el último apaga la luz

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Antología de la escuela de escritores SOGEM Puebla 2008-2011

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EL ÚLTIMO APAGA LA LUZ

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EL ÚLTIMO APAGA LA LUZAntología de alumnos de la Escuela de Escritores

de la Sogem-Puebla

InstItuto MunIcIpal de arte y cultura de puebla beneMérIta unIversIdad autónoMa de puebla

cOMPILAcIón dE SEbASTIán GATTI

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h. ayuntamiento de puebla 2008-2011Blanca Alcalá RuizPresidenta Municipal de Puebla CapitalPedro Ocejo TarnoDirector General del Instituto Municipal de Arte y Cultura de PueblaBeatriz Meyer RodríguezSubdirectora de Promoción Cultural y PatrimonialCarlos Jesús Ortíz HernándezCoordinador Sogem PueblaMiguel Ángel AndradeCoordinador de la serie

benemérita universidad autónoma de pueblaEnrique Agüera IbáñezRectorJosé Ramón Eguíbar CuencaSecretario GeneralMaría Lilia Cedillo Ramírez Vicerrectora de Extensión y Difusión de la CulturaCarlos Contreras CruzDirector de Fomento Editorial

Primera edición, 2011d.r. © Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla3 norte 3; Centro Histórico. c.p. 72000 Puebla, Pue. Tel. (222) 4097426 ext 108

d.r. © Benemérita Universidad Autónoma de PueblaDirección General de Fomento Editorial2 norte 1404. Puebla, Puebla.

d.r. © Juan Sebastián Gatti García, compilador.

isbn: 978-607-8123-06-3

Impreso en México / Printed in Mexico

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del autor o del editor.

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PrESEnTAcIón

Apaga la luz, y luego apaga la luzShakespeare, Otelo, acto V, escena II

Es muy común la idea —que proviene en nuestra cultura de las musas griegas y se extiende durante el medievo en la noción judeocristiana del soplo del Espíritu— de que la creación artística es patrimonio de unos cuantos iluminados, capaces de recibir una inspiración que proviene de fuera y de seguir sus dictados. De ahí, quizás, que para nosotros el artista sea siempre en cierta medida un poseído, un poseso, un arrebatado, alguien que hay que apreciar por su rareza y de quien debemos desconfiar por la misma causa.

Jorge Luis Borges, que siempre ejerció a plenitud su li-bertad de sostener opiniones encontradas, a veces al mismo tiempo, propuso alguna vez que la belleza, y sobre todo esa belleza que asociamos con el hallazgo literario, es mucho más común de lo que solemos pensar: que se la encuentra en luga-res y momentos insospechados, y que incluso grandes obras literarias quizás se justifican, al final del día, por una frase, por un adjetivo afortunado, por un solo giro verbal lleno de gracia o agudeza.

Esta compilación de relatos es producto del trabajo de dos generaciones de la Escuela de Escritores de la Sogem en Puebla, es decir, de personas que no han esperado ni am-bicionado la ayuda de las musas o el Espíritu, sino que han confiado en su esfuerzo, en los resultados de una labor ardua

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y en las virtudes de una larga discusión que, si bien concluida oficialmente en las aulas y talleres que las albergaron en su momento, continúan interminablemente en el silencio y la soledad de quien se enfrenta por oficio a ese lugar común llamado “la página en blanco”.

Originados en ese contexto, los cuentos recogidos aquí tienen temáticas, estilos y propuestas estéticas tan diversas como se pueda concebir. Algunos de estos relatos se inclinan por cierta veta fantástica de mayor o menor intensidad; otros son de un realismo duro y flagrante; lo urbano y lo rural, lo céntrico y lo marginal se reparten irregularmente estas pági-nas. El signo de este libro es, pues, la diversidad.

Sus autores no pertenecen a una generación específica ni comparten una formación común. Algunos de ellos tienen ya libros editados; otros han publicado textos sueltos en revis-tas, suplementos o páginas electrónicas, y la mayoría mues-tran por primera vez al público el resultado de sus esfuerzos. Se trata en ocasiones de voces en pleno desarrollo, donde todavía es posible ver la influencia de sus maestros o la incli-nación por ciertos escritores y tendencias. Todos tienen en común, sin embargo, la característica de hacer visible y com-probable la afirmación de Borges que parafraseé más arriba.

Quisiera que los lectores de este libro tuvieran en mente esta última idea mientras recorren su páginas. Sin iluminacio-nes ni soplos divinos, estos escritores han trabajado de forma minuciosa y exacta por el hallazgo de una historia, una frase, una palabra que sin engaños ni trucos baratos sean capaces de conmovernos, estremecernos o sacudirnos, para que se-pamos, al terminar, que hemos estado por un rato en el reino de la literatura.

Juan Sebastián GattiCompilador

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PróLOGO

A más de veinte años de la creación de la primera escuela de escritores del país, es aún frecuente escuchar en los corrillos literarios acaloradas discusiones sobre si se puede enseñar a alguien a escribir o no. Es decir, escribir de manera artística. La experiencia de los talleres también se ha visto atravesada por el constante cuestionamiento sobre su pertinencia. Que si hacen más mal que bien. Que si los asistentes acaban co-piando el estilo del coordinador. Muchas críticas en contra, pocas a favor.

A pesar de dichas vicisitudes, los talleres siguen abriendo sus puertas todos los días en todas las regiones del país a los aspirantes a escritor. Con frecuencia, sin embargo, los entu-siastas coordinadores de dichos talleres —la mayoría egresa-dos de otros talleres espontáneos y bienintencionados— son incapaces de transmitir una idea fundamental: que la escritu-ra se sustenta en el conocimiento, en un sistema de ideas. La enorme producción de textos en los talleres es, sin duda, re-flejo de las grandes ilusiones que muchos y muchas se forjan en relación con la escritura. Pero los kilos de textos produci-dos gracias a dicho entusiasmo no hablan de solidez formal, de compromiso con el arte, ni reflejan, la inmensa mayoría de las veces, un trabajo de análisis y crítica objetiva sobre la es-pecie humana y sus mundos posibles. Carecen, en resumen, de una verdadera reflexión sobre la época que les tocó vivir.

Cuando en 2008 se inauguraron las actividades de la Es-cuela de Escritores del Instituto Municipal de Arte y Cultura

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de Puebla, avalada por la Sociedad General de Escritores de México, un número importante de aspirantes al diplomado se acercó en busca de respuestas a sus inquietudes. Como ocu-rre a veces con aquellas actividades que uno elije libremente, más allá de la carrera y los compromisos profesionales, al en-tusiasmo inicial siguió la sorpresa: un programa y una serie de profesores de gran prestigio que fueron convenciendo al alumnado de que debían asumir, de entrada y para empezar, una responsabilidad personal con la escritura. Los alumnos se dieron cuenta, como recomendaron siempre escritores de la talla de Julio Cortázar y Edmundo Valadés, que escribir no puede ser una pura catarsis, un juego ni un pasatiempo. La voluntad de embellecer las experiencias humanas mediante el lenguaje y sus recursos, así como el deseo vehemente de crear una obra con recursos personales pero también con las posibilidades de la realidad, fueron los temas predominantes en los trabajos de tres generaciones de estudiantes, es decir, más de setenta inscritos en el diplomado y más de 300 inscri-tos en los talleres alternos que vinieron a enriquecer la oferta general de materias. Dichos talleres formaron parte de las promociones que la escuela organizaba para acercar al pú-blico de Puebla a una de las opciones del arte más oculta y al mismo tiempo más banalizada: la escritura.

Y para que los alumnos adquirieran un oficio decantado —arte que evita efectos fáciles y baratos, que no se va por atajos, que se ocupa de dar a los lectores una experiencia significativa a través de textos que reflejen la sola y única verdad de la lite-ratura— implicó para la institución realizar ajustes y cambios frecuentes de programación, horarios y profesorado. Al final, los alumnos encontraron que hacerse de un oficio es dejar atrás los supuestos y los mitos, la rebeldía frente a la disciplina y la búsqueda, frente al método y la técnica, elementos poco generosos con aquellos que osan desafiar la página en blanco.

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Descubrir un camino de libertad y gozo creadores, re-conciliarse con la lectura y la escritura como los mejores ins-trumentos para el crecimiento artístico, compartir con otros la belleza, la fuerza y la pasión por las palabras fueron, en resumen, algunos resultados, los primeros quizá, de un ex-perimento: la escuela en la que nadie creía, un lugar para el florecimiento del pensamiento y las ideas, un espacio para la imaginación, una inversión a futuro en el mejor capital con que cuenta una sociedad: ciudadanía pensante, creativa, soli-daria, gozosa, profundamente humana.

Beatriz Meyer SubdireCtora de promoCión Cultural y patrimonial | imaCp

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LIbrOS EScrITOS, LIbrOS LEídOS

Uno de los retos de la gestión cultural hoy en día es la promoción de la lectura y la escritura. Acercar al público a los libros y a los talleres de creación literaria en una época en la que nuevas tec-nologías de la imagen ofrecen material que sólo exige el esfuerzo de encender un control, no es nada fácil. Hacer de la lectura y la escritura experiencias significativas, requiere de imaginación, creatividad, pasión y buen humor.

Así, la tarea más importante es abrir nuevas posibilidades de acceso a los libros: llevar la biblioteca a niveles de vida cotidia-na y de dinámica familiar. Si se considera que siete de cada diez personas en el municipio de Puebla han leído cuando menos un libro en su vida por el puro interés o el puro placer de hacerlo, podríamos decir que nuestros esfuerzos se hallaron —durante estos tres años de gobierno— cobijados por acciones lúdicas de promoción y acercamiento entre los libros y los talleres de lectu-ra y escritura, y un público formado en su mayoría por jóvenes, pero también adultos, participantes siempre activos de las activi-dades más espontáneas.

En una época que requiere apuntalar valores de convivencia, la lectura y la escritura devienen las mejores herramientas para acercar a los sectores menos favorecidos a la aventura de per-tenecer, de ser y reconocerse en la gran epopeya humana. Para construir desde el interior de los individuos, las familias y las co-munidades un sentido de pertenencia a través de historias que se opongan a lo superfluo, a lo irrelevante, al olvido.

Las acciones que se llevaron a cabo dentro del imacp para

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estimular ambas actividades se apoyaron en parte en los datos proporcionados por un estudio de prácticas culturales que el instituto llevó a cabo en alianza con la buap en siete zonas que incluyeron juntas auxiliares, colonias y unidades habitacionales del municipio de Puebla.

Dicha muestra señala que 7 de cada diez personas en estas zo-nas han leído cuando menos un libro en su vida; 6 de cada diez ha asistido a una biblioteca y 6 de cada diez ha estado alguna vez en una librería. Paradójicamente, el sector de 15 a 45 años afirma preferir la lectura de revistas a la de libros. De acuerdo con los resultados, se tiene que 25% de la población leyó sólo un libro en 2009, mientras que el 41.4%, ninguno. Sólo el 1.7% ha leído más de 10 libros. Sin embargo, al preguntarles cuáles eran los títu-los de dichos libros, sólo el 20% recordaron uno o dos. De igual manera, el estudio destaca que casi un 17.5% se ha acercado a la lectura a través de préstamos en bibliotecas, mientras que el 35% los ha adquirido en librerías. La dificultad de encontrar títulos, editoriales o autores específicos, así como el alto precio, fueron las razones más importantes de los encuestados para no leer.

En cuanto a la escritura, el número de asistentes a los talleres de creación literaria es escaso y se concentra en la zona centro de la ciudad. Actualmente, instituciones de educación superior —buap, Ibero— son las que incentivan de manera más intensa la actividad literaria de talleres, sobre todo de cuento. Aún ahora, la escritura sigue siendo una necesidad escolar o laboral. La crea-ción de una Escuela de Escritores para el municipio de Puebla, apoyada por la sogem, pretendió transformar dicho concepto y hacer de la lectura y la escritura actos culturales vinculados con la belleza, la pasión y la memoria de lo que fuimos, lo que somos, lo que seremos.

Pedro Ocejo Tarno | direCtor General

inStituto muniCipal de arte y Cultura de puebla

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LA EScrITUrA y SU fUncIón crEAdOrA

Afirma Edward Sapir que el lenguaje es la herencia más antigua del género humano. Anterior a las manifestaciones más rudimentarias de la cultura material, el lenguaje fue des-de el principio de la historia, instrumento de la expresión y de la significación que tuvo el poder de nombrar al mundo, los objetos, los animales, las plantas.

La escritura, por su parte, fue uno de los más grandes in-ventos tecnológicos de los creadores de las ciudades, los sume-rios, el pueblo más antiguo de Mesopotamia. Consignar en listas contables los haces de leña, el número de cabezas de ganado y los barriles de aceite fueron prioridades para los escolares que asistían a las eddubas, o escuelas de escribas, en los lejanos tiempos en que la palabra empezaba a contar historias, gestas heroicas cantadas por los primeros poetas de ciudad en ciudad.

Sin embargo, la lectura y la escritura, la creación de textos y el disfrute de los contenidos escritos resultaron actividades fuera del alcance de la mayoría de los habitantes comunes. Los textos se ocultaron cuando empezaron a guardarse en bibliote-cas, lugares que tuvieron en principio la función de preservar y resguardar de miradas indiscretas los textos religiosos, políti-cos, económicos y administrativos escritos en tablillas de arcilla.

Desde su génesis, el libro se ha inclinado a instaurar un orden, el de su contenido, que debe propiciar el entendimien-to de la palabra y las ideas escritas. Pero en la actualidad, la importancia de la escritura, así como de la lectura y de los

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libros ha descendido notablemente debido quizá a la in-fluencia de Internet y los medios electrónicos. Conectar a niñas y niños con las páginas de un libro se ha vuelto una tarea insoslayable para educadores y promotores de lectura.

Uno de los trabajos más interesantes y revolucionarios de la administración municipal que encabecé de 2008 a 2011, en torno al tema de la promoción de la escritura y la lectura fue la creación, en julio de 2008, de la Escuela de Escri-tores, adscrita la Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla, y avalada por la Sociedad General de Escritores de México (sogem). Ambicioso y provocador, el proyecto de la Escuela de Escritores atrajo pronto la atención pública y de los medios, que estuvieron siempre atentos al desarrollo de sus actividades, sobre todo de la llegada de escritores de renombre nacional, así como la incorporación de escritores poblanos o avecindados en Puebla, quienes apoyaron con enorme gusto y compromiso los trabajos de la escuela. En los tres años transcurridos desde su fundación, han pasa-do por sus aulas estudiantes de universidad, amas de casa, profesionistas, profesores de primaria, militares de carrera, doctores, físicos, especialistas en muchas áreas. Entre todos ellos han llegado a una conclusión: que a escribir se aprende escribiendo. Mucho. De manera constante. A pesar del mal tiempo y de las obligaciones de la vida cotidiana. Escribir, escribir. Ese es su trabajo.

