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Existe un aura en la narrativa de Angel Hoyos que resulta difícil de definir. Se trata de una variedad de sensaciones e imágenes que han decidido confluir en estas páginas como nunca lo habían hecho en otro lugar. “Espectador invisible” es, de esa forma, un conjunto de prosas pulcras y plagadas de instantáneas que parecen superpuestas a manera de planos cinematográficos. Y más aún, dada la combinación de lo cotidiano con alguna ración de surrealismo, podría asegurar que Hoyos ha firmado este libro mientras veía una película de David Lynch.Josué Aguirre Alvarado

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Espectador Invisible© Angel Hoyos Calderón

Diseño de cubierta:Angel Hoyos Calderón

Queda prohibida la reproducción parcial o total de la obra sin permiso del autor.Derechos reservados.

ISBN N° 978-612-46267-3-9

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ANGEL HOYOS CALDERÓN

Espectadorinvisible

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Posibles claves deEspectador invisible

(Para leer, mejor, después de los cuentos)Prólogo de Manuel Prendes

Seres enjaulados que no son siempre pájaros, ciudades devoradas por las dunas, asesinos con y sin conciencia, amenazas monstruosas... son algunas de las formas que adoptan las fabulaciones de Ángel Hoyos en este su primer libro de cuentos. No creo traicionar a los textos ni a su autor si advierto acerca de lo misterioso, lo inquietante y hasta truculento que invade la mayoría de sus historias. Diría que sus tramas brotan de un suelo abonado por la ya clásica narrativa de horror, impresa o bien filmada, junto con las propias maldades que aumentan nuestra experiencia cotidiana o anidan en las pesadillas del poeta.Por supuesto, todas las formas diferentes que adoptan la decadencia y la

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destrucción en Espectador invisible responden a algo más que al objetivo de angustiarnos. Debe existir una cifra que dé aliento a este conjunto de relatos dispares, en los que hay algún oportuno y bien dosificado respiro humorístico. Si se me permite proponer una clave –discutible- de reflexión sobre el libro, pensaría en la de un tema viejo como la propia literatura. Bilbo Bolsón, uno de los héroes de nuestro cuentista, descubrió que el tiempo era la respuesta a un antiguo acertijo: “Devora todas las cosas: (...) mata reyes, arruina ciudades / y derriba las altas montañas”. “Además de amistades, matrimonios, familias, cuerpos y juventudes...”, parece añadir Ángel Hoyos, en formas al gusto de un narrador joven en una época cansada (¿o tal vez estresada?). Una época pretendidamente vitalista en la que muchos no hallan cosa en que poner los ojos, como escribió Francisco de Quevedo hace cuatro siglos, que no sea recuerdo de la muerte.

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¿Y quién pone esos ojos? ¿Y quién es o quiénes son, dónde está o están los espectadores invisibles? Son otra presencia que se extiende de formas múltiples dentro del libro, porque así debe ser en la misma literatura. Unos son invisibles porque narran –o leen- desde un mundo distinto al de las zarandeadas criaturas de ficción. Otros invisibles lo son sólo para algunos personajes, fuerzas despiadadas y extrañas a su mundo, o cuya propia evidencia las hace, como observara Chesterton, inapreciables a nuestros ojos. La atenta mirada del cuentista, en este caso, nos ayuda a descubrir nuevas presencias que tras la lectura nos acompañan de vuelta a la realidad. Esperemos que con alivio y sabiduría, esperemos que también sin amargura.

Manuel PrendesPiura, 17 de septiembre de 2007

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Hacia el final de mis días

La misma rutina de todos los días ¿verdad, viejo? Te levantas cada mañana porque no te queda de otra, porque estar echado también cansa y porque hay que distraer el cuerpo de algún modo. Pero la verdad, no provoca. Porque ya estás bien viejo, viejo; y porque ya nadie te quiere más. Tu nieto, el Juanito, ha dicho por teléfono: Abuelito te quiero mucho, te voy a visitar el fin de semana ¿si?; pero de eso hace ya seis años y el Juanito es ahora todo un joven y no le interesa ver a su abuelo, viejo. Ahora sale a la calle con sus amigos y pinta paredes y arman escándalo, o eso es más o menos lo que le entendiste a tu hija cuando, llorando, te vino a ver la semana pasada para que le prestaras más plata. Ya estabas alcanzándole el poquito que te quedaba de tu pensión de jubilado, cuando arrancaba de nuevo con el llanto y los

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lagrimones de caimán; porque a ésta ya la conoces y sabes que te salió fallada, viejo, y que si su madre viviera, se volvería a morir de la purita cólera. Y te contaba la Marita, entre llantos, que la última vez “el forajido” de su hijo había venido borracho, a gritarle; que se había puesto a romper cosas y es que, tú sabes, no tiene una figura paterna y tú ya estás muy viejo y no tienes nada que hacer por ahí. Te planteaba una solución, tu hija, sin mucho asco. Pero tú ya no querías escuchar lo que salía de esa boca, porque te dolía mucho, adentro, en el pecho. Y su voz se fue haciendo susurro y luego canción de cuna y luego olas de mar; y mientras la veías gesticular te decías: pero que bruta Marita, mira que salir embarazada tan muchachita, fregarse la vida de esa manera; a pesar de la educación, del esfuerzo. Pero ella creció y cambió, al igual que el Juanito, al igual que tú. ¿Recuerdas viejo? Cuando chico, corriendo por la calle a la salida del cine;

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comiéndote una butifarra junto a mamá. Siendo feliz. Como cuando conociste a tu mujer. Como cuando la Marita ganó ese concurso de matemáticas en el colegio y la gente te felicitaba, y tu familia sonreía y se abrazaba, y conversaban de cosas menos complicadas que mandar a tu nieto a la marina, y que la cuota de miles de dólares, y que ¿cuánto vale tu seguro de vida, papacito?

Bien lo sabes viejo, has vivido lo mejor que has podido. Y nuevamente esta mañana, hacia el final de tus días, sales a la calle en busca de la muerte; en busca de tu última oportunidad para hacer tu vida, valiosa.

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La ciudad, la arena

Sólo arena alrededor.Llevamos medio día de caminata y todo lo que nos rodea es desierto.No hay indicios de fauna o vegetación alguna. Ni siquiera las aves se animan a volar hasta acá. Todo se siente muerto, desolado…La única pista de que en este lugar existió una ciudad alguna vez, son las puntas de una que otra antena transmisora de radio, asomando entre las dunas.A estas horas del día el sol se refleja con más fuerza sobre la arena blanca, creando una luminosidad fantasmagórica.¡Tantos kilómetros de desierto! Da la impresión de que todas las arenas del mundo hubiesen venido a dar aquí.

El guía, unos metros delante de mí, me dice que debemos detenernos.

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–Espera un rato –dice, casi ordenándolo–. Quisiera adelantarme para comprobar si el suelo es firme.

Le hago un gesto positivo y se aleja, despacio, hasta desaparecer detrás de algunas dunas. Al fin podré descansar un poco. Me bajo la mascarilla para poder secarme el sudor del rostro y respirar con libertad; tener todo el tiempo esa cosa encima sólo aumenta la sensación de calor. Además de lo agotador que es caminar por seis horas, más aún es hacerlo sobre arena. Las piernas me están matando. Busco un lugar el en suelo y me siento. Aprovecharé para grabar alguna toma más que pueda servirme como apertura del documental.

Piura, 26 de marzo del 2013. Lo que fuera alguna vez la ciudad del eterno calor ha quedado, casi de un día para otro, sepultada bajo toneladas de arena; montañas colosales

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que hoy ya no permiten que ésta se distinga de cualquier otro desierto...

Bien, bien; mi intención es conmover al público con esa perspectiva. Habrá que alternar en la edición imágenes de la ciudad anteriores de la catástrofe. Sí, eso será suficiente para poner el toque de nostalgia en los sobrevivientes. Los sobrevivientes...

–Estás respirando puro yucún –dice el guía mientras camina hacía mí, desde atrás– Cuando menos lo esperes tendrás los pulmones llenos de barro.

–Ah, lo siento; me pondré de nuevo la mascarilla –respondo, sorprendido de no haberlo visto llegar–. ¿Falta mucho aún?

–No, una media hora, a lo mucho. No estamos lejos de lo que fue la plaza de armas, lo complicado será atravesar esa

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duna, la que se formó sobre el edificio Atlas.

Mi vista se dirige hacia donde su mano señala. Una pared de arena se levanta a lo lejos, monumental, cordilleresca. Tendremos que escalarla, con todo lo truculento que resulta escalar paredes de arena. Pobres piernas. Me pongo de pie sintiéndome un poco más pesado que cuando me senté.

–Apura flaco, la tormenta de arena pronto nos alcanzará.

Claro, la tormenta de arena. Cómo no olvidarla. Según los cálculos de los meteorólogos, esta nueva tormenta cubriría, ya para siempre, los pocos rezagos que quedaban de la ciudad, antes de que terminase el día. Ésta sería mi única oportunidad de capturar la imagen perfecta. La cruz de la catedral, antes de

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quedar cubierta poco a poco, hasta desaparecer para siempre. Perfecto.

El guía termina de ajustar los arneses y, unidos por una soga, siempre detrás de él, empezamos a escalar a duras penas la duna Atlas, de más de sesenta metros de altura.

La civilización como cimiento de una obra de la naturaleza...

Más de media hora después habíamos conseguido atravesarla del todo. Estábamos fatigados, pero demoramos más de lo esperado y no había tiempo que perder. Teníamos aún quince minutos para llegar hasta lo que fue la Plaza de Armas, ubicar el equipo y filmar una escena maestra. Caminamos, pues, al máximo de nuestra capacidad. La tarde avanzaba con rapidez y la arena en el aire se iba haciendo más espesa, retrasando

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nuestro paso y dificultando la visibilidad. Finalmente llegamos a tiempo hasta las ruinas del edificio del banco de Crédito. La única torre de la Catedral que aún se mantenía en pie estaba exactamente frente a nosotros, cubierta por el desierto casi en su totalidad.

La plaza de armas aparecía como una gran hondonada y no observaba el mismo volumen de arena que había visto en otras partes de la ciudad. Las dunas no cubrían la cúpula más alta de la catedral. Muchos pisos del edificio del banco quedaban al descubierto aún, pero no era esa la imagen que me interesaba capturar. Quería obtener la imagen de la iglesia hundiéndose. Una catedral es como el corazón de la ciudad y una vez muerto el corazón se ve que ya no hay más remedio. Era lo que necesitaba para conmover a mi público. El fin de un pueblo.

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Aún faltaban algunos minutos hasta que la tormenta se desatase. Trepando por los montículos de arena alcanzamos una de las ventanas del banco. La rompimos y entramos a descansar un momento. Luego colocaríamos los instrumentos. El guía suspira un poco. Se baja la mascarilla.

–¿Sabes? Yo vivía a unas cuadras de acá. Y fui uno de los primeros en darme cuenta de que la ciudad se empezaba a perder. –Su voz, rasposa y gutural, era como la de un viejo con tos.– Durante varios años el aire empezó a llenarse de polvo por las tardes y parecía que una neblina amarilla envolvía el ambiente. Ya desde ahí empecé a tomar precauciones.

Cabizbajo aún, destapa su cantimplora y bebe un poco, lo suficiente para humedecer sus labios resecos y partidos. Sube nuevamente su mascarilla y se cubre hasta la nariz.

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–Como te dije: si no fuera por las máscaras estaríamos respirando arena –reitera–. Cuando la arena recién cubría las casas en la periferia de la ciudad, la gente de esta zona ya tenía los pulmones llenos de fango; ya estaban muertos y no se habían dado cuenta.

–Vaya. No tenía idea de que estaba con un sobreviviente de la catástrofe. Tu testimonio sería valiosísimo para mi trabajo, quisiera hacerte algunas preguntas ¿A dónde se fue todo el mundo? Digo, eran cerca trescientos mil habitantes ¿Qué fue de ellos?

–Bueno –reflexionó–, unos cuantos murieron, desprevenidos. La mayoría logró huir. Los muy cobardes. Dejaron que el desierto les arrebatara sus casas. Pero yo no, yo me quedé por aquí; mis padres siempre me enseñaron a defender lo que es mío. Mi vieja dio ejemplo hasta

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el final quedándose en su casa. Batallaba, día tras día, contra la arena. Cuando esto empezó, barría cada mañana lo acumulado, lo que entraba por las puertas y ventanas. Luego, tras los primeros días, cuando la gente ya había empezado a preocuparse y a migrar, y los primeros muertos fueron encontrados; mi madre colocó toallas debajo de las puertas y en las rendijas de las ventanas. Pobre mi vieja, ya no nos quería ni abrir porque se le metía toda la arena. La última vez que estuve allá, su piel se veía plomiza y reseca. Se movía con torpeza. ¡Y el aire! Era distinto, cargado. Pero no intenté convencerla de abandonar. Esa tarde nos la pasamos conversando, sentados en la mesa bebiendo un té rancio. Recordando viejos tiempos. Y al final ya sólo callados, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Al llegar la noche me levanté para irme; la vieja me hizo agachar para darme un beso en la frente, como cuando niño, y nos despedimos

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sabiendo que sería la última vez que nos veríamos.Su mirada, fija en el vacío, vuelve en sí. Recae en algo y se levanta casi de un salto.

–Sigamos –ordena–, tenemos poco tiempo antes de que...

–Sí, lo sé. Saldré a acomodar la cámara.

Me pongo de pie a duras penas, el peso de la mochila de por sí hace la labor difícil, pero no es sólo eso. En los pocos minutos que estuvimos sentados, la arena había ido asentándose sobre nosotros. Consigo sacudirme más de tres kilos de polvo y emprendemos la marcha.

