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DISCURSOS 2007 DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PARTICIPANTES EN AL ASAMBLEA GENERAL DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA Sábado 24 de febrero de 2007 Queridos hermanos y hermanas: Es para mí una verdadera alegría recibir en esta audiencia tan numerosa a los miembros de la Academia pontificia para la vida, reunidos con ocasión de la XIII asamblea general; y a los que han querido participar en el congreso que tiene por tema: "La conciencia cristiana en apoyo del derecho a la vida". Saludo al señor cardenal Javier Lozano Barragán, a los arzobispos y obispos presentes, a los hermanos sacerdotes, a los relatores del congreso, y a todos vosotros, que habéis venido de diversos países. Saludo en particular al arzobispo Elio Sgreccia, presidente de la Academia pontificia para la vida, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el trabajo que lleva a cabo, junto con el vicepresidente, el canciller y los miembros del consejo directivo, para realizar las

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DISCURSO DEL PAPA DEL 2007 REALCIONADO CON LA SALUD

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DISCURSOS 2007

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PARTICIPANTES EN AL ASAMBLEA GENERAL DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Sábado 24 de febrero de 2007

Queridos hermanos y hermanas: 

Es para mí una verdadera alegría recibir en esta audiencia tan numerosa a los miembros de la Academia pontificia para la vida, reunidos con ocasión de la XIII asamblea general; y a los que han querido participar en el congreso que tiene por tema:  "La conciencia cristiana en apoyo del derecho a la vida". Saludo al señor cardenal Javier Lozano Barragán, a los arzobispos y obispos presentes, a los hermanos sacerdotes, a los  relatores del congreso, y a todos vosotros, que habéis venido de diversos países.

Saludo en particular al arzobispo Elio Sgreccia, presidente de la Academia pontificia para la vida, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el trabajo que lleva a cabo, junto con el vicepresidente, el canciller y los miembros del consejo directivo, para realizar las delicadas y vastas tareas de la Academia pontificia.

El tema que habéis propuesto a la atención de los participantes, y por tanto también de la comunidad eclesial y de la opinión pública, es de gran importancia, pues la conciencia cristiana tiene necesidad interna de alimentarse y fortalecerse con las múltiples y profundas motivaciones que militan en favor del derecho a la vida. Es un derecho que debe ser reconocido por todos, porque es el derecho fundamental con respecto a los demás derechos humanos. Lo afirma con fuerza la encíclica Evangelium vitae:  "Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e

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incertidumbres, con la luz de la razón  y no sin el influjo secreto de la gracia, puede  llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política" (n. 2).

La misma encíclica recuerda que "los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el concilio Vaticano II:  "El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (Gaudium et spes, 22). En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios, que "tanto amó al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana" (ib.).

Por eso, el cristiano está continuamente llamado a movilizarse para afrontar los múltiples ataques a que está expuesto el derecho a la vida. Sabe que en eso puede contar con motivaciones que tienen raíces profundas en la ley natural y que por consiguiente pueden ser compartidas por todas las personas de recta conciencia.

Desde esta perspectiva, sobre todo después de la publicación de la encíclica Evangelium vitae, se ha hecho mucho para que los contenidos de esas motivaciones pudieran ser mejor conocidos en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, pero hay que admitir que los ataques contra el derecho a la vida en todo el mundo se han extendido y multiplicado, asumiendo nuevas formas.

Son cada vez más fuertes las presiones para la legalización del aborto en los países de América Latina y en los países en vías de desarrollo, también recurriendo a la liberalización de las nuevas formas de aborto químico bajo el pretexto de la salud

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reproductiva:  se incrementan las políticas del control demográfico, a pesar de que ya se las reconoce como perniciosas incluso en el ámbito económico y social.

Al mismo tiempo, en los países más desarrollados aumenta el interés por la investigación biotecnológica más refinada, para instaurar métodos sutiles y extendidos de eugenesia hasta la búsqueda obsesiva del "hijo perfecto", con la difusión de la procreación artificial y de diversas formas de diagnóstico encaminadas a garantizar su selección. Una nueva ola de eugenesia discriminatoria consigue consensos en nombre del presunto bienestar de los individuos y, especialmente en los países de mayor bienestar económico, se promueven leyes para legalizar la eutanasia.