El resultado es este libro de cuentos, una selección de lo mejor de dos generaciones que obtuvieron recientemente su diploma. El cual, por cierto, no los hace ni los hará escri-tores. Sólo el trabajo persistente, duro y apasionado podrá colocarlos a la altura de la definición de escritor. Al ser la escritura de textos de creación una alta especialidad, el es-critor que se precie de serlo deberá vivir inmerso en el fluir de su tiempo y de su historia. Deberá entrar, en palabras de

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Lanza del Vasto, a “la verdad con todo su cuerpo vivo”, con su paciencia y su disciplina a prueba de tentaciones, con su concentración a pesar de las distracciones del medio am-biente y la autocrítica en su nivel más alto.

Oír, preguntar, callar, meditar, observar, imaginar, leer y es-cribir son las responsabilidades principales del oficio de escritor. Esperemos que las voces reunidas en este libro nos permitan acercarnos por primera vez, a nosotros los lectores presentes, a los primeros trabajos de quienes verán con ojos críticos y maravillados las transformaciones de su sociedad, con sus fenómenos y contradicciones, y hablarán de su época a los futuros lectores, aquellos que al apagar la luz en la no-che se dormirán seguros de que, entre sus lecturas favoritas, se hallan las obras de quienes hoy empiezan.

Blanca Alcalá RuizpreSidenta muniCipal de puebla Capital

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Extrañas condiciones climáticas se alojaron en la ciudad. Nadie se explicaba el porqué de las continuas y fuertes ne-vadas, aun siendo primavera. En aquel vecindario la vida transcurría de manera cotidiana: se escuchaba el canto de los pájaros, motores de autos que pasaban por la calle cada cinco minutos, perros ladrando, niños jugando y gente arre-glando jardines. Un joven alto, delgado y de buen parecer, bien abrigado, recogía la nieve de la entrada de su casa. Era la enésima vez que Alexander tomaba la pala y echaba el hielo a la coladera de la calle. Miró su reloj y presuroso en-tró a casa. Le agradaba el clima frío, nublado y qué mejor que nevando, pero con las locas condiciones meteorológi-cas tenía que adaptarse al calor espontáneo y a la nieve que cubría su casa casi medio metro. Se lavó los dientes, se per-fumó, se puso una enorme chamarra gris que lo hacía ver como esquimal y salió de casa con alegre semblante. Cuan-do llegó a la gran ciudad, se dirigió al Mini-Market, donde compraría comida y sus malditos vicios: los cigarros y los videojuegos de Nintendo Wii. En esa tienda, ubicada en un callejón detrás de un enorme edificio, se vende de todo: desde prendedores de cabello y destapacaños, hasta refrige-radores y motocicletas. Poco tiempo después salió del lugar con un par de bolsas, encaminándose hacia la Quinta Ave-nida. La nieve le llegaba hasta las pantorrillas, y a pesar de que jamás dejaba de nevar, a mediodía el sol se instalaba a sus anchas, provocando estragos en las personas, como tre-

nIEvE PrIMAvErALDiana Araiza Velasco

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mendos cambios de humor en señoras menopáusicas y uno que otro accidente vial.

—Qué clima tan loco. Esta es la ciudad de la nieve y hace un calor del demonio —comentó Alexander a una chica que estaba esperando el cambio del semáforo a rojo, igual que él. Al atravesar, la chica se quitó sus audífonos y entró a una tien-da de ropa.

—Ah, hablando con el aire otra vez… —se detuvo en un puesto de periódicos, compró algunas revistas y regresó a casa, donde su perro, un pastor inglés llamado Bob, lo reci-bió con alegría. Alexander se dispuso a hacer lo que casi todo mundo hace en un día de descanso, sábado por la tarde. En-cendió la televisión, su consola de Nintendo Wii, abrió una bolsa de papas fritas y, decididamente, comenzó a jugar. Lle-gó al nivel 17 matando robots de otros planetas y evadiendo todo tipo de trampas para recuperar un tesoro. Tenía el tra-sero tan entumido, que decidió presionar el botón de pausa y levantarse a estirar las piernas un rato. Estaba sumamente idiotizado y no se percató del paso del tiempo, pues ya había oscurecido un poco. Bob ladraba y brincaba con insistencia, y Alexander comprendió que era hora del paseo.

La calle estaba débilmente iluminada por enormes faroles, el canto de los pájaros se escuchaba aun más fuerte que en la mañana, quizá porque le agradecían a Dios un nuevo atar-decer. El chico y su enorme perro salieron de casa, y unos metros después, al pasar el primer farol, éste se apagó, pero no le dio importancia, así que continuaron el paseo. Bob se detenía en uno que otro poste o bote de basura para marcar su territorio, mientras su amo disfrutaba de un cigarro. El panorama era de un blanco brillante, había algunos vecinos quitando la nieve de sus puertas y cocheras, niños jugando a la guerra con bolas de nieve y haciendo muñecos con go-rros de cartón, ojos y nariz de piedra. Alexander y Bob se

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detuvieron por unos segundos, pues un ridículo timbre del celular interrumpió el paseo. No reconociendo el número, guardó su teléfono en el bolsillo y continuó caminando con Bob. Después de haber recorrido medio vecindario, comen-zó a escuchar murmullos. Miró a todos lados y se sorprendió de que toda la gente lo mirara con extrañeza.

—Ya conté cinco faroles que se apagan cuando él va pa-sando— comentó una anciana de mal aspecto, abrigada con un chal café y un ridículo gorro.

—Cállese, señora Brown, usted está más al pendiente de lo que pasa a su alrededor que en su casa —contestó burlón un niño que bajaba de su bicicleta.

—Qué grosero eres, niño —la vecina le dio un coscorrón al niño y se metió a su casa, azotando la puerta. Alexander miró hacia atrás y sí, todos los faroles de la calle estaban apa-gados. Fue entonces que se sintió extraño y como una espe-cie de marciano que tenía el poder de hacer que los faroles hicieran corto cuando él se acercaba. Caminó unos metros, pasó tres faroles más, y al voltear hacia arriba, éstos se apa-gaban. Harto de la situación y los murmullos del vecindario, se sentó en una banca junto a un teléfono público. Encendió otro cigarro, acarició a Bob y suspiró, tratando de compren-der lo que sucedía. El teléfono empezó a sonar y Alexander hasta brincó del susto. Era el colmo que le pasara eso, ¿un teléfono público sonando, cuando se supone que a éste no entran llamadas?

—¡Bah! El mundo está loco —pensó. El chico se levantó y con paso firme emprendió camino a casa, pero justo al mo-mento en que se retiraba del lugar, el teléfono dejó de sonar. Bob jadeaba y hacía un ruido muy extraño, su amo casi lo ahorcaba con la correa, todo por caminar rápido. Pasaron por muchas casas, y en cada una de ellas sonaba el teléfo-no, como si la llamada estuviera dirigida exclusivamente a

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Alexander. Nervioso, apresuró más el paso, ni siquiera vol-teaba a ver a la gente, que lo miraba con extrañeza. Faltaban dos calles para llegar al número doscientos veintinueve de Summer Hill, donde por fin podría descansar y ocultarse del mundo tan loco que lo rodeaba. Los timbres telefónicos no dejaban de perseguirlo; casa por la que pasaba, casa en la que sonaba el teléfono, pero era más que obvio que no entraría a contestar. Tenía un extraño presentimiento, ese timbre tele-fónico tan insistente aturdía su cerebro. Cuando llegó a casa, azotó la puerta y soltó la cadena de Bob, quien corrió a la cocina a tomar agua. Por milésima vez el teléfono sonó, pero ahora en su casa. Alexander sólo esperaba que al contestar una escalofriante voz le dijera “Tienes 7 días” como en la película esa de la niña que sale del pozo… Se acercó al telé-fono y lo desconectó, apagó su celular y lo echó al inodoro, cerró bien puertas y ventanas, como pudo cargó a su perro y se sentó en el sofá a ver la televisión. Esperaba que en algún momento los malditos teléfonos dejaran de sonar; no le im-portaba si era buena o mala noticia, lo único que quería era estar tranquilo y no terminar en un manicomio por culpa de unos faroles, el excéntrico clima de la ciudad y una llamada nunca contestada.

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Regresaban los dos hermanos tal y como habían salido dos días antes: cargando sus pocas pertenencias. Génesis, lleván-dolas en una mochila y Linda, en bolsas de supermercado za-randeadas por su andar. Por si fuera poco, sin remordimiento alguno por haber abandonado a su padre.

—¿Cre-crees que-que siga en la ca-casa? —preguntó Linda.—Debe estar con tía Sara —contestó Génesis—, no debió

tardar en irse a llorar con su hermana.—¿E-en-to-to-tonces va-vamos a la ca-ca-casa de tía Sa-

Sara?—No, mejor vamos a la casa a dejar las cosas y aprovecha-

mos para dormir un rato, luego nos vamos a buscarlo.Y no era para menos, posponer el perdón —si es que ha-

bía— por unas horas de sabrosa modorra que los refrescara de la larga caminata emprendida en plena tarde asfixiante, que rehumedecía la secreción adherida de varios días a sus ropas. Sí, un mal hábito que los unía como hermanos. Gé-nesis —el primogénito de veinte abriles— de gran parecido a su padre: moreno y con un bigote en pleno ascenso, gus-ta vestir bien: camisa y botas vaqueras. Recibió ese nombre para glorificar su paso por la vida. En cambio, Linda —dos años menor que su hermano— es más parecida a su madre, de tez blanca, cabello castaño y facciones toscas. Fue llamada así para mostrar quién es la princesa de la casa, aunque sus brazos teñidos por el desaseo digan lo contrario.

Génesis y Linda fueron el fruto de un matrimonio fortuito

POr SI ALGO hUbIErA cAMbIAdOÓscar Raziel Cosme López

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entre Julio y Anastasia. Con más compromiso que amor reci-bieron a Génesis, y con la misma emoción a Linda. Después de una vida libertina, Julio abrió un taller de hojalatería y pintura. Fue tan fructífero el negocio que proporcionó su primer auto, una pequeña Caribe que con el tiempo se con-virtió en Mustang; una casa propia, y los suficientes recursos para continuar en la jarana. En cambio, Anastasia aprendió a procurar su hogar durmiendo largas horas sobre el sillón. Sólo los gritos de juego de sus hijos la obligaban a levantar-se para darles un jalón de orejas —por frustrarle el placer del sueño— e inmediatamente después los corría al taller del padre. Ergo, los hijos fueron un proyecto inconstante: si no quieres ir a la escuela, no vayas; si quieres… báñate el próxi-mo domingo; ve a la tienda a comprarte lo que quieras.

Era de esperar que un buen día los padres mimosos acor-dasen que ambos hijos dejaran la escuela: Génesis dejó el quinto año de primaria —al que con tanto esfuerzo había logrado llegar— para dedicarse de tiempo completo a apren-der el oficio de hojalatero. Por otro lado, Linda se ausentó del tercer año de primaria —al que llegó por altruismo de los maestros— para dejarse consentir por su padre.

—Ya sufre bastante con tartamudear, como para soportar la escuela.

No obstante, un buen día Anastasia los abandonó, sin palabra o recado —en trozo de papel— que justificara su deserción familiar. Ya sin mujer que lo estuviera importu-nando con largas siestas sobre el sillón, Julio aumentó sus despilfarros a sus anchas. Cierta mañana, Génesis encontró a su padre tendido en el piso: inconsciente y congelado entre los autos por pintar —diferente a la tradición de encontrarlo liquidado por los excesos nocturnos.

—¿Qué? ¿No vamos a desayunar hoy?—…

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—No estés jugando, ya di algo.—…Génesis pudo haber pasado todo el día contemplando a

su padre, si no fuera por un empleado que tuvo a bien lle-gar temprano, para darse cuenta de la situación y llamar a una ambulancia que —ante la mirada desconcertante de los hijos por la ausencia del desayuno— se llevó de urgencia al juguetón padre para sacarlo de su fatídico estado de salud. La causa, según los médicos, fue el aumento en la presión arterial, que le produjo a Julio, una trombosis que le paralizó el hemisferio izquierdo.

—Lo importante por ahora es estabilizar su salud— acon-sejaban los médicos.

Durante el tiempo crítico en terapia intensiva, Génesis pa-saba el día en el hospital, al pendiente de lo que se pudiera ofrecer: su rutina consistía en cambiarle los desagradables pañales a su padre cada cinco horas. Por lo que conjeturaba, si su padre estuviera sobre las agitaciones de una cama de agua, le sería más fácil levantarlo para ponerle un pañal nue-vo. Su tiempo libre lo pasaba viendo los diferentes carteles del aparato digestivo, nervioso y respiratorio que adornaban el cuarto despertándole una gran intriga: ¿a quién se le ocu-rren nombres como plexo sacro o yeyuno? Así, pasaba largas horas en solitario sin posibles visitas de parientes —porque algunos rivalizaban con el enfermo, y otros se alejaban por el irritante olor sobacal de Génesis, que picaba hasta la gar-ganta—. La excepción fue la tía Sara, que se comprometió a ayudar a su hermano enfermo. Sugestionada por el compro-miso de ser la única hermana y por quedar bien con su madre Elvira —ya difunta—, ayudó llevando comida a su oteador sobrino y cuidando de Linda.

Sara, como nueva tutora, se dispuso a cambiar los malos hábitos de limpieza de Linda, que no sabía desde agarrar la

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escoba hasta cortarse las uñas. Podría parecer raro que Lin-da no hiciera honor a su nombre. Y aun más paradójico era saber que Julio venía de una familia muy limpia: era admi-rable ver a Elvira, su madre —que ha de estar en el cielo puliendo cada nube celestial— salir a limpiar la terraza en plena tempestad.

