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El caso Voynich Daniel Guebel 1

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Page 1: El Caso Voynich

El caso Voynich

Daniel Guebel

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Page 2: El Caso Voynich

A Luis Chitarroni

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Page 3: El Caso Voynich

kol chol chol kor chol dor chol chor chol keol chaiin shaiin daiin qodaiin chol

cholor chol dar dar dal gotol keeees daiin daiin dain dain shol chol chol shol

chol chol chol chor okal okaly okaldyqokedy qokedy qokedy qokain teeodalin

shey epairody osaiin yteeoey keey keo keeodal ycheo s aim cheos aiin okesoe ara

m shees dalaiin dam cheodaiin chekeey sar air soar cheey dair cthey

3

Page 4: El Caso Voynich

I

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Page 5: El Caso Voynich

Comienzos del siglo XX. Atribuyéndole una serie de imprecisas acciones

subversivas cuya enumeración tal vez habría sorprendido primero que nadie al

acusado, la policía secreta de Nicolás II encarceló primero y deportó después a un

súbdito de la Gran Rusia, quizá lituano, quizá polaco, de nombre Wilfryd Michal

Habdank-Wojnicz. Confinado a las estepas siberianas, Wojnicz aguantó durante

un quinquenio sus maravillosos atardeceres y luego escapó a Alemania, donde

podía haberse quedado a vivir de lo más tranquilo. Pero, creído de que su

insignificancia le había ganado el rencor del zarismo, se subió a un barco de

carga que finalmente lo depositó en el puerto de Londres. Londres: arenques,

mala iluminación, ideas modernas. En esa ciudad se casó con Ethel, la quinta hija

de George Boole, autor de The Laws of Thought, uno de los primeros científicos

que utilizó símbolos matemáticos para expresar procesos lógicos y que supo

explicar por qué las leyes del lenguaje son las mismas que las de la mente.

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Durante un par de años el matrimonio sobrevivió traduciendo al ruso las obras de

Karl Marx y Friedrich Engels. Entretanto, Wojnicz trató de adaptarse a la lengua

local y sacrificó las nobles eufonías eslavas en beneficio del Voynich; además,

puso un comercio en el Soho. Era una librería donde los coleccionistas podían

encontrarse con encuadernadas efusiones sentimentales de damas ya muertas, y

también con libros verdaderamente raros y hermosos: los comunistas aspiran

siempre a difundir lo excepcional. Pasaron algunos años. El emprendimiento

creció. En 1914, debido a su red de contactos especializados, a Voynich le llegó

la noticia de que en el Colegio Jesuita de Villa Mondragone en Frascati,

población cercana a Roma, había un tesoro oculto de viejos textos, muchos de

ellos ignotos, y otros tantos que se daban por perdidos.

Viajó a Italia.

Campiña. Paisajes. Estampas del medioevo. Un aldabonazo en la puerta de hierro

del Colegio, que se abre.

Los jesuitas del lugar son viñateros y agricultores, gente simple que no tiene

tiempo que perder en basura posiblemente herética. Petrus Beckx, 22º General de

la Compañía de Jesús, designó al oscuro y giboso fratello Mario para que bajara

las parvas de incunables que deseaba inspeccionar el visitante. El fratello rengueó

hasta la biblioteca, se subió a la escalera coja y con una vara oblicua fue haciendo

tabula rasa con hileras de obras que agitaban sus páginas y desparramaban sus

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ácaros al chocar contra el piso de mosaicos. Entre ellas se encontraba una gema

absoluta, el Opus Licántropum de Dioscórides el joven, pero la mirada de

Voynich cayó sobre un volumen en cuarto bastante pequeño (apenas medía 15

centímetros por 27) que había quedado a un costado, como si buscara separarse.

El visitante capturó el ejemplar y, para disimular su ansiedad, le quitó polvo y

pelusas con un trapo mientras aprovechaba para realizar un rápido examen de su

estado. Apenas abierto, el libro denunciaba que le habían sido desgajadas,

arrancadas, 28 páginas del comienzo. Sus páginas eran –son- de vitela (una

especie de pergamino hecho de cuero de cordero muy trabajado y muy fino). Lo

primero que llamó la atención de Voynich fue la vivacidad que mantenía la tinta

de color en un texto a todas luces antiguo. También era admirable la cantidad y

variedad de ilustraciones. Había plantas y figuras humanas, sobre todo de ninfas

o de mujeres. Desnudas. Mujeres con y sin coronas, que se bañan en lagos de

tinta, en arroyos y montañas y fuentes, conectadas a cosas que parecen caños o

intestinos o tubos, ligadas a arabescos o estrellas, a esferas y diagramas celestes.

El librero pensó que esa obra podría ser del agrado de un par de clientes y, en

plan de regateo, disfrazó su interés haciendo una oferta general bajísima; para su

indignación, el padre Mario la aceptó de inmediato.

Voynich aprovechó el viaje de regreso a Londres para considerar con calma su

adquisición. Lo que tenía entre manos era un manual medieval de alquimia o de

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magia, o al menos así lo dedujo al cotejarlo de memoria con un manuscrito

bizantino del siglo IX que observara en el Museo Británico. Aunque técnica,

herramientas y materiales utilizados resultaban bastante diferentes, la pieza en su

poder contenía el dibujo (casi idéntico) de una ninfa en el interior de un círculo

con signos del zodíaco. Debía tratarse de una simple coincidencia, porque lo más

probable era que su manuscrito hubiese sido compuesto con posterioridad al fin

del primer milenio: al menos la caligrafía era propia de la ‘cursiva humanista’, un

estilo surgido en Florencia a fines del siglo XIV y que, por sus características

claras, ligeras y legibles, suponía una reacción contra el gótico angular de la Baja

Edad Media. Precisando un poco más el lapso, esa escritura podía compararse

con abreviaturas latinas de uso corriente durante el período, que incluso en el

presente se utilizan en las recetas de los médicos. Ciertas letras, por ejemplo,

compartían el rasgo de esa estenografía, de alguna forma primitiva de numeral

arábigo, y al mismo tiempo evocaban símbolos alquímicos o astrológicos

corrientes. Incluso (el cerco se cerraba) los tocados de las figuras femeninas

ilustraban el sistema de la moda imperante entre 1480 y 1520. Hasta aquí las

certezas: luego, se terminaba la facilidad inicial y se entraba en zona de

dificultades. Y eso, para Voynich, no dejaba de ser estimulante. Que a un libro

que cargaba con (al menos) cuatro siglos le faltaran algunas páginas, vaya y pase.

Pero el ejemplar tampoco tenía título en la portada –como si el autor hubiera

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preferido mantener al mismo tiempo anónimas su persona y su obra-, y no estaba

organizado, como es usual en los trabajos de mediana extensión, en secciones y

capítulos. En rigor, eran sus ilustraciones las que parecían dividirlo en cinco

partes (Herborística, Astronómica, Biológica, Farmacéutica y Recetario),

aunque ese orden bien podía resultar aparente, debido a que el manuscrito estaba

escrito en idioma y con caracteres desconocidos. Una última observación, hecha

por el librero cuando el tren entraba a la estación Terminal: no hacía falta ser un

experto en botánica para darse cuenta de que la mayoría de las plantas

correspondían a especies inexistentes.

Ya en su librería, Voynich tomó fotografías de cada una de las páginas del

manuscrito y envió las copias a especialistas de su amistad. Entre ellos se

destacaban el paleógrafo H. Omont, de la Biblioteca Nacional de Paris; George

Fabyan de los Laboratorios Riverbank, y el cardenal Gasquet, conservador de los

Archivos Vaticanos.

A poco, fue recibiendo respuestas. El manuscrito no aparecía en ningún catálogo,

ni se lo mencionaba en antología alguna ni en enciclopedias de libros raros.

Tampoco aparecía en De inventoribus rerum de Virgilio Polidoro. Los

criptógrafos y lingüistas querían saber si aquellas imágenes proponían una broma

estúpida y costosa o revelaban la existencia de una nueva lengua. Aunque la más

elemental medición del comportamiento azaroso de sus agrupaciones de signos

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era baja, menor que en la mayor parte de los lenguajes humanos (excepto los

hablados en la Polinesia), nadie acertaba a descifrar su estructura y sentido, sus

reglas de funcionamiento. Lo curioso, le decían, era que las grafías (los glifos)

del manuscrito –no más de veinte o treinta- podían admitirse como letras latinas y

números romanos reconocibles, aunque también se encontraban signos

desconocidos como una especie de doble “t” unida en su extremo superior por un

lazo simple y en ocasiones doble, y caracteres inventados, y signos que se

asemejaban ligeramente a los de interrogación y exclamación, y otros que se

parecían a algunas letras griegas pero que, debido a las irregularidades del pincel,

y contemplados de manera oblicua, de pronto tendían a confundirse con algunas

consonantes del alfabeto hebreo...De todos modos, el texto seguía bastante

rigurosamente la Ley de Zipf, esto es, que las palabras se repetían en relación

inversamente proporcional a su longitud, lo que permitía alentar la sospecha de

que el lenguaje empleado repetía los patrones de habla que estructuran la mayor

parte de las lenguas naturales, en alguna de las cuales podía entonces basarse.

Asimismo, el texto poseía un estilo fluido, lo que reforzaba la impresión de que el

escriba entendía lo que estaba haciendo y no necesitaba reflexionar antes de

emprender el trazo de cada letra.

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El misterio es como el poder: un agujero al que se precipitan tanto los sabios

como los idiotas que quieren ser útiles a la humanidad. Aunque Voynich había

solicitado discreción a sus corresponsales, las fotografías del manuscrito

recorrieron el mundo en busca de su interpretación. En 1918, un juego de copias

del ejemplar del manuscrito (ya bautizado con el nombre de su descubridor) llegó

a las oficinas de la sección Criptología de la División de Inteligencia Militar

americana y cayó en manos de uno de sus especialistas, el capitán John M.

Manly, famoso por haber descifrado un código de 424 letras que escondía la

identidad de un agente secreto alemán. Durante meses Manly y sus colegas se

ocuparon del asunto, que se había convertido en algo semejante a una cuestión de

Estado: varios departamentos científicos de distintos países competían por la

primacía de su develamiento, pero la batalla de sus respectivas luminarias no

arrojó resultados apreciables. También entraron a tallar en el asunto los

botánicos, herboristas y astrónomos de cinco continentes. El abanico de

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posibilidades abarcaba desde la sospecha de que el libro era un mapa de las

constelaciones celestes, escrito por un sobreviviente devoto de antiguas sectas

druídicas, hasta un modesto catálogo de semillas africanas.

Entre esa pléyade de investigadores, el profesor William Romaine Newbold

pareció de los más dispuestos a hacer historia. Decano de la Universidad de

Pennsylvania, criptógrafo y lingüista y especialista en filosofía e historia

medieval, autor de A Prolegomena to a Theory of Belief y estudioso de la pintura

flamenca, anunció que, tras examinar a fondo la copia más fidedigna existente en

el mercado, había descubierto que existía un texto microscópico dentro de cada

una de las letras del Manuscrito. Cada una de esas letras mayores era una cáscara

muerta, el cadáver de un insecto, la parte hueca de un sentido hipotético cuya

articulación incomprensible con otras letras semejantes sólo servía para capturar

la atención de los ignorantes y ocultar el hervor de los mensajes que en su interior

rebosaban como larvas…Y avisó además que, utilizando técnicas de su

invención, había logrado reducir aquellas prosas minúsculas a una clave de 17

letras romanas que permitían realizar seis traducciones diferentes, engarzadas

unas con las otras, en progresivo nivel de dificultad, hasta llegar a un séptimo

sentido, resultante de la combinación de todos los anteriores: el anagrama que

permitiría el acceso a la clave final, escrita en latín.

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Luego de estas manifestaciones contundentes, Newbold se tomó su año sabático,

que aprovechó para encerrarse en su domicilio, provisto de lupas aún más

potentes. Finalmente, en abril de 1921, convocó a una reunión de la Sociedad

Filosófica de Filadelfia y anunció sus primeras conclusiones.

- La obra –dijo- debe atribuirse a Roger Bacon, el Doctor Mirabilis.

No hubo asistente que dejara de preguntarse cómo la solución al enigma no se le

había ocurrido a él, antes.

Roger Bacon (1214-1294): filósofo, científico, matemático y teólogo inglés,

perteneciente a la orden de los franciscanos. En su Opus Maius se ocupó de las

posiciones y tamaños de los planetas y anticipó invenciones posteriores,

pertenecientes al campo de la óptica, el vuelo y la navegación. Se le atribuye la

autoría del Speculum Alchemiae y la difusión en Occidente de la alquimia

arábiga, motivo por el cuál durante catorce años padeció encierro en una celda

solitaria del monasterio de Ancona, hasta que obtuvo la protección de Clemente

IV. Semejantes condiciones, aseguró Newbold, explicaban las causas por las que

Bacon había recurrido a un sistema en clave y se había amparado en el

anonimato. En plena guerra de franciscanos con dominicos, cualquier novedad de

carácter científico que hubiese querido revelar le habría valido un regreso al

confinamiento. Así, el Manuscrito Voynich era una versión abreviadísima o

preliminar de su Opus Maius, transcripta en un código que sólo conocían él y el

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Papa, quien de tal forma se beneficiaba de los conocimientos del monje sin

levantar olas en el seno de la Iglesia. Bacon, afirmó Newbold, además de haber

inventado la lupa, había llegado a construir un microscopio: las ilustraciones

pretendidamente cosmológicas del Voynich eran en realidad las primeras

presentaciones de gametos, óvulos, espermatozoides y de vida orgánica en

general que conoció la humanidad.

Finalizada la conferencia y difundidas las conclusiones de Newbold, el asunto

pareció convertirse en cosa juzgada. El propio mayor (retirado) John M. Manly

admitió como ciertas sus afirmaciones, y hasta el célebre escritor anglo-hindú

Rudyard Kipling le dedicó un cuento al tema (El ojo de Alá).

En pleno 1928, un psicólogo desconocido, el doctor Roland Grubb Kent, lanzó

La clave de Bacon, un libro que abrevaba devotamente en la hipótesis de

Newbold. Esa limitación parecía condenarlo al olvido. Sin embargo, poco antes

del fin de año, la revista Speculum publicó una entrevista exclusiva a Manly, en

la que éste se permitía deslizar ciertas dudas respecto de las conclusiones de

Grubb Kent -lo que podía entenderse como un ataque apenas disimulado contra

Newbold. ¿Celos, envidia retrospectiva? En el curso del reportaje, además,

Manly soltaba una frase filosa: “El profesor Newbold funda su reputación y

construye su autoridad acerca del Manuscrito mediante el simple expediente de

proponernos un autor. A los verdaderos estudiosos, en cambio, no nos importa un

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libro por adoración del nombre del que lo escribió sino por interés en su

contenido. Y al respecto, Newbold ha preferido mantenernos prácticamente en

ayunas. ¿O en verdad estamos dispuestos a creer que el Voynich es un libro de

ciencia escrito para beneficio exclusivo de un augusto corresponsal romano?

Más allá del evidente anacronismo que supone imaginar a un filósofo capaz de

escribir en una lengua (ya sea natural o artificial) que (todo así lo indica) se

inventó luego de su muerte, lo que falla es la lógica del razonamiento.

En beneficio del principio de la duda, aceptemos por un momento la descabellada

hipótesis de que fue efectivamente el franciscano Bacon quien, para librarse de

otra década de prisiones, redactó la sinopsis de la obra en un lenguaje aún hoy

indescifrable. Pero, ¿por qué demonios se atrevió luego a publicar el Opus Maius,

su completa versión latina? ¿Para convocar sobre sí el riesgo que el cifrado

pretendía conjurar? La conclusión de Newbold es absurda y redundante.”

En su deseo de armar polémicas, el periodismo sensacionalista corrió en

búsqueda de Newbold, pero su rastro parecía haberse perdido. Una mujer, una ex

esposa y un hijo soltaron algunas pistas. En los últimos años, el profesor bebía

para olvidar lo que sabía. En los últimos meses, en los bares cercanos a las

estaciones de tren, contaba a quien quisiera escucharlo que en un libro viejo y

roto había encontrado una descripción extraordinaria del funcionamiento de la

mente humana y de sus fuentes de energía, situadas en la parte superior de la

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cabeza. Hablaba de ‘voluciclos’ y ‘conjuntos sonomedulares’. En la semana

previa a su desaparición, Newbold se había presentado ante el fiscal auxiliar de

un barrio periférico de Oklahoma para denunciar que lo perseguían hombres de

negro. Luego de una tormenta eléctrica, se encontró un cadáver calcinado bajo

una acacia florecida. Los médicos forenses determinaron que el cuerpo había

capturado la descarga del rayo, librando al árbol de cualquier contingencia. A un

metro del difunto, apretados contra la tierra oscura por una piedra blanca, había

unos papeles escritos en una lengua desconocida. La novata ‘Agrupación en

Defensa de la Tesis Newboldiana’ infirió que el muerto era su numen, que habría

preferido preservar al mundo de su conocimiento y pasar directamente a un

estado o forma superior de la energía.

Tras la ceremonia del adiós, los deudos se abstuvieron de entregar esos papeles al

dictamen de un erudito en particular y se limitaron a publicarlos. Cualquier lector

que quiera analizar los preliminares del caso puede hojear La verdad acerca del

Manuscrito Voynich, que (en edición sin pie de imprenta) aún puede encontrarse

en algunas librerías de saldos. Carentes de cualquier criterio de organización de

sus materiales, esas páginas son sólo un rejunte de versiones, de versiones de

versiones, de bocetos comparativos de estructuras de lenguas aplicados no se

sabe a qué zonas, secciones o fragmentos en particular del Manuscrito. Peor aún,

a los herederos se les habría pasado por alto hasta lo evidente, no obstante

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haberlo incluido en su selección: en la reproducción facsímil de una de esas

páginas escritas en letra nerviosa (como si hubiera recibido la revelación en

medio de un ataque de epilepsia o en un alto en su fuga), Newbold anuncia que la

reciente aparición maravillosa y sorpresiva de “la cosa misma” (sea esto lo que

fuere) había abolido la necesidad de una prueba más fundada y le había permitido

renovar su fe en que la obra sin título y el autor sin firma se correspondían con el

Opus Maius de Roger Bacon.

Con la constancia que proporciona el cultivo de un venerable encono antiguo,

meses más tarde Manly decretó que las aseveraciones póstumas de Newbold eran

puros disparates 1.

1 “…Newbold llega rápido a sus límites como traductor y confunde esos límites con la Tierra Prometida (…) ¿Cómo es posible que creyera que un manuscrito que contiene más de cuarenta mil palabras perfectamente construidas como tales (aunque incomprensibles), admite una sola traducción (aunque fuese la del hipotético resumen del resplandeciente Opus Maius)? ¿Cómo se le pudo pasar por la cabeza que la suya era la única versión correcta? (…) Si la permutación de letras fue uno de los pasatiempos más usuales del Medioevo y, por ejemplo, con las 31 letras del Ave María, gratia plena, Dominus tecum, San Ambrosio creó mil quinientos pentámetros y el mismo número de hexámetros, ¿por qué, de manera similar, Newbold se privó de experimentar una especie de explosión interpretativa exponencialmente infinita? (…) Newbold deseaba que algo ocurriese, y por lo tanto decidió que eso forzosamente había ocurrido. Pero el pensamiento científico... (…) La nueva generación de implementos ópticos ha vuelto claro y distinto lo que hasta hace un par de años antes era confuso y ambiguo. Ahora, donde Newbold creyó encontrar una escritura recóndita, subterránea, escondida bajo una caprichosa acumulación de grafías mayores, vemos que sólo existen pequeñas líneas y garabatos determinados por las desfiguraciones de la tinta debidas a las rajaduras y daños que el tiempo infligió a la vitela (…) cuando el pigmento se secó, las variaciones del depósito sedimentario y el agrietamiento produjeron el fenómeno que el profesor Newbold interpretó como los elementos microscópicos de los trazos (…) en lugar de redescubrir un sistema de encriptamiento largo tiempo olvidado, Newbold creó un procedimiento tan flexible y abierto a tantas falsas interpretaciones que le permitía crear cualquier resultado que deseara (…) lo que obtuvo no es un mensaje cifrado por un erudito del siglo XIII (…) No seamos demasiado crueles con el pobre Newbold, que en el fondo no fue sino una víctima de su propio e intenso entusiasmo y de su cultivado e ingenioso subconsciente, capaz de hallar cosas o fantasmas donde no los hay. Como, por ejemplo, una calavera tramada en el piso de mosaicos del cuadro Los embajadores de Hans Holbein” (Speculum. Año III, Nº 4 -especial abril-diciembre- pgs. 28-32).

