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....,e )

Portada de

Para Juan Rulfo y EdmundoValadés, por tanto que les debo.

Para Rafael Ramírez H eredia yRoberto Bravo, por un desafío

y la amistad.Para Claudia Bodek, por la paciencia

y las despedidas.

JORDISANCHEZ

Primera edición: Junio, 1986

Derechos exclusivos para Espal'\a.Prohibida su venta en los demás países del área idiomática.

© Mempo Giardinelli, 1986Editado por PLAZA & JANES EDITORES, S.A.

Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugues de Llobregat (Barcelona)

Printed in Spain - Impreso en España

ISBN: 84-01-38077-4 - Depósito Legal: B. 20639-1986

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PRIMERA PARTE

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LEÓN FELIPE.

«En el Reino de los Cielos no hay gran-deza que conquistar, puesto que allí todoes jerarquía establecida, incógnita despe-jada, existir sin término, imposibilidadde sacrificio, reposo y deleite. Por ello"agobiado de penas y de tareas, hermosodentro de su miseria, capaz de amar enmedio de las plagas, el hombre sólo pue-de hallar su grandeza, su máxima medi-da, en el Reino de este Mundo.»

ALEJO CARPENTIER.

«¿Y de qué otra cosa puede hablar elhombre, más que de fantasmas?»

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•.

Me llamo José y me revienta que la gente, y en par-ticular la que no-conozco, con toda confianza me llamePepe. Aquella voz en el teléfono, desde una evidentelarga distancia, fue todavía más allá:

-¡Pepe! -me gritó, con voz metálica, esa mujer-,Marce!9 Farnizzi fue asesinado. Dice Carmen que ven-ga. ¡Es urgente!

Yo había estado, hasta ese momento, mordiendo unlápiz mientras miraba por la ventana preguntándomequé decisión importante sería capaz de tomar. Si esque había alguna decisión que tomar. Ese era el pro-blema: estaba en blanco, vacío; había renunciado aldiario, tenía ahorros como para sobrevivir sin muchadignidad un par de meses y la sensación de un chicoal que le quitaron su juguete preferido, le niegan di-.Ueropara el cine y encima si protesta le han de pegar.y él lo sabe.

-¿Quién habla? -pregunté, todavía más atento ala molestia porque me llamaban Pepe que por la noti-cia que no terminaba de entender.

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-No importa quién habla, soy una amig~ de Car-men... Carmen Rubiolo. Y le dije que asesinaroñ aMarc'elo y que ella le pide que venga. ¡Es urgente,Pepe! , .

y dale con la confianza. Pero me cayo el veinte.C ' d '")-¿ uan o y como.

-Fue anoche: lo balacearon en la puerta de la casa.Ella está muy asustada, ¿entiende? Y no tiene a nadiemás que a usted, Pepe. ¡Venga, por favor! .

-Dígale que mañana estaré ahí -dije, tranqUl~a-mente, con una calma que sentía legítima. Luego In-sistí en saber su nombre y le pedí la dirección y el te-léfono de Carmen en Zacatecas. Ella me dio la in!or-mación y su propio teléfono, dijo que se llamaba HIl?aFernández, y me llamó Pepe otras tres veces. La odié,

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Alguna vez yo había amado a Carmen Rubiolo. Unosdiez o doce años atrás, cuando el periodismo en Ar-gentina era una profesión tan caliente que resultabaimposible amar en paz a nadie. Carmen era una chicade esas que parecen nacidas para amar de una vez y

. para siempre, y de las que uno cree que sólo quierencasarse y tener hijitos. Pero era un ser bastante másCOmplejo: apasionada y romántica, era una lectorainsaciable y de esa clase de gente que en lugar de leerel diario, lo estudia con los anteojitos deslizados sobrela nariz y un pucho en la boca. Le gustaba vestir a laIlloda, discutir las películas francesas que daban enlos cines del centro, hacer el amor en silencio y muyCOncentrada hasta alcanzar su orgasmo, comprenderel punto de vista de los demás sólo para oponerse conIllás ardor, reclamarnos airadamente a los hombreseualquier actitud machista. Era nerviosa pero tierna,

ríñosa pero arisca, juguetona Y' rebelde, solemne 'enestiones nimias, y cocinaba unas milanesas inigua-bles, con la exacta dosis 'de perejil y de ajo; y tam-

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bién confesaba su fascinación por ser amada por eunperiodista. Ella creía que ser periodista era impor,tanteo

Yo la había amado diez o doce años atrás, más omenos. Pero probablemente ocho desde la noche enque me esperó hecha una furia y me dijo «no te aguan-to más, sos el tipo más egoísta y jodido que conocí enmi vida» y se fue del departamento de Acevedo y GÜe·mes dando un portazo que se oyó en todo el edificio.y que me dolió muchísimo más que la queja del por-tero y del administrador. Me arrepentí mucho, luego,de no llamarla, ni buscarla, ni intentar un arreglo. Por-que no he dicho, todavía, que yo la quería con locuraa Carmen Rubiolo. Es verdad, no la trataba bien, ladesatendía, muchas noches la dejaba plantada porcuestiones del oficio, cierres impostergables, o bienreuniones del sindicato, coberturas dramáticas, todoeso que volvió loca a la Argentina de los setenta. Perola quería.

Tiempo después, unos cuatro años luego del por-tazo, la encontré en México, en una asamblea del exi-lio. Era el 78, creo, y todo el mundo andaba cuestio-nado y cuestionando. No recuerdo qué se discutía, perovotamos diferente. Ella estaba del brazo de un flacoojeroso, con pinta de guerrillero retirado, nervioso ylleno de tics, fanático momentáneo de la causa queabrazaba, cualquiera fuese. Me lo presentó después dela asamblea: «Mi compañero -dijo-, Marcelo Farniz-zi.» Nos dimos la mano, el tipo se apartó requeridopor alguien y yo le pregunté a ella cómo andaba, dijetanto tiempo, qué increíble encontrarte aquí, esas co-sas. No recuerdo sus palabras. Apenas su mirada =-rnepareció, o quise que me pareciera- tenía un dejo delantiguo cariño. Pensé confesarle que me emocionaba

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verla y hasta creí ser capaz de decirle que nunca la ha-bía olvidado. Estuve a punto de hacerlo, pero me con-tuve. Nos despedimos sin mucho afecto demostrado ysin promesas de volver a vernos, pero yo supe que esanoche pensó en mí. Y Carmen habrá sabido que yo nopude dormir pensando en ella.

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11I

Apenas pude dormitar un rato cuando el micro sa-lió de Aguascalientes, para la última etapa. El aire erapesado y el sol hacía hervir la carretera. Un imbécilde esos que nunca faltan en los autobuses viajaba conun suéter de Chiconcuac, pesadísimo, y yo pensabaque después de siete horas así su sobaco debía olercomo el de un francés. También pensaba -mirandolos campos a la vera del camino, esas como pampasáridas que enmarcan las sierras a lo lejos- en la cam-paña del catorce y en Pancho Villa sustituyendo a Pán-filo Nateras para la preparación de la toma de Zaca-tecas.

Hasta Aguascalientes, había reconstruido muchosmomentos de mi relación con Carmen. Debía recono-cer, para entonces, una cierta excitación por el reen-cuentro. Hacía por lo menos cinco años que no sabíanada de ella; seguramente iba a México cada tanto,pero jamás habíamos coincidido en sitio alguno. Noteníamos amigos comunes, o al menos ninguno queyo pudiera identificar. Me preguntaba cómo había con-seguido la mujer de la llamada telefónica mi número

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en México. Quizá se lo habían dado en la ComisiónArgentina de Solidaridad, quizá Carmen lo tenía. Noera demasiado importante; o lo era mucho menos quela sensación que me iba ganando: la ansiedad de vol-ver a Carmen significaba imaginarIa todavía hermosa,quizá más que antes pues ahora ella luciría esa madu-rez que da brillo a las mujeres que están entre los trein-ta y los cuarenta. Carmen tenía, ahora ... treinta y tresaños. ¿Seguiría tan intransigente y definitiva, o losaños la habrían moderado? ¿Habría vuelto a ser unachica tranquila, confiable, compañera y contenta con-sigo misma? ¿O seguiría discutiéndolo todo, arisca,chúcara, baguala, como yo le decía? ¿Y cómo vivía supropio exilio? ¿Había tenido hijos? ¿Estaría arruga-da? Sobre esto, algo me decía que no. Era la clase demujer que es hermosa de niña, hermosa de adolescen-te, estalla de belleza en la plenitud y, en la madurez, -puede estar segura de que hasta de vieja será atrac-tiva. Sonreí recordando su genio, sus reacciones cuan- )do se enojaba, su apasionamiento cuando hacíamos elamor, su placer cuando le acariciaba la base de los~hos. Pero su genio ... Era una mina de esas que, porejemplo, pueden pasarse toda una noche en vela ru-miando su rabia, porque uno le ha dicho algo en su-Puesto mal tono al beber el café de la sobremesa. Eracapaz de despertarme a las tres de la mañana con losojos encendidos, a fin de que discutiéramos el asunto,para ella tan trascendental como para Napoleón llegara Moscú. Me había enseñado mucho. La había queri-do más._ La recordaba delgada, de pechos más bien peque-nos pero firmes, manos alargadas, como de pianis-ta (o como uno imagina que ha de ser la mano de unaPianista) y eran inolvidables sus pies. Nacían de unos

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tobillos redonditos, perfectamente armónicos con sasestupendas pantorrillas, y se estilizaban delicados paraterminar en unas uñas parejitas, ni cortas ni largas, delas que se sentía orgullosa y a las que pintaba dosveces a la semana. Decía que era su momento de me-ditación y de relax. Solía aconsejarme que también lohiciera, para serenarme; aseguraba que yo era tanagotador e intolerable que me hacía falta, de vez encuando, pintarme las uñas de los pies escuchando elBolero de Ravel. Era encantadora la forma como lopronunciaba. Me seducía por completo y me volvíaloco por hacerle el amor cuando la veía, tan seria, enesa tarea.

Cuando advertí que estábamos llegando a Zaca-tecas, me reconocí un poco nervioso. Me ganaba la an-siedad por verla, Sabía que no estaría esperándome enla terminal de autobuses, pero luego de instalarmeen el hotel «Calinda» (la confianzuda había dicho queharía una reservación para mí) iría a verla, Imaginéel reencuentro. ¿Le diría un pésame convencional? ¿Se-ríamos capaces de mostrarnos espontáneos, naturales,en semejante circunstancia? ¿Cuál sería mi comporta-miento? ¿Qué haría yo con mis fantasías? Porque de-bía reconocer que por algo llegaba a Zacatecas, poralgo respondía a ese llamado, y no sólo porque era unreciente desocupado. Si hubiera sido otra mujer, cual-quier otra vieja amiga la que me hubiese hecho llamar,quizá no habría ido a su encuentro. Pero Carmen sí,Carmen podía llamarme. Era la única mujer que po-día hacerlo. Y en algún lugar ella lo sabía: le habíadado mi teléfono a la confianzuda, diciéndole «lláma-lo, va él venir». Y yo venía.

¿y para qué? ¿Qué tenía yo que ver -y menos quehacer- en el asesinato de un tipo que me era por com-

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pleto indiferente, y al que Carmen había amado, sindudas, más que a mí? Me dije que llegaba a Zacatecassimple y sencillamente por verla. Todo reencuentro es I

excitante, cuando se quiere reencontrar a una persona.y lo es más si hay fantasías. Reconocí que durante añosyo había esperado un llamado de ella. En cualquier cir-cunstancia. Y esta era, por cierto, de las peores. Por-que sí, yo tenía fantasías, y, aunque me parecía inno-ble para con el muerto, por más que no lo hubiera co-nocido ni me importara: la mía era volver a seducir aCarmen. Algo así como una asignatura pendiente, quesólo ahora me daba cuenta de cuánto deseaba saldar.

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IV

Me dieron una habitación en el segundo piso y,mientras me cambiaba la camisa y me lavaba la caray las manos, me detuve a contemplar el Cerro de laBufa. Me impresionaron su imponencia dominante so-bre la ciudad y su escarpado lomo de iguana, con eseconvento que semeja un castillo, o una fortaleza queparece reinar sobre el paisaje como si fuera una san-dalia perdida por Dios.

En seguida la llamé. Me sudaba la mano, oprimien-do el tubo. Reconocí su voz y sentí una emoción queera, sin dudas, lejana.

-Hola, Carmen. Soy José.Ella hizo una brevísima pausa.-Qué bueno que viniste ... ¿Estás aquí, verdad?-En el «Calinda», habitación doscientos tres.

¿Cómo estás?-Mal. Creo que un poco desesperada, pero ... no sé,

iba a decir que ya va a pasar, pero estoy muy confun-dida. Nerviosa. Vos sabés cómo soy...

-¿ Querés venir o que yo vaya?

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Dudaba o estaba llorando, pero no respondió. Dejépasar unos segundos y luego repetí la pregunta.

-Creo que podés venir.Fruncí el ceño; algo en su voz había cambiado. Algo

frío.-¿Alguna cosa anda mal por ahí?-No, no, es que ... Se supone que tenemos mucho

que hablar, ¿no?-Lo que quieras. Vine para escucharte.-Tengo miedo, Pepe.y se largó a llorar, ostensiblemente, con un llanto

quedito, entrecortado. Pronuncié las obviedades queuno improvisa en esos casos y le dije que estaría ensu casa en quince minutos.

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v

Era una construcción de los años cuarenta, enca-lada al frente y con dos ventanas en la planta baja,una a cada lado de la puerta. La planta alta parecía co-rresponder a otro departamento, para el que habíauna puerta unos metros más allá, a la izquierda. Eraen la Calle del Ideal y allí la pendiente, típica de lainsólita urbanización zacatecana, no era muy pronun-ciada. Curiosamente, a pesar de la situación un tantodramática que intuía que significaría nuestro encuen-tro, yo me sentía en cierto estado de juvenil ansiedad,de imbécil felicidad, fascinado por esa ciudad inespe-rada que ni figura en las rutas turísticas mexicanas-por suerte-- y que a cada momento, en cada calle-jón, en cada esquina, en cada iglesia, te depara sorpre-sas. Una ciudad secular, detenida en el diecinueve,donde se mezclan caprichosamente los barrocos conlos neoclásicos, sin edificios modernos, sin muchos ele-vadores, sin pavimentación sobre los adoquines y laslajas de piedra aquí cuadradas, allá hexagonales, y don-de todos los balcones, el alumbrado público -y hastalas coladeras de las alcantarillas- son bellísimas pie-

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J8S de artesanía de forja. Algo así como una ciudad defoto antigua, color sepia, que hacía que me preguntarasi en cualquier momento no aparecería un jinete villistafestejando la victoria sobre los federales de Victoria-DO Huerta.

Carmen abrió y me miró a los ojos. No sé si dijeque eran color miel, y que le quedaban sensacionalesesas pecas de las mejillas. Sentí un breve alboroto enmi pecho, pronuncié algún saludo de circunstancia, yella lo facilitó todo porque se abrazó fuerte, fuerte,agarrándose de mi cintura y largándose a llorar. Le aca-ricié suavemente la cabeza -su pelo me pareció másrubio que años antes- y le froté la espalda con ternu-ra. Ella estiró la diestra, sin dejar de llorar, y cerróla puerta. '

Me tomó de la mano, aspiró sus mocos, se secó laslágrimas y me indicó que me sentara con un movi-miento de la cabeza. Obedecí, sin dejar de mirarIa:vestía unos pantalones de jean ajustados y una blusablanca, ligera; estaba bellísima, más que en mis mejo-res fantasías. Su cuerpo no había ganado ni perdidoun gramo. Sus sandalias abiertas dejaban ver las uñas,acabadas de pintar. No pude sino sonreír para misa~entros; había estado meditando. Tenía unas leveso!eras, posiblemente de tanto llorar. Le quedaban di-''lIlas.

T-Seguís tan alto como siempre, Grandote -dijo,Con una di . h .me la sonnsa-, no as crecido nada.r ~ra un viejo chiste; yo mido casi dos metros. Asen-

t.' SIntiéndome en cierto modo reconfortado recono-CIdo 11 f' r. ' y e a se ue a servir dos tazas de café en la co-CIna M" r

t. . rentras, miré en derredor. Era un departamen-lto pe -I queno, que parecía tener un solo dormitorio'a sala no e' .ra muy espaciosa, pero sí arreglada con

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muchísimo gusto. Había una colección de máscaras queme resultó chocante, sobre una cómoda; un par debibliotecas atestadas, una colección de miniaturas encajitas de hojalata dorada y vidrio, sillones de estilomexicano, una reposera colmada de almohadones decolores; y muchos carteles de exposiciones de artemontados sobre bastidores, en las paredes. El conjun-to hablaba de cierta refinada modestia. Había un cua-drito con una foto de Zapata a un lado de la puerta dela cocina, y al otro lado, simétricamente, uno del CheGuevara, como si la revolución antecediera la entradaa la cocina. O como si no pudiera entrar en ella.

Carmen volvió, trayendo los cafés y una azucareraen una bandeja laqueada con pajaritos, flores y esascosas coloridas de la artesanía michoacana. Se sentófrente a mí, me ofreció una taza, encendió un cigarri-llo que aspiró enfáticamente y soltó el humo como conrabia, nerviosa, casi de un escupitajo. Recordé que asífumaba, un cigarrillo tras otro, cuando me esperabapara pelear en las noches. Luego cruzó las piernas ydijo:

-No sé por dónde empezar, Pepe ... Tengo bronca,rabia, miedo, me siento insegura, todo eso junto. Y máscosas, supongo, que no puedo controlar. Te llaméporque ...

-No importa por qué me llamaste, Carmen. Con-táme qué pasó.

-No, es que es importante decirte por qué tellamé. Porque no tengo a nadie: ni amigos, ni compa-ñeros, ni familia. Hace años que no sé de mi gente enArgentina. Ni ellos quisieron saber más de mí. Mar-celo era todo lo que tenía. Bien o mal, y más mal quebíen, la verdad, era todo. Como dos hermanos, ¿sabés?En todo sentido -abandonó las manos que se miraba,

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estrujándolas, Y clavó sus mieles húmedas en misojos-o Antenoche, cuando ... , cuando lo mataron, mesentí desesperada. Una vecina vino a acompañarme, yme preguntó a quién quería llamar. Le dije, y quiero.serte sincera, que no quería llamar a nadie, pero quequizá a la única persona que podía llamar era a vos.

Yo hice silencio. Sorbimos nuestros cafés. Encendíun cigarrillo y esperé.

-Bueno -dijo, resoplando, con un tono de voz sú-bitamente duro-, y ahora que estás aquí, la verdad esque no sé para qué lo dije.

La miré como cuando se está viendo un partido defútbol por televisión mientras uno piensa cómo harápara cubrir un cheque sin fondos mañana lunes.

=-Decíme algo -exigió, apretando el pañuelito quetenía en las manos.

-No veo qué, Carmen. ¿Por qué lo mataron?-No sé -dudó, una décima de segundo-. Le en-

cajaron tres balazos, aquí, en la puerta.-¿Pero por qué? Alguna suposición has de tener. }

¿Algún asunto viejo, de la militancia?-No, definitivamente no. Nosotros nos abrimos en

e! setenta y siete, pero desde antes estábamos por iner-c.la.y por miedo. No quedaron cuentas pendientes. Sa-lírnos derechos, por Brasil. No, eso no es.

-y entonces, ¿qué es?-Te juro que no lo sé. -No me miraba a los ojos.

Quería convencerme, pero no me miraba-o ¿Te sirvootra taza?

-No, gracias. ¿Y la Policía?-Vinieron en seguida. Alguien los habrá llamado,

no sé. Estuvieron ahí afuera, sacaron fotos, qué sé yo,como dos horas. Yo me quedé adentro, con la vecinaqUe te llamó. Después vinieron dos tipos, dos canas, y

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me hicieron unas cuantas preguntas: cómo se llama-ba, qué hacíamos aquí, qué enemigos tenía y qué supo-nía yo; pura rutina.

-y qué hacían, qué enemigos tenía y qué suponías.Me miró con algo de rencor. Frunció levemente la

boca, como sofocando un pequeño disgusto. Yo le co-nocía ese gesto. Por un segundo pensé que deseaba queme fuera, que me iba a echar de la casa. Tenía los ojosmojados; se pasó el pañuelito por la base de la nariz.

-No sé qué hacíamos -suspiró, relajándose unpoco-. Marcelo vino a Zacatecas dos o tres veces, enel ochenta, y un día decidió que viviéramos aquí. Es-tábamos, supongo, muy quebrados. El país, para no-sotros, quedaba a un siglo de distancia. A mí me diolo mismo y acepté. El quería poner una librería comola Gandhi, con café y galería de arte, esas cosas. Perono pasó de vendedor de libros.

-¿Y vos?-Yo me aburría, veía televisión, a veces leía algo

-sonrió, mostrando la dentadura impecable, blanquí-sima y perfectamente alineada-, y me pintaba las uñasde los pies.

Sentía que seguía loco por ella. Ella lo sabía y sóloquería comprobarlo una vez más. Pero no sonreí nidejé de mirarla a los ojos.

-No sé qué enemigos tenía, te 10 juro. No puedosuponer nada sensato. No puedo suponer nada.

-¿Y la Policía qué dice?-Qué sé yo, no volvieron a aparecer, y yo no pienso

recurrir a ellos. No tengo guita ni interés en que inter-vengan en nada. Y ellos se habrán dado cuenta de queno podrán sacarme ni un peso. Supongo que, por ruti-na, tendré que ir a declarar y los mismos canas estarándeseando que me vaya a la mierda.

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Pensé que podrían desear otras cosas, pero me callé.No terminaba de entender la actitud de Carmen. Des-pués de todo, me había llamado; quería decir que enalgún lugar suyo admitía que necesitaba ayuda. Mien-tras ella hablaba, yo sentía por momentos que iba adecir algo más, pero a la vez me daba cuenta de quedudaba y prefería callarlo. Su nerviosismo no se de-bía ni al reencuentro ni a la viudez; se debía a 10 quequería, y a la vez no quería, hablar.

-¿Y entonces qué vas a hacer?-Nada.-¿Cómo nada? ¿No te interesa saber? Fue a tu

compañero al que mataron.-Bueno, le encargué una investigación a un detec-

tive. Si averigua algo, bien, y si no, no me importa.-¿Un detective en Zacatecas? }-Sí, hay uno, pero ...-¿ Cómo se llama?-No importa cómo se llama -se puso más nervio-

sa, y la noté irritada por el modo como apagó el ci-garrillo.

-Tengo curiosidad por saberlo.+-David Gurrola.-¿Y qué más vas a hacer?+-No sé. Antenoche decidí irme de aquí, de Zaca-

tecas y de México, irme a la mierda ... Ayer decidí queme quedo; después de todo no tengo a dónde ir.

-y hoy tenés dudas. Y mucho miedo, Carmen, lodijiste por teléfono y se te nota. No me digás lo queno quieras, no importa. Pero, ¿qué querés que haga yo?

Me miró con sus ojos otra vez endurecidos. Nohabía lágrimas; la miel se había secado y agriado. Te-nía la boca cerrada y me di cuenta de que se estabamOrdiendo los dientes con fuerza.

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-Creo que va a ser mejor que te vayas -dijo, •.len,tamente-, y ojalá me perdones por haberte llamado.

y entonces me fui, reconociendo que ambos venía.

fmos de un país extraño, confundido, un wonderlandimpiadoso que quedaba a millones de años de distan.

I cia, en otra galaxia, y en el que Alicia había sido viola.da y mutilada. Salí pensando que nos habíamos amadoen un país cuya geografía podía encontrarse todavía enlos mapas, pero que en nosotros, en nuestros respec-tivos itinerarios por la vida se había diluido y sólo eravientos, voces de muertos, recuerdos confusos, niebla.No podía dejar de reflexionar sobre esto. Mi encuen-tro con Carmen me retrocedía a un pasado indesci-frable; y yo no era capaz -no lo soy- de explicar el

( pasado. Quizá lo único que sabía era que reencontrarI a esa mujer compleja, inteligente, difícil, aguda, her-

mosa y tan inaprehensible me hacía advertir que elamor es, quizá, solamente, una oportunidad para serfeliz que uno deja pasar y que no se repite. Y que lue-go uno andará buscando con denuedo, pero en vano.

Me fui pensando, también, que acaso entender nues-tra tragedia es como el viento que cruza Comala: unasensación, un temor, un espanto, una suma de corajesy de muertes imprecisas. Me di cuenta de que yo tam-bién me mordía los dientes con fuerza. Los de arribacontra los de abajo. Como siempre pasa.

VI

El Callejón de Veyna cae pronunciadamente sobrela avenida Hidalgo, exactamente enfrente y a un cos-tado de la catedral churrigueresca que llaman en Za-catecas Basílica Menor. Es una joya del siglo XVII: sufachada es una asombrosa filigrana de ángeles y san-tos tallados en piedra, y tiene una campana mayor quecuando suena --como escribió López Velarde en su«Suave Patria»- realmente es una lástima que no laescuche el Papa. A unos veinte metros de la esquina,subiendo desde Hidalgo, y justo ante una coladera dehierro forjado que es una obra de arte del porfiriato,había una casona pintada de amarillo, con dos venta-nas muy altas protegidas por rejas, en una de las cua-les el postigo que miraba a la avenida rezaba, en letrasnegras, góticas pero legibles: Lic. David Gurrola - De-tective Privado, con Licencia.

Sonreí al leer la inscripción y decidí que oscilabaentre lo insólito y lo naif. Hacía menos de una horaque había salido de casa de Carmen, y luego de pasarPOr el hotel -donde consulté el directorio telefónicoPara ubicar a Gurrola- caminé por el centro de la ciu-

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dad, lentamente, mientras pensaba qué hacer y de¡;idíaque no perdería nada si visitaba al detective. Eran lasseis de la tarde cuando llegué.

Llamé haciendo tañer un enorme aldabón que re.presentaba una cabeza de león enfurecido, pero nadiecontestó.

Tuve que elevarme sobre la punta de mis pies paraespiar hacia adentro a través de las ventanas. No pudever nada, porque no había luz en el interior. De todosmodos, regresé a la puerta y le encajé varios aldabo-nazos. Esperé otro par de minutos y empecé a irme,hacia la catedral, calle abajo, cuando oí del otro ladode la ventana que alguien se movía. Extrañado, me vol-ví y le grité al postigo:

-':"Bueno, ¿me va a abrir o no?-':'¿Qué quiere? -me repreguntó una voz cascada,

como de viejo enfermo, malhumorado.-Busco al detective, a David Gurrola.-¿Para qué?-Por una información.-¿ Qué información?-¿Está él o no?-Primero conteste.-Sobre un caso, el asesinato de Marcelo Farnizzi-El viejo dudó. Yo hice esfuerzos por verloa través

de la ventana. No lo conseguí.-¿Por qué nome abre, eh?-Porque no.-y Gurrola, ¿está o no?-No, no está. Nunca está y nunca me paga. Salió

de viaje.-¿Cuándo?-No sé, Siempre está de viaje.-¿ Y adónde va?

Qué solos se quedan los muertos 31

_¿Por qué pregunta tanto, eh?_Porque soy curioso, abuelo._¿ y quién es usted?-El Fantasma de la Opera.y bajé a la avenida, fastidiado, diciéndome que

volvería al día siguiente, más temprano.

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VII

A las seis y media de la tarde, mientras caminabapor la acera del mercado, empecé a preguntarme quéhacía yo en Zacatecas. Durante unos minutos contem-plé el frontispicio de la catedral y admiré el Cerro dela Bufa. Después me maravillé con el aire mismo dela ciudad, y con el antiguo mercado que parecía queacababan de remodelar y ahora era un centro comer-cial completamente al uso gringo, como si allí se basa-ran no pocas esperanzas de que el mágico turismo nor-teamericano viniera con su carga de dólares y depreda-ciones, y al cabo me dije que era un idiota pues lo quetenía que hacer era hablar francamente con Carmen.Busqué un teléfono público y la llamé. Me atendió muyfría y con cierto fastidio; o con prisa, como si estu-viera por salir en pocos segundos. Le dije que queríaveda de nuevo, respondió que no podía y yo no supecómo seguir. Le pregunté si no había recibido noticiasde la Policía y pareció sorprenderse por mi pregunta.

-No ... -titubeó-, ¿qué noticias?-No sé, alguna. Se supone que están investigan-

do, ¿no?

Qué solos se quedan los muertos 33

Hizo silencio. Luego le pregunté si necesitaba algo,si podía ayudada y de qué manera. No, no necesitabanada, sólo estaba todavía un poco nerviosa, yo debíacomprendeda. Me preguntó si me iba a ir, le dije queno lo sabía y ella replicó que en todo caso nos podría-mos ver mañana. Fue curioso, porque cuando termi-namos la conversación, antes del aviso de los tres mi-nutos, tuve la sensación de que no quería ni que memetiera ni que le hiciera más preguntas, pero al mis-ma tiempo sospeché que por alguna extraña razóntampoco deseaba que yo me fuera de Zacatecas.

Eso mismo me hizo sentir bastante más idiota. Ha-bía venido a esta ciudad lleno de fantasías, dispuestoa colaborar en lo que fuese, y ahora tenía la sensaciónde que molestaba, pero que no podía irme de regresoa México. Claro que tampoco iba a quedarme así, demodo que decidí pasar por la delegación policial. Dostipos me indicaron el camino y, en la puerta, uno deazul y con un viejo máuser colgado del hombro, medijo que entrara y preguntase. Adentro, cuando mani-festé mi interés por el caso de Marcelo Farnizzi, unsujeto muy desagradable, de civil, me preguntó quétipo de interés tenía.

-Fui amigo del muerto -respondí- y lo soy deSU viuda.

Me dijeron que aguardara y luego me hicieron pa-sar a una oficina pequeña, con una sola ventana, pe-queña y alta. Era un ambiente mal iluminado, y detrásde un escritorio estaba un hombre con unos papeles.8igotitos, moreno, pelo engomado, un anillo de orode sello en la mano derecha. Cualquiera conoce esetipo de gente. Alzó las cejas interrogándome.

Yo me senté sin esperar a que me invitara.+-Dísculpe, no soy ni periodista ni investigador pri-

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vado, ni curioso sin oficio. Ni siquiera soy pariente dela víctima. Pero me interesa, si se puede preguntar,qué saben ustedes del asesinato de Marcelo Farnizzi.

-Honesto -declaró el tipo-, me gusta que empie-ce así.

Lo miré, sin hablar.-Ahora dígame -siguió el otro- exactamente qué

quiere saber.-Quién fue el asesino.-Ja, ja -se echó para atrás, dívertidísimo, como

si yo hubiera dicho un chiste excepcional-o ¿Cómose llama usted?

-José Giustozzi.-¿Yusqué?-Giustozzi -y le deletreé el apellido. En México

sucede, lo sé desde hace años, que mi apellido italia-no resulta entre divertido y embarazoso. El tipo dijo«Ajá», como si hubiese comprendido algo.

-¿Argentino?Asentí con la cabeza.-¿Situación migratoria?Esperaba esa pregunta, de modo que pacientemen-

te le expligué que estaba en regla, con permiso de tra-bajo como profesional independiente (no le dije queera periodista y reciente desocupado). Afirmé que pa-gaba mis impuestos con toda puntualidad, y que se mepodía considerar guadalupano, ya que nunca le faltéa la virgencita desde que llegué a este bendito país.Dije ser porrista de los Pumas de la UNAM,priista sihubiera nacido en México y que este país era maravi-lloso porque -recité- «el Niño Dios le escrituró unestablo, y los veneros de petróleo el Diablo». Terminéel discurso con una sonrisa encantadora. A veces mesale.

Qué solos se quedan los muertos 35

-Lo mataron -dijo, con toda la autoridad de sucargo.

-¿Hay sospechosos?-Todo el mundo es sospechoso. Hasta usted po-

dría serlo, señor Yusoti.-Giustozzi, señor ...-Alberto Carrión, comandante de la Policía del'

Estado.-¿Hay sospechosos, comandante? Aparte de mí, di-

gamos.El tipo infló los cachetes y resopló lentamente. Po-

día estar aburrido, sentirse chistoso, preocupado. Yono tuve la menor idea. Empezó a jugar con un lápiz:lo apoyaba de punta sobre la mesa, deslizaba los de-dos hasta abajo, levantaba la mano con mucho artey el lápiz caía sobre la gomita de borrar trasera, re-botando levemente. Por un momento pareció que losdos nos fascinábamos. Después volvió a enarcar lascejas y me miró con sus ojos negrísimos y opacos.

-La verdad, mi estimado: no entiendo qué esperaque le diga. ¿A quién se le ocurre venir a preguntarIea la Policía cómo marcha una investigación? -Se rió,otra vez, y empezó a rascarse la oreja izquierda con elíndice derecho-. Me cái que no lo entiendo ...

-Entonces perdone la inocentada, comandante+-le dije poniendo cara de tonto y cambiando mi vozPor una más meliflua-. Es que llegué hoy, ¿sabe us-ted?, y vi a la viuda, una vieja amiga mía, tan preocu-Pada...

Creo que acerté porque el tipo inmediatamente supoque dominaba la situación y que yo era, nomás, tanestúpido como él pensaba.

-Bien, bien, bien ... Le creo, mi estimado. Sólo dé-jeme que le diga algo: con todo respeto, aquí en Mé-

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36 Mempo Giardinelli

xico nos bastamos solos para estas cosas. Si ustedquiere colaborar, dígame algo que sea útil. Pero noespere que se 10 devuelva, ¿verdad?

-Naturalmente, mi comandante, quizá pude expli-carme mal. y le ruego me disculpe. Usted sabe, todoesto que pasó es muy desconcertante, y doña Carmenestá muy dolida, muy triste ...

El tipo volvió a soplar con los cachetes inflados,y se rascó la oreja.

-Hummm ... -meneaba la cabeza, afirmativamen-te-o Bueno, tranquilícela, porque todo está encarre-rado para una pronta resolución. Tenemos pistas se-guras y trabajamos sin descanso para esclarecer el cri-men.

Antes que acabara la declaración y diera por ter-minada la conferencia de Prensa, para disponerse aposar para los fotógrafos, me puse de pie con humil-dad, como admitiendo la derrota, asentí obsecuente-mente con la cabeza y exclamé, forzando mi estupidezy pronunciando bien todas las eses, al modo mexi-cano:

-Muy bien, mi comandante, estaremos a su dispo-sición.

y cuando me iba a retirar, sin que el tipo se hubie-se puesto de pie, me volví, de súbito, y pregunté, siem-pre con voz de tonto:

-¿No habrá sido un asunto político, verdad? -eltipo me miraba, neutro, y se rascaba el cuello, alzandoel mentón-o ¿O un crimen pasional? -el tipo dejóde rascarse.

Nos miramos. Los ojos de él eran muy fríos, comobolitas de obsidiana, y yo empecé a saludar con la ca-beza, caminando hacia atrás como un japonés, con unasonrisa perfectamente idiota.

VIII

Me di un baño, me instalé a leer en la habitaciónsin saber qué haría al día siguiente, y a los diez minu-tos me di cuenta de que había leído el mismo párrafo /varias veces y no tenía la menor idea de qué se trata-ba. Entonces tomé el teléfono y llamé a Carmen. NoCOntestó nadie. Miré el reloj y eran las nueve y diezde la noche. Marqué el número de la confianzuda.

-Bueno ...=-Habla José Giustozzi.-¡Pepe!-Digamos que sí.-Esperaba su llamado. ¿Le pareció bien el «Ca-

linda»?,-Un poco caro, pero todavía no voy a quebrar.

Me gustaría hablar con usted.-Ah, yo encantada. ¿Viene o voy?-En quince minutos estaré ahí.Vivía junto a la casa de Carmen -entonces a os-

curas- en la misma Calle del Ideal. Su puerta queda-ba a la derecha, a unos cinco metros escasos. Yo lahabía imaginado una gorda fea. Quizá porque odio a

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38 Mempo Giardinelli

la gente confianzuda, hasta supuse que tenía granos enla cara y mal aliento. Una harpía atrevida, una chis-mosa de esas que saben vida y milagros del vecinda-rio, medio sucia, mal vestida, tetona, de cola achataday tobillos flaquitos. Hilda Fernández, cuando abrió lapuerta y me dijo «¡Pepe!» como si hubiéramos ido connuestras mamás al mismo pediatra, era tal como la ha-bía imaginado, físicamente, pero además usaba an-teojos.

-Pase, Pepe -me urgió, y me llevó por un pasillode gardenias, olisqueado por un cócker que se ori-naba de la felicidad de verme, a una especie de salainterior que parecía quedar inmediatamente detrás deldepartamento de los Farnizzi. Allí había una tele en-cendida para nadie y libreros atiborrados en todas lasparedes. Había una mesa, seis sillas, y una cantidad delibros y diarios desplegados sobre el mantel.