Tras varias semanas en el hospital, Julio fue dado de alta. Infortunio por venir de los hermanos, que nunca habían co-nocido responsabilidad en su vida y ahora tenían que hacerse cargo de un padre inválido. Junto con el habla y la movilidad de Julio, también desaparecieron el mustang, el taller y la casa, para pagar las múltiples deudas generadas en estabili-zar su salud. Sara, viendo la situación que atravesaba su her-mano, no tuvo inconveniente en compartir, junto a su único hijo, Elías, lo poco que tenía. Por lo tanto, ofreció darles co-bijo en su casa. En la sala se acomodaron Julio y Génesis; y para Linda fue acondicionado el cuarto de trebejos, con una cama y cobertores sacados a crédito.

En un principio, la tía Sara se empeñó —con extraordina-rios ánimos— en sacar adelante semejante empresa. No se li-mitó a trabajar algunas horas extras en asear casas ajenas para mantener la causa. También convenció a Elías —que estudia-ba medicina— de ayudar en las terapias de rehabilitación de Julio. Y al enterarse de que Génesis y Linda no contaban con los sacramentos religiosos, corrió inmediatamente a la iglesia de San Miguel para enmendar el imperdonable error.

—Puedo tolerar sus malos hábitos de limpieza, pero esto es vergonzoso.

El ímpetu que experimentaba Sara le hizo encargarse de los estudios bíblicos en cuestión con entusiasmo y, sobre todo, mucha paciencia. El problema no radicaba en la dificultad de los hermanos para leer las sagradas escrituras, sino en que no procuraban corresponder al esfuerzo de su tía: Génesis, se

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aprendía todo de memoria y al momento de recitar, lo hacía sin fe, con la mano apoyada en la mejilla, mientras veía el ir y venir del lápiz cada vez que le daba suaves empujones con la otra mano. En cambio, Linda sí mostraba devoción a la hora de orar, con todo y su tartamudeo —incluso en algunos momentos parecía que de sus ojos iban a brotar las lágrimas, como en señal de presenciar el milagro—. Era una pena que, al otro día, se le hubiera olvidado todo.

El día de su examen de fe, un padre huraño les negó el de-recho de recibir los sacramentos, a tres días de la misa. Padre intratable que basó su dictamen en una decisión arbitraria: “La niña titubea mucho al momento de orar y el joven se pone a jugar con sus manos, esto es algo serio.”

En el tiempo restante, Sara buscó a un sacerdote más con-descendiente, al cual se le explicó la situación apremiante de los hermanos. El padre, fiel a los caminos del Señor, no tuvo inconveniente en autorizar la celebración religiosa.

Una vez pasada la prueba, Sara se preocupó de que Géne-sis y Linda se vieran presentables con sus atuendos blancos, pero sobre todo limpios; no fueran a ennegrecer la pileta del agua bendita. El día de la ceremonia, los dos hermanos se sentaron frente al altar para recibir los sacramentos. Mientras escuchaban al padre —de gran labia—, Linda le comentó a su hermano que sentía que los santos —puestos en el altar— la regañaban con la mirada. Génesis le aconsejó ignorarlos. La única participación de Julio en todo esto fue la de asistir a la misa apoyado en un bastón. Cumplida la misa, celebraron en la casa de Sara a razón de mole y arroz rojo.

La alegría de Sara por haber cumplido dicha labor se transformó, en primer momento, en contrariedad y después en irritación. Lejos de recibir ayuda y cooperación en los quehaceres, fue todo lo contrario. Razones, muchas: Linda se desafanaba de las obligaciones de lavar su ropa o la de su pa-

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dre poniéndose a llorar; y Génesis le daba la vuelta al asunto de salir a buscar trabajo, argumentando que no encontraba lo que buscaba: de hojalatero. Todos los días, padre e hijos se la pasaban posando para una panorámica familiar, viendo televisión y comiendo cuanto había. Cuando se cansaban de dormir, Génesis y Linda se encerraban en el cuarto de su primo Elías, para jugar con los modelos del cuerpo humano. Así, Génesis exponía —repetidas veces— los nombres y fun-ciones de los órganos internos y hasta le explicaba a su her-mana el largo camino que recorría la comida en su cuerpo, incluso hasta lo que a su padre le había pasado. Linda, que escuchaba atenta, trataba de intercambiar órganos: el cora-zón por el hígado, los brazos por las piernas, provocando que después del juego se perdieran varias piezas. Para rematar, Génesis, que andaba de galanazo, veía fácil tomar la ropa, alistada a puro fulgor solar, que su primo Elías tendía so-bre los mecates de la estrecha terraza. Vida fácil que al poco tiempo copió Linda al agarrar la ropa de su tía. Enojo repri-mido de los anfitriones, pues cómo reclamar que regresaran lo usado, si con descaro utilizaban las prendas —desde pan-talones hasta calzones— mínimo un mes. ¿Lo mejor? Darlas por regaladas. No conforme con despojar a la tía, Linda tuvo el atrevimiento de usar un par de zapatos nuevos que Sara se había comprado para consentirse por su cumpleaños. El des-caro —sumado a los atrevimientos de sus inquilinos— deto-nó en un reproche de Sara: “Linda, ya no estás en el taller de tu padre, cámbiate ese pantalón.”

Linda obedeció en pleno puchero. Esa tarde se vio obli-gada a lavar su ropa, la de su padre y su hermano. Lástima y fortuna por igual, pues Julio no toleró ver a su princesa lavar y llorar al mismo tiempo.

—No vuelvas a poner a mi hija a lavar.—Qué tiene de malo que lave tu ropa.

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Frase ofensiva e intolerable que soportó Julio, con todo y su mano derecha engarrotada —con rencor— en el bastón. Pidió a sus hijos salir de la casa de Sara al día siguiente —sin decir gracias—, y cargando con cuanto pudieron: sillas, una mesa, un sillón. Por los remordimientos, Sara estuvo dispues-ta a pagar el depósito y el primer mes de renta de un pequeño departamento de dos piezas, que alguna vez fue un caserón, ubicado a escasas cinco calles de la suya.

Padre e hijos vivían su nueva vida durmiendo hasta muy entrada la tarde; posteriormente salían a la terraza a tomar el sol, mientras acompañaban al vecino a escuchar el radio con todo y su veintena de gatos —que dejaban una fetidez repugnante en el ambiente—. Hasta que llegaba Sara para dejarles la comida —rendidora, pues tenía que alcanzar hasta el desayuno— ya sin inmutarse de lo que veía: desde cabellos pringosos hasta gatos relamiendo los trastes sucios sobre la mesa.

Después del primer mes de renta, Génesis tuvo que entrar a trabajar en una maderería: de chalán por mientras. Descar-gando camiones madrugadores llenos de polines, hojas de triplay y lo que trajeran. ¿La paga?, suficiente para pagar la renta, invitar las chelas del viernes, lucir algunas botas vis-tosas y ahorrar para comprar un televisor. Salario rendidor gracias a la tía Sara, que ayudaba —aun más— llevándoles algunas prendas usadas que conseguía de sus otros parientes.

Sin alguna forma de entretenimiento, Génesis pasaba las noches imaginado su propio taller de hojalatería y pintura. Acción útil para olvidar lo adolorido de sus pies y hombros, que no encontraban descanso durante las noches en el col-chón viejo, que le producía la sensación de seguir cargando un polín durante el sueño. Su salvación fue estrenar un tele-visor a color y de veinte pulgadas que les hizo pasar a todos sus días más agradables: Julio cambió el radio del vecino

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—con todo y los maullidos de gatos— para entregarse todo el día a la programación de la pantalla chica. Linda, que acompañaba a su padre en el festín, gustaba de ver las nove-las: imaginaba nadar —en diminutos trajes de baño— en las profundidades de las grutas mayas ceñida a los brazos fuertes de un galanazo. Cosa imposible de volver realidad: ¿de dón-de sacar un bikini así de coqueto?, amén de que su padre lo permitiera; y para rematar, el único galanazo que conocía era Jaime, el chalán de la tienda de la esquina. Cada vez que la veía entrar a comprar se reía. ¿Se reía de ella o con ella? Tal vez, una pregunta a quemarropa al tal Jaime para contestarla y con ello dejarse sucumbir ante las palabras bellas que le di-jera al oído y condenarse ante sus besos. Pero cómo saberlo, si su padre la acompañaba a donde fuera y no permitiría un acercamiento —ya no digamos amoroso— entre ellos.

—Nece-si-to-to- ir a la-la ti-tienda.—Tráeme mi bastón.—Vo-voy rá-rá-pi-pi-do.—Tráeme mi bastón, te estoy diciendo.Por lo tanto, Linda pasaba el día viendo novelas entre el

enojo y la resignación. Génesis disfrutaba menos la televisión, pero le producía un gran regocijo llegar todas las noches a sintonizar el noticiario. Después de diez minutos, caía en un suculento sueño hasta el otro día. Por supuesto, después de pelear con el padre.

—Dame el control.—Estoy viendo la tele.—Voy a ver las noticias.—No me gusta eso.—Es mi tele porque me chingo trabajando. Y en este trajín, cierta mañana reapareció Anastasia acom-

pañada de Nicolás, su nuevo esposo; y sin disculpa alguna por los años de abandono decidió quedarse algunos días.

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Motivo que alegró a los hermanos, al ver a su familia unida y ahora con dos padres, porque Julio, sin orgullo alguno, acep-tó compartir su casa con las visitas. Estampa familiar: todos metidos en una cama viendo televisión. Excepto para Sara, que al ver dicha escena prefirió llevarse sus guisos de vuelta, para no saber más de ellos. Sin nada que ofrecer a las visitas, Génesis no escatimó sus pocos ahorros para alimentar a su familia, y Linda, por su parte, llenó a su madre de ternuras. Al recibir toda clase de cuidados, Anastasia pensó en el gran beneficio que sería tener a sus hijos viviendo con ella.

—Vénganse a vivir conmigo, mis amores.Eso fue suficiente para que Génesis y Linda se dejaran

convencer. Y viéndose lejos de la responsabilidad de cuidar a su padre inválido, empezaron a guardar su ropa —sucia y tiesa— en bolsas de supermercado y en una mochila, los trastes y —lo más importante—, la televisión.

—¿Bajamos a Julio para llevarnos la cama?—Hijo, ¿cómo vamos a llevarnos la cama?, si la casa que-

da bien lejos; si quieres después regresamos.Empacado lo más importante, la nueva familia inició el

camino. Julio se conformó con el portazo frío y estrepitoso del adiós. Sin embargo, trató de caminar a la ventana para ver a sus retoños partir. Demasiado tarde, ya habían desapa-recido del corredor. Aún así permaneció junto a la ventana en compañía de los gatos, mientras los versos de los boleros ennegrecían la tarde.

Después de dos horas de viajar en camión, los hermanos llegaron a su nuevo hogar: una casucha de láminas, sin nin-gún sillón o cama decente. Por mientras, dejaron sus cosas en el único lugar disponible —el suelo— para descansar del largo viaje.

—Qui-quiero ve-ver la te-tele.—No hay luz.

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—¿Qué-qué va-vamos a co-comer?—Pues dile a Génesis que vaya a comprar algo.—Di-dice que-que ya no ti-tiene di-dinero.—Yo quiero ayuda, no una carga más.Sin nada mejor que hacer, pues, a dormir sobre un tapete y

tapados con una descortés frazada que en plena madrugada, dejó a su suerte a los hermanos, que sintiendo sus cuerpos calados por el frío —que entraba a sus anchas por la impro-visada puerta—, resolvieron cubrirse con toda la ropa que habían traído: unas puestas y otras amontonadas sobre sus existencias. Y fue así que sucumbieron a un sueño profun-do. Linda, volviendo a soñar con su Jaime y los tremendos besos que se daban —a escondidas— atrás del mostrador de la tienda. Para Génesis, el sueño fue tan confuso que al otro día le contó a su hermana: se veía regresando a la casa de su padre para romper los cristales de las ventanas a pu-ras pedradas —con el escándalo, los gatos del vecino salían huyendo—, pero inmediatamente después se veía poniendo vidrios nuevos a las ventanas de su tía Sara. Perplejos se que-daron ambos cuando, al terminar el relato, se dieron cuenta que varias de sus cosas habían desaparecido.

—Linda, se robaron la tele.Rateros ambiciosos que arrasaron con la televisión y hasta

con la ropa que los cobijó por la noche. Un gran enojo se apoderó de ambos, pero a la vez una creciente preocupación, pues hasta los padres estaban desaparecidos. ¿Qué hacer? Pues esperar.

—Y si-si pa-papá y ma-mamá pe-persiguie-ro-ron a los ra-rateros.

Sin embargo, los padres no tardaron en llegar: bien encha-marrados y estrenando zapatos.

—Se metieron a robar, ya no está la tele, ni la ropa…—Como no hay dinero, pues nos fuimos a vender la tele

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y unas ropitas que encontramos, miren qué bonitos zapatos me compré.

—¿Qué-qué nos tra-trajeron?—Nada, para qué no se levantan temprano.Los abusados padres, aprovechando que sus hijos dor-

mían, salieron a los bazares a rematar todo y comprarse cuan-ta cosa les gustara. Para no dejar, Génesis y Linda recibieron las ropas no vendidas. Sin otra cosa por hacer, empezaron a guardar lo recuperado para emprender el camino al hogar paterno.

Los dos hermanos ahora se veían atravesando el corredor ambientado por música ranchera. Lástima, la puerta estaba cerrada, por lo que tocaron fuerte y esperaron a que su padre llegara —con su paso lento— a abrir la puerta. Lo único que salió fue un sospechoso gato pardo que corrió por la azotea. Génesis se estiró para ver por la ventana, por las dudas, si algo había cambiado. Sí, aún seguían los trastes sucios de la mesa.

—Sa-sa-saca la lla-llave.—La dejé cuando nos fuimos.Y en un santiamén, Linda se acomodó sobre el suelo para

gozar de la sabrosa modorra prometida.—¿Ahora qué haces?—Do-dormir.—Bueno, al rato nos vamos a buscar a Julio —dijo Géne-

sis mientras se acorrucaba junto a su hermana.

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Nunca dejé de creer en la magia y hoy volví a soñar con Mó-nica. Cada vez que se acerca la fecha en que la vi por última vez, suelo tener la misma pesadilla.

El despertador sonó a las seis treinta, arrancándome de las arenas movedizas de mi sueño. Fue hace diez años, éramos niñas, corríamos en el bosque: ¡Somos brujas, somos brujas!, gritábamos entre risas. Nos habíamos alejado demasiado del grupo, estábamos muy lejos y nadie podía escucharnos; era de madrugada, pero las estrellas eran tan grandes y parecían estar tan cerca que simulaban focos alumbrando los caminos de crujiente follaje. Las ramas sueltas de los árboles de vez en cuando nos arañaban la ropa y nos hacían detenernos cual brazos esqueléticos.

