iii la joven de los ojos de oro honore de balzac

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 III La Joven de los Ojos de Oro En París existen seres privilegiados que aprovechan el movimiento excesivo de las fabricaciones, de los intereses, de los negocios, de las artes y del oro: son las mujeres. Aunque también ellas tengan mil causas secretas que, en ellas más que en cualquier otro, destruyen las fisonomías, en el pueblo femenino se encuentra pequeñas poblaciones felices, que viven al estilo oriental y pueden conservar su belleza. Pero esas mujeres rara vez se presentan a pie por las calles; permanecen ocultas, cómo plantas raras que sólo despliegan sus pétalos a ciertas horas y que constituyen verdaderas excepciones exóticas. París, no obstante, por esencia, es el país de los contrastes. Aunque son raros los sentimientos verdaderos, allí, igual que en otras partes, se encuentran nobles amistades, abnegaciones sin límites. Parece que los sentimientos s complacen en ser completos cuando se presentan y son sublimes por yuxtaposición, en aquellos campos de batalla de los intereses y de las pasiones, lo mismo que en medio de las sociedades en marcha, en las que triunfa el egoísmo, en donde cada uno se ve obligado a defenderse solo, igual sucede con los rostros. En París, a veces, en la alta aristocracia, se ven entremezclados algunos encantadores rostros de gente joven, fruto de una educación y de unas costumbres excepcionales. A la belleza juvenil de la sangre inglesa unen la firmeza de los rasgos meridionales, el ingenio francés, la pureza de la forma. El fuego de los ojos, una deliciosa rojez en los labios, el negro reluciente de lo finos cabellos, la tez blanca, un rostro distinguido, les convierten en hermosas flores humanas, magníficas de ver entre la masa de las otras fisonomías, deslucidas, aviejadas, engarabitadas, gesticulantes. Las mujeres, por lo tanto, admiran en el acto a esos jóvenes con el placer ávido que proporciona a los hombres la contemplación de una linda mujer, decente, graciosa, adornada con todas las virginidades con que nuestra imaginación se complace en embellecer a la joven perfecta. En una hermosa mañana de primavera, cuando las hojas todavía no son verdes, aunque empiecen a abrirse ya, cuando el sol principia a hacer flamear los techos y el cielo azul; cuando la población parisiense sale de sus alvéolos, va a bordonear por los bulevares, se desliza cómo una serpiente de mil colores por la rue de la Paix a las Tullerías, saludando las pompas del himeneo que se renueva en el campo; en una alegre jornada, un joven, hermoso cómo aquel día, vestido con gusto, de modales desenvueltos y, digamos el secreto, hijo natural de Lord Dudley y de la célebre marquesa de Vordac, se paseaba por las Tullerías. Aquel Adonis, llamado Henri de Marsay, había nacido en Francia, a donde fue Lord Dudley a casar a la joven, quien y a era madre de Henri, con un gentilhombre anciano apellidado Monsieur de Marsay. Aquel pájaro desteñido y casi extinto reconoció al hijo cómo suyo, mediante el usufructo de una renta de cien mil francos concedida definitivamente a su hijo putativo; el viejo gentilhombre murió sin haber conocido a su mujer.

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Resumen en tres partes de una novela de balzac hechos por Guillermo Lemos Ruiz

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III La Joven de los Ojos de Oro

En París existen seres privilegiados que aprovechan el movimiento excesivo delas fabricaciones, de los intereses, de los negocios, de las artes y del oro: son lasmujeres. Aunque también ellas tengan mil causas secretas que, en ellas más que

en cualquier otro, destruyen las fisonomías, en el pueblo femenino se encuentrapequeñas poblaciones felices, que viven al estilo oriental y pueden conservar subelleza. Pero esas mujeres rara vez se presentan a pie por las calles; permanecenocultas, cómo plantas raras que sólo despliegan sus pétalos a ciertas horas y queconstituyen verdaderas excepciones exóticas.

París, no obstante, por esencia, es el país de los contrastes. Aunque son raros lossentimientos verdaderos, allí, igual que en otras partes, se encuentran noblesamistades, abnegaciones sin límites. Parece que los sentimientos s complacen enser completos cuando se presentan y son sublimes por yuxtaposición, en aquelloscampos de batalla de los intereses y de las pasiones, lo mismo que en medio delas sociedades en marcha, en las que triunfa el egoísmo, en donde cada uno se ve

obligado a defenderse solo, igual sucede con los rostros.

En París, a veces, en la alta aristocracia, se ven entremezclados algunosencantadores rostros de gente joven, fruto de una educación y de unascostumbres excepcionales. A la belleza juvenil de la sangre inglesa unen lafirmeza de los rasgos meridionales, el ingenio francés, la pureza de la forma. Elfuego de los ojos, una deliciosa rojez en los labios, el negro reluciente de lo finoscabellos, la tez blanca, un rostro distinguido, les convierten en hermosas floreshumanas, magníficas de ver entre la masa de las otras fisonomías, deslucidas,aviejadas, engarabitadas, gesticulantes.

Las mujeres, por lo tanto, admiran en el acto a esos jóvenes con el placer ávido

que proporciona a los hombres la contemplación de una linda mujer, decente,graciosa, adornada con todas las virginidades con que nuestra imaginación secomplace en embellecer a la joven perfecta.

En una hermosa mañana de primavera, cuando las hojas todavía no son verdes,aunque empiecen a abrirse ya, cuando el sol principia a hacer flamear los techos yel cielo azul; cuando la población parisiense sale de sus alvéolos, va a bordonear por los bulevares, se desliza cómo una serpiente de mil colores por la rue de laPaix a las Tullerías, saludando las pompas del himeneo que se renueva en elcampo; en una alegre jornada, un joven, hermoso cómo aquel día, vestido congusto, de modales desenvueltos y, digamos el secreto, hijo natural de LordDudley y de la célebre marquesa de Vordac, se paseaba por las Tullerías.

Aquel Adonis, llamado Henri de Marsay, había nacido en Francia, a donde fueLord Dudley a casar a la joven, quien ya era madre de Henri, con un gentilhombreanciano apellidado Monsieur de Marsay. Aquel pájaro desteñido y casi extintoreconoció al hijo cómo suyo, mediante el usufructo de una renta de cien milfrancos concedida definitivamente a su hijo putativo; el viejo gentilhombre muriósin haber conocido a su mujer.

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Madame de Marsay se casó después con el marques De Vordac; pero antes deser marquesa se inquietó poco por el hijo y por Lord Dudley: Por lo pronto, laguerra declarada entre Francia e Inglaterra había separado a los dos amantes y lafidelidad no estaba y no estará fácilmente de moda en París. Después los triunfosde la mujer elegante, bonita, universalmente adorada, ahogaron en la parisiense el

sentimiento maternal. Lord Dudley no fue más cuidadoso de su primogenitura quela madre. La rápida infidelidad de una joven ardientemente amada le produjoacaso una especie de aversión para todo lo que procediera de ella.

El pobre Henri de Marsay sólo encontró un padre en quien menos obligado a serlode los dos. La paternidad de Monsieur de Marsay fue incompleta. El gentilhombreno habría vendido su apellido si no hubiera tenido vicios: Comió y bebió sinremordimientos en los garitos y entregó el niño a una hermana vieja, unaMademoiselle de Marsay, quien le cuidó con esmero y quien, a pesar de la escasapensión concedida por su hermano, le dio por preceptor un abate sin un céntimo,que vislumbró el porvenir del joven y resolvió cobrar de los cien mil francos derenta los cuidados rendidos a su discípulo, con quien le unió un gran afecto.

