jarabe de lengua

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JARABE DE LENGUA A Pablo Guevara Miraval y a Hanne Borup, por el pan, la guerra, la poesía compartidos —Apúrate que no llego. —¿Adónde? —Al poto del conde. Poto es sinónimo de culete. Falta poco para que caiga en el pozo. —¡Necedades! Dale más bien tu cambio al minero. Ha invadido la capital buscando justicia y ahora es el único mendigo con casco de seguridad. —Tome, camarada. —Yara con la caca. Yara significa cuidado. ¿Quién evacúa tan puntual en esta esquina? —Uno de los locos que agoniza a la zaga de los mineros. —No es mucho lo que te separa de los locos. Salvo las clases de monsieur Buffon y las veleidades que publicas en El Heraldo. Salvo la cometa de un metro y medio de envergadura y dos metros de altura hecha con tus propias manos. Para delicia de tus sobrinos remontas la cometa gigantesca cerca del faro de la Marina de Guerra. En el horno de la Marina de Guerra se crema en este preciso instante el cadáver de Rudecindo Choque Huamán, de profesión presunto terrorista, condenado a la pena del cenicero sin el debido proceso, bien a la School of the Americas. Hegel describe la causa de tu multiplicidad. La tensión entre la forma y el contenido engendra representaciones infinitas de lo divino: monos, ratas, vacas, sapos, subversivos de Sendero Luminoso, oficiales y subalternos de la Marina de Guerra del Perú. Y otras alimañas. —De acuerdo. Pero yo no estudio sin café. Ojalá me fíe. ¿Adónde habremos llegado? ¿Estaremos tocando fondo? —¿Qué hay después del fondo? —Otros fondos. —¿Cuál es el último fondo? —Que ya no me fíe. O evacuar cada noche en esa esquina. Evacuar significa cagar. O declararse en huelga de hambre en el hogar reclamando mejora de las condiciones de vagancia a la cocina remolona, al Frigidaire desgasificado, a la panoplia de ollas circunspectas. ¿Te gustan mis frasecitas?... Bonjour, señora. Déme, por favor, un café grande. ¿Puedo pagarle el lunes? Me olvidé la billetera... Salut, monsieur Arnauld.

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JARABE DE LENGUA 

A Pablo Guevara Miraval y a Hanne Borup, por el pan, la guerra, la poesía compartidos 

—Apúrate que no llego.—¿Adónde?—Al poto del conde. Poto es sinónimo de culete. Falta poco para que

caiga en el pozo.—¡Necedades! Dale más bien tu cambio al minero. Ha invadido la

capital buscando justicia y ahora es el único mendigo con casco de seguridad.

—Tome, camarada.—Yara con la caca. Yara significa cuidado. ¿Quién evacúa tan

puntual en esta esquina?—Uno de los locos que agoniza a la zaga de los mineros.—No es mucho lo que te separa de los locos. Salvo las clases de

monsieur Buffon y las veleidades que publicas en El Heraldo. Salvo la cometa de un metro y medio de envergadura y dos metros de altura hecha con tus propias manos. Para delicia de tus sobrinos remontas la cometa gigantesca cerca del faro de la Marina de Guerra. En el horno de la Marina de Guerra se crema en este preciso instante el cadáver de Rudecindo Choque Huamán, de profesión presunto terrorista, condenado a la pena del cenicero sin el debido proceso, bien a la School of the Americas. Hegel describe la causa de tu multiplicidad. La tensión entre la forma y el contenido engendra representaciones infinitas de lo divino: monos, ratas, vacas, sapos, subversivos de Sendero Luminoso, oficiales y subalternos de la Marina de Guerra del Perú. Y otras alimañas.

—De acuerdo. Pero yo no estudio sin café. Ojalá me fíe. ¿Adónde habremos llegado? ¿Estaremos tocando fondo?

—¿Qué hay después del fondo?—Otros fondos.—¿Cuál es el último fondo?—Que ya no me fíe. O evacuar cada noche en esa esquina. Evacuar

significa cagar. O declararse en huelga de hambre en el hogar reclamando mejora de las condiciones de vagancia a la cocina remolona, al Frigidaire desgasificado, a la panoplia de ollas circunspectas. ¿Te gustan mis frasecitas?... Bonjour, señora. Déme, por favor, un café grande. ¿Puedo pagarle el lunes? Me olvidé la billetera... Salut, monsieur Arnauld.

—¿Viste que te fió?—Claro. Siempre pago lo que debo. Falso... Oye, gil, Arnauld dice

que todos los libros de Claude Simon están en la biblioteca.—¿Quién es ese infeliz?—Señora, este café está que pela. Déme un vaso de agua del caño,

por favor. No, no hace daño mezclar agua cruda con agua hervida. Merci.

—Te he hecho una pregunta.—Hombre, Claude Simon es el premio nobel de literatura. Y no le

digas que el nobel es una vileza a quien te contó que cada cierto tiempo se lo otorgan a Herodes. Arnauld dice que tiene un recorte de Le Monde sobre Simon. Le prometo escribir una reseña en El Heraldo. Me entrega el recorte. Me despido de Arnauld mintiendo: «J’irai à la bibliothèque après la classe afin de lire Le tricheur de Simon.»

—Pensé que ya no querías escribir en ese periódico fascista.—Jamás he negado que sea fascista. El café tibio se toma de un

trago, poniendo cara de asco. Gracias, señora, el lunes le pago sin falta. Sería ocioso negar la verdad respecto a El Heraldo. Pero me las arreglo para deslizar mensajes entre líneas. Gracias a piruetas sintácticas logré poner: «No temo morir luchando.» Tú sabes lo que significa eso, en este país, ahora.

—Perfectamente. Si no me equivoco, te referías al artista agonizante que te dijo no temo morir luchando.

—Mira qué lindo el mapa du métro de Paris. Uf, las escaleras.—La edad se te viene encima.—Sí. En cuanto me dejo crecer la barba un día, apuntan unas

lucecillas blancas. Maldita vejez. Antes que caminar con andador y vivir en pañales y que tengan que limpiarte, un balazo en la sien. De qué sirve la vida si ya se ha pasado. Treinta y dos años a cuestas, le dije, y la mujer del amigo me respondió: «Estás en la flor de la vida, macho», y me la apretó aquí, en el deltoides, aprovechando que ella estaba de pie alcanzándome un vaso y yo sentado... Pero soy el mismo que nació en el Mar del Sur, en la Zona del Canal, en el Gorgas Hospital, donde los gringachos archivaron las huellas de mis pezuñitas. El mismo infante que lloraba en Guayaquil al enterarse de que la turba que había incendiado la comisaría se proponía entrar a saco en el consulado del Perú. Hecho un ovillo en la santa cama paternal, desoía los trémulos consuelos de Antonio, el fidelísimo Dondorondón, fámulo ecuatoriano del consulado peruano: «No llore niño, son bullangueros, no más.» En casa se le llamaba don Antonio y yo le decía Dondorondón, cantando: Dondorondóóóon, en do y sol. Dondorondón me regalaba barcos de madera balsa con plata de su salario, pero insistía en decir que él no gastaba nada porque se los daba el Hombre, gratis. Y como me masturbo desde que tengo memoria, o sea desde los tres años de edad, cuando mis padres me sorprendieron tocándome la colita en el sofá de la casa del morro de Arica, Perú, a los

cinco o seis años que tenía en Guayaquil, Ecuador, me obsesioné, a raíz del Titanic, con que los barcos debían hundirse de proa. Cuando los veía hundirse de popa se me paraba la colita, me masajeaba en redondo con la palma de la mano el glande hasta que llegaba al orgasmo. «¿Qué haces con la cola parada?», me decía mi madre con ese tono filudo de madre argentina, de madre porteña, cuando me encontraba en la bañadera con la cola parada. Mientras todos, mis hermanas y madre en fustán y mi padre en calzoncillos y camiseta, dormían siesta a la hora del burro en el cuarto piso del edificio Fiori, donde mi padre por ahorrar tenía la oficina del consulado general del Perú y el shapomo de su familia, a mí me dejaban en la tina de agua fría con todos mis barcos dondorondinos. Yo aprovechaba los barcos para simular hundimientos de popa masajeándome la colita y llegar al orgasmo infantil, que existe. Soy prueba fiel de su existencia. Con el tiempo he mejorado la técnica y como comprenderás ya no me excitan las popas sino el poto de las mujeres, la algada quilla vikinga que tienen entre las piernas, entre las nalgas. Las mujeres son de madera balsa, dulces, húmedas, blandas, flotantes. Soy el mismo que a los tres añitos, en Arica, Perú, escapaba al morro a jugar con los rotos zaparrastrosos. Desde muy pequeño me apasionaron los zaparrastrosos. Un edecán de la familia tenía que ir a rescatarme del morro de Arica. Soy el mismo gandul que se masturbaba en Herzilia y Netanya, playas de Israel, en el auto del por entonces embajador, mi padre, mirando revistas pornográficas, antes de flotar sobre el embreado Mediterráneo, cloaca del mundo, sin saber bien sobre qué flotaba. Bon soir, monsieur.