Atrás se habían quedado los símbolos trazados en la tie-rra, las cruces, el ritual; entre el viento se esfumaban las invo-caciones y toda palabra mágica.

Olía a hierba fresca, a pino, a tierra húmeda; los grillos hacían fiestas ruidosas, una lechuza torció el cuello cuando nos vio pasar. La inmensidad de ese bosque se plagaba con los cantos de todas las criaturas de la noche.

Jamás vi a Mónica tan feliz, no importaban ni la soledad, ni la lejanía, ni la oscuridad, estábamos juntas y eso era todo lo que necesitábamos.

Corría tras ella. Fueron sólo unos instantes los que me dis-traje; escuché el desgarrador grito de Mónica a escasos pasos

dOS brUjASElizabeth Cruz Aguilar

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de mí, pero sólo alcancé a ver su cuerpo que iba cayendo en la profundidad de un hueco enorme.

Nunca la oí caer, no escuché más.Corrí, corrí y seguí corriendo sin llegar a ninguna parte,

grité tanto y tan fuerte, pero nadie pudo escucharme.Me invadió el terror de verme sola bajo una luna llena que

parecía acusarme de aquel crimen, como un juez sentencián-dome con su gran ojo.

Con el corazón palpitante, exhausta de tanto correr, me senté en una fría piedra y empecé a llorar, sólo hasta ese mo-mento pude distinguir el sonido del riachuelo que serpentea-ba a escasos metros; todo mi cuerpo temblaba, el frío aumen-taba a cada instante, me acosté en la húmeda cama de pasto y al fin me quedé dormida.

Abrí los ojos cuando el sol empezó a quemar mis me-jillas, inicié una larga caminata tratando de ubicar el lugar donde perdí a Mónica. Debo haber dado unas veinte vuel-tas en círculo, y no hallé rastros de la boca que se tragó a mi mejor amiga.

El guía de los scouts me encontró casi al atardecer recar-gada en el tronco de un árbol, somnolienta, deshidratada y enferma.

Cuando desperté, había mucha gente en mi casa, además de mis papás estaban los de Mónica y dos hombres que dije-ron ser policías, a quienes, por más que me interrogaron, sólo pude responder: La perdí, lo siento, la perdí…

Mi celular estuvo sonando varias veces durante el día y cada vez que contestaba, me colgaban. Los mandé al carajo la última vez que llamaron, era un número desconocido, como de otro estado, y yo no tenía amigos o conocidos en otro lu-gar que no fuera aquí.

Desde que di el último sorbo al café del desayuno, estu-ve recordando a Mónica, haciéndome la misma pregunta de

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cada año, ¿Qué habrá sido de ella, a dónde fue y con quién? Y, ¿por qué no la volví a ver?

Eran las doce del día cuando recibí un mensaje de texto: Te espero en el café que está frente a tu casa a las seis, atte. Mónik (bruja 2). El teléfono se me cayó de las manos, sentí como si mi sangre se hubiese congelado, no lo podía creer, diez años, después de diez años vuelvo a saber de ella, de mi amiga, tenía que ser ella pues nadie más sabía nuestro secreto de jugar a ser brujas, era ella y todo su misterio, ella y la res-puesta a todas mis preguntas, ella y mi miedo juntos, quizá para cobrar venganza por no haberla rescatado.

Por un momento llegué a imaginarla deforme, o casada con un monstruo subterráneo mitad hombre y mitad bestia.

Aquel día no salí de mi casa, no fui a la escuela, al trabajo, ni al café; mi teléfono anunciaba mensajes sin leer y algunas llamadas perdidas, la insistencia me atemorizaba pero tam-bién despertaba mi curiosidad, no quería saber la proceden-cia de los mensajes y las llamadas, aunque en el fondo sí lo sabía.

Mi madre entró a la recámara que convertí en mi refugio, alegando que teníamos visitas: Te tengo una súper sorpre-sa, algo que ni te imaginas, mira quién está aquí. Se hizo a un lado para dejar pasar a Mónica, estaba ahí, en mi cuarto, observándome con su peculiar sonrisa retorcida. No estaba deforme, al contrario, se veía tan bien, las mejillas rosadas se iluminaban con la infusión tibia de su sangre; sin embargo, pude percibir una profundidad tenebrosa en su mirada, sentí la densidad de las tinieblas circundando su figura, era como si un hálito de frío sepulcral la siguiera a cada paso, mientras un escalofrío inyectaba mi sangre.

Ella corrió hacía mí y me abrazó muy fuerte; a pesar de la repulsión que me provocó su presencia, la abracé tratando de ver en sus ojos los de aquella niña que alguna vez amé.

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Frente a mi madre, sólo contó acerca de los años que vivió en Oaxaca, en el Istmo de Tehuantepec, donde hasta ese día supe que tenía familia. Nos hizo saber acerca de sus conocimientos de herbolaria; mi madre, emocionada, pre-guntaba cómo remediar tal o cual mal mientras le señalaba el páncreas, o el dolor de la muñeca izquierda, como si de un médico alópata se tratara.

-¿Te traigo un té o un café, qué quieres que te traiga? -le de-cía mi madre a Mónica, que cortésmente se negó a los mimos.

Una vez que le fue indicada la yerba que debía conseguir, mi madre se marchó complacida agregando que seguramente tendríamos mucho de qué hablar.

Mónica comenzó a contarme más a profundidad acerca de lo aprendido en la sierra de Oaxaca, me compartió se-cretos, fórmulas, hechizos y amarres: Como cuando éramos niñas, ¿te acuerdas? Yo sólo movía la cabeza en señal de un sí no muy convincente, ella me miraba con una extraña emo-ción, podría decir que casi con la morosidad de un gato que saborea una presa que cree asegurada.

Sus historias se extendieron hasta bien entrada la noche, no dejaba de hablar de las brujas del Istmo que ella llamó sus maestras, de anécdotas fantásticas de nahualismo, de mujeres que eran capaces de convertirse en ciertos animales como pe-rros o guajolotes, transformarse en fluorescentes y enormes bolas de fuego e incluso, con un hechizo, despojarse de sus piernas y volar.

Yo sólo deseaba que llegara el día. Ella ya no era mi amiga, cualquier cosa pudo haber pasado aquel día en el bosque, durante diez años quise saber qué fue y hoy ya no quería saber nada, lo único que deseaba era que esa extraña saliera para siempre de mi vida y de mi casa.

La vi profundamente dormida. Yo no lo hice, por temor a un ataque suyo, éramos dos, ya no era sólo yo y mis pesa-

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dillas; ahora, ante mí, se encontraba mi antagonista invitán-dome a cruzar la línea para arrastrarme al lugar más oscuro. Velé por más de cuatro horas su profundo sueño y mientras lo hacía, intenté recrear en mi mente los viejos recuerdos, nuestros juegos, sus ojos inocentes, ese momento antes del caos en que la vi más feliz que nunca y me prometí recordarla siempre así.

Cuando despertó, su mirada era la de un desahuciado, estaba débil, movió con pesadez su huesudo cuerpo, las rosadas mejillas ahora eran un par de pómulos hundidos y entonces creí totalmente en sus historias. Tomé con fuerza entre mis manos el talismán que será el único recuerdo que me quedó de ella y de la noche en que me lo obsequió. Le atribuí a dicho objeto mi protección y haciendo un conjuro, le pedí a Mónica que se marchara con tal determinación y fuerza que yo misma me sorprendí, ella no tuvo otro remedio que obedecer.

-¿Puedo pasar a tu baño? Fue lo último que le oí decir, mientras seguía con la mirada el recorrido de sus botas. La esperé un buen rato afuera sin dejar de apretar con fuerza el talismán, pero tardaba demasiado, comencé a llamarla y al ver que no respondía abrí la puerta.

Algo en mi pecho pareció golpearme con fuerza, temblé tanto que sentí que caería, un frío sudor me recorrió la frente y sentí cada vello del cuerpo erizado por el hielo de mi san-gre. Ante mis ojos se hallaban manchas de sangre oscuras y secas, cual pintura abstracta. Mi vómito tibio cayó sobre las botas y la ropa abultada de Mónica, sucia por algún mejunje.

Cerré la puerta con llave por mucho, mucho tiempo y dejé de dormir allí, mientras llenaba la casa de amuletos y hacía cierres poderosos para librarme de ese mal.

En el fuego en que arrojé la ropa endiablada de Mónica ardió exquisitamente el recuerdo de su nauseabunda imagen,

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su hedor a musgo y a yerbas extrañas. En la espiral de humo que se formó, se esfumó su risa, sus abrazos, todas las horas de juegos, de secretos, de libros llenos de símbolos, el fuego crujió y se llevó por siempre aquel grito que nos unió alguna vez: ¡Somos brujas, somos brujas!

Las piernas las dejé en el baño, por si algún día decide regresar por ellas.

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Desde niño tengo problemas para dormir, parece que el sue-ño y yo somos incompatibles: andamos juntos pero sin ver-nos de frente.

Mamá dice que malduermo, que desde los tres años me le-vantaba de repente, gritando a medianoche. Pronto se volvió un hábito. Cuando eso sucedía, ella entraba a mi recámara, encendía la luz, me limpiaba el sudor, luego me abrazaba y cantaba una canción de cuna que en vez de alejarlos les avi-saba que podían regresar cuando volviera a cerrar los ojos.

Y así sucedía.De nuevo los tenía rondándome, flotantes, enmascarados,

envueltos en sus túnicas y dejando rastros de humo. Papá me gritaba que estaba loco, que no me preocupara:

son alucinaciones congénitas, me dijo, en la familia somos tan imaginativos que nos creemos nuestros propios cuentos.

Y así lo hice, temeroso de contradecirlo, arrastrando los pies.Mi niñez y adolescencia las pasé con el mecanicismo con-

trario al que marca el reloj, despacio con los ojos abiertos, acelerado cuando los cerraba. La mirada cansada, colgante, con el balanceo en mis pasos como si fuera un péndulo.

Nunca pude alejarlos, me encontraban en cualquier pesta-ñeo. Así son de imprevistos.

Y las cosas siguieron así por algunos años más: descansando cuando estaba despierto y apurado cuando estaba dormido.

Hasta que la conocí a Ella, después de muchas, en un re-pentino abrir y cerrar que pareció un breve sueño, el único

SOPOrChristian de la Torre

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bueno que he tenido en la vida. Las cosas iban bien, Ellos se fueron y nos dejaron solos, tranquilos, sin sobresaltos. Pen-saba que me acostumbraría a dormir así, pero volvieron para recordarme que me dejan vivir sus segundos.

Volví a despertar gritando a medianoche.Y Ella no lo entendió, por más que intenté explicárselo.El pestañeo duró un año, apenas lo suficiente para recor-

darlo. Me dijo que ahora sabía del motivo de mis ojeras y mi desgano. Pero no era eso, si aparentaba estar dormido envolviéndome en las sábanas era por defensa propia, por-que es como me siento más seguro para enfrentar el mundo: evadiéndolo cada día.

—Lo que pasa es que siempre sueñas despierto —me re-criminó antes de marcharse.

—Es que tú no entiendes que todo es como si fuera un sueño —me defendí.

—¿Y piensas vivir así? —me dijo sonriendo sarcásticamente.—Es que así he vivido —le respondí seriamente—, así vi-

vimos todos, simulando estar despiertos para no enfrentarlos.—¿A quiénes?—A Ellos, ¿acaso no los conoces?Y la puerta se cerró detrás de Ella sin que nadie volviera a

entrar. Solo Ellos iban y venían por la casa sin necesidad de forzar los candados.

Ahora ya no me habituaba a sus gritos, se volvieron unos inquilinos incómodos con renta congelada. Nunca supe cómo desalojarlos.

Por ratos dormía con los ojos abiertos y en otros cerrán-dolos, a veces soñando y a veces divagando, con ese dolor en el pecho que de repente se aparecía como si tocara un viejo portón, jugando con la idea de acelerar las cosas, sin atrever-me a decir si esto es vida.

Sin distingos del día y la noche dispuse del tiempo sólo

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para mí, evitándolos, recreando en la mente esos paraísos ar-tificiales de los que tanto leí, avanzando discontinuamente mientras estoy acostado en la bañera, saludando a los ausen-tes. Todo con una vista borrosa, como si lo envolviera una neblina cada vez más espesa.

Y ni así puedo descansar, mi cama se ha vuelto muy estre-cha y no puedo gritar, en mis muñecas veo unas heridas mal cosidas para mi cuerpo drenado.

Arriba escucho unos llantos que no me dejan dormir, que se alejan lentamente como si descendieran, abajo oigo los gri-tos y lamentos que siempre me han acompañado. Por fin se han quitado sus máscaras. Los veo, sus caras son cotidianas, sus rostros me son familiares: son Ellos, somos Nosotros.

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De sobra sabía que al aceptar salir esa noche con él, no sólo lo perdonaba sino que también me tenía que resignar a la irremediable muerte del acoso halagador que desde hacía más de dos años José me prodigaba argumentando amistad. En el bar se dedicó a recordar los buenos tiempos, los que tu-vimos antes de que me pusiera el cuerno con la puta de Silvia. Era la primera vez que, al recordar el suceso, no me daban ganas de cachetearlo. Tal vez porque ya no me importaba, o ya no me dolía.

José se había convertido en mi sombra, no perdía opor-tunidad de decirme que podía contar con él para todo. A pesar de que en el fondo sentía que sus argumentos no eran más que una pura estrategia de cazador paciente en espera del descuido de su presa, quise creer que el ofrecimiento era sincero. Intenté contarle cómo me sentí después de leer tu carta, en la que con palabras hermosas finalmente te despe-días de mí y en la que de nada sirvieron ni tu don de escritor ni tu palabra de amor eterno para evitar que me deshiciera en llanto y sintiera el dolor que da la impotencia de lo perdido. Pero fue en vano, porque José sólo se dedicó a abrumarme con atenciones.

Salimos del bar, unos cuantos tequilas habían aletargado mi tristeza y también a José. A mí, por el contrario, me en-valentonaron y entonces mandé todo al carajo; mi pasado con José y mi recién perdido presente contigo. Le pedí que fuéramos a otro lado. Sin poder disimular su emoción dijo ¿a

UnOS cUAnTOS TEqUILASMartha A. Echevarría Zapata

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bailar? No, José. No. A otro lado. Su gesto atónito y su actuar de niño feliz, atrapado en un cuerpo de casi noventa kilos, se pusieron al volante. ¿Tu casa o la mía? Dijo, y con él sonrie-ron todos los poros de su piel. Ni la una ni la otra, respondí.