–Yo creo que fue castigo de Dios, ¿sabes? –me comenta, mientras ubico la cámara–. Como con el Diluvio, sólo que esta vez en vez de purificarnos con agua decidió enterrarnos. Ésta fue su manera de

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demostrar nuestra insignificancia, lo poca cosa que somos frente a él.

El guía sigue divagando y sólo atino a pensar: pobre iluso. No tiene idea. A veces me gustaría no ser tan escéptico y ver las cosas con la ingenuidad de estas personas. No me molestaré en explicarle lo del calentamiento terrestre, las variaciones de presión atmosférica, la creciente presencia de tormentas de arena en China, Arabia, Chile... no, de qué serviría. ¡Ja!, a lo mejor hasta tenga razón y es todo parte de un plan de Dios para desaparecernos de la faz de la tierra. Sí, quizá deba hacerme creyente. Volteo a ver al guía y sonrío, incrédulo.

Termino de montar el equipo en un trípode. Utilizo algunas fundas de plástico para que la arena no pueda entrar en la cámara y dañarla, dejando el espacio necesario para que pueda filmar sin problemas.

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La tormenta arrecia. Las partículas de polvo en el aire hacen fricción generando descargas eléctricas. Los eventuales relámpagos añaden la espectacularidad necesaria para darle a mi toma la ambientación ideal.

Un cielo oscurecido, el aullido del viento y la ferocidad con que la arena se desplaza, cubriéndolo todo. Nada se salva. La furia de la naturaleza no perdona los últimos resquicios de humanidad en éste, su territorio. La cruz de la Catedral, el último símbolo del corazón del pueblo piurano, va desapareciendo, poco a poco, para no dejar rastro.

En la toma apenas si consigo visualizar nada. El guía me grita algo, pero apenas lo escucho. El ruido del viento y la arena son demasiado fuertes. Viene corriendo hacía mí y me toma del brazo.

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–¡Vamos ya! ¡Debemos refugiarnos en el banco! ¡Mientras más alto mejor!

–¡Pero aún no termina de desaparecer! –refuto, inútilmente. Al final recojo la cámara y continúo grabando, no quiero que se pierda ningún detalle de nuestra huida.

La cruz queda cubierta por la arena. El cielo sobre nosotros es de un marrón oscuro y ya no se puede ver más allá de mis manos. Me muevo erráticamente, sin saber adonde dirigirme hasta que tropiezo. Tirado en el suelo, siento la arena sepultarme vivo. Pero no soltaré la cámara, al menos quedará este testimonio para el mundo. Siento la arena entrar por mi nariz y su sabor en mi garganta. Algo me arrastra, me ha tomado de los pies y me arrastra unos metros. Es el guía, me ayuda a sentarme y me indica hacía dónde debemos ir. Cuando todo parecía

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perdido este hombre me demuestra que la humanidad aún no ha sido extirpada del todo de este lugar.

Nos acercamos al banco, entramos por la misma ventana rota por donde habíamos entrado antes. Dentro, la arena ha llenado más de la mitad de la habitación y casi alcanza el techo. Mierda. La única manera de llegar al piso superior sería que uno levantase al otro. El guía se ha ofrecido a elevarme, luego yo lo jalaré desde arriba. Pongo mis pies en sus hombros y me agarro del borde del siguiente piso. El movimiento se complica debido a que no puedo soltar la cámara.

Al fin.He logrado subir.

Estiro mis brazos para ayudar al guía a subir, pero no alcanza. La arena debajo de él empieza a cubrirlo y a succionarlo. Se me

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ocurre que puedo usar la cámara y su correa para alcanzarlo. Tomo con firmeza la cámara y le acerco un extremo de la correa. La ha tomado. Intento jalar con todas mis fuerzas pero es inútil. Parece que mientras más jalo, más es succionado. Ya no puedo hacer nada por él. ¡Pero no quiere soltar la cámara! Suelta, suéltala carajo. Forcejea un rato hasta que corto la correa para evitar que arrastre la cámara consigo. Busco el rincón más apartado y filmo el paisaje desde ahí. Afuera, la tormenta está en su máxima potencia. Oigo, abajo, los ruegos de mi guía, sus gritos amenazantes y luego sus súplicas desesperadas. Luego silencio. Me tiro de espaldas al suelo. Apago la cámara para conservar el poco de batería que queda.

Apenas puedo respirar. No veo nada. Intento mantenerme despierto.

Han pasado ocho horas desde que la Catedral quedara sepultada. Ahora, ya lejana, la

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tormenta va dispersando su oscuridad a varios kilómetros de aquí.La ciudad entera, finalmente, ha desaparecido bajo una inmensa nube de polvo. Los potentes rayos solares que en otro tiempo la azotaran, hoy son apenas tímidos haces de luz, por aquí y por allá, atravesando la espesa capa de arena que flota en el aire.

Bajo del edificio y procuro orientarme alrededor. Desierto.Me esperan horas de caminata de regreso hasta la ciudad más próxima.Y mientras emprendo el camino de vuelta sólo una cosa ocupa mi mente: este documental será la bomba. Vea usted al último piurano siendo devorado por la arena. Perfecto.

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Necrosis

De nuevo el maldito despertador. Se le apaga a punta de manotazos pero luego a una ya no le quedan ganas de seguir durmiendo. Sólo queda abrir los ojos de a poquitos, intentando acostumbrarlos al sol del mediodía, y estirarse feliz sobre la cama. Las cosas nunca habían sido tan fáciles para mí como en esta última semana: Librarme de las sábanas, bajar a la cocina, hervir un poco de agua, preparar el desayuno, poner todo en una bandeja, cargar con ella, subir nuevamente y acercarme a través del pasillo, oyendo el piso de parqué crujir bajo mis pasos; tomar el pomo opaco de la puerta y entrar, conteniendo la respiración, intentando evitar por todos los medios asfixiarme con el nauseabundo hedor de la carne en descomposición. Él me mira fijamente, desde la cama, desde sus ojillos negros y malignos. Me mira y

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sonríe sarcásticamente, porque no tiene idea de lo que está pasando.

Podrir a mi marido no ha sido difícil; al menos no tanto como fue cuidarlo cuando aún le amaba. La labor me la facilitan su inmovilidad y su total insensibilidad (aunque desearía que sintiera cada una de las escaras en su espalda, su carne muriendo, las bacterias devorándolo). Espero que se entienda que no lo quiero muerto... todavía. Por eso es que aún lo alimento e intento fingir que no pasa nada, que el mal olor (que sí percibe) sólo está en su mente. De mala gana abre la boca y se traga todo lo que le he preparado. Claro que su actitud me tiene sin cuidado, ya me acostumbre a embutirle los cucharones mientras lo siento insultarme mentalmente. “Grandísima idiota, ¿para qué has vuelto? ¿Para seguir regocijándote en mi sufrimiento? ¿No te basta con saber que pasaré en esta cama el resto de mis días?

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Encima tienes que venir a torturarme; a traer esta comida asquerosa; a tratarme con lástima, condescendencia, asco...”

Por fin le hago terminar su plato. Ahora, a comprobar si mis cálculos son correctos. Le miento, le digo que tengo que cambiar sus sábanas y asearlo. Con esfuerzo consigo voltearle, siendo recibida por la repulsiva imagen de las heces acumuladas y de una mancha oscura y pastosa en el colchón. Y es cuando noto que la totalidad de su espalda ya está cubierta de úlceras, de aquellas llagas malolientes que marcan la culminación de mi venganza.

Por un instante se me cruza por la cabeza explicarle, obligarlo a disculparse, darle una oportunidad de arrepentirse y de salvarse. Pero al girarlo me encuentro de nuevo con esa mirada terrible, vacía. No hay marcha atrás. Vuelven a mi mente las humillaciones, los golpes, las borracheras,

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las sacadas de vuelta. Es gracioso cómo nada de eso me importó antes y mucho menos después del accidente, cuando por fin lo supe mío, cuando pensé que al fin me necesitaría sólo a mí. Es gracioso cómo todo empezó a venirse abajo de un momento a otro, precedido por un par de timbrazos en la puerta. El primero fue el de aquella chica a la que él llamó para que se encargara de su cuidado exclusivo. El segundo, el del abogado que vino a dejar esos papeles de divorcio. Vale decir que ninguno volvió a salir de esta casa.

La escena provoca risa. Él, tendido en su cama, me mira desconcertado cuando le muestro las maletas y le explico que me voy, para siempre. Sus ojos se abren aún más cuando le hablo de su estado crítico, de la podredumbre en su cuerpo, de la inminente agonía. Parece preguntar ¿Pero cómo? ¿Por qué? Necrosis, le digo. Irreversible. Muerte. Le explico que es lo justo. Que es su castigo tener una muerte

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física equivalente a la espiritual que me causó en estos años de matrimonio. Que, con suerte, morirá por la infección antes que las ratas vengan a comérselo.

Le lanzo un beso volado y cierro la puerta tras de mí. Y río con locura; sintiéndome, extrañamente, llena de vida al fin.

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Confesiones de medianoche

El sargento Martín Barrientos era el encargado de los operativos antiterroristas en el Alto Huallaga cuando me mandaron a trabajar allá, a la provincia de Ambo. Para el resto del pueblo él era un hombre irreprochable, muy correcto, alguien completamente serio. Pero para nosotros, los que atendíamos la cantina de El Negrito, el sargento Barrientos era, a lo mucho, un buen cliente. Ya le conocíamos varios trapitos sucios que sus compañeros de trago solían sacarle -como el que mantenía una relación clandestina con la esposa de un general o el que a veces se aprovechaba de su investidura para pedir descuentos en las tiendas del pueblo- acusaciones a las que solía responder con un: Es que así está el país pes compadrito. Sí, sabíamos que borracho era un sujeto

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bastante común; alegre, parlanchín y a veces incluso sentimental.

Por lo demás, el sargento bajaba al pueblo por períodos de quince días y durante su estancia venía al bar cada noche: siempre con un grupo de milicos con los que se sentaba a beber caja tras caja de cerveza. Fumaban, jugaban cachito, contaban chistes. Eran celebraciones que podían durar hasta la mañana siguiente y que ellos justificaban en las altas posibilidades que había de morir cuando salían de operativo. Esos terrucos son unas bestias, solían comentar entre tragos. Tú no sabes, chino; no sabes lo que son capaces de hacer estos animales, me decía el sargento mientras les alcanzaba la siguiente ronda de cervezas. Yo sólo le sonreía, para luego devolverme a mi hueco detrás de la barra. Cómo no iba a saber.

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Y así, todo siguió normal, hasta anoche. Hacía algunas semanas que los milicos habían salido de operativo y ya les tocaba bajar. No me sorprendió verlo ahí, pero me sorprendió ver a Barrientos llegar al bar por primera vez solo. Se le veía nervioso. Tras beber un par de cervezas, se levantó de su mesa y se acercó para pedirme que mejor le sirviera aguardiente, luego jaló una silla y se sentó ahí, frente a mí. Se le notaba con ganas de hablar por lo que apagué el televisorcito blanco y negro que teníamos para los clientes. Nadie se quejaría pues el bar estaba vacío. Saqué una botella de la mejor Primera que teníamos a disposición. Le serví un vaso.

- Esto está muerto ¿qué ha pasado? -preguntó algo mareado-.

- Nada, sólo que estamos a mitad de semana y pasa de la media noche, casi nunca hay nadie a esta hora.

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- Mejor, así puedo chupar tranquilo sin tanto idiota mirándome.

Se tomó de una sola lo que le había servido y me hizo un gesto para que le sirviera más. Vaso tras vaso se avanzó botella y media de aguardiente. Ya considerablemente ebrio me empezó a hablar en un tono más íntimo.

- Tú sabes -me dijo- que esto es una guerra, que el país está en guerra. ¡¿Sabes o no?! -preguntó brusco, esperando una respuesta. Le hice un gesto afirmativo.

- Pues bien -continuó- en la guerra muere gente, y muchas veces hay que hacer sacrificios para alcanzar un bien mayor -dijo esto y empezó a mirarse las manos, como si algo pesado pendiera de ellas.

Fue entonces cuando me di cuenta de las manchas de sangre secas en sus uñas y

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sobre su uniforme. Se tomó otro vaso. Luego, empezó a contarme una historia que yo ya había oído antes de los labios de otros tantos hombres.Él acababa de asesinar a sangre fría.Barrientos y su grupo habían entrado a la casa de un maestro con supuestos contactos terroristas. Lo habían sacado a la fuerza, en medio del llanto de su mujer y de su hija, y amparados en la oscuridad de la noche lo habían subido a una camioneta que los llevó lejos de la ciudad.

- Nadie es completamente inocente -dice Barrientos-, ninguno de ellos lo es.

Manejando la camioneta se adentraron en un bosque y llegaron hasta un claro a orillas de una poza de oxidación. El hombre esposado con las manos atrás fue bajado de la camioneta y obligado a colocarse de rodillas. Lo golpearon e interrogaron, pero el maestro lo negaba todo. Se cansaron de volarle dientes a

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punta de patadas pero el sujeto no cambió su historia. Entonces lo amenazaron con secuestrar también a su mujer y a su hija. El maestro intentó fingir indiferencia pero finalmente empezó a soltar todo lo que sabía, lo poco que sabía. Luego preguntó inocentemente, entre sollozos, si lo dejarían ver a su familia una vez en la cárcel. Pero ellos no lo podían dejar volver. Barrientos se colocó detrás de él y lo ejecutó de un tiro en la nuca. Luego lo fondearon en las oscuras aguas de la poza. Al volver al pueblo los otros oficiales dijeron que mejor dormirían, pero él no había podido. El cargo de consciencia embargaba su cuerpo y tirado en su cama no dejaba de pensar en la cara del pobre maestro, de su mujer, de su hija. Decidió ahogar la culpa en alcohol.

