado: es un

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suicidio. Para ti y para mí.—¿Para ti y para mí? —

pregunto, mirándolo con el rabillodel ojo. No se ha movido.

—No puedo fingir que eres miprisionera. Mi misión no escapturar prisioneros, sino matar. Siintento entrar contigo comoprisionera, te matarán. Y despuésme matarán a mí por no habertematado. Y no puedo meterte aescondidas. Hay teledirigidospatrullando la base, además de unavalla electrificada de seis metros

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de altura, cámaras de infrarrojos,detectores de movimiento... Y cienpersonas como yo, y ya sabes loque soy capaz de hacer.

—Pues entraré sin ti.—Es la única forma —dice,

asintiendo con la cabeza—, peroque algo sea posible no significaque no sea un suicidio. Todas laspersonas que recogen (salvo las quematan directamente) pasan por unprograma de análisis que traza unmapa de toda su psique, recuerdosincluidos. Sabrán quién eres y por

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qué estás allí... Y después tematarán.

—Tiene que haber algúnescenario que no acaba con miasesinato —insisto.

—Lo hay. El escenario en elque buscamos un punto seguro paraescondernos y esperamos a que seaSammy el que venga a por nosotros.

Abro la boca y pienso: «¿Eh?».Y después lo digo:

—¿Eh?—Puede que tarde un par de

años. ¿Cuántos tiene? ¿Cinco? La

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edad mínima permitida son siete.—¿La edad mínima permitida

para qué?—Ya lo has visto —responde,

apartando la mirada.El niño al que le cortó el cuello

en el Campo Pozo de Ceniza, el quellevaba uniforme y cargaba con unfusil casi tan grande como él. Ahorasí que quiero beber algo. Me acercoa él, y él se queda muy quietomientras me agacho para recoger lacantimplora. Después de cuatrolargos tragos, sigo teniendo la boca

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seca.—Sam es la quinta ola —digo,

y las palabras saben mal, así quebebo otro trago.

—Si pasó el análisis, está vivoy lo habrán... —Deja la frase en elaire, en busca de la palabracorrecta—. Procesado.

—Que le habrán lavado elcerebro, querrás decir.

—Es más bien unadoctrinamiento. Lo convencen deque los alienígenas han estadousando cuerpos humanos, y que

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nosotros (quiero decir, loshumanos) hemos averiguado cómodetectarlos. Y si puedesdetectarlos, puedes...

—Pero eso es verdad —lointerrumpo—: estáis usandocuerpos humanos.

—No como cree Sammy.—¿Qué significa eso? O los

usáis o no.—Sammy cree que somos una

especie de infestación pegada a loscerebros humanos, pero...

—Qué gracia, así es como te

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imagino, Evan, como unainfestación —digo sin podercontenerme.

Levanta una mano. Como no sela aparto ni salgo corriendo por elbosque, me rodea lentamente lamuñeca con los dedos y tira de mípara que me siente en el suelo, a sulado. Aunque hace un frío cortante,sudo un poco. ¿Ahora qué?

—Había un chico, un chicohumano real, llamado Evan Walker—dice, mirándome fijamente a losojos—. Como cualquier niño, tenía

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una mamá y un papá, y hermanos,completamente humano. Antes deque naciera me introdujeron en élmientras su madre dormía. Mientraslos dos dormíamos. Durante treceaños he dormido dentro de EvanWalker, mientras él aprendía asentarse, a comer alimentos sólidos,a caminar, a hablar, a correr y amontar en bici, yo estaba allí,esperando a despertar. Como milesde nosotros en miles de otros EvanWalker del mundo. Algunos yaestábamos despiertos y preparando

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nuestras vidas para encontrarnos enel sitio correcto cuando llegara elmomento.

Asiento, aunque no sé por qué.¿Se despertó dentro de un cuerpohumano? ¿Qué narices significaeso?

—La cuarta ola —dice,intentando ayudarme a entender—.Silenciadores. Es un buen nombrepara nosotros. Guardábamossilencio, ocultos dentro de cuerposhumanos, ocultos dentro de vidashumanas. No hacía falta fingir que

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éramos vosotros, porque lo éramos,humanos y Otros. Evan no muriócuando me desperté, sino que... loabsorbí.

Evan, el que se fija en todo, seda cuenta de que todo esto me ponelos nervios de punta. Intentatocarme, pero da un respingocuando me aparto.

—Entonces ¿qué, Evan? —susurro—. ¿Dónde estás? Dijisteque te... ¿Cómo era? —pregunto. Lacabeza me va a un trillón dekilómetros por hora—. Que te

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introdujeron. ¿Que te introdujerondónde?

—Puede que no sea la mejorpalabra. Supongo que el conceptoque se acerca más es «descargado».Me descargaron en Evan cuando sucerebro todavía estaba endesarrollo.

Sacudo la cabeza. Para seralguien que está varios siglos másavanzado que yo, le cuesta unabarbaridad responder a una sencillapregunta.

—Pero ¿qué eres? ¿Qué aspecto

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tienes?—Ya lo sabes —responde,

frunciendo el ceño.—¡No! Dios, a veces eres tan...«Cuidado, Cassie —pienso—,

no sigas por ahí. Recuerda loimportante».

—Antes de que vinieras, Evan—pruebo de nuevo—. Antes de quellegaras aquí, cuando estabas decamino a la Tierra desde dondequiera que salieras, ¿qué aspectotenías?

—Ninguno. Llevamos decenas

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de miles de años sin cuerpo.Tuvimos que renunciar a elloscuando abandonamos nuestro hogar.

—Mientes de nuevo. ¿Es quetienes pinta de sapo, de jabalí, debabosa o algo así? Todos los seresvivos tienen algún aspecto.

—Somos pura consciencia.Seres puros. La única forma dehacer el viaje era abandonarnuestros cuerpos y descargarnuestras psiques en el ordenadorcentral de la nave nodriza —explica, y me toma de las manos

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para hacer un puño con mis dedos—. Este soy yo —dice en voz baja,y después me cubre el puño con susmanos, rodeándolo—. Este es Evan.No es una analogía perfecta, ya queno existe un punto en el que yoacabe y él empiece —añade, ysonríe—. No lo explico demasiadobien, ¿verdad? ¿Quieres que teenseñe quién soy?

«¡Joder!».—No. Sí. ¿Qué quieres decir?

—pregunto, imaginándomelopelándose la cara como una criatura

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salida de una peli de terror.—Puedo enseñarte lo que soy

—responde con voz algotemblorosa.

—El proceso no implicaráningún tipo de inserción, ¿verdad?

—Supongo que sí —responde,riéndose—. Te lo enseñaré, Cassie,si quieres verlo.

Claro que quiero verlo, y claroque no quiero verlo. Es obvio quedesea enseñármelo... ¿Eso meacercará más a Sams? Sin embargo,esto no es del todo por Sammy.

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Puede que si Evan me lo enseña,comprenda por qué me salvócuando debería haberme matado.Por qué me abrazó en la oscuridad,noche tras noche, para mantenermea salvo... y cuerda.

Todavía sonríe, seguramenteestá encantado porque no me heabalanzado sobre él para arrancarlelos ojos ni me he reído en su cara,cosa que a lo mejor le habríadolido más. Mi mano está perdidadentro de la suya, unida a ellasuavemente, como el tierno corazón

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de una rosa dentro del capullo,esperando a la lluvia.

—¿Qué tengo que hacer? —susurro.

Me suelta la mano y me acercala suya a la cara. Doy un respingo.

—Nunca te haría daño, Cassie.Respiro hondo. Asiento.

Respiro de nuevo.—Cierra los ojos —me pide, y

me toca con delicadeza lospárpados, con tanta delicadezacomo las alas de una mariposa.

—Relájate, respira hondo.

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Vacía la mente. Si no lo haces, nopuedo entrar. ¿Quieres que entre,Cassie?

«Sí. No. Dios mío, ¿hasta dóndetengo que llegar para cumplir mipromesa?».

—Sí —susurro.No empieza dentro de mi

cabeza, como esperaba, sino queuna cálida sensación me recorre elcuerpo, expandiéndose desde micorazón, y huesos, músculos y pielse disuelven en ese calor que salede mí, hasta que el calor sobrepasa

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la Tierra y las fronteras deluniverso. El calor está en todaspartes y lo es todo. Mi cuerpo ytodo lo que hay fuera de él lepertenecen. Y entonces lo siento aél; él también está en el calor, y nohay separación entre los dos, no hayun punto en el que yo acabe y élempiece, y me abro como una flor ala lluvia, con una lentitud dolorosay vertiginosa a la vez, me disuelvoen el calor, me disuelvo en él, y nohay nada que «ver», eso no era másque una palabra conveniente que

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empleó porque no hay palabras quedescriban a Evan, él no es más queexistencia.

Y me abro a él como una flor ala lluvia.

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Lo primero que hago cuando abrolos ojos es romper a llorardesconsoladamente, no puedoevitarlo. Jamás me había sentido tandesamparada en toda mi vida.

—A lo mejor era demasiadopronto —dice mientras me estrechaentre sus brazos y me acaricia elpelo.

Y se lo permito. Estoydemasiado débil, demasiado

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desconcertada y afligida para hacerotra cosa.

—Siento haberte mentido,Cassie —murmura sobre mi pelo.

—Debe de ser horrible estaratrapado ahí dentro —susurro, conla mano sobre su pecho. Noto ellatido de su corazón.

—No es como estar atrapado.En cierto modo, es como si mehubiese liberado.

—¿Liberado?—Para volver a sentir. Para

sentir esto —dice, y me besa.

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Un calor muy distinto merecorre el cuerpo.

Yacer en brazos del enemigo.¿Qué me ocurre? Estos seres noshan quemado vivos, nos hanaplastado, nos han ahogado, nos haninfectado con una plaga que nos hahecho morir desangrados de dentroafuera. Los he visto matar a todaslas personas que conocía y quería(salvo una excepción especial), yaquí estoy, ¡jugando a morrearmecon uno de ellos! He permitido queentrara en mi alma. He compartido

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con él algo más preciado e íntimoque mi cuerpo.

Por Sammy, por eso lo hago.Una buena respuesta, aunquecomplicada. La verdad es simple.

—Has dicho que perdiste eldebate sobre qué hacer con laenfermedad humana —le digo—.¿Cuál era tu propuesta?

—Coexistencia —responde,hablando conmigo, aunquedirigiéndose a las estrellas que noscubren—. No somos tantos, Cassie,solo unos cuantos cientos de miles.

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Podríamos habernos introducido envosotros y vivido nuestras vidas sinque nadie supiera de nuestrapresencia. No muchos estuvieron deacuerdo conmigo. Creían que fingirser humanos era indigno. Temíanque, cuanto más tiempo fingiéramosser humanos, más humanos nosharíamos.

—Claro, ¿quién querría eso?—Yo creía que no lo quería —

reconoce—, hasta que me convertíen uno.

—¿Cuando te... «despertaste»

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dentro de Evan?Sacude la cabeza y dice

simplemente, como si fuera lo másobvio del mundo:

—Cuando desperté en ti,Cassie. No fui del todo humanohasta que no me vi a través de tusojos.

Entonces aparecen lágrimashumanas reales en sus ojos humanosreales, y me toca a mí abrazarlomientras se le rompe el corazón.Me toca a mí verme a través de susojos.

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Podría decirse que no soy laúnica que yace en brazos delenemigo.

Yo soy la humanidad, pero¿quién es Evan Walker? Humano yOtro. Los dos y ninguno. Alamarme, no pertenece a nadie.

Él no lo ve así.—Haré lo que tú me digas,

Cassie —me susurra, impotente.Los ojos le brillan más que lasestrellas del cielo—. Entiendo porqué tienes que ir. Si tú estuvieras enese campo, yo iría. Ni cien mil

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Silenciadores podrían detenerme.Aprieta los labios contra mi

oreja, y me susurra en voz baja yferoz, como si me contara el secretomás importante del universo, cosaque tal vez sea:

—Es inútil, estúpido y suicida,pero el amor es un arma ante la queno tienen respuesta. Saben cómopensáis, pero no saben cómo sentís.

No ha dicho «sabemos», hadicho «saben».

Ha cruzado un umbral, y Evanno es idiota, es consciente de que

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no hay vuelta atrás.

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Pasamos nuestro último día juntosdurmiendo bajo el paso elevado dela autopista, como dos sin techo,cosa que somos, literalmente. Unoduerme mientras el otro vigila.Cuando le toca descansar a él, medevuelve las armas sin vacilar y seduerme al instante, como si nocontemplara la posibilidad de queyo huyera o le pegase un tiro en lacabeza. No lo sé, a lo mejor ni se le

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ha ocurrido. Nuestro problemasiempre ha sido que no pensamoscomo ellos, por eso confié en él alprincipio y por eso él sabía queconfiaría en él. Los Silenciadoresmatan personas. Evan no me mató,ergo, Evan no podía ser unSilenciador. ¿Ves? Es pura lógica.Ejem, lógica humana.

Al anochecer terminamos elresto de las provisiones yrecorremos el terraplén paracubrirnos bajo los árboles querodean la Autopista 35. Según me

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cuenta, los autobuses solo circulande noche, y se sabe cuándo llegan.Los motores se oyen a kilómetrosde distancia: son el único ruido envarios kilómetros a la redonda.Primero se ven los faros, despuésse oyen y luego los autobuses pasansilbando junto a ti como grandescoches de carreras amarillos,puesto que, tras haber limpiado laautopista de coches, ya no haylímites de velocidad. Él no lo sabe:quizá paren o quizá no. A lo mejorse limitan a frenar lo justo para que

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uno de los soldados de dentro memeta una bala entre los ojos. A lomejor ni siquiera aparecen.

—Dijiste que todavía recogíangente —comento—. ¿Por qué noiban a aparecer?

—En algún momento los«rescatados» se darán cuenta deque los han engañado —respondemientras observa la carretera quediscurre bajo nosotros—, o lo haránlos supervivientes del exterior.Cuando suceda eso, cerrarán labase... o la parte de la base

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dedicada a la limpieza —añade, yse aclara la garganta sin apartar lavista de la carretera.

—¿Qué quieres decir con«cerrar la base»?

—Cerrarla como cerraron elCampo Pozo de Ceniza.

Medito sobre sus palabras.Como él, contemplo la carreteravacía.

—Vale —digo al fin—.Entonces, esperemos que Vosch nohaya cerrado el chiringuito todavía.

Recojo un puñado de tierra,

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ramitas y hojas muertas, y merestriego la cara con él. Otropuñado para el pelo. Me observasin decir nada.

—Este es el momento en que mepegas un mamporro en la cabeza —le digo. Huelo a tierra y, no sé porqué, pero eso me hace pensar en mipadre arrodillado junto al macizode rosas, junto a la sábana blanca—. O en que te ofreces a ir en milugar. O en que me pegas unmamporro y después vas en milugar.

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Se pone en pie de un salto y,por un segundo, temo que vaya apegarme ese mamporro en lacabeza, porque lo veo muycabreado. Sin embargo, se limita aabrazarse, como si tuviera frío... Opuede que lo haga para evitarpegarme el mamporro.

—Es un suicidio —me suelta—.Los dos lo estamos pensando, asíque uno tiene que decirlo. Es unsuicidio si voy, es un suicidio sivas tú. Vivo o muerto, Sammy estáperdido.

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Me saco la Luger de la cinturadel pantalón y la dejo en el suelo, asus pies. Después, el M16.

—Guárdamelos —le pido—:los necesitaré cuando vuelva. Y,por cierto, alguien tiene que decirotra cosa: estás ridículo con esospantalones.

Me acerco a la mochila sinlevantarme y saco a Oso. No hacefalta ensuciarlo, ya está lo bastantemaltrecho.

—¿Me estás escuchando?—El problema es que tú eres el

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que no se escucha —respondo—.Solo hay una forma de entrar, y esla de Sammy. Tú no puedes ir, asíque ni se te ocurra abrir la boca. Sidices algo, te doy una torta.

Me levanto y, entonces, ocurrealgo raro. Al ponerme en pie, Evanparece encogerse.

—Voy a por mi hermanopequeño, y solo puedo hacerlo deuna forma.

Me está mirando y asiente conla cabeza. Ha estado dentro de mí.No había un punto en el que él

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acabase y yo empezara. Sabe lo queestoy a punto de decir.

Sola.

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Están las estrellas, alfileres de luzque atraviesan el cielo.

Está la carretera vacía bajo losalfilerazos de luz, y la chica de lacarretera, con la cara manchada, yramitas y hojas muertas enredadasentre los cortos rizos de pelo. Llevaun maltrecho oso de peluche en lamano, en la carretera vacía, bajolos alfilerazos de las estrellas.

Está el gruñido de los motores y

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después, las barras gemelas de luzque rasgan el horizonte, y las lucesaumentan de tamaño, cada vez másbrillantes, dos estrellas convertidasen supernovas que bañan a la chica,la chica que guarda secretos en elcorazón y promesas que debecumplir, y se enfrenta a los farosque la iluminan, sin huir niesconderse.

El conductor me ve con tiempode sobra para parar. Los frenoschirrían, la puerta se abre con unsilbido y un soldado baja al asfalto.

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Tiene un arma, pero no me apuntacon ella. Me mira, atrapada en laluz de los faros, y yo le devuelvo lamirada.

En el brazo lleva una bandablanca con una cruz roja. Su chapadice que se llama Parker. Recuerdoese nombre, y el corazón se mepara. ¿Y si me reconoce? Se suponeque estoy muerta.

¿Cómo me llamo? Lizbeth.¿Estoy herida? No. ¿Estoy sola? Sí.

Parker da un giro completo, muydespacio, para examinar la zona.

