kolvenbach peter hans cartas y discursos

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Peter-Hans Kolvenbach, S.J. Superior General de la Compañía de Jesús Cartas y discursos http://www.cpalsj.org/ Sumario: Rasgos fundamentales de la espiritualidad ignaciana Carta sobre la Pastoral Vocacional 29 septiembre 1997 10º Aniversario de la muerte del Padre Pedro Arrupe 18 de Enero de 2001. Carta sobre el Apostolado Social 24 de enero de 2000 «No olvidaré nunca aquella tarde..." Inauguración de la nueva sede de la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana. (29 de octubre de 2001) En la 4ª asamblea de la CPAL (30 de Octubre de 2001) Inaguración de la sede rectoral de la universidad católica de Córdoba, Argentina (12/11/01) La colaboración con los laicos en la misión (Encuentro con Laicos en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia – 5/11/01 La formación permanente como fidelidad creativa (Marzo 2002) La tentación del poder Donde la mente carece de miedo y la cabeza se mantiene erguida (Enero 2003) La práctica de la espiritualidad ignaciana (Febrero 2003) Carta sobre la pobreza (Marzo 2003) A la Asamblea General de la Comunidad de Vida Cristiana (Agosto 2003) RASGOS FUNDAMENTALES DE LA ESPIRITUALIDAD IGNACIANA El P. Kolvenbach tuvo una alocución a las personas ligadas a la espiritualidad ignaciana en la Iglesia de Santo Antonio da Barra (Salvador, Bahia, Brasil) el 4 de octubre de 1992. De ella extraemos estos párrafos añadiendo títulos: 1. Una nueva situación: mayor presencia de los laicos en la vida eclesial El Espíritu del Señor ha movido a la Iglesia a descubrir, en los signos de los tiempos, el papel esencial de los laicos en la comunidad cristiana... Una Iglesia que mira el futuro tiene siempre delante de sus ojos y en su corazón la vocación y la misión del laico cristiano, tanto en

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Peter-Hans Kolvenbach, S.J.

Superior General de la Compañía de Jesús

Cartas y discursos

http://www.cpalsj.org/

Sumario:Rasgos fundamentales de la espiritualidad ignacianaCarta sobre la Pastoral Vocacional 29 septiembre 199710º Aniversario de la muerte del Padre Pedro Arrupe 18 de Enero de 2001.Carta sobre el Apostolado Social 24 de enero de 2000«No olvidaré nunca aquella tarde..."Inauguración de la nueva sede de la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana.

(29 de octubre de 2001) En la 4ª asamblea de la CPAL (30 de Octubre de 2001) Inaguración de la sede rectoral de la universidad católica de Córdoba, Argentina (12/11/01)La colaboración con los laicos en la misión

(Encuentro con Laicos en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia – 5/11/01La formación permanente como fidelidad creativa (Marzo 2002)La tentación del poderDonde la mente carece de miedo y la cabeza se mantiene erguida (Enero 2003)La práctica de la espiritualidad ignaciana (Febrero 2003)Carta sobre la pobreza (Marzo 2003)A la Asamblea General de la Comunidad de Vida Cristiana (Agosto 2003)

RASGOS FUNDAMENTALES DELA ESPIRITUALIDAD IGNACIANA

El P. Kolvenbach tuvo una alocución a las personas ligadas a la espiritualidad ignaciana en la Iglesia de Santo Antonio da Barra (Salvador, Bahia, Brasil) el 4 de octubre de 1992. De ella extraemos estos párrafos añadiendo títulos:

1. Una nueva situación: mayor presencia de los laicos en la vida eclesial

El Espíritu del Señor ha movido a la Iglesia a descubrir, en los signos de los tiempos, el papel esencial de los laicos en la comunidad cristiana... Una Iglesia que mira el futuro tiene siempre delante de sus ojos y en su corazón la vocación y la misión del laico cristiano, tanto en

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el ámbito intraeclesial como en la transformación evangélica de la sociedad.

1.1. Exigencias para los jesuitas

Esta nueva situación exige, en primer lugar, de nosotros jesuitas que hacemos profesión de “sentir con la Iglesia” y de sintonizar con sus orientaciones y deseos, una nueva actitud... Nuestra prioridad será formar adecuadamente los laicos en la fe y el compromiso cristiano, sobre todo a aquellos que desean algo más en términos de profundidad espiritual de su empeño apostólico... De muchas maneras podemos ayudar en la formación de los cristianos que desean cumplir fielmente su misión de testigos de la fe en la Iglesia y el mundo de hoy:

- En el campo de la educación de la fe: Laicos y laicas necesitan de una fundamentación teológica de su fe en el nivel de su competencia científica y profesional y que responda efectivamene a las interrogaciones y preocupaciones del hombre y de la mujer de hoy.

- En el campo del análisis de la sociedad: Tenemos que darles también los instrumentos para un análisis y evaluación, a la luz de los valores evangélicos, de la sociedad en que vivimos.

- En el campo de la espiritualidad: Pero sobre todo, tenemos que ayudarles a profundizar su experiencia de Dios en Jesucristo, sin la cual todos los conocimientos teológicos y técnicas pastorales carecen de sentido y de eficacia apostólica. Para esta tarea fundamental, nosotros, los miembros de la Compañía de Jesús disponemos de un instrumento de incomparable valor, la espiritualidad ignaciana.

1.2. La espiritualidad ignaciana, fuente común para jesuitas y laicos

Aquí deseo hacer un llamado especial a mis compañeros jesuitas: les exhorto a compartir generosamente con otros su herencia espiritual. Se trata de la voluntad decidida, del profundo y contagiante deseo de comunicar las riquezas de nuestra espiritualidad, por medio de los Ejercicios Espirituales, las Comunidades de Vida Cristiana, del Apostolado de la Oración, y así mismo impregnando toda nuestra predicación y enseñanza, toda nuestra práctica pastoral con los métodos y los criterios ignacianos.

De hecho, el objetivo y la aplicación de la propuesta espiritual que deriva de la experiencia de Dios, propia de Ignacio, para servir a Cristo y su Iglesia se extiende a un campo más amplio que la vida de los jesuitas.

La Compañía de Jesús es una de las expresiones de la espiritualidad ignaciana, sin duda su fruto más acabado en cuanto cuerpo apostólico y presbiteral, ideado y constituido por Ignacio para servir a Cristo y a su Iglesia según la visión y carisma específico., Pero él escribió una gran parte de los Ejercicios Espirituales cuando todavía no había sido ordenado sacerdote y cuando no pensaba ser el fundador de una Orden religiosa. Como laico, durante años, compartió su experiencia con personas de toda condición y continuó haciéndolo hasta el fin de su vida. La enseñanza espiritual de San Ignacio no es esotérica; es un don dado a la Iglesia, un don, definitivamente, del Espíritu del Señor para ser ofrecido y compartido con todos los miembros del Pueblo de Dios

2. La oferta de la espiritualidad ignaciana para los laicos y laicas

¿Qué les puede ofrecer la espiritualidad ignaciana a ustedes, hombres y mujeres

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planamente insertos en el mundo de hoy con sus contrastes y conflictos? ¿De donde les viene el interés por este método peculiar de introducir los fieles a la experiencia del Espíritu de Dios? ¿Que atracción ejercen las Comunidades de Vida Cristiana u otras estructuras apostólicas promovidas por la Compañía?

La insatisfacción con el ritmo frenético de vida de las ciudades modernas, con un mundo impregnado del espíritu materialista en el cual se habla sobre todo del dinero, de los problemas del trabajo, de diversiones y espectáculos superficiales, lleva a muchos de nuestros contemporáneos a buscar una espiritualidad, el recogimiento de la oración, algo que ayude a trascender la agitación y monotonía de lo cotidiano, dando un sentido a su existencia. Pero no siempre las respuestas a estas aspiraciones, tanto dentro como fuera de ambientes cristianos, presentan las características esenciales del Espíritu y de la oración cristiana. Pueden llevar a una evasión de la realidad, del compromiso con la liberación de hermanos y hermanas, propio de aquel que se hizo Dios-con-nosotros para comunicarnos la plenitud de su propia vida. A veces se trata más de buscar una satisfacción subjetiva que un empeño generoso por los otros.

La oferta de la oración ignaciana

En la oración ignaciana buscamos, por el contrario, como Cristo, una intimidad con Dios centrada en el deseo e hacer su voluntad, de agradarle, de servirle. Una intimidad con Dios garantizada por las obras, porque está orientada al servicio. Esta oración nos lleva a “estar atentos a Dios”, a “estar abiertos a sus llamados”, a estar “desprendidos de nuestro propio querer, amor e interés” para dejar que el Espíritu nos guíe según la voluntad de Dios.

Muchos de ustedes trabajan a nivel diocesano o parroquial, animan círculos bíblicos y actividades pastorales de jóvenes, matrimonios, enfermos... Muchos están en contacto con grupos de oración, en los cuales buscan métodos de perfeccionamiento espiritual. Una contribución específica de ustedes, a partir de su familiaridad con la espiritualidad ignaciana, podía ser transmitir esta experiencia de oración, centrada, como decía Ignacio, en el “buscar y hacer la voluntad de Dios” en las circunstancias concretas de nuestra vida.

La oferta del discernimiento

Además de la orientación práctica de la oración ignaciana, otro rasgo característico, y hoy bien conocido, de esta espiritualidad es el “discernimiento”. ¿Cómo descubrir lo que Dios pide de nosotros, sean en relación a las orientaciones fundamentales de nuestra vida, sea en relación a las decisiones de cada dí? La necesidad de criterios espirituales que fundamenten nuestras opciones se hace todavía más urgente en un mundo en rápido cambio, en que constantemente nos encontramos delante de nuevas situaciones personales, familiares, profesionales, políticas, pastorales, que exigen una decisión. Lo mismo se dice con relación al creciente pluralismo, a la diversidad de ideas, de tendencias, de problemas nuevos que surgen en el ámbito de la misma Iglesia o de la sociedad y exigen una toma de posición.

El discernimiento ignaciano ofrece métodos seguros para integrar, en nuestras decisiones, la oración con el análisis cuidadoso de las alternativas respecto a problemas personales y sociales; la reflexión teológica con los elementos de nuestra experiencia espiritual; la sensibilidad al Espíritu de Dios, con el conocimiento de los caminos humanos. Se trata no tanto de un proceso para momentos particulares, como de una actitud permanente de libertad interior, familiaridad con Dios y atención a las llamadas que El nos hace desde dentro de la realidad y de nuestras

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ocupaciones y luchas de cada día. Para el laico, llamado a transformar el ambiente y las estructuras sociales del mundo en que vive con el Espíritu del Evangelio, así como a aconsejar y orientar otros hombres y mujeres sobre sus problemas, el discernimiento constituye una fuente fecunda de claridad.

En nuestra sociedad secularizada no es fácil mantener con perseverancia una actitud radicalmente evangélica, sin el apoyo de otros que comparten la misma fe y el mismo espíritu. La participación en un grupo eclesial, sobre todo si está animado por la misma espiritualidad ignaciana, como sucede en las Comunidades de Vida cristiana, es muy importante para reforzar a cada uno de nosotros en nuestra postura cristiana, para resistir así a la presión del ambiente, a las críticas o las tentaciones que surgen contra nuestras actitudes evangélicas. Además del estimulo de amistad y de ejemplo, los compañeros y compañeras de comunidad se ayudan por medio del “discernimiento comunitario”. Esto es particularmente importante ante las nuevas perspectivas que se abren para el compromiso apostólico o la vida personal y profesional de sus miembros, y cuando vienen crisis en la vida de cada uno o del grupo.

Una espiritualidad para vivirla en Iglesia y para el mundo

Somos miembros de la Iglesia. Nuestros grupos deben ser conscientes de su unión profunda con la Iglesia y su misión, en el Espíritu de Cristo. Nuestra inserción en la comunidad y el apoyo que ésta nos da, son una concretización de nuestra pertenencia a la Iglesia. Como el Padre envió al Hijo para liberar y salvar el mundo, Cristo nos envía, como Iglesia y, a través de ella, a nuestros hermanos y hermanas en el mundo de hoy.

San Ignacio nos sugiere que contemplemos y vivamos el misterio de la Encarnación en la perspectiva de María, aquella que supo colaborar más que nadie con la misión redentora de su Hijo. Que Ella nos inspire con su fe, su disponibilidad y su amor, para dedicar nuestras vidas con renovado ardor y discernimiento a la tarea de la nueva evangelización.

Carta sobre la Pastoral Vocacional

(Roma, 29 de septiembre de 1997)

Estimados Padres y Hermanos,

La Congregación General 34a. me recomendó escribir una carta sobre los aspectos prácticos de la Promoción Vocacional, después de estudiar las diversas experiencias en toda la Compañía (Decr.10,4). El Encuentro que se realizó en Loyola, de 21 a 25 de julio de 1997, para reflexionar sobre la Promoción Vocacional y discernir lo que nuestro Señor nos pide, fue muy útil para adquirir mayor y mejor información sobre la situación actual de la Compañía en este campo y

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para descubrir formas concretas con las que podamos y debamos colaborar con nuestro Señor para suscitar vocaciones para la Compañía.

Según las informaciones de los Delegados presentes en el Encuentro de Loyola, existe hoy más preocupación por la falta de vocaciones de que interés real en promoverlas. En este momento, hay en la Compañía apenas 23 promotores en tiempo íntegro; pocas Provincias cuentan con Equipos y/o Redes de apoyo; solamente en 9 Provincias existe un proyecto formal de Promoción Vocacional, ejecutado por un Promotor con la ayuda de un Equipo y con el apoyo del Provincial. Aunque en casi todas las Provincias existan actividades para acompañar a los que se interesan por la Compañía, apenas 22 Provincias cuentan con un Pre-Noviciado más o menos institucionalizado. En algunos lugares, la tendencia es confundir o identificar el acompañamiento a los candidatos con la Promoción Vocacional.

El servicio de Promoción Vocacional es decisivo e imperativo para el futuro de la Compañía y para el servicio a que ella está llamada a prestar a la Iglesia. Las vocaciones son un don de Dios; pero un don condicionado a nuestros esfuerzos en despertarlas y descubrirlas. Estoy persuadido de que nuestro Señor nos envía vocaciones, pues la iglesia continua expresando el deseo de contar con la ayuda de la Compañía. Ciertamente existen factores "externos" (adversos) que dificultan la Promoción Vocacional (culturales, familiares, sociales y eclesiásticos) que no favorecen la valorización de la Vida Consagrada como una opción capaz de realizar humana y cristianamente a los Jóvenes. Mas, debemos reconocer también que nuestro Señor nos llama a ser más activos y "agresivos", a usar todos los medios y recursos necesarios para colaborar con la gracia en el fomento de las vocaciones, a ejemplo de San Ignacio y reasumiendo la tradición de la Compañía. Por eso, pido a los Superiores Mayores que consideren la Promoción Vocacional como una prioridad apostólica real, claramente expresada en los proyectos apostólicos provinciales y que destinen los recursos personales y materiales necesarios. A continuación les propongo algunas formas concretas para poner en práctica esta prioridad.

Aunque no se pueda considerar como una mera estrategia para obtener vocaciones, una Pastoral de la Juventud renovada y bien planeada es el mejor contexto para despertarlas y descubrirlas. Los Ejercicios Espirituales como experiencia de encuentro personal con Cristo que llama y el contacto personal y acompañamiento espiritual tendrán que ser prioritarios en nuestro ministerio con los Jóvenes. La vida y misión de la Compañía en el futuro depende de los jóvenes de hoy. Por eso, les pido que dediquemos lo mejor de nuestros recursos para mejorar el contacto con ellos, donde lo hemos perdido, y a reforzarlo y organizarlo mejor, donde ya lo tenemos.

Sólo la Pastoral de la Juventud no es suficiente. Es necesario un trabajo de Promoción Vocacional explícito, diferente, también de los programas de Pre-Noviciado o de acompañamiento a los que están interesados por la Compañía. En cada Provincia o Región debe haber un promotor o Animador Vocacional en tiempo íntegro, que tenga el apoyo real de los Superiores y sea capaz de despertar y descubrir las posibles vocaciones. Y, ya que la responsabilidad por las vocaciones es del Cuerpo Apostólico, el promotor debe fomentar y animar el interés práctico por las vocaciones en todos los Jesuitas y realiza un proyecto de promoción Vocacional adaptado a cada situación concreta, que envuelva de formas diferentes las Comunidades y Obras apostólicas de la Provincia o Región y que no excluya "a priori" ningún grupo social, cultura, región o forma de vivir y expresar la fe.

Debemos estar conscientes de la capacidad y responsabilidad que todos tenemos de promover

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vocaciones, si vivimos de forma clara, visible y sin ambigüedades nuestra vocación y misión, como Cuerpo apostólico y no apenas como apóstoles individuales. La falta de simplicidad en el estilo de vida, las incoherencias en nuestro modo de vivir los Votos, algunas posturas de desafecto para con la Jerarquía y de ambigüedades con relación al Magisterio de la Iglesia, el poco celo y creatividad apostólicas y la falta de apertura y hospitalidad comunitaria están influyendo, por cierto, en la dramática disminución de vocaciones en algunas partes de la Compañía. Con seguridad, los candidatos no esperan encontrar formas de vida ideales y hombres perfectos. Pero, por supuesto, desean y necesitan de un apoyo en el desarrollo de su vocación religiosa para ser hombres de oración y de inclinación a la vida comunitaria, para trabajar en la misión de la Iglesia y asumir y vivir con entusiasmo la espiritualidad ignaciana. Por eso, invito a todos a continuar en el discernimiento sobre lo que nuestro Señor nos pide para revitalizar nuestra vida comunitaria y apostólica y para ser señal transparente y visible de hombres consagrados a Dios y a nuestra misión, como Cuerpo apostólico en la iglesia.

Las vocaciones se promueven por medio de la oración, a través de una presentación clara de nuestro carisma y misión, del contacto personal con los jóvenes en los diversos campos apostólicos e invitando, a los que se interesan por la Compañía, a participar en nuestras obras y ministerios, dando a conocer la Compañía, su misión y sus santos por medio de posters, libros, videos, radio, televisión e Internet. Pero, estos medios, no bastan por sí solos. Se requiere también la relación personal donde se convida y se propone al Joven la vocación por la Compañía como una alternativa de realización personal y cristiana.

Sin una preocupación obsesiva por el número, el promotor Vocacional debe procurar candidatos de calidad apostólica, con fe profunda, sanos, equilibrados y de vida sacramental; que tengan enfrentado y asumido los aspectos oscuros de su vida, su sexualidad; jóvenes que amen la Iglesia y crean en su renovación; con capacidad intelectual para cumplir la formación académica exigida por nuestra misión apostólica.

Ya que la vocación es, antes que nada, un don de nuestro Señor, los invito a rezar, personal y comunitariamente por las vocaciones, en forma constante y siempre, conforme la tradición de la Compañía.

Para dar curso a lo que fue establecido en esta carta, les pido a los Superiores Mayores que, en sus Cartas 'Ex-officio" me informen expresa y concretamente, sobre las decisiones que tomaron y los pasos que dieron para promover las vocaciones en su provincia o Región. Que nuestro Señor nos ayude a descubrir lo que nos pide para colaborar con Él en conseguir vocaciones, y nos conceda la voluntad eficaz para realizarlo.

Fraternalmente en nuestro Señor

Peter-Hans Kolvenbach S.J.

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10º ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL PADRE PEDRO ARRUPE

Roma, 18 de Enero de 2001.

Queridos Padres y Hermanos:

Hace diez años, la víspera de los Santos Mártires Japoneses, el Señor de la Viña llamó a sí a nuestro compañero de ruta, el Padre Pedro Arrupe. Con esta carta quisiera evocar brevemente su vida y su muerte apostólicas e invitaros a todos a la acción de gracias celebrando la Eucaristía del Señor, a ser posible en comunidad, el 6 de febrero.

Más de cincuenta años de desbordante actividad misionera bajo el Espíritu. Más de diez años de una pasividad cada vez más total, sobrellevada también como apóstol, en el mismo Espíritu. Como todo testigo profético, el Padre Arrupe fue signo de contradicción, incomprendido o mal comprendido, en la Compañía y fuera de ella. Su palabra tan franca y tan verdadera a nadie dejaba indiferente, sobre todo cuando hablaba del Espíritu que renueva la Iglesia y realiza también, para la Iglesia, la renovación de la vida consagrada y la de la Compañía.

No vaciló, sobre todo como superior general, en lanzar a sus amigos en el Señor por todas las rutas del mundo. Para proclamar, con la palabra y la acción, la promoción de una justicia que vive la plenitud del Evangelio por y con los pobres. Para inculturar este Evangelio y abrir nuestra misión a un encuentro auténtico con los hombres y mujeres de buena voluntad, en todas las culturas y religiones, sin excluir la increencia moderna. Y para hacer frente - cómo olvidar su apremiante llamada - al drama de los pobres entre los pobres, los refugiados y personas desplazadas en un mundo cada vez más inhóspito.

Por nosotros y con nosotros, el Padre Arrupe escrutaba los signos del Reino y de su venida entre nosotros. Sabía lo difícil que es profetizar, sobre todo cuando se trata del porvenir, como dice un proverbio chino. Pero se dejaba invadir por el porvenir de la Iglesia, el de la vida consagrada, el de la Compañía de Jesús especialmente. Dirigiéndose a la Unión de los Superiores Generales a fines de mayo de 1974, profetizaba un porvenir que tuvo fácil eco en nuestro encuentro de Loyola el pasado mes de septiembre.

No cabe duda que el servicio que debemos prestar a la Iglesia y a la humanidad contemporánea es un elemento valiosísimo de nuestra supervivencia y una garantía para ella. Lo que resulta inútil deja de tener razón de ser. Este deseo de servicio nos debe llevar a un estudio profundo del propio carisma, de las intenciones del fundador, a fin de descubrir su mejor aplicación a las circunstancias actuales y futuras.

Tampoco nos debe amedrentar el aspecto conflictivo y la oposición que puede venir de donde menos se pudiera esperar, ya que el Espíritu tiene a veces caminos difícilmente comprensibles para quienes no poseen o no saben interpretar el carisma fundacional o religioso aplicado a las circunstancias nuevas. Por otra parte, toda aplicación o reforma debe ser realizada por hombres de gran talla espiritual, que posean un verdadero espíritu sobrenatural: éste incluye un gran celo por la gloria de Dios y servicio de la Iglesia, humildad, obediencia y comprensión profunda del Evangelio. Si poseemos hombres de un tal espíritu y tenemos un servicio concreto que ofrecer a la Iglesia y a la

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humanidad, las dificultades no nos deben atemorizar, antes bien serán un signo del buen camino.

Así es como el Padre Arrupe veía y vivía nuestro porvenir, tanto durante sus años de actividad misionera como en el curso de sus largos años de enfermedad, cuando con tantos otros compañeros jesuitas realizaba su misión orando y sufriendo por la Iglesia y la Compañía. Sintiéndose "puesto con el Hijo" cargado con la cruz, pudo asumir el peso de sus responsabilidades y afrontar los desafíos de nuestro tiempo. Lo recordaba él mismo en su última homilía en la capilla de La Storta. Y añadía:

Es cierto que he pasado por dificultades, grandes y pequeñas; pero confortado siempre con la ayuda de Dios. Ese Dios en cuyas manos me siento ahora más que nunca, ese Dios que se ha apoderado de mí.

Compartía así la convicción de San Ignacio: en salud y enfermedad, vida larga o corta, la misión por la gloria de Dios se sigue realizando.

Cuando en la tarde del 5 de febrero de 1991, el Hermano Bandera nos hizo señal de que el Señor acababa de llamar a sí a su fiel servidor, espontáneamente entonamos la Salve en acción de gracias. Que nuestra Eucaristía del próximo 6 de febrero exprese nuestra sincera gratitud al Padre por la vida del Padre Pedro Arrupe y por la visión ignaciana que le animó. "Y con esto reflectir en mí mismo, considerando lo que yo debo ofrecer y dar a la su divina majestad" (EE 234).

Sinceramente vuestro en Cristo,

Peter-Hans Kolvenbach, S.J

Prepósito General

Carta sobre el Apostolado Social

(Roma, 24 de enero de 2000)

Queridos Padres y Hermanos:

La paz de Cristo!

1. A sólo unas semanas de la apertura de la Puerta Santa, quisiera recordar que el Gran Jubileo del Año 2000, como todo jubileo, es un llamamiento por parte de nuestro Creador y Salvador a restablecer la armonía perdida y promover la justicia social. El toque de trompeta - el yôbel - que resonaba para abrir el año santo,(1) cuestionaba todas las injusticias y daba esperanza a los pobres. Cuando Jesús comienza a predicar la Buena Nueva, su unción y su misión son "para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del

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Señor."(2) El Papa Juan Pablo II ha reactivado ahora la secular finalidad del jubileo para restablecer la justicia social. "La doctrina social de la Iglesia, que ha tenido siempre un lugar en la enseñanza eclesial y se ha desarrollado particularmente en el último siglo, sobre todo a partir de la Encíclica Rerum novarum, encuentra una de sus raíces en la tradición del año jubilar."(3)

2. El Padre hace también un nuevo llamamiento a la Compañía de Jesús para que se convierta a esta dimensión social de la fe. Desde sus mismos orígenes la opción preferencial por los pobres, en diversas formas según tiempos y lugares, ha marcado toda la historia de la Compañía. Con su vigorosa Instrucción de hace cincuenta años el Padre Juan Bautista Janssens orientó el apostolado social de la Compañía a "proporcionar a la mayor parte de los hombres y, si cabe en lo humano, a todos, cierta abundancia o al menos holgura de bienes temporales y espirituales, aun de orden natural, imprescindible para que el hombre no se sienta oprimido, o postergado."(4)

El Padre Pedro Arrupe recogió apasionadamente esta orientación apostólica y la basó sólidamente en la relación, absolutamente evangélica, entre justicia social según la definió su predecesor y el nuevo mandamiento del amor - tan nuevo que necesitó un nuevo nombre, agape. Las Congregaciones Generales recomiendan siempre esta justicia social integrada con el gran mandamiento del amor. Tenemos que realizar "la justicia social a la luz de la justicia evangélica que es sin duda como un sacramento del amor y de la misericordia de Dios."(5)

También el Papa Juan Pablo II se ha preguntado si la justicia bastaba de por sí y ha dado esta respuesta: "La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones."(6) El Padre Arrupe y las Congregaciones Generales recientes se han hecho eco de la preocupación del Papa y reconocen por una parte que se puede abusar de la caridad si se la hace una capa o subterfugio de la injusticia pero que, por otra, "no se puede hacer justicia sin amor. Ni siquiera se puede prescindir del amor cuando se resiste a la injusticia, puesto que la universalidad del amor es por deseo de Cristo un mandato sin excepciones."(7)

3. Resumiendo autoritativamente lo logrado por las cuatro últimas Congregaciones Generales, las Normas Complementarias afirman: "la misión actual de la Compañía es el servicio de la fe y la promoción, en la sociedad, de la justicia evangélica que es sin duda como un sacramento del amor y misericordia de Dios... Esta misión 'es una realidad unitaria pero compleja y se desarrolla de diversas maneras'"(8) en los variadísimos campos, ministerios y actividades en que se ocupan los miembros de la Compañía a todo el ancho del mundo. A pesar de serias dificultades y de nuestros muchos fracasos, miramos atrás con gratitud al Señor por los dones recibidos en este "itinerario de fe al comprometernos en la promoción de la justicia como parte integrante de nuestra misión."(9) La evolución de la Compañía hizo posible la aprobación unánime por parte de la CG34 del decreto Nuestra misión y la justicia. La inmensa mayoría de los jesuitas ha integrado la dimensión

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social en nuestra identidad como compañeros de Jesús y en la conciencia de nuestra misión en la enseñanza, la formación y las comunicaciones sociales, la pastoral y los ejercicios. En muchos sitios la preocupación por la justicia es ya parte esencial de nuestra imagen pública en la Iglesia y en la sociedad gracias a aquellos ministerios nuestros que están caracterizados por el amor a los pobres y marginados, defensa de los derechos humanos y la ecología, y la promoción de la no violencia y la reconciliación.

4. De esta misión contemporánea, con su principio integrador de fe y justicia, brota directamente el apostolado social y su enfoque específico, como explican las Normas Complementarias. "El apostolado social, como cualquier forma de nuestro apostolado, fluye de la misión; en la programación de nuestra actividad apostólica y en el cumplimiento de la misión de la Compañía hoy, debe ocupar un lugar preferente el apostolado social, tendente a que las estructuras de la convivencia humana se impregnen y sean expresión más plena de la justicia y de la caridad."(10) En cada Provincia y Asistencia este apostolado social encarna la dimensión social de nuestra misión, la incorpora en compromisos concretos, y la hace visible. En sitios diversos y situaciones variadas el apostolado social toma múltiples formas: investigación y divulgación de temas sociales, promoción del cambio y del desarrollo humano, y acción social directa con y por los pobres.(11)

El apostolado social de la Compañía presenta hoy algunos elementos positivos notables. Sobre todo afronta con entrega, energía y creatividad desafíos muy diversos en todos los rincones del mundo. Son incontables los casos de jesuitas que, en colaboración con otros, en proyectos y movimientos, tratan de traer a la sociedad una mayor justicia y caridad. El apostolado social sigue mostrando además su capacidad para atraer colaboradores valiosos y generosos, así como candidatos para la Compañía. En años recientes, como para confirmar la misión de fe y justicia, Dios ha hecho providencialmente a la Compañía la misteriosa dádiva del martirio.

5. Al mismo tiempo y paradójicamente, esta conciencia de la dimensión social de nuestra misión no siempre encuentra expresión concreta en un apostolado social pujante. Al contrario, éste manifiesta algunas debilidades preocupantes: parecen ser cada vez menos y menos preparados los jesuitas dedicados al apostolado social y los que hay están a menudo desanimados y desparramados, faltos tal vez de colaboración y organización. Factores externos a la Compañía están también debilitando el apostolado social: nuestros días están marcados por imprevisibles y rápidos cambios socioculturales difíciles de interpretar y a los cuales es aún más difícil responder con eficacia (globalización, excesos de la economía de mercado, tráfico de drogas y corrupción, migración en masa, degradación ecológica, explosiones de brutal violencia). Visiones de la sociedad que antes inspiraban y estrategias para un cambio estructural amplio, han cedido el puesto al escepticismo o, en el mejor de los casos, a mera preferencia por proyectos más modestos y planteamientos restringidos.

6. El apostolado social corre así el peligro de perder su vigor e impulso, su orientación e impacto. Si esto ocurriera a una determinada Provincia o Asistencia, entonces por falta de un apostolado social vigoroso y bien organizado, la dimensión social esencial se

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desvanecería también poco a poco. Tal proceso de erosión reduciría inevitablemente Nuestra misión hoy (CG32) y Nuestra misión y la justicia (CG34) a unas pocas frases obligatorias pero retóricas de nuestro lenguaje, dejando huecas nuestra opción por los pobres y nuestra promoción de la justicia.

7. Que no nos encontremos cada vez menos capaces de estar presentes - o aun de oír el llamamiento para acudir - "a cualquier parte en la Iglesia, aun en los campos más difíciles y de vanguardia, en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales, allí donde ha estado y esté el choque entre las exigencias más candentes del hombre y el perenne mensaje del Evangelio," en las estimulantes palabras del Papa Pablo VI dirigiéndose a los delegados de las CG32 y de Juan Pablo II a los de la CG34.(12)

8. Parece, pues, de vital importancia que sigamos esforzándonos por traducir nuestra conciencia, identidad e imagen sociales en un servicio efectivo y evangélicamente relevante a los más pobres y que más sufren en el Pueblo de Dios. Es cuestión de ir redescubriendo y rediscerniendo de continuo - in situ - las demandas y desafíos que las recientes Congregaciones Generales plantean a nuestra acción social en las sociedades, culturas y religiones de hoy. En "el diálogo de acción," por ejemplo, hemos de colaborar con pertenecientes a otras tradiciones religiosas con vistas al desarrollo integral y la libertad de las personas.(13)

9. Somos cada vez más conscientes de que las estructuras de la convivencia humana son de varias clases, no sólo económicas y políticas, sino también culturales y religiosas; todas ellas condicionan la vida humana, todas pueden debilitarla o destruirla, y todas pueden impregnarse del Evangelio e incorporar una mayor justicia y caridad. Vale la pena, por tanto, prestar incansable atención a los diferentes aspectos de los contextos en que nos encontramos, no sea que acabemos sin capacidad para captar los cambios en curso y ponernos en contacto con ellos.

10. Estos son algunos de los motivos por los que después de la CG34 el apostolado social emprendió un examen a nivel internacional. Se consideró necesario organizar el Congreso de Nápoles de 1997 en un esfuerzo por dar nuevo ímpetu dentro de la Compañía al apostolado social como un signo de nuestro pleno compromiso en la dimensión social de nuestra misión. Entre algunos resultados prometedores del proceso, programados para el período 1995-2005, los siguientes parecen especialmente significativos.

11. Uno es la importancia de elaborar las características del apostolado social a nivel de la universal Compañía y de adaptarlas al ámbito local. Estas características facilitan el marco para discernir de continuo, en fidelidad creativa a la dimensión social de nuestro carisma, a qué nos llama el Espíritu en las siempre diferentes pobrezas e injusticias del mundo. Algunas de las muchas intuiciones y cuestiones necesarias en este sentido encuentran expresión en el borrador de las Características del Apostolado Social. Como la revisión del actual borrador está tardando más de lo previsto, todos están invitados a enviar comentarios y sugerencias para su edición definitiva después de estudiarlas y discutirlas en comunidades y grupos.

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12. Mientras que todo compromiso puede y debe ser muy específico, hay que tener en cuenta los distintos niveles de acción y reflexión involucrados, como lo sugiere el bien conocido binomio "local/global." Estos niveles van desde el contacto y el servicio a los pobres aparentemente más sencillos, pasando por toda suerte de desarrollo y promoción humana, hasta trabajar por cambios trascendentales en las estructuras nacionales e internacionales.

13. Mientras seguimos trabajando a diferentes niveles, también queremos hacernos conscientes y estar al tanto de lo complejas y cambiantes que son las injusticias y estructuras socioculturales del mundo de hoy. Ello requiere aplicar una pluralidad de puntos de vista a los problemas y emplear múltiples modos de leer la sociedad y actuar en la misma.

Finalmente, la experiencia nos ha enseñado a cimentar nuestro compromiso social sólidamente en nuestra espiritualidad ignaciana y nuestra tradición jesuítica, que tienden a ponernos gozosamente "con el Hijo y con aquéllos con los que el Hijo quiere estar, los pobres y abandonados de la tierra."(14) Reconocemos que no es posible llamarse compañero de Jesús si no se comparte su amor por los que sufren.

14. Estos mismos elementos sugieren la dirección en la que seguir marchando e indican algunas medidas concretas para apoyar el proceso en curso.

15. Su interminable pluralismo de enfoques y variedad de métodos y modelos organizativos constituye sin duda una enorme riqueza del apostolado social; pero para llenar este potencial y crecer como cuerpo apostólico, necesita una coordinación adecuada. Por consiguiente, necesitamos hacer buen uso de las formas y estructuras de coordinación ya disponibles y reforzarlas. Quisiera que cada Provincia, Región y cuerpo interprovincial, como las Conferencias de Superiores Mayores, tuvieran un coordinador del apostolado social, con el soporte de la correspondiente comisión y con capacidad, recursos y tiempo suficientes para desempeñar su función.

16. Al mismo tiempo hace falta un mayor flujo de información útil y actualizada en el apostolado social dentro de las Provincias y más allá de las mismas. Este intercambio de información debería alentar a los interesados, proponer cuestiones o instrumentos de reflexión, y ayudar el crecimiento y funcionamiento de redes. Se puede sacar mucho más partido de la doctrina social de la Iglesia y de la experiencia de apostolado social acumulada desde la Instrucción del Padre Janssens. Cuento con que el Secretariado para la Justicia Social de la Curia continúe su labor de coordinación y refuerce las comunicaciones en todo el ámbito del apostolado social.

17. Comparado con lo que hacen otros grupos y organizaciones que actúan en el campo social, el apostolado social de la Compañía se distingue por su presencia a todos los diversos niveles desde las bases populares hasta los cuerpos internacionales y en todos los diversos enfoques, desde las formas directas de servicio, pasando por el contacto con grupos y movimientos, hasta la investigación, la reflexión y la publicación. En esta presencia típicamente múltiple hay escondido un grande pero poco aprovechado potencial de la universal Compañía, que los pobres y la Iglesia nos exigen utilizar mejor. Busquemos activamente maneras de combinar competencias en análisis social y reflexión

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teológica con la experiencia de cercanía a los pobres y de trabajo con los que sufren injusticias de toda suerte, y de explotar mejor las posibilidades que se nos ofrecen como cuerpo apostólico universal e internacional.