En el hotel, una luz tenue nos envolvía. —Nunca te olvidé —dijo José y en su mirada se corrió un cristal.

Pero nada me detuvo porque, en ese momento, ya pisaba la nube que me eximía. Cerré los ojos para no ver sus ma-nos, imaginé las tuyas, manos grandes de piel joven y suave. Tomadas por las mías, liberé tus deseos presos en ese mundo de papel, de palabras leídas y releídas hasta el desgaste. Besé tu sien, me perdí en tu oído y me encontré en tu boca. Oí tu voz suplicante de ladrón arrepentido... “Déjame besar las lunas que iluminan mis sentidos con el beso más dulce y más cruel. Dame la oscuridad perfecta para esconderme en ti”... Tus versos eran besos que rozaban mis labios. Tus dedos largos de poeta me estremecían con su insolencia. José intentó de-cir algo pero le pedí que callara, no quería dejar de oírte, no quería que su voz o sus manos rompieran el encanto y me desafané de él. Después, la emoción, el cansancio, no sé, los años tal vez, vencieron a José y se quedó dormido.

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Son las seis de la mañana. Te veo desde este sillón cómo repo-sas boca abajo totalmente desnuda; hay calma y frescura en tu piel morena que siempre me ha gustado. Recuerdo la pri-mera vez que nos encontramos, en las escaleras del edificio donde vivía Sofía. Llevabas unos pantalones tan tuyos que inspiraban un gran vuelo de mis ojos perplejos en esa tarde donde me perdí cuando tocamos al mismo tiempo el botón del ascensor. Ayer, la noche te fue descubriendo con ese ves-tido y la luna te quedó corta cuando bailabas en el Salón Pata Negra al ritmo de Mongo Santamaría. Quise acercarme pero preferí verte desde la barra y mirar de qué manera movías la cintura. Me senté con los amigos de mi prima, que sólo hablaban de los negocios que estaban por concluir; me dedi-qué a observarte cuando platicabas con tu amiga de cabello rizado. Pensé hace cuánto se conocen y si acaso ella fue quien te enseñó a bailar. La noche me parecía fuera de lo común porque no era mi intención salir, pero mi prima, que estaba de visita por la ciudad, me convenció. Justo me llamó cuando estaba a punto de salir a pasear con mi perro Zeta, fiel com-pañero; por las noches salimos al parque Anzures después de mandar por mail unas traducciones. No dejabas de bai-lar; yo escuchaba la plática de mi prima con sus amigos cada vez más lejana. Cuando estaba saliendo del baño vi cómo te jaló alguien para sacarte por una puerta al lado del escenario. Me acerqué, abrí la puerta que daba a un pasillo iluminado con focos rojos; caminé hasta escuchar unos gritos tuyos en

TE GUSTA A TI ESE SOnMiguel González

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un cuarto que olía a cocaína fumada. Al acercarme, abrió la puerta un hombre de traje, muy alterado, sudando, me dijo ahí te la dejo, la llevas donde te dijo el loco de la mata de coco; pero apúrate, no queremos basura. Entré, te vi boca abajo en el suelo, sangrando, decías algo pero no lograba entenderte. Te levanté para cargarte y subirte en mi coche que estaba a una calle. Llegué a mi casa después de haberte amarrado mi camisa y una bufanda que traía en la cajuela para detener la sangre del agujero que te dejó aquel tipo sobre la espalda baja con el puñal que guardé en tu bolsa. Cuando te acosté sobre mi sillón rojo te vi algo incómoda y preferí pasarte a mi cama. Al sentarme, sentí tu calor, imaginé de qué hubiéramos platicado esa noche en que la luna estaba casi de salida para dejarme envuelto en una luz que hacía más evidente el humo de mi cigarro; no pensar en el presente sino en el pasado que tanto había esperado desde el momento en que mi mirada te abrió la puerta de mi sentir. El hecho de decidir qué era lo que iba hacer contigo no me preocupaba, sino el vaso casi va-cío de whisky. La sangre que humedecía mi cama se convertía en toda una pintura rupestre que crecía para profundizar tus muslos. Sólo me acerqué a la cama para sentarme en el suelo mientras tocaba tu mano y tarareaba “Tú, mi delirio”. Nunca he sabido tu nombre, de dónde vienes, qué hiciste para que te dejaran así. Tremendo recuerdo te imputaron, habrá sido por alguna venganza o tal vez tan sólo el incumplimiento de algún negocio que nunca pudiste culminar. La luz del ama-necer hace más evidente tu descobijo, aún no me atrapa el cansancio, saldré a pasear y tomaré un café en El gato negro para vislumbrar qué voy hacer contigo o lo que queda de ti, aunque no me importaría quedarme apaciblemente contigo para platicarte las consecuencias que me han traído las des-venturas amorosas de mi vida.

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Berenice camina de puntillas a través de la sala. Sostiene con firmeza el cuchillo carnicero mientras se acerca a su esposo, que duerme profundamente en el sillón. Su garganta entona la melodía que ella ya conoce y que tanto la exaspera: dos ronquidos y una pausa.

La hoja del cuchillo resplandece, ansiosa por teñir de rojo la camisa nueva de Juan. Berenice tiene una sensación dife-rente que corre por su cuerpo, debe ser la libertad que poco a poco se le acerca para ofrecerle un mundo nuevo. Recuerda la emoción que sintió por la mañana, al despertar convencida de que no podía postergar más su decisión: había llegado el momento. Finalmente tenía entre las manos los 200 pesos faltantes para completar la suma requerida. El plan estaba en marcha después de dos meses de preparación.

Salió de su casa a las diez de la mañana. El primer lugar, y tal vez el más importante que visitó, fue la tienda departa-mental más cara. Ahí estaba el objeto deseado, aquel cuchillo carnicero de mango rojo que tanto le gustó la primera vez que lo vio, no sólo porque combinaba con la última batería de cocina que Juan le había regalado el año pasado en esa misma fecha, sino también porque era su color favorito.

Cuando la dependiente le mostró el cuchillo, Berenice no pudo ocultar la felicidad al tocar la hoja fría de acero inoxi-dable. La recorrió lentamente con el dedo índice, después jugueteó con el cuchillo un rato pasándolo de una mano a otra. El filo de la hoja era la respuesta a los tres años que ese

AnIvErSArIOMargarita Aurora González Ramírez

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día cumplía al lado de la masa informe que tenía por esposo, quien desde el principio no dejó de humillarla y maltratarla. Estaba harta y ése era el día en que le cobraría cada golpe e insulto. De nada había valido creer que Juan cambiaría y, sobre todas las cosas, que el amor que ella le brindaba sería suficiente para que él pudiese controlar su temperamento.

Pagó el cuchillo, tomó la bolsa como si fuera un trofeo y se dirigió al supermercado de siempre. Llevaba en la mano un papel arrugado en el que había escrito con tinta rosa los artículos que le faltaban.

Caminó despacio por los pasillos. Buscó el líquido quita-manchas que su vecina le había recomendado alguna vez, el más efectivo según ella. Lo colocó en el carrito, y al lado puso el líquido morado multiusos, ese que tiene un aroma agrada-ble y con el cual limpiará la escena del crimen.

Tardó en decidir si debía comprar los paños absorbentes de colores o algunas jergas, no estaba segura de qué era más eficaz. Pensó en la cantidad de sangre, en los charcos o man-chas que quedarían en el sillón, tal vez en el piso y la pared. Después de una breve reflexión, se decidió por las jergas, que son más baratas.

Caminó en busca del estante en donde podía encontrar las bolsas de basura. Vio unas cajas con un monstruo verde y le parecieron las indicadas porque el monstruo le recordaba a Juan. Cuando lo conoció, creyó que era el príncipe de sus sueños y ella se sintió una princesa que finalmente había en-contrado el amor. Con el paso del tiempo descubrió que Juan no era nada más que un verdugo y ella, una cenicienta más.

Recordó su primera discusión y la culpa que sintió cuando Juan aventó el plato de sopa al suelo porque estaba salada, pero esa no fue la única vez, después vinieron los insultos, los golpes y la violencia constante que él ejercía sobre ella.

Este era el día, no había duda, por eso se alegró de no

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haberle dado hijos, ya que todo hubiera sido más difícil y posiblemente no hubiera llegado a esta resolución. Estar sola le facilitaba las cosas y eso se lo debía a Juan, quien le había repetido en muchas ocasiones que no quería hijos y que ella tendría que arreglárselas para no quedar preñada.

Tres meses atrás, cuando se descubrió embarazada, creyó que Juan cambiaría de opinión y que se alegraría de ser pa-dre, pero no fue así. A la primera oportunidad que tuvo, la aventó por las escaleras para que aprendiese que con él no se jugaba. Ahora Berenice sabía que hacía lo correcto e in-tentó dejar para más tarde los recuerdos y la furia contenida. Debía concentrarse en la elección apropiada de las bolsas de basura. Buscó entre las cajas del monstruo verde, unas bolsas grises con jareta, ya que le serían más prácticas y no tendría que perder mucho tiempo haciéndoles un nudo.

Lo último en la lista eran unos guantes. Berenice estaba indecisa, pensó en las posibilidades que le ofrecían los de limpieza, recordó lo incómodos que eran y que posiblemente le dificultarían maniobrar con el cuchillo, entonces optó por los de látex, esos que venden en la farmacia. Sabía que se adaptarían mucho mejor a su mano y que no le impedirían los movimientos.

Al llegar a su casa, encontró a Juan recostado en el sillón. El muy desgraciado roncaba. Berenice supo que ese era el momento indicado. Sin hacer ruido se dirigió a la cocina, co-locó las bolsas del supermercado en la mesa. Sacó uno a uno los objetos. Abrió los guantes, se los puso. Tomó el cuchillo.

Berenice camina de puntillas a través de la sala. Sostiene con firmeza el cuchillo carnicero mientras se acerca a su es-poso, que duerme profundamente. Sus fuertes ronquidos en-tonan la melodía que ella ya conoce y que tanto la exaspera: dos ronquidos y una pausa.

La hoja del cuchillo resplandece, ansiosa por teñir de rojo

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la camisa nueva de Juan. Berenice siente una emoción nueva que corre por su cuerpo, debe ser la sensación de libertad que poco a poco se le acerca para ofrecerle un mundo nuevo.

Observa unos segundos a Juan, los ronquidos se han de-tenido. Duda. Se acerca a él. Le habla. Le levanta el párpado pero no hay reacción, le pasa una mano por el cabello y nada. Intenta levantarle un brazo pero lo siente muy pesado. Le parece extraño. Toca la mano de Juan, está fría. Se percata de que Juan está muerto. No puede creerlo, no sabe cómo pasó. Todo estaba preparado y justo cuando iba a vengarse de él, la muerte se le adelanta como si hubiera estado esperando ese momento, como si supiera que ese día ella había decidido liberarse de ese animal ahora muerto, y entonces le jugó una mala pasada.

Berenice observa el cuchillo. Se ve en el hospital, escucha al doctor diciéndole que debido al golpe perdió al bebé. Las lágrimas le llenan los ojos. Clava el cuchillo en el abdomen abultado de Juan, en el corazón, en los pulmones. Una y otra vez la hoja de acero inoxidable hiende la carne del difunto.

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Anoche vi este anuncio. Y yo también estoy triste.Ayer fui al panteón. Enterré a mi pareja. Murió y mi amor

se cubrió de tierra, palada tras palada. Ah, pero antes me pi-dieron que le echara un puño de tierra a la fosa que ya tenía construida un contenedor de tabique donde depositaron el ataúd y después pusieron una tapa que sellaron con cemento y vinieron los montones de tierra… Eso, muchachos, eso es: sepúltenlo bien, amacicen bien la tierra, asiéntenla bastante fuerte… asegúrense de que no vaya a salir el cabrón. Total, que no sé dónde puse la maldita llave de su ataúd.

Yo sé que ahí se va a quedar. De esta calle, es el muer-to más reciente. Veo que le ponen encima las coronas y los arreglos florales. Alguien hace una cruz con dos varas que encontró por ahí, las amarró e improvisadamente ya quedó. Pero ¿cómo puede quedar así cuando nunca creyó en Dios y ni las flores le gustaban? Todos siguen a mi alrededor, nadie está cerca. Solo, rodeado de gente, me lo dijo un día. Me han dejado al frente de la tumba cuando no lo deseaba sincera-mente. No soporto las caras arrepentidas y serias como si pensaran en la muerte.

Alguien se ofrece a rezar otro rosario. Espero que sea breve, deseo terminar para estar solo. Y parece que escuchó mi petición. El último amén me trajo otra vez a la realidad porque empecé a ver los árboles, a pensar en esa especie de sauce llorón que ni se mueve porque no hay viento. Sólo el sol quema mis vestiduras negras.

OTrO MUErTOCésar Hernández Hernández

Esekiel mi gatito se perbio y estoi mui triste por favor ayuda-me a encontrarlo

Ángela y todos los de Profética

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El sol quema como este incómodo silencio. Fue una mala idea de quien lo haya inventado; de niño me dijeron que tenía que aprovecharlo para despedirme del muerto. Ahora, como que todos hacen que les interesa cuando nunca fueron a ver-lo al hospital porque era un enfermo terminal. Sólo su madre llora. Yo no lo hago. Previamente lo hice. Y lo hice tanto que parece que ya me sequé. Eso, muerto por dentro, pero de pie como los árboles, como cuando me leyó a Casona. Muerto como las hojas de estos árboles que algún incómodo pisa y despierta a los demás para empezar a retirarse. No quiero despedidas porque no pienso escucharles sus promesas: ya sabes, lo que se te ofrezca, estoy contigo, nos estamos hablan-do, nos vemos en los rosarios, en qué iglesia son las misas… Sólo quiero escuchar que todo estará bien, ¿cuesta trabajo decirlo? Nadie me abraza, un apretón de manos es suficiente, quiero un buen abrazo, eso es todo.

Un abrazo como estas tumbas, tan cercanas que no puedes pasar entre ellas. Todas diferentes sin señalar la personalidad del muerto, al contrario, es del gusto de los sobrevivientes. Mi tío dice que no deje pasar mucho tiempo para encargar el sepulcro en Tecali y que ésta se convierta en una tumba más con ónix blanco. Alcanzo a ver que ni el panteón pue-de salvarse de las clases sociales: sencillas unas, con ladrillos coloreados, o las opulentas a la entrada del mausoleo, pero ninguna se resistió al olvido de muchos. Como ésa donde leí que están ambos, marido y mujer. Completamente abando-nada por los cuatro costados, sin familia… como yo.