—Me enternece monsieur Buffon. Humildemente acicalado. Más argelino que francés; metódico, riguroso, maniático, asmático, paciente; sensible, genial como todos los asmáticos. ¡Que vivan los asmáticos y sus sibilancias, flemas, estornudos, azulaciones, picores, inhaladores, corticoides y ahogos bajo el cielo alérgeno de esta ciudad!... Page vingt-huit. Qué ancas las de Marilú.

—Pero pronuncia el francés como si tuviera el paladar forrado de lija. Suficiente hiciste con inmortalizar su nombre en un soneto rimado en úes. Pese a que es derechista te agrada Marilú, ¿no? La deseas. Te estás convirtiendo en un amante reblandecido del género humano. Como el pobre Passolini; amaba hasta a los fasci.

—No amo a los fasci. Me excita Marilú. Anoche soñé que nos masturbábamos juntos Estercita, Marilú y yo. No copulábamos. Era sencillamente una frotación frenética al mejor estilo pompeyano. Desperté con la pija entre los dedos. Bastaron dos bombeadas enérgicas para que el semen empapara la sábana... Fait attention, Marilú me pide prestado el diccionario. Se lo doy. Nos pertenecemos gracias a los setenta y cinco mil artículos du Petit Laroussse.

—Zas, le tocó su turno a la galena que no acierta una. Ejemplifica su oficio. Monsieur Buffon le advierte que si no se esmera, no aprobará el

Examen de Paris.—Cállate, Marilú me está diciendo algo: ¡Cynthia vuelve! Un

momento, Buffon quiere que haga un ejercicio. «Sitôt qu’elle eut pronnoncé son nom elle même arriva.» Tan pronto Marilú hubo pronunciado su nombre Cynthia arribó.

—¡Increíble! El exercice se ha materializado. Viene hacia ti. Se ha sentado junto a ti. No le des bolilla, es capaz de tocarte. Acuérdate de lo que sucedió el ciclo pasado: te agarró la cintura delante de todo el mundo y tú, gandul, te dejastes.

—Es claro, y me senté a una mesa de la cafetería a estudiar con Cynthia, frente al mapa du métro de Paris. De pronto, quito los ojos del partitivo y veo a un gallo veterano pero bien armado, cigarrillos Marlboro en el bolsillo, como el cowboy de Newsweek, y arete de oro. Qué tal julepe. Cynthia me lo presenta. Le estrecho fuerte la mano como diciendo yara que sé apretar la mano. El tipo lleva a Cynthia al vestíbulo, le monta una escena de celos. No lo culpo. Tiene cincuenta años y una mujer de veinticinco. Por cada año más joven que sea la esposa respecto al marido, aumenta en un seis por ciento la probabilidad del crecimiento de cuernos. ¿No has visto la cantidad de huevones que se masajean las sienes? Todos son cornudos. Además, en el último número de La Recherche se ha publicado un estudio, producto de diez años de trabajo y más de un millón de entrevistas a hombres y mujeres de todo el mundo, que muestra que ellas son tres veces más proclives a la infidelidad que ellos.

—Ya sé. No me hagas perder el hilo ni quequees. No arredrado con la farsa, payaso, le dedicaste un libro a la bruta de Cynthia. La dedicatoria decía, si mal no recuerdo, Para que la luz de tus ojos ilumine mis líneas.

—Y a los pocos días el andropáusico le dijo a Paulette, la confidente de Cynthia, cómo se atreve a escribir esas indecencias, lo voy a matar. Le contesté a través de Paulette que no le levanto la mano a un carcamal porque al primer capirotazo se desintegra como carne momia. Fraseo efectista que, aunado a mi recurso de evitar a Cynthia a partir de la amenaza, evitó problemas ulteriores.

—Luego nos enteramos: el andropáusico era gitano. Joder. O sea que el ajuste de cuentas no habría sido a puñetes y patadas sino con cuchillos de plata que van directo al corazón. ¿Sos tan maula que ni siquiera te jugás la vida por una chucha? 

—Mientras chuchas hay muchas, la vidorra es una sola. Espérate que Buffon me pide que conjugue: « Je songe, je songeais, je songerai. »

—Estás mejorando. Le tapaste la boca a Buffon. Volvamos al asunto. El lunes siguiente, en la cafetería, Paulette te cuenta que la noche que faltaste Cynthia se desmayó en plena clase, se la llevaron de urgencia al hospital. Paulette y tú suben la escalera juntos, pasan al aula y no bien se han sentado en los pupitres, Cynthia entra y cae

redonda, de tetas en el suelo, igualito que la semana anterior. La cargas con tus poderosos brazos. Pesa como burro muerto. Emprendes el descenso a la primera planta.

—Sí, calzando los zapatos ingleses heredados de tu papacha: tacos de suela claveteados que al contacto con las baldosas las transforman en témpanos.

—Bajo por la escalera en cámara lenta para no tropezar.—Tu brazo derecho, el de las corridas de paja, da signos de

vencerse.—Veo la sala de profesores ahí, abajo.—Temes la dureza de las baldosas.—Al entrar a la sala de profesores, mi brazo derecho cede, la

cabeza de Cynthia se desploma pero la atajan las manos de la galena, que ayuda gratis, cosa extraña en estos días.

—Derramas el cuerpo de Cynthia sobre un sofá vencido.—Paulette me pide que la lleve al hospital en mi auto. Me niego. Si

se muere en el camino, ¿quién es responsable? O si me ampaya el rey de los gitanos con su mujer echada en el asiento, horada mi pecho con esos cuchillos que van directo al corazón. Así que mejor llamamos un taxi y tú la llevas al hospital, Paulette.

—Y aquella mujerota desmayada en el salón de profesores es esta descangallada que obra a tu siniestra.

—Me busca conversación. Marilú se pone celosa pese a que la jinetea el tirifilo ese que la espera después de clase.

—Apuesto que el ciclo pasado Marilú te creyó un hombre fácil por aquello de la manoseada.

—No fue culpa mía. Cynthia me agarró intempestivamente el rollito de la cintura. Y ahora me pide que le empreste mi esquema del passé simple.

—No se lo emprestes.—Finjo atender las palabras de monsieur Buffon: diserta sobre el

futuro del pasado. Zumba que te zumba la abejorra. Se ha teñido el pelo de rubio. Su nombre está en El Heraldo. Ha subrayado su nombre y del subrayado tira una flecha que apunta a un «Ésta soy yo». Déjame ver. El titular dice «El Centro Educativo Agripino Huaycán celebra bodas de plata», y el gorro del artículo que la madrina de la efemérides es Cynthia. C’est à cause de ça que se ha teñido el pelo de rubio, se ha pintado las uñas de blanco y rojo, los colores de la bandera.

—Me acuerdo de tu júbilo, aussi patriotique que sus uñas, la primera vez que firmaste un articulejo en El Heraldo.

—Sí, sí. Llamé a mi mamá. Le dije nuestro apellido se lee por todo lo alto, mami. Casi lloro. La garganta se me anuda por motivos absurdos: una pradera castellana, una encina, una retama, La Internacional, el Palacio de Invierno en manos de los bolcheviques, el himno nacional.

—No te fustigues. ¿Qué sería de ti sin tu lágrima-moco?

—Mirála, boludo: ajena a todo, Cynthia sigue señalando su Ésta soy yo. Pedíle a Marilú su cenicero portátil, encendé el faso.

— Monsieur Ezcurra, avant de mourir de cancer aux poumons Yul Bryner a démandé de ne pas fumer, dit Buffon.

