el caso voynich
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El caso Voynich
Daniel Guebel
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A Luis Chitarroni
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kol chol chol kor chol dor chol chor chol keol chaiin shaiin daiin qodaiin chol
cholor chol dar dar dal gotol keeees daiin daiin dain dain shol chol chol shol
chol chol chol chor okal okaly okaldyqokedy qokedy qokedy qokain teeodalin
shey epairody osaiin yteeoey keey keo keeodal ycheo s aim cheos aiin okesoe ara
m shees dalaiin dam cheodaiin chekeey sar air soar cheey dair cthey
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I
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Comienzos del siglo XX. Atribuyéndole una serie de imprecisas acciones
subversivas cuya enumeración tal vez habría sorprendido primero que nadie al
acusado, la policía secreta de Nicolás II encarceló primero y deportó después a un
súbdito de la Gran Rusia, quizá lituano, quizá polaco, de nombre Wilfryd Michal
Habdank-Wojnicz. Confinado a las estepas siberianas, Wojnicz aguantó durante
un quinquenio sus maravillosos atardeceres y luego escapó a Alemania, donde
podía haberse quedado a vivir de lo más tranquilo. Pero, creído de que su
insignificancia le había ganado el rencor del zarismo, se subió a un barco de
carga que finalmente lo depositó en el puerto de Londres. Londres: arenques,
mala iluminación, ideas modernas. En esa ciudad se casó con Ethel, la quinta hija
de George Boole, autor de The Laws of Thought, uno de los primeros científicos
que utilizó símbolos matemáticos para expresar procesos lógicos y que supo
explicar por qué las leyes del lenguaje son las mismas que las de la mente.
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Durante un par de años el matrimonio sobrevivió traduciendo al ruso las obras de
Karl Marx y Friedrich Engels. Entretanto, Wojnicz trató de adaptarse a la lengua
local y sacrificó las nobles eufonías eslavas en beneficio del Voynich; además,
puso un comercio en el Soho. Era una librería donde los coleccionistas podían
encontrarse con encuadernadas efusiones sentimentales de damas ya muertas, y
también con libros verdaderamente raros y hermosos: los comunistas aspiran
siempre a difundir lo excepcional. Pasaron algunos años. El emprendimiento
creció. En 1914, debido a su red de contactos especializados, a Voynich le llegó
la noticia de que en el Colegio Jesuita de Villa Mondragone en Frascati,
población cercana a Roma, había un tesoro oculto de viejos textos, muchos de
ellos ignotos, y otros tantos que se daban por perdidos.
Viajó a Italia.
Campiña. Paisajes. Estampas del medioevo. Un aldabonazo en la puerta de hierro
del Colegio, que se abre.
Los jesuitas del lugar son viñateros y agricultores, gente simple que no tiene
tiempo que perder en basura posiblemente herética. Petrus Beckx, 22º General de
la Compañía de Jesús, designó al oscuro y giboso fratello Mario para que bajara
las parvas de incunables que deseaba inspeccionar el visitante. El fratello rengueó
hasta la biblioteca, se subió a la escalera coja y con una vara oblicua fue haciendo
tabula rasa con hileras de obras que agitaban sus páginas y desparramaban sus
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ácaros al chocar contra el piso de mosaicos. Entre ellas se encontraba una gema
absoluta, el Opus Licántropum de Dioscórides el joven, pero la mirada de
Voynich cayó sobre un volumen en cuarto bastante pequeño (apenas medía 15
centímetros por 27) que había quedado a un costado, como si buscara separarse.
El visitante capturó el ejemplar y, para disimular su ansiedad, le quitó polvo y
pelusas con un trapo mientras aprovechaba para realizar un rápido examen de su
estado. Apenas abierto, el libro denunciaba que le habían sido desgajadas,
arrancadas, 28 páginas del comienzo. Sus páginas eran –son- de vitela (una
especie de pergamino hecho de cuero de cordero muy trabajado y muy fino). Lo
primero que llamó la atención de Voynich fue la vivacidad que mantenía la tinta
de color en un texto a todas luces antiguo. También era admirable la cantidad y
variedad de ilustraciones. Había plantas y figuras humanas, sobre todo de ninfas
o de mujeres. Desnudas. Mujeres con y sin coronas, que se bañan en lagos de
tinta, en arroyos y montañas y fuentes, conectadas a cosas que parecen caños o
intestinos o tubos, ligadas a arabescos o estrellas, a esferas y diagramas celestes.
El librero pensó que esa obra podría ser del agrado de un par de clientes y, en
plan de regateo, disfrazó su interés haciendo una oferta general bajísima; para su
indignación, el padre Mario la aceptó de inmediato.
Voynich aprovechó el viaje de regreso a Londres para considerar con calma su
adquisición. Lo que tenía entre manos era un manual medieval de alquimia o de
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magia, o al menos así lo dedujo al cotejarlo de memoria con un manuscrito
bizantino del siglo IX que observara en el Museo Británico. Aunque técnica,
herramientas y materiales utilizados resultaban bastante diferentes, la pieza en su
poder contenía el dibujo (casi idéntico) de una ninfa en el interior de un círculo
con signos del zodíaco. Debía tratarse de una simple coincidencia, porque lo más
probable era que su manuscrito hubiese sido compuesto con posterioridad al fin
del primer milenio: al menos la caligrafía era propia de la ‘cursiva humanista’, un
estilo surgido en Florencia a fines del siglo XIV y que, por sus características
claras, ligeras y legibles, suponía una reacción contra el gótico angular de la Baja
Edad Media. Precisando un poco más el lapso, esa escritura podía compararse
con abreviaturas latinas de uso corriente durante el período, que incluso en el
presente se utilizan en las recetas de los médicos. Ciertas letras, por ejemplo,
compartían el rasgo de esa estenografía, de alguna forma primitiva de numeral
arábigo, y al mismo tiempo evocaban símbolos alquímicos o astrológicos
corrientes. Incluso (el cerco se cerraba) los tocados de las figuras femeninas
ilustraban el sistema de la moda imperante entre 1480 y 1520. Hasta aquí las
certezas: luego, se terminaba la facilidad inicial y se entraba en zona de
dificultades. Y eso, para Voynich, no dejaba de ser estimulante. Que a un libro
que cargaba con (al menos) cuatro siglos le faltaran algunas páginas, vaya y pase.
Pero el ejemplar tampoco tenía título en la portada –como si el autor hubiera
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preferido mantener al mismo tiempo anónimas su persona y su obra-, y no estaba
organizado, como es usual en los trabajos de mediana extensión, en secciones y
capítulos. En rigor, eran sus ilustraciones las que parecían dividirlo en cinco
partes (Herborística, Astronómica, Biológica, Farmacéutica y Recetario),
aunque ese orden bien podía resultar aparente, debido a que el manuscrito estaba
escrito en idioma y con caracteres desconocidos. Una última observación, hecha
por el librero cuando el tren entraba a la estación Terminal: no hacía falta ser un
experto en botánica para darse cuenta de que la mayoría de las plantas
correspondían a especies inexistentes.
Ya en su librería, Voynich tomó fotografías de cada una de las páginas del
manuscrito y envió las copias a especialistas de su amistad. Entre ellos se
destacaban el paleógrafo H. Omont, de la Biblioteca Nacional de Paris; George
Fabyan de los Laboratorios Riverbank, y el cardenal Gasquet, conservador de los
Archivos Vaticanos.
A poco, fue recibiendo respuestas. El manuscrito no aparecía en ningún catálogo,
ni se lo mencionaba en antología alguna ni en enciclopedias de libros raros.
Tampoco aparecía en De inventoribus rerum de Virgilio Polidoro. Los
criptógrafos y lingüistas querían saber si aquellas imágenes proponían una broma
estúpida y costosa o revelaban la existencia de una nueva lengua. Aunque la más
elemental medición del comportamiento azaroso de sus agrupaciones de signos
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era baja, menor que en la mayor parte de los lenguajes humanos (excepto los
hablados en la Polinesia), nadie acertaba a descifrar su estructura y sentido, sus
reglas de funcionamiento. Lo curioso, le decían, era que las grafías (los glifos)
del manuscrito –no más de veinte o treinta- podían admitirse como letras latinas y
números romanos reconocibles, aunque también se encontraban signos
desconocidos como una especie de doble “t” unida en su extremo superior por un
lazo simple y en ocasiones doble, y caracteres inventados, y signos que se
asemejaban ligeramente a los de interrogación y exclamación, y otros que se
parecían a algunas letras griegas pero que, debido a las irregularidades del pincel,
y contemplados de manera oblicua, de pronto tendían a confundirse con algunas
consonantes del alfabeto hebreo...De todos modos, el texto seguía bastante
rigurosamente la Ley de Zipf, esto es, que las palabras se repetían en relación
inversamente proporcional a su longitud, lo que permitía alentar la sospecha de
que el lenguaje empleado repetía los patrones de habla que estructuran la mayor
parte de las lenguas naturales, en alguna de las cuales podía entonces basarse.
Asimismo, el texto poseía un estilo fluido, lo que reforzaba la impresión de que el
escriba entendía lo que estaba haciendo y no necesitaba reflexionar antes de
emprender el trazo de cada letra.
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El misterio es como el poder: un agujero al que se precipitan tanto los sabios
como los idiotas que quieren ser útiles a la humanidad. Aunque Voynich había
solicitado discreción a sus corresponsales, las fotografías del manuscrito
recorrieron el mundo en busca de su interpretación. En 1918, un juego de copias
del ejemplar del manuscrito (ya bautizado con el nombre de su descubridor) llegó
a las oficinas de la sección Criptología de la División de Inteligencia Militar
americana y cayó en manos de uno de sus especialistas, el capitán John M.
Manly, famoso por haber descifrado un código de 424 letras que escondía la
identidad de un agente secreto alemán. Durante meses Manly y sus colegas se
ocuparon del asunto, que se había convertido en algo semejante a una cuestión de
Estado: varios departamentos científicos de distintos países competían por la
primacía de su develamiento, pero la batalla de sus respectivas luminarias no
arrojó resultados apreciables. También entraron a tallar en el asunto los
botánicos, herboristas y astrónomos de cinco continentes. El abanico de
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posibilidades abarcaba desde la sospecha de que el libro era un mapa de las
constelaciones celestes, escrito por un sobreviviente devoto de antiguas sectas
druídicas, hasta un modesto catálogo de semillas africanas.
Entre esa pléyade de investigadores, el profesor William Romaine Newbold
pareció de los más dispuestos a hacer historia. Decano de la Universidad de
Pennsylvania, criptógrafo y lingüista y especialista en filosofía e historia
medieval, autor de A Prolegomena to a Theory of Belief y estudioso de la pintura
flamenca, anunció que, tras examinar a fondo la copia más fidedigna existente en
el mercado, había descubierto que existía un texto microscópico dentro de cada
una de las letras del Manuscrito. Cada una de esas letras mayores era una cáscara
muerta, el cadáver de un insecto, la parte hueca de un sentido hipotético cuya
articulación incomprensible con otras letras semejantes sólo servía para capturar
la atención de los ignorantes y ocultar el hervor de los mensajes que en su interior
rebosaban como larvas…Y avisó además que, utilizando técnicas de su
invención, había logrado reducir aquellas prosas minúsculas a una clave de 17
letras romanas que permitían realizar seis traducciones diferentes, engarzadas
unas con las otras, en progresivo nivel de dificultad, hasta llegar a un séptimo
sentido, resultante de la combinación de todos los anteriores: el anagrama que
permitiría el acceso a la clave final, escrita en latín.
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Luego de estas manifestaciones contundentes, Newbold se tomó su año sabático,
que aprovechó para encerrarse en su domicilio, provisto de lupas aún más
potentes. Finalmente, en abril de 1921, convocó a una reunión de la Sociedad
Filosófica de Filadelfia y anunció sus primeras conclusiones.
- La obra –dijo- debe atribuirse a Roger Bacon, el Doctor Mirabilis.
No hubo asistente que dejara de preguntarse cómo la solución al enigma no se le
había ocurrido a él, antes.
Roger Bacon (1214-1294): filósofo, científico, matemático y teólogo inglés,
perteneciente a la orden de los franciscanos. En su Opus Maius se ocupó de las
posiciones y tamaños de los planetas y anticipó invenciones posteriores,
pertenecientes al campo de la óptica, el vuelo y la navegación. Se le atribuye la
autoría del Speculum Alchemiae y la difusión en Occidente de la alquimia
arábiga, motivo por el cuál durante catorce años padeció encierro en una celda
solitaria del monasterio de Ancona, hasta que obtuvo la protección de Clemente
IV. Semejantes condiciones, aseguró Newbold, explicaban las causas por las que
Bacon había recurrido a un sistema en clave y se había amparado en el
anonimato. En plena guerra de franciscanos con dominicos, cualquier novedad de
carácter científico que hubiese querido revelar le habría valido un regreso al
confinamiento. Así, el Manuscrito Voynich era una versión abreviadísima o
preliminar de su Opus Maius, transcripta en un código que sólo conocían él y el
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Papa, quien de tal forma se beneficiaba de los conocimientos del monje sin
levantar olas en el seno de la Iglesia. Bacon, afirmó Newbold, además de haber
inventado la lupa, había llegado a construir un microscopio: las ilustraciones
pretendidamente cosmológicas del Voynich eran en realidad las primeras
presentaciones de gametos, óvulos, espermatozoides y de vida orgánica en
general que conoció la humanidad.
Finalizada la conferencia y difundidas las conclusiones de Newbold, el asunto
pareció convertirse en cosa juzgada. El propio mayor (retirado) John M. Manly
admitió como ciertas sus afirmaciones, y hasta el célebre escritor anglo-hindú
Rudyard Kipling le dedicó un cuento al tema (El ojo de Alá).
En pleno 1928, un psicólogo desconocido, el doctor Roland Grubb Kent, lanzó
La clave de Bacon, un libro que abrevaba devotamente en la hipótesis de
Newbold. Esa limitación parecía condenarlo al olvido. Sin embargo, poco antes
del fin de año, la revista Speculum publicó una entrevista exclusiva a Manly, en
la que éste se permitía deslizar ciertas dudas respecto de las conclusiones de
Grubb Kent -lo que podía entenderse como un ataque apenas disimulado contra
Newbold. ¿Celos, envidia retrospectiva? En el curso del reportaje, además,
Manly soltaba una frase filosa: “El profesor Newbold funda su reputación y
construye su autoridad acerca del Manuscrito mediante el simple expediente de
proponernos un autor. A los verdaderos estudiosos, en cambio, no nos importa un
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libro por adoración del nombre del que lo escribió sino por interés en su
contenido. Y al respecto, Newbold ha preferido mantenernos prácticamente en
ayunas. ¿O en verdad estamos dispuestos a creer que el Voynich es un libro de
ciencia escrito para beneficio exclusivo de un augusto corresponsal romano?
Más allá del evidente anacronismo que supone imaginar a un filósofo capaz de
escribir en una lengua (ya sea natural o artificial) que (todo así lo indica) se
inventó luego de su muerte, lo que falla es la lógica del razonamiento.
En beneficio del principio de la duda, aceptemos por un momento la descabellada
hipótesis de que fue efectivamente el franciscano Bacon quien, para librarse de
otra década de prisiones, redactó la sinopsis de la obra en un lenguaje aún hoy
indescifrable. Pero, ¿por qué demonios se atrevió luego a publicar el Opus Maius,
su completa versión latina? ¿Para convocar sobre sí el riesgo que el cifrado
pretendía conjurar? La conclusión de Newbold es absurda y redundante.”
En su deseo de armar polémicas, el periodismo sensacionalista corrió en
búsqueda de Newbold, pero su rastro parecía haberse perdido. Una mujer, una ex
esposa y un hijo soltaron algunas pistas. En los últimos años, el profesor bebía
para olvidar lo que sabía. En los últimos meses, en los bares cercanos a las
estaciones de tren, contaba a quien quisiera escucharlo que en un libro viejo y
roto había encontrado una descripción extraordinaria del funcionamiento de la
mente humana y de sus fuentes de energía, situadas en la parte superior de la
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cabeza. Hablaba de ‘voluciclos’ y ‘conjuntos sonomedulares’. En la semana
previa a su desaparición, Newbold se había presentado ante el fiscal auxiliar de
un barrio periférico de Oklahoma para denunciar que lo perseguían hombres de
negro. Luego de una tormenta eléctrica, se encontró un cadáver calcinado bajo
una acacia florecida. Los médicos forenses determinaron que el cuerpo había
capturado la descarga del rayo, librando al árbol de cualquier contingencia. A un
metro del difunto, apretados contra la tierra oscura por una piedra blanca, había
unos papeles escritos en una lengua desconocida. La novata ‘Agrupación en
Defensa de la Tesis Newboldiana’ infirió que el muerto era su numen, que habría
preferido preservar al mundo de su conocimiento y pasar directamente a un
estado o forma superior de la energía.
Tras la ceremonia del adiós, los deudos se abstuvieron de entregar esos papeles al
dictamen de un erudito en particular y se limitaron a publicarlos. Cualquier lector
que quiera analizar los preliminares del caso puede hojear La verdad acerca del
Manuscrito Voynich, que (en edición sin pie de imprenta) aún puede encontrarse
en algunas librerías de saldos. Carentes de cualquier criterio de organización de
sus materiales, esas páginas son sólo un rejunte de versiones, de versiones de
versiones, de bocetos comparativos de estructuras de lenguas aplicados no se
sabe a qué zonas, secciones o fragmentos en particular del Manuscrito. Peor aún,
a los herederos se les habría pasado por alto hasta lo evidente, no obstante
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haberlo incluido en su selección: en la reproducción facsímil de una de esas
páginas escritas en letra nerviosa (como si hubiera recibido la revelación en
medio de un ataque de epilepsia o en un alto en su fuga), Newbold anuncia que la
reciente aparición maravillosa y sorpresiva de “la cosa misma” (sea esto lo que
fuere) había abolido la necesidad de una prueba más fundada y le había permitido
renovar su fe en que la obra sin título y el autor sin firma se correspondían con el
Opus Maius de Roger Bacon.
Con la constancia que proporciona el cultivo de un venerable encono antiguo,
meses más tarde Manly decretó que las aseveraciones póstumas de Newbold eran
puros disparates 1.
1 “…Newbold llega rápido a sus límites como traductor y confunde esos límites con la Tierra Prometida (…) ¿Cómo es posible que creyera que un manuscrito que contiene más de cuarenta mil palabras perfectamente construidas como tales (aunque incomprensibles), admite una sola traducción (aunque fuese la del hipotético resumen del resplandeciente Opus Maius)? ¿Cómo se le pudo pasar por la cabeza que la suya era la única versión correcta? (…) Si la permutación de letras fue uno de los pasatiempos más usuales del Medioevo y, por ejemplo, con las 31 letras del Ave María, gratia plena, Dominus tecum, San Ambrosio creó mil quinientos pentámetros y el mismo número de hexámetros, ¿por qué, de manera similar, Newbold se privó de experimentar una especie de explosión interpretativa exponencialmente infinita? (…) Newbold deseaba que algo ocurriese, y por lo tanto decidió que eso forzosamente había ocurrido. Pero el pensamiento científico... (…) La nueva generación de implementos ópticos ha vuelto claro y distinto lo que hasta hace un par de años antes era confuso y ambiguo. Ahora, donde Newbold creyó encontrar una escritura recóndita, subterránea, escondida bajo una caprichosa acumulación de grafías mayores, vemos que sólo existen pequeñas líneas y garabatos determinados por las desfiguraciones de la tinta debidas a las rajaduras y daños que el tiempo infligió a la vitela (…) cuando el pigmento se secó, las variaciones del depósito sedimentario y el agrietamiento produjeron el fenómeno que el profesor Newbold interpretó como los elementos microscópicos de los trazos (…) en lugar de redescubrir un sistema de encriptamiento largo tiempo olvidado, Newbold creó un procedimiento tan flexible y abierto a tantas falsas interpretaciones que le permitía crear cualquier resultado que deseara (…) lo que obtuvo no es un mensaje cifrado por un erudito del siglo XIII (…) No seamos demasiado crueles con el pobre Newbold, que en el fondo no fue sino una víctima de su propio e intenso entusiasmo y de su cultivado e ingenioso subconsciente, capaz de hallar cosas o fantasmas donde no los hay. Como, por ejemplo, una calavera tramada en el piso de mosaicos del cuadro Los embajadores de Hans Holbein” (Speculum. Año III, Nº 4 -especial abril-diciembre- pgs. 28-32).