18. Por último, la perseverancia y desarrollo del apostolado social no pueden darse sin la disponibilidad de jesuitas y colaboradores cualificados. Por lo mismo quiero animar a los jesuitas que se ocupan en el apostolado social y a los responsables de la formación a que cooperen para organizar programas bien pensados dentro de la Provincia e interprovincialmente, tal como lo pide la CG34: "Durante su formación los jóvenes jesuitas deben estar en contacto con los pobres, no sólo ocasionalmente sino de forma más continuada. A tales experiencias debe acompañar una reflexión esmerada como parte de la formación académica y espiritual, que habría de integrar el adiestramiento en el análisis sociocultural."(15) La formación normal de escolares y hermanos debería incluir estudios sociales y experiencias apostólicas que sirvan a todos para crecer en la mentalidad social, y permitan a algunos descubrir en el apostolado social el sector en que puedan desarrollar su vocación personal y sacerdotal a la Compañía.

También a nuestros colaboradores no jesuitas se les debería asegurar un acceso satisfactorio al legado espiritual y experiencia apostólica de la Compañía con el que enriquecerse integrando sus antecedentes y cualidades personales. Es preciso ofrecerles oportunidades de aprendizaje, reflexión, oración y formación permanente, junto siempre con el mayor respeto a sus convicciones religiosas. Algunas experiencias muestran ya que las Características son un recurso útil para este objetivo.

19. "Cristo vino para unir lo que estaba dividido, para destruir el pecado y el odio, despertando en la humanidad la vocación a la unidad y a la fraternidad."(16) Las acuciantes necesidades de los pobres, las radicales exigencias del Evangelio, la insistente doctrina de la Iglesia, y las llamadas proféticas de nuestras Congregaciones Generales, no nos permiten estar satisfechos con nuestra respuesta. "El compromiso de la Compañía de una vida radical de fe que se expresa en la promoción de la justicia para todos"(17) ha sido y será una gran gracia para todos. Mucho y muy bueno se viene ya haciendo y mucho se está renovando. Tenemos el mayor aprecio y una profunda gratitud por la labor que hacen en nombre de toda la Compañía las obras sociales grandes y pequeñas, el Servicio Jesuita a Refugiados y muchos Voluntariados jesuíticos.

Estas pocas páginas indican por qué y cómo afianzar el apostolado social para que la dimensión social de nuestra misión encuentre una expresión siempre más concreta y efectiva en lo que somos, lo que hacemos y cómo vivimos. "¡Qué obras tan grandes realizaría la Compañía" - declaraba el Padre Janssens al final de su Instrucción - "si ahora, unidas nuestras fuerzas, nos lanzamos con humiltad y fortaleza al trabajo!" Que el Señor Jesús, por intercesión de María nuestra Madre del Magnificat, nos acepte cada vez más plena y radicalmente como servidores de su misión.

Fraternalmente vuestro en Cristo,

Peter-Hans Kolvenbach, S.J.

Notas:

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1. Levítico 25:9.

2. Lucas 4:16ss.

3. Juan Pablo II, Tertio Millenio Adveniente (1994), n.13.

4. Instrucción sobre el Apostolado Social del 10 octubre 1949 (AR XI 714); In: Promotio Iustitiae n. 66 (1997), n.7.

5. Congregación General 33a., decr.1, n.32; cf. Congregación General 32a., decr.4, nn.28,31.

6. Juan Pablo II, Dives in misericordia (1980), n.12.

7. Pedro Arrupe, Arraigados y cimentados en el amor (1981), n.56.

8. Congregación General 34a., decr.2, n.3 (citando Congregación General 33a., decr.1, n.32 y Redemptoris Missio, n.41) y NC 245 §1 y 2.

9. Congregación General 34a., decr.3, n.1.

10. Normas Complementarias n. 299 §1; n. 298.

11. Normas Complementarias n. 300, §2.

12. Alocuciones del 3 diciembre 1974 y 5 enero 1995.

13. Congregación General 34a., decr.5, n.4b.

14. Congregación General 34a., decr.9, n.18.

15. Congregación General 34a., decr..3, n.18.

16. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1er. enero 2000, n.19.

17. Congregación General 34a., decr.2, n.8

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«No olvidaré nunca aquella tarde..." Peter Hans Kolvenbach, Superior General de los jesuitas que llevaba seis años en el cargo cuando se cometieron los asesinatos en la Universidad Católica de El Salvador. Este texto es un fragmento de una entrevista publicada en italiano. Es un testimonio en recuerdo y homenaje a los «mártires de la UCA», al cumplirse el 10º aniversario de su muerte.

Recuerdo que recibí la noticia del asesinato de los jesuitas en El Salvador una tarde que ya nunca olvidaré. Me sentí profundamente emocionado. Recé, pero también tenía que actuar inmediatamente. Fui a la Santa Sede ya que conocíamos los nombres de otras personas que figuraban en la lista de los señalados por los militares para ser eliminados y era absolutamente necesario activar contactos diplomáticos para evitar otras matanzas.

La noche en que fueron asesinados los jesuitas, las guerrillas habían tomado prácticamente la ciudad. El ejército creyó que debía tomar medidas extremas y radicales. Una de ellas era la de proteger a su pueblo y otra la de erradicar, como ellos señalaron, a los dirigentes de la guerrilla. Los jesuitas no pertenecían a las guerrillas, pero durante años y años habían venido trabajando como un grupo intelectual que promovía la justicia en El Salvador para ayudar a que los pobres salieran de su miseria. A los militares esto les parecía motivo suficiente para considerarles como «muy peligrosos». También los jesuitas tenían bastante contacto con la guerrilla, dentro y fuera de El Salvador, y además estaban en contacto permanente con el Presidente de El Salvador y ministros del gobierno. Intentaron llevar a las dos partes a un acuerdo. Sin embargo, el ejército consideró esta acción sumamente peligrosa. A veces tratar con los mediadores resulta incluso más difícil que tratar con radicales.

Y éste es el motivo por el cual fueron asesinados. Resulta algo extraño que unos jesuitas, que sabían que sus vidas estaban en juego, no vieran que esto podría ocurrir. Conocían al detalle la situación del país; con frecuencia hablaban por radio o televisión como analistas de esta situación, pero no llegaron a prever, aun cuando estaban muy próximos a los cuarteles mayores de los militares, que esto podría pasar. Los asesinos llegaron como ladrones en la noche.

Debo decir que los asesinatos no me sorprendieron. Pero creo ciertamente que, si miramos hacia atrás en este caso, apreciaremos que la fuente, la motivación, la fuerza de cuanto ocurrió no era ni política ni ideología; era el deseo de vivir de verdad el Evangelio. Aquí había unas personas que tomaron el Evangelio del Señor como algo real y, lo mismo que el Señor, alzaron su voz en defensa del pobre. Actuaron no por motivaciones políticas o ideológicas. Se habían hecho conscientes de que uno no puede llamarse cristiano si no toma parte en la preferencia de Cristo por los pobres.

Les visité pocos meses antes de que fueran asesinados y en la visita compartimos muchas cosas. Les dije que algunos padres de alumnos

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nuestros en los colegios jesuitas en América me habían preguntado muchas veces: «Padre, ¿por qué los jesuitas de hoy ya no son como los jesuitas de antes? Hay tantos que son comunistas o izquierdistas...». En nuestra reunión les presenté esta pregunta a los jesuitas en la Universidad Centroamericana (UCA). Cuando les dile: «Al parecer, todos ustedes son marxistas o comunistas», se sonrieron. Y el P Ellacuría dijo: «Cree usted que nosotros daríamos nuestra vida por Marx y sus teorías? Somos compañeros de Jesús y éste es el misterio de nuestra vida».

Sabían lo que podía pasar, pero lo aceptaron como parte de lo que significa vivir como compañeros de Jesús, viviendo con Él el misterio pascual. Cuando una vez hablé con ellos acerca de si sería mejor que abandonaran el país, me dijeron: «¿Abandonó usted el Líbano durante la guerra civil? No. No lo hizo. No es propio de nuestra espiritualidad abandonar al pueblo precisamente cuando la situación se hace difícil o incluso peligrosa».

Y ciertamente era una época peligrosa en América Latina. El asesinato del P. Rutilio Grande en 1977 fue un primer aviso. Y el asesinato en 1980 de monseñor Romero, que se comprometió con la causa de los pobres en el funeral del P Grande, fue la repetición del aviso de que, en esta guerra entre el «establishment» por un lado y la Iglesia y los pobres por otro, no habría restricción ni limitación alguna.

El asesinato de estos jesuitas fue, en cierto modo, el último acto. Produjo un impacto fuerte dentro de la nación y también el ámbito internacional. Obligó a unos y a otros, de ambos lados, a reunirse. Los asesinatos de estos mártires fueron el inicio del proceso de paz, una reconciliación que, aunque frágil, es real.

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Alocución del P. Peter-Hans Kolvenbach, en la inauguración de la nueva sede de la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana.

(Bogotá, 29 de octubre de 2001)

Es un verdadero placer encontrarme con Uds., con motivo de la inauguración de la nueva sede de la Facultad de Teología en el campus central de la Universidad Javeriana. Saludo al P. Provincial y Vice-Gran Canciller de la Universidad, al Rector de la Universidad, a los Vice-Rectores, al Decano de la Facultad de Teología, a los Decanos, Directores de carrera, autoridades, cuerpo docente y administrativo, y a los alumnos de esta Pontificia Universidad Javeriana.

La Compañía de Jesús y los estudios teológicos

La importancia que la Compañía de Jesús asigna al estudio de la Teología data de los tiempos de San Ignacio. Las Constituciones subrayan que en las Universidades de la Compañía se debe insistir principalmente en la Facultad de Teología, dado que el fin de la Compañía y de los estudios es el de ayudar al prójimo al conocimiento y amor divino y salvación de sus ánimas. Encontramos aquí un primer rasgo característico de la idea ignaciana de una Universidad: la “ayuda de las almas”. Este es el objetivo principal de la presencia y del compromiso de la Compañía en el campo de la educación desde sus comienzos hasta nuestros días.

Con el paso de los siglos, podría parecer que la Teología hubiera perdido protagonismo, especialmente en tiempos de secularización como los que vivimos, en que Dios y los valores religiosos parecen haberse batido en retirada frente al predominio de la ciencia y de la tecnología. Pasaron los tiempos en que parecía que la Teología dominaba como señora, y que las llamadas “facultades inferiores” y demás disciplinas académicas no tenían consistencia propia sino en función de la Teología.

Ya el Concilio Vaticano II reconoció oportunamente "la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias". Posteriormente, numerosos documentos de la Iglesia han recalcado la necesidad de respetar los objetivos y la metodología propios de las ciencias humanas y positivas, y han puesto de relieve la compatibilidad y armonía entre fe y ciencia. En este proceso, la Teología no ha perdido vigencia, pero sí ha tenido que emprender una profunda reflexión sobre sí misma y sobre su relación con las otras disciplinas, para encontrar su ubicación en el marco de la nueva realidad cambiante. El hecho mismo de transferir esta Facultad de Teología su sede al campus central de la Universidad, constituye un signo emblemático de un nuevo tipo de relación entre Teología y mundo, y de una nueva forma de presencia de la Teología en el ámbito universitario.

Lo cierto es que, cuatro siglos y medio después de Ignacio de Loyola, desde una nueva perspectiva, la Compañía de Jesús sigue considerando la Teología como un ministerio particularmente importante en su apostolado. En los documentos de la Compañía, se señala la prioridad que la Teología y la Filosofía deben tener entre las Facultades de nuestras Universidades, de modo que difícilmente se concebiría una Universidad de la Compañía sin Facultad de Teología, o una Universidad que no

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contara con una instancia de seria reflexión teológica. Tradicionalmente y hasta nuestros días, la Compañía ha considerado el trabajo científico como uno sus ministerios más propios. En esta actividad, las ciencias sagradas ocupan el primer lugar, sin que esto signifique que se deban descuidar las otras ciencias humanas y positivas.

Si en algún punto se ha de insistir, es en que las Universidades de la Compañía la docencia, la investigación y la reflexión teológicas deben ocupar un puesto primordial. "Superar ignorancias y prejuicios mediante el estudio y la enseñanza, hacer realmente del Evangelio una 'Buena Noticia' a través de la reflexión teológica en un mundo confuso y turbado, es una de las características de nuestro modo de proceder". Ya el P. Pedro Arrupe, de cuya muerte celebramos este año el décimo aniversario, mencionó la reflexión teológica entre las cuatro prioridades apostólicas de la Compañía de Jesús. Por cierto que, entre los temas contemporáneos urgentes que proponía para la reflexión teológica, mencionaba expresamente el fenómeno de la violencia. Documentos posteriores de la Compañía confirmaron este énfasis del P. Arrupe en la necesidad de la reflexión teológica, añadiendo también la necesidad de un análisis social de las causas estructurales de las injusticias contemporáneas y un discernimiento ignaciano sobre la respuesta apostólica que se debe dar a tales injusticias.

La reflexión teológica es una fase del proceso de lo que Juan XXIII y el Concilio Vaticano II llaman “lectura de los signos de los tiempos”,i[vii] consistente en discernir la presencia y la actividad de Dios en los acontecimientos actuales de la historia contemporánea, tratando de dilucidar los problemas y las oportunidades, para dar respuestas adecuadas a la luz del Evangelio. En la realidad dramática que está viviendo hoy Colombia, una reflexión teológica seria y profunda sobre la problemática nacional es de una actualidad candente. Me referiré en particular a este punto más adelante. Esta reflexión es la que debe guiar nuestro modo de contemplar e interpretar las situaciones personales, sociales, culturales, políticas y económicas. La mirada atenta a lo que pasa a nuestro alrededor, para discernir lo que Dios quiere de nosotros, es como una prolongación de la contemplación ignaciana de la Encarnación, y a la vez una forma concreta de ser contemplativos en la acción.

El diálogo de la Teología con las otras disciplinas

La Teología como ciencia no puede cultivarse en forma independiente, o aisladamente de las otras ciencias. Desde esta perspectiva, se comprende la necesidad de un trabajo conjunto entre la Teología y todas las otras Facultades y disciplinas. El decantado tema de la interdisciplinaridad es más que un simple postulado de necesaria obligación en nuestras cartas fundamentales: es una exigencia absoluta, si no queremos que la Teología y las demás Facultades acaben trabajando recluidas en compartimentos estancos, espléndidamente aisladas unas de otras, aunque físicamente se encuentren en el mismo campus.

La Teología necesita de las otras ciencias, lo mismo que éstas necesitan de la Teología. La presencia de la Facultad de Teología en el campus de la Universidad es una oportunidad única, que no se puede desaprovechar, para entablar un diálogo más estrecho con todas las otras disciplinas. En un mundo cada vez más atomizado y

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especializado, la integración del saber es uno de los deberes ineludibles de una Universidad digna de este nombre. Promover el trabajo interdisciplinario implica un talante de colaboración y diálogo entre especialistas dentro de la propia Universidad y con otras Universidades. De este modo se podrán abrir nuevos horizontes a la docencia y a la investigación, contribuyendo así a la constante superación de la calidad académica y a la misma transformación de la sociedad. Me alegra saber que el trabajo interdisciplinar constituye uno de los objetivos de esta Facultad.

Las Constituciones Apostólicas Ex Corde Ecclesiae y Sapientia Christiana, cartas magnas de las Universidades Católicas y de las Facultades Eclesiásticas, destacan el papel particularmente importante que desempeña la Teología en la búsqueda de una síntesis del saber, como también en el diálogo entre fe y razón. La Teología presta ayuda a las demás disciplinas en su búsqueda de significado, ayudándolas a descubrir horizontes nuevos que no están necesariamente incluidos en sus propias metodologías. A su vez, las otras ciencias enriquecen a la Teología, proporcionándole una mejor comprensión del mundo moderno y ayudando a la investigación teológica a adaptarse mejor a las exigencias actuales.

En esta recíproca interacción, todas las disciplinas y Facultades se benefician mutuamente. El lenguaje y el contenido mismo de la Teología se enriquece con nuevas perspectivas, mientras que las otras ciencias se superan a sí mismas cuando se abren a la dimensión de la trascendencia y del Cristo-Logos, centro de la creación y de la historia. De este modo la Teología demuestra su primacía, no arrogándose predominio alguno sobre las demás ciencias, sino poniéndose humildemente al servicio de ellas, en busca de la Verdad completa y de la integración del saber.

En el intercambio mutuo entre las distintas ramas del saber, la Teología tiene un aporte específico que ofrecer. La revelación de Dios no planea alejada de la realidad, como divagando en un mundo virtual, sino que se inserta en el tiempo y en la historia concreta de los hombres y mujeres de nuestro mundo real. El mundo y todo lo que en él sucede, como también la historia y las vicisitudes por las que atraviesa el pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios propios de la razón, pero que no encuentran su explicación última sino a la luz de la fe. Donde la razón no llega a más, allí toca a la Teología abrir al horizonte de la fe. "La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia".

Fe y ciencia

La ciencia desafía a la fe, como lo vemos en la predicación de Pablo en el Areópago de Atenas, y en el anuncio de Cristo resucitado, "locura para los judíos, escándalo para los paganos" (I Cor 1,23). Pero la fe interpela también a la ciencia. Es necesario que el espíritu humano se remonte con las dos alas, la de la fe y la de la razón, hacia la contemplación de la Verdad total. Los problemas álgidos que plantean hoy la economía, el libre mercado, la globalización, la tecnología de la información, la nueva cultura, la biología genética, la violencia, la droga, la corrupción, la exclusión, o simplemente la crisis de sentido, no pueden ser ignorados en una Universidad.

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Pretender dar respuesta a esta problemática pura y simplemente a partir de la metodología propia de las distintas disciplinas académicas, prescindiendo de la luz que pueda aportar la fe, no es concebible en una Universidad Católica. Ignorar la fe sería condenarse a no poder alcanzar más que fragmentos de verdades truncas e incompletas, no la totalidad y unidad de la verdad a la que todo ser humano aspira. "La razón y la fe no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios".

También en este ámbito compete a la Teología un papel insustituible. Sin injerirse en las demás Facultades, le corresponde no obstante aportar a las otras disciplinas los elementos de juicio, basados en la revelación cristiana, en el Magisterio de la Iglesia y en la reflexión teológica, que les ayuden a trascenderse a sí mismas en su búsqueda de la verdad, proporcionando así a la ciencia una visión auténticamente holística. El principio de San Agustín "Intellege ut credas; crede ut intellegas" tiene su perfecta aplicación en una Universidad Católica, y es principalmente la Facultad de Teología la que debe dinamizar este proceso.

Respetando los objetivos y la metodología de cada disciplina, el esfuerzo conjunto de la inteligencia y de la fe permitirá avanzar en la búsqueda desinteresada e interminable de la verdad, hasta alcanzar a Aquel que es la Verdad plena y que colma el ansia de verdad y la sed de sabiduría de todo ser humano. En este cometido, la Teología goza de la misma libertad académica que las demás ciencias, en entera fidelidad a la Escritura, a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia. Más aún, la Iglesia estimula el trabajo creativo de los teólogos y sus esfuerzos por comprender mejor, desarrollar y comunicar más eficazmente el sentido de la Revelación.ii[xiv] La Facultad de Teología debe estar siempre alerta para responder con la docencia y la investigación a las necesidades y requerimientos de la Iglesia y de la sociedad, a cuyo servicio está.

La Encíclica Fides et Ratio subraya que el objetivo fundamental al que debe tender la Teología consiste en "presentar la inteligencia de la Revelación y el contenido de la fe". La Facultad de Teología de esta Universidad Javeriana cumple este cometido a través de los cursos que imparte a sus propios alumnos, pero no se limita a ellos. Me complace mucho saber que entre los servicios que la Facultad de Teología presta a esta Universidad Javeriana, figura el de la Formación Teológica y Religiosa a las Facultades, con un anuncio explícito del Evangelio y de la persona de Jesucristo a los estudiantes y al personal de las diferentes disciplinas.

Formación de sacerdotes y de laicos

Uno de los cometidos principales de una Facultad de Teología, aunque no el único, es el de la formación sacerdotal. Desde los tiempos de Ignacio de Loyola, la formación de los sacerdotes se cuenta entre los principales ministerios de la Compañía. A los futuros sacerdotes ofreceremos una sólida formación que les prepare para su ministerio pastoral, además del debido acompañamiento humano y espiritual. En los futuros sacerdotes, según señala la Exhortación Postsinodal "Ecclesia in America", se ha de promover también "la capacidad de observación crítica de la realidad circundante, que les permita discernir sus valores y contravalores, pues esto es un requisito indispensable para entablar un diálogo constructivo con el mundo de hoy".

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Además de los jesuitas y de los numerosos religiosos y religiosas que estudian en la Facultad, me felicito de la presencia en ella de laicos. Como indica la misma Exhortación, la renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los laicos. Sobre ellos recae en gran parte la responsabilidad del futuro de la Iglesia en este Continente.

Hay laicos que se sienten llamados a trabajar en el ámbito más propiamente "intraeclesial", construyendo de muchas maneras la comunidad eclesial de acuerdo a sus talentos y carismas, o desempeñando en algunos casos un ministerio laical dentro de la Iglesia. La Facultad de Teología cumple un papel fundamental ofreciéndoles la posibilidad de una sólida formación teológica. Pero, además de ellos, está el gran número de laicos llamados a trabajar en la actividad propia de los laicos --el ámbito de las realidades temporales propiamente dichas--, donde ningún sacerdote o persona consagrada puede sustituirles.

Estos últimos laicos y laicas se encuentran no sólo en la Facultad de Teología sino mayormente en las otras Facultades de la Universidad, y necesitan ellos también de la debida atención y formación para poder cumplir con su vocación laical. América necesita de laicos que puedan asumir competentemente responsabilidades directivas en la sociedad, hombres y mujeres capaces de actuar en la vida pública, incluido el ejercicio de la política en su sentido más noble y auténtico. Es necesario para ello que sean formados en los principios y valores de la Doctrina Social de la Iglesia, en la ética y en la teología moral, en las nociones fundamentales de la teología del laicado.

Sé de los esfuerzos que la Facultad y toda la Universidad están desplegando para que de entre sus estudiantes salgan estos laicos cristianos comprometidos que la Iglesia y Colombia necesitan. Quisiera animar a todos los responsables de la Universidad a no escatimar esfuerzos para ofrecer a los estudiantes la posibilidad de esta formación laical. De parte de la Compañía, la última Congregación General ha mostrado su disposición a ponerse al servicio de la misión laical, ofreciendo a los laicos, además de una sólida formación teológica, lo que somos y hemos recibido: nuestra herencia espiritual y apostólica, nuestros recursos educativos y nuestra amistad.iii[xix]

Dentro de esta oferta, los Ejercicios Espirituales ocupan un puesto de primer orden. Me alegra saber que los Ejercicios forman parten del servicio que ofrece la Facultad de Teología. Siguiendo a San Ignacio, les puedo asegurar que nada mejor podemos ofrecer para ayudar a los demás que los Ejercicios.

Una Universidad de la Compañía, y una Facultad de Teología, deben caracterizarse no sólo por su calidad y excelencia académica, sino por la formación de la "persona completa", en el plano de su formación humana, espiritual, moral y social. La atención de la persona concreta, para ayudarla a crecer en todas sus potencialidades, constituye otro de los rasgos típicos de la educación de la Compañía.

Teología y problemática actual

Entre las finalidades que los documentos de la Iglesia asignan a la Teología y a las Facultades de Teología se menciona explícitamente el "reflexionar a la luz de la revelación sobre las cuestiones que plantea cada época", y "buscar diligentemente las

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soluciones de los problemas humanos a la luz de la misma Revelación".

Característico del modo de proceder ignaciano es también el zambullirse en la realidad del mundo concreto, como lugar del encuentro con Dios. El principio teológico de que "no se sana sino lo que ha sido asumido por Cristo", tiene también aquí su aplicación. La historia es el lugar donde podemos constatar la acción salvadora de Dios a favor de la humanidad. En cualquier acontecimiento de la historia, en toda actividad humana, en los avances de la ciencia y de la tecnología --con sus enormes posibilidades y sus terribles amenazas--, está presente y actuante Dios. Para quienes estén familiarizados con la espiritualidad ignaciana, esta perspectiva evocará fácilmente la "Contemplación para alcanzar Amor" de los Ejercicios, y traerá a la memoria el "buscar y hallar a Dios en todas las cosas", característico también de San Ignacio.

Esta Facultad no opera en una campana del vacío, en una esfera ajena al espacio y al tiempo, sino en un contexto y en una situación histórica concreta. Esta Facultad y esta Universidad están situadas en América, en Colombia, y no pueden prescindir de la realidad que las rodea. La Teología no puede concebirse sino inserta en la realidad del mundo; de la misma manera como la Iglesia está en el mundo y hace suyos los gozos, las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Permítanme referirme a algunos desafíos concretos que interpelan de manera particular a la Teología hoy y en los que, a mi juicio, la Facultad y la Universidad tienen mucho que aportar. Lo haré basándome en algunos de los puntos señalados por la ya mencionada Exhortación Postsinodal.

a) La fe es el mayor don del Señor a este Continente.iv[xxiii] Sin embargo, a nuestro alrededor vemos signos contradictorios que reflejan un deterioro de la identidad cristiana: la cultura de la violencia perversamente propiciada por tantas personas y grupos, la sistemática falta de respeto a la vida humana y a los derechos de la persona, el conflicto armado y el enfrentamiento a muerte entre hermanos, el odio y la venganza, la crispación social, el sufrimiento y el desarraigo de vastos sectores de la población civil, la pérdida de esperanza; todos estos elementos configuran un cuadro radicalmente opuesto a la fe cristiana, y una negación de hecho del sentido de Dios.

No escapa a nadie la complejidad del tema. Conocemos la preocupación y los esfuerzos de la Universidad por responder a esta problemática lacerante, que afecta profundamente a la conciencia colectiva del país y a su imagen externa. A pesar de todas las dificultades, es motivo de esperanza constatar cómo las iniciativas de paz siguen desarrollándose. La presencia de la Iglesia en el mundo universitario es uno de los factores que más influyen en la formación cristiana del pueblo --afirman los Obispos de este Continente--, y las Universidades Católicas son un rasgo característico de la vida de la Iglesia en América. En este contexto, es responsabilidad muy propia de la Facultad de Teología contribuir desde su ámbito específico a la nueva evangelización y a la recuperación de la identidad cristiana del país.

Es preciso analizar científicamente y poner en evidencia las estructuras políticas, económicas y sociales que conducen a la rutina de la violencia y de la muerte. Sin

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embargo, no basta el estudio académico. Es preciso además formular alternativas concretas y optar por propuestas para ayudar a los colombianos a salir de esta espiral. No le toca a la Teología resolver los aspectos técnicos de los cambios estructurales que se imponen. Pero sí recae sobre ella la responsabilidad de colaborar desde su campo específico con las otras Facultades para la búsqueda de soluciones globales. A la Teología le toca apelar a las raíces cristianas del pueblo colombiano, comprometerse en la nueva evangelización y reavivar el rescoldo de la fe que corre cada vez más el peligro de convertirse en un nombre sin contenido.

Hay que anunciar sin ambages el mensaje cristiano y llamar a la conversión del corazón Es preciso anunciar a Jesucristo, "nuestra paz" (Ef 2,14). Él vino para unir lo que estaba dividido, para destruir el pecado y el odio, despertando en todos los hombres y mujeres la vocación a la unidad y a la fraternidad. Con Juan Pablo II, podemos afirmar: "No podemos prever el futuro; sin embargo, podemos establecer un principio exigente: habrá paz en la medida en que toda la humanidad sepa redescubrir su originaria vocación a ser una sola familia, en la que la dignidad y los derechos de las personas humanas (...) sean reconocidos como anteriores y preeminentes respecto a cualquier diferencia o especificidad". Con quienes han conocido la trágica experiencia de la violencia y experimentan sentimientos de odio y de resentimiento, hay que hacer todo lo posible por ayudarles a encontrar el camino de la reconciliación y del perdón.

Este es el único modo de poder mirar al futuro con esperanza para los jóvenes, para Colombia y para la humanidad entera. La Facultad de Teología y toda la Universidad prestarán un gran servicio a la sociedad colombiana si su compromiso evangelizador, su docencia y su investigación pueden traducirse en propuestas concretas al gobierno y a la sociedad civil para la construcción de la paz, la justicia evangélica y la convivencia fraterna.

b) En este contexto, se comprende que sea insoslayable el compromiso social de la Universidad. La opción por los pobres y excluidos, el servicio de la fe y la promoción de la justicia, no son una cantinela que repetimos hasta el cansancio, sino una exigencia de nuestra condición cristiana y el sello que marca la misión de la Compañía de Jesús. La Iglesia, en su Magisterio social, "no se cansa de invitar a la comunidad cristiana a comprometerse en la superación de toda forma de explotación y opresión". No se trata de aliviar compasivamente las necesidades más urgentes, sino de atacar las raíces del mal, "proponiendo intervenciones que den a las estructuras sociales, políticas y económicas una configuración más justa y solidaria".

No quiero añadir más a lo que hace un año señalé en Santa Clara, a la Asamblea de las Universidades de los Estados Unidos. La docencia y la investigación no pueden prescindir de una pregunta capital: ¿a favor de quién y en favor de qué se está?v[xxvii] En el contexto del neoliberalismo vigente en este Continente y en el marco de la globalización, la pregunta tiene un alcance inquietante.

La Teología y cada disciplina, más allá de sus respectivas especialidades, tienen que comprometerse con la sociedad, con la vida, con el ambiente. Esto las llevará a plantearse como preocupación moral de fondo cómo deberían ser los hombres y mujeres de este mundo para poder vivir juntos en una sociedad justa, fraterna, pacífica

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y solidaria.

En cuanto a los estudiantes, habría que preguntarse: ¿qué piensan hacer de sus vidas?, ¿qué Colombia están pensando construir para el futuro? La dinámica del mercado somete a tremenda presión a las jóvenes generaciones, que con todo derecho aspiran a equiparse profesionalmente de la mejor forma posible, para poder competir en el mercado y asegurarse un buen puesto de trabajo. Les deseo todo éxito en este legítimo deseo; pero quede bien claro que lo que la Compañía, la Iglesia y Colombia esperan de ellos va más allá. El "magis" ignaciano --y javeriano-- tiene aquí una aplicación muy concreta. El criterio de evaluación de nuestras Universidades jesuitas radica no en lo que la Universidad se propone, sino en lo que nuestros estudiantes de hecho lleguen a ser.

Si su Teología y su quehacer universitario quieren tener un sentido, dejen que la realidad perturbadora que les rodea penetre en este campus, para reflexionar sobre ella y darle la respuesta que la Iglesia y el país tienen derecho a esperar de Uds. como Universidad. Que profesores y estudiantes aprendan a sentir esta realidad, a pensarla críticamente y a comprometerse en la búsqueda y en la aplicación de soluciones. Que todos se acostumbren a percibir, pensar, juzgar, elegir y actuar no sólo pensando en sí mismos sino en favor de los demás, especialmente de los pobres y de los oprimidos.

c) Por último, quisiera concluir subrayando la importancia de la Teología en la evangelización de la cultura, uno de los temas en qué más hincapié hicieron los Obispos del Sínodo de América. En nuestro mundo se está configurando un colorido mosaico, en que coexisten una variedad de culturas que se traslapan y a veces se contradicen entre sí: cultura tradicional , cultura de la modernidad o de la postmodernidad; cultura de inspiración cristiana, cultura secular y cultura postcristiana; cultura indígena, popular, rural, de la urbanización, de los medios, de la tecnología. Por no hablar de la cultura de la nueva pobreza, de la violencia, de la droga, de la muerte. Unas culturas son avasalladoras y tienden a imponerse, otras son frágiles y se sienten amenazadas. También en el ámbito cultural, lo global y lo local se contraponen.

A la fe le corresponde dejarse tocar por las culturas, y éstas a su vez deben ser tocadas por el Evangelio, que discierne los aspectos positivos y negativos de cada cultura. El Evangelio no se identifica con ninguna cultura, pero debe encarnarse en las diversas culturas y necesita de elementos culturales para poder expresarse. Es necesario que "el Evangelio sea anunciado en el lenguaje y la cultura de aquellos que lo oyen".

En este contexto de mutuas influencias y de fuerzas desiguales, la Universidad es el lugar por excelencia para el diálogo entre fe y cultura, de modo que pueda hacer comprensible la fe a los hombres y mujeres de determinada cultura. A la Teología corresponde también inculturar el Evangelio, entablar un diálogo abierto y crítico con las culturas, y dar testimonio del Espíritu creativo y profético presente en toda expresión cultural verdaderamente humana. El Evangelio sintoniza con todo lo que hay de bueno en cada cultura. A la Teología le tocará también desafiar proféticamente a toda cultura invitándola a desprenderse de todo lo que impide la justicia del Reino. Inculturar el Evangelio significa permitir que la Palabra de Dios despierte toda su fuerza en la vida

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del pueblo. De esta manera será posible que el Evangelio enriquezca las culturas, y sea a su vez enriquecido, renovado y transformado por el aporte de esas culturas.vi[xxxi] La evangelización de la cultura es una de las dimensiones esenciales de la misión de la Compañía, y la Facultad de Teología debe vigorosamente reflejar esta faceta.

Confío en que estas reflexiones les puedan ser de utilidad en la nueva etapa que la Facultad de Teología inicia con su traslado al campus de la Universidad. Estoy seguro de que la cercanía y el mutuo intercambio entre la Teología y las demás Facultades han de redundar muy positivamente en beneficio de todos.

Que el Señor bendiga copiosamente a la Facultad de Teología y a toda la Universidad Javeriana en su trabajo apostólico al servicio de la Iglesia y de Colombia, para la mayor gloria de Dios y el bien de las almas.

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DISCURSO DEL P. GENERAL, PETER-HANS KOLVENBACH,EN LA 4ª ASAMBLEA DE LA CPAL

(Limpio, Paraguay: 30 de Octubre de 2001)

Agradezco a Dios la oportunidad de poder participar junto con ustedes en esta 4ª Asamblea de la CPAL (Conferencia de Provinciales de América Latina), aquí en Limpio, en el Paraguay. La última vez que estuve con ustedes fue en 1998, en Cali, Colombia, cuando había todavía dos Conferencias de Superiores Mayores en América Latina, una en cada Asistencia. Esta es la primera vez que me reúno con ustedes después de la unificación de las dos Conferencias en la CPAL. Por otro lado, la antigua Conferencia de los Provinciales Jesuitas del Brasil (CPJB), que ya antes hacía parte de la Conferencia de la Asistencia de América Latina Meridional, pasó a ser ahora una Conferencia Regional y parte integrante de la CPAL.

Considero esta reunión con ustedes muy oportuna y providencial por varios motivos. En primer lugar, coincide prácticamente con el 27 noviembre de 1999. Termina ahora su período experimental y ustedes deberían discernir, después de estos dos años, qué modificaciones desean introducir en los Estatutos de la Conferencia para que ésta pueda cumplir mejor la finalidad y los objetivos para los cuales fue constituida. Una vez aprobadas esas modificaciones, comenzará para la CPAL una nueva etapa a servicio de la misión de la Iglesia y de la Compañía de Jesús en América Latina. También mi visita coincide con una notable renovación de la Conferencia, que cuenta ahora con seis nuevos miembros. Sólo uno de ellos participó en la Asamblea que tuvieron en Los Teques, el pasado mes de abril. Para los otros cinco, ésta es su primera participación en la CPAL. Es para mí motivo de satisfacción poder compartir estos días con los nuevos Provinciales que han asumido su cargo y comienzan a desempeñar sus nuevas responsabilidades ya en el contexto interprovincial que la CPAL representa.

La principal motivación que les impulsó a establecer la CPAL no fue meramente de orden administrativo, sino sobre todo de orden apostólico, a la luz de aquel principio que gobierna la vida y misión de la Compañía: el mayor servicio divino y el bien más universal. Se unieron en una única Conferencia, la dotaron de una cierta infraestructura, con una sede permanente, un Presidente y un Secretario Ejecutivo a tiempo completo y su pequeño equipo central, para poder así responder mejor a las necesidades y desafíos que el mundo contemporáneo presenta a la vida religiosa y la misión de la Compañía, sobre todo en América Latina, pero también en todo el mundo, ya que ustedes son parte de un único cuerpo apostólico de carácter universal. Como sabemos, las Provincias, que existieron desde la fundación de la Compañía, son divisiones administrativas para facilitar el gobierno de la Compañía y sobre todo para garantizar por parte de los Superiores el cuidado personal y espiritual de cada jesuita que caracteriza nuestro modo de proceder. Del punto de vista apostólico, sin embargo, los intereses provinciales, por muy legítimos que sean, están siempre subordinados al mayor servicio divino y al bien más universal.

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Desde sus comienzos, hubo siempre en la Compañía necesidades que exigieron que algunas Provincias ayudaran a otras, sacrificando a veces sus propios intereses. La rica historia de nuestras misiones, hasta en tiempos recientes, coloca en evidencia la disponibilidad y generosidad con que las Provincias de la Compañía y los jesuitas individualmente respondieron a las necesidades de la Iglesia en regiones a donde la Buena Nueva no había todavía llegado a los operarios eran pocos, o en regiones donde las necesidades apostólicas eran más importantes o urgentes.