Tenía el café preparado, y sobre una mesita de ca-ñas y mimbre lucían una botella de anís «Cadenas», na-cional, y dos copitas de vidrio verde. Apagó el televisory nos sentamos uno frente al otro en sillones tambiénde rattán, viejos y descalabrados, de cojines flacos.Ella estiró las piernas como esos jugadores de fútbolamericano en los entretiempos. Eran insólitamente pe-ludas.

-Me moría de ganas de conocerlo -empezó, y medispuse a un discurso confianzudo-, porque mire,Pepe, yo la quiero mucho a la güerita. Tiene esas cosasmedio autosuficientes de los argentinos, usted discul-pe, pero es buena gente. No le diré que somos íntimasamigas, pero sí la quiero. Tengo muchos años aquí, yconozco el rumbo, como quien dice, y no me sobran lasamistades. Ella, dentro de todo, es muy buena onday yo me encariñé. Y el otro día, cuando lo ... mataron

Qué solos se quedan los muertos 39

marido, le pregunté a quién quería que llamara ye dio su nombre. No le pude sacar otra cosa. Y aquítamos -sirvió anís para los dos-o ¿Ustedes son pa-

'entes?-No, solamente amigos de muchos años.-¿Y al marido, lo conocía?-No, sólo lo había visto una vez, unos minutos.-Es lo que imaginaba. La güerita siempre tan mis-

teriosa, ¿no? En sus asuntos, digo.-¿Qué quiere decir con eso? Yo la conozco, ahora,

menos que usted.-Pues ... -se bebió el anís de un trago-. No sé

lo que quise decir. Ella es muy personal.Hizo un breve silencio, y se sirvió otra copita. La

mía estaba casi llena.-¿Le puedo proponer algo, Hilda? -me miró con

atención y asintió con la mirada, muy miope bajo losanteojos pero también muy inteligente-o Vea: la ver-dad es que no sé qué hacer. Prácticamente no conocía Marcelo, y a Carmen hacía años que no la veía, has-ta esta tarde. Digamos que alguna vez la quise, peroeso fue hace mucho tiempo. Otro día se lo cuento. Aho-ra le pediría que usted me explique todo lo que pasó:

. Cómofue, qué sabe y qué supone. No sé si servirá paraalgo, pero ... Creo que regresaré mañana a México, y alIllenos me gustaría tener una idea de todo esto.

Se mordió un dedo. Me fijé en sus manos, de uñasCOrtas pero con las cutícula s y los nudillos completa-Illente deformados de tanto roérselos. Había cosas enesa mujer, que podía tener entre treinta y cinco y cua-~nta y cinco años, que me resultaban rechazantes, ySlll embargo me era simpática. Parecía una tipa con-fiable, una persona de esas que no tienen dos opinio-Iles sobre un mismo asunto. Imaginé que era la clase

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40 Mempo Giardinelli

de solitaria intelectual de provincia, no demasiado gra-tificada en la vida, pero entera, derecha y honesta. Qúi-zá por ser tan fea y por su desaliño -vestía una faldacolor rosa mexicano, sucia y desnivelada, y un raídosuéter amarillo canario bajo un rebozo de hilo negrocon rayas blancas- un tipo prejuicioso e insegurocomo yo podía desvalorizada.

Ella empezó, lenta, lúcida y claramente, su relatode la noche del crimen: no había gran cosa que recor-dar -dijo- y nadie había visto el coche desde el quele dispararon a Marcelo, aunque ella tenía algunas sos-pechas; la Policía, por supuesto, no había investigadonada y ella no quería ser injusta, pero le sorprendíaque Carmen no parecía del todo interesada en que seesclareciera el asunto, aunque admitió que quizá lo de-cía porque desde entonces la notaba elusiva, con mie-do y más misteriosa que nunca. Le pregunté cuáleseran sus sospechas y respondió que temía ser errónea-mente juzgada por mí, pero había algo en ese hombre,Marcelo, que la hacía pensar. Lo definió como un tipo«muy raro», no muy trabajador y que sin embargo lle-vaba una vida de cierto desahogo. El y Carmen decíanque vendía libros, pero ésa no era una ocupación muyrentable en Zacatecas. Además, para ella, Marcelo eraun tipo demasiado frío, que muchas veces andaba pa-sado. «Usted comprende -dijo-o No era que fumara

I tantita mota, no, ese hombre estaba en algo más grue-so.» En cuanto a la vida social de sus vecinos, no laconocía, pero él solía salir seguido, en las noches, al-gunas de las cuales Carmen venía a «tomarse un ca-fecito» -como dijo que decía Carmen-, o bien eraella la que iba a la otra casa. «De noche no se vendenlibros», concluyó en tono de obviedad, e insistió enlo del buen vivir.

Qué solos se quedan los muertos 41

-¿Por ejemplo? -le pregunté, quizá porque enton-ces todavía me interesaba más, creo, conocer cómovivía Carmen.

-Y, buena ropa, buena comida, un «Dart» nuevo.Nada del otro mundo, pero raro en un vendedor delibros que nunca vende libros.

No había la menor envidia, el más mínimo senti-miento mezquino en sus palabras. Esa mujer me gus-taba porque realmente estaba preocupada por su ami-ga. Su interés era mejor que el mío.

-¿Qué quiere decir con «demasiado frío»? ¿Fríocomo qué?

-Como alguien que no riega la planta que tienejunto.

-¿ Homosexual? -me extrañé de mi propia pre-gunta.

-No podría jurado. Pero si me lo aseguraban, yolo daba por cierto. Y no es que me importe, pero ustedquiere saber, Pepe, y yo quiero ayudado a que sepa, aver si ayuda a mi amiga.

-¿Ellos se llevaban mal?-No, al contrario. Jamás los escuché pelearse, ni

siquiera discutir.-Pero Carmen no es mujer para vivir con un hom-

bre así.-Es lo que yo he pensado siempre.Terminé mi anís, prendí un cigarrillo y la miré sin

dureza, intrigado sinceramente.-¿Me está queriendo insinuar, Hilda, que Carmen

tiene un amante?Ella se tomó su tiempo. Se mordió una cutícula y

se acomodó los lentes sobre la nariz. Observé que pro-CUrababorrar cualquier imagen de chismosa. Frunciólos labios y dijo, cuidadosamente:

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42 Mempo Giardinelli

-Mire, Pepe: yo no lo sé, de veras, y créame q,uemoralista no soy, ni mojigata, ni una vulgar meticheprovinciana hija de la tiznada. No lo sé, pero ...

-Pero supone que sí, es obvio.-Es más que eso: a mí me parece que eso es lo

que la tiene tan angustiada.-No entiendo.-Aunque usted pueda creer lo contrario, yo no es-

toy todo el día viendo lo que hacen mis vecinos. Peroella no es mujer que pase desapercibida. Y yo la hevisto salir varias veces con alguien, en un «Mustang»negro. Uno medio chaparro, regordete y sin embargomuy guapo. Un hombre un poco mayor que nosotros,cuarentón. Nunca lo he visto bien, porque no bajó delcoche sino una vez o dos, pero me impresionó por loguapo y lo elegante.

-¿ Sabe cómo se llama, qué hace?-No, ni idea.-¿Y Marcelo, usted cree que lo sabía?-Por supuesto. El tiene que haberla visto salir más

de una vez. Y ella siempre elegantísima, coqueta comotoda argentina. Y no lo digo por agresión a ~sted, nipor envidia. Abusado.

-Sé que no -y lo creía, de veras-o ¿Recuerda lapatente, las placas, del «Mustang»?

-Nunca me fijé. Pero ... No me lo crea, pero si ledigo que yo tengo mis sospechas es porque me pareceque a Marcelo lo balacearon desde ese coche.

-¿ Por qué está tan segura?-No dije que esté segura. Yo estaba aquí, estu-

diando, cuando sucedió, y escuché el ruido del motorque aceleraba, después de los balazos.

-¿Carmen también está en «algo grueso», segúnusted?

Qué solos se quedan los muertos -43

Estiró las comisuras de los labios hacia abajo, y es-tuvo un momento dubitativa. Terminó su anís.

-No sé... Creo que no. De a deveras no puedo sa-herIo. Para mí que ella, si acaso, le habrá entrado aun cigarrito de mota, como cualquiera. Pero no creoque le guste otra cosa.

-¿ y qué le gusta a Carmen?-Je ... -se rió, y tenía realmente una linda sonrisa,

entre inocente y sana-o Basta verla, ¿no?Se sirvió más anís, mientras yo apenas iniciaba mi

segunda copita. Le pregunté si conocía a David GUITa-

la. Dijo que no, que alguna vez había pasado por. elCallejón de Veyna y había visto ese cartel de detectiveprivado.

-Siempre creí que era un chistoso. ¿Por qué lo pre-gunta?

-Carmen me ha dicho que recurrió a él. Pero estatarde estuve ahí y me dijeron que está de viaje. No en-tiendo nada.

Aseguró que ella tampoco y me preguntó si yo ha-bía cenado. Respondí que no; más tarde probaría algoen el hotel. No insistió. Le pregunté sobre ella; dijoque había vivido toda su vida en Zacatecas y que eraprofesora en la Universidad: Yo hablé sobre mi tra-bajo en México y le conté que era un reciente desocu-pado del periodismo. Quiso saber si yo había ~ono~~-do a Manuel Buendía y opinó que jamás se sabna quie-nes fueron los hijos de puta que lo mandaron matar.«Ay,México», dijo imitando a Tomás Mojarro en «Ra-dio Universidad».

-Dígame, Hilda: si uno quisiera conseguir algunadroga fuerte, digamos cocaína, ácido, algo así, en estaciudad, ¿cómo debería hacer?

Me miró extrañada, semisonriente.

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-Me cái que no te'ntiendo, Pepe -se iluminó, y losojitos le brillaron tras los cristales-o ¿Cómo voy asaber eso, yo? ¿Acaso tengo cara de reventada?

La observé un segundo, perplejo.-La neta que no tienes esa cara -le sonreí, tu-

teándola yo también.Luego me puse de pie y le dije que me iba. No sa-

bía adónde, seguramente a caminar y a pensar un rato.Me acompañó a la puerta, y el cócker aprovechó paravolver a orinarse en la despedida. En la calle, antesde que estirara la mano con la formalidad de una eje-cutiva bancaria de anuncio de televisión, le preguntéquiénes habían sido amigos de Carmen y Marcelo. Res-pondió que creía que no tenían amigos, ni siquiera ar-gentinos; jamás pasaban argentinos por Zacatecas,y sí, ella sabía que habían sido medio guerrilleros yque llegaron a exiliarse a México, pero eso era cosadel pasado. «El pasado siempre vuelve», dije yo. «Perono siempre lo explica todo», replicó ella. Le pedí quehiciera un esfuerzo por recordar alguna cara, algúnnombre, y dijo que unas pocas veces había oído a Car-men y Marcelo mencionar a un tal Liborio.

-Yo no sé qué pedo se traían -dijo-, pero ése noes un nombre para olvidar así nomás, Y aquí en Za-catecas llaman así a un traficante de drogas.

-Sí, claro -le dije, y empecé a caminar hacia elcentro, después de recomendarle que si recordaba algomás me llamara. Prometió hacerlo.

IX

Cuando salí de casa de Hilda, me sentía cansado,pero la noche estaba realmente hermosa y Zacatecases una ciudad para caminarla. Decidí que no cenaríani bebería y, liviano y sin fumar por un buen rato an-daría al azar para reconocer esa ciudad que, desdeque llegara, me seducía. La esquina misma del hotelque daba a la avenida López Velarde, prometía iglesiasy rincones, escalinatas y arcadas que recordaban a cier-tos pueblecitos de España. Balaustradas magníficaspor aquí, callejas imprevistas de aire gótico y de nom-br:s insólitos por allá. Y, siempre, desde cualquier es-qUIna y asomándose por sobre cualquier edificaciónCUaltestigo tenaz, el Cerro de la Bufa, esa iguana en-crespada que lucía, luminosa en la noche, recordándole• los hombres que son pequeños e ignorantes y quetoda soberbia es vana, estúpida.

Anduve por la avenida principal, Hidalgo, y me en-cantó el clima un poco frío pero sin viento de esa no-Che de comienzos del otoño. Algunos coches se des-plazaban despacio, casi silenciosos, como cucarachasen la cocina, y había poca gente. Alguna recova vieja

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-como todo en Zacatecas- estaba llena de libros '3me recordaba a las librerías para noctámbulos que hayen Buenos Aires. Me detuve al azar, hojeé mucho perono compré nada, y al cabo escuché una musiquilla quevenía caracoleando por las esquinas, una orquestaciónsabrosa, de banda de pueblo. Distinguí el ritmo gordoy pausado de la tuba, un par de saxofones que desafi-naban a dúo, una trompeta cascajienta, unos platillosy un redoblante. Me fascinó el sonido y vi, a mediacuadra del mercado, por detrás de la catedral, que unosturistas -dos viejos matrimonios gringos- se diri-gían a ver de qué se trataba. Me uní a su curiosidad.

Un amigo mexicano me había hablado, alguna vez,de las típicas callejoneadas zacatecanas. Y yo, de pron-to, topaba con una de ellas, que en seguida me hizotrepar por el Callejón del Indio Triste, luego por laCalle del Angel y, haciendo esquina con Primero deMayo, desembocar al Callejón del Mono Prieto. La mú-sica ya era muy nítida -para los norteamericanos ypara mí, que seguíamos de atrás a una cantidad deg~nte que reía y bebía- y media cuadra más adelantepasamos frente al bar «La Oficina», tugurio fascinan-te visto de afuera, con su típico cartel de cantina me-xicana: «Prohibida la entrada a mujeres, menores, bo-leros, curas y militares uniformados», exclusiones quepermitían el reinado de maridos, burócratas, chóferesy demás repertorio de solitarios que me hicieron evo-car al Cónsul de Lowry. Seguimos de atrás a tan in-sólita caravana: unas cuarenta personas que en segui-da me enteré eran intelectuales de la capital de la re-pública invitados a un congreso de quién sabe qué.Todos marchaban alegremente adelante de la banda,que era tal como la había detectado pero además teníaun violinista viejito, fácilmente ochentón: era el que

47Qué solos se quedan los muertos

más se prendía a las garrafas de mezcal que arrastra-ba una mula tordilla cargada con media docena de bo-tellones, manejada por un petiso de huaraches que te-nía una bolsa de súper llena de vasos de plástico. Lamula cerraba la procesión y los gringo s y yo nos in-corporamos, discretos, a la marcha.

Cuando bajamos por la calle de Aguascalientes, paracruzar el antiguo mercado y detenernos un momentoen la explanada a un costado de la catedral, la bandaarremetió con un pasodoble, primero, y una cumbiadespués, y muchos se lanzaron a bailar mientras losmás viejos descansaban. Entonces, uno de los supues-tos intelectuales se me acercó, entusiasmado con nues-tra solidaridad:

-jÚrale, pinches gringos, éntrenle al mezcal zaca-tecano y viva México, hijos de la ... !

A los gringos les pareció un hecho fascinante, y unode ellos enfocó velozmente la «Polaroid» que tenía enla mano, y le encajó un flashazo que dejó al otro aton-tado por un momento, en medio de las risotadas de losdemás. Yo me le acerqué, en buen plan, y le dije enVOzbaja, y muy en tono mexicano:

-No confundas güeyes con cabrones, cuate. Yonada tengo que ver con esa yankiza. Y venga el mezcal.

El tipo me miró, extrañado, durante un segundo.Quizá porque soy tan alto y más bien güero, me habíaCOnfundido. El fulano tenía "unos bigotazos amostacha-dos en las puntas, hacia arriba, y era medio petiso,Dlorrudo, con cara de charro de película de los añosCincuenta. Me estudió muy brevemente hasta que de-Cidió que yo le gustaba. Entonces me lanzó la garrafa,ClUe abarajé con las dos manos, mientras decía:

+-Orale, compadre, ponte pedo que aluego nos va-s por los mariachis. La noche es larga, hijo de la.".

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Saludé a la garrafa un par de veces. La primerasentí que me ahogaba y que un incendio bajaba milí-metro a milímetro por mis tripas. Pero me dije si aflo-jo estoy jodido y mejor vuelvo al hotel. El chaparrobigotón quiso darme un abrazo.

-Ámonos -gritó, eufórico->, ¡Estos zacatecanossí que chupan, hijos de la ... !

-No confunda de nuevo, maestro. Ni cabrón grin-go ni zacatecano que pendejear.

-Ora sí que me chingaste, jijo. ¿Y de dónde mier-da vienes?

-De México. Pero soy argentino.El chaparro se rascó la cabeza.-Puf -<iij~, ni aquí nos zafamos -y se dio vuel-

ta y gritó a la multitud-: ¡A ver, cabrones, aquí hayun pinche ché que se va a poner pedo, hijos de la ... !

Por suerte, nadie le hizo caso. Yo le devolví el bo-tellón y le pedí que fuera discreto y no tuviera pre-juicios con los argentinos, que yo era buena onda.

El estuvo de acuerdo, dijo que en el cono sur losinsoportables son los porteños -me preguntó si loera; respondí que n~ y me juró que su mejor amigoera un escritor chileno, y que también quería a otroveracruzano, y hasta a un yucateco. Que no me preocu-para -me rogaba, sin dejar de beber- y empezamosa andar juntos, mientras los gringos se rezagaban alempezar la trepada por el Callejón del Lazo, y luegola Calle del Estudiante, y el cruce de Fernando Villal-panda, que es una calle cacofónica en la que hay unaplacita bellísima, llena de rosas y rincones para ena-morados alrededor de una fuente. Y así fuimos rum-beando para el Sur, hacia el acueducto.

En una esquina en que la gente doblaba hacia laizquierda, pasando bajo un farol de luz muy tímida, vi

Qué solos se quedan los muertos 49

que dos muchachos se detenían a encender. unos ex-traños cigarrillos gorditos, de puntas afinadas. Sin pen-sado mucho, me acerqué a ellos y les hablé en suestilo:

-Oigan chavos, pásenle un toque, ¿no?Los dos me miraron, un tanto perplejos, y el que

tenía el puchito en las manos, se encogió de hombrosy me lo alcanzó. Le di una chupada larga, luego inspi-ré aire por la nariz, retuve un momento y solté elhumo despacito, prolongando mi retención lo más quepude. Era marihuana de primera calidad. Excelente.y se los dije. Los dos asintieron, y empezaron a cami-nar. Yo fui junto a ellos, los tres medio retrasados conrespecto al grupo, pero todavía delante de la mula quese alivianaba de mezcal.

-¿Dónde consiguen la mota, muchachos? -pre-gunté, cuando en buen plan me ofrecieron una segun-da pitada-o ¿Líborio, acaso?

Fue un tiro al vacío. Y la respuesta fue tambiénvacía.

-¿Tás pendejo, cuate? ¿Qué onda tráis?No supe qué responder. Pero ellos no me ofrecieron

más, se integraron al grupo y, luego, un par de vecesobservé que uno de ellos me miraba con desconfianza,quizá con temor.

Media hora más tarde, entre la marihuana que ha-bía probado y los tragos de mezcal que había bebido,me sentía extrañamente eufórico. Me preguntaba quéhacía yo ahí, y qué sería de Carmen. Tenía ganas deverla. Vamos, tenía ganas de estar con ella, de escu-charla, de mirarla, de hacerle el amor. Me reprimí8cordándome de Susana San Juan: nada puede durartanto -me dije-; no existe ningún recuerdo, por in-tenso que sea, que no se apague. Pero, me dije tam-

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bién, a veces los recuerdos, como el fuego, se reavivan,En una colonia extraña, un barrio de callecitas ab-

surdamente estrechas, de no más de dos metros de an-cho, nos encontramos en la Plazuela de San Cayetano,que sólo tenía dos árboles. Era más bien un patio pú-blico que una plaza; con un solo aro de básquetbolempotrado en una esquina, de red deshilachada y jun-to a un farol roto. La banda empezó a tocar Sonoraquerida y motivó gritos, pero en seguida los músicosvariaron a La toma de Zacatecas y se produjo la lo-cura de la concurrencia -que había crecido mucho,recolectando gente en los distintos barrios- y unoque otro alarido lloroso al estilo mariachi, que a míme recordó a los sapukays de mi tierra chaqueña. En-tonces empezaron a llover rosas rojas de los balconesafiligranados, y era algo maravilloso, por cierto, y mesentí feliz por un instante, pero sólo un instante por-que en ese momento noté que yo era observado coninsistencia por uno que la iba de espontáneo en laprocesión.

Lo detecté cuando una gordita, sin dudas profe-sora de Literatura de primer año, con pinta de fasci-nada con el diario Unomasuno y de flamante estructu-

I ralista barthesiana, me sacó a bailar diciéndome unabsurdo «veníii. chéee» de vocales arrastradas, impos-tación que me hizo sentir nervioso, como siempre. Ensólo dar un par de vueltas, en medio de la alegría delos geranios de la plazuela y de la lluvia de rosas rojas,advertí que ese tipo no me quitaba los ojos de encima,con el disimulo de un cosaco jugando a peinar muñe-cas. Era alto y tenía las manos en los bolsillos de unachamarra de cuero gastado, casi rotoso. No pude verbien su cara morena, pero supe con toda certeza quesu interés no era ni musical ni turístico.

Qué solos se quedan los muertos 51

Dejé a la gordita justo antes de que la banda inicia-ra un nuevo tema y se reanudara la callejoneada, du-rante la cual seguramente me hubiera zampado algunafrase de Todorov, y me acerqué al fulano de los bigo-tazos que me había integrado a la pachanga. Pretendísu ayuda porque ya éramos cuates ~egún e.l extrañ?código de la amistad improvisada de CIertos n~os mexI~canos, pero cuando le toqué el codo para exphcarle rmsituación, dijo estoy muy pedo, argentino, no chinguesjijo de la ...

Me alarmé y me sentí peligrosamente solo. La mar-cha se reiniciaba por calles oscuras, como escalandoun cerro, por el Callejón del Rebote. Apuré el paso yme adelanté a la muchedumbre, ya para entonces comode sesenta personas. Volteé en la calle de San Anto-nio y me metí en un recodo que desem~ocaba. en unaescalinata descendente, como un pasadizo bajo unascasas. Desde allí miré hacia atrás y vi que el cosacojde la campera de cuero corría para no perderme de~vista. Me lancé por viejas vecindades, por conventillosde arcadas y jardines, por escaleras y callejuelas labe-rínticas. Me orientaba por el miedo, creo, y por las lu-ces de una avenida, la González Ortega, que e.ncontréal cruzar un zaguán y por la que bajé enloquecido has-ta la Plaza Independencia. Era una situación desespe-rante, porque el desgraciado' corría tanto como yo.

Llegué al eCalinda» y entré sin disimulo, dand~ u~POrtazo que me reprocharon muchas miradas. Pedí .~Illave, jadeante, y vi cómo el matón llegaba, tambiénCOrriendo, y miraba hacia adentro desde las ven~anasdel restaurante. No distinguí su rostro, pero su miradatenía la malignidad de los idiotas. El conserje me in-formó que no, nadie había llamado. Pedí el teléfono ylnarqué a la casa de Carmen. No contestó nadie. Miré

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el reloj: las tres menos cinco.Entonces me metí en el bar, donde aún había al-

guna gente y una rubia falsa cantaba Garota de 1pane.ma en un portugués tan bueno como mi alemán. Pedíun whisky doble y me juré que si se armaba la bron-ca, respondería. La verdad es que ni yo mismo me creíla bravuconada mental, pero me calmé un poco. Estu-ve viendo cómo bailaba una pareja solitaria. El metíauna pierna entre las de ella; ella se la apretaba. Se be-saban los cuellos, pero se veía que tenían sueño. Elamor es un juego, para alguna gente. Los envidié. Unamorocha cargada de hombros, que podía ser levanta-dora de pesas, me miró sin mucho entusiasmo. Estaríacansada- y yo, a esa hora, no era más atractivo que uncamarón podrido. Una hora después, cuando cerraronel bar, salí al lobby, no' vi al matón por ningún lado,me metí en el ascensor y me fui a dormir.

x

Dormí muy mal y me desperté a las ocho de lamañana, porque en el pasillo dos recamareras discu-tían no sé qué cosas de una tal Luisa. Una decía quele iba a contar al jefe de piso y la otra le replicabaque no tenía madre si lo hacía, que siempre había sidouna chismosa y que si le platicaba al jefe lo de Luisabien podía empezar en ese mismo momento a irse unpoco a la chingada.

Me metí en el baño, me di un duchazo de agua biencaliente, luego abrí la fría a todo chorro y traté derecordar qué había soñado. Diez años atrás, Carmeny yo teníamos la costumbre de ducharnos juntos, en lasmañanas, y nos contábamos nuestros sueños. En ellaeran frecuentes los bosques de pinos y la nieve; en mí,niños jugando a las bolitas, en las siestas calcinante sdel verano, en Resistencia. Para ella, las pesadillas eranexcepcionales, con globos rojos y mortíferos que esta-llaban ante su propia cara. Se veía a sí misma comouna niñita extraviada en la Patagonia que, huyendo delos globos, llegaba a una gran ciudad donde la espera-

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?an patrulleros con banderitas argentinas y globos ro-JOS adentro, que salían a perseguida. Esas mañanas mepedía que escribiera sus sueños y yo le contestaba que~ebía ir al analista o dejar de leer la actualidad polí-tica en los diarios que estudiaba. Para mí, en cambio,las pesadillas eran reiteradas y casi siempre como unamisma película: yo era una especie de planta inmóvily las hormigas subían y me comían; yo gritaba perono emitía sonido alguno, o nadie me escuchaba. Car-men solía decir que mi pesadilla le recordaba a cier-tos climas de películas de Bergman. Durante aquellosduchazos, siempre, inevitablemente, se nos quemaba elcafé. Pero éramos felices.

Volví a la habitación y tomé el teléfono. Carmenno respondió. Y en el cuarto Gurrola que marqué aten-dió una señora con voz de vieja. Cuando le preguntési ésa era la casa particular de David Gurrola, o si allítenían alguna relación o parentesco con el detectiveme preguntó por qué se lo preguntaba. '

-Quisiera hablar con él. Vengo de México y nece-sito sus servicios.

-¿Y cómo me dijo que se llama?-No se lo dije, señora. Soy Miguel Angel Asturias.

¿Usted es la esposa de Don David?-La mamá.-Ah, muchísimo gusto. ¿Y no estará él por ahí?-Está de viaje.-¡Híjole! -lamenté, mexicanísimamente-. Pero

dígame, ¿no podría ir yo a veda? Quizás usted me pue-da ayudar.

-No veo en qué -dijo, más bien fría. Pero antemi insistencia, finalmente aceptó que pasara por sucasa. Me dio la dirección. Miré en el directorio que te-nía abierto, sobre mis piernas, y se correspondía con

Qué solos se quedan los muertos 55

el teléfono al que hablaba. Le dije que estaría allí enuna media hora.

Doña Refugio Hinojosa de Gurrola vivía en la par-te alta de la ciudad, a espaldas de la catedral, variascalles arriba, en una vieja casona de la esquina de laCalle del Patrocinio y el Callejón del Gusano. Abrióuna puerta que daba a un jardín delantero con algu-nos rosales y rnalvones florecidos. Una Santa Rita-que en México designan con el bello nombre de bu-gambilia- tapizaba los costados de la puerta.

-¿El señor Asturias? -preguntó con voz educada,de pulcra pronunciación, cuando llegué hasta ella.

-Así es -le di la mano; la de ella era pequeña yfrágil. Y acepté su invitación a entrar.

Tenía un aire seductor, la vieja. Como de unos se-tenta años, vestía un impecable traje sastre de buenatela y una blusa de seda blanca con olanes volando so-bre el pecho magro. Llevaba una camelia en la solapadel saco. Muy pintada, con los labios trabajosamentedelineados, parecía una antigua madama de quilombode la Zvi Migdal. Arrugada como una pasa de uva,eso sí.

Me hizo sentar en una silla de Viena que hubieraenvidiado mi mamá, ante una larga mesa de caoba algodeteriorada pero que había conocido cenas espléndi-das. Ella se sentó al otro lado, bien lejos, y cuidó quele mirara su mejor perfil.

-Usted dirá.Le expliqué nuevamente que quería ver a su hijo

David, pues yo era amigo de una clienta suya, y no ha-bía encontrado a nadie en su despacho. Me extrañabamucho que hubiese aceptado un caso una tarde paradesaparecer al día siguiente. Ella sonrió, complacida,como si yo hubiese dicho algo simpático o una de esas

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ver?ades inesperadas que surgen en algunas convej-,saciones, y dijo;

-Señor ~sturias; mi hijo tiene múltiples ocupacio_ne~.,No podnamos sobrevivir sólo con esa extraña pro-fe~Ion que dice tener -mantuvo su sonrisa y se quedómIrando la mesa, mientras con sus dedos recorría elbordado de un mantelito blanco-, y yo nunca sé desus ... casos.

h -De todos modos, señora, me gustaría ubicarlo yablar con él.

h -No va a ser posible. El está en Guadalajara y noa de regresar por 10 menos en unos veinte días.-¿Otro caso?

-Desc~nozco la totalidad de sus actividades; y éles muy cUIdadoso en su ética profesional. Además aes un hombre grande. ' y

.. -Mi estimada señora, no pretendo enjuiciar a suhIJO, pero comprenderá usted que no es muy 't'que... e lCO

~Y usted comprenderá que yo no voy a discutirl~ ,étIca de mi hijo con un desconocido -me interrum-plO, co~tante. Me sentí abrumado por la dignidad deesa. mu!~r. No había alzado la voz; si acaso, su cuerpose rrguio apenas unos milímetros. Decidí cambiar mienfoque.

_-Si se comunica con usted, ¿podría decirle que lasenora Carmen Rubiolo está esperando noticias suyas?

-No creo que se comunique conmigo. Ya le di jeque es ~n ho~bre grande -y volvió a esbozar su sua-ve medía sonrisa.

, -~ C~ántos años tiene? -e inmediatamente me senotí estúpidn,

-Más que usted -respondió, ampliando su son.risa.

57Qué solos se quedan los muertos

-Bueno -sonreí vo también-, creo que no tengoás tiempo que hace;le perder -y me puse de pie.-No lo he perdido, fue un placer -mintió, cortés-

ente, y se levantó ella también.Observé que era muy pequeña; no debía medir más

de un metro y medio. Me acompañó a la puerta, dondegiré para mirarla con fijeza a los ojos.

-¿Puedo hacerle un par de preguntas más, señora?-Puede.-¿Cómo es su hijo, físicamente?Dudó un segundo, quiso eludir mi mirada, perorepuso de inmediato.-Menos alto que usted -sonrió-, Ojos claros, ca-

fés; rellenito y musculoso. Tiene buen lejos, como de-cimos en México.

-¿Y la persona que me atendió en su despacho,quién es?

-¿ Quién? -pareció desconcertada- Ah, posible-mente se refiere usted a Camilo. Es un vecino, .. un ...colaborador, digamos, el casero de la oficina de David.

-¿Y sabe usted quién es un tal Liborio? No sé suapellido, pero es un nombre poco común.

-Dijo un par, y van tres. Pero no, no sé a quiénse refiera, señor Asturias.

-¿El nombre no le dice nada?Ella dudó un momento. Me di cuenta que escogía

entre mentir o negar. Pero eligió una verdad.-Bueno, habladurías de la ,gente aseguran que un

tal Liborio es algo así como el zar de las drogas en Za-catecas. Pero yo no sé de esas cosas; soy una mujerya vieja.

-Comprendo, muchas gracias.-¿Puedo hacerle una pregunta yo, joven?-Por supuesto.

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58 Mempo Giardinelli

-¿Qué interés tiene usted en todo esto?El sorprendido fui yo.-La verdad, no lo sé muy bien -y no pude devol.

vede la encantadora sonrisa que me obsequió, un se-gu~do ~ntes de cerrar suavemente la puerta que dabaal jardín delantero.

XI

De regreso al hotel decidí pasar por el Callejón deVeyna, para hablar con el tal Camilo. No dejaba de pre-guntarme lo que la madre de Gurrola: ¿qué interéstenía yo en todo esto? Lo que debía hacer era irme aMéxico, preparar mis cosas y volver a la Argentina,que para eso había terminado la dictadura. Quizá con-seguiría trabajo en el periodismo porteño, o bien po-dría reinstalarme en el Chaco. Añoraba ir a pescar alParaná, donde jamás había conseguido un dorado niun surubí de buen tamaño. Añoraba cazar patos, verel cielo inmenso en las noches del verano, acalorarmeen el horno de las siestas sacramentales.

Me repetía eso, mientras caminaba, pero a la vezreconocía mi imposibilidad de abandonar a Carmen, "-entre otras cosas porque descubría que la seguía aman-do, y un hombre que ama es un hombre vivo. Pero,¿amaba realmente a Carmen? ¿O sólo estaba enamora-do de un recuerdo? ¿Quién era ella, esa ahora desco-nocida. esquiva e inaprehensible mujer? ¿Por qué ra-lón me hacía el héroe de ocasión, si ya había sentidobastante miedo y nadie esperaba mi protagonismo?

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60 Mempo Giardinelli

¿?u~ buscaba, en realidad? ¿Por qué no me iba, si nisIquIera mi conducta en la vida había sido -para serfranco, brutalmente honesto conmigo mismo- unacompleta rectitud, como para hacerme ahora el hé-roe? ¿Por qué razón -me preguntaba, también- loshombres andamos siempre desplegando nuestras vo-caciones de Quijote, sólo para comprobar lo inevita-ble: que en cada uno de nosotros hay un Alonso Qui-jano diminuto y torpe, y sin gracia? ¿Qué significabaCarmen, en ese país extraño que era Zacatecas, y quéme sucedería a mí con ella y Con el pasado que no mea~revía a revisar, y que aún ahora, al escribir estas pá-gmas, me resulta imposible aprehender? ¿Qué habíasucedido en mi país, en la Argentina que vivimos Car-men y yo, y muchos como nosotros, para ser arroja-dos a un mundo que no era la morada cósmica del hom-bre, su casa o domicilio en el Universo, sino un pára-mo vasto e indefinible que no nos quería, que quizáno merecíamos, que ni nos esperaba ni necesitaba?¿Qué nos había ocurrido que no teníamos nada paradar, más que frías miradas de incomprensión, muchaautosuficiencia de ignorantes y un sinfín de testimo-nios de un infierno que no tenía por qué ser creído portodo el mundo? ¿Y por qué no admitir, de una vez, quees esa pequeñez de Ouijotitos la que nos impide cono-cer para quién padecemos y esperamos, y es por esoque el hombre jamás puede ser feliz, o no puede ser-Io más que lo que es posible en este domicilio deÍ do-lor, de la esperanza y del constante dudar de Dios?y últimamente, me dije, cruzando el costado derechode la catedral, ¿por qué tengo que tener respuesta aestas preguntas? ¿Por qué tengo que tener respuestas?

Al ver la subida del Callejón de Veyna hacia la calleCodina tan llena de gente, con unas docenas de curia-

Qué solos se quedan los muertos 61

s ante la puerta del despacho de David Gurrola, De-tive Privado con Licencia, se me erizó la piel. Me

cerqué despacio, fingiendo casualidad, y vi cómo. ene momento dos enfermeros sacaban en una camilla

cuerpo totalmente cubierto con una sábana blan-¡. Supe que era Camilo.El gentío se abrió para dejar paso a los enferme-

s, que caminaron presurosos hacia Hidalgo, don~etaba estacionada una ambulancia del Seguro SOCIal

ue yo no había advertido. Metieron la camilla porpuerta trasera, y subieron junto al chóf~r, que arran-

có tranquilamente, sin hacer sonar la SIrena. No ha-da falta. .

La gente se dispersó. Escuché co~entanos comolo mataron a cuchilladas, debe haber SIdo anoche, a~al-tantes, quién sabe, pobre viejo, no somos nada, la vld~es dura, y me dije que era entonces o nu~ca y ~ntrepor la puerta del león enfurecido, que nadie habla ce-rrado. b

Un pasillo breve, como de dos metros, dese~ aca-ba a un patio que recibía tres puertas. En ~a primera,a la izquierda, se leía en el vidrio: Lic. DaVId Gurrola,etcétera. Estaba entornada y la empujé. Adentro, eldespacho se iluminaba por la luz que entraba por lasdos ventanas que daban al callejón; allí había un c~~-pleto revoltijo, típico de cuando ha pasado la Policíaantes de los enfermeros. Sutiles como un tanque deguerra. .

Los muebles -un escritorio y tres sillas-e- estabanmal colocados en el centro de la amplia habitación; unarchivero con los cuatro cajones mirando hacia la ven-tana, otro volcado y semivacío, fólders y carpet~s ~le-nos de papeles en blanco y algunos recortes de ~lanosvíejísimos y amarillos. Había un par de anteojos de

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62 Mempo Giardinelli

aro de metal, con el vidrio derecho hecho añicos, enel suelo, una azucarera volcada sobre el escritorio ytambién un viejo tintero de bronce con un recipientede porcelana manchado, reseco. No quise tocar nada.Simplemente miré, pero con la convicción de que de-bía buscar algo.

