revista alborada nº 3

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alborada / PRIMAVERA 2013 revista literaria universitaria nº 3

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Revista hecha por y para alumnos

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Page 1: Revista Alborada nº 3

alborada/ PRIMAVERA 2013

revista literaria universitaria nº 3

Page 2: Revista Alborada nº 3

Desde ALBORADA invitamos a todos los estudiantes universitarios, así como a em-pleados de la Universidad de Navarra, a que participéis en esta revista enviándo-nos vuestros textos, junto a vuestros datos personales, a la siguiente dirección: [email protected]

Se aceptan aquellos poemas y relatos bre-ves que no sobrepasen los cincuenta ver-sos o las cuatro páginas (interlineado 1,5) respectivamente. También nos gustaría recibir vuestras ilustraciones de tema li-bre, preferiblemente en blanco y negro.

Os esperamos

IlustracionesSantiago González-Barros (portada)Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra

Andrea Santiago Díez (contraportada)Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra

María Cano Leiva (página 17)Grado en Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra

Sofía Altimari (página 23)Grado en Publicidad y Relaciones Públicas, Universidad de Navarra

Depósito legal: NA 1867-2012 Diseño y maquetación: Calle Mayor (www.callemayor.es)

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Santiago González- Barros Olarte

Grado en Comunicación Audiovisual,Universidad de Navarra

Renacimiento

Esa noche lo entendí todo. Bajaba yo las escaleras de mármol, todas cubiertas de

moqueta roja y suave. Iba un poco distraído, limpiando mis pinceles con un trapo

sucio y lleno de colores. Las grandes antorchas alumbraban los muros a lado y lado.

Ya no me fi jaba en la preciosidad de esculturas y tapices que los adornaban, obras

que tanto me asombraron la primera vez que entré a palacio para retratar a Felipe.

Ya en mis aposentos, entregué los pinceles y la paleta a mi aprendiz y me senté junto

a la chimenea dispuesto a fumar mi pipa preferida. Apoyado en la pared del fondo,

descansaba un inmenso lienzo apenas abocetado: lo llamaría Las Meninas, mi si-

guiente gran obra. Una dulce somnolencia comenzó a invadirme con un cosquilleo.

-Señor Diego, ha llegado una visita –me dijo el criado con un susurro. La curiosidad

disolvió mi ensoñamiento y giré la butaca para ver quién era el hombre que se dig-

naba interrumpir mi descanso. Faltaba poco para la hora de cenar. Un hombre joven

y vigoroso, moreno y no demasiado bello, entraba en mi cámara con porte orgulloso.

-Che bello!, Signore Velázquez –dijo señalando con un gesto a mis meninas. Tardé

un poco en reconocerlo porque me había dejado los anteojos arriba, junto al caba-

llete.

-¡Michelangelo, querido amigo! –exclamé. ¿Qué te trae por España? Ven ¡siéntate,

caro amico!

Miguel Ángel se sentó frente a mí sonriendo y frotándose las manos. Era un invierno

frío y había viajado mucho para venir a verme. El criado nos trajo bollos de crema

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calentitos, té y unos papeles por si queríamos dibujar algo. Siempre ha sido muy

detallista.

Junto al crepitar del fuego, oliendo a óleo y madera, mientras el palacio dormía, mi

amigo quería resolver la duda que no le dejaba dormir desde hacía años. Con ojos

que anhelaban respuesta, dijo:

-Dos siglos de artistas hemos luchado por hacer excelso lo que griegos y romanos

habían alcanzado, por sublimar el dibujo que ya desde las cuevas prehistóricas había

embellecido la vida de la raza humana. Dos siglos de escultores, pintores y arquitec-

tos, músicos y poetas han desembocado toda la magia de su arte en mí: Michelange-

lo Buonarroti, clímax del Renacimiento. El artista máximo que nadie podrá superar

jamás. Y yo te pregunto: ¿por qué estás dedicando tu vida, toda tu obra, cada pince-

lada y cada lienzo, a contradecir lo que yo he propuesto?

Se hizo el silencio. Me lo decía todo con sencillez humilde, incluso se me humede-

cieron un poco los ojos, lo reconozco. Había acercado su cara hasta la mía. Estaba

inclinado, sentado al borde del sofá y sólo había un palmo entre los dos. Podía sentir

su aliento en mis labios. Tras respirar hondo, con una sonrisa suave le respondí:

-Pregúntaselo a Caravaggio o a Tiziano –y le ofrecí un bollo de crema.

El italiano me miró con una expresión rara. Un instante después, el artista se echó

hacia atrás con una carcajada. Yo también me reí. Estuvimos casi cinco minutos

desternillándonos, hasta me caí a la alfombra y comencé a rodar por el suelo. Él gol-

peaba la mesa repetidamente y su risa era realmente pegadiza. Los bollos de crema

caían por suelo y rodaban junto a mí. El criado se fue sigilosamente. Hacía años que

no me reía tanto.