Terminó su historia a empujones, temblando como si muriese de frío, sus ojos no osaban posarse sobre los míos, encendió un cigarro y aspiró una

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bocanada. Luego cruzó los brazos sobre la barra y escondió la cabeza entre ellos. No pude evitar sentir desprecio por ese hombre. Sus incongruencias, su falta de carácter. Si había decidido llevar esa vida no tenía porqué sufrir. Era parte de su trabajo matar y ser matado. Por ello no debía dejarse afectar por sentimentalismos, lo llevaban a descuidarse. Y ninguno de los que vivimos bajo esta ley podemos darnos ese lujo.

Cuando saqué mi arma Barrientos ni se percató de ello en medio de su borrachera. Y como -a diferencia suya- no puedo matar a alguien por la espalda, le pase la voz. Debieron haber visto su rostro, camaradas, cuando vio el arma en mi mano apuntándole en medio de los ojos, cuando le decía las últimas palabras que escucharía en su perra vida:

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- Martín Barrientos... tú sabes que esto es una guerra. Lo sabes ¿no?

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Enjaulados

Papá ha mandado a construir una jaula en nuestro jardín, alrededor del mango. Es una jaula grandota; más grande que mi papá. Dice que es para poner a todos sus periquitos australianos, y a los piwichos, y a los loritos de cabeza roja, y al pajarito arrocero ése, que se encerró a propósito en una de las jaulas chiquitas para que le diéramos de comer. Cuando le pregunto si se van a pelear, papá me dice que hay espacio suficiente para todos y que no habrá problema, que tendrán que aprender a vivir juntos. Pero yo tengo mis dudas. Le cuento que esos pericos de cabeza roja son bien malos. Que el otro día, uno pescó a mi mamá del dedo y casi le saca un pedazo cuando ella les daba de comer. Papá se ríe, y me dice que eso era porque vivían en jaulas chiquitas y que eso los tenía estresados. Me explica que es como en la farmacia donde él trabaja:

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antes, tenía que estarle viendo la cara a la chinche de la Margarita, una gorda mala gente con la que siempre se peleaba, y tenía que estar aguantando sus malcriadeces, y su ociosidad, y su negligencia. Pero ahora los habían mudado a una farmacia más grande, y ya cada uno atendía por su lado y podían trabajar tranquilos y en paz. Que con los pájaros era lo mismo. Que todo estaría bien. Le sonrío y lo abrazo. Es verdad que últimamente llegaba a casa de mejor humor, ahora entendía porqué.

Los primeros días de la mudanza a la gran jaula han sido de alegría. Mis papás han acomodado varias casitas de madera en lo alto para que los periquitos australianos aniden. Pero como no conocen la jaula, los periquitos tienen miedo de volar y se la pasan en el suelo, picando el alpiste que se ha caído y escarbando en la tierra como si fuesen pollitos. Mi papá los adora, son sus

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favoritos. Las demás aves parecen adaptarse más rápido: el arrocero revolotea de aquí para allá, de un extremo al otro de la jaula, ágil y veloz en su pequeño cuerpo pardo; los piwichos ya escogieron uno de los aros metálicos que papá colocó dentro a modo de columpios; los loritos de cabeza roja parecen tantear a los demás y los observan desde lo alto, sin apuro. El arrocero en un momento aterriza cerca de ellos y los mira fijamente, luego ellos se arrojan graznando sobre él, pero el arrocero es bastante rápido y vuela lejos. Mamá me cuenta que habían sido dos los arroceros que se dejaron atrapar, pero que a la pareja de éste la habían matado los cabeza roja hacía tiempo, cuando por bribón había terminado colándose en la jaula de éstos para comerse su comida. Si son unos desgraciados hijita, trata de no acercárteles mucho, me dice.

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Papá ha hecho suya la costumbre de llegar a casa y, después de almorzar, sentarse toda la tarde en una de las sillas del jardín, a contemplar la jaula. A veces me pide que le traiga un vaso con limonada y yo gustosa se lo llevo y me quedo un rato con él, mientras me cuenta cuál periquito es pareja de cuál y cuáles son papás de cuáles y arma todo un árbol familiar con la docena multicolor de periquitos australianos. Ahora me cuenta que su favorita es una de color amarillo pálido que se la pasa escondida en una esquina junto a un periquito de color azul. Papá me cuenta que esos son pareja, y que se nota que la periquita está preñada porque tiene el abdomen como hinchado. A papá le preocupa un poco que aún no se acostumbren a la jaula porque sino no podrán anidar y la perica terminará botando sus huevos por ahí. Pero al ver mi rostro de tristeza sonríe y me tranquiliza diciendo que ya se

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acostumbrarían, que estas cosas al final siempre salen bien.

***

Ya va a ser un mes desde la mudanza a la jaula y los periquitos australianos aún no se acostumbran. Al menos revolotean un poco, pero ninguno quiere entrar a las casitas de madera. Mientras tanto los loritos de cabeza roja se han puesto insoportables. Se pasean por toda la jaula como si fueran los dueños y botan a picotazos a las demás aves que se cruzan en su camino. Desde hace un tiempo también, Papá llega cada día más malhumorado. Se pelea con mi mamá por cualquier cosa y el otro día me gritó horrible por andar sin zapatos. Me dijo que me iba a resfriar y con muchas lisuras me explicó lo peligroso que es enfermarse hoy en día, sobre todo con gente tan incompetente despachando los remedios. Mamá dice que anda así por culpa de la

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gorda ésa, de la Margarita, que anda más fregada que nunca, haciendo y deshaciendo a su antojo en la farmacia; que ya varias veces han llegado a quejarse porque se equivoca con los medicamentos o entrega otros diciendo que son lo mismo; incluso alguno de los clientes ha terminado internado en el hospital; que papá ha estado enviando cartas a los dueños de la farmacia para que se tomen las medidas del caso pero que hasta ahora nada se había hecho.

Unos días después, papá ha llegado tarde y borracho. Mamá está enojada con él y le grita porque no está acostumbrado a beber y se pone mal. Él le responde con una cachetada, diciendo que ya está harto de que no lo respeten ni en su propia casa. Luego se disculpa pero mamá se ha ido a la cocina a lavarse la cara y lo ha dejado hablando solo. Papá se pone a vociferar sobre las decisiones estúpidas, como las de sus jefes que habían

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ascendido a la Margarita y ahora era su superior, habráse visto. Papá levanta más la voz y mamá le pide que se calme, que los vecinos van a escuchar. Yo subo y me encierro en mi cuarto, pero hasta allí llegan sus gritos. Papá grita que él venía postulando hace tiempo para ese cargo y que había presentado todos sus papeles y sus capacitaciones y todo, pero que como la gorda tiene un compadre en los altos cargos le habían dado el puesto a ella, a pesar de que nunca estudió nada. Mamá le habla suave y lo hace calmarse. Yo decido dormir después de un rato, esperando que no peleen de nuevo.

Han pasado algunos días desde que papá llegara borracho y ha prometido no volver a hacerlo. Por mi parte, intento ser más comprensiva con papá y no causarle enojos: por ejemplo evito andar sin zapatos y no tomo cosas heladas; sin embargo ya no me provoca acercarme mucho a él cuando se pasa las tardes

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mirando la jaula hasta que anochece. La vida en la jaula va mejorando. Los periquitos australianos al fin han descubierto las casitas de madera en lo alto y han empezado a habitarlas. Los piwichos, normalmente tan indiferentes a todo, parecen disfrutar con la presencia del arrocero que, juguetón, suele volar entre las argollas provocando que se columpien. Incluso los cabeza roja se muestran más relajados, aunque a veces los veo picoteando a algún periquito que ha tenido el infortunio de aterrizar cerca de ellos. La parejita de la perica amarilla y el perico azul han anidado, para alegría de papá, y se le ve a ella metida en su casita mientras el otro sale a buscar alpiste. Papá dice que han puesto como cinco huevos y no ve el momento en que su colección crezca. Lo miro feliz; contenta de que al final las cosas estén saliendo bien, tal como él decía.

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Una carta llegó hoy que, inicialmente, preocupó un poco a papá, pero que luego lo mantuvo animado toda la mañana, haciendo llamadas y escribiendo a su vez más cartas. Al parecer la familia del paciente que recibió el medicamento equivocado pensaba demandar a la señora Margarita. Y querían que papá atestiguase a favor de ellos. Papá se alista para ir al trabajo, contento como nunca y me dice que al fin se va a hacer justicia, que la gente mala siempre termina pagando por sus errores. Sale muy emocionado. Pero al volver por la noche, está nuevamente borracho. Ya no grita como la última vez, pero se le ve peor. Mamá me manda a mi habitación y yo subo las escaleras, pero me quedo escuchando desde arriba, donde no me ven. Le pregunta qué pasó. Papá contesta que los idiotas de los dueños de la farmacia han amenazado con despedirlo si declara contra la Margarita, lo acusan de falta de compañerismo y de hostigador

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contra una pobre mujer que ha logrado salir adelante. Además le han pagado una buena cantidad a la familia del cliente para que no haga la demanda. Papá estaría solo si continuaba empeñado en manchar la reputación de la farmacia y la de su compañera laboral. Le dijeron que se lo pensara bien. Mamá suspira resignada y le recuerda que no estamos en las mejores condiciones económicas, que la hipoteca de la casa y la mensualidad de mi colegio y las otras cuentas. Papá se queda callado y le confirma que es consciente de todo eso, que por ahora no hará nada; pero que apenas pueda, se consigue otro trabajo donde sea.

***

Han pasado algunas semanas. Papá se ha descuidado bastante y casi no habla de su trabajo. Mamá intenta reanimarlo siendo cariñosa y yo también, pero lo único que

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parece ponerlo contento es sentarse a mirar la jaula.

Hoy papá llegó a la casa con una cara, con un abatimiento tal, que parecía que alguien se hubiera muerto. Llegó directo a sentarse en el patio, frente a la jaula de los pájaros. Estuvo ahí algunos minutos mirando al vacío. Luego se dio cuenta de algo. Su rostro se descompuso mientras se acercaba a las rejas de la jaula. En el piso, a lo lejos, los pequeños cuerpos de dos periquitos yacen; sus plumas amarillas y azules regadas aquí y allá, aparecen salpicadas de sangre y tierra. Arriba, en lo que alguna vez fue su casita, los loritos de cabeza roja picotean los restos de los huevecillos, dejando caer las cáscaras al piso.

Papá entra a la jaula furioso. Ni siquiera cierra la puerta y algunas aves escapan. Intento acercarme pero mamá me detiene, me abraza contra su regazo y me

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dice que no vaya por mi bien. Papá ha entrado y mira fijamente a los cabeza roja que, desafiantes, lo observan de reojo para luego continuar picoteando los huevos. Yo sólo veo, incapaz de decir nada, mientras mamá me aprieta más y empieza a balbucearle algo, a tratar de hacerlo entrar en razón, de decirle que ya se enteró, que era lo que tenía que pasar, que la culpa no era de nadie más que de los dueños de la farmacia por haber defendido a esa incompetente, que la chica que ha muerto pesará en la conciencia de la gorda, que ya se investigaría todo y la Margarita tendría que pagar. Pero papá parece no escucharla. Lo veo levantar su grandes manos, esas con las que acaricia mi cabello cuando me voy a dormir, esas manos firmes de las que me cojo para cruzar la calle, y uno tras otro, se deshace de los cabeza roja en un torbellino de plumas, chillidos y sangre. Y mientras el

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resto de aves terminan de escapar por la puerta abierta y mamá cubre mis ojos llenos de lágrimas, papá queda solo y en silencio dentro de esa gran jaula, hecha a su medida.

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Frío

Tengo frío. Acabo de despertarme de algún extraño sueño y ahora tengo unas inmensas ganas de orinar, debe ser por el maldito frío que hace. Y, a pesar de ello, tengo tanta flojera que no me provoca moverme, salvo por mis ojos, que inmediatamente se dirigen al reloj colgado en la pared, frente a mí. Caray, ya son las 10 de la mañana. Miro hacia la ventana y afuera está todo nublado, no parece que fuese tan tarde. Al diablo. Tenía clase a las 9. Al diablo la clase. Dormiré un rato más e intentaré soñar con algo extraño... pero caray, tendría que haber ido. Han sido muchas inasistencias en todo el ciclo y me van a jalar. Bah, qué joda, qué frío que hace; me duele la garganta al pasar.

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Mi colcha está en el piso, mi almohada también, pero tengo el suficiente desgano como para no mover un solo dedo, y tengo ganas de orinar. Intentaré cerrar los ojos y dejaré que mi imaginación vuele, que se distraiga, que piense en cosas entretenidas. Dormir es mi escape de las preocupaciones aunque, curiosamente, el origen de ellas... al diablo con todo. Pensaré en caliente...

Demonios, no aguanto estas ganas de orinar. De acuerdo, junto fuerzas para levantarme. Eso es: voy al baño, desaguo y vuelvo a mi cuarto, satisfecho; me tiro a la cama y recojo mi colcha, caliente, ahora por fin caliente en este clima, tan triste y húmedo... ¿húmedo?Despierto, sigo destapado, con el pijama empapado y con la certeza de que me van a jalar por no haber ido a mi clase ¡maldito frío!

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Deus ex maquinita

Agua caliente y vapor por todos lados. El pitido que no cesa. Ella, apenas si puede mantener los ojos abiertos. Apenas si puede retener su lucidez. Acurrucada, dentro de la tina, ya no sabe qué creer: Si fue obra de Dios o cosa del diablo; si fue el destino o alguna otra fuerza, arbitraria y sobrenatural, la que ha forzado el desenlace; si todo no ha sido más que fruto del azar (descartando las posibilidades de un final feliz) o si, a manera de las antiguas obras del teatro griego, se ha tratado de un deus ex machina, de una resolución divina salida de la nada para arreglarlo todo. Ya no sabe qué creer...