Yo sé que ahí se va a quedar. Todo reducido a este chipote de tierra, toda una vida y que la madre naturaleza se encargue de él como lo hará con los demás seres vivientes. Volver a ella. Volverte a ver otra vez; ya estarás regocijada, Madre Tierra.

Me obligo a vivir en duelo, quiero hacerlo. El silencio triunfará nuevamente como en el desierto, como en la no-

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che de su mirada cuando me pidió que lo desconectara y salí tranquilo de la habitación para recordarlo con honor. Nues-tro amor era infinito y ahora se reduce a este cuento. Tomaré un cuchillo profundo que saque los gusanos que me comen el alma, los mismos gusanos que se lo tragarán. Quisiera que esta tierra me dejara entrar para decirle adiós. Pero me siento a gusto con el frío. Es justo. Así me siento por primera vez. Me conformaré con visitar solitario nuestros lugares, como Profética, y ayudaré a encontrar a Esekiel. Así me siento por primera vez.

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Nadie imaginó que aquella noche en que asaltaron a Raúl Castro las cosas cambiarían en el pueblo; es más, si alguien pudo haberlo vaticinado era doña Eulalia, pero justo aquella noche andaba de parranda en casa de su prima que —des-pués de haber vendido hasta lo invendible—, le cumplió a su hija una boda pomposa que duró cuatro días.

Tampoco podemos reclamarle a don Chucho, porque aunque es un secreto a voces que él sabe todo lo que doña Eulalia predice, también tenemos que admitir que no es del todo fácil preguntárselo enfrente de su señora. No somos un pueblo amarranavajas, eso sí no.

El caso es que Raúl Castro iba esa noche al centro del pue-blo a ver a Toñita —la hija del dueño de la tiendita de la es-quina— y se había ajuareado como en días de fiesta, porque Toñita en realidad ya le había dado el sí, pero como dice la canción de “La Negra”, nomás no le decía cuándo. Aquella noche Raúl estaba dispuesto a llevarla a casa de su hermano, porque éste también había sido invitado a la boda de la hija de la prima de doña Eulalia, y su casa era grande, así que nadie oiría los gritos o gemidos de la novia, según fuera el caso. Bien lo dicen, cuando el pueblo es chico, el infierno es grande.

Entonces, Raúl —distraído como su madre y miope y tes-tarudo como su padre— no se dio cuenta de que unas calles antes de llegar al kiosco dos hombres lo seguían hasta que lograron interceptarlo cuando salía del cajero bancario. Se

EL ASALTO A rAÚL cASTrOBrenda Navarro M.

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dice que lo tomaron de los hombros, le pusieron una pistola en las costillas y lo subieron a una camioneta que traía placas del norte.

Dicen también que Raúl no sabía qué pasaba, y que hasta llegó a pensar que era una broma, pero para su mala suerte no era ningún conocido ni una mala trastada de los amigos, eran los hermanos Benítez Vela —oriundos del norte, y viaje-ros más que por ganas, porque andaban huyendo de la poli-cía— y que aquella noche necesitaban dinero para dormir en cualquier hotel de paso y seguir su rumbo.

La cosa fue rápida, o eso es lo que cuentan: que aventa-ron a Raúl unos kilómetros más adelante de la entrada del pueblo, allá por donde sigue sin estar la carretera, donde los compromisos del gobierno siguen sin cumplirse. Ahí merito encontraron el cuerpo horas más tarde.

Para cuando el pueblo ya andaba diciendo que Raúl había dejado a Toñita esperando, ella había roto todas las cartas de amor, le había recordado hasta a la abuela, e incluso se peleó con san Antonio por haberle traído un novio incum-plidor. Su padre, que hubiese dado la vida por su hija menor, mandó llamar a Pedro y a Juan para que le trajeran a ese “tal por cual” de Raúl. El pueblo comenzó a buscarlo hasta por debajo de las piedras.

Dicen que el cuerpo de Raúl tenía dos balazos en cada pierna, que le faltaba un dedo en la mano derecha y el ojo izquierdo estaba a punto de salírsele. Se rumoró que había sido torturado hasta el último segundo de su vida, aunque nadie fue testigo. Y como un río rompiendo su caudal, el pueblo corrió la voz hasta llegar a la indignación de todos los que vivimos aquí.

Nos fuimos derechito a la casa del presidente municipal; ahí íbamos con machetes, pistolas, resorteras, y hasta las mu-jeres llevaban mecates y ollas de barro, por si había necesidad

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de aventarlas contra alguien. Exigíamos explicaciones y de-cíamos a grito abierto que queríamos justicia.

El presidente municipal no quería salir, tenía miedo de la muchedumbre que se arremolinaba ante su casa; sin embar-go, fue tal la presión que generaba aquel dolor por la pérdida de Raúl —testarudo pero trabajador, noble y amigo de casi todos en el pueblo— que el presidente no tuvo más que dar la cara y prometer que se buscaría a los culpables en las si-guientes horas a como diera lugar. Y no hubo nunca ningún lugar, ni ninguna justicia. El pueblo quedó en tensa calma.

Con el tiempo, los crímenes en el pueblo comenzaron a hacerse comunes. Era como si el enojo que causó la muerte de Raúl Castro se hubiera quedado impregnado en cada uno de nosotros. Como si el sentimiento de injusticia se convirtiera en una cosa personal, como si nos hubieran matado algo a to-dos. Toñita huyó meses más tarde para desgracia de su padre.

Por ahí nos enteramos de que se había casado con uno de los Benítez Vela, al principio nadie se lo perdonó. La creímos una traidora. Luego nos enteramos de que una noche mató a su esposo. Que no nada más le quitó la vida, sino que lo castró, le cortó tres dedos y luego le dio el tiro de gracia. Todo eso lo vio el cuñado, y no pudo hacer nada, él para ese momento ya estaba moribundo por los balazos que le dio Toñita. Alguien encontró los cuerpos pero a nadie le impor-tó gran cosa, al menos eso dijo doña Eulalia que tampoco predijo nada de ese asunto. Luego de Toñita ahora sí ya no supimos nada, dicen que se fue pal sur, nosotros creemos que se fue con Raúl Castro.

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Lo veo pasear nervioso por la habitación como si fuera la pri-mera vez que hacemos esto juntos. Quizá le gusta fingir su nerviosismo para tranquilizarlas cuando llegan, siempre actúa torpe e inseguro. A ellas les gusta un primerizo tembloroso, las relaja, se sienten más cómodas y por alguna extraña razón un cliente así les crea la sensación de tener cierto control sobre él.

Él mira su reloj, faltan diez minutos para que la nueva lle-gue. Todo está preparado, las esposas sobre el buró, la más-cara guardada entre la cintura y la espalda, oculta bajo su ca-misa, los guantes debajo de la almohada derecha. Y el detalle final, las dos copas frente al espejo custodiando la botella de champaña que se enfría en un cubo metálico. A él le gusta brindar con ellas por el futuro, es parte del juego.

Con la práctica aprendió a seducirlas en pocos minutos. La mayoría de las veces se comporta tímido e inocente. Ado-ra divertirse con ellas, ama crear sus fantasías, en las que ellas se convierten en lo que él desee. Yo fui la primera. Le excita que lo vea cuando está con ellas. Escondida y callada obser-vo, escucho todo y soy parte de su ritual.

Cuando nos conocimos él parecía pasear como cualquier persona en la plaza, de pronto se detuvo frente a la tienda donde yo estaba, me miró unos segundos, entró, me tomó entre sus manos, todos sonreían. Mientras salíamos juntos de la tienda, creí e imaginé que con él guardaría hermosos recuerdos de fiestas, vacaciones, amigos, familiares y mo-mentos felices, pero él no me quería para eso.

PLAyLuis Alonso Ordoñez

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Son las diez en punto. Tocan a la puerta. Es ella. Se pre-sentan, ella le dice que se llama Perla; él, al igual que la su-puesta Perla, inventa un nombre. Esta noche decide llamarse Jorge. Ni siquiera yo sé cuál es su verdadero nombre. Así que por hoy los recordaré como Jorge y Perla.

Una vez él decidió contarme su vida, sin ningún motivo o explicación se sentó frente a mí y comenzó a quejarse. No articulaba bien las palabras por su embriaguez, pero de entre los balbuceos que expulsaba logré entender que las mujeres de su pasado lo dejaron. Sin importar qué tanto se esmerara, ellas siempre lo cambiaban por otro más divertido y relajado, por alguien que las hacía reír, un reemplazo menos paranoico y celoso o simplemente un modelo mejorado de su patética versión. En aquel momento de sinceridad, el dolor añejo le brotaba por los ojos, su estado lo apenó y dejó de mirarme, enseguida alzó su vaso con whisky y me dijo: Por el futuro. A partir de aquel brindis me convirtió en su cómplice.

Ahora comienza la rutina. Ella, con una mirada curiosa, inspecciona la habitación del motel, como si importara que ésta fuera diferente a las demás. Con manos temblorosas Jor-ge intenta servir el champaña, Perla lo nota y sonríe un poco, él se disculpa diciendo: Es que no he estado con una mu-jer desde que mi esposa murió, hace dos años. Nunca había hecho esto de... Perla le dice que ella servirá las copas, le propone a Jorge relajarse y sentarse en la cama. Él me mira, su rostro expresa una gran satisfacción. Esta vez optó por la compasión para obtener la confianza de Perla, funcionó.

Pronto las copas están servidas, Perla le extiende una a Jorge y se le acerca provocativamente, ambos sonríen, ansio-so, Jorge espera la pregunta que lo detone todo: ¿Y… por qué brindamos? A lo que él responde chocando su copa con la de ella: Por el futuro. Los dos beben hasta terminar, luego Jorge toma las copas y las coloca frente al espejo. El cristal

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refleja a Perla sentada sobre la cama, él la mira en silencio. Jorge espera hasta que ella ve las esposas y lanza su pre-gunta favorita: ¿Te molestaría si las usamos? Es una de mis fantasías, pero si te molesta… Ella lo interrumpe: No me molesta, pero eso sí, tiene un costo extra.

Perla toma la iniciativa, va hacia donde él está, atrapa la mano derecha de Jorge y la recorre por sus caderas. Jorge toma el seno derecho de Perla e intenta besarla, ella lo es-quiva; sin decir nada Perla camina insinuante hasta llegar al buró, agarra las esposas, cierra una en su muñeca y con el dedo índice llama a Jorge. Los veo tocarse de nuevo, las manos de Jorge parecen dos serpientes ansiosas. Él besa su cuello, ella enreda una de sus piernas en él, Jorge le sujeta las manos y cierra la otra esposa. Perla queda con las manos esclavizadas a su espalda.

Antes que a ella he visto cómo Jorge ha martirizado a ocho mujeres. Una vez que las inmoviliza, las tiende sobre la cama, se pone los guantes y la máscara de látex blanca con lágrimas rojas. Iracundo, les pregunta sin cesar: Dime, ¿por qué lo hiciste? Cuando le responden que está loco, él las golpea y vuelve a preguntarles. En minutos ellas enloque-cen, lo insultan, lloran, suplican y por último sólo callan. El silencio lo enfurece y todo empeora, deja de interrogarlas e iracundo las estrangula. Ellas se retuercen, luchan, pero de nada les sirve. Como acto final, él les cubre el rostro con una almohada y llora junto a los cuerpos preguntándoles entre sollozos:

—¿Por qué lo hiciste?Perla yace tendida sobre el colchón, el rostro de látex la

observa mientras merodea alrededor de la cama.—¿Por qué lo hiciste?—¿Qué? —Jorge la golpea en el rostro.—Dime, ¿por qué lo hiciste?

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—¿De qué carajos hablas? —un nuevo golpe cae en su estómago dejando sin aliento a Perla.

—¿Por qué lo hiciste, desgraciada?Perla intenta hablar pero alguien toca la puerta. Jorge ins-

tintivamente le tapa la boca a Perla con la mano y pregunta quién es. “Servicio al cuarto”, le responden. Perla aprovecha la confusión y el descuido de Jorge mordiéndole la mano, con el poco aliento que le queda grita: ¡Ayúdame por favor, ayúdenme! Jorge reacciona, le pega con todas sus fuerzas, Perla pierde el conocimiento. La voz advierte que llamará a la policía. Jorge escucha que alguien afuera del cuarto corre. Asustado camina hacia la puerta, no puedo verlo, regresa, camina nervioso, se toma el pelo, ve algo y huye. Perla sigue inmóvil en la cama. Jorge me ha olvidado.

Dos hombres llegan al cuarto, uno trae un revólver y el otro las llaves de los cuartos. Cautelosos entran a la habi-tación, ven a Perla e intentan despertarla. Escucho sirenas acercándose. Mi batería está por descargarse.

Despierto, según la fecha han pasado dos días desde que me dormí por falta de energía. Alguien presiona el botón de play, todos los recuerdos que guardo de él en la memoria emergen y se proyectan en la pantalla del televisor

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Me casé de negro.Estaba esa maldita guerra, la peor de todas; de verdad.

Pensaba que después de la revolución no caería lluvia más tupida de calamidades. Los soldados vigilaban las puertas atrancadas de las iglesias, tenían órdenes de matar a los curas y a las monjas, a cualquier cristiano. Uno caminaba tropezán-dose con atrocidades que no se olvidan, a uno ya no le daban ganas de salir a la calle, de vivir.

Una vez, en la vía del tren que atravesaba el mercado, había unos hombres colgados de los postes con sus rosarios enredados en las manos, los apretaban duro como si los hu-bieran exprimido para sacarles jugo. Y entonces uno agarra-ba sus escapularios escondidos debajo de la ropa y seguía caminando como si no hubiera pasado nada, aguantándose las lágrimas, el coraje, todo el miedo.

Yo no entendía qué quería el gobierno; no entendía nada. Sólo quería estar con Ernesto, y nos casamos en la casa de su madre, Adelaida.

Pasaba en todos lados, conocí muchas parejas que se casa-ban en casas a escondidas, así, de negro como nosotros, la gen-te estaba de luto. Se nos prohibía lo sagrado, lo más grande.