Por casualidad, aquel preceptor resultó ser un verdadero sacerdote, uneclesiástico, tallado para ser cardenal en Francia o Borgia bajo la tiara. En tresaños enseñó al niño lo que un clérigo hubiera tardado diez años en enseñarle.Después aquel gran hombre, el abate de Maronis acabó la educación de aquelniño, haciéndole estudiar la civilización en todas sus fases; le nutrió con suexperiencia, le arrastró poco a las iglesias, cerradas entonces, le paseó algunasveces por los bastidores.; con mayor frecuencia, por las casas de las cortesanas;le desmontó pieza por pieza, los sentimientos humanos; le enseño la política en elcorazón de los salones donde entonces se guisaba; le enumeró las maquinas delGobierno e intentó reemplazar virilmente a la madre. ¿No es la iglesia la madre delos huérfanos?

El discípulo respondió positivamente a los desvelos. Aquel digno hombre muriósiendo obispo, con la satisfacción de dejar a un niño que, a los dieciséis, estabatan bien formado de inteligencia y corazón, que le podía echar la zancadilla a unhombre de cuarenta. Pero eso no fue todo. El buen diablo violeta había hecho a suhijo en el corazón contraer ciertos conocimientos en la alta sociedad de París, quebien hubieran podido equivaler a otros cien mil francos de renta. En fin aquelsacerdote, vicioso, pero político, incrédulo, pero sabio, pérfido, pero amable, débilen apariencia, pero tan vigoroso de cuerpo cómo de cabeza, fue tanverdaderamente útil a su alumno, tan juvenil, tan profundo, que, en 1814, elagradecido Henri de Marsay sólo se enternecía viendo el retrato del querido

obispo, única riqueza que le pudo legar aquel prelado, tipo admirable.El obispo hizo emancipar a su discípulo en 1811. Después, cuando la madre deDe Marsay volvió a casarse, el sacerdote, en un consejo de familia eligió a unhonrado acéfalo que había descubierto en el confesionario y le encargó deadministrar la fortuna, cuyas rentas aplicaba a las necesidades de la comunidad,pero cuyo capital deseaba conservar.

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Hacia fines de 1814, Henri de Marsay no tenía sobre la Tierra ningún sentimientoobligatorio y se encontraba libre cómo pájaro y sin compromiso. Aunque teníaveintidós años cumplidos, apenas aparentaba diecisiete. Los rivales más difícilesle consideraban el muchacho más guapo de París. Tenía los ojos azules delpadre, Lords Dudley, amorosamente engañosos, los cabellos negros muy rizados

de su madre; de ambos una sangre muy pura, una piel de muchacha, un aspectotranquilo y modesto, un talle fino y artístico, unas manos muy hermosas. Cuandole veía una mujer se volvía loca, concebía un deseo de esos que muerden elcorazón. Pero que olvidan por imposibilidad de satisfacerlo, la mujer de Paríscarece de tenacidad. Henri tenía la energía de un león y la habilidad de un mono.A diez pasos, agujereaba de un tiro la hoja de un cuchillo, montaba cómo si fueraun centauro; guiaba con elegancia un tiro de varios caballos, era tranquilo cómoun carnero, pero era capaz de vencer a un hombre de los arrabales en el terrible

 juego del pugilismo o de la esgrima del bastón. Además tocaba el piano de talforma que sólo de esto podría vivir y poseía una voz que envidiaría cualquier cantante de opera, Pero todas estas cualidades se veían empañadas por un vicio

espantoso: No creía en nada ni en nadie. La caprichosa Naturaleza habíaempezado por dotarle, un sacerdote había acabado la obra.

Para que esta aventura sea comprensible, es necesario agregar aquí que LordDudley encontró muchas mujeres dispuestas a reproducir algunos ejemplares deun retrato tan delicado. Su segunda obra maestra en el género fue una jovenllamada Euphémie, nacida de una dama española, educada en La Habana,llevada a Madrid, en compañía de una criolla joven de las Antillas, con todos losgustos ruinosos de las colonias; pero por fortuna casada con un señor españolviejo y extraordinariamente rico, don Hijos, marqués de San Real, quien despuésde la ocupación de España por las tropas francesas, había ido a París y vivía en larue Saint- Lazare. Lord Dudley que no comunicó a sus hijos los parentescos que

iba creando por todas partes, en 1816 fue a refugiarse en París. El Lord viajero,cuando vio a Henri preguntó quien era aquel joven tan hermoso: Cuando le dijeronrespondió: ¡Ah!. Es mi hijo. ¡Qué desgracia!

Tal es la historia del joven que, hacia mediados de abril de 1815, recorríanegligentemente la gran galería de las Tullerías. Las burguesas se volvíaningenuamente para mirarle de nuevo; las otras mujeres no se volvían, se limitabana esperarle para mirarle de nuevo y grabar en su memoria aquel rostro.

¿Qué hace aquí en domingo?- le preguntó al pasar, a Henri, el marqués deRonquerolles.

Hay pescado en la red.

Aquel cambio de pensamientos se hizo por medio de dos miradas muysignificativas, sin que Ronquerolles ni De Marsay parecieran conocerse.

En aquel momento, un joven se acercó a él, le tomó familiarmente del brazo y lepreguntó: ¿Cómo te va mi buen De Marsay?

Muy bien- le respondió De Marsay, en un tono afectuoso en apariencia, pero queno prueba nada. El joven que se llamaba amigo de Henri De Marsay era unaturdido, llegado de provincias, y al cual los jóvenes, entonces de moda,

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enseñaban el arte de disfrutar limpiamente de una herencia, pero tenía otro pastelen su provincia, el de una buena boda. Había heredado la fortuna de su padre.Había ido a gastar unos cuantos billetes de mil francos, aprender mundo de pasopor París y así conquistar la autoridad necesaria para importar a provincias elgusto por el té, la platería inglesa y concederse, de esta forma, el derecho de

despreciarlo todo, en torno a él, para el resto de sus días. De Marsay habíaaceptado su amistad para utilizarle en el mundo, cómo el especulador atrevidomaneja al empleado de confianza.

La amistad, falsa o verdadera de Henri, era una posición social para Paul deManerville, quien, por su parte, se creía fuerte explotando al amigo íntimo. Vivíadel reflejo del amigo, se resguardaba constantemente bajo su paraguas, secalzaba sus botas, se doraba con sus rayos. Al colocarse al lado de Henri, ocaminando simplemente a su lado, parecía decir: “No nos insulte usted; somosverdaderamente unos tigres”. En toda conversación que sostuviera con cualquier persona citaba a De Marsay. Le temía y aquel temor era beneficioso para DeMarsay. Por lo tanto, Paul de Manerville, sólo podía clasificarse entre la grande, la

ilustre, la poderosa familia de los tontos que llegan.

Su amigo De Marsay, le describía así:

¿Me preguntan ustedes lo que es Paul? ¿Paul? Es Paul de Manerville.

Me extraña amigo mío- le dijo Paul de Manerville a De Marsay- verte aquí endomingo.

Iba a hacerte la misma pregunta

¡Bah!

Puedo decírtelo sin comprometer mi pasión. El jueves último, aquí, en la Terrasse

des Feuillants, me paseaba, sin pensar en nada. Pero al llegar a la reja de la ruede Castiglione, por la que pensaba irme, de pronto, tropecé con una mujer o,mejor, con una joven, que sí no me saltó al cuello, fue porque la detuvo, más queel respeto humano, un asombro profundo, de esos que le cortan a uno manos ypies, descienden a lo largo de la espina dorsal y se detiene en la planta de los piespara pegarnos al suelo. Sin embargo no era una estupefacción ni una mujer vulgar. Moralmente hablando, su expresión parecía decir: Cómo ¿Estas ahí? Miideal, el ser de mis pensamientos, de mis sueños. ¿Porque no ayer? Tómame. Laexaminé. Era la mujer más adorable, físicamente hablando, que he visto en mivida. Pertenece a esa variedad que los romanos denominaban fulva, flava, lamujer de fuego. Y, en primer lugar, lo que más me sorprendió, lo que aun me

conmueve fueron sus ojos, amarillos cómo los de un tigre; un amarillo de orofúlgido, de oro viviente, de oro que piensa, de oro que ama y que quiere meterseabsolutamente en nuestro bolsillo.