Con el pañuelo abrí los cajones laterales del escri-torio, y revolví papeles y carpetas. Nada de interés. Enel cajón del centro, que tenía la cerradura rota, comosi la hubieran forzado o abierto de una patada, habíauna cantidad de recortes de diarios. Los revisé al azar;

I y abajo, entre los últimos, vi uno que me interesó. EraI . t d .recien e, e esta misma semana: «Brutal asesinato.Un Ché balaceado.» Una brevísima nota narraba elmodo como mataron al argentino Marcelo Farnizzi.Decía que la investigación estaba a cargo del coman-dante Alberto Carrión y que se desconocían los moti-vos del hecho aunque no se descartaba que fuer~ uncrimen pasional «ya que la víctima vivía en amasiatocon una bella compatriota de dudosa conducta». Ama-rrado con un clip, había otro recorte, más pequeño yantiguo, de dos años atrás: hablaba de una razzia po-licial en busca de drogadictos, de una serie de proce-dimientos en locales clandestinos y concluía en que apesar de algunas detenciones --de un «extranjero ave-cindado» y de varios menores de edad (cuyos nom-bres se reservaban}- y de que la Policía trabajaba ar-duamente en el caso, aún no se había conseguido apre-sar a «Líborio, quien según todas las suposicionescontrola el negocio de los estupefacientes en la re-gión». El nombre, sin apellido, estaba subrayado conbolígrafo; el subrayado era muy reciente.

También amarrado por el clip, y como tercera par-te de tan curioso expediente, había una nota mal cali-

63Qué solos se quedan los muertos

afiada, temblorosa, escrita con lo que me pareció elismo bolígrafo: «Para Fantasma de la Opera», y de-

bajo de la esquela, todavía una fotografía en blanco ynegro de cuatro por cuatro que parecía arrancada deun carnet, una licencia o una identificación cualquie-ra: un hombre de unos treinta a treinta y cinco años,de cara angulosa pero rellena, labios gruesos y ojososcuros, de mirar grave. Un rostro inteligente, duropero atractivo, con un ligero parecido a esos autorre-tratos de Van Gogh, especialmente el del sombrero yla pipa. Detrás no tenía nada escrito.

Me guardé todo en el bolsillo del saco, y salí de lahabitación. En el patio me topé con una mujer que seasustó al verme.

-Soy ... soy una vecina -dijo.-Yo era amigo de don Camilo -le dije, también

asustado.-yo no -murmuró ella, y retrocedió y se metió en

una de las otras dos puertas que daban a ese patio.o hice nada por detenerla.

Cuando bajé a la avenida Hidalgo, la catedral hacíaSOnarlas doce del mediodía. Eran campanazos impre-sionantes, que debían escucharse en varios kilómetrosa la redonda. Recordé los versos de López Velarde,dije «Pinche Papa» y me fui para el hotel.

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XII

Estaba muerto de hamb d"do. Mala junta. Súmenle al 7:' y a emas desconc.erta_una buena po ., d ambre y al desconcIerto

rcion e autoritarismo t ddescripción de A ,. L' ,y en rán unamenca atina.

Aplaqué mis tripas Con unos hue hb vos ranc erosque esta an sensacionales. Yo soy de b .

te y t 1 muy uen dien-engo a suerte de ser de esos ti10 que llamo gordos disimulados sP?S que pasan porte 1 b d . Iempre me rnan-

ngo ~ or e de los ciento cinco kilos y sécualquIer momento trepo a los' . que en

t . CIento veinte pero laf:~l~.sIempre dice que me encuentra más del~ado que

u irna vez. No es verdad 'los gordos disimulados. Mi ~::;~a~~i~: la vent~ja de

lcomo él fue trabajador del ferrocarril en eerlaCahsI,peroos añ ' ,aco en

muscu~~s~uaqrenta,t~ma un cuerpo más castigado y ~ás. ue yo. ueno, eso decía mi mamá Por ue

yo casi no conocí a mi padre B ', qt . ueno, y a rru madrec~:poco. Lo q~e quería decir era que los huevos ran-

ros me supIeron sensacionales y que salí del h t 1procurando vencer también al d' o evisita a la Policía. esconcísj-j¿ con una

Qué solos se quedan los muertos 65

En la delegación pedí hablar con el comandante.n azul me preguntó de parte de quién y le respondí:El licenciado Yusoti, de México», y me quedé espe-

do. En seguida, Carrión se asomó a la puerta deoficina, que daba a un pasillo que se veía desde la

cepción, y me hizo una seña con la mano, para quesara. El de azul se apartó y entré al mismo sombrío

espacho del día anterior.Carrión se sentó apoyando una nalga sobre el escri-

rio y con otra seña me indicó que me sentara en unaüla. Lo hice.

-Vengo a presentarle mis excusas, comandante,orque tengo la sensación de que ayer metí la pataon usted. Y no quiero molestar, sino todo lo contra-'0; busco ayuda. Mire ...

Saqué la credencial del diario, que obviamente noestaba vencida ni me había sido retirada. Se la en-tregué.

-Le mentí: sí soy periodista y la verdad es que elasunto me interesa profesionalmente.

El tipo tomó mi credencial y la miró, con fríaatención, como si fuera un certificado de leproso. Ladio vuelta, verificó las fechas, mi firma, mi nombre,la foto. La volteó otra vez al derecho, y con una pun-tita del plástico empezó a golpearse el pulgar de laotra mano. Me miró con sus ojos bolita s de obsidiana.

-¿No me va a perdonar que ayer me quise pasarde listo?

-Qué quiere.-Saber si Farnizzi andaba metido en el negocio

de las drogas, y si lo mataron por eso.Nos miramos profundamente. El no respondió, pero

yo no bajé la vista a pesar de que sentía su desprecioy su odio. Agregué:

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66 Mempo Giardinelli

-También quisiera información sobre Liborio.-¿Quién? -frunció el ceño.-Liborio, comandante, el que maneja la mota en

Zacatecas, y también rollos más gruesos. ¿A poco nolo conoce?

-Es sólo un nombre.-¿Farnizzi pudo tener que ver con su organiza_ción?

.Carrión se levantó y dio una lenta vuelta al escrí.tono. ~e sentó del otro lado, como el día anterior, yempe~o a rascarse la oreja derecha, despacito, como siestuvIera acariciando el pezón de una adolescente dor-mida.

-Me cái que usté me saca de onda, Yusoti.-Giustozzi.

+-Y le voy a decir por qué: porque no entiendo quées lo que pretende ... Pero le puedo asegurar que seacomo .sea está jugando con fuego, ¿sabe? Aquí no vie-ne~ m extranjeros ni chilangos, por más charolas quetraIgan, a burlarse de nosotros -y me devolvió la cre-denciaL

Hizo silencio, y me siguió mirando, gélidamente.Sentí miedo. Por segunda vez, sentí miedo en Za-

catecas. Me arrugué.-Anoche me siguió un tipo.-Usted le habrá gustado.-No me pareció que me siguiera por amor. No

fue una broma.

-Bueno, y yo, ¿qué quiere qu~ haga? ¿Que le pon.ga una niñera?

-No, pero tampoco quiero que me malinterprete.Estoy en una investigación para el periódico. Obvia-mente, me mandaron porque soy argentino y conozcoa la esposa de Farnizzi, desde hace años.

Qué solos se quedan los muertos 67

-Muy bien -dijo, seguro de la situación, y cam-do el tono de su voz por uno más amable-. En-

ces vaya y escriba que la investigación policial con-úa, que estamos tras la pista del asesino, que de u~

omento a otro caerá en nuestras manos y que la opi-ón pública zacatecana está absolutamente tranquilaconfiada en las fuerzas del orden, mientras el perio-mo juega a las escondidillas .Sonreí falsamente.-Usted gana, comandante. Pero nada más sáque-

e de unas dudas, que no u,tilizaré ~n mi crónica:\Ouién es David Gurrola, y donde esta?

-Un mujeriego, por lo que la gente dice; y no ten-conocimiento de dónde está, ni me interesa.-La segunda duda: ¿Liborio es uno de sus sospe-

osos' están tras él?-P~ede ser que sí, como puede ser que no. Y si no,

quién sabe. .-¿Y ese hombre que mataron hace un rato, Call1l:

lo, uno que trabajaba en la oficina de Gurrola? ¿Estarelacionado con el caso Farnizzi?

-No tiene nada que ver.-Me llama la atención que lo descarte tan rápido;

acaban de asesinado. Yo creo que sí tiene que ver.-y yo creo que usted cree demasiadas cosas. Ouí-

Zá sea una sobrecarga para su cabeza.Sonreí apenas, y me puse de pie. El también, y dio

la vuelta a la mesa y me siguió hasta la recepción.Justo antes de que yo cruzara la puerta hacia la calle,lile apretó levemente el codo, para llamarme la aten-ción.

-Mire, argentino -dijo, y volvió a endurecer laInirada-: hoy pasee un poco por la ciudad, suba alCerro en el teleférico y tómese una foto. Esta noche

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68 Mempo Giardinelli

cene. rico y ligero, y duerma bien. y mañana deje el«Calmda» y ,vuélvase a su casa. No sea pendejo. •

-Me esta amenazando.-No ~ame. Sólo le di un consejo -y se dio vue],

ta y entr~. Yo me quedé un instante en la vereda, Contanta rabia como miedo.

XIII

Estaba rendido, así que dormí toda la tarde comoun justo, o quizá como un pecador arrepentido y per-donado. Ni siquiera soñé. Pero me despertó la estri-dente voz de Benny Moré a eso de las seis de la tarde:

Mi corazón y yo no nos queremos ni hablarporque él te sigue amandoy yo entretantote quiero olvidar ...

Sonreí y pensé «algún pinche gusano» y empecé aseguir él ritmo del bolero con el dedo gordo de mipie derecho, que asomaba entre las sábanas, allá le-jos. Por la ventana vi que era casi la hora del crepúscu-lo, una hora maravillosa. Me levanté y me quedé jun-to al vidrio cerrado. Luego lo abrí y aspiré el aire delotoño; el calor del día se atenuaba. Miré la Bufa y meimpresionó el color del atardecer mexicano sobre laciudad, un crepúsculo que merecía el verso de Pa-checo:

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70 Mempo Giardinelli

Allí el ocasoes tan desolador que se diría:la noche así engendrada será eterna.

y en la otra habitación, Benny Moré seguía, gua-pachoso y melifluo:

Mi corazón y yo no nos queremos ni verporque él no puede odiartey yo no quieroverte jamás ...

En ese momento empecé a decidir que lo mejorque podía hacer era volver a México. Carmen seguiríasiendo lejana. Apenas una luz en la oscuridad, una lu-ciérnaga, una debilidad en la historia del hombre queyo era. Y una fantasía, claro, pues los hombres al finy al cabo vivimos de nuestras fantasías. Son nuestroalimento. Así que me dije que pagaría el hotel, busca-ría un autobús nocturno para dormir como un sapo ya la mañana siguiente me preguntaría si tenía sentidoseguir incorporando a mi archivo noticias de los ata-ques a Nicaragua, de los desastres en las Embajadasgringas en Medio Oriente y de los desvelos de Alfon-sín y Grinspun para pagar la deuda externa que deja-ron en mi país los militares, entre otras linduras. Peroen eso sonó el teléfono.

-Soy Carmen -dijo Carmen-, necesito verte.Esta noche.

Su voz era grave; hablaba despacio y tenía el tonoseductor que yo amaba, su ronquera tabacal. Pero ala vez había una urgencia, un aire perentorio y deses-perado como el del comienzo de Carmina Burana, que

71Qué solos se quedan los muertos

, ') .Querés que vaya ahora?_¿Que pasa. (. he Tengo que ha--No, te veo en el box. esta noc .

larte. .D' de di)'iste') .' 1-¿ on . d 1 Auditorio Mumclpa .

-En el box, en la arena e salirP tenemos que írnos,

iento mucho miedo, epe,de aquí...

-Está bien, pero ..._¿ Supiste algo nuevo?

'')-¿De que.-Digo si averigu~ste algo. Carmen, mejor voy a-Tengo algunas Ideas, pero,

tu casa ahora. N puedo hablar más. Te-No, no estoy en casa. o

veré en la noche. " marqué su número. No,y colgó. Yo pedl hne; y Moré había sido cam-

en la casa no estaba. y enny egro de mierda queM' hael Jackson, ese n .biado por IC e blanquea Y se VIste

tiene vergüenza de. ser nsegro.~. sno iría a México esade almirante de CIrco. uspire:noche.

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XIV

El ~uditorio Municipal parecía esa noche de juevesun aVIspero atacado a palazos. La pelea estelar eraentre el crédito local Kiki Uvario, a quien los cartelesen t~da la c~udad apodaban El Acomedido, y un talSantIago HUI~ar, Relámpago de Sombrerete, quien,como en seguida me enteré, venía de vapulear a cua-tro ?ponentes en menos de dos meses y se había con-vertido en el rival más esperado para el Kiki.

~n gordito, en la cola de las taquillas, que parecíanervI?S,Ocomo la mamá del crédito local, asegurabaque SIeste vencía esa noche, la Arena México y el cam-p~onato mundial serían sus próximos pasos. El gor-dito mascaba chicle con la boca abierta y cada tanto,para descargar su tensión, lanzaba derechazos al aire.

-¿Y a~tes de esa pelea, qué otra cosa vale la pena?-pregunte, por molestado.

~l gordito se molestó, en efecto, y me miró con des-precro,

-¿ Yeso a quién le importa?-A n:Í. No soy de aquí y nunca vi pelear a Uvario.-¿Chdango?

Qué solos se quedan los muertos 73

-Digamos que sí -dije, pronunciando bien lases.-Pues llega a tiempo, máistro. Hoy va a ver bos

del bueno -y lanzó un jab de izquierda al aire, son-.éndome de costado para mostrarme un pedazo de

chicle.Adentro, el humo era impresionante. Algunos tipos,

como en los palenques de las riñas de gallos, levanta-ban apuestas a la vista de policías gordos que se ocu-paban sobre todo de vigilar que los borrachos no desor-ganizaran ni el desorden ni el negocio. Había muy po-cas mujeres, mucho bullicio, botellas de cerveza va-cías por el piso y latas sudorosas de frío en las manosde la mayoría. En ese momento peleaban dos que de-bían ser plumas, y el de pantaloncito azul estaba to-talmente grogui. No se caía porque Dios todavía no seapiadaba de él. Tenía la cara inflamada y un ojo ce-rrado, y el de verde no dejaba de practicar en él comosi fuera un punching-ball en una acalorada tarde degimnasio.

Me senté en la décima fila, a la izquierda de tresmuchachos de camisas abiertas y «Modelos» heladasen las manos. Saqué un cigarrillo y les pedí fuego. Elde junto a mí me prestó su «Cricket» color naranjacon el escudito del «Atlante».

-¿Quiénes son? -le pregunté, señalando el ringcon un cabezazo.

-Dos' güeyes -dijo, sin mirarme.Me di vuelta y vi cómo se sentaban a mi derecha

dos señores con aire de rancheros: botas tejanas, jeansgastados, bigote a lo Emiliano Zapata, camisas a cua-dros y aspecto próspero. Fumaban enormes puros yse repantigaron como lo ha de hacer Sinatra en ~lcCaesar Palace» para ver cantar a un colega. Me dedi-

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74 Mempo Giardinelli

qué a fumar y a esperar, mientras miraba en derredn-en busca. ,de Carmen. Pero aún era temprano, pensé.

También tuve la sensación de que Carmen no lle-garía. Y me pregunté por qué me había citado allí.¿Para sacarme de circulación? ¿Por qué? Para escon-derse no era, ni para vernos a solas: una belleza comoella, a la que. muchos zacatecanos debían conocer ya,por haberla VIsto alguna vez, y un tipo de uno noventay cinco, no iban a pasar inadvertidas sino todo lo con-trario.

Cuando acabé mi cigarrillo, el de pantaloncito azul'cayó, literalmente gracias a Dios. Y lo terrible, paraél, ha de haber sido que ni siquiera el murmullo de lamultitud aumentó de volumen. La gente esperaba laestela~. El maestro de ceremonias, de pantalón negroy camisa blanca, subió al ring para anunciar el obvionocáut y presentar a los siguientes boxeadores. Decíaalgo del primero, un tal Maclovio Hernandez de Je-réz, cuando observé que el tercero de los muchachosa mi izquierda bajaba la mano como ocultando algoque echaba un humo delgadito, mientras con la bocaligeramente aflautada soltaba un suave soplido. Elolor me resultó inconfundible.

-Oiga, compañero -le dije al que estaba a milado-. Pásenla ¿no?

El muchacho me miró a los ojos. Le -sostuve lamirada y esbocé una sonrisa. El no sonrió ni dejó deobservarme. Yo desvié la vista hacia Camisa Blancaquien en ese momento anunciaba el peso de los con-tendientes de la pelea que se iba a iniciar.. -~stá bien, no me mires así -le dije a mi vecino,

sm mírarlo.L, 'No hay pedo; si no convidan ni modo.y saqué mis «Gitanes» del bolsillo y le pasé el pa-

quete.

Qué solos se quedan los muertos 75

-yo sí convido.El tipo no se movió. Vi que el segundo, a su lado:

preguntaba algo así como qué quiere ese güey, y rmino le restó importancia. Yo me concentré en el

icio de la pelea entre Maclovio, de pantalón amari-o, y el otro, de celeste. A los dos minutos, ya e,stababurrido porque uno huía del otro, y el otro huía del

uno, y así no hay caso. Hubo algunos silbidos. y eno mi vecino me codeó suavemente.

~Dale un toque, si quieres -y me pasó el porrito.Aspiré. No era tan buena. Mezclada con tabaco,

mota de pobres. Lo devolví asintiendo con la ca~ezaen agradecimiento. Luego de unos minutos, a la mitaddel segundo asalto, y cuando no pasab.a nada sin~ unoque otro bailecito maricón de Maclovio, me volvierona pasar el puchito. Fumé, lo regresé y llamé a una mu-chachita que andaba en el pasillo con un balde de cer-vezas metidas en el hielo.

-Cuatro -le ordené, y las pasé a mis compañe-ros que las aceptaron en silencio.

Seguí mirando en derredor. El Auditorio esta~acasi lleno ya, pero no era difícil buscar a Carmen. S<>,loque ella no estaba y yo intuí que ya no apare~en~.Me pregunté por qué lo intuía, por. q~é me ha~I~ CI-

tado allí, por qué empezaba a deprimirme. Decld~ es:perar una media hora más; luego me iría. Continuéobservando a mi alrededor. y fue entonces que lo vi.

Como diez filas atrás, de pie junto a una colum-na de hierro y mirando hacia mi sector, pero no direc-\tamente hacia mí, el cosaco de la chamarra de cuerogastada hacía como que se interesaba por la pelea. V?l-ví a mirar hacia el ring y sentí que se me endurecía,tensándose, la nuca. .

Los cuatro rounds que duró la pelea que Maclovío

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76 Mempo Giardinelli

y Pantalón Cele tflatina, me pare~i:r~:~ataron en medio de una chí.atrás, y las tres el cosat~;~=bí!r~:;~,:e~ m~ré haciapero yo siempre lo ubicaba Y C la o e lugar,

Me incliné hacia . : armen no aparecía.-o rm vecmo, confidencialmenteEl ye, hmano, ¿cómo hago para conseguir? .

muc acho se rascó unamiró de costado. mano con la otra, y me

-Pus quién sabe.-Andale, hombre no tl

~l ~ox la pasan, per~ no:7 Ira. Me dijeron que enindicaron, si encontraré al que me

-Yentons'qué.-Qué de qué.-Pues yo qué te digo.-Me dij eran q bue uscara a un tal LI'b' L

conoces? orio. ¿ o

El chavo se rió con un ..inaudible. Comentó' alg a clarcaJadlta breve y casio con e segundo y e 1cero, que me miraron 'dé' on e ter--Tá .. con 1 ntícas sonrisas.

.s ~~eso, guey -dijo mi vecino.No insistí y esperé a que te .

final, que ganó un flaco que le ~mara la ~elea semi-su rival, por puntos Eran 1 evaba media cabeza adentemen te Carmen no as once de la noche. Evi-

baparecería yel co .

o servaba cada tanto h bí saco, a quienseguía controlando rr:i s:c:~r c~~biado de lugar, peromi vecino. . ra vez me acerqué a

-No sé qué quisiste decir, la neta.-Pus que Liborio es de Ligas Ma o .

lo vea nunca. ¿Qué te tráis, eh? y res. NI quién

-MNo, n~da, a la mejor me vieron pendejo- e cái Que .

Qué solos se quedan los muertos 77

provisó un discurso acerca de lo que significaba laperanza del boxeo zacatecano Kiki Uvario El Acome-

ido para el respetable público, y el ambiente empezóencresparse. y cuando los dos peleadores se lanza-n a disputar el primer asalto, y la gente soltó gritosansiedades ante los guantazo s iniciales, prometedo-mente violentos, me puse de pie, saludé a los cua-

tes de la izquierda, Y me dirigí hacia la salida por elasilla opuesto al de la columna donde estaba en ese

omento el cosaco.Apuré el paso, crucé la puerta del Auditorio, sentí

el aire fresco de la calle y me alejé hacia la esquina.Antes de doblar, miré hacia atrás y vi que la camperade cuero salía por la misma puerta. Entonces di vuel-ta a la esquina y empecé acorrer. Antes de andar unacuadra, vi que me seguía, como la noche anterior, sóloque esta vez acortaba la distancia. Entré a desespe-rarme, pero del susto que tenía paré de golpe y decidíesperarlo. Todo sucedió en segundos: la bestia no de-tuvo su marcha y se lanzó. y aunque me defendí, ytambién pego duro, me aplicó un golpe de karatekaen el hígado, me dejó sin respiración, me llenó la carade dedos y me durmió, pero sólo después de repetirun par de veces Y en voz baja y ronca: «Vete hijo dela chingada, vete porque mañana no la cuentas.»

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xv

Absurdamente, cuando desperté miré el reloj. Eranlas dos y veinte de la mañana y sentía un dolor de ca-beza terrible: una convención de enanos histéricoszapateaba en mi nuca. Sentía la boca pastosa y cuan-do me pasé la mano descubrí que era sangre y queme faltaba un diente de abajo, de los de adelante. Metoqué y no, no me faltaba; lo tenía, pero suelto. Melo saqué, lo miré y lo tiré a la vereda de enfrente conrabia, mientras me ponía de pie y advertía puntadasde dolor en la cintura.

Rengueando, mecánicamente y casi sin darrne cuen-ta, caminé hacia la Calle del Ideal. Estuve tocando eltimbre en lo de Carmen como cinco minutos, hastaque me convencí de que no estaba. La insulté por lobajo y me insulté a mí mismo. No aguantaba el dolorde cabeza. Entonces toqué el timbre en la casa de allado. Hilda abrió sin demora, sobresaltada, y me hizoentrar.

-Dame un puré de aspirina s -le rogué, desplo-mándome en el silloncito de la sala.

Qué solos se quedan los muertos 79

-Qué te ha pasado, por Dios -dijo ella, y en se-guida alzó mis pies sobre una silla, miró mi boca yme tocó el pómulo, mientras yo le decía que una apla-nadora me había pasado por encima.

-Yo estaba durmiendo y soñaba que me casaba-se sonrió--. Pero estás hecho un desastre, Pepe. Es-pera que te voy a curar. _ .. ,

Salió de la sala, y en el bano consiguro alcohol, mer-thiolate, algodones, toallas, vendas y todo eso quesiempre consiguen las mujeres cuando hace falta. Mepidió que le contara con det~les lo que. había pasado,y lo hice, mientras ella trabajaba en rm cara. .

-Bueno -dijo al terminar la tarea y yo rm rela-t~, has quedado como si hubieses huido de la d.es-trucción de la Biblioteca de Alejandría, que es mejorimagen que la de la aplanadora. Y la boca ~e te puedeinfectar, como no vayas mañana al dentista. Ahorate voy a preparar un té para que te hagas unos bu-ches. .

-¿Por qué no volvés a la cama ~ segu,lr .leyend?la biografía de Alejandro Magno segun la ultIm~ edi-ción de «Selecciones»? -le grité, cuando se metía enla cocina a preparar el té.

-¿y tú qué harás? --en el mismo tono. .-Irme. Me dijeron que me vaya y me vaya Ir.-Un argentino obediente.-·Por qué no está Carmen en su casa, eh?

e 1 . li-Sepa; yo no soy su nana. Pero a VI sa Ir._. A qué hora y con quién?-~on quiénes; eran dos. Vinieron en un «Volks», a

las ocho y pico. Ocho y veinte. Ella llegó a las sietey media se cambió y salió.

-Er~s muy controladora, Rilda. ,No contestó en seguida. La escuché que revolvía

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80 Mempo Giardinelli

el té. Regresó de la cocina y me entregó la taza. S~sentó.

-Piensa lo que quieras. Yo diría que estoy muypreocupada. Esto no me gusta nada.

-Así dijo un perro en la fábrica de salchichas-bebí un trago del té; me hizo bien-o ¿Adónde habráido Carmen?

-No sé, pero se la veía guapísima, como para ir auna convención de banqueros nacionalizados que sue-ñan con la resurrección de Miguel Alemán: un vestidomorado, de seda, que ya se lo he visto y le hace unafigura sensacional. Bien peinada y de tacos altos. Conesas piernas que tiene ...

Yo no entendía a esa mujer. Una vez más supeque jamás entendería a ninguna. Como siempre, éseera su encanto. La miré y me dije que era injusto queHilda fuera tan fea. Era una tipa derecha como el diá-metro de un círculo. Tenía el pelo revuelto, y su batade rayas horizontales blancas, rosadas, verdes y lilasera sencillamente espantosa. Sentí que la quería, perono pude dejar de ser cruel.

-y tú te morías de envidia, cabrona.Ella se mordió una uña, luego sirvió café instantá-

neo y vertió agua caliente en su taza. Suspiró y encen-dió un cigarrillo. Yo me puse de pie y me acerqué ala ventana que daba al patiecito de gardenias. Por en-cima de 111pared que daba a la calle se veía un farol,en la esquina que daba a Villalpando; iluminaba lóbre-gamente el silencio y la desolación, como en-una nochede Hyde pero sin bruma y muy lejos de Londres. Tam-bién mis sentimientos eran sombríos, casi góticos. Medominaba un miedo sin azufres infernales que se mehabía metido en los huesos. Miré las gardenias en laoscuridad, y el farol lejano, y pensé en la locura de

Qué solos se quedan los muertos 81

Dido, que por amor había sido capaz de todo, hasta delsuicidio por el despecho de Eneas, ese falso piadoso.Imaginé a Marcelo Farnizzi como a uno que zarpa enla madrugada, abandonando tierra tiria; pero me dijeque la idea no encajaba. Carmen se estaba ~uicidand?,pero no por su Eneas, sino por otro. Advertí que hablaalgo asimétrico en todo lo que sabía de este asunto:la conducta de Carmen era bivalente, claro, pero yocomenzaba a estar seguro de que había algo más que I

aún no alcanzaba a registrar. Evoqué un cierto amor ala Geometría, como el de Kepler, quien pensaba que laGeometría era Dios mismo, porque ofrecía un modeloperfecto para la creación. Me reproché porque ya em-pezaba a pensar estúpidamente. Me aseguré que 10asimétrico no era todo en esto.

-¿Quieres quedarte a dormir? .No escuché la primera vez que Hilda me 10 dijo,

con su voz suave, cauterizante. La segunda 10 repitióen falsete, y agregó una palabrota.

_¿Y en qué piensas, Platón? -añadió.-Pensaba en Kepler -le dije-, en el amor a la

simetría. Aquí hay algo que no funciona.-Entre otras cosas, mi refrigerador; se descom-

puso -esta tarde. .-¿Por qué te hacés la chistosa? Hablo en seno.-Tú empezaste, y yo estoy muy nerviosa y tengo

miedo. Me dan ganas de reírme. Mira: já j4·Y me pareció que iba a lagrimear. Le tomé una

mano y ella me miró con ternura.-La invitación a dormir es por tu seguridad, Pepe.

No para acostarte conmigo. Yo ya me olvidé de cómoera eso.

Y me sostuvo la mirada. Ni siquiera me sentí incó-rnodo, avergonzado. No era la primera vez en mi vida

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82 Mempo Giardinelli

que me pasaba algo así; en el Chaco, muchos añpsatrás, una muchacha me había dicho algo similar peroyo no había sabido cómo reaccionar. Terminamos enla cama, yeso que ella no me gustaba. Quizá porquelos hombres, cuando no entendemos estas cosas, nosobligamos a demostrar nuestra hombría. Somos tantontos. Le agradecí la mirada y dije:

-Creo que sí me quedaré, Hilda. Pero no tengosueño. Yo también estoy con miedo.

-¿Te vas a ir a México, en la mañana? ¿De veras?-Realmente no 10 sé.-¿Por qué no te vas, Pepe? Es 10 que deberías

hacer.

-yo también me 10 pregunto. No sé qué respon-derme.

-¿Te molesta si suelto al perro? -y se levantó yfue al baño, donde el cócker estaba encerrado y habíaempezado a lloriquear. En cuanto ella abrió la puerta,él vino y orínó un chorrito junto a mis zapatos, cara-coleando de felicidad y emitiendo gemidos ridículos.Ella 10 regañó, 10 alzó y 10 sentó en su falda, sobreel camisón technicolor.

-¿A qué te dedicás exactamente, Hilda?-Soy historiadora de tiempo completo en ia Za-

catecana. Me especializo en el porfiriato y en el perio-dismo político prerrevolucionario. ¿Por?

-Curiosidad. ¿Y él -señalé al cócker-, cómo sellama? ¿Pancho Villa?

-No, Flores Magón.+-Tenía que ser un periodista-político-prerrevolu_

cionario.-¿Y qué con Kepler, eh?+-Pienso en él cada vez que pienso en Dios. Para

Kepler, el Sol era una metáfora de Dios, porque alre-

Qué solos se quedan los muertos

edor de él gira todo. ¿No es hermoso? -ella asintión la cabeza-o Aquí hay un sol alrededor del cual

Jira todo, pero no sé cuál es.-¿Carmen?-Quizá.-Tú eres ahora el sol para ella, aunque ella no lo

;sepa, ni lo admita, ni lo quiera. Por eso no te vas, por-ue tú sí lo intuyes. Y no digas que no eres salvador

le nadie, o que el trabajo solar te q~eda~gr~de; yalo sé. Pero también sé que siendo un típo jodido, eresDoble.

No pude mirarla. Ahora sí, curiosa.mente" me sen-tía incómodo. Pensé y dije que lo mejor sena volveral hotel, y procurar dormir. Me replicó que era unatontería. ..

-Pero es que no he visto a Carmen, y me dIJOquequería verme. Necesitaba verme, ¿te das cuenta?

-Me doy._. Cómo eran los tipos que vinieron a buscarla?

(. .,-Uno se quedó en el coche y me parecio que era

el mismo que he visto y que venía en el «Mustang»:el de cara redonda, medio chaparro. El guapo ', Y elque llamó a la puerta era un flaco alto y muy Joven,de caminar fanfarrón, uno como esos policías nov~tosa los que destinan a un crucero de avenidas y se SIen-ten Montgomery.

-¿ Parecían policías? , ¡.-Fue una metáfora, Pepe. En este país nunca ~a-

die puede distinguir a un policía de un canalla. QUIe-ro decir que el alto era un lameculos del otro. . ., ')

-¿Ella salió forzada? ¿Nerviosa, no sé, se resI~tlO.-No sabría decido. Aunque me parece que mngu-

na mujer que se arregla tanto sale a disgusto. No, nocreo que la hayan forzado.

83

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84 Mempo Giardinelli

-Pero es evidente que ella está haciendo cosque no quiere. Quizá fue con esos tipos porque notenía alternativa. No creo que me haya plantado porhacerse la exquisita. Tuvo que cambiar de planes sú-bitamente.

-Es posible.-Ella me llamó esta tarde; y estaba desesperada.

No la entiendo.-Nunca la vas a entender, Pepe. Por eso estás aquí,

y por eso tienes la cara como la tienes. ¿Te duele?-Un poco.-Ora que se te desinflame, te cambio las vendas

y mañana vas a un dentista. Pero ya no trates de en-tenderla: Carmen es demasiado hermosa como paraser equilibrada; su encanto, y ella lo sabe, es ser mi-rada. No nació para que se la comprenda, sino paraque se la admire. Y para sentir una exacta mezcla deagradecimiento y de rencor por los que están chifladospor ella, como tú.

-Creo que tenés razón, compañera, pero no meconvence. Eso no es todo; hay algo más.

Terminé mi cigarrillo y lo aplasté lentamente enel cenicero. Bebí un resto de té frío. No acepté que mesirviera más, y anuncié que me iba. Ella insistió enque era peligroso, pero le dije que esa noche ya nome pasaría nada; el cosaco había cumplido su misión.

-Afuera está empezando a soplar el viento -dijoella-o ¿Lo oyes silbar?

-Lo oigo -respondí-o Parece Comala.-Me da miedo.-A mí también.y salí de esa casa, y me fui silbando bajito. No tar-

dé en darme cuenta de que mi propio silbo decía, alson de imaginarios mariachis: «Si me han de matar

Qué solos se quedan los muertos 85

mañana / que me maten de una vez.» Eso me impactóporque quería decir que yo era ya, en cierto modo,capaz de sentirme trágicamente mexicano. Algo que lepasó a muy pocos de los exiliados; acaso sólo a losque entendieron el apasionado ensimismamiento, elardoroso sentimentalismo del nuevo país de residencia.

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XVI

t Medaco~té como a las cuatr~ de la mañana exho, y ormí muy mal u ' aus-

cuando me volteaba d'elnlPdocodporque me dolía la caraa o erecho y otque no podía d· d _ ' ro poco por-, ejar e sonar con el cos

recia para volver a pegarm E aco, que reapa-. e. s un drama p ,

pero Jamás puedo dormir bo . ' ara mi,ble que me dé vueltas cada diezc~ ar-?ba, y. es inevita-un lado y para el otro Y 1 qUInce minutos, parafigura que yo había r~ono;id cosaco aparecía con l~d~s y con esa chamarra de cue~oya dos noches. segur-di11 t ' 1 ' aunque en rm pesaa ema a cara de una foto .. d. -A VIeja e nn padre

mí me remordía la conciencia atribuir! .a semejante bruto M· d . , e esa caraco. Le guardé un· d 1 pa r~dmuno cuando yo era cm-

esconOCI o com .miento porque me abandono o enorme resentí-abandonó mi madre Duran~:~\ com..o en seguida meque había hech 1 . os anos del exilio creí

o as paces con sus memorí .a seis años en un diván d . 1. as, graciasen el s - e pSlcoana ista. Quizá por esoble dol~;~o me atac~ba el remordimiento con un do-

. el de la. reiterada paliza que me aplicaba elcosaco y el de la Injusticia de que fuera mi padre 'el

Qué solos se quedan los muertos 87

ropietario de esa cara que coronaba el cuerpo deuien me castigaba. Yo lloraba como un niño y gri-ba no recordar que jamás mi padre me hubiese pe-

ado, pero a la vez la voz de mi analista me decía quetampoco recordaba que me hubiera besado o hecho

a caricia.Es un tanto absurdo decir esto, ahora, y sé que

sólo puede comprenderlo quien ha sido huérfano,uien se ha cuestionado el amor de sus padres, cosa

no demasiado frecuente. Pero lo escribo porque enesa pesadilla las culpas sobrevolaban mi cama del «Ca-linda», y porque se me mezclaban los sonidos y lasmúsicas, incluida una excelente como insólita versiónde Guantanamera cantada en francés que una vez es-cuché en un hotelito de Saint-Gilles, en el sur de Fran-cia, y una canzonetta napolitana interpretada por Pa-varotti, y todavía un chamamé que hablaba de PuertoBermejo -un pueblecito fronterizo con el Paraguayque han tapado las aguas del río- y que entona mara-villosamente mi amigo Choni Andriani, que es inge-niero, cazador y el tipo que mejor canta los chamamésen todo el noreste argentino. Y digo que todo esto esabsurdo porque las culpas y las músicas, en mi pesa-dilla, no sólo evocaban muertos y desolaciones, sinoque en todo mi sueño había muerte --que es el peorsustantivo- y en un cierto momento Carmen mismaaparecía y me decía Pepe ya no te quiero pero nuncame olvides, y me decía nunca sabré si te quise perojamás te odié, y me decía no me esperes más Pepepero no me borrés de tu vida, y me decía esperámesiempre aunque nunca seré tuya.

Cuando me desperté -porque escuché voces enlos pasillos del hotel- me costó unos segundos orde-nar los pensamientos. Encendí un pucho temblorosa-

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mente; me supo asqueroso y lo apagué en seguida. Pres,té atención a algunos gritos externos. Me calcé un jeany vi el reloj fugazmente, instalado en las seis y cua-renta y cinco, cuando salí sin camisa al pasillo. Unarecamarera pasó corriendo, me dijo «Señor, un muer-to, hay un muerto en el pent-house» y desapareció do-blando hacia el elevador. La seguí, atontado, y me en-contré con otros tres pasajeros en el palier, y con unpolicía de uniforme que nos dijo que volviéramos anuestr.as habitaciones.