Todo esto acontece mientras, en otra vertiente, se multiplican los impulsos para legalizar convivencias alternativas al matrimonio y cerradas a la procreación natural. En estas situaciones la conciencia, a veces arrollada por los medios de presión colectiva, no demuestra suficiente vigilancia sobre la gravedad de los problemas que están en juego, y el poder de los más fuertes debilita y parece paralizar incluso a las personas de buena voluntad.

Por esto, resulta aún más necesario apelar a la conciencia y, en particular, a la conciencia cristiana. Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, "la conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto" (n. 1778).

Esta definición pone de manifiesto que la conciencia moral, para poder guiar rectamente la conducta humana, ante todo debe basarse en el sólido fundamento de la verdad, es decir, debe estar

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iluminada para reconocer el verdadero valor de las acciones y la consistencia de los criterios de valoración, de forma que sepa distinguir el bien del mal, incluso donde el ambiente social, el pluralismo cultural y los intereses superpuestos no ayuden a ello.

La formación de una conciencia verdadera, por estar fundada en la verdad, y recta, por estar decidida a seguir sus dictámenes, sin contradicciones, sin traiciones y sin componendas, es hoy una empresa difícil y delicada, pero imprescindible. Y es una empresa, por desgracia, obstaculizada por diversos factores. Ante todo, en la actual fase de la secularización llamada post-moderna y marcada por formas discutibles de tolerancia, no sólo aumenta el rechazo de la tradición cristiana, sino que se desconfía incluso de la capacidad de la razón para percibir la verdad, y a las personas se las aleja del gusto de la reflexión.

Según algunos, incluso la conciencia individual, para ser libre, debería renunciar tanto a las referencias a las tradiciones como a las que se fundamentan en la razón. De esta forma la conciencia, que es acto de la razón orientado a la verdad de las cosas, deja de ser luz y se convierte en un simple telón de fondo sobre el que la sociedad de los medios de comunicación lanza las imágenes y los impulsos más contradictorios.

Es preciso volver a educar en el deseo del conocimiento de la verdad auténtica, en la defensa de la propia libertad de elección ante los comportamientos de masa y ante las seducciones de la propaganda, para alimentar la pasión de la belleza moral y de la claridad de la conciencia. Esta delicada tarea corresponde a los padres de familia y a los educadores que los apoyan; y también es una tarea de la comunidad cristiana con respecto a sus fieles.

Por lo que atañe a la conciencia cristiana, a su crecimiento y a su alimento, no podemos contentarnos con un fugaz contacto con las principales verdades de fe en la infancia; es necesario también un

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camino que acompañe las diversas etapas de la vida, abriendo la mente y el corazón a acoger los deberes fundamentales en los que se basa la existencia tanto del individuo como de la comunidad.

Sólo así será posible ayudar a los jóvenes a comprender los valores de la vida, del amor, del matrimonio y de la familia. Sólo así se podrá hacer que aprecien la belleza y la santidad del amor, la alegría y la responsabilidad de ser padres y colaboradores de Dios para dar la vida. Si falta una formación continua y cualificada, resulta aún más problemática la capacidad de juicio en los problemas planteados por la biomedicina en materia de sexualidad, de vida naciente, de procreación, así como en el modo de tratar y curar a los enfermos y de atender a las clases débiles de la sociedad.

Ciertamente, es necesario hablar de los criterios morales que conciernen a estos temas con profesionales, médicos y juristas, para comprometerlos a elaborar un juicio competente de conciencia y, si fuera el caso, también una valiente objeción de conciencia, pero en un nivel más básico existe esa misma urgencia para las familias y las comunidades parroquiales, en el proceso de formación de la juventud y de los adultos.