¡Es muy conocida! A veces viene por aquí: es la Joven de los ojos de oro. Lehemos dado ese nombre. Es una joven de unos veintidós años, y que he vistoaquí, con una mujer que vale cien veces más que ella.

Cállate, Paul, es imposible que haya ninguna mujer capaz de superar a esamuchacha.

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La otra, mi querido De Marsay. Tiene ojos negros que no han llorado nunca peroque queman; unas cejas negras que se reúnen y que le dan un aspecto de durezaque desmiente la red plegada de sus labios; labios ardientes y frescos; una tezmoruna con la cual un hombre se calienta cómo al sol; pero, ¡palabra de honor!,Se parece a ti: un talle cimbreante, el talle esbelto de una corbeta hecha para

corsear.Bueno, amigo mío ¿qué me importa la que no he visto?- continuó diciendo DeMarsay. Desde que estudió las mujeres, mi desconocida es la única que haplasmado el tipo de mujer soñada por mí, la mujer completa, un abismo deplaceres, por los cuales se rueda, sin llegar al fondo. Volví a ver a la joven de losojos de oro el viernes. Me complugo seguirla sin que me viese, estudiar su pasoindolente de mujer desocupada, en cuyos movimientos se adivina la voluptuosidadque duerme. Ella se volvió y, al verme me adoró, tembló y se estremeció.Entonces, observé, a la dueña española que la guarda, una hiena a la que pusofaldas un celoso. Terminé siendo un curioso más. El sábado nadie. Heme aquíesperando a esa joven, cuya quimera soy.

Ahí está- dijo Paul- Todos se vuelven para mirarla.

La desconocida se ruborizó, sus ojos destellaron al ver a Henri; después los bajó ypasó. La dueña miró a los dos jóvenes con atención; cuando la desconocida yHenri se encontraron de nuevo, la joven le rozó y, con su mano, apretó la del

 joven. Después, se volvió, sonriendo con pasión, pero la dueña la arrastróvivamente hacia la reja de Castiglione. Estaba elegantemente vestida la joven,volteó varias veces para ver a Henri y seguía a disgusto a la vieja. Dos lacayos delibrea desplegaron el estribo de un cupé de buen gusto, cargado de escudos. La

 joven de los ojos de oro, subió primero, se sentó en el sitio en que se la debía ver,cuando el coche diera la vuelta, colocó la mano en la portezuela y agitó el

pañuelo, sin que lo advirtiera la dueña, diciendo a Henri: Sígame.De Marsay, al ver un coche de punto libre, hizo una señal al cochero para que sequedara: - Siga ese coche, vea en qué calle y en qué casa entra, y tendrá diezfrancos. Adiós, Paul.

El coche de punto siguió al cupé. El carro de la joven de los ojos de oro entró en larue Saint- Lazare, en una de las moradas más hermosas del barrio. De Marsay noera aturdido, le dijo al cochero que continuara por la rue Saint- Lazare y lo llevaraa su casa.

Al día siguiente, su ayuda de cámara, llamado Laurent, astuto muchacho, esperó ala hora que suelen repartir las cartas, disfrazado con los harapos de un auvernés.

Cuando el cartero pasó haciendo el servicio por la rue Saint Lazare. Laurentsimuló ser un mozo de cuerda, esforzándose en recordar el nombre de la personaa quien debía de entregar un paquete. Engañado el funcionario explicó que lacasa en que vivía la “Joven de los ojos de oro” pertenecía a don Hijos, marquésde San Real, grande de España.

Mi paquete es para la marquesa

Esta ausente- dijo el cartero- las cartas se le remiten a Londres.

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¿No es la marquesa una joven que?

¡Ah! – Dijo el cartero, interrumpiendo al ayuda de cámara- Si tú eres mozo decuerda, yo soy bailarín.

Laurent, mostró algunas monedas de oro al hombre y éste se sonrió

Tomé- dijo cogiendo en la cartera de cuero una carta que llevaba timbre deLondres y, encima esta dirección: A Mademoiselle Paquita Valdés, reu de Saint-Lazare, Hötel San Real, París. Escrita en caracteres alargados y finos querevelaban una mano de mujer.

¿Le haría usted ascos a una botella de Chablis, acompañada por un filete dechampiñones y precedida por algunas docenas de ostras?- Preguntó Laurent, quedeseaba ganar la valiosa amistad del cartero.

A las nueve y media, después de mi servicio ¿En dónde?

En la esquina de la rue de la Chauseée d´Antin y de la rue Neuve- des- Mathurins,en el “Au Puits sans vin”.

Luego de reunirse, una hora después de aquel encuentro, le dijo:

Si su amo está enamorado de esa joven va a pasar trabajo. Nadie puede entrar aesa casa sin una consigna que ignoró y fue elegida entre un patio y un jardín, paraque no tuviera comunicación con las otras casas. El portero es un español, que nohabla una palabra de francés, en la primera sala, cerrada por una puerta vidriera,le recibe un mayordomo rodeado de lacayos, un viejo bribón, más salvaje y bruscoque el portero. Te somete a un interrogatorio, cómo sí fuera uno un criminal. Estome ha sucedido a mí, que soy un simple cartero. Nada espere sacar de laservidumbre, son inabordables. Y sí logra vencer todos esos obstáculos, notriunfará seguramente de doña Concha Marialve, la dueña que la acompaña y que

parece cosida a ella. Durante la noche suelta unos perros en los jardines, cuyacomida suspenden en unos palos. Los perros temen que las personas que entrenles roben su comida y son capaces de despedazar a cualquiera. Sólo comen demano del portero, no reciben de extraños, ni del suelo. Esto me lo ha dicho elportero del señor Nucingen, cuyo jardín toca por arriba con el de San Real.

“Mi amo le conoce” pensó Laurent y dijo al cartero: Mi amo es un hombre muypoderoso, sí necesita de usted, lo cual deseo, porque es generoso, ¿Podría contar con usted?

Monsieur Laurent. Mi nombre es Moinot. Vivo en la rue des Trois- Freres, numeroonce, en el quinto. Tengo mujer y cuatro hijos. Sí lo que desea usted no sobrepasa

las posibilidades de la conciencia y mis deberes, le serviré, usted comprende.Usted es un hombre honrado- dijo Laurent, estrechando su mano.

Paquita Valdés es, sin duda, la querida del marqués de San Real, amigo del reyFernando, sólo un viejo cadáver español de ochenta años es capaz de tomar precauciones semejantes.- dijo Henri, cuando su ayuda de cámara, le hubocontado el conjunto de sus investigaciones.

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Señor- le dijo Laurent- como no sea en globo, nadie es capaz de entrar en esacasa.

No hay necesidad, pues Paquita sale a la calle.

Señor, ¿Y la dueña?

La encerraremos unos días.¡Entonces tendremos a Paquita!- dijo Laurent frotándose las manos.

¡Pillo!, Te condeno a la Concha, si hablas de una mujer antes de que haya sidomía. Tengo que vestirme. Voy a salir.