Todos estábamos asustados el día de la boda, si alguien abría la boca, si algo se escapaba y la boda dejaba de ser un secreto, vendrían los soldados a quemarnos vivos, a torturar-nos, a matarnos, no se sabía, todos estábamos temblando del miedo y los nervios. La familia, Ernesto; el cura mucho más.

TIjErAS nEGrASAbigail Rodríguez Contreras

…Y una espada traspasará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

Profecía de Simeón (Lucas 2, 35)

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Estoy esperando a mi hijo, dicen que es niño por cómo descansa en mi vientre, ya quiero que nazca y mi hijo se bau-tice bien, en iglesia. Pero no sé cuándo ni cómo terminará esta guerra.

No puede hacer más que mirar a Benjamín mientras lo abraza, y verter todo su dolor en la recién nacida desembo-cadura de su llanto: su hijo recién nacido. Benjamín es ahora un recipiente de carne que parece desgajársele entre los de-dos. Sara se agita y el movimiento convulso de sus hombros estalla en esta quietud parcial, en este silencio ahogado de la sangre reventada en su boca por sus dientes filosos; cuchi-llos inmediatos que ya no controla. Las úlceras amotinadas desde el pecho se pelean por subir a la garganta. Estas llagas nuevas en la laringe luchan por obstruir la gesta de la voz, le prohíben de pronto vaciarse de los aullidos que lleva dentro. Intenta cantar una canción de cuna que apacigüe el llanto de hambre de su hijo, pero no puede y lo arrulla de nuevo, esperando calmarlo a él y a ella misma después de conocer la verdad de las cosas.

—¿Cuántos hijos te gustaría tener?—Siete, siempre me ha gustado el número siete, es el de Dios.Camina, Sara, que quiero verte aquí sonriendo, aventán-

dote desesperadamente a Ernesto y su traje fino, a la boda y a su vida juntos. No te preocupes, disfruta el momento, que no descubrirás la farsa hasta el nacimiento de tu primer hijo. Descubrirás que Ernesto te ha engañado, que Ernesto no es católico ni el altar lo era, que el sacerdote no era un sacerdo-te. Te sentirás mediocre porque ni tú ni tu familia lo sospe-charon, porque fueron burlados, y luego sentirás la pena de volver a ver las escenas borrosas, de estar ahí de nuevo pero sólo en la memoria. Y no podrás mover las piezas. Por eso ahora debes sonreír y disfrutar el momento, porque no lo sabes, porque aquel que ignora es feliz por siempre.

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—Sí, padre, acepto.Arrullo a Benjamín entre los brazos, ambos estamos más cal-

mados, le lavo la cara con mis lágrimas. Sólo quiero que mi hijo reciba la educación que yo conozco, pero jamás me casé ante los ojos de Dios. Yo no quiero que Benjamín sea un pecado.

Tengo los dolores enterrados como alfileres en el pecho.Ernesto me vendó los ojos mientras yo lloraba el cierre

de mi iglesia; no me casé con él, me casé con una farsa. Me encerró en la cárcel de sus carcajadas. Ernesto me aventó a sus rejas, me arrastró del cabello. Me duele imaginarlo riendo por dentro mientras yo le decía a un obrero.

—Sí, padre, acepto.La muerte de Ernesto es una cosa que se aplaza continua-

mente. Le llega a trozos y sufre. Ahora lo miro como un bulto en la cama, que orina y se come la comida que le muelo, Er-nesto se seca lento y los músculos se le entiesan; ya no puede hacerme más daño.

Vengo y le sirvo la comida fría y le doy las aguas que a él no le gustan y yo soy la que se ríe. Y miro mis santos y vírgenes remendados que puse en el muele grande. Ernesto intentó destruirlos más de una vez. Cuando revivo el día de la boda deseo regresar los pasos y salir corriendo con los santos profanados entre los brazos, y que me vean los soldados y me cuelguen de un árbol con mi escapulario en el cuello y mi vestido de novia negro.

Ahora ya estoy casi muerta, con toda la piel que se me cae por escamas, por todos los ríos blancos que se desparraman de mis pensamientos viejos; estas canas trenzadas a mi carne arrugada son cuerdas que me han atado por años a esta casa, a este muelle; al cuerpo moribundo de Ernesto.

El momento en que Ernesto abrió la puerta para desta-parme los ojos y jalarme los párpados hasta arriba de las cejas para que pudiera descubrir todo su teatro, fue el día en que

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nació Benjamín. Discutíamos nombres, entonces no paró de restregarme en la cara mi inocencia, mi estupidez, mi con-fianza ciega, mi error.

Su triunfo entre mis brazos amarrándome a su victoria, Benjamín llorando como si pudiera entender las atrocidades de su padre, Benjamín trofeo y primer nudo ciego de esta ata-dura, de esta incapacidad de nadar a la otra orilla, de morir en mar abierto, de esta ignorancia de no saber nadar.

Muchas veces quise matarlo, mientras dormía me imagi-naba encajándole las tijeras de coser en la espalda. Pero yo siempre lloraba, y volvía a llorar como si no supiera hacer otra cosa. Nunca pude matarlo porque me miraban mis san-tos y me miraban también mis hijos que se fueron perdiendo tras el zaguán poco a poco.

Pero hoy no están, y Ernesto vomita en la cubeta de fie-rro, vomita sangre porque yo quise que lo hiciera. Y grita mi nombre desde la cama. Pero yo no iré hasta que termine de ponerme el vestido que comencé en la madrugada, ya me falta poco.

Camino a la cama vestida de negro y lloro. Es lo que sé hacer, y lo haré hasta el momento de mi muerte. Me recuesto y miro el tragaluz que parece mirarme. Ernesto no puede más y yo tampoco. Me enredo el rosario, rezo en voz alta, no me importa si Ernesto me escucha o no y yo grito: Dios, hijo, redentor del mundo, ten piedad de nosotros… Madre afli-gida, ruega por nosotros… Madre afligida, Madre tristísima, Fuente de lágrimas, Cúmulo de sufrimientos, Puerto de los náufragos…

La muerte de ambos traspasará los muros, sus cuerpos pu-trefactos envenenarán el flujo del viento. El aire golpeará a los vecinos, que entrarán a tu casa saltando las bardas.

El sol terminará con las facciones de ambos. Ernesto estará al borde de la cama tapándose los ojos en dirección contraria a ti.

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Tendrás un vestido negro y largo, un encaje tupido te cu-brirá las manos, el cuello y lo que fue tu rostro cuando fuiste Sara y no un cadáver. Con las tijeras negras en el pecho y un rosario en la mano, parecerás una virgen dolorosa sin corona.

Te presentamos nuestra oración por medio de Jesucristo, Señor Nuestro, tu hijo e hijo de María, la Virgen Dolorosa, Él vive y reina contigo y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

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Micaela Valtierra escuchó hablar por primera vez del gene-ral en una cena que su padre tuvo con empresarios textile-ros de la región. Desde entonces tuvo el deseo de conocer al hombre que había puesto en el gobierno del estado a su padrino don Próspero. El padre de Micaela era regidor de Huamantla y ella pensaba que eso le permitiría hacer rea-lidad su afán por conocer al presidente. Seguro que sería fácil que don Porfirio visitara su casa, e incluso se quedara a dormir ahí. En la reunión con gente importante, ella apro-vecharía para interpretar las melodías que mejor le salían en el piano o para mostrarle que sabía presentarse en francés. Pero a Micaela le enseñaron después los verbos y conju-gaciones, le empezaron a crecer los senos y el general no venía. Acostada viendo al cielo pintado de azul turquesa y flores de algodón, Micaela soñaba y luego se impacientaba por el arribo de aquel personaje tan mentado. Sería cortés, amable con él, le mostraría los mantos que bordaba a la Virgen de la Ciudad en oro, le cantaría un aria de las que le había enseñado la señorita Castillo, la maestra que iba lu-nes, miércoles y viernes a su casa. Varias fiestas de la Virgen pasaron y con ellas docenas de mantos bordados con hilo de oro y el presidente no se aparecía. A Micaela empezó a rondarla el hijo de los Leal y don Porfirio no llegaba. Ya sa-bía que la ocasión para conocerlo no iba a faltar: seguro se aparecería para inaugurar alguna cosa, para llevar a cabo un acto protocolario o simplemente para visitar a don Próspe-ro y sus amigos y entonces Micaela le hablaría en su fluido

EL TIEMPO bOrdAdO En OrOTzuyuki Romero Flores

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francés, le interpretaría el par de mazurcas y valses que le salían a la perfección y quizá le cantaría no solo un aria sino una ópera completa, sin embargo, empezó aprender más óperas, italiano e inglés y el presidente no venía.

Por estar esperando a que Micaela se decidiera a darle el sí, el hijo de los Leal se casó ya treintón con la hija de los Santillán. Miles de mantos de la Virgen se acumularon en la cajonera de Micaela y el presidente no llegaba. Fue enton-ces que le contaron que visitaría indudablemente la ciudad. En agosto iba a pasar a Tlaxcala a ver al padrino de Micaela y luego vendría a visitar a unos compadres hacendados que tenía por los rumbos de Huamantla para hablar de nego-cios. La parada en casa de José Valtierra era indudable. En-tonces ella se preparó. Buscó su mejor vestido, practicó los pasos de polka y mazurca que le habían enseñado, así como las partes de la soprano de las cinco óperas que sabía. Eligió de los miles de mantos los que mejor le habían quedado y esperó a que el general viniera. Sin embargo, nació el hijo de Paco Leal, empezó a caminar y el presidente no llega-ba. Micaela yuvo que guardar algunos de los mantos en un cuarto especial porque en su habitación ya no cabían.

Cuando el hijo de los Leal empezó a caminar, Micaela se enteró que don Porfirio sí había ido a Huamantla, de hecho, se había quedado en la casa de los Sotomayor, la de portales frente al parque, pero Micaela no flaqueó, echada viendo el cielo azul turquesa, siguió deseando conocer al presidente. Hizo más de cien mantos para la Virgen, aprendió alemán y otras cinco óperas, ensayó otros pasos y con menos pelo se acilaba esperando la llegada. No se enteró cuando Madero quitó del poder al general. Micaela continuó con su deseo, encerrada en su casa, con menos cabello y doscientos mil mantos bordados en oro doblados por toda la casa.

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Aprieto los incisivos contra el labio. Hago movimientos cir-culares con la lengua. La dirijo hacia las comisuras. Come-zón, después ardor.

Enciendo la televisión. López-Dóriga está entrevistando a un empresario. Hablan de un secuestro. De lo que fue, de lo que no será.

Me quito los zapatos. Desajusto el cinturón. Desabrocho el botón del pantalón. Bajo el cierre. Me desabotono la ca-misa. Veo lo que ya sentía desde mediodía, manchas de su-dor en las axilas. Hedor. La camisa está incluso amarillenta en esa zona, el comercial del nuevo antitranspirante miente. Camino hacia el baño. Veo otra mancha, igual de cotidiana. Humedad en el techo. Miro el lavabo. Dirijo mis manos hacia la esquina, al dentífrico. Sostengo el tubo y lo presiono por la mitad. Sale la pasta. Mi reflejo en el cristal. Tengo resequedad y el fuego se ha expandido.

Voy a la cocina. Escucho por medio del regulador de co-rriente cómo sube el voltaje. Abro el refrigerador. El conge-lador con escarcha. Saco un traste. Engañosa transparencia la del cubo de hielo. Su poder está guardado en el interior. Lo froto contra mis labios un par de minutos. Se me resba-la. Cae. Agarro otro. Juego. Sólo puedo tenerlo un par de segundos en la boca, quema. Debo morderlo. Craaaaaack... Destruirlo. Mientras siento los crujidos, pienso en aquellos que ven sonidos, escuchan colores y tocan aromas.

Mis piernas sienten un escozor. Es un costal raído. El me-

fUEGOHazael Ruiz

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dio ciento de naranjas de la semana pasada. Están oscuras. Tomo un vaso de unicel y un cuchillo. Las corto. Pongo una mitad en el exprimidor. Presiono. Repito la operación. Tiro las cáscaras al cesto. Vierto el líquido. Bebo el jugo. Demasia-do amargo, no lo termino. Lección de química. Sería mejor combinándolo con gasolina. Me doy vuelta. Avanzo unos pa-sos a la izquierda. Giro la perilla. Abro. El viento nocturno me da en la cara. Escucho las sirenas de las ambulancias en el periférico, señal inequívoca de que son pasadas las once. Me dirijo al auto. Llené el tanque hace unas horas.

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Es la una de la mañana y sigo en este incómodo asiento de la agencia del Ministerio Público. Mi familia ya no sabe cómo consolarme, pide clemencia al cielo, espera afuera sobre los escalones de la Presidencia Municipal. Han pasado dieciocho horas desde la primera pesadilla; la segunda apenas empieza.

Suena el teléfono, el licenciado Domínguez me ve, busca en mis ojos una guía para avanzar sin tropiezo, o eso quiero creer; le sostengo la mirada mientras lucho con mis párpa-dos, ellos desean dejarme sin luz, no soportan más la espera, necesitan abandonarse al suave murmullo de la madrugada que acompañan grillos y luciérnagas; aunque su presencia me provoca inquietud. Leo sus labios, ha dicho “Vamos para allá”. Domínguez se acerca a mi abogado, el reconocidísimo licenciado Agustín Trujillo Montero, le da un espaldarazo y camina hacia donde estoy, casi puedo adivinar sus inten-ciones: convencerme para dejar todo por la paz, olvidar la crueldad, borrar de la memoria las imágenes trasgresoras, su-primir las voces que me invocan en un estallido de nervios y enterrar un asunto que presumen no procederá por falta de culpables y testigos.

—Señorita Cabrera, sé que es tarde, quizá quiera irse a su casa.—¿Qué pasó con la llamada que recibió?—No sé si sea conveniente para usted lo que voy a decir.—Dígame, ya he esperado mucho tiempo para que ahora

me oculte información.—No es eso, me desagradaría que se hiciera falsas ilusio-

díAS dE MAyOEsperanza Sosa Meza

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nes y después se sienta peor, su caso es muy complicado.—¿Qué le dijeron?—Agarraron a cinco sospechosos en Teotitlán, me pre-

guntaron si quería identificarlos, a lo mejor pudiera haber alguna relación con los hombres que andamos buscando.

—¿Cómo los agarraron?—No conozco los detalles, pero dicen que trataron de

golpear y amenazaron al Federal de Caminos con armas ex-clusivas del Ejército.