Me di la vuelta y me metí en el sistema de escale-ras. Subí los tres pisos hasta el pent-house, Entreabríla puerta y vi a un grupo de gente: el encargado delhotel, dos conserjes, varios policías de civil y de uni-forme, enfermeros y público, y todos se arremolina-ban a un costado de la alberca cubierta. Entre ellosdescubrí al comandante Carrión, que daba órdenes auno con pinta de licenciado capitalino que tomaba no-tas en una libreta.

Había más huéspedes, en batas o camisones, y unoque otro con ropas de improviso. Me mezclé entre ellos,mientras uno de uniforme se esforzaba por hacemossalir del solario. A unos metros de esta aglomeración,a espaldas de Carrión y del licenciado y del gerente,había un cuerpo todo mojado, frágil, inmóvil y sobreel que sólo trajinaban dos tipos jóvenes con chaque-tas de médicos. Era el cuerpo de una mujer que ha-bía sido muy sensible y muy hermosa y vivido muyconfundida, y que llevaba un elegante vestido mora-do, de seda, y unas sandalias plateadas, de tacos altí-simos, calzando unos pies inigualablemente bellos quetenían todavía -y allí se detuvo mi mirada- las uñasdelicadamente pintadas del mismo color que el ves- 1I

tido.

~ ~~~------~---

8889

Mempo GiardinelliQué solos se quedan los muertos

1 1 pecho y empecé a negarSentí como un go pe en e dé . ndo

, los puños y me que mira ,COnla cab~:a. fArPe:~~ea una injusticia obvia, impotentep>mo un nIDO . 1 quey atontado por la incom}prdensióbn"a~s~:uu~:r~e~a de

bí do -ahora o escu na .ha .1a am'~Td d Me solté a llorar en silenCIO y m~la ímposi 11 a.. . . ab1e sol de Kep1er en un um-:::!~c~:~a~: ~~II~~;:ncia en el que YObera, en esemomento, el más desdichado de los hom res.

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SEGUNDA PARTE

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JULIO TORRI.

«¿Por qué dar tanta importancia a uninstante, si ya no habrá memoria? Yano habrá tampoco reparación>

SIMONE DB BBAUVOIR.

«Toda la historia de la vida de unhombre está en su actitud.»

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Fue un día espantoso. Además, al amanecer llovióun poco, cosa extraña en Zacatecas, y la grisura eratan pronunciada que hasta el Cerro de la Bufa apare-ció cubierto. Dios, si existía, se había borrado.

Yo me encontré en mi habitación, bebiendo un cafétras otro de una jarra enorme que me hice subir, mi-rando el cenicero lleno de puchos apagados con la ex-presión de un mongólico en un circo en el momentoen que el domador saluda al público antes de entrara la jaula de los leones, y pensando, pensando parano sentir.

Yo sabía que hay acontecimientos más terribles, enla historia, que cualquier cosa, la más tremenda, quea uno le suceda. La muerte de Dante, la destrucciónde la cultura griega, la lepra en la Edad Media, latragedia del Titanic, los crímenes del nazismo, el ap-partheid, por decir algo, son infinita, incomparable-Illente más dolorosos en abstracto. Y sin embargo,Como decía Brecht, hablar de millones de muertos noparece tan terrible como contar la muerte de Hans,Un soldado cualquiera. No es lo mismo decir treinta

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96 Mempo Giardinelli

mil desaparecidos que escuchar el exterminio de la fa,milia Tarnopolsky de boca del último sobreviviente, unchico de dieciocho años. Describir el sentimiento deun toro que a la hora de la muerte lame la mano delmatador, como describió Maulnier, puede ser inclusomás impactante. ¿Por qué la mente necesita de deta-lles para comprender las tragedias? ¿Por qué el hom-bre sólo puede aprehender la dimensión de la desespe-ranza cuando logra imaginaria en un nombre y un ape-llido, en alguien que más acá de las cifras cuantiosasse parece al hombre medio, al ciudadano cualquiera"que uno es? El patetismo no necesariamente congeniacon lo voluminoso. Y además, uno siempre piensa ensu propio dolor, que es intransmisible. Un dolor, en

\ esencia, es inexplicable. Es tangible sólo para quien losufre. Todo lo demás que se diga, que se intente ex-plicar, es una ceremonia retórica, una exposición deobviedades. Nadie alcanza a imaginar cómo se sienteun dolor. No por gritarlo, por llenarIo de palabras, deinsultos, de exclamaciones, tu dolor se comprenderámejor. Es quizá el sentimiento más intransferible quetenemos.

A mí me dolía todo, ese amanecer. Una vez más mepercataba de cuánto me costaba llorar y no sabía quéhacer para tragar esa cosa que sentía en la garganta,en el pecho. y que debía engullir para seguir adelan-te, si eso era lo que yo quería.

11

De pie junto a la ventana que daba al Cerro de laufa, miré cómo se hacía el día, neblinos~ y. sin eltallido del sol, hasta que reparé en que mi VIsta es-ba detenida en una cruz que se imponía sobre elaisaje de techos, emergiendo de la cúp~a de ~a

esia. Me preguntaba, en silencio, por DIOS,e~a 11u-ión que si existe, cada tanto ha de ofrecer mamfesta-iones para los incrédulos.

Yo soy un incrédulo Y no hay manifestación que )e convenza, pero admito que hay metáforas que pue-

Ceo hacer pensar a muchos --de hech.o a la mayoríala gente-- en la idea de un ser supenor,.un ente ~a-

ravilloso y supremo, un Hacedor, que medIante el sim-le recurso de mostrar una cosa por otra hace creer

su existencia. Yo me decía que la única metáforae Dios era el amor, la belleza del encuentro de dosue se aman y acarician. «El mundo nace cuando dos

b an» estaba escrito en ese Piedra de sol que algu-v:, h;cía años, Carmen me había leído luego de .que,

ciéramos el amor, cuando México era. sólo la ld,aun país milenario que quedaba muy leJOS.«Besánle,

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98 Mempo Giardinelli

~::' e~t=:~C;~~o:~my~re», mbe había pedido Carod Z pensa a que en algún 1e acatecas se escondía un hi i d ugar

asesinado' y que si . JO e puta que la había, era CIerto que el amo 1

y más inigualable metáfora de Dios h r es a mejorentender por q é 1 h ' a ora yo podíaá d ' u a noc e anterior, en 10 de Hild F

n n ez, habla evocado K 1 . 1 a er,miendo . . a ep er. QUIzá estaba asu.ambí quQe?II c~pacldad amorosa había sido pob

igua. uízás íntuía los Ií re,finalmente la muerte de Cape igros ~ue provocaríansoledad inmensa el ' rmen. Quizá presentía lapérdida. La grad as=~:~;~~ se me ~roduciría con sutras un ser querido no tá In rernedín, Porque mien.circula por tu mismo nd Con vos pero sabés qued mun o todo es po íbl N defínltívo, nada está perdid~ SI e. a a es~l pánico que sentí entonces, P;;r;~t::;l:~~. P~r esdO,a cruz, fue grandioso Acas 1, mIran o

té de Dios, más que u~a me~,:n ese mome~to necesí-una prueba que sólo e a. ora, una mamfestación,puesto a creer. n ese Instante pude estar dis-

Pero no hubo tal Y me uedotosa que luego me ~iguió t~o e~ ~~: pesadil~a espan-no dejo de recordar N h b ' que aun ahora. o u o tal potodo es reinventable; por ue el rque en el amoralgo vivo, movedizo' q d . amor, como el mar, eshoy una idea vI'slu'mImbpre ecíble. Uno puede admitir

, rar una rev 1 . ,todo ha cambiado U d e aCIOn, y mañanavida, hoy por lo m'. no pue e amar a ciegas y dar la

) , ismo que - 1lejano Hoy podé . manana e parecerá tan. s Ignorar a q .mañana descubrir que siem r uien está a tu lado, ypersona Pero te d p e deseaste poseer a esa

. as cuenta cuando t ddido. Siempre sucede í'Am ya o o está per-

~ as. e a uno a' ?¿ sra Carmen esa últí C quien ama.b ' ima armen la m .a amado? ¿Era mi Did ,uJer que yo ha-

1 o, y era yo Eneas? ¿Y si Vir-

Qué solos se quedan los muertos

. io estuvo errado, y toda la historia fue distinta demo la contó, por sus compromisos con Octavio Au-sto y la aristocracia romana -y por su urgencia de

a Roma un poema nacional exaltativo, justificato-'0, anticipador de la retórica de dos mil años des-

és- creando a una Dido y a un Eneas diversos des que fueron, si fueron? ¿Por qué no pensar que los'oses lo trastornaron, o que fue un farsante, y que

acaso la historia fue diferente de la que él contó? Oui-á Dido no fue una loca de amor, ni una rencorosa,ino que fue abnegada y piadosa -piadosa ella- y por

$U alto sentido del amor dejó ir a Eneas de Cartagorque advirtió a tiempo las debilidades de él; por-

que comprendió las exigencias del patriotismo y por-que supo -mujer enamorada al fin- que habría deser inútil retener al amado con chantajes. Ella sintióel amor como lo sienten las mujeres: como un com-promiso irreversible; una inagotable práctica de latragedia; una verdad necesaria y sin dobleces. Y Eneas,por su parte, levó anclas con su flota, cortando ama-rras en la noche, cobardemente, huidizo del temor quele causaba esa admirable mujer enamorada sin con-diciones, y no por el compromiso de fundar a Romaque quiso Virgilio. Débil, confuso, huyendo del sim-ple compromiso de amar, Eneas fue incapaz siquierade una tierna despedida y echó a andar su flota rum-bo al Lacio, autoconvencido de que su misión le eraimpuesta por los dioses y por su padre, Anquises. Y fuetan miserable -y tonto y necio- como para no darseCUenta de la herida que dejaba en Dido. Una lastima-dura que no la llevó a suicidarse de un espadazo -ma-teria literaria, y por ende pretenciosa, con que Virgi-Iío liquidó el asunto disculpando a su Eneas- sinoque la hizo quedarse, llorosa, en Cartago, disimulando

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incluso ante Ana el dolor que la desgarraba. Virgiliono lo supo jamás, o no quiso saberlo, ocupado comoestaba en atender sólo el punto de vista patriótico desu predestinado y consentido Eneas, al que le atribu-yó una piedad que no tenía, como sospechó Cervanteshace cinco siglos.

En el amor todo es reinventable, y acaso allí lageometría alcance sus máximas posibilidades comometáfora de Dios. Porque es en el amor donde se ofre-cen todos los modelos para la creación. Pero si el mi-lagro de dos pierde a uno, entonces sólo queda el va-cío; no hay geometría con una sola línea.

El rostro de Carmen parecía estar en la neblina, ypor eso mismo era indefinido, borroso, inaprehensi-ble. Más deprimido que enojado, con más miedo quedecisión, yo intuía que me esperaba una larga jorna-da. Estaba cansado, molido; me dolían el cuello loshombros, los omóplatos. Y estaba solo. Carmen habíamuerto y yo empezaba a sospechar -a darme cuenta-que en el reino de los muertos Dios ha de ser, sola-mente, un gran silencio.

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A medida que avanzó la mañana me asaltó, paracolmo, una oscura sensación de culpa. Fue cuando medije que el hijo de su chingada madre del comandanteCarrión era capaz de venir a interrogarme por la sen-cilla razón de que yo lo había fastidiado y habitaba elhotel donde habían matado a Carmen. Podía aperso-narse en mi cuarto y hacerse el astuto con preguntastales como «¿dónde estaba usted anoche, entre lasdoce y las cuatro de la madrugada? ¿Puede probar-lo?». Naturalmente, no creería una sola palabra queyo dijese y me vería en problemas peores.

Comprendí que, en realidad, eran muchas las cul-pas que me perseguían. Mi inagotable, infinita capací.dad de sentir culpa. Porque yo soy de esa clase de ti-pos que cuanta culpa anda suelta, la agarran para sí.Giustozzi el culposo, venga y deposite culpas, en efec-tivo, a crédito o en tráveler-cheques; se aceptan culpasde todos los tamaños Y contamos con un departamen-to de antigüedades.

Carmen siempre se burlaba de mí, por eso. Le fas-cinaba que yo fuese tan culposo. La divertía. Como una

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n<><:heque estábamos viendo la tele, en la cama. «Ope...ración Já Já» o algo así, esos programas culturales dela televisión argentina. Yo sentí una picazón en el pe-cho y, distraídamente, me rasqué. Al rato, sentí la pi-cazón en el cuello y volví a rascarme. Durante una tan-da publicitaria, miré mis uñas rascándome una tetillay agarrando, entre la mata de pelos, un puntito negro,pequeñito, como una cascarita de lastimadura, peroque se movía casi imperceptiblemente. Di un brinco yaplasté al bicho de mierda en la palma de la otramano, partiéndolo en dos. El infame animalito hastahizo un cric que me resultó escalofriante.

-¡Un piojo, carajo! -grité, como avisándole a Car-men que se incendiaba la cocina.

Ella saltó de la cama, horrorizada, y me miró comosi me hubiese transmutado en Frankenstein. Pero yaera tarde: una hora y media después la invasión eramasiva: ella tenía piojos en la nuca y en el pubis, yosentía que me caminaban animales desde la coronillahasta las piernas, peludo completo como soy, como sitodos los huevecitos de la casa hubieran decidido na-cer a la vez. Y a las once y media de la noche, desespe-rados por cada nuevo ominoso descubrimiento de pio-jos en nuestros cuerpos, yo no atinaba a dar explica-ciones sobre el origen de esos bichos. Carmen me man-dó a una farmacia a buscar algo. Fui, muerto de fríoy rascándome como un perro callejero. Un tipo semi-dormido me dijo que había epidemias y que nos bañá-ramos en «Detebenzyh y laváramos las ropas en aguacon vinagre. Al amanecer, Carmen había asumido elliderazgo de la situación, pronunciado todas las pala-brotas que aprendiera en su vida y removido mantasy colchones, sábanas y ropas, mientras yo contabili-zaba cuarenta y siete piojos muertos, cuyos cadáveres

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atesoraba en una hoja de papel. Carmen ya había sen-tenciado que la culpa era mía, que era un asquerosoy que dónde carajos me había metido para llenar .lacasa de esos bichos inmundos. Yo no era capaz de JU-rar que no tenía la culpa; me sentía abatido, todo m~jado y grasoso, sentadito en una silla en la sala, depri-mido porque no lograba saber dónde cuernos me ha-bían empiojado. Entonces Carmen terminó de lavar,secó el baño donde nos habíamos duchado y refregadoun par de veces, acabó de ponerse la loci~n comple-mentaria del champú por segunda vez, dejó la r~paenvinagrada en la bañadera y tiró unas mantas lirn-pias en el piso, con sábanas nuevas. Se acostó y mehizo un lugar. Yo me metí a su la~o, tra~ando de notocarla y los dos olimos esa extrana loción que nosembadurnaba; Y de repente ella empezó a reírse y meabrazó y me dijo Giustozzi te quiero mucho so~ uncretino putañero pero con vos no puedo aburnrmey me encanta que seas culposo, y yo también. me reíy la abracé fuerte y nos dormim~s como ang,ehtos.

A eso de las diez me llamó Hüda por telefono, convoz de contralto afónica y llorosa, y me sacó de la~ evo-caciones. Se sentía retemal, dijo, porque se habla en-terado en la Universidad durante una clase, ~e doy,mano, pobre güera, los chismes vuelan en las CIUdadespequeñas. Había regresado a su casa y acababa .de lle-gar cuando vio que un patrullero policial estacIOnaba

1 t de lo de Carmen DiJ·o que entraron dosen a puer a .. li. d ··1 Y uno de uniforme Y que volvieron a sa Ir~as eCM .

después de más de media hora. Que luego SubIerondos al patrullero, que esperó, mientras el tercero: e~uniformado, llamó a su propia puerta '. Le p:egunto SIconocía a la vecina; dijo que sí. Que SI podía aport~ralgún dato para el sumario -ya que la vecina habla

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~uerto- que se presentara más tarde en la delega-.c~ón. Se quedó estupefacta. Que iría, sí, desde luegoSI se le ocurría algo que declarar, y a su vez preguntóde qu~ .h~bía muerto, y el azul le respondió que cdeun suicidio, a la madrugada». Y luego se fue y ellaque aún no podía creerlo, ahora me llamaba a mí'y todo lo decía sin llorar, furiosa, confundida y asu~tada, me lleva la chingada, mano, ¿ves?

-Bueno, compañera -le dije-. ¿Qué puedo decir-te? ¿Que te quedes tranquila? Yo iré luego a verte

-No sé si voy a estar. .-¿Ya dónde vas a ir?-¿Ya ti qué te importa? Al carajo, me voy a ir.-A este paso, vamos a ser dos.-Tres.-Bueno: pero en algún momento quisiera verte.-No quiero consuelo..-No seás jodida, Hilda, el que necesita consuelo

quizá sea yo.-No mames. Tú eres duro.-Sí, duro de plástico. En un rato estaré ahí.E~a colgó sin decirme si iba a estar; supuse que sí.Mientras me duchaba, hice un breve inventario de

lo que sabía y me flagelé un poco más: ¿Había hechoyo todo lo posible para evitar que mataran a Carmen?~Habí~ b~scado los modos de estar cerca de ella, par~lIDpe~rlo. ¿Po~ qué no fui capaz de advertir la di-mensión del peligro que corría, si ella me había habla-do de su miedo? ¿Por qué no luché por esclarecer susdobles mensajes, si ellos indicaban que en el fondo síquería -y necesitaba extremadamente- mi ayud ?¿~or qu~ una ~ez más, como en toda mi vida, yo, Jo~éGlUStOZZIel hiperactivo, caía en la inacción justo enlos momentos más importantes, e inexorablemente per-

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día lo querido? ¿Por qué fui tan estúpido de hacermeel discreto y no insistí ante Carmen para que me di-jera la real situación en que se encontraba? ¿Cómo nome di cuenta de que me citó en el box porque queríaverme en un lugar lleno de gente, porque tenía miedoy la vigilaban, la tenían controlada? ¿Cómo no adver-tí que al no poder asistir al Auditorio Municipal debiócambiar de planes, cuando la fueron a buscar esos dosen el cVolks», y luego o bien se escapó, o bien se las in-genió para ir al hotel a esperarme, Y allí la mataron?¿Y quién era el que la tenía tan controlada -y man-daba al cosaco para ocuparse de mí- y por qué? ¿Quétenía ella, qué sabía, que les resultaba tan peligrosoy la atemorizaba tanto? ¿Qué miedos absurdos habíatenido yo -que me pertenecían sólo a mí, no a ella-para no haber hablado más de todo esto, y de suvínculo con Marcelo, y con el petiso del cMustanglt

y con las drogas, si yo ya estaba convencido de quetodo estaba relacionado? ¿Y sobre esa idiotez de con-tratar a un detective que después desaparecía y queahora me parecía tan sospechoso como cualquier otro,o más, porque no había insistido? ¿Qué me había pa-sado, que llevaba dos días en Zacateca s y estaba comoun inmigrante, absolutamente desvalido y pendejo, bo-ludizado y encima con un diente de menos, doloridoy ahora sintiéndome como un viudo?

Me vestí rápidamente y programé mis próximospasos. Me importaba muy poco la amenaza recibida.Extrañamente, me sentía frío, excitado pero alerta, porel miedo y la emoción. Como en los viejos tiempos dela militancia.

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IV

En el ascensor no se hablaba de otra cosa. En ellobby tampoco. Ni en el bar. Eran las diez y mediacuando me sirvieron el desayuno -frutas y café- ylas once c.uando salí. Compré los diarios en el puestode la esq~ma. No ~e decía ni una palabra del caso, puest~do habla sucedIdo después del cierre de las redac-ciones, pero el diariero le contaba a quien quisieraescucharlo que «el suicidio de la Ché ocultaba, de to-d~s-t~das, un drama pasional y político» y daba ima-gmatívos detalles sobre el descubrimiento del cadáver,flotando en la alberca, por los empleados del hotel

-¿ Quién era ella? -le pregunté. .. -U~a güera que estaba buenaza, jefe -me devol-

VIÓel tIp~, rascándose las nalgas con las manos bajoel pantalon, como si tuviera piojos justo ahí-o Pareceque había sido guerrillera. Ya sabe: en Sudamérica selos lleva la chingada con eso del terrorismo ...

-¿Y qué tiene que ver con el suicidio?-Pu~ ..:, la culpa, ¿no? Quién sabe qué habrá he-

cho la VIeJa. Era argentina.-Sí, y yo también.

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El tipo se encogió de hombros, como diciéndomecjódase» y atendió a una mujer que buscaba el Vani-dades y a un hombre que pidió el Siempre. Reemprendíla marcha, sin saber exactamente qué haría y pregun-tándome en voz apenas audible, de tipo que habla solo,como esos que uno ve en los subtes, en las calles,inquiriéndose y respondiéndose, esos locos sublimesde que están llenas las ciudades, qué nos habíapasado a los argentinos de mi generación. ¿Qué noshabía pasado que nos inculcaron el cuento del paísrico hasta la saciedad, generoso como una madre in-mortal, inagotable como el Paraná? ¿Qué pasó paraque nos criáramos en la confianza y la soberbia de serun pueblo elegido, un granero del mundo, una sabiamezcla de razas, la patria del trigo y de las vacas quese autoconvenció de míticos destinos de grandeza, sue-60S de potencia, proyección continental y mundial?¿De dónde salió ese sueño imperial de creer que nues-tro modelo, nuestro estilo, podía ser exportable para,por lo menos, el resto de América Latina?

Pobres de nosotros, Carmen y yo, mi generación,que fuimos paridos en el odio de las antinomias, en eldesencuentro de pasiones que nos marcaron la histo-ria y sirvieron, luego, para renovar nuestras tragediasnacionales: unitarios o federales; Federación o Muer-te; Sarmiento o la barbarie; civilización o Facundo Qui-roga: oligarquía o indiaje; crudos o cocidos; yrigoye-nistas o antipersonalistas; peronistas o contreras; ca-becitas negras o cajetillas; fachos o zurdos. Pobres denosotros --decía yo, caminando por Zacatecas-, pa-ridos en la veneración a la infamia de la Triple Alian-za que destruyó a un país hermano, y en la exaltacióndel Ejército invicto que exterminó al indio y que unsiglo más tarde jorturo a mansalva y se lanzó a la aven-

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tura de las Malvinas con lo cual perdió la dignidadjunto con el invicto. ¿Por qué nos había pasado a no.'sotros? ¿Qué culpa teníamos, si nuestra generaciónfue condenada a la intemperancia y al desprecio porla democracia, al autoritarismo y a la violencia, y a laenfermiza necesidad de aplastar al adversario? ¿Cuálera nuestra culpa, si desvalorizamos la democracia por.que nos condenaron a la irreflexión, a la ceguera y alfanatismo, y porque nadie nos la enseñó y porque fuela palabra de la gran mentira en la historia argentina?

Nosotros nacimos a la participación cívica en me-dio de la violencia solapada u ostensible de dictaduras,golpes de estado, corrupción y oportunismo; en mediodel aplastamiento de todo principio ético (en nombrede los más altos valores morales, por supuesto). Nosparieron el militarismo y las megalomanías de los quesiempre mandaron, como aquel general presidente queentraba a la Sociedad Rural en carroza del siglo XVIIItirada por varias parejas de caballos, entre el aplausoy la admiración de los estancieros, los dueños de latierra y los estúpidos educados para la frivolidad delmedio pelo, para el sueño del coche nuevo y el «Rolex-de oro, para la apariencia y el culto a las modas, parala irresponsabilidad de los fatuos y para la tonteríay la ignorancia. Nos educaron en la apología de la im-becilidad, esa característica moderna del llamado sernacional, esa parte visible y estentórea de la clase me-dia mojigata, engreída, compradora de televisores acolor en Miarni, y acrítica y adoradora de los mitosmás reaccionarios, y todo bendecido por una de las je-rarquías católicas más retrógradas de este siglo. Detodo esto, me preguntaba yo, errando por callejas yportales, ¿por qué nos iba a condenar la historia, Car-men, por qué nos condenaba la vida, ahora?

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Yo cruzaba calles, atontado, desoyendo uno queotro bocinazo, buscando a Carmen en los rostros delas mujeres que pasaban a mi lado. Luego entré a unafarmacia a comprar cigarrillos, porque así son las co-sas en México: el día que usted necesite una aspirinavaya a la caja de un restaurante, y cuando quiera com-prar libros diríjase a un supermercado y cuando quie-ra insultar a alguien dígale que es un pinche argen-tino del mismo modo, eso sí, que cuando necesite unamigo desinteresado que pueda perder su tiempo porusted, búsquese a un mexicano.

Sentía las piernas pesadas; un cansancio viejo seadueñaba de mi circulación. Era la misma sensaciónque se tiene cuando uno' está fumado y encima depri-mido. Nunca hay que entrarle a la mota, si estás de-primido. Te lleva el tren, como dicen en México, quees como decir que te vas al carajo. La misma sensa-ción, sólo que yo estaba sobrio, desayunado, y la luzagrisada de la mañana me daba a pleno en la caracuando me senté en un café que olía a tortillas de maíz.Se me nubló la vista y me largué a volar justo en elmomento en que Lennon y Elvis, a dúo, empezaban acantar una canción muy divertida que hacía reír a to-dos, especialmente a Nixon y a Firmenich, quienes enrealidad no reían sino que discutían el partido de ping-pong que, en China naturalmente, sostenía Fidel Cas-tro con algún Chin-Chu-Lín, mientras Maradona hacíapiruetas con una pelota que era la cabeza de Bernar-do Neustadt y yo me preguntaba acerca de la trage-dia de mi generación y me largaba a llorar porqueadvertía que con nosotros se hizo una funesta y conse-cuente apología del engaño, hasta que un día empeza-mos a hartamos, a explotar, a descarrilarnos y a sui-damos.

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Yo volaba sobre la ciudad y un ángel me decía quetodos estos años de exilio habían sido una práctica •cotidiana y dolorosa de autocrítíca y qué bien, Gius-tozzi, aplaudían todos, y el ángel era Carmen quienjuraba que ella no tuvo la culpa de la confusión enque la metió una familia que la abandonó, y un paísque también la abandonó porque sólo le ofreció la po-sibilidad de matar o morir o exiliarse. Y yo, entonces,gritaba que los miles de muertos que ha habido en estatragedía contemporánea que ha sido la Argentina, notuvieron la culpa de lo que pasó. Mi generación no tuvotoda la culpa, al menos. No nos cabe la misma cuotaque a los asesinos. Y entonces Nixon y Carter y Mao yBrezhnev y el Shá Pahlevi e Idi Amín, todos vestidosa la moda del siglo XVII, con bombachos y olanes y pe-lucas rizadas, se burlaban de mí mientras hacían unaronda y bailaban tomados de las manos, y no escucha-ban cuando yo les decía que a Carmen y a mí, a noso-tros, nos parieron en la emulación de una Europa yuna Norteamérica que se desangraban en guerras ycuya principal cultura no eran el Louvre, la Cámarade los Comunes, la Estatua de la Libertad o la Pinaco-teca de Munich, sino el colonialismo y la explotaciónmás infames. O Hitler, que también andaba por ahí;siempre anda por ahí. Y ellos se reían, carcajeantes,y saltaban como muchos Tweedledee y Tweedledum,mientras yo decía que Europa y Norteamérica nos ha-bían distinguido pero con desconfianza, mirándonoscon cierto aire paternalista, y nos habían privilegiadodel resto del continente porque éramos casi todos blan-cos y adoradores de la Torre Eiffel y la libra esterlinayel dólar, y aquí se había eliminado a indios y negros,todo lo cual nos hizo aparecer ofensivamente europeospara el resto de Latinoamérica, pero sin dejar de ser

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sospechosamente latinoamericanos para Europa. ~.Ellos invertían el sentido de la ronda, y cantaban

que «si fue así, podía ser, y si así fuera, sería; pero ecomo no es, no es. Eso es lógico», y yo desesperabapreguntándoles si acaso no tuvimos un canciller quese enorgulleció, en este fin de siglo, de que éramos unpaís de blancos y cristianos que nada te~ía que vercon negros y amarillos, musulmanes o budistas, y me-nos aún comunistas, pero luego se bajó los calzones yfue a abrazarse con Fidel Castro cuando las papas que-maban en las Malvinas. ¿O nos vamos a olvidar -lespreguntaba- de que a los argentinos nos cuesta la au-tocrítica y tenemos la flaca memoria de los desconcer-tados? y a todas esas farsas ellos las aplaudían, gro- -tescos como las aplaudieron siempre los que viajabana Europa llevando vacas en el barco para que en Paríslos chicos tomaran leche con olor a pampa (esto leparecía genial y saludable a Salvador Dalí, quien pro-ponía un curso acelerado de ordeño de vaca.s para ~s-tadistas), los mismos que engendraron decemos .de v~o-lencia y persiguieron mediante la violencia e induje-ron a la violencia.

Cuando pagué el café, el tipo que me atendió mepreguntó: «Señor, ¿le pasa algo?», y yo mentí q~eno, que sólo estaba un poco triste y que ~penas ~entlaalgo de culpa y mucho coraje porque hablan asesmadoa una mujer que yo amaba, sólo eso. El hombre ~x-clamó «ah, chingáos» y se quedó atónito, con los OJoscomo palanganas. Juró que era lo último que ~~perabaescuchar esa mañana y me ofreció un tequilita quetrajo, solícito, y depositó sobre la mes~, diciendo «lacasa invita, señor, mi pésame», y me dejó solo, respe-tuoso, con esa ceremoniosidad y esa capacidad de afec-to silencioso que tienen los mexicanos.

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. Yo me bebí el tequila de un par de tragos. De' é dosCIentos pesos de propina, saludé al mesero con Ia cab -e-

za y salí a la calle, ahora sí sabiendo lo que iba a hac e-Ya no llovía y podía verse el Cerro de la Bufa peer.

todo seguía gris. r ro

v

Yo sabía que Carrión no me iba a recibir, y en efec-to, no lo hizo. No tenía nada importante que pregun-tarle, y él, de haberme visto, no me hubiera dichonada. Todo fue como un juego infantil: él estaba perose negó a recibirme; yo fui solamente para que él su-piera que no seguí su consejo y que continuaba en Za-catecas, ahora sí de ostensible entrometido en lo quetanto me importaba, aunque con un diente de menos.Cuando salí de la delegación, pensé que quizás habíasido mejor que no nos viéramos. «Fuera máscaras, ea-brones», dije para mí, y me sentí como John Wayneantes de una pelea con los indios. Fue irónica mi comoparación: yo detesto a John Wayne, sobre todo desdeque Reagan le mandó hacer un monumento al cowboy.

Caminé hacia el centro, entre el ajetreo del medio-día, y en la Fuente de los Faroles, en Tacuba y Allen-de, me acerqué a un puestito de flores donde comprédos docenas de rosas rojas. Luego entré a un centrocomercial que desemboca en el mercado laberínticoque está a espaldas del Palacio Municipal, y anduvepor callecitas de dos metros de ancho, atestadas de

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verduras y huipiles, de semillas y sandalias de plásti-co, de chiles y mariscos, de fayuca y platerías de bara, •tija; en el Callejón de la Bordadora compré pan fres-co y una botella de vino chileno en un tendejón de ul-tramarinos: un «Cousiño Macul» etiqueta negra co-secha 1973 que alguien había elogiado alguna vez yque me pareció adecuado para la ocasión; en la Plazade la Loza tomé a la izquierda y compré un rostizadoen el despacho de pollos frescos de Isidoro Gamboa,una poca de birria y de cecina en la Birriería Paquitay, por el Callejón del Tráfico, salí a la Plaza de la In-dependencia.

Quizá de paranoico que soy, o porque la situaciónlo ameritaba, di un par de vueltas bajo los portalesdel municipio. Los anduve dos veces para volver a de-sandarlos, recordando nuestras viejas paranoias, enaquellos tiempos en que Carmen y yo nos sentíamosintegrantes de una sociedad maravillosa, cambiante,revolucionable, cuando en realidad sólo éramos miem-bros semimarginales de una sociedad enferma, autori-taria, vanidosa e ignorante, que había dado novelas ro-mánticas o cursis como Amalia o Juvenilia a la parque se consumaba el genocido de los indios patagóni-coso Que producía un verso nacional como el MartínFierro contemporáneamente a la erección de los impe-rios latifundistas. Que daba El espantapájaros de Gi-rondo al tiempo que el suicidio de Lisandro de la To-rre. Que obtenía un Premio Nobel de la Paz casi a lavez que una turbamulta atacaba y saqueaba la casadel presidente de la república en apoyo a un golpefascista. Que hacía venerar a la generación del ochen-ta con el idéntico cinismo con que se entablaban estu-pendas relaciones con el racismo sudafricano. La Bi-blia y el Calefón. El Cambalache. La Gata Parida. La

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Rebatiña Nacional y el Curro. La decadencia romanarevivida en un país de segunda, en vertiginosa vía desubdesarrollo, con pretensiones de potencia, en plenosiglo xx problemático y febril, y dale que va, dale no-más, jaraijajá y no, nadie me seguía, el grandote sindiente no llamaba la atención.

Entonces enfilé para la avenida Hidalgo, atraveséel Portal de Rosales, compré cigarrillos, caminé haciaarriba de la ciudad, pasé por el desvencijado conven-to de San Agustín -donde me hice el turista, para ra-tificar que nadie me vigilaba- y llegué a lo de Hilda,en la Calle del Ideal.

En cuanto entré, nos abrazamos, brevemente llo-rosos, temblando como pajaritos en la mano de al-guien. Ella se recompuso en seguida, pero yo la retu-ve un momento, apretándole la espalda con las flores,el pan, el pollo, las bolsas que llevaba, y sentí que éra-mos dos hermanos. A la vez, me pregunté qué extrañarelación se establecía entre esa mujer, en esencia unadesconocida, y yo. Pero, me dije, dentro de todos losriesgos, incluyendo mis miedos y una posible traiciónque me era por completo insospechada en ese momen-to, Hilda Fernández era prácticamente todo lo que yotenía en esa ciudad y en esos días. Y el único ser hu-mano en quien quería confiar.

Fuimos a la sala, el cócker hizo su show, Hilda seinteresó por mis heridas, no pudo evitar una sonrisacuando abrí la boca, me revisó el pómulo izquierdo ydijo: «Y ahora qué haremos.» «Comer -le respondí-y beber a la memoria de Carmen Rubiolo. Después detodo sólo vos y yo creemos haberla querido, cada unoa nuestro modo y en nuestro tiempo.» Ella me miró,un tanto sorprendida, mientras yo descorchaba el vino,.acaba el pollo y el pan. Después se encogió de hom-

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bros y fue a la cocina por unos platitos para la cecinay la birria, y trajo mantequilla, mayonesa, platos y cu-biertos. Hubo que encerrar a Flores Magón. Le pedíque me hablara de la historia de la minería en Zaca,tecas, y de su ubicación en el camino de la plata algn,nos siglos atrás. Sabía un montón. También inquirísobre el PRI local, la política universitaria y la arqui-tectura neoclásica de la ciudad, y le dije que mellamaban la atención los ventanales británicos, de Io-gia voladiza, de madera, que asomaban en algunas ca-sas del XIX, así como admiré en voz alta las filigra-nas de hierro forjado de los balcones, que me recor-daban a Lima la horrible que cantó un poeta. Nos pre-guntamos por qué razón los poetas zacatecanos noescribieron odas a esos balcones. Ella aventuró la hi-pótesis de que quizá porque sabían que con el tiemposerían famosos y atraerían a demasiados turistas y anoticuarios.

Cuando terminamos de comer, y luego que ella pre-paró dos nescafés, agarré un florero que estaba sobreuna biblioteca, le puse agua en el baño y coloqué ahílas rosas rojas.

-Esta es Carmen -anuncié-, bien o mal ella estácon nosotros. Ha de ser tan fea la muerte, compañera,ha de ser tan fría, tan vacía, tan quieta.

Yo sabía que era estúpido ponerme solemne. De-testo la solemnidad, aunque muchas veces caigo en

.,ella. Sabía que era pueril, casi cursi, mi deseo de llo-rar, de tragar finalmente esa cosa que tenía en lagarganta. La solemnidad, me parecía, era propicia parael llanto.

=-Esa es ella +-repítíó Hilda.-Mi hermana -suspiré- cuando murieron mis

viejos me dijo: «Qué solos se quedan los muertos, Io-

Qué solos se quedan los muertos

secito.» Mi hermana siempre me ha llamado Joseci-to ¿sabías? .

' -Es un verso de Bécquer -dijo ella, encendle~dodos cigarrillos. Me alcanzó uno, mirándome a los OJos.