***

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El silencio es abrumador. La cena repetida como un acto mecánico, los esposos sentados a la mesa, frente a frente, imperturbables. Mastican su comida con lentitud, la pasan, se detienen para beber sorbos de café; todo sin la menor intención de dirigirse una sola palabra: un mutismo inquebrantable que lleva ya un mes. El sigilo sólo es interrumpido, de rato en rato, por el ruido de los cubiertos al chocar contra la vajilla. Pero ella ya no aguanta la situación. Desde hace unos días quiere resolver las cosas y hoy se ha esmerado en preparar una cena espectacular, la favorita del marido, a ver si al fin hacen las paces, si logran algún avance... pero nada.Ya no sabe qué hacer, han pasado demasiado tiempo en este plan y la situación no da signos de mejorar. Durante toda la cena él ni se ha inmutado. Ella siente que el dolor se esparce por su cuerpo como un cáncer.

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Empieza a mostrar claros signos de tensión. Sus movimientos al cortar la carne se hacen más bruscos y sonoros, pero él la ignora como lo ha venido haciendo, evitando unos ojos que buscan los suyos insistentemente. Y se queda quieta. Ahora silencio, ahora la comida le sabe amarga y el rencor de él, insoportable. Cualquiera pensaría que todo se solucionaría intentando hablarle, pero en su enojo es imposible hacerlo. Ella lo sabe muy bien, dos décadas de matrimonio le son suficiente experiencia. Cuántas veces, desde jóvenes, ella había intentado conversar, con calma, sólo para conseguir humillantes mandadas al diablo. No, era imposible hablar con él en ese estado. Y ahora era peor, todo era abrumadoramente peor.Los cubiertos se detienen. Él se pone de pie, parsimonioso, tras dejar el plato casi intacto. Sin ninguna expresión en el rostro, abandona la mesa rumbo a la habitación conyugal, lugar en el que ella

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lo encontrará dormido horas después, como ha venido ocurriendo desde que todo se fue al diablo.

No es la primera pelea que han tenido en su larga vida matrimonial, ni siquiera es la primera vez que han decidido dejar de hablarse. Sin embargo en estas circunstancias el silencio les ha hecho más daño que bien. Antes, si quiera, podían salir a la calle, conversar con algún amigo, distraerse con otras personas hasta que se les pasara. Pero ya habiendo dejado atrás esa vida, no son muchas sus opciones. Todo cambió en el momento que decidieron vender lo que tenían y comprar con sus ahorros ésta moderna cabaña apartada de la civilización, en una zona apacible del valle del Colca. Ambos, amantes de la vida sencilla, del paisaje de la sierra, con una escasa necesidad de socializar con otros mientras estuvieran bien entre ellos, pensaron que era una idea

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estupenda. El mismo día que llegaron a vivir a la cabaña había sido maravilloso. Incluso encontraron encantador el silencio reinante. Tras desempacar algunas cosas, terminaron recorriendo cada rincón de la casa, amándose. Fatigados sobre el piso de madera se sonrieron mutuamente y decidieron que ella tomaría un baño mientras él desempacaba el resto de cosas. Al entrar allí, la sonrisa de ella creció aún más, el cuarto de baño era tal como lo había imaginado. Un espacio acogedor matizado por la luz ambarina de los focos direccionales. Al lado de la puerta un tocador hermoso tallado con barrocos adornos florales y unos centímetros más arriba, empotrado en la pared, un espejo ovalado: el más límpido que ella hubiera visto en su vida. En la pared opuesta la tina que tanto le gustaba, tan clásica, tan de porcelana blanca, llena de curvas y sostenida en cuatro patitas. Dejó el agua correr y se maravilló viéndola salir

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humeante. El sistema de tuberías de la casa estaba dispuesto de tal forma que se alimentaba de las aguas termales que existían en toda el área, y la temperaban para su uso cotidiano. Éste había sido uno de los motivos principales por los que eligieron esta cabaña por sobre otras. Les encantaba la idea de poder disponer a su antojo de un elemento al que se le atribuía efectos medicinales. Desnuda como estaba, entró en la tina, tras haber colocado un disco de The Carpenters en el equipo sobre el tocador. Ya se estaba durmiendo al abrigo del agua, cuando oyó alejarse los pasos furiosos de su marido y luego un violento portonazo. En ese instante tuvo la certeza de que tanta felicidad había terminado. Salió del baño envuelta en una bata, intentando no hacer ruido al caminar, precaución inútil pues se sabía ahora sola en la casa. Se asomó al dormitorio, donde él momentos antes había estado organizando los pocos recuerdos que habían traído de su vida

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pasada. Regados en el piso yacían los trozos de una carta muy vieja. No le fue necesario leerlos para saber su contenido. La conocía muy bien, hasta tenía memorizadas varias líneas. Era una carta llena de pasión, escrita hacía más de una década por un puño distinto al de su marido. Trajo escoba y recogedor y en un instante se deshizo de la basura.

Un mes de silencio absoluto, de pretender que el otro no está ahí. Un mes aislados, incomunicados, con sólo una pila de libros viejos a los que recurrir para pasar el tiempo. Y ella, ahora sola en la mesa, quiere creer que no es tan grave, que las cosas no pueden estar tan mal. Agacha la cabeza y clava sus ojos en el plato vacío. Le entran unas terribles ganas de gritar que a duras penas contiene. La soledad le pesa cada día más y sabe que pronto ya no podrá aguantarla. Mientras recoge el servicio, y lo coloca en el lavadero, se siente demasiado lejos del mundo, y a él,

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aún más lejos. Termina de lavar y se dirige al cuarto de baño, sintiendo cada paso dado como si fuese el último. Se detiene adentro y se encierra allí, todo tan delicadamente, todo tan ritual. Enciende el equipo y coloca la misma canción, la que se repetirá infinidad de veces hasta que la ceremonia termine. Suspira. Sobre el tocador y bajo el espejo oval lucen, muy ordenadas, una gama de colonias y cremas, frascos grandes y pequeños, de cristal, de colores suaves, pasteles, florales, una mezcla artificial de olores que confluyen para generar un ambiente relajador. La cálida luz amarilla baña cada rincón de la habitación. La tina rebosante, el vapor se esparce dándole a todo un aspecto nebuloso, imagina su piel haciéndose más pálida mientras los cortes precisos permiten que la sangre fluya delicadamente. Hasta que el agua en su nariz la vuelve a la realidad. No tiene el valor para suicidarse, el miedo es mucho, pero tampoco quiere seguir así. Vivir en

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ese estado, bajo la creciente posibilidad de que las cosas no se arreglen, a estas alturas de su vida, tan entrada en años, perderlo. Pero ya pasará. Se aman. No se puede echar por la borda un matrimonio de tanto tiempo. Y, sin embargo, las cosas no han mejorado... Algo tendría que ocurrir: un milagro que los sacase de esa cárcel en la que se ha convertido su vida, un deus ex machina como los de la pila de libros viejos. Todo sería tan fácil si la vida fuera como en esas obras, si todo dependiera de un autor benevolente y todopoderoso. Ya llegará nuestro milagro. Sus ojos, apenas encima del agua, se mueven involuntariamente a un frasco de pastillas, bajo el espejo, para luego retirarlos de allí asustada. Tiene que llegar.

La primera mañana del tercer mes la encuentra envejecida y con varios kilos menos. El silencio -llega a pensar- ha aumentado con cada día. Los libros

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regados en el suelo lucen una gruesa capa de polvo acumulado en semanas. Ella, tirada en su cama, observa por la ventana como varios trozos de nubes avanzan por el cielo hasta perderse de vista detrás de los cerros. Su oído se ha agudizado tanto que puede sentir cómo en la habitación contigua él alista una maleta. El movimiento de cosas de un lado a otro, sus pasos y finalmente el evidente avance metálico del cierre. Se levanta de la cama, decidida, y sale tan a prisa de la habitación que termina dándose de bruces contra él. No pueden evitarlo, caen al piso y sus miradas se encuentran después de tanto, tantísimo. Una repentina mezcla de sensaciones los embarga: rencor, orgullo, deseo. Sienten la respiración del uno sobre la otra, sus olores, el calor de sus cuerpos en contacto... Ninguno hace nada por evitarlo, sus cuerpos se mecen, reconocen, rozan. Se dejan llevar. Ella podría jurar que la temperatura de toda la casa se eleva y que un vapor muy suave

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flota en el ambiente, pegándose a sus cuerpos sudorosos y fundiéndose con ellos. No se besan, aunque ella busca sus labios en más de una oportunidad. Él sólo parece responder a una furia fría y animal, incapaz de querer sentir nada. Terminan y él se desliza hacia un lado para luego levantarse de un tirón, antes que ella pueda ver las lágrimas que se juntan en sus ojos. Aprieta los dientes y se aleja con paso firme. Ella lo ve marchar rumbo a la maleta y se da cuenta que es su última oportunidad. Renunciando a su último vestigio de orgullo, mueve balbuceante sus labios y le llama:

- Antonio, por favor...

Pero él no se detiene, ni voltea a verla; sólo recoge su maleta y se marcha. Ella corre al baño y vuelve con el frasco de pastillas, sale con él hasta el porche y alcanza a ver a su marido caminando

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unos metros más adelante. Intenta gritarle que se va a matar, que vuelva con ella, que lo necesita. Pero no lo hace porque teme la respuesta, la presiente y se reconoce perdedora.Ya sin fuerzas, regresa a las sombras de la cabaña. Todo se ha perdido y no quiere saber nada más. Entra al cuarto de baño y tira la puerta tras de sí, antes que las lágrimas salgan incontenibles, que sus labios temblorosos se abran en una mueca de dolor y su rostro se contraiga rojo, rojísimo de ira y decepción. Todas las cosas en las que había creído, su matrimonio, su amor, el resto de sus días juntos, todo era una mierda. Ya no más. Un sonido lastimero sube desde su pecho y escapa en forma de moco y llanto. La tina frente a ella la llama. Abre la llave y el agua, más caliente que nunca, empieza a caer. Mientras la tina se llena, ella se desnuda y se ve por última vez en el espejo aquél. El frasquito con las pastillas resuena en su mano. Lo abre con

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delicadeza y se vuelve hacia la bañera. Introduce las piernas en el agua humeante, se sienta y luego se recuesta lentamente; vacía diez pastillas en sus manos, las lleva a su boca, las traga. Sabe que ya no hay nada más que hacer. La rabia una vez más se apodera de ella y ya no puede contenerse más. Un grito visceral emerge de ella, tan inhumano como el de un recién nacido, un grito que resuena en sus oídos como el pitido de una tetera en ebullición. Pero al cerrar la boca el pitido continúa y va en aumento. Las paredes tiemblan y el agua a su alrededor se siente hervir. Todo en el pequeño cuarto de baño empieza a sacudirse violentamente y las paredes se rajan, los frascos caen hechos trizas a un suelo inundado. El vapor lo cubre todo. Escucha el espejo romperse y finalmente una gran explosión.

A cien metros de distancia el silbido espectral no ha pasado desapercibido y

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Antonio ha volteado en el momento justo para ver cómo la pequeña cabaña revienta en una nube de vapor y astillas. Y, en medio de todo, un chorro colosal de agua y gas se eleva varios metros sobre el suelo, siendo recibido por un cielo indiferente a todo drama, que lo devuelve pulverizado en forma de una suave llovizna que cae sobre las ruinas humeantes y los pedazos de madera.

Antonio queda pasmado. Un segundo dura su estupefacción, su rostro congelado en un gesto de asombro, la boca abierta, los dientes en rictus, los ojos atónitos. Se lleva las manos a la cabeza y grita, su primer sonido emitido en tres meses y su grito es un corte lacerante a la quietud reinante en el vallecito. Camina rápido, viendo el improbable geiser alzarse en medio de lo que alguna vez fue su sala. Luego corre a los escombros, y salta entre las piezas de madera que cubren la zona, en medio del humo, el

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polvo, la llovizna, el lodo, los retazos de lo que alguna vez fue su vida. Y a lo lejos la tina, intacta. Se mueve hacía ella con el corazón oprimiéndole, pidiendo, rogando, por favor, por favor, por favor... Ella está ahí, dentro, acurrucada en posición fetal, temblando, sin expresión. La ve y suspira aliviado. Ella nota su presencia, y lo mira temerosa, él duda por un instante pero por fin cae de rodillas frente a ella y la toma en sus brazos, lloran ambos, y él intenta secar sus lágrimas con besos.

-¿Estás bien?- No. No, no lo estoy- dice ella débilmente, entre la sonrisa y el llanto.

Él la abraza con todas sus fuerzas convencido de que nada más importa, y mientras la tibia llovizna cubre a la pareja, ella cae en un profundo sueño, en un profundo, pero feliz, sueño.

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De viejos y plazas

Agrieta Piura, el sol. En la rotosa radio de un lustrabotas el locutor anuncia las dos de la tarde para luego dar paso a un bolero antiquísimo. Oye chiquillo, súbele -pide serio un anciano que se hace limpiar los zapatos-. Claro -añade con voz reseca-, ésa es música. El niño lustrabotas le esboza una sonrisa estúpida y sigue con lo suyo sabiendo que a estos señores es mejor no darles cuerda. Los sinuosos sonidos de una trompeta cubren los alrededores de la banca; el viejo se relaja deleitado en la melodía y tararea algunas notas; todo se siente muy tranquilo a esta hora del día en la plaza de armas.

Son las dos de la tarde y las calles del centro parecen dormir la siesta. El sol quema fuerte, obligando a los pocos transeúntes a tomar refugio bajo sombra.