Obras de carácter internacional, como nuestras casas e instituciones romanas, también contribuyeron para que las Provincias se movilizaran y prestaran a esas casas y obras la ayuda que necesitaban y todavía necesitan, en términos de recursos materiales y particularmente humanos. Estas obras son “misiones” que la Iglesia nos ha confiado y de las cuales todas las Provincias son corresponsables.

En estos últimos años también ha aumentado la ayuda económica entre Provincias de diversas regiones, a través de convenios bilaterales o del conocido sistema de “hermanamiento”. Varias Provincias y Regiones de América Latina se han beneficiado y continúan todavía beneficiándose de ese sistema.

Hoy día, sin embargo, en el mundo global e interdependiente en que vivimos, además de esas necesidades ya presentes en épocas anteriores, han surgido otras que exigen nuevas respuestas y una cooperación todavía mayor entre las Provincias. Algunas de esas necesidades tal vez no sean enteramente nuevas, pero nos afectan a todos y hoy tenemos una mayor conciencia de su existencia y de la necesidad de colaborar más estrechamente entre nosotros a nivel interprovincial, para poder responder mejor a ellas, juntando fuerzas y mediante acciones o proyectos concretos.

Hay también necesidades y desafíos comunes a todos y que quizás puedan y deban encontrar una respuesta en el ámbito de cada Provincia. Pero aún en esos casos, el contexto global e interdependiente en que vivimos y los modernos medios de comunicación, sitúan esas necesidades y desafíos en un contexto más amplio que exige un intercambio de ideas y experiencias a nivel interprovicial y hasta internacional, para responder a ellos de un modo más adecuado y eficaz del punto de vista apostólico.

En las últimas décadas, para poder salir al encuentro de esa nueva realidad apostólica, de esos signos de los tiempos que al mismo tiempo que exigen nuevas respuestas, abren para nosotros nuevas oportunidades, han surgido en la Compañía estructuras intermediarias de gobierno al nivel de una o varias Asistencias. Las principales y más conocidas son las Conferencias de Superiores Mayores. Estas estructuras facilitan el gobierno del P. General, constituyen para que se refuercen en la Compañía su espíritu universal y ésta pueda así cumplir mejor su misión a servicio de la Iglesia, tanto en el ámbito internacional, como también al nivel de continentes o vastas regiones, como América Latina. Esas regiones, a pesar de su diversidad, tienen una cierta homogeneidad cultural y también problemas y necesidades comunes de orden social, económico y político con claras implicaciones apostólicas y que exigen, para ser atendidas de un modo adecuado, la acción conjunta de todas o varias Provincias.

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Aunque las Conferencias de Superiores Mayores varían en su estructura y funciones de una región a otra, ellas tienen, sin embargo, características y necesidades comunes que permiten una comparación entre ellas y un mutuo enriquecimiento. Eso aparece de un modo especial cuando se reúnen anualmente en Roma , como aconteció el mes pasado, los Moderadores de las Conferencias de Superiores Mayores de todo el mundo. Esas reuniones tienen como principal finalidad promover esa visión más universal y global de los problemas y necesidades que hoy debemos enfrentar y ayudar al P. General en el gobierno de toda la Compañía. Ellas también contribuyen, sin embargo, para colocar en evidencia los puntos fuertes y débiles de cada Conferencia e identificar los cambios que serían necesarios para mejorar el servicio que prestan a la Compañía.

La lectura de los decretos de nuestras últimas Congregaciones Generales revela una clara evolución de nuestra legislación en relación con esas Conferencias y, en particular, en relación con la autoridad que la Compañía, directamente mediante sus Congregaciones Generales o a través del P. General, les pueda conferir para que puedan cumplir mejor su misión. Cuando se trata del mayor servicio divino y del bien más universal, nuestro Instituto y nuestras Constituciones son bien claras: El mayor servicio y el bien más universal deben siempre prevalecer, aunque eso implique una cierta limitación de la independencia y autonomía de las Provincias y nos obligue a colocar en segundo plano algunas de sus necesidades, cuando se trata de importantes y urgentes desafíos de naturaleza Inter o supraprovincial o internacional y que exigen la acción conjunta de todas las Provincias de la Compañía o de aquellas de una determinada área geográfica.

Aunque la CPAL no tiene todavía dos años de existencia, en ese breve tiempo ustedes ya han dado muchos pasos para promover una mayor conciencia interprovincial e internacional entre sus Provincias y Regiones y con frecuencia lo han hecho de un modo bien concreto, mediante actividades y proyectos de naturaleza interprovincial. Es verdad que ya se habían dado pasos en esa misma dirección, antes de que la CPAL fuera creada. Es evidente, sin embargo, que la CPAL ha contribuido para ampliar y reforzar esa cooperación y multiplicar esos esfuerzos, a través de nuevas iniciativas y proyectos. Algunos de ellos ya han comenzado a producir esos frutos, como, por ejemplo, el Año Arrupe iniciativa que ha tenido repercusión fuera de América Latina, en otras regiones donde la Compañía trabaja. En el contexto de la CPAL se han iniciado, con mucha aceptación, cursos para Superiores y Formadores. La CPAL también acaba de publicar un folleto sobre “Colaboración con los laicos en la misión” que ciertamente contribuirá para promover esa colaboración hoy tan importante.

Sé, sin embargo, que hay otros importantes proyectos en vías de realización como, por ejemplo: la creación de una Federación de nuestros colegios en el ámbito latinoamericano (FLACSI); los esfuerzos para crear una red de acciones de base en el campo del desarrollo socio-económico; la elaboración de criterios para evaluar la dimensión social de nuestras comunidades y obras apostólicas y – de un modo muy especial y en un área de suma importancia para la colaboración interprovincial – el proceso actualmente en curso para definir prioridades y objetivos comunes a todas las Provincias y Regiones de la Compañía en América Latina. Ese es un paso esencial y

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absolutamente indispensable para llegar a una planificación apostólica al nivel de toda América Latina y definir acciones y proyectos interprovinciales para llevarla a cabo. El año pasado, en Javier, ustedes también constataron la importancia de los movimientos migratorios dentro de la misma América Latina y entre ésta y otros continentes, junto con la necesidad de unir fuerzas para poder ofrecer una ayuda a las poblaciones que emigran, no ya por motivos políticos o bélicos, sino simplemente para poder sobrevivir.

Aunque la CPAL ha realizado mucho en el corto tiempo de su existencia, el camino que lleva a la cooperación interprovincial e internacional que la presente situación exige, es un camino todavía abierto, lleno de posibilidades y de esperanzas.

En el momento en que ustedes deben evaluar los Estatutos de la CPAL y sugerirme las modificaciones que juzgaren necesarias u oportunas para el futuro de la Conferencia, deben considerar atentamente, con gran libertad y disponibilidad, si la misma Conferencia, y en particular su Presidente, cuenta con los medios y, especialmente con la autoridad necesaria, no sólo para ejecutar decisiones han unánimemente tomada, si no también asuntos sobre los cuales tal vez no haya una clara unanimidad, pero sobre los cuales la gran mayoría de ustedes concuerda. Cada uno de ustedes es responsable – en inglés diríamos que cada uno de ustedes es “accountable” – delante del Moderador, no sólo de la ejecución de las decisiones tomadas, si no también de la fidelidad a las posiciones adoptadas por la Conferencia en relación a asuntos de común interés.

Es a la luz de las necesidades y, desafíos de nuestra misión en el conjunto de América Latina y no sólo en función de las necesidades que todos enfrentamos, en el ámbito de cada una de nuestras Provincias o Regiones, que deberemos hacer esa evaluación, conciente de que algunas de nuestras decisiones, una vez aprobadas por el Padre General, podrán limitar nuestra autoridad y exigir de todos nosotros ciertos sacrificios. Tal vez la palabra “limitar” no sea la más adecuada y deberíamos más bien subrayar la necesidad de subordinar los bienes que todos ustedes, como Superiores Mayores, ciertamente se esfuerzan por perseguir en la ámbito de cada Provincia , al bien mayor y más universal, en el contexto de nuestra misión en el mundo de hoy.

La CPAL no es una mera unión de Superiores Mayores que se enriquecen entre sí a través del intercambio de ideas y experiencias o se ayudan mutuamente mediante algunos servicios que atiendan necesidades que todos experimentan. La CPAL constituye una unidad, un cuerpo corresponsable con el P. General del gobierno religioso y, apostólico de la Compañía de Jesús, en particular en América Latina. Esa responsabilidad mayor, que va más allá de los límites provinciales, se debe reflejar en el gobierno de cada Provincia y, por ejemplo, en la elaboración de sus Planes Apostólicos que deberían siempre incluir esas necesidades supra e interprovinciales y ser sometidos a toda la Conferencia, no sólo para su información, sino también para examen y eventual revisión, en función de las prioridades y objetivos comunes que ustedes mismos han definido o que el P. General les ha indicado.

Esa solidaridad y transparencia entre ustedes se debe manifestar de diversos modos, como por ejemplo intercambiando informaciones, no sólo sobre la situación religiosa y apostólica de sus respectivas Provincias, sino aún de su situación financiera,

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como ya hacen varias Conferencias y ustedes también han comenzado a hacer.

Termino felicitándolos por el camino que han recorrido ya en tan poco tiempo y animándoles a seguir adelante. Aunque su Conferencia es todavía muy joven, ustedes viven en países que también son jóvenes y miran el futuro. Pueden, pues, permitirse quemar etapas y llegar en breve tiempo allí donde otros sólo llegaron después de muchos años y mucho esfuerzo. A ustedes, que tuvieron la benéfica iniciativa de conmemorar el décimo Aniversario del fallecimiento del querido Padre Arrupe, sirvan de inspiración y estímulo sus palabras.

“Amar a la Compañía, pertenecer a ella por entero es, para San Ignacio, aportar la propia docilidad al Espíritu de Dios que actúa en ella, contribuir creativamente a esta acción del Espíritu y dar cuerpo a su personal docilidad, encarnándola en la libertad de la obediencia” (Alocución en Lima, 31 de julio de 1979).

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INAGURACIÓN DE LA SEDE RECTORAL DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CÓRDOBA, ARGENTINA (12/11/01)

Me complace en gran manera encontrarme entre ustedes, con ocasión de la inauguración de la nueva sede del rectorado. Tengo mucho gusto en saludar al P. Provincial de la Compañía, al Rector de la Universidad, a las autoridades, cuerpo docente, administrativos, estudiantes, antiguos alumnos y amigos de esta Universidad Católica de Córdoba.

Quisiera con unas breves palabras referirme a la función propia del rectorado, encuadrándola dentro del marco más amplio de los objetivos de una universidad, y en particular de una universidad de la Compañía.

Unidad e integración del saber

Por definición, la universidad es la comunidad de maestros y estudiantes animados por el mismo amor al saber, que, de modo riguroso y crítico, contribuye a la tutela y al desarrollo de la dignidad humana y de la herencia cultural, mediante la docencia, la investigación y el servicio que presta a la sociedad. Una universidad católica cumple este objetivo, aportando de manera institucional a su tarea la inspiración del mensaje cristiano (Cf. Ex Corde Ecclesiae, 1, 12-15). Una universidad de la Compañía se propone estos mismos objetivos, incluyendo además la perspectiva propia de la misión de la Compañía de Jesús, definida hoy como el servicio de la fe y la promoción de la justicia, de acuerdo a “nuestro modo de proceder”.

En este contexto, la función del rectorado es ante todo garantizar que la universidad se mantenga y se desarrolle como universidad. Existe el peligro de que la universidad se disgregue en un cúmulo de facultades y departamentos, centros e instituciones, todos ellos académicos, pero sin un lazo de unión entre si. En la actualidad, se está generalizando en todo el mundo un proceso de desintegración del saber de tal genero, que la universidad está perdiendo la función que su nombre indica, a saber, el ser universal en el campo del saber, y capaz de integrar el conjunto de todos los ámbitos de la ciencia humana.

Hubo un tiempo en el que el nombre de universidad constituía un verdadero programa, tanto para los estudiantes, sedientos de lograr una visión de conjunto de todo el saber humano, como para los profesores, fascinados por la “paideia”, el nacimiento y desarrollo de la vida intelectual como tal en sus estudiantes. Profesores y estudiantes se unían en la búsqueda de la “sophia”, de la sabiduría que integraba todo el saber y hacer humano, incluida la dimensión trascendental. Era la época de las “sumas” filosóficas y teológicas. Gracias a estas “sumas”, las diferentes ramas de la universidad mantenían una relación orgánica con el conjunto del saber universitario. Sobre todo en la edad media, la universidad se fundamentaba en la unidad del saber, encaminada a la fuente única de toda verdad, Dios.

El proceso de desintegración se atisba ya en el siglo de San Ignacio. La reforma, junto con la desunión de las iglesias cristianas, incapacita a la teología para ser en adelante factor de unidad universitaria. Posteriormente, con la revolución copernicana,

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las ciencias positivas rompen la unidad del saber, arrogándose el derecho de ser las únicas científicas y relegando todos los otros campos al rango del saber no científico, o a la tarea de convertirse en científicos. La consecuencia es que toda rama del saber humano elabora su propio método y se especializa, haciendo de la especialización una norma de su carácter científico. Cuanto más especializado es uno en su propio campo, con más derecho se siente a ser considerado como científico. De ahí un mundo universitario cada vez más cerrado, un saber académico cada vez más disperso, hasta llegar – como se ha dicho – a saberlo casi todo sobre casi nada, o a saber casi nada sobre casi todo.

Apertura pluridisciplinar. Cabeza y cuerpo

En el ámbito de la organización de una universidad, la necesaria e indispensable autonomía de las disciplinas provoca una mera yuxtaposición de facultades y departamentos, centros y círculos. El rectorado debe reconocer el derecho de cada disciplina a desarrollarse con la libertad propia de la investigación, según sus principios y métodos peculiares. Pero, en cualquier caso, debe promover a toda costa una colaboración pluridisciplinar que mantenga a la universidad, en todos sus centros y círculos, fiel a una unidad del saber universal al servicio del carácter humano de toda ciencia.

Ninguna profesión científica puede hoy contentarse con una saber restringido. Todas las profesiones tienen necesidad de apertura pluridisciplinar. Ya no es posible asumir una responsabilidad en el campo científico y técnico sin tener conciencia de los valores que implica hoy toda ciencia, y sin tomar en cuenta las consecuencias sociales y económicas de determinadas opciones. No se puede prescindir de la referencia a lo religioso o a lo político, a la hora de que una facultad o un departamento elabore su proyecto académico. De ahí que la primera responsabilidad del rectorado sea la de mantener todas las especializaciones académicas en una apertura pluridisciplinar al mundo universitario de todo el saber, que se especializa precisamente al servicio de la sociedad humana.

En tiempos de San Ignacio, esta responsabilidad unificadora recaía de por si en la figura del rector de la universidad. A él correspondía el gobierno entero de la universidad, en particular el enderezar en letras y costumbres toda la universidad (Const. S.J., [490]). Contrariamente a lo que ocurría en otras universidades de la época, sobre todo de tradición hispánica como Salamanca o Alcalá, en la universidades de la Compañía el rector no era elegido por el cuerpo de profesores y estudiantes sino nombrado directamente por el General. Este punto no era negociable para Ignacio. De este modo se pretendía asegurar la unidad de todo el cuerpo de la Compañía con la cabeza.

La comparación de la cabeza y del cuerpo, aparece con frecuencia en los escritos de Ignacio. La Compañía es para Ignacio para “cuerpo” apostólico universal. “Cuerpo” y “miembros” son las palabras más usadas por el para referirse a esta realidad. El General, cabeza de la Compañía, es quien rige todo el cuerpo y sus miembros. La cabeza cumple una función rectora, en estrecha unión con el cuerpo. En este esquema, rigurosamente piramidal, cada uno participa en la estructura a través de la subordinación, de la responsabilidad compartida, de las consultas, estructurando una

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jerarquización a partir de la base.

La cabeza cumple una función no tanto de poder sino de responsabilidad: delegar su autoridad, mantener la unión entre los miembros por medio del amor, dinamizar el cuerpo, consultar, discernir. En el caso del rector de la universidad, entre sus obligaciones se menciona la de llamar y oír a sus oficiales y a los representantes de la Facultades. El rector debe consultar y atender el parecer de los más entendidos para que mejor se determine lo que conviene (Const. S.J. [501-503]). Para expresar la unidad orgánica del cuerpo, en esta estructura a primera vista tan vertical Ignacio utiliza siempre la palabra “nosotros”.

Reflexión teológica

En el proceso de integración del saber, así como en el diálogo entre fe y razón, la teología desempeña un papel insustituible. En tiempos de Ignacio, la facultad de teología ocupaba siempre el primer lugar entre todas las facultades. En la actualidad, los documentos de la Iglesia insisten en que toda Universidad Católica deberá tener una facultad, o, al menos, una cátedra de teología (Ex Corde Ecclesiae, 19), dada la importancia de la teología entre las disciplinas académicas. Ya el P. Arrupe, de cuya muerte celebramos este año el décimo aniversario, mencionó la reflexión teológica como una de las prioridades apostólicas de la Compañía de Jesús. La reflexión teológica insoslayable en una universidad de la Compañía, contribuye a la búsqueda de significado de las otras ciencias, proporcionándoles perspectivas nuevas que van más allá de lo que cada disciplina es capaz de alcanzar de acuerdo con su propia metodología. Las otras disciplinas, por su parte, enriquecen a la teología, proporcionándole una cercanía y una mejor comprensión del mundo de hoy.

La reflexión teológica permite también iluminar a la luz del Evangelio la problemática que la realidad circundante lanza a la universidad. El contexto local y global ejercen un impacto sobre la universidad, y ésta, a su vez, está llamada a ejercer su influjo sobre la sociedad. En la difícil situación socio-económica y política que está viviendo la Argentina, la reflexión teológica y la contribución de las distintas disciplinas a la solución de los problemas que atraviesa el país constituyen una exigencia que deriva del compromiso de la universidad con la sociedad.

El Padre Arrupe señaló en cierta ocasión que el carisma de las instituciones de la Compañía consiste en emplear sus fuerzas para estudiar las manifestaciones trágicas de los malentendidos existentes en el seno de nuestras sociedades. Ello comporta para el rectorado el “servir a la fe”, sobre todo a través de la reflexión sobre el sentido, valores y referencias que permiten a la universidad situarse y actuar en nuestro mundo contemporáneo, formando agentes de cambio de la sociedad humana, procurando privilegiar en su reflexión y en su acción el punto de vista de los más pobres y marginados; en una palabra, buscando el advenimiento de esa sociedad nueva a la que todos aspiramos, al comprometernos en el trabajo universitario bajo la animación del rectorado.

Apertura crítica a la ciudad

Tocamos aquí otra responsabilidad de la universidad y del rectorado, que es su apertura a la ciudad. La universidad no es un fin en si misma, sino que es para la

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sociedad. La universidad debe dejarse interpelar por la sociedad, y a su vez debe interpelar a la sociedad. La universidad no es una torre de marfil, pero tampoco es un servicio publico, en el mismo sentido que lo es la administración pública. Sobre todo porque, debido a su responsabilidad universal, la universidad es una respuesta a una necesidad o a las necesidades de toda la sociedad. Su servicio especifico es el de la enseñanza y la investigación, enraizadas ambas en su entorno social y cultural.

Es cierto que el conocimiento tiene una finalidad y un sentido en sí mismo. No obstante, desde la perspectiva ignaciana, cabe siempre preguntarse el “porque” y el “para quien” del conocimiento. La respuesta a esta pregunta tiene siempre que ver con la sociedad y con el bien común. La universidad no puede distraerse de su misión específica, ni caer tampoco en el activismo social. Pero, al propio tiempo, no puede ignorar cuestiones fundamentales que tocan a la realidad ambiente, como, por ejemplo, la coyuntura económica y social, la ética de la vida pública y de los negocios, la precariedad laboral, la nueva pobreza, la fragilidad democrática, la crisis de valores ciudadanos, o la fuga de cerebros. Ante esta vasta problemática, la universidad tiene una palabra que decir como universidad, desde su ámbito específicamente universitario, como conciencia crítica de la sociedad a la que ilumina con su reflexión y su propuesta.

Ello implica que el rectorado abra la mente y los corazones de la comunidad universitaria a la sociedad humana circundante y a los cambios religiosos, culturales, económicos y sociales que la sacuden y transforman. Ello significa también que la enseñanza, aun cuando privilegie el dominio de los conceptos y de las técnicas de la investigación, incluya también la responsabilidad de emitir su juicio sobre los valores que entran en juego en toda rama del saber. De esta manera toda enseñanza estructura la visión de las realidades de la sociedad y del mundo. No se trata en absoluto de aumentar la cantidad de saber que hay que acumular, sino de cualificar el saber – todo saber – en el impacto que inevitablemente tiene sobre la sociedad y su futuro.

La universidad debe seguir siendo un recinto de creatividad, de crítica y de participación, con plena libertad para la construcción de la sociedad en toda su complejidad. Al abrir la universidad a su responsabilidad específica con respecto a la ciudad, el rectorado tendrá también que hacer frente a los requerimientos de la industria, del mercado y de las organizaciones públicas, para emprender proyectos conjuntos. En esta concertación de universidad debe resistir a las presiones de la economía del mercado sobre la enseñanza y la investigación, con el fin de salvaguardar su aportación original, haciendo prevalecer tanto el avance del conocimiento como el carácter específico de su acción científica y tecnológica.

Las exigencias del mercado del conocimiento, de la tecnología informativa y de la industria están haciendo vacilar los cimientos de la educación superior. La integración del saber, y la misma liberad y autonomía académica, están seriamente amenazadas. La que por vocación estaba llamada a ser universitas magistrorum et schorarium corre el riesgo de convertirse en una especie de gran supermercado intelectual, en concurrencia con otros proveedores, al que los consumidores acuden a aprovisionarse de ciertos productos puntuales. La universidad puede acabar cediendo a las presiones

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de la “clientela”, en una contexto cada vez más competitivo.

Las demandas de la sociedad deben ser pasadas al tamiz de la crítica, para discernir cuales responden a la misión de una universidad de la Compañía y cuales no. La misión es lo que tipifica nuestra oferta. Además de una docencia, investigación y formación de la más alta calidad, como pudiera ofrecerlas otra institución similar, una universidad de la Compañía incluye un valor añadido, que otras no pueden ofrecer. Este “más” – palabra típicamente ignaciana -, consiste en el conjunto de objetivos y características que conforman la identidad y misión de la universidad. El sello ignaciano es lo que puede y debe hacer la diferencia. Por la cuenta que le trae, la misma sociedad debería comprender que esta “plusvalía” hecha de una concepción determinada del ser humano y de valores espirituales y éticos fundamentales – representa también un valor de mercado.

Fuera de la enseñanza y de la investigación propiamente dichas, un campo específico que la universidad no puede dejar de lado en su servicio a la sociedad es el de formación permanente. Su objetivo no consiste únicamente en la actualización de los conocimientos, sino en brindar a la universidad la oportunidad de un intercambio constante entre las necesidades de la ciudad y los intereses académicos. De esta manera también, la universidad no es solamente lugar para la adquisición de una disciplina o de una técnica, sino lugar de experiencia de vida para sus estudiantes, y un lugar de solidariedad con al ciudad.

El desafío de la justicia

El servicio de la fe, así como el diálogo entre fe, cultura y sociedad, de los que el rectorado es impulsor y garante, son inseparables de la promoción de la justicia. El tema de la justicia en una universidad jesuítica no es un añadido extraacadémico, o un slogan demasiado conocido, sino una dimensión esencial de la misión de la Compañía, con una actualidad dramática en todo el mundo, especialmente en el medio latinoamericano en que se inserta esta universidad.

El criterio para evaluar una universidad de la Compañía no es lo que la universidad pretende de sus estudiantes, sino en definitiva lo que los estudiantes lleguen a ser, y la responsabilidad cristiana adulta que demuestren en el futuro para trabajar a favor de sus prójimos y de su mundo. Nuestros estudiantes deben aprender ya desde ahora a pensar, juzgar, elegir y actuar al servicio de los demás, especialmente de los menos aventajados y de los excluidos. No solo la pastoral universitaria, sino la universidad institucionalmente, tiene aquí ancho campo de acción.

Esto no significa de ninguna manera tener que ceder del nivel académico de la docencia o la investigación, o convertir la universidad en una simple agencia de acción social. No se trata de tener que elegir entre excelencia académica o servicio a los pobres. Se trata de compaginar ambos objetivos, en nombre no de una corriente pasajera sino como consecuencia de la misión evangelizadora de la universidad y de su compromiso con la doctrina social de la Iglesia. La excelencia académica es irrenunciable, como lo es también el servicio a la Iglesia y a la sociedad. Pero se puede dudar de una excelencia que olvide la “composición de lugar” de la realidad ambiente, y que no sea capaz de incidir universitariamente en la transformación de esta realidad.

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Se percibe a veces cierto malestar por el hecho de que la extracción social de nuestro alumnado parece estar en contradicción con los repetidos principios de la justicia y la opción por los pobres. Todo reduccionismo es peligroso, como lo es un inclusivismo en que todo vale igual. El verdadero problema no es si los pobres pueden ingresar en la universidad; sino que hacemos con nuestros estudiantes, ricos o pobres, una vez han ingresado en ella. Si no logramos formarles hombres y mujeres para los demás, y capaces de transformar nuestro mundo en un mundo fraterno, justo y solidario, podemos darnos por fracasados. El punto de la cuestión es si la universidad entera ha hecho de la fe y de la justicia una prioridad dentro de su misión, y si su práctica institucional responde a este objetivo.

Si los pobres no pueden ingresar en la universidad, la universidad es la que debe entrar al mundo de los pobres. Profesores y alumnos, unos y otros desde su campo específico, tienen que ver cómo comprometerse de manera adecuada con la sociedad ambiente. Me alegra saber de los programas de contacto con la realidad y servicio a la comunidad que existen en la universidad. La solidaridad y el servicio, no se aprenden nocionalmente, sino a través de la inmersión en la realidad. No es cuestión sólo de proponerse cambiar la realidad, sino de dejarse cambiar por ella.

Hace cerca de treinta años, el P. Arrupe lanzava su famosa expresión hombres para los demás. Es decir, hombres – y mujeres – que no conciban el amor de Dios sin el amor al hombre; un amor eficaz que tiene como primer postulado la justicia, y que es la única garantía de que nuestro amor a Dios no es una farsa. (A los Antiguos Alumnos de Europa, Valencia, 1973). El tema de la justicia dista mucho de estar agotado.

Unidad e integración del saber, reflexión teológica, diálogo con la sociedad, compromiso con la fe y la justicia: he aquí algunos de los cometidos fundamentales de una universidad católica de la Compañía. En todos estos campos, compete al rectorado una responsabilidad particular. Pero el Rector – la cabeza – no está sólo en esta vasta tarea. Con él están los miembros del “cuerpo”, inspirados todos ellos por el carisma de Ignacio de Loyola, que son parte del “cuerpo universal” de la Compañía, cuya verdadera cabeza es Cristo nuestro Señor.

Que la inauguración de esta sede rectoral sea para la Universidad Católica de Córdoba la ocasión de profundizar su sentido de pertenencia a este cuerpo apostólico, y señalarse en cumplimiento de su misión como universidad para “el mayor servicio divino y bien de las ánimas”.

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LA COLABORACIÓN CON LOS LAICOS EN LA MISIÓN

(Encuentro con Laicos en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia – 5/11/01)

Me es muy grato tener este encuentro fraterno con Ustedes, laicos y laicas comprometidos estrechamente con la obra apostólica que la Compañía de Jesús realiza en la ciudad de Santa Cruz. Nos une a todos los aquí presentes un lazo común muy profundo, pues a todos nos mueve un espíritu común.

Cambio experimentado en la Iglesia

Hemos iniciado un nuevo milenio. El comienzo de esta época ha estado unido a cambios cada vez más acelerados: se quiebran viejas formas y métodos de acción sobre la sociedad, cambian los esquemas de interpretación de la realidad, aparecen nuevas exigencias y desafíos a nuestra creatividad en todos los campos de la labor apostólica.

Desde el Concilio Vaticano II, iluminada por el Espíritu, la Iglesia nos viene recordando que Cristo prosigue su misión en el mundo no solamente a través de los obispos y sacerdotes, sino también por medio de los laicos que son la mayoría del Pueblo de Dios. Asimismo, los Obispos Latinoamericanos en su reunión de Santo Domingo en 1992, resaltaron el reclamo de América Latina urgiendo un protagonismo mayor de los laicos, en la Nueva Evangelización, la promoción humana y la creación de una cultura auténticamente cristiana.

Hoy no cabe duda que la Iglesia del tercer milenio ha de ser una iglesia “laical”. ¿En qué sentido? En el sentido de una creciente responsabilidad de los laicos –hombres y mujeres- en la vida de la Iglesia: en las parroquias, en las organizaciones diocesanas, en las instituciones teológicas, en las obras de caridad y promoción de la justicia. Usamos la expresión “Iglesia laical” porque a través de Ustedes, los laicos, puede la Iglesia ser fermento de justicia, paz e igualdad para la reconstrucción de este mundo roto.

Esta misma convicción la expresamos los jesuitas en nuestra última Congregación General, que es el máximo organismo “legislativo” de nuestra Orden: los laicos tienen una palabra que decir, se sienten parte integrante de la misión de la Compañía de Jesús, ésta no puede realizar su obra apostólica sin contar con la cooperación de muchos hombres y mujeres de buena voluntad que se nutren, al igual que los jesuitas, de las fuentes de la espiritualidad de San Ignacio de Loyola. Esta emergencia del laicado en la Iglesia fue reconocida por los jesuitas en la Congregación General 34ª. como una verdadera gracia y, consecuentemente, surgió allí una clara toma de posición, que se expresa en estos términos: Deseamos responder a esta gracia poniéndonos al servicio de la plena realización de la misión de los laicos y nos comprometemos a llevarla a buen término cooperando con ellos en su misión.

Razones que justifican el protagonismo de los laicos

Alguien nos puede decir que nuestro interés es utilitario: frente a una creciente escasez de mano de obra en la enorme tarea de la evangelización, los Obispos y

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sacerdotes, y también nosotros los jesuitas, nos vemos obligados a recurrir a la ayuda de los laicos. Esto no se puede negar, hay un decrecimiento en el número de las vocaciones en muchas partes del mundo, debemos ser realistas; pero pensar solamente en esos términos es desconocer la realidad honda de la Iglesia y las raíces de la espiritualidad ignaciana.

En el Concilio Vaticano II se proclamó solemnemente la igualdad fundamental de todos los miembros de la Iglesia –obispos, sacerdotes, religiosos, laicos- con estas frases llenas de contenido: la condición de este pueblo es la dignidad y libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandamiento del amor como el mismo Cristo nos amó a nosotros (Jn 13, 34). Y tiene como fin el dilatar más y más el Reino de Dios iniciado por Dios mismo en la tierra (Lumen Gentium, n. 9). Esto vale para obispos, religiosos, sacerdotes y laicos por igual. No es de extrañar que el mismo Vaticano II afirme también que todos estamos llamados a la santidad (Lumen Gentium, n. 39), cada uno según su propio estado de vida.

Esto lo expresa San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, que son el instrumento a través del cual nos transmitió su honda captación del Evangelio. En su meditación sobre el “Rey Temporal”, nos hace experimentar el llamamiento que Cristo, Rey eterno, dirige a cada uno de nosotros en el fondo de nuestro corazón para que empeñemos nuestra vida en la construcción de su reino. Unos respondemos a ese llamamiento como sacerdotes o religiosas, otros responden como laicos, pero la sinceridad y entrega de la respuesta debe ser la misma para todos.

En esta respuesta no hay sitios más altos o más bajos. Es respuesta del corazón al designio de Dios sobre cada uno de nosotros. Podrá variar en las formas pero no en su contenido último y fundamental: la vocación de hijos e hijas de Dios en Cristo.

Más aún, San Ignacio no se conforma con un seguimiento de Cristo en el que meramente se ofrece la persona al trabajo. Dice que los que más se querrán afectar y distinguir ofrecerán su vida misma, libres de todo apego desordenado. En eso consiste el “magis”, el MÁS ignaciano, característico de su espiritualidad, que impulsa a entregarse “más”, a buscar cada vez más la mayor gloria de Dios, sin medias tintas, sin respuestas mediocres, pues la mediocridad no tiene lugar en la cosmovisión ignaciana.

Así, pues, se elige ser sacerdote o ser laico para servir más, para servir mejor a Dios nuestro Señor y llevar adelante la misión de Cristo. Ser laico es una elección en respuesta a una vocación. Ser laico no es un simple estado que resulta de no elegir, sino que es la posibilidad concreta escogida por mí para cumplir mejor la voluntad de Dios sobre mi vida y comprometerme en la construcción de su reino. De este modo, en palabras del Papa Juan Pablo II, la vocación del laico consiste en participar, según el modo que les es propio, del triple oficio –sacerdotal, profético y real- de Jesucristo” (Redemptoris Misio n. 71). O en palabras del Concilio: la misión propia del laico es buscar el Reino de Dios tratando los asuntos de este mundo y ordenándolos según Dios (Lumen Gentium, n. 31).

Desafíos que jesuitas y laicos debemos asumir juntos

Cuando todavía era un laico, San Ignacio de Loyola fue un hombre osado y

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generoso que se puso al servicio de la misión de Cristo. Sufrió prisión de parte de la Inquisición en Alcalá, Salamanca, Paris, Venecia, porque sin haber estudiado teología se ponía a “dar Ejercicios Espirituales y aclarar la doctrina cristiana” a la gente. Él se sentía urgido a ello por el Espíritu, no podía apagar el fuego que llevaba dentro. Años más tarde, y como señal de que ese mismo Espíritu era quien también movía a la Iglesia, fundó la Compañía y la puso al servicio del Papa.

En ese mismo Espíritu, que movió e inspiró a San Ignacio, la Compañía de Jesús hoy quiere ponerse al servicio de la realización de la misión de los laicos. La C.G. 34ª. expresó en un decreto sobre los laicos la inquietud más sentida de los jesuitas hoy en el mundo: colaborar con los laicos. Y de manera sorprendente para todos, fue la primera orden religiosa que dedica una decreto especial en favor de la promoción de la mujer y de su situación en la Iglesia y en la sociedad.

Pero este hecho no debería extrañarnos a quienes interpretamos la vida laical como una vocación particular de Dios. ¿No tenemos el ejemplo emblemático de la respuesta incondicional de María a la vocación divina? Como ella, hay muchas mujeres que con una entrega radical viven el “magis” ignaciano, lejos de actitudes mediocres y con una fortaleza ejemplar que sólo el Espíritu puede inspirar. Es el momento de escuchar a la mujer y de darle su sitio en la sociedad y en la Iglesia.

Lamentablemente durante mucho tiempo hemos proclamado las verdades cristianas desde una visión muy masculina, privándonos de la riqueza que puede provenir del oír con atención esas mismas verdades desde la visión femenina. Son innumerables los aportes que las mujeres hacen a la Iglesia, son variadísimos sus campos de participación, la labor de la Iglesia en el mundo (y de modo particular en los países de América Latina) no se sostiene sin la ingente y abnegada contribución de tantas y tantas religiosas y laicas. Los jesuitas contamos con ellas en todas nuestras obras, incluso en dar Ejercicios Espirituales, pues creemos que en ese “ayudar a las almas” ellas tienen mucho que ofrecer pues cuentan con cualidades innatas que las favorecen. Puedo manifestarles que es motivo especial de satisfacción para mí el poder comprobar el importante papel que juega la mujer en las obras de la Compañía en Bolivia: en puestos de gran responsabilidad, en las parroquias, en la educación primaria, secundaria y superior, en el trabajo radial y en las publicaciones, en las obras sociales de asistencia a los necesitados y en los proyectos de desarrollo.

En este gran proceso histórico que a todos nos compromete, ¿dónde veo yo la mayor necesidad? ¿Cuál es la condición indispensable para que crezca la vocación laical, para que se incremente la colaboración en la misión, para que podamos juntos buscar la voluntad de Dios en el servicio que brindamos a Bolivia, hablando un único lenguaje que todos podamos comprender?

La respuesta es: participar en el mismo espíritu ignaciano y empeñarnos juntos en un camino de formación continua de nuestro ser cristianos. Para esta formación pueden ustedes contar siempre con los jesuitas. Ellos quieren y pueden transmitirles la espiritualidad ignaciana principalmente por medio de su instrumento más eficaz que son los Ejercicios Espirituales. Este instrumento ha sido sobradamente probado a lo largo de la historia de la Iglesia y, gracias a él, estamos seguros de que se formarán los

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apóstoles que la Iglesia del Siglo XXI necesita.