— Sitôt que je finisse mon roman je m’arreterai de fumer, dis-je.—Es tardísimo, Buffon recién comienza la lectura. Huele a

hembraje. Sos el único machito de la clase: Buffon es profesor.—Es un placer estudiar entre los clítoris, todos erectos, de Marilú,

Paulettte, Cynthia y la galena. Las cuatro están enamoradas de mí. También tengo uno pero mucho más desarrollado. Ellas constituyen mi harem inasible, menstrúan al mismo tiempo. Utilizo el vocablo de marras porque me excité cuando leí su definición en el diccionario de la Real Academia. Escuchá, la sé de memoria: cuerpecillo carnoso eréctil que sobresale en la parte más elevada de la vulva. Si no me equivoco, el anciano académico, reclinado sobre su escritorio, sufrió una pulsión en el rectum al redactar el artículo.

—Ya que hablamos como porteños francófonos, permitíme que incida en inasible.

— À lundi, monsieur. Chao, Cynthia. À bientôt, Marilú. À lundi, Paulette… Comment s’appelle la galena?

—No sé. Pero raro es el poeta que no declara inasible a la poesía por temor a que la confundan con el asa de una taza o la oreja de un asno. Los poetas son víctimas del complejo de Tántalo. La poesía es la roja manzana que después huye del que incita hora y ellos están condenados a contemplarla sin poderla tarasquear. Tal como si te pusieran un culito adolescente, recién lavado al vapor, prohibiéndote, so pena de capadura, enseñarle a su propietaria o propietario el uso que se le puede dar a tan exquisita protuberancia aparte de su función primaria. Pero yo hablaba de la poesía, no del potito. La poesía es la pasión del impotente plasmada en una esfera musical, que lo ayuda a no enfrentar aquello que lo ha derrotado desde el saque: el útero Estado paternal-maternal.

—Eso se presta a...—No he terminado. Falta examinar nuestro caso.—El tuyo. Examínalo y demostrarás el axioma que acabas de

enunciar, sin que la demostración implique que seas poeta: veinte días de cárcel divididos en dos sesiones de diez; tu papacha, tus sobrinitos y tu hermana llevándote comestibles, Valium, parlamentando con los generalotes para liberarte.

—Me cuelgan de las muñecas, una chiquita. Me arrancan un mechón de la perilla. Aguanto, sostengo la coartada, no delato a nadie. A mí, en cambio, me ha delatado un miembro del comité central: el rata Jimmy Marticorena. Iba a ser el Marx créole, crolo, porque leía los Grundisse en alemán. Pero en cuanto lo colgaron apenitas, optó por el soplonaje en castellano. Su justificación ex post facto para tirar dedo, peruanismo que quiere decir delatar, fue la siguiente: «El partido ya

está destruido y de lo que se trata ahora es de salir libres cuanto antes para reconstruirlo.» A mal entendedor, muchas palabras. La tortura, aquel viejo amor y mi pereza campesina determinaron que me orinara, que me acobardara ad vitam aeternam. Una ventosidad-eructo del útero Estado bastó para que desertara de las más elevadas metas a que ser humano alguno puede aspirar. La delación de un mocoso como Jimmy Marticorena no excusa mi abandono de aquellas metas.

—Es tu moco-lágrima, pues.—La sinceridad me distingue del renegado Pezuña Olivares:

claudicó, tiró la esponja y los cojones, puso una discoteca. Cuando sus antiguos camaradas le pidieron una cotización, adujo, arriscando la nariz, que darles dinero podía involucrarlo en terrorismo. No pretendo decir con esto que no le temo a la violencia. Me aterra desde que incendiaron la comisaría de Guayaquil y después desmontaron a un policía y a la mañana siguiente se pasearon los estudiantes por la avenida 9 de Octubre sosteniendo en alto la montura del policía muerto. Pero eso no implica, querido, que sea inconsciente respecto a la raíz de mi susto. Se prende del ano el susto, del recto, de los testículos, los hace sangrar. Si no supiera que el miedo me domina, declararía desde el Quartier Latin de Paris que la militancia fue una eruptiva superada con la madurez, como declaró aquel poetastro que se cree licántropo y se junta con amujerados.

—Así es. El machihembrado y el lágrima-moco-pedo-caquilla son el sagrado grial. Y aunque ni esto ni aquello lo sean ni sean nada en absoluto, los lingüistas recomiendan aferrarse a una sola pronunciación cuando se aprende una lengua. ¿Y esa sirena?

—No me asusta. La represión persigue a los hambrientos, o a quienes luchan justificadamente o no en el nombre de los hambrientos, persigue a los agiotistas del hambre.

—Consuelo precario el tuyo, pues en caso de necesidad la razzia será indiscriminada. Razzia y asesino son vocablos de origen árabe: el tesoro musulmán en la lengua española. Tu nombre figura en la base de datos de la Zona Judicial Militar. Sospecho su inclusión en las listas del Servicio de Inteligencia Nacional y de la CIA. No te aflijas. Como bien dices, en los hornos de la Marina de Guerra, incineran a la indiada. Aunque, reitero, puede llegar el punto en que decidan cremar a toda la pacharaca intelectualidad excrementicia. No me taches de paranoide. Los dos hemos leído que al concebir sus planes de batalla, Napoléon pensaba y actuaba como el más pusilánime de los hombres, magnificando las acechanzas decididamente improbables, los asaltos absolutamente inverosímiles del enemigo.

—Ni tú ni yo somos Napoléon ni planeamos ninguna batalla. No gastés saliva que es finita. Schuld und Endlichkeit. Culpa y finitud. Qué buen título, ¿no? Pero ¿y si el libro es una porquería?

—Cambiar de tema no te salva. Tu desaparición es factible.—¿Crees que por ser blanco, descendiente de vascos, de cura y de

sargento de Su Majestad y finamente ilustrado, me salvaré de la razzia?

—Si te hubieras amarrado la lengua durante estos diez años de reacción no estarías en peligro. Pero has parloteado y parloteado delante de soplones como ése que huele pedos en Palacio y sería el primero en recomendar que te estrangulen las pelotas. Has incendiado el cosmos con tu big mouth. Has dicho la verdad delante del correveidile ese y de distinguidos profesores: dicen ser tus amigos, pero usufructúan de tu elocuencia para captar el sentir de los disidentes y volcarlo en sus lecciones de polemología y contrainsurgencia en el Centro de Altos Estudios Militares, cuyo lema es, qué graciosos son los militares, Las ideas no se imponen, se exponen. No seas inocente, joder. Y hablo como novillero para divertirme un poco, sin preguntar por qué hablas como argentino cosmopolita y apátrida: perdí un país y gané el mundo. No me digno refutar tu flamante hipótesis. Sostienes que han surgido en mí signos de nativismo, ¿no? Como si alguna vez hubiera pensado yo que por recoger cuatro giros quechuas, cuatro historias míticas, uno se convierte en chancho adalid; que por registrar pavadas y morisquetas de la calle se construye la nueva mémica. No te respondo porque sé que mi alternativa es mejor que la de inventar otro alfabeto, que es lo que postula en la cantina aquel amigo de tu amigo y por lo tanto mi enemigo. Pero también me rehúso a contemplar el mundo desde las esferas de lo supranacional. Fronteras, muros y naciones de bichos existen hasta cuando cruzas una vulgar pista. Boludo, mirá: «Se rinden doscientos subversivos». Apropíncuate al quiosco, lee las noticias como un otario más.

—Shhh. Hablas demasiado. El artículo contradice el titular: cien eran mujeres, diez de ellas encinta, cincuenta ancianos, cuarenta y ocho menores de diez años, y había dos varones en edad de combatir. Esos dos rindieron su anatomía pues ni una huaraca tenían salvo quizá la del trompo-zumbayllu de sus hijos.

—En el fondo no quieres que se rindan, pendejo.—No he dicho eso ni por asomo.—Pero lo piensas.—No, estoy contra ellos. Pero si lo pensara sería el secreto deseo,

propio de los fracasados, de que reviente todo. Prefiero el trompo-zumbayllu en que cabe el universo chillante. Mira, otro titular entretenido: «Asesinan a jefe de penales». Cuatro sujetos lo acechaban en la puerta de su apartamento; una mujer le pegó el tiro de gracia en el cráneo. Debe ser una de las represalias por la masacre de trescientos ¿presos políticos, presos comunes, presuntos terroristas? ¿Cómo llamarlos? ¿Valientes, prójimos, camaradas, compañeros?... ¡Fanáticos de mierda, nos han arruinado la vida, han liquidado nuestros proyectos igualitarios, han alertado a la burguesía, la han obligado a perfeccionar sus armas de exterminio para que nunca más

la mersa corte espontáneamente cabezas de banqueros!—Es la hora de las bombas, compadre, rajemos.—No cambies de tema, homey. Estoy harto de la mediatinta.—Rajemos.—Sí, sí, pero no asumas el papel del observador de las manos

pulquérrimas. Vos jamás te has puesto el disfraz de Tribilín. Sabés que sos incapaz de disimularte. La lenguaza te traiciona. Falta poco. Apuráte. Tus inquisiciones se resumen en un interrogante: orina mucho y vivirás bastante.

