no es país para albertos (austeridad)

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TRABAJO NO REMUNERADO PARA RETO FANZINE 2011

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TRABAJO NO REMUNERADO PARA RETO FANZINE 2011

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William Court nunca le gustaban las presentaciones, y a nosotros nos ocurre lo mismo. Damos gracias al Señor, ahora que ha cumplido años, y damos gracias a Juan García por la portada, homenaje al creador albaceteño por antonomasia. Esto es el Reto Fanzine 2011, y nosotros somos Miguel Ventayol y Marcelo Ortega. Y sí, lleváis razón. Antes nuestro fanzine se llamaba ’24 Cervezas’.

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ÍNDICE Prefacio-3 Al rock le queda mucho por vivir-5 Una bolsa de basura-8 El esfuerzo de hoy evitará las lágrimas de mañana-11 Todo por una camisa-14 Austeridad ZPP-16

SANTORAL: Hoy viernes 30 de diciembre son santos Donato, Eugenio, Honorio, Marcelo (¡bien!), Raúl, Sabino y Severo

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Al rock le queda mucho por vivir Marcelo Ortega

Odio el rock. Odio todo lo que tenga una guitarra dentro, aunque sea el mismísimo Paco de Lucía, y digan los entendidos del flamenco que es el mejor. Aunque su guitarra no tenga electricidad. Cuidado porque un día la conecta y ya tenemos a otro hijo de su madre haciendo ruido. Desde que vine aquí descubrí que soy mejor pintor que músico, y la verdad, ya no sé qué pintar. De niño el dibujo se me daba de muerte, y desde pronto pinté a mis músicos preferidos, todos clásicos, como Chopin, Lizst. Ni siquiera había aprendido a hablar. Cuando llegué al Centro retomé el dibujo. Mi `Dylan crucificado’, el ‘Jimi Hendrix autodegollándose’, o el bucólico ‘U2 recibiendo sexo anal’ generaron no pocos elogios entre mis compañeros, y serias dudas sobre mi evolución entre los enfermeros. Por eso no me han dejado exponer nunca, estos bastardos, así que quizá puedan hacer algo ustedes, que deberían apreciar la expresión artística de los pacientes. Si supieran que estoy aquí por esa mierda de música rock. Me jode llamarlo música, pero para que vean que no estoy loco del todo, no pongo en duda que algo de música tenga, aunque también mande al infierno a cualquiera que se cuelgue una guitarra. Es algo enfermizo. Pero no es rencor. Si tres años hubiera tenido el mismo odio que hoy no estaría aquí, porque quizá nada hubiese sucedid0. Hasta viviría con Maga, y quizá los dos seguiríamos yendo juntos a los conciertos, con esa sombra de ojos que se ponía y que tan bien brillaba después bajo los focos. Eran otros tiempos, tiempos en que estaba cerca, muy cerca, de algo que ustedes llaman felicidad. No me gusta hablar de mi historia, pero quizá así ustedes entiendan. Nos habíamos conocido en los ensayos de la orquesta municipal, a la que acudí como colaborador esporádico, pues la orquesta se encontraba necesitada de un piano “versátil e intuitivo” (así me definió el director por teléfono). El piano, ese armatoste que ustedes no me permitieron traer alegando que no cabe en la habitación. Si me hubieran visto tocar en el Alcohol Bar, con sólo dos músicos más (bajo y guitarra) sabrían lo que es una jodida canción. Siempre gustábamos. A veces había gente que se entusiasmaba y se quedaba a vernos en la jam, como aquel ingeniero simpático con el que charlé un rato en la barra. El hombre estaba impresionado, Me río yo de tanto muerto de hambre que graba discos, como si supieran lo que tienen entre manos. El caso es que la vi afinando su pequeño violín (nunca me pareció tan pequeño y delicado como aquella vez) desde mi taburete, el primer ensayo, y no quieran saber cómo me sentí, porque eso no lo voy a explicar. Tras mi mierda de colaboración (había pasado mala noche, y no era fiebre) el director de las narices dijo que se iba a pensar lo del piano, sugiriendo, con razón, que yo no había estado a la altura. No me volvieron a llamar para más ensayos, pero volví varios días, Allí estaba Maga, sonando correcta, porque tampoco voy a decirles que sea una gran violinista. Pero como buena profesional de la música sabía beber y aguantar al pie de la barra, tenía buena conversación, y estaba tan buena que hubiera hecho enloquecer al más pintado. A cualquiera de ustedes. En tres o cuatro días compartíamos los ratos libres entre ensayos, aunque no lo crean, y no les contaré

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cuál es mi modo de ligar, que estarán todos comprometidos, y porque ustedes se aburren tanto que solo usarían el arte de seducir por diversión, cuando solo ha de usarse cuando se quiere a alguien de verdad, como dice no sé qué canción.

