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MEMORIAS DE UNA HORCA Jose María Eça de Queiroz Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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MEMORIAS DEUNA HORCA

Jose María Eça deQueiroz

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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De un modo sobrenatural llegó a mí lanoticia de la existencia de este papel, dondeuna pobre horca podrida y negra relataba algu-nas cosas de su historia. Esta horca procurabaescribir sus trágicas Memorias. Debían ser pro-fundos testimonios sobre la vida. Como árbol,nadie conocía tan bien el misterio de la Natura-leza; como horca, nadie conocía mejor al hom-bre. Nadie puede ser tan espontáneo y genuinocomo el hombre que se retuerce al extremo deuna cuerda, ¡a no ser ese otro que se le sube alos hombros! Por desgracia, la pobre horca sepudrió y murió.

Entre los apuntes que dejó, los menoscompletos son estos que transcribo, resumen desus dolores, vaga apariencia de gritos instinti-vos. ¡Si ella hubiera podido escribir su vidacompleja, llena de sangre y de tristezas! Eshora de que sepamos, por fin, cual es la opiniónque la vasta Naturaleza, montes, árboles yaguas, tiene del hombre imperceptible. Tal vezeste sentimiento me lleve algún día a publicar

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papeles que guardo avaramente y que son lasMemorias de un átomo y las Notas de viaje deuna raíz de ciprés.

Así discurre el fragmento quecopio y que es, tan sólo, el prólogo de las Me-morias:

«Pertenezco a una antigua estirpe de ro-bles, raza austera y fuerte, que ya en la anti-güedad dejaba caer de sus ramas pensamientospara Platón. Era una familia hospitalaria ehistórica: ella había dado vida a navíos para laruta tenebrosa de las Indias, lanzas para losalucinados de las Cruzadas y vigas para lostechos sencillos y aromáticos que cobijaron aSavonarola, Spinoza y Lutero. Mi padre, olvi-dando las altas tradiciones sonoras y su linajevegetal, tuvo una vida inerte y profana. Norespetaba las morales antiguas, ni la ideal tradi-ción religiosa, ni los deberes de la Historia. Eraun árbol materialista. Lo habían pervertido losenciclopedistas de la vegetación. ¡Carecía de fe,de alma, de dios! Profesaba la religión del sol,

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de la savia y del agua. Era el gran libertino dela selva pensante. En verano no bien sentía lafermentación vívida de las savias, cantabaagitándose al sol, cobijaba los grandes concier-tos de pájaros bohemios, escupía la lluvia sobreel pueblo encorvado y humilde de las hierbas yde las plantas, y por la noche, en el abrazo delas hiedras lascivas, roncaba bajo el silencioestelar. ¡Cuando llegaba el invierno, con la pa-sividad animal de un mendigo, alzaba hacia laimpasible ironía del azul sus brazos flacos ysuplicantes!

»Por eso nosotros, sus hijos, no fuimosfelices en la vida vegetal. Uno de mis hermanosfue llevado para convertirse en tablado de pa-yasos; ¡rama contemplativa y romántica, todaslas noches iba a ser pisada por la burla, por elescarnio, por la farsa, por el hambre! La otrarama, llena de vida, de sol, de polvo, recia, soli-taria de la vida, luchadora contra los vientos ylas nieves, fue arrancada de nosotros, ¡para ir a

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ser cuaderna de una barca! ¡Yo, el más digno delástima, acabé en horca!