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No ve al cazador del bosque, queestá observando este teatro y leapunta directamente a la cabeza.Claro que no lo ve. El cazador delbosque es un Silenciador.

Parker me coge del brazo y meayuda a subir al autobús, que huelea sangre y a sudor. La mitad de losasientos están vacíos. Hay niños,pero también adultos. No importan,solo importan Parker, el conductory el soldado con la chapa que rezaHudson. Me dejo caer en el últimoasiento, junto a la puerta de

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emergencia, el mismo que ocupóSam cuando apretó la palma de sumanita contra el cristal y me vioencogerme en la distancia hasta queme tragó el polvo.

Parker me da una bolsa degominolas espachurradas y unabotella de agua. No quiero ningunade las dos cosas, pero me abalanzosobre ambas. Las gominolas lasllevaba en el bolsillo, así que estáncalientes y pegajosas, y temoacabar vomitando.

El autobús acelera. Alguien

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llora en la parte delantera. Apartede eso, se oye el zumbido de lasruedas, el ruido del motor y elviento frío que atraviesa lasrendijas abiertas de las ventanas.

Parker regresa con un discoplateado que me pone en la frente.Para tomarme la temperatura, segúndice. El disco emite un brillo rojo.Estoy bien, me asegura. ¿Cómo sellama mi oso?

—Sammy —le respondo.Luces en el horizonte: Parker

me dice que es el Campo Asilo, que

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estaré completamente a salvo. Seacabó el huir, el esconderse.Asiento con la cabeza.Completamente a salvo.

La luz crece, se filtra poco apoco por el parabrisas y despuésentra a borbotones a medida quenos acercamos. Cuando ya inunda elautobús, nos detenemos junto a lapuerta, tocan una estridentecampana y la puerta se abre. Veo lasilueta de un soldado en la torre devigilancia.

Paramos delante de un hangar.

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Un hombre gordo entra en elautobús, camina casi de puntillas,como hacen muchos hombresgordos. Se llama comandante Bob.Nos dice que no debemos tenermiedo, que estamos completamentea salvo. Debemos recordar dosreglas. La primera es no olvidarnuestros colores. La segunda,escuchar y cumplir las órdenes.

Me pongo en la cola con migrupo y sigo a Parker hasta lapuerta lateral del hangar. Él le dauna palmadita en el hombro a

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Lizbeth y le desea buena suerte.Encuentro un círculo rojo y me

siento. Hay soldados por todaspartes, pero la mayoría son niños,no mucho mayores que Sam. Todosestán muy serios, sobre todo losmás pequeños. Los más serios detodos son los realmente pequeños.

«Puedes manipular a un niñopara que se crea cualquier cosa,para que haga cualquier cosa —meexplicó Evan en nuestra reunióninformativa—. Hay muy pocascosas más salvajes que un niño de

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diez años, si se le entrenacorrectamente».

Tengo un número. T-sesenta ydos. T de Terminator. Ja.

Nos llaman por número a travésde un altavoz.

—¡Sesenta y dos! ¡T-sesenta ydos! ¡Diríjase a la puerta roja, porfavor! ¡Número T-sesenta y dos!

«La primera parada es en lasduchas».

Al otro lado de la puerta rojahay una mujer delgada con una bataverde. Me quita toda la ropa y la

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tira a la cesta. También la ropainterior. Aquí quieren a los niños,pero no quieren piojos nigarrapatas. Ahí está la ducha, aquítienes el jabón. Ponte la bata blancacuando termines y espera a que tellamen.

Siento al oso contra la pared y,desnuda, piso las frías baldosas. Elagua está tibia. El jabón tiene unacre olor a medicina. Sigo húmedacuando me pongo la bata de papel,así que se me pega a la piel. Es casitransparente. Recojo a Oso y

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espero.«Después pasas al análisis

preliminar. Muchas preguntas.Algunas, casi idénticas. Es paracomprobar la veracidad de tuhistoria. Mantén la calma yconcéntrate».

Entro por la siguiente puerta yme subo a la mesa dereconocimiento. Otra enfermera,más gorda y más antipática. Apenasme mira.

Debo de ser la persona númeromil que ha visto desde que los

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Silenciadores tomaron la base.¿Cuál es mi nombre completo?

Elizabeth Samantha Morgan.¿Cuántos años tengo? Doce.¿De dónde soy? ¿Tengo

hermanos? ¿Sigue vivo algúnmiembro de mi familia? ¿Qué les hapasado a los demás? ¿Adónde fuicuando abandoné mi casa? ¿Qué lepasó a mi pierna? ¿Cómo medispararon? ¿Quién me disparó?¿Sé dónde hay más supervivientes?¿Cómo se llaman mis hermanos? ¿Ymis padres? ¿A qué se dedicaba mi

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padre? ¿Cómo se llamaba mi mejoramigo? Que le cuente otra vez loque le pasó a mi familia.

Cuando termina, me da unapalmadita en la rodilla y me diceque no tenga miedo, que estoycompletamente a salvo.

Abrazo a Oso y asiento.Completamente a salvo.«A continuación toca el examen

físico. Después, el implante. Laincisión es muy pequeña.Seguramente la sellará conpegamento».

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La mujer llamada doctora Pames tan agradable que me cae bien, ami pesar. La médico perfecta:amable, cariñosa, paciente. No vadirecta al grano y empieza atoquetearme, sino que, primero,habla conmigo. Me explica todo loque va a hacer. Me enseña elimplante. Es como los chips paralas mascotas, ¡solo que mejor!Ahora, si sucede algo, sabrán dóndeencontrarme.

—¿Cómo se llama tu osito?—Sammy.

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—Vale, ¿qué te parece si sientoa Sammy en esta silla mientras teponemos el dispositivo?

Me pongo boca abajo. Aunquesea irracional, me preocupa que mevea el culo a través de la bata depapel. Me pongo tensa, a la esperadel picotazo de la aguja.

«El dispositivo no puededescargarte hasta que lo conecten aEl País de las Maravillas. Sinembargo, una vez que lo tengasdentro, estará operativo, podránutilizarlo para seguirte y para

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matarte».La doctora Pam me pregunta por

lo que me pasó en la pierna. Unagente mala me disparó. Ella measegura que aquí no pasará eso. Nohay gente mala en el Campo Asilo,estoy completamente a salvo.

Me etiquetan. Me siento comosi me hubiese colgado una roca dediez kilos del cuello. Ha llegado elmomento de la última prueba, medice, un programa robado alenemigo.

«Lo llaman El País de las

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Maravillas».Recojo a Oso de la silla y la

sigo a la habitación contigua.Paredes blancas, suelo blanco,techo blanco. Sillón de dentistablanco, correas colgando para losbrazos y las piernas. Un teclado yun monitor. Me pide que me siente yse acerca al ordenador.

—¿Qué hace El País de lasMaravillas?

—Es bastante complicado,Lizbeth, pero, básicamente, El Paísde las Maravillas graba un mapa

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virtual de tus funciones cognitivas.—¿Un mapa de mi cerebro?—Algo así, sí. Siéntate en el

sillón, cielo. No tardaremos, y teprometo que no te dolerá.

Me siento, con Oso contra elpecho.

—Ay, no, cielo, Sammy nopuede quedarse en el sillón contigo.

—¿Por qué no?—Venga, dámelo a mí, lo

pondré allí mismo, al lado de miordenador.

Le echo una mirada suspicaz,

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pero está sonriendo y ha sido muyamable: debería confiar en ella. Alfin y al cabo, ella confía en mí porcompleto.

Pero estoy tan nerviosa que Osose me cae de la mano cuando se lodoy. Aterriza al lado del sillón,sobre su mullida cabeza plana. Mevuelvo para recogerlo, pero ladoctora Pam me pide que me quedequieta, que ya se encargará ella, yse agacha para hacerlo.

Entonces le agarro la cabezacon ambas manos y la estrello

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contra el brazo del sillón. Elimpacto me deja los antebrazosdoloridos. Ella cae, aturdida por elgolpe, aunque no se desmaya deltodo. Para cuando sus rodillasllegan al blanco suelo, ya he bajadodel sillón y me he colocado detrásde ella. El plan era un golpe dekárate en la garganta, pero está deespaldas a mí, así que improviso.Cojo la correa que cuelga del brazodel sillón y se la enrollo en elcuello. Sube las manos, pero esdemasiado tarde; sujeto bien la

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correa, apoyo el pie en el sillónpara hacer palanca y tiro.

Esos segundos hasta que sedesmaya son los más largos de mivida.

Su cuerpo se queda sin fuerzas.Suelto de inmediato la correa, y ladoctora cae boca abajo. Le miro elpulso.

«Sé que resulta tentador, perono puedes matarla. Tanto ella comotodos los que dirigen la base estánconectados a un sistema devigilancia situado en el centro de

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mando. Si muere, desatarás uninfierno».

Pongo a la doctora Pam bocaarriba. Le sale sangre de ambasfosas nasales, probablemente sehaya roto la nariz. Me llevo la manoa la nuca. Esta es la parte másdesagradable, pero estoy deadrenalina y euforia hasta las cejas,porque, hasta ahora, todo ha idobien. Puedo hacerlo.

Me arranco la venda y tiro confuerza de ambos lados de laincisión. Cuando se abre la herida,

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es como si me pincharan con unacerilla encendida. Me habríanvenido bien unas pinzas y unespejo, pero no tengo ninguna de lasdos cosas, así que uso la uña parasacar el dispositivo. La técnicafunciona mejor de lo esperado. Alcabo de tres intentos, el chip se memete bajo la uña y lo sacolimpiamente.

«La descarga solo tarda noventasegundos. Eso te da tres o cuatrominutos. No más de cinco».

¿Cuántos minutos llevo? ¿Dos?

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¿Tres? Me arrodillo al lado de ladoctora Pam y le meto eldispositivo por la nariz hasta elfondo. Puaj.

«No, no puedes metérselo porla garganta. Tiene que estar cercadel cerebro. Lo siento».

¿Que tú lo sientes, Evan?Tengo sangre en los dedos, mi

sangre, su sangre, mezcladas.Me acerco al teclado. Ahora

llega la parte que da miedo deverdad.

«No tienes el número de

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Sammy, pero debería haber unareferencia a su nombre. Si nofunciona una variación, prueba conotra. Debería haber una opción debúsqueda».

Me cae sangre por la nuca, mebaja por los omóplatos. Tiemblosin poder controlarme y eso no meayuda a escribir con el teclado.Introduzco la palabra de búsquedaen el cuadro azul que parpadea.Dos intentos para deletrearla bien.

INTRODUZCA NÚMERO.No tengo número, maldita sea,

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tengo un nombre. ¿Cómo vuelvo alcuadro azul? Le doy a Enter.

INTRODUZCA NÚMERO.Claro, como no lo había

entendido a la primera...Escribo «Sullivan».ERROR DE ENTRADA DE DATOS.Estoy entre tirar el monitor al

suelo y matar a patadas a la doctoraPam. Ninguna de las dos cosas meayudaría a encontrar a Sam, peroambas me harían sentir mejor. Ledoy a Esc, vuelvo al cuadro azul yescribo: «Buscar por nombre».

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Las palabras se esfuman,vaporizadas por El País de lasMaravillas. El cuadro azulparpadea y se queda en blanco denuevo.

Reprimo un grito: se me haagotado el tiempo.

«Si no puedes encontrarlo en elsistema, tendremos que recurrir alPlan B».

No es que me chifle el Plan B.Me gusta el Plan A, que laubicación aparezca en un mapa paraque pueda llegar directamente hasta

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él. El Plan A es sencillo y limpio.El Plan B es complicado y sucio.

Un último intento, cincosegundos más no supondrán unagran diferencia.

Escribo «Sullivan» en el cuadroazul.

La pantalla se vuelve loca, elfondo gris se llena de números quepasan a toda velocidad, como siacabara de darle la orden decalcular el valor de pi. Me entra elpánico y empiezo a pulsar botonesal azar, pero los números siguen

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saliendo. Han pasado más de cincominutos. El Plan B es una mierda,pero no queda más remedio.

Me meto en la habitación de allado, donde encuentro los monosblancos. Cojo uno e intentoponérmelo sin quitarme antes labata. Dejo escapar un gruñido defrustración, me la quito y me quedocompletamente desnuda: seguro quela puerta se abre justo en esemomento y un batallón deSilenciadores entra en el cuarto.Así son las cosas en el Plan B. El

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mono es demasiado grande, aunquemejor grande que pequeño, creo.Me subo la cremallera rápidamentey vuelvo al cuarto de El País de lasMaravillas.

«Si no puedes encontrarlo através de la interfaz principal, esbastante probable que la doctoratenga una unidad portátil en algúnlado. Funciona con el mismométodo, pero ten cuidado, porquefunciona tanto de localizador comode detonador. Si tecleas el comandoequivocado, no lo encontrarás, lo

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freirás».Cuando entro, la doctora está

sentada, tiene a Oso en una mano yun aparatito plateado que parece unmóvil en la otra.

Como dije, el Plan B es unamierda.

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Tiene el cuello de un rojo ardienteallí donde lo apreté para ahogarla,y la cara cubierta de sangre. Sinembargo, las manos no le tiemblanlo más mínimo y ha perdido lacalidez de la mirada. Está a puntode pulsar el botón verde que haybajo un visualizador numérico.

—No lo pulse —le digo—, novoy a hacerle daño. —Me agacho ylevanto las manos abiertas,

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mostrándole las palmas—. Enserio, pulsar ese botón es una malaidea.

Pero lo pulsa.La cabeza de la doctora cae

hacia atrás, y ella se derrumba en elsuelo. Se le mueven las piernas unpar de veces y muere.

Me abalanzo sobre ella, le quitoa Oso de las manos y corro devuelta al cuarto de los monos parasalir al pasillo. Evan no se molestóen contarme cuánto tiempo tarda ensonar la alarma antes de que

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movilicen a los soldados de asalto,cierren la base, y capturen, tortureny maten muy despacio al intruso.Seguro que no es mucho tiempo.

A la porra el Plan B. De todosmodos, no me gustaba nada. Lomalo es que Evan y yo no llegamosa pensar en un Plan C.

«Estará en un pelotón con niñosmayores que él, así que lo másprobable es que lo encuentres enlos barracones que rodean la plazade armas».

Los barracones que rodean la

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plaza de armas. Dondequiera queesté eso. A lo mejor debería parar aalguien y preguntar por ladirección, porque solo sé una formade salir de este edificio, y eshacerlo por el mismo sitio por elque entré, pasando por encima delcadáver de la doctora, y junto a lacruel enfermera gorda y lasimpática enfermera delgada paracaer en los amorosos brazos delcomandante Bob.

Hay un ascensor al final delpasillo, y solo tiene un botón: es un

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viaje exprés de ida al complejosubterráneo, donde, según me dijoEvan, enseñan a Sammy y a losdemás «reclutas» las falsascriaturas que se «pegan» a cerebroshumanos reales. Está plagado decámaras y de Silenciadores. Solohay dos formas de salir de estepasillo: por la puerta de la derechadel ascensor y por la puerta de laque he salido.

Por fin una elección sencilla.Abro la puerta de golpe y veo

que da a unas escaleras. Como el

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ascensor, solo van en unadirección: hacia abajo.

Vacilo durante medio segundo.El hueco de las escaleras

parece tranquilo y pequeño, peropequeño en el buen sentido,acogedor. A lo mejor deberíaquedarme aquí un rato, abrazada ami oso, puede que chupándome elpulgar.

Me obligo a bajar despacio porlos cinco tramos de escaleras hastael fondo. Los escalones son demetal y voy descalza, así que noto

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lo fríos que están. Espero a quebramen las alarmas, retumben laspisadas de las botas y empiecen alloverme balas por arriba y porabajo. Recuerdo a Evan en elCampo Pozo de Ceniza, recuerdocómo se cargó prácticamente aoscuras a cuatro asesinos bienarmados y entrenados, y mepregunto por qué me pareceríabuena idea meterme yo solita en laguarida del león cuando podríatener a un Silenciador a mi lado.

Bueno, no estoy sola del todo,

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tengo al oso.Aprieto la oreja contra la puerta

del pie de las escaleras y pongo lamano en la palanca. Oigo el latidode mi corazón y poco más.

La puerta se abre hacia dentro,lo que me obliga a aplastarmecontra la pared, y entonces oigo laspisadas de las botas de un grupo dehombres que corren escalerasarriba, armados consemiautomáticas. La puerta empiezaa cerrarse, así que sujeto la palancapara mantenerla frente a mí hasta

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que doblan la primera esquina ydesaparecen de mi vista.

Me meto en el pasillo antes deque la puerta se cierre. En el techohay unas luces rojas que danvueltas, proyectan mi sombra sobrelas paredes blancas, se la llevan yvuelven a proyectarla. ¿Derecha oizquierda? Estoy un pocodesorientada, pero me parece que laparte delantera del hangar está a laderecha. Corro en esa dirección,pero me detengo. ¿Dónde es másprobable que encuentre a la

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mayoría de los Silenciadores encaso de emergencia? Seguramenteagrupados en la entrada principalde la escena del crimen.

Doy media vuelta y me chococon el pecho de un hombre muy altode penetrantes ojos azules.

Nunca estuve suficientementecerca para verle los ojos en elCampo Pozo de Ceniza.

Pero recuerdo la voz.Profunda, cortante como un

cuchillo.—Bueno, bueno, hola, corderito

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—dice Vosch—. Debes de haberteperdido.

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Me agarra del hombro con unamano tan dura como su voz.

—¿Qué haces aquí abajo? —pregunta—. ¿Quién es el líder de tugrupo?