La profunda experiencia de Dios, cuya fuerza transformadora experimentamos en los Ejercicios, es la que ha de sostener y nutrir el propósito fundamental que los jesuitas han definido en su Plan Apostólico de la Provincia Boliviana: participar en procesos personales, eclesiales y sociales que contribuyan a la construcción de una sociedad más democrática y equitativa. Tal propósito se concreta, como línea estratégica, en el acompañar la formación de las personas que vivan la experiencia espiritual y ejerzan la ciudadanía, empeñándose de modo especial en la tarea de promover la incorporación y participación de los sectores marginados. Es, pues, una espiritualidad comprometida con la justicia y el cambio la que queremos transmitir para formar hombres y mujeres que sirvan realmente a esta sociedad, “que influyan en ella” y se inserten en las instituciones para renovarlas desde dentro, perseverando fieles a sus ideales porque son “capaces de trabajar a pesar de denuncias y de sospechas” (Cf. Plan Apostólico).

Queda claro, por consiguiente, que el Espíritu de Jesús nos está llamando, en cuanto hombres para y con los demás, a compartir con el laicado lo que creemos, somos y tenemos en creativa hermandad para ayuda de las almas y para la mayor gloria de Dios (C.G. 34ª.).

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i[vii] Gaudium et Spes, 4, 11. 44.

ii[xiv] Ex Corde Ecclesiae, 29.

iii[xix] CG 34, d.13, 7.

iv[xxiii] Ecclesia in America, 14.

v[xxvii] Peter-Hans Kolvenbach, El servicio de la fe y la promoción de la justicia en la educación universitaria de la Compañía de Jesús de EE.UU., Santa Clara, Octubre 2000.

vi[xxxi] CG 34, d.4, 3, 11, 13.

LA FORMACIÓN PERMANENTE COMO FIDELIDAD CREATIVA

(Carta a la Compañía de Jesús: Roma, 7 de marzo de 2002)

1. INTRODUCCIÓN

La formación permanente y el discernimiento apostólico constituyen “el pilar” de la renovación espiritual y apostólica de la Compañía. Esta era la convicción profunda del P. Pedro Arrupe que, siguiendo las orientaciones de las Congregaciones Generales 31ª. y 32ª., expresó en repetidas ocasiones, exhortando y motivando a los jesuitas y al cuerpo universal de la Compañía a capacitarse y adaptarse constantemente para responder a las exigencias de nuestra misión y los desafíos del mundo actual[1]. Insistía en que Dios quiere servirse de nosotros como instrumentos aptos y eficaces para responder a los cambios rápidos y profundos del mundo que nos obliga a reflexionar tanto sobre él como sobre nosotros para poder conocer en qué cosas debemos modificarnos y modificar también nuestros conocimientos, actitudes y métodos apostólicos... para estar a la altura de nuestra vocación[2]. No se trata únicamente de un perfeccionamiento teórico, académico o práctico a modo de reciclaje intelectual o profesional, sino de algo mucho más profundo y extenso, pues la formación permanente radica en lo más hondo del espíritu que desea adaptarse lo más posible y en todo lo posible a las circunstancias presentes y a prever, en cuanto cabe, el mismo porvenir[3]. La formación permanente implica una dedicación y esfuerzo constantes de renovación espiritual, intelectual, práctica y operacional que nos permite captar y responder a las nuevas realidades de un mundo en continua mutación, y transmitir la palabra de Dios a los hombres y mujeres de nuestro tiempo; se trata de una dimensión integrante del proceso de “continua conversión” muy coherente con el magis ignaciano[4].

El convencimiento de que la formación permanente era una asignatura pendiente y que pocos jesuitas captaban bien su significado y trascendencia y la gran ayuda que de ella recibirían para una mayor eficacia apostólica, movió al P. Arrupe a motivar, clarificar y dar orientaciones concretas, a partir de la información que recibiría en las cartas ex officio de 1981. Correspondió al P. Paulo Dezza, Delegado del Sumo Pontífice, terminar esta tarea, y envió un informe sobre la situación de la formación permanente a todos los superiores mayores, sobre la base de la información recibida por medio de dichas cartas ex officio[5]. En el informe se afirma que casi nadie niega la necesidad y urgencia de la formación permanente; pero muchos sostienen que no tienen tiempo para ella, debido a la imposibilidad de dejar el trabajo concreto que se realiza. Esta razón supone que la formación permanente se concibe sólo como un reciclaje o “aggiornamiento” intelectual eventual, y no como un

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elemento constitutivo y natural de nuestra vida apostólica y de nuestro modo de proceder[6].

2. LA FORMACIÓN PERMANENTE COMO EXIGENCIA DE NUESTRA FIDELIDAD CREATIVA

Desde que el Concilio Vaticano II señaló nuevos caminos para la formación sacerdotal y religiosa, el concepto de la formación en general y de la formación permanente han evolucionado a partir de las diversas experiencias formativas que el mismo Concilio impulsó[7]. Esta evolución y diferente comprensión de la formación se han visto reflejadas en la Compañía, sobre todo en las C.G. 31ª y 32ª. Esta última la concibe como un proceso constante de integración personal y al cuerpo apostólico de la Compañía e insiste que estos aspectos no se pueden separar. “Toda la formación de los nuestros debe concebirse y desenvolverse como un proceso progresivo de integración de la vida espiritual, del apostolado y de los estudios, de modo que la plenitud de la vida espiritual sea la fuente del apostolado, y éste a su vez impulse hacia los estudios y hacia una vida espiritual intensa[8]. Así pues la formación nunca termina e implica todas las dimensiones y etapas de la persona, y da prioridad a la vida en el Espíritu como el aspecto que estructura y da sentido a los demás[9]. La C.G. 32ª. distingue dos etapas: la formación inicial o primera, que “comienza desde el noviciado” y termina normalmente con la tercera probación[10] y la “formación continuada o permanente”. Esta no es un remedio de posibles fallas de la formación inicial, ni tampoco su complemento, perfeccionamiento o adaptación. Al contrario, la formación primera debe ordenarse a la formación continua[11], como preparación a una vida de formación permanente, aunque aquélla tiene una autonomía relativa y sus propios requisitos por ser una etapa de probación y el período de iniciación a la vida religiosa[12]. La formación inicial es la primera etapa de una vida de formación continua, y ha de propiciar el gusto y la curiosidad intelectual y la adquisición de actitudes y habilidades que favorezcan el discernimiento apostólico y la capacitación y adaptación constante a los continuos cambios, y crecer junto con ellos[13].

La vida humana es por su propia naturaleza continuidad y cambio, y cuando estos se conjugan armoniosamente garantizan la maduración y desarrollo de la persona. La formación permanente capacita a las personas a vivir el cambio en la continuidad y la continuidad en el cambio. Esta dinámica vital queda expresada en la palabra “fidelidad” que implica la adhesión constante a valores perennes y su apropiación y encarnación en las diversas circunstancias y etapas de la vida. De esta forma se crece y madura, se va construyendo la vida humana, como un proceso progresivo de crecimiento cualitativo, como un perfeccionamiento que supone inventiva y creatividad[14]. La formación permanente entendida de esta manera ayuda a integrar la creatividad en la fidelidad, ya que nuestra vocación conlleva un crecimiento dinámico y una fidelidad a las llamadas del Señor discernidas en los signos de los tiempos. De esto depende la calidad de nuestro servicio apostólico[15]. Se trata de una fidelidad y un dinamismo que ha de llevar a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de los fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy, a realizar lo que San Ignacio haría hoy, en fidelidad al Espíritu para responder a las exigencias apostólicas de nuestro tiempo[16].

3. FUNDAMENTO Y ASPECTOS INTEGRANTES DE LA FORMACIÓN PERMANENTE.

a) Fundamento de la formación permanente.

La necesidad de la formación permanente es una exigencia de la misma vocación religiosa y apostólica, ya que necesitamos reavivar continuamente el don recibido, mantenerlo siempre encendido y tener fresca la novedad permanente del don de Dios[17]. El seguimiento de Cristo conlleva un dinamismo que requiere ser alimentado y renovado incesantemente y su llamado a seguirlo se repite en cada

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momento, y nos pide un esfuerzo constante para revestirnos progresivamente de sus sentimientos hacia el Padre, ya que por nuestro ser de pecadores jamás podremos suponer que hemos realizado totalmente la gestación de aquel hombre nuevo que experimentamos dentro de nosotros ni que poseemos en todas las circunstancias de nuestra vida los mismos sentimientos de Cristo[18]. Desde esta perspectiva la formación permanente implica vivir en un proceso continuo de conversión y renovación espiritual.

Por otra parte nuestra misión es una gracia viva que recibimos y vivimos con frecuencia en situaciones inéditas y hemos de custodiarla, profundizarla y apropiárnosla constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne[19]. El “magis” ignaciano que expresa la tensión apostólica que define la identidad del cuerpo apostólico de la Compañía desde sus orígenes hasta hoy[20], nos exige una continua renovación espiritual y apostólica, sin la cual se nos puede preguntar si nuestras actitudes de base traducen una acción y una imagen comprensible para nuestros contemporáneos, y si somos, en las manos de Dios, instrumentos adecuados para ayudar a las almas, del mejor modo posible[21]. No tendremos nada que ofrecer a esta sociedad y al diálogo con los demás si no estamos embebidos de la fidelidad al carisma ignaciano, no para repetirlo mecánicamente, sino para recrearlo aquí y ahora, al servicio de la Iglesia y del mundo. Hay que insistir en que las características del carisma ignaciano impregnen toda la formación inicial y permanente[22]. Si queremos ser capaces de responder a las necesidades de todos y todas las que buscan el sentido de su vida y de ayudar a las personas a encontrar personalmente a Dios, debemos ser exigentes con la formación primera y la formación permanente[23].

b) Aspectos de la Formación permanente.

¿Qué campos o aspectos debe cubrir y abarcar la formación permanente? Conviene recordar lo que el P. Paolo Dezza decía en su informe de 1981: Nuestra formación permanente al igual que nuestra formación anterior, ha de comprender dos campos: 1) El desarrollo y maduración de la personalidad en todas las etapas de la vida y de la fe. Porque el hombre que no crece y en cuya vida no hay lugar para lo nuevo, está ya como muerto y no puede evidentemente, suscitar vida en los demás, y 2) La adquisición y perfeccionamiento de los conocimientos teóricos y prácticos necesarios para el cumplimiento de la misión apostólica en unas circunstancias siempre en cambio[24]. Estos dos aspectos son inseparables y se condicionan mutuamente. Reducir la formación permanente sólo o preponderantemente a la dimensión intelectual a través de reciclajes, años sabáticos, cursos y participación en reuniones diversas es volver a una concepción de formación ya superada, como se ha mencionado más arriba. La renovación intelectual es formativa en la medida en que también maduramos y vamos creciendo en integración personal como personas y como jesuitas, y nos vamos integrando al cuerpo de la Compañía, en un proceso progresivo[25].

Puesto que el sujeto de la formación permanente es la persona con todas sus dimensiones en cada etapa de la vida, el objetivo o término de la formación es la totalidad del ser humano, e incluye 5 aspectos fundamentales[26]:

a) La primacía la tiene la vida en el Espíritu, en la que el discernimiento apostólico ocupa un lugar esencial. La C.G. 32ª. nos dice que la formación continua se consigue principalmente por la constante evaluación y reflexión sobre el propio apostolado bajo la luz de la fe y con la ayuda de la comunidad apostólica...[27]. Este texto sitúa la formación permanente en el contexto de la misión y la presenta como un aspecto integral esencial de nuestra vida apostólica que debe ser continuamente evaluada y discernida por medio de la meditación de la palabra de Dios y la contemplación del mundo, en un diálogo orante con el Señor[28]. Después del estudio y reflexión viene la planeación y ejecución apostólica, que ha de ser evaluada por medio de la reflexión y discernimiento comunitario. Este proceso torna a una nueva meditación de la palabra de Dios y a una nueva mirada sobre el mundo, y el

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ciclo recomienza. De esta manera el discernimiento apostólico comunitario lleva a vivir en un proceso progresivo de integración de la vida espiritual, del apostolado y de los estudios, como la misma C.G. 32ª. nos pide[29]. La unión con Dios es indispensable para alimentar y mantener el discernimiento apostólico, que debe llevarse a cabo simultáneamente tanto en el ámbito del progreso personal como de vida comunitaria[30], ya que en esta unión con Dios se encuentra y realiza nuestra identidad como consagrados, y ella es el fundamento y fuente de la renovación y dinamismo apostólicos;

b) La dimensión humana y fraterna supone un esfuerzo constante para crecer en nuestra maduración e integración personal y comunitaria. Es indispensable seguir creciendo en el autoconocimiento personal y en la capacidad de manifestarnos y dejarnos conocer, sobre todo por nuestros superiores y aquellos con quienes vivimos y compartimos la misión. Se debe dar una atención especial al conocimiento de los deseos más profundos y al crecimiento en la capacidad de manifestarlos y disponerse así a la gracia de identificarse cada vez más con los sentimientos de Cristo. Así crecerá también la solidaridad comunitaria y apostólica y la experiencia de pertenencia e incorporación al cuerpo de la Compañía;

c) El tercer aspecto es la dimensión apostólica que en la práctica requiere la puesta al día de los objetivos y métodos apostólicos, en fidelidad a nuestra misión y modo de proceder;

d) La dimensión intelectual, fundada en una sólida formación teológica necesaria para el discernimiento personal y apostólico, nos pide una actualización constante en los diversos ministerios y obras en que se concretiza la misión actual de la Compañía y la misión concreta que cada uno ha recibido;

e) En la dimensión del carisma o “modo nuestro de proceder”, convergen todos los demás aspectos como en una síntesis que requiere una reflexión continua sobre la propia consagración[31], que exige la profundización constante de nuestra espiritualidad y carisma ignaciano, a lo largo de toda la vida, como un elemento integral y esencial de nuestra formación permanente[32].

4. INSTANCIAS Y RESPONSABLES DE LA FORMACIÓN PERMANENTE.

a) La comunidad como un lugar privilegiado de la formación permanente.

Un lugar privilegiado para la formación continua es la comunidad apostólica, como la misma C.G. 32ª. lo expresa[33], pues en ella el jesuita encuentra el impulso y apoyo necesarios, aunque también las obras apostólicas, las Provincias y Asistencias han de impulsar y ofrecer elementos para la formación permanente, ya que ésta es una exigencia para los jesuitas individuales y para todo el cuerpo de la Compañía[34]. Hemos de preguntarnos si en verdad nuestras comunidades pueden impulsar y mantener el discernimiento apostólico y otras formas de formación continua. ¿No es verdad que el activismo que identifica todo tipo de ocupación y trabajo con la misión apostólica, la falta de sentido de cuerpo, el aislamiento, el individualismo y el subjetivismo reinantes en muchas de nuestras comunidades son los obstáculos mayores para la formación permanente, que no es una actividad meramente individual y eventual[35]?

Hay que seguir insistiendo en pasar de una “comunidad de apóstoles” a una “comunidad apostólica”, en la que sus miembros encuentren el espacio para una comunicación fraterna, para la manifestación de sus deseos y necesidades profundas, para la reflexión y oración; una comunidad en la que, por la comunicación personal y espiritual, crezca la corresponsabilidad de unos por otros y la ayuda mutua para descubrir la voluntad de Dios en los signos de los tiempos y profundizar en el conocimiento y apropiación de nuestro modo de proceder[36]. Una comunidad así se convierte en un lugar de formación por excelencia para la profundización y apropiación de nuestro carisma y misión[37], donde

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las grandes orientaciones apostólicas se hacen operativas, gracias a la paciente y tenaz meditación cotidiana... y donde día con día somos ayudados a responder como personas consagradas que participamos de un mismo carisma, a las necesidades de los últimos y a los desafíos de la nueva sociedad[38].

Crear una “comunidad apostólica” es exigencia de nuestra misión y forma parte integral de ella, ya que la comunidad es en sí misma misionera, anuncio y proclamación de Dios por medio del amor fraterno y el testimonio de comunión[39], y porque a través de ella se concretiza la misión universal de la Compañía y se hace posible su realización. Hemos de convencernos que nuestra misión y sus prioridades apostólicas tal como han sido indicadas por las últimas Congregaciones Generales y concretizadas en los proyectos apostólicos de las Provincias y Regiones resultarán vanas en tanto la comunidad, local y dispersa, no las traduzca en un programa o proyecto de vida comunitaria[40], proyecto que no se reduce a señalar algunas actividades comunitarias mínimas en el horario y calendario de la comunidad, sino que favorece la apropiación de los valores del modo nuestro de proceder, el discernimiento apostólico y la formación permanente. Es muy conveniente establecer con claridad en el proyecto comunitario los objetivos y metas que se pretenden y los medios para lograrlas considerando la situación concreta de cada comunidad, el número de sus miembros, la misión concreta que han recibido, el entorno en que se encuentra, y los recursos materiales y personales disponibles en el ámbito local, de la Provincia o Región y de la Asistencia.

b) Responsables de la formación permanente.

El superior local es el responsable de promover la formación permanente en la comunidad y en cada uno de sus miembros, especialmente con el testimonio de su dedicación a la propia formación[41]. Ha de impulsar la elaboración, realización y evaluación del proyecto comunitario que ha de incluir la formación permanente como un elemento esencial. Pero hay que tener muy presente que antes que el superior local, cada jesuita es el responsable de su propia formación continua y que de nada sirve un proyecto comunitario o un programa provincial o interprovincial si la persona misma no está convencida de la necesidad que tiene de ella[42]. Esto sin duda exigirá de muchos jesuitas una conversión profunda, que se ha de manifestar en una mayor racionalización en el uso del tiempo y en renunciar a algunas actividades apostólicas quizá gratificantes para dedicar tiempo y esfuerzo a la formación permanente, como un aspecto esencial e integrante de la misma misión apostólica. El futuro de muchas obras apostólicas y ministerios depende en ocasiones no tanto del número de jesuitas, sino del grado de preparación y de audacia apostólicas para enfrentar los desafíos de una cultura que cambia continuamente[43]. Así pues será necesario que cada jesuita en su proyecto personal de vida defina sus prioridades entre las cuales debe ocupar un lugar importante la formación permanente. El superior mayor tiene también un papel decisivo pues es el responsable de la formación de todos los miembros y comunidades de su Provincia o Región[44], y le corresponde aprobar el proyecto comunitario en el que ha de encontrar un apoyo e impulso inmediato el proyecto de formación permanente de cada jesuita. Cuando realice las visitas canónicas a las comunidades debe preguntar a cada jesuita durante la cuenta de conciencia, cómo realiza su formación permanente, y verificar si la comunidad la propicia y apoya.

Puede ser conveniente que en algunas Provincias o Regiones el superior mayor delegue en una persona o en una comisión la formación permanente de los jesuitas y las comunidades con la ayuda de los profesores de los nuestros o de los peritos que con su ciencia iluminan la práctica y ellos mismos son llevados por la experiencia de los compañeros a una reflexión más profunda[45]. La organización de talleres, seminarios y cursos de renovación humana, espiritual y apostólica en el ámbito de las Provincias y Asistencias ha sido muy fructuosa en varias partes de la Compañía, por lo que se deben seguir promoviendo sobre la base de la colaboración interprovincial.

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5. RECURSOS Y ETAPAS DE LA FORMACIÓN PERMANENTE.

a) Recursos de la formación permanente.

La formación permanente implica un esfuerzo de mayor coherencia con las exigencias de nuestra misión actual, que nos permite hacer mejor lo que ya hacemos y ser más creativos y audaces apostólicamente, en la línea del “magis” ignaciano. Por eso los medios propios de nuestro modo de proceder son los más adecuados para vivir en fidelidad creativa. Los Ejercicios Espirituales constituyen el principal instrumento para nuestra formación continua, ya que en ellos profundizamos la experiencia de ser pecadores y sin embargo perdonados y llamados por el Señor para estar con Él y trabajar con Él. Se trata de una experiencia espiritual vivida en el contexto de la vida y misión concreta, que afianza la relación y amistad con Cristo, fuente y motor de la fidelidad creativa en la misión. Debemos preguntarnos sobre la forma en que hacemos los EE y si ellos en verdad suscitan el deseo eficaz de vivir en formación continua para ser más operativo nuestro amor al prójimo. La Eucaristía, el sacramento de la reconciliación, la oración personal y comunitaria, los retiros y reuniones periódicas, son también medios necesarios que sostienen e impulsan a una creciente creatividad en la fidelidad, y han de tener un lugar privilegiado en el proyecto personal y comunitario[46].

Dada la importancia que el conocimiento de sí y la automanifestación tienen para la integración personal y comunitaria y para el discernimiento apostólico, la cuenta de conciencia “mantiene todo su valor y vigencia”[47], como un momento privilegiado de gracia en el que nos dejamos conocer por los superiores, expresando nuestras necesidades y deseos profundos, recibimos o somos confirmados en la misión recibida, y nos vamos integrando cada vez más al cuerpo apostólico de la Compañía. He aquí por qué la manifestación de la conciencia a los superiores, junto con los Ejercicios Espirituales aseguran la preparación continua de los jesuitas para su misión en una creciente fidelidad activa[48]. Igualmente la dirección espiritual habitual es otro momento de automanifestación en el que somos ayudados a madurar humana y espiritualmente, a mantener un ritmo espiritual dinamizador, a superar los momentos de oscuridad y de crisis y a progresar en el aprendizaje del discernimiento[49]. Hemos de preguntarnos si en verdad aprovechamos como debemos estos medios ordinarios de formación continua propios de nuestro Instituto y qué debemos hacer para servirnos mejor de ellos.

La formación continua implica una dedicación asidua a la lectura y profundización en las fuentes de nuestro carisma y en la reflexión bíblica y teológica[50] y requiere tiempos especiales de capacitación y “aggiornamento” profesional e intelectual[51]. El estudio personal y la reflexión compartida en comunidad deben ser parte de nuestra vida ordinaria como jesuitas[52]. Y eventualmente, con ocasión de cambio de destino o después de algún período largo de trabajo y teniendo en cuenta el momento o etapa de la vida, es muy conveniente hacer un reciclaje pastoral y apostólico o tomar un período sabático o participar en algún programa integral de formación permanente, de acuerdo a un programa bien planeado y discernido y aprobado por los superiores[53], para que realmente sea un tiempo de renovación y capacitación.

Hay diversas actividades y eventos en el ámbito de las Provincias, Regiones y Asistencias que constituyen medios muy adecuados de formación permanente, cuando se participa en ellos con la preparación necesaria y se intenta llegar a conclusiones concretas y operativas. Forman parte de estos eventos las asambleas de Provincia o de Asistencia, las reuniones de superiores locales, directores de obra, de los responsables de los diversos sectores apostólicos, las reuniones de maestros de novicios y promotores vocacionales, talleres de Ejercicios Espirituales, cursos para la formación de formadores y todos aquellos encuentros que nos ayudan a conocer mejor las culturas en que vivimos y trabajamos, y a aprender a dar respuesta a las necesidades siempre nuevas y cada vez más complejas de los

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hombres y mujeres de nuestro tiempo[54].

b) Etapas de la formación permanente.

La formación se refiere a toda la vida y abarca diversas etapas o “ciclos vitales”a través de los cuales la persona va creciendo y realizando su actividad. Hay una juventud de espíritu que permanece en el tiempo y que tiene que ver con el hecho de que el individuo busca y encuentra en cada ciclo vital un cometido diverso que realizar, un modo específico de ser y servir y de amar[55]. La formación permanente debe tener en cuenta estas etapas con las oportunidades y desafíos que presentan y adaptarse a ellas[56].

El período que se refiere a los primeros años después de la ordenación sacerdotal o de la formación inicial ya fue abordado por la C.G. 34ª. en el decreto El jesuita sacerdote: sacerdocio ministerial e identidad y por el documento La formación del jesuita durante la etapa de Teología, y ambos ofrecen algunas indicaciones concretas para la formación continua en esta etapa de la vida del jesuita[57].

En la “fase de la edad madura” que se suele situar entre los 45 y 65 años, es posible que junto con el crecimiento personal, se presente una tendencia fuerte al individualismo, acompañado en ocasiones del temor de no estar adaptado a los tiempos y la sensación de cierta rutina, cansancio y frustración por no haber alcanzado las metas previstas durante los años de juventud. Por esto la formación permanente se debe centrar en una más profunda experiencia espiritual que permita recuperar la historia personal a la luz de Dios y ver el presente como un momento de gracia y esperanza en que en los años posteriores todo será posible con la fuerza que viene de Dios. Es muy probable también que las dificultades comunitarias y apostólicas vividas hagan sentir la necesidad de una mayor profundización y apropiación de los valores de nuestro modo de proceder, para una “segunda conversión” y un nuevo impulso apostólico, junto con la purificación de algunos aspectos de la personalidad, y así poderse ofrecer a Dios con mayor pureza y generosidad[58]. Es un período muy adecuado para interrumpir el trabajo y tomar un tiempo sabático que incluya un reciclaje académico y pastoral, como preparación a la misión concreta en los siguientes años[59]. Cuando se acerca la edad del retiro es muy conveniente una preparación humana y espiritual para asumir con alegría y sentido esta etapa de la vida y aceptar la disminución de la actividad. Algunas experiencias de trabajo en un campo apostólico diferente puede también ayudar a encontrar un apostolado adecuado a esta edad.

La atención a los ancianos y enfermos tiene una parte relevante en la vida de la Compañía. Además del cariño y agradecimiento que sentimos y expresamos a nuestros hermanos que se han desgastado en el servicio del Señor y de la Compañía en la Iglesia, les decimos que también el atardecer y el anochecer de la vida tienen una misión y por lo mismo es necesario vivir esta etapa en actitud de formación continua. Nuestros ancianos y enfermos continúan siendo apostólicamente fecundos al hacer a los demás partícipes de su sabiduría, acumulada en la experiencia de su servicio a nuestra misión[60] y dejándose plasmar por la experiencia pascual y configurándose con Cristo crucificado que se abandona en las manos del Padre hasta entregarle su espíritu. Es muy de desear que los jesuitas ancianos permanezcan en una comunidad apostólica mientras no necesiten una ayuda extraordinaria, y que tengan una ocupación adecuada a su situación personal, para experimentar en esta etapa de su vida, lo que dice el salmista hablando del justo y compararlo con el cedro del Líbano: ... en la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, proclamando que el Señor es recto...[61].

6. CONCLUSIÓN.

Se concluye este documento con una síntesis que recoge los aspectos más prácticos para realizar la formación permanente. Todos deben asumir su responsabilidad con sinceridad y generosidad, pues la

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calidad de nuestro apostolado, la existencia de muchas de nuestras obras apostólicas y el futuro de nuestro servicio a la Iglesia dependen en gran parte de nuestra formación permanente. Cada jesuita se debe preguntar de qué forma está usando los talentos que Dios le dio y cómo se prepara para ser instrumento apto en sus manos. La respuesta debe quedar claramente expresada en su proyecto personal de vida que ha de discernir con su superior local. Así mismo cada comunidad ha de elaborar un proyecto que incluya la formación permanente como un aspecto esencial, aprobado por el Provincial. Se han de aprovechar mejor de los medios ofrecidos por nuestro Instituto, como los Ejercicios Espirituales, la cuenta de conciencia, la dirección espiritual, los alimentadores de la vida en el Espíritu, sobre todo la vida sacramental y la oración; el discernimiento apostólico comunitario apoyado en una constante renovación y capacitación apostólica y pastoral a través del estudio y reflexión personal asiduos, tiempos sabáticos debidamente planeados y organizados, y la participación en diversas reuniones en el nivel de las Provincias, Regiones y Asistencias. Estas reuniones han de incluir siempre un aspecto de estudio y reflexión sobre algún tema que capacite más y mejor para la misión apostólica.

Los superiores, locales y mayores, y los presidentes de las Conferencias de Provinciales han de informar al P. General en las cartas ex officio cómo se fomenta y realiza la formación permanente en las comunidades, Provincias y Asistencias, y han de fomentar una mayor colaboración interprovincial en este campo.

En la revisión y adaptación de los Ordenes de Formación es necesario situar con claridad el papel de la formación primera que, aunque tiene sus propios objetivos inmediatos como período de probación, ha de capacitar a los jesuitas para vivir siempre en formación. Se requerirá una mayor colaboración y coordinación entre los responsables de los diversos aspectos de la formación, para que ésta sea realmente un proceso constante y progresivo de integración personal y al cuerpo de la Compañía en fidelidad creativa a la misión.

[1] Cfr C.G. 31ª., D.8, Nos.46-48 y C.G. 32ª., D.6, Nos.4, 18, 19, 20, 35 y 36; Cfr también el informe del P. Pedro Arrupe, S.J., sobre el estado de la Compañía a la Congregación de Procuradores de 1978, el 27 de Septiembre, en AR 1978, Pag. 441. Esta misma convicción la expresó en la charla a los superiores locales de Francia, El Superior local: su misión apostólica el 13 de Febrero de 1981, en AR 1981, Pag. 557.

[2] Charla a la Conferencia de Religiosos de Colombia, 19 de Agosto de 1977, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero y Sal Terrae, Pag. 695 y 696.

[3] Ibid. Cfr también su informe sobre el estado de la Compañía, a la Congregación de Procuradores, de 1978. AR 1978, Pag. 441.

[4] Esta concepción del P. Arrupe de la formación permanente como “conversión continua” expresa lo que ya la C.G. 31ª. había dicho sobre la formación permanente en el decreto 8, No. 2. Aunque esta congregación general no ofrece una definición o descripción muy precisa de la formación permanente, lo que dice sobre ella (D.8, 46-48), hay que interpretarlo a la luz de lo que afirma sobre la formación en general. Esta es un trabajo progresivo que no tiene fin, un desarrollo orgánico en varias etapas en el que no se debe separar la vida espiritual de las otras dimensiones de la formación (Cfr D.8, 6). Y esta manera de concebir la formación en general y la formación permanente está en coherencia con nuestro seguimiento de Cristo, que se convierte en una continua formación, por nuestra condición de pecadores (Cfr D.8, 2).

[5] Cfr Algunas enseñanzas a partir de las cartas ex officio de 1981, sobre la formación permanente en

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la Compañía, en AR 1981, Pag. 653-661.

[6] La falta de tiempo y de reemplazos, según el informe del P. Dezza, es un pretexto para ocultar el miedo al cambio, la inseguridad ante nuevas visiones, y que supone no caer en la cuenta que el crecimiento y la profundización son aspectos esenciales de la vida humana y espiritual. Cfr AR 1981, Pag. 655. En más de algún caso existe el temor a “dejar el nido” porque podría suceder que al dejar el trabajo concreto para un reciclaje o tiempo sabático otra persona ocupara su sitio.

[7] Cfr Perfectae Caritatis (PC), 18 y Optatam Totius (OT), 22. El concepto de educación y formación en el campo civil ha evolucionado de un modelo “escolástico” y profesional que reducía la educación o formación preponderantemente al ámbito profesional y técnico y que se realizaba una vez en la vida, a otro modelo que considera todos los aspectos de la persona y su desarrollo global. En el campo eclesial se ha pasado de un concepto de formación que insistía también fundamentalmente en lo académico y que se daba en los primeros años de seminario o vida religiosa (después tocaba poner en práctica lo aprendido), a un modelo de formación centrado en toda la persona y que se desarrolla a lo largo de toda la vida. Cfr PC 18. Después del Vaticano II, los diversos documentos sobre la formación sacerdotal y la vida religiosa insisten y desarrollan este concepto integral, global y continuo de formación.

[8] C.G. 32ª., D.6, No.11.

[9] Cfr Ibid, No. 18. Este concepto de formación aparece expresado con claridad en los diversos documentos de la Iglesia sobre la formación en la vida consagrada. Cfr Elementos Esenciales de la Vida Religiosa Aplicados a los Institutos Consagrados al Apostolado (EE), 46; OT 22; Normas Fundamentales para la Formación Sacerdotal, 100; La Vida Consagrada (VC) 65.

[10] Este proceso de unificación comienza desde el noviciado... C.G. 32ª., D.6, No.12. Todo el proceso de formación en sus diversos pasos desde el noviciado hasta la tercera probación conviene que favorezca esta integración”, ibid, No.13.

[11] Ibid, 18. En la Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (PDV) el Papa afirma que la formación permanente es la continuación natural y necesaria del proceso de estructuración de la persona iniciada en la formación inicial... desde la formación inicial hay que preparar para la formación permanente motivando y asegurando las condiciones de su realización. Cfr 71.

[12] En las C.G. 31ª. y 32ª. hay algunas ambigüedades o aparentes contradicciones, que se pueden explicar entendiendo la formación como un proceso progresivo de integración personal y al cuerpo de la Compañía. La C.G. 31ª. afirma que la formación no tiene fin (Cfr D.8, No.6 ), pero luego habla de los que ya han terminado su formación o “formados” (Ibid, 46). La C.G. 32a. habla de quienes están todavía en período de formación (D.11, 36). En verdad podemos decir que el jesuita puede estar “ya formado” y estar “en formación”, porque la formación es un proceso inacabado.

[13] Es necesario seguir insistiendo que durante la formación primera hay que mejorar la metodología de aprendizaje, reflexión y discernimiento, y suscitar un talante o actitud personal básica de apertura a nuevas ideas, situaciones y culturas. Ya la C.G. 31ª. había aconsejado la revisión de los métodos didácticos, la disminución del número de clases para dar más tiempo al estudio privado y en grupos pequeños y procurar la participación más activa de los estudiantes. Cfr D.9, No.26.

[14] El Papa habla de fidelidad creativa y dinámica en La Vida Consagrada (VC) 37.

[15] Cfr Peter-Hans Kolvenbach, S. J, Loyola 2000.

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[16] VC 37; Cfr Peter-Hans Kolvenbach, S.J., Fidelidad creativa en la misión, en AR 2000, Pag. 742. Nuestra fidelidad se sitúa en la experiencia creativa de Ignacio, que es una vía para llegar a Dios... y nuestra creatividad se funda en nuestro modo de proceder (Const. 547) que nos pide buscar siempre lo que es mejor para obtener el bien pretendido por la Compañía (Const. 803). Cfr Ibid.

[17] Cfr 2 Tim 1, 6; Potissimum Institutioni (PI) 67; PDV 70.

[18] Cfr VC 65 y 69. Con relación a los sacerdotes el Papa afirma que la formación permanente encuentra su propio fundamento y razón de ser original en el dinamismo del sacramento del orden (PDV 70).

[19] Cfr PI 67 y Mutuae relationes (MR) 11 y 12.

[20] Peter-Hans Kolvenbach, Fidelidad Creativa en la misión, AR 2000, Pag. 742.

[21] Pedro Arrupe, El modo nuestro de proceder, Enero 18, 1979. AR 1979, Pag. 678, No.40. Cfr también su informe sobre el estado de la Compañía a la Congregación de Procuradores, de 1978, AR 1978, Pag. 441.

[22] Peter-Hans Kolvenbach, Fidelidad creativa en la misión; Cfr también C.G. 31ª., D.8, 46; C.G. 32ª., D.6, 19; C.G. 33ª., D.1, 21; NC 241; PDV 70.

[23] Cfr Peter-Hans Kolvenbach, Loyola 2000.

[24] AR 1981, Pag. 657.

[25] Las mejores formas de aggiornamento no podrán tener éxito si no son animadas por una renovación espiritual, a la que corresponde el primer lugar aun en las obras externas de apostolado. El desarrollo de la vida en el Espíritu es la raíz, compendio y fin de las otras dimensiones de la formación inicial y permanente. La formación permanente, ya lo decía el P. Dezza en su informe, no es algo que se realiza ocasionalmente, cuando se presenta una oportunidad, o para buscar un trabajo, sino que ha de ser un esfuerzo constante. Cfr AR, 1981, Pag. 657.

[26] Cfr VC 71. El Papa Juan Pablo II en su carta Postsinodal La vida consagrada, al proponer estas 5 dimensiones de la formación permanente, continúa y concretiza las orientaciones ya contenidas en algunos documentos de la Iglesia, sobre la formación de los religiosos, en especial Directivas sobre la formación en los institutos religiosos (PI) y La vida fraterna en comunidad (VFC).

[27] D.6, No.19.

[28] Cfr Const., parte X, No. 814.

[29] D.6,11. En los documentos de la Compañía y de la Iglesia se usan las expresiones castellanas “formación continua” y “formación permanente” casi con el mismo significado. En Inglés sucede lo mismo con “permanent formation”, “continued formation” y “ongoing formation”. Algunos hacen una distinción que puede ser útil: prefieren usar la expresión “formación continua” para referirse a la formación como un proceso incesante y progresivo de integración personal y apostólica, y “formación permanente” cuando se habla de períodos intensivos de formación que se realizan algunas veces en la vida y fuera de la propia comunidad, como serían los tiempos sabáticos, reciclajes, cursos, talleres, y la participación en diversas reuniones.

[30] AR 1981, Pag. 657.

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[31] VC 71.

[32] Cfr Peter-Hans Kolvenbach, Loyola 2000. Aunque en esta carta sólo se menciona la falta de “formación específicamente ignaciana” entre el noviciado y la tercera probación, es necesario añadir que dicha “formación específicamente ignaciana” es una dimensión integral de la formación permanente.

[33] Cfr D.6, No.19.

[34] La comunidad religiosa es la sede y el ambiente natural del proceso de crecimiento de todos, donde cada uno se hace corresponsable del crecimiento del otro. VFC 43; Cfr también VC 67 y PI 27.

