en una plaza juan muñoz

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66 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO EN UNA PLAZA Juan Muñoz La imagen es clara. La mesa del conferenciante en la distancia. Un sinfín de ca- bezas interpuestas que hacía imposible ver su rostro. La voz del poeta mexicano Octavio Paz relatando lentamente la historia de una estatua. La imagen de la voz aún es clara. Valga esta reescritura como una suma de ecos que reverberando se pierden hacia uno último ininteligible. En agosto de 1790 unos trabajadores estaban realizando unas obras en el centro de la ciudad de México. Al levantar el suelo de la Plaza Mayor encontraron bajo tierra una estatua de piedra de dos metros y medio de altura. Pocos años antes, la Real Universidad de México había instalado en sus alas una extensa colección de reproducciones en escayola de diversas esculturas griegas y romanas procedentes de Europa. La estatua de la diosa Coatlicue fue conducida allí y emplazada en tan singular compañía como «un monumento de la antigüedad». Transcurridos unos pocos meses, los doctores universitarios decidieron que la presencia de semejante obra entre las representaciones del clasicismo era una afrenta a la idea de belleza. Incluso la diosa pétrea podía reavivar entre los in- dios aquellas creencias que los virreyes preferían conservar olvidadas. Ahí los profesores decidieron que la Coatlicue fuera de nuevo enterrada en el mismo agujero donde había sido encontrada.

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Page 1: EN UNA PLAZA Juan Muñoz

66 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

EN UNA PLAZAJuan Muñoz

La imagen es clara. La mesa del conferenciante en la distancia. Un sinfín de ca-

bezas interpuestas que hacía imposible ver su rostro. La voz del poeta mexicano

Octavio Paz relatando lentamente la historia de una estatua. La imagen de la voz

aún es clara. Valga esta reescritura como una suma de ecos que reverberando se

pierden hacia uno último ininteligible.

En agosto de 1790 unos trabajadores estaban realizando unas obras en el centro

de la ciudad de México. Al levantar el suelo de la Plaza Mayor encontraron bajo

tierra una estatua de piedra de dos metros y medio de altura.

Pocos años antes, la Real Universidad de México había instalado en sus alas

una extensa colección de reproducciones en escayola de diversas esculturas

griegas y romanas procedentes de Europa. La estatua de la diosa Coatlicue fue

conducida allí y emplazada en tan singular compañía como «un monumento de

la antigüedad».

Transcurridos unos pocos meses, los doctores universitarios decidieron que la

presencia de semejante obra entre las representaciones del clasicismo era una

afrenta a la idea de belleza. Incluso la diosa pétrea podía reavivar entre los in-

dios aquellas creencias que los virreyes preferían conservar olvidadas. Ahí los

profesores decidieron que la Coatlicue fuera de nuevo enterrada en el mismo

agujero donde había sido encontrada.

Page 2: EN UNA PLAZA Juan Muñoz

67FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

Algunos años después, el barón Alexander von Humboldt, mientras permanecía

temporalmente en México, debió de leer las notas y la descripción de la estatua

que Antonio de León y Gama realizó antes de que ésta fuera de nuevo cubierta

por la tierra. Humboldt consiguió que la obra fuera desenterrada para poder

estudiarla. Cuando terminó de hacerlo, la estatua fue de nuevo enterrada.

La Coatlicue era un bloque de piedra de imprecisa apariencia humana que en-

cumbraba el Templo Mayor de Tenochtitlan. Allí el sacerdote azteca la untaba

con sangre e incienso de copal. Era portadora de los atributos de la divinidad

—colmillos, serpientes, cráneos— todos tallados de manera realista. Huesos,

madera, plumas estaban manifestados en la petreidad de la escultura mexicana.

«Fusión de la materia y el sentido», dice aquí exactamente la voz del poeta, «la

piedra es idea y la idea se vuelve piedra».

Años después de la Independencia de México, la Coatlicue fue desenterrada

definitivamente. De vuelta a la Universidad, primero fue abandonada en un

patio; luego fue colocada en un pasillo, parcialmente escondida tras un biombo

que dejaba entrever a través de la curiosidad otro tanto de molestia y vergüenza.

Finalmente, tras ser emplazada en una pequeña sala como objeto de imprecisa

validez artística, fue a ocupar el lugar central en la sala principal de arte azteca

en el Museo Nacional de Antropología.

Desde sus inicios como diosa en lo alto de una pirámide truncada, hasta su

emplazamiento actual como obra maestra de la historiografía antropológica, la

Coatlicue permanece indiferente a la pluralidad de significados que sobre ella

vuelca la sensibilidad de cada época.

Si para el misionero católico, esa piedra era la encarnación de lo demoníaco, en

firme oposición al sacerdote azteca que la veneraba como poseedora de valores

divinos, para ambos la estatua era en sí misma una presencia sobrenatural. La

Coatlicue era una presencia que condensaba e irradiaba «un misterio tremendo».

El espectador capaz de sentir esa presencia sobrenatural en la figura de piedra ya

había desaparecido cuando la Coatlicue entró en los pasillos del discurso estético

de finales del XVIII y en los vericuetos de la especulación antropológica del XX.

Siglo tras siglo, lo que iba cambiando era la comprensión de lo real, no la

apariencia real de la estatua. A lo largo de ese trayecto desde lo religioso a la

secularización, desde el sacerdote azteca a Humboldt y al visitante del Museo

Antropológico, la Coatlicue se muestra inequívoca frente al misterio. La piedra

de apariencia humana —desde su autonomía estatuaria—, revierte al misterio

del ver, a la mirada que la circunscribe. A lo largo de los siglos, al sentido de

veneración que provocaba en el azteca se sumó el del horror de igual sustrato

religioso. A la desconfianza estética se añadió la curiosidad científica con igual

criterio intelectual.

Frente a esa suma y resta de significados, frente a las cambiantes épocas que ha-

bita cada intermitente espectador, el bloque de piedra ofrece, en su inmovilidad,

un sentido único: el enigma de hacer sentir.

Permítasenos dar una pisada unos metros al frente o tal vez de lado para añadir

otra posibilidad, desde el presente, a ese trayecto de cuatrocientos años.

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68 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

Frente a la estatua azteca y para siempre de espaldas a tanta escultura de la so-

ciología y de la información, valga apoyar la mirada en otra estatua. Un general

cualquiera en el centro de una plaza cualquiera en una ciudad cualquiera subido

a un caballo igual de inmóvil. Estatua que no produce respecto, pues ya nadie

recuerda a qué gloriosa batalla se erigió ese montículo de piedra y bronce. No

provoca animosidad, pues tampoco queda ya el enemigo. No produce fervor

estético ni siquiera curiosidad científica. Es una estatua que es poseedora de un

único valor: haber dejado que el tiempo la oculte a la vista de todos.

En verdad, no es nuestra intención rescatar de la ocultación la imagen de un

general de bronce o devolver a los anales del arte una estatua olvidada, inmóvil,

escondida en el aire, en una plaza cualquiera. Como tampoco señalar con el tra-

yecto de la Coatlicue el hecho de que una piedra puede ser digna de un tratado

de las interpretaciones. Más allá de esa suma y resta de significados queda una

comprensión única: estamos abocados a ser traductores de sus presencias.

Entonces, desde el presente, extraviado por una ciudad, cruzando una plaza,

mirando, ¿cómo traducir esa ocultación?

Escritos, La Central, Museo de Arte Reina Sofía, Madrid, 2009.

Monumento para el pedestal vacío en Trafalgar Square, Rachel Whiteread, Londres, 2001.