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Una delgada figura cruza caminando la plaza en busca de una banca donde sentarse. Calor de mierda -requinta Héctor-, y todas las bancas con sombra ocupadas. Ni modo pues, tendré que sentarme en una de éstas, a pesar del sol. Se va a la más alejada, en una esquina de la plaza. No quiere tener que soportar las miradas condescendientes de los más “afortunados”. Los mira, a lo lejos. ¿Afortunados? Dispersos aquí y allá sobre las bancas con sombra, aparecen los cuerpos apagados de los habitantes de la plaza a esta hora. Jubilados, lustrabotas, vendedores de chicles, una que otra señora esperando que abra el banco. Y él mismo, ahora un habitante de la plaza, varado en una ciudad que no es la suya, teniendo que hacer tiempo por un par de horas hasta que empiecen sus clases de la tarde. Sí, él está ahí casi por obligación, pero ¿y esos viejos? La gran mayoría debían estar ahí sin nada mejor que hacer, sin esperar ni querer nada, evitando a la

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familia, a los amigos, a la sensación de que están sobrando en la vida de los demás; dejando que su tiempo se gastase de la manera más indolora e imperceptible. La plaza de pronto le parece un gran cementerio de elefantes, un lugar al que se va a morir en soledad. Los observa y no se siente tan bien. En verdad no es tan distinto a ellos. Le llaman la atención un par de ancianos solitarios en bancas distantes, ambos tan parecidos entre sí: los mismos rostros quemados por el sol de toda una vida, los mismos escasos cabellos peinados hacia atrás, las mismas camisitas manga corta, los mismos pantalones de tela. La misma expresión de vacío en sus ojos. ¿Terminaré así? El ruido de unas voces discutiendo saca a Héctor de sus pensamientos. Oye churre, espera pues, falta tu propina. El viejo se apura a ponerse de pie y busca algunas monedas en sus bolsillos, pero el pequeño lustrabotas se aleja enfadado sin voltear a

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verlo. Viejo de mierda le oye refunfuñar Héctor al niño cuando pasa frente a su banca. El viejo sigue un rato al mocoso con la mirada y luego la dirige a las monedas en su mano antes de regresarlas al bolsillo. Levanta la vista y nota a Héctor mirándolo desde su banca lejana. Le hace un gesto con la cabeza, que Héctor, avergonzado, no responde. Se vuelve a sentar y desenrolla un periódico. Lo empieza a leer, lanzando miradas de reojo al delgado muchacho de rato en rato.

Mientras tanto, en su banca soleada, Héctor intenta matar el rato revisando mensajes viejos en su celular. Pretendiendo esperar una llamada que no va a llegar. Se le acercan uno, dos, tres lustrabotas, en intervalos de tiempo parecidos, repitiendo las fórmulas de siempre: flaco, ¿les saco brillo? No, gracias. Apoya pe causa, es sólo una quina, mira cómo las tienes de sucias. No,

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ahí nomás. Héctor acompaña sus negativas con una sonrisa amable o poniendo cara de circunstancia, según la actitud de quien lo pide. Cuando los lustrabotas dejan de acercársele vuelve a sus reflexiones. Varios jóvenes pasan por las calles aledañas a la plaza, seguramente saliendo de alguna academia. Héctor los ve y no se siente tan identificado con ellos. ¿Por qué caminan así, ah? -pregunta una voz desde el lado. El viejo del periódico se había movido hasta su banca y Héctor no se había dado cuenta. ¿Por qué los muchachos ahora andan todos encorvados? -insiste el viejo. Héctor, sorprendido por la repentina conversación, no está muy seguro de qué responder. Sólo atina a mirar al viejo, luego a los chicos caminando, luego al viejo de nuevo, mientras hace un ruido cortés de mmms y aahhmms, para dar la impresión de que está a punto de contestar algo. Yo creo -continúa el señor- que es porque los obligan a usar

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unas mochilas pesadotas desde churres. En mi época no habían esas cosas, y todos caminábamos muy bien; claro que ahora a la vejez a uno le va saliendo una joroba bien horrible por acá -y se señala la espalda, sonriendo, en una posición incómoda. Héctor ríe por compromiso. Detesta este tipo de conversaciones de una sola vez pero no cometería la grosería de dejar al señor hablando solo. Bueno -contesta Héctor en un tono muy diplomático-, siempre he creído que esa forma de caminar refleja el estado de ánimo, de abatimiento, aunque estoy seguro que algunos lo hacen por pura pose, por dárselas de sufridos; no se me había ocurrido lo de las mochilas, pero sí, creo que también puede ser eso -sentencia Héctor, incómodo por la sensación de haber hablado de más. Se quedan callados.Qué calor ¿no? -rompe el silencio el hombre después de un rato- Qué jodido es vivir en Piura. ¿Tu eres de por acá? A

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Héctor le incomoda el tono íntimo de las preguntas, pero -nuevamente la cortesía por delante- contesta. No, vengo de Talara. Ah, ¿estudias acá? Sí, en la universidad. Noo, mentiroso -dice el viejo y su tono cambia a picarón- ¿cómo vas a estar en la universidad si pareces de colegio? Y coloca una mano “accidentalmente” sobre la pierna del muchacho. Carajo -piensa Héctor- cómo no lo vi venir. Ya sabía, ya sabía, uno presiente estas cosas, me está coqueteando ¿y ahora? Héctor sonríe hipócrita. No le hago daño a nadie siguiéndole el juego, pero, carajo, debí haberlo sabido. No, soy bastante mayor ya -completa y voltea la vista en otra dirección, intentando demostrar su desinterés.El viejo ha notado el cambio de actitud repentino y el evidente nerviosismo. Se gira un poco en el asiento, mirando de frente al muchacho, cruza una pierna sobre la otra con el mayor

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amaneramiento del mundo. Ah caramba, pero entonces ya eres un chico mayor, seguro ya eres experimentado- deja escapar el viejo en un tono libidinoso que a Héctor ya no le gusta nada, y que sin embargo le causa curiosidad. Se decide a seguirle el juego, queriendo saber hasta dónde es capaz de llegar. No -dice honestamente avergonzado- nada que ver. ¿Ya has tenido alguna enamorada? Sí, claro -responde rápidamente Héctor, algo herido en su orgullo, y sintiéndose a la vez estúpido por reaccionar como un chiquillo. Y ya habrán tenido sus cosas seguro. ¿Cosas? -responde inocentemente Héctor, esperando que el viejo se sienta sucio- Cosas pues. Relaciones sexuales. Ah, no... -contesta algo avergonzado y baja un poco la voz- soy virgen. La mirada del viejo se hace evidentemente lasciva, su rostro se transforma completamente, un cambio tal que Héctor lo imagina como un vampiro: un par de colmillos asomándole entre los labios, un

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hilito de baba corriendo por la comisura de su boca. El viejo se soba las manos lujurioso. ¿Qué, de verdad? Héctor podría jurar que el hombre se relame y le entran una mezcla de miedo y lástima. Decide cortar el pequeño experimento. Responde con un cortante Sí y luego intenta cambiar el tema con un Disculpe ¿tiene hora? El viejo, sin cambiar de expresión, mira de reojo su reloj. Mmm, sí, van a ser las tres. Asu -dice Héctor, haciendo un amago de desperezarse-, qué tarde, ya me tengo que ir. Oye, pero no te vayas- lo coge del brazo suavemente antes de que se levante- la conversación está interesante. Es que tengo que encontrarme con unos amigos. Bah, por un día que no los veas no se van a enojar, más bien dime ¿te gusta el cine? A Héctor le da un poco de corte irse ahora, una mezcla de pena y cargo de culpa por haber propiciado esto lo hacen quedarse para terminar de desanimar al viejo. Sí, claro que me gusta el cine, como a todos.

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Ya ¿y qué tipo de películas te gustan? Héctor se tranquiliza un poco viendo que la conversación volvía a un curso más normal. Bueno, no sé, de todo, las de terror, las de acción... empieza a enumerar el muchacho. Seguro que te encantan las porno -corta el viejo desvergonzado. Carajo, no puede ser, no puede ser -se recrimina mentalmente Héctor. Mira -sigue el viejo- Por acá hay un cine donde pasan esas películas ¿Nunca has ido? Porque tú sabes... a veces los chicos vienen a sentarse acá y... tú sabes pues... se van con otros hombres a ver esas películas. El anciano le lanza a Héctor una mirada cómplice, suplicante. No señor, no he ido nunca, no es lo mío. Se quedan callados y antes que el viejo vuelva a abrir la boca Héctor lo corta, decidido a ser lo más claro posible, Mire, sé lo que está haciendo y me disculpo por haber dejado que esto siguiera, pero no, no tengo la intención de tener nada con usted, respeto su homosexualidad, pero la

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promiscuidad, pues, ya es otra cosa. Héctor se siente de pronto muy orgulloso de sí mismo, tan maduro, tan honesto.¿Oye que tú eres idiota? ¿Qué te pasa maricón de mierda? ¿Qué te ha hecho creer que yo quiero algo contigo? Se levanta el anciano, indignado, aspaventoso. Algunos viejos de otras bancas voltean a ver curiosos de dónde provienen los gritos, luego al darse cuenta que son de él, vuelven a lo suyo desinteresados. Mocoso de porquería, maricón. El viejo se marcha caminando rápido. Héctor aún asombrado del patético espectáculo lo sigue con la mirada hasta que lo ve llegar al otro extremo de la plaza y cruzarse con un colegial, momento en que se da media vuelta y empezar a caminar atrás de él. Héctor juraría haber visto nuevamente los colmillos brillar entre sus labios. El muchacho se encuentra una vez más solo en la banca, se siente rojo de vergüenza, triste también. Las preguntas

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¿Terminaré así? Y ¿Qué me hace distinto a ellos? Resuenan en su cabeza mientras saca su celular. No sabe qué hacer. Sus dedos escriben mecánicamente un mensaje sobre las teclas. Termina y lo relee, sabiendo que una vez que lo envíe las cosas habrán cambiado definitivamente, para bien o para mal. Javi, ¿nos tomamos un café? hay algo que hace mucho quiero contarte.Héctor se levanta convencido de que nunca querrá volver por aquí a esta hora. Empieza a caminar, con el sol calcinándole los ánimos, sin volver su vista a esos viejos eternos que, desde sus bancas, lo ven alejarse para siempre: de su territorio, de su cementerio.

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Viaje nocturno

Te despiertas con un sobresalto, asustado y sudando frío. A tu alrededor todo normal. Sigues en el mismo asiento 22 al lado del pasillo, en el ómnibus interprovincial que te lleva en un viaje nocturno. Sabes que has tenido un mal sueño pero te es difícil recordar qué. En medio de la oscuridad algo roza tu pie, por debajo del asiento.

Asumes que la persona de atrás te debe haber pateado sin querer. Volteas y en la penumbra apenas distingues un bultito informe sobre el sitio, lo que supones es una pequeña niña viajando con su madre al lado. Te fijas que sus piernecitas son demasiado cortas como para estirarlas hasta adelante, por debajo tuyo. No les dices nada y vuelves a tu posición, aún

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curioso. La oscuridad dentro y fuera del ómnibus es casi absoluta, casi palpable, y sólo es interrumpida, cada vez más espaciadamente, por haces de luz provenientes de vehículos que cruzan en la dirección contraria. Ya que tu visión se halla limitada intentas agudizar tu oído. Los ruidos del viaje son bastante característicos. El motor del ómnibus ruge bronco y potente. Alrededor, apenas perceptibles, las respiraciones profundas de los pasajeros durmiendo. La señora que viaja a tu lado ha empezado a roncar. A lo lejos alguien cuchichea, seguramente conversando por un teléfono celular. El vehiculo continúa su camino a buena velocidad, dando ligeros tumbos aquí y allá. Nuevamente tu talón es golpeado. Oyes el ruido de una botella rodando y sonríes. No sabes por qué pudiste haber pensado que era algo más.

Hubieras querido viajar al lado de la ventana para distraerte. Tratas de

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divisarla a través de tu compañera de asiento pero su cuerpo voluminoso bloquea casi toda la vista. Apenas te queda un pequeño espacio por el cual ver hacia fuera, hacia la nada. Te extraña. Llevan un buen rato sin cruzarse con un auto, una gasolinera o alguna otra fuente de luz. El cielo debe estar muy nublado porque ni siquiera se ve luna o estrellas. Ahora la única iluminación en el ambiente es una suerte de resplandor rojizo que envuelve al ómnibus, que asumes debe generarse por el reflejo de las luces delanteras en la neblina de la carretera. Intentas conciliar el sueño, calculando que aún faltan algunas horas para llegar a tu destino, pero la sensación de intranquilidad persiste. Cierras los ojos a la espera del sopor eventual y apenas lo haces empieza un ruido, como un murmullo de decenas de voces, creciendo a tu alrededor, indescifrable, en aumento. Abres los ojos y desaparece, siendo nuevamente el motor del ómnibus,

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las respiraciones profundas, el ronquido de al lado. No haces ningún movimiento. Empiezas a dudar si serán cosas tuyas o si alguien te estará haciendo una broma. Pero cómo va a ser, quién querría fastidiarte a esta hora ¿la niña de atrás? ¿La gorda de al lado? Lo lógico era que te estuvieras quedando dormido, que hubieras soñado los murmullos, eso tenía que ser. Pero todo parecía tan real... Otra vez un golpe en los pies.

Enfadado, te agachas para recoger la botella pero retiras la mano asustado al tocar algo pegajoso y escurridizo, como un tentáculo. Te aferras a tu sitio, inmóvil, sin saber qué pensar, sin querer voltear, paralizado por un miedo incomprensible. Todo empieza a parecer tan surreal, tan ridículo. Intentas convencerte con explicaciones racionales. Te dices que deberías estar durmiendo como los demás pasajeros, pero luego ves la botella rodando por el pasillo, a lo

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lejos, mientras sientes nuevamente el roce en tus pies. Aterrorizado, los levantas en un acto reflejo; te vuelves con desesperación a la señora del lado, como en busca de seguridad, de alguien que corrobore que no te estás volviendo loco. Intentas despertarla y le das golpes con tu codo hasta que éste termina hundiéndose en una bemba de grasa de la que te es difícil sacarlo. La mujer, apenas distinguible en la oscuridad, ni se inmuta. Distingues su obeso perfil, su boca abierta, sus dientes largos y disparejos, un hilillo de baba sacudido por un ronquido que se va volviendo escandaloso, un sonido gutural que -por momentos- parece convertirse en una grotesca carcajada.

