memorias de una primera dama

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MEMORIAS DE UNA PRIMERA DAMA Por Concepción Lombardo de Miramón Es ésta una obra escrita con la fluidez de una novela, pero los hechos que relata pertenecen a nuestra historia nacional, contados por la esposa de uno de sus más notables protagonistas; el general Miguel Miramón. Nací el domingo 8 de noviembre de 1835 en México, capital de la República Mexicana. Fuimos 12 hermanos, 6 varones y 6 hembras. Mi padre, Francisco María Lombardo, ocupó puestos elevados en diversas administraciones, particularmente en la del general Santa Anna, a quien profesó una abnegación hasta el sacrificio. Figuró en el primer Congreso, y fue perseguido por el emperador Iturbide, por haberle aconsejado que no se coronase. Mi padre descendía de una noble familia irlandesa, la cual pasó a España en 1640. A finales de 1700 mi abuelo pasó a Nueva España en compañía de mi abuela, Doña María de la Peña, que murió al dar a luz a mi padre. Mi madre, Germana Gil de Partearroyo, descendía de la casa española del marqués de San Felipe. Salió del convento sin más instrucción que la religiosa, y como éramos muchos hermanos, además de que sus deberes de sociedad eran Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012 Página 1

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MEMORIAS DE UNA PRIMERA DAMA

Por Concepción Lombardo de

Miramón

Es ésta una obra escrita con la fluidez

de una novela, pero los hechos que

relata pertenecen a nuestra historia

nacional, contados por la esposa de

uno de sus más notables protagonistas;

el general Miguel Miramón.

Nací el domingo 8 de noviembre de 1835 en México, capital de la República

Mexicana. Fuimos 12 hermanos, 6 varones y 6 hembras. Mi padre, Francisco

María Lombardo, ocupó puestos elevados en diversas administraciones,

particularmente en la del general Santa Anna, a quien profesó una abnegación

hasta el sacrificio. Figuró en el primer Congreso, y fue perseguido por el

emperador Iturbide, por haberle aconsejado que no se coronase. Mi padre

descendía de una noble familia irlandesa, la cual pasó a España en 1640. A

finales de 1700 mi abuelo pasó a Nueva España en compañía de mi abuela, Doña

María de la Peña, que murió al dar a luz a mi padre.

Mi madre, Germana Gil de Partearroyo, descendía de la casa española del

marqués de San Felipe. Salió del convento sin más instrucción que la religiosa, y

como éramos muchos hermanos, además de que sus deberes de sociedad eran

numerosos, nunca hubieran podido educarme en casa. A mí y a mi hermana

Mercedes, menor que yo, nos pusieron en una escuela dirigida por las señoras

Peñarrojas, apellido perfectamente adaptado a sus corazones de piedra y por

aquello de “letra con sangre entra”, pues ese era su método de enseñanza.

No sé por qué me pusieron allí, probablemente porque era yo la más

traviesa de la casa y pensaron que con el rigor que empleaban esas mujeres me

podrían corregir. Pero si hubieran sabido a todas las torturas a que me iban a

sujetar no lo hubieran hecho. La directora era un demonio encarnado. Jamás la vi

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reír y no recuerdo haberla visto perdonar. Ignorante en grado superlativo, no era

capaz de hacernos las más pequeña explicación de lo que nos enseñaba. La

instrucción que nos daba se reducía a la lectura y el catecismo que nos obligaba a

aprender de memoria. Y cuando no sabíamos nuestras lecciones, a gritos nos la

repetía palabra por palabra, acompañadas de una lluvia de dedalazos en nuestras

pobres cabezas. Endulzaba un tanto mi pena, el que anualmente ni madre nos

mandaba a pasar un mes fuera de la capital, a un pueblecito llamado Tizapán.

El 6 de diciembre de 1844 hubo en México una Revolución que ocasionó la

caída del presidente Antonio López de Santa Anna. El año 1846 el gobierno de los

Estados Unidos comenzó las hostilidades contra México. Nosotras seguimos

nuestra vida ordinaria y poco o nada nos ocupábamos de los acontecimientos

políticos. Pero el 18 de abril de 1847 perdió el general Santa Anna la batalla de

Cerro Gordo contra el general americano Scott, que el 9 de marzo había

desembarcado con 14,000 hombres cerca de Veracruz.

El ejército invasor avanzaba rápidamente hacia la capital, el terror era

general, y todo el que podía escapaba al interior del país. Mi padre pensó que su

familia debía ponerse a salvo y decidió que nos fuéramos cerca de Toluca. El se

quedó solo con mi hermano mayor y algunos criados. Yo sentía una especie de

gustillo al pensar que para siempre dejaba a mis maestras. Y así fue, pero salí a

los 10 años de edad sin saber leer y escribir. Así vi desaparecer mi infancia.

Las noticias que llegaban a Tenancingo sobre la guerra eran cada día más

graves. Nuestro ejército había perdido 2 importantes batallas en las cercanías de

la capital: Padierna y Churubusco. El 12 de septiembre atacó el ejército

norteamericano el fuerte de Chapultepec que era entonces Colegio Militar. Los

alumnos a las órdenes del general Bravo defendieron heroicamente el castillo.

El general Santa Anna, viendo perdida la batalla del Molino del Rey,

abandonó el mando de la infantería y se fugó a Oaxaca. Era gobernador de aquel

estado don Benito Juárez, quien no permitió al prófugo entrar en la capital.

Entonces Santa Anna se dirigió a la costa y embarcó para la isla de Santo Tomás

dejando el país en poder del enemigo extranjero.

Mi padre, a su pesar, tuvo que separarse de la política. El general Manuel

de la Peña y Peña reemplazó a Santa Anna en la presidencia, fijando en

Querétaro la residencia del gobierno.

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El 16 de septiembre de 1847, aniversario de nuestra independencia, entró

el ejército norteamericano a la capital de la República. Después de varios días de

angustia, llegó una carta de mi padre avisándonos que se encontraba en

Querétaro, y dando orden a mi madre para que cuanto antes nos fuéramos a

reunir con él.