A lo mejor dicen que no soy para nada un chico guapo, y llevan razón, y quizá por eso un día nadie me esperó a la salida del Alcohol Bar. Pero antes estuvo lo de salir juntos por las salas de conciertos, disfrutar con vasos de ginebra en las manos de tipos que tocaban el blues a cambio del plato de la cena, tipos que por norma acababan más borrachos que la clientela, aunque no fallaban una sola nota. A veces Maga declinaba mi invitación pero luego llegaba por sorpresa y la encontraba sentada en la última mesa del local, saboreando una copa, mirándome con una gran sonrisa. Maga era capaz de mirarte a los ojos como lo hace un hipnotizador, y hablaba pensándose las palabras como un aprendiz del idioma. Como si viniese de otro país. No supe mucho de ella, la verdad, porque se las ingeniaba para conversar sobre cuestiones raras, sobre mí, por ejemplo. Pero eso tampoco importa ahora. Ya saben, y lo sabe también el señor Mils, cómo acaba la historia. Les he contado que un día nadie vino a esperarme. Maga no había pasado por lo ensayos de la orquesta hacía una semana, y cogí la madre de todas las cogorzas cuando una de sus vecinas, una cuarentona envejecida, me habló de un amigo guitarrista de Maga, uno que últimamente venía casi cada día y ponía su guitarra. Seguro que Maga lo miraba absorta, pensando que era el hombre de su vida. Un músico de rock, que mola más. Luego vino todo lo demás, que ya lo saben. Cómo conseguí la pistola, cómo me subí al escenario… No me molestaré en contarlo otra vez. Ya sé que piensan que he avanzado algo, y me comporto correctamente con los demás y con el mobiliario, no como ese chalado de la de 216. Piensan que puedo salir a la calle de nuevo, pero sepan que haría lo mismo con cada tipo con guitarra, de esos que si te descuidas te roban a la chica que te ha dicho que sí, de esos que se llevan a quien, quizá, un día hubiera decidido invitarte a dormir a su casa. Espero que hagan

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llegar mi carta al director, y le quiten de la cabeza esa idea absurda de airear a los pacientes más viejos y veteranos. Somos nosotros los que ayudamos a mantener el orden aquí dentro, y si no pregunten a los enfermeros, que bien que nos piden ayuda cuando a alguno de estos chalados les da por darse de cabezazos contra las paredes. De irme, ni hablar. La cama la ocuparía otro tipo parecido, quizá más peligroso, porque, créanme, al rock le queda mucho por vivir.

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Una bolsa de basura Miguel Ventayol

—Mírame a los ojos cuando te hablo. Silencio. —¡Que me mires a los ojos, coño! —Volvió a decir el director del periódico. Más silencio, acompañado de un par de lágrimas tan gordas y redondas como los ojos de la periodista. —Es la segunda falta grave que tienes en esta empresa, así que Ernesto, el guarda de seguridad, te sacará tus cosas a la calle. No puedes trabajar más en esta empresa. —Pero, yo, yo —empezó a decir Noelia sin saber qué pensar, qué decir o qué hacer. —Que te vayas de una vez, no puedes estar más aquí. Pareces tonta, coño, con razón te echamos de la empresa. Anda, lárgate de una vez —y dirigiéndose a Ernesto, el guarda de seguridad de un metro noventa y tres y escudo brillante en el pecho—. Ernesto, no quiero que hable con nadie. La dejas en la calle y luego le sacas las cosas, no quiero que nadie salga, que nadie hable con ella. Que se largue de una vez. Noelia dijo de nuevo “pero, pero” y fue tal el golpe en la mesa que dio el director que rompió a llorar como un bebé y se fue del despacho sin decir palabra, sin mirar el dinero que le daban de finiquito, sin comprobar si le pagaban las vacaciones que le correspondían, sin poder articular palabra. —Vamos, cariño —fueron las únicas palabras que susurró Ernesto. La cogió del brazo, la acompañó a la puerta trasera y allí la dejó, sin abrigo, sin compañía, sorbiéndose los mocos. Nadie le había dicho durante sus cinco años de carrera que en una empresa te podían tratar así. Al cabo de quince minutos, Ernesto salió con una bolsa negra de basura llena de trastos de Noelia, los objetos que habían decorado su mesa durante los últimos quince meses. Quince meses, a 750 euros, total 11.250 euros. No estaba nada mal, la verdad, casi dos millones de pesetas. Un buen dinero. —Ernesto, no está mi abrigo —dijo Noelia sin parar de llorar y empezando a temblar. —Joder, ahora me toca entrar y salir de nuevo —dijo el guarda. —Además, ¿cómo me voy a ir a casa desde aquí? —preguntó ella con inocencia. Su puesto de trabajo se encontraba a un par de kilómetros de la ciudad. —Y yo qué sé, como hayas venido. —Es que he venido con Mireia, en su coche —respondió Noelia desanimada. —Supongo que tendrás que irte andando, digo yo, yo qué sé. Noelia se puso a llorar de nuevo mientras el guardia de seguridad le daba la espalda y desaparecía otros diez minutos para volver con el abrigo. —¿Entonces? —dijo Noelia. —¿Entonces qué? —contestó Ernesto.