Te levantas, algo no anda bien, no importa donde estén le pedirás al chofer que se detenga, si es necesario que te dejen bajar con tu equipaje, ya te las arreglarás. Caminas por el pasillo lo más

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rápido que puedes, tambaleándote por el movimiento y aferrándote como puedes a unos asientos que se deshacen en tus manos como si fueran polvo. Golpeas el vidrio que separa la cabina del conductor del resto del ómnibus y no hay respuesta. Vuelves a golpear y llamas, impostando una seriedad (una serenidad) que hace rato ya no tienes. Luego gritas, reclamas, amenazas; pero es todo inútil, pateas el vidrio en un último acto de desesperación y sientes los huesos de tu pie fracturarse ante la inmunidad del oscuro cristal, ante la absoluta indiferencia del resto de pasajeros. Cojeas por el pasillo, hacia el fondo del ómnibus, en busca de las salidas de emergencia; y entre las sombras de los asientos alcanzas a ver las decenas de rostros carbonizados. Relampaguean en tu mente visiones de fuego y hierros retorcidos; y los murmullos otra vez, comprensibles ahora, pidiéndote que lo admitas, que aceptes tu muerte, antes que sea muy tarde. Pero prefieres no oír;

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corres como puedes hacia el fondo del bus, empecinado en hallar una salida que no existe, tratando de convencerte que no, que es imposible que estés muerto, que no hubo ningún accidente, que aún puedes llegar a casa con tu familia, que sólo debes poder salir de allí. Pero el pasillo se hace infinitamente largo y adelante ya todo es oscuridad. Te detienes y lloras, ya no hay nada que puedas hacer. Caes de rodillas resignado, dispuesto a volver con los otros y admitirte muerto; pero es demasiado tarde. No puedes ni gritar siquiera mientras los fríos tentáculos te envuelven y arrastran vertiginosamente hacia la oscuridad. Hacia la insondable e infinita oscuridad.

Te despiertas con un sobresalto, asustado y sudando frío. A tu alrededor todo normal. Sigues en el mismo asiento 22 al lado del pasillo, en el ómnibus interprovincial que te lleva en un viaje

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nocturno. Sabes que has tenido un mal sueño pero te es difícil recordar qué. En medio de la oscuridad algo roza tu pie, por debajo del asiento.

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Ojo en el cielo

-Sabes que no se puede quedar así ¿no?, tienes que ayudarme Andy. No puedo hacerlo yo sola.

Franca había levantado el rostro y me sostenía la mirada, en un gesto firme y suplicante a la vez, sabiendo que no podría negarme. Conociéndome demasiado bien.

-No sé, Franca, en verdad no sé -dije, evasivo, intentando desalentarla- ¿Por qué no dejas las cosas como están? Ya olvídate, es una chiquillada.

-¿¡Chiquillada!?

-No quise...

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-¿Cómo puedes decir eso? ¡Tú estabas ahí cuando pasó! ¡Tú viste lo perra que fue conmigo! y, no quisiera recordártelo, pero... tú ni siquiera me defendiste. No dijiste ni pío, a pesar de verme ahí, llorando.

-Ya, mira -corté, incómodo, haciendo un último intento por disuadirla- te pido que lo pienses esta noche. Si a pesar de todo quieres seguir adelante pues... no tendré más remedio que ayudarte. ¿Estamos?

Como siempre que se sabía vencedora, Franca sacó un cigarro de sus bolsillos y lo encendió. -Estamos- dijo coquetamente esbozando una sonrisita, para luego expulsar una nube de humo por la nariz como un terrible dragón.Me quedé sentado durante un rato más que se prolongó demasiado. En silencio, incapaz de mirarla. Terminé por comprender que el interés de Franca en buscarme, después de tanto, era sólo para

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esto. No había más de qué hablar. Y una sensación de intranquilidad arraigó en mis pensamientos: Franca no daría marcha atrás. Si después de un año no había conseguido superar el incidente de la fiesta, no lo haría de un día para otro.Un viento aciago sacudió los árboles del parque y algunas hojas cayeron sobre nuestra banca. La temperatura en la ciudad empezaba a descender. Pronto anochecería.

***

Recién pude volver a mi edificio a la medianoche.Tras despedirnos en el parque, había querido despejar mi mente pasando por la tienda de música del centro comercial, único refugio en mis estados de angustia. El ambiente del lugar me relajaba de primera impresión; podía pasar allí horas, entretenido en la contemplación de las portadas multicolores en los estantes, en

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los sonidos que evocaban sus títulos, en la siempre acertada música de fondo. Las preocupaciones desaparecían mientras recorría anaqueles, en busca de tesoros escondidos que hubiesen pasado desapercibidos para ojos inexpertos de neófitos aficionados a la música. Y, debido a mi alto grado de angustia, la estancia en la tienda de discos esta noche se había hecho particularmente larga. Todo el asunto de Franca, el incidente aquél, su inminente venganza... No, no era momento para pensar en eso. Noté que ya había muy pocas personas en el local y que debían estar a punto de cerrar. Ya había agotado todas las secciones, escarbado en todos lados; era hora de marcharme. Decidí dar un último vistazo a la zona de vinilos usados y cual no sería mi sorpresa cuando lo vi. La cubierta verde, el icónico Ojo de Horus en líneas doradas. El álbum Eye in the sky de Alan Parson’s Project me miraba desde el

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estante. No lo podía creer, era demasiada coincidencia. El precio del disco era irrisorio para un tesoro tal. Lo compré de inmediato, recordando aquella vez, nuevamente la fiesta y lo de Franca; esto debía ser una señal.De vuelta en mi habitación, coloqué el LP en mi viejo tocadiscos. Tirado en mi cama, me deleité en el recorrido espectral de la primera melodía, la introducción instrumental de nombre Sirius que llegaba a mi cerebro generando una sensación astral proyectante, transportándome a mejores épocas, llenándome de nostalgia. Luego la intro iba desvaneciendo para empalmar con la primera canción, la que da título al disco, la que no había podido escuchar desde el incidente aquél, hacía un año. La escena de la fiesta volvió a mí.

La música a mil, el calor del baile, el frío de la noche. La gran terraza cubierta de luces y flores, la piscina reflejando en su

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superficie una preciosa luna llena. En el centro de todo: la pista de baile. Decenas de cuerpos desenfrenados en movimiento, la alegría reinante, la excelente selección musical. Franca y yo agotábamos una jarra de cerveza cuando la canción empezó a sonar. Franca, a sabiendas de que era uno de mis temas favoritos, me sacó a bailar sin mucha oposición de mi parte. Era la coronación de una noche perfecta. Bailábamos pegados, al compás de la música.

-Cántala -me pidió, romántica- vamos cántala, sé que te la sabes.

-Mmm, ¿no quieres mejor que te la explique? -respondí con una sonrisa.Rompió a reír para luego fingir vergüenza- ¡Oye, qué te pasa! Jajaja, sonso. Sé perfectamente lo que dice la letra de la canción.

-Bueno pues, explícamela entonces.

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-Pues, veamos. No sé, parece que es un pata ¿no? que le dice a una chica... algo sobre... que él puede ver lo que ella piensa, parece que ella le miente mucho o algo así.

-Muy bien, pero no te irás a quedar en eso ¿o sí? -pregunté, con ánimos de filosofar- Claro, puedes tomar sólo el sentido literal, pero te estarías perdiendo del significado más profundo. Tal como lo veo yo, el ojo en el cielo es la alegoría de un... dios, de una conciencia, de eso que te da orden, a lo que no se le escapa nada, a quien nunca podrás mentir... algo que el mismo hombre se impone. No sé, lo entiendo como que el ser humano es su peor juez.

Franca se había quedado en silencio y me miraba fijamente, temí estarla aburriendo y callé.

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-Prefiero mi explicación -afirmó segundos después, sonriendo traviesa.Le reí de vuelta- Creo que también la prefiero...

-Bien. Parece una buena candidata para ser nuestra canción ¿No te parece?Mientras le hacía un gesto afirmativo la vi cambiar de expresión al observar algo, lejos, detrás de mí.

-No voltees, pero ahí viene tu amiguita Celia, esa pesada -me susurró-. Vámonos disimuladamente porque le debo plata.

Mi “amiguita” Celia. Una chica simpática de corta estatura, insuficiencia que parecía querer compensar con un carácter bullicioso y pendenciero. Era muy divertida cuando andaba de buenas, pero era sobre todo conocida por sus arranques de ira, pudiendo ser particularmente dañina e irreflexiva. La conocía de poco pero sí, me consideraba

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su amigo. Celia llegó a dónde bailábamos y apartó a Franca de un jalón, colocándose en medio de los dos. Su estado de ebriedad era evidente. La gente a nuestro alrededor volteó a ver.

-Qué bonito -gritó, y se aseguró que todos la estuvieran viendo- Tú bailando acá, con tu vestidito nuevo, chupando de lo lindo, mientras que una pasando las de Caín para poder subsistir. Bueno pues, supongo que, ya que te das estos lujos, estarás en la condición de pagarme ¿verdad? ¿Dónde está mi plata? -el número de personas que nos rodeaban crecía, Celia aumentó la voz- He dicho que dónde está mi plata, los 300 soles que me debes.

Franca trataba de contenerse pero se le notaba avergonzada y humillada, su orgullo característico desvaneciéndose. Yo, que estaba al tanto de todo, entendía por qué Franca no la había mandado al

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diablo de arranque. Se sabía en falta. Sin embargo era conciente también de lo injusto del reclamo de Celia. Sí, le debía plata, pero habían acordado que la devolvería a fin de mes y aún faltaban unos días para eso. Pero también estaba el que Franca podría haber pagado su deuda antes y no lo había hecho, prefiriendo venir a la fiesta, aún a sabiendas que Celia solía estar en apuros económicos. En todo caso Celia estaba también en la fiesta, así que tan grave no podía ser su situación. Los gritos continuaban, Celia preguntaba una y otra vez por su dinero sin dar oportunidad a Franca de responder nada, callándola hasta que no respondiera con una fecha exacta. Franca de pronto lucía tan sola en medio de la pista de baile, tan vulnerable. La gente empezaba a murmurar y yo me debatía entre meterme o no. Decidí no hacerlo. Quería, pero en mi incapacidad para los conflictos sólo hubiera conseguido hacer quedar peor a Franca.

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Lo único que hice fue mirar con odio a la enana. Y, de pronto, Franca empezó a llorar, ahí, delante de todos. Inmediatamente Celia detuvo sus gritos y suavizó su expresión; en una voz casi inaudible dijo que necesitaría ese dinero para el día siguiente a más tardar, luego dio media vuelta, cruzamos miradas y desapareció dando tumbos entre la multitud. Me acerqué a Franca y la abracé, abrigándola con mi saco. Mientras lo hacía noté que la canción recién terminaba, sólo que ahora me sonaba transfigurada, odiosa. Un recordatorio de mi cobardía.

-Vamos, te llevo a tu casa -le dije, sin obtener respuesta. Simplemente se dejó guiar hasta el taxi y nos pasamos el resto del camino en silencio.

Días después Franca terminaría conmigo. No le objeté nada. Me sentía culpable por lo de la fiesta, por haber actuado como un

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perfecto cobarde. Meses más tarde supe que la expulsaron de la universidad y que, al poco tiempo, falleció su madre. Y aunque no eran cosas que estuvieran bajo mi control me sentí culpable por todo eso. Después desapareció del mapa. Hasta ayer.Cuando llamó por teléfono y me pidió que nos encontrásemos en el parque no supe qué pensar. La verdad sea dicha, el cargo de culpa no me dejaba dormir con tranquilidad desde hacía meses y su llamada era la oportunidad perfecta para disculparme, resarcirme por mi falta y liberar mi conciencia de esa pesada carga. Pero ahora, dispuesto a aceptar su propuesta, me obligaba a hacerme con una carga diferente y, sin embargo, igual de pesada.

***

A la mañana siguiente llamé a Franca para confirmarle lo que ella había intuido

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desde un principio: que haría cualquier cosa con tal de librarme de la culpa.

Poco tiempo después el plan de venganza iniciaba. La realización resultaba más sencilla de lo que había creído en un principio. Sólo habían bastado un par de encuentros “casuales” con Celia para retomar nuestras conversaciones intrascendentes de la época universitaria. Curiosamente ninguno hizo alusión al incidente de la fiesta, como si nunca hubiera ocurrido. A los pocos días estábamos saliendo en plan cita y en menos de un mes ya éramos enamoraditos de oficio. Todo tal y como había predicho Franca.Yo estaba decidido a llevar a cabo el plan en el menor tiempo posible. Odiaba la idea de procurarle mal a otra persona con tanta premeditación, pero intentaba justificarme recordando la escena de la fiesta y repitiéndome una y otra vez que era lo justo. Un ojo por ojo. De todos

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modos, mientras más rápido pudiera salir de esto, mejor.Dos semanas después, la siguiente parte del plan se ponía en marcha. Con la misma facilidad con la que habíamos empezado la relación logré hacerme de la confianza de Celia y, tras algunas -bien calculadas- demostraciones de compromiso y madurez, ya le era indispensable al momento de tomar decisiones. Mientras tanto, una vez a la semana, daba avances a Franca en reuniones clandestinas que solían terminar con ella sonriendo satisfecha y fumándose varias cajetillas de puro contenta.