»Desde pequeño fui triste y compa-sivo. Tenia grandes amistades en la selva. Yosólo quería el bien, la risa, la sana dilatación delas fibras y de las almas. El rocío que mehumedecía de noche lo lanzaba a unas pobresvioletas que vivían debajo de nosotros, dulcesmuchachitas dolientes, melancólicas, conden-sadas y vivas de la gran alma silenciosa de lavegetación. Cobijaba a todos los pájaros envíspera de temporales. Era yo quien recibía lafuria de la lluvia. Venía ella con los cabellosdesgreñados, ¡perseguida, mordida, quebran-tada por el viento! Le abría mis ramas y mishojas y la ocultaba allí, al calor de la savia. Elviento pasaba, confundido e imbécil. Entoncesla pobre lluvia, que lo veía alejarse, silbandolascivo, se dejaba caer en silencio por el tronco,gota a gota, para que el viento no la oyese, ¡eiba, a rastras, entre la hierba, a unirse con sualma madre el Agua! Hice por ese tiempo amis-

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tad con un ruiseñor que venía a conversarconmigo durante las largas horas ocupadas desilencio. ¡El pobre ruiseñor abrigaba una penade amor! Había vivido en un país remoto, don-de los noviazgos tienen más lánguidas molicies;allí se enamoró y lloraba conmigo en líricossuspiros. ¡Tan mística fue su pena, que, segúnme dijeron, el desdichado, impulsado por eldolor y la desesperación, se arrojó al agua! ¡Po-bre ruiseñor! ¡Nadie tan amante, tan viudo ytan casto!

»Quería yo proteger a todo ser viviente. Ycuando las mozas campesinas venían a mi pie allorar, ¡yo alzaba siempre mis ramas, como de-dos, para que la pobre alma anegada en lágri-mas pudiera ver todos los caminos del cielo!

»¡Nunca más! ¡Nunca más, verde juventudlejana!

»En fin, era obligatorio que yo ingresaraen la vida de la realidad. Un día uno de esoshombres metalizados que trafican con la vege-tación vino a arrancarme del árbol. No sabía

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para qué me querían. Me tendieron en un carroy, al caer la noche, los bueyes empezaron a ca-minar, mientras al lado un hombre cantaba enel silencio de la noche. Yo iba herido, perdíamis fuerzas. Veía las estrellas con sus miradaspunzantes y frías. Sentía que me alejaban de lagran selva. Oía el rumor gimiente, indefinido yarrastrado de los árboles. ¡Eran voces amigasque me llamaban!

»Encima de mí volaban aves inmensas.Sentía un desfallecimiento en un torpor vegetal,como si estuviera disipándome en la pasividadde las cosas. Me adormecí. Al amanecer, está-bamos entrando en una ciudad. Las ventanasme miraban con ojos inyectados en sangre yllenos de un sol enfurecido. Yo sólo conocía lasciudades por las historias que de ellas contabanlas golondrinas en las veladas sonoras del bos-caje. Pero como iba tendido y amarrado concuerdas, sólo veía las humaredas y un aire opa-co. Oía un estrépito áspero y desafinado, en elque mi análisis descubría sollozos, risas, boste-

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zos y, además, el sordo rechinar del fango y eltintineo sombrío de los metales. ¡Olía, en fin, elolor mortal del hombre! Fui arrojado a un pa-tio infecto, donde no había ni azul ni aire. En-tonces empecé a comprender que una gran in-mundicia aplasta el alma humana ¡ya que tantose esconde de la vista del sol!

»Vinieron unos hombres, que me golpea-ron despreciativamente con los pies. Estaba yoen un estado tal de torpor y de materialidadque ni siquiera sentía la nostalgia de la patriavegetal. Al otro día un hombre se me acercó yempezó a darme hachazos. Ya no sentí más.Cuando recobré el sentido, iba otra vez atadoen el carro y, por la noche, un hombre aguijo-neaba a los bueyes, cantando. Sentí que lenta-mente renacían mi conciencia y mi vitalidad.Sospeché que estaba transformado en otra vidaorgánica. No sentía la fermentación magnéticade la savia, la energía dinámica de los filamen-tos y la superficie vivaz de las cortezas. Alre-dedor del carro iban otros a pie. Bajo la blancu-

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ra silenciosa y compasiva de la luna, me inva-dió una nostalgia infinita de los campos, delolor del heno, de las aves, de las hierbas, detoda la gran alma vivificadora de Dios que semueve entre la enramada. Adivinaba que ibahacia una vida real, de servidumbre y de traba-jo. Pero ¿cuál? Había oído hablar de los árbolesque van a ser leña, que calientan y crean y, alsentir en la convivencia del hombre la nostalgiade Dios, luchan con sus brazos de llamas paraapartarse de la tierra; éstas se disipan en la au-gusta transfiguración del humo: pasan a sernubes, se remontan a la intimidad de las estre-llas, ¡a vivir en la serenidad blanca y altiva delos inmortales y a percibir los pasos de Dios!