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A cambio de estimular las indagaciones sobre el Manuscrito, la intervención de
Manly pareció aniquilar el interés de especialistas y de curiosos y aficionados. El
enigma se volvió olvido, lo que perjudicó seriamente los intereses de Wilfryd
Michal Habdank-Wojnicz/Voynich, que murió en 1930 sin haber conseguido que
nadie pagara por su posesión lo que él creía que valía. El libro pasó a manos de
su viuda, Ethel, quien pareció desinteresarse de los asuntos que apasionaron a su
marido. Sin embargo, en 1945, y cuando nada anticipaba que volveríamos a
enterarnos del asunto, el doctor Leonell C. Strong, investigador de cáncer y otras
proliferaciones, anunció que estaba en condiciones de establecer que la autoría
del Manuscrito correspondía a un personaje al que la historia bautizó
alternativamente como Anthony o Roger Ascham (1515-1568), humanista inglés,
instructor de “La reina virgen” Isabel I y de su descendencia, y autor de
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Toxophilus, manual que defendía melancólicamente la práctica del tiro con arco y
flecha. Como Ascham también frecuentara la medicina, Strong dedujo que había
escrito el libro en clave para camuflar su invención de los anticonceptivos, que
tan radicalmente se oponían al plan oficial de la creación (Génesis: 22); además,
el oncólogo relacionó directamente las actividades criptológicas del tutor real con
los procedimientos de encriptamiento a los que recurrió el autor secreto de las
obras de William Shakespeare.2
2? Ciertos críticos heterodoxos para quienes las series literarias arman genealogías, definen a la influencia principal de un autor como “el autor del autor”. Consecuentemente, no es extraño que Strong le atribuyera este rol a Ascham, que educó y sin duda influyó sobre el fruto de los amores clandestinos de Isabel I con Lord Leicester: nos referimos a otro Bacon, Francis. En The Shakespeare Code, la señora Virginia M. Fellows afirma que el bastardo de la “Reina Virgen” encubrió su genio literario recurriendo a un prestanombres, William Shaksper o Shastpur o Shaxper o Shakespeare -un empresario y actor analfabeto e hijo de padres analfabetos-, para difundir un relato cifrado acerca de su biografía, los misterios de su origen y los secretos sentimentales y sexuales de la corte isabelina. Ese pequeño relato familiar y social sería la trama secreta que se encontraría magistralmente diseminada a lo largo de toda la serie de obras del falso Bardo: el corpus shakesperiano. Por supuesto, parece absurdo que alguien conciba un orbe estético y su poblada multitud de personajes que –según el profesor Harold Bloom-, expresan en su máxima dimensión las complejidades del alma humana, básicamente para revelar las intrigas de alcoba de sus progenitores. Es como imaginar que una montaña se raja al medio sólo para abrirle paso a un ratón. De todos modos, más allá del flagrante problema de perspectiva que aqueja a la Fellows, resulta interesante advertir su redescubrimiento de los aportes del doctor Orville Owen al develamiento más amplio de estas cuestiones…A fines del siglo XIX, el doctor Owen –cuyos trabajos seguramente conocía Strong- se aplicó a estudiar escrupulosamente lo que para entonces ya era la Obra Inmortal del Gran Dramaturgo Oficial de Gran Bretaña. A partir de la centésima revisión, el improvisado especialista empezó a detectar con horror creciente una serie de repeticiones, anacronismos y pretericiones incomprensibles en esa colección de piezas teatrales y poéticas que reputaba insuperables, por lo que estimó que tales máculas indicaban, no sencillas falencias atribuibles a errores de trascripción o meros descuidos propios de una escritura en vuelo, sino un acto de suprema deliberación de su deificado autor: un sentido distinto. Inspirándose en el famoso pasaje de Troilo y Cresida (“Comienza justamente en la mitad, y parte de allí para recoger en el camino todos los acontecimientos que pueden constituir los elementos de la trama”), encontró que ciertas palabras clave tales como “reputación”, “fortuna”, “honor”, “tiempo” y “naturaleza”, marcaban determinados pasajes hacia una historia codificada. Armado de paciencia, mandó copiar y clasificar esos pasajes de acuerdo al contenido y las palabras claves. El resultado llenó cinco libros (Sir Francis Bacon’s Cipher Store, Howard Publishing Company), y básicamente prueba lo que afirma la señora Fellows, esto es: la presencia intelectual dominante de Ascham en la vida y obra de Francis Bacon, la falsedad del iletrado Shakespeare como autor. Pero el núcleo, el nudo de su aporte y lo que lo destaca entre los especialistas en literatura inglesa, es una maquinaria mecánica de su invención, una especie de proto-tanque de 180 kilos de peso, inspirada en el siguiente párrafo baconiano (shakesperiano): “la forma más fácil de continuar con la labor es tomar un cuchillo y cortar todos nuestros libros en pedazos, y colocar las hojas en una rueda firme que gire y gire”. Aunque la combinatoria era rústica, manual, la máquina –que prefigura la de Babbage (véase luego nota 4), que prefigura la era computacional- funcionaba sólo con trozos escogidos del Bardo Bifronte, dando lugar a una especie de diálogo entre el Autor y un Hombre del Futuro, el único capaz de adentrarse en el mensaje oculto del texto.
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¡Ascham, autor del Voynich! ¡Su Manuscrito, modelo literario que adoptó
“Shakespeare”! La comunicación de Strong levantó polvareda. Apretado por
críticos que exigían pruebas de sus afirmaciones y traducciones inmediatas de, al
menos, una página del Manuscrito, el especialista avisó que se encontraba en esa
parte de la tarea y prometió mayores precisiones en un futuro inmediato. Incluso,
en el curso de una entrevista radiofónica para el programa La Voz Libre de
Illinois, confió al periodista: “Estoy avanzando a paso firme mediante la
aplicación de un sistema criptográfico que emplea un doble método inverso de
progresiones aritméticas basadas en un alfabeto múltiple”. Infelizmente, un
accidente ocurrido en el Golfo de México lo suprimió justo cuando volaba
dispuesto a dilucidar todos los puntos oscuros en una conferencia magistral que
dictaría en la Sociedad de Criptografía Avanzada de Burmington, Wichita.
En esa catástrofe muchos creyeron ver la mano extensa de John M. Manly (a
quien habrían ayudado sus contactos con el espionaje y la Fuerza Aérea
Americana). Y aunque no se encontraron pruebas de su participación en el
En este punto, y si a la hipótesis de autoría de Bacon se suma la aceptación del influjo del tutor real, se vuelve imprescindible señalar la urgencia de una indagación más profunda y que de cuenta tanto de los motivos por los cuales Ascham habría transmitido –de manera incompleta, cifrada, caprichosa o perversa- el método mediante el cuál fue capaz de pergeñar el Manuscrito Voynich, como en las razones por las que su mejor alumno a la vez exaltó y degradó esos procedimientos compositivos para contar una biografía personal y un relato de época*. Tampoco sería ocioso estudiar la prodigiosa fertilidad del discípulo, dado que a Bacon, además de los trabajos de William Shakespeare, se le atribuyen los de Robert Greene, George Peel, las obras de teatro de Christopher Marlowe, el Shepherd’s Calendar, todos los afanes de Edmund Spenser y la dilatada Anatomía de la melancolía de Richard Burton, sin contar, por supuesto, a los escritos que concedió firmar como propios.
*Cabe aclarar que, aplicados al examen del Manuscrito Voynich, y a diferencia de los textos dramáticos citados, ni el proto-tanque ni, conjeturalmente, la máquina de Babbage, darían por resultado páginas legibles.
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siniestro, el mayor quedó tan salpicado por las sospechas que optó por apartarse
de la escena y dejar en manos de su dilecto discípulo y colaborador, el capitán
William F. Friedman –responsable del manejo del ordenador R.C.A. 301-, la
difusión de sus opiniones acerca del Manuscrito.
Durante un tiempo, el dolicocéfalo, achaparrado y patizambo Friedman se
mostró más idóneo para destruir las aproximaciones ajenas que para pergeñar una
explicación suficiente acerca de los posibles métodos de desciframiento del
Manuscrito Voynich. Pero luego logró reducir el voynichés a una serie de
símbolos pasibles de ser tratados por tabuladoras, y al hacerlo creyó descubrir
que las palabras y las frases que surcan las páginas del libro se repetían con una
continuidad asombrosa: como si hubiera sido escrito por un hablante que apenas
alcanzó el nivel de desarrollo propio de los cuatro años de edad, o como si
constituyera una lengua artificial distinta del lenguaje normal. Distinta al punto
de que su emisión verbal sólo podría pensarse como posible para aparatos de
fonación que, desde el punto de vista anatómico y morfológico, resultan
radicalmente diferentes a los del género humano.
Por fin, tras una serie de piruetas intelectuales, Friedman concluyó que el texto
no estaba cifrado y que, más allá de toda especulación previa, su pobreza
lingüística se explicaba por el propósito del objeto: el Manuscrito Voynich era un
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herbario fantástico, un género poco transitado pero en el fondo característico de
la Edad Media.
Debido a su crasa razonabilidad, las conclusiones de Friedman no despertaron el
menor entusiasmo. Entre la multitud de voynichistas hubo quienes insistieron en
que el texto estaba escrito en ucraniano, quienes afirmaron que sus autores habían
sido derviches giróvagos, ófitas, animistas tibetanos, representantes de
civilizaciones avanzadas o perdidas, surgidas del interior volcánico de la tierra o
del magma helado de los polos, de planetas poblados de otras galaxias…
En cualquier caso, tras la intervención de Friedman, el pico de interés acerca del
manuscrito decreció, y en 1960, luego del fallecimiento de Ethel Boole viuda de
Wojnicz/Voynich, sus albaceas subastaron el Manuscrito. El descrédito en que
había caído todo el asunto permitió que un emprendedor alemán, el ex bolsista
Hans P. Kraut, adquiriera el ejemplar por una cifra ridícula.
Kraut -un joven impetuoso y astuto, de orígenes bajos y formación escasa-
combinaba la vocación rastrera por los negocios junto con la obstinación por
enaltecerse en el trato con sus propiedades. Así, pensó que conocer las
potencialidades del libro (es decir, su valor de venta en un buen momento del
mercado) implicaba necesariamente abocarse a la investigación de su origen, el
contexto de la época en que se realizó, sus sentidos reales y figurados. y el
motivo por el cuál alguien había decidido crearlo.
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¿Era el Manuscrito Voynich una imagines mundi, otro de los tantos intentos por
crear una lengua universal, o se trataba de una simple broma de estudiantes?
23
Naturalmente, si Kraut hubiese sido un estudioso, tras un par de décadas de
inmersión en el asunto habría concluido por expeler un libro a titularse: Motivos
y modos de composición de las lenguas artificiales, desde el siglo XIII y hasta la
fecha probable de redacción del Manuscrito Voynich. En cambio, su interés era
de orden práctico; además, la variedad y complejidad de las operaciones
comerciales que llevaba adelante le impedían dedicarse en plenitud a cuestión
alguna (y mucho menos a la escritura de un ensayo académico).
No obstante esas limitaciones, con el auxilio de algunos libros de divulgación y la
guía de un par de amigos sostenidos por la solidaria convicción de que los
hebreos son los reyes del engaño y los creadores de la lengua originaria de la
humanidad, Kraut se hizo de un tiempo para estudiar la Cábala. En principio,
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para atravesarlo todo a vuelo de pájaro y llegar directo al objeto de su interés,
prescindió de la conversión indispensable, de los tefilim, los baños rituales, la
mesura, la presbicia, el crecimiento de las patillas laxas y de la nariz ganchuda,
las inclinaciones de cabeza y los tironeos de barba, y se arrojó de lleno a la
lectura del Libro Sagrado: La Tora impresa que oculta la Torá eterna, escrita en
fuego negro sobre fuego blanco, anterior a la creación y entregada por Dios a los
ángeles3.
En resumen. Kraut leyó el Zohar, curioseó en el interior de algunos templos, se
extravió en especulaciones sobre el En Sof y Las Sefirot, y por un instante creyó
que, cumpliendo los preceptos, podría intervenir en el mundo divino para
restaurarlo a su situación anterior al pecado de Adán. Claro que todas estas
fantasías no lo acercaban ni un punto al misterio del Manuscrito… El necesitaba,
por decirlo así, una iniciación de orden más técnico.
Tomando nuevo impulso, se adentró en los métodos de interpretación de los
cabalistas (Notaricón, gematrya y temurá), aprendió el rudimentario arte del
acróstico, que permite formar palabras con las iniciales de una serie de palabras,
se volvió experto en investigar las relaciones que se producen entre las cosas o
ideas designadas por las palabras, compuestas de letras cuyo valor numérico es
diferente, y que sumadas producen nuevas cadenas de significados (Jehová-
3 Según enseña Maimónides, existe una Tora aún anterior, ni siquiera escrita, que contiene una serie de letras no unidas todavía en palabras. En Los orígenes de la Cábala, Gerschom Scholem le dedica un capítulo al análisis del Manuscrito Voynich como versión goym de la Torá primigenia.
25
YHVH suma 72, por lo que Dios tendrá 72 Nombres, etcétera). No por ser
conocidas, estas cuestiones dejaron de turbar su ánimo. ¡El alfabeto mismo podía
ser así un voynichés en perpetua transformación! Con la simplicidad que lo
caracterizaba, comentó a un amigo: “Lo que leo me está rompiendo la cabeza”. A
lo que su amigo, un estudioso del zen, le contestó: “Si me la das yo te la arreglo”.
No resulta entonces casual que, justo en ese momento de oscilación de sus
brújulas culturales, Kraut se cruzara con la obra de Abraham Abulafia (1240-
1291).
En el presente, los escritos de este rabí que inventó o descubrió una lectura
extática de la Cábala juntan mugre en las pocas bibliotecas que aún los
conservan. Pero en aquel momento luminoso acaecido hace apenas unas décadas,
Kraut -transido de emoción por la serie de emociones heterogéneas que
calentaban su alma de aprendiz reciente-concibió el propósito de estudiar a fondo
la vida y el pensamiento de aquel hombre santo; ser él, si era necesario, por
segunda vez y desde el inicio. Como es lógico, en un mundo donde se entrenaba
a perras soviéticas para subirse a cohetes que girarían alrededor de la Luna,
resultaba un tanto ilusorio que un berlinés de clase media intentara convertirse en
un medieval judío de Zaragoza obnubilado por lecturas literales de su Libro
Sagrado, por lo que esa intención totalizadora duró menos que un suspiro. Sin
embargo, el entusiasmo lo inspiró a emprender tareas de mayor utilidad.
26
Aprendió hebreo. En menos de un año recitaba de memoria la Kabbalah Nevu ´it
y la Kabbalah ha-Shemot, obras que le permitieron enterarse de que letras y
formas del alfabeto hebreo constituyen entidades simbólicas que encierran un
mundo de arquetipos, principios e ideas de orden universal que han de ser
descifrados y tenidos por vehículos de conocimiento y como objetos de estudio y
meditación que debe abordar el cabalista para la realización de su proceso de
elevación interior,
Ahora bien, ¿por qué se detuvo Kraut (un Kraut algo más encorvado y
consumido que el primigenio) en Abulaham Abralafia? ¿Por qué, siguiéndolo,
creyó que mediante el éxtasis profético proporcionado por las combinaciones de
palabras podía unir su intelecto humano con el divino? ¿Fue porque imaginó que
era el autor material de su Voynich, libro entendido entonces como la revelación
final de todos y cada uno de los Nombres de Dios? No. Lo que le pareció
descubrir fue que en el sistema de Abulafia (o en sus intuiciones para acceder al
encuentro con el Intelecto Agente) aparecía la clave del método de redacción del
Manuscrito. Y esto por el siguiente motivo: los pietistas judíos habían detallado
sistemas complejos que podían utilizarse para comprender los significados de la
Torah; no obstante, esos sistemas establecían una relación inmodificable entre las
estructuras numéricas de las oraciones y sus contrapartes bíblicas; incluso, para
ciertas sectas heterodoxas como los cabalistas teosóficos (influidos por los
27
sufíes), el significado literal de la Torah quedaba preservado puesto que el orden
de las letras permanecía intacto. En cambio, Abulafia leyó el alfabeto hebreo y la
Torah como un niño juega con los cubos de letras que la madre pone a su alcance
para que distinga las formas y, dándole sentido a las diferencias, aprenda a leer.
Abulafia consideró que la experiencia mística ocurre cuando se altera el orden
del texto. Y al afirmar eso, al destruir la certeza de la interpretación inmóvil, que
congela al espíritu creador en el pasado, colocó a Dios en un presente continuo,
de modo que su espíritu sopló de nuevo, invocado por cada uno de sus
interpretadores. Con Abulafia, el mundo se recreó y Dios, que se encuentra en un
trabajo de recombinación absoluta de los órdenes del Universo, Dios, que escribe
un libro sagrado distinto para cada lector, apareció en esa lectura. (Claro que el
Manuscrito Voynich está, como la Torah, escrito en una lengua que no
conocemos... El sentido ha estallado en esa lengua ignota, pero eso sólo porque
aún no hemos dado con la clave de su interpretación).
¿Qué hace, entonces, Abulafia...?. Al colocar a la palabra (y a cada letra) más allá
de la red de relaciones gramaticales, al llegar a la esencia íntima, corpuscular, de
la oración, funda una forma de la poesía: la letra es ya un nombre divino.
28
Pasó un año, pasaron dos, tres, cinco, diez. Kraut siguió, insistió en la lectura de
Abulafia. Con él, y basándose en la naturaleza abstracta e incorpórea de la
escritura (es decir, en las letras infinitas del alfabeto hebreo), creyó que había
alcanzado un objeto absoluto de meditación que era, por supuesto, el Nombre de
Dios, a través del cuál todo adquiría significado, incluso el Manuscrito Voynich.
Así que escribió esas letras del Nombre, las recitó; cantó las consonantes con sus
vocales haciéndose acompañar por instrumentos (la primera cuerda es
comparable con la primera letra, y así sucesivamente), tomó cada letra y la
vocalizó con una larga respiración, mientras movía la cabeza de modo que cada
movimiento reprodujera la forma material de la vocal. Cuando la vocal era
alargada, Kraut estiraba la cabeza hacia el cielo, cerraba los ojos y abría la boca
para que los sonidos resplandecieran, mientras que su ojo interior se centraba en
29
la contemplación de su propia estructura interna, para de allí elevarse a la
combinación mental de los nombres divinos.
Así, alcanzadas las tres capas de su meditación (pronunciación, escritura y
pensamiento), convencido de que había llegado lo más lejos posible en términos
de lógica mística, se sentó a esperar. Y esperó, y esperó, y esperó, pero, aunque
se sentía preparado para recibir la corriente de fuerza divina fluyendo en su
interior, al cabo de todo ese tiempo tuvo que aceptar que, si bien el esfuerzo lo
había transformado, aquello que aguardaba –el vértigo de las combinaciones
infinitas sucediéndose hasta la revelación verdadera-…eso a él le no ocurriría.
¡Eran otros aquellos para los que Abulafia había escrito: “Una vez combinadas
letras pequeñas con letras grandes, invertidas y permutadas hasta que tu corazón
entró en calor a través de las combinaciones, verás que puedes percibir cosas
nuevas que no podrías conocer por tradición ni por ti mismo. Eso significa que
estás preparado para recibir la corriente de fuerza divina que fluye hacia ti”!.
En un arrebato de ira quemó las obras del maestro jasídico que había recolectado
en esos años de admiración estéril. Su vida estaba destruida, sus negocios se
encontraban al borde de la quiebra. Sin embargo, al fin del camino, el Manuscrito
Voynich lo seguía esperando. Con un efecto de resplandor silente, su enigma
continuaba pidiendo por una solución.
30
Tras la devastación que produjo el encuentro con la obra de un genio, Kraut tuvo
la suerte de encontrarse con los trabajos del catalán Raimundo Lulio -Ramón Lull
(1232?- 1316), que le resultaron una especie de antídoto y una medicina.