Bajo este aspecto, junto con la formación cristiana, que tiene como finalidad el conocimiento de la persona de Cristo, de su palabra y de los sacramentos, en el itinerario de fe de los niños y de los adolescentes es necesario promover coherentemente los valores morales relacionados con la corporeidad, la sexualidad, el amor humano, la procreación, el respeto a la vida en todos los momentos, denunciando a la vez, con motivos válidos y precisos, los comportamientos contrarios a estos valores primarios. En este campo específico, la labor de los sacerdotes deberá ser oportunamente apoyada por el compromiso de educadores laicos, incluyendo especialistas, dedicados a la tarea de orientar las realidades eclesiales con su ciencia iluminada por la fe.

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Por eso, queridos hermanos y hermanas, pido al Señor que os mande a vosotros, y a quienes se dedican a la ciencia, a la medicina, al derecho y a la política, testigos que tengan una conciencia verdadera y recta, para defender y promover el "esplendor de la verdad", en apoyo del don y del misterio de la vida. Confío en vuestra ayuda, queridos profesionales, filósofos, teólogos, científicos y médicos. En una sociedad a veces ruidosa y violenta, con vuestra cualificación cultural, con la enseñanza y con el ejemplo, podéis contribuir a despertar en muchos corazones la voz elocuente y clara de la conciencia.

"El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón —nos enseñó el concilio Vaticano II—, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado" (Gaudium et spes, 16). El Concilio dio sabias orientaciones para que "los fieles aprendan a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana" y "se esfuercen por integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana, pues ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios" (Lumen gentium, 36).

Por esta razón, el Concilio exhorta a los laicos creyentes a acoger "lo que los sagrados pastores, representantes de Cristo, decidan como maestros y jefes en la Iglesia"; y, por otra parte, recomienda "que los pastores reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia, se sirvan de buena gana de sus prudentes consejos" y concluye que "de este trato familiar entre los laicos y los pastores se pueden esperar muchos bienes para la Iglesia" (ib., 37).

Cuando está en juego el valor de la vida humana, esta armonía entre función magisterial y compromiso laical resulta singularmente importante:  la vida es el primero de los bienes

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recibidos de Dios y es el fundamento de todos los demás; garantizar el derecho a la vida a todos y de manera igual para todos es un deber de cuyo cumplimiento depende el futuro de la humanidad. También desde este punto de vista resalta la importancia de vuestro encuentro de estudio.

Encomiendo sus trabajos y resultados a la intercesión de la Virgen María, a quien la tradición cristiana saluda como la verdadera "Madre de todos los vivientes". Que ella os asista y os guíe. Como prenda de este deseo, os imparto a todos vosotros, a vuestros familiares y colaboradores, la bendición apostólica.

XV JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS ENFERMOS Y AGENTES SANITARIOS EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Domingo 11 de febrero de 2007

Memoria de la Virgen de Lourdes

Queridos hermanos y hermanas: 

Con gran alegría me encuentro con vosotros aquí, en la basílica vaticana, con ocasión de la fiesta de la Virgen de Lourdes y de la Jornada mundial del enfermo, al final de la celebración eucarística presidida por el cardenal Camillo Ruini. A él, en primer lugar, dirijo mi cordial saludo, que extiendo a todos vosotros, aquí presentes:  al arcipreste de la basílica, mons. Angelo Comastri; a los demás obispos, a los sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas.

Saludo a los responsables y a los miembros de la Unitalsi, que se encargan del traslado y de la atención a los enfermos en las peregrinaciones y en otros momentos significativos. Saludo a los responsables y a los peregrinos de la Obra romana de peregrinaciones, así como a los que van a participar en el XV Congreso nacional teológico-pastoral, en el que se darán cita numerosas personas procedentes de Italia y del extranjero. Saludo, asimismo, a la delegación de los representantes de los "Caminos de Europa".

Pero el saludo más cordial quisiera dirigirlo a vosotros, queridos enfermos, a vuestros familiares y a los voluntarios que con amor os cuidan y acompañan también hoy. Juntamente con todos vosotros, deseo unirme a los que en este mismo día participan en los diversos momentos de la Jornada mundial del enfermo que se celebra en la ciudad de Seúl, en Corea. Allí, en nombre mío,

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preside las celebraciones el cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo  pontificio  para la pastoral de la salud.