Tirado en la alfombra, mirando la inmensa lámpara de araña llena de velitas que

colgaba del techo, iba recobrando poco a poco el aliento. Miguel Ángel se secaba las

lágrimas con la manga de su camisa. Con un susurro lento le dije:

-Michelangelo, ¿qué importa ya? Ahora todo ha cambiado. Aunque seguimos siendo

los mismos y buscamos lo mismo, querido amigo. ¿Sabes qué? Pronto estos reyes

olvidarán mi Barroco. Y en unos siglos te visitarán, no lo dudes. Amarán tu línea, tu

color y tus perspectivas. Se postrarán ante lo eterno de tus temas y ante la sutileza

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de las formas que esculpiste. Y luego los impresionistas vendrán a mí como buitres,

a tomar mis trazos limpios, a pintar el aire que ahora nos hace vivos. Y aún te digo

más: habrá incluso quien lo abandone todo, nacerán cubismos, expresionismos, pri-

mitivismos y miles de ismos, liderados por personas que vivirán lo que tú ante tus

frescos y lo que yo ante mis lienzos. Porque seguirán siendo los mismos. Hombres,

hijos de hombres. En el abismo eterno que es ser artista.

Una expresión extraña cubría el rostro de mi amigo.

-Entonces… ¿ellos serán mejores? ¿nos habrán superado? ¿se aprovecharán de nues-

tro sudor y de nuestra sangre?

Era una buena pregunta. A mí eso me daba miedo también. Manet…, Monet…, ¿vam-

piros de mi arte? No me hacía mucha ilusión, la verdad.

Tomé un bollo de crema de la alfombra, lo soplé para quitarle el polvo y los pelos

que se habían pegado y le dí un mordisco. Con la boca aún medio llena le respondí:

-¿Acaso crees que has superado a Giotto?

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Romance de las lomas de Granada

Granada tiene dos lomas

más altas que sus campanas,

una en el cielo que pinta

y otra en la sierra que canta,

una con aires de Oriente

y la otra de tierra gitana.

Veredas de antorchas

acarician sus faldas

y un llanto hiere en la cima

cuando atraviesa su espalda.

Recuerdos de las galeras

aturden la raza, mientras

las cruces del Sacromonte

palmean por la mañana.

Doctorado en Historia,Universidad de Navarra

César Rina Simón

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La pared blanca

La casa estaba apartada de las del resto del pueblo. Es de entender que al levantarla, a

fi nales de los veinte, el matrimonio propietario pretendía que el resto de las casas de

la calle se les fuera uniendo. Pero no fue así y se quedó apartada. Sola.

Cuando sus padres se la dejaron en herencia a don Andrés, y no a sus hermanas,

éste no la quiso ocupar. Le inquietaba encontrarse a sí mismo en los recuerdos que

albergaba. Porque don Andrés era de esas personas que maduran pronto y se sien-

ten más cómodos siendo mayores, en la madurez. Se perfi la complicado imaginar a

alguien como él de adolescente, pues tienden a ser adultos acostumbrados a actuar

como jóvenes; pero ellos no lo saben. Don Andrés sí lo sabía y temía a aquella casa.

Sin embargo ocurrió que, habiendo alcanzado una avanzada edad, falleció su esposa

y encontró en la casa una maravillosa tentación para evitar el dolor. Como pensaba

que, al fi n y al cabo, él se le uniría pronto en la muerte y su corazón entendió que no

había regreso posible decidió tomar el relevo de sus padres y comenzar una nueva

historia, un tránsito al fi nal de su vida, en el hogar donde la comenzó. Se mudó desde

la ciudad y para mantener su propósito volvió a ejercer la medicina en el pueblo.

Es habitual que al regresar después de un largo período de tiempo a un emplaza-

miento donde se ha vivido parte de la infancia se redescubra mucho más pequeño.

Sin embargo don Andrés no encontró la casa de este modo. Se sorprendió al ver que

era tremendamente espaciosa. Al vivir trasladarse tuvo que dejar varias habitaciones

vacías, sin muebles, para llenarlas por la tarde con largos paseos extendidos desde

su estudio. Don Andrés era muy activo para su edad. Junto con su prima favorita,

Inés, la única que aún vivía, se dedicaron a adaptar la casa para hacer confortable

Grado en Comunicación Audiovisual,Universidad de Extremadura

Alejandro Martín González

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la vida en ella. Don Andrés era machista, pero no lo sabía; nadie se lo había dicho y

él no había conocido ninguna otra corriente de pensamiento. Juntos realizaban las

actividades matinales hasta la hora de almorzar, siempre puntuales, a las dos. Lue-

go, dependiendo de si tenía otros quehaceres que atender, Inés volvía a su casa o lo

acompañaba el resto del día. Don Andrés pretendía mostrarse indiferente ante ello

pero lo cierto es que nadie puede devolverle la sonrisa a la soledad por mucho tiem-

po. Siendo primavera al abrir las ventanas se deslizaba por toda la casa una corriente

de aire fresco que le proporcionaba la sensación de ser aún más espaciosa de lo que

ya era. Conociendo ya la manera en la que acabaría sus días, desprendido, esquivo,

enérgico y calmado, simplemente dando un paso más; la vio. Siempre había estado

allí.