Comparado con la alta cumbre representada por Abulafia, que además de ser su
antítesis religiosa era su coetáneo y su vecino de provincias, Lull sólo tenía un
talento discreto, que aplicó durante toda su vida al propósito de evitar que la
difusión del arte combinatorio abulafiano diera por resultado una ruleta de
teologías posibles. De hecho, al proscribir en sus libros el contenido esencial del
cabalismo extático o profético, obró como una anticipación de los fastos
inquisitoriales, atribuyendo carácter demoníaco a la serie de técnicas y ejercicios
rituales, a la visualización de diagramas simbólico-geométricos y a la invocación
de los nombres divinos a un tiempo, tono y ritmos reglados. Para Lull, las letras
que el místico judío combinaba no eran los mismos sonidos mediante los cuales
Dios creó al mundo, sino una jerga infecta.
¿Por qué le interesó Lulio a Hans P. Kraut? ¿Qué era, quién había sido Lulio?
Otro religioso chiflado, naturalmente. Si no hubiese sido así, Kraut ni siquiera se
habría molestado en estudiarlo. Pero el pathos de Lulio coincidía plenamente con
las caracterizaciones que la mayoría de los investigadores se había hecho acerca
de los posibles autores del Manuscrito Voynich - y por lo tanto del libro como
31
una obra que condensa lujuriosamente el rigor, el enigma, el derroche y el
éxtasis.
En principio, reconoció Kraut, tanto Lulio como Abulafia pudieron haber sido
fuentes de inspiración para el autor material del texto.
Lulio –era evidente- había seguido a Abulafia, había padecido el horror de
saberse la sombra de ese otro, y por lo tanto había tratado de torcer el rumbo de
sus intereses, de cambiar su determinación, hasta el punto de que su intento no
había logrado otra cosa que exaltar la figura de su odiado maestro. Mientras
Abulafia buscó libremente la iluminación propia y la de todos, Lulio,
ortodoxamente, se resignó a intentar la conversión universal a los contenidos de
una fe prefijada. ¿Quién fue Lulio? Un pobre infeliz que inventó una máquina
lógica capaz de producir el sistema de lengua filosófica idóneo para predicar las
verdades de la religión católica a los sarracenos y toda clase de infieles (Es decir,
los judíos –y por inclusión, y antes que nadie, el propio Abulafia). En su máquina
(un aparato sencillo e ingenioso, compuesto por tres círculos concéntricos y
superpuestos, de dimensión decreciente), los sujetos y predicados de las
proposiciones teológicas se organizan en figuras geométricas perfectas, de forma
tal que moviendo una palanca, girando una manivela o rotando una rueda
ubicadas sobre guías, las proposiciones encajan, convienen en lo afirmativo
(certeza) o lo negativo (error), prueban la verdad o mentira de un postulado.
32
Simplificando un poco, lo único que obtiene la máquina de Lulio son silogismos
regulares y proposiciones intercambiables (“La bondad es buena”, “La grandeza
es gloriosa”, “La vileza es mala”). ¡Y a eso lo llamó Ars Magna et Última! Se
entiende que acabara muerto a palos a las puertas de una mezquita (la teología
musulmana es lo bastante sofisticada como para no tolerar tales reducciones
mecánicas). De todas maneras, convendría leer bajo una luz piadosa el impulso
que lo llevó a la hecatombe, porque al fin y al cabo lo que el pobre hombre
buscaba era moderar la proliferación de una combinatoria incontrolada,
amputando lo que en Abulafia resulta la experiencia singular de una lectura que
crea ad infinitum el texto que se lee; su propósito, en el fondo, era reducir el
campo de la combinatoria hasta dar con una figura (¿el círculo, la línea recta, el
punto?) que permitiera encontrar las nociones elementales comunes a todas las
religiones.
Así, peregrinando por las páginas más bien áridas del Ars Magna…, Kraut no
pudo menos que preguntarse si, para escribir en voynichés, el autor de su
Manuscrito habría utilizado un aparato similar al de Lulio. Sobre todo, lo inclinó
a considerar esa posibilidad la fama que en cierto tiempo tuvo su libro más
importante: El Árbol de la Ciencia. En esa obra de interminables volúmenes, el
filósofo catalán recurre a una metáfora orgánica: cada ciencia se representa como
un árbol con raíces (los principios básicos de la ciencia), tronco (su estructura),
33
ramas (géneros), hojas (especies) y frutos (los individuos, sus actos y sus
finalidades). ¿Cómo no ver, en esa idea de la ciencia como un bosque de la
naturaleza del mundo, una fuente de inspiración para las ilustraciones del
Manuscrito Voynich? Bien miradas, las ilustraciones también parecían confirmar
la aplicación del aparato luliano. Por ejemplo, en la página 34 del pergamino se
ve una planta que los botánicos declararon inexistente, y que, observada por
Kraut en detalle, se mostró compuesta de hojas de remolacha, tallos de alcaucil,
flores de girasol, esporas de maíz...una planta frankensteiniana (frankenplanta).
A impulsos de su inspiración, Kraut omitió ahondar en ese cotejo (habría visto
que había un progresivo enrarecimiento de esa permutación en secuencias de
paginación irregulares, y en las que ya no se trataba de un arte combinatorio de
partes mayores -hojas, tallos, corolas- sino menores -nervaduras, muescas,
pétalos y pistilos...., como un ritornello Newboldiano). A cambio, se abocó al
tratamiento de las palabras. Pero lo que funciona en cualquier texto de filosofía o
de teología, donde se pueden realizar toda clase de operaciones gramaticales a
partir del supuesto de la legibilidad de la lengua a combinar, se mostraba inútil
aplicado al voynichés. Incluso, en ocasiones, el mismo Lulio parecía sancionar
sus intentos: “El artista debe saber lo que es convertible y lo que no lo es”.
Pronto, Kraut comprendió la naturaleza de su problema: aunque la máquina de
Lulio aceptaba cierta clase de combinaciones (“todos los ángeles participan de la
34
bondad, pero no todo el que participa de la bondad participa del ángel”), había
otras cuyas premisas y conclusiones al propio autor del sistema le resultaban
repugnantes porque no respondían a la disposición católica para entender lo
existente (“la avaricia es diferente de la bondad, Dios es avaro, luego Dios es
diferente de la bondad”). Es decir: Lulio da el Universo por hecho mientras que,
con su resistencia cerril a ser descifrado, el Manuscrito Voynich plantea una
reserva de sentido que permite suponer la existencia dominante del caos.
35
Cansado de Lulio y de su estéril esfuerzo por acomodarlo todo a los dictámenes
de la Iglesia, Kraut trató de descifrar el Manuscrito Voynich aplicándole un
sistema criptográfico que alcanzó gran difusión a mediados del siglo XVI: la
Rejilla de Cardano. Consiste en una cartulina cuadrada perforada en ciertos
lugares, y situada sobre el texto a cifrar o descifrar, diseñada de tal forma que las
perforaciones ocupan un cuarto del número total de cuadros de la página...y
luego, girados en eje de 90 grados a izquierda o derecha, de modo que en cuatro
giros ocupen la posición original. En el lugar de las perforaciones, Kraut ponía
fragmentos escogidos al azar del Manuscrito....Tampoco4. Luego, tras intentar
con la descomposición en raíces, sílabas centrales, y desinencias o terminaciones,
4 En su delicado libro de divulgación, Gödel, Escher, Bach, Douglas R. Hofstadter sugiere la posibilidad de que ya en el siglo XVII, en un intento por descifrar el Manuscrito Voynich. Pascal y Leibniz hayan perfeccionado la Rejilla, ideando máquinas capaces de realizar ciertas operaciones fijas como la suma, la multiplicación y el conteo de sílabas en métricas fijas como el heptámetro yámbico. Idéntico propósito –según Hofstadter- animó a Charles Babbage (1792-1871), que ideó el primer prototipo de Inteligencia Artificial de la historia humana: el “Ingenio Analítico”, un barril de madera que alcanzaba la altura de tres hombres, y en cuyo interior mil y un complicados cilindros dentados, trabados entre sí de formas enmarañadas y febriles, y pertenecientes a dos sistemas operativos autónomos –el almacén (la memoria) y el molino (la unidad encargada de calcular, leer, medir y tomar decisiones)-, se ponían en movimiento mediante la ejecución de una manivela, y, puesto un problema matemático o un texto a analizar, expelían por una apertura lateral una tira de papel en la que aparecía la solución impresa. Por problemas de diverso orden, que incluyeron el desánimo o la molicie de su autor, el “Ingenio Analítico” nunca vio la luz; tal vez Babbage entendió que las complejidades del Manuscrito excedían las posibilidades de su invento.
36
experimentó lanzando un dado y combinando de acuerdo al azar numérico equis
cantidad de desinencias con equis cantidad de raíces, y después probó dividiendo
o multiplicando los números del dado, repitiéndolos de acuerdo a... Cuando, al
cabo de una noche enferma por la búsqueda de métodos de traducción se
encontró con una frase que empezaba: “yethcht RIAD yeech raos ria ras yeekech
niiadoaech mad ni9lada sehs ma ra eokdosl”, decidió cortar por lo sano y se
costeó un viaje hacia el Colegio Jesuita de Villa Mondragone.
37
El sol sigue en lo alto, hay uvas en los viñedos, las décadas pasaron, el enigma se
mantiene irresuelto y el principal de la orden ha palmado hace rato. En cambio, el
fratello Mario sigue vivo, aunque su espalda se ha torcido tanto que el anciano
parece a punto de hocicar a cada momento. Por lo demás está casi sordo; la
ceguera no importa: ya no tiene nada para ver, salvo los colores de su alma. Kraut
presenta el asunto con pocas esperanzas de que el fratello recuerde algo. Una
visita a deshoras, un polaco bolchevique ansioso de llevarse un montón de
papeles viejos, códices y palimpsestos a bajo precio... Fue allá lejos y hace
tiempo, antes de la Segunda Guerra...
-¿Voynich? -pregunta el sacerdote. Su expresión se ilumina, y no es que el
visitante le haya puesto un candil delante de la jeta. – Voynich… -repite.
El fratello Mario conduce a Kraut a la sala donde aún se guardan los incunables y
le muestra orgulloso un testimonio del progreso: las maderas de roble de los altos
estantes trabajados uno a uno por generaciones de ebanistas han sido sustituidas
por las depuradas líneas de una “estructura integral” hecha a base de dos
materiales o sustancias de reciente aparición, llamados respectivamente
38
aglomerado y fórmica: la flamante biblioteca ya se curva bajo el peso de los
volúmenes.
Por ahorrar luz, que tampoco le es necesaria, el fratello Mario va por la oscuridad
topeteando la cabeza contra los anaqueles. En algún momento se detiene y de
algún lugar extrae una carta, que le entrega a Kraut diciendo que la otra vez el
visitante se fue tan rápido que él ni tiempo tuvo de entregarle questo papelucho.
Kraut enciende un fósforo, mira, dice: grazie, grazie. El fratello Mario ni siquiera
advierte el cambio en el tono de voz del visitante. Para temblores están los suyos.
Prego, contesta, y se disuelve en silencio, como ceniza, pero figuradamente.
No hace falta una gran intuición para adivinar que en esa carta se encuentra, si no
un desciframiento del Manuscrito Voynich, al menos una aproximación
suficiente a sus secretos, o siquiera a algunas de las estancias de su recorrido
sobre la tierra. La carta, escrita por Johannes Marcus Marci, rector de la
Universidad de Praga, está dirigida a Athanasius Kircher, le comunica la
aparición de un problema (un manuscrito problemático) y le solicita que, en
ejercicio de sus dones, le encuentre una solución.
Athanasius Kircher (1601-1680). Jesuita. Científico. Matemático. Astrónomo,
geógrafo, sismólogo, vulcanólogo y lingüista (sobre todo lingüista) especializado
en criptografías y jeroglíficos. Su época lo consideraba infalible en el abordaje de
textos herméticos (fue el primero en descubrir que el copto deriva del egipcio
39
antiguo), y por lo tanto es dable suponer que Marci, junto con la carta, le envió el
Manuscrito para que revelara su contenido. El hecho de que Kircher ni siquiera
haya respondido a la misiva sugiere que descartó el enigma que proponía el
Manuscrito, tomándolo por otra frivolidad al uso de la época5. O, hipótesis más
inquietante, se dio cuenta de que sus conocimientos no bastaban para resolver el
asunto. En cualquier caso, lo que hizo fue depositar el ejemplar en la Biblioteca
del Vaticano, adonde permaneció durmiendo por un par de centurias, hasta que
fue a parar al Colegio Jesuita de Villa Mondragone en Frascati, donde en 1914 lo
compró Wojnicz/Voynich.
Por cierto, Kraut no podía ser conciente de la circularidad de la narración en la
que estaba incluido, aunque fuese sensible al efecto sentimental de haber arribado
a los orígenes. En cambio, al leer la carta, se percató de su propia irritación frente
al silencio de Kircher. La gélida actitud del lingüista para con un erudito que tan
gentilmente le había remitido el material en cuestión, de ningún modo
configuraba una respuesta aceptable. Por el contrario, debía ser tomada como una
indecorosa confesión de sus propios límites como criptógrafo y de su falta de
valor para admitirlo.
5 La moda de encriptar toda información confidencial la había iniciado dos siglos atrás Juan de Heindemberg, el Abad Tritemio (1462-1516), con sus Polygrahpia y Steganographia, libros que mezclan cabalismo y neolulismo y, en simétrico par, permiten cifrar y descifrar cualquier escritura. Por cierto, Tritemio los había escrito por necesidad de ocultamiento y develamiento del Saber, pero luego, como un efecto de estilo, el sistema había generado un verdadero furor y cualquier patán afectado o condestable venido a menos se ocupaba de endulzar los oídos de las damas con esas combinatorias complejas y puramente formales, donde lo que cuenta es sólo una sintaxis de la expresión cada vez más vertiginosa.
40
Allí, para Kraut, radicaba la falla de Kircher: por temor de arriesgar su prestigio,
el mito de su infalibilidad, lo había perdido todo. No se había atrevido a correr
peligro y fallar.
No deja de ser curioso que el dueño del Voynich, frustrado por esa nueva
dificultad para acceder a las revelaciones ocultas en el Manuscrito, se haya
aproximado a una posible verdad profunda, el motivo esencial que alentaba bajo
la actitud en apariencia indiferente de Kircher. Desde luego, este motivo debía ser
menos íntimo y personal que profesional.
Es sabido que la didáctica católica del Medioevo, seguidora de las enseñanzas
paulinas y dirigida a la evangelización de masas de hambrientos, estúpidos,
desarrapados, ignorantes y analfabetos, reduce la cuota de misterio que acompaña
al magnífico absurdo de la Revelación, y ésta queda constreñida a una parábola.
La Revelación se resuelve en un cuento infantil, en una frase o imagen
comprensible para todos... En cambio, el pensamiento hermético (y el Manuscrito
Voynich es, o imita a la perfección, de manera irritante y consumada, un texto
hermético) reflexiona sobre un drama cósmico que sólo puede ser comprendido
por una aristocracia del saber capaz de descifrar los jeroglíficos del universo, y
que sólo puede ser expresado a través de la transmisión entre grupos de iniciados.
Kircher pertenecía al mundo hermético: era un aristócrata por iniciación,
formación y ejercicio. Estaba preparado para dialogar de igual a igual con Papas,
41
nobles, reyes o guerreros, y para venderse al mejor postor, ofreciendo el acceso a
las claves naturales y sobrenaturales indispensables a la hora de descifrar los
manuscritos encriptados de amigos y adversarios; incluso, poseía los talentos
suficientes como para mandar fabricar tales manuscritos y proponerse luego
como su decodificador más idóneo. Lo único que no podía permitirse era la
admisión de que su saber conocía fronteras en la materia. Así, es pertinente dar
por hecho que omitió responder a Marci luego de realizar toda la serie de
operaciones que sabía o podía inventar para hacerse con el secreto del
Manuscrito. Pero al callar para no mostrarse disminuido ante el juicio ajeno,
simplemente borró con el codo lo escrito por propia mano. Porque en su
Poligrafía nova et universalis ex combinatoria arte detecta, y siguiendo en esto a
Tritemio, Kircher había asegurado que, de aplicar sus reglas, cualquier persona
que dominara una sola lengua podía descifrar y comunicarse con cualquier
hablante y escribiente de cualquier lengua (es claro que se refería a una lengua
existente, pero para el caso es lo mismo. Aunque incomprensible, el Manuscrito
Voynich está escrito y el voynichés existe –aunque no se hable ni se lea).
En síntesis: para Kraut, que tenía un interés personal en la decodificación del
libro en su poder, Kircher también lo había defraudado a él. En algún sentido,
Kraut era Marci, proyectado en el tiempo…Y Kircher era el angurriento de las
miserias de su saber, el cobarde que había renunciado justo cuando debía haber
42
avanzado, formulando hipótesis más audaces, más interesantes... Había preferido
ocultarse a cambio de aceptar el desafío que le planteaba el texto. Porque, llegado
al extremo más desesperante de su inasibilidad, ¿no imponía esa obra una
pregunta acerca de su naturaleza? Todos los lectores se habían planteado
estrategias de desciframiento. Todos habían sido marcados por la idea de
distintos niveles de profundidad, de complejidad, de enrarecimiento. Pero, ¿y si
la extrañeza suprema del Manuscrito consistía en su propia entidad, su materia?
¿Y si el Manuscrito era radicalmente otra cosa que un sentido oculto? Si, por el
contrario, era un sentido plano?
- Supongamos –proponía Kraut en progresivos arranques de su soliloquio ante un
auditorio imaginario-, supongamos a un autor capaz de un tartamudeo perpetuo,
alguien que en su reiteración imposible encuentra estilo, y más aún, necesidad;
supongamos que tiene la paciencia y la fe suficientes como para convertir su
tartamudeo en un idioma... Supongamos que quiere decir lo que no existe, lo que
no puede ser dicho ni traducido, y no quiere cifrarlo ni descifrarlo sino ponerlo en
el modo en que eso habla. No un saber dado de antemano sino un
enloquecimiento, una alucinación que busca... Quién sabe qué. No importa que su
Manuscrito esté o no compuesto con claras letras latinas. ¡No importa la grafía ni
el alfabeto! Importa el sentido. Al menos, el sentido que pudo haber tenido para
quien lo escribió. Aunque fuera, en el fondo, la falta de sentido. Como el sueño o
43
el dibujo de los bosques o las líneas de la mano. ¿Y si en realidad el autor decidió
escribir su obra en una lengua que renuncia a toda comunicación y
representación? ¡Imaginemos que en un éxtasis sostenido inventó un relato sin
idioma porque así quiso contar lo incomunicable! O tal vez el raro sonido de esas
combinaciones desconocidas lo fue arrastrando…
Conducido por sus meditaciones -que en este punto lo habían detenido al
comienzo de la lectura de la carta de Marci-, a Kraut se le ocurrió que tal vez el
Manuscrito Voynich era un raro tratado de música, una especie de glosario
fonético de la atonalidad. Pero tal ocurrencia duró un segundo. ¿Música? ¡Si las
combinaciones de las siete gamas enarmónicas resultan infinitamente mayores
que las que pueden proporcionar todas las organizaciones posibles del alfabeto!
De todos modos, las “palabras” que aparecen en el Voynichés muestran más una
férrea y limitada mecánica que la explosión de enunciados verdaderos, falsos y
hasta insensatos con los que soñaba Leibniz en su Dissertatio de arte
combinatoria...
Y además, un párrafo después, Kraut se encontró con una frase que no
concordaba con sus hipótesis y que estaba contenida dentro de la misma carta:
“ Retulit mihi D. Doctor Raphael Ferdinandi tertij Regis tum Boemiae in lingua
boemica instructor dictum librum fuisse Rudolphi Imperatoris, pro quo ipse
44
latori qui librum attulisset 600 ducatos praesentarit, authorem uero ipsum
putabat esse Rogerium Bacconem Anglum.
Marci refería que un tal doctor Rafael le había contado que el Manuscrito
Voynich había pertenecido a Rodolfo II, rey de Bohemia, quien lo había
comprado tras pagar 600 ducados.
Y el señor Doctor Rafael creía que el autor del libro era… el inglés Roger Bacon.
Al terminar de leer la carta, Kraut se sintió completamente desanimado. Estaba
enfrentándose a una situación paradojal. Si lanzaba al mercado de los bibliófilos
la información con la que contaba, si arrojaba de nuevo al mundo la “hipótesis
Bacon” con todo el ímpetu que requieren las operaciones especulativas, sin duda
el valor del Manuscrito Voynich subiría de –digamos- cero a cien, pero nunca
alcanzaría la cifra sideral por la que había invertido tanta pasión y esfuerzos. Y
eso debido a un sencillo motivo: esa hipótesis no era nueva, décadas atrás la
había expresado Newbold (quien tal vez murió por aferrarse a ella), y Manly la
había refutado prolija y sarcásticamente y tal vez criminalmente.