[35] Cfr Peter-Hans Kolvenbach, Carta sobre la vida comunitaria, Marzo 12, 1998, No.1.

[36] Cfr VFC, 43.

[37] El informe del P. Dezza insiste en la responsabilidad de la comunidad apostólica para la formación permanente, y no descarta la posibilidad de llamar un “especialista competente”, para posibilitar la comunicación y el diálogo. Cfr AR 1981, Pag. 659; La unión de Superiores Generales en su documento para el Sínodo de los Obispos sobre la vida consagrada, afirma que va surgiendo un nuevo modelo de comunidad apostólica donde se valoran más las relaciones interpersonales y que “el tipo de comunidad tradicional, basado prevalentemente en la observancia regular y la estructura, está dando paso a una vida de fraternidad más profunda... Se ha redescubierto la dimensión misionera de la comunidad... con un nuevo estilo de animación espiritual y de autoridad y con mayor responsabilidad, que favorecen una nueva espiritualidad y un nuevo sentido apostólico”. Carismas en la Iglesia para el mundo, Documento final, No.2.2.

[38] VFC 43.

[39] Cfr Peter-Hans Kolvenbach, Carta sobre la vida comunitaria, No.2; NC 316, 2.

[40] Peter-Hans Kolvenbach, Carta sobre la vida comunitaria, No.3. En toda comunidad según la misión propia de cada una y tras madura deliberación, elabórese, bajo la dirección del superior, un programa o proyecto de vida comunitaria, que habrá de ser aprobado por el Provincial y periódicamente sometido a revisión NC 324, 2.

[41] Cfr Directrices para los superiores locales, Curia de la Compañía de Jesús, Roma, 1998, Nos.36 y 55. Cfr también Pedro Arrupe, El superior local: su misión apostólica, No.41, AR 1981, Pag 557. En esta misma charla el P. Arrupe afirma que la falta de formación continua y permanente de los superiores es una de las causas de la pérdida de su misión como superior. Por eso la formación continua y permanente en las comunidades debe comenzar por el superior... para recuperar el sentido de su misión y la reafirmación de su autoridad. Cfr también Código de derecho Canónico, Can 661.

[42] Cfr AR 1981, Pag. 659. El P. Paolo Dezza afirma en su informe a la Compañía que cada uno debe dar cuenta a Dios de la manera cómo ha cultivado los talentos recibidos y del empleo que hace de ellos. Si alguno pone obstáculos en su interior a la formación permanente... las ofertas exteriores apenas pueden nada. Ibid. Cfr también Const. No. 582, donde San Ignacio, hablando de los jesuitas formados dice que la única regla que existe en lo que toca a la oración, meditación y studio... es la que la discreta caridad les dictare. Cfr también PDV 79, 70; EE 46.

[43] Cfr Pedro Arrupe, El superior local: su misión apostólica, No.41, en AR 1981, Pag. 557.

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[44] Cfr Pedro Arrupe, Informe sobre el estado de la Compañía a la Congregación de Procuradores, AR 1978, Pag. 441. Cfr también C.G. 32ª., D.6, No.35; NC 243, 1; PDV 78

[45] C.G. 32ª., D.6, No.19; Cfr también AR 1981, Pag. 660.

[46] Cfr NC 230; 324, 3.

[47] NC 155, 1.

[48] Peter-Hans Kolvenbach, Loyola 2000.

[49] Cfr NC 232; cfr PI 71; PDV 81.

[50] Cfr NC 241.

[51] Cfr C.G. 31ª., D.8, No.47; C.G. 32ª., D.6, Nos.20 y 35; C.G. 33ª., D.1, No.33; NC 242, 3.

[52] El P. Arrupe, ante el sentimiento de incapacidad para el diálogo con los no creyentes, expresado por algunos jesuitas dice que esto nos confirma la necesidad y obligación que tenemos de insistir incansablemente en la oración, el estudio y la reflexión, elementos de una verdadera formación permanente... más allá del deseo de capacitarnos por medio de la formación permanente, lo que en realidad de verdad se nos pide es un auténtico esfuerzo de inculturación.... Nuestra responsabilidad frente a la increencia, Noviembre 25, 1979, en AR 1979, Pag. 873 y 874.

[53] Los superiores locales como los superiores mayores deben motivar, impulsar y facilitar la formación permanente. Cfr C.G.32ª., D.6, No.35. Esta misma congregación general recomienda que a quienes llevan ya unos 10 años de trabajo, sean sacerdotes o hermanos, se les dé la oportunidad de dedicar al menos unos 3 meses a una profunda renovación espiritual, psicológica y apostólica. Cfr Ibid No.36; NC 243, 1 y 3.

[54] Peter-Hans Kolbenbach, Loyola 2000.

[55] VC 70.

[56] Cfr VC 70. El Papa distingue las siguientes fases o ciclos vitales: 1) los primeros años de plena inserción en la actividad apostólica, 2) la fase sucesiva, que puede presentar el riesgo del cansancio, la rutina y la frustración por los pocos resultados alcanzados, 3) la edad adulta, con el peligro del individualismo, la rigidez, la cerrazón y el temor a no estar adecuado a los tiempos, 4) la edad avanzada caracterizada por la declinación de las fuerzas físicas y psíquicas y el retiro paulatino de la actividad, y 5) el momento de unirse a la hora suprema de la pasión del Señor. El Papa también habla de los momentos de crisis, cuando la fidelidad se hace más difícil, y afirma la necesidad de la cercanía del superior y la ayuda cualificada de un hermano. Estos momentos de prueba se revelarán como un instrumento providencial de formación en las manos del Padre, como lucha no sólo psicológica entablada por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades, sino también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa de la cruz. Ibid.

[57] Cfr Peter-Hans Kolvenbach, La Formación del Jesuita durante la etapa de Teología, Junio 4, 2000, en AR 2000, No.7, Pag. 662 y C.G. 34ª., D.6, Nos.23-30.

[58] Cfr VC 70.

[59] Cfr C.G. 32ª., D.6, No.36; NC 243, 3.

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[60] NC 244, 1.

[61] Cfr Salmo 92, 15. En la “tercera edad”es todavía posible organizar algunos encuentros de apoyo espiritual adaptados al ritmo de vida humano y apostólico, que puedan ayudar a los ancianos y enfermos a seguir activos en la medida de sus fuerzas y para apoyarse en sus dificultades y acompañarse y no caer en la tentación del desinterés y aislamiento.

LA TENTACIÓN DEL PODER

Todo lo que toca de cerca o de lejos a la autoridad, su ejercicio y sus abusos gira en torno a una paradoja. El mismo Jesús la ha resumido en esta declaración: “Vosotros me llamáis ´El Maestro´ y ´El Señor´, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13 14). Si por una parte se afirma su “autoridad” (Mc 1, 22), por otra en el ejercicio de esta autoridad el Maestro se da y no domina, siendo el primero en ponerse a los pies de los últimos de sus discípulos.

Pedro deduce las consecuencias cuando exige una autoridad “no por sórdida ganancia, sino con generosidad, no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño” (1 Pt 5, 23). Así, a ejemplo del Maestro y Señor, la autoridad en la Iglesia está llamada a hacer oír su voz magisterial, pero al servicio del que, resucitado, no puede ya utilizar públicamente la suya, e igualmente a dar su propio cuerpo para repetir las palabras y los gestos que, aunque de la Iglesia, están al servicio de la memoria viviente de aquel de quien ninguno en la Iglesia podría prescindir y detrás del cual la Iglesia debe desaparecer aun cuando lo represente hasta que vuelva.

La autoridad debe empobrecerse

Existe una paradoja común a cualquier tipo de autoridad. Lo revela en origen de la misma palabra. La autoridad se despliega para hacer al otro autor de sí mismo, para aumentar en el otro su capacidad de ser y hacerse persona humana. Entonces la autoridad debe empobrecerse para enriquecer al otro hasta el punto de que alcanza su finalidad cuando el otro es capaz de tomar el peso y asumir a su vez el servicio que toda autoridad está llamada a prestar a la sociedad humana.

Los niños no se hacen hombres sin la autoridad de los padres; si esta autoridad se reduce al mero ejercicio de poder y dominio, no se dará una verdadera educación, la cual consiste en sacar a la luz los talentos y posibilidades que se ocultan en el interior del niño. Sin excluir el eventual empleo de la fuerza, la autoridad se mueve por el don de sí al otro y mira paradójicamente a su perfección, y ésta se realiza cuando ya no es necesaria porque el niño ha adquirido el grade de libertad que le hace capaz de regirse a sí mismo.

La misma paradoja condiciona la relación entre maestro y discípulo, entre profesor depende de su capacidad de poner toda su ciencia al servicio del estudiante aun con riesgo de que uno u otro de los estudiantes supere al maestro en saber, de lo cual el profesor debería alegrarse.

Así la paradoja se concreta. La autoridad existe y subsiste en la medida en que da y entrega lo que ha recibido. Si, al contrario, guarda para sí el don recibido y se encierra en una suficiencia prepotente utilizando su capacidad para sus propios fines, se hace autoritaria y abusa el poder. Junto a la negativa a

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dar existe también el caso de una autoridad que no tiene ya nada que compartir y se aferra a la letra de la ley o a la sola fuerza militar o dictatorial.

El Señor, que conoce lo que hay en el corazón humano, no se hacía muchas ilusiones sobre la dificultad de vivir una exigencia paradójica fundada en la disponibilidad para morir a sí mismos para que el otro tenga más vida. Los evangelistas no esconden los abusos de autoridad practicados por los jefes religiosos en tiempo de Jesús. Particularmente violento es el discurso de Jesús con los escribas y fariseos (cf. Mt 23, 1ss), que hacían ostentación de sí mismos en todas sus acciones, buscaban los primeros puestos y los saludos en las plazas, descuidando la justicia, la misericordia y la buena fe. No obstante, Jesús no niega su autoridad religiosa: estos jefes ocupan la cátedra de Moisés: por tanto, “hacer y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen”. Y el Señor repite la regla de oro de su autoridad: “El primero entre vosotros será vuestro servidor”.

La autoridad según Jesús

Pero no faltan los intentos de hacerse con el poder dentro del grupo de los apóstoles. Los evangelios señalan un grupo privilegiado en torno al Maestro: Pedro y los hijos del trueno Juan y Santiago; quizá se les añade Andrés como una especie de mediador entre la autoridad en el interior del grupo y los otros apóstoles de los que apenas conocemos los nombres y algunas palabras sueltas. Durante la cena pascual surgió de nuevo entre ellos la discusión sobre cuál de ellos era el primero. Esta vez Jesús define claramente lo que es la autoridad en el concepto de Dios su Padre y lo que es la autoridad dejada a la tendencia humana de independencia y suficiencia. “Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierna, como el que sirve” (Lc 22, 24 26).

El Maestro traza así una línea clara y definida ente la actitud pagana, que en fin de cuentas revela ser inhumana, y el modo cristiano de ejercer la autoridad que, aunque suponga la muerte a sí mismo, conduce a una autoridad verdaderamente fructuosa para el hombre y a una verdadera libertad. Jesús denuncia con realismo una enfermedad congénita en todos los que asumen autoridad y responsabilidad: la tentación a encerrarse en un egoísmo larvado que latentemente o a la luz del sol aspira a la propia independencia y a la dependencia ajena. Para transformar esta enfermedad congénita en sano ejercicio de la autoridad plenamente responsable hace falta convertirse de continuo, descentrar el pensamiento y la acción de lo que parece espontáneo y del todo natural – el amor propio – para compartir lo que se es y se ha recibido para ser vicio ajeno.

Así no hay que extrañarse mucho si el abuso de la autoridad asoma incesantemente por todas partes y en todos los tiempos y si el ejercicio de la autoridad está constantemente sometido a corrección y conversión, contestación y reconciliación. En la convicción de Pablo de Tarso, de que toda autoridad proviene de Dios (cf. Rm 1 3, 1), se puede leer la ayuda de Dios que la autoridad necesita en todo instante para vivirla en el espíritu del Maestro y Señor, presente en medio de nosotros como el que sirve.

En la Iglesia de los apóstoles no faltan los abusos del poder. Si la autoridad del templo impone silencio a los discípulos del Resucitado, Pedro y Juan la interpelan sobre su derecho a cerrarles la boca: “¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgarlo vosotros” (Act 4, 19). De todas maneras los apóstoles asumen su responsabilidad en contradicción con la orden recibida puesto que ello no corresponde ni a su conciencia ni al bien común del pueblo de Dios. La autoridad va más allá de sus derechos: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Act 5, 29).

Pero aun dentro de la Iglesia de los apóstoles se producen crisis de autoridad. Pablo de Tarso

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reconoce la autoridad de la Iglesia, pero se niega a seguir a Pedro y Barnabé en su conducta, que “no cuadraba con la verdad del Evangelio” (Gal 2, 13-14). De nuevo una situación paradójica. Los mismos apóstoles, que han llamado la atención de la autoridad judía sobre los límites de su poder, deben a su vez descubrir los de su propia autoridad en la Iglesia, que no considera como verdad sino lo que el Señor le ha confiado. La Iglesia está expuesta desde sus orígenes a ejercer de tal como su autoridad que algunos testigos pueden escribir con Pablo de Tarso: “La muerte de Cristo ha sido inútil” (Gal 2, 21).

La autoridad y sus tentaciones

Al inicio de este tercer milenio Juan Pablo II no ha vacilado en pedir perdón por los abusos de autoridad en la Iglesia y por parte de la Iglesia. Si han sido tantos los hombres y mujeres que han sufrido por la Iglesia del Señor, no faltan los que han sufrido por los hechos y actos de las autoridades de la Iglesia, imperturbablemente inmovilizadas a veces en costumbres antiguas o prisioneras de un poder que sólo el conformismo o el conservadurismo han construido. Con los ojos abiertos a la historia, la Iglesia puede confesar con el Evangelio que los que detentan la autoridad sufrirán siempre la tentación de abusar de una tal misión, humanamente imposible, igual que Cristo aceptó ser tentado en el corazón de su ejercicio de autoridad para arrancar a sus servidores de esta aberración; pero puede asimismo declarar que los que detentan la autoridad han resistido a menudo esta tentación de abusar de la autoridad, gracias al Espíritu que ha hecho divinamente posible lo que era humanamente imposible. “Esta confianza con Dios la tenemos por Cristo. No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva, no basada en pura letra sino en el Espíritu, porque la pura letra mata y en cambio et Espíritu da la vida” (2 Cor 3, 4-6).

El Reino no se realiza sino con medios conformes al Reino. No es que, por seguir al que, siendo Maestro y Señor, lava los pies a sus discípulos, la autoridad se libre de sus enfermedades congénitas para hacer a todo hombre hijo del Padre, hermano de Jesús y autor en el Espíritu.

(Tomado de Información S.J., Madrid, n. 90, marzo-abril 2002, p. 44-48).

Donde la mente carece de miedo y la cabeza se mantiene erguida

(Calcuta, India: 23 de enero de 2003)

Original en inglés

Me causa una inmensa alegría venir a esta gran ciudad de Kolkata, el corazón de la cultura bengalí, para participar en este 6º. Congreso de la Unión Mundial de antiguos alumnos/as jesuitas, el primero de este tercer milenio. Para esta Cumbre de Alegría han viajado desde cerca y lejos, del Este y del Oeste, Norte y Sur, de 85 diferentes países del mundo, trayendo con ustedes una rica diversidad de culturas y profesiones, para experimentar la unidad de la familia mundial de antiguos alumnos/as jesuitas. Al saludarles y darles la bienvenida, también saludo y doy la bienvenida a millones de

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compañeros antiguos alumnos/as suyos que no pudieron venir hoy pero que se sienten representados a través de ustedes y unido con ustedes en este histórico evento.

Los que les une no es, seguramente, un sentimiento romántico, ni simplemente la memoria nostálgica del pasado, cuando fueron educados en una institución jesuita; sino la convicción de que su pasado compartido tiene un futuro común, que su historia de haber sido antiguos estudiantes de una escuela o de una universidad jesuita es también una profecía, que el privilegio de la buena educación que recibieron supone al mismo tiempo el reto de llegar a los menos privilegiados.

Este es el 30 aniversario de la conferencia capital del Padre Pedro Arrupe en el Congreso de Antiguos Alumnos Jesuitas en Valencia, España. El título de esta conferencia, Hombres y mujeres para los demás, se ha convertido en la fórmula clave para lo que los antiguos alumnos/as jesuitas proponen a nivel mundial. Posteriormente Arrupe escribió:

Hoy nuestro principal objetivo educativo debe ser formar hombres y mujeres para los demás… gente que no pueda concebir un amor a Dios que no incluya amor por el menor de sus vecinos; hombres y mujeres totalmente convencidos que un amor de Dios que no se manifieste en justicia para los demás es una farsa. Este tipo de educación va directamente en contra de la tendencia educativa que prevalece prácticamente en todo el mundo.

El tema de este 6º. Congreso de la Unión Mundial de Antiguos Alumnos/Alumnas Jesuitas se hace eco de la conferencia del Padre Arrupe focalizándose en la dignidad humana. El lema de este congreso, en las poéticas palabras de Rabindranath Tagore, un alumno jesuita, Donde la mente carece de miedo y la cabeza se mantiene erguida, describe a una persona cuya dignidad humana es aceptada. El principio fundamental sobre el que descansa el imperativo de honrar la dignidad humana es este: Todos somos hijos de Dios, hermanos y hermanas, miembros de una familia humana, debiendo tener todos respeto, estima y los derechos fundamentales como seres humanos. La educación jesuita, basada en la pedagogía de nuestro fundador, San Ignacio de Loyola, es una dinámica de relacionarse con Dios y al mismo tiempo con nuestros compañeros humanos y con el mundo que nos rodea, en una sola acción. Nuestra fe en Dios, muestra religión y plegarias, son estériles y sin sentido a menos que abran nuestros ojos a nuestros compañeros humanos en necesidad. Rabindranath Tagore expresa poderosamente esta misma idea en uno de sus poemas, en Gitanjali:

¡Déjate de salmodias y cánticos y rezos de rosario!¿Qué adoras en esta oscura y solitaria esquina de un templo con todas sus puertas cerradas?¡Abre los ojos y ve que tu Dios no está ante ti!Está donde el embaldosador embaldosa la dura tierra y en donde el empedrador rompe

piedras.Está con ellos bajo el sol y la lluvia, y sus vestidos están cubiertos de polvo.¡Quítate tu manto sagrado e incluso, como él, échate en el polvoriento suelo!¿Liberación? ¿Dónde se encuentra esta liberación?Nuestro mismo maestro ha tomado alegremente sobre sí las ataduras de la creación; está

atado a nosotros para siempre.¡Sal de tus meditaciones y deja a un lado tus flores y tu incienso!¿Qué daño hay si tus ropas se ensucian y se hacen jirones?Encuéntrale y mantente a su lado en el trabajo y en el sudor de tu frente.

La variedad de culturas, raíces y talentos con los que Dios ha honrado a la familia humana nos proporciona las inmensas riquezas de la diversidad, complementándonos y apoyándonos entre si en nuestra experiencia humana compartida. El principio educativo jesuita, alumnorum cura personalis – cuidado, preocupación y respeto individual para cada uno de nuestros estudiantes, - emana del mismo

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principio fundamental. Y cada uno de ustedes y yo, como antiguos alumnos/as jesuitas han conocido la diferencia que ha supuesto este reconocimiento y respecto por nuestra dignidad humana, experimentada en nuestra educación jesuita. Nos apoya y nos da coraje conforme nos adentramos en áreas desconocidas e inexploradas de estudio o empeño humano en nuestra profesión. Por que nos ayuda saber que somos dignos de ser respetados y tomados en serio conforme luchamos en busca de soluciones, y buscamos llevarlas a la práctica para y con otros.

Las instituciones jesuitas en las que estudiaron fueron a menudo laboratorios en los que estudiantes llegados de campos sociales, económicos y culturales diferentes intentaron con éxito vivir en armonía, tolerancia y amistad. Incluso ahora, entre sus amigos y miembros de asociación pueden ustedes contar personas de comunidades diferentes a las suyas. Esta experiencia debería ahora urgirles a asumir proyectos que puedan tender puentes entre las diversas comunidades, a promover un diálogo interreligioso e intercultural, para trabajar por la paz y la armonía comunal. En nuestro mundo, donde ideologías contrapuestas, conflictos étnicos, y la intolerancia y el fundamentalismo religioso han causado tanto sufrimiento y opresión, veo un papel especial a representar por los antiguos alumnos/as jesuitas.

A la luz de lo que he dicho, tenemos el reto, con dos aspectos, de garantizar que todos los hombres y mujeres puedan vivir con dignidad. El primero es un reto de actitud. ¿Creemos realmente que todos los hombres y mujeres – cualesquiera sea su país, religión, color, cultura, idioma - son nuestros iguales, nuestros hermanos y hermanas? Mantener tal actitud en la mente y el corazón no es fácil. Todos tendemos a empaparnos de prejuicios, haciendo estereotipos de la gente. Por tanto, tenemos que trabajar con personas de mentalidad semejante a fin de difundir actitudes que permitan ver a todos los hombres y mujeres como iguales, como personas que se entiende han de vivir con dignidad humana.

Conectado con el cambio de actitud está el reto de ver áreas del mundo donde necesitamos actuar, áreas donde seres humanos son mirados con desprecio, privados de derechos humanos básicos, apartados de sus hogares, incluso expulsados de sus países. Hoy en día se nos demanda pensar globalmente y actuar localmente. Pero este es un congreso internacional. Por tanto, pienso que debemos mirar primero a la situación internacional y ver que impacto, como congreso mundial, como organización mundial de antiguos alumnos/as jesuitas, podemos causar a nivel internacional. ¿Ayuda el mercado y el comercio internacional a vivir vidas más humanas a personas de países pobres? ¿Están ayudando o entorpeciendo el desarrollo de los países pobres las políticas del Banco Mundial? ¿Qué pueden hacer los antiguos alumnos/as jesuitas del primer mundo? ¿Qué pueden hacer los antiguos alumnos/as jesuitas en países en vías de desarrollo, como la India?

Es fácil para los antiguos alumnos/as jesuitas del primer mundo culpar de la situación a una pobre puesta en práctica de los gobiernos de los países en vías de desarrollo. Es fácil para los antiguos alumnos/as jesuitas en países en vías de desarrollo culpar a las naciones más ricas por los problemas de sus países. Hay, seguramente, puntos débiles en ambos lados y es necesario que ustedes, como antiguos alumnos/as jesuitas, vean lo que pueden hacer, como individuos, ciertamente, pero especialmente como un cuerpo internacional.

El Padre Arrupe comprendió las fuerzas conflictivas que caracterizan nuestro mundo. Hemos sido capaces de percibir las graves injusticias que están levantando entorno al mundo de hombres y mujeres una red de dominio, opresión y abusos que ahoga la libertad e impide a la mayor parte de la humanidad compartir la construcción y el disfrute de un mundo más justo y fraterno. Y, al mismo tiempo, en asociaciones de hombre y mujeres, entre la gente, hay una nueva y creciente conciencia, que les espolea a liberarse y a ser responsables de su propio destino. Cuando, movidas por aspiraciones tan

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legítimas, las personas trabajan duro para mejorar su condición pero se topan con resistencias por parte de intereses creados, surgen ira y resentimiento que pueden, con el tiempo, explotar. Por esto es por lo que el Papa Pablo VI dijo a las Naciones Unidas en su primera conferencia a este cuerpo mundial: Si quieres paz, trabaja por la justicia. Quita la justicia del amor y destruirás el amor. No se tiene amor si no se ve al amado como una persona cuya dignidad ha de ser respetada, con todo lo que esto implica.

El Padre Arrupe fue muy específico:

Así como nunca estamos seguros de amar a Dios a menos que amemos a nuestros semejantes, nunca estamos seguros en absoluto de que tenemos amor a menos que nuestro amor se manifieste en trabajos de justicia. Y no me refiero a trabajos de justicia en un sentido meramente individual. Por este término quiero indicar tres cosas:

Primero, una actitud básica de respecto a todos los hombres que nos prohíbe usarlos como instrumentos para nuestro provecho.

Segundo, una firme resolución a no beneficiarse de posiciones de poder derivadas de un privilegio, ni a dejarse sobornar por ellas, ya que hacerlo, incluso de forma pasiva, es equivalente a una opresión activa.

Dejarse drogar por el confort del privilegio es hacerse contribuidor de la injusticia, como beneficiarios silenciosos de los frutos de la injusticia.

Tercero, una actitud no simplemente de rechazo, sino de contraataque frente a la injusticia; una decisión de trabajar con otros hacia el desmantelamiento de estructuras sociales injustas, de modo que el débil, el oprimido, el marginalizado de este mundo pueda quedar libre.

Por tanto, estamos llamados, como antiguos estudiantes jesuitas, a humanizar el mundo. El Padre Arrupe especifica lo que esto significa:

¿Qué es humanizar el mundo sino ponerlo al servicio de la humanidad? Pero el egoísta no sólo no humaniza la creación material, sino que deshumaniza a los propios hombres. Cambia a los hombre en cosas al dominarles, explotarles, y tomando para si el fruto de su trabajo. La tragedia de todo esto es que al hacerlo el egoísta se deshumaniza a si mismo; Se rinde a las posesiones que codicia; se convierte en su esclavo - ya no una persona con dominio de si misma, sino una no-persona, una cosa dirigida por sus objetos y sus deseos ciego. La espiral descendente de ambición, competición y autodestrucción se retuerce y expande sin cesar, con el resultado de que el egoísta está encadenado de un modo cada vez más firme a una progresiva, y progresivamente frustrante, deshumanización.

¿Cómo escapar de este círculo vicioso? Claramente, todo el proceso tiene sus raíces en el egoísmo - en la negación del amor. Pero intentar vivir en amor y justicia en un mundo cuyo clima predominante es el egoísmo y la injusticia, donde el egoísmo y la injusticia están incorporados a las propias estructuras de la sociedad – ¿no es una empresa estéril? El mal es superado únicamente por el bien, el odio por el amor, el egoísmo por la generosidad. Es así que debemos sembrar justicia en nuestro mundo. Para ser justo, no basta con abstenerse de cometer injusticias. Uno debe ir más allá y rehusar participar en su juego, sustituyendo el autointerés por el amor como fuerza impulsora de la sociedad. Tal fue la enseñanza de Jesús, cuya viada y mensaje inspiró a San Ignacio de Loyola, Fundador de la Orden Jesuita. Este es también el mensaje fundamental de grandes maestros como Gandhi y Tagore; la inspiración de la vida y servicio de gente comprometida como la Madre Teresa de

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Calcuta. “Palabras bonitas”, podría usted decir, ¿pero cómo llevamos este principio de justicia a través del amor al nivel de la realidad, la realidad de nuestras vidas diarias? Cultivando en nosotros tres actitudes:

Primero, una firme determinación a vivir de un modo mucho más simple, como individuos, como familias, como grupos sociales; y de esta forma detener, o al menos frenar, la creciente espiral de competición social. Tengamos hombres y mujeres que se opongan resueltamente a la marea de nuestra sociedad de consumo. Hombres y mujeres que, en vez de sentirse impelidos a adquirir todo lo que tienen sus amigos, se apartarán de muchos de los lujos que en su entorno social se han convertido en “necesidades”, pero que la mayoría de la humanidad ha de seguir adelante sin ellos. Y si esto produce un ingreso extra, mejor que mejor; que sea entregado a aquellos a los que las necesidades de la vida son aún lujos fuera de su alcance.

Segundo, una firme determinación a no sacar un beneficio, cualesquiera que sea, de fuentes claramente injustas. No sólo eso, sino que, yendo más allá, disminuir progresivamente nuestra participación en los beneficios de una economía y un sistema social en que las beneficios de la producción se añaden a los que ya son ricos, mientras que los costes de la producción caen pesadamente en el pobre.

Tercero, solidaridad con nuestros hermanos y hermanas menos afortunados. La solidaridad se aprende a través del “contacto”, antes que a través de “conceptos”. Cuando el corazón se siente tocado por la experiencia directa, puede retarse a la mente a que cambie. El compromiso personal con el sufrimiento inocente, con la degradación e injusticia que otros sufren es el catalizador para la solidaridad que hace surgir entonces a la investigación, la reflexión y la acción intelectual.

Descender de nuestros propios puestos de poder podría ser un curso de acción demasiado simple. Generalmente, esto sirve meramente para entregar toda la estructura social a la explotación del egoísta. Aquí precisamente es donde empezamos a sentir cuan difícil es la lucha por la justicia. Aquí es donde sus Alumni Jesuitas Consejeros pueden ayudarle en el proceso de encontrar la Voluntad de Dios incluso en circunstancias confusas, a través de un gran regalo que hemos recibido de nuestro fundador, San Ignacio. Me refiero al discernimiento Ignaciano. Este consiste en un proceso que nos ayuda a liberarnos para encontrar el plan que Dios tiene para nosotros y puede llevarnos a elegir libremente el mayor bien para nosotros y todos los hijos de Dios.

¿Cómo podemos medir nuestro éxito o fracaso? Una forma es mirar al objetivo de la Educación Jesuita. La búsqueda del desarrollo intelectual de cada estudiante hasta la plena medida de los talentos otorgados por Dios sigue siendo, justamente, un objetivo primordial de la educación jesuita. Su propósito no ha sido nunca hacer, simplemente, una provisión de conocimiento o preparar para un trabajo, aunque ambos sean importantes por si mismos y útiles para lideres emergentes. El fin último de la educación jesuita es, en cambio, ese pleno crecimiento de la persona, que conduce a la acción. Este objetivo de acción, en base a una firme comprensión y avivado por la reflexión, mueve al estudiante a la autodisciplina y a la iniciativa, a la integridad y el esmero. Al mismo tiempo, considera a las formas de pensamiento descuidadas o superficiales indignas del individuo y, más importante, peligrosas para el mundo que está llamado a servir.

Está claro, entonces, que podemos evaluar eficazmente nuestra respuesta a la llamada de la Sociedad de Jesús para nuestros antiguos alumnos/as sólo en términos de lo que han hecho, no en términos de deseos o expresiones retóricas. San Ignacio nos enseña claramente que el amor se mide en acciones, no en palabras.

¿Qué han hecho los antiguos alumnos/as jesuitas desde 1973, el Congreso “Hombres y mujeres para los demás”? Tras algunos malentendidos iniciales, podemos señalar varios desarrollos realmente alentadores. Déjenme mencionar sólo unos pocos de los muchos notables trabajos concretos iniciados por antiguos estudiantes jesuitas en respuesta a la llamada de una mayor sensibilidad a la dignidad humana y la justicia.

Han dado como fruto varios proyectos sociales:

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Establecer clínicas médicas gratuitas, construir escuelas, hogares y centros sociales para las familias menos afortunadas en la India y Nepal;

Trabajar valerosamente por la paz en Colombia, con frecuencia en medio de situaciones tensas y peligrosas;

Iniciar proyectos de ayuda a los pobres y en pro de los derechos humanos de la gente nativa de Australia;

Organizar servicio legal gratuito en Hong Kong para ayudar a buscadores de asilo vietnamitas que fueron a menudo rechazados sin el debido proceso legal, y en Brasil e Irlanda para proporcionar ayuda pro bono a gente en circunstancias difíciles, - refugiados, gente que vive en la calle, y otros grupos marginalizados;

Comprometerse activamente en proyectos para familias pobres, gente nativa, viejos y enfermos, a través del Cuerpo de Voluntarios Jesuitas y el Cuerpo de Voluntarios Jesuitas de Estados Unidos.

Hemos contemplado las iniciativas pioneras en relaciones de hermanación en los generosos servicios personales y financieros ofrecidos por los Alumni Jesuitas de Gran Bretaña para la gente de Lituania y de la antigua Yugoslavia durante los desesperados días de la guerra y con posterioridad;

Y los esfuerzos de hermanación de la Federación Italiana de Alumni Jesuitas en su generosa ayuda a la gente de Albania.

Además, un gran número de antiguos alumnos/as sirven en Juntas de escuelas, colegios y universidades jesuitas, y sin contar que muchísimas instituciones educativas no podrían ofrecer sus servicios sin el apoyo financiero ofrecido generosamente por antiguos estudiantes.

Ciertamente, muchos, muchos alumni han tomado a pecho el reto del Padre Arrupe en sus acciones en pro de la dignidad human y la justicia.

Por todo lo mencionado, y por todos sus esfuerzos en beneficio de sus hermanos y hermanas, localmente y a largo del mundo, les doy las gracias sinceramente.

Muchos avances se han hecho posibles mediante desarrollos relativamente recientes en federaciones de antiguos alumnos/as y especialmente en la Unión Mundial de Antiguos alumnos/as Jesuitas. En la última década se han puesto en marcha más estructuras funcionales, permitiendo que el Presidente de ustedes trabaje con el Concilio de la Unión Mundial en la promoción de claridad de propósito, trabajos reales de justicia y una participación más eficaz por parte de antiguos alumnos/as de todos los rincones del mundo. Ustedes han demostrado su universalidad formalizando la rotación de estos congresos a lo largo del mundo. Ustedes han apuntado de forma realista la necesidad de regular el apoyo financiero para hacer posible las publicaciones y trabajos de su Unión Mundial. Están trabajando para hacer su presencia en defensa de la dignidad humana y la necesidad de los pobres más eficaz en asambleas regionales e internacionales. Mucho de esto es debido al excelente liderazgo que han depositado en el Dr. Ciro Cachione y luego en Mr. Fabio Tobon y el Consejo de la Unión Mundial. Se por experiencia personal cuan generosos y comprometidos han sido el Dr. Cacchione y Mr. Tobon. Ustedes han experimentado las visitas y el aliento de Mr. Tobon en sus propios países. Esto es importante a la hora de efectuar la unión de mentes y corazones. Me uno a ustedes en el agradecimiento a sus líderes por su maravilloso servicio. Y confío en que continúen seleccionando líderes realmente en base a su demostrado servicio desinteresado como hombres y mujeres dedicados a los demás.

Todos ustedes han hecho tantas cosas bien. Le doy gracias a Dios por ustedes. Pero conforme miren al futuro les pido que consideren y actúen sobre los principios que les recordé anteriormente en esta conferencia. Concretamente, les pido que pongan énfasis en:

1) Estar abierto al crecimiento. Un sabio ha dicho que “una persona debe crecer o morir”. Necesitamos programas continuos de reflexión, educación y formación continuas que nos abran a la hora de aplicar los valores y principios adquiridos de jóvenes en escuelas jesuitas a las desafiantes realidades del momento presente.

2) Decidir actuar. Proyectos para refugiados, para los pobres, en pro de la dignidad humana en todas sus ramificaciones están creciendo entre nuestros antiguos estudiantes. Pero además de estos

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excelentes trabajos, les pido que alcen su voz colectiva a niveles regional, nacional e internacional. Los alumni jesuitas necesitan clamar colectivamente - como asociaciones, federaciones, confederaciones y como la Unión Mundial contra los abusos que destruyen la dignidad humana. Comprendo que ustedes se pronunciarán sobre algunas de estas áreas en sus sesiones claves - ética en los negocios/abuso de estándares morales que perpetúan y ahondan el abismo entre ricos y pobres - empobrecimiento de mujeres y de aquellos desposeídos a causa del fanatismo y de sistemas culturales - desigualdades sistémicas en lo tocante a oportunidades educativas - exclusión de emigrantes - opresión de gente indígena. Dichas preocupaciones claves no están limitadas a una u otra región o nación del mundo. Surgen casi en cualquier lugar y nos desafían a clamar por un mundo que respete la dignidad humana en todos los hijos de Dios. Fracasar a la hora de conseguir hacernos oír en los salones donde se toman decisiones claves que nos afectan a todos sería una grave oportunidad perdida que desafiaría nuestra propia misión como antiguos alumnos/as jesuitas - hombres y mujeres para los demás. Instalarse en una complaciente nostalgia es indigno de cualquiera que sea un alumnus/a jesuita.

3) Conducir a los antiguos alumnos/as más jóvenes a una participación activa en las asociaciones de ustedes. En muchas partes del mundo el modelo típico de nuestros graduados es que después de completar sus estudios no volvemos a saber de ellos hasta que están relativamente bien establecidos. Esta no es una buena situación. Conforme los jóvenes dan sus primeros pasos en la vida profesional y comienzan a tener familias, sienten el desafío de muchos de los ideales que sostuvieron en las escuelas jesuitas. A veces se dan compromisos inseguros que pueden inhibir el pleno desarrollo de una persona joven. Es en este momento cuando se pueden ofrecer programas relativos a la ética el la vida profesional, actitudes maduras hacia la familia y las responsabilidades cívicas, y materias similares por parte de Asociaciones de Alumni como pertinentes oportunidades educativas continuas para el crecimiento. Y desde el punto de vista de las asociaciones, las ideas frescas y las energías que pueden aportar los alumni jóvenes no harán sino fortalecer la eficacia de ustedes.