—Eso no es un interrogante.—Por supuesto que no, pero rima. La neurosis ha torcido esta llave.

Interrogante. Quise decir una constante. Vení, subamos al baño; cuenta los escalones.

—¿Son dieciséis o diecisiete?— Ah, el inodoro inmaculado.—Qué rico es hacer pichi.—Interrogante. Caga de una vez.—No hay papel.—Detrás de ti hay un rollo nuevo... ¿Hasta cuándo podés mantener

la neutralidad en medio de una guerra civil? Ensuciaste el suelo con pichi. Muchos evitan la respuesta conservándose neutrales hasta que uno de los dos bandos derrota al otro, y entonces se cuelgan del estribo del coche ganador. Don’t take sides until after the war is over. Seca la orina. ¿Dónde está el trapo?

—No importa, refriego el suelo con la suela. Así, ¿ves? Duro poco colgado del estribo del coche ganador: me lanzo al pozo insondable porque detesto a los pasajeros y al cochero, por serviles. Me estoy muriendo de odio, dijo Georgette de Vallejo, la viuda del pobre César Vallejo, que se murió de hambre y desde entonces le da de comer a un montón de gente, como buen comunista. Eso se lo dijo Georgette de Vallejo a la gran Cristina Gálvez, que nos lo contó en persona a mí y a Estercita, durante una entrevista que le hice para El Heraldo. El jefe de redacción del Dominical de El Heraldo no publicó la entrevista. La puso en lo que los periodistas llaman el refrigerador. A las dos semanas, fallece Cristina Gálvez. El jefe de redacción saca la entrevista del refrigerador y la publica en las páginas centrales del Dominical. If it bleeds, it leads. Perro muerde a hombre no es noticia. Hombre muerde a perro sí es noticia: escuela del New York Times. Vamos al cuarto. Pon el noticiero. No puedo dormir si no video viudas, huérfanos, madres plañendo enroscadas al féretro, cadáveres chamuscados, desmembrados, ojos y bocas abiertos, cerebros e intestinos desparramados, choncholí, chinchulines, y soldados fogueados vomitando de verlos y olerlos. Aunque matar pare pingas y clítoris en el momento de la degollina, unas horas después la visión y el hedor de los cadáveres te produce arcadas, vómito. Y luego te quedas con el insomnio perpetuo, los remordimientos, las pateaduras

a tu mujer, a tus hijos, drogas, alcohol, depresión, suicidio. Ser conformista me costaría la salud. No te impacientes, voy, a contestar voy. Déjame construir la oración. Aunque jamás se deba decir de esta agua no he de beber, ignoro si soportaré impávido que continúen las cremaciones en los hornos de la Marina de Guerra. Es una duda. Es una certeza que está por llegar. El vellajal le sube hasta el ombligo. Tiene las tetas pequeñas, turgentes. Le gusta cabalgar sobre mi pubis. Su récord es nueve polvos en cadena; le gana por dos a los siete sacrificios del marqués de Bradomín.

—Eros no resuelve nada. Al contrario, lo empeora. ¿Sabes por qué? Como a los viejos y viejas no se les para, gozan comiendo, cagando, matando y acumulando. Eso se llama cratofilia y se intersecta con el campo semántico y conductual de coprofagia, necrofilia y otras delicias de la ancianidad venerable, de la horrid old age, como la describe el autor de Beowulf. Creo yo que en las actuales circunstancias nos conviene salir del país. El problema es que en el extranjero yo me muero de nostalgia.

—Morimos de nostalgia aquí o allá.—El pasado te despierta con la visión de Milord, an Englishman of

noble or gentle birth, el perro, durmiendo cerca del gallinero, en el jardín interior de la casa de Arica, Perú. No obstante, existe la posibilidad de que te quedes aquí. No creo que suceda nada si te portas bien.

—Mira el noticiero: lomito de niño, chuleta de india, rastrojo-carbón de campesino… Shhh, déjame escuchar, carajo.

—... A su hijo de éste que usted ve acá lo tiraron vivo a la hoguera mientras yo los veía desde mi escondite y me mordía los labios, los dientes me mordía para no gritar de pena. Y quién habrá sido, señor, pregunto yo. Dicen que han sido los luchadores de la libertad. A otros no los queman, los matan a balazos, y el capitán Motosierra los tasajea y manda tirar sus tasajos al río. Para los pejes, dice.

—Parece que estuviera viendo dibujos animados. Las matanzas son mechas encendidas. El problema está en la distancia entre la chispa de la mecha y el cartucho. It won’t be soon enough for me para ver la explosión que los reviente a todos. El timbre, anda, abre. Tráela a Shangri-La. Dile que veíamos parrilladas homéricas, pachamancas de las mejores carnes quechuas, rociadas de vinos mendocinos, que no se me para si no me sadiqueo, que se desvista, se lave bien, caliente motores... Mejor no. Apaga el televisor. No me excita el genocidio. ¿Será genocidio? ¿Concuerda con la definición técnica? Schlag es im Wörterbuch nach.

—Concuerde o no, los luchadores de la libertad queman una ristra de quechuas, se beben su chicha, roban su carnero, suben la colina, desuellan el carnero, se untan el pecho, la cara con su sangre, lo descuartizan, lo asan a fuego lento para que no se arrebate la carne. El sargento Awapara y el clase Páucar traen las polleras de las indias que

sus subordinados han violado, de las indias que ahora se asan allá abajo, en el holocausto, con sus guaguas, detrás de la iglesia. Mordiendo trozos humeantes de carnero, disparando al aire y bebiendo chicha, el sargento Awapara y el clase Páucar confraternizan, borran la brecha entre rangos, bailan con el capitán Buitrón y treinta y cinco soldados. Cambia la brisa, los envuelve el olor de los quechuas que se calcinan detrás de la iglesia, lo confunden con el olor a carnero, siguen masticando la carne, danzando. El capitán Buitrón le toca el genital al sargento Awapara.

—Mayor motivo aun para decir: ante el salvajismo, el amor, amigo mío; succiona, lambisca. Semen retentum, venenum est. Y de viejo la vida conventual. Lambisca. Maldecir y rezar a la muerte entre cuatro paredes. Succiona. El sabor de la concha de tu hermana. No ofendas a nadie, no te quejes aunque duela, paga los impuestos, el alquiler y cállate la boca, huevón.

—No oses alterar a los luchadores de la libertad. ¡Qué rica chucha, Estercita! Chucha significa coño. Después de beber y danzar hasta el delirio, el sargento Awapara sodomiza al capitán Buitrón cerca de un molle de rojas uvas musicales. La noche estrellada es testigo. Sodomízala.

—No se deja del todo. Nunca se ha dejado del todo.—No importa. La puntita, no más. Hasta donde aguante sin llorar.

En la cúspide del orgasmo, el capitán Buitrón alucina las briznas de los muñones del carnero, de los quechuas, y le dice al sargento Awapara: «¡Empuja, papito!» Y Awapara se la empuja. Mmmh.

—A la mañanita se despiertan con el aleteo de los wayrongos que exanguan a las ayacc zapatillan. Izan la bandera en la plaza del pueblo. Detrás de la iglesia humean los huesos. Cantan el himno en impecable formación. Hurran a la patria. Días después, al regresar de franco, aman a sus mujeres. Sus mujeres prefieren no pensar que sus maridos, sus maridos, mientras juegan en el parque con sus hijos, que no saben que sus padres, sus padres.

—Ah, ella siempre se queda dormida después de los orgasmos. Abro el libro al azar, leo: Usaban todos un chaleco de venta prohibida en cuyo forro se ostentaba la palabra Libertad bordada con hilo rojo. ¿Escuchaste? Los buenos libros dan una señal en cualquier página. A ti, en cambio, la escritura te sirve para ser libérrimo en cuanto no ofendas al príncipe; es decir, optas de hecho por la neutralidad, aunque rehúses colgarte del estribo del coche ganador: receta perfecta para morirte de hambre. 

—Sutil, original, bien dicho. Vas mejorando. Me gusta ejercitarme en la mayéutica con personas inteligentes. Paso a describir lo que se piensa y discute en la parcela impoluta de mi alma.