»Alguien me había hablado de los que vana ser vigas de la casa del hombre; esos felices yprivilegiados, oyen en la penumbra amorosa ydulce el estallido de los besos y de las risas: sonamados, vestidos, lavados, se apoyan sobreellos los cuerpos dolorosos de los Cristos; sonlos de la pasión humana, sienten la alegría in-

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mensa y orgullosa de los que protegen, y risasinfantiles, los suspiros de amor, confidencias,desahogos, elegías de la voz; todo lo que leshace recordar los murmullos del agua, el es-tremecimiento de las hojas, la canción del vien-to; toda esa gracia pasa sobre ellos, que gozaronya de la luz de la materia como una inmensa ybondadosa alma.

»También había oído hablar de los árbolesde buen destino, que van a ser mástil de unnavío, a percibir el olor de la marejada y a oírlas leyendas del temporal; a viajar, a ver, a lu-char, a vivir, llevados a través de las aguas, porel infinito, entre radiantes sorpresas, ¡comoalmas arrancadas del cuerpo que hacen porprimera vez el viaje al cielo!

»¿Qué iría a ser yo?... Llegamos. Tuve en-tonces la visión real de mi sino. ¡Iba a ser unahorca!

»Y me quedé inerte, destrozada por la pe-na. Me levantaron. Quedé sola, tenebrosa, enun campo. Había entrado, al fin, en la realidad

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dura de la vida. Mi destino era matar. Loshombres, con sus manos siempre cargadas decadenas, de cuerdas y de clavos ¡habían ido abuscar un cómplice entre los robles austeros!Yo iba a ser la eterna compañera de las agonías.¡Sujetos a mí se balancearían los cadáveres co-mo en otro tiempo las ramas verdes salpicadasde rocío!

»¡Mis frutos serían negros: los muertos! »Mi rocío sería de sangre. ¡Yo, la compañe-

ra de los pájaros, dulces tenores errantes, tendr-ía que oír por siempre las agonías del sollozo,los gemidos del ahogo! Las almas, al partir, sedesgarrarían en mis clavos. Yo, hija del árboldel silencio y del misterio religioso; yo, llena deaugusta alegría, húmeda de rocío, cobijo de lossalmos sonoros de la vida; yo, a la que Diosconocía como buena consoladora, tenía quemostrarme cambiada a las nubes, al viento, amis antiguos camaradas puros y justos; yo, elárbol vivo de los montes, en intimidad con lapodredumbre, ¡en camaradería con el verdugo,

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sosteniendo alegremente un cadáver por el pes-cuezo, para que los buitres le arrancaran lascarnes!

»Esto iba yo a ser! Me quedé yerta e impa-sible, como en nuestras selvas los lobos cuandosienten que la muerte los acecha.

»Era la aflicción. A lo lejos se mostraba laciudad cubierta de niebla.

»Apareció el sol. A mi alrededor empezó aagruparse la gente. Después, casi desfallecida,oí un rumor de sones tristes, el ruido pesado delos batallones y los cantos dolidos de los reli-giosos. Entre dos cirios venía un hombre, lívi-do. Entonces, confusamente, como en las esce-nas sin realidad del sueño, sentí un estremeci-miento, una gran vibración eléctrica, ¡y luego lamelodía lúgubre y arrastrada del canto de di-funtos!

»Recobré mis sentidos. »Estaba sola. El pueblo se dispersaba, ba-

jando hacia los poblados. ¡Nadie! La voz de lossacerdotes descendía lentamente, como el flujo

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final de una marea. Era al caer de la tarde. Vi.Vi libremente. ¡Vi! ¡Colgado de mí, tieso, flaco,con la cabeza caída y dislocada, estaba el ahor-cado! ¡Me horripilé!