Si ustedes están buscando un plan concreto de acción, puede que se decidan a fomentar más la propuesta discutida en el Congreso Mundial de Sydney: que antiguos alumnos/as establezcan un banco de expertos consistente en antiguos alumnos/as y personas de mentalidad similar. Así, podría haber un banco de doctores, de abogados, de periodistas, de profesores, de constructores, de economistas, de personas de negocio, de funcionarios del gobierno. Estos podrían estar disponibles para dar servicio en sus respectivos campos cuando fuera necesario. Tenemos un gran número de antiguos alumnos/as con talento, a menudo en puestos importantes dentro de su profesión, en los negocios y en el gobierno. Si este talento se aúna y explota, las asociaciones de antiguos alumnos/as jesuitas podrían marcar una verdadera diferencia en su localidad, su estado, su país.

Creo que puede hacerse mucho más para explotar el potencial para una mayor comunicación entre asociaciones de antiguos alumnos/as y con la sociedad en general. Antes que nada, tenemos que reforzar la comunicación entre nosotros mismos. ¿Cómo pueden colaborar mejor los jesuitas y las asociaciones de antiguos alumnos/as? ¿Cómo pueden las asociaciones de antiguos alumnos/as trabajar juntos a nivel nacional e internacional? Como cuerpo internacional, ustedes seguramente querrán hacer más que reunirse una vez cada seis años. Elegirán representantes para la Unión Mundial. Elegirán miembros en los que tengan fe de que actuarán a nivel internacional. También prometerán su apoyo a sus esfuerzos. A niveles nacionales e internacionales, donde se alzan muchas voces conflictivas, muy a menudo la voz de la cordura y de la justicia no es escuchada porque no alzamos la voz. Si son ustedes realmente una organización internacional, su voz debe escucharse en el foro mundial.

Yo haré mi parte fomentando la ayuda a ustedes en este esfuerzo a través de los adecuados secretariados en nuestra Curia Jesuita en Roma y urgiendo a un mayor compromiso jesuita a nivel de grandes regiones geográficas con los que trabajan en educación, ministerios sociales, servicios al refugiado y espiritualidad. Los jesuitas estamos comprometidos a estar con y por ustedes en estos esfuerzos.

Y si se siente usted un poco inquieto hoy - respecto a como puede medirse con el reto de sus

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responsabilidades como padres, como ciudadanos, como hombres y mujeres de fe para los demás, - ¡sepa que no está solo! Pero sepa, también, que por cada duda hay una afirmación que puede hacerse.

Porque las ironías de Charles Dickens están con nosotros incluso ahora. Fue el peor de los tiempos, el mejor de los tiempos, la primavera de la esperanza, el invierno de la desesperación. Y, personalmente, estoy muy animado por lo que siento como un creciente deseo por parte de muchos, en países de todo el mundo, de perseguir con más vigor los fines de la educación jesuita que, si se comprende adecuadamente, les conducirá a la unidad, no a la fragmentación; a la fe, no al cinismo; al respecto por la vida y la dignidad humana, no al expolio de nuestro planeta; a una acción responsable basada en un juicio moral, no a una timorata retirada o a un ataque temerario.

Estoy seguro de que saben que las mejores cosas de cualquier escuela no son lo que se dice de ellas, sino lo que viven allí sus Alumni. El ideal de la educación jesuita demanda una vida de intelecto, una vida de integridad, y una vida de justicia y amoroso servicio a nuestros compañeros y compañeras y a nuestro Dios. Es decir: una llamada al crecimiento, una llamada a la vida. ¿Quién responderá? ¿Quién sino usted? ¿Cuándo sino ahora?

¡Que Dios les bendiga en su camino! Gracias por su amable atención.

LA PRÁCTICA DE LA ESPIRITUALIDAD IGNACIANA *

(Discurso en la Consulta sobre Espiritualidad. Roma: 17/02/03)

Versión en portugués

El origen de la expresión Ejercicios Espirituales no se atribuye a san Ignacio. Tanto el nombre como la realidad existían bastante antes que él. Es posible que durante su estancia en la abadía de Montserrat, en Cataluña, Ignacio haya dado con el Compendio breve de Ejercicios Espirituales escrito por Fray García de Cisneros y destinado a los peregrinos del monasterio. La originalidad ignaciana reside, más bien, en la significación más profunda que ha otorgado tanto a la experiencia de ejercicios como a su finalidad espiritual. La expresión nos resulta demasiado familiar, con el alto riesgo de que olvidemos que es bastante problemático unir dos realidades - ejercicios y espiritual - aparentemente incompatibles entre sí. Basta consultar el librito de san Ignacio para constatar que, si bien la dimensión espiritual abre amplios horizontes, invitando a una generalidad ilimitada para alcanzar la contemplación del amor infinito de Dios, las páginas dedicadas a los ejercicios, en cambio, nos encierran en una obsesión por el detalle, en un exceso de precisiones y en minuciosas prescripciones. Ambas dimensiones ejercicios espirituales van parejas y todo el libro aparece organizado entre estos dos polos, que Ignacio llena de sentido.

Dos ejemplos sobradamente conocidos. La Anotación decimaquinta abre bien nuestra búsqueda de Dios a un Creador que se comunica a la persona que le es fiel, abrazándola [o abrasándola] en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante [15]. En otro estilo bien diferente, en la cuarta Adición de la Segunda Semana, Ignacio nos invita a la contemplación, sin olvidar las posibles posturas: cuándo de rodillas, cuándo postrado en tierra, cuándo supino rostro arriba, cuándo sentado, cuándo en pie; andando siempre a buscar lo que quiero [76].

Desde el comienzo [1], Ignacio recalca que, para él, ejercicio es un esfuerzo humano metódico, con una práctica y técnica estructuradas, como pasear, caminar y correr. Estos ejercicios corporales, citados por orden de intensidad, de ningún modo están espiritualizados, como, en cambio, sí lo harán

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posteriormente ciertos comentaristas: caminar ante su Faz, correr por la vía de los mandamientos o pasearse como el amado del Cantar de los Cantares entre los lirios.

A pesar de una incompatibilidad aparentemente radical entre, por una parte, toda técnica (incluso espiritualizada), entendida como el esfuerzo humano interesado y organizado, y, por otra, un encuentro con el Señor en el Espíritu, don y pura gratuidad, Ignacio no se apoya solamente en una base concreta y corporal del ejercicio, sino que lo convierte en un sistema, en un método paradójicamente espiritual. Es un método que llega a incluir técnicas para concentrar la imaginación, para explorar la memoria, para poner en juego a la inteligencia y, sobre todo, para guiar a la voluntad como facultad de amar. Incluso arriesgándose a ser considerado como un obseso del orden y del detalle, Ignacio pone en movimiento igualmente el entorno humano; el uso de la luz del día, el modo de comer, la lectura de algunos libros y una distribución minuciosa de su tiempo están concebidos para dar sentido y eficacia a los ejercicios en su realidad corporal y concreta.

La apertura a lo espiritual, a entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad con su Criador y Señor [5], llegando hasta una ofrenda ilimitada de todo su querer y su libertad a los movimientos del Espíritu [234], es tan evidente que no precisa de mayor aclaración. Sin embargo, es necesario colocar en su sitio lo que propiamente se considera ejercicio con respecto a lo espiritual. Acaso no será todo este método una simple preparación que - como en los ejercicios de Zen -, en definitiva, se queda fuera del ámbito del auténtico encuentro con el Señor? Toda esta puesta en acción, no será quizás un calentamiento - útil, sin duda, como corresponde a todo dominio propio ascético- demasiado aleatorio con respecto al encuentro místico, cuyo único Maestro es el Señor? Por qué hay que supeditar la rica y siempre actual espiritualidad ignaciana a un método que tenía un sentido en el siglo XVI, pero que lo ha perdido en el tercer milenio?

Nos equivocaríamos si pensáramos que Ignacio apostaba por tal o cual ejercicio particular. Cuando, a fin de hacer la Cuarta Semana más gozosa, invita a usar de claridad o de temporales cómodos, así como en el verano de frescura, y en el invierno de sol o calor [229], sabe de sobra que la eficacia de los Ejercicios Espirituales no puede depender ni del clima ni de los grupos electrógenos. No obstante, Ignacio no podía concebir una Cuarta Semana sin base concreta metódica, para me afectar y alegrar de tanto gozo y alegría de Cristo nuestro Señor. Si Ignacio acude a estos apoyos concretos, es sólo en la medida en que la persona que recibe los Ejercicios piensa o conyecta que [esto] la puede ayudar para se gozar en su Criador y Redentor.

Aquí hemos de tomar en serio la expresión en su Criador y Redentor, igual que Ignacio se vale también en las Constituciones y en sus cartas de la fórmula en el Señor nuestro. Casi siempre se trata de una elección concreta que hay que hacer, de una decisión precisa que hay que tomar. Esta preposición en supone la invitación y el recuerdo a disponerse [1] -propósito de los Ejercicios Espirituales - para recibir de lo alto el don del discernimiento; es decir, con el vocabulario de los Ejercicios Espirituales, que aquel amor que me mueve y me hace eligir la tal cosa descienda de arriba, del amor de Dios [184]. Por lo tanto, Ignacio no quitará importancia al hecho de estar en ejercicios cuándo de rodillas, cuándo postrado en tierra, cuándo supino rostro arriba, cuándo asentado, cuándo en pie [76]; Ignacio dice que es necesario sentir qué postura corporal ha escogido el Señor para mí, a fin de que yo halle lo que deseo en el Señor. Lo que importa es que el método, el ejercicio concreto que necesito para encontrar al Señor, sea asumido por el Espíritu en sinergia conmigo. De este modo, los Ejercicios, permaneciendo muy concretos, corporales y materiales, no son instrumentos infalibles para darnos a nosotros mismos lo que sólo puede ser un don de Dios, sino que, paradójicamente, los ejercicios tocados por el Espíritu despliegan una actividad metódica que nos conducen, en el Señor nuestro, en la gratuidad de Dios, a una pasividad plenamente personal de acogida y de deseo de encuentro. Dicho de

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otra forma: al actuar, las facultades humanas no dan lugar a la oración con una especie de artificio que pretende influir en Dios, incluso presionándole para que nos responda, sino que captan que Dios ya estaba antes presente en ellas, en plena actividad suya, siempre y cuando se mantengan los ejercicios de todo tipo en un estado de disponibilidad, eligiendo sólo lo que el Señor ha escogido justamente para nosotros, precisamente en la concreción de los ejercicios. Tanto cree Ignacio en esto, que utiliza el verbo mudar en esta relación entre ejercicio y encuentro con el Señor. En efecto, cuando la persona que recibe los ejercicios no logra encontrar lo que desea -la respuesta del Señor-, Ignacio considera que muchas veces aprovecha hacer mudanza en el comer, en el dormir y en otros modos de hacer penitencia. (...) Y como Dios nuestro Señor en infinito conoce mejor nuestra natura, muchas veces en las tales mudanzas da a sentir a cada uno lo que le conviene [89]. La razón de fondo para llevar a cabo estas mudanzas en el modo concreto de hacer los ejercicios es estar seguro de que ellos han sido elegidos también por Dios, dejar que sea Dios quien nos enseñe la elección de los ejercicios que más convienen a tal o cual persona para estar unida al Señor. De esta manera, Ignacio considera esencial que nos atengamos a los ejercicios en sus formas concretas y encarnadas, y que, por otro lado, estos ejercicios sean asumidos integral y espiritualmente en el Señor nuestro.

Es el momento de llegar a algunas conclusiones que se desprenden de lo que acabamos de descubrir. En primer lugar, se da una fuerte personalización, en el sentido de que Ignacio siempre ha querido impedir a otros toda imitación servil o toda copia de su propia experiencia mística. Si hasta tres años antes de su muerte en 1556 Ignacio no empezó a hacer confidencias acerca de su aventura mística a uno de sus compañeros, resultaría muy difícil e incluso imposible reconstruirla a partir del texto de los Ejercicios Espirituales. Un análisis minucioso de este texto muestra un cambio en el carácter personal que se le imprime. El pronombre personal de la primera persona en singular yo nunca se refiere explícitamente a la experiencia personal de Ignacio, su autor, en su encuentro con Dios. De entre muchos ejemplos, hemos de mencionar aquí la expresión frecuentemente repetida demandar lo que quiero [55].

El autor no exige que en la oración alguien coincida con el deseo de Ignacio, sino que demande de acuerdo con su propio deseo personal. Esta insistencia de asumir su propia responsabilidad ante el Señor caracteriza a los Ejercicios Espirituales e impide toda identificación entre la experiencia personal de Ignacio - de la cual nos informa la Autobiografía - y a la que apunta el texto del libro de los Ejercicios Espirituales; éste, por respeto a la persona en su búsqueda personal de Dios [15], sólo quiere ser útil para indicar con ejercicios un camino hacia la unión con Dios (Autob. [99]).

Este respeto hacia la persona que recibe los Ejercicios está garantizado por la distancia que Ignacio impone entre su experiencia de Manresa y la propia del ejercitante. Asimismo por el hecho de que los Ejercicios Espirituales son un libro del maestro, un manual destinado a el que da los ejercicios, quien, a su vez, debe escribirlo de nuevo al servicio de la experiencia de la persona que se ejercita. Esto no quita que, dentro del innegable e indispensable respeto por la persona que recibe los Ejercicios Espirituales, humildemente haya que considerar el camino en toda su longura, la anchura, y si llano o si por valles o cuestas [112], tal como el Hijo de Dios ha querido hacerlo realizando su misterio de encarnación. Para venir a nuestro encuentro, el Hijo de Dios ha escogido el camino desde Nazaret a Bethlem. Siguiéndole, nadie puede acceder a la plenitud solamente con el mero deseo de crecer; hay que ponerse en camino.

Ignacio no exige que todos tengan que recorrer su mismo camino. No obstante, nos regala un camino, entre otros, hacia Dios; un camino enriquecido con una amplia experiencia, una sabiduría práctica – ejercicio - y espiritual acumulada. Una experiencia ofrecida y recibida. Ignacio no está pensando en un director, sino en alguien que se entrega; ni tampoco en un ejercitante, sino en alguien que recibe el

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realismo místico de este camino de ejercicios propuestos y métodos recomendados con una actitud de generosidad y con una visión llena de amor y fidelidad. Precisamente acerca de este camino de generosidad y fidelidad Ignacio indica al que da los ejercicios que mucho le debe interrogar cerca de los ejercicios, si los hace a sus tiempos destinados y cómo; asimismo de las adiciones, si con diligencia las hace, pidiendo particularmente de cada cosa destas [6].

Y así en todo. El ser humano sólo llegará a contemplar a Dios por esta alianza de la visión y la organización, que el mismo Señor Dios ha querido asumir en el misterio de la encarnación. Sin dejar de pertenecer al ámbito del universal divino, ha deseado vivir en el singular humano, en lo concreto del día a día humano. Resulta imposible integrar la visión ignaciana sin esta pasión por la encarnación de Dios que ha plantado su tienda entre nosotros. Éste es el camino de los Ejercicios Espirituales: non coerceri maximo, contineri tamen a minimo, divinum est. Esta frase atribuida a un jesuita anónimo, escrita en 1640, debe traducirse en esta dinámica, cuando se piensa en los Ejercicios Espirituales: permanecer en el ámbito de lo más amplio - el Reino, las Dos Banderas, la Contemplación para alcanzar amor -, pero atenerse a lo más reducido - fieles a las Anotaciones y las Adiciones -; esto es lo que significa vivir lo divino siguiendo al Encarnado.

Ignacio no considera los Ejercicios Espirituales como algo cerrado en sí mismo y limitado por las Cuatro Semanas. Presenta las contemplaciones como introducciones [162] y dinámicas para, a continuación, contemplar mejor y con mayor alcance. Por otro lado, las contemplaciones se encarnan en una elección, en una opción que proporciona una manera de proceder para enmendar y reformar la propia vida y estado de cada uno (...) para gloria y alabanza de Dios nuestro Señor [189]. Acaso podríamos vivir un discernimiento orando, sobre todo fuera de un retiro cerrado o abierto de treinta días, sin permanecer fieles a los instrumentos que Ignacio pone a nuestra disposición en los Ejercicios Espirituales? Podríamos realmente tomar las mismas opciones del Señor sin contemplar continuamente los misterios de su vida de acuerdo con el modo ignaciano de hacerlo? Concretando más (quizá demasiado): cuando alguien debe hacer una elección concreta en su vida, puede conformarse con una lectio divina monástica o una oración profunda tipo Zen, o más bien debería asumir la propuesta ignaciana con sus Anotaciones y Adiciones? Ignacio da numerosas indicaciones prácticas a quienes no han podido hacer los Ejercicios Espirituales completos [18], pero calla cuando se trata de quienes los han terminado. Esto no debe extrañarnos. Ignacio confía en el jesuita ya formado: él sabrá cuándo, cómo y cuánto tiempo ha de rezar. Ya en 1599, los primeros compañeros, en un Directorio, enmarcaron el itinerario espiritual abierto en un entramado de prácticas concretas. Cómo se puede hablar de espiritualidad ignaciana, de un camino hacia Dios, sin tener, al menos, media hora de meditación diaria, exámenes de conciencia cotidianos, los sacramentos de la reconciliación y la eucaristía, sin vivir día a día las opciones que el Señor ha tomado, sin su preferencia por los pobres, sin su amor por la Iglesia? Es cierto que Ignacio no se ocupa de lo que ocurra tras el retiro. No dice nada acerca del paso y la vuelta a la vida cotidiana después de este periodo agitado por los espíritus, pero sí confía en la experiencia fundante que cada uno ha podido vivir, siendo muy consciente de que nada será ya como antes, sino que continuará en un discernimiento orante, en una espiritualidad encarnada.

Espiritualidad encarnada! Porque ser puesto con Cristo, gracias a la experiencia de los Ejercicios Espirituales, significa estar capacitado por el Espíritu para optar como Cristo, concretamente hoy, en nuestra historia y situación. Cuando, para ser puesto en el camino de Cristo, se enumeran las condiciones fundamentales y sus exigencias, sobresale la quinta Anotación: entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad [5]; pero no se concretan siempre los requisitos previos acerca de la observancia de las Adiciones - si con diligencia las hace - y de los ejercicios - si los hace a sus tiempos destinados y cómo [6]. Esta observancia se retoma negativamente más tarde, cuando se apunta como una de las causas principales de nuestra desolación ser tibios, perezosos o negligentes en nuestros ejercicios

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espirituales [322]. Curiosamente, el libro de los Ejercicios contiene un cierto número de Reglas destinadas a proporcionar a quienes no están preparados para hacer una elección, propiamente dicha, forma y modo de enmendar y reformar la propia vida y estado de cada uno [189]. Hay Reglas para ordenarse en el comer para adelante [210], para el ministerio de distribuir limosnas [337], para sentir y entender escrúpulos y suasiones de nuestro enemigo [345] y, sobre todo, para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener [352]. No falta quien dice que, con el pretexto de que inevitablemente estas Reglas contienen prescripciones y una presentación pasadas de moda, no se han de proponer, ni siquiera en su esencia, con el fin de encarnar las opciones concretas que se han de tomar. Acaso supone destruir un élan espiritual el hecho de llevarlo hasta la realidad concreta de la Iglesia de hoy, allí donde, a pesar de todo, este élan debe ser vivido? Un ejemplo se nos aduce en la Cuarta Semana, donde hay que mantener el ayuno eclesial, incluso en ese tiempo pascual de gozo junto al Señor resucitado [229]. Para Ignacio, la fidelidad espiritual se traduce, en primer lugar y necesariamente, en la fidelidad al tiempo presente, al ahora, al hoy, para no huir nunca de la realidad. Las Anotaciones y las Adiciones, las Notas y los Exámenes llevan a que, para buscar y hallar la voluntad, tanto dentro como fuera del retiro, en toda la vida, la persona entera, cuerpo y alma, haya de entregarse aquí y ahora.

Del mismo modo, una espiritualidad encarnada supone que el que da los ejercicios se entrega de verdad, sin comportarse como alguien ausente que, pretextando cumplir la Anotación decimaquinta [15], actúa según el laisser faire. Ciertamente, Ignacio espera de él un uso sobrio del lenguaje, correspondiente con toda una serie de Reglas referidas al modo de hablar -breve [2]- y de expresarse [367-370].

Mientras que fuera de un tiempo de discernimiento orante se puede o debe incitar, empujar y urgir, durante este tiempo de elección, para que el Señor pueda actuar, hay que mantenerse en medio, como un peso [15], lo cual no significa ni pasividad ni ausencia de quien da los Ejercicios. Ignacio mismo prevé que este mismo puede dar algunos espirituales ejercicios convenientes y conformes a la necesidad de la tal ánima, así agitada [17], a fin de que se haga plena luz sobre lo que parezca mejor, purificando los motivos y ayudando a asegurar que se sirva únicamente a Dios en el sí a una opción concreta [179].

Con el objeto de que la espiritualidad ignaciana no se convierta en ideología, sino que permanezca como espiritualidad encarnada, gracias a esta armonía ignaciana de ejercicios y de mística, interesa tomar en serio la séptima Regla para distribuir limosnas, que precisamente invita a restringir - la ascesis - para acercarnos a nuestro sumo pontífice, dechado y regla nuestra, que es Cristo nuestro Señor [344]; siendo válido esto para todo género de vida, adaptándolo y teniendo en cuenta la condición y estado de las personas. He aquí todo un programa para debatir.

* Publicado en la Revista de Espiritualidad Ignaciana, Roma, Secretariatus Spiritualitatis Ignaciana, [email protected], Num 102, 2003.

CARTA SOBRE LA POBREZA

(Roma, 25 de marzo de 2003)

Queridos Padres y Hermanos,

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La paz de Cristo

Respondiendo a la petición de los Superiores Mayores reunidos en Loyola, tengo el gusto de enviarles los estatutos revisados de nuestra pobreza. Cuando el Padre Arrupe acompañó la promulgación de los Estatutos de la Pobreza con una palabra de presentación (AR XVI, 1976, p. 911s), confesaba que, sin una verdadera conversión del corazón, el documento corría el riesgo de quedarse en letra muerta. Veía claramente que, en materia de pobreza, no basta contar con la observancia de los estatutos: seguir al Señor como compañero suyo en su pobreza exige una conversión del corazón, buscada una y otra vez sin descanso, ciertamente por medio de estatutos que deben observarse seria y generosamente dentro de una familiaridad con un Señor que es pobre. El Señor no se pertenece en nada – Dios de Dios, Luz de Luz – porque su mismo ser pertenece al Padre y a nosotros, a los que ha sido enviado en misión de amor. La pobreza vivida como seguimiento del Señor no puede limitarse al mero atenerse a una reglamentación de orden económico y financiero. Implica un don de sí, de la misma manera que constituye el ser mismo del Señor, que engloba su ser casto y su ser obediente. Eso es lo que San Ignacio llamaba suma pobreza espiritual (EE 147), don que debe pedirse en un coloquio, de corazón a corazón, con el Señor pobre, porque se trata de una conversión del corazón.

Quisiera subrayar algunos aspectos de una conversión del corazón por medio de la observancia de los Estatutos.

Un primer aspecto es la toma de conciencia de lo que significa la palabra “pobreza” en un sentido evangélico. Ocurre que esta palabra nos molesta hasta tal punto que nos sentimos tentados a sustituirla con expresiones como “voto de compartir”, “voto de solidaridad” o “voto de compasión”. Verdad es que en algunos continentes la pobreza no está considerada como un valor positivo: hace falta salir de la pobreza y de la miseria para alcanzar una vida humana digna. En otras partes del mundo, la pobreza funciona a veces como una especie de contravalor en una sociedad marcada por la economía de mercado y un consumismo invasor. Significa entonces una sana sobriedad, en la que la persona encuentra su felicidad viviendo de lo que le es esencial. Esta no es la pobreza evangélica. La palabra nos resulta irritante sobre todo en la vida consagrada cuando, con las mejores intenciones, no logramos ser pobres como lo son tantos pobres de nuestro propio entorno. Muchas religiosas y religiosos comparten las condiciones de vida precaria y miserable de los pobres, pero a menudo sin experimentar su inseguridad y desesperación, sin ser explotados y excluidos como lo son ellos. Sobre todo en la Iglesia y por la Iglesia, la vida consagrada asume misiones que exigen grandes medios y suponen instituciones cuya eficacia apostólica parece contradecir cualquier régimen de pobreza. No ver en estas constataciones sino otros tantos pretextos para no vender radicalmente lo que se posee y distribuir lo ganado entre los pobres, no pasa de ser fácil retórica.

Por el contrario, en el corazón mismo de esta compleja y desconcertante realidad es donde San Ignacio nos invita, a cada uno según su vocación y misión, a preguntar al Señor, entre tantas formas posibles de pobreza evangélica, la forma concreta que Él espera de cada uno de nosotros. La pobreza espiritual – vivir el misterio del Señor pobre – es la que debe dar forma, inspirar y motivar nuestra pobreza efectiva – la pobreza actual, si su divina majestad fuere servido y me quisiere elegir y recibir (EE 147). Es ésta la espiritualidad con que, en nombre de San Ignacio, Polanco anima a los jesuitas del colegio de Padua, que en agosto de 1547 sufrían una situación económica más que penosa. Polanco recuerda ante todo la pobreza espiritual que hace al jesuita amigo del Señor pobre. Pero, sin la pobreza actual, esta mística de vivir en Cristo pobre se quedaría en palabras y no llegaría al corazón. Muy realista en su razonamiento, pero auténtico en el espíritu de San Ignacio, Polanco escribe a los jesuitas de aquel colegio pobre: Aquellos que aman la pobreza deben amar el séquito de ella, en cuanto de ellos dependa, como el comer, vestir, dormir mal y el ser despreciado. Viviendo las exigencias que implica la palabra

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“pobreza” en el sentido ignaciano, seremos amigos del Señor, asegura Polanco, pero también amigos de los pobres.

Un segundo aspecto de nuestra pobreza que conviene destacar es el importante e indispensable papel que juega el discernimiento. Los Ejercicios Espirituales nos revelan un Ignacio que no quiere decidir por sí mismo cómo ser pobre, sino que ruega que sea el Señor quien le dé las formas concretas de su pobreza actual. El Diario Espiritual atestigua una angustiosa lucha cuando se trata de hacer opciones concretas, tomar medidas prácticas, porque San Ignacio no quería hacer opciones que no fueran las de su Señor. Tanto más cuanto que era consciente de que, en materia de riqueza y de pobreza, estamos expuestos a engaño y de hecho nos engañamos. Sería más fácil en cierto sentido confeccionar una lista de lo que se puede y no se puede tener para ser pobre. Una lista exhaustiva válida para todos sería poco práctica, dada la diversidad de los ministerios y de las condiciones socioeconómicas, pero sobre todo permitiría a todo el que observara tal reglamento declararse “pobre” allí donde San Ignacio nos querría siempre dispuestos a hacer más – el magis – para estrechar más (es uno de nuestros votos) la pobreza actual. San Ignacio no se contenta con echar los cimientos de un discernimiento sano y orante en el campo de la pobreza, sino que fija los resultados concretos de su discernimiento, presentando opciones concretas ya en la Fórmula del Instituto (nn. 1, 7 y 8), para recogerlas en el Examen General (4) y precisarlas ampliamente en las Constituciones (553-581).

Aunque nuestro régimen de pobreza, precisado en las Constituciones, ha estado en vigor hasta el 15 de septiembre de 1967, chocaba contra toda una serie de dificultades insuperables, debidas en gran parte a cambios económicos, y requería excepciones, dispensas y toda clase de interpretaciones casuísticas. Los nuevos Estatutos, al igual que el decreto 9 de la Congregación General 34, aunque insisten en la conversión del corazón, encomiendan nuestra pobreza actual al discernimiento orante en todos los niveles de la Compañía. Cuando se hace en común, este discernimiento es muy diverso de la deliberación de un consejo de administración. Ante todo es orante, es decir, pide que el Señor nos elija para la pobreza actual solo que sea servicio y alabanza de la su divina bondad, aun admitiendo que esta pobreza va en contra de nuestro deseo instintivo de tener y poseer (cfr. EE 157). Un discernimiento orante podría así llevar a gestos proféticos en materia de pobreza, cuando no sólo nos desprendemos de lo superfluo sino aun de lo esencial, para compartirlo con los pobres, o para ministerios poco apreciados, que no tienen mucho éxito o no gozan de prestigio. En cualquier caso, es siempre mejor y más seguro, en cuanto nos toca a nosotros mismos y a nuestro estilo de vida, “cercenar y disminuir” lo más posible para acercarse (EE 344) al Señor en su pasión por llevar la Buena Noticia a los pobres.

Este tratamiento profético de los bienes no excluye en absoluto una sana administración y gestión de una organización, que se presenta de todos modos como “no lucrativa”, pero que excluye toda comercialización y toda capitalización indebida. Este discernimiento en común debe tener lugar en todas las comunidades, a nivel de provincias y de regiones, para todas las obras que dependen de la Compañía, sobre todo cuando se discute el presupuesto anual y cuando, al fin del ejercicio anual, se evalúa la situación económica de la comunidad u obra, o durante la visita del Superior Mayor. El régimen de pobreza prescrito por los actuales Estatutos es más exigente que el sistema precedente, porque nos hace aceptar el hecho de que nuestra búsqueda de una pobreza actual nunca tiene fin, y que hay que revisar constantemente nuestro estilo de vida y de trabajo, a la luz de nuevas exigencias de solidaridad dentro y fuera de la Compañía, y a la luz también de una mejor comprensión de lo que San Ignacio quería de nuestra pobreza espiritual y actual. De todas formas, el resultado del discernimiento orante en común depende en gran medida del discernimiento personal de los que participan en él. Ya que todos los años hacemos los Ejercicios Espirituales, debemos verificar en qué medida queremos que su divina Majestad se sirva de lo que somos y tenemos, y en qué medida le servimos, según su elección, por medio de la pobreza actual (cfr. EE 146). Esta disponibilidad para revisar y verificar sin

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cesar, implica que cada uno de nosotros se comporte como responsable de los bienes que tiene a su disposición, para que sean utilizados con espíritu de pobreza, con toda transparencia, en un estilo de vida sobrio y acogedor, dispuesto a compartir y a solidarizarse con cuantos viven en la miseria, la injusticia y la marginación. Sin este discernimiento personal, cuanto se haga en común corre serio peligro de quedarse en letra muerta, o de contentarse con una prudente gestión de los bienes.

La práctica de estos discernimientos está marcada por tres criterios explícitamente formulados por San Ignacio en sus escritos. El primero es el de la misión que se recibe. Claramente inspirado en el modo como San Pablo vivía la pobreza en servicio de la misión recibida del Señor, San Ignacio ha querido una forma de pobreza que nos libre de todo apego, para estar totalmente al servicio de la misión de Cristo, que debemos continuar aquí y ahora. Esta misión, que muchas veces implica un trabajo determinado pero que no se limita a éste, el jesuita la recibe en pobreza de manos del Vicario de Cristo en la tierra, y de aquellos que pueden enviarlo en misión en nombre del Señor. San Ignacio se resiste a fijar sus modalidades con detalles concretos, porque la pobreza actual depende enteramente de las exigencias de la misión recibida, independientemente de si necesita muchos o pocos medios y de que sea más o menos confortable. Tenemos sin duda necesidad de preguntarnos – aun con la ayuda de nuestros compañeros – en qué medida debemos mejorar o restringir nuestro estilo de vida, no según nuestro gusto personal sino en función de la misión que el Señor nos ha confiado.

Retomando el “predicar en pobreza” de San Ignacio, el Padre Arrupe nos ha recordado con frecuencia que no se trata sólo de realizar la misión recibida, sino de realizarla no según nuestra manera de obrar sino a la manera de proceder del Señor. Y ése es el segundo criterio que a San Ignacio le gusta repetir, según el mandato del Señor de dar gratis lo que gratis hemos recibido de Dios. Es una misión que debe llevarse a cabo a toda costa con corazón de pobre, con medios pobres, sin proporción alguna entre la inversión y los resultados, sin buscar el prestigio ni los medios de presión. Durante demasiado tiempo, la Compañía ha tenido que luchar con una gratuidad que deseaba, pero que era vista exclusivamente como un servicio no pagado. Igual que el Señor se ha entregado gratuitamente, sin esperar recompensa ni reembolso, sino manifestándose en una gratuidad de amor y de don, de acogida y de participación, nuestra gratuidad como criterio de la pobreza actual debe mostrar el verdadero rostro de Cristo, de su mensaje y de su persona. Esta gratuidad será una realidad vivida, si el salario que se gana, o la contribución que se recibe por un determinado trabajo, no guarda proporción alguna con el don de sí mismo que marca la realización personal de una misión.

La experiencia demuestra que es todavía difícil mantener esta gratuidad como criterio de nuestra pobreza actual en nuestras obras e instituciones. Según la Congregación General 34, eficacia apostólica y gratuidad no deberían necesariamente excluirse, por más que mantener un equilibrio siempre difícil entre ellas exigirá un discernimiento constante. Debemos estar siempre dispuestos a abandonar una obra o institución en la que no podamos ya testimoniar la gratuidad del don del Señor, sobre todo cuando no se trata ya de un verdadero servicio, sino de un contra-testimonio del evangelio anunciado a los pobres. Al contrario, con dinamismo apostólico y con creatividad espiritual, debemos continuar y desarrollar las instituciones y las obras no tanto que registren un balance interesante o resultados rápidos, sino que presten un verdadero servicio, sobre todo a los amigos del Señor que son los pobres.

Éste es el tercer criterio que debe gobernar nuestra pobreza actual en la misión que se nos ha confiado: la solidaridad evangélica con los pobres. Es un hecho significativo que los Ejercicios Espirituales contengan reglas para el ministerio de distribuir limosnas (EE 337). Aunque en nuestra sociedad socioeconómica, extremadamente sensible a la justicia y la injusticia, la limosna ha cambiado de sentido, para San Ignacio distribuir limosna era una cuestión de vida o muerte (EE 340-341), sobre la que se juzga el mayor o menor amor a los pobres en nombre de Dios. Gracias al impulso de la

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Congregación General 32, hoy se registra una mayor y más generosa solidaridad con los pobres y el deseo de vivir con más sencillez, de modo que la Compañía pueda destinar más medios y más recursos humanos y materiales a quienes están cada vez más necesitados (CG 32, d.12, nn.14-15). Hoy más que nunca somos conscientes de la pobreza de nuestros medios para acudir en ayuda de los pobres y derrocar las estructuras de pecado, según la expresión del Papa Juan Pablo II.

Nuestra solidaridad corre el peligro de quedar sofocada por la miseria creciente, una miseria que por sus orígenes se revela muy compleja, y que por su amplitud exige medios absolutamente exorbitantes. En el fondo, hay un pobre que, no teniendo más que algún pan y unos peces a su disposición, debe acudir en ayuda de una muchedumbre hambrienta. Sin un sentido pascual de nuestra pobreza, la creciente solidaridad que compartimos se convierte fácilmente en un descorazonador sentimiento de frustración. Lo cual no impide que todo aquello que podemos hacer personalmente – con nuestras propias personas, porque el don de sí mismo jamás puede ser reemplazado por sólo el dinero – a través de nuestra comunidad o en una obra, forma parte integral de esta misión de “predicar en pobreza” la fuerza pascual de Aquel que, siendo rico, se ha hecho pobre para enriquecernos.

Sobre esta conversión del corazón para una pobreza espiritual que se vive, conforme a la misión recibida, en pobreza actual, dejemos a Juan Pablo II la última palabra: Páginas importantes de la historia de la solidaridad evangélica y de la entrega heroica han sido escritas por personas consagradas en estos años de cambios profundos y de grandes injusticias, de esperanzas y desilusiones, de importantes conquistas y de amargas derrotas. Se pide a las personas consagradas, pues, un nuevo y decidido testimonio evangélico de abnegación y de sobriedad, un estilo de vida fraterna inspirado en criterios de sencillez y de hospitalidad, para que sean así un ejemplo también para todos los que permanecen indiferentes ante las necesidades del prójimo. En realidad, antes aún de ser un servicio a los pobres, la pobreza evangélica es un valor en sí misma, en cuanto evoca la primera de las Bienaventuranzas en la imitación de Cristo pobre. Su primer significado, en efecto, consiste en dar testimonio de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano (Vita Consecrata, 90).

En conclusión, los Estatutos de la Pobreza revisados son el fruto de un amplio y minucioso discernimiento orante de toda la Compañía. Constituyen hoy el marco concreto de nuestra pobreza actual. Si queremos ser auténticos en nuestra vocación y misión, tenemos que tomarlos en serio y convertirlos en realidad, en nuestra vida personal y comunitaria, poniéndolos en práctica. Porque la pobreza, como firme muro de la religión, se ame y conserve en su puridad quanto con la divina gracia posible fuere (Const. 553).

Suyo fraternalmente en Cristo,

Peter-Hans Kolvenbach, S.J.