Por tanto, hoy es la fiesta de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes, que hace poco menos de ciento cincuenta años se apareció a una muchacha sencilla, santa Bernardita Soubirous, manifestándose como la Inmaculada Concepción. También en aquella aparición la Virgen se mostró tierna madre  con respecto a sus hijos, recordando  que los pequeños, los pobres, son los predilectos de Dios y que a ellos ha sido revelado el misterio del reino de los cielos.

Queridos amigos, María, que con fe acompañó a su Hijo hasta la cruz y que por un designio misterioso fue asociada a los sufrimientos de Cristo, su Hijo, nunca se cansa de exhortarnos a vivir y a compartir con serena confianza la experiencia del dolor y la enfermedad, ofreciéndola con fe al Padre, completando así en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col 1, 24).

A este respecto, me vienen a la mente las palabras con las que mi venerado predecesor Pablo VI concluyó la exhortación apostólica Marialis cultus:  "Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin límite (...), la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora:  la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte" (n. 57).

Son palabras que iluminan nuestro camino, incluso cuando parece que hemos perdido el sentido de la esperanza y la certeza de la

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curación; son palabras que quisiera que sirvieran de consuelo especialmente a los que se encuentran afectados por enfermedades graves y dolorosas.

Y precisamente a estos hermanos nuestros particularmente probados dedica su atención esta Jornada mundial del enfermo. Quisiéramos que sintieran la cercanía material y espiritual de toda la comunidad cristiana. Es importante no dejarlos en el abandono y en la soledad mientras afrontan un momento tan delicado de su vida.

Por tanto, son dignos de elogio los que con paciencia y amor ponen a su servicio su competencia profesional y su calor humano. Pienso en los médicos, en los enfermeros, en los agentes sanitarios, en los voluntarios, en los religiosos y las religiosas, en los sacerdotes que, sin escatimar esfuerzos, los atienden, como el buen samaritano, independientemente de su condición social, del color de su piel o de su religión, pendientes sólo de lo que necesitan. En el rostro de cada ser humano, sobre todo en el que está probado y desfigurado por la enfermedad, brilla el rostro de Cristo, el cual dijo: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).

Queridos hermanos y hermanas, dentro de poco una sugestiva procesión de antorchas hará revivir el clima que se crea en Lourdes, entre los peregrinos y los devotos, al atardecer. Nuestro pensamiento va a la gruta de Massabielle, donde se entrecruzan el dolor humano y la esperanza, el miedo y la confianza. ¡Cuántos peregrinos, confortados por la mirada de la Madre, encuentran en Lourdes la fuerza para cumplir más fácilmente la voluntad de Dios, incluso cuando cuesta renuncia y dolor, conscientes de que, como afirma el apóstol san Pablo, todo contribuye al bien de los que aman al Señor! (cf. Rm 8, 28).

Que la vela que tenéis encendida en vuestra mano sea también para

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vosotros, queridos hermanos y hermanas, signo de un sincero deseo de caminar con Jesús, fulgor de paz que ilumina las tinieblas y nos impulsa a ser también nosotros luz y apoyo para las personas de nuestro entorno. Que nadie, especialmente quien se encuentra en condiciones de duro sufrimiento, se sienta nunca solo y abandonado. A todos os encomiendo esta tarde a la Virgen María. Ella, después de pasar por sufrimientos indecibles, fue elevada al cielo, donde nos espera y donde también nosotros esperamos poder compartir un día la gloria de su Hijo divino, la alegría sin fin.

Con estos sentimientos, os imparto mi bendición a todos vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos.