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—¿Que cómo me voy? —No sé, tía. Yo me tengo que pasar, sabes lo que te quiero decir, es que el director me está tocando los huevos y me tengo que pasar porque si no, no sé. ¿Me entiendes? —Y la dejó en la calle, con el abrigo en un brazo y la bolsa de basura en el suelo. Después de pasar otros diez minutos llorando en la puerta, Ernesto volvió a salir y le dijo: —Oye, te tienes que ir de aquí. Tienes que irte de aquí ya —dijo mirando al infinito. Noelia se puso a caminar en dirección a las luces de la ciudad, sin saber muy bien hacia dónde encaminarse. Nadie paró cerca de ella, tampoco ella hizo el intento, pero lo que sí consiguió fue acentuar su sensación de estupidez, de rencor y de odio. Pero todo eso dentro de su cabeza, en la soledad del camino desde su antiguo trabajo al piso que compartía con dos estudiantes de ADE. —No te jode, la tía tonta —suspiró el director del periódico—, pues no se me pone a llorar. Encima de que le dimos la oportunidad recién salida de la carrera, encima. Macho, la gente es superdesagradecida. —Sí, supongo que sí —contestó Ernesto, el de seguridad. —Pues claro, ya te lo digo yo. ¿Se ha ido ya de la puerta? —Sí, le he dicho que se largara lo antes posible, que me jugaba el puesto, que no podía estar ahí. —Has hecho bien, has hecho lo que debías. Por cierto, este domingo tienes que venir, tenemos una entrevista con el director general de turismo y necesitamos que haya alguien de seguridad desde las nueve. —Pero…el domingo es la comunión de mi sobrina —repuso Ernesto sin saber bien dónde mirar, con pose de chulería y cuadrado, como le habían enseñado en la mili. —Mira, es lo que hay. No lo he decidido y, es cosa de arriba. —Pues creo que no puedo venir, tendré que hablarlo con mi mujer —siguió en su pose chulesca el seguridad. —No me has entendido bien, tienes que venir, no es una petición —le asestó el director mirándole directamente a los ojos, a pesar de medir veinte centímetros menos que él y tener 128 músculos menos en el cuerpo. —Ya, pero —empezó a decir Ernesto. —Que no hay peros, coño, que vienes el domingo y ya, joder. Anda, déjame solo que tengo un montón de trabajo que terminar. La puerta se cerró detrás de él, se cuidó mucho de cerrar con demasiada fuerza, sabía que su puesto dependía de estar a buenas con el director, sabía que su contrato temporal dependía de hacer lo que le dijeran, cuando se lo dijeran y como se lo dijeran. Empezó a pensar en si Noelia, con quien había tomado café más de cien mañanas, quizás doscientas, habría llegado bien a su casa. No sintió nada. Ya la llamaría por la noche. —Lo que habría que hacer es meterle cuatro ostias, coño —empezó a decir Ricardo delante de la segunda cerveza de la noche.