La pared era de cal blanca, lisa, sólida y vertical, pero diferente a las demás; rezu-

maba la iluminación de la casa. Se hallaba en una de las zonas más retiradas, entre

el estrecho pasillo que conectaba todas las habitaciones de la planta baja, el salón

y una pequeña despensa. Si presionaba con un dedo sobre ella cedía ligeramente,

quedando marcado el lugar donde se había apretado y dejando el dedo levemente

impregnado de la pintura blanca. En esa pared, encontrada en uno de sus paseos,

halló don Andrés el espacio de su propia retrospección. Al principio eran sólo caras

sinuosas y revueltas que acabaron formando una amalgama de visiones que per-

mitieron a don Andrés, en el tiempo en que llevaba una poltrona desde su estudio

hasta a la habitación y se sentaba frente a la pared, formar un nuevo signifi cado de

ésta para él. Recordó que tras la Guerra la casa fue saqueada y esa pared quedó espe-

cialmente dañada por ráfagas de la artillería cuyo bando no quería recordar y, como

ya tenía la edad, debió ayudar a su padre tirándola y volviéndola a levantar en una

tarea parecida a la que habían llevado a cabo Inés y él setenta años después. Recordó

cómo su padre había fallecido muy enfermo poco después y entendió que aquella

pared simbolizaba para él más de lo que le hubiera gustado reconocer.

A partir de aquel día empezó a visitar con más frecuencia aquella habitación en sus

paseos vespertinos. Después simplemente entraba en ella para sentarse en la pol-

trona y tomar una taza de café con leche, que posaba en una mesilla instalada más

adelante; al principio leyendo literatura francesa y después simplemente mirando la

pared, sumido en sus propias vivencias. Inés la empezó a denominar la “sala de pen-

sar”. En el pueblo les gustaba demasiado etiquetarlo todo y defi nir sus límites. Pero

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aunque ni siquiera ella podía sacarle ya de su ensimismamiento no se encontraba

muy alejada de la realidad. Don Andrés acabó volcando en ella todos sus pensa-

mientos, llenado la pared de sus más melancólicos apetitos, profundas sospechas,

quebradizas manías, intrincadas teorías y sinceras incertidumbres.

Abstraído pero no aislado notó un intruso en su silencio: el moho. Era primavera y

pese a ventilar la casa regularmente las paredes habían cogido moho. En su campa-

ña para librar la casa de la infección de aquel hongo y, debía reconocerlo, darle mejor

aspecto para cuando la dejara a merced de la herencia, don Andrés decidió pintar la

casa. En realidad dejó que unos operarios la pintaran. Toda de blanco. Pidió que se

ocupasen primero del estudio y luego se encerró en él hasta que acabaron. El estu-

dio, como la casa, era luminoso y ventilado y podía permitírselo. Terminada la faena

prosiguió con su normalidad, que no con su rutina. Don Andrés había intuido en su

mujer, y posteriormente aprendido de Inés, a huir de la rutina y considerarla como

aquellas esporas que permitieron que tomase forma el moho que había pretendido

desmenuzar la paz de su abocado retiro.

Gotelé. Habían pintando la “sala de pensar” con gotelé. Se quedó plantado en el um-

bral de la habitación sin atreverse a entrar. No era cosa suya. Aunque no mudó la

expresión sí le abandonaron súbitamente sus refl exiones anteriores, y lenta pero

irrevocablemente sintió como si un humo gris y caliente le invadiera el pecho. Ya

no había forma de remediarlo pues no hubiera sido efi caz y don Andrés admiraba

y ansiaba la efi cacia. No tuvo más remedio que asumirlo, pero no pudo evitar volver

a entrar en la estancia e intentar tocar la pintura. Pero no. Era demasiado pronto. Se

sentó en la poltrona con aire derrotado y al tiempo percibió algo distinto.

Con la luz del oeste la pared ganaba en profundidad y en detalles. Ahora los grumos

de pintura colmaban la superfi cie de irrepetibles y fascinantes recovecos. Se levantó

lentamente para examinar lo que le había parecido ver y lo comprobó. Fundido con

la pared el gotelé disimulaba sus imperfecciones y la transportaba a un plano distin-

to, la dotaba de algo nuevo: belleza.

Para asentar estas impresiones creyó necesitar la opinión de Inés, de manera que lo

compartió con ella aquel mismo día antes de que se marchara a su casa.