¡Querétaro!... ¿Quién hubiera podido saber en aquella época de mi niñez,

que iba yo a conocer la ciudad que más tarde sería el teatro de mi más grande

desventura? Mi vida allí siguió siendo juego y travesuras… pero no sé qué secreto

presentimiento había en mi corazón, porque nunca estuve contenta en aquella

ciudad.

En el año de 1848 el general Herrera, presidente de la República, firmó el

tratado de paz con los Estados Unidos, por el cual perdió México gran parte de su

territorio. El ejército norteamericano evacuó la capital, y el gobierno, así como

todas las familias que habían emigrado a Querétaro, se marcharon a México.

Nos fuimos a vivir a una casita propiedad de mi padre que estaba frente al

canal que llaman de la Alhóndiga. Allí mi hermanita Refugio, que tendría 5 años,

enfermó y murió dejando en la desolación a toda la familia.

A las pocas semanas de esta desgracia, pudimos entrar en nuestra antigua

casa de la calle Cadena. Allí los cuartos eran alegres y bañados por el sol. La sala

era espaciosa y lujosamente amueblada. De toda la casa, lo que formaba mis

delicias era el tocador de mi madre. La entrada a aquel lugar era prohibida,

particularmente a mí, que tenía la manía de tocarlo todo.

Después de nuestro viaje a Tenancingo y a Querétaro, la gran

preocupación de mi madre era mi educación. En esos días había abierto una casa

de educación la viuda del general Múzquiz. Con ella me puso mi madre. Mi nueva

maestra era dulce y afable. Con ella 3 de sus hijas daban lecciones, no con azotes

ni castigos y menos con humillaciones.

A los 3 meses de haber entrado allí aprendí a escribir, y en los 2 años que

pasé en esa casa, me adiestré en lectura, en la historia santa y en toda clase de

bordados. Estaba tan contenta en aquella escuela que cuando iban a buscarme

por la tarde no quería volver a casa.

A finales del año 1849 el general Joaquín Herrera acabó su tiempo en la

presidencia y entró al poder don Mariano Arista. Mi padre era entonces diputado y

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además de hacer oposición al gobierno, trabajaba por la vuelta del general Santa

Anna al país, lo que le valió una persecución.

Mi abuela, que tenía pasión por la política, reunía en su casa a los

conspiradores y ocultaba a alguno de ellos. La noche del 24 de diciembre había

preparado una gran fiesta, y cuando nos preparábamos para ir a la misa de gallo,

entró el jefe de la policía con varios esbirros. Los policías se esparcieron por la

casa y tanto buscaron que dieron con mi pobre papá. Se lo llevaron a la prisión de

Santiago de Tlatelolco, a donde ya estaban encerrados varios de sus

correligionarios.

A principios de 1850 dio el gobierno una amnistía y fueron puestos en

libertad todos los presos. Mi padre continuó siendo diputado y también haciendo

oposición al presidente Mariano Arista.

El mismo año se declaró en México la epidemia de cólera, que diezmo la

población. Por esta circunstancia decidió mi madre sacarme de la casa de la

señora Múzquiz. ¡Cuántas lagrimas derramé al decir adiós a aquellas buenas

amigas! Pero no las perdí nunca de vista. Nuestra amistad se estrechó con los

años y se sello en las tumbas.

Se pensó en la música para adornar mi persona y me pusieron maestra de

canto. Se me desarrolló una pasión tan grande por la música que cuando no

estaba en el piano repetía mis escalas a toda voz cantando por la casa. También

me aficioné a la equitación y no contenta con ello quise tirar al blanco. Mis padres

estaban encantados con mis gracias.

En el año 1853 hubo una revolución que llamaron de las Polkas. Los

partidarios de Santa Anna conspiraban, el gobierno lo supo y comenzaron las

persecuciones. Duró esta revolución varias semanas, en las que reinó un

verdadero terror.

Los partidarios de Santa Anna triunfaron, e hicieron caer del poder a don

Mariano Arista. Llamaron a Santa Anna, que desembarcó el 1º de abril en

Veracruz.

El sábado de Gloria de aquel año amaneció mi madre con calentura, duró 5

días sin que causara ningún temor su enfermedad, pero al sexto, el doctor ordenó

que se confesara. Se le había declarado meningitis. Fueron inútiles todos los

esfuerzos por salvarla. El 6 de abril la perdimos.

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Al mes de muerta nuestra madre, una noche nos despertamos oyendo unos

gemidos. Era nuestro amado padre, que tendido en el suelo se encontraba sin

conocimiento y en estado deplorable. Después de muchos días de extrema

gravedad tuvimos el consuelo de que nos viviera dos años más, aunque con

grandes sufrimientos.

Ocho meses después de la muerte de mi madre se presentó en casa el

joven Vicente Vidal a pedir la mano de mi hermana Ángela. La boda fue triste y sin

ninguna fiesta.

La suegra de Ángela tenía un hermano, don Fernando Pontones, hombre

de unos 45 años, viudo y con 3 hijos. Estaba asociado con su hermana y poseía

una fortuna de medio millón de pesos. Poco tiempo después del matrimonio de mi

hermana don Fernando me empezó a cortejar. Ángela me atormentaba

continuamente haciéndome mil reflexiones respecto a las ventajas que me traería

aquel matrimonio, pero yo la oía con la mayor indiferencia. Un día, sabiendo que

don Fernando estaba escuchando, le dije: “Mi marido ha de ser joven y guapo, si

no, no me caso”.

A causa de la asidua asistencia que prestábamos a nuestro padre la salud

de mi hermana Lupe comenzó a resentirse y le ordenaron los médicos que

paseara por el campo. La señora Velázquez de la Cadena, madre de unas amigas

nuestras, nos propuso acompañarnos diariamente a pasear por los alrededores de

la capital.

Un día nos propuso ir al Castillo de Chapultepec, donde estaba el Colegio

Militar. El oficial que conocía nuestra amiga se empeño en presentarnos al

director. Éste nos saludo cortésmente, habló de la belleza de aquel sitio y luego de

los cadetes. Nos contó que después de los exámenes, los alumnos se habían

lucido particularmente en los ejercicios gimnásticos. Yo suplique al director que

nos hiciera ver algo de aquellos ejercicios. “Con mucho gusto, señorita” contestó, y

mandó llamar al capitán Miramón. Minutos después se presento un oficial de unos

20 ó 21 años, de estatura mediana, tez morena, hermosos ojos negros, boca

grande, apuntándole apenas el bigote.