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A cambio de estimular las indagaciones sobre el Manuscrito, la intervención de

Manly pareció aniquilar el interés de especialistas y de curiosos y aficionados. El

enigma se volvió olvido, lo que perjudicó seriamente los intereses de Wilfryd

Michal Habdank-Wojnicz/Voynich, que murió en 1930 sin haber conseguido que

nadie pagara por su posesión lo que él creía que valía. El libro pasó a manos de

su viuda, Ethel, quien pareció desinteresarse de los asuntos que apasionaron a su

marido. Sin embargo, en 1945, y cuando nada anticipaba que volveríamos a

enterarnos del asunto, el doctor Leonell C. Strong, investigador de cáncer y otras

proliferaciones, anunció que estaba en condiciones de establecer que la autoría

del Manuscrito correspondía a un personaje al que la historia bautizó

alternativamente como Anthony o Roger Ascham (1515-1568), humanista inglés,

instructor de “La reina virgen” Isabel I y de su descendencia, y autor de

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Toxophilus, manual que defendía melancólicamente la práctica del tiro con arco y

flecha. Como Ascham también frecuentara la medicina, Strong dedujo que había

escrito el libro en clave para camuflar su invención de los anticonceptivos, que

tan radicalmente se oponían al plan oficial de la creación (Génesis: 22); además,

el oncólogo relacionó directamente las actividades criptológicas del tutor real con

los procedimientos de encriptamiento a los que recurrió el autor secreto de las

obras de William Shakespeare.2

2? Ciertos críticos heterodoxos para quienes las series literarias arman genealogías, definen a la influencia principal de un autor como “el autor del autor”. Consecuentemente, no es extraño que Strong le atribuyera este rol a Ascham, que educó y sin duda influyó sobre el fruto de los amores clandestinos de Isabel I con Lord Leicester: nos referimos a otro Bacon, Francis. En The Shakespeare Code, la señora Virginia M. Fellows afirma que el bastardo de la “Reina Virgen” encubrió su genio literario recurriendo a un prestanombres, William Shaksper o Shastpur o Shaxper o Shakespeare -un empresario y actor analfabeto e hijo de padres analfabetos-, para difundir un relato cifrado acerca de su biografía, los misterios de su origen y los secretos sentimentales y sexuales de la corte isabelina. Ese pequeño relato familiar y social sería la trama secreta que se encontraría magistralmente diseminada a lo largo de toda la serie de obras del falso Bardo: el corpus shakesperiano. Por supuesto, parece absurdo que alguien conciba un orbe estético y su poblada multitud de personajes que –según el profesor Harold Bloom-, expresan en su máxima dimensión las complejidades del alma humana, básicamente para revelar las intrigas de alcoba de sus progenitores. Es como imaginar que una montaña se raja al medio sólo para abrirle paso a un ratón. De todos modos, más allá del flagrante problema de perspectiva que aqueja a la Fellows, resulta interesante advertir su redescubrimiento de los aportes del doctor Orville Owen al develamiento más amplio de estas cuestiones…A fines del siglo XIX, el doctor Owen –cuyos trabajos seguramente conocía Strong- se aplicó a estudiar escrupulosamente lo que para entonces ya era la Obra Inmortal del Gran Dramaturgo Oficial de Gran Bretaña. A partir de la centésima revisión, el improvisado especialista empezó a detectar con horror creciente una serie de repeticiones, anacronismos y pretericiones incomprensibles en esa colección de piezas teatrales y poéticas que reputaba insuperables, por lo que estimó que tales máculas indicaban, no sencillas falencias atribuibles a errores de trascripción o meros descuidos propios de una escritura en vuelo, sino un acto de suprema deliberación de su deificado autor: un sentido distinto. Inspirándose en el famoso pasaje de Troilo y Cresida (“Comienza justamente en la mitad, y parte de allí para recoger en el camino todos los acontecimientos que pueden constituir los elementos de la trama”), encontró que ciertas palabras clave tales como “reputación”, “fortuna”, “honor”, “tiempo” y “naturaleza”, marcaban determinados pasajes hacia una historia codificada. Armado de paciencia, mandó copiar y clasificar esos pasajes de acuerdo al contenido y las palabras claves. El resultado llenó cinco libros (Sir Francis Bacon’s Cipher Store, Howard Publishing Company), y básicamente prueba lo que afirma la señora Fellows, esto es: la presencia intelectual dominante de Ascham en la vida y obra de Francis Bacon, la falsedad del iletrado Shakespeare como autor. Pero el núcleo, el nudo de su aporte y lo que lo destaca entre los especialistas en literatura inglesa, es una maquinaria mecánica de su invención, una especie de proto-tanque de 180 kilos de peso, inspirada en el siguiente párrafo baconiano (shakesperiano): “la forma más fácil de continuar con la labor es tomar un cuchillo y cortar todos nuestros libros en pedazos, y colocar las hojas en una rueda firme que gire y gire”. Aunque la combinatoria era rústica, manual, la máquina –que prefigura la de Babbage (véase luego nota 4), que prefigura la era computacional- funcionaba sólo con trozos escogidos del Bardo Bifronte, dando lugar a una especie de diálogo entre el Autor y un Hombre del Futuro, el único capaz de adentrarse en el mensaje oculto del texto.

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¡Ascham, autor del Voynich! ¡Su Manuscrito, modelo literario que adoptó

“Shakespeare”! La comunicación de Strong levantó polvareda. Apretado por

críticos que exigían pruebas de sus afirmaciones y traducciones inmediatas de, al

menos, una página del Manuscrito, el especialista avisó que se encontraba en esa

parte de la tarea y prometió mayores precisiones en un futuro inmediato. Incluso,

en el curso de una entrevista radiofónica para el programa La Voz Libre de

Illinois, confió al periodista: “Estoy avanzando a paso firme mediante la

aplicación de un sistema criptográfico que emplea un doble método inverso de

progresiones aritméticas basadas en un alfabeto múltiple”. Infelizmente, un

accidente ocurrido en el Golfo de México lo suprimió justo cuando volaba

dispuesto a dilucidar todos los puntos oscuros en una conferencia magistral que

dictaría en la Sociedad de Criptografía Avanzada de Burmington, Wichita.

En esa catástrofe muchos creyeron ver la mano extensa de John M. Manly (a

quien habrían ayudado sus contactos con el espionaje y la Fuerza Aérea

Americana). Y aunque no se encontraron pruebas de su participación en el

En este punto, y si a la hipótesis de autoría de Bacon se suma la aceptación del influjo del tutor real, se vuelve imprescindible señalar la urgencia de una indagación más profunda y que de cuenta tanto de los motivos por los cuales Ascham habría transmitido –de manera incompleta, cifrada, caprichosa o perversa- el método mediante el cuál fue capaz de pergeñar el Manuscrito Voynich, como en las razones por las que su mejor alumno a la vez exaltó y degradó esos procedimientos compositivos para contar una biografía personal y un relato de época*. Tampoco sería ocioso estudiar la prodigiosa fertilidad del discípulo, dado que a Bacon, además de los trabajos de William Shakespeare, se le atribuyen los de Robert Greene, George Peel, las obras de teatro de Christopher Marlowe, el Shepherd’s Calendar, todos los afanes de Edmund Spenser y la dilatada Anatomía de la melancolía de Richard Burton, sin contar, por supuesto, a los escritos que concedió firmar como propios.

*Cabe aclarar que, aplicados al examen del Manuscrito Voynich, y a diferencia de los textos dramáticos citados, ni el proto-tanque ni, conjeturalmente, la máquina de Babbage, darían por resultado páginas legibles.

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Page 21: El Caso Voynich

siniestro, el mayor quedó tan salpicado por las sospechas que optó por apartarse

de la escena y dejar en manos de su dilecto discípulo y colaborador, el capitán

William F. Friedman –responsable del manejo del ordenador R.C.A. 301-, la

difusión de sus opiniones acerca del Manuscrito.

Durante un tiempo, el dolicocéfalo, achaparrado y patizambo Friedman se

mostró más idóneo para destruir las aproximaciones ajenas que para pergeñar una

explicación suficiente acerca de los posibles métodos de desciframiento del

Manuscrito Voynich. Pero luego logró reducir el voynichés a una serie de

símbolos pasibles de ser tratados por tabuladoras, y al hacerlo creyó descubrir

que las palabras y las frases que surcan las páginas del libro se repetían con una

continuidad asombrosa: como si hubiera sido escrito por un hablante que apenas

alcanzó el nivel de desarrollo propio de los cuatro años de edad, o como si

constituyera una lengua artificial distinta del lenguaje normal. Distinta al punto

de que su emisión verbal sólo podría pensarse como posible para aparatos de

fonación que, desde el punto de vista anatómico y morfológico, resultan

radicalmente diferentes a los del género humano.

Por fin, tras una serie de piruetas intelectuales, Friedman concluyó que el texto

no estaba cifrado y que, más allá de toda especulación previa, su pobreza

lingüística se explicaba por el propósito del objeto: el Manuscrito Voynich era un

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herbario fantástico, un género poco transitado pero en el fondo característico de

la Edad Media.

Debido a su crasa razonabilidad, las conclusiones de Friedman no despertaron el

menor entusiasmo. Entre la multitud de voynichistas hubo quienes insistieron en

que el texto estaba escrito en ucraniano, quienes afirmaron que sus autores habían

sido derviches giróvagos, ófitas, animistas tibetanos, representantes de

civilizaciones avanzadas o perdidas, surgidas del interior volcánico de la tierra o

del magma helado de los polos, de planetas poblados de otras galaxias…

En cualquier caso, tras la intervención de Friedman, el pico de interés acerca del

manuscrito decreció, y en 1960, luego del fallecimiento de Ethel Boole viuda de

Wojnicz/Voynich, sus albaceas subastaron el Manuscrito. El descrédito en que

había caído todo el asunto permitió que un emprendedor alemán, el ex bolsista

Hans P. Kraut, adquiriera el ejemplar por una cifra ridícula.

Kraut -un joven impetuoso y astuto, de orígenes bajos y formación escasa-

combinaba la vocación rastrera por los negocios junto con la obstinación por

enaltecerse en el trato con sus propiedades. Así, pensó que conocer las

potencialidades del libro (es decir, su valor de venta en un buen momento del

mercado) implicaba necesariamente abocarse a la investigación de su origen, el

contexto de la época en que se realizó, sus sentidos reales y figurados. y el

motivo por el cuál alguien había decidido crearlo.

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¿Era el Manuscrito Voynich una imagines mundi, otro de los tantos intentos por

crear una lengua universal, o se trataba de una simple broma de estudiantes?

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Naturalmente, si Kraut hubiese sido un estudioso, tras un par de décadas de

inmersión en el asunto habría concluido por expeler un libro a titularse: Motivos

y modos de composición de las lenguas artificiales, desde el siglo XIII y hasta la

fecha probable de redacción del Manuscrito Voynich. En cambio, su interés era

de orden práctico; además, la variedad y complejidad de las operaciones

comerciales que llevaba adelante le impedían dedicarse en plenitud a cuestión

alguna (y mucho menos a la escritura de un ensayo académico).

No obstante esas limitaciones, con el auxilio de algunos libros de divulgación y la

guía de un par de amigos sostenidos por la solidaria convicción de que los

hebreos son los reyes del engaño y los creadores de la lengua originaria de la

humanidad, Kraut se hizo de un tiempo para estudiar la Cábala. En principio,

24

Page 25: El Caso Voynich

para atravesarlo todo a vuelo de pájaro y llegar directo al objeto de su interés,

prescindió de la conversión indispensable, de los tefilim, los baños rituales, la

mesura, la presbicia, el crecimiento de las patillas laxas y de la nariz ganchuda,

las inclinaciones de cabeza y los tironeos de barba, y se arrojó de lleno a la

lectura del Libro Sagrado: La Tora impresa que oculta la Torá eterna, escrita en

fuego negro sobre fuego blanco, anterior a la creación y entregada por Dios a los

ángeles3.

En resumen. Kraut leyó el Zohar, curioseó en el interior de algunos templos, se

extravió en especulaciones sobre el En Sof y Las Sefirot, y por un instante creyó

que, cumpliendo los preceptos, podría intervenir en el mundo divino para

restaurarlo a su situación anterior al pecado de Adán. Claro que todas estas

fantasías no lo acercaban ni un punto al misterio del Manuscrito… El necesitaba,

por decirlo así, una iniciación de orden más técnico.

Tomando nuevo impulso, se adentró en los métodos de interpretación de los

cabalistas (Notaricón, gematrya y temurá), aprendió el rudimentario arte del

acróstico, que permite formar palabras con las iniciales de una serie de palabras,

se volvió experto en investigar las relaciones que se producen entre las cosas o

ideas designadas por las palabras, compuestas de letras cuyo valor numérico es

diferente, y que sumadas producen nuevas cadenas de significados (Jehová-

3 Según enseña Maimónides, existe una Tora aún anterior, ni siquiera escrita, que contiene una serie de letras no unidas todavía en palabras. En Los orígenes de la Cábala, Gerschom Scholem le dedica un capítulo al análisis del Manuscrito Voynich como versión goym de la Torá primigenia.

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Page 26: El Caso Voynich

YHVH suma 72, por lo que Dios tendrá 72 Nombres, etcétera). No por ser

conocidas, estas cuestiones dejaron de turbar su ánimo. ¡El alfabeto mismo podía

ser así un voynichés en perpetua transformación! Con la simplicidad que lo

caracterizaba, comentó a un amigo: “Lo que leo me está rompiendo la cabeza”. A

lo que su amigo, un estudioso del zen, le contestó: “Si me la das yo te la arreglo”.

No resulta entonces casual que, justo en ese momento de oscilación de sus

brújulas culturales, Kraut se cruzara con la obra de Abraham Abulafia (1240-

1291).

En el presente, los escritos de este rabí que inventó o descubrió una lectura

extática de la Cábala juntan mugre en las pocas bibliotecas que aún los

conservan. Pero en aquel momento luminoso acaecido hace apenas unas décadas,

Kraut -transido de emoción por la serie de emociones heterogéneas que

calentaban su alma de aprendiz reciente-concibió el propósito de estudiar a fondo

la vida y el pensamiento de aquel hombre santo; ser él, si era necesario, por

segunda vez y desde el inicio. Como es lógico, en un mundo donde se entrenaba

a perras soviéticas para subirse a cohetes que girarían alrededor de la Luna,

resultaba un tanto ilusorio que un berlinés de clase media intentara convertirse en

un medieval judío de Zaragoza obnubilado por lecturas literales de su Libro

Sagrado, por lo que esa intención totalizadora duró menos que un suspiro. Sin

embargo, el entusiasmo lo inspiró a emprender tareas de mayor utilidad.

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Page 27: El Caso Voynich

Aprendió hebreo. En menos de un año recitaba de memoria la Kabbalah Nevu ´it

y la Kabbalah ha-Shemot, obras que le permitieron enterarse de que letras y

formas del alfabeto hebreo constituyen entidades simbólicas que encierran un

mundo de arquetipos, principios e ideas de orden universal que han de ser

descifrados y tenidos por vehículos de conocimiento y como objetos de estudio y

meditación que debe abordar el cabalista para la realización de su proceso de

elevación interior,

Ahora bien, ¿por qué se detuvo Kraut (un Kraut algo más encorvado y

consumido que el primigenio) en Abulaham Abralafia? ¿Por qué, siguiéndolo,

creyó que mediante el éxtasis profético proporcionado por las combinaciones de

palabras podía unir su intelecto humano con el divino? ¿Fue porque imaginó que

era el autor material de su Voynich, libro entendido entonces como la revelación

final de todos y cada uno de los Nombres de Dios? No. Lo que le pareció

descubrir fue que en el sistema de Abulafia (o en sus intuiciones para acceder al

encuentro con el Intelecto Agente) aparecía la clave del método de redacción del

Manuscrito. Y esto por el siguiente motivo: los pietistas judíos habían detallado

sistemas complejos que podían utilizarse para comprender los significados de la

Torah; no obstante, esos sistemas establecían una relación inmodificable entre las

estructuras numéricas de las oraciones y sus contrapartes bíblicas; incluso, para

ciertas sectas heterodoxas como los cabalistas teosóficos (influidos por los

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Page 28: El Caso Voynich

sufíes), el significado literal de la Torah quedaba preservado puesto que el orden

de las letras permanecía intacto. En cambio, Abulafia leyó el alfabeto hebreo y la

Torah como un niño juega con los cubos de letras que la madre pone a su alcance

para que distinga las formas y, dándole sentido a las diferencias, aprenda a leer.

Abulafia consideró que la experiencia mística ocurre cuando se altera el orden

del texto. Y al afirmar eso, al destruir la certeza de la interpretación inmóvil, que

congela al espíritu creador en el pasado, colocó a Dios en un presente continuo,

de modo que su espíritu sopló de nuevo, invocado por cada uno de sus

interpretadores. Con Abulafia, el mundo se recreó y Dios, que se encuentra en un

trabajo de recombinación absoluta de los órdenes del Universo, Dios, que escribe

un libro sagrado distinto para cada lector, apareció en esa lectura. (Claro que el

Manuscrito Voynich está, como la Torah, escrito en una lengua que no

conocemos... El sentido ha estallado en esa lengua ignota, pero eso sólo porque

aún no hemos dado con la clave de su interpretación).

¿Qué hace, entonces, Abulafia...?. Al colocar a la palabra (y a cada letra) más allá

de la red de relaciones gramaticales, al llegar a la esencia íntima, corpuscular, de

la oración, funda una forma de la poesía: la letra es ya un nombre divino.

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Page 29: El Caso Voynich

Pasó un año, pasaron dos, tres, cinco, diez. Kraut siguió, insistió en la lectura de

Abulafia. Con él, y basándose en la naturaleza abstracta e incorpórea de la

escritura (es decir, en las letras infinitas del alfabeto hebreo), creyó que había

alcanzado un objeto absoluto de meditación que era, por supuesto, el Nombre de

Dios, a través del cuál todo adquiría significado, incluso el Manuscrito Voynich.

Así que escribió esas letras del Nombre, las recitó; cantó las consonantes con sus

vocales haciéndose acompañar por instrumentos (la primera cuerda es

comparable con la primera letra, y así sucesivamente), tomó cada letra y la

vocalizó con una larga respiración, mientras movía la cabeza de modo que cada

movimiento reprodujera la forma material de la vocal. Cuando la vocal era

alargada, Kraut estiraba la cabeza hacia el cielo, cerraba los ojos y abría la boca

para que los sonidos resplandecieran, mientras que su ojo interior se centraba en

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Page 30: El Caso Voynich

la contemplación de su propia estructura interna, para de allí elevarse a la

combinación mental de los nombres divinos.

Así, alcanzadas las tres capas de su meditación (pronunciación, escritura y

pensamiento), convencido de que había llegado lo más lejos posible en términos

de lógica mística, se sentó a esperar. Y esperó, y esperó, y esperó, pero, aunque

se sentía preparado para recibir la corriente de fuerza divina fluyendo en su

interior, al cabo de todo ese tiempo tuvo que aceptar que, si bien el esfuerzo lo

había transformado, aquello que aguardaba –el vértigo de las combinaciones

infinitas sucediéndose hasta la revelación verdadera-…eso a él le no ocurriría.

¡Eran otros aquellos para los que Abulafia había escrito: “Una vez combinadas

letras pequeñas con letras grandes, invertidas y permutadas hasta que tu corazón

entró en calor a través de las combinaciones, verás que puedes percibir cosas

nuevas que no podrías conocer por tradición ni por ti mismo. Eso significa que

estás preparado para recibir la corriente de fuerza divina que fluye hacia ti”!.

En un arrebato de ira quemó las obras del maestro jasídico que había recolectado

en esos años de admiración estéril. Su vida estaba destruida, sus negocios se

encontraban al borde de la quiebra. Sin embargo, al fin del camino, el Manuscrito

Voynich lo seguía esperando. Con un efecto de resplandor silente, su enigma

continuaba pidiendo por una solución.

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Page 31: El Caso Voynich

Tras la devastación que produjo el encuentro con la obra de un genio, Kraut tuvo

la suerte de encontrarse con los trabajos del catalán Raimundo Lulio -Ramón Lull

(1232?- 1316), que le resultaron una especie de antídoto y una medicina.

Comparado con la alta cumbre representada por Abulafia, que además de ser su

antítesis religiosa era su coetáneo y su vecino de provincias, Lull sólo tenía un

talento discreto, que aplicó durante toda su vida al propósito de evitar que la

difusión del arte combinatorio abulafiano diera por resultado una ruleta de

teologías posibles. De hecho, al proscribir en sus libros el contenido esencial del

cabalismo extático o profético, obró como una anticipación de los fastos

inquisitoriales, atribuyendo carácter demoníaco a la serie de técnicas y ejercicios

rituales, a la visualización de diagramas simbólico-geométricos y a la invocación

de los nombres divinos a un tiempo, tono y ritmos reglados. Para Lull, las letras

que el místico judío combinaba no eran los mismos sonidos mediante los cuales

Dios creó al mundo, sino una jerga infecta.