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—Claro, ¿y quién se las da? —dijo Noelia, herida en su orgullo femenino. —Pues cualquiera, joder, cualquiera. Lo primero, no te quedas con la mierda dentro, lo segundo, seguro que se lo piensa bien antes de tratar a nadie de esa manera —Ricardo estaba absolutamente convencido de lo que decía. —No estaría mal, desde luego. Cada vez que un jilipollas te trate como una mierda, le metes cuatro ostias —dijo Miguel. —Es lo que hay que hacer, ni políticamente correcto, ni gaitas. Te tratan mal y se le devuelves, no le debemos nada, no se merecen nada. Nos están jodiendo a base de bien con contratos de mierda, con sueldos de mierda. Y encima ponen en la calle a la pobre Noelia con sus cosas en una bolsa de basura —volvió a decir Ricardo, más animado si cabe. —Y el mierda de Ernesto ha sido incapaz de llamar siquiera a un taxi, puto capullo —dijo Miguel. —A él lo van a despedir también, tiene los días contados, no te creas —contestó Noelia con cierto deje de tristeza. —Y se lo merecerá —dijeron al mismo tiempo Miguel y Ricardo. —Lo dicho, al próximo que traten mal, te levantas de la silla, le sacudes una buena y te largas, ¿qué puede pasar? ¿Que te denuncie? Habrá merecido la pena— terminó sonriendo Ricardo. —Sí, ahora que lo dices, me hubiera gustado darle una buena ostia —sonrió Noelia. Era la primera sonrisa sincera que salía de sus labios desde hacía mucho, mucho tiempo.

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El esfuerzo de hoy evitará las lágrimas de mañana Miguel Ventayol

—No puedes hablar en serio—dijo ella. —No he hablado tan en serio en mi vida—contestó él mirando sus cuerpos desnudos, sudados y agotados. Él la contempló a ella, ella no paraba de respirar con fuerza tras el sexo. Llevaban varias semanas sin hacer el amor y, después de tanto tiempo, ninguno confiaba en durar más de cinco minutos. Toño y María llevaban casados trece años, un buen matrimonio marcado por las rutinas, las costumbres, el trabajo y la imposibilidad de tener niños, una pareja sencilla. —¿Qué has notado? —Insistió ella. —Nada. —¿Nada? —Se adelantó María. —Bueno —siguió Toño—, al principio me dolían las manos por el esfuerzo, luego la tensión empezó a gustarme. Apenas lo miré a los ojos porque si lo hubiera hecho creo que habría disfrutado, y eso no es bueno. —No—contestó ella—supongo que no. Toño siempre había tenido barriga y a partir de los treinta empezó a quedarse calvo, no mucho pero sí lo suficiente como para no saber cómo peinarse. No le molestaba ni lo uno ni lo otro, ni su barriga, ni la falta de cabello. Como tampoco le molestaba que su mujer fuera un poco más alta que él, que su culo fuera más gordo que el suyo o que apenas tuviera tetas. Era su mujer. Y nadie podía interponerse entre ellos, nadie. —Cuéntamelo otra vez, sigo sin entenderlo —le susurró María al pecho, mientras se acurrucaba, a punto de dormirse. —No sé, no sé si está bien darle tantas vueltas —contestó Toño, pensando en cómo era posible que hubieran hecho el amor como cuando eran chavales, como cuando se escapaban detrás de Magisterio con el Seat Panda de segunda mano. Pero sin darse cuenta su mente se dirigía una y otra vez al acto salvaje que había cometido sólo tres horas antes. Llegó a Campollano a las seis y media, como todos los días desde hacía diez años, llegó el primero, como todos los días desde hacía diez años. Antes que los jefes, antes que sus compañeros, “antes que las farolas”, solían bromear con él algunos amigos del bar de la calle D. Aquella mañana tenía el cuerpo tenso y algo de gases de la cena de la noche anterior, se aflojó el cinturón, abrió la puerta exterior de la nave, abrió puertas del interior, se metió en el vestuario y se colocó el mono azul impoluto y fue a la cafetería de la esquina a pedir un solo doble. Como cada mañana desde hacía siete años, se encontró a solas con el dueño del bar, Julio, quien había despedido al resto de los camareros porque era imposible llegar a final de mes. El bar seguía funcionando pero a medio gas, en el último año y medio habían cerrado cuatro empresas de las inmediaciones. Resultado, cerca de