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A

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LA VII ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

Jueves 22 de marzo de 2007

 Señor cardenal;venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;queridos hermanos y hermanas: 

Me alegra acogeros con ocasión de la sesión plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de la salud. Dirijo mi cordial saludo a cada uno de vosotros, que venís de diversas partes del mundo, como expresiones válidas del compromiso de las Iglesias particulares, de los institutos de vida consagrada y de las numerosas obras de la comunidad cristiana en el campo sanitario. Agradezco al cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del dicasterio, las amables palabras con que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes, ilustrándome los objetivos que son actualmente objeto de vuestro trabajo. Saludo y expreso mi gratitud al secretario, al subsecretario, a los oficiales y a los consultores presentes, así como a los demás colaboradores.

Vuestra reunión no se propone profundizar en un tema específico, sino evaluar el estado de aplicación del programa que habéis establecido anteriormente y fijar en consecuencia los objetivos futuros. Por eso, mi encuentro con vosotros en una circunstancia como esta me brinda la alegría de hacer que cada uno de vosotros sienta la cercanía concreta del Sucesor de Pedro y, a través de él, de todo el Colegio episcopal en vuestro servicio eclesial.

En efecto, la pastoral de la salud es un ámbito plenamente evangélico, que recuerda de modo inmediato la obra de Jesús, buen Samaritano de la humanidad. Cuando pasaba por las aldeas de Palestina anunciando la buena nueva del reino de Dios, siempre acompañaba su predicación con los signos que realizaba en favor de los enfermos, curando a todos los que se hallaban prisioneros de

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diversas enfermedades y dolencias.

La salud del hombre, de todo el hombre, fue el signo que Cristo escogió para manifestar la cercanía de Dios, su amor misericordioso que cura el espíritu, el alma y el cuerpo. Queridos amigos, el seguimiento de Cristo, al que los Evangelios nos presentan como "Médico" divino, ha de ser siempre la referencia fundamental de todas vuestras iniciativas.

Esta perspectiva bíblica da valor al principio ético natural del deber de curar al enfermo, en virtud del cual hay que defender toda existencia humana según las dificultades particulares en que se encuentra y según nuestras posibilidades concretas de ayuda. Socorrer al ser humano es un deber, sea como respuesta a un derecho fundamental de la persona, sea porque la curación de los individuos redunda en beneficio de la colectividad. La ciencia médica progresa en la medida en que acepta replantearse siempre tanto el diagnóstico como los métodos de tratamiento, dando por supuesto que los anteriores datos adquiridos y los presuntos límites pueden superarse.

Por lo demás, la estima y la confianza con respecto al personal sanitario son proporcionados a la certeza de que esos defensores de la vida por profesión jamás despreciarán una existencia humana, aunque sea discapacitada, e impulsarán siempre intentos de curación. Por consiguiente, el esfuerzo por curar se ha de extender a todo ser humano, con el fin de abarcar toda su existencia. En efecto, el concepto moderno de atención sanitaria es la promoción humana:  va desde el cuidado del enfermo hasta los tratamientos preventivos, buscando el mayor desarrollo humano y favoreciendo un ambiente familiar y social adecuado.

Esta perspectiva ética, basada en la dignidad de la persona humana y en los derechos y deberes fundamentales vinculados a ella, se confirma y se potencia con el mandamiento del amor, centro del

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mensaje cristiano. Por tanto, los agentes sanitarios cristianos saben bien que existe un vínculo muy estrecho e indisoluble entre la calidad de su servicio profesional y la virtud de la caridad a la que Cristo los llama:  precisamente realizando bien su trabajo llevan a las personas el testimonio del amor de Dios.

La caridad como tarea de la Iglesia, sobre la que reflexioné en mi encíclica Deus caritas est, se aplica de modo particularmente significativo en la atención a los enfermos. Lo atestigua la historia de la Iglesia, con innumerables testimonios de hombres y mujeres que, tanto de forma individual como en asociaciones, han actuado en este campo. Por eso, entre los santos que han practicado de forma ejemplar la caridad, mencioné en la encíclica a figuras emblemáticas como san Juan de Dios, san Camilo de Lelis y san José Benito Cottolengo, que sirvieron a Cristo pobre y doliente en las personas de los enfermos.