Prepósito General Roma, 25 de marzo de 2003

A la Asamblea General de la Comunidad de Vida Cristiana

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(Nairobi, 4 de Agosto de 2003)

Les agradezco la invitación a participar con ustedes en esta Asamblea de CVX. Deseo ahora comentarles lo que San Ignacio entendía por el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener [EE 352]. Estas reglas parecen simplemente un agregado a los Ejercicios Espirituales, y tenemos la tendencia a ignorarlas, diciendo que se refieren a una Iglesia militante que aparentemente no es la de nuestra época, o que exigen una actitud hacia la Iglesia que no parecer ser la que propone el Concilio Vaticano II.

Algunos directores o guías de Ejercicios consideran que estas reglas de San Ignacio para “sentir con la Iglesia” están ya tan superadas y son tan incómodas, que prefieren ocultarlas y no mencionarlas a los que hacen Ejercicios. Actuar así es olvidar que en la cuarta semana San Ignacio nos invita a participar en la fundación de la Iglesia por medio de los encuentros con el Señor resucitado, y que San Ignacio consideraba estas reglas para “sentir con la Iglesia” como una consecuencia de las reglas para discernir espíritus, puesto que sólo el Espíritu nos da el verdadero sentido de Iglesia en un discernimiento orante. Para aprender de San Ignacio a crecer en unión con la Iglesia no dejaremos de lado los Ejercicios, más bien queremos descubrirlos gracias a su experiencia de Iglesia, que algunos consideran “dramática”.

Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia ha estado comprometida en una tensión entre tradición y progreso, entre la continuidad y el cambio. El mundo es ahora un territorio de misión y la Iglesia busca responder a la llamada a una nueva evangelización, que es en la vez antigua y siempre nueva. Basta leer los periódicos o mirar la televisión para saber de las tensiones en temas litúrgicos o de verdaderos conflictos en temas éticos, aproximaciones diferentes a la necesaria inculturación de nuestra fe.

De hecho esta situación es normal. Después de un evento profético como un Concilio, dónde nos habla el Espíritu del Señor, siempre ha habido un proceso largo de reforma y de renovación que sólo después de siglos llega a vivirse en consenso. Esto es especialmente cierto respecto al Concilio Vaticano II, que nos ha ayudado a redescubrir la Iglesia como una comunión de Iglesias locales bajo el entero colegio episcopal, del cual es cabeza el Obispo de Roma. Esto, a su vez, ha renovado el papel distintivo del laicado en la vida de la Iglesia, ha ahondado en el Pueblo de Dios su sentido de corresponsabilidad en la vida de la Iglesia toda, ha llevado a la formación de numerosos movimientos eclesiales y ha elevado el número de voces que se expresan en la Iglesia. Ésta es una fuente de vida, de creatividad y vitalidad, pero como no todas las voces dicen lo mismo, también es fuente de tensiones, unas más constructivas que otras. A veces somos arrastrados a conflictos eclesiales y aún a situaciones explosivas.

La obediencia de Ignacio es una de fidelidad concreta a la jerarquía real y visible de la Iglesia, no a un ideal abstracto. Nosotros pertenecemos a la Iglesia, compartimos sus alegrías y dolores, sus martirios y sus escándalos, porque la Iglesia es y siempre será una comunión de santos y pecadores, de triunfos y tragedias, de la cual formamos parte.

El contexto eclesial en que vivió Ignacio es bastante diferente del nuestro. Pero existe una profunda atadura mística que transciende las particularidades de su siglo decimosexto. Arraigados en la fe de que el Espíritu guía a la Iglesia, esa unión mística nos hace desear crecer por amor en la unidad de la Iglesia, porque el Señor ama a la Iglesia, a nuestra Iglesia, como el esposo a su esposa.

Si sólo miramos a la Iglesia con los ojos de un miembro de una ONG multinacional nunca percibiremos el misterio que hay en ella. Esto no significa que debamos negar la realidad de la Iglesia, sino mirarla con ojos nuevos. El cuadro no estará completo mientras no veamos trabajando simultáneamente en ella al poderoso Espíritu del Señor y a la débil mano humana.

Y si nuestro amor a Jesucristo, inseparable de nuestro amor a su esposa la Iglesia, nos lleva a buscar la

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voluntad de Dios en cada situación, también puede obligarnos a hacer una crítica constructiva y amorosa basada en un profundo discernimiento. Este también podría llevarnos a permanecer por el momento en silencio. Sin embargo, nunca puede justificar una falta de solidaridad con la Iglesia, de la que nosotros nunca ni en forma alguna nos distinguimos o separamos.

En cierta forma San Ignacio vivió la experiencia de comunidades de vida cristiana en la Iglesia, puesto que era miembro de la confraternidad del Espíritu Santo, una de las precursoras de CVX. Mucho tiempo antes del establecimiento de las Congregaciones Marianas en 1563, donde se encuentran las raíces de CVX, la vida eclesial se vivía en confraternidades. Como lo sugiere la palabra, eran una iniciativa de los laicos en la Iglesia. Se organizaban en gremios de acuerdo a sus tareas profesionales – gremio de artistas, de constructores, de comerciantes – y deseaban vivir en ellos como las primeras comunidades cristianas, cuyos miembros, creyentes en el Jesús Resucitado, estaban juntos y tenían en común todas las cosas: vendían sus propiedades y sus bienes y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Perseveraban unánimes cada día en el Templo, y partiendo el pan en las casas comían juntos con alegría y sencillez de corazón.

Esta descripción de la Iglesia de los apóstoles y de los primeros discípulos (Hch 2, 44-46), sin duda un poco idealizada, inspiró a las confraternidades y continua hoy inspirando a muchas comunidades de base y a nuevos movimientos en la Iglesia. En el momento decisivo de la muerte todos querían estar rodeados de la fe pascual de sus hermanas y hermanos en el Señor y ser sostenidos por su oración. Por eso, en tiempos de Ignacio había tantas confraternidades de la Buena muerte. Pero no sólo la muerte, también la vida debía vivirse en la Iglesia de manera intensa y no sólo formal. El clero se hacía cargo de los asuntos espirituales; los laicos, en sus confraternidades, consideraban como misión suya manifestar concretamente la compasión del Señor con los encarcelados, los hambrientos, los indigentes y los enfermos. Todas las formas de caridad eran generosamente asumidas por una gran diversidad de confraternidades, pero todas ellas se alimentaban de la misma vida sacramental de la Iglesia. Como sucede aún hasta hoy, había un movimiento de laicos que crecía “desde abajo” gracias a su creatividad en la fe. Y ciertamente no era una Iglesia en oposición o al margen de la Iglesia jerárquica. Pese a ser autónomas, hasta el punto de escoger a un sacerdote para que las asistiera y las vinculara con la Iglesia, las confraternidades jamás se consideraron una Iglesia paralela. Eran conducidas por el Espíritu y vivían, según lo describe San Ignacio a partir de su propia experiencia, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, el esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas [EE 365].

En este contexto creativo, en esta diversidad inflamada por un mismo Espíritu, el jesuita Jean Leunis fundó la primera congregación, que se llamó mariana porque se reunía en la pequeña capilla romana de la Anunciación. Se mantiene en ella la tradición de las confraternidades, porque hay en ella grupos específicos, especialmente de estudiantes muy jóvenes, deseosos de orar juntos. Es significativo que el P. Leunis cambia el nombre, de confraternidad a congregación. Las confraternidades eran principalmente una creación espontánea de laicos. El reglamento o pacto interior del grupo era decidido por esos mismos laicos, quienes invitaban a un sacerdote para acompañarlos.

El Padre Leunis cambia la perspectiva eclesial al usar la palabra ‘congregación’, que significa agrupación, reunión. Es el Padre Leunis quien reúne a los miembros de su grupo proponiéndoles un reglamento preestablecido por él en nombre de la Iglesia. Por una parte hay continuidad con las confraternidades en la creación de grupos específicos – aún existen la Congregación de Nobles en Roma y la Congregación de Obreros en Beirut. Pero, por otra parte, hay discontinuidad en la medida en que las congregaciones no tenían la misma espontaneidad y el mismo régimen democrático de las confraternidades. Los jesuitas, como verdaderos hijos de San Ignacio, pusieron a las congregaciones

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claramente bajo la autoridad de la Santa Sede. Esto queda claro por numerosas cartas papales que, a partir del 5 de diciembre de 1584, regulan todos los detalles de la vida de las congregaciones; así por ejemplo la intervención papal del 8 de septiembre de 1751, que permite la admisión de mujeres como miembros de las congregaciones.

El Padre Louis Paulussen, quién más tarde hará la transición de las congregaciones a CVX, se dirige en 1954 a los congregantes y, como para resumir una larga historia, les dice: “Las congregaciones han sido erigidas por la Iglesia, son dirigidas por la Iglesia, son totalmente dependientes de la Iglesia en todo, su objetivo es hacer crecer la Iglesia, servir a la Iglesia, y defender a la Iglesia. Su ideal es identificarse en todo con el pensamiento de la Iglesia. Su mayor gloria es amar a la Iglesia como a su madre”. Estas palabras brotan de la espiritualidad ignaciana y San Ignacio con gusto las consideraría como propias. ¿Acaso hoy no nos resultan pasadas de moda, superadas por la CVX que vive su verdadero sentido de Iglesia en un ambiente de controversia y de crítica? ¿No habrá que reconocer que la actitud de Ignacio, que inspiró estas palabras, colinda con una idolatría de la Iglesia, o con una ‘papolatría’ del Santo Padre?

Desde los inicios de la Iglesia, la creación de grupos desde la base, y aún hoy el pulular de tantos movimientos eclesiales, siempre ha traído consigo el riesgo de hacer bando aparte y romper así la comunión en el Espíritu que es vida de la Iglesia. Por esta razón, el mismo año de las palabras del Padre Paulussen, Pío XII advierte: (Las Congregaciones) no buscan jamás formar bando aparte o reivindicar para sí solas ciertos sectores, sino que están dispuestas, por el contrario, a trabajar donde la Jerarquía las envíe. Sirvan a la Iglesia no como a una potencia extranjera, ni siquiera como a la familia humana, sino como a la Esposa de Cristo inspirada y guiada por el mismo Espíritu Santo, y cuyos intereses son los de Jesús.

Estas palabras son movidas por la gran preocupación de no privar a la Iglesia militante – según la expresión de San Ignacio – del ejército poderoso que son las Congregaciones marianas. Así lo expresa Mons. J. Félix Gawlina, director de la Federación Mundial de Congregaciones Marianas, cuando pide a los congregantes que no formen equipos de francotiradores que sólo obedecen a sus ambiciones personales, sino que sean un ejército disciplinado y ordenado (acies ordinata – en palabras del Cantar de los Cantares), que avanza como un batallón en orden de batalla.

El lenguaje sigue siendo enérgico, aunque con menos tono militar, cuando el 31 de mayo de 1971 cambia el nombre con aprobación de la Iglesia. La congregación se transforma en una comunidad de vida cristiana: vuelve de algún modo a la confraternidad, con su espontaneidad apostólica y la responsabilidad propia de los laicos en y para la Iglesia; hay además una cierta ruptura con las congregaciones, en la medida en que ellas eran conducidas por directores jesuitas; sin embargo esto se hace sin romper con la espiritualidad ignaciana que es profundamente eclesial por ser muy cristocéntrica.

Los Principios Generales insisten mucho en el carácter comunitario a todos los niveles – desde la comunidad local hasta la comunidad mundial – precisamente para vivir la Iglesia como la “koinonía” que el Señor mismo deseaba: una comunión de santos, una comunión de fe que une en la celebración eucarística al cristiano con Cristo y a los cristianos entre sí. Las comunidades de vida cristiana viven la comunión de los santos, como miembros del pueblo santo de Dios – la Iglesia –, que unidos en el Espíritu Santo, en la caridad y en la realización de los sacramentos, oran y trabajan unos por otros para que el reino venga.

En esta perspectiva del Vaticano II, los Principios Generales de CVX conciben el verdadero sentido de Iglesia como una misión, que se lleva adelante junto con aquellos que tienen la responsabilidad

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apostólica en la Iglesia. Por eso la Comunidad de Vida Cristiana no se encierra en sí misma, ni se limita exclusivamente a uno u otro trabajo. Ella comparte con todas las fuerzas vivas de la Iglesia el deseo de la llegada del reinado de Dios, y sin cesar se pregunta y discierne lo que el Señor de la viña espera de ella. Su sentido de Iglesia es creativo, se fundamenta en una disponibilidad generosa para ser enviada, y desea responder concretamente a las necesidades de la Iglesia que sirve al mundo en nombre de su Señor.

Ignacio no conoció el Concilio Vaticano II que tan fuertemente inspira la nueva visión de CVX. En su lenguaje no figuraba la palabra ‘democracia’, ni podía sorprenderse al saber que la Iglesia nunca llegaría a ser totalmente democrática. Para Ignacio es evidente la existencia de la autoridad en la Iglesia, y nunca hubo en él ni una sombra de oposición a ella. Tampoco encontraríamos en Ignacio una distinción entre la Iglesia como realidad social y como realidad espiritual. Mira a la Iglesia con un gran realismo. Esa mirada, que abarca la realidad completa de la Iglesia con sus luces y sombras, será siempre, desde su origen, una mirada espiritual. Para él la Iglesia es una institución, y lo más importante, es un cuerpo jerárquico movido por el Espíritu Santo. Luego, no se puede hablar de la Iglesia sino usando el lenguaje del Cantar de los Cantares, el lenguaje del amor: Creemos que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo Espíritu quien nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas (EE 365). Como siempre, Ignacio hace esta profesión de fe sin explicación ni comentario. Para él es evidente, porque es la experiencia amorosa de su vida en la Iglesia que es, a la vez, como la esposa del Cantar: ¡Eres hermosa, amada mía, y no hay en ti defecto! (Cant 4,7) y Morena soy... pero hermosa; No os fijéis en mi tez oscura, es que el sol me ha bronceado (Cant 1,5).

El Cardenal Villot exhortó (06-08-76) a CVX a vivir con Ignacio la realidad espiritual de la Iglesia-comunión diciendo: No importa lo que suceda, conservaos como hombres y mujeres de Iglesia. Guardad el espíritu de la Iglesia. Sufrid con sus dolores y alegraos con sus gozos. Escuchad a la Iglesia pero, sobre todo, amadla - la Iglesia necesita ser amada – y enseñad a otros a amarla.

Pese a todo, ¿no nos parece que San Ignacio es demasiado optimista o idealista? Es cierto que por la Iglesia estamos dispuestos a sufrir. Pero ella también nos hace sufrir, porque junto a lo mucho que hace por fidelidad a su Esposo, hay tanto más que debería haber sido y en su larga historia no lo fue, ni lo es hoy. Sin duda que muchas de las críticas que se hacen a la Iglesia no son justas ni justificadas, pero ¿acaso no hay otras que surgen de un amor auténtico pero decepcionado? ¿Es que Ignacio no quería ver el estado tan desastroso de la Iglesia de su tiempo, que provocó reformas y cismas?

Contemplemos la experiencia de Ignacio. Era el mes de septiembre de 1539. Ignacio ya había puesto por escrito las grandes líneas de su espiritualidad, de su proyecto apostólico, que darían origen a CVX y a los Jesuitas. Ignacio no va a conservar celosamente esos tesoros espirituales para sí solo o para su grupo de compañeros. Así como más tarde no reservará para los Jesuitas la propiedad de los Ejercicios Espirituales, sino que los entregará al Santo Padre para que hagan obra de Iglesia, así también ahora hace llegar sus planes y documentos al Papa Pablo III. En coherencia con el “Tomad, Señor, y recibid”, para Ignacio no tienen valor en sí mismos ni su servicio apostólico ni su misión; Su única razón de ser es la mayor gloria de Dios, confirmada como servicio por la mediación del Santo Padre, vicario de Cristo en la tierra. Ignacio hace llegar a Pablo III el resultado de su discernimiento para no equivocar el camino, como dice él mismo. El Papa escuchó la lectura de los proyectos de Ignacio, leídos por el Cardenal Contarini, y lo interrumpía para decir: en realidad, el espíritu de Dios está aquí, o, verdaderamente el dedo de Dios esta allá.

Hay algo que hoy se nos puede escapar en este gesto de Ignacio. Estamos tan habituados a que los Papas sean personas de un gran valor moral – un regalo del Señor de la Viña –, que nos cuesta imaginar

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un Papa que lleva una vida inmoral. Durante sus 25 años de pontificado, Juan Pablo II ha sido criticado por la prensa, pero jamás se ha cuestionado su integridad moral. En cambio, el Papa Pablo III, que Ignacio considera la mano de Dios, no se había distinguido por sus principios morales y santos. Tenía cuatro hijos, y como Papa favorecía a su familia, hasta el punto de no vacilar en nombrar cardenales a dos de sus descendientes, uno de 14 años y el otro de 17. Al llegar a una edad madura, Pablo III tomó conciencia del lamentable estado de la Iglesia, de la conducta escandalosa de la curia romana, y comenzó a preparar una reforma de la Iglesia. A ese hombre, a ese Vicario de Cristo, Ignacio presenta sus escritos y de él espera la aprobación de su espiritualidad, de su proyecto apostólico.

Para Ignacio, la Iglesia militante – o la Viña del Señor, como la llama después – es una Iglesia de pecadores. Es el misterio de la luna, como se decía mucho antes de Ignacio: una luna de rocas y arenas que aclara nuestras noches y tinieblas con la luz que recibe del sol. La gracia de ver a Dios en todas las cosas permitía a Ignacio discernir los signos de Su presencia aún en la oscuridad de la Iglesia. Por esos signos reconocía al Señor presente entre nosotros. Hoy no son signos los que faltan, sino nuestra capacidad amorosa de descubrirlos. En el pasado y hoy en especial, las congregaciones y la CVX deben vivir su fe en condiciones eclesiales dolorosas por persecución y opresión, por tensiones y conflictos, malentendidos y sospechas. Cuando la CVX viva el verdadero sentido de Iglesia descubrirá tantos elementos positivos con los ojos de la fe: el evangelio compartido, la celebración litúrgica, la participación de los laicos en la misión de la Iglesia, la búsqueda intensa de espiritualidad, el amor preferencial por los pobres, el redescubrimiento del rosario y la solicitud del Santo Padre por los problemas de nuestro mundo. Todo lo negativo, que inevitablemente existe, no debería paralizar nuestra misión de leer los signos positivos de nuestro tiempo y de dar a conocer en torno a nosotros este amor y sentido verdadero de Iglesia, como lo practicaba Ignacio. El no se dejaba descorazonar.

Tampoco se contentaba con ver en Pablo III – pese a todo – al Vicario y representante de Cristo en la tierra. Ignacio quería recibir de él la misión, para no errar en los caminos de Dios. Este recurso al Santo Padre ciertamente no excluye el discernimiento orante y activo en las comunidades, al contrario, lo exige para reconocer concretamente lo que el Señor espera de CVX al servicio de su Esposa, la Iglesia. El Espíritu nos mueve por medio de las ideas y exigencias del Concilio Vaticano II. Juan Pablo II no cesa de ofrecernos sus orientaciones y proyectos apostólicos, suscitando nuestra colaboración, puesto que el Señor, de quien es Vicario en la tierra, quiere contar con nosotros. Hay también obispos que abren nuestros ojos para que podamos ver las necesidades espirituales y materiales de los que viven en torno a nuestras comunidades y cuentan con nuestra ayuda. Jamás han faltado voces proféticas entre nosotros. A menudo bastará que CVX se enfrente y cuestione sus propias experiencias, en la familia y en el trabajo, para llegar a conocer la misión que el Señor confía a cada una y cada uno, y a la comunidad en cuanto tal. Además, es posible que el cuerpo universal y apostólico de CVX sienta que el Señor quiere valerse de la inmensa potencialidad de que dispone y envíe a la comunidad en misión para servir a su Iglesia en tal o cual orientación apostólica, o en uno u otro campo pastoral. En este discernimiento sin duda que los Asistentes de CVX pueden ser una fuente de ayuda y acompañamiento, de información y de orientación. Sin embargo, para confirmar el discernimiento es necesario, con Ignacio, acudir a la Iglesia para no equivocar el camino. En concreto, esto significa conversaciones y encuentros con las Iglesias locales – la parroquia y la diócesis – y con la Iglesia Universal.

Con esta manera de vivir como comunidad apostólica en comunión estrecha con la Iglesia que envía en misión, ¿no se corre el riesgo de privar a CVX de su sana autonomía y de su carisma específico? ¿Será siempre agradecida y comprensiva para CVX la acogida que le den las Iglesias locales? ¿No será mejor mantener una respetuosa distancia, para evitar tensiones o conflictos? Ignacio, que enfrentó rechazos y ataques de la autoridad eclesiástica, nos anima a vivir el verdadero sentido de Iglesia y con nosotros desea ponerse al servicio de ella, espiritualmente motivados y apostólicamente preparados, para que el

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Señor de la Viña pueda valerse de nosotros.

Como resultado de un discernimiento orante, profundo y prolongado, el peregrino Ignacio se dirigió a Tierra Santa, en septiembre de 1523, para continuar allí la misión del Señor y convertir a los musulmanes en Palestina. Se daba cuenta que esta misión lo llevaba al martirio, pero estaba tan convencido del valor de su discernimiento que nada podía impedirle instalarse en Jerusalén. Salvo, claro está, el Padre Guardián de los Franciscanos, que le mostró una orden de la Iglesia de renunciar a su proyecto bajo pena de excomunión. Iñigo emprende el camino de retorno, forzado por la Iglesia que lo amenaza y no comparte su discernimiento. Debemos reconocer que sin esta intervención de la Iglesia, Ignacio habría permanecido en Tierra Santa y muy probablemente no habrían existido ni la CVX ni los Jesuitas.

San Ignacio se fundamenta en aquel episodio y en otros semejantes para incluir dos consejos en los Ejercicios Espirituales (EE 365). El primero es que para acertar en todo debemos siempre sostener, que lo que yo veo blanco creeré que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina. Pero no debemos forzar el texto a decir lo que Ignacio no dice. En concreto, si una cosa es blanca, es objetivamente de color blanco y ni la misma autoridad eclesiástica puede declararla negra. Sin embargo, Ignacio habla de una visión subjetiva: yo veo y creo que una cosa es blanca. Así como Ignacio veía su futuro en Tierra Santa, la Iglesia, por su parte, con toda objetividad, para evitar desórdenes en la ciudad santa, no quería que vagabundos como Ignacio permaneciesen allí.

Por tanto, para acertar en todo, es necesario reunirse, buscar y escuchar en espíritu de comunión lo que el Señor dice a su Iglesia, aún cuando nuestra cultura moderna considere toda autoridad como opresora. Este reconocimiento de la Iglesia en el discernimiento, que prepara nuestra misión, ciertamente no excluye el diálogo y el razonamiento, la conversación y la consulta. Al fin del camino, siempre está el riesgo del salto en la fe, que pese a su lado oscuro sin duda será fuente de luz para nosotros.

Se dice a veces que es más fácil creer en Dios, que siempre permanece invisible, o creer en Jesús, que ya no vive entre nosotros al modo humano; pero creer en el misterio de la Iglesia es más difícil, porque está visiblemente presente y habla en voz alta y clara; tanto que corremos el riesgo de no ver en ella, con los ojos de la fe, la presencia invisible de la Trinidad Santa, de la cual vive la Iglesia en todo. Por esta razón, Ignacio no teme la comunión con la Iglesia en la realización de su misión, y ese es su segundo consejo. En la Iglesia local, como también en CVX, es el mismo Espíritu quien nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas (EE 365). Es el Espíritu quien da el sentido verdadero de Iglesia, tanto cuando Ignacio debe inclinarse ante una decisión de la autoridad eclesiástica, como cuando discute con sus compañeros cómo resolver los problemas de servicio a la Iglesia, o cuando se siente movido a discernir la necesidad de nuevas iniciativas o de puntos de vista renovados: siempre es el mismo Espíritu. También Él será quien garantice, en esta Asamblea de Nairobi, la dimensión eclesial y el carácter ignaciano de vuestro discernimiento, hecho con generosidad y amor hacia la esposa del Señor.

Pidamos, con las mismas palabras de Ignacio, que el Espíritu de amor nos ayude a discernir lo que Dios desea de nosotros, para que podamos llevarlo a cabo en cuanto Comunidad de Vida Cristiana.

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Discurso del P. General, Peter-Hans Kolvenbach a los laicos de espiritualidad ignaciana

(Santiago de Chile: 01 de mayo de 2006)

Con mucha alegría vengo a este encuentro con ustedes, laicos de espiritualidad ignaciana, porque siento que estamos unidos por personas, experiencias, afectos, obras y proyectos comunes.

En efecto, muchos de ustedes son parientes y amigos de jesuitas, nos ayudan en nuestras obras o nosotros los ayudamos en las de ustedes. Han sido o son alumnos y alumnas de colegios jesuitas y de otros colegios ignacianos fundados por ustedes, en que los jesuitas les colaboramos. También trabajamos juntos sirviendo al Señor en muchas parroquias y capillas y en otras muchas instituciones.

Ustedes pertenecen a asociaciones laicales que la Compañía desde antiguo apoya y acompaña, como son la Comunidad de Vida Cristiana (CVX), la Asociación de Ex-alumnos y el Apostolado de la Oración con el Movimiento Eucarístico Juvenil (MEJ). Están también aquí los diversos voluntariados de mayor o menor explicitación ignaciana, entre los que deseo destacar “Techo para Chile” y “En Todo Amar y Servir”. Como servicio de difusión y apoyo a esta extensa red de personas e iniciativas, algunos de ustedes han creado la red denominada “Laicos Ignacianos”. Pido disculpas por no nombrar a todos los demás grupos donde trabajamos juntos -- son demasiado numerosos -- y les ruego que se den por nombrados.

Gracias a esta voluntad de relacionarnos y trabajar juntos, ustedes y nosotros hemos podido llevar adelante otros proyectos de largo alcance, como ser la Universidad Alberto Hurtado, los Centros de Espiritualidad y la revista Mensaje. Juntos hemos podido potenciar el Hogar de Cristo, que se extiende por todo el país y traspasa hoy día sus fronteras, sirviendo a los más pobres. También hemos visto florecer obras nuevas de fuerte impronta laical, como la Fundación Trabajo para un Hermano, varias fundaciones educacionales en sectores de pobreza, colegios ignacianos en sectores emergentes, la asociación Fe y Alegría.

Lo que nos mantiene unidos en este bosque frondoso de personas y de obras es nada más y nada menos que el vinculo de la caridad, que el Padre Dios derrama en nuestros corazones. Somos sus hijos en su Hijo Jesucristo, que es el principio y fundamento de nuestras vidas, y que nos llama a colaborar con Él para que todos seamos y vivamos de verdad como hermanos.

Esta unidad gratuita y sustancial se refuerza por el hecho de que vivimos una forma particular de ser cristianos, que nos viene de Ignacio de Loyola y que llamamos la espiritualidad ignaciana.

Florecer de espiritualidades

Vivimos en una época en que florecen las espiritualidades, tanto las antiguas (benedictina, franciscana, dominica, ignaciana...) como las más recientes (Charles de Foucauld, Opus Dei, Schönstatt y otras muchas), con la particularidad de que numerosos cristianos laicos las comparten junto con sacerdotes, religiosos y religiosas. Las espiritualidades particulares no son lo sustantivo de nuestro ser creyente, pero sí son una ayuda importante para que seamos mejores cristianos, para capacitarnos más a amar a Dios y encontrarlo en todas las personas y situaciones en que nos toque vivir y para servir al mundo en sus intentos por ser más libre con la libertad que Cristo quiere darnos.

Esta diversidad de espiritualidades, dentro de la unidad cristiana, es señal de vitalidad. En el fondo es signo de la inagotable fantasía y laboriosidad del Espíritu de Cristo para vivificar su Iglesia y

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responder a las necesidades de determinados tiempos y circunstancias. Debieran ser motivo de regocijo para todos. Han de vivirse sin malsanas competencias ni exclusiones. Hoy día hace falta que los movimientos laicales dialoguen más entre sí y se animen a celebrar en común su diversidad carismática. Así resplandecerá mejor la unidad de la Iglesia y se potenciará su dinamismo evangelizador “para que el mundo crea” (Jn 17, 21).

La espiritualidad ignaciana

Nosotros los ignacianos venimos de Cristo y somos suyos. Pero Cristo ha querido que a la vez vengamos de Ignacio, cuya vida, reflejada en los Ejercicios Espirituales, nos ha marcado hasta muy adentro, para mejor conocer, amar y servir a nuestro Señor en todo y en todos.

Muchos de ustedes han hecho los Ejercicios, y a los que aún no los han hecho – pienso en Ejercicios serios, tomándose el tiempo necesario – los invito a hacerlos, como el mejor regalo que les puedo desear. Por la experiencia de los Ejercicios sabemos cómo el conocimiento y el amor a Cristo se van adentrando en nosotros con las contemplaciones de su vida y los coloquios que hacemos con Él, “como un amigo habla a otro amigo” (EE 54). A medida que Cristo se arraiga más en nuestro corazón, comprendemos mejor el famoso MAGIS ignaciano, que no consiste en apretar puños ni en delirios de grandeza, sino en abrirnos confiadamente y con discernimiento espiritual a las gracias abundantes que Dios quiere darnos, “para que su santísima voluntad sintamos, y aquélla enteramente la cumplamos” (final de muchas cartas de Ignacio). En una palabra, es el juego dialéctico entre el “dame tu amor y gracia que ésta me basta” y el ofrecernos por entero - “todo nuestro haber y poseer” - para trabajar con Cristo en la obra del reinado de su Padre.

Estas experiencias hondas son las que de verdad nos constituyen en “ignacianos”. Para ser ignaciano no es indispensable ni basta haber estudiado en uno de nuestros colegios. Ni se reduce lo ignaciano a una categoría sociológica que expresa una sensibilidad social o una corriente socio-eclesial. Es algo mucho más profundo, que tiene que ver ante todo con Cristo y con hacernos más cristianos, es decir, mejores discípulos y servidores de Cristo en su Iglesia.

A fuerza de contemplar a Cristo y al mundo, y preguntarse “lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo y lo que debo hacer por Cristo” (EE 53 y 109), Ignacio se llenó de Cristo y nos dejó su camino para que también nos llenemos de Él y así ayudemos a los prójimos a conseguir el fin para el que han sido creados.

El Padre Hurtado, camino para los ignacianos de hoy

Ya desde colegial Alberto Hurtado hizo suyo el camino de Ignacio. Después, como estudiante universitario, la pedagogía de los Ejercicios lo llevó a ser un laico irradiante y lo condujo a la Compañía de Jesús y a la santidad. Alberto Hurtado es Santo, Santo jesuita y Santo chileno, porque siguiendo el camino espiritual de San Ignacio, se hizo otro Cristo, un Cristo para quien Chile estaba siempre en el horizonte de todos sus cariños y desvelos. Y por hacerse muy de veras un Santo local, la Iglesia lo propone como Santo universal.

En su reciente encíclica “Dios es amor” el Papa Benedicto nos recuerda que los santos traen luz y energía al presente porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor (40). Después de morir, ellos todo en Dios, siguen muy activos en nuestro mundo, sin alejarse de nosotros sino haciéndose aún más cercanos a nuestras voces y necesidades (42).

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Esto me motiva a compartir con ustedes algunos pensamientos sobre la gracia que San Alberto Hurtado significa tanto para ustedes, cristianos laicos de formación ignaciana, como para nosotros, jesuitas, y para nuestra mutua colaboración en la misión de Cristo en el futuro.

Alberto, como Ignacio, también se preguntó siempre “¿qué haría Cristo en mi lugar?”, y todo él se llenó de Cristo, se hizo un reflejo suyo. Su vida toda, sus palabras y realizaciones apuntan a Cristo y a que lo demos a conocer a un mundo, a un Chile, que lo ansía sin saber que Él es la respuesta a todos sus anhelos y necesidades.

La búsqueda del Padre Dios

El Padre Hurtado vive en constante búsqueda de Dios Padre y nos dice que lo primero que hemos de hacer es buscarlo porque sin Él no podemos vivir, ya que Él nos buscó primero y puso en nosotros ese anhelo insaciable de estar con Él para siempre. Nos invita a dejarnos maravillar por la inconmensurable grandeza de su misterio, por su providencia infaltable y por su amor y misericordia infinitas. Y que nunca perdamos de vista el cielo, la alegría sin fin de la casa paterna, el encuentro final en Dios de todos y de todo.

Tengamos pues siempre presente sus palabras: El alma humana no puede vivir sin Dios. Espontáneamente lo busca… Y cuando lo ha hallado, su vida descansa como en una roca inconmovible; su espíritu reposa en la Paternidad Divina, como el niño en los brazos de su madre [1].

Con su encíclica “Dios es amor” el Papa nos invita a volver al centro de lo cristiano, a lo que importa más que mis propios sentimientos religiosos o que el cumplimiento de ciertas prácticas que yo mismo me haya impuesto. La vida y el mensaje liberador de San Alberto nos llevan a la fuente del amor, que es Dios Padre.

Jesucristo el camino

Ante los individualismos espiritualistas de hoy (“lo que yo siento”, “mi propio feeling”), el Padre Hurtado nos hace mirar al Cristo bien concreto: al de Belén, al de las muchedumbres, al de los leprosos, al de los pecadores, al del Calvario y la tumba, al que resucita en su cuerpo, al de la Iglesia santa y a la vez pecadora, al que se nos da en la Eucaristía. Él es el único camino al Padre, nuestro compañero y amigo de ruta, el modelo de nuestra santificación, y no hay otro. La búsqueda de Dios se resuelve en Jesucristo, que realiza la pasión divina por el hombre y lleva a la humanidad a Dios.

Hemos de vivir con Él y como Él, contemplar sus rasgos en los evangelios y reconocerlo en los prójimos. Que de tanto contemplarlo nos arda el corazón por Él y su proyecto. Como él decía: “Amar a una persona es hacer lo que ella quiere”. Que nos volvamos locos, “chiflados” por Él y por sus cosas. Él es la Cabeza y nosotros formamos su cuerpo, el Cristo completo. Él derrama en nosotros el Espíritu Santo, que nos enciende en amor y nos envía en misión a ayudar a todos con la verdad del evangelio. Así nuestro mundo se va cristificando.

Este amor a Jesucristo se alimenta especialmente de la Eucaristía. Después de la comunión, quedar fieles a la gran transformación que se ha operado de nosotros. Vivir nuestro día como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás: ¡Eso es comulgar! Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida…[2].

El Cristo total: amor apostólico, solidaridad y sentido social

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La contemplación ignaciana del “Llamamiento del Rey eternal” la hace Alberto Hurtado en clave de Cuerpo Místico. El amor a Cristo debe ser a todo Cristo: Al buscar a Cristo es menester buscarlo completo...El que acepta la encarnación la ha de aceptar con todas sus consecuencias y extender su don no sólo a Jesucristo sino también a su Cuerpo Místico..., cuyos miembros somos o estamos llamados a serlo los hombres sin limitación de razas, cualidades naturales, fortuna, simpatías [3].

De aquí brota para AH el amor apostólico. Sus palabras nos purifican del pensamiento, hoy tan en boga, de que no hay que preocuparse de evangelizar a los demás, porque Dios de alguna manera se las arregla para salvarlos a todos: Entre los deseos más queridos de Cristo está el de que amemos a nuestros hermanos con el mismo amor que él demostró por ellos. Por eso mi vida cristiana, ha de estar llena de celo apostólico, del deseo de ayudar a los demás, de dar más alegría, de hacer más feliz este mundo [4].

Para San Alberto es evidente que el apostolado es cosa de amor: anunciamos la Buena Noticia a los demás, porque la felicidad de poseerla nos arde por dentro y queremos que otros muchos la reciban y la gocen y alimenten por una intensa vida interior.

El estar en Cristo funda una misteriosa solidaridad: ...todos somos solidarios... hay entre nosotros, los que formamos "la familia de Dios", vínculos mucho más íntimos que los de la camaradería, la amistad, los lazos de familia... somos participantes de todos los bienes y sufrimos las consecuencias, al menos negativamente, de todos nuestros males. Estamos asistidos por plegarias invisibles, rodeados de gracia que no hemos merecido, sino que nos han alcanzado nuestros hermanos [5].

Esta solidaridad empuja al sentido social, que imprime rasgos muy únicos al amor cristiano: es grande, como el deseo de Cristo; es real y se traduce en obras y servicios escondidos en cada esquina del ajetreo diario; se sitúa dentro de la Iglesia y busca aprender de su doctrina; valora fuerte y decididamente la justicia y rechaza la superficialidad y el lujo; lleva a la moderación de la riqueza, a la sobriedad de vida y al hábito de trabajo continuado; posee los bienes no como propios sino en servicio de los demás; actúa en servicio de los pobres e impulsa a moldear el orden social nacional e internacional según los criterios de Cristo, lleva a la oración social cuya mejor forma es el Padre Nuestro[6] .

El Cristo total, Cristo en nuestros hermanos hombres y mujeres, Cristo especialmente en los pobres, hasta decir "el pobre es Cristo". Esta es la espiritualidad que subyace toda la obra del P. Hurtado. Este es el legado que nos deja, y que ustedes están llamados a hacer propio para que continúe haciendo el bien.