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cien personas en la calle, cien almuerzos menos cada día, varios camareros en la misma cola del paro que cuarenta mil albaceteños. Aunque procuraban no hablar de ello, ambos sabían que el ambiente de primera hora de la mañana venía marcado por el desasosiego que suponía no conocer el destino de uno mismo, o saber que estaba en manos ajenas. —Hoy he estado pensando —empezó a decir Julio. —Miedo me das —le cortó Toño. —En serio, venía pensando en cómo era Campollano hace años y en que llevo más de treinta años detrás de una barra. —Se dice pronto —afirmó Toño bajando el tono de voz para no parecer desanimado. —Se dice pronto —empezó a decir Julio—, pero me veo en la calle. He echado cuentas y ni estando solos mi mujer y yo me trae cuenta seguir. Si acaso puedo aguantar, qué sé yo, dos, tres meses. Toño se apuró el solo doble y fue a pagar con una moneda de dos euros pero Julio le atajó, con ese gesto universal que significa invito yo. Aquello no era buena señal, ni mucho menos. Salió del bar mirando el amanecer en Campollano. Era sorprendente cómo podía un amanecer seguir encogiéndole el estómago, y más en mitad de aquel polígono industrial, pero lo hacía. Abrió de nuevo la puerta exterior de la nave, encendió luces y se puso a pensar en el trabajo que le quedaba por delante. Mucho trabajo, mucho trabajo. Era curioso, él tenía demasiado trabajo y Julio se estaba quedando sin nada. A pesar de que tenía cincuenta años recién cumplidos llevaba más de treinta detrás de una barra, y desde los 12 en diversos empleos de mala muerte, pero eran otros tiempos. ¿Acaso el siglo XXI no eran de nuevo esos tiempos? Llegaron sus compañeros, llegó todo el mundo y no tuvo ninguna intuición; las intuiciones sólo aparecen en las novelas, en las películas, en las chicas adolescentes. A las nueve y cinco, apenas tres minutos después de que hubiera llegado el gerente, lo llamó al despacho. —Pasa, pasa —le dijo sonriendo. Ni la más mínima intuición le pasó por la mente—. Verás, te he hecho venir para decirte que la empresa no cuenta más contigo. Ahí tienes el sobre con el finiquito, no hace falta que te lo mire un abogado porque está todo como tiene que estar. Hubo un silencio de varios minutos durante los cuales el gerente mantuvo la mirada de Toño que trataba de digerir la información. No podía, su mente no estaba capacitada para ello. No pensó en su mujer, no pensó en el hijo que no tenían, no pensó en nada, sólo veía los ojos de aquel tipo que lo miraban a través de las gafas de cuatrocientos euros. —Bueno, Toño, recoge tus cosas de la taquilla, dame las llaves de las puertas y puedes irte cuando quieras. —No me llames Toño, ni se te ocurra llamarme Toño —dijo sin saber siquiera de dónde salían aquellas palabras.

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—Será mejor que te largues de este despacho, encima de que te trato como una persona me vienes con éstas. Anda, lárgate que algunos tenemos que trabajar —repuso el gerente que, en esta ocasión, dejó de mirarlo a los ojos y se concentró en la pantalla de su ordenador portátil. Si hubiera mirado a los ojos de Toño hubiera tenido unos segundos para reaccionar.

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Todo por una camisa Marcelo Ortega

Era una camisa estupenda. Perfecta, diríase. La camisa elegida, la camisa nueva que seguiría siendo nueva después de una veintena de lavadas. O cuarenta lavadas. Menuda camisa era. Por eso a Atilano no se sorprendió que la camarera del Kafka le echara un piropo. Se llamaba Yasmin, y a poco que le vio entrar al local se giró, y repasándole le soltó en voz alta “Atilano, vaya camisa llevas, qué linda es”. Atilano se reafirmó en que era el tío con más clase del bar. Vale, el piropo no había ido a él, sino a su camisa. Pero ¿quién la había comprado? ¿Quién había hecho oídos sordos de los consejos de la dependienta, y se había ido derecho a por esta en particular? Era una camisa superior. Azul marino, un azul capaz de llamar la atención pero sin ser exagerado. La lista sencilla, estrecha, cada vez más estrecha en los extremos de la prenda, y en color blanco, un maravillo fondo para el azul. La camisa perfecta. Así que Atilano se tomó el cortado hablando con Yasmin, haciéndose el importante. Con una camisa como esa se podía ser alguien. Pero las buenas nuevas no abundan. Y un día perfecto conlleva muchas posibilidades de torcerse: Atilano salió del Kafka para coger el metro, la rutina de cada día, y cuando bajaba las escaleras se fijó en un tipo hacía el camino inverso con una camisa perfecta. Tan perfecta como la suya, idéntica. El tipo, además, debía de pesar 15 kilos menos. ¿Cómo era posible? Su camisa no era de esas que vendían en