¿Por qué le interesó Lulio a Hans P. Kraut? ¿Qué era, quién había sido Lulio?

Otro religioso chiflado, naturalmente. Si no hubiese sido así, Kraut ni siquiera se

habría molestado en estudiarlo. Pero el pathos de Lulio coincidía plenamente con

las caracterizaciones que la mayoría de los investigadores se había hecho acerca

de los posibles autores del Manuscrito Voynich - y por lo tanto del libro como

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Page 32: El Caso Voynich

una obra que condensa lujuriosamente el rigor, el enigma, el derroche y el

éxtasis.

En principio, reconoció Kraut, tanto Lulio como Abulafia pudieron haber sido

fuentes de inspiración para el autor material del texto.

Lulio –era evidente- había seguido a Abulafia, había padecido el horror de

saberse la sombra de ese otro, y por lo tanto había tratado de torcer el rumbo de

sus intereses, de cambiar su determinación, hasta el punto de que su intento no

había logrado otra cosa que exaltar la figura de su odiado maestro. Mientras

Abulafia buscó libremente la iluminación propia y la de todos, Lulio,

ortodoxamente, se resignó a intentar la conversión universal a los contenidos de

una fe prefijada. ¿Quién fue Lulio? Un pobre infeliz que inventó una máquina

lógica capaz de producir el sistema de lengua filosófica idóneo para predicar las

verdades de la religión católica a los sarracenos y toda clase de infieles (Es decir,

los judíos –y por inclusión, y antes que nadie, el propio Abulafia). En su máquina

(un aparato sencillo e ingenioso, compuesto por tres círculos concéntricos y

superpuestos, de dimensión decreciente), los sujetos y predicados de las

proposiciones teológicas se organizan en figuras geométricas perfectas, de forma

tal que moviendo una palanca, girando una manivela o rotando una rueda

ubicadas sobre guías, las proposiciones encajan, convienen en lo afirmativo

(certeza) o lo negativo (error), prueban la verdad o mentira de un postulado.

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Page 33: El Caso Voynich

Simplificando un poco, lo único que obtiene la máquina de Lulio son silogismos

regulares y proposiciones intercambiables (“La bondad es buena”, “La grandeza

es gloriosa”, “La vileza es mala”). ¡Y a eso lo llamó Ars Magna et Última! Se

entiende que acabara muerto a palos a las puertas de una mezquita (la teología

musulmana es lo bastante sofisticada como para no tolerar tales reducciones

mecánicas). De todas maneras, convendría leer bajo una luz piadosa el impulso

que lo llevó a la hecatombe, porque al fin y al cabo lo que el pobre hombre

buscaba era moderar la proliferación de una combinatoria incontrolada,

amputando lo que en Abulafia resulta la experiencia singular de una lectura que

crea ad infinitum el texto que se lee; su propósito, en el fondo, era reducir el

campo de la combinatoria hasta dar con una figura (¿el círculo, la línea recta, el

punto?) que permitiera encontrar las nociones elementales comunes a todas las

religiones.

Así, peregrinando por las páginas más bien áridas del Ars Magna…, Kraut no

pudo menos que preguntarse si, para escribir en voynichés, el autor de su

Manuscrito habría utilizado un aparato similar al de Lulio. Sobre todo, lo inclinó

a considerar esa posibilidad la fama que en cierto tiempo tuvo su libro más

importante: El Árbol de la Ciencia. En esa obra de interminables volúmenes, el

filósofo catalán recurre a una metáfora orgánica: cada ciencia se representa como

un árbol con raíces (los principios básicos de la ciencia), tronco (su estructura),

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Page 34: El Caso Voynich

ramas (géneros), hojas (especies) y frutos (los individuos, sus actos y sus

finalidades). ¿Cómo no ver, en esa idea de la ciencia como un bosque de la

naturaleza del mundo, una fuente de inspiración para las ilustraciones del

Manuscrito Voynich? Bien miradas, las ilustraciones también parecían confirmar

la aplicación del aparato luliano. Por ejemplo, en la página 34 del pergamino se

ve una planta que los botánicos declararon inexistente, y que, observada por

Kraut en detalle, se mostró compuesta de hojas de remolacha, tallos de alcaucil,

flores de girasol, esporas de maíz...una planta frankensteiniana (frankenplanta).

A impulsos de su inspiración, Kraut omitió ahondar en ese cotejo (habría visto

que había un progresivo enrarecimiento de esa permutación en secuencias de

paginación irregulares, y en las que ya no se trataba de un arte combinatorio de

partes mayores -hojas, tallos, corolas- sino menores -nervaduras, muescas,

pétalos y pistilos...., como un ritornello Newboldiano). A cambio, se abocó al

tratamiento de las palabras. Pero lo que funciona en cualquier texto de filosofía o

de teología, donde se pueden realizar toda clase de operaciones gramaticales a

partir del supuesto de la legibilidad de la lengua a combinar, se mostraba inútil

aplicado al voynichés. Incluso, en ocasiones, el mismo Lulio parecía sancionar

sus intentos: “El artista debe saber lo que es convertible y lo que no lo es”.

Pronto, Kraut comprendió la naturaleza de su problema: aunque la máquina de

Lulio aceptaba cierta clase de combinaciones (“todos los ángeles participan de la

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Page 35: El Caso Voynich

bondad, pero no todo el que participa de la bondad participa del ángel”), había

otras cuyas premisas y conclusiones al propio autor del sistema le resultaban

repugnantes porque no respondían a la disposición católica para entender lo

existente (“la avaricia es diferente de la bondad, Dios es avaro, luego Dios es

diferente de la bondad”). Es decir: Lulio da el Universo por hecho mientras que,

con su resistencia cerril a ser descifrado, el Manuscrito Voynich plantea una

reserva de sentido que permite suponer la existencia dominante del caos.

35

Page 36: El Caso Voynich

Cansado de Lulio y de su estéril esfuerzo por acomodarlo todo a los dictámenes

de la Iglesia, Kraut trató de descifrar el Manuscrito Voynich aplicándole un

sistema criptográfico que alcanzó gran difusión a mediados del siglo XVI: la

Rejilla de Cardano. Consiste en una cartulina cuadrada perforada en ciertos

lugares, y situada sobre el texto a cifrar o descifrar, diseñada de tal forma que las

perforaciones ocupan un cuarto del número total de cuadros de la página...y

luego, girados en eje de 90 grados a izquierda o derecha, de modo que en cuatro

giros ocupen la posición original. En el lugar de las perforaciones, Kraut ponía

fragmentos escogidos al azar del Manuscrito....Tampoco4. Luego, tras intentar

con la descomposición en raíces, sílabas centrales, y desinencias o terminaciones,

4 En su delicado libro de divulgación, Gödel, Escher, Bach, Douglas R. Hofstadter sugiere la posibilidad de que ya en el siglo XVII, en un intento por descifrar el Manuscrito Voynich. Pascal y Leibniz hayan perfeccionado la Rejilla, ideando máquinas capaces de realizar ciertas operaciones fijas como la suma, la multiplicación y el conteo de sílabas en métricas fijas como el heptámetro yámbico. Idéntico propósito –según Hofstadter- animó a Charles Babbage (1792-1871), que ideó el primer prototipo de Inteligencia Artificial de la historia humana: el “Ingenio Analítico”, un barril de madera que alcanzaba la altura de tres hombres, y en cuyo interior mil y un complicados cilindros dentados, trabados entre sí de formas enmarañadas y febriles, y pertenecientes a dos sistemas operativos autónomos –el almacén (la memoria) y el molino (la unidad encargada de calcular, leer, medir y tomar decisiones)-, se ponían en movimiento mediante la ejecución de una manivela, y, puesto un problema matemático o un texto a analizar, expelían por una apertura lateral una tira de papel en la que aparecía la solución impresa. Por problemas de diverso orden, que incluyeron el desánimo o la molicie de su autor, el “Ingenio Analítico” nunca vio la luz; tal vez Babbage entendió que las complejidades del Manuscrito excedían las posibilidades de su invento.

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Page 37: El Caso Voynich

experimentó lanzando un dado y combinando de acuerdo al azar numérico equis

cantidad de desinencias con equis cantidad de raíces, y después probó dividiendo

o multiplicando los números del dado, repitiéndolos de acuerdo a... Cuando, al

cabo de una noche enferma por la búsqueda de métodos de traducción se

encontró con una frase que empezaba: “yethcht RIAD yeech raos ria ras yeekech

niiadoaech mad ni9lada sehs ma ra eokdosl”, decidió cortar por lo sano y se

costeó un viaje hacia el Colegio Jesuita de Villa Mondragone.

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Page 38: El Caso Voynich

El sol sigue en lo alto, hay uvas en los viñedos, las décadas pasaron, el enigma se

mantiene irresuelto y el principal de la orden ha palmado hace rato. En cambio, el

fratello Mario sigue vivo, aunque su espalda se ha torcido tanto que el anciano

parece a punto de hocicar a cada momento. Por lo demás está casi sordo; la

ceguera no importa: ya no tiene nada para ver, salvo los colores de su alma. Kraut

presenta el asunto con pocas esperanzas de que el fratello recuerde algo. Una

visita a deshoras, un polaco bolchevique ansioso de llevarse un montón de

papeles viejos, códices y palimpsestos a bajo precio... Fue allá lejos y hace

tiempo, antes de la Segunda Guerra...

-¿Voynich? -pregunta el sacerdote. Su expresión se ilumina, y no es que el

visitante le haya puesto un candil delante de la jeta. – Voynich… -repite.

El fratello Mario conduce a Kraut a la sala donde aún se guardan los incunables y

le muestra orgulloso un testimonio del progreso: las maderas de roble de los altos

estantes trabajados uno a uno por generaciones de ebanistas han sido sustituidas

por las depuradas líneas de una “estructura integral” hecha a base de dos

materiales o sustancias de reciente aparición, llamados respectivamente

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Page 39: El Caso Voynich

aglomerado y fórmica: la flamante biblioteca ya se curva bajo el peso de los

volúmenes.

Por ahorrar luz, que tampoco le es necesaria, el fratello Mario va por la oscuridad

topeteando la cabeza contra los anaqueles. En algún momento se detiene y de

algún lugar extrae una carta, que le entrega a Kraut diciendo que la otra vez el

visitante se fue tan rápido que él ni tiempo tuvo de entregarle questo papelucho.

Kraut enciende un fósforo, mira, dice: grazie, grazie. El fratello Mario ni siquiera

advierte el cambio en el tono de voz del visitante. Para temblores están los suyos.

Prego, contesta, y se disuelve en silencio, como ceniza, pero figuradamente.

No hace falta una gran intuición para adivinar que en esa carta se encuentra, si no

un desciframiento del Manuscrito Voynich, al menos una aproximación

suficiente a sus secretos, o siquiera a algunas de las estancias de su recorrido

sobre la tierra. La carta, escrita por Johannes Marcus Marci, rector de la

Universidad de Praga, está dirigida a Athanasius Kircher, le comunica la

aparición de un problema (un manuscrito problemático) y le solicita que, en

ejercicio de sus dones, le encuentre una solución.

Athanasius Kircher (1601-1680). Jesuita. Científico. Matemático. Astrónomo,

geógrafo, sismólogo, vulcanólogo y lingüista (sobre todo lingüista) especializado

en criptografías y jeroglíficos. Su época lo consideraba infalible en el abordaje de

textos herméticos (fue el primero en descubrir que el copto deriva del egipcio

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Page 40: El Caso Voynich

antiguo), y por lo tanto es dable suponer que Marci, junto con la carta, le envió el

Manuscrito para que revelara su contenido. El hecho de que Kircher ni siquiera

haya respondido a la misiva sugiere que descartó el enigma que proponía el

Manuscrito, tomándolo por otra frivolidad al uso de la época5. O, hipótesis más

inquietante, se dio cuenta de que sus conocimientos no bastaban para resolver el

asunto. En cualquier caso, lo que hizo fue depositar el ejemplar en la Biblioteca

del Vaticano, adonde permaneció durmiendo por un par de centurias, hasta que

fue a parar al Colegio Jesuita de Villa Mondragone en Frascati, donde en 1914 lo

compró Wojnicz/Voynich.

Por cierto, Kraut no podía ser conciente de la circularidad de la narración en la

que estaba incluido, aunque fuese sensible al efecto sentimental de haber arribado

a los orígenes. En cambio, al leer la carta, se percató de su propia irritación frente

al silencio de Kircher. La gélida actitud del lingüista para con un erudito que tan

gentilmente le había remitido el material en cuestión, de ningún modo

configuraba una respuesta aceptable. Por el contrario, debía ser tomada como una

indecorosa confesión de sus propios límites como criptógrafo y de su falta de

valor para admitirlo.

5 La moda de encriptar toda información confidencial la había iniciado dos siglos atrás Juan de Heindemberg, el Abad Tritemio (1462-1516), con sus Polygrahpia y Steganographia, libros que mezclan cabalismo y neolulismo y, en simétrico par, permiten cifrar y descifrar cualquier escritura. Por cierto, Tritemio los había escrito por necesidad de ocultamiento y develamiento del Saber, pero luego, como un efecto de estilo, el sistema había generado un verdadero furor y cualquier patán afectado o condestable venido a menos se ocupaba de endulzar los oídos de las damas con esas combinatorias complejas y puramente formales, donde lo que cuenta es sólo una sintaxis de la expresión cada vez más vertiginosa.

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Page 41: El Caso Voynich

Allí, para Kraut, radicaba la falla de Kircher: por temor de arriesgar su prestigio,

el mito de su infalibilidad, lo había perdido todo. No se había atrevido a correr

peligro y fallar.

No deja de ser curioso que el dueño del Voynich, frustrado por esa nueva

dificultad para acceder a las revelaciones ocultas en el Manuscrito, se haya

aproximado a una posible verdad profunda, el motivo esencial que alentaba bajo

la actitud en apariencia indiferente de Kircher. Desde luego, este motivo debía ser

menos íntimo y personal que profesional.

Es sabido que la didáctica católica del Medioevo, seguidora de las enseñanzas

paulinas y dirigida a la evangelización de masas de hambrientos, estúpidos,

desarrapados, ignorantes y analfabetos, reduce la cuota de misterio que acompaña

al magnífico absurdo de la Revelación, y ésta queda constreñida a una parábola.

La Revelación se resuelve en un cuento infantil, en una frase o imagen

comprensible para todos... En cambio, el pensamiento hermético (y el Manuscrito

Voynich es, o imita a la perfección, de manera irritante y consumada, un texto

hermético) reflexiona sobre un drama cósmico que sólo puede ser comprendido

por una aristocracia del saber capaz de descifrar los jeroglíficos del universo, y

que sólo puede ser expresado a través de la transmisión entre grupos de iniciados.

Kircher pertenecía al mundo hermético: era un aristócrata por iniciación,

formación y ejercicio. Estaba preparado para dialogar de igual a igual con Papas,

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Page 42: El Caso Voynich

nobles, reyes o guerreros, y para venderse al mejor postor, ofreciendo el acceso a

las claves naturales y sobrenaturales indispensables a la hora de descifrar los

manuscritos encriptados de amigos y adversarios; incluso, poseía los talentos

suficientes como para mandar fabricar tales manuscritos y proponerse luego

como su decodificador más idóneo. Lo único que no podía permitirse era la

admisión de que su saber conocía fronteras en la materia. Así, es pertinente dar

por hecho que omitió responder a Marci luego de realizar toda la serie de

operaciones que sabía o podía inventar para hacerse con el secreto del

Manuscrito. Pero al callar para no mostrarse disminuido ante el juicio ajeno,

simplemente borró con el codo lo escrito por propia mano. Porque en su

Poligrafía nova et universalis ex combinatoria arte detecta, y siguiendo en esto a

Tritemio, Kircher había asegurado que, de aplicar sus reglas, cualquier persona

que dominara una sola lengua podía descifrar y comunicarse con cualquier

hablante y escribiente de cualquier lengua (es claro que se refería a una lengua

existente, pero para el caso es lo mismo. Aunque incomprensible, el Manuscrito

Voynich está escrito y el voynichés existe –aunque no se hable ni se lea).

En síntesis: para Kraut, que tenía un interés personal en la decodificación del

libro en su poder, Kircher también lo había defraudado a él. En algún sentido,

Kraut era Marci, proyectado en el tiempo…Y Kircher era el angurriento de las

miserias de su saber, el cobarde que había renunciado justo cuando debía haber

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Page 43: El Caso Voynich

avanzado, formulando hipótesis más audaces, más interesantes... Había preferido

ocultarse a cambio de aceptar el desafío que le planteaba el texto. Porque, llegado

al extremo más desesperante de su inasibilidad, ¿no imponía esa obra una

pregunta acerca de su naturaleza? Todos los lectores se habían planteado

estrategias de desciframiento. Todos habían sido marcados por la idea de

distintos niveles de profundidad, de complejidad, de enrarecimiento. Pero, ¿y si

la extrañeza suprema del Manuscrito consistía en su propia entidad, su materia?

¿Y si el Manuscrito era radicalmente otra cosa que un sentido oculto? Si, por el

contrario, era un sentido plano?

- Supongamos –proponía Kraut en progresivos arranques de su soliloquio ante un

auditorio imaginario-, supongamos a un autor capaz de un tartamudeo perpetuo,

alguien que en su reiteración imposible encuentra estilo, y más aún, necesidad;

supongamos que tiene la paciencia y la fe suficientes como para convertir su

tartamudeo en un idioma... Supongamos que quiere decir lo que no existe, lo que

no puede ser dicho ni traducido, y no quiere cifrarlo ni descifrarlo sino ponerlo en

el modo en que eso habla. No un saber dado de antemano sino un

enloquecimiento, una alucinación que busca... Quién sabe qué. No importa que su

Manuscrito esté o no compuesto con claras letras latinas. ¡No importa la grafía ni

el alfabeto! Importa el sentido. Al menos, el sentido que pudo haber tenido para

quien lo escribió. Aunque fuera, en el fondo, la falta de sentido. Como el sueño o

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Page 44: El Caso Voynich

el dibujo de los bosques o las líneas de la mano. ¿Y si en realidad el autor decidió

escribir su obra en una lengua que renuncia a toda comunicación y

representación? ¡Imaginemos que en un éxtasis sostenido inventó un relato sin

idioma porque así quiso contar lo incomunicable! O tal vez el raro sonido de esas

combinaciones desconocidas lo fue arrastrando…

Conducido por sus meditaciones -que en este punto lo habían detenido al

comienzo de la lectura de la carta de Marci-, a Kraut se le ocurrió que tal vez el

Manuscrito Voynich era un raro tratado de música, una especie de glosario

fonético de la atonalidad. Pero tal ocurrencia duró un segundo. ¿Música? ¡Si las

combinaciones de las siete gamas enarmónicas resultan infinitamente mayores

que las que pueden proporcionar todas las organizaciones posibles del alfabeto!

De todos modos, las “palabras” que aparecen en el Voynichés muestran más una

férrea y limitada mecánica que la explosión de enunciados verdaderos, falsos y

hasta insensatos con los que soñaba Leibniz en su Dissertatio de arte

combinatoria...

Y además, un párrafo después, Kraut se encontró con una frase que no

concordaba con sus hipótesis y que estaba contenida dentro de la misma carta:

“ Retulit mihi D. Doctor Raphael Ferdinandi tertij Regis tum Boemiae in lingua

boemica instructor dictum librum fuisse Rudolphi Imperatoris, pro quo ipse

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Page 45: El Caso Voynich

latori qui librum attulisset 600 ducatos praesentarit, authorem uero ipsum

putabat esse Rogerium Bacconem Anglum.

Marci refería que un tal doctor Rafael le había contado que el Manuscrito

Voynich había pertenecido a Rodolfo II, rey de Bohemia, quien lo había

comprado tras pagar 600 ducados.

Y el señor Doctor Rafael creía que el autor del libro era… el inglés Roger Bacon.

Al terminar de leer la carta, Kraut se sintió completamente desanimado. Estaba

enfrentándose a una situación paradojal. Si lanzaba al mercado de los bibliófilos

la información con la que contaba, si arrojaba de nuevo al mundo la “hipótesis

Bacon” con todo el ímpetu que requieren las operaciones especulativas, sin duda

el valor del Manuscrito Voynich subiría de –digamos- cero a cien, pero nunca

alcanzaría la cifra sideral por la que había invertido tanta pasión y esfuerzos. Y

eso debido a un sencillo motivo: esa hipótesis no era nueva, décadas atrás la

había expresado Newbold (quien tal vez murió por aferrarse a ella), y Manly la

había refutado prolija y sarcásticamente y tal vez criminalmente.

A cambio de renunciar, Kraut decidió ahondar en el tema. Ya que no tenía aún al

autor del Manuscrito, o al menos no a uno que le conviniera anunciar al público,

se aplicaría a investigar el período mencionado por Marci.