—Bueno, pero cierra la cortina, me ciega la luz del poste. ¡Cómo ronca Estercita! Relaxatio post coitum. Imagínate la sensación del enamorado la primera vez que oye roncar a su polola.

—A los quince años, yo no concebía a mi polola cagando. A duras penas me hacía a la idea de que miccionara pero lejos, donde no se escuchara. Voltéale el pescuezo. Así. Sigue roncando. Sacúdela.

—No, hombre, pobrecita, está cansada. Trabaja todo el día para que diletes.

—¿A esta hora un helicóptero?—Dime dónde dejaste la pollera de ella, ahí puso los puchos. Quiero

fumar para seguir pensando. He pensado todo el día. Sería feliz si me compusiera de falo y cerebro: un apotegma por polvo y mutua retroalimentación. Sigo discurriendo, el cuerpo está demás, sobre la respuesta al interrogante. Mantén la neutralidad mientras las cosas sigan así. Luego veremos. Dale tiempo al tiempo... Tengo frío. No me abrigan las frazadas. Es el otro frío, el trascendente. No puedo dormir, me acosan los remordimientos.

—Oíme, cacho, la conciencia la tengo muy tranquila dentro del pudridero general. La limpieza me distingue de varios de tus amigotes. Soy inocente, jo. Por lo tanto, debo canallizarme y marcar la huella de mi iniquidad. Para marcar huella hay que vivir, jo. Para vivir hay que tragar lo que te sirvan, así sea costilla de india quechua hecha en la parrilla de CCFFAA-SOA (Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas & School of the Americas) tras la fachada de la ONGEPCCHH (Organización No Gubernamental Encargada de la Producción de Cenizas Humanas).

—Alcánzame el pañuelo. Tengo que sonarme los miedos.—¿Dónde?—Ahí, hombre, levanta la sábana.—Aquí está. Se le ha subido el camisón hasta la cintura. Se le ve

todo-todito-todo. ¿Te queda algo en las bolas? Anda, pronuncia las palabrejas de oficinista que te enloquecen. Penétrala dormida cuchicheando que la deseas a ella y a sus amigas. Gime un poquitín pero no se despierta. Caderea tranquilo, hermano. Mañana te contará soñé que hacías el amor con una de mis amigas delante de mí y los dos se reían a mi costa. Caderea. ¡Hélas, polvo de trinchera! ¿Y ahora?... ¿Qué hay más allá de leer y fornicar?

—Ha llegado la hora del borracho, escúchalo:—Yo soy Jesús Paredes Moscoso, abogado, y he venido a visitar a mi

hija, ¿ok? Aunque tú lo niegues es mi hija, ¿ok? Soy Jesús Paredes Moscoso, abogado, y he venido a verla.

—El pobre infeliz ha repetido lo mismo dos veces al mes durante diez años, justo antes de que la campana de María Auxiliadora suene dos veces. Nadie le contesta. Nadie le abre la puerta. Su hija y la madre, si existen, lo escuchan tiesas, reburujadas con sus colchas.

—Yo fui padre hace trece años. Le pedí consejo a un camarada que en ese entonces era trotskista y ahora es asesor de alto nivel. «Sé de uno barato cuyo defecto es manipular las vaginas», dijo el camarada. Ah, no, pensé yo. Aparte de matar al niño que lleva en su vientre, ese

doctor la va a toquetear. Fui al barrio y los expertos, que por entonces habían sometido a sus hembritas a dos y hasta tres feticidios, recomendaron al doctor Santos, cuadra 58 de la avenida República de Panamá, casualidad macabra, lugar de mi nacimiento, allí donde leyera un cartel de diagnóstico del embarazo. El análisis dio positivo y el examen una preñez de dos meses. El doctor Santos nos citó para el lunes siguiente. Era verano. El crepúsculo se reflejaba en los vidrios de los edificios. El pelo de ella se reflejaba en el crepúsculo. Estaba linda y yo también. Éramos lindísimos. La esperé leyendo folletos de propaganda médica. Roche, el laboratorio, había lanzado una pastilla que suprimía el miedo a la muerte. Pero yo había tomado una de las mescalinas anaranjadas importadas por el mayor de los hermanos Cook. Salí a la calle, crucé la avenida, comí galletas de vainilla, tomé una gaseosa en la tienda. Al volver al consultorio, la encontré postrada en el catre del cuartucho de la servidumbre. El fruto de su vientre yacía en el tacho. Le pregunté: «¿Era hombrecito o mujercita?» No contestó, no importaba, yacía en el tacho. La llevé en taxi a la casa de su madre, la abandoné en su antigua cama, fui a festejar mi libertad con la gallada del barrio. Mientras caminaba por la alameda, me venían a la memoria sus pechos; habían crecido durante el embarazo. Meses después, yendo juntos en microbús a la favela donde nos proponíamos iniciar la revolución mundial, me dijo: «No te imaginas cómo me hacían doler estos baches cuando estaba encinta.» En una palabra, homey, me echó en cara el aborto. Como si ella, que hacía rato comía de su mano, no hubiera aceptado someterse al cuchareo del doctor Santos.

—Siendo la vida tan dulce, decíme, nigger, qué existe fuera de la gesta por transformar el mundo.

—Nada. Salvo la felicidad. La anodina existencia cotidiana. O como decía el huevón de Goethe: «No hay cosa que me desespere más que veinte días de tranquilidad por delante.» No hay nada peor que la clase media...

—Sí, la clase obrera, el lumpenproletariado y el arte sobre el arte.—Quizás, quizás, quizás. Estás perdiendo el tiempo. Yo me refería

más bien a la reproducción de novelas, ya escritas, sobre tenderos. Al abandonar la lucha supuse que el arte restañaría los estragos de la claudicación. Sin duda, ha cumplido su papel. Me ha acarreado satisfacciones innegables y penas menores. No me arrepiento de haber ascendido. A pesar de los fracasos y las muertes (de los otros, dirás tú), para el philosophe honnête la heurística y la libido sciendi son la única justificación.

—Justificación parecida a las utilizadas por aquellos que aprendiendo de nosotros ahora propugnan por negación la dictadura planetaria del capitalismo, cosmetizando los genocidios de hoy en día, el estupro de moribundas, la mercantilización de la lluvia, de la luz solar, las olas del océano y el aire, la matanza generalizada de viejos y

viejas pensionistas... De nuevo el helicóptero. ¿Oyes las sirenas?—Por todo eso, y mucho más, decidí vivir con artistas. Entre ellos he

encontrado sensibilidades y sentimientos extremados y verdades escondidísimas pero verdades al fin y al cabo. Por lo demás, son siervos. Siervos transgresores. Con ellos he fumado las mejores yerbas, he alucinado...

—Has visto el cadáver desnudo, quemado, de Ricky Martínez Soberón. Todavía tenía apretado al pecho, entre los brazos ampollados, un paquete de cocaína de alto grado de pureza. Ricky era muy amigo de artistas y bohemios, y pudo haber sido un gran escultor, pero el dinero fácil... Era hermano menor del embajador aquel. El embajador y el cocinero de cocaína eran hijos del íntimo amigo de Nicolás Centenario Nefelibata, presidente del Perú. Ricky cocinaba cocaína en caliente en su dormitorio, por eso estaba desnudo. Bastó un poco de estática para que le reventara el laboratorio en las narices, y ya medio muerto, convertido en un chicharrón andante, como era fuerte, atlético, pituquín de Miraflores, su última y brillante idea fue coger un paquete de medio kilo e irse con él; irse a la morgue, pues el muy tarado no llegó más allá del corredor y cayó, decúbito ventral, con la cocaína de sus amores apretada al pecho. En su jardín de una hectárea quedaba el Mercedes-Benz del año abollado por sus acreedores y el pobre caballo de polo, famélico.

—Arte y droga. El mecenazgo de los narcotraficantes enamorados de los artistas. Gran tema: hamparte. Narcocorridos. Ricky estaba asociado con un general de la policía, ¿no?

—Es lo que se supo.—Yo también he esnifado cristales de cocaína pura, recién cocinada

en caliente. El bazuco se lo dejé a los pobres y el opio a los chinos mañosos.

—Has desayunado sopa de cactus de san Pedro.—Aluciné reptiles sobre el cuerpo durmiente de mi santo padre.—Has comido ácido lisérgico manejando moto de Canta a Obrajillo,

cuando no sabías que José María Arguedas, profeta de dos milenios, se había revolcado en esas eras con perros mostrencos, como tú.