—Y no te olvides de tomarte las dos pastillas del Etanofren —repasó la mujer mientras

buscaba las llaves en su bolso para cerrar el pestillo al salir de la casa.

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—Inés, ¿te has fi jado en el gotelé de la habitación donde tomo el café?

—No te vayas a confundir, son dos partidas por la mitad, no cuatro. Puede ya ser

peligroso tomarte tres.

—Queda extraño. Me gustaba más antes pero le da cierto dinamismo a la pared ¿ver-

dad?

—Sí, está bien. Escucha: ándate con ojo, tendría guasa que tuvieses un problema con

eso siendo tú médico.

Aunque era posible que Inés no le hubiese oído al escuchar su aprobación a don

Andrés le pareció que todo estaba en orden. En realidad ya había decidido que le

gustaba su nuevo aspecto y quiso volver a su antigua dinámica. Pero como se sentía

en comunión con la pared decidió cambiarla también. Instaló en la sala un repro-

ductor de música y disfrutó de largas tardes apreciando los nuevos matices de la pa-

red acompañado por las escalas y gamas de acordes de sus compositores favoritos,

como Pachelbel o Bach. Defi nitivamente le encantaría morir oyendo el Canon de

Pachelbel. Durante varios días refl exionó, caviló y divagó en aquella sala. Posterior-

mente pensó que el cuadro de su dormitorio, en el que aparecían varios libros y la

miniatura de un navío llamado San Cristóbal, quedaría bien allí y pasó a colgarlo él

mismo. El agujero en la pared valió la pena; sin duda ganaba en originalidad. Cier-

tamente el gotelé estaba cayendo en desuso. La pared había pasado a ser perfecta.

Pero Inés sí le había oído. Una mañana cuando don Andrés atendía a sus pacientes

ella misma llamó a los operarios que limpiaron, alisaron y lijaron el gotelé. Lo hizo

con la mejor de sus intenciones pero don Andrés no lo supo apreciar. No había ima-

ginado la posibilidad de un nuevo cambio en la pared y se sintió muy desconcertado.

—Pero ¿no me dijiste que te gustaba más como estaba antes?

—Da igual.

—Te ha molestado.

—No, ¿qué dices mujer? Está bien. Sólo es una pared.

No era sólo una pared. Don Andrés era de esas personas a las que no les gusta hablar

de sus sentimientos, que prefi eren guardárselo todo dentro y no compartir su des-

asosiego, dejando silencios hoscos como represalia. Don Andrés era necio. Hosco

como la pared que era ahora una extraña para él; desnuda. Ni siquiera era ya la mis-

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ma pared que había conocido anteriormente, había cambiado. Se había vuelto fría,

áspera y dura. Dura para don Andrés. No volvió a colocar el cuadro del San Cristóbal

y al cabo de unos días dejó de escuchar música allí pues ya no sentía más que lo que

hubiera podido sentir antes. La literatura de la sala se había desvanecido dejando un

desagradable vacío. Huérfano, don Andrés se fue apagando, mostrándose cada vez

más desanimado. Inés se fi jó en su tristeza y sin comprenderla le sugirió volver a

reponer el gotelé en la habitación. La indiferencia de don Andrés la asustó y, temién-

dose lo peor, avisó de nuevo a los operarios a quienes esta vez se les unieron Inés y

el propio don Andrés.

No fue un trabajo duro pero quizá pensó que era su tarea reparar lo que no había

estado de su mano destruir. Cuando acabaron la pared lucía un aspecto luminoso de

nuevo, pero para don Andrés era artifi cial, agria, áspera y retorcida. Era ya incapaz

de entregarse a su nueva pared. Pese a ello, sorprendió a Inés rompiendo su propia

normalidad al sentarse a la hora de la cena en la gastada poltrona, quizá dándole una

nueva oportunidad a lo que veía, con sus cansados ojos fi jos en la antigua pared. Y

allí se quedó. Blanca. Más que nunca y sin embargo natural.

Cuando Inés entró en la habitación buscando a su primo a la mañana siguiente con

las bolsas para hacer la comida le costó comprender varios segundos la escena que

se presentaba ante ella. Fue el blanco níveo de su piel lo que le dio a comprender

que estaba muerto. Gritó y rompió llorar, pero se quedó plantada en el umbral de la

habitación sin atreverse a entrar. No era cosa suya. Don Andrés yacía rígido en el

suelo de la sala con señales de haber sufrido antes de dar el paso. La poltrona estaba

volcada, aún sonaba una composición de Pachelbel y había un vaso roto junto al

umbral, como si hubiera llegado allí de un manotazo. Una mano junto al estómago

y otra extendida. Le pareció a Inés que en sus últimos momentos había intentado

asir la pared, pero estaba a medio palmo. Sobre la mesilla sólo quedaba la caja del

Etanofren, de ella faltaban cuatro pastillas desde la última vez que Inés la había visto.