-Por eso hay que llorar por ellos -seguí yo--: paraacompañarlos, ¿sabés? Para que sepan que nos acor- \damos. Porque los muertos ya no oyen las palabras,pero parece que sí escuchan el llanto. .

Fumamos en silencio, mirando esas rosas rOJ~s, tanbellas que hasta tenían gotitas de agua en .los petalos,como un providencial rocío enviado por DIOS.

-No sé si sea cierto lo que dices, Pepe. Pero sue-na bonito. ,

-El sentimentalismo de los creyentes es aSI, y poreso los hechos no penetran en el mundo de sus creen-cias. Los hechos pueden desmentir lo creído, ¡ero el~ossiguen creyendo. Los padecimientos y .las. esgraciasdestrozan sus vidas, sus familias, sus IlUSIOnes,peroellos creen cada vez más en la bondad de Dios. Es unaironía ejemplar. A mi hermana le pasó.

-Proust -dijo Hilda.-Ahá -sonreí, admirado, y en seguida los d~s

apartamos la vista de las ro~as ?orque Flores Magonempezó a ladrar en el dormitorio.

-Soltálo -le pedí-o Flores Magón siempre fue unlibertario. . . d

Ella abrió la puerta y lo hizo salir al patíecíto egardenias que llegaba hasta la calle, al que daba otra

. "' . de esas de hierro que generalmentepuerta VleJISIma, , .,hí . tes Esa lo era Flores Magon salió a mear-son c ~rnan . .c .

se y cagarse en la libertad. .-¿ Cómo fue tu relación con Carmen, Hilda? -le

pregunté cuando se sentó a beber su café y encendimos

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otros cigarrillos-o Habláme de ella, por favor. ¿Cómoera?

-No sé exactamente cómo era. No la conocí tan-to... Era muy coqueta y muy nerviosa; sabía ser anti-pática, también. Pero en algo checaba conmigo: en latristeza, quizás. Y tenía detalles bonitos: un día an-daba de buen humor y venía a pasar el día conmigo,me regalaba un ramo de flores y me platicaba de loque le hubiera gustado ser -médica- y de los hijosque pensaba tener. Decía que se iban a llamar Rober-to y Pía, quién sabe por qué... Era una chava muy tier-na y buena onda, cuando quería. Aunque en generalera como casi todas las argentinas, un poco convenen-ciera, a veces distante. Éramos amigas como una ar-gentina puede permitirIe la amistad a una mexicana ...--dudó ante la dureza de su comentario, miró el flo-rero, chasqueó la lengua y siguió-: Ustedes son difí-ciles, Pepe. Quizá tengan sus razones, no los juzgo,pero son soberbios, sangrones, engreídos. Es como sia veces pusieran un muro con los demás. Son fácilespara la amistad entre ustedes, pero muy cortantes,muy apartados del resto de la gente.

-No te pido un tratado general de sociología an-tiargentina, Hilda ...

-Está bien, pero es que... no sé si Carmen fuemi amiga. No se dejaba. Aunque supongo que ella sa-bía que conmigo podía contar. Quizá porque yo soyuna solitaria, no soy chovinista y tengo sentido del hu-mor. y porque soy feminista. Carmen también queríaserIo. Casi te diría que era una misógina al revés. iAn-drofóbica? Bueno, el caso es que ella traía mucho pedocon los hombres. Y habrá pensado que yo no era com-petencia.

-¿Alguna vez fue cálida, buena gente, contigo?

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-Una vez, hace un par de años, vino a verme conun perrito de menos de un mes en los brazos. Tembla-ban, los dos, y la güerita me dijo que se lo habían ~.e-galado pero Marcelo no lo iba a querer en la casa. DIJOque le dolía verme sola, que no la creyera tan frívolani. .. ¿cómo dijo? Sí, superficial. Que a ella le costabatener amigas pero me quería, a su manera. y que porfavor yo lo aceptara. Lo hice. Es Flores Magón.

_¿Y de mí, hablaba de vez en cuando? ¿Me recor-

daba?-La güerita era difícil de penetrar. Muy misterio-

sa. Pero sí, te mencionó algunas veces. Decía que te-nía un amigo en el De Efe, que se llamaba Pepe. Enuna ocasión, vino muy nerviosa, me pidió que no lehiciese preguntas y que le permitiera llorar a solas unrato. Yo me fui a la Universidad y la dejé. Toda unatarde. Cuando llegué ella estaba saliendo, ya compues-ta, y me dijo: «Pepe y vos son las únicas personas enquienes puedo confiar en el mundo. Pero él está tanlejos que ni sé dónde está.» Y después, cuando mata-ron a Marcelo ...

Asentí con la cabeza. Estuvimos un rato en silencio,y cada tanto yo miraba las rosas rojas. Realmente, sen-tía la presencia de Carmen. Ella se alzaba del florero,con un humito como el de la lámpara de Aladino, y secorporizaba volátil en el aire, hermosa como una ma-ñana de hacía diez años, descalza y danzando en elliving de nuestro departamento de Buenos ,Aires. Lehabía dado por la expresión corporal y hacía conto~-siones todas las mañanas, porque aseguraba que la mi-litancia siempre es optimismo y exige buena salud yarmonía de movimientos, y no está reñida con la ele-gancia. Yo preparaba unos documentos porque estáb~-mos organizando una huelga del sindicato, Y ella COCl-

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naba un puchero de gallina. Sus pucheros eran memo.rables, como sus milanesas. Era invierno y las venta-nas cerradas estaban totalmente empañadas, lo cualnos permitía una más completa y dulce intimidad. Car-men iba a la cocina a controlar la cocción cada equiscantidad de minutos, y entre una visita y otra, bailabaen nuestro pequeño living. Me desconcentraba pero erahermoso mirarla, envuelta en sus jeans ajustadísimos,arremangados en los tobillos. En un determinado mo-mento fue al dormitorio, volvió a la mesa donde yotrabajaba y empezó a pasarme una media de seda porla cabeza, dejándola caer sobre mi nariz, sobre misojos. Primero me gustó que me sedujera, pero luego lepedí que me dejara trabajar. Se lo pedí suave, cómpli-cemente. Ella recogió la media, la llevó al dormitorioy se dirigió a la cocina cruzando la sala sin decir unapalabra, leve como una mariposa. Al rato sirvió la co-mida, que probamos en silencio. A mitad del puchero,me miró por sobre una pata de la gallina, y me dijo,despacito:

-Sos un boludo, Giustozzi -solfa llamarme pormi apellido, cuando estaba enojada-, un salame, un

< gil, un otario, un chaqueño bruto. ¿No te das cuenta( que nada es para toda la vida?

Se me atragantó el puchero, porque tenía razón,pero no se lo dije. Esa noche hicimos el amor, tierna-mente, y le pedí perdón. Dijo que estaba bien, y mebesó mucho, y me acarició todo, y creo que fue her-moso. Pero Carmen nunca más bailó para mí, aunqueyo esperaba que lo volviera a hacer. No se lo pedí, tam-

o poco. Entonces, aún no sabía que todo lo que unodesea de su pareja debe pedirlo.

y ahora, ¿qué significado tenía, para mí, descubrirel revoltijo que su muerte me provocaba? No soy un

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OOfito en tragedias y vengo de pérdidas desde q~e:ra un tierno muchachito provinciano qu~ no. conocl~el mar, ni la montaña, ni la nieve. Es la hist~na de rmvida: perder porque no he sabido amar, quizás e~ loprofundo porque no he querido amar, po~ un lejanotemor a que se muera lo que amo. Es temble que unhombre llegue a los cuarenta con esa certeza. T~aedad plantea miedos e inseguridades, porque la Vida \misma es un examen de evaluación, un zafarrancho decombate. pero en los cuarenta uno ya sabe muchascosas ha decidido todo lo que ya no quiere y sabe todo10 que ya no puede. A un hombre, en los cuarenta, lequedan pocas cosas verdaderamente importantes, Y conellas sale al ruedo, más sabio, más firme, maduro comodicen, pues la noción del tiempo que no hay q~e per-der es más clara, más precisa. La adultez h~ temdo ~precio costosísimo y uno ha dejado pe~~cltos de pielpor todas partes, pero piensa que lo VIVId~,?e todo~modos valió la pena. Salvo, quizás, en el umco capi-tulo d~nde los reproches serán más consistentes:. eldel amor, que en mi caso no fue el camino de los acier-tos precisamente.

'Yo amé, en el Chaco, hace siglos, a una muchac?aredonda, bonita y dulce como una manzana, Y qUlz~porque éramos demasiado tiernos e inocentes ~o SUpI-mos retenemos Y compartimos más de tres anos, d~-rante los cuales creo que di muy poco porque necesi-taba mucho. Después amé a una chica in~eligente Y

ibl de una pureza que evocarla todavía me emo-sensi e, . .ciona y que fue tan paciente conmigo, pnmero, comocontundente en el abandono después. Hoy querría de-cirle que me equivoqué Y lamenté perderla, que mecostó mucho olvidarla, pero ya ni sé dónde se encuen-tra. Y luego fue Carmen.

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y también fracasé con ella, y acepté su abandonoy adopté cierta pose melancólica, sin reconocer todolo que la quería y necesitaba durante los años que de-diqué a sentirme un mujeriego irresistible, Giustozziel superficial, el frívolo, el pichodulce, el conch'esuma.dre que la iba de provinciano sencillo y enternecedor,que sabía ser porteño fatuo y engreído, que manifes-taba vocación de andariego trashumante dispuestosiempre a aventuras amorosas, Cary Grant tardío cuan-do hacía falta, Edward G. Robinson de ocasión si senecesitaba cinismo y dureza, imposibilidad de sentirseBogart porque el casablanco era un enano, Giustozziel seductor militante, el cachondo amante de sí mis-mo, paquete de semillas de machismo incubándoselentamente y floreciendo como en una primavera des-pués de la frustrada experiencia revolucionaria, cuan-do el peronismo hizo crisis y se atomizó en una gene-ración que partió a una diáspora moderna, los que nossalvamos, digo. Giustozzi el flaco altivo que soportórachas de impotencia y un sensible pánico a la muerte,y que se analizó cuatro veces a la semana para com-prender su repulsa al abandono, repulsa por la cualse había convertido en el gran abandonador y habíadesarrollado una misoginia tamaño familiar y unacoraza de cinismo, nada más para sobrevivir.

y todo por el abandono de los viejos, esos desco-nocidos; fantasmas ampulosos que me dejaron todoslos interrogantes abiertos; sombras misteriosas queme impidieron un modelo, que me llenaron de miedosy culpas que vencí a golpes, jodiendo a quien se inter·pusiera y haciéndome el duro, el Gary Cooper, el LinvVentura sudamericano, el Lee Marvin del subdesa-rrollo.

y ahora que la muerte de Carmen me ha removí-

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do todo y me ha metido en esta especie de laguna es-tígia de lamentaciones y dolores, advierto que estoque redacto fervorosa, apasionadamente -y que sentíahí, ante el silencio respetuoso de Hilda- es sólo unnecesario desahogo, una indispensable reflexión alre-dedor de la idea de que son los muertos los que sefriegan, los que se frustran, los que sufren y pierden, 1porque para ellos se acaba todo y entran en el olvido, !en la soledad, en el gran silencio.

Todo se removía yeso implicaba quedarme condudas consistentes e irresolubles, como nos pasa conlos que amamos y dejamos de ver y luego reencontra-mos, en otras circunstancias. Dudas que quedarán en-vueltas en el misterio. ¿Habría matado Carmen, algu-na vez? ¿Tuvo ella preparación militar? ¿Disparó con-tra un hombre; apretó un gatillo apuntando al pechode alguien? ¿Cargaba ese tipo de culpas esa muchachaque yo mismo, ahora, no podía identificar? ¿Qué cul-as arrastraba Carmen Rubiolo? Desde que dejé de

verla y supe de su militancia, yo me había preguntadoesto infinidad de veces. y después, en el exilio, conlos amigos y compañeros, ¿acaso no habíamos interro-gado con los ojos, temerosos de las respuestas, acercade las posibilidades criminales que pudo tener cadaUno de nosotros? Cuando pasó lo peor, cuando el si-lencio se impuso en el país y en el exilio se recompu-sieron, o simplemente se compusieron, amistades, re-laciones, amores, odios irracionales, ¿no nos pregun-tábamos, en ocasiones con secreto espanto, si Fulano

Mengana habrían sido capaces de matar? Esos mis-lnos que ahora queríamos, que empezábamos a gustar,a admirar, a apreciar, esos que nos daban afectos nue-~os y tan necesarios, y que recibían nuestros buenos

lUnores y buenos oficios, ¿habían alcanzado alguna

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vez, en horribles, inenarrables circunstancias, la ca-,tegoría de dioses pequeñitos, capaces de decidir lamuerte de un semejante? ¿Habrían alcanzado esa ho-rrible categoría de los represores, o todo debía quedaren la certeza de que acaso sólo mataron, algunos, parano morir, para evitar la propia muerte? ¿Quién podríaredimirlos, de todos modos? ¿Dónde estaba Dios? ¿Odebíamos, nomás, conformamos con la noción de quelos nuestros fueron mejores dentro de su error y desu holocausto, porque no torturaron, porque no fue-ron innecesariamente crueles, sino sólo una generaciónde sublimes, profundos apasionados, como lo fue Mo-zart para destruir su vida, como lo fue Arlt, como Qui-raga pero a lo bruto, en masa y equivocados con lasmejores intenciones, esa bastarda materia de la peorliteratura?

No eran pequeños interrogantes. Aunque, funda-damente, jamás nos habíamos atrevido a pronunciar-los, aunque nunca los íbamos a formular, eran partede mi revoltijo. Quizá porque también en los quequeremos debe haber misterio, quizá porque nuncauna confidencia ha de ser tan completa como paradesnudar el alma.

Carmen había muerto, eso era todo. Cuando semuere un amor, lo demás son recuerdos: en los últi-mos meses de nuestra vida en pareja yo me enredécon una compañera de militancia, casada, y empecé amentirle a Carmen. Llegaba tarde, faltaba a citas, mecontradecía. Nunca supe, realmente, por qué lo hice,pues aquella compañera estaba buena pero no era me-

\ jor que Carmen. En nada. También, en aquel tiempo,la militancia se volvió más exigente, las precaucionesque debíamos adoptar nos ponían cada vez más teO-sos, nerviosos; la represión era terrible: bombazos-

Qué solos se quedan los muertos 125

las primeras desapariciones de compañeros, de sindi-calistas, de familiares, la locura desatada, de uniformey de civil. Yo me pasaba horas tratando de entender.Andaba medio mudo, con miedo, con culpas y auto-chantajes relativos a mi propio compromiso político.La vida no me gustaba y ya ni siquiera era feliz en micasa. Carmen empezaba a decir que quizás era ciertoque había que terminar con las palabras y pasar a laacción. Yo no sabía decirle que estaba equivocada;no sabía si lo estaba. Entonces, veía televisión, tomabamucho, me sentía asexuado y todo el día me quejabade lo caro que estaba esto o aquello y de cómo coñoíbamos a hacer para pagar el alquiler. En 1975 me fuicomo cuatro o cinco veces al Chaco, solo, y cada vez lepedí a Carmen que no me acompañase. Al principio semolestó, porque también quería tener un hijo y yo dila-taba la cuestión: decía que el país estaba mal, que noera el momento, encontraba un montón de excusas.Después vino el golpe de estado de marzo del 76 Y u~ade esas mañanas Carmen no dio más y vino y me dIJOno doy más, estoy harta, sos el tipo más egoísta y jo-dido etcétera, etcétera. Ocho años después, en esasrosas rojas yo quería pedirle disculpas por tanta im-becilidad. Giustozzi el tonto, el papa frita, el chaqueñobruto, estaba llorando, arrepentido tardíamente, comosiempre sucede con los arrepentimientos.

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VI

Hilda me alcanzó un clínex y dijo:-La van a cremar. Ni siquiera le harán una autop-

sia porque no hay familiar que lo solicite y el Minis-terio Público se conformará con lo que diga la Policía.

Yo alcé una ceja.-¿ De dónde sacaste eso?-Lo averigüé.-¿ y qué más averiguaste?-Nada más. La van a meter al crematorio públi-

co y todo se habrá tapado. Y bien atado, como decíaFranco. ¿Te vas a ir?

-Siempre que nos vemos, me preguntás lo mis-mo. No, no me voy a ir.

-Lo sabía.-Yo no.-Pero es peligroso.-Decíme, ¿tenés un arma en la casa?-¿Un arma? No, ¿para qué?-Por si las moscas. No te preguntaré cómo, pero

quizá no vendría mal que trataras de conseguir algu-na, esta tarde.

Qué solos se quedan los muertos 127

Hilda optó por callarse. No pude evitar pregun-tarle por qué lo haría, por qué se comprometería enalgo así, que podía ser muy peligroso. Le pregunté sisabía lo que estaba haciendo.

-Te ayudo y te vaya ayudar porque de haber sidoCarmen me hubiera gustado que un tipo hiciera pormí lo que tú estás haciendo. Las mujeres somos así.

Me quedé mirándola. Ella fue a abrirle la puerta aFlores Magón, que entró tranquilamente a masticar suhueso de plástico en la cocina.

-¿A dónde da ese patiecito, Hilda? ¿A lo de Car-men?

-Sí -dijo, y me miró abriendo más grandes losojos, bajo los bifocales.

-Vení, ayudáme -decidí súbitamente, y caminéhacia afuera, portando una silla. Hilda me siguió, ensilencio.

El muro era muy alto, como de tres metros. Lomiré y me pregunté por qué lo haría. ¿Por qué seguir,si Carmen estaba muerta y yo sabía que cuando semuere quien amas, todo el mundo queda vacío y nadaimporta? No tenía claro qué quería saber, o encontrar,pero me parecía importante entender el por qué de l~muerte de Carmen, y para ello debía comprender pri-mero la de Marcelo. No era una respuesta satisfacto-ria, pero fue la que pude darme en ese momento yla que creí que me serviría para continuar en Zaca-tecas y no irme sin saber. .

No lo tenía claro, pero quizá seguí adelante SImpley sencillamente porque hay cosas que no se debenabandonar; hay momentos en los que un hombre haceciertas cosas por la única razón de que debe hacerlas.En esos momentos no se sabe qué es lo mejor ni quélo peor, qué es el bien ni qué es el mal. Uno sólo siente

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que debe seguir, y sigue. Intuye o sabe que si se va,si se rinde, si abandona, si claudica, llevará sobre síla culpa del miserable, del cobarde, del indigno. Y nisiquiera se lo puede explicar a sí mismo, pero cuan-do lo siente, lo siente. Y procede en consecuencia. Aho-ra creo, además, que hay reclamos que subsisten des-pués de la muerte, lenguajes codificados secretamen-te que sólo uno puede sentir y que es inútil razonar;reclamos que no sólo persisten sino que se fortalecencon la muerte, se hacen claros para el destinatario, yse tornan imperativos. Algo así como los destinos queimaginaron nuestros padres para nosotros, y que des-pués se nos transforman en profecías que uno va, ines-perada e inconscientemente, confirmando en la propiavida, luchando a ciegas como un Palinuro descontro-lado en la tormenta, quizá porque se nos enseña y senos obliga a buscar siempre las soluciones, las salidas.y uno tarda en comprender que 10 trascendente deciertas situaciones no es salir de ellas, sino justamen-te 10 contrario, entrar en ellas. Buscar las salidas esuna de las formas neuróticas de la vida, el vivir-ha-ciendo-cosas que es como andar huyendo operativa yfuncionalmente, pero sin darse cuenta de nada.

y es que si uno se mete en una situación grave, latorea, se involucra y escarba porque sí, porque debehacerlo, acaso sólo entonces encontrará su propia jus-tificación como hombre. Porque si no se puede andarresolviendo 10 ético y decidiendo valores como el bieny el mal, lo que uno sí puede -y debe- hacer, es in-

\troducirse en el cenagoso terreno de la conciencia, quesiempre nos impide el estúpido bienestar de la evasióno el autoconvencimiento.

Quiero decir que hay un punto en que un hombreya no se detiene. Y no es que haya alcanzado la rnáxi-

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ma escala del valor, sino que quizá ha descendido alúltimo peldaño de la desesperanza. Yo me sentí en esepunto cuando vi el cadáver de Carmen, deshilachadoy roto como una vieja muñeca en un desván, y sin unaniña al lado para inventarie fantasías.

Acaso comprendí, entonces, que para Carmen sehabían acabado las metáforas. No había Sol, no habíaDios. Apenas la soledad de la muerte. Supe que ya nome iba a detener.

-Vamos -dije-, ayudáme.Hilda no hizo más preguntas, y me sostuvo la silla.

Flores Magón se interesó por la tarea, pero sólo ob-servó, sin ladrar.

Apenas pude agarrarme del borde superior me isléhacia arriba; Hilda soltó la silla y, enlazando sus ma-nos, me hizo de estribo. Costó trabajo, pero logré pa-sar el codo y luego, montarme sobre el muro.

-Vean a Martín Fierro en tierras mexicanas -seburló Hilda, con su tonito cantado.

-No mames -repliqué, imitándola-. Martín Fie-rro se quedó a patas cuando lo cogieron los indios.

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VII

Desde arriba se veía una especie de brevísimo pa-tio interior, al que daban dos ventanas. Una, calculéque era de la cocina. La otra supuse que de un dor-mitorio. Una puerta parecida a la de la casa de Hildade hierro, debía dar también a la cocina. Todo estabacerrado, de modo que tendría que forzar alguna aber-tura. An~es de saltar le pedí a Hilda que me pasaraun martillo y un destornillador, y estimé que para elregreso podría treparme sobre el lavadero rústico yantiguo, empotrado contra el muro.

Sin embargo, no tuve que forzar nada. La puertano tenía llave y efectivamente daba a la cocina. Entré.Estaba todo revuelto: los cajones abiertos, la cafeteradestapada y un montón de azúcar esparcido sobreuna mesa. Todas las puertitas habían sido revisadasy se había buscado algo entre cubiertos, utensilios yartículos de limpieza. Sobre el lavadero, sólo un vasoy una taza, con manchas de rouge y un resto de té. Al-guien había desenchufado la heladera.

Pasé a la sala donde yo había estado la única vezque volví a ver a Carmen, el día que arribé a Zacate-

Qué solos se quedan los muertos 131

eas, pero todo estaba ahora más ~esorde~ado. ~abíalibros en el piso y parecía que alguien hubiese miradodetrás de los muebles. Se veían también algunos ea-tones abiertos. Sin dudas, el registro se debía a los!:anas que había visto Hilda esa mañana. ¿Qué busca-ban?

Miré a Zapata y al Ché, y sus duras miradas, queme parecieron extraordinariamente lejanas, no me die-ron la respuesta. No conseguía asociados con Car-men. De repente, la sensación excitante de saberme unintruso me importaba menos que la de advertir queese ámbito me parecía totalmente despersonalizado.Allí no había vivido una mujer que yo conocí y amé,sino alguien. ignorado y sin historia. Encendí un ciga-rrillo, decidí que no me preocupaba dejar cenizas enalgún lado y me pregunté qué buscaba yo.

Realmente, no lo sabía. Luego de mi impulso, aho-ra que había cruzado el muro, dudaba por dónde em-pezar pues ignoraba qué quería encontrar. En todocaso, lo despersonalizado agudizaba mi curiosidad, quesi hacía falta podía llegar a ser metódica. Me llamó laatención una foto, sobre la mesa. Estaba acostada ydaba la impresión de que alguien la había contempla-do, después de la muerte de Carmen. Probablementelos policías. Marcelo y ella se abrazaban para la cá-mara, en el centro de la calle Corrientes. Era una fotovieja, y reconocí, a sus espalda~, la Banchero d~ Tal-cahuano, y una cuadra más atras, El Foro. Detras v:-nían coches y los dos se carcajeaban porque el foto-grafo seguramente les decía que se apuraran a rajar.La sonrisa de Carmen mostraba su dentadura perfec-ta, de dientes largos y blancos, y los pantalones ajusta-dos dibujaban sus piernas. Me impresionó darme cuen-ta de que yo no sentía nada.

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No sé cuánto tiempo estuve dando vueltas por la •casa. Traté de no tocar objetos, y como un voyeurme detuve largo rato en el dormitorio. La cama estabarevuelta -los policías habían metido mano, en col-chón y almohadas- y sobre la mesa de luz, juntoa la veladora que era una botella de Chianti argen-tino con una pantalla de sogas entrelazadas, habíavarios libros -Simone de Beauvoir, Rosario Castella-nos, la Yourcenar- que demostraban que la lectorade la casa había sido Carmen. En la pared, había unaplancha de corcho con un montón de fotografías degente que yo no conocía, salvo un flaco que había sidomontonero y que supe que en el setenta y ocho volvióa la Argentina y lo mataron, cuando algunos creían enel delirio de la «contraofensiva»; y una tipa que usabaunos anteojitos muy simpáticos y a la que alguna vezhabía visto en una asamblea de la vieja Casa Argenti-na, de la calle Roma en el Distrito Federal, allá por elsetenta y. siete; una Perra furiosa. Sobre el corchotambién había, clavados con chinches de colores, al-gunos papelitos y tarjetas con textos del tipo: «Si notiene nada que hacer, no lo haga aquí»; «Yo hago elamor, no la guerra», y otros por el estilo. Escrito enletras de imprenta, y con una que no era la de Carmen,había un pedazo de papel cortado descuidadamente,con una frase de Jean Anouilh que yo recordaba haberleído en mi adolescencia: «Aun a aquellos que lo hanperdido todo, siempre les queda algo.»

Suspiré breve, irónicamente, y asentí varias vecescon la cabeza. Era una completa paradoja que estuvie-ra en la habitación de dos pobres chicos que lo habíanperdido todo, hasta que sólo les quedó el desconcierto,la confusión, la desesperación y la muerte.

Me quedé de pie, leyendo y releyendo la frasecita,

Qué solos se quedan los muertos 133

y el silencio era tan grande que de repente fue comosi empezara a soplar un viento frío, otoñal, diez añosatrás, el primero de mayo del setenta y cuatro, ante laCasa de Gobierno de Buenos Aires, la vieja y centra-lizadora Casa Rosada adonde el General ya había en-trado después de decirnos estúpidos a decenas de mi-les de chicos y chicas que habíamos llegado a la Plazade Mayo cantando consignas belicosas, ansiando unapatria socialista que sólo era posible en nuestros de-seos juveniles, preguntándole ¿Qué pasa, qué pasa /qué pasa, General, / que está lleno de gorilas / el go-bierno popular?, y careando Se va a acabar / se vaa acabar / la burocracia sindical, y entonando mar-chas partidarias con letras montanera s, al son de cen-tenares de bombos que atronaban la tarde porteña yespantaban a los burgueses y a las buenas concienciasde la oligarquía que nos espiaba por las ventanas,confiada en las bandas de gorilas de López Rega, enlos matones de la derecha sindical y en la senilidad delGeneral, quién sabe, el General ya había entrado a sudespacho, furioso, enronquecido, arbitrario como unabuelo anciano, envuelto en aquel sobretodo beige depiel de camello que Carmen y yo vimos tan bien desdeabajo de un plátano que se deshojaba junto a la pirá-mide, ateridos de frío, primero, y de miedo, después,cuando media plaza ovacionó el enojo del General yla otra media mandaba los bombos y los carteles alcarajo, y pisoteaba sus credenciales de afiliados, ydecía viejo de mierda y se desbandaba presa de la de-silusión, mientras Carmen y yo nos mirábamos sinentender, porque todavía no podíamos entender y tar-damos mucho tiempo en hacerla, si es que alguna vezo entendimos, y terminó el acto del día del trabajo

con una ciudad enojada, un país descontrolado. un

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Iíder que había convocado a la concordia nacional,.pero erraba el rumbo y profundizaba la brecha en suspropias filas de incondicionales, y con una sociedadconfundida que empezaba a disponerse para una locay tortuosa afición a la muerte, a la irreflexión, a lo quealgunos pretendían sería una guerra popular prolon-gada que no fue guerra, ni popular, ni prolongada,porque terminó en unos pocos años de un macabrojugar al gato y al ratón; y el viento frío se tornó he-lado y quedaron sólo las hojas amarillas y acres delotoño austral entreverándose con los papeles y las ma-riposas y las consignas y los restos de los cartelonesy los fragmentos de las pancartas y algún bombo des-trozado, y habían pasado diez años y yo sentía, al me-nearme ante el corcho en la pared del dormitorio deCarmen, que el silencio de ahora me aturdía y quediez años no eran nada pero eran toda una vida y quela historia no se repite, parece que se repite pero nose repite exactamente, la historia no se calca, y lo te-rrible en todo caso es quedarse fuera de la historia,sin brújula y sin destino, como sólo quedan los muer-tos, porque no es cierto que te espera Anquises en el

I infierno de Virgilio, ni Virgilio en el de Dante, no haymás infierno que vivir equivocado ni más cielo queel reino ,de este mundo.

Me pareció escuchar la voz de Hilda, el ladrido deFlores Magán, y fue como si despertara. Mi cigarrillose había consumido hasta el filtro, y lo tiré en el baño.Fui a la cocina y por sobre el muro le pregunté a Hil-da qué pasaba. Me-- preguntó a su vez por qué tardabatanto, si había encontrado algo. Le dije que sólo con-fusiones del pasado. Replicó que no entendía y le ase-guré que no tenía importancia y que esperara un ratomás.

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Entonces volví a la sala y busqué algo que no sabíaqué era en el escritorio de Carmen, en los cajonesde un aparador, en cajitas y latas de la cocina, y en elenorme ropero del dormitorio, que también ya habíasido revuelto; busqué entre medias y calzones, corpi-ños y suéteres, blusas y vestidos, pantalones, ropa decama, súbitamente enfebrecido y con la seguridad de-cepcionante de que ya otras manos habían buscadoantes que yo. Revisé también entre los libros, imagi-nando que podría haber alguno hueco, e incluso recor-dé viejos tiempos que me dije habrían dejado ciertascostumbres en Marcelo y en Carmen, y pisé baldosasuna por una, buscando alguna que estuviera floja, abrílas tapas de los contactos de luz y de los enchufes, gol-peé suavemente las paredes buscando una camaritaempotrada, un espacio yuto, un embute de doble fon-do. Investigué cañerías e implementos del baño, ob-servé el interior del tanque del inodoro, revisé la he-ladera por dentro y por detrás, metí la mano en elmotor, levanté rejillas del baño y la cocina, desarmé unequipo de música y abrí el gabinete del televisor y, yadesesperando, obsesivo y maniático, sudoroso y agi-tado, me pregunté qué habría hecho yo para ocultaralgo, lo que fuese.

Recordé que muchos años antes habíamos guarda-do, con Carmen, en el departamento de Acevedo yGüemes, unos documentos comprometedores bajo laplantilla de unas zapatillas viejas y olorosas. Volví aldormitorio, abrí otra vez el ropero y allí estaban: unaszapatillas de hombre, que alguna vez fueron blancas,deshilachadas y bigotudas, con el talón pisado y con-vertidas en chancletas. Las revisé, prácticamente arran-cándoles la telita de la plantilla, pero no encontré másque mugre vieja. Las tiré. Cayeron junto a unas botas

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viejas, de cuero descascarado y tacos rotosos y enchue.cados. Impulsivamente alcé una y metí la mano. Habíaalgo en el fondo. Lo saqué. Era un paquete de unoscuatro centímetros de espesor, sujeto con dos ligui-tas ?e goma: un .fajo de papeles verdes de quincecentImetros y medio de largo por seis y medio de an-cho, todos con la gorda carita de sorpresa de Benja-mín Franklin.

Metí la mano de nuevo. En lo que era el espaciodel taco toqué algo frío, metálico. Allí se había hecho~n hueco, un sitio para que cupiera una pequeña ea-jíta de lata, de esas que 'algunos gordos usan para lle-var su sacarina. Había una de esas cajitas y la saqué.Era de color azul. Y dentro de ella, lo que calculé se-rían muchos gramos -todos los que cabían- de un

1 polvito blanco, que no dudé era cocaína.Cerré la tapita y conté los papeles verdes: había

treint~ mil dólares ~, también sujeto por la liguilla, unpapelito blanco de Igual tamaño que los billetes en elque con la misma letra de la frase de Anouilh se ha-bía escrito: «Liborio Mayo 15.000- Liborio Julio 15.000-Liborio Setiembre ... » Faltaba la cifra. Yo recordé queestábamos en setiembre. Chiflé bajito./ Revisé el par de la bota, que estaba vacío y carecíade ~mbute. Entonces tomé una de las zapatillas y allímetí el paquete de «Franklinss, con la cajita de lataen la puntera, y lo até todo bien fuerte con los cordo-nes de las dos. No me preocupé por ordenar nada. Mefui con la zapatilla bajo el brazo.

VIII

No le dije a Hilda qué contenía esa zapatilla. Lepedí un papel de esos para envolver regalos, me con-siguió uno plateado con estrellitas doradas y procedía dejado lo más decente que pude. No era una envol-tura como las de «Sanborns» pero la zapatilla quedóinsospechablemente disimulada. Le dije que a la nochehablaríamos y que no olvidara conseguirme una pis-tola o un revólver; replicó que no le gustaba que le pi-dieran dos veces una misma cosa, y menos cuando ladejaban sin satisfacer su curiosidad, y luego me fuial hotel.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando depositéen la caja de seguridad del «Calinda» mi precioso pa-quetito. El gerente me hizo pasar a su despacho, don-de había un mueble metálico, enorme, con una can-tidad de puertecitas de dobles llaves. Abrió una, lanúmero 62, y se dio vuelta discretamente mientras yocolocaba mi regalito dentro. Cerré la caja y el hombreprocedió velozmente a girar las dos llaves; una se laquedó él metiéndola en un llavero atestado que colga-ba de su cinturón, y la otra me la dio a mí. La colo-

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qué en un sobre, que cerré con saliva; luego lo firméal dorso, cruzando con mi firma la lengüeta pegada, yse lo entregué rogándole que lo guardara él. Le expli-qué que prefería no tener la llave conmigo. Él aceptóy metió el sobre en la caja fuerte general, que estabaabierta. En seguida llenó un formulario con mi nom-bre, número de pasaporte y habitación, que firmé ycuya copia también le .pedí que conservara él. Lo ob-servé durante todo el procedimiento, y me impresionósu aspecto profesional, seguro, pulcro. Un tipo que ha-bría estudiado hotelería y turismo, que posiblementehabía hecho cursos en Estados Unidos y en Suiza, creíaen Dios, en la Virgen de Guadalupe, odiaba la políticay, si no era abstencionista, votaba por el PAN.

) -Licenciado -le dije, suavemente, porque seguroque era licenciado y le fascinaba que así lo trataran-,¿qué se ha sabido del asesinato de anoche?

-Suicidio, por Dios -dijo alzando la vista, con unavoz cuidadosa, de exacta pronunciación-o La Policíadice que fue un suicidio. Que Dios perdone a esa pobrecriatura.

-¿ y usted lo cree?-Yo prefiero creerlo. En caso de asesinato esto hu-

biera sido un calvario; un hervidero de policías pregun-tando y molestando a los pasajeros ...

-Comprendo -le dije, y luego le pregunté sobrelas características del hotel y de la cadena «Calinda»y sobre su profesión, que yo sentía envidiable. Le dijeque mi papá, en Argentina, no me había dejado dedi-carme al turismo y, en cambio, me obligó a metermeen Derecho. El tipo se compadeció de mí y opinó quea veces los papás son así de arbitrarios; él había te-nido suerte. Como yo había sido gentil respecto de suprofesión, se creyó en la obligación de hablarme bien

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de la Argentina, un gran país -dijo- que desgracia-damente ha sido presa del terrorismo internacional.Estuve de acuerdo con él, me preguntó si yo pensabaque México corría el mismo peligro y lo tranquilicédiciéndole que no, que aquí la democracia era imper-fecta pero tenía sesenta años de vigencia. Él dijo quepor suerte los Estados Unidos jamás permitirían queMéxico fuera comunista.

Cuando ya éramos cuates, le dije que como perio-dista no estaba seguro de si el suicidio de la señora ten-dría valor para el diario, pero que, por si acaso, megustaría platicar con quienes hubiesen visto u oídoalgo; yo suponía, por ejemplo, que el conserje de lanoche podía ser la persona indicada. Sí, claro, acordó,y quizá también algún mesero del bar o de la disco-teque, y aun los muchachos de la orquesta. De pronto,estaba fascinado de colaborar con la Prensa. Le pedíla dirección del conserje nocturno y le supliqué aten-tamente, licenciado, que si en el curso de la tarde ha-blaba con meseros o músicos, me lo dejara indicadomediante una nota en el casillero de mi habitación.Prometió que lo haría, gustosísimo.