Sacudo la cabeza. Las lágrimasque me acuden a los ojos no sonfalsas. Debo pensar deprisa, y loprimero que pienso es que Evantenía razón: esta incursión ensolitario estaba condenada desde el

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principio, por muchos planes deemergencia que urdiéramos. OjaláEvan estuviera aquí...

¡Si Evan estuviera aquí!—¡La ha matado! —suelto—.

¡Ese hombre ha matado a la doctoraPam!

—¿Qué hombre? ¿Quién hamatado a la doctora Pam?

Sacudo la cabeza, llorando amoco tendido mientas estrujo almaltrecho osito de peluche contrami pecho. Detrás de Vosch, otropelotón de soldados corre por el

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pasillo hacia nosotros. Me empujahacia ellos.

—Llevad a esta a un lugarseguro y reuníos conmigo arriba.Tenemos un intruso.

Me arrastran hasta la puerta máscercana, me meten a empujones enuna habitación oscura y cierran conllave. Las luces se encienden. Loprimero que veo es una niñaasustada vestida con un monoblanco y abrazada a un osito. Delsusto, dejo escapar un chillido.

Bajo el espejo se encuentra un

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largo mostrador con un monitor y unteclado.

Estoy en la cámara deejecuciones que describió Evan,donde enseñan las falsas arañas delcerebro a los nuevos reclutas.

«Pasa del ordenador, no piensoponerme otra vez a pulsar botones.Opciones, Cassie. ¿Cuáles son tusopciones?».

Sé que hay una habitación alotro lado del espejo. Y tiene quehaber, al menos, una puerta, y puedeque esa puerta no esté cerrada.

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Sé que la de este lado sí lo está,así que puedo esperar a que Voschregrese a por mí o puedo intentarreventar este espejo para llegar alotro lado.

Levanto una de las sillas, laecho hacia atrás y la lanzo contra elespejo. El impacto me arranca lasilla de las manos y la hace caercon un estrépito ensordecedor (almenos, para mí). Le he hecho unbuen arañazo al grueso cristal, peronada más, que yo vea. Cojo denuevo la silla, respiro

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profundamente, bajo los hombros ygiro las caderas con la silla en lasmanos. Es lo que te enseñan enclase de kárate: la potencia está enla rotación. Apunto al arañazo.Concentro toda mi energía en eseúnico punto.

La silla rebota en el cristal, medesequilibra y aterrizo de culo tanfuerte que me chocan los dientes.De hecho, tan fuerte que me muerdola lengua. Se me llena la boca desangre y escupo, acertando justo enla nariz de la chica del espejo.

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Levanto de nuevo la silla yrespiro hondo. Se me olvidó algoque aprendí en kárate: ¡el «kia»! Elgrito de guerra. Ya sé que parece derisa, pero la verdad es que sirvepara concentrar las fuerzas.

El tercer y último golpedestroza el cristal. Con el impulso,acabo estrellándome contra elmostrador, que está a la altura demi cintura, y los pies se me levantandel suelo mientras la silla caedando tumbos en la habitacióncontigua. Veo otro sillón de

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dentista, un banco de procesadores,cables por el suelo y otra puerta.«Por favor, Señor, que no estécerrada con llave».

Recojo a Oso y me meto por elagujero. Imagino la cara que pondráVosch cuando vuelva y se encuentrecon el espejo reventado. La puertadel otro lado no está cerrada, da aotro pasillo de bloques blancos ypuertas sin nombre. Ay, cuántasposibilidades. Pero no me meto porese pasillo, me quedo un instante enla puerta. Ante mí, el camino sin

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marcar; detrás, el que ya hemarcado. Verán el agujero y sabránen qué dirección he huido. ¿Cuántaventaja puedo tomarles? Se me hallenado de nuevo la boca de sangre,pero me obligo a tragarla. Mejor noponerles el rastreo demasiado fácil.

Demasiado fácil: se me haolvidado colocar la silla bajo elpomo de la puerta de la primerahabitación. No evitaría queentraran, pero sí que me concederíaunos segundos preciosos.

«Si algo va mal, no te lo

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pienses demasiado, Cassie. Tuinstinto es bueno, hazle caso.Pensarse cada paso está muy bien sijuegas al ajedrez, pero esto no esajedrez».

Corro de vuelta a la sala deejecuciones y me meto por elagujero. Juzgo mal el ancho delmostrador y salgo volando porencima, aterrizo de espaldas y medoy en la cabeza contra el suelo.Me quedo tumbada un segundo muyborroso, y veo relucientes estrellasrojas que me entorpecen la vista.

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Estoy mirando el techo y losconductos metálicos que circulanpor debajo. He visto la mismaconfiguración en los pasillos: elsistema de ventilación del refugioantiaéreo.

Y pienso: «Cassie, ese es elpuñetero sistema de ventilación delrefugio antiaéreo».

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Avanzo a rastras, boca abajo,temiendo que mi peso sea excesivopara los soportes y que, de repente,se derrumbe todo el tramo detuberías. Corro por el hueco y medetengo en cada intersección paraescuchar. No sé bien qué pretendooír, la verdad. ¿Niños asustadosllorando? ¿Niños felices riendo? Elaire del hueco es frío, ha entradodel exterior y se canaliza hacia

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abajo, más o menos como yo.El aire, sin embargo, pertenece

a este sitio; yo, no. ¿Qué dijo Evan?«Lo más probable es que lo

encuentres en los barracones querodean la plaza de armas».

Eso es Evan, ese es el nuevoplan. Encontraré la chimenea deventilación más cercana y subiré ala superficie. No sabré dónde estoyni a qué distancia me encuentro dela plaza de armas, y, por supuesto,toda la base estará cerrada y repletade Silenciadores, y los niños

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soldado con el cerebro lavadoestarán buscando como locos a lachica del mono blanco. Y no teolvides del oso de peluche. ¡Eso síque es una pista definitiva! ¿Por quéinsistí en traer al maldito oso? Samhabría entendido que loabandonara. No le prometí llevar aOso, le prometí que iría a por él.

¿Qué me pasa con este oso?Cada pocos metros, una

elección: ¿tuerzo a la derecha,tuerzo a la izquierda o sigo recto?Y cada otros pocos, una pausa para

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escuchar y limpiarme la boca desangre. Aquí no me preocupa quecaiga al suelo, son como las migasde pan que marcan el camino devuelta. El problema es que se meestá hinchando la lengua y mepalpita una barbaridad con cadalatido del corazón, el reloj humanoque lleva la cuenta de los minutosque me quedan hasta que meencuentren, me conduzcan anteVosch, y él acabe conmigo igualque acabó con mi padre.

Algo pequeño y marrón corretea

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hacia mí muy deprisa, como situviera una misión importante. Unacucaracha. Me he encontrado contelarañas, montones de polvo y unamisteriosa sustancia viscosa quepodría ser moho tóxico, pero estebicho es la primera cosa realmenterepugnante que veo. Prefiero milveces una araña o una serpiente auna cucaracha. Y ahora vienedirecta a mi cara. Me imagino lacriatura metiéndoseme dentro delmono, así que utilizo la únicaherramienta disponible para

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aplastarla: mi mano. Puaj.Sigo moviéndome. Más

adelante hay un resplandor, unaespecie de gris verdoso;mentalmente lo llamo verde navenodriza. Me acerco poco a poco ala rejilla de la que sale el brillo ycontemplo a través de las lamas lahabitación de abajo, aunquellamarla habitación no le hacejusticia. Es enorme, no meextrañaría que tuviera el tamaño deun estadio de fútbol, con forma decuenco e interminables hileras de

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ordenadores en el fondo,controlados por cientos depersonas. Aunque llamarlaspersonas sería injusto con laspersonas de verdad. Son ellos, loshumanos inhumanos de Vosch, y notengo ni idea de qué pretenden,aunque se me ocurre que esto debede ser el corazón de la operación,la zona cero de la «limpieza». Unapantalla gigantesca ocupa una paredentera, y en ella se proyecta unmapa de la Tierra que estásalpicado de relucientes puntos

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verdes; ese es el origen de laespeluznante luz verde. Primeropienso que son ciudades, y entoncesme doy cuenta de que los puntosverdes deben de representar gruposde supervivientes.

Vosch no necesita cazarnos,sabe muy bien dónde estamos.

Sigo arrastrándome por elconducto, obligándome a irdespacio hasta que la luz verde sehace tan pequeña como los puntosdel mapa de la sala de control.Cuatro cruces más abajo oigo

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voces. Voces masculinas. Y eltintineo de metal sobre metal, elchirrido de suelas de goma sobrehormigón.

«Sigue avanzando, Cassie, seacabaron las paradas. Sammy noestá aquí abajo y Sammy es elobjetivo».

Entonces, uno de los tíos dice:—¿Cuántos ha dicho?—Dos, como mínimo —

responde el otro—. La chica y elque se cargó a Walters, a Pierce y aJackson.

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¿El que se cargó a Walters, aPierce y a Jackson?

Evan, tiene que ser él.Pero ¿qué...? Me cabreo con él

durante un par de minutos. Nuestraúnica esperanza era que fuera yosola, que me colara en sus defensassin que se dieran cuenta y quesacara a Sam antes de que sepercataran de lo sucedido. Porsupuesto, no había funcionado deltodo, pero Evan no tenía manera desaberlo.

De todos modos, el hecho de

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que Evan no haya hecho caso denuestro cuidadoso plan y también sehaya infiltrado en la base significaque está aquí.

Y Evan hace lo que tenga quehacer.

Me acerco más a las voces,paso justo por encima de suscabezas y llego a la rejilla.Observo entre las lamas metálicas yveo a dos soldados Silenciadorescargando unos globos con forma deojo en una gran carretilla.Reconozco de inmediato lo que son:

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ya los había visto antes.«El Ojo se encargará de ella».Los observo hasta que terminan

de cargar la carretilla y se alejancon ella lentamente.

«Llegará un momento en que latapadera ya no se sostenga. Cuandosuceda eso, cerrarán la base... o laparte de la base que seaprescindible».

Madre mía, Vosch va aconvertir el Campo Asilo en otroCampo Pozo de Ceniza.

Y, justo cuando caigo en la

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cuenta, suena la alarma.

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Dos horas.En cuanto sale Vosch, un reloj

empieza a contar los minutos dentrode mi cabeza. No, no es un reloj, esmás bien un temporizador con lacuenta atrás al Armagedón. Voy anecesitar cada segundo, así que¿dónde está el celador? Justocuando estoy a punto de quitarme elgotero yo solito, aparece. Es unchico alto y delgaducho llamado

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Kistner; nos conocimos la últimavez que estuve encamado. Tiene eltic nervioso de tirarse de la partedelantera de la bata, como si la telale irritara la piel.

—¿Te lo ha dicho? —preguntaKistner en voz baja al inclinarsesobre la cama—. Han activado elcódigo amarillo.

—¿Por qué?—¿Tú crees que a mí me

cuentan algo? —pregunta,encogiéndose de hombros—.Espero que no tengamos que

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meternos otra vez en el búnker.En el hospital, a nadie le gustan

los simulacros de ataque aéreo.Trasladar varios cientos depacientes bajo tierra en menos detres minutos es una pesadillatáctica.

—Mejor eso que quedarsearriba y acabar incinerados por unrayo mortal alienígena.

A lo mejor es psicológico,pero, en cuanto Kistner me quita elsuero, noto el dolor, un latido sordojusto donde recibí el disparo de

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Hacha que sigue el ritmo de micorazón. Mientras espero a que seme aclare la mente, me pregunto sidebería reconsiderar el plan. Unaevacuación al búnker subterráneopodría simplificar las cosas.Después del fiasco del primersimulacro de ataque aéreo deFrijol, el mando decidió agrupar atodos los niños no combatientes enun búnker situado en el centro delcomplejo. Será mucho más sencillosacarlo de allí que ir buscándolopor todos los barracones de la base.

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Sin embargo, no tengo ni ideade cuándo (ni siquiera de cómo)ocurrirá eso. Lo mejor serácontinuar con el plan original.Tictac.

Cierro los ojos y visualizo cadapaso de la huida tan detalladamentecomo puedo. Es algo que ya habíahecho en otras ocasiones, cuandohabía institutos, partidos los viernespor la noche y público paraanimarlos. Cuando ganar un títulode la región parecía lo másimportante del mundo. Me

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imaginaba las rutas, el arco de lapelota volando hacia las luces, eldefensa que corría a mi lado, elmomento preciso para volver lacabeza y subir las manos sinaminorar el paso. No solo recreabala jugada perfecta, sino las quefallaban, cómo ajustaría la ruta,cómo daría un objetivo alquarterback para salvar el down.

Esto podría salir mal de milmaneras distintas, pero solo hay unade que salga bien. No hay quepensar en la siguiente jugada, ni en

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la que sigue a la siguiente, ni en laotra. Hay que pensar en esta, en estepaso, en acertar un paso tras otro, yasí marcarás.

Paso uno: el celador.Mi compi, Kistner, está lavando

a alguien con una esponja, doscamas más allá.

—Oye —lo llamo—, ¡eh,Kistner!

—¿Qué pasa? —responde sinocultar su enfado.

No le gusta que lo interrumpan.—Tengo que ir al tigre.

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—Se supone que no te puedeslevantar: se te saltarán los puntos.

—Venga, Kistner, el baño estáahí mismo.

—Son órdenes del médico. Tellevaré una cuña.

Lo observo meterse entre loscatres para llegar al puesto desuministros. Me preocupa un pocono haber esperado lo suficientepara que pase el efecto de lasmedicinas. ¿Y si no me puedolevantar? «Tictac, Zombi, tictac».

Aparto las sábanas y saco las

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piernas de la cama. Aprieto losdientes; esta es la parte más difícil.Estoy bien vendado desde el pechohasta la cintura, y al ponermederecho se me estiran los músculosque ha rasgado la bala de Hacha.

«Yo te rajé. Tú me disparas. Eslo justo».

«Pero va en aumento, ¿qué serálo siguiente? ¿Piensas meterme unagranada de mano en lospantalones?».

La imagen es perturbadora:meterle a Hacha una granada en los

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pantalones. Perturbadora pormuchas razones.

Sigo dopado, pero, al sentarme,el dolor casi me tumba. Así que mequedo sentado, quieto, un minuto, ala espera de que se me aclare lacabeza.

Paso dos: el cuarto de baño.«Oblígate a ir despacio, pasos

cortos, arrastra los pies».Me doy cuenta de que se me

abre la parte de atrás de la bata;estoy haciéndole un calvo a toda lasala.

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El cuarto de baño estará a unosseis metros, pero me parecen seiskilómetros. Si lo han cerrado o sihay alguien dentro, estoy jodido.

No ocurre ninguna de las doscosas. Me meto y cierro la puerta.Lavabo, váter y un platito de ducha.La barra de la cortina estáatornillada a la pared. Levanto latapa del inodoro. Un corto brazometálico que levanta el flotador,romo por ambos extremos. Elportarrollos de papel higiénico esde plástico. Se fastidió la idea de

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encontrar un arma aquí dentro, perovoy por el buen camino. «Vamos,Kistner, soy presa fácil».

Dos golpes secos en la puerta, ysu voz al otro lado.

—Oye, ¿estás ahí?—¡Te dije que tenía que ir! —le

grito.—¡Y yo te dije que te traía una

cuña!—¡Ya no aguantaba más!Se mueve el pomo de la puerta.—¡Abre la puerta!—¡Un poco de intimidad, por

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favor! —grito.—¡Voy a llamar a seguridad!—¡Vale, vale! ¡Como si fuera a

irme a alguna parte!Cuento hasta diez, abro el

pestillo, arrastro los pies hasta elváter, me siento. La puerta se abreun poco, y veo un trocito de ladelgada cara de Kistner.

—¿Satisfecho? —gruño—.¿Puedes cerrar la puerta, por favor?

Kistner se me queda mirando unmomento mientras se tira de la bata.

—Estaré aquí mismo —me

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promete.—Bien.La puerta se cierra despacio.

Ahora, a contar seis veces muydespacio hasta diez. Un minutolargo.

—¡Oye, Kistner!—¿Qué?—Voy a necesitar tu ayuda.—Define «ayuda».—¡Para levantarme! ¡No puedo

levantarme del puñetero retrete!Creo que se me ha saltado unpunto...

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La puerta se abre de golpe, ypor ella entra Kistner, rojo derabia.

—Te lo dije.Se pone frente a mí y extiende

ambos brazos.—Venga, cógete a mis muñecas.—Primero, ¿puedes cerrar la

puerta? Esto es embarazoso.Kistner cierra la puerta, y yo le

agarro las muñecas.—¿Listo? —pregunta.—Todo lo que es posible.Paso tres: al váter.

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Cuando Kistner tira, me impulsocon las piernas y le golpeo elestrecho pecho con el hombro,lanzándolo contra la pared dehormigón. Después tiro de él haciadelante, giro para colocarme detrásy le pongo el brazo en la espalda,sobre los omóplatos. Eso lo obligaa caer de rodillas frente al inodoro.Le tiro de un mechón de pelo y lemeto la cara en el váter. Kistner esmás fuerte de lo que parece o yoestoy más débil de lo que creía,porque parece tardar mil años en

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desmayarse.Lo suelto y retrocedo. Kistner

rueda y cae al suelo. Zapatos,pantalones. Lo enderezo paraquitarle la camisa. Me va a estarpequeña, los pantalones, largos, ylos zapatos me quedarán demasiadoestrechos. Me quito la bata, la lanzoal plato de la ducha y me pongo lade Kistner. Los zapatos me cuestanmás: son demasiado pequeños. Unapunzada de dolor me recorre elcostado mientras forcejeo con ellos.Cuando bajo la vista, veo que las

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vendas se empapan de sangre. ¿Y sime mancho de sangre la camisa?