Decía su prima, sollozando, que don Andrés nunca se hubiera rendido, que no se

hubiera suicidado, y su vecina la secundaba diciendo que éste siempre la saludaba

al pasar. No. Don Andrés no se habría suicidado. Don Andrés había sido necio; pero

nadie se lo había dicho.

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Grado en FIlología Hispánica y Comunicación Audiovisual,Universidad de Navarra

Pepe Cantó Reig

Tierra del Fuego, 1997

«Ushuaia, fi n del mundo, principio de todo».Lema de la ciudad

Llevaba ya dos días caminando, sin encontrar ningún vehículo en mi camino,

cuando vi aparecer, sobre la línea del horizonte, una pequeña nube de polvo que

me anunciaba la pronta llegada de un coche. Bendije mi suerte. Mi pequeña tien-

da de campaña ofrecía un mísero cobijo a la inmensa llanura y las inclemencias

de su tiempo, caprichoso y voluble.

Lo detuve agitando el brazo. Por Dios, me habría puesto en mitad de la carretera si

hubiese hecho falta. Era un viejo Ford, descolorido y destartalado. Recuerdo que

pensé que más pronto que tarde, aquel trasto dejaría tirado en mitad de la planicie

a su conductor. Este, un tipo que aparentaba unos cincuenta y que llevaba una

ajada gorra de béisbol en la cabeza me sonrió desde detrás del volante.

- No es bueno que vayas caminando por aquí, chico –dijo, con un claro acento

americano.

- Lo sé. Esperaba que pasasen más coches. Supongo que sobreestimé mis opciones.

- Bueno, por suerte para ti ya he llegado –dijo, y rió -. Anda, sube, antes de que te

dé algo.

Cuando monté en el viejo coche lo primero que noté fue las decenas de cintas de

música que se esparcían por el salpicadero.

- Cuando haces un viaje tan largo tienes que tener buena música –me dijo, al des-

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cubrirme mirándolas-. El Rey, chico. ¡Guau! -Subió entonces el aparato de radio y

pude escuchar la voz del viejo Elvis sonando, como lo hacía en el salón, cuando

mi padre y mi madre bailaban y yo les miraba desde el sofá. “Do anything that you

want to do but uh-uh, honey, lay off my blue suede shoes”…

- Hacía mucho tiempo que no escuchaba esta canción –dije.

- Oh, no puedes dejar que pase eso. Un día sin escuchar al rey es un día perdido,

muchacho –contestó él, con una gran sonrisa dibujada en el rostro. Y luego pre-

guntó-. Dime, ¿Qué te trae por estos lares? No se suele encontrar mucho autoes-

topista a estas latitudes. Y menos con este calor infernal.

Dudé unos segundos antes de contestar:

- Viajaba para ver el Perito Moreno. Y de ahí marchar a Ushuaia, a embarcarme.

En principio.

- ¿Ushuaia? –preguntó, con extrañeza.

- En Tierra del Fuego. Al sur. Muy al sur.

- ¿Y qué diablos se te ha perdido tan abajo, chico?

Sonreí, sin saber muy bien que contestar:

- Respuestas, supongo.

- Ah-dijo, y rió levemente-. Todos buscamos respuestas.

- ¿Si? ¿Y cuáles buscas tú?

- ¿Yo?-preguntó. De pronto se quedó serio y callado un instante, antes de señalar

con la mano las cintas que cubrían el salpicadero-. Las que me puede dar él. El Rey.

- E… ¿Elvis? -reí, pensando que bromeaba.

- Efectivamente, chico. El mismísimo-y volvió a reír con fuerza.

- Pero… pero Elvis…

- ¿Está muerto? –preguntó, esbozando una sonrisa irónica.

- Bueno, si –admití, confuso ahora-. Lleva muerto ya ¿qué? ¿Quince años?

- Veinte. Este año se harán veinte –dijo, sin borrar la sonrisa de su cara-. Si hubie-

se muerto. Claro.

- ¿Cómo que si hubiese muerto? Elvis murió, lo sabe todo el mundo. Eso es lo que

dicen.

Se giró y me miró durante un instante. Sus ojos parecían divertidos. Los míos, en

cambio, debían de parecer incrédulos. Después dijo: -No tienes que creer todo lo

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que te dicen, muchacho –y continuó, tras una breve pausa-. ¿Nunca has oído la

historia?

- ¿Historia? Leyenda, más bien –repuse, molesto con la ligereza de aquel tipo.

- La leyenda es solo una historia que no se ha comprobado. Solo eso. Y la historia

es solo lo que se ha escrito, no lo que necesariamente sucedió.