Henri era, a la vez, joven, hombre maduro y viejo. El informe de Laurent su ayudade cámara, acababa de otorgar un valor enorme a la Joven de los ojos de oro. Setrataba de entablar batalla contra un enemigo secreto, que parecía tan peligrosocomo hábil y, para alcanzar la victoria, iban a ser precisas todas las fuerzas deque Henri podía disponer. Vamos a tener que jugar duro, pensó Henri.

Al entrar, le dijo Paul de Manerville; le dijo: ¿Qué estás haciendo, vengo aalmorzar contigo

Sea. ¿No te molestará que haga mi aseo delante de ti?- le preguntó Henri

Laurent había traído delante de su amo tantos utensilios, tantos mueblesdiferentes y tantas cosas lindas, que Paul se vio obligado a decir: Pero, vas atardar dos horas.

No- replicó Henri- dos horas y media.

¿Porqué emplear dos horas y media en asearse? Dime tu sistema.

Amigo mío- dijo De Marsay- ¿sabes porque las mujeres aman a los fatuos? Los

fatuos son los únicos hombres que se cuidan de su persona. Y tener un cuidadoexcesivo de la persona quiere decir que cuida, en la propia persona, el bien ajeno.El hombre que no se pertenece es precisamente el que enloquece a las mujeres.No te hablo ya de exceso de limpieza que las vuelve locas ¿has encontrado aalguna que se haya enamorado de un desaseado, aunque fuese un hombrenotable?. Un fatuo que se preocupa de su persona se ocupa de unainsignificancias, de cosas nimias. Y, ¿qué es la mujer? Una cosa nimia, unconjunto de insignificancias. Con dos palabras a la ligera se la hará trabajar cuatrohoras. Está segura de que el fatuo se ocupará de ella, puesto que no piensa engrandes cosas. Los fatuos tienen el valor de cubrirse de ridículo para servir a unamujer. Un fatuo sólo puede ser fatuo si tiene razones para serlo: las mujeres nos

conceden el grado. Un fatuo es el coronel del amor, tiene excelentes conquistas,manda un regimiento de mujeres. Amigo mío, en París todo se sabe, Y un fatuo nopuede serlo gratis. Por lo tanto, amigo Paul, la fatuidad es el signo de un poder incontestable, adquirido sobre el mundo femenino. Un hombre amado por muchasmujeres pasa por poseer cualidades superiores y, entonces se disputan aldesgraciado. ¡Laurent me haces daño! Después del almuerzo, Paul, iremos a lasTullerías para ver a la adorable Joven de los ojos de oro.

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Cuando, después de una excelente comida, los dos jóvenes hubieron recorrido laTerrasse des Feuillants y la gran avenida de las Tullerías, no encontraron enninguna parte a la sublime Paquita Valdés.

Misa blanca- dijo Henri- Pero, se me ha ocurrido la idea más excelente del mundo.Esta joven recibe cartas de Londres. Hay que emborrachar al cartero o comprarlo.

Abrir una carta, leerla, deslizar dentro una carta amorosa y volverla a cerrar. Elviejo tirano, debe de conocer a la persona que escribe de Londres y no desconfía.

Al día siguiente fue a pasearse por la Terrasse des Feuillants y vio a PaquitaValdés, ya estaba embellecida por la pasión. Y miró esos ojos, cuyos rayosparecían ser de la misma naturaleza que los del sol y cuyo ardor resumía el deaquel cuerpo perfecto, en el que todo era voluptuosidad. En un momento en queconsiguió adelantarse a Paquita y a la dueña, para encontrarse a un la do de la

 joven de los ojos de oro, cuando diera la vuelta. Paquita, no menos impaciente, seadelantó con viveza y De Marsay sintió en su mano la presión de ella de un modomuy rápido y muy significativo. Le pareció haber recibido una descarga eléctrica.Brotaron nuevamente en su corazón todas las emociones de la juventud. Cuandolos dos amantes se miraron, Paquita pareció avergonzada; bajó la vista para ver de nuevo los ojos de Henri; pero su mirada se deslizó hacia abajo, para fijarse enlos pies y el talle, del que las mujeres de antes de la Revolución, llamaban suvencedor.

Decididamente, esa joven será mi amante, pensó Henri.

Al seguirla desde la terraza a la plaza de Luis XV, vio al anciano marqués de SanReal, que se paseaba apoyado en el brazo del ayuda de cámara, caminando conla precaución del gotoso. Doña Concha, puso a la joven entre ella y el anciano.Antes de subir al coche, la joven cambió algunas miradas con su amado deexpresión nada dudosa, y que encantaron a Henri, pero la dueña sorprendió una y

dijo vivamente algunas palabras a Paquita, quien se metió en el coche conexpresión desesperada.

Durante algunos días no volvió a las Tullerías. Laurent fue a vigilar y supo de losvecinos que ni las dos mujeres ni el marqués habían vuelto a salir. Se había roto ellazo tan débil que unía a los dos enamorados. Algunos días después, sin quenadie supieran los medios empleados, De Marsay, consiguió su objetivo: poseíaun sello y lacre absolutamente iguales a los que cerraban las cartas enviadas deLondres a Mademoiselle Valdés, papel igual al empleado en la correspondencia ytodos los utensilios y marcas necesarias para colocar los sellos de los correos deFrancia e Inglaterra. Había escrito la carta siguiente, la que revistió de todas las

apariencias de las cartas enviadas de Londres.Querida Paquita:

No intentaré describir con palabras la pasión que usted me ha inspirado, si lacomparte, he hallado el medio de comunicarme con usted. Me llamo Adolphe deGouges y vivo en la rue de L´Université, num. 54. Un hombre leal a mí, esperarátodo el día hasta las diez de la noche, una carta suya que echará por el muro del 

 jardín del barón de Nucingen. Deslizará dos frascos a esa hora. Un frasco tendrá

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opio para dormir a su Argos: bastaran seis gotas. El otro será de tinta, El frasco detinta es estriado y el otro liso. Ambos son planos y los puede ocultar bajo su corsé.

Todo lo que hecho ya para poder comunicarme con usted debe decirle cuanto laamo: si lo duda, le confieso que para obtener una cita de una hora daría mi vida.

Y De Marsay pensaba: ¡Y esas pobres se lo creen todo! Y tienen razón. Esta cartafue entregada por el cartero Moinot, al día siguiente, a las ocho de la mañana, alportero de la casa de San Real.

Para acercarse al campo de batalla, fue a almorzar a la casa de Paul deManerville, quien vivía en la rue de Pepinier. A las dos cuando ambosconversaban. Llegó el cochero de Henri, acompañado de un personajedesconocido, que deseaba hablar con él.

Era un mulato tenía un rostro en que se veía la grandeza en la venganza, larapidez en la sospecha. Prontitud de ejecución de un pensamiento. Fuerza deárabe e irreflexión infantil. Le seguía un hombre que cualquiera describiría cómoun desgraciado. Cara blanca, arrugada, roja en los extremos y de barba larga, sucorbata amarillenta de lana, el cuello de la camisa sucio, el sombrero raído, lalevita verdosa, el pantalón lamentable, el chaleco encogido, los zapatosenfangados. El desgraciado de París es el desgraciado completo, porqueencuentra alegría incluso en saber cuán desgraciado es. El mulato parecía unverdugo de Luis XI llevando a un hombre a la horca.

¿Quien eres tú, tú que tienes aspecto más cristiano?- dijo Henri, mirando aldesgraciado.

Soy amanuense e interprete y vivo en el Palacio de Justicia y me llamó Poincet.

¿Y éste?- dijo Henri a Poincet, mirando al mulato.

No lo sé. Sólo habla una jerga española y me ha traído para entenderse conusted.