Mirar al mundo y “estar al día”

Asombra en Alberto Hurtado su continuo esfuerzo por mirar al mundo. Es una mirada cercana y muy activa. Es la mirada de la Trinidad en la contemplación de la encarnación. Es el mundo de las Dos Banderas, el campo de batalla a donde Cristo lo envía a ganarle amigos a su Señor [7]. Es algo muy de Ignacio que pide que quien envía en misión “tenga mucho miramiento... para que se haga siempre lo que es a mayor servicio divino y bien universal [8] .

De aquí su empeño por “estar al día”. Para ello baja a terreno, toma contacto, lee, estudia, se inserta, conversa con especialistas y escribe diagnósticos de la realidad, que los renueva y profundiza

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cada dos años. Sus libros La crisis sacerdotal en Chile (1936), ¿Es Chile un país católico? (1941), Humanismo Social (1947) son reflejo de este esfuerzo de mirar al mundo y “estar al día”.

Sus balances son realistas, basados lo más posible en datos bien comprobados, nada de impresiones vagas o subjetivas. Parten de un a priori favorable a las nuevas situaciones, tratando de buscarle el lado positivo a lo que sucede y a lo que el otro dice. Muestran a una persona que posee un juicio crítico inteligente y matizado, separando lo importante de lo que no lo es. Aparece muy libre, franco y humilde para exponer su propio parecer. Tiene una mirada siempre esperanzadora, que busca y propone soluciones eficaces, sin nada de lamentos destructivos ni de descalificaciones ofensivas (62, 59, 1-2).

Su visión del mundo moderno

Su visión del mundo de los años 50, la post-guerra marcada por el reconocimiento público de los campos de exterminio, es estremecedora: ¡Tanto poder y tanta técnica para terminar con cincuenta millones de muertos! ¡Y, por reacción, la gente que puede hacerlo se lanza a una fiesta permanente de sensaciones fuertes, viajes exóticos y sitios de diversión!

Y con todo el hombre moderno tiene su alma triste, profundamente triste, se siente solo y busca aturdirse para no pensar. Se siente manejado por fuerzas extrañas que lo despersonalizan, humillado en su anonimato, disminuido por el abismo entre su capacidad real y lo que la fantasía le permite soñar, rebajado, porque ni siquiera tiene algo propio que decir sino que repite lo que dice “su prensa”, “su radio”, “su grupo”.

El P. Hurtado se pregunta por la causa profunda de esta tristeza y soledad. En su respuesta van saliendo múltiples temas: Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre... El criterio de la eficacia, el rendimiento, la utilidad, funda los juicios de valor. No se comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente”. ”Toda la vida moderna es fiebre de acción: acción lucrativa o acción de diversión... todo es moverse, moverse, hasta llegar rendido a dormir para olvidar y no tener un rato para estar a solas consigo mismo? ¿Acaso no se tiene un miedo horrible a la soledad? ¿De qué conversaría conmigo mismo?[9] .

Pero la razón de fondo es que hemos dejado a Dios fuera de nuestras vidas e instituciones, hemos construido una sociedad sin Dios. Una sociedad que, a pesar de tener ojos, no ve los resplandores de su presencia en el universo y en lo hondo del corazón humano, porque está deslumbrada por otros signos mucho menores pero más inmediatos. Y si piensa en Dios, es para hacer de Él un medio al servicio nuestro: le pedimos cuenta, juzgamos sus actos, y nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos. Dios en sí mismo parece no interesarnos[10].

Lo que nos diría hoy el Padre Hurtado

Pidámosle ahora al Padre Hurtado que nos ayude a situarnos ante los desafíos del presente. “¿Qué nos dicen su vida, sus palabras, su ejemplo que nos pueda servir para ver lo que Cristo quiere de nosotros?”. Se lo preguntamos en su doble calidad de Santo chileno, que nos quiere muy particularmente, y de especialista en esto de enfrentar los desafíos de los tiempos.

Mirar la realidad

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Lo primero que nos dice es que miremos la realidad, que no le tengamos miedo, que la enfrentemos, que “estemos al día”. Mirarla desde perspectivas amplias, con estudio riguroso y metódico, ojalá interdisciplinar. Uno de los frutos importantes de la colaboración de ustedes laicos con nosotros los jesuitas es precisamente que podemos sumar fuerzas para conocer bien los problemas del momento presente y buscarle caminos de solución. Pero no se trata solamente de mirar la realidad. Hurtado repetía la frase: “no para admirar, sino para realizar”. El asunto es ayudar a mejorarla.

Un mundo distinto al suyo

San Alberto nos dice que el mundo de hoy no es el mismo que el suyo. Ha cambiado en aspectos importantes. Sus gozos y esperanzas, sus miserias y tristezas, aunque conserven semejanzas, son muy distintas a las de los años 50.

Con esto apunta a la globalización económica y mediática, al ocaso de las grandes utopías, a la reafirmación de la plena autonomía de la persona y su rechazo a sujetarse a sabidurías antiguas. Estamos en el individualismo y la “cultura nómada”, que recorre el mundo en busca del sol que más calienta. Disminuye el poder del estado nación e imperan los intereses de los dueños de los grandes capitales, que controlan las ganancias y el poder. En consecuencia, aumenta la desigualdad y el 10% más rico se queda con la mitad de la torta. La masificación del consumo (¡tarjeta de crédito!) lleva a los ciudadanos a vivir en un estrés enfermizo, inseguros por el endeudamiento y por la delincuencia, que es el búmerang de una publicidad que promueve un consumo desenfrenado.

La lealtad a la patria y a los compañeros de trabajo queda subordinada a los intereses personales, y la gente se identifica mediante otros referentes: el status económico, el lugar de residencia, el colegio y la universidad, el club de fútbol, algo de religión, algún voluntariado o una determinada institución de beneficencia.

El gozo del momento presente, el carpe diem, se lleva toda la atención. Hay fascinación por lo nuevo, lo entretenido, lo que está en la noticia; pero muy poca sensibilidad a lo permanente y que construye futuro, a proyectarse en cosas de largo aliento. Esto provoca sensación de desarraigo, desorientación, inseguridad, falta de sentido. Desaparecen los puntos de referencia, los suelos firmes y las voluntades capaces de asociarse para obras grandes. Para mantener a la gente distraída se promueven eventos de toda especie y la televisión nos hace vivir en una continua farándula, el “pan y circo” de los emperadores romanos. Estamos llenos de medios pero nos faltan los fines. Si se habla de un retorno a lo ético, no se lo busca en función de valores trascendentes para todos, sino del bienestar de unos pocos.

Estos factores inciden en la Iglesia Católica. Siempre han existido estilos y maneras distintas de entender y vivir la fe. Pero lo que caracteriza a la situación intra-eclesial de hoy es un cierto espíritu de bandos en competencia, con poca o nada voluntad real de dialogar entre si. Las iglesias pentecostales aumentan en membrecía, pero no en unidad y cohesión. La raíz católica de América Latina cede a la pluralidad de ofertas religiosas de otros orígenes, como el New Age y otros grupos inspirados en las religiones del Oriente.

Abundan motivos para estar preocupados. Hay gente muy afectada y triste por la desunión de los fervorosos, la brecha entre lo que la Iglesia enseña y lo que la gente vive, las extremas diferencias de nivel de vida entre ricos y pobres que atentan contra la Iglesia comunión, la deserción de los sacramentos, los escándalos de la pedofilia.

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Por lo mismo, remar todos juntos

Este cuadro sombrío puede descorazonar a algunos. Otros se sentirán más estimulados a responder a estos desafíos. Está claro que los ignacianos no somos una especie de Superman que nos bastemos a nosotros mismos para darle al mundo la solución de todos sus problemas... aunque a algunos les cuesta no creerlo!

Ignacio, sin ironía, llama a la Compañía “la mínima” y quiere que nuestro “sentir en la Iglesia” se exprese en un remar con todos los demás que hacen que la Iglesia avance, bajo los que guían la barca de Pedro. Junto con reconocer nuestros aportes, hemos de comprender que los ignacianos constituimos sólo una porción muy pequeña de la Iglesia, y que la fuerza de la parte se valida por el trabajo del todo. Y no sólo colaborar con la Iglesia sino con todos los que de mil maneras promueven el bien y la justicia.

En esto el Padre Hurtado fue realmente grande. Se puso al servicio del Ministerio de Educación y de los Obispos, colaboró con los laicos y con los religiosos, fue muy de la Compañía de Jesús pero a la vez muy cercano servidor del clero diocesano y religioso. La gente sentía que podían contar con él, porque no se dejaba aprisionar en bandos estrechos.

Insistir en lo fundamental: el todo “familia y educación”

Desde su propia experiencia de vida familiar, Alberto nos dice que cuidemos el hogar y la familia más extendida. Para él son claves: todo lo que se haga pasar por el alma del niño...va a quedar allí profundamente grabado y va a ser causa de orientaciones en la vida totalmente diferentes [11].

Ese gran pedagogo que él fue, especializado en las líneas más ricas de la educación, nos invita a renovar los colegios y a creer en los alumnos. Si los ayudamos a cultivar sus intereses presentes, estaremos formando al hombre del mañana.

El Padre Hurtado advertía que en los adolescentes y los jóvenes de los años 1930 al 50 había, en relación a los años anteriores, un descenso del espíritu de sacrificio, del sentido del esfuerzo, de la noción de responsabilidad...Aspiran a una vida de fin de semana...con el máximo de placer y el mínimo de esfuerzo[12].

Esto puede servir de consuelo a los papás y educadores de hoy. Pero acojamos con fuerza y mucha esperanza su pedido que ayudemos a los jóvenes a fortalecer su voluntad, invitándolos a hacer las cosas bien, a la abnegación, a la responsabilidad, a la puntualidad, al sacrificio y al compromiso. Espera, en una palabra, que sean jóvenes que aspiren a la santidad, con un sentido heroico de su fe, que arrastren en pos de sí a sus contemporáneos para hacer nacer una nueva civilización[13] .

El sentido social y el sentido del pobre

El Padre Hurtado vivió marcado por un vivo sentido social, que lo movía a interesarse por los demás, ayudarlos, cuidar y promover los intereses comunes. No se contenta con aliviar algunas necesidades. Busca llevar la moral hasta la raíz misma de las estructuras sociales y políticas. Crítico de su tiempo, lamenta que los católicos chilenos “hayan preferido a veces el camino más fácil y aparentemente menos expuesto de llenar las lagunas de la justicia por una amplia caridad; pero se ha olvidado hacer confianza al pueblo para que se empeñe en su propia redención” (Sindicalismo 520).

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Seguro que él hoy se extrañaría al escuchar a gente que cree que, gracias a la macro economía y a las modernizaciones del país, ya no hay grandes necesidades sociales ni obligación de preocuparse del sentido social y de los pobres. Él no ve así la cosa. Los sueldos son todavía bajos y precarios, las deficiencias de la educación generan y mantienen las desigualdades sociales, el desempleo juvenil y profesional en algunas regiones del país es fuerte, un inveterado clasismo social privilegia dar trabajo a personas provenientes de sus mismos sectores, el acceso a la salud es muy desigual. Todo esto contribuye a mantener un sector importante de la población en la pobreza dura. Escuchémoslo hablar sobre el sentido del pobre: “Tener devoción a cualquier santo no cuesta nada, son tan tranquilos, su vida es bonita. Pero un pobre es tan molesto... Tenerles devoción cariñosa, confieso que es difícil” (47, 26).

A los miembros de la Comunidad de Vida Cristiana (CVX)

Alberto Hurtado quiere hoy día recordarles algo que para él fue muy querido e importante: su pertenencia a la Congregación Mariana. Ingresó en ella a los 11 años y fue congregante activo durante 12 años, hasta que entró en la Compañía. La Congregación del colegio y la de universitarios fue su camino para conocer y amar más a Cristo, vivir la Eucaristía, hacer los Ejercicios ignacianos, discernir su vocación de jesuita, abrirse al mundo, vibrar con la justicia social, hacerse apóstol, catequizar a la juventud y visitar a los pobres.

En su experiencia de congregante de aquél tiempo ya se advertía de modo incipiente la nota de comunidad mundial de la actual CVX. Alberto, como Presidente de la rama universitaria, contribuyó a esto organizando el “Primer Congreso Panamericano de las Congregaciones Marianas” (septiembre de 1921), que fue uno de los pasos para formar la Confederación Mundial de Congregaciones Marianas (1954), que más tarde se transformó en la actual Comunidad Mundial de Vida Cristiana (1982).

La Congregación lo marcó de tal manera – lo dirá en confidencia a un amigo - que más tarde todo su trabajo con jóvenes en la Acción Católica fue seguir el modelo de formación y apostolado aprendido en la Congregación Mariana.

Por eso el Padre Hurtado pide con fuerza a los miembros de la Comunidad de Vida Cristiana que conozcan mejor el tesoro que poseen, que sigan siendo fieles a su misión apostólica y que tomen mayor conciencia de la importancia de invitar y convocar a otros a recorrer el camino CVX. Y a los jesuitas, reforzando los decretos de tantas Congregaciones Generales, nos pide otro tanto.

Palabras finales: un desafío

Quiero terminar mis palabras planteándoles un desafío a todos ustedes en mi calidad de Superior General de la Compañía de Jesús, Asistente eclesiástico de la CVX mundial y, en una forma que no sabría explicar en detalle, responsable de que se mantenga y difunda en la Iglesia el valor auténtico de lo ignaciano.

Ustedes tienen al Padre Hurtado como una enorme gracia para la Iglesia de hoy. Bien, los invito a ustedes ignacianos que acojan, cultiven y hagan rendir 50, 70, 100% esta gracia. En esto ustedes los chilenos tienen que llevar la delantera. Lo esperamos.

¿En qué estoy pensando? Desde hace años laicos y jesuitas estamos soñando en promover una amplia red apostólica, que nos vincule a todos los ignacianos y nos ayude a sacarle más partido a nuestro carisma, coordinarnos mejor y acometer misiones apostólicas de más envergadura,

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potenciándonos unos con otros[14].

Concurrirían a esta red tanto personas individuas como las asociaciones ignacianas que ya existen. Está claro que la adhesión a esta red sería libre y voluntaria. La función de promover esta red debiera ser tarea principalmente de las mismas asociaciones ignacianas que ya existen.

Comprendo bien que les propongo un desafío muy grande. Ustedes y yo sabemos que es bonito que laicos y jesuitas trabajemos juntos, pero que no es fácil. Necesitamos convertirnos de hábitos de protagonismo, individualismo, pasividad, rutina, mal uso del tiempo que disponemos. Necesitamos buscar nuevas formas de organización, de ejercicio de la autoridad y el poder, de acceso y uso de los recursos. Es urgente que no nos invada también a nosotros esa segregación social que se ha instalado en nuestra sociedad. Tendrán también que sortear las legítimas tensiones entre los que buscan más visibilidad y los que prefieren el perfil bajo; entre los que se detienen en la formación y los que quieren ir rápido a la acción; entre los que favorecen las obras apostólicas comunes y los que piensan que cada cual ha de santificarse en su casa y en su trabajo particular. Se requiere conversar con altura, franqueza y esperanza de todo esto.

Para superar estas dificultades, no olvidemos que nuestro gran título de colaboración es el ser colaboradores de Dios, que es el que nos da el deseo y la energía para colaborar y hacer crecer lo sembrado (1Cor 3, 5-9). Pónganse en sus manos mediante Ejercicios Espirituales hechos bien a fondo y que se prolongan en la oración cotidiana, en la vida sacramental y en la cercanía a los necesitados. Es la manera ignaciana de prepararse a colaborar con la obra salvadora de Dios.

Mi pedido a ustedes es que se unan y se pongan a trabajar para seguir tejiendo esa red apostólica ignaciana. Ya tienen mucho adelantado. Sigan construyendo. No esperen que otros les digan cómo hacerlo. Busquen ustedes. Lo que hace falta son hechos. Como decía el Padre Hurtado, las ideas y proyectos son “no para admirar sino para realizar”. Adelante: van a hacer mucho bien y los jesuitas se lo vamos a agradecer.

ALOCUCIÓN DEL P. GENERAL A LA 13ª. ASAMBLEA DE LA CPAL(Santiago de Chile: 25 abril 2006)

Es imposible en esta intervención tratar todos los puntos que en América Latina requieren la atención de la Compañía. Por eso he escogido solo tres: las nuevas estructuras de gobierno, la promoción vocacional y el apostolado social. El mundo globalizado exige adaptar nuestro gobierno a estructuras que respondan a nuevas exigencias de regionalización y de mayor colaboración. La disminución de nuestros efectivos y el cambio cultural de nuestro entorno nos obligan a preguntarnos cómo respondemos mejor al potencial vocacional que todavía tiene América Latina. Por fin, la tradición de un continente que hizo consciente a toda la Compañía de la opción por los pobres nos exige enfrentar la actual crisis del apostolado social.

I.- NUEVAS ESTRUCTURAS DE GOBIERNO

1. Contexto de la Asamblea: Esta Asamblea de la CPAL se sitúa en un nuevo contexto: la

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convocación de la Congregación General XXXV (treinta y cinco). Además, esta reunión aquí en Chile se ha beneficiado de la Reunión de Superiores en Loyola, que ha señalado los temas que les parecen importantes para la Compañía hoy. Uno de los temas importantes será el de las nuevas formas de gobierno interprovincial.

2. Avances de la Conferencia de Provinciales de América Latina CPAL. A diferencia de la Congregación General anterior, América Latina ya cuenta con una instancia activa de gobierno interprovincial y con logros importantes. Quiero reseñar siquiera algunos: La conformación de una red de parroquias con los cursos de formación para párrocos, y el inicio de un diplomado universitario en pastoral parroquial; la constitución del servicio jesuita continental a los migrantes SJM; el Proyecto Educativo Común de todo el sector educativo; el Manual de Pastoral Vocacional en América Latina; la revista virtual latinoamericana en tres lenguas “Mirada Global”.

Creo que es éste el momento de recordar al P. Francisco Ivern, que con su dinamismo organizó el primer equipo y oficina de la CPAL y con su iniciativa hizo posibles muchos de estos programas. Todos le estamos muy agradecidos por sus años de servicio, que, al ser los primeros, han marcado la orientación de la CPAL.

Estos proyectos comunes son expresión concreta de un avance pausado pero firme en la colaboración interprovincial, y de la toma de conciencia de que en un mundo globalizado la involución está condenada al fracaso. El P. Arrupe ya nos decía en uno de sus discursos de la Congregación General 31 (treinta y uno): “Nuestra universalidad no consiste tanto en que los nuestros estén ocupados en todo y en todas partes,…sino sobre todo en que todos colaboremos a la vez en obras universales, en obras que exijan una acción unitaria. Tal es nuestro modo de ser en la Iglesia”.

La Compañía ha ido tomando conciencia de la necesidad de organismos e instancias en las que se puede ejercer la corresponsabilidad en el gobierno, y que convierten a los provinciales en co-provinciales. La CPAL no es una mera unión de Superiores Mayores que se enriquecen intercambiando ideas y experiencias, y que se ayudan en algunos servicios. “La CPAL constituye una unidad, un cuerpo corresponsable con el P. General del gobierno religioso y apostólico de la Compañía de Jesús, en particular en América Latina”. Se trata por tanto de una responsabilidad que va más allá de los límites de una provincia y que se debe reflejar en el gobierno de cada provincia. Por eso “en la elaboración de sus Planes Apostólicos deberían siempre incluir esas necesidades supra o interprovinciales” (P. General a la CPAL en Paraguay 2001).

3. Necesidad de plan apostólico. Mirando hacia el futuro, observo que las actas de las últimas asambleas se refieren a la necesidad de un plan apostólico para la CPAL. El documento “Principio y Horizonte”, que ha orientado estos años las acciones de la CPAL, cumplirá en noviembre del próximo año el plazo que se dio para evaluar su avance. La fecha coincide felizmente con el inicio de la Congregación General 35 (treinta y cinco). Excelente ocasión para evaluar y revisar también los planes apostólicos provinciales y el “Principio y Horizonte”. Así se podrá plantear la conveniencia de un plan apostólico común para América Latina, que sirva para orientar también las líneas generales de los planes provinciales.

Para ello será necesario plantearse juntos qué áreas del continente o qué sectores apostólicos deberán merecer mayor atención de parte de las provincias, cómo van a apoyarse las obras o proyectos considerados interprovinciales, y de qué modo se va a responder a las necesidades de la Compañía Universal.

Sería conveniente que Ustedes se preguntaran, si el estudio de los planes apostólicos provinciales, antes de la aprobación definitiva del P. General, no tendría que hacerse previamente en la CPAL. En este momento experimentamos con fuerza la escasez de recursos. Por ello, antes de emprender otras obras en la provincia, (sobre todo cuando no se cierra o entrega ninguna de las existentes), ¿no deberían los provinciales recordar que quizá hay necesidades mayores en otras partes

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de la Compañía y que es allí donde los jesuitas debemos estar?Ante la diversidad de planes apostólicos en las Provincias, y también ante la duda no

infrecuente sobre la eficacia que tanto esfuerzo invertido haya podido tener en la realidad de la provincia, les invito a reflexionar sobre la conveniencia de establecer un equipo de trabajo que estudie los planes actuales y detecte sus luces y sus sombras. Este trabajo ayudará a que en el futuro se pueda tener una planificación más unificada entre nosotros, y ojalá también una planificación más eficaz. Dada la cantidad de obras existentes y la creciente escasez de personas, esta tarea de planificación apostólica requerirá en los años venideros una prioridad y discernimiento muy especial.

En este posible plan de conjunto de la CPAL no debería quedar ausente la pregunta sobre la conveniencia de una nueva configuración de provincias. Es necesario prever un futuro en el que la Compañía cuente con menos efectivos.

II.- LA PROMOCIÓN VOCACIONAL.

1. Lo primero que quiero señalar es que la promoción de vocaciones sea una verdadera prioridad para los jesuitas y parte integrante del Proyecto Apostólico de la Provincia.

Hay que vencer la timidez o resistencia a hablar de nuestra propia vocación. Cada jesuita tendría que preguntarse: ¿cuántas veces hablé de la vocación a la Compañía en el último año? ¿Tuve la valentía de proponerle a algún joven que sea mi compañero en este camino? El no hablar de la vocación religiosa se justifica a veces por el respeto a la libertad del otro o por no querer influir en sus decisiones. Pero lo que está de nuestra parte es proponer, invitar… y dejar que Dios obre directamente en su criatura. Pienso que más de un joven se sentiría halagado si un jesuita, con quien ya ha estado relacionado personalmente, le hiciera la propuesta de considerar una posible vocación porque éste ha visto cualidades especiales en él. Habría que preguntarse por qué no vienen vocaciones de nuestras obras.¿Será porque no hacemos la propuesta o no invitamos? ¿Será porque no perciben en nosotros un testimonio auténtico y claro de ser hombres que imitan a Jesús, trabajan con él y están dispuestos a dar la vida por él?

Asimismo, la promoción de vocaciones debe ser, de hecho y no meramente en papel, prioridad del Proyecto apostólico provincial. Esto significa dedicar recursos humanos a esta labor, es decir, identificar y preparar a los que van a ser destinados a este trabajo y darles los medios para realizarlo, de tal modo que, libres de otras ocupaciones, dispongan de tiempo para dedicarlo a esta misión. Es importante también que esta misión no sea de corta duración. Todavía en algunas Provincias los promotores cambian con mucha frecuencia y esto hace difícil la continuidad en el trabajo. A veces parece como si cada promotor que es nombrado tuviera que comenzar de cero. El perfil del promotor de vocaciones tendría que incluir la capacidad de trabajar en equipo, de acompañar jóvenes y la habilidad de motivar a los jesuitas de nuestras comunidades apostólicas a colaborar. Es importante también que tenga claridad sobre el tipo de candidato apto para nuestro modo de proceder. Y ese es mi segundo punto.

2. La preocupación por la búsqueda de candidatos cualificados para realizar nuestra misión. En mi carta sobre vocaciones de 1997 hablaba de “candidatos de calidad apostólica, con fe profunda, sanos, equilibrados y de vida sacramental, que hayan enfrentado y asumido los aspectos oscuros de su vida, su sexualidad; jóvenes que amen a la Iglesia y crean en su renovación, con capacidad intelectual para cumplir la formación académica exigida por nuestra misión apostólica.” De la calidad de nuestras vocaciones depende la calidad de nuestro servicio apostólico. No basta con aceptar las vocaciones que nos llegan. Habría que preguntarse: ¿qué tipo de candidato queremos tener? ¿Qué jesuita requiere la misión de la Compañía hoy o, también, qué candidato será capaz de rendir los servicios especializados que la Iglesia pide de nosotros hoy? Si la Compañía universal tiene unas preferencias apostólicas y nuestras provincias definen unas prioridades, entonces necesitamos captar el tipo de candidato que, después de una adecuada formación, pueda llevar a cabo lo que la Compañía, la Provincia y la Iglesia

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esperan de nosotros.

3. Por eso es imprescindible conocer bien a los candidatos. Las entrevistas, los tests psicológicos pueden ayudar a percibir la madurez humana de un candidato. Además los examinadores deben saber lo que se espera de ellos. Las experiencias de Pre-noviciado, que se han establecido en un buen número de Provincias, son de gran ayuda para el discernimiento vocacional y para la buena selección y preparación de los candidatos para el Noviciado. En el Pre-noviciado se puede conocer mejor a las personas y ver si tienen las cualidades requeridas para nuestra vida y misión. Es también un tiempo para que los candidatos conozcan bien a la Compañía, especialmente hoy en que muchos de los que se acercan no vienen de obras de la Compañía. Es tiempo propicio para entrar en contacto con la espiritualidad ignaciana y hacer alguna experiencia de los Ejercicios.

4. Más que nada el tema de las vocaciones toca muy de cerca nuestra vida personal como jesuitas y como cuerpo apostólico. De nada sirven buenos programas de promoción vocacional si los jesuitas no damos un testimonio coherente de vida religiosa y apostólica. La vida que vivimos puede servir de ayuda o de obstáculo a la promoción de vocaciones. Sirve de ayuda, “si vivimos de forma clara, visible y sin ambigüedades nuestra vocación y misión, como cuerpo apostólico y no simplemente como apóstoles individuales.”Por otro lado, sirve de obstáculo a las vocaciones: “la falta de simplicidad en el estilo de vida, las incoherencias en nuestro modo de vivir los votos, algunas posturas de desafecto para con la Jerarquía y de ambigüedades con relación al magisterio de la Iglesia, el poco celo y creatividad apostólicas y la falta de apertura y hospitalidad comunitaria…”A veces se oye decir que el Señor ya no llama a la Compañía, cuando lo que a lo mejor el Señor espera es que vivamos y comuniquemos con parresía (audacia) la vocación que vivimos.

5. Ante el desánimo de unos, las excusas y el escepticismo de otros necesitamos tomar conciencia de la urgencia de la pastoral vocacional para el futuro de la misión de la Compañía. El Señor ha puesto más el futuro de la Compañía en nuestras manos de lo que imaginamos. Y a la vez “es menester en Él solo poner la esperanza de que Él haya de conservar y llevar adelante lo que se dignó comenzar para su servicio y alabanza y ayuda de las ánimas” (Const. 812).

III.-EL APOSTOLADO SOCIAL en América Latina es el tercer tema que quiero tocar en este encuentro con Ustedes.

El compromiso por una fe empeñada en la justicia ha marcado la vida apostólica de la Compañía en Latino América. La historia de este compromiso ha sido larga y fecunda: desde la creación de los CIAS como respuesta generosa a las invitaciones de diversos Generales de la Compañía (PP. Janssens y Arrupe); el compromiso cercano (a través de comunidades de inserción), con las luchas del pueblo por alcanzar una dignidad humana integral; hasta la creación de grandes organizaciones de desarrollo que han trabajado en programas agrícolas, de toma de conciencia, y de desarrollo en toda América Latina.

Los últimos 10-12 años han sido testigos de una crisis en el sector social, reflejada en la crisis de los centro sociales en América Latina. Esta crisis se ha caracterizado por un bajón fuerte en el número de jesuitas preparados para trabajar en estos centros y por crecientes dificultades económicas en su financiamiento. A pesar de estas dificultades es posible percibir una nueva esperanza y un nuevo modo de trabajar reflejado en iniciativas concretas. Es importante prestar atención al Espíritu que nos habla a través de estas experiencias y nos invita a un discernimiento serio.

Retos apostólicos: Este discernimiento, como lo ha pedido la CPAL a los Centros Sociales y a la AUSJAL para que elaboren el escenario de América Latina en los próximos 5 años, necesita un análisis de la coyuntura actual. Sin entrar en detalles podemos señalar que esta coyuntura esta caracterizada por:

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- el aumento de la desigualdad y la dificultad en la erradicación de la pobreza en gran parte de los países, y el avance económico de unos pocos países que confirman la opinión de que existen recursos humanos y técnicos capaces de superar la pobreza;

- la creciente corrupción de los estamentos políticos, ha generado desengaño de la democracia en casi todos los grupos sociales, ha renovado la atracción hacia partidos y gobiernos populistas, y pone en peligro la existencia de una democracia participativa;

- el descontento social se ha incrementado especialmente entre las masas urbanas de jóvenes sin empleo, atraídos por mafias de todo tipo, e involucrados en una espiral de violencia continua; el problema de la violencia e impunidad toca a todos los países del LA;

- el resurgir de innumerables iglesias evangélicas y pentecostales puede explicarse, al menos parcialmente, por la necesidad que la sociedad tiene de encontrar nuevas formas de convivencia religiosa, que se conviertan en instrumentos capaces de crear un nuevo tejido social y familiar, que reparen la creciente sensación de fragmentación y rotura;

- el desplazamiento forzado de grandes masas de marginados (flujos migratorios) dentro de cada país y hacia el exterior, está cambiando la fisonomía social y económica de todos los países de América Latina. Grupos más apegados al lugar, como los indígenas, están siendo afectados profundamente por esta migración forzosa.

¿Por dónde se ve resurgir el futuro de nuestro apostolado social? Las sugerencias que indico están enraizadas en pasos que ya se están tomando, y en

recomendaciones que salen de la reflexión del sector social. El futuro ya está entre nosotros si tenemos la audacia y el coraje de dejar que el Espíritu nos guíe.

1. La complementariedad de nuestro carisma: Las experiencias dolorosas de los últimos años nos han enseñado la necesidad de enraizar nuestro compromiso por la justicia en nuestra fe y carisma ignaciano. La complejidad de los retos apostólicos nos invita a entender la evangelización y nuestro carisma apostólico no en términos exclusivos, (solo fe, o solo justicia, o solo cultura), sino en términos complementarios. Una intervención apostólica en favor de la justicia necesita estar acompañada por una pastoral de la fe apropiada, por un profundo análisis cultural de la discriminación social y racial, y por un dialogo interreligioso. Nuestro carisma apostólico definido como el “servicio de la fe” necesita vivirse dentro de una acción por la justicia, informada por una conocimiento de los problemas culturales de identidad, y de un diálogo efectivo con otras experiencias religiosas, interesadas en luchar por la dignidad humana.

2. Buscando una sinergia apostólica: La complementariedad de las dimensiones de nuestro carisma nos invita hoy más que nunca a trabajar buscando la sinergia apostólica entre los varios sectores apostólicos. La creciente colaboración entre el sector educacional y el sector social, la invitación de la CPAL a la AUSJAL y a los Centros Sociales, de colaborar en proyectos comunes son pasos importantes, que hay que fortalecer y promover. Conservando la especificidad de los sectores, y las riquezas en conocimientos y prácticas acumuladas a través de los años, es necesario que la colaboración intersectorial quede plasmada en proyectos concretos que puedan ser evaluados.

Es conveniente subrayar algunos aspectos específicos:- Existe el peligro de que las necesidades de personal jesuita especializado en nuestras

Universidades e instituciones educativas, atraigan a jesuitas que realizan labores de reflexión en centros sociales. El número de estos jesuitas que se ven llamados a ejercer cargos administrativos en nuestras Universidades va en aumento. Hay que discernir el hecho de que, a la larga, son las necesidades de las instituciones educativas las que ejercen una influencia decisiva en los destinos.

- Parece necesario no multiplicar las necesidades de recursos humanos y financieros del sector social. Sería pues conveniente que se estudiara la viabilidad de integrar el Servicio Jesuita a

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Refugiados (SJR), y el Servicio Jesuita a Migrantes (SJR) entre ellos y dentro del apostolado social.

- El grupo socio-pastoral de jesuitas que trabajan con poblaciones indígenas ha jugado un papel importante en mantener vivas la esperanza y la motivación de jesuitas que se han sentido muchas veces poco comprendidos. Dado que los retos hoy (por ejemplo la migración) afectan a todos los grupos sociales, parece importante que este grupo indígena siga integrado dentro del sector social, con su lugar específico. No olvidemos que es el grupo que encarna más explícitamente la “inserción apostólica” dentro del sector.

- Las experiencias exitosas nos muestran la importancia de unir tres polos o vértices de un único triángulo apostólico: (i) el trabajo de acompañamiento e inserción local, (ii) la investigación social, y (iii) el cabildeo e incidencia (advocacy) en los sitios donde se toman las decisiones. Este modelo “triangular” puede desarrollarse a nivel provincial y regional.

- En vez de distinciones rígidas entre obras asistenciales y de acción social, una planificación eficaz debiera buscar sinergias y apoyos entre este tipo de obras. La atracción de muchos jóvenes jesuitas hacia obras “asistenciales” vividas en comunidades de inserción con personas en situaciones límite, puede ser providencial para evitar el peligro de que el contacto directo con los pobres y marginados desaparezca.

- La colaboración interprovincial dirigida por la CPAL debe responder eficazmente a ciertas deficiencias estructurales del sector social que existen en varias provincias. Esta colaboración puede traducirse en un compartir personal y finanzas a nivel interprovincial.

3. La planificación y el discernimiento requieren una atención particular. La pregunta más urgente en el sector social es: ¿estamos llevando más obras apostólicas de las que somos capaces? La sensación es que los jesuitas que trabajan en el sector social (y en otros sectores también) están sobrecargados de trabajo. La presión por mantener las obras existentes nos ha robado la frescura para poder discernir lo que en este momento nos pide el Señor. Por ello parece conveniente,

- establecer una lista de prioridades apostólicas para toda la región de América Latina en las que se integren claramente las prioridades del sector social;

- comenzar procesos de discernimiento para elegir las obras (centros) sociales que La CPAL o una provincia podrán mantener en un futuro próximo; no parece que el número presente de obras (centros) sociales sea viable en un futuro próximo;

4. La colaboración apostólica de laicos (y otras personas) es otro de los puntos clave. El peso del apostolado social en América Latina está hoy en manos del laicado y de otros colaboradores. El número de seglares que actúan como directores ejecutivos en nuestros centros sociales va en aumento. El “partenariado” apostólico, principalmente en obras de la Compañía, tiene que ser entendido y vivido como un compartir

- Nuestra visión espiritual y humana ignaciana (espiritualidad) y - Nuestra misión apostólica dentro de la línea de gobierno de la provincia/región.

Por ello parece urgente- Preparar a nivel de la CPAL un programa serio, a corto y largo plazo, de formación del

laicado en la visión y misión de la Compañía. Algunas estadías o componentes de este programa pueden hacerse conjuntamente con los jesuitas, por ejemplo, ¿los ejercicios anuales de ocho días, o quizá incluso el mes de ejercicios en la tercera Probación?

- Definir la misión hoy de los jesuitas en nuestros centros sociales: parece más razonable, dentro de una actitud flexible, que en su trabajo deban ejercer preferentemente funciones de formación y motivación más que funciones puramente de administración.

5. En cuanto al personal jesuita, teniendo en cuenta las recomendaciones de las reuniones de coordinadores, es evidente que una revitalización del sector requiere nuevos jesuitas preparados y a

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tiempo completo. Más concretamente parece que se debería

- Destinar un número mayor de jesuitas al estudio serio de las ciencias sociales, políticas y éticas a nivel de postgrado y doctorado; no basta con buenas intenciones; hay que llegar a concertar entre los provinciales un número conveniente para América Latina;

- Crear estructuras apropiadas en nuestros centros de formación, para que los escolares puedan ser acompañados en sus experiencias apostólicas en el campo de la justicia social;

EXHORTACIÓN FINAL: estos son los tres puntos que he querido compartir con Ustedes. Sobre ellos, después de la reflexión personal y los grupos, podremos dialogar en la próxima reunión plenaria. Pero naturalmente esto no excluye que puedan Ustedes plantear también otros temas que consideren de particular urgencia o importancia.

Pero ya sería un fruto magnífico de este año de celebración de los aniversarios de nuestros primeros compañeros, si a partir de él entráramos en una nueva fase más universal de nuestra colaboración interprovincial; si nuestra oración y empeño supusiera un salto cualitativo en el número y calidad de las vocaciones a la Compañía en este continente; y si una reflexión y decisión lúcida nos permitiera superar la crisis del apostolado social, logrando que un número cualificado de jesuitas, trabajando en equipo con laicos que participan del mismo espíritu, renovaran este apostolado tan típico de la Compañía en América Latina.