Ya no respondí. Fue entonces cuando me di cuenta de que viajaba con un loco. Un

demente que había cogido un automóvil de segunda mano y que había decidido

cruzarse la Patagonia entera para ver… para ver Dios sabe qué. Pirados como aquel

pululaban de Nuevo México a Buenos Aires. Exploradores de pacotilla, abducidos

por ovnis y profetas del apocalipsis. E incluso trafi cantes de fotocopiadoras como

los que me llevaron en su camioneta aquella vez. Sin embargo, fue la mirada apa-

sionada de aquel lo que me asustó y me hizo querer bajarme inmediatamente.

La alternativa, empero –tener que andar aún más de doscientos kilómetros- no

me pareció más halagüeña. Estuve en ese estado, dando vueltas a las locuras que

acababa de escuchar, mientras miraba por la ventanilla el discurrir de la llanura

durante un buen rato, hasta que el tipo rompió el silencio, antes solo molesto por

el runrún del motor.

- ¿Quieres saber por qué le busco?

Había hecho la pregunta con un tono seco, y cuando me giré para mirarlo lo en-

contré serio, en contraste con sus sonrisas e ironías anteriores. “¿Por qué buscas

un cadáver?” pensé con sorna, “Claro, claro que me gustaría saberlo”, pero me abs-

tuve de hacer ningún comentario. Solo me encogí de hombros, para mostrar mi

indiferencia. Realmente solo quería llegar ya adonde quiera que fuese a dejarme

y olvidar aquello. Pero, o bien mi gesto le debió de parecer sufi ciente o bien no

esperaba respuesta por mi parte, así que comenzó a hablar:

- Toda mi vida le he escuchado. Mi padre solía ponerlo en el salón de la casa,

¿sabes? Bueno, imagínate. Tú eres joven aún. No viviste su muerte, ¿verdad? –

Continuó al verme negar ligeramente con la cabeza-. Un país destrozado. Fue el

día de mi cumpleaños. Cumplía veinte años. Y me enteré de su muerte por la ra-

dio. Me acordaré siempre. Luego murió mi padre, y me dejó todos sus discos. Las

cintas las compré después. A mi mujer le regalé una en nuestra primera cita. Mi

madre se rió de mí. Supongo que pensaba que si a una mujer no le gustaba Elvis

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tanto como a mí no valía la pena. Pero a ella le gustó. Y de la primera cita hasta

los veinticuatro años de casados. Se dice rápido. Se dice rápido –guardó silencio

entonces durante un instante. Después sacudió la cabeza ligeramente, suspiró y

continuó-. Ella murió hace seis meses. Un conductor borracho se estampó contra

su coche en la autopista.

- Lo siento –acerté a decir con un hilo de voz.

- Gracias, muchacho. Aquella noche me dijo que le hubiese encantado ir a un con-

cierto suyo. Conocer al Rey. Me contó que ella creía que no estaba muerto de ver-

dad. Que había viajado a Argentina, huyendo de la fama, o qué sé yo. Si te digo la

verdad, yo pensaba que esa chica estaba loca. Lo mismo que tú estarás pensado de

mi ahora, ¿verdad? –dijo, y rió-. No pasa nada. Es una locura, si te paras a pensarlo.

Pero había algo en sus ojos que me hizo creerla. Y estuve creyéndola durante vein-

ticuatro años. Así que cuando ella murió sólo había un sitio al que podía ir. Y aquí

estoy. Buscando algo que no sé si existe. A alguien que puede llevar veinte años

criando malvas. Una completa locura –después guardó silencio durante algunos

minutos, mientras yo intentaba poner orden a mis ideas, hasta que dijo: Hace cer-

ca de un mes un buen amigo mío, médico, vino a mi casa, a hablarme de un viejo,

veterano de Corea por lo visto, que había llegado al hospital en un estado pésimo.

Ardiendo de fi ebre, medio loco. Hablaba entre dientes y luego comenzaba a gritar.

Un espanto. Pero aquí llega lo interesante: a mitad de noche, el viejo pareció recu-

perar la conciencia durante unos minutos: le bajó la fi ebre, se le despejó la frente...

Lo que contó, en cambio, dejó a mi amigo pensando que estaba verdaderamente

loco. Sin embargo, cuando él me lo contó a mí, supe que era verdad. No sé porqué.

Quizás fuese una intuición. Pero lo supe. ¿Adivinas qué era? –yo lo sabía. Sin duda

alguna lo sabía. Sin embargo, no esperó a que yo contestase: Dijo que había estado

con el mismísimo Elvis, en una casa cerca de un pueblo llamado Río Gallegos. Río

Gallegos, ¿sabes? Apenas a unas millas de aquí.

Volvió a reír, dejándome sumido nuevamente en mis pensamientos, confusos.

Mire por la ventana, contemplando el clima desolador de la llanura inmensa que

atravesábamos. Vi, o creí ver, a lo lejos, los picos nevados del Paine, iluminados

por un sol decrépito y me asoló un frío inmenso. Me arrebujé en mi asiento, escu-

chando el suave ronquido del motor y la voz de Elvis sonando levemente de fondo.