Después de saludarnos, recibió la orden del director y salió. Entonces éste

dijo a la señora Cadena: “Ese joven ha sido uno de los mejores alumnos del

colegio. Cuando el ejército norteamericano atacó este castillo, el joven Miramón,

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que apenas tenía 17 años, se distinguió entre todos por su valor. En 5 años pasó

todos los grados del colegio, habiendo merecido salir de aquí a un cuerpo de

artillería. Allí pasó a capitán y desde finales del año pasado lo tengo aquí con el

mismo grado como profesor”.

Estuvimos una hora admirando la agilidad y fuerza de los cadetes. El

capitán Miramón permaneció cerca de nosotras dirigiéndonos de cuando en

cuando algunas palabras. Acabados los ejercicios, el director ordenó al capitán

que nos acompañara hasta el coche.

Mi hermana Lupe tenía un pretendiente llamado Romualdo Fagoaga, que

más tarde fue su esposo. Pocos días después de nuestro paseo a Chapultepec se

presentó Romualdo en casa acompañado del capitán Miramón. Durante toda la

visita no quitó los ojos de mí. De pronto Romualdo me dijo: “¿Sabe usted,

cuñadita, que este bravo capitán está locamente enamorado de usted?” Yo no

supe qué contestar y quise cambiar de conversación, pero Miramón dijo: “Sí,

señorita, es verdad, y no crea usted que me quiero divertir sino casarme”. Yo solté

una carcajada y le contesté: “¿Se quiere casar conmigo para llevarme a la guerra

a caballo, cargando en brazos al niño? Ahora es usted capitán, cuando sea

general, entonces nos casaremos”.

Mi burlesca respuesta desconcertó a Miramón, pero yo seguí la broma y

tomé aquello por una pura chanza. Pasé varios meses sin volver a verlo.

Romualdo me hablaba de él y me decía que yo le había inspirado una gran

pasión, pero yo no le hacía caso.

En marzo de 1855 nuestro padre un nuevo ataque que lo postró en cama, y

ya no se levantó más. El 11 de abril tuvimos el inmenso dolor de perderlo.

A los 9 días de la muerte de nuestro padre se dio lectura a su testamento.

Nos dejaba una fuerte suma que estaba colocada en el Banco de Londres. “El

comprobante se encuentra dentro de un libro de cheques en uno de los cajones de

mi escritorio”. Subimos con el notario y el albacea al estudio de mi padre para

buscar el libro de cheques. No se encontró nada.

Escribimos a Inglaterra, pero nos fue contestado que si no existía en

nuestro poder el libro de cheques, el banco no tenía ninguna responsabilidad.

Así fuimos robadas. Nos quedaban 3 casitas, la biblioteca, los coches, los

muebles, las alhajas de mi madre, pero todo eso no bastaba para cubrir las

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deudas y dejarnos un capital cuya renta nos diera para vivir. Decidimos reducir

nuestros gastos y dejar la casa de la calle Cadena.

Como 3 meses después de la muerte de nuestro padre Romualdo me dijo:

“Sabe, cuñadita, mi amigo Miguel Miramón ya es teniente coronel”. Entonces me

contó que el general Santa Anna había quedado tan satisfecho de sus servicios

que le había confiado el Batallón de California para que lo disciplinase. Cumplió

tan bien esta ardua empresa, que el jefe del Estado lo mandó al sur, al estado de

Guerrero, donde, a la cabeza de don Juan Álvarez, estalló la revolución que más

tarde debía tirar del poder a Santa Anna.

Hicimos limpiar una de las casitas de la calle de Chiconautla, barrio feo y

fuera del centro. Era pequeña; se componía de una sala, 2 cuartos de dormir, un

comedor y la cocina. Comenzó para nosotros una vida nueva, y momentos de

gran tristeza se apoderaban de nuestros corazones.

El mismo mes de abril de aquel año de 1855 en que perdimos a nuestro

padre cayó de la presidencia el general Santa Anna, dejando en el poder al

licenciado Pavón. Cuatro meses después hubo algunos desórdenes y de eso

resultó la elección del general Carrera como presidente interino.

El 12 de septiembre el general Carrera renunció a la presidencia y eso dio

motivo a otra revolución, y a que una parte de las tropas de la capital se adhiriera

al Plan de Ayutla, proclamado el año anterior por don Juan Álvarez, triunfando así

el partido liberal. Nosotras, temerosas de que ocurrieran nuevos desórdenes,

decidimos irnos al campo. Elegimos el pueblo de Tacubaya. Allí alquilamos una

vivienda bastante pequeña, pero rodeada de jardín y árboles.

A las pocas semanas de nuestra instalación, fue mi hermana Mercedes a

México a pasar unos días con mi abuela. Volvió contándonos que había conocido

a un inglés, quien le había ofrecido visitarnos. En efecto, se presentó; se llamaba

Eduardo Perry, tenía unos 40 años, era jovial, alegre y de amena conversación.

Comenzó a frecuentar la casa y a poco a hacerme la corte.

A los pocos meses de estar en Tacubaya me encontraba sola en el jardín

cuando se detuvo detrás de la reja un elegante oficial que dijo: “¿No me reconoce,

señorita? Soy Miramón. Estoy de guarnición en Tacubaya con mi regimiento”.

Había cambiado de aspecto, su bigote había crecido y sus ojos parecían más

hermosos y grandes que la última vez.

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A los 2 días de ese encuentro, Miramón se presentó en casa acompañado

de Romualdo, y aunque se manifestó frío y reservado, yo comprendí que no había

renunciado a sus pretensiones. Me escribió insistentemente, pero yo no contesté

sus cartas, y cuando venía a casa lo trataba con la mayor indiferencia. Todo esto

aumentaba en él la simpatía que por mí sentía.

Una mañana como a las 4 nos despertó el ruido de música militar que

sonaba en el jardín, después el ruido se fue alejando. Al día siguiente nos dijeron

que Miramón se había marchado con su batallón y comprendimos que nos había

ido a saludar por medio de su banda.