—He regalado a manos llenas las mescalinas que importaron los hermanos Cook, mis amigos. El menor purga una condena por reincidencia en asalto a mano armada. El mayor pernocta en los temidos barracones del puerto, donde hace poco una bala le atravesó la otrora recia pierna de atleta. Dice Poto Loco que anda descalzo el pobrecito, cojeando, apestoso. Alma Negra me lo ha confirmado. Otros dicen que ya se ha muerto, solo.

—Has aprendido la dolorosa técnica de la guitarra. Has soplado la flauta barroca.

—Entregué el corazón al remo en una villa marina encantada, al norte de los barracones donde agoniza el mayor de los Cook. ¿O ya se ha muerto, solo?

—En la escuela de kung fu del gran sifu Asdrúbal Galíndez, Lino Ramírez... Lino Ramírez es primo de Pancho Pequeño Pozo, o sea primo del jefe de la pandilla de la calle Piura. Esto debe quedar bien claro... Bueno, pues, Lino Ramírez te hundió el hígado de una patada; caíste al suelo retorciéndote de dolor, pero te levantaste y volviste a entrenar. Meses después, en una de esas fiestas donde antes de llenar de nuevo tu vaso de cerveza echas la espuma sobrante del anterior en un recipiente puesto para tal efecto sobre una mesa de centro, en el distrito de Barranco, pero no el Barranco de los ricos sino el Barranco del otro lado de la antigua línea del tranvía, como lo describía Susana Baca; en una fiesta donde las viejas nos decían si no sacas a bailar a las muchachas no te doy aguadito de gallina más tarde, y el suelo era un tinglado, allí mismo me enamoré, de sólo bailar tres piezas con ella, de Chela, la hermana de Lino Ramírez, lógicamente prima de Panchito Pequeño Pozo; y al día siguiente, con la resaca de la cerveza y Chela en mi pecho, le hice la guardia una hora frente a su casa. Pero no salió, caray, no salió. Ni siquiera sé si se enteró de que yo estaba al frente, sentado como un cirio ardiente en el murito de la Meche. El único que se sentó a mi lado fue Lino Ramírez. Venía de la clínica. Me mostró el dedo vendado. Mientras yo bailaba con su hermana, casi había perdido el dedo del balazo que le dispararon a matar cuando se descolgaba de la tapia para escapar de la casa en que lo ampayaron robando. Ampayar quiere decir sorprender.

—Has cruzado muchas fronteras y todavía falta pan por rebanar. La felicidad no te abandona, cabrón. Eres feliz bailando el twist: no la tomas ni la debes. Pero eres inepto para el combate armado. La violencia la sublimas en el deporte, buceando entre las peñas, escalando cerros con tu sobrino, el de la naricita aguileña. O la practicas contra seres más débiles que tú: perros, gatos, mujeres, niños, hombres, sapos. Sos corajudo para los enfrentamientos con la naturaleza. Sos un conqueror de l’inutile. Sos de los que se realizarían pisando la cumbre del Everest desertificado, achatado. Sos un vulgar cobarde y por tanto inocuo. Sos un cacho. A lo más, una oveja descarriada. Un hijo pródigo que no se arrepiente. Si se arrepintiera, no tendría padre a cuyos brazos librarse al retornar porque encima sos huérfano, boludo. Sos una escupidera de conceptos. Sos la refutación de los evangelios. Un rap de lo peor, nigger. Reconocés la necesidad ineludible de combatir pero como buen maula confiás en que lo haga la mersa, la plebe, la indiada, mientras tú huelgas.

—No niego una sola palabra de lo que dices. Pero me sorprende que los reproches vengan de ti. Tus cursilerías morales las he resuelto siendo sapo a ras de agua: de vez en cuando recibe una pedrada justamente por sapo, y muere mostrando la panza blanca, fría, como los sapos que asesinaba todas las tardes en un estanque hediondo de la colonización San Lorenzo, donde me restablecía de un precoz intento de suicidio. Jamás serviré con mi pluma de pato migrante a

los adalides de la libertad de expresión, a los profanadores de la tumba del puto desconocido. De libertad estoy ahíto conspirando aquí contigo, con Estercita y con las miasmas, contra los poderes que pugnan por callarnos. Nuestro paraíso persiste en este maravilloso averno de tripas colgantes, circo de periodistas mercenarios, vergel de amanuenses que rinden el calzoncillo apalominado, ayos de la puridad del verso, maestros de la vista gorda, jardineros de la rosa cautiva, inteligencias de quinta. Sevicia perpetua. «El infierno está vacío y todos los diablos están aquí», dijo mi vecino… Profeso idealmente mis ideales; no los pregono a los cuatro vientos porque se han enrarecido los vientos. Pero no me puedo engañar. Los que se engañan terminan en el diván del usurero de traumas.

—Alas. Estás inmerso en una crema de consecuencia, en un siringal de beatitud. Quisiera verte igualmente libre siendo un tipo que se gana la vida laburando, sin Lennon ni Stravinski ni Harrison ni Ravi Shankar, sin zampoñas telúricas, sin armonías celtas ni Apple. No serías tú. Deambularías por las calles con casco de minero, suplicando que echen unos reales en tu cajita maltrecha.

—Cierto. Pero tampoco les concedo nada a los que me han brindado las gollerías que estimulan el pensamiento, pues eso equivaldría a decir no muerdas el dedo de la mano que te da de comer. Ya saben dónde se pueden meter el dedo, como te gusta.

—A los hombres nos gusta: «¡Dame por atrás, querida!»—Roger that. La negra divina, allá en El Guayabo, dijo: «Pero si

todos los hombres son maricones.» Delante de César Calvo, su amante de turno, Estercita, yo y veinte negros. Nadie se atrevió a desmentirla. Varios de los negros tenían puestas camisas de seda natural made in France. César Calvo se las había expropiado a Manuel Scorza en su departamento de París. Scorza le había pagado el pasaje de ida y vuelta a París y la estadía para que le corrigiera el estilo de una de sus novelas. Pero como Scorza sufría del mal de la avaricia y no le quería pagar su trabajo, César Calvo, la noche que su avión partía de Orly, se llevó todas sus camisas de seda natural. Scorza era comunista pero sólo usaba camisas de seda natural made in France. Como César Calvo sufría del mal o del bien de la prodigalidad, al llegar al Guayabo, Chincha Alta, las repartió entre sus hermanos negros. Así que cuando visitabas el Guayabo invitado por César Calvo, te encontrabas a los negros, a treinta grados de temperatura, con las camisas de Scorza bien puestas, desbrozando el campo a machetazos.

—Hermosa historia; bien vivida. Pero falta resolver un problema.—Bajemos a tomar yogurt mientras lo resuelves.—Quizá sea el mayor.—¿El dedo o el problema?—No seas gracioso. El problema. Lo planteo si me dejas ordenar las

ideas.—¿Qué haces parado en el medio del cuarto? Bajemos.

—Mira qué monada: duerme. Estará soñando que hace el amor como una cangreja, colgada del cangrejo, y luego se convierte en gaviota, ota, ota, y vuela a los mares de coral, al, al: volará. Prende la luz. Yara significa cuidado. Yara con los escalones. Afuera los gatos maúllan, se arrancan las orejas a dentelladas por la gata en celo. ¿Otro helicóptero? ¿Has visto el yogurt?

—En la jarra de cerámica. Ahí tienes un vaso; cuidado, no derrames.—Supongo que ahora plantearé la cuestión. Delicioso el yogurt. Lo

compraste en Govinda, ¿no? Es el momento de decirlo. No sé cómo reaccionarás.

—Apúrate, estoy descalzo, me voy a resfriar. Pongámonos la bata.—El resfrío no entra por los pies. Además, andar descalzo fortifica

los arcos. Te lo digo de una vez: a mí me parece que por ahora conviene mantenerse bajo la tutela de los poderosos.

—Subamos, me gotea la nariz, tengo frío; el frío trascendente... Menuda afirmación la tuya: en nido de buitres, el pichón de buitre sobrevive. Para alternar con carroñeros se precisa una úlcera en el duodeno, hipoteca, pulso tembloroso, almorranas, jubilación, psoriasis, acidez, tics, tacs, un reloj, diarrea, deudas, comezones, flatos, etcétera. Etcétera es lo más infamante. Aquí están las batas.

—Hace unos años estuve a punto de encontrar una salida decorosa: emplearme como preceptor de pichones de buitre; transcurrir la vida entre picotazos infantiles. Pronto abandoné la idea.

—No te faltó razón. Acuéstate con niños y amanecerás meao. Subamos, me muero de frío. ¿Cuándo vas a arreglar este escalón homicida?