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Page 46: El Caso Voynich

Kraut apenas necesitó de unos meses para convertirse en un especialista en

Rodolfo II de Habsburgo (1552-1612). La mayoría de los aficionados al

costumbrismo histórico tienen al Emperador de Bohemia por una especie de

cretino que se dejó retratar como una frutera por Archimboldo; lo creen una

prefiguración mansa de Luis II, el rey loco de Baviera, que gustaba rodearse de

enanos, practicar juegos de salón, topetearse con soldados, examinar códices y

escuchar músicas extrañas. Pero Rodolfo II estaba lejos de ser un mero mecenas,

un consumidor pasivo. Al contrario. Si bien su temperamento lo llevó a reunir en

su corte a los mejores artistas de la época (tuvo a Joris Hoefnagel, que reducía a

miniatura deliciosa todo cuadrúpedo, reptil y pez -su obra, maltratada por el

tiempo y la degradación de los materiales, ha ido derivando insensiblemente a

una borrosa zoología espectral-; al grabador Egidius Sadeler y al lapidario

Miseroni; a Bartolomeo Spranger; Hans Von Aachen; al escultor Adrian de

Vries...), lo cierto es que su interés más fuerte estaba depositado en la ciencia, y

que bajo su amparo prosperaron grandes personalidades del pensamiento.

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Page 47: El Caso Voynich

A poco de asumir el gobierno, el monarca delegó las tareas administrativas en sus

ministros y se encerró en su castillo a fin de dedicarse a los estudios alquímicos.

Quería trasmutar la vida en arte y el arte en vida, obtener la inmortalidad, o

siquiera la piedra filosofal. Esto no tiene nada de raro. Ciencia y superstición

estaban tan confundidas entonces que eran como dos esferas que giraban una

alrededor de otra, una dentro de otra. El propio Johannes Kepler hacía

horóscopos...

¡Praga bajo Rodolfo II! ¡Qué Bohemia! ¡La ciudad dorada! Calles estrechas y

torcidas. Agua va. Brillo y espanto. Vislumbres. La magia flota a baja altura. Sus

torrecillas, de doradas esferas terminadas en punta, cada una con su chimenea

alquímica. En 1564, la corte estaba llena de ‘destillatores’ y de maestros del

‘secreto arte egipcíaco’...

La primera versión de los hechos con la que Kraut se encontró, y que lo acercaba

irresistiblemente en la dirección deseada, decía que en algún momento de su

reinado, Enrique VIII de Inglaterra, señor de Irlanda y cabeza de la Iglesia

Anglicana, ordenó la Disolución de los Monasterios y comisionó a su fiel vasallo

John Dudley, Duque de Northumberland, para que requisara sus bibliotecas con

el propósito de retirar de circulación todo escrito que tuviera a la brujería o el

catolicismo como objeto de conocimiento. En una de esas excursiones

bibliotecológicas, el Duque visitó una abadía del condado de Essex, donde

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Page 48: El Caso Voynich

encontró un manuscrito cuyas páginas parecían hechas de papiro; estaba escrito

en forma cifrada y (según se decía en el prólogo, redactado en latín) había sido

copiado fielmente del original por Roger Bacon. En el prólogo se decía además

que el original se encontraba guardado bajo las montañas que corren sobre la

costa oeste de un lejano lugar de un continente no descubierto aún, y situado en el

extremo sur del planeta.

Como bien sabemos, este prólogo forma parte de los 28 folios perdidos. El resto

es lo que llamamos el Manuscrito Voynich.

El duque de Northumberland cargó con ese y otros palimpsestos, manuscritos y

códices, y, ya que no se dedicaba a incendiario y tenía un amigo que estaba

formando a sus expensas la biblioteca más amplia de Inglaterra, le obsequió los

materiales. El amigo se llamaba John Dee y era una de las figuras destacadas de

Inglaterra. Según esta primera versión, Dee se aplicó a descifrar el manuscrito

pero no lo logró, y en 1588, durante su estadía en Praga, se lo obsequió al

emperador Rodolfo II.

Ahora bien, ¿quién fue John Dee (1527-1608) y por qué le entregó –si es que así

lo hizo- el Manuscrito Voynich al monarca checo?

Astrólogo eminente nacido en Mortlake, Dee estudió en la Universidad de

Lovaina, donde se vinculó con los acólitos de Cornelius Agrippa y se adentró en

los misterios del Corpus Hermeticum. En el curso de sus viajes de aprendizaje y

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Page 49: El Caso Voynich

enseñanza se convirtió en un cartógrafo excepcional. De regreso a su patria,

asistió a Eduardo VI, quien le concedió honores académicos. A la muerte del rey,

fue perseguido por su hermana y sucesora, María I “La sangrienta”. Tras la

muerte de ésta, por recomendación del ubicuo Ascham, se convirtió en el

principal astrólogo y mago de Isabel I, que lo tenía por un oráculo confiable e iba

a visitarlo a su casa en Mortlake, donde dialogaban de asuntos terrenales y

celestiales. Entre otras cosas, Dee trató de convencerla de la conveniencia de

fundar una biblioteca nacional, ya que los libros resultantes de los saqueos de los

monasterios, cuando no llegaban a su propia colección privada (de más de cuatro

mil ejemplares), se utilizaban para servicio de aguas mayores, lustrado de

candelabros y pulido de las botas de los miembros de la corte. A un brujo y mago

como él, Inglaterra debe además el impulso de los viajes de exploración, la

difusión de las tablas Mercator y el acuñamiento del concepto “Imperio

Británico”. Hechos: en un viaje a Amberes, bajo el influjo de la Steganographia

de Tritemio, redactó una obra enigmática, La monada jeroglífica, que expresaba

la unidad mística de toda la creación y enseñaba cómo mantener diálogos a

distancia, influir sobre la voluntad de la gente y ganar amigos y protectores

poderosos. A los 51 años, la reina le presentó a su futura esposa, Jane Frosmond,

quien se ocupó de mantener el orden del hogar mientras Dee se consagraba a la

búsqueda de la piedra filosofal. En 1582, en premio a sus indagaciones, se le

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Page 50: El Caso Voynich

apareció el Arcángel Uriel y le entregó una piedra negra, pulida, convexa, que le

permitía hablar con los ángeles y otros seres superiores en un idioma propio, el

enoquiano. (Acerca de esta historia Gustav Meyrink escribirá una novela, El

ángel en la ventana de Occidente). Ese mismo año, además, conoció a Edward

Kelly Talbot, un sujeto de avería. Kelly se presentó como un experto médium

(era un ventrílocuo capaz de proyectar su voz incluso sobre la superficie de una

bola de cristal). El ingenuo Dee lo adoptó de buena gana como ayudante y amigo,

y durante un tiempo se entretuvieron fabricando talismanes y hablando con

entidades espirituales intermedias para que éstas les cedieran los secretos de

fabricación del anillo mágico de oro con el sello del Rey Salomón. También

practicaban el ayuno, paseaban por los cementerios, comparaban demonios

católicos y hebreos...

Insensiblemente, el clima local empezó a volverse antipático. Había quienes

creían que los dos magos desenterraban cadáveres para practicar la nigromancia.

Por menos que eso se quemaba viva a la gente... El dúo vio la conveniencia de

cambiar de aires y se trasladó a Bohemia. En 1589, fueron admitidos en la corte

de Rodolfo II. Allí podían haber prosperado tranquilamente, pero Kelly no pudo

con su temperamento. Se emborrachaba y armaba escándalos, se burlaba de los

colegas, estafó a dos joyeros de Colonia, mató en un duelo a un sirviente del

Emperador; finalmente, propuso a Dee un cambio de esposas o al menos la

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Page 51: El Caso Voynich

cohabitación conjunta, argumentando que la sugerencia provenía del propio

Uriel. Es claro que la mujer de Kelly debió de haber sido un bagayo; en cambio,

los retratos demuestran que Jane Frosmond era un bocadito delicioso... Por

última vez, Dee aceptó. Pero luego, harto de los fraudes de su amigo, volvió a

Inglaterra, mientras que Kelly fue arrojado a las mazmorras del castillo de

Krivoklát, presumiblemente en castigo de sus crímenes, aunque algunos

historiadores dan por hecho que se trataba de un método nada sutil de presión de

Rodolfo II, quien pretendía que su prisionero le comunicara al menos uno de los

dos métodos para obtener los “polvos de proyección”.

En la cárcel, Kelly se entretuvo un tiempo escribiendo su Teatro de Astronomía

Terrestre. Pero un día, harto de tanto encierro, trató de escapar colgándose de una

sábana que ató a los barrotes de su celda. A juzgar por los resultados, los ángeles

le habían quitado su apoyo; gordo, sin aire y sin fuerzas, reventó contra el piso.

Aún hoy, en Praga, puede visitarse su casa, llamada “de Fausto”, donde tenía su

laboratorio.

En cuanto a Dee...En Inglaterra los problemas económicos siguieron acosándolo.

Uno a uno debió vender los volúmenes de su biblioteca. Aún más grave, su

esposa Jane falleció tras una penosa enfermedad degenerativa (¿atribuible al

contagio de Kelly?). En diciembre de 1608, luego de un largo período de

ausencia (¿atribuible a la falta de Kelly?), se le apareció el ángel Gabriel y le

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Page 52: El Caso Voynich

comunicó que pronto reposaría junto al Emperador de los Emperadores. El 22 de

diciembre, su cadáver apareció flotando –apenas mordisqueado por los peces- en

el río de su casa de Mortlake.

Llegado a este punto de su investigación, Kraut ya había descartado la

disparatada sospecha de que persona alguna pudiera haber realizado un obsequio

cualquiera, y por propia voluntad, a un manirroto como Rodolfo II; mucho

menos, si el obsequio se presumía valioso y si ese alguien era uno de los

integrantes del famélico dúo británico. Era evidente que tal versión debió de

haber nacido del círculo íntimo del propio monarca, y al solo efecto de preservar

su nombre ante la evidencia del desfalco.

Ahora bien. Para Kraut, tanto daba si al Voynich lo regalaron o vendieron a un

precio exorbitante. El problema central seguía siendo: ¿quién lo escribió y cuál

era su significado? ¿Fueron, al fin, Kelly y Dee sus autores? ¿Era el Manuscrito

una criptografía fraudulenta, una combinatoria caprichosa que inventaron dos

genios burlones para estafar a un real idiota crédulo y pomposo, o había algo

más?

Kraut continuó examinando el Siglo de Oro Checo. Su radio de acción se

multiplicaba; el campo de referencias se ramificaba incesantemente, los saberes

proliferaban como laberintos. Gracias a indicios que le proporcionaron algunos

especialistas, comenzó a escarbar en ciertos aspectos oscuros de la biografía de

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Page 53: El Caso Voynich

John Dee. Los avatares de su encumbramiento y su caída en el favor de los

distintos reyes de Inglaterra le parecieron premeditados, el diseño de

irregularidades afiebradas que una mente fría había superpuesto a las curvas

naturales de un destino para producir –con artera deliberación- el efecto de lo

patético. Ese dibujo de su “desgracia” lo había vuelto insospechable: un

desterrado, un expulsado del terruño patrio es acreedor de la simpatía universal, y

el primer impulso es ampararlo, adoptarlo. Precisamente lo que hizo con él

Rodolfo II; lo instaló en su corte.

Dee, dedujo Kraut, era un espía. Y un espía inmejorable, ya que en apariencia

resultaba el hombre menos indicado para dedicarse a esa tarea. A ninguna

persona sensata se le puede ocurrir un solo motivo para que Isabel I enviara a

alguien como él, un especialista en cartas de navegación, a un país al que ningún

mar atraviesa y que apenas si cuenta con el lastimoso Vístula para lamer las

orillas de su capital. Pero a Dee su conducta lo denunciaba: recién llegado a

Praga trabó amistad con el astrónomo más importante de la era pre-copernicana,

el desnarigado Tycho Brahe (o Tycho de Brahe). Era evidente que no se trató de

una casualidad, de afinidades electivas. Tycho estaba trabajando en las Tablas

Rudolfinas (Tabula Rudolphinae) que permitirían estudiar los cielos y fijar y

predecir con precisión el lugar que a cada momento ocuparían las estrellas y los

planetas, y que por lo tanto se convertirían en una ayuda invaluable en la

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Page 54: El Caso Voynich

navegación, arte sobre el que se basaría en el futuro próximo el poderío militar

inglés: el “Imperio británico”.

Así –ató cabos Kraut- se explicaba su ‘exilio’ del territorio patrio. Cumpliendo

un encargo de su corona, Dee había tratado de piratear los avances técnicos y

científicos producidos por las mentes más brillantes del siglo que comenzaba, y

que se congregaban en gran número en Bohemia. Naturalmente, para que su

actividad de espionaje fuese eficaz, es decir, para que su cosecha de información

llegara a manos de Isabel I, habría sido imprescindible que contara con un medio

de transmisión secreto (valijas de doble fondo, cartas prolijamente plegadas) y

que su contenido resultara inexpugnable a ojos indiscretos, por lo que habría

debido recurrir a la correspondencia cifrada. Y el sistema o aparato que le

permitió encriptar esos textos, el manual que contenía las claves para

comunicarse, debió de ser un elemento que no despertara sospechas, algo que

pudiera habitar como al descuido su gabinete de trabajo alquímico. El elemento

elegido fue un libro que parecía un tratado hermético: el Manuscrito Voynich...

Sin lugar a dudas, este bordado de explicaciones mereció algunos reparos de los

colaboradores de Kraut, pero a Kraut ya nada le importaba y siguió adelante. Si

su premisa era cierta, si el Voynich era el manual o código de operaciones que

compartieron reina y agente para establecer su correspondencia secreta, entonces

–pensó-, la validez de su hipótesis se demostraría cuando encontrase el ejemplar

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Page 55: El Caso Voynich

gemelo del Manuscrito (ya fuese la copia o el original) que estuvo en poder de

Isabel I.

Llegado a esta conclusión, Kraut importunó durante meses y años a todos los

representantes de la Corona Británica –incluyendo a herederos directos de la

reina-; les rogaba por teléfono, los asediaba a la salida de la Cámara de los Lores,

les escribía imploraciones en cartas de un estilo tan florido como alambicado,

instándolos a que le abrieran las puertas de las bibliotecas reales, que lo dejaran

examinar los archivos donde se guardan los papeles de siglos pasados.6 Nunca

recibió respuesta, pero eso no lo descorazonaba. El gemelo podía subsistir aún, o

quizá había sido quemado en una pira, arrojado al medio de un lago,

descuajeringado y lanzado al fondo de un abismo… eso no lo disuadía de su

búsqueda, pero tampoco lo sustraía a la evaluación de las extrañas acciones de

Dee.

“Por tratarse de un agente extranjero, el hecho de haber regalado o vendido a

Rodolfo II el Manuscrito poco tiempo antes de su regreso a Gran Bretaña”,

pensaba, “es casi un gesto suicida. ¡Pero hay hombres que aman el peligro!”.

Así, para Kraut, concluida su tarea en Bohemia, el espía pudo haber disfrutado de

burlarse de un país cuyos secretos había desangrado, poniendo ante las mismas

narices de su amo el cuchillo utilizado para la tarea. Ese habría sido, sin duda, el

6 Quizá su suerte habría cambiado si se le hubiese ocurrido dirigir su curiosidad a cierto alto anaquel de la sala privada que en su castillo de Whishbone Ashes mantiene el último descendiente (hemofílico) de (Anthony) Roger Ascham.

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Page 56: El Caso Voynich

gesto cínico de un espíritu sutil. Y más aún lo fue si, efectivamente, cobró

fortunas por venderle el fraude. En aquel gesto de orgulloso desafío de Dee… en

el acto de entregar a su enemigo algo que podría haberlo dejado inerme y en su

poder… alguien podrá leer… pero no importa. La cuestión…La cuestión es si

acordamos o no con las hipótesis de Kraut.

Para decirlo en otros términos: ¿es el Manuscrito Voynich un mero instrumento

de encriptamiento de informaciones técnicas, científicas y políticas de la época?

¿Son sus mujeres y plantas desconocidas y estrellas ignotas y conocimientos

prohibidos y mundos inexplorados mera decoración incidental para disimular un

propósito de correspondencia? Por el momento, no lo sabemos. Pero aún de ser

así, aún a riesgo de su extremo empobrecimiento óntico, subsiste el misterio de

su composición, que no entrega las condiciones de su legibilidad y preserva su

sentido.

Post Scriptum

La progresión en la búsqueda puede asumir la escala de lo infinito, aunque en su

presentación debamos admitir el recurso del corte. En algún momento Kraut no

soportó que el asunto al que había dedicado todo su interés continuara en un

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Page 57: El Caso Voynich

estado de irresolución, y quiso conocer el secreto último. Al repasar los tramos de

su investigación, hubo algo que se le volvió evidente: vuelto Dee a Inglaterra,

Rodolfo II no había enviado a su socio Kelly a prisión para forzarlo a confesar

las claves de la transmutación del mercurio en oro -que en el fondo eran fórmulas

de uso común compartidas por buena parte de la runfla alquímica praguense-,

sino para obtener la clave de acceso al Manuscrito Voynich7.

Lo que Kelly dijo y lo que Kelly calló cuando los esbirros de Rodolfo II lo

colgaron de pies y manos y le aplicaron lavativas hasta vaciarle los intestinos y

quemaron su cuerpo con hierros ardientes y lo amenazaron con arrancarle los

ojos y le apretaron los testículos hasta reducirlos al tamaño de dos pasitas de

uva..., eso sí que nunca podremos saberlo. A cambio, estamos en condiciones de

adelantar, con cierto verosímil grado de certeza, que ninguna de las palabras que

Kelly pronunció cuando lo descoyuntaron en el potro de los tormentos fue de

gran utilidad para el monarca, porque luego de este encantador episodio bohemio

al pergamino se le perdió el rastro hasta que lo vemos reaparecer, siglos más

7 Ciertos estudiosos han planteado una objeción, que suponen básica, al razonamiento de Kraut: “¿Para que necesitaba Rodolfo II esa clave, si Dee ya había partido a Inglaterra? ¿De qué le iba a servir el Manuscrito si ya no tenía nada para descifrar?”. Es evidente que parten de dos supuestos erróneos: uno da por hecho que Rodolfo II tenía plena certeza de que el Voynich era un dispositivo urdido para su exclusivo engaño (primero, para robar información de Bohemia, luego, para burlarse de él). El otro, que, a consecuencia de esa certeza, debía de haberlo descartado como objeto de interés. Desde luego, es casi innecesario señalar que ignoramos por completo lo que sabía o no Rodolfo II respecto del Manuscrito. Pero si el emperador checo finalmente dio por buena la hipótesis de un fraude con el propósito de perjudicar a su Imperio, se explica mejor su insistencia en averiguar la clave como un recurso preventivo de futuros males. Desde los ingenios de Ulises hasta nuestros días, las guerras de inteligencia se libran en la investigación y anticipación de los métodos del adversario. Y en este caso, al menos, Rodolfo II podía estar seguro de que los ingleses desconocían que él ya estaba enterado de que lo habían engañado, lo cuál le daría cierta ventaja en caso de que intentaran de nuevo estafarlo empleando el mismo recurso. Claro que esa ventaja únicamente se volvería tal, si en efecto lograba desentrañar la clave del Manuscrito…

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Page 58: El Caso Voynich

tarde, en el Colegio Jesuita de Villa Mondragone en Frascati. Y la pregunta que

queda por formularse, entonces, es si finalmente pudo Kraut conocer el nombre

del autor o de los autores, y si alcanzó a descifrar o vender el Manuscrito

Voynich.

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Page 59: El Caso Voynich

II

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Page 60: El Caso Voynich

En una aproximación superficial, los últimos decenios no parecieron aportar

grandes novedades sobre el caso. Tras el deceso de Hans P. Kraut (del que apenas

dio cuenta el Frankfurter Allgemeine en un pequeño recuadro perdido al lado de

la alarmante noticia de la fuga de Bernie, el oso amaestrado del Fantástico Circo

Gitano de Gore R. Chasmar), el libro fue trasladado de mano en mano por una

serie de feudos, regiones rurales o provincias, y terminó yendo a purgar un

período de olvido en la Biblioteca Municipal de la ciudad de Munich, donde un

empleado distraído lo llevó al sótano y, anticipándole el común destino de roña y

de polillas, lo apiló sobre el tomo XXIII de los escritos de crítica y ficción de

Hafen Slawkenbergius.