- Entiendo que no lo creas, chico –dijo el tipo-. Pensarás que es una locura. Que

haya venido hasta aquí, pudiendo estar tranquilamente en casa. Guardando el

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luto. Querrás bajarte, seguramente. Pero déjame que te haga una pregunta, ¿por

qué estás tú aquí? ¿Acaso no es la misma locura?

No respondí.

- Ella hubiese querido esto –musitó. Sin embargo, no me lo decía a mí. Hablaba

para él, como si quisiese asegurarse de algo. De pronto me di cuenta de algo: sus

ojos perdidos en la profundidad de la carretera, que se hundía en el horizonte, eran

los míos, perdidos en las perennes nieves chilenas. Y me incendió el miedo. Un

miedo atroz, que había sabido esconder en lo más recóndito de mi cuerpo, pero

que había estado ahí, acechante, desde que salí de casa. Y quise preguntar. Tenía

que hacerlo. ¿Y qué pasará si no lo encuentras? Pero entonces dejé de ver al loco,

al hombre, y vi al niño, que veía bailar a sus padres en el salón de su hogar. Sentí el

calor de la chimenea, iluminando toda la estancia:

- ¿Y qué le dirás si le ves? –atiné a preguntar. Él, entonces me miró y rió entre

dientes, una vez más, como si acabase de recordar que yo estaba allí, y respondió:

- Nada.

- ¿Nada?

- Nada –repitió-. Le miraré, y sabré que tenía razón. Entonces cogeré mi coche y

volveré a casa. Tan simple como eso.

- Pero… ¿Y todos estos kilómetros? No… -iba a terminar la frase, pero callé, sin saber

cómo hacerlo.

Llegamos a la intersección un par de horas más tarde y bajé del coche. Asomado a

la ventanilla, el tipo me dijo:

- Si sigues por esa carretera llegarás al Sur. Yo giro aquí.

Nos miramos unos instantes, sin decir nada. Solo al fi nal él murmuró:

- Suerte, muchacho –Después sonrió, bufó y arrancó el coche. Lo contemplé des-

vanecerse lentamente en el horizonte, mientras oía la voz del Rey, mezclada con el

ruido del motor. Entonces cargué mi bolsa y giré hacia la derecha. La carretera se

perdía en la lejanía, entre nubes. Comencé a caminar hacia el Sur, hacia el fi n del

mundo. Hear that lonesome whippoorwill, he sounds too blue to die.

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Grado en Filología Hispánica y Periodismo,Universidad de Navarra

Irene Zurera

No me lluevas que tengo frío

No me lluevas que tengo frío.

No me digas que hoy no hay cena.

Que tengo hambre. Y sed.

Cántame otra vez eso que tú sabes.

Esa que tú te sabes.

Lo que sabes que me provoca ese escalofrío.

Esta noche tan noche es demasiada noche para tan poca oscuridad.

Este frío no es lo bastante helado como para llegar a helar.

Tanto miedo al calor me está agobiando.

Y tengo frío.

Cántame, cántame.

Que ya todos lo saben.

¿Quién falta por saber el secreto?

Yo creo. Nadie.

¿Tú? El frío me hiela.

Hay demasiados centímetros de nieve allá afuera.

Las cortinas la esconden

y aunque creas que no está,

moja el jardín.

•••

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¿De dónde crees si no que procede este viento helado?

No sabes que se cuela por entre la pesada tela.

No intentes cerrarlas más.

Canta, canta. Cántame.

¿Escuchas la música?

También ha entrado.

Viene de la mano del frío.

Quiero saber qué y quién dejan escapar esa música.

Qué pequeño genio enamorado del calor

deja llover las notas sobre la nieve.

Qué blanca espesura.

¡Qué pena que no la veas!

Otra vez. La música.

¿Es real? Yo creo que sí.

¿Existe algo más frío? Existe algo más frío.

¿Cantas? ¿Cantas? ¿Me cantas?

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Grado en Bellas Artes,Universidad de Sevilla

María Álvarez Romero

El hotel de los horrores

Tanto el cielo como sus ojos estallaron en llamas. Solo un espasmo fue necesario

para que músculos y tendones se transformasen en piedra. Un grito mudo inun-

dó su boca y el resto de su cuerpo se arqueó por el dolor. Sus oídos perdieron su

función bajo el latido ensordecedor de su corazón, promesa de otra noche de su-

frimiento.

Retorcido por el tormento, sintió cómo las tirantes cuerdas de la gravedad preten-

dían devolverlo a su posición. No obstante, su cuerpo parecía negarse a ser devo-

rado por las sábanas y sucumbir de nuevo al castigo de la inmovilidad.