Salí del hotel pensando que el cinismo podía serno sólo un signo personal mío sino una característicade nuestro tiempo. En este mundo de malos humoresy malos amores, malos olores y mal gusto, en que unovive sometido por gente mezquina y corrupta que paracolmo no hace el amor, el cinismo es la regla, la nor-malidad. ¿Quién puede imaginar a Margaret Thatchero a Jomeini haciendo el amor? ¿Y Chernenko o Brezh-nev, o Pinochet o Botha, o Shamir, cuándo y cómohacen el amor? Quizá Reagan, en un tiempo, fue ca-chondo, como lo fue sin dudas López Portillo o comolo habrá sido Pertini, ese viejo seductor y jacarando-

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so. Pero el poder es deserotizante, o productor de otrotipo de erotismo, más sutil pero brutal. Y para colmo'el Papa que tenemos que aconseja volver al medioevo(no en lo orgiástico, claro) y dice que la continenciasexual es una virtud. No me sentí mejor, pero confiesoque alivié un poco mi sensación de culpa: yo soy unniño de pecho en el cinismo contemporáneo, domina-do por el eurocentrismo más mongólico. Como desdehace siglos, el eurocentrismo deserotiza al mundo me-diante sus ideas y sus exportaciones. y ahora nos juz-ga a los latinoamericanos como indígenas del siglo xxsometidos a dictadorzuelos de opereta, apenas en unacategoría superior a los árabes y los monos, y ni sediga de los negros, a quienes por ejemplo en Franciay en Suiza llaman «africanos» para disimular su ra-cismo, porque temen decir «negros», que es lo queson y que es sólo un color. Cínicos: hablan de la pazen tiempos de guerra permanente. El cinismo se incor-pora también a nuestros intelectuales que se tragan eleurocentrismo y le rinden culto, y hasta se enorgulle-cen de su cultura europea y hacen votos por la democra-ci~ occidental y cristiana. Olvidan olímpicamente queHitler no fue guatemalteco, ni Franco fue peruano, niStalin nació en Río, o en Bolivia, y que una dictadurade cincuenta años no se instaló en Latinoamérica enpleno siglo xx, sino en la puerta de Europa. Ah, el euro-centrismo, maravilla de democracia atestada de misi-les y con una neutralidad como la suiza, donde loshombres hacen el servicio militar todos los años has-ta los cuarenta y dos años, todo el mundo tiene armasen la sala o bajo la cama, los sótanos caseros son re-fugios atómicos y las mujeres todavía no votan en to-dos los cantones.

Qué maravilla el eurocentrismo que logró una de-

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mocracia y una estabilidad que ahora nos ponen comoejemplo, luego de siglos y milenios de crímenes, gue-rras constantes, Papas corruptos, reyes venales, fron-teras móviles y asesinatos en masa. La Europa que nosjuzga, que nos mira desdeñosa, es la mayor suma degenocidios de la historia de la Humanidad, es el im-perio de la violencia y el racismo, del individualismomás egoísta desde antes, durante y después del positi-vismo decimonónico. Y hasta fue el escenario de lasdos guerras civiles más brutales y miserables, que sehan dado en llamar mundiales y que provocaron mi-llones y millones de muertos. Y no en la Prehistoria,sino hace sólo cuarenta años. Fue Europa la que gestólos campos de concentración, que no fueron invenciónde Videla, Massera o Pinochet, en la hiperdesarrolladay culta Alemania, la misma que parió a Goethe, a He-gel y a Marx. Ah, el eurocentrismo que deserotiza, pi-carón, reino de cinismo, soberbia, intolerancia, domi-nación. ¡Cabrones! El círculo décimo del infierno estáen la vida, y más que círculo vicioso es trágico. Dis-cépolo tuvo razón: Cambalache, Yira Yira, dale queva siglo xx, y caramba, me dije, qué enojado estaba,de repente, por ese cabrón reaccionario del hotel.

Cuando llegué a la casa indicada, en el Callejón delMuro, cerca del Parque Estrada, eran las cinco de latarde. El sol había salido a pleno sobre las nubes yyo me sentía tenso, ansioso, como cuando uno tienela conciencia intranquila y no se atreve a saber lo quedebería saber.

El conserje de la noche se llamaba Martínez y per-tenecía a esa clase de tipos a los que les encanta darla noticia del accidente a los familiares del chico. Te-.nía ojos pequeñitos, bajo unos lentes de vidrio muygrueso, y usaba una especie de corbatín que no iba más

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abajo de su esternón. Camisa blanca, flaquito, chupa-do de carnes, debía andar pisando los sesenta añosPor casualidad y curiosidad, yo lo había observado unpar de noches atrás, cuando atendía a unos ganaderoso algo así, de botas tejanas y sombreros «Stetsorn decopa altísima y dura; había visto cómo revisaba unasinscripciones en un libro, sin dejar de alzar la vistacada vez que se abría la puerta del hotel. Atendía el te-léfono con presteza y sin dejar de ocuparse del lobby.Daba una llave, anotaba algo, colocaba o cambiaba co-s~s de un casillero. Un tipo con cosas que hacer, o queSI no, las sabía inventar.

-Vengo a vedo -le dije- porque quiero platicarsobre lo que pasó en la madrugada, en el hotel.

Me miró, interrogativo, y casi inmediatamente aler-tado. Dudó si me cerraba la puerta en la jeta, pero yome adelanté a tranquilizado:

-No soy policía y me imagino que lo habrán hechodeclarar todo el día -el hombre alzó las cejas, apro-bando la obviedad que yo había dicho, y mostró laspalmas de sus manos como un cura en el momento dela consagración-o No crea que le pregunto nada depuro metiche que soy... La verdad -puse cara de com-pleta tristeza- es que el crimen de esa señora me hadolido muchísimo. Yola conocí bastante en otra épo-ca. Por favor, déjeme pasar.

El tipo se hizo a un lado y entré a una sala muyhumilde, colmada de muebles de segunda mano, conuna cama y una cuna junto a la mesa, un televisor so-bre una máquina de coser y un ruido de niños quepeleaban en otra habitación. Al tipo no le gustaba mipresencia y no se tranquilizó para nada. No me invitóa sentarme y permanecimos de pie. Cuando volví a ex-

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plicade que yo era amigo de Carmen y además perio-dista, él dijo:

-Pero no fue un crimen -su voz era bajita, deleve registro.

-Quién lo dice.-La Policía. Me interrogaron, pero en todo mo-

mento hablaban de suicidio. Sólo cumplieron el trámi-te de interrogar al encargado de la noche, su servidor.

-¿ y a quién más?-Al velador del estacionamiento. Pero él dormía.

Siempre duerme. Es alcohólico.-Me cuesta creer en un suicidio.-A mí también. Pero si la Policía dice que fue,

pos fue, ¿verdad? A qué crearse problemas.-¿Usted conocía a la señora; la había visto antes?-Alguna vez. No era de aquí, pero vivía aquí. ..

-hizo un gesto vago, como diciendo por el hotel siem-pre pasa mucha gente.

-Claro -acordé-o Y dígame: anoche, ¿ella esta-ba sola?

Asintió.-Pero también anduvo por el lobby un hombre que

era su amigo de ella -aventuré yo, encendiendo uncigarrillo y ofreciéndole otro, que no aceptó, "tocándo-se la garganta-o Uno no muy alto, como usted, peromás relleno, ancho de pecho. De cara redonda, bienparecido. Unos cuarenta años. Elegante.

Movió la cabeza hacia los costados, lentamente,como dudando. Lo pensó bien y dijo:

-Puede ser ... Pero va Y viene demasiada gente.-Pero usted vio a quien yo le digo.-Podría ser; uno de traje.-Sí, yo también lo vi. Creo que bajó de un «Mus-

tang» negro ... O quizá del «Volks». También tiene uno.

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Ha estado en el hotel otras veces.... -No estoy seguro -me pareció que mentía, no me

miraba a los ojos-o ¿Por qué pregunta tanto?-Ya le dije, fui amigo de la señora. Se llamaba

Carmen.-Sí.-y era argentina.-Sí, eso dijeron los policías.-¿Murió ahogada?-Así dijeron.-Pero sabía nadar.-Pus ... -alzó las cejas-o Ellos dijeron que se gol-

peó la cabeza al tropezar y que se desmayó.~omprendí la filosofía del tipo. Me di cuenta que

n~ Iba a lograr nada más. No era uno de esos que apre-cian las grandes causas. Entendía otros lenguajes. Bas-taba imaginar la vida que llevaría en esa vecindad,lleno de hijos y más cerca del cajón de pino que deuna nueva primavera.

-Le voy a pedir un favor: si recuerda algo, algúndetalle, cualquiera, me gustaría tener una gentilezacon usted. Una buena gentileza -le guiñé un ojo-.Soy huésped del hotel: dos cero tres. Si recuerda algo,llámeme en la noche, ¿sí?

Y saqué un billete de quinientos pesos y se lo puseen la mano. Lo atrapó como una araña a una mosca.Me fui de ahí diciéndome que el tipo haría trabajarsus sesos. Si los tenía, y yo creía que sí.

IX

No terminaba de caer la tarde cuando luego de to-mar un café en el mercado «González Ortega», crucéHidalgo frente al teatro «Calderón», esa vetusta moleque habrá conocido períodos de esplendor, cuando alos mineros y burgueses locales se les daba por la Ope-ra y los grandes conciertos, antes de preferir, comoahora, disciplinadamente, la televisión por cable des-de los Estados Unidos. En la esquina del Palacio dela Mala Noche, a un costado, empezaba la subidita delCallejón de Veyna.

La puerta del león furioso estaba abierta, y memetí por el mismo pasillo del día anterior. Adentro,el despacho de David Gurrola había sido clausurado.Tenía doble llave y un candado enorme. La segunda delas puertas que daban al patiecito estaba cerrada ycuando golpeé nadie me contestó. En la tercera y úl-tima puerta, me estaba mirando una chiquilla de unoscatorce años, con pinta de colegiala rebelde: pecas,anteojitos, dos colitas en el cabello.

-Ahí no vive nadie -dijo-. De hace años.Y me regaló una sonrisa simpática, como si nos

conociéramos de la misma cuadra.

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-Hola -la saludé, escogiendo mi mejor sonrí-sa-, ando buscando al viejito que siempre está aquí,en lo de Gurrola.

-Lo mataron -dijo, sin dejar de mascar su chi-cle. Era igual que lo que ella habría visto tantas ve-ces en la tele.

-A poco -me asombré, acabando con mi sonri-sa-. ¿Cómo fue?

-Lo apuñalaron. Estaba todo el piso manchadode sangre. Pero yo digo que el viejo ni se habrá po-dido defender.

-¿ Tú lo conocías?-De verlo. Era un viejo medio ... medio asqueroso,

mirón y todo, ya sabes. Nunca me gustó.-¿y qué hacía él?-Dizque trabajaba para el detective ... -de pron-

to detuvo el movimiento de su boca, entrecerró losojitos tras los lentes y me estudió-. Oye, y tú, ¿quiéneres, eh? ¿Por qué preguntas tanto?

Sonreí como Robert Redford, hice un gesto cóm-plice con la cabeza, y respondí:

-No me digas que ya te diste cuenta que soy pe-riodista.

-Lo sospechaba -afirmó ella, con seriedad, mor-diendo el chicle con más cuidado-. ¿Escribes, paradónde?

-Para el Excelsior, del Distrito Federal.-¡Chín! ¿Y les interesa la muerte de este viejo?-Muchísimo, pero es una misión secreta.Me miró, procurando descubrir si no me burlaba

de ella. Me apresuré:-¿Tú conoces a Gurrola, el detective?-Nunca viene. Lo habré visto un par de veces.Saqué de mi bolsillo la foto que había dejado Ca-

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milo con el clip y la tarjeta para el Fantasma de laOpera, y se la mostré.

-¿Es él?-Sí, diría que sí -y mascó el chicle con suficien-

cia-. Pero esa foto es vieja.-Gracias -guardé la foto-. ¿Te puedo pedir algo

más?-Depende qué sea -dándose importancia.-Por aquí en el vecindario, ¿quién conoció más a

Camilo y a Gurrola i-Mi papá.-¿Está él?-Aquí a la vuelta, en su estudio. Es abogado.-¿ Y tú cómo te llamas?-Dulce. ¿Y tú?-Pepe ·-nos miramos con nuestras más bonitas

sonrisas-o Gracias, Dulce. Eres un amor.Y me dirigí a donde me indicó, un bufete jurídico

modesto, con una placa de bronce en la puerta, en lamisma manzana, frente al museo de los hermanos Co-ronel.

El despacho del licenciado Goliath Ramírez Hernán-ldez era sencillo: un escritorio de viejo cedro labradoque debía tener no menos de un siglo, cubierto de ex-pedientes y libros y con un cachimbero colmado demás de una docena de pipas en el centro. Detrás, y alos costados, las paredes estaban forradas de anales dejurisprudencia y libros especializados. Abundaban, so-bre todo, los de Derecho Comercial y Civil. El hombreera bastante grueso, de unos cincuenta años, y usabaanteojos de vidrios gordos como culos de botella en-marcados en aros de plata. Vestía un traje negro quehabía conocido mejores tiempos, con las solapas bri-llosas por el uso, camisa de cuello palomita y una cor-

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bata azul con un diamante falso sobre el esternón. Uncrucifijo, a su espalda, garantizaba su honestidad. Merecibió sin muchas formalidades. Me senté frente a él.

-Quisiera hacerIe algunas preguntas sobre DavidGurrola y este viejecito que asesinaron ayer, Camilo-le dije, con toda franqueza-o Tengo información deque usted los conoció.

-A David, hace mucho tiempo -dijo el hombre-,y de nuestra relación surgió un chiste ya muy viejo:que en Zacatecas David y Goliath siempre convivieronen paz. Así que evítese hacerlo usted.

Me sonrió mostrando todos sus dientes. Eran muyamarillos. Yo también sonreí, pero él en seguida sepuso serio.

-.¿ Con quién tengo el gusto de hablar?-Kennedy -le respondí-o Me llamo Juan Floren-

cio Kennedy, y tampoco me haga el chiste, pues tam-bién es viejo -el hombre sonrió, yo no-. Soy perio-dista, de México Distrito Federal, y trabajo para elNovedades. Y la verdad es que quiero hacerIe pregun-tas al azar, si me da un poco de su tiempo. Busco algo,pero no sé bien qué es.

-¿Y el asesinato de este Camilo, a quién le puedeinteresar?

-Me gustaría que usted mismo intentara una res-puesta.

-Pues ... , creo que a nadie. No se metía con nadiey nadie se metía con él. Si hay muertes estúpidas, éstalo fue.

-¿Quién cree que pudo asesinarlo?-Algún pandillero despistado. Un ladroncillo muer-

to de miedo.-¿ Qué relación tenía con Gurrola?-Una especie de cuidador, digo yo. Llevaba años

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ahí. El viejo nunca asomaba la cara al mundo. Y cuan-do lo hacía era para quejarse de David. Decía que nole pagaba por sus servicios. Quién sabe ... En la casade usted le decíamos Quasimodo, con todo respeto porel difunto. Supongo que David le dejaba vivir allí paraque le cuidara el sitio, que siempre está cerrado, des-de hace años.

-¿Cuántos años, licenciado?-Pues ... , qué serán, como diez, digo yo. Desde que

ocurrió aquella discusión que tuvimos ... David y yoéramos buenos amigos, hasta que un día nos distan-ciamos. Ahí puede vemos -señaló, en la pared, unafotografía de los años setenta, en blanco y negro, deun grupo de rotarios o algo similar, durante una cenaen un club. Había unas treinta personas: todos hom-bres, de traje, sonrientes como si festejaran el aniver-sario de algo. No reconocí a Gurrola.

Me levanté y observé detenidamente la foto: ubi-qué a Goliath en la fila de los parados, por el grosorde sus anteojos. Junto a él, más joven aún que en lafoto que yo tenía, distinguí a Gurrola: no sonreía comolos demás, se lo veía bien peinado y era notable sucuerpo atlético, fibroso, bajo el traje gris. Tenía, sindudas, una mirada inteligente, de tipo ambicioso.

-¿Puedo preguntarIe, licenciado, por qué se dis-tanciaron?

-Preferiría que no.-¿El chiste de David y Goliath perdió sentido?-Toda convivencia es armoniosa hasta que deja

de serio, señor Kennedy. Fue un asunto muy desagra-dable.

-¿De tipo privado, comercial?El abogado hizo silencio y empezó a preparar una

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de las pipas. Sus dedos gorditos se movían con sumaagilidad.

-No me pregunte, joven -dijo mientras encendíael hornillo--. Si lo puedo ayudar, lo haré, pero no mepregunte ciertas cosas, ¿okéy? Yo no soy rencoroso, nime toca juzgar a los demás. Para eso está Dios.

-¿Y no lo ha vuelto a ver?-Una o dos veces. Jamás atiende su propio despa-

cho. Nos evitamos, y en paz.-¿Y qué es eso de ser detective, en Zacatecas?-Qué quiere que le diga. David es abogado, como

yo. Fuimos compañeros de generación y casi llegamosa ser socios. Por suerte, no lo fuimos. Cuando ... , cuan-do nos distanciamos, él abandonó la profesión; tuvoque hacerlo. Al poco tiempo, cambió la inscripción desu despacho por esa cosa de detective privado. Peroyo jamás supe que en esta ciudad hiciera falta uno,ni que él se dedicara a eso.

-Pero consiguió licencia.-Aquí, con dinero, se consigue licencia para cual-

quier cosa. Sólo que a nadie se le ocurre pedirlas paraser detective privado.

-¿ Y a qué se dedicó?-A ... , pues, a negocios, quién sabe. Yo prefiero no

meterme en sus asuntos.-¿ Y cómo le ha ido en esos negocios?-No vive mal, que yo sepa. Viaja mucho, siempre

está afuera, dicen. Yo no sé ni quiero saber.-¿ Conoce usted a su mamá?-Señor Kennedy: creo que me ha preguntado ya

lo suficiente, y yo he sido gentil con usted, ¿no escierto?

-Bien, licenciado. Sólo una última cosa: ¿cree queCamilo habría traicionado a Gurrola?

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Se tomó su tiempo para pensado. Aspiró la pipavarias veces. Luego dijo:

-Cualquiera que haya tenido tratos con David Gu-rrola estaría siempre dispuesto a traicionarlo.

-¿ Y cree que Camilo lo hizo?-No lo sé. Pero si lo hizo, así lo pagó.

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x

R~gresé al hotel unos minutos para ir al baño ycambIarme la camisa. Aunque refrescaba en las no-ches, el calor y mis constantes caminatas me reclama-ban una lavadita y un respiro. Ahora creo que, ademástuve un mal presentimiento, que se cumplió. r

Ap:nas abrí la puerta de mi habitación, aprecié elpequeno caos que habían provocado. La valija estabalevemente desor~enada y yo, para algo sí, tengo unaa~~~na. No he dicho que como buen solitario, soy ma-matI~o del orden; de esos que acomodan los cenice-ros ~Iempr~ en un mismo lugar y no toleran que sean~ovId.os m ,:~os centímetros. Ya se conoce esa espe-CIe.VI también que habían metido mano en la cama.

. Acaso las luminarias que vinieron a buscar entremI~ cosas, pensaron que yo era un idiota obvio, peroreVIsaron entre las sábanas, en las almohadas bajoel colchón, en el guardarropas y en el cuarto de' baño.Tod? había sido tocado y movido. Bueno, me dije, yohU~Iese hecho lo ~ismo; no había mucho espacio querevI.sar!ellos .revIsaron. La diferencia radicaba en queyo jarnas hubIera desempeñado ese oficio tan repug-nante. Con ser periodista, me basta y sobra.

No me faltaba nada, ni siquiera unos veinte mil

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pesos que había dejado en la bolsita lateral de la ma-leta, junto a un billete de un millón de pesos viejosargentinos que, pensé, seguramente hizo dudar a loscabrones que invadieron mis cosas. Uno de ellos de-bía haber leído un diario alguna vez en su vida, y ha-brá sabido que ese billete no valía un veinte para elteléfono.

Ordené mis cosas y puse especial esmero en do-blar prolijamente las camisas que aún no había usa-do. En eso estaba cuando vi que el libro que leía enesos días había caído al suelo. Abierto sobre la alfom-bra, me pareció un atentado a la cultura. Yo leía Elnombre de la rosa y hasta que salí de México para me-¡terme en el autobús y en este berenjenal me pregun-taba por qué la gente decía que era magistral si, másallá de la erudición y de la bella reconstrucción delmedioevo, no dejaba de ser bastante aburrido y pesa-do, por momentos, como un collar de melones. Perola gente es así, con la literatura; algunos dicen que Unladrillo es bueno, y todos repiten lo mismo.

Pero me indignó y lo alcé, pensando que, comoen todo el mundo, los mafiosos y la Policía --cual-quiera de esas organizaciones, o una misma, cual mis-terio divino, habían sido las violadoras de mi intimi-dad- sólo pueden ver los libros en el suelo. Por suer-te, a éste no lo quemaron.

Bajé, preocupado. Yo no sé si quien lee esto -sialguna vez esto se lee- ha sentido temor a lo desco-nocido. Es terrible, sobre todo cuando lo desconocidoes un poder que te da miedo y que te viola despacito.Es la sensación más fea que hay: estás en la mira dealguien, pero no ves a ese alguien. Se te eriza la piel;se te seca la boca. Tenés miedo.

Yo lo tuve.

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XI

En el bar, a las siete de la tarde, casi no había gen-te. Uno de los chicos del grupo roquero que acompa-ñaba a la rubia falsa estaba sentado en el banquito dela batería, arreglando la mariposa de unos platillos.Se mostró encantado cuando le dije que siempre qui-se ser baterista. Le conté que, de pibe, odiaba la po-breza en mi casa sólo porque sabía que una bateríaera carísima; me sentaba junto a un radio, buscabauna estación santafecina que pasaba buen jazz y acom-pañaba el swing de Glenn Miller, o el de Benny Good-man, golpeando una mesa con un tenedor y un cuchi-llo tomado del lado del filo. En seguida nos caímossimpáticos y él me contó que en Puebla también eranpobres y que se hizo baterista porque en la banda dela escuela lo destinaron de pequeño al redoblan te.

Lo invité a beber algo, mientras seguía trabajando,pero me dijo que de tarde no bebía. Ni siquiera apa-recía por el hotel; hoy había venido más tempranoporque la noche anterior su equipo no había funcio-nado bien. O algún jijo le había cambiado la mariposaen un descuido o el paso de la tuerca se había falsea-

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do. Le sugerí que lo ajustáramos con un hilito sobreel tornillo y, sin esperar su consentimiento, tomé unahilacha de la esquina de un mantel viejo y le di variasvueltas alrededor. Después coloqué la mariposa y ajus-tó convenientemente.

El chico se manifestó encantado.-¿ Ingeniero?-No, soy periodista, pero a veces me doy maña

para algunas cosas -respondí, marcando todas laseses-o Además, mi mamacita era modista y aprendílas utilidades de los hilos.

Los dos sonreímos.-Quiero preguntarte algo -le dije-: dando y dan-

do, palomita volando.-Venga.-Anoche mataron a la señora esa, aquí arriba, ya

sabes. La que descubrieron esta madrugada --él asin-tió--. Me interesa el asunto; pero la Policía no cola-bora, claro. ¿La viste?

-Cómo no, si era un cuero la vieja.-¿ Estaba sola?-Sí, pero esperaba a alguien.-¿Y Alguien vino?-No sabría decirte, mi cuate. Pero hubo uno que

entró aquí como buscando una vieja cuero. Pa' míque era a ella, porque anoche aquí había puras viejasde segunda, como casi siempre.

-Pero no los viste juntos.-No -y ladeó la cara, decepcionado consigo mis-

mo. Era un gran chico. Inocente como el tonto del co-legio.

-¿ Podrías describir al fulano?-Sí, claro, uno en la batería o se duerme o mira a

la gente. Yo miro -el chico sentía que recuperaba te-

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rreno-: era uno de la edad de usted, más o menopero mucho más bajo. Jé, bueno, no hay muchos quesientan frío allá arriba, ¿no? -los dos reímos del chis-te, yo falsamente-o Bueno, vestía un traje café claro,bien cortado. Corbata delgada, a la moda y al tono.Un tipo distinguido, de billetes. Buen físico, pecho detoro. Pa'mí que karateka o algo así. No lo quisierade enemigo.

-¿Lo conocías de antes?-La mera verdá, no. Pero ha de ser de aquí, no

parecía turista. No hay muchos turistas en Zacatecas.-Por suerte para Zacatecas.-Quién sabe, no para nosotros. Tocar para las mis-

mas putas y los mismos reventados juniors de siem-pre, llega un momento que te da en la madre. Yo estoyhasta el gorro de esto.

Saqué la foto, se la mostré y le pregunté si era eltipo que había descrito. No estaba seguro, pero podíaser, tú sabes, yo te lo describo pero la cara ... Aunquequizá sí, podía ser el mismo.

Asentí y cambiamos de tema, él probó la bateríay me obsequió con un solo que incluía la clásica repa-sada del ferrocarril. Era un truco de lucimiento viejocomo Gene Kruppa, pero no lo hizo del todo mal. Des-pués pagué mi café y le dije que me iba a dar unavuelta. Me deseó suerte. Se lo agradecí y me retiré pen-sando que la necesitaría, pues empezaba a ver másclaro.

Volví al lobby, y llamé a Hilda. Aún no había con-seguido lo que le había encargado, pero en la nocheme lo traería al hotel, sin dudas. Pensé que esa mu-chacha valía oro, aunque era capaz de llegar con uncañón de ciento cinco milímetros. Le pedí que estuvie-ra en el hotel a las diez, pues cenaríamos juntos, y le

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rogué que averiguara con algún amigo abogado, o al-gún maestro de Derecho de la Universidad, algo sobrelos estudios, la carrera profesional y la vida de Gu-rrola. Hizo preguntas que preferí no responder y merecomendó que me cuidara. Yo le recomendé que fue-ra puntual y ella protestó porque le cambiaba de tema.

Después, me dije que tenía el tiempo justo y partí.

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VII

Releo lo escrito y me doy cuenta de que si alguienlee esto seguramente ya ha pensado que e! relleno,bajo y elegante hombre del «Mustang», y que luegoreaparece en el «Volks» con e! flaco alto, es DavidGurrola. Yo también empecé a sospecharlo, a la mis-ma altura de los acontecimientos. Y lo menciono aho-ra porque este texto, contra lo que pudiera parecer,no es ni pretende ser una novela policial. Como decíami hermana: e! hábito no hace al monje, pero ayudaa reconocerlo. Aunque como periodista yo también hesoñado con una obra de narrativa algún día, debo con-fesar que no redacto estas páginas con esa pretensión;es verdad que tengo algunos textos en un cajón y quetambién he soñado con publicar un libro, pero ya des-de hace tiempo he empezado a considerar que ni yomismo creo las mentiras que he dicho alguna vez Yque suelo escuchar a periodistas inéditos: que. estoyterminando mi novela; que no doy a editar mis cuen-tos porque los sigo trabajando; o que no he publicado'porque no encuentro editor.

Por todo esto, quiero ser leal con quien haya leído

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este relato hasta aquí: efectivamente, el sujeto chapa-rro y guapo, para decirlo en mexicano, o retacón ybuen mozo, como sería en Argentina, era David Gu-rrola, y puedo decir más de él: tenía un hermoso pa-recido, y si bien los petisos no me caen simpáticosdebo reconocer que en este hombre había una ciertasolidez de porte, una gallardía propia de algunos ne-gros que conocí en Brasil, músicos ellos, gente quese encuentra cómoda en la vida y cuyo espacio en e!mundo es incuestionablemente propio y lo ocupan sinpedirle ni quitarle nada a nadie. Era un tipo de ojosque uno describiría como corrientes -marrones, nigrandes ni pequeños- pero que miraba de una ma-nera cautivadora, dominante. No es que metiera mie-do, pero al verlo uno tenía que alertarse; como si envez de luces rojas se encendieran las amarillas, que sonlas peores, las que más descolocan. Entendí en segui-da, cuando me dije que debía ser él, por qué Carmense había sentido confundida, atrapada, acaso enamo-rada de ese hombre.

Todo ese día yo había pensado que debía visitar adoña Refugio Hinojosa de Gurrola, aunque no sabíabien cómo podría presionarla. Pero al menos hablaríaclaro y le pediría que le pasara a su hijo un mensajemío. Yo ya no tenía dudas de que Gurrola había sidoamante de Carmen, y que por alguna razón estaba com-plicado en e! asesinato de Marcelo. No quería pensar-lo, pero por cierto Carmen misma podía tener que ver.Un triángulo amoroso de final trágico parecía ser unaexplicación. Pero no entendía cómo encajaban en esetriángulo la figura de! tal Liborio, ni mucho menos elasunto de las drogas, ni los treinta mil dólares. Mibreve composición de lugar era que, primero, alguien-debía estar interesado en ese dinero; segundo, que Mar-

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celo o Carmen, o ambos, estaban en el negocio detráfico de cocaína, aunque no alcanzaba a ver en quéeslabón de la cadena; y tercero, que quien había ase-sinado a Marcelo era peligroso, Carmen lo conocía, lahabía matado a ella y si sabía que yo tenía la zapatillame eliminaría a mí también. No era gran cosa, perosentía que algo había avanzado.

No llamé por teléfono a la señora y preferí apare-cerme de súbito, no diré por una corazonada -térmi-no bastardeado por los mismos escritores que han bas-tardeado la novela policial- sino porque yo estabaansioso y enojado, y cargado de sospechas y conjetu-ras. Las advertencias de peligro de Hilda, y las míaspropias, por entonces ya realmente no me importaban.

Toqué a la puerta y la encantadora viejita me re-cibió con la misma elegancia y distinción, pero sin lamenor amabilidad. Ahora vestía una bien cortada fal-da de franela ligera color gris, una blusa de hilo blan-co con finos bordados sobre la pechera cerrada y unachalina negra, delicadísima y de flecos largos en laspuntas, que me recordó a María Félix en alguna pe-lícula de los cincuenta. Sorprendida, se puso tensa perome dijo, controladamente ceremoniosa:

-Buenas tardes, señor Asturias ... ¿Qué desea, aho-ra? -y no hizo ademán de abrir la puerta.

-Entrar y charlar un poco más con usted.Miró hacia atrás y luego, resignada, me dejó pasar.-Mi sobrino Jesús -dijo, presentándome a un hom-

bre que estaba sentado a la mesa y que se puso depie en cuanto entré. Me tendió la mano y nos miramosfijamente a los ojos, él creo que con cierto disimu-lado interés y yo con una sorpresa imposible de disi-mular: de poco más de un metro sesenta, tenía la mi-rada que yo había visto en la fotografía que llevaba en

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el bolsillo. Hombros anchos, ni un gramo de grasa,un cuerpo trabajado, de ejecutivo cuarentón que jue-ga tenis y va a la sauna tres veces a la semana. Vestíacamisa celeste, de corte impecable, con monogramade Dior, y corbata bordó, lisa, que realzaba sus ojosde color café claro. Uno jamás podía saber si esosojos sonreían, se burlaban o se enfurecían; eran muyclaros, como de café aguadito. Su pantalón tenía laraya pulcramente planchada y sobre la silla estaba susaco de traje, de corte perfecto. No, si la distinción enesa casa era la regla, pensé.

-David llamó esta tarde de Guadalajara -infor-mó la señora- y le comenté de su visita, señor Astu-rias. Pero me dijo que no lo conocía ...

El tipo volvió a su lugar y siguió fumando el ciga-rrillo que había dejado en el cenicero. Ella también sesentó. No me invitaron y me sentí muy incómodo. Eralo que pretendían.

-Bueno ... -dudé, pero decidí lanzarme-. Yo vinepara ver si podía decirle que me interesaría hablar conél. Que me urge. Estoy en el hotel «Calinda», habita-ción doscientos tres. Ayer pasé nuevamente por su des-pacho y, como usted sabrá, alguien asesinó al.viejoCamilo ... -los miré a ambos; tenían caras de piedra,rocas pulidas hacía milenios-. Son demasiadas muer-tes, ¿no cree, señora? .

Ella no dijo nada y, por cierto, el silencio me hIZOsentir aún más perturbado y descolocado. El sobrino,Jesús dio una última aspirada a su cigarrillo y lo aplas-tó le~ta, lentísimamente, en el cenicero, mirándolofijo como si ahí pudiese encontrar las explicaciones alos misterios del Universo.

-Recuérdele también -dije, jugando- que mata-- d F .. yo sé al-ron a su cliente, la senora e armzzi, y que

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gunas cosas que han de interesarle.La mujer me miró, como diciéndome: «Bravatas no,

señor Asturias.»-Bueno -dije yo, resuelto y brusco-. Me voy a

ir. Pero no deje de decirle a su hijo que quiero verlo.Porque para mí -y miré al hombre, intencionada-mente- él está en Zacatecas ...

La anciana se levantó, parsimoniosa y calma, sincaer en mi provocación, para abrirme la puerta decalle. Yo me di vuelta para salir y entonces el hombredijo:

-Siéntese, por favor. Me temo que no hemos sidogentiles con usted ... -giré justo en el momento enque él terminaba lo que me pareció una seña de com-plicidad, un guiño quizá, que no advertí completamen-te, a la anciana-o ¿No nos convidaría unas cervezas,tía? ¿O prefiere un café?

-Sí, mejor un café -dije yo.La mujer salió de la sala, sin hacer ruido. Parecía

que levitaba en el aire. Yo me senté frente al hombre,y quedé de espaldas a la puerta. Me sentí inquieto,como vigilado. No podía observar a mi alrededor ni de-trás de mí. El hombre me tenía cautivo; su mirada,casi letalmente dulce, no permitía ser desatendida.

-¿Usted conocía mucho a esta señora que acabade fallecer? -su voz, además, era suave, grave perono ronca. Varonil a más no poder y de pronunciacióncuidadosa, educada.

~ue asesinaron.Asintió levemente con un movimiento de cabeza,

como admitiendo esa posibilidad.-¿ La conoció mucho?-No lo sé. Pero la quise mucho, y me di cuenta

muy tarde.

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-Suele suceder. Sí. ¿Argentino?-Sí.-¿ Colega de mi primo David?-No, soy periodista de El Heraldo. Pero este asun-

to me interesa a título personal.-El amor, claro ...Iba a agregar algo, pero calló. En otra habitación

se oía el ruido de una vajilla en preparación. Los dosatendimos aquello. El me miraba con una expresiónque yo no sabría describir ni explicar. La suya era unamirada magnética, bella. No sonreía, no hablaba; sóloobservaba y yo me sentía muy incómodo. Pero meforcé a soportar el silencio, a ser paciente, y me re-comendé cautela Giustozzi mucha cautela que hombrecauteloso vale por dos, y el que piensa con cautela \piensa dos veces, y más vale cautela en mano que an-siedad volando, y en seguida apareció la vieja con unabandeja en las manos. Era una charola bellísima, deplata, con dos tazas, una cafetera y una azucarera decerámica guerrerense azul. La portaba como una dama.En otra circunstancia, me habría dado gusto verla.Pero esa anciana señora era peligrosa como un vidrioroto en los calcetines. Nos sirvió el café, destapó laazucarera y se retiró, Ievitando, en silencio. Me dijeque al carajo con la cautela y que no debía dejarle lainiciativa al fulano.

-¿Y usted, Jesús, a qué se dedica?-Bienes raíces -dijo, revolviendo su taza-o Com-

pro y vendo casas, terrenos, esas cosas.-¿ Y hace mucho que no ve a su primo?-Ayer. Acabo de llegar de Guadalajara.-Usted es sorprendentemente parecido a él.-¿Lo conoce?-Lo he visto en fotos y me lo han descrito.

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-Sí -sonrió, y debo decir que era una sonrisa her;mosa, de dientes perfectos, de labios francos, carnososy elásticos. Una sonrisa más que seductora, atrapante,irresistible-o Siempre nos dicen lo mismo. La gentesuele confundimos. Pero dígame: ¿qué otro interéstiene usted, en este caso?

-No entiendo su pregunta.-Quiero decir, si aparte de esa señora que ha muer-

to, y que le provoca ese respetable dolor, lo preocupaalgo más en Zacatecas.

Medité mi respuesta unos segundos. Realmente nosabía hasta qué punto debía mostrar mis cartas. Perodije:

-Todo está vinculado. Creo que en la muerte dela señora se juegan muchas otras cosas. El tráficode drogas, por ejemplo. Y ya son demasiados crí-menes.

-Caramba -enarcó las cejas, no supe si con iro-nía o con una sorpresa idiota-o Un agudo sentido dejusticia, el suyo.

-No creo que sea eso, pero Ilámelo como quiera.-No quise molestarlo -lo dijo como sintiéndose

apenado en ese instante, y bajó la vista. Conservó elsilencio durante un rato; luego alzó los ojos y me mirócomo pidiéndome disculpas por su atrevimiento. Agre-gó-: Estimado señor: déjeme hacerle una preguntaindiscreta: ¿tiene algún precio su preocupación?