«De mil maneras. Concéntrateen la única buena».

Arrastro a Kistner hasta laducha y cierro la cortina. ¿Cuántotardará en despertarse? Da igual,tengo que seguir moviéndome, noadelantarme.

Paso cuatro: el dispositivo.Vacilo en la puerta. ¿Y si

alguien ha visto entrar a Kistner yahora me ve salir a mí, vestidocomo Kistner?

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«Pues todo habría acabado. Teva a matar de todos modos. Vale,pues no mueras sin más, muereintentándolo».

Las puertas del quirófano estána un campo de fútbol de distancia,al final de varias hileras de camas ya través de lo que parece ser unamuchedumbre de celadores,enfermeras y médicos con batasblancas. Camino todo lo deprisaque puedo hacia las puertas,intentando no apoyar el peso en ellado herido; eso me impide andar

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con naturalidad, pero no puedohacer otra cosa; por lo que sé,Vosch ha estado vigilándome y sepreguntará por qué no vuelvo a micatre.

Atravieso las puertas batientesy entro en la sala de preparación,donde un médico con cara decansancio se enjabona hasta loscodos, preparándose para unacirugía. Se sorprende al vermeentrar.

—¿Qué haces aquí? —exigesaber.

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—Estaba buscando los guantes,nos hemos quedado sin ninguno.

El cirujano señala con la cabezauna fila de armarios de la paredopuesta.

—Estás cojeando —comenta—.¿Te has hecho algo?

—Un tirón muscular al llevar aun gordo al tigre.

—Deberías haber usado unacuña —dice el médico mientras selimpia el jabón verde de losantebrazos.

Cajas de guantes de látex,

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máscaras quirúrgicas, toallitasantisépticas, rollos de cinta.¿Dónde leches está?

Noto su aliento en la nuca.—Tienes la caja justo delante

—me dice. Me mira raro.—Lo siento, no he dormido

mucho.—¡Dímelo a mí!El cirujano se ríe y me da un

codazo justo en la herida de bala.La habitación me da vueltas.Aprieto los dientes para reprimir ungrito.

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Él se apresura a pasar alquirófano que hay al otro lado delas puertas interiores, mientras yorecorro las filas de armariosabriendo puertas y rebuscando entrelos suministros, pero no encuentrolo que busco. Mareado, sin aliento,con un dolor palpitante en elcostado. ¿Cuánto tiempo tardaráKistner en despertar? ¿Cuánto faltapara que alguien entre a echar unameada y lo encuentre?

En el suelo, al lado de losarmarios, hay un cubo que pone:

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«RESIDUOS PELIGROSOS: UTILICEGUANTES». Le arranco la tapa de untirón y, bingo, ahí está, entremontones de esponjas quirúrgicasensangrentadas, jeringuillas usadasy catéteres desechados.

Vale, el bisturí está cubierto desangre seca. Supongo que podríaesterilizarlo con una toallitaantiséptica o lavarlo en elfregadero, pero no hay tiempo, y unbisturí sucio es la menor de mispreocupaciones.

«Apóyate en el fregadero para

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mantener el equilibrio. Apriétate elcuello con los dedos para localizarel dispositivo bajo la piel ydespués, en vez de deslizar,presiona el cuello con la hoja romay sucia hasta que se abra».

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Paso cinco: Frijol.Un médico con cara de ser muy

joven sale corriendo por el pasillocamino de los ascensores, vestidocon una bata blanca y una máscaraquirúrgica. Cojea, apoya el peso enel lado izquierdo. Si le abres labata blanca, quizá veas la mancharojo oscuro que le cubre la bataverde de abajo. Si le bajas elcuello, también verás la venda que

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lleva sobre la nuca, colocada decualquier manera. Pero si intentashacer cualquiera de estas cosas, eljoven doctor te matará.

Ascensor. Cierro los ojosmientras baja. A no ser que alguienhaya tenido la delicadeza dedejarme un carrito de golfabandonado en la puerta principal,tardaré diez minutos en llegarandando al patio. Después viene lomás difícil: encontrar a Frijol entrelos más de cincuenta pelotones quevivaquean allí y sacarlo sin

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despertar a nadie. Así que puedeque media hora para la búsqueda yel rapto. Otros diez minutosaproximadamente para llegar alhangar de El País de lasMaravillas, donde descargan losautobuses. Ahí es donde el planempieza a desglosarse en una seriede escenarios muy pocoverosímiles: viajar de polizones enun autobús vacío, derribar alconductor y a los soldados que hayaa bordo una vez estemos al otrolado de las puertas, y después

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¿dónde, cuándo y cómo librarnosdel autobús para ir a pie alencuentro de Hacha?

«¿Y si tenéis que esperar alautobús? ¿Dónde os vais aesconder?».

«No lo sé».«Y, una vez en el autobús,

¿cuánto tendréis que esperar?¿Treinta minutos? ¿Una hora?».

«No lo sé».«¿Que no lo sabes? Bueno, te

diré lo que yo sé: es demasiadotiempo, Zombi. Alguien dará la

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alarma».Tiene razón, es demasiado

tiempo.Debería haber matado a

Kistner, ese era uno de los pasosoriginales.

Paso cuatro: matar a Kistner.Sin embargo, Kistner no es uno

de ellos, solo es un crío, comoTanque, como Umpa, comoPicapiedra. Kistner no pidió estaguerra ni sabía la verdad.Seguramente no me habría creídode habérsela contado, pero tampoco

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le he dado la oportunidad.«Eres blando, deberías haberlo

matado. No puedes confiar en lasuerte y los buenos deseos. Elfuturo de la humanidad pertenece alos duros».

Así que cuando se abren laspuertas del ascensor en el vestíbuloprincipal, le hago a Frijol lapromesa silenciosa que no le hice ami hermana, la hermana cuyomedallón llevo al cuello.

«Si alguien se interpone entrelos dos, puede darse por muerto».

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Y en cuanto hago la promesa, escomo si el universo decidieraresponder, porque las alarmasantiaéreas dejan escapar un chillidoensordecedor.

¡Perfecto! Por una vez, la suerteestá de mi lado. Ahora no tendréque cruzar todo el campo, no hacefalta que me cuele en losbarracones en busca de un Frijol enun pajar. Nada de correr hacia losautobuses. En vez de eso, bajarédirectamente al complejosubterráneo por las escaleras.

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Cogeré a Frijol en medio del caosorganizado del búnker, nosesconderemos hasta que den laseñal de que ha pasado el peligro ydespués iremos a los autobuses.

Muy sencillo.Estoy a medio camino de las

escaleras cuando una espeluznanteluz verde ilumina el vestíbulovacío, el mismo verde ahumado quebailó sobre la cabeza de Hachacuando me puse el ocular. Losfluorescentes del techo se hanapagado, procedimiento estándar en

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un simulacro, así que la luz noviene de dentro, sino de algún puntodel aparcamiento.

Me vuelvo para mirar. Nodebería haberlo hecho.

A través de las puertas decristal veo un carrito de golf quecorre a toda velocidad por elaparcamiento, en dirección alaeródromo. Entonces veo que lafuente de la luz verde está en laentrada cubierta del hospital. Tienela forma de una pelota de fútbolamericano, aunque es el doble de

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grande. Me recuerda a un ojo. Mequedo mirándolo, me devuelve lamirada.

Latido..., latido..., latido...Fogonazo, fogonazo, fogonazo.Parpadeoparpadeoparpadeo.

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El estruendo de la sirena es tanfuerte que el vello de la nuca mevibra.

Estoy retrocediendo a gatashacia el conducto principal paraalejarme del recuerdo, hasta que medetengo.

«Cassie, es el arsenal».De vuelta a la rejilla, y me

quedo tres minutos largos mirando através de ella, examinando el cuarto

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de abajo por si se mueve algomientras la sirena me golpetea enlos oídos dificultándome laconcentración: muchas gracias,coronel Vosch.

—Vale, maldito oso —mascullocon la lengua hinchada—, vamos aentrar.

Descargo con fuerza el talóndescalzo contra la rejilla. ¡Kia! Seabre a la primera patada. Cuandodejé el kárate, mi madre mepreguntó el porqué, y le respondíque ya no me suponía un reto. Era

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mi forma de decir que me aburría,cosa que no podías decir delante demi madre. Si te oía quejarte deaburrimiento, te encontrabas derepente con un trapo para el polvoen la mano.

Me dejo caer en la habitación.Bueno, es más bien un almacénmediano. Todo lo que un invasoralienígena necesita para dirigir uncampo de exterminio humano.Contra aquella pared están losOjos: hay varios cientos, ordenadosen columnas dentro de un armarito

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diseñado especialmente para ellos.En la pared contraria, interminableshileras de fusiles, lanzagranadas yotras armas con las que no sabría niqué hacer. Las armas más pequeñas,por allí: semiautomáticas, granadasy cuchillos de combate deveinticinco centímetros. Tambiénhay una sección de guardarropa enla que están representadas casitodas las ramas del servicio military todos los rangos posibles y todoel equipo necesario: cinturones,botas y la versión militar de la

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riñonera.Y yo estoy como un niño en una

tienda de caramelos.Primero, me quito el mono

blanco.Elijo el uniforme más pequeño

que encuentro y me lo pongo. Mecalzo las botas.

Ha llegado el momento dearmarse. Una Luger con el cargadorcompleto. Un par de granadas.¿M16? Si vas a representar unpapel, hazlo bien. Me meto un parde cargadores adicionales en la

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riñonera. ¡Ah, mira, el cinturóntiene una funda para uno de esossupercuchillos de veinticincocentímetros! Hola, hola,supercuchillo de veinticincocentímetros.

Hay una caja de madera al ladodel armario de las armas de fuego.Me asomo al interior y descubrouna pila de tubos metálicos grises.¿Qué son? ¿Una especie de granadacon forma de palo? Cojo uno. Estáhueco y tiene una rosca en unextremo. Ya sé lo que es.

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Un silenciador.Que encaja perfectamente en el

cañón de mi nuevo M16. Seatornilla sin problemas.

Me escondo el pelo debajo deuna gorra que me queda demasiadogrande y me quedo con las ganas deun espejo. Espero colar como unode los reclutas preadolescentes deVosch, aunque seguramente parezcomás bien la hermana pequeña de GIJoe jugando a disfrazarse.

Y ahora, ¿qué hago con Oso?Encuentro una cosa con pinta de

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bolso de cuero, lo meto dentro y melo coloco en bandolera. Ya nisiquiera oigo la atronadora alarma:estoy hasta arriba de adrenalina. Nosolo he ganado cierta ventaja, sinoque sé que Evan está aquí, y Evanno se rendirá hasta que yo esté asalvo o él, muerto.

Me dirijo de vuelta al conducto,pero me debato entre arriesgarme aseguir por allí, lastrada con diezkilos extra o más, o aventurarmepor los pasillos. ¿De qué sirve undisfraz si vas en plan sigiloso? Doy

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media vuelta, camino de la puerta, yentonces se apaga la sirena y sehace el silencio.

No lo tomo como una buenaseñal.

También se me ocurre que quizáno sea buena idea estar en unarsenal lleno de bombas verdes(teniendo en cuenta que una sola escapaz de arrasar casi doskilómetros cuadrados) mientras unadocena de sus mejores amigasestalla arriba.

Salgo pitando hacia la puerta,

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pero antes de alcanzarla estalla elprimer Ojo. Toda la habitación sesacude. Cuando estoy a pocoscentímetros, el siguiente Ojoparpadea por última vez; este debíade estar más cerca, porque lluevepolvo del techo y el conducto sesuelta de su soporte por el otroextremo y cae al suelo.

«Vaya, Voschy, eso ha estadocerca, ¿no?».

Empujo la puerta. No haytiempo de explorar el terreno,cuanta más distancia ponga entre el

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resto de los Ojos y yo misma,mejor. Corro bajo las luces rojasgiratorias y elijo los pasillos alazar, intentando no pensar en nada,dejándome llevar por el instinto yla suerte.

Otro estallido. Las paredestiemblan. El polvo cae. De arribame llega el ruido de edificiosdestrozados y triturados hasta loscimientos. Y aquí debajo, los gritosde niños aterrados.

Sigo los gritos.A veces giro donde no es y el

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grito pierde volumen. Retrocedo ypruebo con el siguiente pasillo.Este lugar es como un laberinto, yyo soy la rata de laboratorio.

Los estallidos de arriba hanparado, al menos de momento, y yohe frenado un poco, agarrada alfusil con ambas manos, mientrassigo probando un pasillo tras otro yretrocediendo para seguir por otrolado cada vez que los gritos pierdenpotencia.

Oigo la voz del comandanteBob: rebota en las paredes a través

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de un megáfono; sale de todaspartes y de ninguna.

—Vale, ¡quiero que todos osquedéis sentados con vuestro líderde grupo! ¡Que todo el mundo estéquieto y me escuche! ¡Quedaos convuestros líderes de grupo!

Doblo una esquina y veo a unpelotón de soldados que corre haciamí. La mayoría son adolescentes.Me aplasto contra la pared, y ellospasan junto a mí sin tan siquieramirarme. ¿Por qué iban a hacerlo?No soy más que otro recluta de

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camino a luchar contra la hordaalienígena.

Doblan la esquina, y yo mepongo de nuevo en movimiento.Oigo a los niños parlotear y gemir ala vuelta de la esquina, a pesar dela regañina del comandante Bob.

«Ya casi estoy, Sam. Soloespero que estés ahí».

—¡Alto!Me lo gritan desde atrás. No es

la voz de un niño. Me detengo, mecuadro y me quedo quieta.

—¿Dónde está tu puesto,

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soldado? Soldado, ¡estoy hablandocontigo!

—Me ordenaron vigilar a losniños, ¡señor! —respondo,intentando hablar con mi voz másgrave.

—¡Media vuelta! Míramecuando me hables, soldado.

Suspiro y me vuelvo. Tendráunos veintitantos años y no es feo,el típico chico estadounidense. Nodistingo las insignias militares,pero me parece que es un oficial.

«Por seguridad, cualquier

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persona de más de dieciocho añoses un sospechoso. Puede que hayaalgunos humanos adultos en puestosde autoridad, pero, conociendo aVosch, lo dudo. Así que, si esadulto, y, sobre todo, si es unoficial, creo que podemos suponerque no es humano».

—¿Cuál es tu número? —meladra.

¿Mi número? Suelto lo primeroque se me ocurre.

—¡T-sesenta y dos, señor!—¿T-sesenta y dos? ¿Estás

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segura? —pregunta, desconcertado.—¡Sí, señor, señor!«¿Señor, señor? Ay, Dios,

Cassie».—¿Por qué no estás con tu

unidad?No espera a la respuesta, lo que

me viene bien, ya que no se meocurre nada. Da un paso adelante yme mira de arriba abajo: a todasluces, no llevo el uniformereglamentario. Al oficialAlienígena no le gusta lo que ve.

—¿Dónde está tu chapa,

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soldado? ¿Y qué haces con unsilenciador en el arma? ¿Qué esesto? —pregunta, tirando delabultado bolso de cuero en el queva Oso.

Me aparto, el bolso se abre, y eloficial me pilla.

—Es un oso de peluche, señor.—¿Un qué?Se me queda mirando a la cara,

algo cambia en la suya cuando se leenciende la bombilla y se da cuentade a quién está mirando. Su manoderecha vuela hacia la pistola, una

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idea estúpida: le bastaba conpegarme un puñetazo en mi cara deniña con oso de peluche. Dibujo unveloz arco con el silenciador, lodetengo a un par de centímetros desu atractiva cara infantil y disparo.

«Ya lo has hecho, Cassie, hasperdido la única oportunidad quetenías. Y estabas tan cerca...».

No puedo dejar al oficialAlienígena donde ha caído. Quizáno reparen en toda la sangre con elcaos de la batalla y, además, es casiinvisible con las luces rojas

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giratorias, pero no se puede decirlo mismo del cadáver. ¿Qué voy ahacer con él?

Estoy cerca, muy cerca, y nopienso dejar que un tío muerto meaparte de Sammy. Lo agarro por lostobillos y lo arrastro hacia otropasillo; doblo otra esquina y lodejo allí. Pesa más de lo queparecía. Me tomo un momento paraestirar el calambre de las lumbaresantes de alejarme a toda prisa.Ahora, si alguien me detiene antesde llegar al búnker, el plan es decir

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lo que haga falta para evitar matarde nuevo. A no ser que me dejen sinalternativa. Si eso ocurre, mataréotra vez.

Evan tenía razón: cada vez esmás fácil.

La habitación está repleta deniños, cientos de niños vestidos conmonos idénticos. Sentados engrupos en una zona del tamaño delgimnasio de un instituto. Se hantranquilizado un poco. A lo mejordebería gritar el nombre de Sam opedir prestado el megáfono del

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comandante Bob. Me abro caminoentre los críos, levantando bien lasbotas para no pisar ningún dedito.

Hay tantas caras... Empiezan amezclarse unas con otras. Lahabitación se expande, revienta lasparedes y se alarga hasta el infinito,llena de miles de millones derostros mirando hacia arriba. Pero¿qué han hecho esos cabrones? Enmi tienda lloraba por mí y por laestúpida vida que me habíanarrebatado. Ahora suplicoclemencia al infinito mar de rostros

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que me observan desde el suelo.Sigo dando traspiés como un

zombi cuando oigo una vocecita quedice mi nombre. Sale del grupojunto al que acabo de pasar; escurioso que él me haya reconocidoa mí, y no yo a él. Me quedo quieta,no me vuelvo. Cierro los ojos, perono consigo volverme.