—Que lo arregle ella, lo arregla todo. Segundo piso, baño, una meadita. Me siento para no mojar la tapa. Cago de nuevo: el café y el yogurt licúan las heces. Bien. Ahora, la ducha del bidé: gran invento. En Estados Unidos no hay bidés. Las gringas andan con el culillo sucio todo el día, por eso se cuidan del hocico de los perros. O no se cuidan y los dejan no más. En cambio, aquí, en el tercer mundo, tus dedos disuelven los palominos que se enredan como camarones a los vellos del sieso. El tracto final del recto ha quedado de punta en blanco por si a Estercita se le ocurre darme con el gusto. A la cama.

—Yara que la despiertas. La has golpeado, torpe. Se queja, habla dormida, shhh...

—Todas las cosas están corruptas. Por eso no se puede hacer nada.—¿Será verdad lo que acaba de decir con la voz de ultratumba de

Yoshigoro, su abuelo japonés? Me aterra lo lapidaria que es cuando habla dormida. Peor que despierta.

—Tápate con la sábana, con el edredón y la colcha encima del edredón.

—Escucha. El barrio duerme. Duerme el anciano coronel retirado soñando con sus días de gloria, temeroso de amanecer tieso. Duerme el camionero de las hijas preciosas que ha dicho: «Te traeré pues un

novillo cuando nazca tu hijo.» ¿Tendremos un hijo? Duerme el lechero madrugador, soñando con botellas de leche; silba como los mirlos cuando las reparte. Duermen el verdulero y la verdulera, emperejilados; la frutera de panza de sandía; don Fernando, el dueño de la cantina que abre a las seis y media de la mañana, donde escuchaste cantar: Tengo en mi corazón una honda pena. Duerme Pastor, cirujano de motores, evangelista que ya no bebe y saca adelante a su familia, pero que cuando bebe se tira al suelo de tierra de su taller y se revuelca imprecando en quechua. Duermen todos salvo tú, el ultraconsciente, el hipersensible, el velador de la humanidad. Dime por quién velas. ¿Cuánto te pagan por metabolizar el sufrimiento universal? ¿Quién te ha nombrado vigilante de la especie?

—Quizá sea soberbia decirlo pero estoy predeterminado a trascender, escucho una campanilla dentro del oído: tinitus. Amanece. Los gallos se han declarado en huelga.

—No te olvides de escribir el artículo para El Heraldo. Llama al ministerio a ver si el ministro se anima a darte la agregaduría cultural. Llama al banco a ver si han aprobado el préstamo. Cobra lo que te deben. Alista las valijas. Vas a atravesar Chile en estado de sitio. Verás por fin el Aconcagua. Pasarás por Mendoza, Buenos Aires, llegarás a Córdoba, La Docta, y a Tucumán, donde se casaron los abuelos, Jardín de la Nación, tumba de guerrilleros.

—Tengo ganas de no volver. Echo anclas en Carlos Paz, me dedico a explotar gauchos, lampalaguas, cachos, quebrachos. Son las cinco y treinta minutos.

—Cuidado con los escalones al bajar. Pon a hervir el agua, en la pava ponla a hervir.

—¿Dónde está el Nescafé? ¿Otra vez el helicóptero?—Me duele la cintura. Esa cama llena de cordilleras desvía el

espinazo. La rompiste cachando, huevón. Cachar significa fornicar.—Dos cucharaditas de azúcar rubia, una de Nescafé. Vamos.

Cuidado con el escalón ese... Ah, parco es nuestro gabinete. Aquí se respira fragancia a libertad, tabaco, marihuana, libros, flores. A propósito de flores, ¿te acuerdas de la sandez que me pareció imperecedera y me obligó a detener el auto en plena avenida, frente al panóptico, para apuntarla en un cuaderno?

—¿Te refieres a la pavada de la rosa?—Sí.—¿De verdad te pareció imperecedera?—En ese momento.—¿Te atreves a decirla?—Yo tengo la rosa y tengo la sangre de la rosa. Es baladí. No

soporta el paso de los minutos. Y antes del de la rosa consideraba la necesidad de unos puntos suspensivos: Yo tengo la rosa… y tengo la sangre de la rosa. Peor es el piropo que inventé la semana pasada. Todas las mujeres lo celebran: «Tú no cumples años; te añades

pétalos.»—Peor aun. ¿Quién te creías, boludo? Si no puedes con la poesía,

trata con la narrativa o el teatro, y si ya nada resulta, dedícate a la crítica, apedrea a los genios, para sentir una millonésima del placer que siente Tulio Mora al escribir los versos aquellos de año nuevo:

 Pero que se cumpla lo que me acaba de decir un taxista:solo bailando con el diablo se puede salir del infierno. —¿No era que estaba vacío según el vecino?—Sos un don nadie, un palurdo, un devoto del coño. Por romántico

te has cerrado todas las puertas.—Cállate.—No. Extraño los amaneceres de hotel y los autos alquilados que

pagaba El Heraldo. Quisiera bucear de nuevo en el Amazonas. Volver a fotografiar las pinturas rupestres de Satipo. Volver a entrevistar al capitán Cousteau en el Calypso. «Para vivir hay que haber hecho las paces con la muerte», dijo Cousteau, medio sorprendido, porque le pregunté qué pensaba de la muerte, y pocos años después murió... Quisiera investigar otra vez a la bruja más famosa de las Américas. Después de toneladas de café y cigarrillos, el mantel de la mesa de la casa encantada empezó a moverse solo, sin que nadie lo toque.

—Te sentiste auténticamente poseído. Chamán, telekinesis, Poltergeist. Y ya no sólo era el mantel sino la mesa con mantel y todo lo que se te venía encima, contra ti, hacia ti, solícita e indómita, y tú la mirabas absolutamente convencido de que se movía sola, por obra de tu voluntad e influencia de los ángeles y los Polstergeister. Acabaste arrinconado por la mesa en una esquina de la sala. La bruja, su marido, la dueña de casa y Estercita te miraban. Te pusiste de pie escarapelado, sintiéndote omnipotente, observando la mesa que se había desplazado sola tres metros. En seguida, sin mucho comentario, se despidieron, saliste con Estercita, caminaron hasta el Toyota. Una nueva dimensión se abría para ti. Pero Estercita, la aguafiestas, te dijo que había visto al marido de la bruja jalar el mantel y empujar la mesa... La concha de la lora. ¿Quién no hace trampitas? Se lo encaraste al marido de la bruja, antes de lanzar el número especial en el Dominical de El Heraldo, que le daría a su hembra un espaldarazo contundente. Te contestó que una jaladita de mantel y una empujadita de mesa no invalidaban las visiones de su mujer. Ella lo había sacado de la cárcel cuando lo acusaron de terrorista por lo que él llamaba un expropio ejecutado contra un banco de la capital. Era un escandinavo simpático el marido de la bruja. Odiaba tanto a su hermano mayor que, aprovechando un viaje suyo de un mes por asuntos de negocios, junto con un amigo se atracó con cinco latas de frijoles, un kilo de uvas con pepa y dos bifes bien grasosos, se tiraron todos los pedos en bolsas de plástico, las cerraron herméticamente, las enterraron, las

desenterraron un día antes del regreso del hermano, se metieron en su casa, se cercioraron de que no hubiera puerta ni ventana ni rendija por la que pudiera escapar la cuescada, se taparon las narices apretándoselas con ganchos de colgar ropa, soltaron el contenido de las cincuenta y pico bolsas en los distintos ambientes de la residencia, de modo que cuando el hermano quiso entrar, no pudo por el hedor. Creyendo que se trataba de un asunto grave de desagüe, llamó a un gasfitero de confianza. Repugnado por la intensidad nunca antes experimentada del aroma de su oficio, en el cual contaba con veinte años de experiencia en una de las ciudades más sucias del mundo, luego de mucho romper pisos y reemplazar cañerías, el gasfitero se dio cuenta de que la pestilencia no venía del subsuelo sino más bien de una materia invisible que se había adherido a cada mueble, pared, tela y plástico de la casa, y que sólo el tiempo, que todo lo borra, siempre y cuando dejaran abiertas las ventanas, se encargaría de disipar aquella maldición. Hubieron de pasar más de cuarenta días para que los de la compañía de limpieza se atrevieran a empezar a desinfectar la mansión, pues el hermano era rico y vivía en una mansión. En el fondo, era eso lo que le jodía al marido de la bruja. En fin, compadre, te resignaste a no ser chamán, te convenciste de que había algo de cierto en las sensaciones de la bruja, y la acompañaste a hacer la limpia de la casa del que sería ministro de Economía del presidente ahora preso por crímenes contra la humanidad. ¿Te acordás? Y también fuiste con la bruja, custodiado por tu pastor belga muerdeculos, a otra casa abandonada a causa de los fenómenos extrasensoriales que ocurrían en ella. «El terror se viene a la capital», profetizó la bruja, en pleno trance, a la luz de una vela, echada en el suelo. Acertó.