Don Juan Álvarez nombró a don Ignacio Comonfort jefe supremo de la

nación. Todo parecía haber entrado a la calma y por tal motivo decidimos volver a

la capital.

Los primeros actos del gobierno de Comonfort, fueron la persecución del

clero y del ejército. Los hombres que estaban en el partido conservador se

comenzaron a mover y, cuando el presidente creía sofocada la revolución, ésta

estalló con más fuerza.

Miramón participaba del justo descontento y de la indignación de sus

compañeros de armas. En los primeros días del mes de diciembre de 1855

sublevó su batallón y se fue a unir con sus compañeros de armas en la sierra de

Puebla.

El gobierno, tan pronto como tuvo aviso de la toma de la ciudad de Puebla

por los pronunciados, formó un ejército de 16,000 hombres. Diarios fueron los

combates y 28 días duró aquel sitio. Finalmente Comonfort concedió una

capitulación. Por 6 meses se sucedieron varios pronunciamientos que tenían en

continua agitación al gobierno.

Más de medio año después de la muerte de nuestro padre, mi novio Perry

nos iba a ver diariamente. Mi familia y nuestros amigos comenzaron con

habladillas dañosas a mi reputación. Nada impedía al inglés casarse conmigo,

pero ¿por qué no hablaba de matrimonio? Mi confesor el padre Pinzón, habló con

Perry duramente, y se puede decir que desde ese momento ya era el inglés un

pretendiente oficial.

La promulgación de la Constitución Federal de 1855 causó un descontento

general; el gobierno, temiendo una nueva revolución comenzó a perseguir a los

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conservadores, principalmente a los jefes y oficiales. Ya tenía presos a gran parte

de ellos, pero le faltaban los principales caudillos, Osollo y Miramón.

Una noche que Miramón se encontraba oculto en la casa de don Juan

Cervantes llegó la policía. Miramón fue conducido a la prisión de la ex Acordada,

donde era celosamente vigilado. Sus padres, a pesar de ello, lograban verlo. Así

concibió un plan y decidió ponerlo en práctica; pidió a su madre que cada vez que

lo fuera a ver le llevase una pieza del traje militar de soldado, semejante a los del

regimiento que custodiaba la prisión. La madre cumplió las instrucciones y, una

vez completo, Miramón decidió su evasión.

En la prisión circulaba antes del alba una patrulla. Miramón, con su disfraz

de soldado, esperó detrás de su puerta que la patrulla pasara y cuando oyó los

pasos del último soldado se unió a ella. Marchando, bajó la escalera y al llegar a la

puerta de la prisión se acercó al oficial de guardia: “Mi capitán, ¿me permite ir a

tomar una taza de café?” “Vaya”, le contestó el oficial.

Miramón salió de allí y se lanzó por las calles de la capital. Permaneció

oculto algunas semanas en una hacienda. Desde allí se puso de acuerdo con

algunos de sus amigos y correligionarios que, a sus órdenes, se propusieron

sorprender a la guarnición de Toluca para hacerse de armas, parque y sublevar a

la tropa.

La victoria se presentaba a favor de los conservadores; desgraciadamente

una bala hirió gravemente a Miramón en la pierna derecha y, a su pesar, tuvieron

que hacer una violenta retirada para no caer en poder del enemigo.

Mientras, Miramón sufría estas peripecias yo me encontraba en otras

batallas bien diferentes. Entre nuestros amigos teníamos a la familia del general

Quijano, que solían dar conciertos en los cuales yo tomaba parte. A Perry no le

caía en gracia que yo fuera allí, y se opuso abiertamente cuando me vino otra

invitación. Pasaron las semanas y en vano le demostré la imposibilidad de

rechazar por tercera vez una invitación. “Si va, todo queda roto entre nosotros”,

me dijo. Su amenaza me indignó, sus ridículos celos me comenzaban a cansar, y

así, acepté el convite.

Fiel a su amenaza, al día siguiente me escribió afirmándose en su

determinación y devolviéndome mis cartas. Mi primer movimiento fue de cólera,

luego vino la pena y el sentimiento. Durante 2 semanas viví con la esperanza de

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que se arrepintiese; no fue así. Ya que en su corazón no hay amor, me dije,

procuremos olvidar.

Perry, apenas comprendió que no me ocupaba de él, se comenzó a

ablandar. Se ponía de plantón frente a la casa, pero yo lo ignoraba. Ya mi corazón

no sentía por él el mismo afecto que antes; sin embargo, pensando que romper

definitivamente y no casarme con él sería motivo de gran crítica, accedí a sus

instancias imponiéndole mis condiciones. A todo accedió.

El 17 de diciembre de 1857 se pronunció en Tacubaya la primera brigada

del ejército que mandaba el general Félix Zuloaga, desconociendo la Constitución

Federal. El mes siguiente, 11 de enero de 1858, se pronunciaron en la ciudad de

México, los generales Carlos Palafox, Miguel Piña y otros jefes adicionando el plan

de Tacubaya; entonces los pronunciados cambiaron el plan, a favor de los

conservadores; el general Félix Zuloaga se fue de la Ciudadela, donde se le

proclamó general en jefe. El presidente Comonfort delegó el mando de la nación al

licenciado Benito Juárez, presidente de la Suprema Corte de Justicia, quien

inmediatamente partió a Querétaro a establecer su gobierno.

Los principales caudillos conservadores, Luis Osollo y Miguel Miramón,

llegaron a la Ciudadela. Ambos se ocuparon de formar un plan contra las fuerzas

que sostenían al presidente Comonfort. Arreglado, se dio el ataque el 20 de enero

sobre las tropas del gobierno. En la noche todo había concluido y a la madrugada

del día siguiente Comonfort tomaba rumbo a Veracruz.

Los pronunciados nombraron presidente interino al general Félix Zuloaga,

quedando Osollo a cargo de la comandancia general de la plaza. Miramón se

ocupó de organizar un ejército para continuar la campaña, y después fue

nombrado comandante general de la misma plaza.