las mismas tiendas de todo el mundo (Esprinfil, Zara, Pulanbear), precisamente porque no quería llevar una camisa igual que la del vecino. En el comercio le aseguraron que era una camisa casi exclusiva. “Bueno, es verdad -pensó Atilano- casi significa casi, quiere decir que otros habrán que, como yo, habrán comprado una camisa casi exclusiva”. Pero, ¿en el mismo color, y con la misma raya? Atilano se bajó en Sainz de Baranda con menos disgusto. En el trabajo las chicas iban a flipar con su camisa. Un ticket de 100 euros, al fin y al cabo, es sinónimo de camisa con clase. Ya apenas se acordaba del enfado por haber visto a un “doble” de camisa subiendo las escaleras de la estación. Pero la vida es una mierda. Lo sabía, y lo volvió a tener presente cuando entró en su trabajo, las oficinas de la Agencia de Transportes TorresMailing. El chico de la puerta, Miguel no sé qué más, llevaba su misma camisa. Y encima tuvo los huevos de comentarlo: “Vaya, Atilano, nos hemos puesto de acuerdo, no me lo puedo creer, ¿sabes...”. A Atilano no le hizo ninguna gracia pero asintió con la cabeza, casi sonrió, y entró por el pasillo mientras las palabras del tonto de Administración se quedaban a medias. Entonces llegó la ira. El jefe, don Rafael, llevaba también su camisa. Era lo que el de Administración le estaba comentado, lo que Atilano no escuchó. Aquello fue demasiado. Azul, perfecta. Le estaba como un guante a don Rafael, a quien trataban de don por ser jefe,

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aunque era dos años más joven que Atilano. Y más guapo. Y más esbelto. Carne de gimnasio. “Y alguna raya los viernes u sábados”, pensó Atilano. Fue lo último en lo que pensó cuando rompió el flexo de su mesa en la cabeza de don Rafael. Golpeó dos veces, intentó golpear una tercera, pero don Rafael estaba en el suelo, y su gesto cruzó el aire vacío. En el suelo, su jefe seguía teniendo una camisa perfecta, ahora manchada por la mucha sangre que salía de las dos brechas de su cabeza, una junto a la ceja, otra sobre la oreja izquierda. Atilano no pudo ver mucho más. Sonrió al ver que su camisa también había sido salpicada por la sangre del jefe. Y entonces le sujetaron. Cuando le sacaron por la puerta consiguió zafarse de los compañeros y darle un

sopapo al de Administración. También le escupió sobre la camisa, aunque no dijo una palabra de por qué se había liado a golpes con el jefe y con el pobre diablo de Administración.

Atilano no dijo nada más. Ni ese día, ni después. Perdió la cabeza por completo. Ni siquiera pasó por un juzgado. Para qué. Estaba alterado a todas horas, sometido a los tranquilizantes. Así lo internaron en el sanatorio de Cienpozuelos. Luego le trasladaron al de Leganés. No protestó cuando le pusieron una camisa de fuerza. Pero cuando vio que sus compañeros llevaban una igual, ni todos los celadores del mundo pudieron impedir que se arrojara por el balcón. Todo por una camisa.

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Austeridad ZPP Miguel Ventayol

(Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia) —He encontrado la solución —dijo entre jadeos la chica bajita. —¿La solución a qué? —respondió el tipo de barba. —La solución —sentenció la chica convertida en mujer de repente, había

crecido dos palmos, quizás tres. —Amaya, no bromees, no bromees con esas cosas, que no está el horno para

bollos —empezó a decir el tipo de barba con porte digno. —José María, la verdad es que... —Escucha —cortó el tipo de barba—, parafraseando a mi amigo Bono, a

partir de ahora llámame Sr. Presidente, ¿entendido? —Perdón, Sr. —la mujer bajita hizo una pausa dramática— Presidente —para,

a continuación iniciar su relato—, el caso es que esta mañana he ido a conocer las instalaciones del CNI, a conocer al personal y a ver quién tenemos allí. Luego he bajado a la cafetería a tomar un café rápido y en una esquina de la barra se encontraba el doctor Zarramendi, a quien conocí en otra época porque mis padres tuvieron cierta relación profesional en el pasado. Pues bien, se me acercó, me dio la enhorabuena, se puso a mi disposición y antes de darme cuenta me estaba contando la historia de sus investigaciones. Al parecer lleva encerrado en uno de esos sótanos semisecretos de los que dispone el CNI desde los 80, mejorando una investigación que inició mucho antes en la zona del Caribe.