Lo miré un ratito. Sus ojos eran bellos y su expre-sión fascinante. Recordé lo que aprendí en México, alllegar, y que siempre me recomiendo: el que se enoja,pierde; el que se descontrola, siempre pierde. Más valenavegar con bandera de pendejo, más vale fingir de-mencia, viva el cinismo, Giustozzi, vos también. Perofui al grano:

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-Comprendo -respondí-, quiere saber si meapartaría de esto por alguna suma. La respuesta esno. Pero hay una transacción posible y se puede fijarun precio, que lo pagaría yo: treinta mil dólares yvarios gramos de cocaína pura.

El hombre terminó su café, serenamente, como uncornudo digno que descubre a su esposa en la camacon otro tipo, como un inglés jugando al bridge cuan-do el rival hace un grand-slam, sin mostrar su contra-riedad. Se limpió la boca con una servilletita de hiloblanco, carraspeó y dijo:

-Admiro su estilo. Es valiente y audaz.-No se burle, por favor.-No lo hago, de veras lo pienso, señor ...-Asturias.-Creí que se llamaba Giustozzi -y pronunció per-

fectamente mi apellido, incluso la te-zeta del final.-¿Abrimos el juego? Pues yo creí que usted era

David Gurrola. y lo sigo creyendo. Cada vez más.-Una persona es la persona que es cuando real-

mente quiere serio, mi amigo. ¿Quién podría distin-guir un «Mouton-Cadet» cosecha 1958 de uno de 1960?

-Jamás he sabido de vinos.-No sabe lo que se pierde.-Sólo sé que no me gustan ni los vinos mexicanos

ni los de California. Pero si nos quitamos las máscaras,ya sabe usted cuál es el precio.

-¿A cambio de qué?-De saber. Simplemente quiero saber quién mató

a Carmen, y por qué._¿Y quién supone que fue?-Un tal Liborio, o usted, si como creo es nomás

David Gurrola.

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-El saber a veces es peligroso, ¿no cree?-Eso decían los militares en mi país.-Hum ... Fue terrible lo que pasó en su país.Me puse de pie, inquieto. No había más que hablar.-Buenas noches, señor Gurrola -dije.

VIII

Salí convencido de que había metido la pata hastael cuadril. Camino al hotel, mi sensación era la de ha-ber charlado con una tarántula. Se puede tener unaespecie de cordial encuentro con el Diablo; lo quepasa es que uno, después, ya no es el mismo.

Bajé hasta la avenida Hidalgo, y ahí fue como siredescubriera el Cerro de la Bufa. Estaba iluminado yera bellísimo: decenas de reflectores estratégicamen-te colocados en el faldeo de la montaña, en tonos ver-dosos, rosados y blancos, proyectaban el convento des-de abajo, haciéndolo aparecer como una fantasmallonja de luces recortada en el cielo negro de la noche.Sobresalía entre una masa de nubes. El espectáculoera sobrecogedor, imponente; como una culpa únicay monumental que pendía sobre la ciudad.

Me lo quedé viendo unos minutos, conmovido. Ibana hacer veinticuatro horas de la muerte de Carmen.En alguna morgue, su cuerpo, ahora seco, terminabade morirse. De pagar sus propias culpas, quizá. Todauna ironía, sin embargo, porque ella era inocente. Des-pués de todo, me pregunté, ¿de qué tuvo la culpa, si la

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hicieron vivir equivocada? ¿De qué la tuvimos, ella,yo, los miles de desaparecidos, reprimidos y exiliados;de qué, si el autoritarismo para nosotros empezó en laescuela, cuando los maestros nos trataban de ustednos uniformaban de blanco y nos hacían formar filascomo a pequeños centuriones, militarcitos sometidosmediante el grito y el castigo, y se nos corregía conamonestaciones y discursos patrióticos si nos movía-mos en la fila, si queríamos jugar? ¿O no éramos sóloniños -yo bajo el calor del Chaco, Carmen bajo losfríos patagónicos- cuando cada mañana se izaba yluego se arriaba la bandera sin que alcanzáramos acomprender que se nos estaba deformando? ¿Cómoculparnos, si nos educaron en la violencia de ser juz-gados en lugar de comprendidos? ¿Si nos metieron achaleco en la violencia cotidiana de aprender a juzgardesde chiquitos, de señalar con el dedo y de mofamosdel ajeno como forma de autodefensa? ¿Si nos viola-ron los autoritarios y nos lanzaron a la adolescenciacon u~ rencor que ni nosotros mismos conocíamos, yque hizo que nuestra generación peleara y manifesta-ra en las calles y en las fábricas, y pusiera bombas yse acribillara a balazos contra las tanquetas, en infruc-tuoso culto al caño y a la malo, al terrorismo y a lamuerte, con lo cual se alimentaron los delirios mesiá-nicos que algunos de los nuestros procrearon solitos,por su propia cuenta e irresponsabilidad?

Todo había sido inútil yeso era lo tremendo. Añosdespués, Jarito, Vicky, Mauricio, Yaya, Negro, Cristi-na, ahora Carmen, eran sólo nombres. A nadie le im-portaban. Nadie les levantaría un monumento que aca-so ni siquiera merecían. Nosotros, todos, por ser hijosde la violencia, habíamos sido violentos. Eso condenóa los que murieron -tontamente, heroicamente- y a

Qué solos se quedan los muertos 169

los que no morimos también. Porque elegir la violen-cia es elegir la tristeza, en definitiva. No hay alegríaen la violencia, como no la hay en la sumisión. Quizásucedió que estábamos condenados a la soledad. Y queno comprendimos que un violento es, nomás, un solo,y es un triste, un desdichado que no tiene círculo per-tinente en el infierno, y que acaso debe buscar en laconfusión y en el peregrinar del exilio, o en el quebrar-se para una vida intrascendente y vacía, o en el peli-groso vínculo a una mafia, como Carmen, el sentidode su muerte, ese acabar con el purgatorio en vida.

Yo miraba desde abajo ese cerro magnífico, ilumi-nado, en esa remota ciudad mexicana, y pensaba en sucuerpo frío sobre una losa de mármol. Y me pregun-taba si ya no tenía importancia saber que había sidojusto que nos rebeláramos, porque teníamos razón yposeíamos ideales. Nos equivocamos, cierto, gran par-te de nuestra generación se volvió loca, y el pato 10pagamos todos yeso da bronca, pero no nos derrota-ron ni en la razón ni en las ideas. ¿Servía de algo, sinembargo?

Yo no sabía, no lo sé, dónde estará la verdad, perosé que no está donde siempre se nos dijo que estaba.Y sé que Carmen no tuvo la culpa de su desconciertoy que nosotros no tuvimos la culpa de su muerte. Nues-tra generación no es responsable de los amigos perdí-]dos en la militancia. Nosotros, con todos nuestros erro-!res, intolerancia y autoritarismos -y con los afiebra-dos delirios de muchos de los que comandaron el sui-cidio, inclusive- fuimos antes víctimas que víctima-rios. No había -no hay- que admitir ningún empate!histórico. Si no sobrevivió jamás la democracia en Argentina, no fue por nuestra culpa. Porque nosotrosno fuimos los golpistas, no practicamos el oportunís-

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mo en el poder, no fuimos los concupiscentes ni losmercaderes. Ni fuimos los torturadores ni los retóri-cosoNo hay simetría, no hay empate. No fuimos igua-les que ellos.

y sí, yo había metido la pata hasta el cuadril. Elcerro, cual luminoso y gigantesco índice de Dios, melo confirmaba.

TERCERA PARTE

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«Sólo hay una salvación para los ven-cidos: no esperar salvación alguna.s

VIRGIUO (Eneida, Libro 11).

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En cuanto llegué al hotel, sólo unos minutos antesde las diez, advertí que había sido una imprudencia in-vitar a Hilda a cenar. Las cosas se habían complicado,y pasara lo que pasare sólo yo debía soportar las con-secuencias. Nadie sabía de nuestra amistad, y era me-jor que nadie lo supiese; de ese modo ella quedabafuera de cualquier riesgo, yeso era importante por-que ella vivía en Zacatecas.

Me apresuré a pedir una línea, desde la habitación,para detenerla, pero ya había salido. Me reproché miimbecilidad. En eso ella llamó por teléfono, desde larecepción, y le dije:

-Se suspende la cena, y te pido mil disculpas. Dameuna cita en un lugar discreto y cercano. Digamos enveinte minutos.

-El bar del hotel «Condesa», en la avenida Juárez,frente a la Plaza Independencia y junto al Palacio Mu-nicipal.

-Nos vemos -dije y corté, admirando la veloci-dad y precisión de su respuesta. Realmente, mi prime-ra impresión de esta muchacha había sido equivoca-

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da. Ni siquiera me seguía llamando Pepe en forma con-fianzuda.

Salí del hotel y tuve la sensación de que me seguían.Otra vez mi paranoia, aunque tenía buenas razonespara sentirla. Y había aún mejores razones, desde cier-tos puntos de vista, para vigilarme. Por suerte Zaca-tecas es una ciudad donde los seguimientos son fáciles,pero no 10 es menos despistar a un perseguidor. Subía López Velarde convencido de que un flaco alto an-daba tras de mí. Crucé la calzada y ascendí por unasescalinatas interminables que pasan junto a una igle-sia del dieciocho, cuyo nombre no recuerdo, y desem-boqué en la calle Venustiano Carranza.

Allí me escondí detrás de un camioncito a pocos me-tros de la calle escalonada y vi, unos segundos des-pués, que aparecía el flaco, dudaba y luego corría ha-cia Primero de Mayo, de donde seguramente bajaría ala Fuente de los Faroles. Yo volví atrás, descendí bor-deando una balaustrada de columnas gorditas, admi-ré los geranios y un balcón que parecía un bordadode encaje de hierro, y anduve por López Velarde, Jus-to Sierra y García de la Cadena hasta la Plaza Inde-pendencia. Allí, todavía, miré bien antes de cruzar lacalle para entrar en el «Condesa». No, nadie me ob-servaba.

Era un hotel muy antiguo, en el que se habían he-cho varios intentos no muy eficaces de remozarlo, de10 cual resultaba una horrible mezcla entre clásico ymoderno que apenas alcanzaba para concederle unagenerosa categoría dos estrellas. Atravesé el lobby, don-de un cojo hacía las veces de conserje y se peleaba conun botones desaliñado porque éste no quería subiruna máquina de escribir a no sé qué habitación, y medirigí rápidamente al bar. Éste estaba indicado unos

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metros más allá, antes de los baños, por un farolitorojo junto a unos soldados ingleses de cartón. De aden-tro salía la música de un pequeño órgano «Yamaha»tocado por uno que si no era sordo, merecía serlo.

Sólo había tres hombres que bebían y charlaban al-rededor de una mesa petisita, e Hilda en un rincón, elmás oscuro, a un costado de una chimenea de plástico,con carbones falsos iluminados simulando flamitas.

Me senté frente a ella y pedí al mesero una «Coca»con limón y hielo. Sin alcohol, se lo dije dos veces.El tipo me miró con asco, pero así era la cosa; sóloquería beber eso. Hilda pidió que le repitiera el «Bloo-dy Mary».

-¿Por qué tanto misterio, Pepe?-Porque quiero mantenerte fuera del asunto. Mi

posición es la del payaso de circo al que todos le tiransillas, le pegan escobazos, le meten el pie para que setropiece y demás calamidades. Pero yo no vivo aquí,y si cuento el cuento, no será desde Zacatecas.

-Ten cuidado -me dijo ella, tocándome dulcemen-te una mano-, porque los payasos suelen morirse deamargura.

-No será mi caso. ¿No se me ve en la cara queestoy colmado de felicidad?

Ella rió, y aseguró que me iba a echar de menoscuando todo esto terminara. Casi sin darnos cuenta-ella quería hacerlo; yo la escuché, interesado- sedesahogó con parte de la historia de su vida.

Era un caso clásico: papá distante y autoritario,mamá sometida, cocinera y abnegada como correspon-de a una mamacita mexicana, seis hermanos mayores,cinco menores, el trauma de ser la del medio -signi-fique lo que significare- y la soledad y la tristeza dela niña acomplejada, demasiado gorda, demasiado mío-

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pe, demasiado desgarbada y sin gracia que se refugióen los libros y en la observación. Siempre supo que sequedaría sola, sobre todo desde que amó a un chavode San Luis Potosí a los veinte años y estuvieron porcasarse pero a él lo atropelló un autobús de pasajerosy se murió. En la Universidad tuvo otra relación conun tipo casado, un vivales que un día empezó a pedir-le dinero para los hijos que tenía con su esposa legal.y luego hubo un tiempo en que se sintió confundida yle entró a una relación lesbiana, con una chava queconoció en un festival de oposición del viejo PCM, enel Distrito Federal, pero eso no duró mucho ni le fas-cinó demasiado.

-Ahora, en Zacatecas, casi no tengo a nadie másque a algunos cuates de la Universidad -te~minó-.y creí que la güerita pudo ser una buena amiga por-que era diferente, pero ya ves. Voy a cumplir treintay nueve años y ya perdí las esperanzas de tener el hijoque me hubiera gustado; seguiré estudiando historiay terminaré jubilada. A veces me digo que mi paso porel mundo no dejará huellas recordables, pero al me-nos no habrá hecho daño a nadie. Y entonces aquí es-tamos ...

Hice silencio; cualquier frase mía hubiera sido unacanallada, una torpeza y una irreverencia. Bebimos sinhablarnos, sin miramos. En determinado momentonuestros ojos se cruzaron, nos sonreímos creo que conternura, como cuates para siempre. Pero en seguida ellaagregó, en voz muy baja y súbitamente dura, mirándo-me fijo a los ojos:

-Prohibido tenerme lástima, cabrón. Jamás hablode estas cosas, y si lo hago ahora es porque me caesa todo dar. Pero no te confundas. No eres mi tipo.

-Ajá. ¿Y cuál es tu tipo?

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-Uno que se fije en lo que valgo; que sepa miraradentro y se olvide de que soy gorda y fea. O sea, unono como tú.

La miré, alzando una ceja, incómodo y algo fasti-diado. Ella siguió:

-No lo tomes a mal, mano: claro que podrías gus-tarme, pero tú eres de los que primero se fascinan conuna linda figura. Las Cármenes son tu tipo, y así teva. y por eso estás solo.

-Sos dura, carajo.-Sé que te dolió. Ni modo.-En este momento, te odio.-No seas pendejo. En sentido mexicano, digo. O no

seas boluuudo -se rió, bebiendo un trago de su «Bloo-dy Mary»-. Y ustedes después dicen que los que can-tamos al hablar somos los mexicanos ... Ya deja deser tan pendejo, Pepe.

No dije nada. Pero me sentí muy malhumorado.Hilda se ablandó de repente, quizá dándose cuenta, yme tomó la mano:

-Bueno, no te deprimas, ahora. Te conseguí unarma, que no es gran cosa pero para defensa sirve.Supongo que la quieres para defensa, ¿no? -asentíponiendo cara de que era obvio-. Una pistola calibreveintidós, nueve tiros. Está cargada y no tiene peinede repuesto.

La deslizó por debajo de la mesa, me tocó la pier-na, la tomé y la puse en el bolsillo de mi saco. Era muylivianita.

-También averigüé lo que me pediste -siguió ella,tranquila como si contara que nos habíamos indepen-dizado de España-. David Gurrola tiene ahora cua-renta y cinco años, aunque aparenta algo menos. Esde Jalisco, pero avecindado aquí hace muchos años. No

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sé qué tan buen estudiante fue, pero se lo conoció comoun tipo ambicioso, que fue comunista, luego porro dela derecha, después priista y aspirante a diputado fe-deral, mariguano y lo que quieras. Una joya. Está ca-sado con una mujer de la alta burguesía de Guadala-jara y se dice que tiene tres hijos, o cuatro. No lo sé.Pero aquí tiene fama de ser muy mujeriego, y pare-ciera que su especialidad fue ir perdiendo amigos. En-tre sus colegas, en vez de abogado del diablo, lo lla-maban el diablo de los abogados. Parece que tuvo unsocio o algo así, pero se distanciaron porque Gurroladefendió a un grupo de chavos que violaron a una chi-quilla, estando drogados, en un reventón. Al otro nole pareció, porque era familiar de la chica. Eso fuehace como diez u once años. El caso fue muy especta-cular y la barra de abogados terminó por expulsar aGurrola, que abandonó su profesión. Desde entoncesdice ser detective, pero también ha comprado y ven-dido casas y ranchos. Se cuenta que tiene mucha lanay que no es dinero legal. Un cuate de Derecho me hadicho que posiblemente sea dinero del tráfico de dro-gas, y que él creía que Gurrola podía ser el hombrede confianza de Liborio.

-¿Y Liborio, quién es?-Lo que sospechábamos: uno que maneja las dro-

gas en toda esta región. Unos dicen que es de Jalisco,otros que de Nuevo Laredo, Tamaulipas. Quién sabe.Parece que es dueño de varias discotecas, posiblemen-te también gobierna la prostitución y el juego clandes-tino: quinielas, box, no sé qué más. Es todo lo quepude averiguar.

-¿Gurrola tiene familia numerosa; hermanos oprimos? Hoy conocí a uno que dice llamarse Jesús,pero para mí que es el mismo David.

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-No lo sé. Pero por la descripción que me hanhecho, creo que es el que era amigo de la güerita, eldel «Mustang».

-Sí, de eso no hay dudas. Pero hay cosas que nome quedan claras todavía. Como ese Liborio.

-Nadie lo conoce, aunque todos hablan de él.-Como Dios, carajo.Repetimos nuestras bebidas, y comimos unos ea-

cahuates casi en silencio. Hilda me pidió que le con-tara qué' había averiguado yo y le hice una breve s~n-tesis sin detalles; le expliqué que prefería que supie-ra lo menos posible. Me guardé lo del contenido de lazapatilla y no le dije dónde estaba depositada. Cuantomenos conociera, más segura estaría. Protestó, por su-puesto, pero en eso fui inflexible. Era, además, mi pe-queña venganza.

Después nos despedimos con el primer beso quenos dábamos y yo salí primero del bar del «Condesa»,mientras ella encargaba su quinto «Bloody Mary».

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Volví al hotel como a las doce de la noche. No vi anadie que me pareciera sospechoso. Martínez estabaocupado en algo, en la oficina, y yo ni lo miré, aunquetuve la impresión de que él sí me observó.

Pasé de largo y me dirigí al bar, donde la rubiafalsa cantaba My way en un inglés que hubiera deses-perado a Shirley Bassey. Me pregunté si la tipa sabríacantar algo en español, aunque fuera El reloj en laparte que dice «tic-tac; tic-tac». El chico de la bateríame saludó con un golpe de cabeza y una sonrisa. Unamuchacha se acercó y me preguntó si la invitaba a to-mar una copa. Le respondí que sí, pero si se quedabaen silencio o bien si me contaba qué se sabía de la mu-jer que habían matado la noche anterior. Me habrávisto cara de policía, porque hizo una mueca de ascoy se fue a una mesa vecina, donde se sentó con otrasdos muchachas.

No había más de una docena de personas en ellocal, que tenía la tristeza de esos piringundines de lacalle 25 de Mayo, de Buenos Aires, llenos de marine-ros borrachos que cada tanto, para variar y salir en

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los diarios -y porque no se entendían por la multipli-cidad de idiomas que hablaban- se mataban entreellos o asesinaban a una prostituta.

El mesero se acercó y le pedí un «Ginger-Ale» conlimón y hielo. Me preguntó cuánto vodka le ponía y ledije que yo era abstemio. Se retiró tranquilamente; noera un tipo prejuicioso. Cuando lo trajo, le pregunté sila Policía lo había interrogado por lo de la noche an-terior; dijo que sí, pero que él no había visto nada ysu opinión era que la señora, de la que se decía queera muy guapa, había sido una guerrillera perseguidapor otros guerrilleros sudamericanos y que se habíasuicidado en un acto de desesperación. Pensé que eltipo veía mucha tele fuera del horario de trabajo oque el comandante Carrión había largado esa especiepara afirmar la idea del suicidio.

Bebí en silencio, escuchando el repertorio de la ru-bia, que terminó su actuación con una infame y cruelversión de Adiós, muchachos que demostraba su inter-nacionalismo musical y que sabía castellano, pero ase-sinaba a la música porteña. Después, el chico de la ba-tería se me acercó sonriente.

-Quiubo -saludó-. ¿Sabes que se volvió a salirla mariposa? Pero le puse un hilo mojado en resistol.Hasta ahora se aguanta.

-Mañana podrías llevarla a que te la suelden.-Eso pensé. Aunque no sé de qué aleación sea. No

parece sólo de bronce.-Oye: ¿has sabido algo del asunto de anoche?-Puras pendejadas. Oí comentarios sobre un asun-

to de guerrilleros sudamericanos. Puñetas para el res-petable ... Lo que yo digo es que el crimen fue que semuriera una vieja tan buena. La hubieras visto; esta-ba como quería ...

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-Hum ... -dije yo, y preferí cambiar de tema. Dijoque se llamaba Marco y yo también me presenté. Ha-blamos de jazz y descubrimos que los dos éramos de-votos de Mulligan y Desmond. Me preguntó si yo co-nocía a Piazzolla y le respondí que personalmente no.Dijo que Piazzola era un chingón y yo estuve de acuer-do. Él bebió una cuba cargada, y en un momento sevolvió y le pidió algo al del bajo, que estaba sentadoen la mesa de al lado. Recibió un puchito de marigua-na, le dio tres o cuatro aspiradas y lo apagó, guardán-dose la colillita, de no más de un centímetro.

-Hay que volver a empezar -dijo, mirando elreloj. Era la una menos cuarto-. Siempre la mismachingadera.

-¿De dónde sacan la mota? -pregunté-o ¿Se cul-tiva por aquí?

-Sepa -dijo él-, pero aquí se consigue fácil. To-domundo le entra.

-¿ Has oído hablar de un tal Liborio?El chico se puso serio, frunció el ceño y apoyó las

palmas de sus manos sobre la mesita.-He oído como todo el que tiene orejas en Zaca-

tecas. Pero tú -me pedía, con los ojos, que no lo de-fraudara- me caes a todo dar como para que me di-gas que eres poli. ¿Lo eres?

-A ningún pinche tira le gustaría Paul Desmond,y mucho menos Piazzolla.

Se le iluminó la cara, tranquilizado.-Dicen que ese güey controla todo lo que está chue-

ca en esta zona. Quién sabe. Se dicen tantas cosas. Peroal menos la mota está fácil y no es muy cara. Yo aotros viajes no le entro. ¿Tú sí? .

-No, ya estoy muy viejo para empezar. En mIS

tiempos, y en Argentina, la jada era fumar tabaco Y

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empedarse. Vulgaridades.Marco sonrió y alzó su vaso para brindar. Le bri-

llaban los ojos, que se habían humedecido más de lonormal, quizá, me dije, por la dilatación de las pu-pilas.

-Chingue a su madre Liborio -y se echó el restodel vaso-. ¿Lo buscas?

-Tengo curiosidad por saber algo de ,él. ¿Me po-drías ayudar?

-Nones, y te juroese cuate, como si nopero nadie lo conoce.

-Como Dios -dije yo, repitiéndome. J

Marco sonrió y se puso de pie, para dirigirse a labatería. En el escenario ya estaban el bajista y el dela guitarra, que era el mayor del grupo.

-Que también chingue a su madre Dios -dijo Mar-co, y se alejó para sentarse ante su instrumento. Yosalí antes de que la rubia empezara con sus crímenesauditivos.

que lo haría si pudiera. Peroexistiera. Todos hablan de éI,l

\

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11I

Fui al mostrador y pedí la llave. Martínez no memiró a los ojos. Yo observé que el casillero de la 203estaba vacío, lo que indicaba que el gerente no habíadejado recado alguno. Uno de mis tantos tiros al aire.De todos modos, pregunté:

-¿Ningún recado para mí?-Ninguno, señor ... -el tipo titubeó, como para

decirme algo, pero en ese momento entraron dos pare-jas al hotel, riéndose a carcajadas. Vinieron hacia no-sotros. Yo me dirigí al ascensor, asegurándome que siMartínez tenía algo que decir me llamaría por teléfo-no. Yo estaba cansadísimo y aunque no sabía si podríadormirme en seguida, quería pensar.

Me tiré en la cama, apenas desabotonándome la ca-misa, y traté de hacer encajar lo que sabía con lo quesuponía. Todo había empezado con el asesinato deMarcelo. Mi hipótesis era que Marcelo dependía deLiborio, quizá como adicto pero especialmente comodistribuidor. Y Liborio lo había hecho matar porqueno le había entregado lo debido, o bien porque lo chan-tajeaba. Aunque yo no sabía cómo, ni con qué, podía

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chantajearlo. Si no, no se explicaban los dólares ni lacocaína. Aunque ésta podía ser para uso personal deMarcelo.

La segunda muerte, de Camilo, fue porque él qui-tso traicionar a Gurrola, quien evidentemente era so-cio o testaferro de Liborio. Camilo habría querido pa-sarse de listo y amenazado con hablar conmigo. Posi-blemente le había contado a su patrón de mi visita yde mi interés y pensó, erróneamente, que podía sacaruna tajada. Gurrola estaba cansado del viejo, y fuequizá la gota que colmó el vaso: lo mataron.

Lo que no encajaba era lo que más me importaba:el asesinato de Carmen. Yo sabía que no era un suici-dio, claro. ¿Quién la había asesinado? Si ella sabía queLiborio mató a su marido, pudo continuar el chantajeyeso le costó la vida. Pero, me decía, esa idea no eramuy convincente. ¿Y si, por ser amante de Gurrola,como me parecía, había sido cómplice, luego arrepen-tida, de la muerte de Marcelo? Pero, ¿y el dinero enla bota? ¿Acaso Carmen había sido la extorsionadora,o la que retuvo el dinero, y no Marcelo? ¿Por qué? Nome cabían dudas de que la colocación en la bota ha-bía sido obra de ella, ni siquiera de Marcelo, si bienen el papelito se leía la letra que yo imaginaba de éste.Bien, podía ser que hubieran trabajado juntos paraengañar a.Liborio. Temeridad no les faltaba. Como fue-re, cuando mataron a Marcelo, ella protestó y acasoamenazó con hablar, pero a la vez le exigieron que de-volviera el dinero y la coca. Quizás ahí estaba la expli-cación al conflicto que ella vivía.

Pero, ¿por qué había algo que no encajaba? ¿Quérelación habían tenido Carmen y Marcelo con Liborio?¿Por qué el más peligroso se me hacía David Gurrola?¿Qué relación exacta habían tenido con él? Descarté

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las posibilidades investigativas que podía tener la malarelación sexual de Carmen y Marcelo. No venía al caso,ahora. Ni siquiera tenía importancia la posible homo-sexualidad de Marcelo. Era muy su asunto el hacerde su culo un pito, literalmente.

Me moví, incómodo. Podía suponer que todos loscomponentes tenían una explicación: la muerte deMarcelo, la del viejo Camilo, la actitud de la Policía-el comandante Carrión respondía a Liborio, sin du-das-, la elusión constante de la madre de Gurrola, lapresencia de un submundo de drogas. Lo que no esta-ba claro era por qué y quién había matado a Carmen.y por qué Carmen había escondido semejante canti-dad de dinero, que sin dudas era de Liborio y éste lohabía reclamado y ahora su gente sabía que la tenía yo.y no encajaban, tampoco, la relación que yo insistíaen suponer amorosa entre Carmen y Gurrola, ni elexacto papel que- representaba éste en todo el asunto.

Bueno, lo que parecía evidente era que Carmenhabía jugado una traición: conocía el negocio de Mar-celo, quizá lo compartía. Del mismo modo, parecía se-guro que Marcelo había admitido ser cornudo, y has-ta era posible que todo hubiera sido parte de lo mis-mo. Al morir Marcelo, ella quedó sola a cargo de latraición y fue presionada. ¿Por su amante? ¿Por Libo-rio? ¿Y por qué no cedió? ¿Por amor, por ambición?Carajo, había una Carmen que yo no conocía, sin du-das. La traición consistía en un chantaje: cada dos me-ses -mayo, julio- embolsaban quince mil dólares. Latercera vez -setiembre- ya no hubo cobro, sino muer-te. ¿Por qué?

Todos estos interrogantes me vencieron, de todosmodos, y justo empezaba a conciliar el sueño cuandollamaron a la puerta. Esperé un segundo golpe para po-

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nerme de pie y fui a abrir. Era Martínez, y se apresuróa meterse en la habitación. Estaba nervioso y parecíaaún más flaquito e insignificante.

-Buenas -dijo, y me di cuenta de que había mie-do en su sonrisa.

-Qué quiere.-Pos aquí. .. Esteee ... Me acordé de algo que quizá

tenga valor para usted, mi amigo. Jé ...-Ofrézcalo, entonces.-Bueno, pos, eh, la mera verdá es que la señora,

anoche, me dio un sobre con una recomendación ...Me sobresalté pero logré disimulado. Mantuve mi

mejor cara de póquer y me dije Giustozzi tranquilo,tranquilo y como dicen los psicoanalistas, no hable;espere y escuche, Giustozzi. El tipo se descolocó y con-tinuó hablando:

-Hay una carta en el sobre, parece ... ,Ella me dijoque se lo guardara por un rato, y tuvo una atenciónconmigo. Una buena propina, muy buena ... Esteee, yme pidió que si ella no pasaba luego a buscar el sobre,que yo se lo entregara a usted, na'más poniéndolo enel casillero del doscientos tres hoy en la mañana ...-y sonrió, estúpidamente, como si un perrito espera-ra una aprobación luego de cagarse sobre la alfombrade la señora.

-¿Por qué no lo entregó a la Policía?-Porque no era para la Policía, sino para usted,

mi amigo.-¿Y por qué no me lo entregó a mí?-Pus ... -y su sonrisa, cada vez más nerviosa, era

francamente irritante. Era un gusano que yo tenía ga-nas de aplastar. Peco no lo hice.

-Comprendo -dije-, hoy estuvo todo el día pen-sando que si me lo daba de a gratis, pues no, ¿verdad?

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-Claro, el señor ha comprendido perfectamente-dijo, ensanchando su sonrisa, tan imbécil como elcoyote que anda tras el correcaminos en las series in-fantiles de la tele-. Me dije que habría de tener unvalor muy grande ...

-Hum. Y como cuánto de grande le calcula.-Pus ... -fingió que pensaba-o Unos cincuenta mil

pesos, digo yo. ¿Qué le parece?-Mal. Yo no pago eso. Primero, porque no tengo

esa cantidad; y después porque no sé si ese sobre valetanto. Déjeme echarle una mirada, y le digo.

-Jé -se rió, abiertamente-, muy listo el señor.Pero no lo traigo conmigo.

-Entonces vaya a buscado. Le vaya dar diez milpesos -y empecé a maniobrar en mi bolsillo. .

-Treinta -replicó, excitado y presto para salircorriendo en busca del sobre.

-Dije diez.-Veinticinco.Negué con la cabeza.-Veinte y ái muere.-Quince y se acabó.-Hecho -dijo, y voló como una harpía mitológica.Diez minutos después, leí la nota, escrita con la in-

confundible letra, grande y redonda, ligeramente cur-va hacia adelante, de Carmen: «Pepe, ojalá nunca leasesto. Estoy metida en un lío que ni te imaginás. Meenamoré de un miserable, capaz de cualquier cosa.Pase lo que pase, por favor, ANDATE. SALVATE vos. Yono merezco que me quieras. Adiós.»

No llevaba firma. No hacía falta.

IV

Mi primera reacción fue llamar a alguien. Es comocuando recibís una impresión demasiado fuerte y ne-cesitás compartida. Esa ansiedad que se siente ante laalegría o el dolor extremos. Esas ganas de gritar, o dellorar. Pensé en hablarle a Hilda; a algún amigo dela Ciudad de México; a alguna vieja, lejana gente deArgentina. Carajo, a alguien tenía que decide que erainjusto.

Me quedé con el papel en la mano, y lo leí y releí,decepcionado. Después me senté en la cama y empecéa derrumbarme: ladrillos, bloques de cemento, tonela-das de hierro oprimían mis hombros y yo me caía. Elpequeño gigante Giustozzi, que no hubiera tenido es-tatura para figurar en las listas de Rabelais, se derrum-baba otra vez, se venía abajo como bicho fumigado,con un papelito en la mano que le decía que se raja-ra para salvarse. Una vez más, huir para redimirse,para no soportar el dolor.

Como una noche de hacía años, en Buenos Aires,poco antes de partir al exilio, cuando ya estábamos

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separados. Carmen me llamó por teléfono y me pidióque la dejara dormir en mi departamento, uno que ha-bía alquilado en Belgrano. Fue una llamada breve, ner-viosa, agitada, con excusas innecesarias, pueriles, queinterrumpí diciéndole «no me des explicaciones, veníy listo» porque advertí que andaba en problemas quedebían ser graves. Sentí miedo y me pregunté en quéestaría metida y me respondí que no tenía por qué bus-car ni encontrar respuestas; simplemente deseé queno la estuviesen siguiendo porque en tal caso se aca-baba todo. Vino como a las ocho de la noche; era oto-ño y hacía frío, y se quitó una bufanda y el abrigo yla encontré más flaca, demacrada y con miedo. Perola vi fanatizada: con ese apasionamiento que yo améy odié sucesivamente en ella, en Argentina y en Méxi-co, en este mundo. Nos besamos como viejos amigos,dijimos unos pocos lugares comunes circunstancialesy tomamos una sopa artificial que yo preparé mien-tras ella se quedaba en el living, fumando, nervio sí-sima. Ninguno de los dos dijo gran cosa cuando ter-minamos. -

-No te voy a hacer preguntas, pero al menos qui-siera saber cuán grave es la situación y cuánto nece-sitás quedarte.

-Tengo mucho miedo, y necesito quedarme sóloesta noche -se mordió los labios y encendió un ciga-rrillo, como para no mirarme a los ojos. Echó el humocon vigor-o Mañana me voy. --

No pregunté a dónde, y en cambio le dije que esta-ba bien, que podía bancar la situación y que si le pa-recía ...

-Ahora quiero dormir, Pepe -me interrumpió-r-No doy más.

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Se le notaba. Sentí pena por ella, me dolió verlaasí. Yo la quería, no sé si me explico. La quería, perono podía decirle nada. En ese momento menos quenunca.

Le cedí el dormitorio y le dije que no se preocupa-ra, que yo podía dormir en el sofá del living y ademáspensaba quedarme leyendo hasta tarde. Dijo bueno,apagó el cigarrillo y se fue a la cama. Se durmió enpocos minutos, y yo sentí nostalgia de su ternura, desus agudezas, inclusive de su mal genio. Esa Carmenera casi una desconocida: una mujer dura como la víade un tren, como un pedazo de mármol. De todos mo-dos, yo sentía que la seguía amando. Pero me preguntéa cuál amaba: si a ésa o a la de mi recuerdo. No pudeleer. Me derrumbaba mientras hacía esfuerzos por ve-lar su sueño. Quise llorar y me resultó imposible. Enalgún momento me quedé dormido, y cuando des-perté Carmen ya no estaba; sólo había dejado una no-tita sobre la mesa: «Gracias. Un beso. Yo.»

Dura, dura, dura, repetí, al mismo tiempo que ha-cía un bollito con el papel y lo tiraba en el cesto de labasura.

, Ahora tenía otro papelito, con la misma letra, y ha-blan pasado muchos años y yo había aprendido queno hay amor que se termine de modo más tajante queel que acaba incluso con las posibilidades de soñar, elque termina con la muerte. Ahora había que salvarsedecía irónicamente este papelito. Rajar para salvarse:Huir de nuestras culpas y salvarnos ...

Pero, ¿qué significaba salvarse? ¿Y salvarme dequé, y para qué, y para quién ahora que ella estabamuerta? ¿Es posible salvarse cuando uno ha sido todala vida un perdedor? ¿Puede uno salvarse cuando todofue sufrir abandonos y buscar al padre, como Pedro

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Páramo, para ni siquiera encontrar fantasmas, sinosólo silencio y dolor, hasta que ya no hubo más silen-cio pero quedó el dolor, porque el dolor siempre que-da, como el recuerdo del miedo?

¿Puede uno salvarse cuando se ha crecido en unmundo de mentiras y de imposturas? ¿O no conocí aCarmen una noche de agosto del 72, cuando el país sedolía de los crímenes de Trelew, los mismos que hoyparecen de la prehistoria y son materia de olvido parala mayoría? ¿O no empezamos a querernos la mismanoche en que el General llegó a la Argentina, aquel 17de noviembre, después de dieciocho años de prohibi-ciones y violencias, cuando las masas, los cabecitas ne-gras, los descamisados cantaban Súperpibe / Súper-pibe a ese septuagenario que saludaba como un abue-lo generoso, y cantaban Llora, llora / la puta oligar-quía / porque se viene / la tercera tiranía, y nosotrosnos encontramos en la calle Gaspar Campos mezcla-dos con la turba festejante, cantando también esasconsignas, y la marchita, y parecía que íbamos a triun-far porque Lanusse se caía como una marioneta a laque le cortaban los hilos, y los montoneros eran losmuchachos queridos de la esperanza, y la juventudera maravillosa y nosotros no nos dábamos cuenta deque comprábamos un tranvía sin rieles, un obeliscosin valor, una fantasía, y la compraba la inmensa ma-yoría de nuestro pueblo, y por eso mismo éramos másperonistas que nunca?