En aquella época mi hermana Mercedes estudiaba música con el maestro

Manuel Meneses; este mismo maestro daba lecciones a la señorita Paz Miramón,

hermana del general, y por tal motivo nos hablaba con frecuencia del valor y los

hechos de armas de Miguel. Un día de julio de ese año de 1858, llegó el maestro

anunciando que Miramón estaba en la capital. Mercedes y yo nada dijimos, pero

Lupe respondió: “Cuánto gusto tendríamos en volverlo a ver. Lo conocimos hace

tiempo, pero seguro ya no se acuerda de nosotras”.

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Page 11: Memorias de Una Primera Dama

El maestro le contó a Paz Miramón lo dicho por Lupe, y ese mismo día, al

anochecer, mi sorpresa fue grande al ver en nuestra puerta un carruaje tirado por

dos caballos y con criados de librea. Corrí a avisar a mis hermanas y luego fui a

abrir: “Usted dispense, ¿con quién tengo el gusto de hablar?” El desconocido,

tendiéndome la mano, respondió: “Soy Miramón y vengo a ofrecerle mi banda de

general”. En eso entraron mis hermanas y yo toda cortada le dije: “Ya no son

tiempos de bromas, aquello lo dije sin pensar”. “Pues bien, yo lo he tomado en

serio”, me contestó. Dirigiéndose a mi hermana Lupe, le estrecho la mano y le dijo:

“Le pido a usted formalmente la mano de Concha”. Nos quedamos pasmadas.

Lupe sonrió y dijo: “Vamos, déjese de bromas y cuéntenos algo de sus batallas”.

Media hora duró la visita y en ella nos contó lo mucho que había que trabajar para

pacificar el país; al despedirse de mí dijo: “Adiós Concha, mañana vuelvo para que

me dé usted la contestación”.

Al día siguiente Miramón se presentó en casa como había dicho. Le abrí mi

corazón, le conté mi compromiso con Perry y la dificultad en que estaba de romper

con él. “Todo lo sé”, me contestó “pero si usted ya no lo ama, ¿qué dificultad

puede tener de unirse conmigo? Además, usted me ofreció casarse conmigo

cuando fuera general y esa promesa la hizo antes de conocer a ese inglés y hoy

se la vengo a reclamar. Mañana por la noche me tiene que dar su decisión”.

Se comprenderá mi agitación, mi perplejidad; finalmente decidí darle mi

negativa, considerando poco digno de mí aceptar su propuesta. Por otra parte,

tanta fidelidad, tanto amor, despertaron en mi alma un santo afecto, que creció día

a día y se convirtió en amor.

Llegó la noche y Miramón no se presentó como me había prometido. A la

mañana siguiente se presentó un asistente trayendo una carta:

“Concha: cómo me da pena escribir la noticia de que mi presencia es

indispensable en Guanajuato; me marcho con el sentimiento de no poder decirte

adiós; pero con la esperanza de que a mi regreso serás mía para siempre. No

olvides al general Miramón”.

La lucha entre liberales y conservadores continuaba. El gobernador de

Morelia, Epitacio Huerta, ordenó un préstamo forzoso de 15,000 pesos a los

habitantes de aquella ciudad y al clero otro de 90,000 para poner en movimiento

las fuerzas que debían marchar para atacar a Miramón.

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Los canónigos de la catedral de Morelia, que habían sido ya despojados de

sus bienes, no pudieron hacer frente al pedido, y el gobernador, indignado, entró

secretamente a la catedral y se apoderó de todas las cosas sagradas , las joyas

que adornaban las imágenes, así como de toda la plata labrada. Con estos

recursos, el gobernador envió al general Blanco sobre Guanajuato; pero habiendo

llegado antes que él, el general conservador Liceaga destruyó el plan de Blanco,

el cual aprovechando la estancia de Miramón en San Luis Potosí, dirigió sus

fuerzas a la capital.

El gobierno conservador, que tenía puesta toda su atención en el interior del

país, se encontró sorprendido al saber que las fuerzas de Blanco se acercaban a

la capital. La noche del 13 de octubre el general Blanco se introdujo en Tacubaya

y tomó el Castillo de Chapultepec. Se extendieron luego las fuerzas liberales hasta

la garita de San Cosme de donde fueron rechazadas por las fuerzas del general

Manuel Piña.

El general Blanco no llevaba los elementos para tomar la capital, ni era ése

su plan; el objeto de ese ataque fue a poner a salvo el botín robado en la catedral

de Morelia. En Tacubaya vivía el ministro americano Mr. Forsyth, el cual se

encargó de esconder en su casa el precioso tesoro; pero temeroso de

comprometerse, a los pocos días de haberse marchado Blanco con sus tropas,

buscó el ministro otro escondite en casa de Perry, amigo suyo. Yo ignoraba todo

esto pues las visitas de Perry a mi casa se habían hecho raras y me consideraba

libre de mí compromiso con él.

El miércoles 20 de octubre de 1858 Miramón, que había llegado de

madrugada a la capital, fue a verme y me dijo: “Desde que te volví a ver no

encuentro paz lejos de ti, y si me amas es preciso que te vengas conmigo a San

Luis Potosí; mi estancia en la capital será corta, pero nos pudimos unir antes de

marcharme”. “¿Y cuándo nos casaríamos?”, le contesté, “Mañana si quieres,

puedo arreglarlo todo en 24 horas”, respondió. “¡Casarnos mañana!”, exclamé

riéndome, “¡fuera siquiera domingo!”. “Pues bien”, contestó, “nos casaremos el

domingo”. Sin oír razones, se marchó y nos dejó a mí y a mis hermanas

preguntándonos si aquello era sueño o realidad.

Nada se había fijado sobre la hora y lugar de la ceremonia. Miramón se

presentó el jueves en la noche en casa y me dijo que el presidente Zuloaga y su

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esposa se habían ofrecido para apadrinar nuestro matrimonio y que por

consiguiente nos casaríamos en Palacio. Oyendo esto, yo dije: “No, soy huérfana

y no tengo padre ni madre que me conduzcan a Palacio, o me caso en la iglesia o

aquí en mi casa”, Miramón, satisfecho de haber escogido a una mujer que tenía

fibra y voluntad, me dijo: “Pues bien, no iremos a Palacio a casarnos”.