Por consiguiente, queridos hermanos y hermanas, permitidme que os entregue de nuevo hoy, idealmente, las reflexiones que propuse en la encíclica, con las relativas orientaciones pastorales sobre el servicio caritativo de la Iglesia como "comunidad de amor". Y a la encíclica puedo añadir ahora también la exhortación apostólica postsinodal recién publicada, que trata de modo amplio y articulado sobre la Eucaristía como "Sacramento de la caridad".

Precisamente de la Eucaristía la pastoral de la salud puede sacar continuamente la fuerza para socorrer de modo eficaz al hombre y promoverlo según la dignidad que le es propia. En los hospitales y en las clínicas, la capilla es el corazón palpitante en el que Jesús se ofrece incesantemente al Padre celestial para la vida de la humanidad. La Eucaristía, distribuida a los enfermos dignamente y con espíritu de oración, es la savia vital que los conforta e infunde en su corazón luz interior para vivir con fe y con esperanza la condición de enfermedad y sufrimiento.

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Así pues, os encomiendo también este documento reciente. Hacedlo vuestro, aplicadlo al campo de la pastoral de la salud, sacando de él indicaciones espirituales y pastorales apropiadas.

A la vez que os deseo todo bien para vuestros trabajos de estos días, los acompaño con un recuerdo particular en la oración, invocando la protección maternal de María santísima, Salus infirmorum, y con la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros, aquí presentes, a vuestros colaboradores en las respectivas sedes y a todos vuestros seres queridos.

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VISITA PASTORAL A VIGÉVANO Y PAVÍA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS ENFERMOS, A LOS MÉDICOS Y AL PERSONAL DEL HOSPITAL POLICLÍNICO SAN MATEO DE PAVÍA

Domingo 22 de abril de 2007

 Queridos hermanos y hermanas: 

En el programa de mi visita pastoral a Pavía no podía faltar una etapa en el hospital policlínico "San Mateo" para encontrarme con vosotros, queridos enfermos, que provenís no sólo de la provincia de Pavía sino también de toda Italia. A cada uno le expreso mi cercanía personal y mi solidaridad, a la vez que abrazo espiritualmente también a los enfermos, a los que sufren y a las personas con dificultades que se encuentran en vuestra diócesis y a todos los que los asisten con amorosa solicitud. Quisiera dirigir a todos unas palabras de aliento y de esperanza.

Saludo cordialmente al presidente del hospital policlínico, señor Alberto Guglielmo, y le agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme. Mi gratitud se extiende a los médicos, a los enfermeros y a todo el personal que trabaja diariamente aquí. Saludo y expreso mi agradecimiento a los padres camilos, que con gran celo pastoral llevan cada día a los enfermos el consuelo de la fe, así como a las Religiosas de la Providencia, comprometidas en un generoso servicio según el carisma de su fundador, san Luis Scrosoppi. Doy las gracias de corazón a la representante de los enfermos, y también saludo con afecto a los familiares de los enfermos, que con sus seres queridos comparten momentos de preocupación y de espera confiada.

El hospital es un lugar que, en cierto modo, podríamos llamar

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"sagrado", donde se experimenta la fragilidad de la naturaleza humana, pero también las enormes potencialidades y recursos del ingenio del hombre y de la técnica al servicio de la vida. ¡La vida del hombre! Este gran don, por más que se lo explore, sigue siendo siempre un misterio.

Sé que vuestro hospital, el policlínico "San Mateo", es muy conocido en esta ciudad y en Italia entera, sobre todo por algunas operaciones de vanguardia. Aquí os esforzáis por aliviar el sufrimiento de las personas, con el fin de que puedan recuperar plenamente la salud, y muy a menudo esto sucede, también gracias a los modernos descubrimientos científicos. Aquí se obtienen resultados verdaderamente confortantes. Deseo vivamente que el necesario progreso científico y tecnológico vaya acompañado siempre de la conciencia de promover también, junto con el bien del enfermo, los valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida en todas sus fases, de los que depende la calidad auténticamente humana de una convivencia.