El mulato sacó una carta y se la entregó. Era la que él había escrito a Paquita. Latiró al fuego. Dijo: Paul déjanos solos.

Cuando estuvieron solos, él interprete le dijo: Le traduje la carta, luego estuvo nosé dónde. Mas tarde, vino a buscarme para traerme aquí, prometiéndome dosluises. Dice- luego de escuchar el desconocido- que es preciso que mañana, a lasdiez y media de la noche, se encuentre usted en el Bulevar Montmartre, cerca delcafé. Allí, encontrará usted un coche, en el cual subirá, diciéndole a la personaque abre la portezuela la palabra cortejo, una palabra española que quiere decir 

amante.Bueno.

El mulato quiso darle dos luises, pero De Marsay no lo toleró, recompensando él alinterprete. Mientras le pagaba, el mulato dijo unas palabras

¿Qué dice?

Me previene. Que me matará sí digo algo. Lo creo capaz.

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Yo también- respondió Henri

Añade: que la persona que le envía suplica, por usted y por ella, que obre con lamayor prudencia. Porque los puñales puestos sobre sus cabezas, caerán sobresus corazones. Sin que ningún poder humano pueda evitarlo.

Henri gritó a su amigo: Ya puedes entrar Paul.

El mulato no había dejado de mirar al enamorado de Paquita.

He aquí una situación novelesca, he acabado por encontrar en este París unaintriga acompañada de circunstancias graves, de peligros mayores. Henri paraesperar al día siguiente apelo a placeres exorbitantes, jugó, comió con susamigos; bebió como un cochero, comió como un alemán y ganó diez o doce milfrancos. Salió de Rocher de Cancale a las dos de la mañana, durmió como unniño, se levantó fresco y sonrosado. Y se vistió para ir a las Tullerías. A la horaconvenida, Henri estuvo en el bulevar dio el santo y seña a un hombre que lepareció el mulato. Fue llevado muy rápidamente por París como para poder orientarse. El mulato le introdujo en una casa, su escalera era sombría, como elrellano en que hubo de esperar Henri, el mulato abrió la puerta de undepartamento, húmedo, nauseabundo, sin luz las habitaciones estaban vacías.Por fin. El mulato abrió la puerta del salón. El estado de los muebles le daba unaspecto nefasto. Tenía una fallida pretensión a la elegancia y respiraba mal gusto,grasa y polvo. Sobre un canapé se hallaba una vieja bastante mal vestida, tocadacon un turbante. Allí se hallaba Paquita en un sillón, arropada con un peinador voluptuoso, lanzando sus miradas de oro y fuego. La española aprovechaba estemomento de estupor para entregarse al éxtasis de aquella admiración que sienteuna mujer cuando se halla en presencia de un ídolo vanamente esperado. Susojos expresaban alegría, se embriagaba de la felicidad mucho tiempo esperada.

A Henri le pareció tan maravillosamente hermosa, que desapareció todo eseconjunto de trapos sucios, de vejez. El salón se iluminó y vio a la vieja sentada enel canapé, sus ojos amarillos tenían el destello del tigre enjaulado que conoce suimpotencia y se ve obligado a devorar sus deseos de destrucción.

¿Quién es está mujer?

Paquita le hizo señal que no entendía francés y preguntó a Henri sí hablaba inglés

De Marsay, repitió la pregunta en inglés.

Es la única mujer en que puedo confiar, aunque me haya vendido ya- contestóPaquita tranquilamente. Es una esclava comprada en Georgia por su bellezaextraordinaria, de la que hoy queda poco. Solo habla su lengua materna.

¿Paquita, seremos libres?

Nunca y disponemos de pocos días. Contó sus dedos hasta doce y dijo: sí,tenemos doce días.

¿Y después?

Después- agregó ella. No lo sé.

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“Esta joven está loca” pensó Henri, quien se sumergió en extrañas reflexiones. Suadmiración por la joven se volvió una rabia secreta y él la reveló por completo,lanzando una mirada que la española comprendió. Le dijo: sí fueses otro temataría.

Paquita se tapó el rostro con las manos, al oír estas palabras mientras decía:

Virgen santa dónde me he metido, se levantó, buscó el seno de su madre y lloró,la vieja recibió a su hija sin salir de la inmovilidad.

Henri pensó: “esas mujeres se burlan de mí”. Pero en eso Paquita levantó lacabeza y arrojó sobre él una de esas miradas que llegan al alma y que laencienden. Le pareció hermosa y se juró poseerla:

Paquita sé mía

¿Quieres matarme?- contestó ella, llorosa.

Sígueme, no me dejes. Sé mía esta noche. ¿Me amas?. Ven.

Paquita lanzó un grito de espanto, dijo unas palabras a la vieja y ésta tomo la

mano de Henri y de Paquita, las miró y luego las soltó

Es la misma voz- dijo Paquita con melancolía, sin que De Marsay comprendiera. Y¡El mismo ardor! Sí. Pero no esta noche, Adolphe, he dado muy poco opio a doñaConcha, podría despertarse y sería mi perdición. Dentro de dos día, vete al mismositio y di las mismas palabras al mismo hombre. Aquel hombre es mi padrenutricio. Christemio me adora y moriría por mí, sin que le arrancaran una palabra.Adiós- dijo, abrazándose a Henri como una serpiente. Le estrechó anhelosamente,le presentó sus labios y le dio un beso. Ambos sintieron vértigos y Paquita leacompañó a la escalera. Allí el mulato, cogió la antorcha de manos de su ídolo yllevó a Henri hasta el coche, dejo la antorcha en la bóveda, colocó a De Marsay

dentro del cupé y con espantosa rapidez, le dejó en el bulevar de los Italiens. Loscaballos parecían endemoniados.

La escena pareció a Henri un sueño.

Henri De Marsay había crecido entre un conjunto de circunstancias secretas quele investían de un inmenso poder desconocido. Aquel joven manejaba un cetromás poderoso que el de los reyes. Manejaba el poder autocrático oriental,azuzado por la inteligencia europea, por el ingenio francés, el más vivo y aceradode todos los instrumentos intelectuales. En interés de sus placeres, Henrialcanzaba todo lo que quería. Tenía una majestad auténtica, aunque secreta, sinénfasis y replegada en sí misma.

Sí De Marsay condenaba a muerte a un hombre o la mujer que le haya ofendido.Aunque lo pronunciara a la ligera, la sentencia se cumplía inexorablemente. Unerror, una desgracia igual a la de un rayo al hacer sobre una parisiense feliz, sintocar al cochero que la conduce a la cita. Por lo tanto, nadie sentía deseos dechocar con él. Las mujeres aman a quienes se nombran bajáes a sí mismos,parecen acompañados de leones. Para ellos, resulta una seguridad de acción, unacerteza de poder, una conciencia leonina que realiza el ideal de fuerza con quesueñan todas las mujeres. Así era De Marsay. Feliz en ese momento por el

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porvenir, se sentía joven, al irse a dormir, sólo pensaba en amar. Soñó con la joven de los ojos de oro. Fueron imágenes monstruosas, extravagantes y llenas deluz

A los dos días siguientes, Henri desapareció. Su poder sólo le servía endeterminadas condiciones. Y afortunadamente para él, fue soldado raso al servicio

del demonio, al que debía el talismán de su existencia. No obstante, a la horaconvenida, esperó el coche, que tardó mucho en llegar. El Mulato se acercó y ledijo una frase aprendida de memoria: Sí quiere venir, ella me ha dicho que debede consentir en vendarse los ojos. Subió al coche, intentó oponer resistencia almulato, pero éste, con mano de hierro le dejó clavado en el fondo del coche.Después con la mano libre sacó un puñal triangular. Henri tuvo que rendirse.Tendió la cabeza hacia el pañuelo. Esto aplacó a Christemio, quien le vendó losojos con respeto y veneración hacia la persona del hombre amado por su ídolo. Eltrayecto duró media hora, cuando el coche se detuvo ya no estaba sobre elpavimento de la calle. El mulato y el cochero tomaron a Henri por debajo de losbrazos, le levantaron; le colocaron sobre una especie de camilla y le transportaron

por un jardín. Cuyo olor percibió: a verdor, a flores. Los dos hombres le subieronpor una escalera, le hicieron levantarse y le condujeron a través de muchashabitaciones, guiándole con las manos, y le dejaron en una alcoba de atmósferaperfumada, cuya alfombra espesa notó bajo sus pies. Una mano de mujer le quitóel pañuelo y le empujó hacia un diván.