El tiempo transcurría y ya me estaba hartando de aguantar las rabietas esporádicas de la enana cuando el momento esperado llegó. El día que Celia me dejó ver la contraseña que usaban en su trabajo supe que había empezado la recta final. Ella era una de las dos

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personas que tenían acceso a la caja de la pequeña empresa en la que laboraba, siendo la otra persona el mismo dueño. Franca había conseguido un puesto allí como chica de limpieza desde hacía unas semanas, en un horario en el que no habría de cruzarse con Celia. Luego venía la parte complicada: aprovechando la poca seguridad del local (sin cámaras, sin vigilancia interna), Franca iría robando el dinero de la caja de a pocos usando una contraseña que -en teoría- jamás podría tener. Con el dinero robado yo compraría algunos lujos para Celia, poco antes de desaparecer para siempre de su vida. El dueño de la empresa tendría todos los motivos para creer que Celia habría estado sacando dinero de a pocos, confiada en que pasaría desapercibido. Claro que, sin pruebas físicas para denunciarla, al jefe sólo le quedaría despedirla, no sin antes -con la suerte de nuestro lado- contarles a todos en la empresa que ella era una ladrona. Así

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quedaría humillada y su reputación laboral deshecha, pero sin las implicaciones legales que le quitarían el gusto a nuestra venganza por desmesurada y en cuya investigación probablemente hubiéramos quedado expuestos. Un plan bastante redondo, cimentado en la cotidiana informalidad de estos negocios pequeños.

En los últimos días del plan me la pasé reflexionando sobre Franca, sobre nosotros. Me deleitaba en su genialidad al tramar todo esto, en la exactitud de sus predicciones. Franca era realmente una mujer muy inteligente. Y sin embargo estaba tan perdida. ¿Por qué había dejado que todo se le fuera al diablo? ¿Tanta era la obsesión? Debía serlo. El incidente aquél también me había arruinado a mí. Por eso la importancia de nuestra venganza: sólo culminada podríamos seguir con nuestras vidas. Así los días (y los pequeños robos, y los pequeños

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regalos), llegó el momento del desenlace. La noche previa a mi “desaparición” me puse a empacar lo poco que tenía en mi cuarto de soltero. No me daba pena abandonar la ciudad ya que no había nada que me atara a ella. Todo este asunto de la venganza me había dado la oportunidad para deshacerme de lo que quedaba de mi patética vida y así poder empezar de nuevo, en otro lado. Todo esto me había cambiado, me había dado una perspectiva diferente. Admito que incluso muchas veces me encontré disfrutando al añadir detalles irónicos al plan. Con el dinero robado le había comprado a Celia un vestido de gala como el que Franca usara en la fiesta, un disco con música de relajación y -en el colmo de la perfidia- un modesto anillito de compromiso.Ya con las maletas hechas me di una vuelta por el cuartito que alquilaba Franca en un edificio del centro de la ciudad. Quería despedirme, sospechando

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que quizá ya no nos volveríamos a ver. Subí los seis pisos y la encontré en su puerta, a punto de salir. Me recibió desganada, le pasaba algo.

-¿Qué quieres? Pensé que ya te habrías ido.

-Pasaba para despedirme, no sé cuándo nos iremos a ver otra vez...

-Pues si de mí depende, nunca más -asestó, con una frialdad increíble, dejándome en claro que no había más que decir.

-Toma, no lo abras hasta que me vaya -dije, alcanzándole un paquete que ella recibió de mala gana.

-¿Y esto qué es?

-Nada, algo para que me recuerdes, te dije que no lo abrie... -pero ya lo había sacado,

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la tapa verde, las líneas doradas: el disco que compré la noche de nuestro reencuentro.

-¿Pero, eres idiota? ¿Cómo se te ocurre darme esto? Vete, vete ya, por favor.

Sus ojos se llenaban de lágrimas. Yo no comprendía. Presa de un extraño remordimiento intenté abrazarla, pero ella se zafó y bajó corriendo las escaleras. Yo intenté seguirla pero tropecé con las maletas y caí rodando por los interminables escalones hasta que, después de un rato, el suelo frío me recibió, sin vida.Franca corría adelante, sin saber. Sus pisadas se desvanecían entre la indiferencia de los ruidos citadinos. Ya se enteraría después.

Días después el plan finalizó a la perfección, aunque Franca no estuvo ahí para verlo. No disfrutó los instantes de la

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humillación pública de Celia, ni vio cuando, en un ataque de histeria, la enana se abalanzó contra su jefe para agarrarlo a mordidas y arañazos, gritándole “maricón” y “ladrón serás tú” hasta que un macanazo del recién contratado guardia de seguridad la dejara en el piso, convulsionando. Se perdió todo eso. Se perdió también mi entierro, al que nadie asistió. Pero no importa, porque sé que se siente culpable. Pobre Franca. Ahora se pasa los días llorando en una esquina de su cuarto mientras escucha mi disco; intentando esconderse de mí, inútilmente. Yo la veo, hasta en el rincón más recóndito yo la veo. Y siento lástima por ella, porque ahora que me he convertido en su ojo en el cielo, que puedo penetrar en su atormentada mente, ahora sé que nunca fue tan feliz como aquella vez que hicimos de ésta, nuestra canción.

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Vicús

-¿Sabes cuál es el problema? Eres un egocéntrico de mierda, ése es el problema. Siempre crees tener la razón, no escuchas a nadie y ya ves: nos has jodido a todos.

Las palabras de Arturo son seguidas por un silencio incómodo que nadie interrumpe. Enardecido, mira a los demás por algunos segundos, buscando un gesto de apoyo que nunca llega; luego regresa su vista a Tete, esperando alguna respuesta: un golpe, un insulto; lo que sea. Pero nada. El fastidio en los demás se deja sentir. Llevan más de dos horas perdidos, el cansancio agarrota sus cuerpos y empiezan a asustarse. Encima esto. Un conflicto así es lo menos que necesitan. Añáz le arroja una mirada de reproche que Arturo toma del peor modo

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posible. Harto, avisa que continuará sólo. Recoge su botella con agua, les da la espalda y se marcha, caminando por un sendero entre frondosos arbustos, hasta que desaparece de vista.

Tete permanece en su sitio, como si nada hubiera pasado. Estira un poco el cuello, escudriñando alguna ruta que les permita bajar. Se toma su tiempo. El resto decide descansar: Todos suspiran sonoramente; Sara intenta ventilarse sacudiendo su gorra con vehemencia; Añáz retira su polo empapado de sudor y lo amarra alrededor de su sien a modo de turbante; Beto y Ana se sientan bajo la sombra de una roca llena de telarañas e intentan bromear para calmar los ánimos.

- Oye ¿y al cabro de Arturo qué le picó, ah? -comenta Ana desenfadada.

- Estará en sus días -responde Beto para risa de los otros, hace una pausa y ya más

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serio completa- no sé, a lo mejor está así por la resaca.

- Todos estamos con resaca Beto, no lo justifiques. No sé que pleito tienen estos dos- afirma Añáz y señala a Tete que se mantiene de espaldas a ellos, buscando una ruta aún- pero sospecho que tiene que ver contigo Sara. Si hubieras visto la cara que tenía Arturo anoche mientras bailabas con el Tete. Ya define las cosas, mujer, no los puedes tener a los dos así, atrás.

- Ya sé, ya sé, pero ambos son mis amigos, pues, y los quiero por igual. Creo que tendría que alejarme del grupo por un tiempo. No quiero que se frieguen las cosas por mi culpa - Sara suspira triste, y se queda mirando al piso, haciendo dibujos con una ramita sobre la tierra.

Quedan todos en silencio, envueltos en sus propios pensamientos. Ninguno

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menciona lo que verdaderamente les preocupa. ¿Estaban realmente perdidos? Si bien la subida al cerro Vicús no había sido tarea sencilla, la bajada estaba pareciendo imposible. No se explicaban cómo podían haber perdido el camino por el que subieron hacía tan sólo unas horas. Habían probado ya varias rutas y todas terminaban en pendientes altísimas por las que hubiera sido un suicidio descolgarse. Lo peor de todo es que les quedaban sólo un par de horas antes que empezara a anochecer, y entonces ya sería demasiado peligroso intentar una bajada sin linternas.

-¿Ven chicos? El taxista ya nos había advertido que era peligroso subir al cerro a partir del mediodía. Que nos iba a coger el encantamiento -dice Beto en tono burlón, imitando el marcado acento cantarín del chofer que los había traído desde Chulucanas.

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- Ya, caramba, no friegues. De esas leyendas hay por todo lados. -comenta Añáz fastidiado- estoy harto de sus estereotipos. Puta madre, ustedes creen que los chulucanenses somos unos supersticiosos ¿no?, unos ignorantes. No saben que los huaqueros de acá son más vivos que cualquiera de ustedes, que inventan esas historias para poder huaquear tranquilos.

- Pucha, ¿ya te picaste? Es una broma, chochera. Yo sé que tú eres muy culto, muy leído... claro, a pesar de ser de Chulucanas.

Añáz aprieta los puños, pero aguanta porque sabe que en el fondo es una broma, de muy mal gusto, pero broma al fin y al cabo.

- Caray, no se peleen. Dios. Si esto ya parece una escena de “The Blair Witch

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Project”- advierte Ana, sarcástica, en su perfecto inglés.

- Alienada- le espeta Beto.

- Alienada tu abuela, sonso -contesta Ana fingiendo enojo y ambos rompen a reír con sonoras carcajadas.

Tete se acerca a ellos e indica que lo sigan. Debe ser por acá -y añade- sí, ahora recuerdo que subimos por acá. Los cuatro rostros fatigados le observan con cierto recelo, pero finalmente se ponen de pie y continúan por el camino indicado. Avanzan en fila por un senderito terroso en bajada, apenas visible debido a los arbustos espinosos que crecen en todo el cerro y que por momentos bloquean el camino. Para poder avanzar deben aguantar los raspones de las ramas y a veces caminar a gatas bajo un frondoso techo de espinas. Tete se queda atrás para

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poder conversar con Sara que camina en silencio un poco alejada de los demás.

- ¿Te pasa algo? Te veo alicaída.

- No es nada. Estoy un poco preocupada por Arturo, es todo.

Los celos atraviesan a Tete como un punzón- ¿Por ese idiota? No te preocupes, sabe cuidarse solo. De hecho, estoy seguro que nos debe estar siguiendo de lejos pero, orgulloso como es, no se acercará para no tener que admitir que se equivocó. Cuando terminemos de bajar ya lo veremos aparecer atrás con su cara de yo no fui. En serio, no te sientas mal, se fue porque quiso, nadie lo obligó.

- No Tete, los chicos tienen razón; yo he propiciado esto. Tú y Arturo eran tan buenos amigos y ahora... ya no sé. He decidido dejar de aparecerme en las

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reuniones por un tiempo, lo que sea necesario para que ustedes vuelvan a estar bien.

Tete nunca había sentido tanto odio por Arturo como el que sentía en este momento. Cualquier posibilidad de estar con Sara se desvanecía por su culpa. No podía perderla.

- Oye, pero no tienes por qué alejarte -señala Tete tranquilo, encubriendo su creciente ira- cualquier problema que haya entre Arturo y yo tiene su origen en otras causas, tú no tienes nada que ver con eso, en serio. Bueno, piénsatelo bien -le dice ya en un tono más relajado-, las reuniones con los chicos no serían lo mismo sin ti.

Delante, los chicos se han detenido.

- Oigan ¿Qué pasó? -les reclama- ¿Por qué no avanzan?

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Camina hasta donde Ana y Beto se han detenido y comienza a echar maldiciones. El sendero que venían siguiendo llega hasta una saliente que se eleva varios metros sobre el siguiente tramo. Otro callejón sin salida. Empiezan a desesperar. ¿Y ahora? Parece ser la pregunta general. Añáz hace cálculos para ver si es posible bajar descolgándose pero la altura que los separa del siguiente tramo es de casi cinco metros sin contar que serían recibidos por la irregular superficie de algunas rocas afiladas.

- Es el encantamiento -bromea nuevamente Beto. Pero ahora nadie ríe.

Ana sugiere que vuelvan a la cima, a donde encontraron la tierra de muerto, y que devuelvan los restos: unos cuantos dientes y un polvo marrón que recogieron en una botella de plástico.

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- No puedo creer que te estés tragando esas historias sobre el Vicús -sermonea Añáz a Ana- ¡Son leyendas! Me decepcionas, realmente ¿Tienes idea de lo difícil que es encontrar restos como esos? Después de la depredación de los huaqueros es un milagro que hayamos hallado cualquier cosa.

A Beto no le hace gracia que Añáz maltrate así a Ana, pero le parece justo que alguien la cuadre ¿cómo se iba a estar creyendo tremendo cuentazo de cerros encantados? Si no conseguían bajar aún, había sido únicamente por el descuido de Tete que era el encargado de recordar el camino.

-Bueno ya, se hace tarde y aún no hemos llegado ni a la mitad del camino -les recuerda Tete. Volvamos por donde vinimos. Me pareció ver otras posibles rutas hace rato.

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Vuelven a hacer una fila y marchan recogiendo sus pasos. Qué pérdida de tiempo -piensan los chicos mirando a Tete cada vez con mayor desconfianza. Avanzan de vuelta por el tramo ya recorrido y Beto intenta conversar con Ana, pero ella se adelanta resentida por lo de Añáz.

El paisaje empieza a cansarlos: la misma tierra amarillenta, los mismos arbustos secos. La esperanza de salir de ahí pronto comienza a menguar. Abajo, a varios cientos de metros se alcanza a ver las laderas del cerro Vicús y la carretera que pasa por su lado. Parece tan cerca. Se ve tan cerca. Pero es como si un infranqueable muro de cristal los separara de la civilización, de la casa de Añáz, allá en Chulucanas, donde la noche anterior habían estado bebiendo cervezas y ron, hasta perder la conciencia.

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- Oye Añáz, disculpa por las bromas y eso. En serio chochera, yo te respeto mucho y te admiro, ya quisiera ser tan erudito como tú.

- No hay problema Beto, tengo harta correa para tus bromas. Más bien, discúlpame luego con Ana, creo que fui un poco duro hace rato.