Se decidió que nos daríamos la mano en mi casa sin hacer ningún convite y

que ya casados nos iríamos a la misa de velación a Palacio. Acepté el plan y

quedó fijado nuestro matrimonio para el domingo siguiente a las 8 de la mañana.

Llegó el domingo 2 de octubre de 1858. A las 8 en punto llegó el presidente

Zuloaga con su señora y Miramón. El obispo, asistido por el cura de nuestra

parroquia, ofició la ceremonia ante el altar colocado en nuestra modesta sala.

Concluida la ceremonia nos dirigimos a Palacio Nacional. Después de la misa se

sirvió un desayuno, tras el cual mi esposo y yo fuimos a la Villa de Guadalupe a

dar gracias por nuestra feliz unión. De la Villa, Miramón me condujo a mi casa y él

se fue a la suya diciéndome que a las 5 de la tarde nos iría a buscar a mí y a mis

hermanas, pues el presidente nos daba una gran comida en Palacio.

Para que ninguna originalidad faltará en mi matrimonio, al momento de

retirarnos de Palacio el presidente le dijo a mi esposo: “General, esta noche me

dedican una función en el teatro. Mi señora y yo tendríamos el mayor placer en

que usted y Conchita nos acompañaran”.

En el teatro no había un anteojo que no estuviera sobre nosotros. ¿Y cómo

no había de ser así? Se presentaba en público el principal caudillo del partido

conservador. Habiendo unido mi suerte a la de aquel valiente, comencé desde ese

momento a participar de su gloria y popularidad. Sin embargo, siendo novicia en

todo aquello, pasé aquellas horas en un verdadero tormento.

Diez días después de mi matrimonio mi esposo me dijo: “Esta noche nos

vamos. Me llama mi deber en el interior”. Di la noticia a mis hermanas y,

derramando abundantes lágrimas, arreglamos mi equipaje. Al día siguiente

llegamos a Querétaro y nos alojamos en la casa del general Juvera. Varios días

nos detuvimos allí, luego seguimos el viaje a Guanajuato.

Al llegar, mi esposo me presentó a 2 de sus criados que nos esperaban.

José María era su chofer; Albino, su camarista. Los 2 habían sido librados de la

prisión de la ex Acordada. Cuando mi esposo me contó de dónde había sacado a

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 13

Page 14: Memorias de Una Primera Dama

aquellos criados me quedé fría; pero él se sonrió y me dijo: “No temas, estos

hombres me son tan fieles que darían la vida por mí”.

En Guanajuato estuvimos pocos días. Salimos de allí la madrugada del 15

de noviembre. Al acercarnos a San Luis, a eso de las 8 de la noche, notamos gran

movimiento. Señores y oficiales a caballo nos iban a recibir, la gente del pueblo

que a nuestro paso aclamaba a mi esposo. Al llegar a la plaza principal, las

músicas militares comenzaron a sonar y nos salió a recibir el coronel Francisco

Vélez y el gobernador Nicolás Ycaza y Mora.

Organizadas las tropas que mi esposo debía llevar a la nueva campaña que

iba a emprender contra Degollado, me comunicó la noticia de su partida para

finales del mes. Mi pena fue inmensa al pensar en aquella separación.

Mi esposo combatió a los liberales del norte de la República y obtuvo

brillantes victorias. EL gobierno del general Zuloaga envió fuerzas a Veracruz para

desalojar de aquel puerto a Juárez y a la parodia de su gobierno que allí se había

establecido.

El general Echegaray atacó con éxito el castillo de Perote, donde se habían

fortificado los liberales. Desgraciadamente después Echegaray se marchó con sus

tropas a Ayotla y allí se pronunció contra Zuloaga, nombrándose presidente la

República, mientras se pacificaba el país.

Además del pronunciamiento de Echegaray otros 2 incidentes pusieron en

dificultades al gobierno. El primero fue recibir una nota del presidente de los

Estados Unidos, por la cual desconocía el gobierno de Zuloaga, por considerarlo

vacilante; el segundo fue que habiendo secundado la guarnición de la capital el

pronunciamiento de Echegaray, se puso a la cabeza del movimiento el general

Manuel Robles Pezuela, quien invitó a todos los jefes de la guarnición para

destituir a Zuloaga.

El 23 de diciembre redactaron un manifiesto en que hacía saber al público

que Zuloaga quedaba destituido y que se elegiría un presidente interino hasta que

el país se pacificara. A Zuloaga no le quedó otro recurso que abandonar Palacio

Nacional y refugiarse en la legación inglesa.

La madrugada del 4 de enero de 1859 me despertaron las salvas de

artillería, los repiques de todas las campanas de la ciudad y el son de las músicas

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 14

Page 15: Memorias de Una Primera Dama

militares. Mi ansiedad crecía cuando entró mi mucama radiante de alegría: “¡Niña,

han nombrado presidente al señor general!”

El partido conservador y todo el ejército recibieron con entusiasmo la

noticia. Sólo yo la recibí con tristeza; mi corazón me presagiaba nuevas

dificultades y peligros para aquel ser amado.

Al día siguiente de esos acontecimientos, llegó José Rincón acompañado

de mi concuño Romualdo Fagoaga; los 2 me iban a acompañar a Lagos, ciudad

que estaba a dos jornadas de Guadalajara, para acercarme a mi esposo. No

llevaba una semana allí cuando él llegó. Me parecía un sueño tenerlo de nuevo a

mi lado después de los grandes peligros en que había estado.

“¿Qué vas a hacer con esa elección que te ha hecho presidente de la

República?”, le pregunté. Me contestó: “No la acepto, pues no quiero que el país

crea que por ambición me presto a secundar esta última revolución que he

desaprobado”. “¡Cuánto gusto me da saber eso!”, le dije. “La verdad tú de general

mandas más que un jefe de Estado”.

Después de un día de reposo se decidió la marcha para Querétaro. Por

todas las poblaciones por donde pasábamos nos recibían las autoridades, y el

pueblo vitoreaba a mi esposo. Dos días después de llegar a Querétaro seguimos

nuestro camino para México y el 21 de enero de 1859 entramos en la capital en

medio de vivas, música y entusiasmo general. Llegamos al Palacio de

Chapultepec, nuestra nueva residencia.