A cambio de renunciar, Kraut decidió ahondar en el tema. Ya que no tenía aún al
autor del Manuscrito, o al menos no a uno que le conviniera anunciar al público,
se aplicaría a investigar el período mencionado por Marci.
45
Kraut apenas necesitó de unos meses para convertirse en un especialista en
Rodolfo II de Habsburgo (1552-1612). La mayoría de los aficionados al
costumbrismo histórico tienen al Emperador de Bohemia por una especie de
cretino que se dejó retratar como una frutera por Archimboldo; lo creen una
prefiguración mansa de Luis II, el rey loco de Baviera, que gustaba rodearse de
enanos, practicar juegos de salón, topetearse con soldados, examinar códices y
escuchar músicas extrañas. Pero Rodolfo II estaba lejos de ser un mero mecenas,
un consumidor pasivo. Al contrario. Si bien su temperamento lo llevó a reunir en
su corte a los mejores artistas de la época (tuvo a Joris Hoefnagel, que reducía a
miniatura deliciosa todo cuadrúpedo, reptil y pez -su obra, maltratada por el
tiempo y la degradación de los materiales, ha ido derivando insensiblemente a
una borrosa zoología espectral-; al grabador Egidius Sadeler y al lapidario
Miseroni; a Bartolomeo Spranger; Hans Von Aachen; al escultor Adrian de
Vries...), lo cierto es que su interés más fuerte estaba depositado en la ciencia, y
que bajo su amparo prosperaron grandes personalidades del pensamiento.
46
A poco de asumir el gobierno, el monarca delegó las tareas administrativas en sus
ministros y se encerró en su castillo a fin de dedicarse a los estudios alquímicos.
Quería trasmutar la vida en arte y el arte en vida, obtener la inmortalidad, o
siquiera la piedra filosofal. Esto no tiene nada de raro. Ciencia y superstición
estaban tan confundidas entonces que eran como dos esferas que giraban una
alrededor de otra, una dentro de otra. El propio Johannes Kepler hacía
horóscopos...
¡Praga bajo Rodolfo II! ¡Qué Bohemia! ¡La ciudad dorada! Calles estrechas y
torcidas. Agua va. Brillo y espanto. Vislumbres. La magia flota a baja altura. Sus
torrecillas, de doradas esferas terminadas en punta, cada una con su chimenea
alquímica. En 1564, la corte estaba llena de ‘destillatores’ y de maestros del
‘secreto arte egipcíaco’...
La primera versión de los hechos con la que Kraut se encontró, y que lo acercaba
irresistiblemente en la dirección deseada, decía que en algún momento de su
reinado, Enrique VIII de Inglaterra, señor de Irlanda y cabeza de la Iglesia
Anglicana, ordenó la Disolución de los Monasterios y comisionó a su fiel vasallo
John Dudley, Duque de Northumberland, para que requisara sus bibliotecas con
el propósito de retirar de circulación todo escrito que tuviera a la brujería o el
catolicismo como objeto de conocimiento. En una de esas excursiones
bibliotecológicas, el Duque visitó una abadía del condado de Essex, donde
47
encontró un manuscrito cuyas páginas parecían hechas de papiro; estaba escrito
en forma cifrada y (según se decía en el prólogo, redactado en latín) había sido
copiado fielmente del original por Roger Bacon. En el prólogo se decía además
que el original se encontraba guardado bajo las montañas que corren sobre la
costa oeste de un lejano lugar de un continente no descubierto aún, y situado en el
extremo sur del planeta.
Como bien sabemos, este prólogo forma parte de los 28 folios perdidos. El resto
es lo que llamamos el Manuscrito Voynich.
El duque de Northumberland cargó con ese y otros palimpsestos, manuscritos y
códices, y, ya que no se dedicaba a incendiario y tenía un amigo que estaba
formando a sus expensas la biblioteca más amplia de Inglaterra, le obsequió los
materiales. El amigo se llamaba John Dee y era una de las figuras destacadas de
Inglaterra. Según esta primera versión, Dee se aplicó a descifrar el manuscrito
pero no lo logró, y en 1588, durante su estadía en Praga, se lo obsequió al
emperador Rodolfo II.
Ahora bien, ¿quién fue John Dee (1527-1608) y por qué le entregó –si es que así
lo hizo- el Manuscrito Voynich al monarca checo?
Astrólogo eminente nacido en Mortlake, Dee estudió en la Universidad de
Lovaina, donde se vinculó con los acólitos de Cornelius Agrippa y se adentró en
los misterios del Corpus Hermeticum. En el curso de sus viajes de aprendizaje y
48
enseñanza se convirtió en un cartógrafo excepcional. De regreso a su patria,
asistió a Eduardo VI, quien le concedió honores académicos. A la muerte del rey,
fue perseguido por su hermana y sucesora, María I “La sangrienta”. Tras la
muerte de ésta, por recomendación del ubicuo Ascham, se convirtió en el
principal astrólogo y mago de Isabel I, que lo tenía por un oráculo confiable e iba
a visitarlo a su casa en Mortlake, donde dialogaban de asuntos terrenales y
celestiales. Entre otras cosas, Dee trató de convencerla de la conveniencia de
fundar una biblioteca nacional, ya que los libros resultantes de los saqueos de los
monasterios, cuando no llegaban a su propia colección privada (de más de cuatro
mil ejemplares), se utilizaban para servicio de aguas mayores, lustrado de
candelabros y pulido de las botas de los miembros de la corte. A un brujo y mago
como él, Inglaterra debe además el impulso de los viajes de exploración, la
difusión de las tablas Mercator y el acuñamiento del concepto “Imperio
Británico”. Hechos: en un viaje a Amberes, bajo el influjo de la Steganographia
de Tritemio, redactó una obra enigmática, La monada jeroglífica, que expresaba
la unidad mística de toda la creación y enseñaba cómo mantener diálogos a
distancia, influir sobre la voluntad de la gente y ganar amigos y protectores
poderosos. A los 51 años, la reina le presentó a su futura esposa, Jane Frosmond,
quien se ocupó de mantener el orden del hogar mientras Dee se consagraba a la
búsqueda de la piedra filosofal. En 1582, en premio a sus indagaciones, se le
49
apareció el Arcángel Uriel y le entregó una piedra negra, pulida, convexa, que le
permitía hablar con los ángeles y otros seres superiores en un idioma propio, el
enoquiano. (Acerca de esta historia Gustav Meyrink escribirá una novela, El
ángel en la ventana de Occidente). Ese mismo año, además, conoció a Edward
Kelly Talbot, un sujeto de avería. Kelly se presentó como un experto médium
(era un ventrílocuo capaz de proyectar su voz incluso sobre la superficie de una
bola de cristal). El ingenuo Dee lo adoptó de buena gana como ayudante y amigo,
y durante un tiempo se entretuvieron fabricando talismanes y hablando con
entidades espirituales intermedias para que éstas les cedieran los secretos de
fabricación del anillo mágico de oro con el sello del Rey Salomón. También
practicaban el ayuno, paseaban por los cementerios, comparaban demonios
católicos y hebreos...
Insensiblemente, el clima local empezó a volverse antipático. Había quienes
creían que los dos magos desenterraban cadáveres para practicar la nigromancia.
Por menos que eso se quemaba viva a la gente... El dúo vio la conveniencia de
cambiar de aires y se trasladó a Bohemia. En 1589, fueron admitidos en la corte
de Rodolfo II. Allí podían haber prosperado tranquilamente, pero Kelly no pudo
con su temperamento. Se emborrachaba y armaba escándalos, se burlaba de los
colegas, estafó a dos joyeros de Colonia, mató en un duelo a un sirviente del
Emperador; finalmente, propuso a Dee un cambio de esposas o al menos la
50
cohabitación conjunta, argumentando que la sugerencia provenía del propio
Uriel. Es claro que la mujer de Kelly debió de haber sido un bagayo; en cambio,
los retratos demuestran que Jane Frosmond era un bocadito delicioso... Por
última vez, Dee aceptó. Pero luego, harto de los fraudes de su amigo, volvió a
Inglaterra, mientras que Kelly fue arrojado a las mazmorras del castillo de
Krivoklát, presumiblemente en castigo de sus crímenes, aunque algunos
historiadores dan por hecho que se trataba de un método nada sutil de presión de
Rodolfo II, quien pretendía que su prisionero le comunicara al menos uno de los
dos métodos para obtener los “polvos de proyección”.
En la cárcel, Kelly se entretuvo un tiempo escribiendo su Teatro de Astronomía
Terrestre. Pero un día, harto de tanto encierro, trató de escapar colgándose de una
sábana que ató a los barrotes de su celda. A juzgar por los resultados, los ángeles
le habían quitado su apoyo; gordo, sin aire y sin fuerzas, reventó contra el piso.
Aún hoy, en Praga, puede visitarse su casa, llamada “de Fausto”, donde tenía su
laboratorio.
En cuanto a Dee...En Inglaterra los problemas económicos siguieron acosándolo.
Uno a uno debió vender los volúmenes de su biblioteca. Aún más grave, su
esposa Jane falleció tras una penosa enfermedad degenerativa (¿atribuible al
contagio de Kelly?). En diciembre de 1608, luego de un largo período de
ausencia (¿atribuible a la falta de Kelly?), se le apareció el ángel Gabriel y le
51
comunicó que pronto reposaría junto al Emperador de los Emperadores. El 22 de
diciembre, su cadáver apareció flotando –apenas mordisqueado por los peces- en
el río de su casa de Mortlake.
Llegado a este punto de su investigación, Kraut ya había descartado la
disparatada sospecha de que persona alguna pudiera haber realizado un obsequio
cualquiera, y por propia voluntad, a un manirroto como Rodolfo II; mucho
menos, si el obsequio se presumía valioso y si ese alguien era uno de los
integrantes del famélico dúo británico. Era evidente que tal versión debió de
haber nacido del círculo íntimo del propio monarca, y al solo efecto de preservar
su nombre ante la evidencia del desfalco.
Ahora bien. Para Kraut, tanto daba si al Voynich lo regalaron o vendieron a un
precio exorbitante. El problema central seguía siendo: ¿quién lo escribió y cuál
era su significado? ¿Fueron, al fin, Kelly y Dee sus autores? ¿Era el Manuscrito
una criptografía fraudulenta, una combinatoria caprichosa que inventaron dos
genios burlones para estafar a un real idiota crédulo y pomposo, o había algo
más?
Kraut continuó examinando el Siglo de Oro Checo. Su radio de acción se
multiplicaba; el campo de referencias se ramificaba incesantemente, los saberes
proliferaban como laberintos. Gracias a indicios que le proporcionaron algunos
especialistas, comenzó a escarbar en ciertos aspectos oscuros de la biografía de
52
John Dee. Los avatares de su encumbramiento y su caída en el favor de los
distintos reyes de Inglaterra le parecieron premeditados, el diseño de
irregularidades afiebradas que una mente fría había superpuesto a las curvas
naturales de un destino para producir –con artera deliberación- el efecto de lo
patético. Ese dibujo de su “desgracia” lo había vuelto insospechable: un
desterrado, un expulsado del terruño patrio es acreedor de la simpatía universal, y
el primer impulso es ampararlo, adoptarlo. Precisamente lo que hizo con él
Rodolfo II; lo instaló en su corte.
Dee, dedujo Kraut, era un espía. Y un espía inmejorable, ya que en apariencia
resultaba el hombre menos indicado para dedicarse a esa tarea. A ninguna
persona sensata se le puede ocurrir un solo motivo para que Isabel I enviara a
alguien como él, un especialista en cartas de navegación, a un país al que ningún
mar atraviesa y que apenas si cuenta con el lastimoso Vístula para lamer las
orillas de su capital. Pero a Dee su conducta lo denunciaba: recién llegado a
Praga trabó amistad con el astrónomo más importante de la era pre-copernicana,
el desnarigado Tycho Brahe (o Tycho de Brahe). Era evidente que no se trató de
una casualidad, de afinidades electivas. Tycho estaba trabajando en las Tablas
Rudolfinas (Tabula Rudolphinae) que permitirían estudiar los cielos y fijar y
predecir con precisión el lugar que a cada momento ocuparían las estrellas y los
planetas, y que por lo tanto se convertirían en una ayuda invaluable en la
53
navegación, arte sobre el que se basaría en el futuro próximo el poderío militar
inglés: el “Imperio británico”.
Así –ató cabos Kraut- se explicaba su ‘exilio’ del territorio patrio. Cumpliendo
un encargo de su corona, Dee había tratado de piratear los avances técnicos y
científicos producidos por las mentes más brillantes del siglo que comenzaba, y
que se congregaban en gran número en Bohemia. Naturalmente, para que su
actividad de espionaje fuese eficaz, es decir, para que su cosecha de información
llegara a manos de Isabel I, habría sido imprescindible que contara con un medio
de transmisión secreto (valijas de doble fondo, cartas prolijamente plegadas) y
que su contenido resultara inexpugnable a ojos indiscretos, por lo que habría
debido recurrir a la correspondencia cifrada. Y el sistema o aparato que le
permitió encriptar esos textos, el manual que contenía las claves para
comunicarse, debió de ser un elemento que no despertara sospechas, algo que
pudiera habitar como al descuido su gabinete de trabajo alquímico. El elemento
elegido fue un libro que parecía un tratado hermético: el Manuscrito Voynich...
Sin lugar a dudas, este bordado de explicaciones mereció algunos reparos de los
colaboradores de Kraut, pero a Kraut ya nada le importaba y siguió adelante. Si
su premisa era cierta, si el Voynich era el manual o código de operaciones que
compartieron reina y agente para establecer su correspondencia secreta, entonces
–pensó-, la validez de su hipótesis se demostraría cuando encontrase el ejemplar
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gemelo del Manuscrito (ya fuese la copia o el original) que estuvo en poder de
Isabel I.
Llegado a esta conclusión, Kraut importunó durante meses y años a todos los
representantes de la Corona Británica –incluyendo a herederos directos de la
reina-; les rogaba por teléfono, los asediaba a la salida de la Cámara de los Lores,
les escribía imploraciones en cartas de un estilo tan florido como alambicado,
instándolos a que le abrieran las puertas de las bibliotecas reales, que lo dejaran
examinar los archivos donde se guardan los papeles de siglos pasados.6 Nunca
recibió respuesta, pero eso no lo descorazonaba. El gemelo podía subsistir aún, o
quizá había sido quemado en una pira, arrojado al medio de un lago,
descuajeringado y lanzado al fondo de un abismo… eso no lo disuadía de su
búsqueda, pero tampoco lo sustraía a la evaluación de las extrañas acciones de
Dee.
“Por tratarse de un agente extranjero, el hecho de haber regalado o vendido a
Rodolfo II el Manuscrito poco tiempo antes de su regreso a Gran Bretaña”,
pensaba, “es casi un gesto suicida. ¡Pero hay hombres que aman el peligro!”.
Así, para Kraut, concluida su tarea en Bohemia, el espía pudo haber disfrutado de
burlarse de un país cuyos secretos había desangrado, poniendo ante las mismas
narices de su amo el cuchillo utilizado para la tarea. Ese habría sido, sin duda, el
6 Quizá su suerte habría cambiado si se le hubiese ocurrido dirigir su curiosidad a cierto alto anaquel de la sala privada que en su castillo de Whishbone Ashes mantiene el último descendiente (hemofílico) de (Anthony) Roger Ascham.
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gesto cínico de un espíritu sutil. Y más aún lo fue si, efectivamente, cobró
fortunas por venderle el fraude. En aquel gesto de orgulloso desafío de Dee… en
el acto de entregar a su enemigo algo que podría haberlo dejado inerme y en su
poder… alguien podrá leer… pero no importa. La cuestión…La cuestión es si
acordamos o no con las hipótesis de Kraut.
Para decirlo en otros términos: ¿es el Manuscrito Voynich un mero instrumento
de encriptamiento de informaciones técnicas, científicas y políticas de la época?
¿Son sus mujeres y plantas desconocidas y estrellas ignotas y conocimientos
prohibidos y mundos inexplorados mera decoración incidental para disimular un
propósito de correspondencia? Por el momento, no lo sabemos. Pero aún de ser
así, aún a riesgo de su extremo empobrecimiento óntico, subsiste el misterio de
su composición, que no entrega las condiciones de su legibilidad y preserva su
sentido.
Post Scriptum
La progresión en la búsqueda puede asumir la escala de lo infinito, aunque en su
presentación debamos admitir el recurso del corte. En algún momento Kraut no
soportó que el asunto al que había dedicado todo su interés continuara en un
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estado de irresolución, y quiso conocer el secreto último. Al repasar los tramos de
su investigación, hubo algo que se le volvió evidente: vuelto Dee a Inglaterra,
Rodolfo II no había enviado a su socio Kelly a prisión para forzarlo a confesar
las claves de la transmutación del mercurio en oro -que en el fondo eran fórmulas
de uso común compartidas por buena parte de la runfla alquímica praguense-,
sino para obtener la clave de acceso al Manuscrito Voynich7.
Lo que Kelly dijo y lo que Kelly calló cuando los esbirros de Rodolfo II lo
colgaron de pies y manos y le aplicaron lavativas hasta vaciarle los intestinos y
quemaron su cuerpo con hierros ardientes y lo amenazaron con arrancarle los
ojos y le apretaron los testículos hasta reducirlos al tamaño de dos pasitas de
uva..., eso sí que nunca podremos saberlo. A cambio, estamos en condiciones de
adelantar, con cierto verosímil grado de certeza, que ninguna de las palabras que
Kelly pronunció cuando lo descoyuntaron en el potro de los tormentos fue de
gran utilidad para el monarca, porque luego de este encantador episodio bohemio
al pergamino se le perdió el rastro hasta que lo vemos reaparecer, siglos más
7 Ciertos estudiosos han planteado una objeción, que suponen básica, al razonamiento de Kraut: “¿Para que necesitaba Rodolfo II esa clave, si Dee ya había partido a Inglaterra? ¿De qué le iba a servir el Manuscrito si ya no tenía nada para descifrar?”. Es evidente que parten de dos supuestos erróneos: uno da por hecho que Rodolfo II tenía plena certeza de que el Voynich era un dispositivo urdido para su exclusivo engaño (primero, para robar información de Bohemia, luego, para burlarse de él). El otro, que, a consecuencia de esa certeza, debía de haberlo descartado como objeto de interés. Desde luego, es casi innecesario señalar que ignoramos por completo lo que sabía o no Rodolfo II respecto del Manuscrito. Pero si el emperador checo finalmente dio por buena la hipótesis de un fraude con el propósito de perjudicar a su Imperio, se explica mejor su insistencia en averiguar la clave como un recurso preventivo de futuros males. Desde los ingenios de Ulises hasta nuestros días, las guerras de inteligencia se libran en la investigación y anticipación de los métodos del adversario. Y en este caso, al menos, Rodolfo II podía estar seguro de que los ingleses desconocían que él ya estaba enterado de que lo habían engañado, lo cuál le daría cierta ventaja en caso de que intentaran de nuevo estafarlo empleando el mismo recurso. Claro que esa ventaja únicamente se volvería tal, si en efecto lograba desentrañar la clave del Manuscrito…
57
tarde, en el Colegio Jesuita de Villa Mondragone en Frascati. Y la pregunta que
queda por formularse, entonces, es si finalmente pudo Kraut conocer el nombre
del autor o de los autores, y si alcanzó a descifrar o vender el Manuscrito
Voynich.
58
II
59
En una aproximación superficial, los últimos decenios no parecieron aportar
grandes novedades sobre el caso. Tras el deceso de Hans P. Kraut (del que apenas
dio cuenta el Frankfurter Allgemeine en un pequeño recuadro perdido al lado de
la alarmante noticia de la fuga de Bernie, el oso amaestrado del Fantástico Circo
Gitano de Gore R. Chasmar), el libro fue trasladado de mano en mano por una
serie de feudos, regiones rurales o provincias, y terminó yendo a purgar un
período de olvido en la Biblioteca Municipal de la ciudad de Munich, donde un
empleado distraído lo llevó al sótano y, anticipándole el común destino de roña y
de polillas, lo apiló sobre el tomo XXIII de los escritos de crítica y ficción de
Hafen Slawkenbergius.