—Era evidente que se venía, cacho. No se necesitaba ser brujo para saberlo. Silencio. Canta el ruiseñor que anida en la ventana del baño. Quizá mi destino sea la ornitología con especialización en pichones de buitre, à l’orange. ¿Tenés idea de la importancia de los pájaros? No me vendría mal envejecer estudiando pajarracos. ¿Qué ruido es ese?

—Prende la tele a ver qué pasa.—¡Balas, hermano! ¡Cuerpo a tierra! Aléjate de la ventana. Dile a

ella que vaya al corredor.—No hay señal en la tele.—La cuestión es grave.—Prende la radio.—Estoy tratando. No sintoniza. Tranquilo, bitch, tranquilo. Escucha,

pesqué Radio Santa Rosa…—Estos son los titulares: allanan el local de la Central General de

Trabajadores, ametrallan a manifestantes en la Plaza Unión...—Corre, dile a Estercita que incinere los documentos sospechosos:

los poemas de Pablo, los de Cesáreo. Ése de Cesáreo en quechua. Los de Tulio y Jorge. Que deje sólo la literatura inmanentista. Lo demás al fuego. Se fue la señal de Radio Santa Rosa. Sólo hay Radio Nacional.

Corre.—¿Adónde?—No. Llama a esos amigotes tuyos. Que nos respeten la vida.

Telefonéales. Aquí tengo sus números.—No hay línea, carajo.—Calma. A ti no te tocan. Sos un tipo prestigioso. Sos blanco.

Ganaste una mención de la Marina de Guerra del Perú por la babosada sobre el Caballero de los Mares que publicaste en El Heraldo. Y en otro artículo, titulado «Zapatero a tu zapato», lo estableciste con claridad incontrovertible: el artista no debe arrimarse a una materia que no sea la de su arte. Eso te salva, salope. La política es asunto de sicarias, mofletudas, viejas, ladronas, portaestandartes, presidentas, primeras ministras.

—«Mata y escribe», dice Cuéllar.—Lo dijo antes que la matanza se generalizara. Después, cuando

acribillaron a los nueve alumnos de su universidad y le preguntaste qué pensaba la gente, dijo:

«‘Si eran terroristas, bien hecho; si no eran, qué pena’, así dice la gente.»

—Eso no implica que él haya dicho o pensado lo mismo.—Hasta los más rebeldes se acomodan, cacho. Los guerrilleros de

hace quince años se acomodan. Sólo siguen tirando bombas los fanáticos de aquí, los árabes en el Medio Oriente, por unas causas arcaizantes que no conducen a ninguna parte. Salvo, quizá, los palestinos. Pero ni siquiera en los palestinos confío ya para decir que existen las causas justas y que soy diferente porque las defiendo. ¡Se acabaron las causas justas! No queda, hermanos, nada por hacer, salvo vivir resignadamente rodeados de inopia y distopía.

—¿A tal extremo te has degradado?—No. Me retracto de lo que dije de los palestinos. Su causa es justa.

Pero no su terrorismo.—Al terror responden con terror. Contemos muertos. ¿Cuántos

palestinos y cuántos judíos han muerto desde 1948 en lo que hoy es Israel?

—No ahondes más en el tema. No va a acabar nunca. No vamos a acabar nunca. Las heridas son demasiado profundas. Soy un civil. Apenas me he atrevido a matar sapos. Ah, y de niño maté a un pollito recién nacido: lo arrojé contra la pared un montón de veces; se quedó paradito echando sangre por el pico, en el cuarto de la fámula, en la azotea. No me maten. Si golpean la puerta, les digo que no estoy como para recibirlos.

—No van a golpearla, la van a tirar abajo. Ponle balas al Smith & Wesson. Le vuelas los sesos a Estercita. A mí, por favor, dispárame entre las ancas. En seguida, te apuntas el cañón al paladar, ¿no? Y… y limpia la fámula.

—No me viene a la mente ninguna oración genial, imperecedera,

digno epitafio de nuestra inmolación.—Plagia una entonces y fírmala. Música marcial en la radio.—Compatriotas...—Hay milicos afuera.—Compatriotas: Ante la escalada de los falsos demócratas, que en

estrecho contubernio con el comunismo…—Pregunta ella si quema el Quijote.—Sí, dile que incinere la primera parte. La he glosado con soflamas.—Repito, ante la escalada de los falsos demócratas, que en

estrecho contubernio con el comunismo han sumido a nuestro país en la anarquía, el Gobierno de Reconciliación Nacional ha tomado la decisión de disolver el parlamento y decretar el estado de emergencia en todo el territorio del país.

—Dice ella que qué hace con los discos.—Hemos tomado dichas medidas a fin de aplastar el complot del

totalitarismo. El totalitarismo se propone destruir la existencia de las instituciones y los inalienables valores de la cultura occidental y cristiana, el libre mercado, la propiedad y la familia.

—Que se los coma.—El Gobierno de Reconciliación Nacional no escatimará sacrificios

para derrotar al terrorismo y a sus agentes…—Me alude directamente. Cualquiera me confunde.—Telefonea a tus amigotes. Es temprano. Deben estar.—No hay línea, carajo.—Pregunta ella si quema tus manuscritos.—Jamás. Aunque me cuesten el pellejo.—Se fue la luz.—Será la respuesta de ellos, pues, de los que caminan asustando a

los hombres de corazón enfermo.—Van a perder. Y si de veras asaltan el cielo, serán acaso peores

que los que ahora rastrillan el vecindario. Ergo, si se trata del mal menor…

—Parece mentira que me lo propongas.—¿Qué?—Elegir entre dos matarifes al que tenga el cuchillo más afilado.—C’est la guerre, n’est-ce pas? No en balde hablas francés,

maréchale Putain de Dieu!—Quizás, quizás, quizás.—Alcánzame las hojas, las finas, las que traje de Madríz.—Yo no elegí vivir ahora. Tómalas. No las gastes todas. Guarda para

la correspondencia. Aquí está la birome.—La birome no, la pluma-fuente, la letra me sale mejor.—Lo que temías en pesadillas, la ola inmensa que nos aplastaba a

los tres contra las peñas, se ha vuelto…—¿Realidad? Quizás, quizás, quizás. Sin embargo, estoy tranquilo.

Allanan el vecindario y estoy tranquilo. No tengo ganas de argumentar.

Malgré ça, conviene hacer una atingencia.—Que afuera maten a discreción no importa. Tú debes aprovechar

la paz de este gabinete. Ha llegado el periodo de plenitud, no debes desaprovecharlo. Todo ese saber acumulado con tanto esfuerzo, sería una lástima... Olvídate de la atingencia.

—¿Te acobardas a la hora undécima, bitch? Olvidé la atingencia. Los recibimos en bata. Éstas son unas batas elegantes compradas en un boliche de Tel Aviv. Alcánzame el revólver, querido, falta poco. No tirarás la toalla o la esponja, supongo, como se diga.

—Toma.—Así me gusta. Dile a Estercita que se pare a nuestro lado, como si

nos fuéramos a tomar una fotografía.—Esconde el revólver en el bolsillo de la bata.—Listo.—Cógeme la mano, querida.—A mí también, Estercita.—Esperen.—¿Qué haces?—Voy a espiar por el balcón.—Prende la luz del escritorio, Estercita. Finjamos que estamos

leyendo el manuscrito. El ruiseñor ha callado. Hoy es un lindo día para morir.

—Se están yendo.—¿Qué? ¿Quiénes?—Se han llevado al camionero y a sus hijas, la menor con el chico

en brazos. A Pastor, a su hijo y al charanguista también se los llevan. Reúnen a un montón de gente frente a la bodega. Hay camiones esperándolos. ¡Vengan a ver!

—Vamos, Estercita.—¡Vengan!—Deja de gritar.—¿No te digo? Los vi pasar justo frente a nuestra puerta. Un

teniente señaló tu casa y dijo a los soldados: «Ésta no.» Tiene una hoja en la mano, una lista, el teniente. El teniente es bien plantado, buenmocillo.