¿Cómo salvarme, pues, cómo rajar para salvarmesi sólo ahora comprendía que esa muchacha no cayóen las manos de los chupadores de la Marina o el Ejér-cito sólo por casualidad, o porque en algún lado estabaescrito que su vía crucis duraría un rato más: hastaenamorarse de «un miserable» al que yo ahora pro-

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curaba conocer, nada más para entender un poco ydecirme que entendí, aunque ya nada serviría denada?

¿Cómo salvarme si yo también quedé marcado como \parte de aquel proceso y de alguna manera colaboréen el delirio nacional, aunque nunca llegué al mismonivel de compromiso (como se decía), o de delirio, delos que tiraron por la borda un trabajo de bases parajugarse a una carta que si no hubiese sido tan brutaly trágica definiría como irrisoria?

¿Y cómo salvarme, cómo salvamos, si tuvimos trein-ta mil desaparecidos? ¿Quién se salva, con ese lastre,con esa ancla? ¿Quién es el hijo de puta que puededecir que se salva, que hay salvación, con semejantedolor en la piel del país? ¿O vamos a hacer como losalemanes, que después de cuarenta años de ser un pue-blo infamemente criminal, ahora han olvidado todo,sonríen, son gordos, beben cerveza como beduinos, tie-nen más plata que los ladrones y encima siguen tanracistas como cuando creyeron el trágico cuento deHitler? ¿O vamos también nosotros a inventarnos lafelicidad del olvido, todos juntos y felices, asesinos yvíctimas, torturadores y confundidos, canallas y bue-nos burgueses inocentes? La militancia es optimismo,decía Carmen. Pero la derrota no, quisiera decirle yo,ahora.

Oh, qué difícil es dormirse cuando se tienen tantas \preguntas, cuando todos los signos y evidencias indi- I

can que los paraísos no existen y que no hay reden- I

ción posible, y cuando se ha empezado a descubrir quequizá la única salvación para el hombre está en la dig-nidad con que recorre su propio camino. Qué difícildormirse cuando se ha comprendido que sólo su pasopor esta tierra lo redime, porque el hombre, finalmen-

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te, no es más que la metáfora de sus acciones, unametáfora errátil y confusa que nadie, nunca, explicarárealmente, y ahí reside su carácter maravilloso, su in-comparable perennidad.

v

Apenas pude dormitar un rato, porque a las sieteya estuve en pie. Me lavé los dientes para quitarme elgusto pastoso de la boca, de tanto cigarrillo y tantonerviosismo que traía, y me di una larga ducha. Lue-go me vestí y cambié el saco que venía usando poruno mejor planchado y bajé a tomar un desayuno lige-ro al restaurante. Pero a la hora de la hora me per-caté del hambre que traía y comí unos huevos ran-cheros y otros a la mexicana. El chile me ardió en laboca, pero fue lo que consiguió despertarme. Tres ta-zas de café bien cargado completaron el efecto. En-tonces me puse en marcha y fui a la delegación policial.

Sabía que en cualquier otra circunstancia yo hubie-ra llevado todas las de perder. En México -como entodo el mundo- un extranjero es un ciudadano de se-gunda categoría. Peor aún, si es exiliado político y essudamericano. Evidentemente, podían detenerme conel pretexto de que mis papeles no estaban en orden,aunque lo estuvieran. Les bastaba con acusarme decualquier cosa, y me deportaban en veinticuatro ho-ras. O al menos, me sacaban del Estado de Zacatecas,

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y ello si me iba bien, es decir si no me hacían una «ca-Ientadita», término simpático pero que implica por lomenos un zarandeo policial que el detenido jamás ol-vidará; un ablandamiento, digamos. Yo era presa fá-cil para ello, y sabía que eso debía haber sido consi-derado por Carrión y sus muchachos. No era, pues,que yo me sintiera un héroe sino que poseía una inte-resante suma en dólares y unos gramos de polvo blan-co que todos querían.

Por eso supe que Carrión, esa mañana, me atende-ría. Y ni siquiera tuve que esperar demasiado; no másde cinco minutos. Me recibió con cara tranquila, se-rena, mirándome desde los milenios de sabio silenciode su raza. Si no lo hubiera conocido, y mis alertasno hubiesen funcionado, yo habría pensado que el tipohasta era amable. Las posibilidades del cinismo son,por cierto, ilimitadas.

-Estamos para servirle -me dijo, mirándomecomo un halcón a una paloma.

-Esto se ha convertido en una cuestión personalpara mí, comandante -le dije-o No vengo a pregun-tarle nada, pues creo que ya sé todo lo que pasó y, enfin, no puedo decirle que le agradezca su colabora-ción... Lo único que me queda por conocer es a esapersona tan esquiva: Liborio Nosecuánto.

Me siguió mirando, con sus ojos de obsidiana. Eraimpenetrable como una estatua olmeca.

-Lo que yo poseo, y que a él le interesa tanto, yque es lo que todavía me salva la vida, me gustaría en-tregárselo personalmente. Si usted me facilitara unafoto, creo que podría ir a buscarlo. Y quizás esta mis-ma noche yo seguiría el consejo que usted me dio ~desaparecer de Zacatecas.

Carrión pestañeó un par de veces, y fue toda su ex-

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presión. En algún lugar, me pareció que el tipo estabaentre divertido por mi osadía, molesto porque queríamasacrarme en el acto, y perplejo por mi pedido. Semiró las manos, jugó con ellas mientras volvía a mi-rarme, y dijo:

-Esto le va a costar caro, señor Yusoti. ..-Gius-to-zzi, por favor.- ...pero ya no se trata de que salga de Zacatecas,

sino del modo como va a salir. Ésta es una instituciónoficial del Gobierno de la República Mexicana, y nin-gún pinche extranjero viene a burlarse así como así,

-No me extrañaría que usted tenga razón, y quede aquí me quieran sacar muerto. Pero -mentí- es-pero que no se provoque un conflicto internacional,puesto que he dado parte a la Embajada de mi paísde todo lo que sé, y de lo que poseo, y ahora en mipaís hay un gobierno democrático que no me despro-tegerá. Y hasta donde tengo información, sé que el go-bierno mexicano tampoco ha de querer verse compro-metido en crímenes de traficantes de drogas, de modoque ...

-Ahórrate el discurso, jijo de tu chingada madre-me tuteó, hablando entre dientes y con los ojos, aho-ra sí, fulgurantes.

-Dígale a Libono que quiero verlo. Personalmente.y me retiré, sintiéndome un Clark Kent pero con

diarrea, desfalleciente. Cuando salí a la calle, me hubede detener y apoyarme contra una pared porque laspiernas me temblaban. Me exigí una serenidad que notenía, encendí un cigarrillo y miré a mi alrededor. Loprimero que vi, en un coche verde, sin placas, fue a untipo que me miraba, sentado al volante. No puedo de-cir que haya reconocido su cara, pero la chaqueta decuero gastádo del cosaco era inconfundible.

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Fumé un par de pitadas, profundamente, y lo mirécomo para que supiera que yo lo reconocía. Supuseque por la radio del coche le estarían dando instruc-ciones. Que me siguiera, por ejemplo. No podían per-derme el rastro porque yo tenía mucho dinero. Empe-cé a caminar rumbo al Palacio Municipal, y en segui-da vi que la bestia se bajaba del coche y me seguía,apurando el paso. Yo no aceleré el mío y en cuantopasé por el hotel «Condesa» entré al lobby y pedí elteléfono.

Hablé a Hilda, pero no estaba. Entonces llamé al ge-rente del «Calinda» y, tratándolo de licenciado y todala cosa, le dije que estaba en peligro y que si no apa-recía en dos horas avisara a la embajada argentinaen la ciudad de México. El tipo se alarmó y me dijo«pero licenciado, qué sucede». Le prometí que luegole daría más explicaciones y que tomara el tiempo.Juró hacerla y yo corté sin esperar otro alegato.

Luego caminé tranquilamente hacia el baño, másallá del bar donde la noche anterior había estado conHilda, y que era oscuro y estaba tan sucio como si lohubieran acabado de limpiar después de la guerracristera.

El cosaco me había visto desde la puerta, y cuando'caminé hacia el baño, supe que me seguiría. En cuan-to entré, saqué la pistola y me coloqué detrás de lapuerta. El fulano entró, confiado como un gatito, adarle su merecido al ratón. Pero en cuanto traspuso lapuerta, le pegué con todas mis fuerzas una patada enlos huevos. Nada de elegancias, nada de la caballero-sidad de las novelas policiales. Era la única forma, su-cia por supuesto, que yo tenía de dominar a ese ca-brón.

El cosaco se dobló en dos como si hubiera estado

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fabricado de plastilina e hiciese mucho calor. Lo levan-t~ de otra patada en plena cara. Me pareció que midiente estaba vengado y sentí una horrorosa satisfac-ción, algo que jamás había sentido en mi vida. Era laconsagración de mi propia violencia. A veces en la li-teratura, y en particular en la policial, suelen decirsefrases de efecto, como que sólo el que ha matado losabe todo, o que hay que haber matado para com-prender determinadas cosas. Yo, sin embargo, sentíque lo terrible era estar dispuesto a matar y no ha-cerlo, y en cambio sentirme fascinado con la sangrey el dolor de un tipo. Yo era bestial y violento, comojamás había pensado; sencilla y brutalmente me des-cubría en los límites de Dios, si Dios existía: podíadecidir la vida de otro.

El cosaco cayó al suelo y me pareció que iba a haceralgún movimiento con sus manos. Le aplasté la dere-cha de un pisotón, con toda mi furia. Me fascinaba,monstruosamente me fascinaba ver mi poder, la capa-cidad de hacer sufrir al fulano. Sin dejar de apuntar-lo, por si acaso, porque el tipo era una víbora veneno-sa, con la izquierda lo agarré del cuello de la camisay lo jalé hacia arriba. Quedó sentado como un títeresin mano adentro. Le coloqué el caño de la veintidósen el costado del cuello, a la altura de la garganta.

-Me jugás sucio, hijo de puta, y te quedás sin yu-gular.

El tipo para mí que se orinaba del susto. Teníala boca abierta pero no pronunciaba sonido alguno.Alzó los ojos y me miró, un Judas después de la trai-ción.

-¿Qué venías a decirme?-Quieren la lana y el talco +-musíto velozmente,

en voz ronca y bajita. Tragó saliva con dificultad y

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síguió-s-: Último aviso o esta noche te la echamos.-Quién te manda -y sacudí la mano izquierda y

apreté aún más el caño de la pistola, que se metió ensu carne y le produjo arcadas porque encajaba justi-to en la tráquea.

Sólo me respondió su respiración dificultosa.-Quién te manda, te pregunté y la puta que te

parió -y le encajé un rodillazo en la mandíbula. Nue-vamente me produjo placer ver que el tipo se mordíael dolor y que le salía sangre por la boca, la sangreque no se tragaba.

-¡Quién! -reclamé por tercera vez, pisándole lamano que tenía en el suelo con la punta de mi zapatohasta sentir que se le quebraba un huesito. El tipoempezó a llorar: le salían mocos de la nariz, que seconfundían con sus lágrimas y la sangre. Su cara erauna masa pastosa, repugnante.

-¡Decíme quién o termino de chingarte! -yapre-té aún más el pie sobre la mano.I -Liborio -gimió, tosiendo entrecortadamente.

-¿ y Carrión?-Es mi jefe, pero él no manda.-Escucháme bien: vas a ir ahorita mismo donde

Liborio y...-Pero yo no lo conozco. Nunca lo he visto, te lo

juro -sollozó, el cosaco hijo de la chingada. Sabíallorar como un chancho en el matadero.

Retiré la pistola unos centímetros y le encajé un pis-tolazo en la oreja derecha. Escuché el ruido de su car-ne aplastada contra el parietal.

-Mentira. Sí que lo conocés, y vas a ir a vedo. ¿Sí?-Sí... -lloró-o Basta, por favor ...-Vas a ir a vedo y le vas a decir que lo espero en

el hotel dentro de una hora. ¿Entendiste? Y que si no,

Qué solos se quedan los muertos 203

se va a armar la podrida y no van a ver un solo dó-lar. ¿Está claro? Y que me alzo y deposito la guita, lalana, en la embajada, y hablo con el presidente de laArgentina y cuento todo en el diario. ¿Entendido?

Él siguió llorando, en el suelo, cuando lo solté yle encajé otra patada, en la espalda. Salí del baño, en-loquecido de rabia y de miedo, sintiendo que habíatraspasado un límite. No sabía de qué, ni qué habíadel otro lado, pero era un límite. Y yo lo había cru-zado.

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VI

Sentí miedo una vez más, y pensé que el hombre,entre sus destinos, cuenta el de temer. Quizá, ideal-mente, como en el mundo de los Kappas de Akutaga-wa, habría que preguntarle al hombre antes de nacer,hablándole con firmeza desde la vagina materna, siquiere venir al mundo, si asume esa responsabilidad.Quizá la respuesta de la mayoría sería que no, y lasmujeres se desinflarían en un instante. Pero a .noso-tros nadie nos pregunta; nomás nos traen. He ahí laimperfección del hombre; he ahí el origen del miedo ala vida, al sexo opuesto, a la ética como regla y comoestilo, a la responsabilidad de ser dignos y de merecerel honorable calificativo de humano. Porque ser, escualquiera.

Sentí miedo y evoqué mi propia historia de mie-dos: de cuando en la militancia mi generación asumiómayoritariamente su identidad peronista como con-trapartida de los modelos individualistas, frívolos ymezquinos de las clases medias fascinadas con su auto-adoración. Eran miedos generosos y bellos los deaquellas multitudes de jóvenes que marchábamos por

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gremios, por clases, por sectores estudiantiles, por lu-gares de origen, a la Plaza de Mayo aquel día de 1973en que Cámpora asumió la presidencia de la república,flanqueado por Allende y Dorticós. Terminaba una eta-pa de vejaciones, proscripción y antidemocracia. Losmilicos se retiraban al son de marchas y bombos, y to-dos coreábamos: Se van, se van / y nunca volverán,acaso, pienso hoy, para espantar el miedo que tenía-mos a que volvieran.

Carmen y yo fuimos protagonistas de aquel tiempoextraordinario, de aquella juventud que quería ponernuevas cuotas de abnegación, de honestidad, de tra-bajo para una democracia basada en la participación,en la movilización, en la terminación de los miedos.¿Fuimos inocentes? ¿Fuimos ingenuos? ¿Es que la ho-nestidad del joven militante es una insensatez, unanecedad pueril? No. Lo que pasa es que el miedo ad-quiere un carácter difuso y es como si estuviera fuerade foco, a la manera de ciertos cuadros de RaffaelloSanzio en los que madonnas y niños aparecen difumi-nados pero son madonnas y niños legítimos.

Sentí miedo porque yo no era un kappa y acababade mostrarme mi propia capacidad de violencia, todauna fuerza acumulada que no era sólo mía sino de to-dos mis muertos amados, de toda la rabia contenidapor tanto que habíamos perdido. Era la violencia queyo no había desatado en la Argentina. Sentí miedo ycrucé, con estos pensamientos, a la Plaza Indepen-dencia.

Desde un teléfono público, y sin dejar de observarla puerta del hotel, llamé nuevamente a Hilda. Mien-tras esperaba, miré la casa donde nació el primer pe-riodista de América, Juan Ignacio María de Castore-na y Urzúa, quien también fue obispo y censor. Ahora

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está ubicada entre el escritorio público «La Bufa» y elestablecimiento «Rico Mac Pollo», siempre colmadode cadáveres desplumados colgando. Todo me parecióuna ironía.

El teléfono llamaba, pero Hilda no daba respuesta.La noche anterior me había dicho que tenía clases deocho a diez, de modo que debía estar llegando. Salvo,pensé, que se hubiese puesto muy peda -como dicenen México- y estuviera cruda, durmiendo la mona.Rogué que no. En la puerta del «Condesa» no habíanovedades. El gorila debía estar haciéndose un lavajepara verse presentable, o juntando valor para enfren-tarse al jefazo. En el monolito de la plaza me llamó laatención el pequeño ángel de la independencia y, deba-jo, la mención de Porfirio Díaz como presidente de larepública junto al labor omnia vincit y a la fecha-1910- de inauguración. Habrían descubierto eseobelisco el 16 de setiembre, imaginé, y el 20 de noviem-bre de aquel año estalló la revolución: y a la mierdacon la labor de Díaz y el omnia vincit positivista. Másallá, como símbolo de los nuevos tiempos, vi un retra-to de Marx, detrás de un vidrio, en una ventana delprimer piso de un edificio junto a lo de Castorena yUrzúa. Era un local del PST y en el balcón había unmilitante socialista trabajador tomando sol como unatortuga, con una camiseta naranja y un insólito gorri-to nazi en la cabeza, con todo y esvástica. Lindo des-madre ideológico tenía el cabrón. Buen vecino.

Finalmente, Hilda atendió. En ese instante llegabade la universidad. Le pedí que tomara nota de la hora-eran las diez y media de la mañana- y le dije quesi a las doce yo no estaba en el hotel se pusiera deacuerdo con el gerente e hicieran todo el escándaloposible. Se inquietó bastante y me preguntó dónde es-

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taba. Le pedí que se preocupara pero que me diera suconfianza, que la necesitaba fría y calma, y no histé-rica. Ella entendió histórica y creyó que yo hacía unchiste de mal gusto. Después le pedí que no se movierade su casa; yo la llamaría a las doce en punto. Y col-gué, unos segundos antes de ver que el cosaco salía delhotel, tapándose la boca con un pañuelo.

No miró hacia ningún lado y se zambulló por elCallejón del Tráfico para perderse en el gentío que aesa hora llenaba el mercado. Crucé, veloz, la avenidaJuárez y me metí yo también, siguiéndolo a una dis-tancia como de veinte metros. La cantidad de telares,calabazas, mantas y plásticos que colgaba por doquierme dificultaba la tarea pero a la vez disimulaba mipresencia.

El cosaco pasó por la pollería de Isidoro Gamboay caminó hacia la Plaza de la Loza, para luego atrave-sar una galería atestada de pequeños negocios que yodesconocía, y salió al final del Callejón de la Borda-dora, donde se detuvo para escupir y mirar, con súbitadesconfianza, a los costados. Yo me escondí rápida-mente en una zapatería y unos segundos después measomé y ya no lo vi. Eso me asustó: corrí hacia la calleprincipal y al salir a la Fuente de los Faroles, en plenocentro de la ciudad, vi que él cruzaba la Calzada Ta-cuba rumbo al viejo mercado González Ortega conver-tido en centro comercial.

Lo seguí, muy pegado a las paredes. La cantidadde gente que iba y venía me ayudaba, pero yo sabíaque mi altura era completamente delatora. El tiporodeó el mercado y se metió en una de las puertas la-terales de la Catedral, la que daba al centro comercialy a la calle Aguascalientes.

Dudé un momento qué hacer, porque imaginé que

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a media mañana en la Basílica no habría más que me-dia docena de viejitas rezando y alguno que otro turis-ta. Pero yo debía entrar, para no perderlo de vista. Lohice, y al trasponer el enorme portón de madera la-brada, no conseguí verlo. Miré la nave lateral, luegome refugié junto a una columna y observé la central.No estaba. En la otra lateral había una puerta simé-Itrica a la que habíamos atravesado, que daba a la

IPlaza de Armas y al Palacio de Gobierno, y supuseque el cosaco había salido por allí.

Corrí hacia esa puerta, e incluso tuve la fantasía deque iría al despacho de Gurrola, donde mataron a Ca-milo, pues quedaba a sólo unos ochenta metros, peroantes de cruzar esa nave, lo vi, arrodillado ante unaltarcito lateral -consagrado a un santo que yo des-conocía pero que tenía un perrito al lado y ~na espe-cie de bola de cristal, que era de roca tallada- con sucara entre las manos, completamente ensimismado. Loreconocí por la chaqueta de cuero. Estaba a menos deseis metros. Me escondí tras la columna más cercanay me arrodillé yo también, en plena nave central, eimité su posición pero dejando un ojo libre para es-piarlo.

El cosaco estuvo quieto, sin hacer el más mínimomovimiento, durante unos quince minutos. A mí lasrodillas me volvían loco del dolor pero el tipo, castiga-do y todo, parecía que podía quedarse así todo el día.Hasta que repentinamente alzó la cabeza, se persignó,mantuvo el lomo de su pulgar derecho contra su boca,besándolo como si realmente besara a Dios, y se pusode pie y partió a toda velocidad.

Volví a correr tras él, que salió por la puerta dela Plaza de Armas y viró a la derecha para perderseciudad arriba, a través de la Calle del Deseo y, luego,

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el Callejón de San Pascual y otras más. Subía cons-tantemente, en dirección como del Cerro de la Bufa,por escalinatas, plazuelas y vecindades de todo tipo.La arquitectura parecía mescolanza de varios siglos,y había algo de conocido -para mí- en el curiosoitinerario que recorría. Siempre con los suficientesmetros para ocultarme, yo lo seguía ahora con mayorcuidado pues no había tanta gente en las calles. Másde una vez tuve que meterme en una carnicería, o enuna tiendita de abarrotes, para no llamar su atención.

Al cabo, salió al Callejón del Gusano y lo caminódurante menos de una cuadra. Casi en la esquina conla calle del Patrocinio entró en un jardín delanterocon rosales y malvones y una bugambilia que yo yaconocía, porque ahí dos días antes me había atendido,muy amablemente, la mamá de David Gurrola.

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VII

Me quedé en la esquina, fumando un cigarrillo yregistrando mis emociones; era incapaz de meditar ydecidir mis próximos pasos. Me sentía Giustozzi el pa-ralizado, el inepto total para comprender la cadena deengaños que había habido en mi vida. Yo engaño, túengañas, él engaña, nosotros simulamos, vosotros apa-rentáis, ellos ocultan. Las conjugaciones de la vida,Giustozzi. Carmen muerta, su cuerpo mojado y enflexión como una rodilla de bebé, y todos jugando alniño cruel, al inocente pecaminoso, todos poniendoesas caras de cínicos terribles, de malos legítimos, dehijos de puta inconcebibles de los cuadros de la edadmedia, especialmente esos de las escuelas alemanasdel siglo XIV, donde monjes y santos, santas y ma-donnas, ángeles y demonios, inquisidores y condes, re-yes y señores, todos tienen las caras cargadas de ci-nismo, de crueldad, de malevolencia, todos son crimi-nales porque la vida, entonces y siempre, es una crimi-nalidad constante que ahora se manifesta en sutilezascomo los misiles, los estadistas que sonríen para laAssociated Press, las elecciones de Miss Universo de

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la mano de Raúl Velasco y viva la pepa, siga la fanfa-rria, el cambalache moderno y en fin, un aquelarre, undolor en el mundo que ya no necesita de un Rubenspara ser pintado, ni siquiera de un Orozco. Televisión,cine, dibujitos, kodak instamatic, «Coca-Cola» es laalegría de la vida y cada tanto, pour épater les bour-geois, una constancia de Biafra o del napalm en Viet-nam y ahora en Centroamérica. y siempre los explica-dores del apocalipsis postulando la tolerancia y el an-tiestalinismo, con prevenciones a los sandinistas mien-tras les cuesta condenar a Reagan y mientras esperanel Nóbel de algo. Jaraijajá.

Casi no me di cuenta de que sólo unos minutosdespués del ingreso del cosaco a ese jardín, salió deahí el dizque Jesús Gurrola. Iba como debía ir: trajeazul oscuro, camisa blanca, corbata gris, zapatos lus-trosos, negros, y un andar seguro, sólido, atlético, quelo hacía parecer menos chaparro y menos grueso. Esetipo era macizo en todo: en cuerpo, en alma y enideas. Carmen había sido una chica de buen gusto,no andaba con cualquiera.

Me escondí en un zaguán justo en el momento enque salía seguido del flaco alto, que vestía jeans y unachamarra gris de tela impermeable -del tipo que enArgentina llamaríamos campera de gremialista-, y deun hombre mayor, de unos cincuenta años largos, casisesenta, que calzaba botas de media caña, pantalón ne-gro y una sudad era «Levi's» roja que lo hacía más ju-venil. Estos dos caminaron detrás de Gurrola, a unosquince metros.

Esperé un ratito antes de iniciar el descenso haciala Catedral. No sabía qué camino tomarían, pero nodudaba de cuál era su destino. Yo debía estar en el

. hotel urgentemente. Además, eran las once y treinta y

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ocho, y tuve miedo de que Hilda y el gerente del hotelarmaran un escándalo. En cuanto perdí de vista altrío, y luego de que también el cosaco saliera de lacasa, bajé hasta la calle de La Ciudadela, y luego porPrimero de Mayo y por Carranza llegué a la avenidaLópez Velarde y al «Calinda».

En el lobby estaba Gurrola, sentado elegantementeen un sillón, observando de modo casual a un grupode turistas que acababan de llegar y que no teníanpinta de gringos. Pero no perdía detalle de lo que su-cedía y me vio entrar. Yo lo miré, también, y lo saludécon un movimiento de cabeza mientras me dirigía almostrador. Pedí la llave de mi cuarto, me notifiquéde que no había mensajes para mí, y le rogué a los mu-chachos que atendían que le dijeran al gerente que sa-liera un minutito.

El hombre vino en seguida y le dije que todo estabaen orden, licenciado, muchas gracias. Me preguntó, sindisimular su extrañeza, si podía serme útil en algo másy respondí que sí: le di el número de Hilda y le en-cargué que la llamara para decirle que se quedasetranquila; yo luego le hablaría. Él salía a comer a lasdos y media, y si se me ofrecía cualquier cosa, estaríaa mi disposición. Muchísimas gracias, licenciado.

Luego me di vuelta y fui al encuentro de Gurrola.-Llegamos casi juntos -le dije-o ¿Tenemos una

cita?-Usted nos ha causado muchos problemas -dijo

él, serio aunque no amenazante, con el tono con queun tipo le dice a su mujer que hay muchas cucarachasen la casa y que el domingo se ocupará de extermi-narlas.

-Yo pedí hablar con otra persona.-Pues tendrá .que hablar conmigo.

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Asentí. Me daba cuenta de cómo eran las cosas.-Vamos a mi habitación -le dije, y caminé hacia

el elevador. Él me siguió. Cuando estuvimos arriba,nos sentamos en las únicas dos sillas del cuarto, frenteal televisor apagado.

-Señor Giustozzi -comenzó, con su voz suave,educada. Y era hermoso el cabrón, hermoso como lodecía; cautivaba con sus modales. Era fino y elegante,y de movimientos tan delicados como los de una ta-rántula-: me parece que va a tener que darse porvencido. Entrégueme, por favor, ese dinero y la mer-cancía, ¿sí? ¿Para qué seguir en este absurdo juego,en el que de todos modos ha perdido? Usted es unhombre inteligente ... Tiene estilo, valor ...

-Si me alaba tanto, voy a creer que se burla denuevo.

-¿Por qué se metió en esto, si se puede saber?-Creo que ya se lo dije. Yo amé a Carmen, proba-

blemente más que lo que la amó usted, David. ¿ O debollamarlo Jesús? ¿O Liborio?

-Me cae que usted me gusta -sonrió levemente-o¿y ya lo sabe todo?

-Creo que sí. Usted mató a Marcelo porque élquiso pasarse de vivo, o porque estaba desesperado,no importa. Imagino que Marcelo, a cambio de acep-tar que ustedes fueran amantes, empezó a retener en-tregas bimensuales del dinero que cobraba por la dis-tribución de cocaína. O bien, lo chantajeó con descu-brir ante su familia· de Guadalajara que usted eraamante de Carmen. Y usted pagó dos veces, esperandoencarrilarlo, o influenciado por Carmen, hasta queprefirió su eliminación. Carmen, aunque lo amaba austed, no estuvo de acuerdo y sintió culpas. Y se opu-so a devolverle el dinero, quizá para seguir el chanta-

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je, quizá porque vio una posibilidad de salir de aquícon algún capital, quizá por amor a usted, para rete-nerlo. No importa, me quedará la duda ... Usted la con-.troló para que ella no pudiera hablar conmigo y, aca-so, me entregara esa mercancía y el dinero. No sé siella escapó o cómo hizo, pero vino a este hotel parahablar conmigo. Entonces, usted la mató.

-No me crea tan vulgar. Fue un accidente. Ellaestaba desesperada y tropezó. Se golpeó la cabeza con-tra el borde de la alberca. No tengo por qué mentirle.

-Pienso que usted igual la hubiera matado. Ellaera ambigua, pero no creo que hubiese cedido. Erauna chica muy dura ya ... -suspiré-o Y sólo me que-daba una duda, que acabo de descifrar. Liborio no

t existe; es usted mismo., -Ya se lo dije: un hombre es quien realmentequiere ser.

-Juegos de palabras.-Sabias palabras -se burló-. Palabras duras, las

suyas. No sé verdaderamente qué es lo que quiere,ahora. Pero le ofrezco un trato: quédese con dos mildólares, por los gastos y las molestias, y devuelva elresto.

-No -repliqué, entristecido-. Sabía que me ibaa ofrecer algún trato, y no niego que el que me propo-ne es generoso. Pero la respuesta otra vez es no. Notengo por qué creer en usted, y además me pasaríanmuchas cosas, adentro mío, que usted no podría en-tender.

-Sí, sí, yo también lo pensé: la conciencia y todoeso.

Nos quedamos en silencio. Puede sonar absurdo,pero en ese momento yo sentí que los dos estábamostristes, cansados; había una inmensurable desolación

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en este cuarto 203 del hotel «Calinda». Un verdaderocampo, una pampa de silencio y tristeza.

Yo había comprendido que el dinero, el amor y el,poder eran materias para los héroes, y yo no era unhéroe. El príncipe azul no tenía caballo, yeso noera lo grave: lo terrible era que se le había muerto laprincesa rosa. No tenía ni capacidad ni deseo parahuir con el dinero, en el supuesto caso que huir hubie-se sido posible. No era tan canalla para dejárselo aho-ra a Hilda o al gerente, que seguramente serían aplas-tados por esa máquina de picar carne que era el poderde Gurrola. No tenía ganas de hacerme el valiente eir a mi embajada en busca de una, por otra parte, du-dosa colaboración. Pero dejarles todo, tampoco. Mematarían. Y aunque ese hombre cumpliese su prome-sa de garantizar mi vida, pues sí, estaba «la concien-cia y todo eso». Esa tontería, esa pequeñez, esa otrametáfora de Dios que todos llevamos adentro, esaBella Durmiente.

-Déjeme que le diga que lo siento mucho -dijoGurrola, apoyando las palmas de las manos sobre laraya impecable de su pantalón. Luego se puso de piey me miró, sólido como era, macizo y semejante alCerro de la Bufa, que iluminado filtraba su presencia,testigo mudo, a través de la ventana-o Usted me caebien, pero va a morir.

-Sin embargo -argumenté bruscamente-, creoque usted sabe que no diré nada. Y aunque hablara,no puedo probar una sola palabra.

Me sentí mal en cuanto dije eso. Fue mi debilidad,mi último miedo, mi postrera vergüenza. David Gurro-la me miró, también un tanto desencantado.

-Igual, está muerto. Sigue hablando porque nosabe que ya está muerto.

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Empezó a salir de la habitación. Yo recordé quetenía la pistola en el bolsillo, pero no la saqué. Estabavencido. Porque también recordé que si un hombreque ha matado lo sabe todo, yo solamente había re-trocedido hasta mi propia violencia, por una únicavez y sólo para terminar de saber algo.

David Gurrola cerró la puerta muy suavemente.Delicada tarántula.

VIII

Salvate vos, pensó Carmen, y lo escribió con ma-yúsculas. Ese papelito, y una zapatilla vieja, es todolo que me quedó de ella. Lo demás son recuerdos, con-fusiones, ambigüedad, culpas. Lo demás es silencio, yeste no saber qué hacer, ahora. Todo está tan presente.Lo he narrado como si hubiera sucedido hace muchotiempo, pero todo está tan cerca, tan fresco. Y estoytan solo. Y con tanto miedo.

Re pensado en el suicidio, aunque sólo fugazmente.Sentí vergüenza de mí por esa idea: me parece un re-curso innoble, cuestionable incluso ideológicamente.Es un escape cobarde, cruel para los que nos quiereny nos han de llorar. Siempre hay alguien: un amigodistante, Hilda a su manera, o uno que no conocemosy a quien le caímos simpático, acaso un pariente inva-lora do o una vieja amiga para la cual significamos másque lo que ella significó para nosotros.

No, este texto no terminará con el suicidio delprotagonista. Ahora que concluyo estas páginas con-signando mi último día en Zacatecas, José Giustozziestá vivo, todavía, en el momento en que se entrega,

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en que comprende la verdadera dimensión del desa-mor de esta ausencia final de Carmen que produce un,vacío tan grande.

Ya no hay más tiempo. Redactar estas páginas has-ta aquí ha sido una manera de descargar tensiones,de desahogarme. Lo que suceda de ahora en adelante,no podrá ser contado. El futuro, a veces, es demasia-do corto.

Si alguien, alguna vez, lee esto, ruego que no lohaga con el prejuicio de muchos lectores de novelaspoliciales, de esos que Chandler definía como la cate-goría de los tontos, que son los que parecen competircon el autor y leen para ver si ellos «descubren» pri-mero al criminal, y a los que todo lo que les interesaes sentirse más astutos que el propio autor. Tampocoquisiera que se lea con el prejuicio de que son páginasescritas a vuelapluma, porque necesariamente lo hansido. Estas páginas no han tenido el descanso de unaprosa cuidada, no han sido sometidas al trabajo de lareescritura, del cambio de un adjetivo por otro, de laperfección de los tiempos verbales. Cualquiera de losjefes de redacción con los que he trabajado las recha-zaría. Esto es, repito, un testimonio apresurado -¿de-bería decir, también, desesperado?- de un hombreque se metió en donde no debió meterse, para descu-brir que el infierno está en cualquier parte y que elcielo y el infierno son sólo una cuestión de óptica, defe para quien la tiene, pues están donde cada unoquiere colocados.

Cuando David Gurrola se fue, yo alcé el teléfonoy pedí hablar con el gerente. Le rogué que, con todadiscreción, me hiciera el favor de subir el contenidode la cajita número 62. Era importante que nadie loviese y sí, tenía las dos llaves y yo confiaba absoluta-

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mente en él, muchísimas gracias licenciado y disculpetodas estas molestias, y no, no se preocupe señor Gius-tozzi faltaba más estamos para servirle.

En definitiva, era un buen tipo. Se apareció en lapuerta de mi habitación en unos pocos minutos, yaunque se moría de curiosidad, no hizo ninguna pre-gunta. Con la zapatilla en la mano, le obsequié unasonrisa muy forzada, le agradecí que él mismo rom-piera el recibo y sí, por favor, haga cerrar mi cuenta,que yo bajaré dentro de un rato.

-Sólo le suplicaré un último servicio, licenciado-le dije, atentísimamente, a la mexicana-: esta no-che llame a la señora Hilda Fernández, al teléfono quele di hoy, y avísele que me volví a la Argentina, de ur- \gencia. Y dígale también que la quiero mucho. 1

El hombre me miró con una sonrisa diáfana, debuen entendedor, asintiendo con la cabeza.

-Por supuesto, quédese tranquilo.Cuando el tipo se fue, me apresuré a meterme en

el baño. Tiré la cocaína en el inodoro y apreté el bo-tón. En seguida, prendí fuego a los billetes, uno poruno. Yo no sé si alguna vez han quemado treinta mildólares, pero es curioso lo que sucede: el humo escomo el del papel más vulgar, el de un diario; el olorno tiene nada de especial, es simple papel que se quema.Uno se despoja de emoción y piensa que, realmente, eldinero es una mierda Las caritas de Franklin se achi-charran en sonrisas fugaces y retortijones, y yo no po-día dejar de pensar en lo absurdo de tanta gente quese vuelve loca por los dólares.

Volví a la habitación y me senté ante esta mesita,fundido como si hubiese hombreado bolsas una sema-na seguida, para terminar este texto. Me sentí triste,abrumado, con ganas de llorar. Entonces levanté la

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cabeza y me vi en el espejo: un patético José Giustoz-zi me mira desde ahí. Su cara es la imagen completade la soledad y el desamparo. Le digo:

-Estás muerto. Seguís hablando pero estás muer-to, sólo que todavía no lo sabés.

y ahora voy a cerrar la valija. Y bajaré a entregarlas llaves. Y a pagar la cuenta.

México - París - Buenos AiresAgosto 1983 / Junio 1985

Este libro se imprimió en los talleresde Printer Industria Gráfica, sa

Sant Vicenc deIs HortsBarcelona