El Manuscrito padeció esa ofensa por largos tres años, hasta que en un ataque de
energía la señorita Hilbe Goldefer, bibliotecaria suplente y encargada provisoria
de ese océano sin clasificar, lo arrumbó en un anaquel de la sección “En tránsito”,
entre Los Sonámbulos, de Arthur Koestler, y Los libros condenados, de Jacques
Bergier. Demás está decir que durante todo ese tiempo el ejemplar permaneció
60
inconsulto. Sin embargo, a la luz de los hechos subsiguientes, es necesario
sospechar que la falta de contacto con los lectores no le sustrajo nada de su
condición particular.
Un día, la señorita Goldefer, que entretenía sus ocios recortando anécdotas
extraídas de las publicaciones que debía clasificar, encontró una noticia que le
pareció inquietante. En un incivilizado paraje perteneciente a un país que el
cronista no se dignaba precisar pero cuyo suburbio consignaba como su exacto
centro geográfico, “en el medio de la plaza del pueblo de Pehuajó”, los vecinos
habían denunciado que día y noche se hacían oír sordos ruidos de abstractas
maderas rompiéndose, gemidos de difuntos y –esto era lo más llamativo- se
observaba el movimiento permanente de un columpio, precisamente aquel cuyo
asiento estaba pintado de amarillo. El columpio se movía de adelante para atrás y
de atrás para adelante, sin que lo emplearan los niños o que lo agitara el viento.
Este hecho impresionó a Hilbe Goldefer, detuvo el chasquido de sus tijeras y la
arrojó a una dimensión hasta entonces inadvertida de su experiencia, que la rutina
de los días había estado a punto de anular. Casi no podía llamarse recuerdo, sino
memoria de una sensación. En una zona de la Biblioteca de su exclusivo acceso,
se habían producido ciertas modificaciones prácticamente imperceptibles, pero a
las que la noticia recién leída… ¿De qué se trataba?
61
Pensó, Hilbe Goldefer, pensó. Si el movimiento de las alas de una mariposa
puede crear un maremoto en las Baleares, ¿por qué no van a moverse solas las
cosas inanimadas? ¡Claro! Había un viejo mamotreto en un estante, uno entre
tantos, ella lo había ubicado apretándolo con otros en su misma condición (los
libros muertos se sostienen entre sí), y sin embargo ahora estaba solo, mantenía
una distancia de centímetros respecto de los ejemplares contiguos. Como si,
habitado por fuerza y voluntad, hubiera pasado las horas ocupándose de
desplazarlos.
El fenómeno no alcanzaba para ganar las portadas de los diarios (el libro no se
hamacaba en los aires), pero tuvo su difusión porque la señorita Goldefer insistió
lo suficiente como para que las autoridades de la Biblioteca aceptaran realizar
una prueba. Y ahí sí estuvieron las cámaras de televisión, los cronistas de radio,
las reglas, escuadras y compases. Con la fiscalización de un escribano público, se
procedió a circunvalar el estante donde se destacaba el Manuscrito Voynich con
capas de una película de plástico transparente, y se selló con lacre el envoltorio,
de modo de impedir cualquier intento de manipulación espuria. Luego, apagaron
las luces y el lugar fue clausurado. Cumplido el plazo, las mediciones realizadas
determinaron que al cabo de los treinta días el Manuscrito había logrado
aumentar en 10,5 centímetros (hacia su izquierda), y 15,3 (hacia su derecha), la
distancia que lo separaba de sus compañeros, al punto de que los ejemplares
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situados al extremo del anaquel, de no encontrarse con el tope del envoltorio
plástico, hubieran debido caer al suelo. Como Munich es una ciudad libre de
terremotos y la Biblioteca dista de estar próxima a subterráneos, trenes, tranvías y
otros medios de transporte masivos, no existía razón alguna para atribuir esa
traslación a las vibraciones urbanas.
¿Cómo hace un ente inmóvil para mover a otros entes idénticos? ¿Qué impulsa a
un libro a apartar otros de su compañía? Lo que generaba aquella fuerza, ¿debía
atribuirse a un comportamiento propio de ese manuscrito, de la escritura de esa
obra en su conjunto, de la acción de una letra en particular, de los espacios entre
cada una de éstas, de la materia sobre la cuál habían sido copiadas, de la propia
tinta o del libro en sí…? ¿O…?
Lo cierto era que el fenómeno había capturado el interés de la audiencia, y no
cesaba. Jornada tras jornada, milimétricamente, los demás libros se apartando, ya
fuese porque del Voynich manaba una suerte de energía pareja y rechazante, un
antipático gesto de distinción, ya porque percibían –pero, ¿cómo?- su carácter
singular. Mentes a la vez muy agudas y sensibles, inspiradas seguramente en el
ejemplo de las profecías de Nostradamus, comenzaron a establecer relaciones
entre cada movimiento del Manuscrito y ciertos acontecimientos
contemporáneos, que podían haberse verificado en el pasado inmediato, estaban
ocurriendo en el presente u ocurrirían inexorablemente en un futuro próximo, y
63
que una vez acontecidos se explicarían a partir de la vinculación con el ejemplar.
En ese sistema, a veces el hecho era reflejo de la actividad del libro, y otras la
generaba: tiempo, suceso y espacio habían establecido con el Manuscrito una
relación pendular. No es sorprendente que Michael Gabler-Watt, un astrólogo
muy solicitado por los programas de televisión de las tardes alemanas, ideara una
máquina rotativa que ilustraba o ponía en funcionamiento estos tres aspectos. La
máquina era de un esquematismo pavoroso, -estaba hecha con envases de
aluminio, alambres, tensores, lámparas y papel maché, atados o engarzados de
algún modo a una estructura de madera-, y por eso resultaba a la vez atrapante y
persuasiva. A modo de demostración, el astrólogo oprimía una tecla de una
especie de piano de juguete y, al compás de una música de carrusel, las luces se
encendían, giraban, iluminaban ciertos gráficos ocultos que una mano torpe había
dibujado con crayones sobre el papel.
Más allá de ciertos excesos –Gabler-Watt podía ser tanto un payaso como un
visionario-, ese modo de vincular mundo, acontecimiento y libro se correspondía
de forma estricta con un suceso que viviera Hans P. Kraut pocos meses antes de
morir.
En aquel período previo a su inesperado fin, ya venía siendo obvio que para él la
búsqueda de la verdad sobre su libro había dejado de tener interés monetario,
convirtiéndose en una búsqueda vital. El Manuscrito lo había cultivado,
64
trabajando sus facetas y volviéndolo sofisticado y distante; la posesión del texto
más enigmático de (al menos) la historia de la cultura occidental lo había
investido de un aura irresistible, de la que, en su lugar, muchos se habrían
aprovechado para obtener réditos sociales, sexuales, políticos, económicos, etc.;
pero precisamente por efectos de esa búsqueda, Kraut había llegado a estar
menos obnubilado por los resplandores equívocos del ego que asediado por la
necesidad de dar solución al problema que –estaba seguro- lo había escogido
para ser resuelto. Fue por eso que la lectura de “Criptografía sobre el Posible
Autor Del Manuscrito Voynich”, un breve ensayo aparecido en la revista
española Conde Laski, lo afectó indescriptiblemente. El autor había llegado más
lejos que él…
De un análisis cuidadoso de la grafía del original de la obra 8, Francisco A.
Violat Bordonau deducía ciertas diferencias minúsculas pero apreciables en la
caligrafía, que le permitían afirmar que el texto había sido escrito por más de una
mano (creía reconocer hasta cinco). “El que encontremos entre tres y cinco
copistas distintos (aunque con una grafía muy similar) trabajando en el
documento, el que todos conozcan la clave o encriptado de la obra, el hecho de
8 “Pero, ¿cuando, cómo lo había hecho, si el Manuscrito sigue en mi poder?”, se preguntó Kraut. “¿Contará tal vez con el ejemplar, oculto hasta el momento, que perteneciera a Isabel I? ¿Existirá verdaderamente ese ejemplar?”. Preguntas a las que se pueden añadir otras, interminablemente. De existir, ¿será el ejemplar de la reina idéntico al que estaba en manos de Kraut? ¿Se habría apoderado subrepticiamente Bordonau del ejemplar de Kraut, dejando en sus manos un apócrifo? De haberlo hecho, ¿cómo operó el reemplazo? ¿Y si había efectuado una lectura a distancia del manuscrito? Quizá contaba con los conocimientos mágicos de John Dee… Etc. etc.
65
que en el manuscrito aparezcan gran cantidad de plantas distintas (lo que haría
pensar en un herbario medieval típico), diagramas astrológicos y lo que semejan
“recetas” (…) hace pensar en un colectivo de personas eruditas y con una amplia
biblioteca a su disposición (…) ¿Qué tipo de colectivo contaba con cuatro o cinco
personas capaces de elaborar un sistema criptográfico complejo y sabían utilizar
signos latinos y alquímicos para escribir un manuscrito misterioso? Un
monasterio medieval, lugar de refugio de la cultura en tiempos de guerra y
calamidades…”, escribía el articulista. Pero, tras enunciarla, continuación se
negaba a considerar tal posibilidad, asegurando que ningún abad sensato
distraería una parte importante de su fuerza de escribas y copistas para elaborar
una obra repleta de conocimientos extraordinarios o diabólicos, expresados de un
modo que volvía su lectura un ejercicio absurdo. Para Violat Bordonau, ese
equipo o “colectivo” pertenecía al equipo de ayudantes de Simón Bakalar Hájek,
y por lo tanto el libro sería ni más ni menos que un compendio, una enciclopedia,
un manual, o la copia en limpio de un simple “diario de tareas” escrito en una
lengua sintética, que detalla los experimentos llevados a cabo en su laboratorio.
Incluso, en una de las páginas del Manuscrito, se alcanzaba a leer la firma del
alquimista, aunque borroneada por las emulsiones químicas que en su momento
66
desparramara imprudentemente Voynich sobre el material a efectos de exaltar el
cromatismo de los pigmentos …9
Kraut no quiso saber más. La explicación era terriblemente decepcionante. Quizá
era tarde en su vida para admitir algo elemental: la condición de existencia de un
misterio depende de su capacidad de resistir los intentos por develarlo, y no a la
inversa. Ahora que se hallaba en la situación de tener que aceptar, mal que le
pesara, que las explicaciones de Francisco A. Violat Bordonau convertían todo el
asunto en un trajinado enredo menor, entendía mejor que antes la oscura faena de
Manly. John M. Manly había descubierto en su momento que no importa la
naturaleza de aquello que cortejamos; todo saber al respecto se limita a
permanecer en silencio. Al no decir lo que comprendió, Manly había cumplido su
parte en la tarea. Y aún más: al callar, se había transformado en el núcleo del
asunto. El había sido el Manuscrito Voynich, un libro que, con su resistencia
extraordinaria a ser traducido y clasificado, se había construido como una fuerza
casi sobrenatural, una cosa que detentaba capacidad y determinación.
Fue por eso (se decía ahora Kraut), fue para preservar esa reserva que, cuando
Newbold anunció que estaba cerca de acceder a una interpretación plausible del
texto, Manly decidió disuadirlo recurriendo primero a la burla, luego a la
difamación y a la amenaza, y cuando éstas no surtieron efecto –porque Newbold 9 En 1518, Simón Bakalar Hájek fundó su gabinete de estudios y prácticas alquímicas en la ciudad de Praga, ciudad donde se casó y tuvo a su hijo Tadeus Hájek, quien años más tarde se convertiría en la personalidad dominante de la corte de Rodolfo II. Según Violat A. Bordonau, fue en 1584 cuando Tadeus cedió a su erudito amigo John Dee el libro que heredara de su padre y que no había sabido traducir.
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prometía verdades y revelaciones, estaba a punto de abrir la boca y arruinarlo
todo-, lo mandó matar.
¿Debía Kraut entonces convertirse una cadena más de esa tradición reciente,
aceptar que él era el avatar contemporáneo de Manly, el responsable actual de
proteger el silencio acerca del Voynich, el encargado de ser ese silencio?
En este punto, no es ocioso recordar que mientras Kraut se hacía estas preguntas
estaba vivo, por lo que tales cuestiones se formulaban antes de que la señorita
Hilbe Goldefer descubriese que era el propio Manuscrito Voynich el que hacía
algo, ya con el propósito de llamar la atención del mundo, modificar el curso de
la historia contemporánea, anunciar el advenimiento de una nueva era, o por lo
que fuese... A consecuencia de su prematuro, trágico fallecimiento, Kraut no tuvo
que razonar las consecuencias de esta novedad que transformaba la perspectiva
desde la que debía encararse el abordaje del Manuscrito -ya no sólo como materia
inerte y portadora de sentidos, sino como ente.
Por fortuna para su memoria, entonces, Kraut no tuvo que enfrentarse a la
disyuntiva acerca de si debía asesinar o no al señor Bordonau y a la señorita
Hilbe Goldefer.
De todos modos, en el presente histórico de aquella vida que en poco le iba a ser
arrebatada, Kraut se sentía agotado. De pronto, la aparición del artículo lo había
hecho sentirse inútil y sin función visible. En esas circunstancias, cierta cálida
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noche del mismo mes de abril en que murió víctima de un incendio voraz –o tal
vez quemado por la devoción al Manuscrito-, aceptó la propuesta de Carl. F.
Nachtenberg, uno de sus amigos más fieles. Nachtenberg era físico atómico,
dipsómano, drogadicto y mujeriego. Fueron a relajarse a Die Roite Katchke.
El cabaret, una derivación impensada de la típica cervecería muniquesa donde
Adolf Hitler inició su campaña por la purificación mundial, era una especie de
galpón con techos de chapa de donde colgaban luces estroboscópicas. Paredes
rojo sangre. Las empleadas del lugar, apenas vestidas, giraban alrededor de las
mesas pidiendo tragos y vendiendo cigarrillos. Algo de esa rotación recordó a
Kraut las ilustraciones del Manuscrito. Cosmogonías imprecisas, alta cultura y
vaginas bajas. Sólo faltaba engarzar a las prostitutas con fuentes y tubos. A riesgo
de cansar a Nachtenberg con su monomanía, le comentó su reciente sospecha
asociativa:
- ¿Y si, tal como sospechó el propio Voynich al descubrirlo, el libro no es otra
cosa que un tratado pornográfico cuyas lecciones fueron encriptadas para
exclusivo consumo de lectores de "gustos especializados"? Una versión
occidental y enrarecida de textos tales como el Kamasutra o el Ananga Ranga…
Cada monosílabo ilustrando la esencial monotonía del coito…
- ¿Cada pol pol y chol chol y kees kees y dol dol como una expresión de éxtasis o
un instructivo acerca de las mecánicas de acoplamiento? ¿Todo eso en reemplazo
69
del “me gusta” y del “dame más”? La sospecha es verosímil, no así tu expresión
de hartazgo y tu desencanto –contestó Nachtenberg-. Si el Manuscrito fuera
efectivamente un tratado acerca del sexo en el Medioevo, eso no lo convertiría en
un objeto degradado, en un mero manual instrumental. De una sola mirada,
pudiste advertir con qué amoroso cuidado, con qué dedicación el artista pintó a
cada una de las integrantes de esa exquisita colección de doncellas desnudas,
muy superior, por cierto, a la que dispensó a las semillas, circulitos estelares y
ramitas que ocupan el resto de las ilustraciones. Por eso, en algún sentido juraría
que el hecho de que el Manuscrito esté encriptado, más que sugerir prueba que es
un libro sobre el placer sexual. Quizá lo escribió un monje para librarse durante
un tiempo del yugo de la Iglesia sin dejar de pertenecer a ella. Eso explicaría
también el anonimato del autor…Y eso supone también otras consideraciones. La
moral cristiana, que coloca al placer en los dominios del pecado, captura incluso
a los remisos. Y eso fue exactamente lo que te sucedió. Durante décadas viviste
en un trance sublime y doloroso, en el goce desasosegado de examinar un texto
que oculta sus secretos para volver más deseable la agonía que es su propuesta:
saber sobre aquello que es condición de un martirio eterno. De todos modos…
Nachtenberg estiró una mano para capturar una nalga esquiva que se alzó, cayó y
volvió a alzarse, apretada por la tensa red de unas medias negras caladas; la nalga
y su dueña pasaron fugaces; al trasluz, entre roce y roce de aquellos muslos,
70
Kraut creyó ver el brillo de un hilo, el descenso de una araña. Nachtenberg, que
ya había bebido un par de copas de sliwowitz, hizo una seña a otra mujer, que
servía a unos metros de allí y que se acercó mientras él continuaba:
- Creo entonces que podemos deducir con cierta razonable certeza que el texto
que te tiene a mal traer fue elaborado dentro del ámbito del más cerrado
catolicismo. Muy otra hubiese sido la cuestión si hubiese sido producido en el
marco de alguna de las sectas que creen que el desenfreno sexual debe ser la vía
regia de acceso a las verdades últimas… En ese caso, mi querido amigo, a
cambio de esa insatisfacción que te devora el alma por haber dedicado tu vida a
lo que temes no sea sino un simple inventario de penetraciones, estarías orgulloso
de haberla sacrificado en pos de algo “verdaderamente importante”….¡Aunque
en el fondo se trataría de lo mismo!
En ese momento, la alternadora se ubicó junto al físico atómico y empezó a
conversar. Hablaba volublemente, distraída de sí, en una lengua dulce y
melodiosa, y cada tanto reía mostrando una dentadura que de tan blanca parecía
falsa. Le estaba explicando a su cliente cómo, remontándose en la cadena de sus
ancestros, había llegado a descubrir que era la única y legítima descendiente de
Jesús y María Magdalena. Nachtenberg, que apenas si la escuchaba, esperó a que
terminara de hablar y le tendió algo que ella sostuvo en la palma de la mano. Era
un objeto cónico, una masa densa de cristal oscurecido que en su interior parecía
71
contener algo parecido a las imbricadas figuras geométricas de Kepler. Andrea
Rozinha se maravilló de su suavidad y de su peso, y dijo que sí a la propuesta que
en voz baja le formuló Nachtenberg: por un buen precio estaba dispuesta a hacer
cosas raras.
Nachtenberg y Kraut la vieron sonreír de nuevo, levantarse de su silla, inclinar la
cabeza y desaparecer tras de una cortina negra. En un rato le tocaba subir al
escenario. Kraut quiso saber qué le había dado su amigo.
- Plutón, infinitamente condensado –dijo Nachtenberg. Y siguió con el asunto
que venía desarrollando:
- ¿Por qué estás sufriendo, ahora? ¿Por la eventualidad de que alguien se te haya
adelantado…? No. Tu vínculo con el Manuscrito Voynich actualiza las relaciones
siempre complejas entre vida, mística y arte. El modo en que abandonaste todo
para ocuparte de ese libro reproduce el comportamiento ascético que adoptan los
espíritus religiosos para conectarse con Dios…
- ¿“Conectarse”? –preguntó Kraut.
- …Claro que esa experiencia es inefable, y palabras como “éxtasis”, “extravío”,
“pérdida” o “disolución”, que el común de los mortales aplica a momentos tales
como el sueño, el orgasmo y la muerte, sólo pueden ofrecer una pálida idea
aproximativa. Sí. El contacto –la “conexión”- es la promesa de un acontecimiento
que finalmente no se produce. O al menos no hay evidencia de que alguna vez se
72
haya producido. Y ese diferimiento es lo que crea todo el resto: la ausencia
palpable de Dios convierte a aquel que lo anhela con loco ardor en un
desesperado. Quien busca a Dios y no lo halla, en algún momento del camino se
ve obligado a obtener y ofrecer garantías de que ese encuentro se verifica en
algún punto del espacio o del tiempo…
Alentado por el locutor, Nachtenberg se detuvo un instante para celebrar el
cambio de bailarina. Alzó su copa, gritó bravo, bebió y aplaudió. Andrea Rozinha
empezó su rutina con un leve desajuste respecto de la música. Parecía querer
adelantarse a la marcación rítmica y a las demandas de la melodía. En pocos
segundos estaba desnuda, con las manos en la cintura, y con gesto provocativo
alentaba al público a que le dijera si alguna vez había visto un pubis tan dulce y
jugoso como el suyo. Dicho esto se acostó en el escenario y giró en círculo sobre
el tapete de terciopelo, mostrando sus interiores a la altura de las mesas. A Kraut,
la miopía y el disgusto lo inhibieron de aceptar el desafío. Pero no era el caso del
resto de los clientes, que se entusiasmaron cuando Rozinha, apoyándose sobre
los omóplatos y los dedos de los pies, elevó las caderas, favoreciendo la
exhibición, al tiempo que con su mano (y era perceptible el esfuerzo) levantaba el
objeto que le diera Nachtenberg y de un solo envión se lo introducía en la argolla.