El Manuscrito padeció esa ofensa por largos tres años, hasta que en un ataque de

energía la señorita Hilbe Goldefer, bibliotecaria suplente y encargada provisoria

de ese océano sin clasificar, lo arrumbó en un anaquel de la sección “En tránsito”,

entre Los Sonámbulos, de Arthur Koestler, y Los libros condenados, de Jacques

Bergier. Demás está decir que durante todo ese tiempo el ejemplar permaneció

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Page 61: El Caso Voynich

inconsulto. Sin embargo, a la luz de los hechos subsiguientes, es necesario

sospechar que la falta de contacto con los lectores no le sustrajo nada de su

condición particular.

Un día, la señorita Goldefer, que entretenía sus ocios recortando anécdotas

extraídas de las publicaciones que debía clasificar, encontró una noticia que le

pareció inquietante. En un incivilizado paraje perteneciente a un país que el

cronista no se dignaba precisar pero cuyo suburbio consignaba como su exacto

centro geográfico, “en el medio de la plaza del pueblo de Pehuajó”, los vecinos

habían denunciado que día y noche se hacían oír sordos ruidos de abstractas

maderas rompiéndose, gemidos de difuntos y –esto era lo más llamativo- se

observaba el movimiento permanente de un columpio, precisamente aquel cuyo

asiento estaba pintado de amarillo. El columpio se movía de adelante para atrás y

de atrás para adelante, sin que lo emplearan los niños o que lo agitara el viento.

Este hecho impresionó a Hilbe Goldefer, detuvo el chasquido de sus tijeras y la

arrojó a una dimensión hasta entonces inadvertida de su experiencia, que la rutina

de los días había estado a punto de anular. Casi no podía llamarse recuerdo, sino

memoria de una sensación. En una zona de la Biblioteca de su exclusivo acceso,

se habían producido ciertas modificaciones prácticamente imperceptibles, pero a

las que la noticia recién leída… ¿De qué se trataba?

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Page 62: El Caso Voynich

Pensó, Hilbe Goldefer, pensó. Si el movimiento de las alas de una mariposa

puede crear un maremoto en las Baleares, ¿por qué no van a moverse solas las

cosas inanimadas? ¡Claro! Había un viejo mamotreto en un estante, uno entre

tantos, ella lo había ubicado apretándolo con otros en su misma condición (los

libros muertos se sostienen entre sí), y sin embargo ahora estaba solo, mantenía

una distancia de centímetros respecto de los ejemplares contiguos. Como si,

habitado por fuerza y voluntad, hubiera pasado las horas ocupándose de

desplazarlos.

El fenómeno no alcanzaba para ganar las portadas de los diarios (el libro no se

hamacaba en los aires), pero tuvo su difusión porque la señorita Goldefer insistió

lo suficiente como para que las autoridades de la Biblioteca aceptaran realizar

una prueba. Y ahí sí estuvieron las cámaras de televisión, los cronistas de radio,

las reglas, escuadras y compases. Con la fiscalización de un escribano público, se

procedió a circunvalar el estante donde se destacaba el Manuscrito Voynich con

capas de una película de plástico transparente, y se selló con lacre el envoltorio,

de modo de impedir cualquier intento de manipulación espuria. Luego, apagaron

las luces y el lugar fue clausurado. Cumplido el plazo, las mediciones realizadas

determinaron que al cabo de los treinta días el Manuscrito había logrado

aumentar en 10,5 centímetros (hacia su izquierda), y 15,3 (hacia su derecha), la

distancia que lo separaba de sus compañeros, al punto de que los ejemplares

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Page 63: El Caso Voynich

situados al extremo del anaquel, de no encontrarse con el tope del envoltorio

plástico, hubieran debido caer al suelo. Como Munich es una ciudad libre de

terremotos y la Biblioteca dista de estar próxima a subterráneos, trenes, tranvías y

otros medios de transporte masivos, no existía razón alguna para atribuir esa

traslación a las vibraciones urbanas.

¿Cómo hace un ente inmóvil para mover a otros entes idénticos? ¿Qué impulsa a

un libro a apartar otros de su compañía? Lo que generaba aquella fuerza, ¿debía

atribuirse a un comportamiento propio de ese manuscrito, de la escritura de esa

obra en su conjunto, de la acción de una letra en particular, de los espacios entre

cada una de éstas, de la materia sobre la cuál habían sido copiadas, de la propia

tinta o del libro en sí…? ¿O…?

Lo cierto era que el fenómeno había capturado el interés de la audiencia, y no

cesaba. Jornada tras jornada, milimétricamente, los demás libros se apartando, ya

fuese porque del Voynich manaba una suerte de energía pareja y rechazante, un

antipático gesto de distinción, ya porque percibían –pero, ¿cómo?- su carácter

singular. Mentes a la vez muy agudas y sensibles, inspiradas seguramente en el

ejemplo de las profecías de Nostradamus, comenzaron a establecer relaciones

entre cada movimiento del Manuscrito y ciertos acontecimientos

contemporáneos, que podían haberse verificado en el pasado inmediato, estaban

ocurriendo en el presente u ocurrirían inexorablemente en un futuro próximo, y

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Page 64: El Caso Voynich

que una vez acontecidos se explicarían a partir de la vinculación con el ejemplar.

En ese sistema, a veces el hecho era reflejo de la actividad del libro, y otras la

generaba: tiempo, suceso y espacio habían establecido con el Manuscrito una

relación pendular. No es sorprendente que Michael Gabler-Watt, un astrólogo

muy solicitado por los programas de televisión de las tardes alemanas, ideara una

máquina rotativa que ilustraba o ponía en funcionamiento estos tres aspectos. La

máquina era de un esquematismo pavoroso, -estaba hecha con envases de

aluminio, alambres, tensores, lámparas y papel maché, atados o engarzados de

algún modo a una estructura de madera-, y por eso resultaba a la vez atrapante y

persuasiva. A modo de demostración, el astrólogo oprimía una tecla de una

especie de piano de juguete y, al compás de una música de carrusel, las luces se

encendían, giraban, iluminaban ciertos gráficos ocultos que una mano torpe había

dibujado con crayones sobre el papel.

Más allá de ciertos excesos –Gabler-Watt podía ser tanto un payaso como un

visionario-, ese modo de vincular mundo, acontecimiento y libro se correspondía

de forma estricta con un suceso que viviera Hans P. Kraut pocos meses antes de

morir.

En aquel período previo a su inesperado fin, ya venía siendo obvio que para él la

búsqueda de la verdad sobre su libro había dejado de tener interés monetario,

convirtiéndose en una búsqueda vital. El Manuscrito lo había cultivado,

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Page 65: El Caso Voynich

trabajando sus facetas y volviéndolo sofisticado y distante; la posesión del texto

más enigmático de (al menos) la historia de la cultura occidental lo había

investido de un aura irresistible, de la que, en su lugar, muchos se habrían

aprovechado para obtener réditos sociales, sexuales, políticos, económicos, etc.;

pero precisamente por efectos de esa búsqueda, Kraut había llegado a estar

menos obnubilado por los resplandores equívocos del ego que asediado por la

necesidad de dar solución al problema que –estaba seguro- lo había escogido

para ser resuelto. Fue por eso que la lectura de “Criptografía sobre el Posible

Autor Del Manuscrito Voynich”, un breve ensayo aparecido en la revista

española Conde Laski, lo afectó indescriptiblemente. El autor había llegado más

lejos que él…

De un análisis cuidadoso de la grafía del original de la obra 8, Francisco A.

Violat Bordonau deducía ciertas diferencias minúsculas pero apreciables en la

caligrafía, que le permitían afirmar que el texto había sido escrito por más de una

mano (creía reconocer hasta cinco). “El que encontremos entre tres y cinco

copistas distintos (aunque con una grafía muy similar) trabajando en el

documento, el que todos conozcan la clave o encriptado de la obra, el hecho de

8 “Pero, ¿cuando, cómo lo había hecho, si el Manuscrito sigue en mi poder?”, se preguntó Kraut. “¿Contará tal vez con el ejemplar, oculto hasta el momento, que perteneciera a Isabel I? ¿Existirá verdaderamente ese ejemplar?”. Preguntas a las que se pueden añadir otras, interminablemente. De existir, ¿será el ejemplar de la reina idéntico al que estaba en manos de Kraut? ¿Se habría apoderado subrepticiamente Bordonau del ejemplar de Kraut, dejando en sus manos un apócrifo? De haberlo hecho, ¿cómo operó el reemplazo? ¿Y si había efectuado una lectura a distancia del manuscrito? Quizá contaba con los conocimientos mágicos de John Dee… Etc. etc.

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Page 66: El Caso Voynich

que en el manuscrito aparezcan gran cantidad de plantas distintas (lo que haría

pensar en un herbario medieval típico), diagramas astrológicos y lo que semejan

“recetas” (…) hace pensar en un colectivo de personas eruditas y con una amplia

biblioteca a su disposición (…) ¿Qué tipo de colectivo contaba con cuatro o cinco

personas capaces de elaborar un sistema criptográfico complejo y sabían utilizar

signos latinos y alquímicos para escribir un manuscrito misterioso? Un

monasterio medieval, lugar de refugio de la cultura en tiempos de guerra y

calamidades…”, escribía el articulista. Pero, tras enunciarla, continuación se

negaba a considerar tal posibilidad, asegurando que ningún abad sensato

distraería una parte importante de su fuerza de escribas y copistas para elaborar

una obra repleta de conocimientos extraordinarios o diabólicos, expresados de un

modo que volvía su lectura un ejercicio absurdo. Para Violat Bordonau, ese

equipo o “colectivo” pertenecía al equipo de ayudantes de Simón Bakalar Hájek,

y por lo tanto el libro sería ni más ni menos que un compendio, una enciclopedia,

un manual, o la copia en limpio de un simple “diario de tareas” escrito en una

lengua sintética, que detalla los experimentos llevados a cabo en su laboratorio.

Incluso, en una de las páginas del Manuscrito, se alcanzaba a leer la firma del

alquimista, aunque borroneada por las emulsiones químicas que en su momento

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desparramara imprudentemente Voynich sobre el material a efectos de exaltar el

cromatismo de los pigmentos …9

Kraut no quiso saber más. La explicación era terriblemente decepcionante. Quizá

era tarde en su vida para admitir algo elemental: la condición de existencia de un

misterio depende de su capacidad de resistir los intentos por develarlo, y no a la

inversa. Ahora que se hallaba en la situación de tener que aceptar, mal que le

pesara, que las explicaciones de Francisco A. Violat Bordonau convertían todo el

asunto en un trajinado enredo menor, entendía mejor que antes la oscura faena de

Manly. John M. Manly había descubierto en su momento que no importa la

naturaleza de aquello que cortejamos; todo saber al respecto se limita a

permanecer en silencio. Al no decir lo que comprendió, Manly había cumplido su

parte en la tarea. Y aún más: al callar, se había transformado en el núcleo del

asunto. El había sido el Manuscrito Voynich, un libro que, con su resistencia

extraordinaria a ser traducido y clasificado, se había construido como una fuerza

casi sobrenatural, una cosa que detentaba capacidad y determinación.

Fue por eso (se decía ahora Kraut), fue para preservar esa reserva que, cuando

Newbold anunció que estaba cerca de acceder a una interpretación plausible del

texto, Manly decidió disuadirlo recurriendo primero a la burla, luego a la

difamación y a la amenaza, y cuando éstas no surtieron efecto –porque Newbold 9 En 1518, Simón Bakalar Hájek fundó su gabinete de estudios y prácticas alquímicas en la ciudad de Praga, ciudad donde se casó y tuvo a su hijo Tadeus Hájek, quien años más tarde se convertiría en la personalidad dominante de la corte de Rodolfo II. Según Violat A. Bordonau, fue en 1584 cuando Tadeus cedió a su erudito amigo John Dee el libro que heredara de su padre y que no había sabido traducir.

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prometía verdades y revelaciones, estaba a punto de abrir la boca y arruinarlo

todo-, lo mandó matar.

¿Debía Kraut entonces convertirse una cadena más de esa tradición reciente,

aceptar que él era el avatar contemporáneo de Manly, el responsable actual de

proteger el silencio acerca del Voynich, el encargado de ser ese silencio?

En este punto, no es ocioso recordar que mientras Kraut se hacía estas preguntas

estaba vivo, por lo que tales cuestiones se formulaban antes de que la señorita

Hilbe Goldefer descubriese que era el propio Manuscrito Voynich el que hacía

algo, ya con el propósito de llamar la atención del mundo, modificar el curso de

la historia contemporánea, anunciar el advenimiento de una nueva era, o por lo

que fuese... A consecuencia de su prematuro, trágico fallecimiento, Kraut no tuvo

que razonar las consecuencias de esta novedad que transformaba la perspectiva

desde la que debía encararse el abordaje del Manuscrito -ya no sólo como materia

inerte y portadora de sentidos, sino como ente.

Por fortuna para su memoria, entonces, Kraut no tuvo que enfrentarse a la

disyuntiva acerca de si debía asesinar o no al señor Bordonau y a la señorita

Hilbe Goldefer.

De todos modos, en el presente histórico de aquella vida que en poco le iba a ser

arrebatada, Kraut se sentía agotado. De pronto, la aparición del artículo lo había

hecho sentirse inútil y sin función visible. En esas circunstancias, cierta cálida

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Page 69: El Caso Voynich

noche del mismo mes de abril en que murió víctima de un incendio voraz –o tal

vez quemado por la devoción al Manuscrito-, aceptó la propuesta de Carl. F.

Nachtenberg, uno de sus amigos más fieles. Nachtenberg era físico atómico,

dipsómano, drogadicto y mujeriego. Fueron a relajarse a Die Roite Katchke.

El cabaret, una derivación impensada de la típica cervecería muniquesa donde

Adolf Hitler inició su campaña por la purificación mundial, era una especie de

galpón con techos de chapa de donde colgaban luces estroboscópicas. Paredes

rojo sangre. Las empleadas del lugar, apenas vestidas, giraban alrededor de las

mesas pidiendo tragos y vendiendo cigarrillos. Algo de esa rotación recordó a

Kraut las ilustraciones del Manuscrito. Cosmogonías imprecisas, alta cultura y

vaginas bajas. Sólo faltaba engarzar a las prostitutas con fuentes y tubos. A riesgo

de cansar a Nachtenberg con su monomanía, le comentó su reciente sospecha

asociativa:

- ¿Y si, tal como sospechó el propio Voynich al descubrirlo, el libro no es otra

cosa que un tratado pornográfico cuyas lecciones fueron encriptadas para

exclusivo consumo de lectores de "gustos especializados"? Una versión

occidental y enrarecida de textos tales como el Kamasutra o el Ananga Ranga…

Cada monosílabo ilustrando la esencial monotonía del coito…

- ¿Cada pol pol y chol chol y kees kees y dol dol como una expresión de éxtasis o

un instructivo acerca de las mecánicas de acoplamiento? ¿Todo eso en reemplazo

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Page 70: El Caso Voynich

del “me gusta” y del “dame más”? La sospecha es verosímil, no así tu expresión

de hartazgo y tu desencanto –contestó Nachtenberg-. Si el Manuscrito fuera

efectivamente un tratado acerca del sexo en el Medioevo, eso no lo convertiría en

un objeto degradado, en un mero manual instrumental. De una sola mirada,

pudiste advertir con qué amoroso cuidado, con qué dedicación el artista pintó a

cada una de las integrantes de esa exquisita colección de doncellas desnudas,

muy superior, por cierto, a la que dispensó a las semillas, circulitos estelares y

ramitas que ocupan el resto de las ilustraciones. Por eso, en algún sentido juraría

que el hecho de que el Manuscrito esté encriptado, más que sugerir prueba que es

un libro sobre el placer sexual. Quizá lo escribió un monje para librarse durante

un tiempo del yugo de la Iglesia sin dejar de pertenecer a ella. Eso explicaría

también el anonimato del autor…Y eso supone también otras consideraciones. La

moral cristiana, que coloca al placer en los dominios del pecado, captura incluso

a los remisos. Y eso fue exactamente lo que te sucedió. Durante décadas viviste

en un trance sublime y doloroso, en el goce desasosegado de examinar un texto

que oculta sus secretos para volver más deseable la agonía que es su propuesta:

saber sobre aquello que es condición de un martirio eterno. De todos modos…

Nachtenberg estiró una mano para capturar una nalga esquiva que se alzó, cayó y

volvió a alzarse, apretada por la tensa red de unas medias negras caladas; la nalga

y su dueña pasaron fugaces; al trasluz, entre roce y roce de aquellos muslos,

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Page 71: El Caso Voynich

Kraut creyó ver el brillo de un hilo, el descenso de una araña. Nachtenberg, que

ya había bebido un par de copas de sliwowitz, hizo una seña a otra mujer, que

servía a unos metros de allí y que se acercó mientras él continuaba:

- Creo entonces que podemos deducir con cierta razonable certeza que el texto

que te tiene a mal traer fue elaborado dentro del ámbito del más cerrado

catolicismo. Muy otra hubiese sido la cuestión si hubiese sido producido en el

marco de alguna de las sectas que creen que el desenfreno sexual debe ser la vía

regia de acceso a las verdades últimas… En ese caso, mi querido amigo, a

cambio de esa insatisfacción que te devora el alma por haber dedicado tu vida a

lo que temes no sea sino un simple inventario de penetraciones, estarías orgulloso

de haberla sacrificado en pos de algo “verdaderamente importante”….¡Aunque

en el fondo se trataría de lo mismo!

En ese momento, la alternadora se ubicó junto al físico atómico y empezó a

conversar. Hablaba volublemente, distraída de sí, en una lengua dulce y

melodiosa, y cada tanto reía mostrando una dentadura que de tan blanca parecía

falsa. Le estaba explicando a su cliente cómo, remontándose en la cadena de sus

ancestros, había llegado a descubrir que era la única y legítima descendiente de

Jesús y María Magdalena. Nachtenberg, que apenas si la escuchaba, esperó a que

terminara de hablar y le tendió algo que ella sostuvo en la palma de la mano. Era

un objeto cónico, una masa densa de cristal oscurecido que en su interior parecía

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Page 72: El Caso Voynich

contener algo parecido a las imbricadas figuras geométricas de Kepler. Andrea

Rozinha se maravilló de su suavidad y de su peso, y dijo que sí a la propuesta que

en voz baja le formuló Nachtenberg: por un buen precio estaba dispuesta a hacer

cosas raras.

Nachtenberg y Kraut la vieron sonreír de nuevo, levantarse de su silla, inclinar la

cabeza y desaparecer tras de una cortina negra. En un rato le tocaba subir al

escenario. Kraut quiso saber qué le había dado su amigo.

- Plutón, infinitamente condensado –dijo Nachtenberg. Y siguió con el asunto

que venía desarrollando:

- ¿Por qué estás sufriendo, ahora? ¿Por la eventualidad de que alguien se te haya

adelantado…? No. Tu vínculo con el Manuscrito Voynich actualiza las relaciones

siempre complejas entre vida, mística y arte. El modo en que abandonaste todo

para ocuparte de ese libro reproduce el comportamiento ascético que adoptan los

espíritus religiosos para conectarse con Dios…

- ¿“Conectarse”? –preguntó Kraut.

- …Claro que esa experiencia es inefable, y palabras como “éxtasis”, “extravío”,

“pérdida” o “disolución”, que el común de los mortales aplica a momentos tales

como el sueño, el orgasmo y la muerte, sólo pueden ofrecer una pálida idea

aproximativa. Sí. El contacto –la “conexión”- es la promesa de un acontecimiento

que finalmente no se produce. O al menos no hay evidencia de que alguna vez se

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Page 73: El Caso Voynich

haya producido. Y ese diferimiento es lo que crea todo el resto: la ausencia

palpable de Dios convierte a aquel que lo anhela con loco ardor en un

desesperado. Quien busca a Dios y no lo halla, en algún momento del camino se

ve obligado a obtener y ofrecer garantías de que ese encuentro se verifica en

algún punto del espacio o del tiempo…

Alentado por el locutor, Nachtenberg se detuvo un instante para celebrar el

cambio de bailarina. Alzó su copa, gritó bravo, bebió y aplaudió. Andrea Rozinha

empezó su rutina con un leve desajuste respecto de la música. Parecía querer

adelantarse a la marcación rítmica y a las demandas de la melodía. En pocos

segundos estaba desnuda, con las manos en la cintura, y con gesto provocativo

alentaba al público a que le dijera si alguna vez había visto un pubis tan dulce y

jugoso como el suyo. Dicho esto se acostó en el escenario y giró en círculo sobre

el tapete de terciopelo, mostrando sus interiores a la altura de las mesas. A Kraut,

la miopía y el disgusto lo inhibieron de aceptar el desafío. Pero no era el caso del

resto de los clientes, que se entusiasmaron cuando Rozinha, apoyándose sobre

los omóplatos y los dedos de los pies, elevó las caderas, favoreciendo la

exhibición, al tiempo que con su mano (y era perceptible el esfuerzo) levantaba el

objeto que le diera Nachtenberg y de un solo envión se lo introducía en la argolla.