—¿Cassie?Bajo la cabeza. En la garganta

tengo un nudo del tamaño de Texas.Entonces, me vuelvo y él estámirándome con una expresión de

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miedo, como si lo que estuvieraviendo pudiera ser la gota quecolma el vaso: una doble de suhermana caminando de puntillas poraquí, vestida como si fuera unsoldado. Como si hubiesealcanzado el límite de la crueldadde los Otros.

Me arrodillo frente a mihermano. Él no corre a mis brazos,se queda mirando mi rostro surcadode lágrimas y me toca las húmedasmejillas con los dedos. Me los pasapor la nariz, por la frente, por la

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barbilla, por los párpados.—¿Cassie?¿Puede? ¿Puede creérselo? Si el

mundo rompe un millón unapromesas, ¿se puede confiar en laun millón dos?

—Hola, Sams.Él ladea un poco la cabeza.

Debo de sonar rara con la lenguahinchada. Me pongo a abrir comopuedo el cierre de la bolsa decuero.

—Esto... Supuse que querríasque te lo devolviera.

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Saco el viejo osito maltrecho yse lo ofrezco. Él frunce el ceño,sacude la cabeza y no intentacogerlo: es como si me hubierapegado un puñetazo en el estómago.

Entonces, mi hermano pequeñotira el osito al suelo de un manotazoy aplasta su cara contra mi pecho, y,debajo del tufo a sudor y a un jabónmuy fuerte, distingo su olor, el olorde Sammy, el olor de mi hermano.

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El ojo verde me ha mirado, yo le hedevuelto la mirada, y no recuerdoqué me ha arrancado del abismoentre el ojo parpadeante y lo que hapasado después.

¿Mi primer recuerdo claro?Correr.

Vestíbulo, escaleras, sótano,primer rellano, segundo rellano.

Cuando llego al tercero, elimpacto de la explosión se estrella

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contra mi espalda como un martillode demolición que me lanzaescaleras abajo, contra la puertaque da al refugio antiaéreo.

Por encima de mí, el hospitalgrita mientras se hace jirones. Asísuena: como un ser vivo que chillamientras lo destrozan. El crujidoatronador de mortero y piedra alromperse. El chirrido de los clavosque saltan y el chillido dedoscientas ventanas al estallar. Elsuelo se comba, se parte. Me lanzode cabeza al pasillo de hormigón

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armado justo cuando el edificio quetengo encima se desintegra.

Las luces parpadean una vez yel pasillo se sume en la oscuridad.Nunca había estado en esta partedel complejo, pero no necesito lasflechas luminiscentes para saberpor dónde se va al búnker. Solotengo que guiarme por los gritos deterror de los niños.

Pero, primero, no me vendríamal levantarme.

La caída me ha abierto todoslos puntos; sangro profusamente por

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ambas heridas: el agujero deentrada de la bala de Hacha y elagujero de salida. Intentolevantarme. Lo intento con todasmis fuerzas, pero las piernas no mesostienen. Me levanto a medias yvuelvo a caer, me da vueltas lacabeza y jadeo.

Un segundo estallido me derribade nuevo. Consigo arrastrarme unoscentímetros antes de que una terceraexplosión me derribe otra vez.Maldita sea, ¿qué estás haciendoahí arriba, Vosch?

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«Si es demasiado tarde, notendremos más remedio que llevar acabo el plan de último recursoúltimo recurso».

Bueno, supongo que acabo deresolver ese misterio: Vosch estávolando en pedazos su propia base.Destruye la aldea para salvarla.Pero ¿para salvarla de qué? A noser que no sea Vosch. Puede queHacha y yo nos equivocáramosestrepitosamente: a lo mejor estoyarriesgando mi vida y la de Frijolpor nada. Quizás el Campo Asilo

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sea lo que Vosch dice que es, y esosignifica que Hacha se ha metidocon la guardia baja en un campo deinfestados. Hacha está muerta.Hacha, Dumbo, Bizcocho y lapequeña Tacita. Dios, ¿he vuelto ahacerlo? ¿He vuelto a huir cuandodebería haberme quedado? ¿Hedado media vuelta cuando deberíahaber luchado?

El siguiente estallido es el peor;lo tengo justo sobre mi cabeza. Metapo la cabeza con los dos brazosmientras me llueven encima trozos

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de hormigón del tamaño de puños.Las contusiones por las bombas, elmedicamento que todavía me correpor las venas, la pérdida de sangre,la oscuridad... Todo conspira parainmovilizarme. Oigo a alguiengritar a lo lejos... hasta que me doycuenta de que soy yo.

«Tienes que levantarte. Tienesque levantarte. Tienes que cumplirla promesa que le hiciste aSissy...».

No, a Sissy, no. Sissy estámuerta. La abandonaste, apestoso

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saco de vómitos regurgitados.Mierda, eso duele. El dolor de

las heridas que sangran y el dolorde la vieja herida que no se cura.

Sissy, conmigo, en la oscuridad.Veo que intenta llegar a mí en la

oscuridad.«Estoy aquí, Sissy, dame la

mano».Intento llegar a ella en la

oscuridad.

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Sissy se retira y vuelvo a estar solo.Cuando llega el momento de

dejar de huir de tu pasado, elmomento de dar media vuelta yenfrentarte a lo que creías que noeras capaz de enfrentarte (elmomento en que tu vida vacila entrerendirse y levantarse), cuando llegaese momento, y siempre llega, si nopuedes levantarte y tampoco puedesrendirte, esto es lo que haces: te

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arrastras.Me deslizo boca abajo por el

suelo y llego al cruce del pasilloprincipal que recorre el complejo atodo lo largo. Necesito descansar.Dos minutos, nada más. Seencienden las luces de emergencia:ya sé dónde estoy. A la izquierda,la chimenea de ventilación; a laderecha, el centro de mando y elbúnker.

Tictac. Mi pausa de dos minutosha acabado. Me pongo de pieayudándome de la pared: estoy a

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punto de desmayarme de dolor.Aunque consiga atrapar a Frijol sinque me atrapen a mí, ¿cómo voy asalir de aquí en estas condiciones?

Además, sinceramente, dudoque queden autobuses. O que quedeCampo Asilo, ya puestos. Una vezque lo encuentre (si lo encuentro),¿dónde leches vamos a ir?

Arrastro los pies por el pasilloprocurando mantener una mano enla pared para no caerme. Másadelante oigo a alguien que grita alos niños en el búnker, pidiéndoles

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que se tranquilicen y se quedensentados, diciéndoles que no pasanada y que están completamente asalvo.

Tictac. Justo antes de la últimaesquina, miro a la izquierda y veoalgo hecho un ovillo contra lapared: un cuerpo humano.

Un cadáver.Todavía no está frío y lleva un

uniforme de teniente. Una bala degran calibre disparada aquemarropa lo ha dejado sin lamitad de la cara.

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No es un recluta, es uno deellos. ¿Es que alguien más haaveriguado la verdad? Puede.

O quizás un recluta acelerado yde gatillo fácil lo ha confundido conun infestado y se lo ha cargado.

«Se acabó lo de esperar lomejor, Parish».

Saco el arma de la pistolera delhombre muerto y me la meto en elbolsillo de la bata blanca. Despuésme cubro la cara con la mascarillaquirúrgica.

«¡Doctor Zombi, preséntese de

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inmediato en el búnker!».Y ahí está, justo delante. Unos

cuantos metros más y llego.«Lo he conseguido, Frijol, estoy

aquí. Solo espero que tú tambiénestés».

Y es como si me hubieseescuchado, porque ahí está,caminando hacía mí con un (cuestacreerlo) osito de peluche en lamano.

Pero no está solo, hay alguiencon él: un recluta de la edad deDumbo con un uniforme que le

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queda grande, la gorra bien caladay la visera justo sobre los ojos,armado con un M16 que lleva unaespecie de tubo metálico unido alcañón.

No hay tiempo para pensarlomás: fingir con este me tomaríademasiado tiempo y dependeríademasiado de la suerte, y la suerteya no pinta nada aquí. Loimportante es ser duro.

Porque esta es la última guerra,y solo sobrevivirán los duros.

Por el paso que me salté del

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plan. Por Kistner.Meto la mano en el bolsillo de

la bata, me acerco más. Todavía no,todavía no. La herida me palpita enel costado. Tengo que derribarlocon el primer disparo.

Sí, es un niño.Sí, es inocente.Y sí, está muerto.

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Desearía beber del dulce olor deSammy para siempre, pero nopuedo. Este sitio está repleto desoldados armados, algunos de ellosSilenciadores... Bueno, en cualquiercaso, no se trata depreadolescentes, así que debosuponer que son Silenciadores.Conduzco a Sammy a una pared,dejando así a un grupo de críosentre nosotros y el guardia más

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cercano. Me agacho todo lo quepuedo y susurro:

—¿Estás bien?—Sabía que vendrías, Cassie

—responde, asintiendo con lacabeza.

—Lo prometí, ¿no?Lleva un medallón con forma de

corazón colgado del cuello. ¿Dedónde ha salido eso? Lo toco, y élse aparta un poco.

—¿Por qué vas vestida así? —me pregunta.

—Te lo explicaré después.

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—Ahora eres un soldado, ¿no?¿En qué pelotón estás?

¿Pelotón?—En ninguno —respondo—.

Soy mi propio pelotón.—No puedes ser tu propio

pelotón, Cassie —dice, frunciendoel ceño.

No es el momento de ponerse adiscutir sobre esta ridiculez delpelotón. Examino la sala.

—Sam, vamos a salir de aquí.—Lo sé, el comandante Bob

dice que vamos a subir a un gran

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avión —contesta.Entonces señala con la cabeza

al comandante Bob y empieza asaludarlo con la mano.

Se la bajo rápidamente.—¿En un gran avión? ¿Cuándo?—Pronto —responde,

encogiéndose de hombros. Harecogido a Oso del suelo y lo estáexaminando, manoseándolo—. Lehan arrancado la oreja —comentaen tono acusador, como si hubiesedesatendido mis obligaciones.

—¿Esta noche? —le pregunto

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—. Sam, es importante. ¿Os vaisesta noche?

—Es lo que ha dicho elcomandante Bob. Dijo que estánevaculando a todos los sujetos noesenciales.

—¿Evaculando? Ah, vale, queestán evacuando a los niños.

Le doy vueltas y más vueltas ala cabeza tratando de analizar lasituación. ¿Será esa la solución?¿Entrar a bordo con los demás ytratar de huir cuando aterricemos,dondequiera que lo hagamos? Dios,

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¿por qué tiré el mono blanco? Pero,aunque lo hubiese guardado ypudiera meterme en el avión, ese noera el plan.

«Habrá cápsulas de escape enalgún punto de la base, seguramentecerca del centro de mando o delalojamiento de Vosch. Básicamente,son cohetes unipersonalespreprogramados para dejarte asalvo en algún lugar alejado de labase. No me preguntes dónde. Sinembargo, las cápsulas son tu mejoropción. No utilizan tecnología

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humana, pero puedo explicartecómo manejarlas. Eso si encuentrasuna, si los dos cabéis dentro y sivives lo suficiente como paraencontrar una en la que quepáis».

Son muchos «si». A lo mejordebería pegarle una paliza a un críode mi tamaño para quitarle el mono.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí,Cassie? —pregunta Sam.

Creo que sospecha que lo heestado evitando, sobre todo porquehe permitido que el oso perdiera laoreja.

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—Más de lo que me gustaría —mascullo, y eso me ayuda adecidirme: no vamos a quedarnosaquí ni un minuto más de lonecesario y no vamos a subir a unvuelo solo de ida a Campo Asilo II.No pienso cambiar un campo deexterminio por otro.

Está jugando con la orejadesgarrada de Oso, aunque esa noes su primera herida, ni de lejos.He perdido la cuenta de las vecesque mamá tuvo que remendarlo:tiene más puntos que Frankenstein.

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Me inclino para llamar la atenciónde Sammy, y entonces me mira ypregunta:

—¿Dónde está papi?Muevo la boca, pero no me sale

la voz. Ni siquiera había pensadoen que tendría que contárselo, ni encómo hacerlo.

—¿Papá? Bueno, está...«No, Cassie, no lo

compliques». No quiero que sederrumbe justo cuando nospreparamos para huir. Decido dejarvivir a papá un poco más.

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—Nos está esperando en elCampo Pozo de Ceniza.

—¿Papá no está aquí? —pregunta, y empieza a temblarle ellabio inferior.

—Papá está ocupado —respondo con la esperanza decallarlo, aunque me siento comouna mierda—. Por eso me haenviado a mí, para sacarte de aquí.Y eso es lo que estoy haciendoahora mismo: sacarte de aquí.

—Pero ¿qué pasa con el avión?—pregunta cuando lo pongo de pie.

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— H a b í a overbooking —respondo, y él me mira con cara dedesconcierto—. Vámonos.

Lo cojo de la mano y voy haciael túnel con mi espalda de soldadobien recta y la cabeza alta, porqueir de puntillas hasta la salida máscercana, como si fuésemos Shaggy yScooby, seguro que llama laatención. Incluso ladro órdenes aalgunos niños por el camino. Sialguien intenta detenernos, nodispararé: explicaré que el niñoestá enfermo y que me lo llevo al

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médico antes de que se vomiteencima y ponga pringados a losdemás. Si no se tragan mi historia,entonces dispararé.

Y entonces salimos al túnel y,aunque parezca increíble, hay unmédico que se dirige hacia anosotros, con la cara medio tapadacon una mascarilla quirúrgica. Abremucho los ojos al vernos: ¡a laporra mi tapadera! Eso significaque, si nos detiene, tendré quematarlo. Al acercarnos, veo que selleva la mano al bolsillo de la bata,

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y una alarma me suena dentro de lacabeza, la misma que se disparó enla tienda, detrás de losrefrigeradores de la cerveza, antesde vaciar un cargador entero contraun soldado que llevaba un crucifijo.

Tengo la mitad de mediosegundo para decidirlo.

Es la primera norma de laúltima guerra: no confíes en nadie.

Apunto con el silenciador a supecho justo cuando saca la manodel bolsillo.

La mano con una pistola.

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Pero yo llevo en la mía un fusilde asalto M16.

¿Cuánto es la mitad de la mitadde un segundo?

Lo bastante para que un niñoque no conoce la primera norma secoloque entre la pistola y el fusil.

—¡Sammy! —grito, frenando eldisparo.

Mi hermano pequeño se pone depuntillas, tira de la máscara delmédico y se la quita.

No me habría gustado nadaverme la cara cuando la mascarilla

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dejó al descubierto el rostro que seocultaba detrás. Más delgado de loque recuerdo. Más pálido. Con losojos hundidos en las cuencas, unpoco vidriosos, como si estuvieseenfermo o herido, pero loreconozco, sé de quién es la caraque se escondía tras la máscara. Elproblema es que no consigoprocesarlo.

Aquí, en este lugar, mil añosdespués y a millones de kilómetrosde los pasillos del instituto GeorgeBarnard. Aquí, en las entrañas de la

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bestia, en el fondo del mundo,mirándome.

Benjamin Thomas Parish.Y Casiopea Marie Sullivan, que

vive una experiencia extracorpóreacompleta, que se ve viéndolo a él.La última vez que lo tuvo delantefue en el gimnasio del instituto,después de que se apagaran lasluces, y solo le vio la nuca. A partirde entonces, solo lo ha visto en sucabeza, cuya parte racional eraconsciente de que Ben Parish estabamuerto, como todos los demás.

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—¡Zombi! —grita Sammy—.Sabía que eras tú.

¿Zombi?—¿Adónde lo llevas? —me

pregunta Ben con voz grave.No la recordaba tan grave: ¿me

falla la memoria o la falsea paraparecer mayor?

—Zombi, esta es Cassie —loreprende Sam—. Ya sabes, Cassie.

—¿Cassie? —pregunta, como sijamás hubiera oído ese nombre.

—¿Zombi? —replico, porque laverdad es que jamás había oído ese

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nombre.Me quito la gorra, esperando

que eso lo ayude a reconocerme,pero me arrepiento de inmediato.Soy consciente del aspecto quedebe de tener mi pelo.

—Íbamos al mismo instituto —digo mientras me paso a toda prisalos dedos por los rizos cortados—.Me sentaba delante de ti en químicaavanzada.

Ben sacude la cabeza como siestuviera quitándose las telarañasdel cerebro.

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—Te dije que vendría —interviene Sammy.

—Calla, Sam —lo regaño.—¿Sam? —pregunta Ben.—Ahora me llamo Frijol,

Cassie —me informa mi hermano.—Claro que sí —le digo, y me

vuelvo hacia Ben—. ¿Conoces a mihermano?

Ben asiente con cautela.Todavía no acabo de

comprender su actitud: no es queesperase que me recibiera con unabrazo o que me recordara de la

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clase de química, pero hay tensiónen su voz y sigue con la pistola enla mano, junto al costado.

—¿Por qué vas vestido demédico? —pregunta Sammy.

Ben, de médico; yo, de soldado.Como dos niños jugando adisfrazarse. Un médico falso y unsoldado falso intentando decidir sile volaban la tapa de los sesos alotro.

Esos primeros segundos entreBen Parish y yo fueron muy raros.

—He venido a sacarte de aquí

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—le dice Ben a Sam, sin quitarmela vista de encima.

Sam me mira, ¿no era yo la quehabía ido a recogerlo? Está muydesconcertado.

—No te vas a llevar a mihermano a ninguna parte —le digo aBen.

—Es todo una mentira —sueltaBen—. Vosch es uno de ellos: nosestán utilizando para acabar con lossupervivientes, para matarnos entrenosotros...

—Ya lo sé —lo corto—.

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¿Cómo lo sabes tú y qué tiene esoque ver con llevarse a Sam?