La mitad de tocador en que se hallaba Henri describía una línea circular,blandamente graciosa, que se oponía a la otra parte, perfectamente cuadrada, enmedio de la cual brillaba una chimenea de mármol blanco y oro. Había entrado por una puerta lateral que ocultaba una mampara de tapicería, situada frente a unaventana. La herradura estaba adornada por un diván turco auténtico, o sea uncolchón al suelo, pero tan ancho como una cama, de cincuenta pies en casimir blanco, sujeto por moñas de seda. La cebecera se alzaba unas cuantas pulgadasdel colchón, todo era de muy buen gusto. El tocador estaba forrado en tela roja, yse había colocado una muselina india acanalada, como una columna corintia. Seisbrazos de plata, sobredorada, sosteniendo dos bujías cada uno, estaban sujetos ala tapicería. Del techo pendía una araña de palta sobredorada. La alfombraparecía un chal. Los candelabros y el reloj eran de mármol blanco. El menor detalle revelaba haber sido objeto de un esmero inducido por el amor. Paquitaapareció en medio de aquella vaporosa atmósfera de perfumes exquisitos,arrodillada delante de él, con un peinador blanco, los pies desnudos y flores deazahar en los cabellos. Aunque De Marsay estaba acostumbrado al lujoparisiense, se quedó sorprendido ante el aspecto de esa concha, semejante a laque engendrará a Venus. Como un águila cae sobre su presa la abrazó, le sentósobre sus rodillas y sintió la voluptuosa presión de aquella joven, cuyas bellezas leenvolvieron con suavidad. Le dijo a Paquita: Ven

Habla sin temor. Este retiro se ha construido para el amor, por fuertes que fueranlos gritos, no podrían ser oídos más allá del recinto.

¿Y sí yo quisiera saber quién reina aquí?. Paquita le contemplaba temblando. ¿Nosoy yo? ¿Vas a contestar?

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Paquita se levantó con ojos llorosos, fue a coger un puñal, en uno de los mueblesde ébano y se lo ofreció a Henri, con un gesto que hubiera enternecido a un tigre.

Dame una fiesta como las que dan los hombres cuando aman- dijo ella- y mientrasyo duermo mátame, porque no sabría contestarte. Podría engañarte y decir Tómame como se aspira el perfume de una flor, desplegar la elocuencia de las

mujeres, en alas del placer, luego, después de haber apagado mi sed hacertearrojar a un pozo, en donde no te encontraría nadie, y que ha sido construido parasatisfacer la venganza, sin necesidad de temer a la justicia, un pozo lleno de calque se encendería para consumirte sin que se encontrará una partícula de tucuerpo. Quedarías para siempre en mi corazón.

Henri miró a aquella joven sin temblar y aquella mirada sin miedo la llenó dealegría: No, no lo haré. No has caído aquí en una emboscada, sino en un corazónde mujer que te adora, y será a mí a quien echen al pozo.

Todo esto se me antoja muy divertido, pero, me pareces una buena muchacha,una naturaleza extraña.

¿Quieres complacerme, amor mío? Dijo ella.

Haré todo lo que tú quieras y hasta lo que no quieras- dijo riéndose, De Marsay-que había encontrado los fáciles modales de fatuo, y decidió seguir la corriente aaquella aventura.

Pues bueno, déjame arreglarte a mi gusto- dijo ella.

Ponme, pues, a tu gusto- le contestó Henri.

Paquita, contenta, fue a buscar en uno de los dos muebles un traje de terciopelorojo, con el que vistió a De Marsay, después le tocó con un sombrero y lo envolvióen un chal. Se entregó a aquellas locuras con inocencia de niña. Luego se

entregaron a delicias inauditas. La inocencia la saben reconocer los hombrescómo De Marsay y la joven de los ojos de oro era virgen, pero no inocente. Todocuanto podía conocer De Marsay de esa poesía de los sentidos llamada amor, fuesuperado con creces por los tesoros desplegados por esa joven, cuyos ojos nodesmintieron ninguna de las promesas que habían hecho. Fue un poema oriental.

Muerta- exclamó- estoy muerta. Adolphe llévame al confín de la tierra, a una isla,en que nadie sepa que estamos. Amanece ¡Huye! ¿Volveré a verte? Si, mañanaquiero verte otra vez. Hasta mañana. ‘Y, sí no quisiera irme?

Causarías más pronto mi muerte- dijo ella- porque ahora estoy segura de que voya morir por ti.

Henri dejó que le vendaran los ojos.

En el hombre que acaba de hundirse en el placer hay cierta tendencia al olvido,una ingratitud indefinible, un deseo de libertad, un tinte de menosprecio, hacia suídolo. Se hallaba pues De Marsay bajo el dominio de aquel sentimiento confusoque no conoce el amor verdadero. El verdadero amor reina, sobretodo, por lamemoria. Nunca puede ser amada la mujer que no se fija en el alma ni por elexceso de placer ni por la fuerza del sentimiento. Al amanecer se halló en el

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bulevar Montmartre mirando el coche que se alejaba. Apenas recordaba a laJoven de los ojos de oro quien, por aquella época, enloquecía a la juventudelegante de París. Vio un cabriolé estacionado en Frascati, esperando a algún

 jugador. Despertó al cochero y se hizo conducir a su casa. Durmió con el sueño delas malas gentes, que suele, ser tan profundo como el de la inocencia. (Los

extremos se tocan) A mediodía se despertó con un hambre canina. Frente a él sehallaba Paul de Manerville. Le agradó, pues, gustaba de comer en compañía.

Bueno- le dijo su amigo- te imaginaba encerrado con la Joven de los ojos de oro.

¿La joven de los ojos de oro? Ya no pienso en ella. Palabra, tengo otros asuntosahora.

Eres discreto.

La discreción negativa es la de los tontos, que emplean el silencio, la expresiónenfurruñada. La discreción activa procede por afirmaciones. Sí yo esta nochedijera que la joven de los ojos de oro, no vale los que me ha costado. Y almarcharme todos dirían: ven al fatuo de De Marsay quiere hacernos creer que haposeído a la Joven de los ojos de oro. La mejor discreción el la que emplean lasmujeres inteligentes, cuando quieren engañar a su marido. Todo consiste encomprometer a una mujer que no nos importe, o a la que no amemos, paraconservar el honor de la que amamos lo bastante para respetarla. Es lo que sellama una Mujer pantalla. Aquí está Laurent. ¿Qué nos traes?

Ostras de Ostende, señor conde. (De Balzac era un fanático de las ostras y siempre las sirven a sus personajes como un manjar apetitoso. GLR )

Después de almorzar, cuando empezó a fumar sus cigarros. De Marsay empezó aver los acontecimientos de aquella noche bajo un prisma muy peculiar. Superspicacia no era espontanea, no entraba en el acto en el fondo de las cosas, su

segunda vista necesitaba una especie de sueño para identificarse con las cosas.La inocencia de Paquita, algunas palabras oscuras, oscuras al principio, peroahora claras, escapadas en medio de desvarío, todo le probó que había estadoactuando por alguna persona. Sí sus presunciones eran justas, había sidoultrajado en lo íntimo de su ser. La sospecha le enfureció, verse burlado por unagacela.