El físico atómico continuó:

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Page 74: El Caso Voynich

-….En ese sentido, es tan cierto que nunca podremos afirmar que la fusión con el

Señor existe realmente – de verificarse un contacto, nadie podría demostrar que

se ha producido con el Altísimo y no con cualquiera de entre la legión de

demonios o ángeles advenedizos que pululan en las jerarquías celestiales

usurpando su apariencia-, como que es la falta de una confirmación, jamás

suplida por los rituales religiosos, lo que fatalmente convierte al que busca y no

encuentra en un artista del procedimiento. En efecto: la literatura mística se

propone como un riquísimo catálogo de los métodos que utilizan los practicantes

para obtener el resultado perfecto. Naturalmente, así como disfrutamos de su

variedad de recursos, debemos aceptar también la debilidad intrínseca del género,

que nace del temor al fracaso de la causa última o a la constatación de su carácter

ilusorio, doble fantasma que habita a sus cultores, quienes se ven obligados a

recurrir siempre a una conclusión optimista, destinada al consuelo o engaño de la

mayoría de los lectores de esta clase de literatura. Pero son esos finales, esos “…

y entre las nubes estaba El Señor”, y “las dos vírgenes se abrieron ante mí y yo vi

que una paloma atravesaba el cielo azul radiante para perderse en…”, los que

agotan la paciencia del lector culto…

- Hablando de resultados –dijo inquieto Kraut-, ¿qué esperabas de tu gestión con

la bailarina?

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Page 75: El Caso Voynich

Nachtenberg volvió a mirar a la escena, donde Andrea Rozinha, tras una serie de

contorsiones que parecían augurar el ingreso a un estado de extravío, éxtasis o

disolución, estado que al parecer había provocado introduciendo, extrayendo y

volviendo a introducir con velocidad creciente el cono de cristal en su interior,

accedió a un modo de vinculación con el objeto que el propio Nachtenberg no

vaciló en calificar de extraño: la bailarina padecía o se producía unas

convulsiones que venían acompañadas de un temblor generalizado de los

miembros, y de una especie de acceso de pánico que la llevaba a gritar en su

lengua comentarios alarmantes acerca de lo que estaba viviendo:

- Arde –decía. Y pedía que por favor alguien la ayudara.

Nachtenberg se mostró alarmado pero no hizo nada al respecto. Incluso detuvo a

Kraut, que quería ir en auxilio de la mulata:

- Prudencia –murmuró-. Nunca, in media res…

Y bebió de un trago el resto de la copa, simulando abstenerse del resto. Claro que

en medio del caos nadie había reparado en que la responsabilidad inicial de lo

que ocurría era atribuible a Nachtenberg, quien creyó conveniente proseguir su

exposición:

- Si la literatura mística ocupa, en el fondo, un orden inferior en las categorías de

la experiencia estética, es debido a ese afán utilitarista, que convierte a sus

autores en agentes de un plan de conversión universal a cambio de guiarlos hacia

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Page 76: El Caso Voynich

las cimas más exigentes y exiguas del artista responsable, que sólo puede

conducir a los lectores a la degustación del manjar que se obtiene siguiendo su

trabajo. En una primera conclusión: si el propósito de toda literatura mística fuera

el de reducirse al silencio final, anulándose al desembocar en el encuentro con

Dios que se representa en el goce babeante de la imagen escultórica de Bernini,

para conseguirlo no habrían sido necesarios los trabajos de la misma Teresa ni los

recuentos prolijos e increíblemente exhaustivos de Ignacio de Loyola, entre

tantos otros santos. Bastaría con callar y listo. Pero el verdadero afán no se sacia

con esa identificación entre deseo y resultado. Que exista la literatura mística y

no el silencio indica precisamente un triunfo de la forma y no de la experiencia

que se pretendía representar...Un pensamiento banal apostaría al reino de la

simulación, alzado como un telón luego de las esperanzas defraudadas: la

santidad como estadio superior del snobismo. Pero no voy a extraer una segunda

conclusión apresurada. ¿O no es acaso tu vínculo con el Manuscrito Voynich un

ejemplo de la impertinencia de toda finalización? Dicho de otro modo, ¿no es

necesario pensar que el Voynich…?

- Arde –volvió a decir Andrea Rozinha mientras se retorcía. Luego agregó: -Arde

mucho. –Y a partir de ese momento sus convulsiones adquirieron la característica

de la distorsión y el laceramiento, su cuerpo empezó a desgarrarse, y en algún

momento los contenidos del interior excedieron los límites de su continente,

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Page 77: El Caso Voynich

bañados como estaban por sus propios líquidos, más las humedades que les

aportaban la sangre y la grasa. El fenómeno parecía corresponderse con un

movimiento tectónico, si bien, en medio del griterío general, no podían

escucharse los rumores y burbujeos propios de una explosión, que de todos

modos estaba sucediendo. Andrea Rozinha reventó en decenas o cientos de

pedazos. Kraut vio pasar volando el hígado, limpiamente cercenado, que fue a

estamparse contra la pared y, por la fuerza del impulso, quedó adherido allí, ocre

contra fondo rojo, antes de caer al piso. Durante los instantes que duró la

adherencia de esa masa de carne, Kraut pudo ver (y esa fue su iluminación, más

que un real suceso perceptivo), un mapa que le recordaba algo, el diagrama de un

sueño.

En medio de la confusión, los dos amigos escaparon sin problemas. El impacto

de los hechos los obligó a buscar refugio en otra cervecería. Era más sombría y

más íntima, y a cierta distancia ya no podían verse las caras de las personas que

se tomaban de las manos. El físico atómico estaba consternado por lo ocurrido.

Lo llamó “un accidente imprevisto”.

- ¿Dios? –dijo-. Di por hecho que mi invención había soportado la suficiente

cantidad de pruebas de laboratorio como para garantizar la repetición de sus

éxitos bajo la forma de una especie de Big Bang a pequeña escala, capaz de

expandir y recomponer instantáneamente la materia, a imitación del modelo en

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Page 78: El Caso Voynich

que se demora el Universo. Que eso no hubiese ocurrido, que Andrea Rozinha

hubiese terminado disgregada y no reagrupada, me da que pensar. ¿Habrían

hecho falta, previamente, una serie de análisis adicionales? ¿O esto, más que una

chapucería, es una tardanza temporal? No podemos anticiparlo ni seguir sus

posibilidades, y esto clausura el experimento, pero tengo la esperanza de que la

muchacha se juntará más tarde en el camión de los bomberos, en la sala de

autopsias, en el cementerio o en el día mismo del Juicio Final…

Kraut ya no escuchaba a su amigo; ni siquiera se le ocurrió reprocharle que

utilizara a la humanidad como conejillo de indias. Estaba flotando en la

consideración de la perspectiva que había abierto el asunto. Un cuerpo expandido

y luego recompuesto suponía un principio de identidad. Pero si –como en este

caso había ocurrido por azar o descuido- sólo se verificaba el primer paso y no el

segundo, si el cuerpo quedaba escindido, ¿no habría luego una posibilidad, al

menos hipotética, de proceder a una recombinación distinta a la que alentaba

Nachtenberg, una que alterara el orden previo de las partes y permitiera a nuestra

especie humana acceder a un principio angélico, a un Hombre Nuevo…? Se

trataba de permutaciones de infinidad de elementos. En principio, claro, había

que separarlos sin disgregación. Y luego proceder a…Y con el Manuscrito

Voynich, lo mismo.

Se trataba de volver a los orígenes.

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Page 79: El Caso Voynich

Había que releer la Cábala, regresar a Abulafia.

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Page 80: El Caso Voynich

Puesta figuradamente en puntas de pie, y parada sobre sus propios hombros,

durante los meses en que se volvió famosa por haber descubierto las cualidades

trópicas del Manuscrito Voynich, Hilde Goldefer concibió una epopeya del

sentido común contemporáneo que la trasladaría de bibliotecaria suplente a

directora de un organismo de primera categoría. Noche tras noche, el insomnio la

llevó a trabajar los detalles hasta que pudo vislumbrar la íntegra pureza de la

totalidad. Se trataba de construir un Museo dedicado al Manuscrito. Allí, con

tiempo y espacio para hacerlo, el Manuscrito podía moverse, saltar, girar y bailar

si quería. En realidad, podía hacer lo que se le diera la gana, porque ella estaría

en el lugar, dedicada a protegerlo…

El proyecto despertó el interés del nuevo Ministro de Cultura, Werner von

Badenbrock, quien necesitaba de un elemento que diferenciara su gestión de las

anteriores; la exhibición del Voynich, además, podía resultar política y

administrativamente rentable: el cobro de entradas solventaría el ingreso a las

distintas salas donde proyecciones holográficas de actores célebres,

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Page 81: El Caso Voynich

caracterizados como las figuras que a lo largo de la historia intentaron descifrar

los secretos del Manuscrito, harían las veces de guías, contando la naturaleza de

sus indagaciones y los motivos por los que no habían llegado a un resultado

concluyente. Tras ese recorrido didáctico, los visitantes pasarían a un gran parque

repleto de vegetaciones producidas en base a injertos y mutaciones imitativas de

las frankenplantas. Desde allí, luego de un agradable paseo conducido por

jóvenes estudiantes de historia ataviadas y peinadas al estilo fin de siglo XVI, se

ingresaría al núcleo central o madre del Museo: el edificio donde se expondría el

Manuscrito Voynich.

Por adhesión sentimental a los proyectos monumentalistas-alegóricos que

florecieron durante los años dorados de su infancia, Hilbe Goldefer había

imaginado para el edificio una superficie central maciza de doscientos cincuenta

metros de diámetro, rematada por una cúpula de doscientos veinte de altura. El

sancta sanctorum o centro numinoso sería una sala oval, de pisos de mármol

blanco, contenida o condensada por la cúpula, como si naciera de ella, al modo

de la prolongación esferoide de una nave espacial. Hecha enteramente de vidrio,

la cúpula permitiría que el sol iluminara a pleno el ámbito, produciendo en el

visitante la sensación de estar flotando sobre un ambiente espiritual, sensación

que se intensificaría durante el curso de la noche, gracias a la disposición

estratégica de unos faros que proyectarían sus haces uniéndose en el cielo

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Page 82: El Caso Voynich

estrellado como una catedral de luz infinita, y que en su núcleo sensible y vivo

diseñarían con precisión abismal los contornos del Manuscrito.

Y por fin, el altar. Sobre una mesa de acero inoxidable, protegida por una caja de

cristal blindado y abierta en una página cualquiera, estaría la cosa en sí, el propio

libro, con su irritante misterio y su modesta materialidad. De fondo, alguna

música adecuada, acuática…Haydn, Haendel…

El ministro estaba entusiasmado con la propuesta. No obstante, antes de dar su

aprobación, hizo circular la carpeta de la señorita Goldefer entre un grupo selecto

de asesores, quienes concluyeron que se trataba de una buena idea, pero

desaprovechada, y sugirieron vincular orgánicamente el Proyecto Voynich con el

que llevaba adelante el Departamento de Gestión Pública de la Subsecretaría de

Acción Social y Recreativa, convirtiéndolo en un modelo de Parque Temático de

Nuevo Tipo, y potenciando sus posibilidades desde una perspectiva didáctica

moderna que aunara el entretenimiento con la enseñanza. De hecho –informaron-,

los grabados del propio Manuscrito invitaban a seguir esa tesitura: las secciones

de Agricultura o herboristería -o lo que fuesen- podían resultar perfectas

ilustraciones de las distintas metodologías que empleara la humanidad para

resolver el problema de la subsistencia, desde los primeros cultivos neolíticos

hasta las últimas experimentaciones en manipulación genética de cereales (que el

Voynich parecía anticipar); las ilustraciones cosmológicas “exigían” una zona del

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Page 83: El Caso Voynich

Parque abierta a la enseñanza del origen y la evolución del Universo, formación

de galaxias, descubrimiento de nuevas constelaciones, etcétera, lo que requeriría

de la construcción de un planetario con secciones que en sus respectivas vitrinas

alojaran desde los antiguos instrumentos de óptica hasta reproducciones a escala

de los telescopios más modernos, polvo estelar guardado en frascos esterilizados,

fragmentos de meteorito o incluso meteoritos enteros, una reproducción a escala

en yeso del pie de Neil Alden Armstrong, el primer astronauta que pisó la Luna...

Así también, las ilustraciones extrañas, inclasificables, “reclamaban” ser

utilizadas para instruir al visitante en los avatares de la ciencia y la medicina, lo

que obligaba a desarrollar enérgicamente otra sección destinada a convertirse en

uno de los grandes éxitos del Proyecto V. En esa sección, alumnos avanzados en

física y química, cubiertos con imitaciones de las túnicas mágicas que usaban los

grandes alquimistas del pasado, y provistos de tubos de ensayo, destiladores,

retortas y alambiques, darían una clase práctica sobre las técnicas medioevales de

transmutación del oro en plomo y el plomo en oro…

Como en tantas otras ocasiones, fue la amplitud del espectro lo que hizo vacilar a

Werner Von Badenbrock, sin contar con la molestia constante de tener a Hilde

Goldefer, que zumbaba alrededor de los despachos solicitando pronta resolución

a un tema que ya estaba muy lejos de permanecer en la órbita de su inexperiencia.

A esto se sumaron detalles nada menores.

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Page 84: El Caso Voynich

La idea inicial fue la de construir el Parque Temático en las instalaciones

abandonadas de alguna extinta base militar de la difunta Alemania Oriental, pero

la especulación inmobiliaria había disparado hacia las nubes los precios de los

terrenos en la patria reunificada, por lo que un proyecto tan oneroso debía sin

duda someterse al examen del Ministerio de Economía y Finanzas, y hasta recibir

el visto bueno de ciertos estudios de factibilidad alentados por las aves de rapiña

que habitaban los pisos altos del Ministerio de Economía. Nadie ignora entonces

de donde vinieron los primeros reparos, que suspendieron provisoriamente la

ejecución de los bocetos y maquetas que el propio Ministro había encargado al

estudio de Albert Speer hijo -autor de la ciudad satélite Luchao Harbour (próxima

a Shangai)- aún al costo de tener que desembolsar los costos concomitantes.

Centralmente, el argumento aducido para demorar la puesta en práctica del

emprendimiento se hacía fuerte en el problema de la “representación”, en la

delicada relación entre el costo y el beneficio, y en el tema de la escala. En los

papeles, el Parque Temático Voynich había alcanzado unas dimensiones que

quintuplicaban las de Disneyworld, pero esa expansión elefantiásica no

garantizaba una circulación de visitantes proporcional al espacio recreativo que

les estaba destinado. La inversión podía ser astronómica y los resultados

catastróficos. Por un sencillo motivo: todo el mundo conocía al criogenizado

Walt Disney, todo el mundo recordaba su sonrisa y sus bigotes y a nadie se le

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Page 85: El Caso Voynich

escapaba la celebridad que había alcanzado gracias a sus dibujos y películas y a

su complejo de diversión para niños. En cambio el Proyecto de Parque Temático

Voynich, ¿qué cara tenía para exhibir? ¿Qué imagen resumía su diversidad y

sintetizaba su oferta? ¡No sólo se carecía de lo elemental, un retrato confiable que

revelara las facciones del autor del Manuscrito –aunque sobraban los óleos con

caras anónimas pintadas por centenarios retratistas ignotos, se podía elegir uno

cualquiera, al voleo-, sino que ni siquiera se podía ofrecer un dato acerca de su

biografía o los motivos por los qué había escrito ese libro! En otros términos, no

había nada. “¿Cómo puede haber imaginado alguien –terminaba el informe final

del Comité de Seguimiento Interministerial, que en las altas esferas gubernativas

tenía carácter de dictatum- que la administración presente se apartará de un

manejo sensato de la cosa pública y someterá al erario nacional a la desaforada

financiación de ese ruinoso monumento a la incertidumbre?”

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Page 86: El Caso Voynich

Para la época en que el peregrinaje de la señorita Hilbe Goldefer por distintas

oficinas del registro de Marcas e Ideas se vio interrumpido a causa de su

accidente (¿Qué es esa mano…?”), la paralización del Proyecto de Parque

Temático Voynich ya era un hecho. No obstante, ni la caída fatal del tranvía

eléctrico, ni la sorpresiva renuncia de Werner Von Bradenbrock a la titularidad

del ministerio, impidieron que el Manuscrito continuara produciendo sus efectos.

Se empezó a murmurar que había más de uno, más de dos Manuscritos Voynich.

Muchos, tal vez, quizá infinitos, y estaban desparramados por la tierra -como si el

sentido amara por sobre todas la figura de la hipérbole. Cada una de estas

versiones podía ser idéntica o poser alguna diferencia respecto del resto, de

acuerdo a los errores, distracciones o decisiones de los copistas. En cuanto al

Manuscrito “conocido”, podía ser también –o no- el original, el primero, el

verdadero, pero existían muchas posibilidades (a la n potencia) de que resultara

una copia defectuosa, incompleta, falsificada. En todo caso, haciendo la reserva

de la corrección última que podría proporcionar su mensaje aún no develado, lo

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Page 87: El Caso Voynich

que se daba por seguro era que el ejemplar de la Biblioteca de Munich aún

continuaba moviendo los libros de su entorno. Ese era un dato de la realidad, un

dato atendible: lo otro eran sombras detrás de la bruma, más abstractas aún que la

que empujó a la pobre bibliotecaria…. ¿Cómo saber, en rigor, si esa capacidad

del Manuscrito era propia, conferida por un lazo silencioso establecido entre

todas las versiones existentes (si es que había tal cosa), determinada por un

“Manuscrito central” que se resguardaba de cualquier contacto y que organizaba

acciones particulares de cada Manuscrito secundario, al modo de las emanaciones

de los Sefirot o del esquema jerárquico de dioses con poder decreciente que

enseñan los gnósticos? (En el último de los casos, el Manuscrito que conocieron

desde el Duque de Northumberland hasta Hilbe Goldefer, y que apenas se mostró

capacitado para mover libros a paso de tortuga, sería aquel de menores atributos

dentro de la escala),

El primero de enero del primer año del nuevo milenio, resignado al

decrecimiento constante del llamado vocacional y de las limosnas de los fieles, el

Principal de la Orden de los Jesuitas decidió –entre otras medidas de recorte

presupuestario- convertir el convento de Mondragone en un hostal para el

turismo más exclusivo, atendido por hermanos legos y novicios que aún no

habían tomado los hábitos. Las reformas empezaron por las celdas (habitaciones

silenciosas y con vista al lago). Luego le tocó el turno al patio de los naranjos,

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Page 88: El Caso Voynich

que se refaccionó para brindar servicios de masaje tailandés y fangoterapia; el

refectorio se volvió salón de juegos, y por fin la biblioteca –próximo restaurant

de fusión étnica- recibió la visita de los albañiles, que empezaron a vaciar los

estantes mientras el padre Orlando Bloom comprobaba que cada ejemplar se

correspondiera con su ficha. Durante ese operativo, entre tanto papel que fue a

parar al fuego, apareció una carta, la segunda, del padre Marci, dirigida también a

Athanasius Kircher.

Estaba ajada, consumida por la polilla.

En esa carta de despedida (“Escribo con una mano en la pluma y un pie en la

tumba”, era su comienzo), Marci se dedicaba a inventariar los rencores de toda

una vida, dirigidos uno tras otro, como saetas, contra su destinatario. Sin ser soez,

Marci era explícito. Reconocía que la razón principal de su inquina era mera y

corrosiva envidia, que había apestado su alma a causa de la celebridad que ganara

Kircher en la lingüística, celebridad que juzgaba injusta o exagerada, si se la

comparaba con su propios restallantes méritos y su anonimato en la misma

disciplina. En la curva grafía latina se veía cómo el odio había trabajado cada

letra hasta deformarla, pero también se leía la maquinaria del remordimiento,

cuyos dientes destrozan al rencoroso. Y sobre todo, se detectaba el esfuerzo por

dominarse. Por eso, tal vez, luego de la recensión de sus motivos, la carta se

desbarrancaba en imploraciones y lamentos, en un evidente y asqueroso tono

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Page 89: El Caso Voynich

compungido, de falsa elevación espiritual, que parecía imperar a pedido del

confesor, y como requisito previo a recibir la extremaunción. Pero en lo

sustancial la carta había sido escrita para que el remitente admitiera la urdimbre

de su venganza. “Yo inventé el Manuscrito en todos y cada uno de sus detalles,

desde el arte pictórica hasta el decurso monótono de su lengua, todo con el

propósito de poner a prueba tu infalibilidad”, escribía Marci en el párrafo menos

exasperante.