Mi reacción a su bombazo lodeja perplejo. Entonces lo entiendo:cree que me han adoctrinado, comoa todos los demás del campo.Resulta tan ridículo que me echo areír. Mientras me río como unaidiota, entiendo otra cosa: a éltampoco le han lavado el cerebro.

Lo que significa que puedoconfiar en él.

A no ser que esté jugandoconmigo, que me haya dicho todo

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eso para que baje la guardia (y elarma) y pueda así librarse de mí yllevarse a Sam.

Lo que significa que no puedoconfiar en él.

Tampoco puedo leerle la mente,pero, cuando me echo a reír, debede estar pensando algo parecido alo que pienso yo: «¿Por qué se ríeesta loca del pelo aplastado?¿Porque he dicho algo obvio oporque cree que mi historia es unamierda?».

—Ya lo tengo —dice Sammy

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para negociar la paz—. ¡Podemos irtodos juntos!

—¿Sabes cómo salir de aquí?—le pregunto a Ben.

Sammy es más crédulo que yo,pero merece la pena explorar laidea. Encontrar las cápsulas deescape, si es que existen, siempreha sido el punto más débil de miplan de huida.

—Sí, ¿y tú?—Conozco una ruta de escape,

pero no la ruta para llegar a la ruta.—¿La ruta a la ruta? Vale —

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dice, sonriendo. Tiene un aspectohorroroso, pero la sonrisa no le hacambiado ni un ápice: ilumina eltúnel como una bombilla de milvatios—. Yo conozco la ruta y laruta a la ruta. —Se mete la pistolaen el bolsillo y me ofrece la manovacía—. Vamos juntos.

Lo que me fastidia es no sabersi habría aceptado esa mano sihubiera pertenecido a otra personaque no fuera Ben Parish.

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Sammy descubre la sangre antesque yo.

—No es nada —gruñe Ben.No es lo que me parece por su

expresión: a juzgar por ella, esmucho más que nada.

—Es una historia muy larga,Frijol —dice Ben—; ya te lacontaré después.

—¿Adónde vamos? —pregunto.Tampoco es que nos dirijamos

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adonde sea muy deprisa. Benavanza por el laberinto de pasillosarrastrando los pies como un zombide verdad. La cara que recuerdosigue ahí, pero se ha desteñido...Bueno, puede que la palabra no seadesteñirse, sino más bienconcretarse en una versión másflaca, angulosa y dura de su antiguorostro. Como si alguien hubieseextirpado las partes que no fueranabsolutamente necesarias paraconservar la esencia de Ben.

—¿En general? Lejos de aquí.

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Después del siguiente túnel, a laderecha. Conduce a una chimeneade ventilación que podemos...

—¡Espera! —exclamo, y losujeto por el brazo. Con la sorpresade volver a verlo, se me habíaolvidado por completo—. Eldispositivo de rastreo de Sammy.

—Se me había olvidado porcompleto —dice él al cabo de unsegundo, tras reírse con pesar.

—¿El qué? —pregunta Sammy.Hinco una rodilla en el suelo y

le cojo una mano. Estamos a varios

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pasillos de distancia del búnker,pero la voz del comandante Bobsigue oyéndose a través delmegáfono, resonando en las paredesde los túneles.

—Sams, tenemos que hacer unacosa, una cosa muy importante. Lagente de aquí no es lo que dice ser.

—¿Quiénes son? —susurra.—Mala gente, Sam, una gente

muy mala.—Infestados —interviene Ben

—. La doctora Pam, los soldados,el comandante... Incluso el

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comandante. Todos son infestados.Nos engañaron, Frijol.

—¿El comandante también? —pregunta Sammy, con los ojos comoplatos.

—El comandante también —responde Ben—. Así que vamos asalir de aquí y vamos a reunirnoscon Hacha —añade, y me pillamirándolo, así que explica—: Lachica no se llama así de verdad.

—No me digas —respondo,sacudiendo la cabeza.

Zombi, Frijol, Hacha. Será una

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cosa del ejército.—Sam, nos mintieron sobre

muchas cosas, sobre casi todo —ledigo a mi hermano, y le suelto lamano para recorrerle la nuca con lapunta de los dedos hasta queencuentro el bultito debajo de lapiel—. Esta es una de sus mentiras,esta cosa que te pusieron. Lautilizan para rastrearte, perotambién la pueden usar para hacertedaño.

—Así que tenemos quesacártela, Frijol —le explica Ben

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mientras se agacha a mi lado.Sam asiente, pero el labio

inferior empieza a temblarle y se lellenan los ojos de lágrimas.

—Va... Vale...—Pero tienes que quedarte muy

callado y muy quieto —le advierto—. No puedes gritar, ni llorar, nimoverte. ¿Crees que serás capaz?

Él asiente otra vez con lacabeza, y una lágrima se le escapa yme cae en el antebrazo. Me levanto,y Ben y yo nos apartamos un pocopara tener una breve reunión

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preoperatoria.—Tenemos que utilizar esto —

le digo, y le enseño el cuchillo decombate de veinticinco centímetros,procurando que Sammy no lo vea.

—Si tú lo dices —respondeSam con los ojos muy abiertos—.Aunque yo pensaba utilizar esto —añade, y se saca un bisturí delbolsillo de la bata blanca.

—Puede que el tuyo sea mejor.—¿Quieres hacerlo tú?—Debería, es mi hermano —

respondo, pero la idea de cortar el

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cuello de Sammy me da repelús.—Puedo hacerlo yo —se ofrece

Ben—. Tú lo sujetas, y yo corto.—Entonces, ¿no es un disfraz?

¿Te has sacado el título de doctoren medicina en la Universidad E.T.?

—Tú procura mantenerlo lomás quieto posible para que no lerebane nada importante —dice,esbozando una sonrisa forzada.

Los dos nos volvemos haciaSam, que está sentado con laespalda pegada a la pared y se

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aprieta a Oso contra el pechomientras nos observa con temor,primero al uno y después al otro.

—Si le haces daño, Parish, teclavo este cuchillo en el corazón —susurro a Ben.

—Nunca le haría daño —responde, mirándome con cara desorpresa.

Me pongo a Sam en el regazo ylo tumbo boca abajo sobre mispiernas, con la barbilla colgándoledel borde de mi muslo. Ben searrodilla. Miro la mano que

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sostiene el bisturí. Está temblando.—Estoy bien —susurra Ben—.

De verdad, estoy bien. Que no semueva.

—¡Cassie...! —gime Sammy.—Chist, chist. Quédate muy

quieto, lo hará deprisa —le digo—.Hazlo deprisa —le pido a Ben.

Sostengo la cabeza de Sam conambas manos. Cuando se acerca lamano de Ben con el bisturí, Bentiene un pulso de hierro.

—Oye, Frijol, ¿te parece bien site quito primero el medallón? —

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pregunta Ben.Sammy asiente, así que Ben

abre el cierre. El metal le tintineaen la mano al sacarlo.

—¿Es tuyo? —le pregunto aBen, sorprendida.

—De mi hermana.Ben se mete la cadena en el

bolsillo y, por la forma en que lodice, sé que está muerta.

Aparto la vista. Hace treintaminutos le he reventado la cara a untío, y ahora no soy capaz de mirarmientras alguien hace un corte

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diminuto. Sammy se sacude cuandola hoja le rasga la piel. Me muerdela pierna para no gritar. Me muerdecon fuerza, así que tengo queemplear toda mi fuerza de voluntadpara no moverme. Si me muevo,puede que Ben corte donde no debe.

—Deprisa —le pido con vozaguda y ahogada.

—¡Lo tengo! —dice Ben; eldispositivo se le ha quedadopegado en la punta delensangrentado dedo corazón.

—Líbrate de él.

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Ben se lo sacude de la mano ytapa la herida con una venda. Havenido preparado. Yo, en cambio,me he presentado con un cuchillo decombate de veinticinco centímetros.

—Vale, ya está, Sam —gimo—,ya puedes dejar de morderme.

—¡Me duele, Cassie!—Lo sé, lo sé —digo, y lo

levanto para darle un gran abrazo—. Y has sido muy valiente.

—Lo sé —responde él, muyserio.

Ben me ofrece una mano y me

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ayuda a ponerme en pie. Tiene losdedos pegajosos por culpa de lasangre de mi hermano. Se guarda elbisturí en el bolsillo y saca lapistola.

—Será mejor que nos vayamos—dice con calma, como sifuéramos a perder un autobús.

Volvemos al pasillo. Llevo aSammy pegado a mí. Al doblar laúltima esquina, Ben se para en secoy yo choco con su espalda. Losdisparos de una docena de armassemiautomáticas rebotan en el túnel.

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—Llegas tarde, Ben —oigodecir a una voz que me resultafamiliar—. Te esperaba muchoantes.

Una voz muy grave, dura comoel acero.

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Pierdo a Sammy por segunda vez.Se lo lleva un soldado Silenciador,supongo que de vuelta al búnker,para evacuarlo con los otros niños.Otro Silenciador nos acompaña aBen y a mí a la sala de ejecuciones.La sala con el espejo y el botón. Lasala en la que cablean yelectrocutan a los inocentes. La salade la sangre y las mentiras. Pareceapropiado.

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—¿Sabéis por qué ganaremosesta guerra? —nos pregunta Voschdespués de encerrarnos dentro—.¿Sabéis por qué no podemosperder? Porque sabemos cómopensáis. Llevamos seis mil añosobservándoos. Cuando se alzaronlas pirámides en el desiertoegipcio, os observábamos. CuandoCésar quemó la biblioteca deAlejandría, os observábamos.Cuando crucificasteis a aquelcampesino judío del siglo I, osobservábamos. Cuando Colón pisó

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el Nuevo Mundo, cuando luchasteispor liberar a millones de sereshumanos de la esclavitud, cuandoaprendisteis a dividir el átomo,cuando os aventurasteis por primeravez más allá de la atmósfera... ¿Quéhacíamos nosotros?

Ben no lo mira, ninguno de losdos lo miramos. Estamos sentadosfrente al espejo, contemplandofijamente nuestros reflejos en elcristal roto.

La habitación del otro lado estáa oscuras.

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—Nos observabais —digo.Vosch está sentado frente al

monitor, a unos treinta centímetrosde mí. Al otro lado, Ben, y, detrásde nosotros, un Silenciador muyfornido.

—Estábamos aprendiendovuestro modo de pensar. Ese es elsecreto para la victoria, como elsargento Parish bien sabe:comprender cómo piensa elenemigo. La llegada de la navenodriza no fue el principio, sino elprincipio del fin. Y aquí estáis, en

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asientos de primera fila para ver eldesenlace, un anticipo del futuro.¿Os gustaría ver el futuro? ¿Vuestrofuturo? ¿Os gustaría ver el poso quequeda al apurar la taza humana?

Vosch pulsa un botón delteclado, y las luces de la habitacióndel otro lado del espejo seencienden.

Hay un sillón; al lado, unSilenciador; y amarrado al sillónestá mi hermano Sammy, con unosgruesos cables conectados a lacabeza.

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—Este es el futuro —susurraVosch—. El animal humano atado ysu muerte al alcance de nuestramano. Y cuando acabéis el trabajoque os hemos asignado, pulsaremosel botón para ejecutaros ypondremos fin a vuestra deplorableadministración del planeta Tierra.

—¡No hace falta que lo hagas!—grito, y el Silenciador que tengodetrás me pone una mano en elhombro y aprieta con fuerza, perono lo bastante para que no salte delasiento—. Solo tenéis que

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implantarnos y descargarnos en ElPaís de las Maravillas. Eso os dirátodo lo que queráis saber, ¿no? Nohace falta que lo mates...

—Cassie —dice Ben en vozbaja—, lo va a matar de todosmodos.

—No deberías prestarleatención, jovencita —dice Vosch—. Es débil, siempre ha sido débil.Tú has demostrado más agallas ydecisión en unas horas que él entoda su lamentable existencia.

Vosch hace un gesto al

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Silenciador, que me empuja denuevo hacia el sillón.

—Voy a «descargaros» —medice después— y voy a matar alsargento Parish; pero puedes salvaral niño si me dices quién te haayudado a infiltrarte en la base.

—¿No lo sabrás aldescargarme? —pregunto, mientraspienso: «¡Evan está vivo!».Después pienso: «No, a lo mejorno». Podría haber muerto con lasbombas, vaporizado como todo loque había en la superficie. Quizá

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Vosch, como yo, no sabe si Evanestá vivo o muerto.

—Porque te ha ayudado alguien—sigue diciendo Vosch sin hacercaso de mi pregunta—. Y sospechoque ese alguien no es como el señorParish, aquí presente. La persona opersonas que te han ayudado sonmás como... Bueno, como yo.Alguien que sabría cómo vencer elprograma de El País de lasMaravillas ocultando los recuerdosreales, el mismo método quenosotros llevamos siglos

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empleando para ocultarnos devosotros.

Sacudo la cabeza: no tengo niidea de lo que me está hablando.¿Recuerdos reales?

—Los pájaros son lo máshabitual —dice Vosch mientrasacaricia con aire distraído el botónque reza «EJECUTAR»—. Búhos.Durante la fase inicial, cuando nosintroducíamos en vuestro interior, amenudo utilizábamos el recuerdofalso de un búho para que la futuramadre no supiera nada.

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—Odio los pájaros —susurro.—La fauna indígena más útil

del planeta —comenta Vosch,sonriendo—. Diversa. En su mayorparte considerada benigna. Tanomnipresente que resulta casiinvisible. ¿Sabías que desciendende los dinosaurios? Es una ironíamuy satisfactoria. Los dinosaurioshicieron sitio a los humanos, yahora, con la ayuda de susdescendientes, vosotros nos haréissitio a nosotros.

—¡No me ha ayudado nadie! —

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chillo para interrumpir su discurso—. ¡Lo he hecho yo sola!

—¿En serio? Entonces ¿cómoes posible que justo cuando túmatabas a la doctora Pam en elHangar Uno, disparasen a dos denuestros centinelas, destripasen aotro y arrojaran a un cuarto desdesu puesto de vigilancia en la torrede vigilancia sur?

—Yo no sé nada de eso: yosolo he venido a por mi hermano.

—En realidad no hay esperanza,¿lo sabes, verdad? —dice, y su

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rostro se oscurece—. Todasvuestras ensoñaciones y fantasíasinfantiles sobre vencernos... soninútiles.

Abro la boca y las palabras mesalen solas, sin más.

—Que te den por culo.Y él pulsa con fuerza el botón,

como si lo odiara, como si el botóntuviera cara, una cara humana, lacara de la cucaracha consciente, ysu dedo fuese la bota que la aplasta.

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No sé qué hice primero... Creo quegrité. Sé que también me zafé de lasmanos del Silenciador y meabalancé sobre Vosch con laintención de arrancarle los ojos. Sinembargo, no recuerdo qué fue antes:si el grito o abalanzarme. Ben merodeó con los brazos pararetenerme; sé que eso fue despuésdel grito y de lo otro. Me abrazó ytiró de mí, porque estaba

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concentrada en Vosch y en mi odio.Ni siquiera miré a mi hermano através del espejo, pero Ben habíaestado pendiente del monitor y viola palabra que apareció en lapantalla cuando Vosch pulsó elbotón de ejecutar:

«UY».Me vuelvo rápidamente hacia el

espejo y compruebo que Sammysigue vivo; llorando a mares, perovivo. A mi lado, Vosch se levantatan deprisa que la silla vuela por lahabitación y se estrella contra la

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pared.—Se ha colado en el ordenador

central y ha sobrescrito el programa—le ruge al Silenciador—.Después cortará la electricidad.Vigílalos —le grita al hombre quehay detrás de Sammy—. ¡Protegeesa puerta! Que nadie se mueva deaquí hasta que vuelva.

Sale dando un portazo. Oímosel clic del cierre. No hay salida. Osí que la hay: la que utilicé laprimera vez que me quedé atrapadaen esta habitación. Miro hacia la

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rejilla. «Olvídalo, Cassie, sois Beny tú contra dos Silenciadores, y Benestá herido. Ni se te ocurra».

No, somos Ben, Evan y yocontra los Silenciadores. Evan estávivo. Y si Evan está vivo, todavíano hemos llegado al final, no hemosapurado la taza humana. La bota noha aplastado la cucaracha. Todavía.

Y entonces la veo aparecerentre las lamas de la rejilla y caeral suelo: es el cuerpo de unacucaracha de verdad, reciénaplastada. La observo precipitarse

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a cámara lenta, tan despacio quepercibo incluso cómo rebotaligeramente al darse contra el suelo.

«¿Quieres compararte con uninsecto, Cassie?».

Vuelvo a mirar rápidamente larejilla, y allí parpadea una sombra,como el revoloteo de las alas deuna efímera.

Y susurro a Ben Parish:—El que está con Sammy... es

mío.Sorprendido, Ben me susurra:—¿Qué?

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Clavo el codo en el estómagode nuestro Silenciador, y él, queestaba desprevenido, retrocedetambaleándose hasta quedar debajode la rejilla, agitando los brazospara conservar el equilibrio.Entonces, la bala de Evan atraviesasu cerebro, que es muy humano, y lomata al instante. Le quito el armaantes de que el Silenciador sin vidacaiga al suelo, y tengo unaoportunidad, un solo disparo através del agujero que abrí antes. Sifallo, Sammy está muerto; de hecho,

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su Silenciador ya se está volviendohacia él cuando yo me vuelvo haciael Silenciador.

Sin embargo, he tenido uninstructor excelente, uno de losmejores tiradores del mundo,incluso cuando el mundo tenía sietemil millones de personas.

No se parece demasiado adisparar a una lata en un poste.

En realidad, es mucho mássencillo: su cabeza está más cerca yes mucho más grande.