El físico atómico continuó:
73
-….En ese sentido, es tan cierto que nunca podremos afirmar que la fusión con el
Señor existe realmente – de verificarse un contacto, nadie podría demostrar que
se ha producido con el Altísimo y no con cualquiera de entre la legión de
demonios o ángeles advenedizos que pululan en las jerarquías celestiales
usurpando su apariencia-, como que es la falta de una confirmación, jamás
suplida por los rituales religiosos, lo que fatalmente convierte al que busca y no
encuentra en un artista del procedimiento. En efecto: la literatura mística se
propone como un riquísimo catálogo de los métodos que utilizan los practicantes
para obtener el resultado perfecto. Naturalmente, así como disfrutamos de su
variedad de recursos, debemos aceptar también la debilidad intrínseca del género,
que nace del temor al fracaso de la causa última o a la constatación de su carácter
ilusorio, doble fantasma que habita a sus cultores, quienes se ven obligados a
recurrir siempre a una conclusión optimista, destinada al consuelo o engaño de la
mayoría de los lectores de esta clase de literatura. Pero son esos finales, esos “…
y entre las nubes estaba El Señor”, y “las dos vírgenes se abrieron ante mí y yo vi
que una paloma atravesaba el cielo azul radiante para perderse en…”, los que
agotan la paciencia del lector culto…
- Hablando de resultados –dijo inquieto Kraut-, ¿qué esperabas de tu gestión con
la bailarina?
74
Nachtenberg volvió a mirar a la escena, donde Andrea Rozinha, tras una serie de
contorsiones que parecían augurar el ingreso a un estado de extravío, éxtasis o
disolución, estado que al parecer había provocado introduciendo, extrayendo y
volviendo a introducir con velocidad creciente el cono de cristal en su interior,
accedió a un modo de vinculación con el objeto que el propio Nachtenberg no
vaciló en calificar de extraño: la bailarina padecía o se producía unas
convulsiones que venían acompañadas de un temblor generalizado de los
miembros, y de una especie de acceso de pánico que la llevaba a gritar en su
lengua comentarios alarmantes acerca de lo que estaba viviendo:
- Arde –decía. Y pedía que por favor alguien la ayudara.
Nachtenberg se mostró alarmado pero no hizo nada al respecto. Incluso detuvo a
Kraut, que quería ir en auxilio de la mulata:
- Prudencia –murmuró-. Nunca, in media res…
Y bebió de un trago el resto de la copa, simulando abstenerse del resto. Claro que
en medio del caos nadie había reparado en que la responsabilidad inicial de lo
que ocurría era atribuible a Nachtenberg, quien creyó conveniente proseguir su
exposición:
- Si la literatura mística ocupa, en el fondo, un orden inferior en las categorías de
la experiencia estética, es debido a ese afán utilitarista, que convierte a sus
autores en agentes de un plan de conversión universal a cambio de guiarlos hacia
75
las cimas más exigentes y exiguas del artista responsable, que sólo puede
conducir a los lectores a la degustación del manjar que se obtiene siguiendo su
trabajo. En una primera conclusión: si el propósito de toda literatura mística fuera
el de reducirse al silencio final, anulándose al desembocar en el encuentro con
Dios que se representa en el goce babeante de la imagen escultórica de Bernini,
para conseguirlo no habrían sido necesarios los trabajos de la misma Teresa ni los
recuentos prolijos e increíblemente exhaustivos de Ignacio de Loyola, entre
tantos otros santos. Bastaría con callar y listo. Pero el verdadero afán no se sacia
con esa identificación entre deseo y resultado. Que exista la literatura mística y
no el silencio indica precisamente un triunfo de la forma y no de la experiencia
que se pretendía representar...Un pensamiento banal apostaría al reino de la
simulación, alzado como un telón luego de las esperanzas defraudadas: la
santidad como estadio superior del snobismo. Pero no voy a extraer una segunda
conclusión apresurada. ¿O no es acaso tu vínculo con el Manuscrito Voynich un
ejemplo de la impertinencia de toda finalización? Dicho de otro modo, ¿no es
necesario pensar que el Voynich…?
- Arde –volvió a decir Andrea Rozinha mientras se retorcía. Luego agregó: -Arde
mucho. –Y a partir de ese momento sus convulsiones adquirieron la característica
de la distorsión y el laceramiento, su cuerpo empezó a desgarrarse, y en algún
momento los contenidos del interior excedieron los límites de su continente,
76
bañados como estaban por sus propios líquidos, más las humedades que les
aportaban la sangre y la grasa. El fenómeno parecía corresponderse con un
movimiento tectónico, si bien, en medio del griterío general, no podían
escucharse los rumores y burbujeos propios de una explosión, que de todos
modos estaba sucediendo. Andrea Rozinha reventó en decenas o cientos de
pedazos. Kraut vio pasar volando el hígado, limpiamente cercenado, que fue a
estamparse contra la pared y, por la fuerza del impulso, quedó adherido allí, ocre
contra fondo rojo, antes de caer al piso. Durante los instantes que duró la
adherencia de esa masa de carne, Kraut pudo ver (y esa fue su iluminación, más
que un real suceso perceptivo), un mapa que le recordaba algo, el diagrama de un
sueño.
En medio de la confusión, los dos amigos escaparon sin problemas. El impacto
de los hechos los obligó a buscar refugio en otra cervecería. Era más sombría y
más íntima, y a cierta distancia ya no podían verse las caras de las personas que
se tomaban de las manos. El físico atómico estaba consternado por lo ocurrido.
Lo llamó “un accidente imprevisto”.
- ¿Dios? –dijo-. Di por hecho que mi invención había soportado la suficiente
cantidad de pruebas de laboratorio como para garantizar la repetición de sus
éxitos bajo la forma de una especie de Big Bang a pequeña escala, capaz de
expandir y recomponer instantáneamente la materia, a imitación del modelo en
77
que se demora el Universo. Que eso no hubiese ocurrido, que Andrea Rozinha
hubiese terminado disgregada y no reagrupada, me da que pensar. ¿Habrían
hecho falta, previamente, una serie de análisis adicionales? ¿O esto, más que una
chapucería, es una tardanza temporal? No podemos anticiparlo ni seguir sus
posibilidades, y esto clausura el experimento, pero tengo la esperanza de que la
muchacha se juntará más tarde en el camión de los bomberos, en la sala de
autopsias, en el cementerio o en el día mismo del Juicio Final…
Kraut ya no escuchaba a su amigo; ni siquiera se le ocurrió reprocharle que
utilizara a la humanidad como conejillo de indias. Estaba flotando en la
consideración de la perspectiva que había abierto el asunto. Un cuerpo expandido
y luego recompuesto suponía un principio de identidad. Pero si –como en este
caso había ocurrido por azar o descuido- sólo se verificaba el primer paso y no el
segundo, si el cuerpo quedaba escindido, ¿no habría luego una posibilidad, al
menos hipotética, de proceder a una recombinación distinta a la que alentaba
Nachtenberg, una que alterara el orden previo de las partes y permitiera a nuestra
especie humana acceder a un principio angélico, a un Hombre Nuevo…? Se
trataba de permutaciones de infinidad de elementos. En principio, claro, había
que separarlos sin disgregación. Y luego proceder a…Y con el Manuscrito
Voynich, lo mismo.
Se trataba de volver a los orígenes.
78
Había que releer la Cábala, regresar a Abulafia.
79
Puesta figuradamente en puntas de pie, y parada sobre sus propios hombros,
durante los meses en que se volvió famosa por haber descubierto las cualidades
trópicas del Manuscrito Voynich, Hilde Goldefer concibió una epopeya del
sentido común contemporáneo que la trasladaría de bibliotecaria suplente a
directora de un organismo de primera categoría. Noche tras noche, el insomnio la
llevó a trabajar los detalles hasta que pudo vislumbrar la íntegra pureza de la
totalidad. Se trataba de construir un Museo dedicado al Manuscrito. Allí, con
tiempo y espacio para hacerlo, el Manuscrito podía moverse, saltar, girar y bailar
si quería. En realidad, podía hacer lo que se le diera la gana, porque ella estaría
en el lugar, dedicada a protegerlo…
El proyecto despertó el interés del nuevo Ministro de Cultura, Werner von
Badenbrock, quien necesitaba de un elemento que diferenciara su gestión de las
anteriores; la exhibición del Voynich, además, podía resultar política y
administrativamente rentable: el cobro de entradas solventaría el ingreso a las
distintas salas donde proyecciones holográficas de actores célebres,
80
caracterizados como las figuras que a lo largo de la historia intentaron descifrar
los secretos del Manuscrito, harían las veces de guías, contando la naturaleza de
sus indagaciones y los motivos por los que no habían llegado a un resultado
concluyente. Tras ese recorrido didáctico, los visitantes pasarían a un gran parque
repleto de vegetaciones producidas en base a injertos y mutaciones imitativas de
las frankenplantas. Desde allí, luego de un agradable paseo conducido por
jóvenes estudiantes de historia ataviadas y peinadas al estilo fin de siglo XVI, se
ingresaría al núcleo central o madre del Museo: el edificio donde se expondría el
Manuscrito Voynich.
Por adhesión sentimental a los proyectos monumentalistas-alegóricos que
florecieron durante los años dorados de su infancia, Hilbe Goldefer había
imaginado para el edificio una superficie central maciza de doscientos cincuenta
metros de diámetro, rematada por una cúpula de doscientos veinte de altura. El
sancta sanctorum o centro numinoso sería una sala oval, de pisos de mármol
blanco, contenida o condensada por la cúpula, como si naciera de ella, al modo
de la prolongación esferoide de una nave espacial. Hecha enteramente de vidrio,
la cúpula permitiría que el sol iluminara a pleno el ámbito, produciendo en el
visitante la sensación de estar flotando sobre un ambiente espiritual, sensación
que se intensificaría durante el curso de la noche, gracias a la disposición
estratégica de unos faros que proyectarían sus haces uniéndose en el cielo
81
estrellado como una catedral de luz infinita, y que en su núcleo sensible y vivo
diseñarían con precisión abismal los contornos del Manuscrito.
Y por fin, el altar. Sobre una mesa de acero inoxidable, protegida por una caja de
cristal blindado y abierta en una página cualquiera, estaría la cosa en sí, el propio
libro, con su irritante misterio y su modesta materialidad. De fondo, alguna
música adecuada, acuática…Haydn, Haendel…
El ministro estaba entusiasmado con la propuesta. No obstante, antes de dar su
aprobación, hizo circular la carpeta de la señorita Goldefer entre un grupo selecto
de asesores, quienes concluyeron que se trataba de una buena idea, pero
desaprovechada, y sugirieron vincular orgánicamente el Proyecto Voynich con el
que llevaba adelante el Departamento de Gestión Pública de la Subsecretaría de
Acción Social y Recreativa, convirtiéndolo en un modelo de Parque Temático de
Nuevo Tipo, y potenciando sus posibilidades desde una perspectiva didáctica
moderna que aunara el entretenimiento con la enseñanza. De hecho –informaron-,
los grabados del propio Manuscrito invitaban a seguir esa tesitura: las secciones
de Agricultura o herboristería -o lo que fuesen- podían resultar perfectas
ilustraciones de las distintas metodologías que empleara la humanidad para
resolver el problema de la subsistencia, desde los primeros cultivos neolíticos
hasta las últimas experimentaciones en manipulación genética de cereales (que el
Voynich parecía anticipar); las ilustraciones cosmológicas “exigían” una zona del
82
Parque abierta a la enseñanza del origen y la evolución del Universo, formación
de galaxias, descubrimiento de nuevas constelaciones, etcétera, lo que requeriría
de la construcción de un planetario con secciones que en sus respectivas vitrinas
alojaran desde los antiguos instrumentos de óptica hasta reproducciones a escala
de los telescopios más modernos, polvo estelar guardado en frascos esterilizados,
fragmentos de meteorito o incluso meteoritos enteros, una reproducción a escala
en yeso del pie de Neil Alden Armstrong, el primer astronauta que pisó la Luna...
Así también, las ilustraciones extrañas, inclasificables, “reclamaban” ser
utilizadas para instruir al visitante en los avatares de la ciencia y la medicina, lo
que obligaba a desarrollar enérgicamente otra sección destinada a convertirse en
uno de los grandes éxitos del Proyecto V. En esa sección, alumnos avanzados en
física y química, cubiertos con imitaciones de las túnicas mágicas que usaban los
grandes alquimistas del pasado, y provistos de tubos de ensayo, destiladores,
retortas y alambiques, darían una clase práctica sobre las técnicas medioevales de
transmutación del oro en plomo y el plomo en oro…
Como en tantas otras ocasiones, fue la amplitud del espectro lo que hizo vacilar a
Werner Von Badenbrock, sin contar con la molestia constante de tener a Hilde
Goldefer, que zumbaba alrededor de los despachos solicitando pronta resolución
a un tema que ya estaba muy lejos de permanecer en la órbita de su inexperiencia.
A esto se sumaron detalles nada menores.
83
La idea inicial fue la de construir el Parque Temático en las instalaciones
abandonadas de alguna extinta base militar de la difunta Alemania Oriental, pero
la especulación inmobiliaria había disparado hacia las nubes los precios de los
terrenos en la patria reunificada, por lo que un proyecto tan oneroso debía sin
duda someterse al examen del Ministerio de Economía y Finanzas, y hasta recibir
el visto bueno de ciertos estudios de factibilidad alentados por las aves de rapiña
que habitaban los pisos altos del Ministerio de Economía. Nadie ignora entonces
de donde vinieron los primeros reparos, que suspendieron provisoriamente la
ejecución de los bocetos y maquetas que el propio Ministro había encargado al
estudio de Albert Speer hijo -autor de la ciudad satélite Luchao Harbour (próxima
a Shangai)- aún al costo de tener que desembolsar los costos concomitantes.
Centralmente, el argumento aducido para demorar la puesta en práctica del
emprendimiento se hacía fuerte en el problema de la “representación”, en la
delicada relación entre el costo y el beneficio, y en el tema de la escala. En los
papeles, el Parque Temático Voynich había alcanzado unas dimensiones que
quintuplicaban las de Disneyworld, pero esa expansión elefantiásica no
garantizaba una circulación de visitantes proporcional al espacio recreativo que
les estaba destinado. La inversión podía ser astronómica y los resultados
catastróficos. Por un sencillo motivo: todo el mundo conocía al criogenizado
Walt Disney, todo el mundo recordaba su sonrisa y sus bigotes y a nadie se le
84
escapaba la celebridad que había alcanzado gracias a sus dibujos y películas y a
su complejo de diversión para niños. En cambio el Proyecto de Parque Temático
Voynich, ¿qué cara tenía para exhibir? ¿Qué imagen resumía su diversidad y
sintetizaba su oferta? ¡No sólo se carecía de lo elemental, un retrato confiable que
revelara las facciones del autor del Manuscrito –aunque sobraban los óleos con
caras anónimas pintadas por centenarios retratistas ignotos, se podía elegir uno
cualquiera, al voleo-, sino que ni siquiera se podía ofrecer un dato acerca de su
biografía o los motivos por los qué había escrito ese libro! En otros términos, no
había nada. “¿Cómo puede haber imaginado alguien –terminaba el informe final
del Comité de Seguimiento Interministerial, que en las altas esferas gubernativas
tenía carácter de dictatum- que la administración presente se apartará de un
manejo sensato de la cosa pública y someterá al erario nacional a la desaforada
financiación de ese ruinoso monumento a la incertidumbre?”
85
Para la época en que el peregrinaje de la señorita Hilbe Goldefer por distintas
oficinas del registro de Marcas e Ideas se vio interrumpido a causa de su
accidente (¿Qué es esa mano…?”), la paralización del Proyecto de Parque
Temático Voynich ya era un hecho. No obstante, ni la caída fatal del tranvía
eléctrico, ni la sorpresiva renuncia de Werner Von Bradenbrock a la titularidad
del ministerio, impidieron que el Manuscrito continuara produciendo sus efectos.
Se empezó a murmurar que había más de uno, más de dos Manuscritos Voynich.
Muchos, tal vez, quizá infinitos, y estaban desparramados por la tierra -como si el
sentido amara por sobre todas la figura de la hipérbole. Cada una de estas
versiones podía ser idéntica o poser alguna diferencia respecto del resto, de
acuerdo a los errores, distracciones o decisiones de los copistas. En cuanto al
Manuscrito “conocido”, podía ser también –o no- el original, el primero, el
verdadero, pero existían muchas posibilidades (a la n potencia) de que resultara
una copia defectuosa, incompleta, falsificada. En todo caso, haciendo la reserva
de la corrección última que podría proporcionar su mensaje aún no develado, lo
86
que se daba por seguro era que el ejemplar de la Biblioteca de Munich aún
continuaba moviendo los libros de su entorno. Ese era un dato de la realidad, un
dato atendible: lo otro eran sombras detrás de la bruma, más abstractas aún que la
que empujó a la pobre bibliotecaria…. ¿Cómo saber, en rigor, si esa capacidad
del Manuscrito era propia, conferida por un lazo silencioso establecido entre
todas las versiones existentes (si es que había tal cosa), determinada por un
“Manuscrito central” que se resguardaba de cualquier contacto y que organizaba
acciones particulares de cada Manuscrito secundario, al modo de las emanaciones
de los Sefirot o del esquema jerárquico de dioses con poder decreciente que
enseñan los gnósticos? (En el último de los casos, el Manuscrito que conocieron
desde el Duque de Northumberland hasta Hilbe Goldefer, y que apenas se mostró
capacitado para mover libros a paso de tortuga, sería aquel de menores atributos
dentro de la escala),
El primero de enero del primer año del nuevo milenio, resignado al
decrecimiento constante del llamado vocacional y de las limosnas de los fieles, el
Principal de la Orden de los Jesuitas decidió –entre otras medidas de recorte
presupuestario- convertir el convento de Mondragone en un hostal para el
turismo más exclusivo, atendido por hermanos legos y novicios que aún no
habían tomado los hábitos. Las reformas empezaron por las celdas (habitaciones
silenciosas y con vista al lago). Luego le tocó el turno al patio de los naranjos,
87
que se refaccionó para brindar servicios de masaje tailandés y fangoterapia; el
refectorio se volvió salón de juegos, y por fin la biblioteca –próximo restaurant
de fusión étnica- recibió la visita de los albañiles, que empezaron a vaciar los
estantes mientras el padre Orlando Bloom comprobaba que cada ejemplar se
correspondiera con su ficha. Durante ese operativo, entre tanto papel que fue a
parar al fuego, apareció una carta, la segunda, del padre Marci, dirigida también a
Athanasius Kircher.
Estaba ajada, consumida por la polilla.
En esa carta de despedida (“Escribo con una mano en la pluma y un pie en la
tumba”, era su comienzo), Marci se dedicaba a inventariar los rencores de toda
una vida, dirigidos uno tras otro, como saetas, contra su destinatario. Sin ser soez,
Marci era explícito. Reconocía que la razón principal de su inquina era mera y
corrosiva envidia, que había apestado su alma a causa de la celebridad que ganara
Kircher en la lingüística, celebridad que juzgaba injusta o exagerada, si se la
comparaba con su propios restallantes méritos y su anonimato en la misma
disciplina. En la curva grafía latina se veía cómo el odio había trabajado cada
letra hasta deformarla, pero también se leía la maquinaria del remordimiento,
cuyos dientes destrozan al rencoroso. Y sobre todo, se detectaba el esfuerzo por
dominarse. Por eso, tal vez, luego de la recensión de sus motivos, la carta se
desbarrancaba en imploraciones y lamentos, en un evidente y asqueroso tono
88
compungido, de falsa elevación espiritual, que parecía imperar a pedido del
confesor, y como requisito previo a recibir la extremaunción. Pero en lo
sustancial la carta había sido escrita para que el remitente admitiera la urdimbre
de su venganza. “Yo inventé el Manuscrito en todos y cada uno de sus detalles,
desde el arte pictórica hasta el decurso monótono de su lengua, todo con el
propósito de poner a prueba tu infalibilidad”, escribía Marci en el párrafo menos
exasperante.