Henri- dijo Paul- en ti pasa algo extraordinario y esto se ve a pesar de tudiscreción activa.

Si, mira, es preciso que yo devore el tiempo hasta la noche. Vamos al juego.Acaso tenga la suerte de perder.

De Marsay se levantó y cogió un puñado de billetes de banco. Los metió en lacartera, se vistió y, aprovechando el coche de Paul para ir al Salón des Etrangers,consumió el tiempo allí, hasta la hora de la comida, en las emocionantesalternativas de perder o ganar.

Por la noche, acudió a la cita y se dejó vendar los ojos, creyó entrever que lellevaban a la rue de Saint Lazare y luego le depositaron en la camilla que cargaronel mulato y el cochero, así evitaban que recogiera alguna rama o la arena pegada

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a las botas. Transportado así todo era como un sueño. Había llovido y Henripercibió los perfumes de la reseda, al atravesar la avenida por la cual eraconducido. Estudió los rodeos que los porteadores daban a la casa y creyó poder recordarlos.

Se encontró en la otomana, ante Paquita, quien le quitaba la venda. Había llorado.

Arrodillada, la pobre joven no se parecía ya a la curiosa, a la inquieta criatura quehabía recogido a De Marsay en sus alas para transportarle al séptimo cielo delamor. Su desesperación era tan real, que el terrible De Marsay olvidó el interésprincipal de la cita

¿Qué tienes, Paquita mía?

Amigo mío, llévame contigo, a donde nadie sepa quien soy, si me quedo aquí,estoy perdida.

No puedo dejar París, querida mía- contestó Henri- No me pertenezco, estoyligado a un juramento hecho a muchas personas que son mías como yo soy deellas. Pero puedo darte un asilo al que no conseguirá llegar ningún poder humano.

Ignoras hasta que punto soy idiota. No he aprendido nada. Desde la edad de doceaños, he estado encerrada sin ver a nadie. No sé leer ni escribir. Solo habloespañol e inglés

¿Cómo recibes las cartas?

¿Mis cartas? Y tendió a De Marsay unas cartas en las que le joven vio consorpresa extrañas figuras semejantes a las de los jeroglíficos, trazadas con sangrey que expresaban frases llenas de pasión.

Entonces, ¿estás en poder de un genio infernal? Viendo aquellos signos creadospor unos celos hábiles.

Infernal- repitió ella. Quería ver como eran los jóvenes, no conozco más hombresque el marqués y Christemio, los demás son muy viejos. Vámonos para Asía

Para marcharse, hija mía, se necesita mucho oro y para tener oro, es necesarioarreglar los asuntos.

¿Oro? Aquí hay hasta esta altura.- dijo levantando la mano.

Si, pero no es mío

¿Que importa?

No te pertenece. Que inocente eres de las cosas de ese mundo.

¡No!. mira lo único que sé- dijo atrayendo a Henri

En ese momento en que De Marsay, concebía el deseo de apropiarse de aquellacriatura para siempre, recibió en su alegría, una puñalada que le atravesó elcorazón de parte a parte. Paquita le dijo:

¡Oh! ¡Margarita!

¡Margarita! Ahora sé todo lo que no quería creer.

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Saltó al mueble, en que se hallaba el puñal, pero, el armario estaba cerrado. Fueen busca de su corbata y avanzó hacia ella con un gesto tan salvaje, que Paquitasupo que la situación era de vida o muerte. De un salto, se lanzó al otro extremode la habitación. Hubo un combate en que fueron iguales la ligereza, la flexibilidad.Paquita hizo caer a Henri y aprovechó el respiro para tocar el llamador. El mulato

llegó y en un momento saltó sobre De Marsay y le puso la rodilla sobre el pecho,esperando un signo de Paquita para acabar con él

¿Porqué querías matarme, amor mío?: Por toda respuesta De Marsay, le dirigióuna mirada que decía: Morirás.

Bueno ¿quieres matarme? Mátame.

Hizo un gesto a Christemio y éste, levantó la rodilla, que sujetaba al joven y salióen silencio.

Adolphe, dime alguna palabra cariñosa, pronto amanecerá.

Henri no contestó. No sabía perdonar.

Paquita, estupefacta, sólo tuvo en su dolor energía para dar la señal de marcha.

Todo esto es inútil, si no me ama. Si me odia, todo ha acabado para mí.

Paquita se desplomó medio muerta

De Marsay fue conducido, por un corredor alumbrado por tragaluces y a cuyo finalsalió, por una puerta secreta, a una escalera que daba al jardín de la mansión deSan Real. Caminaron por una avenida de tilos y salió por una puertecita quecomunicaba con la calle. El coche le esperaba afuera y al subir se asomó por laventanilla y sus ojos chocaron con los de Christemio. Para amos fue unaprovocación, un desafío. El cochero le preguntó: ¿A donde va el señor?. DeMarsay se hizo conducir a casa de Paul de Manerville.

Durante más de una semana, Henri estuvo ausente de su casa. Aquel retiro lesalvó del furor del mulato y causó la perdida de la pobre criatura que había puestotoda su esperanza en él. Y le amaba más que a nadie en el mundo.

El último día de aquella semana, hacia las once de la noche, Henri fue en cochehasta la puertecita del jardín de la mansión de San Real. Le acompañaban cuatrohombres, el cochero, un amigo, estaba pendiente del menor ruido. Uno,permaneció fuera de la puerta; el segundo, en el jardín, de pie, apoyado contra elmuro; el último, que llevaba un manojo de llaves, acompañó a De Marsay

Henri nos han traicionado

¿Porqué mi buen Ferragus?

No duermen todos- contestó el jefe de los Devorants- Fíjate en esa luz

¿De donde procede?

Viene de la alcoba de la marquesa.

Habrá llegado hoy de Londres. Si me ha quitado mi venganza, la entregaremos ala justicia.

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El mal está hecho- dijo Ferragus, tu marquesa no pensó en que los sonidossaldrían por el tubo de la chimenea

Espérame, solo quiero ir a ver que pasa allá arriba, para saber como tratan susquerellas en el hogar. Parece que ella la hace quemar a fuego lento.

De Marsay subió rápidamente la escalera que ya conocía y vio sangre derramada,la marquesa como mujer había planeado la venganza con la perfidia de losanimales débiles. Había disimulado su cólera.

¡Demasiado tarde, amado mío!- dijo Paquita con ojos moribundos. Anegada ensangre La Joven de los ojos de oro expiraba, la lucha debió de ser larga. Lasmanos de Paquita estaban impresas en todos los almohadones. Debió de querer escalar el techo, estaban las huellas de sus pies marcadas en el respaldo deldiván. Su cuerpo estaba cosido a puñaladas, su verdugo se había encarnizadocon ella. Yacía en el suelo y había mordido a la marquesa, antes de morir, en elempeine

La marquesa tenía los pelos arrancados y estaba cubierta de morados. Su trajeestaba medio desgarrado. Respiraba por la boca. Embriagada por la sangrecaliente. No había visto a Henri.

¡Muere sin confesión! Sólo he empleado un momento en matarte. ¡Yo viviré!¡Viviré desgraciada!

¡Estás muerta! – La marquesa recuperó la razón: ¡Muerta! ¡Moriré de dolor!. Eneso, vio a Henri De Marsay.