Sammy ya está a medio camino

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cuando el tío cae al suelo. Tiro demi hermano para ayudarlo a pasarpor el agujero. Ben nos mira, miraal Silenciador muerto, al otroSilenciador muerto, mira el armaque tengo en la mano. No sabe bienqué mirar. Yo miro la rejilla.

—¡Despejado! —le digo aEvan.

Él golpea una vez en el lateralde la rejilla. Al principio no loentiendo, pero después me río.

«Vamos a establecer un códigopara cuando quieras acercarte en

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plan sigiloso pervertido. Si llamasuna vez a la puerta, significa quequieres entrar».

—Sí, Evan —digo, riéndomecon tantas ganas que empieza adolerme la cara—, puedes entrar.

Estoy a punto de mearme dealivio, porque estamos todos vivos,pero, sobre todo, porque él lo está.

Salta a la habitación y aterrizade puntillas, como un gato. Estoy ensus brazos en lo que tarda en decir«te quiero», cosa que hace mientrasme acaricia el pelo, susurra mi

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nombre y añade las palabras «miefímera».

—¿Cómo nos has encontrado?—le pregunto.

Está conmigo de un modo tanabsoluto, tan presente, que es comosi viera sus deliciosos ojos dechocolate por primera vez, como sisintiera sus fuertes brazos y sussuaves labios por primera vez.

—Ha sido fácil, alguien entróantes y me dejó un rastro de sangre.

—¿Cassie?Es Sammy, que está agarrado a

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Ben porque ahora mismo está másen la onda de Ben que en la deCassie. «¿Quién es ese tío que hasalido del techo y qué le estáhaciendo a mi hermana?».

—Este debe de ser Sammy —dice Evan.

—Lo es —respondo—. Ah, yeste es...

—Ben Parish —dice Ben.—¿Ben Parish? —repite Evan,

mirándome—. ¿Ese Ben Parish?—Ben —digo, con la cara roja.

Quiero reírme y esconderme debajo

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de la mesa, todo a la vez—. Este esEvan Walker.

—¿Es tu novio? —preguntaSammy.

No sé qué responder: Ben seencuentra completamente perdido,Evan está a punto de echarse a reíry Sammy tiene muchísimacuriosidad.

Es mi primer momentorealmente incómodo en la guaridaalienígena, y eso que no ha sido uncamino de rosas.

—Es un amigo del instituto —

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mascullo.Y Evan me corrige, puesto que

está claro que he perdido la cabeza.—En realidad, Sam, Ben es el

amigo de Cassie del instituto.—Ella no es mi amiga —dice

Ben—. Quiero decir, bueno,supongo que la recuerdo un poco...—Entonces procesa las palabras deEvan—. ¿Cómo sabes quién soy?

—¡No lo sabe! —grito.—Cassie me habló de ti —

responde Evan, y le doy un codazoen las costillas, a lo que él

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responde con una cara que dice:«¿Qué pasa?».

—A lo mejor podemos dejarpara luego la charla sobre por quétodo el mundo conoce a todo elmundo —le suplico a Evan—.Ahora mismo, ¿no creéis que seríabuena idea largarse?

—Sí —dice Evan—, vamos.Estás herido —añade, mirando aBen.

—Se me han saltado un par depuntos —responde Ben,encogiéndose de hombros—. No es

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nada.Me guardo la pistola del

Silenciador en la pistolera vacía,me doy cuenta de que Ben necesitaun arma y me meto por el agujeropara buscársela. Cuando vuelvosiguen todos ahí de pie, y Ben yEvan se sonríen... de forma muysospechosa, en mi opinión.

—¿A qué estamos esperando?—pregunto en un tono un poco másduro de lo que pretendía. Llevo lasilla hasta el cadáver delSilenciador y me acerco a la rejilla

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—. Evan, tú deberías ir delante.—No vamos a salir por ahí —

responde mientras saca una llave detarjeta de la riñonera delSilenciador y la pasa por el cierrede la puerta. La luz se pone verde.

—¿Vamos a salir andando? ¿Sinmás?

—Sin más.Primero se asoma al pasillo,

nos hace un gesto para que losigamos y salimos de la sala deejecuciones. La puerta se cierra. Elpasillo está tan silencioso que pone

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los pelos de punta: no hay ni unalma.

—Ha dicho que ibas a cortar laelectricidad —susurro mientrassaco la pistola.

Evan sostiene un objetoplateado que parece un teléfono contapa.

—Lo voy a hacer. Ahoramismo.

Pulsa un botón, y el pasillo sesume en la oscuridad. No veo nada.Con la mano libre tiento el aire enbusca de Sammy, pero encuentro a

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Ben. Él me aprieta la mano confuerza antes de soltarla. Unosdeditos me tiran de la pernera, asíque los cojo en mi mano y me metouno en la trabilla para el cinturón.

—Ben, agárrate a mí —diceEvan en voz baja—. Cassie,agárrate a Ben. No estamos lejos.

Creía que avanzaríamos muydespacio en esta especie de conga aoscuras, pero vamos deprisa, casipisándonos los talones. Es probableque él sea capaz de ver en laoscuridad, otra característica felina.

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No tardamos en parar frente a unapuerta. Al menos, creo que es unapuerta. Es suave y no tiene latextura de las paredes de bloques.Alguien (será Evan) empuja la lisasuperficie, y de allí sale unabocanada de aire fresco y limpio.

—¿Escaleras? —susurro.Estoy completamente ciega y

desorientada, pero creo que podríanser las mismas escaleras por lasque bajé cuando llegué aquí.

—A medio camino encontraréisalgunos escombros —dice Evan—.

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Pero seguro que podéis meteros.Tened cuidado, quizás esté algoinestable. Cuando lleguéis arriba,id hacia el norte. ¿Sabéis por dóndeestá el norte?

—Sí —responde Ben—, o almenos sé cómo averiguarlo.

—¿Que quiere decir eso de«cuando lleguéis arriba»? —exijosaber—. ¿Es que no vienes connosotros?

Noto su mano en mi mejilla y sélo que significa, así que la apartode un manotazo.

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—Vienes con nosotros, Evan —le digo.

—Tengo que hacer una cosa.—Eso es —respondo,

buscándolo a tientas hasta queencuentro su mano y tiro de ella confuerza—: Tienes que venir connosotros.

—Te encontraré, Cassie.¿Acaso no te he encontradosiempre? Te...

—No, Evan, no sabes si seráscapaz de encontrarme.

—Cassie —insiste, y no me

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gusta cómo dice mi nombre: lo haceen voz demasiado baja, demasiadotriste, se parece demasiado a unavoz de despedida—. Me equivoquéal decirte que era las dos cosas yninguna. No puedo serlo; ahora losé. Tengo que elegir.

—Espera un momento —diceBen—. Cassie, ¿este tío es uno deellos?

—Es complicado —respondo—; ya lo hablaremos después. —Entonces sujeto la mano de Evanentre las mías y me la llevo al

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pecho—. No vuelvas aabandonarme.

—Me abandonaste tú,¿recuerdas?

Extiende los dedos sobre micorazón como si lo sostuviera,como si le perteneciera, eseterritorio por el que tanto haluchado y que se ha ganado en justabatalla.

Me rindo.¿Qué voy a hacer, apuntarle a la

cabeza con una pistola? «Hallegado hasta aquí —me digo—.

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Podrá con el resto del camino».—¿Qué hay al norte? —

pregunto mientras le aprieto losdedos.

—No lo sé, pero es el caminomás corto al lugar más alejado.

—¿Más alejado de dónde?—De aquí. Esperad al avión.

Cuando el avión despegue, corred.Ben, ¿crees que podrás correr?

—Creo que sí.—¿Deprisa?—Sí —responde, aunque no

parece demasiado seguro.

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—Esperad al avión —susurraEvan—. No lo olvidéis.

Me besa con rabia en los labiosy, de repente, la presencia de Evandesaparece de las escaleras. Notoel aliento de Ben en el cogote,cálido en comparación con el fríodel ambiente.

—No entiendo lo que estápasando aquí —dice—, pero ¿quiénes ese tío? Es un... ¿Qué es? ¿Dedónde ha salido? ¿Y adónde vaahora?

—No estoy segura, pero diría

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que ha encontrado el arsenal.«Alguien entró antes y me dejó

un rastro de sangre».«Dios mío, Evan, con razón no

me lo has dicho».—Va a volar este sitio en

pedazos.

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No es que subamos corriendo lasescaleras hacia la libertad. Casi nosarrastramos por ellas, nosaferramos los unos a los otros: yodelante, Ben detrás, Sammy enmedio. El espacio cerrado estárepleto de partículas de polvo, asíque no tardamos en empezar a tosery a resollar, en mi opinión lobastante alto como para que nosoigan todos los Silenciadores en

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cinco kilómetros a la redonda.Avanzo por la oscuridad con unamano extendida frente a mí einformo en voz baja sobre nuestroprogreso.

—¡Primer rellano!Cien años después, llegamos al

segundo. Estamos casi a mediocamino del final, pero aún no noshemos encontrado con losescombros sobre los que nos haadvertido Evan.

«Tengo que elegir».Ahora que se ha ido y ya es

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demasiado tarde, se me hanocurrido un buen puñado de razonespor las que no debería habernosabandonado. La mejor es esta:

«No te dará tiempo».El Ojo tarda... ¿Cuánto? Un

minuto o dos entre la activación y ladetonación. Apenas lo suficientepara llegar a las puertas delarsenal.

«Vale, quieres ponerte en plannoble y sacrificarte para salvarnos,pero entonces no me digas cosascomo “te encontraré”; eso implica

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que seguirás vivo para encontrarmedespués de desatar la bola de fuegoverde del infierno».

A no ser que... Puede que losOjos puedan activarse a distancia.A lo mejor la cosa plateada quelleva consigo...

«No. Si eso fuera unaposibilidad, habría salido connosotros y las habría hecho estallara una distancia segura».

Maldita sea, cada vez que creoque empiezo a entender a EvanWalker, se me escapa. Es como si

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yo fuera ciega de nacimiento eintentara imaginarme un arcoíris. Sipasa lo que creo que va a pasar,¿sentiré su muerte como él sintió lade Lauren, como un puñetazo en elcorazón?

Cuando estamos a mediocamino del tercer rellano, megolpeo la cabeza contra algo depiedra. Me vuelvo hacia Ben y lesusurro:

—Voy a ver si puedo trepar porencima: puede que haya sitio parameterse por arriba.

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Le paso mi fusil y me agarrobien con las dos manos. No hehecho demasiada escalada (vale, miexperiencia es nula), pero no puedeser tan difícil, ¿no?

Cuando estoy más o menos a unmetro del suelo, una roca sedesprende bajo mi pie, caigo desdearriba y me doy un buen golpe en labarbilla.

—Lo intentaré yo —dice Ben.—No seas estúpido, estás

herido.—De todos modos, tendría que

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subir, Cassie.Tiene razón, claro. Abrazo a

Sammy mientras Ben escala elamasijo de hormigón y varillas deacero. Lo oigo gruñir cada vez quellega al siguiente asidero. Algomojado me cae en la nariz. Sangre.

—¿Estás bien? —le pregunto.—Ummm, define «bien».—Bien significa que no te estás

desangrando.—Estoy bien.«Es débil», dijo Vosch.

Recuerdo la forma en que Ben se

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paseaba por los pasillos delinstituto, meneando los anchoshombros, atravesando a la gente conel rayo mortífero de su sonrisa: erael amo del universo. Entoncesjamás lo habría considerado débil.Pero el Ben Parish que conocía esmuy distinto del Ben Parish quetrepa por una pared irregular depiedras rotas y metal retorcido. Elnuevo Ben Parish tiene los ojos deun animal herido. No sé qué lehabrá pasado exactamente entreaquel día en el gimnasio y ahora,

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pero no cabe duda de que los Otroshan tenido éxito al cribar a losdébiles de los fuertes.

Los débiles han desaparecido.Ahí es donde falla el plan

maestro de Vosch: si no nos matas atodos a la vez, los que queden noserán los débiles.

Los que queden serán losfuertes, tal vez dañados, peroenteros, como las varillas de aceroque antes armaban este hormigón.

Inundaciones, incendios,terremotos, enfermedades, hambre,

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traición, aislamiento, asesinato.Lo que no te mata, te hace más

fuerte. Más duro. Más sabio.«Estás convirtiendo rejas de

arado en espadas, Vosch. Nos estásrehaciendo».

«Nosotros somos la arcilla, y túeres Miguel Ángel».

«Y nosotros seremos tu obra dearte».

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—¿Y bien? —pregunto al cabo devarios minutos, viendo que Ben nobaja, ni poco a poco ni de golpe.

—Creo... que hay... el sitio...justo —dice, con un hilo de voz—.Se alarga bastante, pero veo luz alfinal.

—¿Luz?—Luz brillante, como de focos.

Y...—¿Y? ¿Y qué?

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—Y este montón de hormigónno es demasiado estable; creo queempieza a desmoronarse bajo mispies.

Me agacho frente a Sammy, ledigo que se me suba encima y queme rodee el cuello con los brazos.

—Agárrate fuerte, Sam —lepido, y él me hace una llave deestrangulación—. Aaah —me quejocon un jadeo—, no tanto.

—No me sueltes, Cassie —mesusurra al oído cuando empiezo asubir.

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—No te soltaré, Sam.Aprieta la cara contra mi

espalda, absolutamente confiado enque no lo dejaré caer. Ha vividocuatro ataques alienígenas, hasufrido Dios sabe qué en la fábricade la muerte de Vosch, pero mihermano sigue confiando en que, dealgún modo, todo saldrá bien.

«En realidad no hay esperanza,¿lo sabes, verdad?», dijo Vosch. Heoído antes esas palabras, con otravoz, mi voz, en la tienda delbosque, bajo el coche de la

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autopista: «Imposible, inútil, sinsentido».

Creía lo mismo que dijo Vosch.En el búnker vi un mar infinito

de rostros alzados. De habermepreguntado, ¿les habría dicho queno había esperanza, que nada teníasentido? ¿O les habría dicho:«Subíos a mis hombros, no ossoltaré»?

Subir la mano, agarrarse,impulsarse, poner el pie, descansar.

Subir, agarrarse, impulsarse,pie, descansar.

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«Subíos a mis hombros, no ossoltaré».

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Ben me sujeta por las muñecascuando estoy cerca de la cima delos escombros, pero le digo entrejadeos que suba a Sammy primero.No me queda energía para eseúltimo paso, así que me quedo allícolgada, esperando a que Benvuelva a sujetarme. Tira de mí parameterme por el estrecho hueco, unarendija entre el techo y lo alto de lacolina. La oscuridad no es tan

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absoluta aquí arriba, y le veo eldemacrado rostro, cubierto depolvo de hormigón y arañazos queya han empezado a sangrarle.

—Todo recto —susurra—.Puede que a unos treinta metros.

No hay sitio para ponerse en pieni sentarse: estamos tumbados bocaabajo, casi nariz contra nariz.

—Cassie, no hay... nada. Todoel campo ha desaparecido.Simplemente ha... desaparecido.

Asiento con la cabeza; ya hevisto muy de cerca lo que pueden

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hacer los Ojos.—Tengo que descansar —le

digo entre resuellos y, por algúnmotivo, me preocupa la calidad demi aliento. ¿Cuándo fue la últimavez que me cepillé los dientes?—.Sams, ¿estás bien?

—Sí.—¿Y tú? —me pregunta Ben.—Define bien.—Es una definición muy

cambiante —responde—. Haniluminado la zona, ahí fuera.

—¿El avión?

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—Está ahí. Es grande, uno deesos enormes aviones de carga.

—Hay muchos niños.Nos arrastramos hacia la barra

de luz que se filtra a través de lagrieta, entre las ruinas y lasuperficie. Cuesta avanzar. Sammyempieza a gemir. Tiene las manosdesolladas y el cuerpo magulladopor culpa de la piedra. Nosmetemos por huecos tan angostosque nos rozamos la espalda contrael techo. En una ocasión me quedoatascada y Ben tarda varios minutos

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en sacarme. La luz hace retrocederla oscuridad, brilla con fuerza, contanta que veo cada una de laspartículas de polvo arremolinadascontra el telón negro.

—Tengo sed —gime Sammy.—Ya casi estamos —le aseguro

—. ¿No ves la luz?Por la abertura contemplo todo

el este de Death Valley (el mismopaisaje yermo del Campo Pozo deCeniza multiplicado por diez),iluminado por los focos que cuelgande los postes montados a toda prisa

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en las chimeneas que suministrabanaire al complejo de abajo.

Y, sobre nosotros, el cielonocturno salpicado de teledirigidos.Cientos de ellos flotan a trescientosmetros de altura, inmóviles,mientras sus vientres grises reflejanla luz de los focos. Y, justo debajo,en el suelo, a mi derecha, unenorme avión espera, perpendiculara nosotros. Cuando despegue,pasará a nuestro lado.

—¿Han cargado ya a los...? —empiezo, pero Ben me corta con un

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siseo.—Han arrancado los motores.—¿Por dónde está el norte?—A las dos en punto —dice, y

me lo señala.Se ha quedado pálido: su rostro

no tiene color. La boca le cuelga unpoco, como un perro jadeando.Cuando se inclina para mirar elavión, me doy cuenta de que tienemojada la pechera de la camisa.

—¿Puedes correr? —pregunto.—Tengo que hacerlo, así que sí.—Cuando salgamos a campo

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abierto, súbete otra vez encima demí, ¿vale? —le digo a Sam.

—Puedo correr, Cassie —protesta él—. Soy rápido.

—Lo llevaré yo —se ofreceBen.