»Sentía yo el frío y el lento subir de la pu-trefacción. ¡Iba a permanecer allí de noche, sola,en aquel descampado, sosteniendo en mis bra-zos aquel cadáver! ¡Nadie!

»El sol se iba, el sol puro. ¿Dónde estaba elalma de aquel cadáver? ¿Había partido ya? ¿Sehabría diluido en la luz, en los vapores, en lasvibraciones? Percibí los pasos de la triste nocheque llegaba. El viento hacía oscilar al cadáver,la cuerda crujía.

»Yo temblaba, hundida en una fiebre ve-getal, de desgarros y silencios. No podía estarallí sola. El viento me llevaría, arrancándome,en pedazos, hacia la antigua patria de las hojas.No. El viento era suave, ¡casi tan sólo el alientode la sombra! ¿Había llegado entonces el tiem-po en que la gran Naturaleza, la Naturalezareligiosa, quedaba abandonada a las fieras

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humanas? ¿Los robles ya no eran un arma?¿Era justo que el hacha y las cuerdas llegaran abuscar las ramas, producto de la labor de lasavia, del agua y sol, trabajo arduo de la Natu-raleza, forma brillante de la intención divina,para llevárselas hacía el universo de la impie-dad, para convertirlas en tablas de horca, don-de los cuerpos penden para la putrefacción? Ylos ramajes puros que fueron testigos de lasreligiones ¿ya no servían más que para poneren práctica las condenas humanas? ¿Servíansolamente para sostener las cuerdas, que parasus cabriolas usan los saltimbanquis y en lasque los condenados se retuercen? No podíaser.

»Pesaba sobre la Naturaleza una fatalidadinfame. Las almas de los muertos que saben elsecreto y comprenden la vida vegetal encontra-rían grotesco que los árboles, después de habersido colocados por Dios en la selva, con losbrazos abiertos, para bendecir la tierra y elagua, ¡fuesen arrastrados hacia las ciudades y

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obligados por el hombre a extender el brazo dela horca para bendecir a los verdugos!

»Y después de sustentar ramos de verdor -que son los hilos misteriosos sumergidos en elazul con los que Dios apresa la tierra - ¡iban aservir de sostén a las cuerdas de la horca, queson las cintas infames con las que el hombre seune a la podredumbre! ¡No! ¡Si las raíces de loscipreses contaban aquello en casa de los muer-tos harían estallar de risa la sepultura!

»Así hablaba yo en la soledad. Caía la no-che, lenta y fatal. El cadáver se balanceaba alviento. Empecé a oír aletazos. Volaban sombrassobre mí. Eran los buitres. Se posaron. Sentía elroce de sus plumas inmundas; afilaban los pi-cos en mi cuerpo; se colgaban, ruidosos,clavándome las garras.

»¡Uno se posó en el cadáver y empezó apicotearle la cara! Dentro de mí estallaron lossollozos. Pedí a Dios que me pudriese de repen-te. ¡Había sido un árbol de las selvas al que losvientos hablaban! ¡Servía ahora para afilar los

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picos de los buitres y para que los hombrescolgasen de mí cadáveres, como viejos ropajesde carne, en harapos! ¡Oh, Dios mío! - sollocétambién - ¡no quiero ser un monumento de tor-tura; he sido fuente de alimento y no quieromatar; fui amiga del labrador y no quieroalianzas con el sepulturero! El mundo vegetalposee una ignorancia sacra: la del sol, del rocíoy de las estrellas. Angélicos, buenos y malosson por igual cuerpos intocables para la granMadre Naturaleza, noble y caritativa. ¡Oh, Dios,libérame de este mal del hombre, tan feroz ytan hondo que se trasciende a sí mismo, quehorada a la propia Naturaleza y hasta llega aherirte a Ti, en tu mundo celestial! ¡Oh, Dios, elcielo azul me brindó cada mañana la frescuradel rocío, la tibieza fecundante, la belleza inma-terial y fluyente de lo blanco, la transformacióna través de la luz, todo lo bueno, todo lo grácil,todo lo sano; no permitas que mañana muestrea cambio, ante su primera mirada, este cadáverdesgarrado!