Pocos minutos duró el infi erno, los necesarios para que los sueros medicinales

lamiesen sus heridas y derritiesen la tensión de sus ligamentos. Tan solo dos pala-

bras en forma de pregunta fueron pronunciadas antes de ser liberado de la prisión

de su cuerpo y entregado una vez más al mundo del sueño asistido.

“¿Cuánto más?”.

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Grado en Comunicación Audiovisual,Universidad de Navarra

Camino López

Discurso propio

Vengo a hacer una aclaración, que parece evidente al principio, pero desde luego

que no lo es, y aunque lo fuera, que algo sea evidente no es una razón para no

decirlo. Sin más rodeos, lo digo: las personas no somos árboles, pero hay mucha

gente que tiene complejo de árbol.

Está claro que no tenemos ramas, ni pájaros en la cabeza, y que no echamos raí-

ces en un mismo sitio para toda la vida, evidentemente. Lo que quiero decir con

esta afi rmación es que para ver lo que un árbol tiene dentro solamente tienes que

tener un hacha y mucha fuerza y partirlo por la mitad, entonces encontrarás esas

rayitas con forma de hula-hula deforme y contándolas adivinarás la edad del árbol,

supuestamente. Lo malo de este mecanismo es que no funciona con las personas,

a menos que tu intención sea matarlas. Eso es indiscutible.

Hace un par de días estaba conversando con una amiga y de pronto se puso a llo-

rar. Yo quería saber qué le pasaba, así que antes de sacar un hacha para descubrir

qué era aquello que le turbaba por dentro, le hablé. Ella, sin ninguna necesidad de

forcejeo, se abrió a mí. Curiosa expresión la de abrirse a alguien. Buena metáfora,

yo me imagino una muralla que protege nuestro pequeño mundo interior frente

al exterior, al otro, al que no soy yo. No hace falta ser Alí Babá y soltar un “Ábrete,

sésamo” para traspasar la puerta secreta de cada persona, basta con un poco de

sinceridad y de escucha. Eso es lo que hice, mirar, callar y comprender mientras

me decía que no encontraba el sentido a las cosas. Que desde hacía ya un tiempo

se había empezado a preguntar ¿Y si yo no debería estar aquí? ¿Y si hubiera sido

más feliz en otro sitio? ¿Estoy tirando mi juventud? Lo típico.

•••

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Así que le pregunté: “¿Eres feliz?”. “¿Quién soy yo?” –me rebatió–. Soy el café de las 8

y media de la mañana, soy 6 horas de clase, soy la cola del comedor, soy media hora

de siesta y toda la tarde de estudio, soy la cena a las 9 y el cigarro de después, soy la

conversación de antes de irme a dormir, soy la noche que sueña y el día siguiente

que ya lo ha olvidado. Entonces vuelvo a ser el café de las 8 y media, otro día más”.

No soy experta en ningún campo, en verdad y no lo digo por modestia, no puedo

presumir de que sepa mucho de algo en concreto, y de ahí mi dilema: me van a

escuchar y no sé de qué hablar. ¿Acaso tengo algo que decirle al mundo?

No voy a proclamar en ningún momento un ¡eureka!, porque no es nada nuevo que

lo único que intentamos es ser felices en esta vida, y que la vida nos viene grande.

Que los días se suceden entre mismos recorridos y que, como dijo Fito, el de los

Fitipaldis, “nunca se deja de crecer, nunca se para de morir”.

Ya hemos visto que el problema de la felicidad está ligado al de la identidad. Yo no

sé porque a la humanidad le gusta tanto complicarse. Todos somos como un pastel

de tres chocolates: el blanco, con leche y sobre todo, el puro, el negro. Somos el

recuerdo, somos el instante pero por encima de todo somos nuestros sueños.

Y por defi nición, tener sueños es tener futuro. Porque quien vive queriendo volver

al pasado, vive despreciando la vida.

Ahora, la pregunta del millón ¿qué es ser feliz?, ¿se come?

Hablaré desde mi experiencia. Para mi ser feliz es tener la mirada perdida y una

sonrisa de oreja a oreja. Una carcajada tan auténtica que los ojos se te llenen de

lágrimas. Un escalofrío, la piel de gallina, respirar hondo. Mis amigos alrededor de

una mesa, compartiendo una mantita, relevos de anécdotas, risas, muchas risas. Y

te das cuenta de todo lo feliz que puedes llegar a ser cuando revives el momento en

el que tu compañera de habitación se bebe las cenizas del cigarro que apagaste en

la lata de coca-cola vacía, y te desternillas de la risa, tú sola. Entonces te duermes, y

a partir de lo que has vivido, comienzas a soñar.

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Consejo editorial:Miguel Barba Castro

Pablo Mª de la Barrera Palacios

José Fanjul Alemany

Sergio Navarro Ramírez

Iñigo Rubio Zavala

Beatriz Sánchez Tajadura

Marta Revuelta Martínez

Javier Ilundain Chamarro

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