- Ya se le pasará. Además si no la reñías tú, lo hubiera hecho yo -fuerza una sonrisa- Si la dejábamos asustarse iba a ser peor.

Tete y Sara los llaman desde lejos, han encontrado un sendero que luce prometedor. Beto y Añáz llegan allí, con nuevas esperanza, muy dispuestos a empezar el nuevo descenso, cuando recaen en la ausencia de Ana. ¿No estaba con ustedes? No, pensamos que se había ido contigo Beto, como siempre. Pero no, no estaba. Beto la llama por su nombre y

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corre en dirección a donde se separaron, a donde la vio por última vez. Pero no hay ni rastros. Una tras otra, las voces de los cuatro se esparcen por el inmenso espacio abierto, gritando el nombre de Ana, acaparando toda la superficie del cerro, sin respuesta.

Devolvamos los restos, había dicho Ana antes de enojarse. A lo mejor había ido a la cima del cerro para hacerlo. Pero no, era improbable, sobre todo porque la botella la cargaba Tete en su mochila. Lo hacen revisar, a lo mejor ana se la llevó en un descuido. Pero no, la botella seguía ahí, con la tierra de muerto y las piezas dentarias. A lo mejor se había encontrado con Arturo y de puros resentidos habían decidido buscar el camino por su cuenta. Claro, seguro que era eso -intenta calmarlos Tete, pero Beto no puede quedarse tranquilo, no sin tener la seguridad de que Ana está bien. ¿Y si está lastimada? ¿Y si se ha caído intentando

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buscar un camino? Puta madre, todo esto es tu culpa Tete, ya lo decía Arturo, estamos jodidos por tu culpa. Ya Beto -ruega Sara-, contrólate. No puedo, Sara, no hasta encontrarla. Mira Beto -intenta explicar Tete del modo más razonable- creo que lo único que podemos hacer ahora es seguir el sendero que hemos encontrado. Falta menos de una hora para que anochezca y difícilmente podamos buscar a Ana en la oscuridad. Lo mejor será salir del cerro lo antes posible y si Ana y Arturo no han regresado, pues, volveremos con más gente, con la policía si fuera necesario.

Beto sólo lo mira y se da media vuelta en silencio, en dirección a la cima del cerro. Tal como Arturo -piensa Tete- Todo es culpa de Arturo: ha dejado la semilla de la discordia y ahora todos se vuelven contra mí que soy el único capaz de sacarlos de esta situación. Maldito Arturo. Estoy seguro que tiene que andar por aquí

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cerca, siguiéndonos. E impredecible como es, es capaz de haberse llevado a Ana con tal de hacerme quedar mal frente a los otros, frente a Sara. Maldito Arturo.

Añáz y Sara se miran preocupados. Incapaces de decidirse entre seguir a Beto o continuar buscando una salida de esa pesadilla en la que se había convertido el paseo. Tete permanece inmóvil, mirando hacía el horizonte, pensativo. Los colores del cielo empiezan a teñirse de un dorado espectacular que les anuncia la inminente llegada del ocaso. Sara es de la opinión que hay que deshacerse de la tierra esa, aunque sea por precaución. A Añáz ya no le importa conservarla, sólo le interesa salir de ahí lo más pronto posible. Sara le pide la botella a Tete y vacía su contenido al aire. La mezcla de cenizas y tierra marrón se deshacen en el viento, pasando a formar parte de la atmósfera del lugar. Los pedacitos de dientes caen al suelo, confundiéndose entre las piedritas. Tete

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les anuncia que deben continuar. Hacen una fila y empiezan el descenso por el resbaloso camino, cada vez con menos luz.

La senda se ve invadida, cada vez más, por amenazadoras ramas de gruesas espinas. En un momento Tete apenas si puede moverse en medio de los arbustos y se hace varios cortes y raspones antes de poder salir de ahí con el polo hecho jirones. Pero ni Sara ni Añáz están a la vista. Tete desespera. Llama a Sara una y otra vez en vano. Grita los nombres de sus amigos hasta que siente perder la voz. Un viento frío empieza a soplar con fuerza y Tete decide seguir un nuevo camino intentado aprovechar lo poco que queda de luz. En el cielo, de un malva azulón ahora, empiezan a aparecer algunas estrellas.

Casi sin darse cuenta Tete ha salido a un claro que luce extrañamente familiar.

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Después de pensárselo se da cuenta de que está de vuelta en la cima del cerro y no entiende. ¿Cómo ha llegado allí? ¿Cómo, si el camino que seguía iba en la dirección contraria? Pero ahí está: de vuelta en el lugar al que habían llegado entre sonrisas de satisfacción él y sus amigos, al medio día. En el mismo claro en el que habían hallado el pequeño agujero, la tierra marrón, las piezas dentarias. El mismo sitio, sólo que ahora Tete está solo y la cima parece un sitio tenebroso. Unos metros hacia el centro yace un bulto del que, por la poca luz, apenas se distingue una masa sanguinolenta. Algo se mueve sobre ella. Tete se aproxima lentamente y con los últimos rayos del sol alcanza a ver una silueta erguirse. Al comienzo le es difícil distinguir de quién se trata, pero luego ya todo parece muy claro. Arturo de pie frente a él, las manos bañadas en sangre, sosteniendo mechones de cabello de su adorada Sara.

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Pero ¿¡Qué has hecho!? ¿¡Estás loco!? -grita Tete, completamente fuera de sí. Arturo lo mira desconcertado, confuso. Intenta decir algo, pero en menos de dos segundos tiene a Tete encima, golpeándole la cabeza contra el suelo. Toda la ira reprimida en él, todo el resentimiento de rencillas pasadas, y Sara, ahora muerta, todo explota en un segundo. El cuerpo flacucho de Arturo no puede hacer nada por evitarlo y tras unos cuantos azotes su cráneo cruje en una fractura fatal. Tete continúa inflingiendo el castigo hasta que ya no da más. Sus latidos a mil, los pulmones reventando. Logra ponerse de pie tras unos intentos lastimeros. La sangre salpicada por todo su rostro empieza a resbalar a sus ojos, tiñendo su vista con un rojo ardor. Observa en el piso el cuerpo sin vida de Sara y llora amargamente, arrepentido de todo, deseando nunca haber hecho este maldito viaje. Un ruido detrás de él lo

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pone alerta. Voltea a ver, pero en la oscuridad de la noche no alcanza a distinguir nada. Ahora sería imposible buscar un modo de bajar. Resignado, levanta el rostro al cielo y decide esperar ahí hasta que amanezca; ignorando que tras los arbustos, insaciables, acechan los espectadores invisibles.

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Comma

Al fin, después de la larga jornada, Mary logra llegar al hospital. Entra corriendo a pesar de su notable cansancio, con el alma en un hilo, preguntando por la habitación en la que su queridísimo Eusebio se encuentra internado. Mientras tanto en el cuarto 312, Eusebio (el rostro lleno de cortes y moretones) yace en un coma del que su médico no cree que pueda salir. Mary irrumpe con evidentes signos de angustia, se detiene frente a la cama y luego se arroja sobre su amado, llorando como si no hubiera mañana. Le habla entre sollozos, le dice que no la deje, que ella siempre lo amará, que lo esperará lo que sea necesario, mientras el médico a su lado intenta explicarle que en estos casos nunca se sabe, que habría que barajar otras opciones. Llora más. De repente los dedos de Eusebio -luego toda la mano- reaccionan ante las lágrimas de amor de

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Mary. Despierta como de un sueño y le dice “Ya no llores, chiquita”, y completa: “nuestra historia no podría terminar así”. Ella se deja envolver en sus brazos y mientras se dan un largo, apasionadísimo, beso, los créditos empiezan a correr.

En la sala el público ovaciona, extasiado. El ruido de los aplausos crece como en una onda expansiva. Las expresiones de admiración se hacen notar a través de grititos, muchos ¡bravos! y alguna que otra lágrima en los rostros de los más sensibles. Mientras, el incógnito crítico de cine Diego De Lama permanece hundido en su asiento de la séptima fila refunfuñando una maldición, para luego levantarse y salir de la sala, indignadísimo.

Camina ensimismado por calles teñidas de un naranja absurdo. Se ha enfundado en la oscura gabardina que compró hace tanto, la que lo hace sentirse gangsteril,

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la que lo afirma en su idea de que el trabajo de crítico es una suerte de negocio clandestino para el que se necesita un gusto muy refinado. Se dice a sí mismo: el gusto es algo que se educa. Y no puede evitar morderse la lengua de la cólera porque, carajo, una cosa es que se hagan películas malas, otra muy distinta es que a la gente le encante, peor aún, que la aclamen, como si de una obra maestra, como si de una genialidad.

Entra al chifa donde cena cada noche y pide lo mismo de siempre. La mesera, que de china no tiene nada, trae inmediatamente una de tanda de platos humeantes: la sopa especial, el combinado chaufa-tallarín saltado, tres paupérrimos wantanes. Diego come de mala gana, mientras mira de reojo como los comensales en las otras mesas disfrutan absortos de un televisor en lo alto en el que se está emitiendo el último episodio de la novela venezolana de moda. Con

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razón -se dice- entre esto y las calatas del periódico con razón termina gustándoles luego cualquier porquería. Les han podrido el cerebro. Les han jodido el gusto. Ya nada se puede hacer por ellos. Felizmente aún me queda mi élite.

A la salida del chifa y de camino a su casa Diego se cruza con varios de sus mejores amigos: Un grupo variopinto de artistas e intelectuales que disfrutan reuniéndose para ver películas, hablar de literatura y beber ron. Al fin, la gente más culta que he conocido -se alegra-, mi pequeña élite. Oigan chicos, acabo de ver “Comma” -dice Diego dándoles pie, dejándoles el espacio para que empiecen a rajar. Pero los comentarios de sus amigos le llegan como una decepción tras otra. Todos coinciden en que la película ha sido lo máximo y que se están poniendo de acuerdo para ir a verla mañana nuevamente ¿Te apuntas? Diego está a punto del colapso. En un minuto ya se ha peleado con todos ellos y

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termina por tildarlos de veletas y falsos artistas. Ellos le contestan con una sola palabra: snob, y lo dejan tragándose sus maldiciones en medio de la noche.

Diego llega a su casa y piensa: Caray, dónde estamos, que país es éste. Atraviesa el pulcrísimo estudio decorado con una sobriedad y elegancia envidiables, rumbo a la computadora. La enciende. Se sienta frente a la brillante pantalla y coloca en el tocadiscos un compacto con las estaciones de Haydn. Aspira profundo y empieza a escribir la crítica más ácida que haya hecho en su vida. El texto crece oscuro, cargado de sarcasmos, referentes a clásicos, y menosprecio por el producto popular. Un par de horas después la termina, satisfecho. Siente que ha descargado todo lo que esa bazofia podía inspirarle. Se conecta a Internet. Antes de enviarla a la célebre página web donde publica sus artículos quiere chequear lo que los

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críticos internacionales tienen que decir. Seguramente le estarían dando duro a la película, igual que él. Pero no. Casi se cae del asiento y se ve tentado a aventar el monitor cuando lee los muchos “Master piece” y “Prècieux”, acompañados de las infames cinco estrellitas doradas. Se da cuenta que es una catástrofe mayor, una de escala mundial. “La mejor película del año, sin duda alguna”, “Una obra de la cinematografía mundial”, “Sólo un “comatoso” podría dejar pasar una película así”, etc. El mundo está loco. No hay de otra. La culpa es de la televisión, de los gobiernos, del calentamiento global -se repite una y otra vez, mientras envía el archivo con la crítica despiadada. Alguien tendrá que coincidir conmigo, no puedo estar tan solo, se dice Diego para poder dormir tranquilo.

A la mañana siguiente enciende la computadora y accede al sitio web. Se

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sorprende al ver que no han colgado aún su crítica y escribe un mail furioso reclamando por la falta de puntualidad y profesionalismo. A los pocos minutos le llega un correo de respuesta en el que se le anuncia entre otras cosas que: “debido a la inexactitud de su texto hemos decidido prescindir de sus servicios”. Además le sugieran que se tome un descanso con lo que Diego se siente detective en película de acción al que le han obligado a entregar su placa. Maldita sea. No puede ser que esté tan equivocado ¿o sí?

Diego decide entonces apartarse de su antiguo yo. Piensa: A lo mejor me he alejado demasiado de la realidad y he perdido mi capacidad para percibir la verdadera belleza. Tengo que volver a las raíces.

A lo largo de varios meses se dedica a cultivarse en sentido inverso: compra

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cuanto periódico chicha tiene en frente; empieza a leer libros de Coelho, Og Mandino, la serie completa de Chocolate caliente para el alma; intenta ampliar sus gustos musicales y compra un lote de discos que van desde el reggaeton hasta el thrash metal (con la h intermedia); empieza a ver Magaly TV, el programa de Laura Bozzo, Hallmark channel; alquila la película de Britney Spears; aprende a comer estofado y a tomar leche de soya.

Al final, después de más de ocho meses nutriéndose de su nuevo material, nota que su percepción del mundo ha cambiado y que ha conseguido cogerle el gusto a todo lo que entra por sus sentidos. Entonces decide darse una nueva oportunidad. Va al cine y compra una entrada para “Comma” que aún está en cartelera, rompiendo records de taquilla. Entra a la sala y se acomoda en

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el mejor sitio posible. Empieza a sudar frío. Las luces se apagan.

Diego sale del cine corriendo antes que la película empiece siquiera. Teme que no le vaya a gustar y que tanto esfuerzo haya sido en vano. Se siente una persona más completa y no quiere dejar de pensar así de sí mismo. Y mientras su fugitiva silueta desaparece en el horizonte las noticias en los televisores anuncian indignadas el tremendo escándalo que remece el mundo: El gran fraude tras “Comma” y las nuevas técnicas de Hipnosis colectiva. No se lo pierda.