Encontrándome entre vosotros, pienso de modo espontáneo en Jesús, que durante su existencia terrena siempre mostró una particular atención a los que sufrían, curándolos y dándoles la posibilidad de volver a la vida de relación familiar y social, que la enfermedad había impedido. Pienso también en la primera comunidad cristiana, donde, como leemos durante estos días en los Hechos de los Apóstoles, muchas curaciones y prodigios acompañaban la predicación de los Apóstoles. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Señor, manifiesta siempre una predilección especial por quienes sufren, y, como ha dicho el señor presidente, ve en el que sufre a Cristo mismo, y no cesa de prestar a los enfermos la ayuda necesaria, la ayuda técnica y el amor humano, consciente de que está llamada a manifestar el amor y la solicitud de Cristo a ellos y a quienes los atienden. El progreso técnico, tecnológico, y el amor humano deben ir siempre juntos.

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En este lugar, además, resultan particularmente actuales las palabras de Jesús:  "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40. 45). En toda persona afectada por la enfermedad, es él mismo quien espera nuestro amor. Ciertamente, el sufrimiento repugna a la sensibilidad humana; pero es verdad que, cuando se lo acoge con amor, con compasión, y está iluminado por la fe, se convierte en una valiosa ocasión que une de manera misteriosa a Cristo Redentor, Varón de dolores, que en la cruz cargó sobre sí el dolor y la muerte del hombre. Con el sacrificio de su vida, redimió el sufrimiento humano y lo transformó en el medio fundamental de la salvación.

Queridos enfermos, encomendad al Señor las molestias y los dolores que debéis afrontar, y en su plan se transformarán en medios de purificación y de redención para todo el mundo. Queridos amigos, os aseguro a cada uno mi recuerdo en la oración y, a la vez que invoco a María santísima, Salus infirmorum, Salud de los enfermos, para que os proteja a vosotros y a vuestras familias, a los dirigentes, a los médicos y a toda la comunidad del hospital policlínico, con afecto os imparto a todos una especial bendición apostólica.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PARTICIPANTES EN LA XXII CONFERENCIA INTERNACIONAL DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

Sábado 17 de noviembre de 2007  

Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres señores y señoras; queridos hermanos y hermanas: 

Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de esta Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para los agentes sanitarios. Dirijo a cada uno mi cordial saludo; en primer lugar, al señor cardenal Javier Lozano Barragán, con sentimientos de gratitud por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo, asimismo, al secretario y a los demás componentes del Consejo pontificio, a las autorizadas personalidades presentes y a cuantos han participado en este encuentro para reflexionar juntos sobre el tema del cuidado pastoral de los enfermos ancianos. Se trata de un aspecto hoy central de la pastoral de la salud que, debido al aumento de la edad media, afecta a una población cada vez más numerosa, que tiene muchas necesidades pero, al mismo tiempo, cuenta con indudables recursos humanos y espirituales.

Aunque es verdad que la vida humana en cada una de sus fases es digna del máximo respeto, en ciertos aspectos lo es más aún cuando está marcada por la ancianidad y la enfermedad. La ancianidad constituye la última etapa de nuestra peregrinación terrena, que tiene distintas fases, cada una con sus luces y sombras. Podríamos preguntarnos:  ¿tiene aún sentido la existencia de un ser humano que se encuentra en condiciones muy precarias, por ser anciano y estar enfermo? ¿Por qué seguir defendiendo la vida cuando el desafío de la enfermedad se vuelve dramático, sin

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aceptar más bien la eutanasia como una liberación? ¿Es posible vivir la enfermedad como una experiencia humana que se ha de asumir con paciencia y valentía?

Con estas preguntas debe confrontarse quien está llamado a acompañar a los ancianos enfermos, especialmente cuando parece que no tienen ninguna posibilidad de curación. La actual mentalidad eficientista a menudo tiende a marginar a estos hermanos y hermanas nuestros que sufren, como si sólo fueran una "carga" y un "problema" para la sociedad. Al contrario, quien tiene el sentido de la dignidad humana sabe que se les ha de respetar y sostener mientras afrontan serias dificultades relacionadas con su estado. Más aún, es justo que se recurra también, cuando sea necesario, a la utilización de cuidados paliativos que, aunque no pueden curar, permiten aliviar los dolores que derivan de la enfermedad.