La primera ocupación de mi esposo fue visitar al presidente destituido.

Volvió de muy buen humor y me dijo: “Ya hemos convenido en que pasado

mañana me quito del sillón en que me pusieron los notables y siento en él a

Zuloaga”. El acto iba a tener lugar el día 23.

Todas las autoridades y un gran número de jefes del ejército asistieron. Mi

esposo pronunció un discurso exponiendo las razones por las que no aceptaba la

primera magistratura del país. Zuloaga le contesto encomiando su

desprendimiento, y concluyó asegurándole que él cifraba sus mayores esperanzas

Para la pacificación de la República.

Sin embargo, el ejército, los hombres políticos y el público en general, no

quedaron satisfechos. Zuloaga no gozaba de una reputación sin tacha en cuanto a

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 15

Page 16: Memorias de Una Primera Dama

ideas políticas. Mi esposo, por el contrario, era el ídolo de los conservadores y el

terror de los constitucionalistas.

Todas las miradas estaban sobre él, y todos los ánimos a su favor. Le

llovían cartas de los estados, de gobernadores, de los políticos, rogándole que

aceptase la presidencia. El mismo Zuloaga comprendió su impopularidad y,

temiendo un nuevo movimiento revolucionario, insistió vivamente a mi esposo para

que tomara las riendas del gobierno.

El 2 de febrero de 1859, a las 3 de la tarde llegaron los coches de Palacio

para conducir a mi esposo a recibir la presidencia. Aquel día yo me sentía

desesperada no pudiendo conformarme con ver a aquel a quien tanto amaba

afrontar las dificultades y la responsabilidad de tan alta posición. Así que ese día

me encerré en mi recámara y rompí en copioso llanto.

Cuando mi esposo regresó llevaba atravesada en su pecho la banda

tricolor. Sus hermosos ojos brillaban de animación: “Vamos, señora, ¿por qué

esas lágrimas?”, me dijo. “Porque estoy celosa de la política”, contesté. “Tontita,

¡quién te podría robar mi cariño? Ya no hay que llorar, no se me vaya a poner fea

ahora que es presidenta”.

Dos días después nos mudamos a Palacio Nacional. Sin embargo, nada de

cuanto me rodeaba me era agradable; la soledad de aquellos salones, la opresión

que me causaba ver tan cerca de mí a los centinelas y el no poder salir sin que se

llamara a la guardia me tenía contrariada.

El 14 de febrero de 1859 se marcharon las fuerzas que iban a atacar

Veracruz. Mi primer pensamiento después de la partida de mi esposo fue el salir

de aquel palacio que me era tan odioso. Entonces supliqué al general Corona que

me mandase arreglar un lugar en el Palacio de Chapultepec. Allí, a una legua de

la capital, podría vivir tranquila.

El 11 de noviembre de 1858, después del triunfo de los conservadores,

Comonfort dejó la presidencia a Benito Juárez. Pero en aquel caso la sustitución

era nula, pues habiendo triunfado los conservadores y tomado la capital, casi todo

el país había reconocido al nuevo gobierno.

Juárez, hombre astuto, ambicioso, tenaz, como lo son todos los indios, a

cuya raza pertenecía, no lo creyó así y con un puñado de sus partidarios se

marcho de la capital dirigiéndose a Querétaro. Luego dirigió sus pasos a

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 16

Page 17: Memorias de Una Primera Dama

Guanajuato y de allí a Guadalajara; pero, apenas se supo en esa ciudad la llegada

de aquel minúsculo gobierno, se amotinó la plebe. Así llegaron a Colima, pero no

encontrándose seguros decidieron seguir el viaje hasta Veracruz, donde tenían un

gobernador de su partido y facilidad de comunicarse con los Estados Unidos.

Decidido el viaje, invistió Juárez de facultades a Santos Degollado y se

embarcó en Manzanillo el 14 de abril, llegando a Panamá el 18 del mismo mes. De

allí pasó a los Estados Unidos y después de un largo paseo desembarcó en

Veracruz.

El hombre que se llamaba presidente constitucionalista olvidó los preceptos

de nuestro código que prohíben al Jefe de Estado ir a tierra extranjera, así que por

ese solo hecho quedó reducida a nada la personalidad jurídica de Benito Juárez.

El gobierno constitucionalista desapareció, pues de hecho y de derecho y el único

legitimo que quedó fue el emanado del Plan de Tacubaya, que era reconocido por

la mayoría del país y por las potencias extranjeras. En Veracruz, Juárez se hizo de

recursos que le proporcionaron los Estados Unidos; puso armas en manos de

salteadores, asesinos y plagiarios, incendiando nuestro país en una guerra que

duró varios años.

Las circunstancias no se dieron como mi esposo esperaba. No fue posible

conseguir recursos para enviárselos a Veracruz, además las fuerzas que llevaba

no eran muchas, por lo que tuvo que alzar el sitio y volver a la capital.

Entre tanto mi esposo sitiaba Veracruz, llegó a Tacubaya el ejército liberal;

tomaron Chapultepec, y sus avanzadas llegaron hasta la calzada de Belén que

conduce a la capital.

Ya el general Corona me había conducido a la legación inglesa. El gobierno

se preparaba para una gran batalla. El general Leonardo Márquez estaría a cargo

de las tropas.

La batalla comenzó a las 7 de la mañana; después de 2 horas de combate

nuestras tropas avanzaron. El desorden se apoderó de los constitucionalistas y

emprendieron una fuga general.

A las 12 del día las salvas de artillería anunciaron que mi esposo llegaba a

Palacio. Al verlo me arroje en sus brazos. Cuando me solté, me dijo, indicándome

al general Márquez: “Dale un abrazo a este bravo general que ha dado una gloria

al ejército”. Entonces desaté la faja azul de general de división que mi esposo

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 17

Page 18: Memorias de Una Primera Dama

llevaba en la cintura y la ceñí en la del general Márquez. Así subí de grado a ese

general que más tarde fue uno de los más encarnizados enemigos de mi esposo.