—Amayita, al grano —suspiró Presidente. La mujer de ojos enormes fulminó a su compañero de partido y sin ceder a sus

sentimientos, continuó. —Dispone de un virus controlado que puede solucionar todos nuestros

problemas. —No te sigo. —Este virus es la cepa más contagiosa y mortal con la que haya trabajado

ningún científico occidental. De hecho la descartaron, o al menos eso afirma Zarramendi, los estadounidenses. Aunque él no está muy convencido porque ha tenido constancia de determinados conflictos en varios países del tercer mundo que lo contradicen. De cualquier manera, él continuó sus investigaciones, apoyado por sus contactos con nuestra gente desde los años de Suárez. Lo ha perfeccionado, controlado y lo tiene preparado. He concertado una cita con su equipo para el testeo de la primera prueba real.

—De verdad, Amaya, al grano. ¿Qué es este virus y en qué nos puede ser de utilidad al Gobierno? —Dijo un tanto desesperado el Presidente.

—Elimina personas con total limpieza, presidente —contestó la vicepresidenta sin el menor gesto de pasión.

En el despacho se hizo un leve silencio, seguido por el zumbido del ordenador portátil del presidente. Miró a los ojos a su subordinada, ambos se mantuvieron

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con chulería unos cuantos segundos hasta que la vicepresidenta entendió que era el momento de apartar la mirada si no quería sufrir las consecuencias.

—Parece serio pero, ¿es efectivo? —Al cien por cien. Lo han comprobado —insistió la Vicepresidenta. —¿Y limpio? ¿Y las responsabilidades? —Cien por cien limpieza. En cuanto a las responsabilidades, he trazado un

plan de crisis mediante el cual ni usted ni nadie del Gobierno se verá implicado, salvo quizás algún trabajador de una empresa farmacéutica que actuó movido por el afán de lucro y la inestabilidad mental.

—Me gusta, parece serio, parece bueno y efectivo. Convoca al Consejo de Ministros. Nos vemos en una hora.

—Entendido, en una hora tendré preparados los detalles. —Por cierto, ¿cómo dices que se llama el virus ése? — Ibmoz, la cepa es la caribeña. —Ibmoz caribeña. Interesante, pero debemos buscarle un nombre más

periodístico. Dile a Sara Mago que se encargue de darle forma. Lo quiero todo en una hora.

—Sí señor presidente. La mesa del Gabinete estaba recién bruñida, los ordenadores portátiles recién

encendidos por el ordenanza, los vasos de agua transparentes y los ceniceros preparados y brillantes. Todos dirigían la mirada a Amaya, ella guardaba silencio, esperaban al presidente. En aquella mesa se encontraban las mentes que sacarían a España de la crisis en que se encontraba sumida, eran conscientes de que el peso de la historia recaía sobre ellos. El presidente se retrasaba apenas unos minutos pero la espera se les hacía insoportables, sabían que algo sucedía y las emergencias no era algo que se les diera bien a ninguno, que siempre habían tenido los vientos a favor, hasta en los peores momentos.

—Os he convocado porque he tenido una idea importante que puede sacarnos de la crisis en la que estamos sumidos y, si todo sale como espero, nos colocará a la cabeza de la Unión Europea y quién sabe —el presidente hizo una aparición teatral por la puerta secreta que sólo él y un par de ordenanzas conocían. Dejó la frase sin terminar para que calara en el ánimo de sus ministros.

—Amaya —continuó el Presidente—, ¿has preparado el dossier? Empieza cuando quieras.

La Vicepresidenta entregó unos documentos con el sello de secreto como marca de agua. Inició una exposición técnica de lo que una hora antes había explicado al presidente. No ahorró ni un detalle técnico, no había llegado a su puesto precisamente por dejar cabos sueltos.

Antes de que nadie tuviera tiempo de respirar, el Ministro de Economía se apresuró a decir:

—¿Hemos calculado los costes? —Cero —le atajó la Vicepresidenta. De Pintos calló, conocía el poder de los

rangos. —¿Y los problemas de seguridad? —Empezó a decir el ministro de Interior.