Sin embargo, junto a los cuidados clínicos indispensables, es preciso mostrar siempre una capacidad concreta de amar, porque los enfermos necesitan comprensión, consuelo, aliento y acompañamiento constante. En particular, hay que ayudar a los ancianos a recorrer de modo consciente y humano el último tramo de la existencia terrena, para  prepararse  serenamente a la muerte, que —como  sabemos los cristianos— es tránsito hacia el abrazo del Padre celestial, lleno de ternura y de misericordia.

Quisiera añadir que esta necesaria solicitud pastoral hacia los ancianos enfermos no puede menos de implicar a las familias. En general, conviene hacer todo lo posible para que las familias mismas los acojan y se hagan cargo de ellos con afecto y gratitud, de modo que los ancianos enfermos puedan pasar el último período de su vida en su casa y prepararse para la muerte en un clima de calor familiar.

Aunque fuera necesario internarlos en centros sanitarios, es

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importante que no se pierda el vínculo del paciente con sus seres queridos y con su propio ambiente. Conviene que en los momentos más difíciles el enfermo, sostenido por el cuidado pastoral, se sienta animado a encontrar la fuerza de afrontar su dura prueba en la oración y en el consuelo de los sacramentos. Que se sienta rodeado por sus hermanos en la fe, dispuestos a escucharlo y compartir sus sentimientos. En verdad, este es el verdadero objetivo del cuidado "pastoral" de las personas ancianas, especialmente cuando están enfermas, y más aún si están gravemente enfermas.

En diversas ocasiones mi venerado predecesor Juan Pablo II, que especialmente durante su enfermedad dio un testimonio ejemplar de fe y de valentía, exhortó a los científicos y a los médicos a comprometerse en la investigación para prevenir y curar las enfermedades vinculadas al envejecimiento, sin caer jamás en la tentación de recurrir a prácticas de abreviación de la vida anciana y enferma, prácticas que de hecho serían formas de eutanasia.

Los científicos, los investigadores, los médicos y los enfermeros, así como los políticos, los administradores y los agentes pastorales no deberían olvidar nunca que "la tentación de la eutanasia (...) es uno de los síntomas más alarmantes de la cultura de la muerte, que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar" (Evangelium vitae, 64). La vida del hombre es don de Dios, que todos están llamados a custodiar siempre. Este deber también corresponde a los agentes sanitarios, que tienen la misión específica  de ser "ministros de la vida" en todas sus fases, particularmente en las marcadas por la fragilidad propia de la enfermedad. Hace falta un compromiso general para que se respete la vida humana no sólo en los hospitales católicos, sino  también en todos los centros sanitarios.

Para los cristianos es la fe en Cristo la que ilumina la enfermedad y la condición de la persona anciana, al igual que cualquier otro

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acontecimiento y fase de la existencia. Jesús, al morir en la cruz, dio al sufrimiento humano un valor y un significado trascendentes. Ante el sufrimiento y la enfermedad los creyentes están invitados a no perder la serenidad, porque nada, ni siquiera la muerte, puede separarnos del amor de Cristo. En él y con él es posible afrontar y superar cualquier prueba física y espiritual y, precisamente en el momento de mayor debilidad, experimentar los frutos de la Redención. El Señor resucitado se manifiesta, en quienes creen en él, como el viviente que transforma la existencia, dando sentido salvífico también a la enfermedad y a la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, a la vez que invoco sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo diario la protección materna de María, Salus infirmorum, y de los santos que han dedicado  su vida al servicio de los enfermos, os exhorto a esforzaros siempre por difundir el "evangelio de la vida". Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica, extendiéndola de buen grado a vuestros seres queridos,  a vuestros colaboradores y, en particular, a las personas ancianas enfermas.