Lo que el remitente había esperado, en el fondo, era que, una vez tuviera la obra

fraguada entre sus manos, la soberbia del destinatario, la fe ciega en sus propias

capacidades, lo llevara a encontrar o fabricar un sentido para ese texto que no lo

tenía, y que esa misma soberbia y ese respeto sumiso por su propio prestigio lo

impulsara luego a difundir públicamente los resultados. Y ahí sería llegado el

momento de su revancha. Cuando Kircher estuviera haciendo sonar las trompetas

de su gloria a lo largo y lo ancho de toda Europa, él, Johannes Marcus Marci,

rector de la Universidad de Praga, por amor a la verdad revelaría al mismo

tiempo la factura fraudulenta del Manuscrito, su condición de artificio sin más

propósito que la burla universal de su enemigo, y demostraría así su propia

supremacía en la materia. Por supuesto, llegado a este punto de la confesión,

Marci se deshacía en disculpas por haber pergeñado esa artimaña, se golpeaba

figuradamente el pecho acusándose de fatuo y de pecador, para después pasar a lo

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Page 90: El Caso Voynich

que de veras le importaba, aquello que ahora lo llevaba a este acto de contrición:

la falta de respuesta de Kircher. ¿Desde el principio habría comprendido quizás

el gentil interlocutor la naturaleza engañosa del Manuscrito? ¿Lo había

sospechado siquiera cuando lo examinó? ¿Por qué no se dignó contestar? ¿Por

qué ni siquiera envió un simple acuse de recibo, una catarata de insultos? El

silencio de Kirchner -la indiferencia de Kircher, el desdén de Kircher, el perdón

anticipado de Kircher- había envenenado sus días, y era por eso que, además de

solicitarle su perdón, en este momento final le rogaba, hundiendo la cara en

ceniza imploraba le dijera si finalmente se había vuelto su lector: si había

advertido el supremo y amoroso afán que él, el pobre, triste, infeliz y solitario

Johannes Marcus Marci había dedicado a su estafa, si había notado Athanasius

los primores de su confección, la astucia de la combinatoria de las letras, el arte

de los dibujos, la interminable cadena de alusiones de los diagramas...

La respuesta de Kircher a esta nueva carta, si es que la hubo, no le llegó nunca.

Lo que no deja de plantear una pregunta adicional. ¿Fue la de Marci una

confesión verdadera, una explosión de su alma acechada por la inminencia del

fin, o se trató por el contrario de la última maldad de un resentido? En el segundo

caso, plantar en el ánimo de su adversario exitoso y sobreviviente la certeza de

haber sido burlado, sería el exquisito gesto de despedida de un moribundo

perverso… Claro que su eficacia dependía de que Kircher le creyera…

90

Page 91: El Caso Voynich

Quién engañó mejor a quién y a favor de cuál de los rivales se resolvió esa

apolillada disputa centenaria, es cosa que no puede saberse. El único elemento de

juicio con el que contamos nos lo proporciona la evidencia de que, salvo por la

palabra del propio Marci, no existe prueba alguna que certifique que el

Manuscrito Voynich es de su autoría.

Pero, ¿existió la palabra de Marci?

91

Page 92: El Caso Voynich

Por supuesto, no cabe duda de que el propio rector Johannes Marcus Marci

existió. Cientos de fuentes así lo atestiguan. Pero las opiniones divergen en

cuanto a la autenticidad de la carta dirigida a Athanasius Kircher. Algunos

especialistas consideran que fue fraguada con el propósito de exaltar las

dificultades del texto y de engañar a los desconfiados de siempre, llevándolos a

evaluar la posibilidad de que Marci se hubiese atribuido la autoría del Manuscrito

para desviar la atención respecto de quien sería su verdadero autor, Roger Bacon.

Una típica operación de encubrimiento de la que se ignora la causa. ¿Es Bacon el

autor de un libro cuya invención Marci se adjudicaba in extremis para burlarse de

su enemigo Athanasius Kircher, o es falsa la carta de Marci, falsas sus

92

Page 93: El Caso Voynich

explicaciones y sus rencores, y entonces el autor de ambos textos resulta una

tercera persona cuya identidad aún permanece en las sombras?

La cuestión exige un examen cuidadoso.

En un artículo reproducido por Cryptología, Michael Barlow afirmó que pese a

que el Manuscrito Voynich transmitía una sensación de coherencia interna, de su

examen e intentos de traducción nadie había podido deducir más que

agrupamientos silábicos inconexos o fragmentos de tonterías, por lo que el libro

no sería más que un alevoso artificio destinado exclusivamente a producir los

fascinantes efectos propios de la proximidad inminente de la revelación de un

significado, sin poseerlo en absoluto. Ante la observación de Barlow, algunos

objetaron que el libro evidenciaba un esfuerzo compositivo demasiado serio

como para que se lo redujera a una fantochada. Los más memoriosos recordaron

que ya en 1639 George Baresch se había anticipado a una crítica semejante,

razonando que era tan prodigioso el esfuerzo dedicado a la creación del texto

(redacción, estilo, longitud, invención del idioma, ilustraciones), que su

realización carecía de sentido si no implicaba la existencia de algo de genuina

importancia que imperiosamente necesitaba ser preservado o transmitido.

Sin ánimo adoptar una u otra posición, debemos no obstante admitir que, en

primera instancia, el requisito básico para el éxito de una operación fraudulenta

es que parezca no serlo. Pero también podríamos suponer, siguiendo a Barlow,

93

Page 94: El Caso Voynich

que si existe algo de supremo valor, algo digno de ser mantenido oculto, su autor

bien puede haber pensado en encubrir su secreto disimulándolo bajo una forma

carente de toda relevancia. Como una carta esconde la noticia de hechos

fundamentales exhibiéndose sucia y pisoteada sobre una mesa ratona para que su

aspecto la haga pasar desapercibida. Desde ese punto de vista, el Manuscrito

Voynich se coloca en un punto de indeterminación: al presentar un aspecto

escandalosamente llamativo, alimenta la desconfianza. No se sabe si exhibe algo

para ocultar que no reserva nada salvo un balbuceo imbécil, o el mensaje más

importante de la historia.

La posibilidad de que el manuscrito Voynich fuese una falsificación la esbozó

por primera vez un general de brigada, Arthur Tiltman, en 1951. Pero quien

desparramó un espíritu de negatividad sobre el asunto fue el iracundo Robert

Brumbaugh, luego de que sus intentos de desciframiento del folio 751 dieran por

resultado: Líquido sirio materia líquido materia más sirio siciliano más sirio sal

europeo sueco…siciliano más sirio más ruso asiático siciliano sal líquido…

asiático italiano siciliano más sal…sal físico sal…siciliano sal…sal asiático…

materia más sal…italiano…siciliano sal asiático ruso más asiático sal líquido…

sal sal sal sal sal.

Brumbaugh afirmó que el manuscrito se habría creado con la intención de sugerir

la presencia de un significado subyacente pero accesible cuando, en realidad, no

94

Page 95: El Caso Voynich

existía ninguna información a deducir del examen de sus páginas. En su opinión,

gran parte del texto era falso, y el resto puro material de relleno. El texto falso

serviría para confundir a los criptoanalistas que, estimulados por la aparición de

ocasionales párrafos de escritura legible, creerían que el desciframiento completo

estaba al alcance de la mano. En The most misterious Manuscript, Brumbaugh

asegura que el mayor ejemplo de ese juego para engañar tontos se encontraba en

la última página del manuscrito, precisamente aquella en que, creyendo estar

dotado de la capacidad de los genios y la suerte de los primerizos, Newbold

supuso haber encontrado la secuencia de claves para demostrar su tesis acerca de

la autoría de Roger Bacon. Para Brumbaugh, la facilidad con la que Newbold

había efectuado ese desciframiento aportaba otra prueba más a la sospecha de que

el verdadero autor había puesto adrede la pista Roger Bacon con el propósito de

disipar las sospechas del fraude. El asignó el camelo a John Dee y a Edward

Kelly y atribuyó el motivo a la avidez monetaria del dúo.

Hasta aquí Brumbaugh. Volviendo a Barlow, éste tenía su propio sospechoso a

mano: el mismo Wilfrid Voynich. Más que ningún otro personaje relacionado

con el Manuscrito, Voynich tenía el motivo, la habilidad y la oportunidad de

perpetrar una estafa. ¿O acaso no comerciaba con libros antiguos? Gran parte de

los años que transcurrieron desde su llegada como refugiado a Londres hasta su

muerte en los Estados Unidos, los había pasado sufriendo agudos problemas

95

Page 96: El Caso Voynich

financieros. De haber podido vender el Manuscrito en 160.000 dólares, como era

su intención, esos problemas hubiesen desaparecido. Desde luego, una cosa es

comerciar con mercancías que produce un tercero y que los siglos gastan y

ennoblecen, y otra muy distinta producirlas uno mismo. ¿Estaba capacitado

Voynich para fabricar un manuscrito con todas las apariencias de lo antiguo?

Brumbaugh tiene sus razones para creer que sí.

Desde 1890 hasta 1895, Voynich colaboró con dos organizaciones clandestinas

de carácter antizarista: la Sociedad de Amigos de la Libertad Rusa y el Fondo

Ruso de Prensa Libre, actividades que le valieron su reclusión en Siberia y que

en Londres continuó, financiándolas en parte a través de las ventas de su librería

de Hammersmith; aún en 1895, pobre y en mal estado de salud, seguía

introduciendo en Rusia libros de carácter revolucionario. Sin embargo, en 1896,

había obtenido el capital suficiente como para abrir su primera librería de

anticuario en el número 1 de Soho Square. Es posible que exista una doble moral

en un sujeto que lleva una vida visible de comerciante de libros antiguos, y otra,

subrepticia, de activista político. Al menos, algunos de sus compañeros de

militancia atribuyeron su repentina solvencia financiera a la malversación de

fondos destinados a las tareas políticas subversivas. Como sea, en su carácter de

imprentero clandestino y de falsificador de pasaportes para la agrupación

izquierdista Proletariat, Voynich había adquirido conocimientos de química,

96

Page 97: El Caso Voynich

poseía la suficiente cantidad de vitela en sus sótanos como para armar una

verdadera fábrica de irreprochables originales de diversas épocas. ¿Habrá

Voynich ingresado en el arte de la falsificación a efectos de procurarse el dinero

suficiente como para restituir lo tomado por necesidad a las arcas de las

organizaciones en las que participaba? Para no hablar de la delicada implicancia

moral del hecho: el riesgo personal que corría en caso de no devolver lo

sustraído bien puede haberlo impulsado a producir un manuscrito cuya

ilegibilidad real disparara hacia las nubes los valores de mercado de todo libro

antiguo. Era un recurso brillante, extraordinario: lanzado el mito de la obra

indescifrable, ni siquiera necesitaba vender el Manuscrito; el precio asignado lo

ponía a él en el candelero y por arrastre encarecía al resto de su colección. Ahora

bien, en ese marco, ¿por qué inventar también, y dar a publicidad, una carta de

Johannes Marcus Marci, rector de la Universidad de Praga, que arrojaba una luz

negativa sobre el asunto? ¿Era por decencia y doblez, al mismo tiempo? ¿Quería

Voynich, al mismo tiempo, decir la verdad y mentir, reconocer la falsedad de su

manuscrito pero responsabilizar a otro del engaño? ¿Se trataba de un caso de

prudencia de perseguido, escrúpulo de pecador o exuberancia de artista? Aún

más… ¿Por qué creía que la multiplicación de atribuciones y la diseminación de

pistas ciertas, erróneas y extravagantes, incrementaba el valor del enigma y el

precio del libro?

97

Page 98: El Caso Voynich

Es posible que, finalmente, todos esos interrogantes tengan una respuesta menos

conjetural que melancólica. Tal vez Voynich nunca quiso vender el Manuscrito,

tal vez lo creó –si es que él lo creó- por motivos muy distintos de los comerciales.

Desde la aparición de la novela psicológica, sabemos que existen personajes que

sólo asesinan para cumplir el deseo de ser atrapados. ¿Cabe pensar en Wilfryd

Michal Habdank-Wojnicz-Voynich como una especie de Raskolnikov, alguien

que construyó un laberinto de palabras para que la fama de su invención recayera

al cabo sobre él y terminara llamando de nuevo la atención de la policía secreta

rusa, la criminal Ojrana? Parece, más que un propósito nimio, una elaboración

exquisita y aberrante, algo propio de un suicida timorato. Más legítimo en cambio

es imaginar que, harto de traficar con pergaminos amarillentos cuyo sentido final

sólo le interesaban a él y a los que eran como él, Voynich deseó por una vez ser

tenido por un mago capaz de crear una telaraña de ilusiones lo suficientemente

vasta como para atrapar al mundo en ella.

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Page 99: El Caso Voynich

III

99

Page 100: El Caso Voynich

Víctima del ritual de intercambios culturales y diplomáticos de costumbre, en

abril del 2002 la Cancillería alemana cedió el Manuscrito Voynich a cambio de

unas cartas sobre cría de hacienda vacuna en pastizales fríos redactadas por un

amanuense de Abraham Lincoln; la obra cruzó pomposamente el Atlántico, fue

recibida con las condignas reverencias, y al cabo de un discreto lapso de gloria

pública americana (que incluyó su exhibición respetuosa en un programa de

entrevistas televisivas nocturnas), terminó yendo a parar a la Biblioteca

Beinecke de Manuscritos y Libros Raros de la Universidad de Yale, donde se lo

anotó con la siguiente entrada de Catálogo:

MS 408. Europa central (?), s.XV ^^ exXVI (?)Manuscrito cifrado.Texto científico o mágico en una lengua desconocida, en cifra, aparentemente basado en minúsculos caracteres romanos; algunos eruditos creen que el texto es obra de Roger Bacon, ya que las ilustraciones parecen representar temas que, según se sabe, eran de su interés.

Sin embargo, cuando el destino de la obra parecía ser el de disfrutar por siempre

de la merecida serenidad de los objetos olvidados, dos especialistas, Gabriel

100

Page 101: El Caso Voynich

Landini y René Zandbergen, revolvieron de nuevo el avispero al organizar el

EVMT (European Voynich Manuscript Transcription), un convenio gráfico que

se ocupó de transliterar los glifos del Manuscrito a signos latinos (en mayúsculas

y minúsculas); posteriormente, un conjunto de expertos de todos los continentes

creó el European Voynich Alphabet, cuyas incitantes iniciales dan EVA y que

idealmente permite que cualquier persona pueda leer las páginas del libro y

elaborar y difundir su propia traducción del voynichés a todos los idiomas, entre

ellos el urdú, el quimau y el guaraní. Desde luego, la posesión del EVA no

garantiza resultados10.

10 Ponemos la tabla completa de equivalencias al alcance del lector, haciendo la salvedad de que, en razón de que se desconoce la clave en la que fue cifrado el Manuscrito, no se puede estipular los valores fonológicos ( sonidos) que hay que dar a cada signo:

No obstante esa dificultad que impediría leer o pronunciar las palabras escritas, el EVA hace posible precisamente eso: leerlas. El resultado carece de semejanza con cualquier idioma, actual o extinto, siendo único y con características propias (posibilidad de descomponer las palabras en tres partículas, repetición de palabras, aparición de palabras casi idénticas pero con una letra cambiada, etc.); un ejemplo de texto transliterado con E.V.A. es el que encabeza el folio 67 recto 1, de contenido presumiblemente astronómico o astrológico:

teeodaiin shey epairody osaiin yteeoey shey epaiin oían

daiir okeody qoekshg sar oeteody oteey keey keo keeodal

ycheo s o g cheos aiin okesoe aram shees dalaiin dam

cheodaiin chekeey sar air soar cheey dair cthey

Se puede decir que en este corto párrafo existe un abecedario limitado a 19 letras distintas ( si admitimos que sh, ch y cth representan una única letra), se repiten ciertas terminaciones (aiin o ey), la longitud de las palabras oscila entre 1 y 9 caracteres, algunas palabras se repiten en la misma frase (shey), las palabras parecen estar formadas siempre por la construcción raíz+terminación (os+aiin, ep+aiin, o+aiin, nada+aiin o dal+aiin) o

101

Page 102: El Caso Voynich

Así, gracias al EVA, la reserva de sentido que le había impuesto un ánimo

espectral dio paso por fin a un Manuscrito Voynich para millones. Dejemos a un

lado el desglose de sus aplicaciones comerciales (crucigramas, prendas

estampadas, thrillers metafísicos, ensayos de divulgación que mezclan a los

Templarios con el Santo Grial, al Baphomet con Miguel de Cervantes Saavedra,

etc.); pasemos por alto la vulgaridad de que cualquier objeto de apariencia

singular domine durante un tiempo el espectro de intereses de las mass media, y

detengámonos un segundo en su consecuencia más fructífera: el aumento

espectacular de la cantidad de entendidos que se aplicaron al asunto, y que apenas

nos permite reseñar de apuro los aportes más recientes –y en algunos casos, sus

respectivas detracciones.

Para empezar, citemos una traducción literal (pero ilustrativa) de la tajante

afirmación con la que el psicólogo ruandés Mbatu E’to pretende cerrar el tema:

“¿Libro? Autor. Lengua vacía. Entonces: interpretación-interpretación-

interpretación. Y así”. El corte de E’to no desmaleza perspectivas más facetadas.

En Pandora’s hope, James Finn asegura que el Manuscrito Voynich está escrito

en un hebreo codificado visualmente y que, usando EVA como guía, él pudo

transcribir cientos de palabras a esa lengua. La pequeña astucia del libro sería –

según Finn- que esas palabras se repiten con diversas deformaciones para

raíz+centro+terminación (tee+od+aiin, che+od+aiin).

102

Page 103: El Caso Voynich

confundir al lector. Jacques Guy aduce que la estructura del voynichés resulta

similar a la de muchas familias lingüísticas de Asia Oriental y Central, por lo que

el autor del Manuscrito habría sido un nativo del Lejano Oriente que vivió en

Europa o bien se educó en una misión (jesuítica) europea y que para entretenerse

decidió escribir el texto en una lengua natural exótica y con un alfabeto

inventado. En cambio, Rudolf Zylberstein asegura que la “palabra” frastraslafra -

de repetida aparición en el Manuscrito- es de origen indoamericano, lo que

probaría que antes de la separación de los continentes y el hundimiento de la

Atlántida hubo antiquísimas migraciones de esas poblaciones nativas hacia el

continente asiático y no a la inversa (esta hipótesis permite imaginar a las

pirámides egipcias como un testimonio expansivo de la civilización maya).

Zbigniew Banasik, por su parte, ofrece traducciones incompletas de la primera

página del Manuscrito al manchú, el catalán y el vascuence, en tanto que en las

838 páginas de su anonadante Solution of the Voynich Manuscript: A liturgical

Manual for the Endura Rite of the Cathari Heresy, the Cult of Isis, Leo Levitov

afirma que la obra es una trascripción sencilla de una mezcla de flamenco

medieval, préstamos lingüísticos de francés antiguo y de alto alemán.

Por su parte, William M. Sztrumm asegura que el argumento de Finn es

indemostrable: si la palabra ain del manuscrito significara “ojo” en hebreo, y

figurara también con formas distorsionadas como aiin o aiinn, para hacerlas

103

Page 104: El Caso Voynich

aparecer como diferentes cuando en realidad serían las mismas, las naturales

perfusiones de las series en desvío terminarían llevando a que la combinatoria

diera cada palabra por otra o por la misma, de acuerdo a la multiplicidad de

posibles interpretaciones visuales, volviendo indistinguible el texto genuino de la

subjetividad del intérprete, que elegiría los sentidos de acuerdo a su propio

criterio. Vincent Graham admite que la estadística trabaja a favor de los

argumentos filo orientales de Guy, ya que en los escritos en chino y vietnamita

hay una constante estimable de palabras dobladas y triplicadas que se repiten con

la misma frecuencia aproximada que en el Manuscrito, pero luego los demuele

constatando que, aún cuando la falta de números y de características sintácticas

occidentales del Manuscrito (tales como artículos y cópulas) permite atribuirle al

libro orígenes o influencias asiáticas, nadie, ni siquiera los eruditos de la

Academia de Ciencias de Pekín, ha podido encontrar ningún ejemplo claro de

simbolismo o ciencia local en las ilustraciones. En cuanto a los argumentos de

Levitov… La irascible historiadora feminista Doris Lexingaum acepta

condicionalmente sus informaciones acerca del puzzle oral políglota, está

dispuesta a reconocer que las plantas quiméricas del libro no representan especies

botánicas sino que son símbolos secretos, e incluso admite la posibilidad de que

las mujeres que se bañan en las tinas junto a la red de tuberías estén

escenificando un suicidio ritual mediante el procedimiento de la venesección: los

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Page 105: El Caso Voynich

tubos serían entonces los conductos que permitirían que la sangre se derramase

en una bañera con agua caliente. Sin embargo, tras esa serie de concesiones, tala

los conceptos básicos de Levitov: ni las constelaciones son parte de las estrellas

del manto de Isis ni el catarismo puede asociarse con la diosa que sirvió de

molde para la Virgen María, porque los cataros no prosperaron más allá del siglo

XIII y estaban acabados para la fecha probable de redacción del Manuscrito.