—Quiero ir.—¿Está segura que puede?—Sí, es preferible.Todos desean acompañarme, el licenciado pide discreción

y sólo acepta que mi papá y dos de mis tíos nos sigan. El sudor me irrita la piel, estamos a treinta grados centígrados y sin embargo tiemblo, un hielo recorre mi cuerpo en todas direcciones con intensidad variable, me pongo un suéter, una chamarra y una gorra, nadie me debe reconocer; estaré frente a ellos y deberé aguantarme las ganas de sumergirme en mis miedos. Ellos no pueden saber sobre mí, los estoy acusando de intento de secuestro y robo. No, no lo deben saber, son malos, escoria humana, despiadados, tienen el alma podrida porque sólo así me explico lo que hacen… ¡malditos!

Cuánta miseria hay en este pueblo, cuánta miseria en el mundo, cuánta en el corazón, se ha elevado tanto que ahora viaja en el aire, la respiramos y debemos vivir con ella.

Son esos, grito al señalarlos, no cabe duda. El más jo-ven no rebasa los dieciocho, él manejaba —infeliz—, se me atravesó al darse cuenta del acelerón que di, sabía que no me iba a parar; entonces, sin importar el trancazo, se cubrió la cabeza y me aventó el coche; lo arrastré varios metros, jamás se bajó del auto, los esperó y contempló burlón el espectáculo…

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El de sudadera gris, sí, el de pantalón de mezclilla desco-sido, también ese estuvo ahí, rompió el vidrio del copiloto con el mango de la pistola, sacó mi bolsa de piel, la nueva; se llevó los veinte mil pesos de mis primas, sus ahorros de un año, el trabajo de muchos meses en el cultivo de la caña de azúcar, un dinero obtenido con honradez. Estoy segura de que ni siquiera le dio tiempo de disfrutarlo, y para el colmo de males, fue él quien sustrajo mis credenciales, ¿dónde las habrá tirado? ¿En qué basurero o barranca del camino ha-brán quedado? ¿Para qué, para qué?...

Ese otro aventó piedras, lo reconozco, lo vi por el retrovi-sor, fue el que más corrió, rompió uno de los faros del stop, abolló la salpicadera, estrelló un vidrio y trató de meterse por una puerta de atrás cuando se me apagó la camioneta. Después, pateó la unidad hasta cansarse, parecía un animal desquiciado y que me perdonen los animales por la compa-ración, fue una bestia…

No hay duda, el de los tenis blancos, pants y playera negra participó con ellos, gritó no sé cuántas veces, “pásala para atrás, pásala para atrás, aquí la agarro, dale un madrazo a la pinche vieja”. No me di cuenta en qué momento calló, quizá cuando mis sentidos se conectaron a la recomendación de una voz divina que me enfriaba la cabeza y me hacía sacudir el miedo. Entonces apareció la raíz del caos…

El que no tiene perdón de Dios es el desgraciado de café, hijo de la chingada, tengo sus dedos marcados en gran parte de mi cuerpo, ahora se me ve morada la piel, antes roja, creo que nunca se me va a quitar la infección de cobardía. Fue un desgraciado, me jaló el brazo izquierdo, trató de quitarme el cinturón de seguridad, me arrebató las llaves, me golpeó en las piernas y me puso la pistola en la cabeza. Todavía siento su putrefacto aliento en mi cara, su saliva chorreando por mis mejillas, esa voz de muerto en cautiverio, grito profundo al

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centro de la tierra; rozó con sus miserias mi ser y la repulsión fue mayor que a la carne devorada por gusanos, víboras de cascabel se movieron en círculo hasta enredarse entre ellas y cortar el oxígeno. Lo veo y mi repulsión es infinita.

No podría olvidar el bigote poblado de este tipo, el cuarto pendejo, sus labios gruesos, cabello largo maltratado, ropa sucia, desaliñada… hipócrita. Tú sacaste el trapo con el que pretendían cubrirme la cabeza y la cuerda para amarrarme, para alejarme de los míos. Tantas lágrimas a punto de derra-marse y ellos, con la mano en la cintura y el gesto de voraci-dad a punto de concretarse.

Un momento, falta uno, ¿dónde está?, la carta mayor, el de la bragueta rota por forzar el cierre del pantalón al termi-nar de orinar, el más grande de todos, el de cuarenta y cinco. Justo cuando salí de la curva les chifló a sus compañeros del auto Malibú 1985 —identifico el modelo porque lo encon-traron diez kilómetros adelante de Tilapa, en el deshuesa-dero de la población. Sin duda, fue el más listo, cruzó los cerros que colindan con Coxcatlán y huyó a la Sierra Negra, los otros creyeron que nadie los perseguiría después de los dos balazos que le soltaron al taxista, al “Chino” como lo conocemos. Gracias “Chino”, y compañía, mi suerte estuvo en tus manos, gracias porque llegaste a la línea entre la vida y la muerte, gracias por seguirlos y provocar su huida.

Me piden que los señale con el dedo y confirme la declara-ción hecha en el estado de Puebla. Aquí es Oaxaca y las leyes parecen variar mucho entre un estado y otro. Sus familiares están atentos a cada detalle, alguien les avisó de la detención. El abogado me saca del cuartucho llamado comisaría, o me-jor dicho, oficina ministerial, se me indica permanecer en el auto, escucho que los quieren soltar. Son malvados, tratan de persuadir al Federal de Caminos, quien los detuvo por la portación de armas cuando molestaban a las muchachas en

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la calle. Le ofrecen dinero, él mueve la cabeza negativamente, varios hombres circundan el coche, entran y salen, hablan por celular.

Regresa el licenciado Trujillo, ofrece un diálogo con el defensor.—Soy el abogado de los detenidos, mi nombre es Anselmo

Bueno Delgado y estoy aquí para llegar a un acuerdo con usted.—¿Conmigo? No entiendo.—El Federal ya se retractó, mis clientes pueden quedar

libres, sólo que ahora se les imputa un intento de secuestro y robo en su persona.

—Y así fue.—Mire, señorita, la verdad no hay pruebas suficientes

para detener a estos hombres más de cuarenta y ocho horas, sus argumentos no están bien sustentados, hasta contradic-ciones veo, y si me pongo a revisar con calma la declaración seguramente encontraré alguna inconsistencia que le echará todo abajo. Le ofrezco diez mil pesos y la tranquilidad de que nadie se meterá con usted.

—¿Se da cuenta de lo que me está diciendo?—Lleva las de perder, mejor hágame caso.—Váyase de aquí, ¿cómo se atreve a pensar que pueda

prestarme a sus cochinos tratos? Lárguese.—No se ponga difícil, se va a arrepentir, ya no podrá dor-

mir plácidamente, ni usted, ni ninguno de los suyos. Piénselo.En mi cabeza se anida cada palabra del viejo corrupto, no

dudo de sus amenazas, es más, me siento frágil, indefensa por su proceder, ¡Dios!, ¿qué debo hacer? No puedo confiar en la ceguera de la justicia; pero es lo que me ha mantenido en pie, el tonto idealismo de mi etapa de estudiante. Desde las siete de la mañana del treinta de mayo hasta las cinco de la madrugada del treinta y uno, albergo la ilusión de despren-der cada pedazo de piel contaminada y evitar a los otros la misma contaminación. Tengo fuerzas, entiendo que no estoy

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sola. Licenciados van y vienen y todos pueden prestarse a tratar de corromperme.

Son las ocho de otro día del mes de mayo, recibo muestras de solidaridad de la gente que me conoce, volteo a ver a mi familia que cruza los brazos como si estuviera cerca de ellos y pienso que cuando vuelva a pasar por el camino pedregoso de San Antonio a Tilapa, llamaré a mi espíritu, recapitularé lo que tenga que recapitular y aún con lágrimas, con la sen-sación de sentirme culpable de haber estado en ese momento de la mañana, de no dejarme pisotear, de sentir asco de la vida, cerraré los ojos y al abrirlos respiraré con fuerza para volver a comenzar.

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La que fue nuestra casa se había convertido en la bodega del Trono, la fábrica textil. Eso descubrí cuando regresé a la colonia para buscar a Tomás, mi único amigo del rumbo. Mientras caminaba y hallaba su dirección, los recuerdos y las personas se presentaban de manera fugaz: la tienda de don Álvaro, que saqueábamos cada viernes al salir de la escuela; la peluquería de don Paco, donde vi por primera vez la Zona Caliente y Playboy; la papelería de doña Felipa, cuya hija menor fue mi novia; la familia Suárez, nuestros vecinos, con quienes peleábamos casi a diario por los gatos y los perros.

En casa de Tomás, hoy flamante administrador de empre-sas, me enteré de lo que pasó. “Por fin se le hizo al viejo Naguib quedarse con tu casa, carnalito. Luego que se fue-ron, al morir tu abuelo, ese méndigo se habló con el señor Valdés para comprarle el cuarto”. Nos lo había advertido: su casucha me gusta pa bodega. Y lo cumplió. Ya imagino cómo quedó. En vez de los muebles, estarían telares y rollos de tela; en lugar de olor de la comida y del piso limpio, aceite quemado; lo que parecía mucho espacio para dos camas, el baño, la estufa, una mesa, la televisión y el ropero, apenas alcanzaría para las cajas de mercancía que se mandaban a México y Veracruz.

Naguib no se detenía para fregar a quien fuera, por eso le apodaron “El Diablo”. ¡Qué podía esperarse, si al fallecer Elías, su hermano, se quedó con todas sus propiedades! In-cluso le hizo firmar a la viuda un documento que lo convirtió

cUEnTA PEndIEnTEIsrael Torres Hernández

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en albacea de sus sobrinos. Ni los empleados del Trono se salvaron. Prefería que siguieran en la fábrica, pese a la edad o las enfermedades, hasta que se morían, para no pagar liqui-daciones. Al reclamarle los parientes, entregaba la cantidad que se le daba la gana. Por eso, antes de irme de la colonia, decidí cobrarle una cuenta pendiente.

Todavía recuerdo cómo el viejo buscaba con insistencia a Omar, su único hijo. Hubo varios rumores sobre su desapa-rición: deudas de juego, venganza por tráfico de drogas, se-cuestro. Era tal la desesperación de Naguib al perder, según él, a su principal orgullo que fue a los periódicos y ofreció mucho dinero por alguna información. Ojalá y algún día lo encuentre donde estaba el baño de nuestra casa, que hoy es la bodega del Trono. Después de todo, el olor es el mismo.

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El frío de la noche y la oscuridad ponían nervioso a Ulises. Era tarde y Cristel no estaba en casa. No había dejado ni una nota para avisar que saldría. Quizá estaba en casa de su madre, con sus amigas, a lo mejor se sintió mal y fue a ver al médico sin tener tiempo de dejar una nota.

Caminó hasta la ventana con una copa de whisky en la mano. El perro de los vecinos orinaba en el poste de siem-pre. Los gritos de los niños que acaban de anotar un gol callejero alejaron la desesperación que sentía porque Cristel no estaba en casa. El rugir de un motor lo hizo olvidar el gol. Tenía que ser un Ford, estaba seguro. Ubicó con la vista el proceder del sonido. Un Mustang se detuvo en la acera frente a su casa. Era un Hard Top negro, el carro que siem-pre había querido y no había podido comprar. El Mustang brillaba y él sentía que no podía dejar de verlo, hasta que el copiloto se le hizo conocido. Vislumbró con toda claridad el cabello negro de Cristel que ondeaba en los dedos del copiloto. Vio como los labios de Cristel seducían a una piel ajena a la suya, en un auto que no era el suyo.

No supo cómo llegó hasta ellos. Abrió la portezuela del carro sujetó a Cristel por la blusa y la sacó de un tirón. El acompañante de Cristel se bajó para defenderla. Era un hombre promedio, con un rostro parecido a cualquiera, vestidos como muchos y con una voz común.

Ulises se le echó encima, y mientras lo golpeaba, Cristel le juraba que no lo volvía hacer, dijo que podía matarlo si quería pero que no lo dejara de amar?

EL AMAnTE dE crISTELMaría del Sol Valdivia Rosas

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El amante de Cristel no le causó problemas, fue muy fácil de golpear, parecía una niñita que no era capaz de defender a Cristel. Lo asió de la playera, ¿o camiseta?, y lo impactó sobre el parabrisas del Hard Top hasta que el vidrio quedó hecho añicos. Azotó la cara de ese tipo sobre la defensa hasta que la abolló, hasta que el logotipo del Mustang que-dó bañado en sangre. Orinaba el interior del auto cuando sonó su celular. Era Cristel, su novia, que le hablaba para invitarlo a ver una película en su casa. Ulises colgó, vio a través de la ventana hacia donde estaba estacionado el Hard Top negro de su vecino que siempre había querido. Sorbió un trago de whisky y se metió a bañar.

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PrESEnTAcIón / Sebastián Gatti

PróLOGO / Beatriz Meyer

LIbrOS EScrITOS, LIbrOS LEídOS / Pedro Ocejo Tarno

LA EScrITUrA y SU fUncIón crEAdOrA / Blanca Alcalá Ruiz

nIEvE PrIMAvErAL / Diana Araiza Velasco

POr SI ALGO hUbIErA cAMbIAdO / Óscar Raziel Cosme López

dOS brUjAS / Elizabeth Cruz Aguilar

SOPOr / Christian de la Torre

UnOS cUAnTOS TEqUILAS / Martha A. Echevarría Zapata

TE GUSTA A TI ESE SOn / Miguel González

AnIvErSArIO / Margarita Aurora González Ramírez

OTrO MUErTO / César Hernández Hernández

EL ASALTO A rAÚL cASTrO / Brenda Navarro M.

PLAy / Luis Alonso Ordoñez

TIjErAS nEGrAS / Abigail Rodríguez Contreras

EL TIEMPO bOrdAdO En OrO / Tzuyuki Romero Flores

fUEGO / Hazael Ruiz

díAS dE MAyO / Esperanza Sosa Meza

cUEnTA PEndIEnTE / Israel Torres Hernández

EL AMAnTE dE crISTEL/ María del Sol Valdivia Rosas

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EL ÚLTIMO APAGA LA LUZAntología de alumnos de la Escuela de Escritores Sogem-Puebla

se terminó de imprimir enlos talleres Formación Gráfica S.A. de C. V.

—Matamoros 112, Col. Raúl Romero,Cd. Nezahualcóyotl, Edo. de Méx., CP. 57630—

en el mes de febrero de 2011.El cuidado de la edición estuvo a cargo

de Miguel Ángel Andrade,el tiraje consta de 1000 ejemplares.

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