—No seas ridículo —respondo.—No soy tan débil como

parezco —insiste, probablementepensando en Vosch.

—Claro que no, pero, si te caescon él, estamos todos muertos.

—Igual que si te pasa a ti.—Es mi hermano: lo llevaré yo.

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Además, estás herido y...Es lo único que logro decir. El

resto queda ahogado en el rugidodel enorme avión que se dirigehacia nosotros, acelerando.

—¡Ahora! —grita Ben, pero nolo oigo.

Tengo que leerle los labios.

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Nos agachamos en la abertura,apoyados en las puntas de los dedosde las manos y de los pies. El airefrío vibra en sintonía con elestruendo ensordecedor del granavión, que recorre el suelocompactado. Se pone a nuestronivel cuando la rueda delantera seeleva, y es entonces cuando estallala primera bomba.

Y yo pienso: «Estooo, un poco

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pronto, Evan».El suelo se levanta, y salimos

corriendo a toda prisa. Sammy merebota en la espalda mientras,detrás de nosotros, el hueco de lasescaleras parece derrumbarse ensilencio, porque el rugido del avióneclipsa cualquier otro sonido. Elrebufo de los motores me azota enel costado izquierdo y casi me hacecaer. Ben me coge a tiempo y meempuja hacia delante.

Después salgo volando. Latierra se hincha como un balón y

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retrocede, y el suelo se abre contanta fuerza que temo que se mehayan reventado los tímpanos. Porsuerte para Sam, aterrizo bocaabajo, aunque para mí no es tanafortunado, ya que el impacto medeja los pulmones vacíos, sin unmísero centímetro cúbico de aire.Noto que el peso de Samdesaparece y veo que Ben se loecha al hombro. Después melevanto, pero me quedo atrás ypienso: «¿Débil?, ¡y una mierda! ¡Yuna mierda!».

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Ante nosotros, el suelo parecealargarse hasta el infinito. Y detrás,se lo traga un agujero negro, y elagujero nos persigue al expandirse,devorándolo todo a su paso. Unresbalón y se nos tragará también anosotros, reducirá nuestros cuerposa fragmentos microscópicos.

Oigo un grito agudo por encimade nuestras cabezas, y veo que unteledirigido se estrella contra elsuelo a diez metros de nosotros. Elimpacto lo hace pedazos, loconvierte en una granada del

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tamaño de un Prius, y mil pedacitosde metralla afilados como cuchillasme destrozan la camisa caqui y seme clavan en la piel que tengo alaire.

La lluvia de teledirigidos sigueun ritmo. Primero, el grito debanshee. Después, la explosióncuando se estrellan contra el suelo,duro como una roca. Acontinuación, el estallido deescombros. Y nosotros esquivamoslas gotas mortales, moviéndonos enzigzag por el paisaje baldío

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mientras el hambriento agujeronegro lo consume y nos persigue.

También tengo otro problema:la rodilla. La vieja herida decuando me derribó un Silenciadorque se escondía en el bosque. Cadavez que piso suelo duro, un dolorpunzante me sube por la pierna y mehace trastabillar, obligándome areducir la marcha. Cada vez mequedo más atrás. Más que correr,tengo la sensación de caerme haciadelante, mientras alguien me golpeala rodilla con un mazo una y otra

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vez.Una cicatriz aparece en la

perfecta nada que tenemos delante.Viene hacia nosotros a toda prisa.

—¡Ben! —chillo, pero no meoye por culpa de los gritos, losestallidos y la ensordecedoraimplosión de doscientas toneladasde roca derrumbándose en el vacíocreado por los Ojos.

La sombra borrosa que se dirigea nosotros se solidifica en unaforma concreta, hasta que seconvierte en un Humvee repleto de

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torretas para ametralladoras.Qué cabrones más insistentes.Ben ya lo ha visto, pero no

tenemos elección: no podemosparar, no podemos dar mediavuelta. «Al menos, el agujerotambién se los tragará a ellos»,pienso.

Entonces, me caigo.No sé bien por qué; no recuerdo

la caída en sí. Estoy corriendo y, derepente, tengo la cara pegada alsuelo y pienso: «¿De dónde hasalido esta pared?».

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A lo mejor se me ha bloqueadola rodilla. A lo mejor he resbalado.El caso es que me he caído y notoque la tierra que tengo debajo chillay grita mientras el agujero ladesgarra, como una criaturadevorada viva por un depredadorhambriento.

Intento levantarme, pero elsuelo no colabora, se comba debajode mí y vuelvo a caer.

Ben y Sam están a variosmetros, todavía de pie, y allí veo elHumvee, que aparece delante de

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ellos en el último segundo,quemando neumáticos. Apenasfrena. La puerta se abre de golpe, yun crío escuchimizado alarga lamano hacia Ben.

Ben le lanza a Sammy. El críomete a mi hermano dentro y, acontinuación, da una buena palmadaal lateral del vehículo, comodiciendo: «¡Vamos, Parish,vamos!».

Y entonces, en vez de subirse alHumvee como una persona normal,Ben Parish da media vuelta y corre

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a por mí.Agito los brazos para que se

vaya: «No hay tiempo, no haytiempo, no hay tiempo, no haytiempo».

Noto el aliento de la bestia enlas piernas desnudas (cálido,polvoriento, piedra y tierrapulverizadas) y, entonces, el suelose abre entre Ben y yo, y el trozo detierra en el que estoy tirada sedesgaja y empieza a deslizarsehacia su boca sin luz.

Como consecuencia, yo también

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empiezo a deslizarme, alejándomede Ben, que, con mucho criterio, seha tirado al suelo boca abajo alborde de la fisura para evitarcabalgar conmigo hacia el agujeronegro. Las puntas de nuestros dedosse tocan, pero no puede sacarmetirando de mi meñique, así que, enel medio segundo que tiene paradecidirse, se decide, me suelta eldedo y aprovecha su únicaoportunidad para agarrarme por lamuñeca.

Le veo abrir la boca y echarse

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hacia atrás, tirando de mí, pero nooigo nada. No me suelta, se aferra ami muñeca con ambas manos y giracomo un lanzador de pesos paralanzarme hacia el Humvee. Creoque mis pies dejan de tocar elsuelo.

Otra mano me coge del brazo yme mete dentro. Acabo ahorcajadas sobre las piernas delchaval escuchimizado; sin embargo,ahora que lo tengo cerca, descubroque no es un chico, sino una chicade ojos oscuros con una reluciente

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melena lisa y negra. Detrás de ella,Ben salta con la intención dealcanzar la parte trasera delHumvee, pero no llego a ver si loconsigue: me estrello contra lapuerta cuando el conductor da unvolantazo a la izquierda para evitarun teledirigido que cae. Pisa elacelerador.

Aunque el agujero ya se hazampado todas las luces, hace unanoche despejada y no me cuestadistinguir el borde del pozo que nospersigue, la boca de la bestia

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abierta de par en par. El conductor,demasiado joven para tenerpermiso de conducir, hace girar elvolante a un lado y a otro paraevitar el torrente de teledirigidosque estallan a nuestro alrededor.Uno cae frente a nosotros, a pocadistancia, y no hay tiempo pararodearlo, así que nos metemos en laexplosión. El parabrisas sedesintegra y nos baña en cristales.

Las ruedas traseras patinan,rebotamos y saltamos hacia delante,a pocos centímetros del agujero. Ya

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no puedo seguir mirándolo, así quemiro hacia arriba.

Donde la nave nodriza navega,serena, por el cielo. Y, justodebajo, a lo lejos, junto alhorizonte, cae otro teledirigido.

«No, no es un teledirigido.Brilla», pienso.

Debe de ser una estrella fugaz;su ardiente estela es como uncordón de plata que la conecta a loscielos.

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Cuando amanece ya estamos akilómetros de distancia, ocultosbajo un paso elevado de laautopista, y el niño de orejasgrandes al que llaman Dumbo se haarrodillado al lado de Ben paraponerle una venda limpia en laherida del costado. Ya se haocupado de mí y de Sammy: nos hasacado metralla, nos ha limpiadolas heridas, nos ha dado puntos y

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las ha vendado.Me ha preguntado por lo que me

había pasado en la pierna. Le herespondido que me disparó untiburón. No reacciona. No parececonfundido ni le hace gracia, ninada. Como si el disparo de untiburón fuese algo perfectamentenatural después de la Llegada.Como cambiarte de nombre yponerte «Dumbo». Cuando le hepreguntado por su nombre real, meha dicho que era... Dumbo.

Ben es Zombi, Sammy es Frijol,

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Dumbo es Dumbo. Después estánBizcocho, un crío de rostro dulceque no habla, aunque tal vez puedehacerlo, no lo sé; Tacita, una niñano mucho mayor que Sams quequizá tenga un problema grave, locual me preocupa, porque se pasael día abrazada a un M16 con elcargador intacto.

Finalmente, la guapa de pelooscuro se llama Hacha y es más omenos de mi edad, y no solo tieneuna melena negra muy reluciente ymuy lisa, sino también la piel

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perfecta de una modelo retocadacon Photoshop, como las queaparecen en las portadas de lasrevistas de moda sonriéndote conarrogancia mientras haces cola enla caja del supermercado. Salvoque Hacha nunca sonríe, igual queBizcocho nunca habla. Así que hedecidido aferrarme a la posibilidadde que le falte algún diente.

Creo que hay algo entre Ben yella, algo en el sentido de queparecen íntimos.

Se han pasado un buen rato

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hablando cuando hemos llegadoaquí. No es que los haya estadoespiando, ni mucho menos, pero meencontraba lo bastante cerca paraoír las palabras «ajedrez»,«círculo» y «sonrisa».

Entonces he oído a Benpreguntar:

—¿De dónde has sacado elHumvee?

—Tuvimos suerte: trasladaronparte del equipo y de lossuministros a una zona de pruebas aunos dos klicks al oeste del campo.

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Supongo que para estar preparadospara el bombardeo. Estabaprotegido, pero Bizcocho y yo lesllevábamos ventaja.

—No deberías haber vuelto,Hacha.

—De no haberlo hecho, ahorano estaríamos hablando.

—No me refiero a eso. Cuandoviste que el campo estallaba,deberías haber vuelto a Dayton.Puede que seamos los únicos queconocen la verdad sobre la quintaola: esto es más importante que yo.

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—Tú volviste a por Frijol.—Eso es distinto.—Zombi, que tampoco eres tan

estúpido —dice, como si Ben fueseestúpido, pero solo un poquito—.¿Todavía no lo entiendes? Encuanto decidamos que una personaya no importa, ellos habrán ganado.

Tengo que estar de acuerdo conla señorita Poros Microscópicos.Mientras mi hermano se sienta enmi regazo para que le dé calor. Enel terreno elevado con vistas a laautopista abandonada. Bajo un cielo

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repleto de mil millones de estrellas.Me da igual lo que impliquen lasestrellas sobre lo pequeños quesomos. Cualquiera de nosotros, porpequeño, débil e insignificante quesea, importa.

Está a punto de amanecer, senota que llega el día. El mundocontiene el aliento porque no haynada que garantice que el solvuelva a salir. Que hubiera un ayerno significa que haya un mañana.

¿Qué dijo Evan?«Estamos aquí y después

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desaparecemos, y lo importante noes el tiempo que pasemos en estemundo, sino lo que hagamos con esetiempo».

Y yo susurro:—Efímera.El nombre con el que me

bautizó.Había estado dentro de mí,

Evan había estado dentro de mí y yodentro de él, juntos en un espacioinfinito, y no existía un lugar en elque yo acabara y él empezara.

Sammy se agita en mi regazo.

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Se había dormido, pero se acaba dedespertar.

—Cassie, ¿por qué lloras?—No lloro. Calla y vuelve a

dormir.—Estás llorando —insiste, y

me pasa los nudillos por la mejilla.Alguien se acerca. Es Ben. Me

limpio las lágrimas a toda prisa, yél se sienta a mi lado con muchocuidado, dejando escapar ungruñido de dolor. No nos miramos,contemplamos los movimientosespasmódicos de los teledirigidos

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que caen a lo lejos. Escuchamos elsilbido del viento solitario a travésde las ramas secas de los árboles.Sentimos el frío del suelo heladoque se filtra por las suelas denuestros zapatos.

—Quería darte las gracias —me dice.

—¿Por qué?—Me salvaste la vida.—Y tú me levantaste cuando caí

—respondo, encogiéndome dehombros—. Estamos en paz.

Tengo la cara cubierta de

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vendas, el pelo como un nido depájaro, voy vestida como uno de lossoldados de juguete de Sammy,pero Ben Parish se inclina sobre míy me besa de todos modos. Unbesito rápido, medio mejilla, medioboca.

—¿A qué viene eso? —pregunto con voz aguda, como laniña de antaño, la Cassie pecosaque yo era, la del pelo rizado y lasrodillas nudosas, una chicacorriente que compartía con él unautobús escolar amarillo corriente

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para pasar un día corriente.En todas mis fantasías sobre

nuestro primer beso (y he tenidounas seiscientas mil), nunca mehabía imaginado que sería así.Nuestro beso soñado requería luzde luna, o niebla, o luz de luna yniebla, una combinación muymisteriosa y romántica, al menos enel lugar adecuado. Niebla a la luzde la luna junto a un lago o un ríotranquilo: romántico. Niebla a laluz de la luna en cualquier otrolugar, como un callejón estrecho:

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Jack el Destripador.«¿Te acuerdas de los bebés?»,

le preguntaba en mis fantasías. YBen siempre respondía: «Sí, claroque sí. ¡Los bebés!».

—Oye, Ben, me preguntaba sirecordarías... Íbamos en el mismoautobús al colegio, tú estabashablando de tu hermana pequeña yyo te dije que Sammy tambiénacababa de nacer, y me preguntabasi te acordarías de eso. Lo de quenacieran juntos. Bueno, juntos no,eso los convertiría en gemelos, ja,

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ja. Me refiero a que nacieron a lavez. No exactamente, pero con unasemana de diferencia. Sammy y tuhermana. Los bebés.

—Perdona... ¿Bebés?—Da igual, no tiene

importancia.—Ya no hay nada que no tenga

importancia.Estoy temblando. Debe de

haberse dado cuenta, porque meecha un brazo por encima y nosquedamos así sentados un rato, yoabrazando a Sammy, Ben

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abrazándome a mí, y los tres juntoscontemplando el sol que sale por elhorizonte y arrasa la oscuridad consu estallido de luz dorada.

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Puede que escribir una novela seauna experiencia solitaria, pero elproceso hasta llegar al libroterminado no lo es, y sería unaestupidez atribuirme todo el mérito.He contraído una enorme deuda conel equipo de Putnam por suinconmensurable entusiasmo, queno hizo más que intensificarse a

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medida que el proyecto crecía másallá de nuestras expectativas. Milgracias a Don Weisberg, JenniferBesser, Shanta Newlin, DavidBriggs, Jennifer Loja, Paula Sadlery Sarah Hughes.

En ocasiones llegué a pensarque mi editora, la invencibleArianne Lewin, había invocado a unespíritu demoniaco empeñado enconseguir mi destrucción creativa,ya que ponía a prueba miresistencia, me llevaba hasta losborrosos límites de mi habilidad,

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como hacen todos los grandeseditores. A lo largo de losmúltiples borradores, de lasinterminables revisiones y de losincontables cambios, nunca flaqueóla fe de Ari en el manuscrito... y enmí.

Mi agente, Brian DeFiore, semerece una medalla (o, al menos,un sofisticado diplomaelegantemente enmarcado) por serun extraordinario gestor de miangustia creativa. Brian pertenece aesa inusual estirpe de agentes que

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no vacila en meterse en elberenjenal que haga falta con sucliente; ha estado siempre dispuesto(aunque no diré que siempredeseoso de hacerlo) a escuchar, aecharme una mano y a leer laversión número cuatrocientossetenta y nueve de un manuscritoque no paraba de cambiar. Él nuncadiría que es el mejor, pero yo sí:Brian, eres el mejor.

Gracias a Adam Schear porsaber manejar como un experto losderechos internacionales de la

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novela, y un agradecimientoespecial a Matthew Snyder, deCAA, por navegar por ese extraño,desconcertante y maravillosomundo del cine, y emplear suspoderes místicos con una eficienciapasmosa, antes incluso de que ellibro estuviera acabado. Ojaláfuese yo la mitad de bueno comoautor que él como agente.

La familia de un escritor tieneque soportar su propia cargadurante la composición de un libro.Sinceramente, no sé cómo lo

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aguantaban algunas veces: laslargas noches, los silenciosmalhumorados, las miradasperdidas, las respuestas distraídas apreguntas que, en realidad, nohabían hecho. Debo dar las graciasde corazón a mi hijo, Jake, porofrecerle a este anciano laperspectiva de un adolescente y,sobre todo, por la palabra «jefe»cuando más la necesitaba.

No hay nadie a quien deba másque a mi mujer, Sandy. La génesisde este libro fue una conversación a

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última hora de la noche, repleta deesa estimulante mezcla de hilaridady miedo tan característica demuchas de nuestras conversacionesa última hora de la noche. Eso y undebate muy extraño mantenido unosmeses después en el quecomparábamos una invasiónalienígena con el ataque de unamomia. Ella es mi intrépida guía,mi mejor crítica, mi fan más rabiosay mi más feroz defensora. Tambiénes mi mejor amiga.

Perdí a una querida amiga y

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compañera mientras escribía estelibro, mi fiel perrita escritoraCasey, que se enfrentaba a todos losataques, corría por todas las playasy luchaba por ganar cada centímetrode terreno a mi lado. Te echaré demenos, Case.

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[1] «Y, al final, desvelados, soñamos conescapar». Death and All His Friends,Coldplay. (N. de la T.)

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