¿Qué propone Lexingaum? La hipótesis Erzsebet Bathory. El Manuscrito

Voynich sería el diario de notas del alquimista de “La condesa sangrienta”, quien

preparó un elixir de la eterna juventud y pensó en perfeccionarlo apuñalando a

jóvenes campesinas para que su ama se sumergiese en sus sangres salvíficas y

reparadoras. Así, las tuberías de la sección anatómica del libro habrían sido

construidas en el castillo para los baños de la criminal noble.

Por supuesto, en este recuento apresurado conviene obviar los esfuerzos

explicativos de los adeptos a la ciencia ficción (“el Manuscrito es un libro escrito

por integrantes de una civilización extraterrestre”, “el Manuscrito es una gematría

cabalística cuyo desciframiento conlleva la liberación de una fuerza negativa que

puede destruir el cosmos”, “el Manuscrito contiene secretos tan peligrosos como

la naturaleza de las novas, la explosión final de las estrellas y los mecanismos de

los cuásares”, “el Manuscrito contiene información sobre fuentes de energía

mayores que la bomba de hidrógeno, y tan sencillas de manejar que era capaz de

105

Page 106: El Caso Voynich

comprenderlas un iletrado del Siglo XIII, de ahí el encriptamiento”, etc. etc.), así

como las vanidades de la llamada literatura seria (“el Manuscrito es la fuente

donde abrevaron Rabelais y Sterne, es la versión extrema, ¡inventada en el siglo

XV!, del monólogo interior de Molly Bloom. Su radical ilegibilidad de hoy es la

clave de la literatura del futuro”, etc. etc.). A esta altura de las cosas, tampoco es

necesario mencionar los nombres y opiniones de quienes insisten en compararlo

con lenguajes oscuros como el Balaibalan, con lenguajes artificiales como la

Lengua Ignota de la sublime Hildegart Von Bingen, el Arithmeticus nomenclator

de un jesuita anónimo, el idioma analítico de John Wilkins, los sistemas de

Beck’s y de Dalgarno, y el Lenguaje sintético de Johnston. Menos aún, hay que

aventurarse en la creencia de que sería el libro de anotaciones privadas de

Leonardo Da Vinci o en la temeraria afirmación del cienciólogo Ron Hubbard,

que le atribuye el carácter de manual de demonología. Conviene en cambio

mencionar la tesis de dos teólogos redentistas, Rocco Carbone y Pábulo

Pietrasanta, para quienes el Manuscrito se muestra como una metáfora imperfecta

de lo divino, y por lo tanto más persuasiva que cualquier otro signo (lo perfecto

sería inasequible al conocimiento humano); más aún, el Voynich sería un instante

privilegiado del plan de Dios, que está entrando lentamente en nuestra especie,

desparramando claves y enigmas para desasnarnos, ya que hasta el presente no

tuvimos el tino necesario como para descubrir su Presencia Encarnada en la

106

Page 107: El Caso Voynich

abusiva cantidad de precursores que envió a nuestro encuentro (Elías, San Juan

Bautista, Jesús, Mahoma, Buda, Krishna, Benjamín Solari Parravicini, Osho, Sai

Baba, …).

En Voices from the gods, David Christie-Murray propone tomar al Manuscrito

como producto de una comunidad religiosa aislada y dedicada a transcribir las

manifestaciones glosolálicas de su líder carismático. Esa lectura nos remite a

John Dee como taquígrafo del Arcángel Uriel y a la Primera epístola a los

Corintios de San Pablo, que alecciona a su tribu paleocristiana para que

desarrolle el don de lenguas. Tal vez por eso ciertos filósofos del lenguaje

sugieren que entendamos el libro como una versión sintética y barroca del Nuevo

Testamento.

Apartándose un poco de la perspectiva escatológica, en Mitos y realidades de un

enigma -nota de fondo de la octogésimo cuarta edición de Trama y color,

mensuario de interés general que publica la Cámara de Empresarios Textiles de

Villa Lynch-, la periodista Natividad Iscaro trae a colación una anécdota que el

recordado ensayista Anibal Ponce narra en Educación y lucha de clases. Según

Ponce, la casta sacerdotal del Antiguo Egipto contaba con un instrumento que le

permitía medir sin error el nivel del Nilo, pero por su propia supervivencia y la de

sus ritos, lo ocultaba y oficiaba en cambio las habituales farsas religiosas para

pedir a los dioses que subieran o bajaran las aguas del río. Lo que demostraría

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Page 108: El Caso Voynich

que la religión enmascara siempre operaciones políticas y económicas. De este

relato, la señorita Iscaro deriva, tal vez un poco mecánicamente, que el Voynich

siempre fue objeto de mistificaciones que, voluntarias o no, ilustrarían la historia

de sus usos culturales. “Cada interpretación fallida funcionó como un añadido –

escribe-. Así como los artistas de épocas pasadas pintaban un cuadro encima de

otro cuadro, las sucesivas capas de interpretación que embadurnaron al

Manuscrito expresarían el modo en que la superestructura refleja la ideología de

la clase dominante, que pretende perpetuar su dominio sobre las clases oprimidas

vendiéndoles espejitos de colores. No obstante, a la luz del pensamiento

científico y bajo la segura guía del materialismo histórico, no podemos

equivocarnos. Si atendemos al estado de desarrollo de las fuerzas productivas

durante el cinquecento italiano, que alentó el comercio internacional y las guerras

por la obtención de materias primas para alimentar el surgimiento de algunas

ramas industriales, podemos determinar sin dudas que esas ilustraciones donde

vemos a mujeres conectadas a tubos o caños e inmersas en especies de lagos,

representan simplemente una cadena de producción. Estamos ante un craso

manual de hilandería, tejido y tinturas, escrito en clave por un grupo de

alquimistas (es decir, de protocientíficos que querían convertir una materia en

otra más refinada, un color en otro) por encargo del espía John Dee, que

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Page 109: El Caso Voynich

pretendía llevarse a su país los secretos más preciados de las casas textiles de

Bohemia”.

Las leyes del desarrollo histórico determinan que el conocimiento científico y

técnico se reproduzca como sapos bajo la lluvia, pero la intuición nos indica que

Mitos y realidades del enigma es sólo una pincelada más en una tarea de

pentimento que aún está lejos de completarse. Así, ahora que el mundo ha dejado

de ser remoto y distante, ahora que las grandes distancias se comprimen y que

toda prenda bien compuesta viene de China (para melancólica desazón de los

fabricantes de telas de Occidente), sólo nos queda alentar la esperanza de que las

elegantes letras del Manuscrito sean algo más que la conjunción de un vasto

ideograma que teje la palabra “nada”…

…Pero incluso si fuera ésa, exactamente ésa la palabra, ¿quién puede ignorar

que, acento más o menos, en el idioma castellano “nada” es el palíndromo de

“Adán”? ¿Será que todo se reduce a optar por el agujero negro o la intolerable

vacuidad de una apuesta humanista? Si Hans P. Kraut hubiera vivido algún

tiempo más, si hubiera alcanzado a cumplir con su deseo de retomar algunas

lecturas, quizá habría podido extraer alguna conclusión de este párrafo que rabí

Abulafia anotó en La Ciencia de la Combinación de las Letras (Hokmath ha-

Tseruf): “la explicación del sentido de las cosas está ausente y se hace necesaria

la venida del Mesías, que llega para componerlo todo. Cada letra de la Torah es,

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Page 110: El Caso Voynich

entonces, parte de su obra, la materia misma con la que realiza su tarea. El

lenguaje es un Universo en sí mismo, y sus órdenes posibles son los órdenes de la

realidad”,

Con suerte, habría sido una conclusión definitiva.

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Page 111: El Caso Voynich

Addenda

En diciembre de 2004, al amparo de la noche, un indiscriminado ladrón o una

encarnación diabólica de Edward Kelly-Talbot penetró en la sala 416 (“Europeo

Medieval”) del Museo de Ciencias de Londres y saqueó la vitrina 6, que

contenía:

una piedra usada por John Dee para asomarse al futuro,

su espejo (speculum) personal,

un objeto de culto azteca hecho de obsidiana,

un amuleto de oro con un grabado que representa las visiones beatíficas de

Dee,

y una serie de pequeños sellos que el mago usaba en su mesa de prácticas.

La rápida reaparición del botín, que el delincuente canjeó por electrodomésticos

en un comercio a orillas del Támesis, primero ocultó y luego subrayó, por

contraste, la pérdida de la pieza más valiosa: un orbe de cristal de seis

centímetros de diámetro, llamado cúmulus, del cuál, con la técnica invocatoria

apropiada, quizá se habría podido obtener, entre otras informaciones, una noticia

del paradero de Andrea Rozinha, el apellido del padre del último vástago del

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Page 112: El Caso Voynich

matrimonio Dee, y la clave para realizar una traducción correcta del Manuscrito

Voynich. 11

11 Hay quienes creen ver en ese orbe la prefiguración geométrica del aparato feroz que se describe en el cuento La metamúsica, de Leopoldo Lugones; sobre todo, aquellos que se enteraron de que su núcleo alteraba las noches del Museo de Ciencias emitiendo un resplandor jaspeado y un sonido grave, tan monótono como insistente. Por ese motivo, un historiador de las artes de la talla de Frederic Paul Mongianer asevera que el cúmulus no es sino una versión primigenia, de carácter fantástico, del telharmonium, la mastodóntica mezcla de piano eléctrico y máquina de luces que inspiró a Alexander Scriabin para llevar adelante la composición de su Mysterium, una obra de carácter sinestésico que, de ejecutarse en la cima del Himalaya, en medio de un despliegue de danzas, orgías y otros rituales, tendría la capacidad de transformar la estructura completa de todo lo existente. Para ciertas mentes inflamadas por las aventuras intelectuales de la física teórica, el Manuscrito Voynich, el cúmulus de John Dee, el cristal experimental de Nachtenberg y el telharmonium serían los cuatro componentes visibles de una serie infinita de objetos anómalos de función desconocida y que provienen de distintos universos. Según estos pensadores, es la multiplicidad de universos (y no otra cosa) lo que explicaría ciertas complejas cuestiones del movimiento de las partículas y algunos delicados problemas de la gravitación. No se trataría solamente de universos paralelos, sino de universos donde varias cosas son posibles durante un instante, y al instante siguiente sólo una se produce y el resto no existe, al menos en la dimensión en que puede situarnos nuestra actual capacidad de observación (menos desarrollada que la de una rata). Pero nada habrá de impedir que, a medida que mejoren nuestros instrumentos perceptuales, aumenten también las posibilidades de acceder a esos universos. La aparición de estos cuatro objetos anómalos indicaría entonces un progresivo aceleramiento de la capacidad de ver plasmadas en este universo las posibilidades de otros, incluso las inimaginables. Las que fueron, las que son, las que serán, y las que no pueden ser. El mismo padre de la física cuántica, el popular Edwin Schrodinger, afirmó cierta vez que no es inusual encontrar partículas en superposición de estados, como si un gato pudiera estar vivo y muerto a la vez. En cualquier caso, esta convicción pluralista acerca de las políticas de buena vecindad de los universos no nos impide subrayar el rasgo específico del Manuscrito Voynich. ¿O no podemos definir como singular a un libro que, poniendo en jaque las reglas del arte de la comunicación, se volvió una cosa única en el mundo empleando cientos y miles de palabras de sentido improbable?

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Page 113: El Caso Voynich

Epílogo

(Dos antecedentes argentinos)

En febrero de 1922, un oscuro hombre brillante, Oscar Agustín Alejandro Schulz

Solari (que elegiría llamarse Xul Solar), tuvo acceso a una versión del

Manuscrito Voynich y a consecuencia de ese contacto ideó una panlengua que

condensaba todas las existentes (excepto el varkulets y el esperanto). Así como

otro de sus inventos, el panajedrez, implicaba el tiempo, las galaxias y los signos

zodiacales, la panlengua fue un intento tan reflexivo como desesperado por

desentrañar (o reflejar) los modos en que el Manuscrito había reorganizado la

relación entre el mundo, la escritura, la estructura del pensamiento y los hábitos

verbales. Infelizmente, casi nadie advirtió lo maravilloso (aunque inconcluso) de

ese esfuerzo. Como honrosas salvedades, pueden registrarse la frase al paso que

en sus Papeles de Recienvenido le dedica Macedonio Fernández: (“…una vez

desparramado ese idioma, cualquiera podrá escribir libros ininteligibles”) y Tlön,

Uqbar, Orbis Tertius, el relato de apariencia fantástica donde Jorge Luís Borges,

adoptando el esquema simplista de una confabulación planetaria, narra en forma

apenas velada los trabajos del panlingüista y la extensa reverberación que sobre

su neo-lengua posee el Manuscrito Voynich.

113

Page 114: El Caso Voynich

Esa reverberación, que no capturó ningún otro oído, abruptamente se vuelve casi

ensordecedora durante un breve período de la década de los ’60.

Por entonces, un personaje, Jorge Bonino, alcanzó notoriedad entre ciertas

vanguardias estéticas. Primero arquitecto, luego actor, concibió o recreó algo que

dio en llamar “teatro de ideas” (¿una evocación del Teatro de Astronomía

Terrestre de Kelly?). De pie frente a un mapa y a un pizarrón, explicaba la

historia del planeta o predecía la evolución de la humanidad en una lengua

onomatopéyica que los espectadores creían inventada por él.

Alertado por la noticia de que esas frases sin aparente significación producían

efectos significativos, el Comité de Evaluación del European Voynich Alphabet

decidió examinar in situ sus representaciones, pero al llegar a la lejana provincia

donde Bonino actuaba, el Comité se enteró de que había viajado a París, y cuando

lo buscó en París recibió la noticia de que había regresado a Córdoba y se había

suicidado durante una internación en un neuropsiquiátrico de montaña. La

sospecha fue que, como Newbold antes, el investigado había leído y entendido el

Manuscrito, y que toda su pretendida locura no era sino la aplicación del riguroso

método con el que intentaba transmitir su comprensión. No obstante, por

delicadeza póstuma, insuficiencia epistemológica, o para no arrojar una sombra

demasiado opresiva sobre el asunto, el Comité se abstuvo de juzgar los

resultados. La cuestión, en todo caso, es: ¿hablaba Bonino el voynichés o algún

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lenguaje equiparable? Aun hoy sus amigos aseguran que se trata de dos cosas

distintas. En Bonino, la fugacidad de su palabra sin registro quizá intentaba decir

algo, en tanto que la duradera escritura del Manuscrito sigue negándose a

conceder un sentido a cualquiera de sus conceptos.

Para concluir: la línea que va desde Roger Bacon a Xul Solar, y de Xul Solar a

Bonino, parece augurar el progreso de una serie de conocedores del Voynich

cada vez más heterodoxos, más esperpénticos, más extravagantes; tal vez llegue

el día en que el continuador de un continuador ignore que en el principio se

encuentra la fulguración irresistible de un libro hermético; tal vez en el fin de la

tradición que inició un genio se encuentre un idiota que babea abrazado a un

árbol al que confundió con un pergamino –o peor aún, un afásico. En la

incertidumbre que es el signo de estos tiempos, es probable que empecemos a

olvidarnos del Manuscrito. ¿Será como una lenta distracción? ¿Ocurrirá de

golpe, en un arrebato? El suceso parece inminente. En rigor, más allá de la

devoción de millares de voynichistas, ya empieza a escucharse el rumor de las

voces que reclaman el derecho de la humanidad a acceder a un habla sin espesor

y sin ambigüedades. Quizá sea llegada la hora de eliminar Babel de la faz de la

tierra.

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Page 116: El Caso Voynich

NOTA

La primera referencia al asunto de esta novela me apareció en Internet, mientras

buscaba datos que pudieran establecer una relación entre madame Blavatsky

(teósofa), Badmaev (médico tibetano), Rasputín (místico y falsario) y Nicolás II

(autócrata), personajes secundarios de El Absoluto, un libro sobre algunas cosas

que ignoro y que me ocupa desde hace varios años. Así, perdido en las

diagonales de esa investigación, me encontré de pronto con dos palabras

resaltadas en letra roja: “manuscrito Voynich”. Estuve a punto de dejarlas

pasar. Sin embargo, el deseo de distracciones me impulsó: ingresé al pequeño

mundo que me proponían. De inmediato me atrapó esa red centenaria de

hermeneutas anhelantes; noté que, entre la gran cantidad de hombres que intentó

descifrar el manuscrito, fueron pocos los que aceptaron la posibilidad de que la

revelación pudiera carecer de importancia. Había algo muy interesante en eso:

en primera instancia se leía el impulso supersticioso que nos anima a atribuir

valor a todo lo que se resista a un examen. Pero por encima de eso se detectaba

una creencia aun más poderosa. Era evidente que, para todos aquellos

perseguidores del misterio, el hecho de que el manuscrito fuera un herbario, un

manual de alquimia o un tratado de metafísica, en algún sentido daba lo mismo.

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Page 117: El Caso Voynich

Hay formas que tienen comienzo pero no fin, o aspiran a la interrupción, o a un

estado de suspensión que precisa mejor que un punto las tentaciones de lo

indeterminado: formas que sostienen que sólo lo aberrante tiene el derecho de

llamarse “estructura”. Por su carácter inasible, el manuscrito Voynich parecía

encarnar un ideal de artista.

Y por otra parte, en un nivel más prosaico, el tema tenía su propio encanto. En

general, las páginas del ciberespacio funcionan como resúmenes incompletos,

agramaticales y abstrusos que redactan aficionados tendenciosos sobre temas

que les son ajenos. En relación al manuscrito Voynich, ese funcionamiento

parecía una equivalencia de la máquina del pensar aplicada al arte novelesco:

con sus reiteraciones, sus zonas de ceguera, la tremenda dificultad –mejor, la

imposibilidad- de una elección que incluya todas las perspectivas del asunto. (El

arte de la novela sería así la abdicación de todas las potestades del pensamiento

a favor de un error parcial, la sujeción sucesiva de las palabras a una serie de

elementos limitantes que una voluntad desconocida estableció de antemano).

No es extraño que la escritura de una novela sobre criptografía lo convierta a

uno en un criptógrafo aficionado. Si cada obra produce una clase de autor

distinto, en esta, que se explaya abusivamente sobre las posibilidades de la

combinatoria, no pasaba día sin que yo tuviera que cortar, cambiar de lugar,

agregar, eliminar lo puesto el día anterior, exasperarme al descubrir que lo

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Page 118: El Caso Voynich

eliminado se volvía de pronto imprescindible. En cuanto a los datos empleados

en mi libro… Si hubiese contado con un ensayo, un tratado o un trabajo crítico

que relatara los hechos y sus interpretaciones de manera expositiva y completa,

habría desistido de escribirlo. Por suerte, el propio asunto me cuidó: cuando

estos auxilios aparecieron, cuando reuní la información suficiente como para

trazarme un recorrido básico de algunas de las cuestiones en juego (la totalidad

es una ilimitada arborescencia de proposiciones), mi novela estaba tan avanzada

en sus propios rumbos como alejada del rigor histórico.

Ahora, algo sobre el estilo. Me gustan los libros donde se nota que el autor

puede ser o parecerse a cualquiera; me gusta pensar que el mejor desafío de un

escritor es borrar lo identificable que se encuentra bajo su firma para apropiarse

de la colectiva que rubrica todos los libros de su biblioteca. Su opuesto, la

extensión de una identidad literaria a lo largo del tiempo, con suerte produce

reconocimiento y aprecio, el nombre como marca. En un extremo del copyright,

cuando un autor es detectado, su escritura se neutraliza y sus libros se

convierten en una pálida copia de los que redactan sus imitadores. También

podríamos imaginar una tercera opción, la de aquel que oscila entre ambas

tentaciones, y que, dominado por cierta moral de la escritura, se esconde en la

diversidad para multiplicar los rastros sanguinolentos de su cuerpo en fuga… Y

una cuarta, en que el autor se esclaviza al nombre y… No es necesario

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demorarse en la enumeración de las variables. En este punto, un lector atento

puede preguntarse si no habré sido lo bastante necio como para imaginar que, al

ocuparme de la exégesis o la fabulación de algunos de los sentidos posibles de

una obra inimitable y tal vez incomprensible como el manuscrito Voynich, estoy

poniendo mis propios libros –o mis intenciones estéticas- en el lugar del modelo

de artista que suscribo. Quién lo sabe. La sinceridad es imposible. Pero al

menos, si se trata de ser lo que se afirma, es momento de admitir que más de un

párrafo de esta novela fue tomado casi literalmente de esas páginas electrónicas

de dominio público; de hecho, pasado el tiempo, no reconozco que es propio de

lo que es ajeno y qué es ajeno de lo propio. Y el distingo me parece

intrascendente.

Buenos Aires, febrero de 2008.

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