Lo que el remitente había esperado, en el fondo, era que, una vez tuviera la obra
fraguada entre sus manos, la soberbia del destinatario, la fe ciega en sus propias
capacidades, lo llevara a encontrar o fabricar un sentido para ese texto que no lo
tenía, y que esa misma soberbia y ese respeto sumiso por su propio prestigio lo
impulsara luego a difundir públicamente los resultados. Y ahí sería llegado el
momento de su revancha. Cuando Kircher estuviera haciendo sonar las trompetas
de su gloria a lo largo y lo ancho de toda Europa, él, Johannes Marcus Marci,
rector de la Universidad de Praga, por amor a la verdad revelaría al mismo
tiempo la factura fraudulenta del Manuscrito, su condición de artificio sin más
propósito que la burla universal de su enemigo, y demostraría así su propia
supremacía en la materia. Por supuesto, llegado a este punto de la confesión,
Marci se deshacía en disculpas por haber pergeñado esa artimaña, se golpeaba
figuradamente el pecho acusándose de fatuo y de pecador, para después pasar a lo
89
que de veras le importaba, aquello que ahora lo llevaba a este acto de contrición:
la falta de respuesta de Kircher. ¿Desde el principio habría comprendido quizás
el gentil interlocutor la naturaleza engañosa del Manuscrito? ¿Lo había
sospechado siquiera cuando lo examinó? ¿Por qué no se dignó contestar? ¿Por
qué ni siquiera envió un simple acuse de recibo, una catarata de insultos? El
silencio de Kirchner -la indiferencia de Kircher, el desdén de Kircher, el perdón
anticipado de Kircher- había envenenado sus días, y era por eso que, además de
solicitarle su perdón, en este momento final le rogaba, hundiendo la cara en
ceniza imploraba le dijera si finalmente se había vuelto su lector: si había
advertido el supremo y amoroso afán que él, el pobre, triste, infeliz y solitario
Johannes Marcus Marci había dedicado a su estafa, si había notado Athanasius
los primores de su confección, la astucia de la combinatoria de las letras, el arte
de los dibujos, la interminable cadena de alusiones de los diagramas...
La respuesta de Kircher a esta nueva carta, si es que la hubo, no le llegó nunca.
Lo que no deja de plantear una pregunta adicional. ¿Fue la de Marci una
confesión verdadera, una explosión de su alma acechada por la inminencia del
fin, o se trató por el contrario de la última maldad de un resentido? En el segundo
caso, plantar en el ánimo de su adversario exitoso y sobreviviente la certeza de
haber sido burlado, sería el exquisito gesto de despedida de un moribundo
perverso… Claro que su eficacia dependía de que Kircher le creyera…
90
Quién engañó mejor a quién y a favor de cuál de los rivales se resolvió esa
apolillada disputa centenaria, es cosa que no puede saberse. El único elemento de
juicio con el que contamos nos lo proporciona la evidencia de que, salvo por la
palabra del propio Marci, no existe prueba alguna que certifique que el
Manuscrito Voynich es de su autoría.
Pero, ¿existió la palabra de Marci?
91
Por supuesto, no cabe duda de que el propio rector Johannes Marcus Marci
existió. Cientos de fuentes así lo atestiguan. Pero las opiniones divergen en
cuanto a la autenticidad de la carta dirigida a Athanasius Kircher. Algunos
especialistas consideran que fue fraguada con el propósito de exaltar las
dificultades del texto y de engañar a los desconfiados de siempre, llevándolos a
evaluar la posibilidad de que Marci se hubiese atribuido la autoría del Manuscrito
para desviar la atención respecto de quien sería su verdadero autor, Roger Bacon.
Una típica operación de encubrimiento de la que se ignora la causa. ¿Es Bacon el
autor de un libro cuya invención Marci se adjudicaba in extremis para burlarse de
su enemigo Athanasius Kircher, o es falsa la carta de Marci, falsas sus
92
explicaciones y sus rencores, y entonces el autor de ambos textos resulta una
tercera persona cuya identidad aún permanece en las sombras?
La cuestión exige un examen cuidadoso.
En un artículo reproducido por Cryptología, Michael Barlow afirmó que pese a
que el Manuscrito Voynich transmitía una sensación de coherencia interna, de su
examen e intentos de traducción nadie había podido deducir más que
agrupamientos silábicos inconexos o fragmentos de tonterías, por lo que el libro
no sería más que un alevoso artificio destinado exclusivamente a producir los
fascinantes efectos propios de la proximidad inminente de la revelación de un
significado, sin poseerlo en absoluto. Ante la observación de Barlow, algunos
objetaron que el libro evidenciaba un esfuerzo compositivo demasiado serio
como para que se lo redujera a una fantochada. Los más memoriosos recordaron
que ya en 1639 George Baresch se había anticipado a una crítica semejante,
razonando que era tan prodigioso el esfuerzo dedicado a la creación del texto
(redacción, estilo, longitud, invención del idioma, ilustraciones), que su
realización carecía de sentido si no implicaba la existencia de algo de genuina
importancia que imperiosamente necesitaba ser preservado o transmitido.
Sin ánimo adoptar una u otra posición, debemos no obstante admitir que, en
primera instancia, el requisito básico para el éxito de una operación fraudulenta
es que parezca no serlo. Pero también podríamos suponer, siguiendo a Barlow,
93
que si existe algo de supremo valor, algo digno de ser mantenido oculto, su autor
bien puede haber pensado en encubrir su secreto disimulándolo bajo una forma
carente de toda relevancia. Como una carta esconde la noticia de hechos
fundamentales exhibiéndose sucia y pisoteada sobre una mesa ratona para que su
aspecto la haga pasar desapercibida. Desde ese punto de vista, el Manuscrito
Voynich se coloca en un punto de indeterminación: al presentar un aspecto
escandalosamente llamativo, alimenta la desconfianza. No se sabe si exhibe algo
para ocultar que no reserva nada salvo un balbuceo imbécil, o el mensaje más
importante de la historia.
La posibilidad de que el manuscrito Voynich fuese una falsificación la esbozó
por primera vez un general de brigada, Arthur Tiltman, en 1951. Pero quien
desparramó un espíritu de negatividad sobre el asunto fue el iracundo Robert
Brumbaugh, luego de que sus intentos de desciframiento del folio 751 dieran por
resultado: Líquido sirio materia líquido materia más sirio siciliano más sirio sal
europeo sueco…siciliano más sirio más ruso asiático siciliano sal líquido…
asiático italiano siciliano más sal…sal físico sal…siciliano sal…sal asiático…
materia más sal…italiano…siciliano sal asiático ruso más asiático sal líquido…
sal sal sal sal sal.
Brumbaugh afirmó que el manuscrito se habría creado con la intención de sugerir
la presencia de un significado subyacente pero accesible cuando, en realidad, no
94
existía ninguna información a deducir del examen de sus páginas. En su opinión,
gran parte del texto era falso, y el resto puro material de relleno. El texto falso
serviría para confundir a los criptoanalistas que, estimulados por la aparición de
ocasionales párrafos de escritura legible, creerían que el desciframiento completo
estaba al alcance de la mano. En The most misterious Manuscript, Brumbaugh
asegura que el mayor ejemplo de ese juego para engañar tontos se encontraba en
la última página del manuscrito, precisamente aquella en que, creyendo estar
dotado de la capacidad de los genios y la suerte de los primerizos, Newbold
supuso haber encontrado la secuencia de claves para demostrar su tesis acerca de
la autoría de Roger Bacon. Para Brumbaugh, la facilidad con la que Newbold
había efectuado ese desciframiento aportaba otra prueba más a la sospecha de que
el verdadero autor había puesto adrede la pista Roger Bacon con el propósito de
disipar las sospechas del fraude. El asignó el camelo a John Dee y a Edward
Kelly y atribuyó el motivo a la avidez monetaria del dúo.
Hasta aquí Brumbaugh. Volviendo a Barlow, éste tenía su propio sospechoso a
mano: el mismo Wilfrid Voynich. Más que ningún otro personaje relacionado
con el Manuscrito, Voynich tenía el motivo, la habilidad y la oportunidad de
perpetrar una estafa. ¿O acaso no comerciaba con libros antiguos? Gran parte de
los años que transcurrieron desde su llegada como refugiado a Londres hasta su
muerte en los Estados Unidos, los había pasado sufriendo agudos problemas
95
financieros. De haber podido vender el Manuscrito en 160.000 dólares, como era
su intención, esos problemas hubiesen desaparecido. Desde luego, una cosa es
comerciar con mercancías que produce un tercero y que los siglos gastan y
ennoblecen, y otra muy distinta producirlas uno mismo. ¿Estaba capacitado
Voynich para fabricar un manuscrito con todas las apariencias de lo antiguo?
Brumbaugh tiene sus razones para creer que sí.
Desde 1890 hasta 1895, Voynich colaboró con dos organizaciones clandestinas
de carácter antizarista: la Sociedad de Amigos de la Libertad Rusa y el Fondo
Ruso de Prensa Libre, actividades que le valieron su reclusión en Siberia y que
en Londres continuó, financiándolas en parte a través de las ventas de su librería
de Hammersmith; aún en 1895, pobre y en mal estado de salud, seguía
introduciendo en Rusia libros de carácter revolucionario. Sin embargo, en 1896,
había obtenido el capital suficiente como para abrir su primera librería de
anticuario en el número 1 de Soho Square. Es posible que exista una doble moral
en un sujeto que lleva una vida visible de comerciante de libros antiguos, y otra,
subrepticia, de activista político. Al menos, algunos de sus compañeros de
militancia atribuyeron su repentina solvencia financiera a la malversación de
fondos destinados a las tareas políticas subversivas. Como sea, en su carácter de
imprentero clandestino y de falsificador de pasaportes para la agrupación
izquierdista Proletariat, Voynich había adquirido conocimientos de química,
96
poseía la suficiente cantidad de vitela en sus sótanos como para armar una
verdadera fábrica de irreprochables originales de diversas épocas. ¿Habrá
Voynich ingresado en el arte de la falsificación a efectos de procurarse el dinero
suficiente como para restituir lo tomado por necesidad a las arcas de las
organizaciones en las que participaba? Para no hablar de la delicada implicancia
moral del hecho: el riesgo personal que corría en caso de no devolver lo
sustraído bien puede haberlo impulsado a producir un manuscrito cuya
ilegibilidad real disparara hacia las nubes los valores de mercado de todo libro
antiguo. Era un recurso brillante, extraordinario: lanzado el mito de la obra
indescifrable, ni siquiera necesitaba vender el Manuscrito; el precio asignado lo
ponía a él en el candelero y por arrastre encarecía al resto de su colección. Ahora
bien, en ese marco, ¿por qué inventar también, y dar a publicidad, una carta de
Johannes Marcus Marci, rector de la Universidad de Praga, que arrojaba una luz
negativa sobre el asunto? ¿Era por decencia y doblez, al mismo tiempo? ¿Quería
Voynich, al mismo tiempo, decir la verdad y mentir, reconocer la falsedad de su
manuscrito pero responsabilizar a otro del engaño? ¿Se trataba de un caso de
prudencia de perseguido, escrúpulo de pecador o exuberancia de artista? Aún
más… ¿Por qué creía que la multiplicación de atribuciones y la diseminación de
pistas ciertas, erróneas y extravagantes, incrementaba el valor del enigma y el
precio del libro?
97
Es posible que, finalmente, todos esos interrogantes tengan una respuesta menos
conjetural que melancólica. Tal vez Voynich nunca quiso vender el Manuscrito,
tal vez lo creó –si es que él lo creó- por motivos muy distintos de los comerciales.
Desde la aparición de la novela psicológica, sabemos que existen personajes que
sólo asesinan para cumplir el deseo de ser atrapados. ¿Cabe pensar en Wilfryd
Michal Habdank-Wojnicz-Voynich como una especie de Raskolnikov, alguien
que construyó un laberinto de palabras para que la fama de su invención recayera
al cabo sobre él y terminara llamando de nuevo la atención de la policía secreta
rusa, la criminal Ojrana? Parece, más que un propósito nimio, una elaboración
exquisita y aberrante, algo propio de un suicida timorato. Más legítimo en cambio
es imaginar que, harto de traficar con pergaminos amarillentos cuyo sentido final
sólo le interesaban a él y a los que eran como él, Voynich deseó por una vez ser
tenido por un mago capaz de crear una telaraña de ilusiones lo suficientemente
vasta como para atrapar al mundo en ella.
98
III
99
Víctima del ritual de intercambios culturales y diplomáticos de costumbre, en
abril del 2002 la Cancillería alemana cedió el Manuscrito Voynich a cambio de
unas cartas sobre cría de hacienda vacuna en pastizales fríos redactadas por un
amanuense de Abraham Lincoln; la obra cruzó pomposamente el Atlántico, fue
recibida con las condignas reverencias, y al cabo de un discreto lapso de gloria
pública americana (que incluyó su exhibición respetuosa en un programa de
entrevistas televisivas nocturnas), terminó yendo a parar a la Biblioteca
Beinecke de Manuscritos y Libros Raros de la Universidad de Yale, donde se lo
anotó con la siguiente entrada de Catálogo:
MS 408. Europa central (?), s.XV ^^ exXVI (?)Manuscrito cifrado.Texto científico o mágico en una lengua desconocida, en cifra, aparentemente basado en minúsculos caracteres romanos; algunos eruditos creen que el texto es obra de Roger Bacon, ya que las ilustraciones parecen representar temas que, según se sabe, eran de su interés.
Sin embargo, cuando el destino de la obra parecía ser el de disfrutar por siempre
de la merecida serenidad de los objetos olvidados, dos especialistas, Gabriel
100
Landini y René Zandbergen, revolvieron de nuevo el avispero al organizar el
EVMT (European Voynich Manuscript Transcription), un convenio gráfico que
se ocupó de transliterar los glifos del Manuscrito a signos latinos (en mayúsculas
y minúsculas); posteriormente, un conjunto de expertos de todos los continentes
creó el European Voynich Alphabet, cuyas incitantes iniciales dan EVA y que
idealmente permite que cualquier persona pueda leer las páginas del libro y
elaborar y difundir su propia traducción del voynichés a todos los idiomas, entre
ellos el urdú, el quimau y el guaraní. Desde luego, la posesión del EVA no
garantiza resultados10.
10 Ponemos la tabla completa de equivalencias al alcance del lector, haciendo la salvedad de que, en razón de que se desconoce la clave en la que fue cifrado el Manuscrito, no se puede estipular los valores fonológicos ( sonidos) que hay que dar a cada signo:
No obstante esa dificultad que impediría leer o pronunciar las palabras escritas, el EVA hace posible precisamente eso: leerlas. El resultado carece de semejanza con cualquier idioma, actual o extinto, siendo único y con características propias (posibilidad de descomponer las palabras en tres partículas, repetición de palabras, aparición de palabras casi idénticas pero con una letra cambiada, etc.); un ejemplo de texto transliterado con E.V.A. es el que encabeza el folio 67 recto 1, de contenido presumiblemente astronómico o astrológico:
teeodaiin shey epairody osaiin yteeoey shey epaiin oían
daiir okeody qoekshg sar oeteody oteey keey keo keeodal
ycheo s o g cheos aiin okesoe aram shees dalaiin dam
cheodaiin chekeey sar air soar cheey dair cthey
Se puede decir que en este corto párrafo existe un abecedario limitado a 19 letras distintas ( si admitimos que sh, ch y cth representan una única letra), se repiten ciertas terminaciones (aiin o ey), la longitud de las palabras oscila entre 1 y 9 caracteres, algunas palabras se repiten en la misma frase (shey), las palabras parecen estar formadas siempre por la construcción raíz+terminación (os+aiin, ep+aiin, o+aiin, nada+aiin o dal+aiin) o
101
Así, gracias al EVA, la reserva de sentido que le había impuesto un ánimo
espectral dio paso por fin a un Manuscrito Voynich para millones. Dejemos a un
lado el desglose de sus aplicaciones comerciales (crucigramas, prendas
estampadas, thrillers metafísicos, ensayos de divulgación que mezclan a los
Templarios con el Santo Grial, al Baphomet con Miguel de Cervantes Saavedra,
etc.); pasemos por alto la vulgaridad de que cualquier objeto de apariencia
singular domine durante un tiempo el espectro de intereses de las mass media, y
detengámonos un segundo en su consecuencia más fructífera: el aumento
espectacular de la cantidad de entendidos que se aplicaron al asunto, y que apenas
nos permite reseñar de apuro los aportes más recientes –y en algunos casos, sus
respectivas detracciones.
Para empezar, citemos una traducción literal (pero ilustrativa) de la tajante
afirmación con la que el psicólogo ruandés Mbatu E’to pretende cerrar el tema:
“¿Libro? Autor. Lengua vacía. Entonces: interpretación-interpretación-
interpretación. Y así”. El corte de E’to no desmaleza perspectivas más facetadas.
En Pandora’s hope, James Finn asegura que el Manuscrito Voynich está escrito
en un hebreo codificado visualmente y que, usando EVA como guía, él pudo
transcribir cientos de palabras a esa lengua. La pequeña astucia del libro sería –
según Finn- que esas palabras se repiten con diversas deformaciones para
raíz+centro+terminación (tee+od+aiin, che+od+aiin).
102
confundir al lector. Jacques Guy aduce que la estructura del voynichés resulta
similar a la de muchas familias lingüísticas de Asia Oriental y Central, por lo que
el autor del Manuscrito habría sido un nativo del Lejano Oriente que vivió en
Europa o bien se educó en una misión (jesuítica) europea y que para entretenerse
decidió escribir el texto en una lengua natural exótica y con un alfabeto
inventado. En cambio, Rudolf Zylberstein asegura que la “palabra” frastraslafra -
de repetida aparición en el Manuscrito- es de origen indoamericano, lo que
probaría que antes de la separación de los continentes y el hundimiento de la
Atlántida hubo antiquísimas migraciones de esas poblaciones nativas hacia el
continente asiático y no a la inversa (esta hipótesis permite imaginar a las
pirámides egipcias como un testimonio expansivo de la civilización maya).
Zbigniew Banasik, por su parte, ofrece traducciones incompletas de la primera
página del Manuscrito al manchú, el catalán y el vascuence, en tanto que en las
838 páginas de su anonadante Solution of the Voynich Manuscript: A liturgical
Manual for the Endura Rite of the Cathari Heresy, the Cult of Isis, Leo Levitov
afirma que la obra es una trascripción sencilla de una mezcla de flamenco
medieval, préstamos lingüísticos de francés antiguo y de alto alemán.
Por su parte, William M. Sztrumm asegura que el argumento de Finn es
indemostrable: si la palabra ain del manuscrito significara “ojo” en hebreo, y
figurara también con formas distorsionadas como aiin o aiinn, para hacerlas
103
aparecer como diferentes cuando en realidad serían las mismas, las naturales
perfusiones de las series en desvío terminarían llevando a que la combinatoria
diera cada palabra por otra o por la misma, de acuerdo a la multiplicidad de
posibles interpretaciones visuales, volviendo indistinguible el texto genuino de la
subjetividad del intérprete, que elegiría los sentidos de acuerdo a su propio
criterio. Vincent Graham admite que la estadística trabaja a favor de los
argumentos filo orientales de Guy, ya que en los escritos en chino y vietnamita
hay una constante estimable de palabras dobladas y triplicadas que se repiten con
la misma frecuencia aproximada que en el Manuscrito, pero luego los demuele
constatando que, aún cuando la falta de números y de características sintácticas
occidentales del Manuscrito (tales como artículos y cópulas) permite atribuirle al
libro orígenes o influencias asiáticas, nadie, ni siquiera los eruditos de la
Academia de Ciencias de Pekín, ha podido encontrar ningún ejemplo claro de
simbolismo o ciencia local en las ilustraciones. En cuanto a los argumentos de
Levitov… La irascible historiadora feminista Doris Lexingaum acepta
condicionalmente sus informaciones acerca del puzzle oral políglota, está
dispuesta a reconocer que las plantas quiméricas del libro no representan especies
botánicas sino que son símbolos secretos, e incluso admite la posibilidad de que
las mujeres que se bañan en las tinas junto a la red de tuberías estén
escenificando un suicidio ritual mediante el procedimiento de la venesección: los
104
tubos serían entonces los conductos que permitirían que la sangre se derramase
en una bañera con agua caliente. Sin embargo, tras esa serie de concesiones, tala
los conceptos básicos de Levitov: ni las constelaciones son parte de las estrellas
del manto de Isis ni el catarismo puede asociarse con la diosa que sirvió de
molde para la Virgen María, porque los cataros no prosperaron más allá del siglo
XIII y estaban acabados para la fecha probable de redacción del Manuscrito.