¿Quién eres? Dijo lanzándose sobre él con el puñal en alto.

Henri le detuvo el brazo. Y ambos se miraron. Una horrible sorpresa les hizo aambos deslizar por las venas una sangre helada. Dos gemelos no se hubieran

podido parecer más. Al mismo tiempo, hicieron la misma pregunta:

¿Lord Dudley es su padre?. Ambos bajaron la cabeza afirmativamente.

Fue fiel a la sangre- dijo Henri.

Fue también la menos culpable- respondió Margarita- Euphemia Porraberil.

En eso apareció la madre de Paquita

Te la compraré otra vez- le dijo la marquesa, que fue al mueble de ébano y extrajode él un saco de oro que arrojó desdeñosamente a los pies de la vieja.

Llegó a tiempo para ti, hermana- dijo Henri- La Justicia te reclamará

Nada. Christemio ha muerto y en el país de esta vieja las mujeres no son sereshumanos sino cosas, se venden, se compran, se matan, se emplean parasatisfacer caprichos, como si fueran muebles.

Pero ¿quién va a ayudarte ahora- dijo Henri, indicando a la joven de los ojos deoro- para borrar las huellas de este capricho que La Justicia, no te tolerará?

Tengo a su madre- contestó la marquesa, haciendo un signo a la vieja para que sequedara.

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Volveremos a vernos- dijo Henri

No, hermano mío, no volveremos a vernos nunca regreso a España, parameterme en el convento de los Dolores.

Eres demasiado joven, demasiado hermosa- dijo Henri, cogiéndola por el talle ydándole un beso.

Adiós- dijo ella- Nada puede consolarnos de haber perdido lo que a nosotros nospareció el infinito mismo.

Ocho días después, Paul de Manerville encontró a De Marsay en las Tullerías, enla Terrasse des Feuillants

Bueno. ¿Que ha sido de nuestra hermosa Joven de Los Ojos de Oro, grantunante?

Murió

¿De qué?

Del pecho.

  París marzo de 1834- abril de 1835.

  Guillermo Lemos R. Enero 11 2005

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La armonía es la poesía del orden, y los pueblos sienten una viva necesidad deorden. La expresión más sencilla del orden es la concordancia de las cosas entresí, la unidad, para expresarlo con una sola palabra. La Arquitectura, la Música, laPoesía, todo en Francia se apoya en su lenguaje claro y puro y el idioma siempre

será la formula infalible de una nación. Así se ve al pueblo adoptando los aíresmás poéticos, los mejor modulados; defendiendo las ideas más sencillas; amadolos motivos incisivos que contienen mayor numero de pensamientos.

Francia es el único país en que una frase corta cualquiera puede hacer una granrevolución.

Un gran artista, en realidad, es un oligarca que representa a todo un siglo, y casisiempre se convierte en una ley

  El Faubourg Saint- Germain

Lo que en Francia se llama el Faubourg Saint- Germain, no es un barrio, ni una

secta, ni una institución, ni nada que pueda explicarse fácilmente. La plazaRoyale, el Faubourg Saint Honore, la Chauseee d´Antin también poseenmansiones en que se respira el aire del Faubourg Saint- Germain. Por lo tanto, notodo el Faubourg se halla en el Faubourg. Personas nacidas muy lejos de suinfluencia pueden sentirla y agregarse a aquel mundo. Otros que nacieron allí,pueden ser desterradas para siempre de él. Los modales, el habla, la tradición delFauborg Saint Germain representan en París ( Desde hace cuarenta años) Lo queantaño fue la corte, el palacio Sain- Paul en el siglo XIV, lo que el Louvre en elsiglo XV, el Palais, el Palacio Rambouillet, la Plaza Royale En el XVI, Versalles enlos siglos XVII y XVIII. En todas sus fases históricas París siempre tuvo un centroen que se reunían las clases elevadas y la nobleza. Los grandes señores y los

ricos que siempre imitarán a los grandes señores. Siempre mantuvieron sus casasalejadas de los sitios densamente pobladas. Posteriormente la noblezacomprometida en medio de las tiendas y pasó al río hasta poder respirar a susanchas en el Faubourg Saint- Germain Las costumbres de un barrio comerciante oindustrial están en desacuerdo con las costumbres de los grandes, sus horariosson diferentes, unos son el ingreso y otros el gasto,

El rasgo característico del Faubourg Saint- Germain. Son sus palacios. En todaslas creaciones, la cabeza tiene un puesto marcado. Sí una nación hace caer a suspies al jefe, tarde o temprano se dará cuenta de se ha suicidado. Cómo lasnaciones no quieren morir, se apresuran a fabricarse una cabeza, cuando lanación carece de fuerza, perece, como paso con Roma, Venecia y otras. La

distinción introducida por la diferencia de las costumbres entre las otras esferas dela actividad social y la esfera superior implica necesariamente un valor real,capital, en las cumbres aristocráticas. Cuando en un Estado, bajo cualquier formade gobierno, sí los patricios carecen de esas condiciones, se encuentran sinfuerzas y el pueblo les derriba enseguida. El pueblo siempre quiere ver en susmanos, en su corazón y en su cabeza, la fortuna, el poder y la acción; la palabra,la inteligencia, la gloria. Sin este triple poder se desvanece todo privilegio. Lospueblos aman la fuerza en quien los gobierna, y su amor necesita el respeto. No

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otorgan su obediencia a quien no la impone. Una aristocracia menospreciada esigual que un rey holgazán, como un marido con faldas: se anula antes de perece.De ahí proviene la separación de los grandes, sus costumbres aisladas; en unapalabra, el atavío general de las cartas patricias es, a la vez, el símbolo de unpoder efectivo, y las razones de su muerte cuando ha perdido su poder.

El Faubourg Saint- Germain ha dejado perder momentáneamente su influencia por no haber querido reconocer las obligaciones de su existencia que aun le era fácilperpetuar. Debió de haber advertido a tiempo, que las instituciones tienen añosclimatéricos en que las palabras no tienen los mismos significados, en que lasideas adoptan otros ropajes para ser expresadas. , en que las condiciones de lavida política cambian de forma por completo, sin que se altere el fondo.

La grandiosidad de los castillos y palacios aristocráticos. La suntuosidad de losmobiliarios, el área, en que el propietario se mueve sin molestia ni roces, feliz yrico antes de nacer, el tiempo del que disfruta, la instrucción superior que puedeprematuramente adquirir, las tradiciones patricias que le conceden fuerzassociales: todo debería elevar el alma del hombre, e imprimirle ese alto respeto desí mismo, cuya primera consecuencia es una nobleza de corazón, en armonía dela nobleza del nombre. Esto es verdad para algunas familias.

Los tiempos han cambiado y también las armas. El señor feudal que antaño lebastaba llevar la cota de mallas, manejar bien la lanza y levantar su pendón, hoynecesita dar pruebas de inteligencia y allí donde antes solo hacia falta un grancorazón hoy hace falta una cabeza despierta. El arte, la ciencia y el dinero formanel triángulo social en el que se inscribe el escudo del poder y del que debe deproceder la aristocracia moderna. Un hermoso teorema vale tanto como un granapellido. Los Rothschild, esos Fugger modernos, son príncipes de hecho. Y asícomo en otros tiempos, la aristocracia tuvo el monopolio del poder, hoy debe de

esforzarse en monopolizar el talento de la palabra, la maquina de alta presión delescritor, el genio del poeta, la constancia del comerciante, la voluntad del hombrede Estado. Para mantenerse a la cabeza de un país es necesario ser siempredigno de conducirlo. Ser alma y espíritu para hacer que las manos laboren.

Guillermo Lemos Ruiz.