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—Resuelto. Si abrís los dossieres por la página 50 encontraréis el plan de comunicación previsto, así como los planes de emergencia y de crisis. En todos los casos nuestra gente está cubierta.

El Consejo de Ministros aplaudió unánime incluso antes de ojear la página 50, sin duda la Vicepresidenta estaba en el cargo por motivos obvios.

—Para ser más concretos —siguió su explicación la Vicepresidenta, una mujer que había crecido de nuevo varios centímetros—, varias personas del CNI soltarán la cepa en Madrid, Bilbao, Barcelona, Valencia y Sevilla.

—¿Son de confianza? —preguntó de manera inocente la ministra de Fomento. —No hay problema al respecto, ellos son el virus. —¿Y el doctor Zarramendi? —insistió. —Bajo control médico en una residencia de estabilidad mental que sólo el

Presidente y la Vicepresidenta conocen— atajó la interrupción. —Estupendo, estupendo —empezó a decir el Presidente—. ¿Podemos hacer

un repaso por sectores, por favor? Amaya. —En efecto, como he dicho, los nuestros serán avisados con veinticuatro horas

de antelación con instrucciones precisas, quienes no las cumplan se verán afectados. Pero no sucederá. A partir de ahí, el día 7 de enero el virus entrará en acción en las ciudades señaladas. El índice de instauración será del 50 % de la población señalada el día 7, el día 8 lo controlaremos y habrá afectado al 63 % de la población, siempre dentro de los márgenes establecidos y de control.

Aplausos. —Los sectores afectados son los que especifica el cuadro 12 de la página 10

del dossier, no creo que sea necesario especificarlos más —amenazó la Vicepresidenta.

Hubo un leve silencio sólo quebrado por las páginas al pasar. Los ministros alternaban las miradas del dossier al Presidente y a la Vicepresidenta, y de nuevo al dossier.

—Pero...y, ¿qué pasa con nuestros votantes? Entre estos colectivos hay mucha gente que nos ha votado.

—Siempre serás un inocente, Brunete, nuestros votantes son prescindibles, ya hemos obtenido el Gobierno, ahora se nos exige tomar soluciones y ser determinantes. Es el momento de las decisiones complicadas y esta lo es. No nos gusta pero es la que debemos tomar —informó con aire burocrático la Vicepresidenta.

—¿Qué volumen de trabajadores quedará tras eliminar el virus? —Preguntó la ministra de Empleo.

—Suficiente, un 30 %, conseguimos pleno empleo, reactivamos la economía, rebajamos la edad legal a catorce años. Todo el mundo tendrá un empleo. Tenemos preparada la oferta de empleo público que se abrirá tras las desapariciones. Todos los sectores se verán beneficiados. Esa información está en el dossier, pero para ser concretos os diré que limpiezas, cementerios, hospitales y seguridad, e infraestructuras tendrán un repunte considerable que luego se reorientará a servicios sociales, educación, sanidad, o cuerpos de seguridad del estado.

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—¿Se informará a los componentes de las Cortes? —Sólo a los nuestros. El Gobierno tiene la intención de reducir el número de

componentes de las Cortes en número proporcional a la nueva sociedad. —¿Sabemos el número estimado de bajas? —preguntó la ministra de Sanidad. —Es sólo una estimación pero la población se reducirá entre un cuarenta y

cincuenta por ciento en los sectores mencionados en el dossier —siguió diciendo la Vicepresidenta.

Antes de que ningún miembro del Consejo de Ministros iniciara una nueva tanda de preguntas, el Presidente alzó la mano de manera leve y tomó la palabra.

—Es Navidad, por dios, id a casa, celebradla con los vuestros, seguid a rajatabla las instrucciones y el día 9 de enero comprobaréis el éxito de esta decisión.

Cañete, aún sorprendido, se atrevió a interrumpir: —Pero, con todos los respetos, presidente, ¿qué sucederá con nuestros

votantes? —Los votantes entenderán el sacrificio que hay que hacer por España y el

futuro de nuestro país. No se hable más. Sara, por favor —dijo dirigiéndose a la que fue su jefa de campaña—, ¿qué nombre ha elegido el gobierno como denominación para el virus del Ibmoz caribeña.

—ZePa, señor Presidente. El Consejo de Ministros cerró la sesión entre aplausos.

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