¿Qué propone Lexingaum? La hipótesis Erzsebet Bathory. El Manuscrito
Voynich sería el diario de notas del alquimista de “La condesa sangrienta”, quien
preparó un elixir de la eterna juventud y pensó en perfeccionarlo apuñalando a
jóvenes campesinas para que su ama se sumergiese en sus sangres salvíficas y
reparadoras. Así, las tuberías de la sección anatómica del libro habrían sido
construidas en el castillo para los baños de la criminal noble.
Por supuesto, en este recuento apresurado conviene obviar los esfuerzos
explicativos de los adeptos a la ciencia ficción (“el Manuscrito es un libro escrito
por integrantes de una civilización extraterrestre”, “el Manuscrito es una gematría
cabalística cuyo desciframiento conlleva la liberación de una fuerza negativa que
puede destruir el cosmos”, “el Manuscrito contiene secretos tan peligrosos como
la naturaleza de las novas, la explosión final de las estrellas y los mecanismos de
los cuásares”, “el Manuscrito contiene información sobre fuentes de energía
mayores que la bomba de hidrógeno, y tan sencillas de manejar que era capaz de
105
comprenderlas un iletrado del Siglo XIII, de ahí el encriptamiento”, etc. etc.), así
como las vanidades de la llamada literatura seria (“el Manuscrito es la fuente
donde abrevaron Rabelais y Sterne, es la versión extrema, ¡inventada en el siglo
XV!, del monólogo interior de Molly Bloom. Su radical ilegibilidad de hoy es la
clave de la literatura del futuro”, etc. etc.). A esta altura de las cosas, tampoco es
necesario mencionar los nombres y opiniones de quienes insisten en compararlo
con lenguajes oscuros como el Balaibalan, con lenguajes artificiales como la
Lengua Ignota de la sublime Hildegart Von Bingen, el Arithmeticus nomenclator
de un jesuita anónimo, el idioma analítico de John Wilkins, los sistemas de
Beck’s y de Dalgarno, y el Lenguaje sintético de Johnston. Menos aún, hay que
aventurarse en la creencia de que sería el libro de anotaciones privadas de
Leonardo Da Vinci o en la temeraria afirmación del cienciólogo Ron Hubbard,
que le atribuye el carácter de manual de demonología. Conviene en cambio
mencionar la tesis de dos teólogos redentistas, Rocco Carbone y Pábulo
Pietrasanta, para quienes el Manuscrito se muestra como una metáfora imperfecta
de lo divino, y por lo tanto más persuasiva que cualquier otro signo (lo perfecto
sería inasequible al conocimiento humano); más aún, el Voynich sería un instante
privilegiado del plan de Dios, que está entrando lentamente en nuestra especie,
desparramando claves y enigmas para desasnarnos, ya que hasta el presente no
tuvimos el tino necesario como para descubrir su Presencia Encarnada en la
106
abusiva cantidad de precursores que envió a nuestro encuentro (Elías, San Juan
Bautista, Jesús, Mahoma, Buda, Krishna, Benjamín Solari Parravicini, Osho, Sai
Baba, …).
En Voices from the gods, David Christie-Murray propone tomar al Manuscrito
como producto de una comunidad religiosa aislada y dedicada a transcribir las
manifestaciones glosolálicas de su líder carismático. Esa lectura nos remite a
John Dee como taquígrafo del Arcángel Uriel y a la Primera epístola a los
Corintios de San Pablo, que alecciona a su tribu paleocristiana para que
desarrolle el don de lenguas. Tal vez por eso ciertos filósofos del lenguaje
sugieren que entendamos el libro como una versión sintética y barroca del Nuevo
Testamento.
Apartándose un poco de la perspectiva escatológica, en Mitos y realidades de un
enigma -nota de fondo de la octogésimo cuarta edición de Trama y color,
mensuario de interés general que publica la Cámara de Empresarios Textiles de
Villa Lynch-, la periodista Natividad Iscaro trae a colación una anécdota que el
recordado ensayista Anibal Ponce narra en Educación y lucha de clases. Según
Ponce, la casta sacerdotal del Antiguo Egipto contaba con un instrumento que le
permitía medir sin error el nivel del Nilo, pero por su propia supervivencia y la de
sus ritos, lo ocultaba y oficiaba en cambio las habituales farsas religiosas para
pedir a los dioses que subieran o bajaran las aguas del río. Lo que demostraría
107
que la religión enmascara siempre operaciones políticas y económicas. De este
relato, la señorita Iscaro deriva, tal vez un poco mecánicamente, que el Voynich
siempre fue objeto de mistificaciones que, voluntarias o no, ilustrarían la historia
de sus usos culturales. “Cada interpretación fallida funcionó como un añadido –
escribe-. Así como los artistas de épocas pasadas pintaban un cuadro encima de
otro cuadro, las sucesivas capas de interpretación que embadurnaron al
Manuscrito expresarían el modo en que la superestructura refleja la ideología de
la clase dominante, que pretende perpetuar su dominio sobre las clases oprimidas
vendiéndoles espejitos de colores. No obstante, a la luz del pensamiento
científico y bajo la segura guía del materialismo histórico, no podemos
equivocarnos. Si atendemos al estado de desarrollo de las fuerzas productivas
durante el cinquecento italiano, que alentó el comercio internacional y las guerras
por la obtención de materias primas para alimentar el surgimiento de algunas
ramas industriales, podemos determinar sin dudas que esas ilustraciones donde
vemos a mujeres conectadas a tubos o caños e inmersas en especies de lagos,
representan simplemente una cadena de producción. Estamos ante un craso
manual de hilandería, tejido y tinturas, escrito en clave por un grupo de
alquimistas (es decir, de protocientíficos que querían convertir una materia en
otra más refinada, un color en otro) por encargo del espía John Dee, que
108
pretendía llevarse a su país los secretos más preciados de las casas textiles de
Bohemia”.
Las leyes del desarrollo histórico determinan que el conocimiento científico y
técnico se reproduzca como sapos bajo la lluvia, pero la intuición nos indica que
Mitos y realidades del enigma es sólo una pincelada más en una tarea de
pentimento que aún está lejos de completarse. Así, ahora que el mundo ha dejado
de ser remoto y distante, ahora que las grandes distancias se comprimen y que
toda prenda bien compuesta viene de China (para melancólica desazón de los
fabricantes de telas de Occidente), sólo nos queda alentar la esperanza de que las
elegantes letras del Manuscrito sean algo más que la conjunción de un vasto
ideograma que teje la palabra “nada”…
…Pero incluso si fuera ésa, exactamente ésa la palabra, ¿quién puede ignorar
que, acento más o menos, en el idioma castellano “nada” es el palíndromo de
“Adán”? ¿Será que todo se reduce a optar por el agujero negro o la intolerable
vacuidad de una apuesta humanista? Si Hans P. Kraut hubiera vivido algún
tiempo más, si hubiera alcanzado a cumplir con su deseo de retomar algunas
lecturas, quizá habría podido extraer alguna conclusión de este párrafo que rabí
Abulafia anotó en La Ciencia de la Combinación de las Letras (Hokmath ha-
Tseruf): “la explicación del sentido de las cosas está ausente y se hace necesaria
la venida del Mesías, que llega para componerlo todo. Cada letra de la Torah es,
109
entonces, parte de su obra, la materia misma con la que realiza su tarea. El
lenguaje es un Universo en sí mismo, y sus órdenes posibles son los órdenes de la
realidad”,
Con suerte, habría sido una conclusión definitiva.
110
Addenda
En diciembre de 2004, al amparo de la noche, un indiscriminado ladrón o una
encarnación diabólica de Edward Kelly-Talbot penetró en la sala 416 (“Europeo
Medieval”) del Museo de Ciencias de Londres y saqueó la vitrina 6, que
contenía:
una piedra usada por John Dee para asomarse al futuro,
su espejo (speculum) personal,
un objeto de culto azteca hecho de obsidiana,
un amuleto de oro con un grabado que representa las visiones beatíficas de
Dee,
y una serie de pequeños sellos que el mago usaba en su mesa de prácticas.
La rápida reaparición del botín, que el delincuente canjeó por electrodomésticos
en un comercio a orillas del Támesis, primero ocultó y luego subrayó, por
contraste, la pérdida de la pieza más valiosa: un orbe de cristal de seis
centímetros de diámetro, llamado cúmulus, del cuál, con la técnica invocatoria
apropiada, quizá se habría podido obtener, entre otras informaciones, una noticia
del paradero de Andrea Rozinha, el apellido del padre del último vástago del
111
matrimonio Dee, y la clave para realizar una traducción correcta del Manuscrito
Voynich. 11
11 Hay quienes creen ver en ese orbe la prefiguración geométrica del aparato feroz que se describe en el cuento La metamúsica, de Leopoldo Lugones; sobre todo, aquellos que se enteraron de que su núcleo alteraba las noches del Museo de Ciencias emitiendo un resplandor jaspeado y un sonido grave, tan monótono como insistente. Por ese motivo, un historiador de las artes de la talla de Frederic Paul Mongianer asevera que el cúmulus no es sino una versión primigenia, de carácter fantástico, del telharmonium, la mastodóntica mezcla de piano eléctrico y máquina de luces que inspiró a Alexander Scriabin para llevar adelante la composición de su Mysterium, una obra de carácter sinestésico que, de ejecutarse en la cima del Himalaya, en medio de un despliegue de danzas, orgías y otros rituales, tendría la capacidad de transformar la estructura completa de todo lo existente. Para ciertas mentes inflamadas por las aventuras intelectuales de la física teórica, el Manuscrito Voynich, el cúmulus de John Dee, el cristal experimental de Nachtenberg y el telharmonium serían los cuatro componentes visibles de una serie infinita de objetos anómalos de función desconocida y que provienen de distintos universos. Según estos pensadores, es la multiplicidad de universos (y no otra cosa) lo que explicaría ciertas complejas cuestiones del movimiento de las partículas y algunos delicados problemas de la gravitación. No se trataría solamente de universos paralelos, sino de universos donde varias cosas son posibles durante un instante, y al instante siguiente sólo una se produce y el resto no existe, al menos en la dimensión en que puede situarnos nuestra actual capacidad de observación (menos desarrollada que la de una rata). Pero nada habrá de impedir que, a medida que mejoren nuestros instrumentos perceptuales, aumenten también las posibilidades de acceder a esos universos. La aparición de estos cuatro objetos anómalos indicaría entonces un progresivo aceleramiento de la capacidad de ver plasmadas en este universo las posibilidades de otros, incluso las inimaginables. Las que fueron, las que son, las que serán, y las que no pueden ser. El mismo padre de la física cuántica, el popular Edwin Schrodinger, afirmó cierta vez que no es inusual encontrar partículas en superposición de estados, como si un gato pudiera estar vivo y muerto a la vez. En cualquier caso, esta convicción pluralista acerca de las políticas de buena vecindad de los universos no nos impide subrayar el rasgo específico del Manuscrito Voynich. ¿O no podemos definir como singular a un libro que, poniendo en jaque las reglas del arte de la comunicación, se volvió una cosa única en el mundo empleando cientos y miles de palabras de sentido improbable?
112
Epílogo
(Dos antecedentes argentinos)
En febrero de 1922, un oscuro hombre brillante, Oscar Agustín Alejandro Schulz
Solari (que elegiría llamarse Xul Solar), tuvo acceso a una versión del
Manuscrito Voynich y a consecuencia de ese contacto ideó una panlengua que
condensaba todas las existentes (excepto el varkulets y el esperanto). Así como
otro de sus inventos, el panajedrez, implicaba el tiempo, las galaxias y los signos
zodiacales, la panlengua fue un intento tan reflexivo como desesperado por
desentrañar (o reflejar) los modos en que el Manuscrito había reorganizado la
relación entre el mundo, la escritura, la estructura del pensamiento y los hábitos
verbales. Infelizmente, casi nadie advirtió lo maravilloso (aunque inconcluso) de
ese esfuerzo. Como honrosas salvedades, pueden registrarse la frase al paso que
en sus Papeles de Recienvenido le dedica Macedonio Fernández: (“…una vez
desparramado ese idioma, cualquiera podrá escribir libros ininteligibles”) y Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius, el relato de apariencia fantástica donde Jorge Luís Borges,
adoptando el esquema simplista de una confabulación planetaria, narra en forma
apenas velada los trabajos del panlingüista y la extensa reverberación que sobre
su neo-lengua posee el Manuscrito Voynich.
113
Esa reverberación, que no capturó ningún otro oído, abruptamente se vuelve casi
ensordecedora durante un breve período de la década de los ’60.
Por entonces, un personaje, Jorge Bonino, alcanzó notoriedad entre ciertas
vanguardias estéticas. Primero arquitecto, luego actor, concibió o recreó algo que
dio en llamar “teatro de ideas” (¿una evocación del Teatro de Astronomía
Terrestre de Kelly?). De pie frente a un mapa y a un pizarrón, explicaba la
historia del planeta o predecía la evolución de la humanidad en una lengua
onomatopéyica que los espectadores creían inventada por él.
Alertado por la noticia de que esas frases sin aparente significación producían
efectos significativos, el Comité de Evaluación del European Voynich Alphabet
decidió examinar in situ sus representaciones, pero al llegar a la lejana provincia
donde Bonino actuaba, el Comité se enteró de que había viajado a París, y cuando
lo buscó en París recibió la noticia de que había regresado a Córdoba y se había
suicidado durante una internación en un neuropsiquiátrico de montaña. La
sospecha fue que, como Newbold antes, el investigado había leído y entendido el
Manuscrito, y que toda su pretendida locura no era sino la aplicación del riguroso
método con el que intentaba transmitir su comprensión. No obstante, por
delicadeza póstuma, insuficiencia epistemológica, o para no arrojar una sombra
demasiado opresiva sobre el asunto, el Comité se abstuvo de juzgar los
resultados. La cuestión, en todo caso, es: ¿hablaba Bonino el voynichés o algún
114
lenguaje equiparable? Aun hoy sus amigos aseguran que se trata de dos cosas
distintas. En Bonino, la fugacidad de su palabra sin registro quizá intentaba decir
algo, en tanto que la duradera escritura del Manuscrito sigue negándose a
conceder un sentido a cualquiera de sus conceptos.
Para concluir: la línea que va desde Roger Bacon a Xul Solar, y de Xul Solar a
Bonino, parece augurar el progreso de una serie de conocedores del Voynich
cada vez más heterodoxos, más esperpénticos, más extravagantes; tal vez llegue
el día en que el continuador de un continuador ignore que en el principio se
encuentra la fulguración irresistible de un libro hermético; tal vez en el fin de la
tradición que inició un genio se encuentre un idiota que babea abrazado a un
árbol al que confundió con un pergamino –o peor aún, un afásico. En la
incertidumbre que es el signo de estos tiempos, es probable que empecemos a
olvidarnos del Manuscrito. ¿Será como una lenta distracción? ¿Ocurrirá de
golpe, en un arrebato? El suceso parece inminente. En rigor, más allá de la
devoción de millares de voynichistas, ya empieza a escucharse el rumor de las
voces que reclaman el derecho de la humanidad a acceder a un habla sin espesor
y sin ambigüedades. Quizá sea llegada la hora de eliminar Babel de la faz de la
tierra.
115
NOTA
La primera referencia al asunto de esta novela me apareció en Internet, mientras
buscaba datos que pudieran establecer una relación entre madame Blavatsky
(teósofa), Badmaev (médico tibetano), Rasputín (místico y falsario) y Nicolás II
(autócrata), personajes secundarios de El Absoluto, un libro sobre algunas cosas
que ignoro y que me ocupa desde hace varios años. Así, perdido en las
diagonales de esa investigación, me encontré de pronto con dos palabras
resaltadas en letra roja: “manuscrito Voynich”. Estuve a punto de dejarlas
pasar. Sin embargo, el deseo de distracciones me impulsó: ingresé al pequeño
mundo que me proponían. De inmediato me atrapó esa red centenaria de
hermeneutas anhelantes; noté que, entre la gran cantidad de hombres que intentó
descifrar el manuscrito, fueron pocos los que aceptaron la posibilidad de que la
revelación pudiera carecer de importancia. Había algo muy interesante en eso:
en primera instancia se leía el impulso supersticioso que nos anima a atribuir
valor a todo lo que se resista a un examen. Pero por encima de eso se detectaba
una creencia aun más poderosa. Era evidente que, para todos aquellos
perseguidores del misterio, el hecho de que el manuscrito fuera un herbario, un
manual de alquimia o un tratado de metafísica, en algún sentido daba lo mismo.
116
Hay formas que tienen comienzo pero no fin, o aspiran a la interrupción, o a un
estado de suspensión que precisa mejor que un punto las tentaciones de lo
indeterminado: formas que sostienen que sólo lo aberrante tiene el derecho de
llamarse “estructura”. Por su carácter inasible, el manuscrito Voynich parecía
encarnar un ideal de artista.
Y por otra parte, en un nivel más prosaico, el tema tenía su propio encanto. En
general, las páginas del ciberespacio funcionan como resúmenes incompletos,
agramaticales y abstrusos que redactan aficionados tendenciosos sobre temas
que les son ajenos. En relación al manuscrito Voynich, ese funcionamiento
parecía una equivalencia de la máquina del pensar aplicada al arte novelesco:
con sus reiteraciones, sus zonas de ceguera, la tremenda dificultad –mejor, la
imposibilidad- de una elección que incluya todas las perspectivas del asunto. (El
arte de la novela sería así la abdicación de todas las potestades del pensamiento
a favor de un error parcial, la sujeción sucesiva de las palabras a una serie de
elementos limitantes que una voluntad desconocida estableció de antemano).
No es extraño que la escritura de una novela sobre criptografía lo convierta a
uno en un criptógrafo aficionado. Si cada obra produce una clase de autor
distinto, en esta, que se explaya abusivamente sobre las posibilidades de la
combinatoria, no pasaba día sin que yo tuviera que cortar, cambiar de lugar,
agregar, eliminar lo puesto el día anterior, exasperarme al descubrir que lo
117
eliminado se volvía de pronto imprescindible. En cuanto a los datos empleados
en mi libro… Si hubiese contado con un ensayo, un tratado o un trabajo crítico
que relatara los hechos y sus interpretaciones de manera expositiva y completa,
habría desistido de escribirlo. Por suerte, el propio asunto me cuidó: cuando
estos auxilios aparecieron, cuando reuní la información suficiente como para
trazarme un recorrido básico de algunas de las cuestiones en juego (la totalidad
es una ilimitada arborescencia de proposiciones), mi novela estaba tan avanzada
en sus propios rumbos como alejada del rigor histórico.
Ahora, algo sobre el estilo. Me gustan los libros donde se nota que el autor
puede ser o parecerse a cualquiera; me gusta pensar que el mejor desafío de un
escritor es borrar lo identificable que se encuentra bajo su firma para apropiarse
de la colectiva que rubrica todos los libros de su biblioteca. Su opuesto, la
extensión de una identidad literaria a lo largo del tiempo, con suerte produce
reconocimiento y aprecio, el nombre como marca. En un extremo del copyright,
cuando un autor es detectado, su escritura se neutraliza y sus libros se
convierten en una pálida copia de los que redactan sus imitadores. También
podríamos imaginar una tercera opción, la de aquel que oscila entre ambas
tentaciones, y que, dominado por cierta moral de la escritura, se esconde en la
diversidad para multiplicar los rastros sanguinolentos de su cuerpo en fuga… Y
una cuarta, en que el autor se esclaviza al nombre y… No es necesario
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demorarse en la enumeración de las variables. En este punto, un lector atento
puede preguntarse si no habré sido lo bastante necio como para imaginar que, al
ocuparme de la exégesis o la fabulación de algunos de los sentidos posibles de
una obra inimitable y tal vez incomprensible como el manuscrito Voynich, estoy
poniendo mis propios libros –o mis intenciones estéticas- en el lugar del modelo
de artista que suscribo. Quién lo sabe. La sinceridad es imposible. Pero al
menos, si se trata de ser lo que se afirma, es momento de admitir que más de un
párrafo de esta novela fue tomado casi literalmente de esas páginas electrónicas
de dominio público; de hecho, pasado el tiempo, no reconozco que es propio de
lo que es ajeno y qué es ajeno de lo propio. Y el distingo me parece
intrascendente.
Buenos Aires, febrero de 2008.
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