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»Pero Dios dormía en sus paraísos de luz.Tres años viví en estas angustias.

»Ahorqué a un hombre, un pensador, unpolítico, criatura del bien y de la verdad, almabella, pletórica de las formas del ideal, defensorde la luz. Fue vencido y ahorcado.

»Ahorqué a un hombre que había amadoa una mujer, que había huido con ella. Su cri-men era el amor, al que Platón llamó misterio yal que Jesús llamó ley. El aparato jurídico cas-tigó la fatalidad magnética de la afinidad de lasalmas ¡y corrigió a Dios con la horca!

»Ahorqué también a un ladrón. Este hom-bre era también obrero. Tenía mujer, hijos,hermanos y madre. En el invierno quedó sintrabajo, sin fuego, sin pan. Invadido por unanerviosa desesperación, robó. Fue ahorcado a lapuesta de sol. Los buitres no acudieron. Elcuerpo llegó a la tierra limpio, puro y sano. Eraun pobre cuerpo que había sucumbido porquelo apreté con rigor, como el alma había sucum-bido por colmarla y engrandecerla Dios.

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»Ahorqué a veinte. Los buitres me conoc-ían. La Naturaleza veía el dolor dentro de mí;no me despreció; el sol me otorgaba su luzespléndida, las nubes venían a arrastrar sobremí su blanda desnudez, el viento me referíacosas de la vida de la selva que yo había aban-donado, la vegetación inclinaba con ternura susfrondas para saludarme: Dios me enviaba elrocío, ese frescor que era promesa de unperdón del mundo natural.

»Envejecí. Aparecieron las arrugas oscu-ras. El gran mundo vegetal, al percibir cómome enfriaba, me envió a mí sus vestidos de hie-dra. Los buitres no volvieron y también des-aparecieron los verdugos. Me sentía penetradade la antigua paz de la Naturaleza divina. Lasflores que me habían evitado volvieron a nacera mi alrededor, como amigas verdes y confia-das. La Naturaleza parecía consolarme. Sentíala llegada de la podredumbre. Un día de nie-blas y vientos me dejé caer tristemente al suelo,

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entre la hierba y la humedad, y empecé a moriren silencio.

»Los musgos de las hierbas me cubrierony comencé a percibir que me diluía en la mate-ria inmensa, como en un dulzor ilimitado.

»El cuerpo se me enfría: tengo concienciade que poco a poco dejo de ser pudrición paratransformarme en tierra. ¡Voy, voy! ¡Oh tierra,adiós! Me vierto a través de las raíces. Losátomos huyen hacia toda la vasta Naturaleza,hacia la luz, hacia el verdor. Apenas oigo elrumor humano. ¡Oh, antigua Cibeles, voy ameterme dentro de la circulación material de tucuerpo! Veo aún vagamente la aparienciahumana, como una confusión de ideas, de de-seos, de desalientos, entre los cuales pasancadáveres ¡transparentes, bailando! ¡Apenas teveo, oh mal humano! ¡En medio de la vastafelicidad difusa del azul eras sólo como un hilode sangre!

»¡Las floraciones, como vidas ávidas, co-mienzan a aplastarme! ¿No es cierto que allí

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abajo, aún, en el poniente, los buitres hacen elinventario del cuerpo humano? ¡Oh materia,absórbeme! ¡Adiós! ¡Hasta nunca más, tierrainfame y augusta! Veo ya que los astros, cornolágrimas, atraviesan la faz del cielo. ¿Quiénllora así? ¡Me siento ya disuelta en la vida for-midable de la tierra! ¡Oh mundo oscuro, debarro y oro, que eres un astro en el infinito,adiós! ¡Adiós! ¡Te dejo en herencia mi cuerdapodrida!».

FIN