Pasado unos días después de la batalla parecía que la calma comenzaba a

reinar. Deseando pasar mi parto en Chapultepec, decidimos irnos allí. Mi esposo

era amable y cortés. En sus comidas era parco. Detestaba la murmuración. Cubría

los defectos de sus amigos y tenía tanta fe en ellos que le parecía imposible que lo

traicionaran. Puedo decir que en aquellos pocos meses viví algo tranquila, y fue

cuando conocí a fondo su dulce carácter y sus bellas cualidades.

La calma que gozamos en Chapultepec no fue duradera, pues la guerra civil

estaba lejos de acabarse, y aunque los triunfos eran en mayor parte del lado de

los conservadores, no por eso los liberales dejaban de alcanzar algunos, así la

lucha se encarnizaba cada vez más.

El día 3 de agosto de 1859, a las 8 de la noche, di a luz a mi primogénito. El

día de San Agustín, 28 de agosto, tuvo lugar la ceremonia de bautizo en la capilla

del Castillo de Chapultepec.

Después de aquel día feliz, una dolorosa noticia llegó a la capital. El general

liberal González Ortega había entrado en Zacatecas, quedando en esa ciudad

como gobernador. Por nuestra parte, el general Woll había obtenido cerca de León

un brillante triunfo sobre las fuerzas de Degollado.

Para el 16 de septiembre se preparaban en México varias fiestas oficiales a

las cuales debía asistir mi esposo; por este motivo nos instalamos provisoriamente

en Palacio. Llegado el día, se pronunciaron varios discursos intercalados con

música militar. En la noche hubo una función en el Teatro Nacional, pero teniendo

todas estas fiestas carácter oficial no asistí a ninguna de ellas.

El 29 de septiembre, por ser el santo de mi esposo, tuvo lugar una gran

parada. En la tarde de aquel día, él ofreció una comida en Chapultepec. Aquellos

pocos meses de felicidad pasados a lado de mi esposo tocaban su fin y nuevos

dolores se preparaban en mi corazón.

En el mes de noviembre el general Márquez, comandante general de

Guadalajara, se apoderó de la conducta de caudales que pasaba por el estado de

Jalisco con destino a Europa. Este acto de arbitrariedad disgustó mucho a mi

esposo y como al mismo tiempo recibiera la noticia de que el general

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 18

Page 19: Memorias de Una Primera Dama

constitucionalista Santos Degollado se ocupa en reunir un numeroso ejército para

batir nuestras tropas, decidió ir él mismo a dirigir esa nueva campaña.

Cuando me comunicó su resolución le supliqué que no me dejara en

Palacio. Por fortuna encontramos una hermosa casa en la calle de Santa Inés, y

allí nos mudamos antes de su partida.

La situación a finales de año parecía sonreír a los conservadores, González

Ortega se había quedado sin soldados, Degollado había sido derrotado en la

Estancia de las Vacas, Vidaurri fue retirado del teatro de la guerra. Los únicos

puntos importantes ocupados por los juaristas eran Morelia y Veracruz, donde

Juárez y su gobierno consumaron la más odiosa traición a la patria firmando el

tratado McLane-Ocampo, por el cual México prometía vasallaje a la república

norteamericana a cambio de los elementos necesarios para continuar aquella

sangrienta lucha.

Otra cosa que preocupaba a Juárez y sus partidarios era el tratado que el

gobierno de mi esposo había hecho con España, por medio del cual le daba plena

satisfacción a esa nación por todos los atentados cometidos en la República

contra los súbditos españoles y le garantizaba el pago de la deuda. España,

airada había llegado a amenazar con una escuadra en las aguas de Veracruz. El

gobierno de mi esposo, comprendiendo la gravedad del caso, consideró que un

arreglo con esa nación le daría fuerza moral y que los países de Europa con

representantes en la capital encontrarían garantías en ese tratado; por eso se

decidió a firmarlo.

Los liberales han hecho mucho ruido por ese tratado Mon-Almonte,

denigrando sus bases y sus artículos. Pero ese tratado estuvo muy lejos de ser el

tratado McLane-Ocampo, pues con el primero se daba satisfacción a una nación

ofendida, mientras que con el segundo se vendía al enemigo la independencia de

la República.

En los primeros días de enero de 1860 recibí un despacho en que mi

esposo me anunciaba su salida de Guadalajara; luego recibí otro de Querétaro

diciéndome el día y la hora de su llegada a la capital. Entonces mandé llamar al

jefe de la policía y le advertí que saldría de México muy temprano para ir a recibir

a mi esposo. Acompañada de mis ayudantes salí el 7 de enero. Para las 10 y

media nos encontrábamos uno en brazos del otro.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 19

Page 20: Memorias de Una Primera Dama

El repique de las campanas anunció nuestra llegada y un numeroso pueblo

rodeó la diligencia aclamando a mi esposo. Al llegar a Palacio recibió las

felicitaciones de las autoridades y luego se asomó al balcón acompañado de sus

ministros para presenciar el desfile de tropas.

En la noche hubo una gran iluminación en toda la ciudad, en todas las

plazas había música militar y la gente circulaba cantando con guitarras. El Teatro

Nacional dio una función en honor de mi esposo. Al entrar en el palco presidencial

los señores que estaban en las lunetas se pusieron de pie y quitándose los

sombreros lo saludaron.

Después de aquella larga y alegre fiesta dije a mi esposo: “¿Estás contento

de cómo nuestros mexicanos han celebrado tus triunfos? Te sientes orgulloso,

¿verdad?”. “Orgulloso no, satisfecho sí, porque he visto que la generalidad de la

opinión pública está a mí favor”.

Aquella triunfal entrada parecía ser presagio de paz y felicidad para nuestro

país; desgraciadamente no fue así, y en los primeros meses del año se comenzó a

nublar el horizonte y a opacarse la estrella del vencedor hasta que se ocultó en el

ocaso.

Mi esposo desde hacía varios meses no tenía otro pensamiento que la toma

de Veracruz. Comprendiendo las dificultades que habría de tener atacándola sólo

por tierra, pensó en hacerlo también por mar, y por ello comisionó al contra

almirante Tomás Marín para que fuera a Cuba y comprase barcos que sirviesen

para ese objeto.

Mi esposo salió de la capital el día 8 de febrero. En marzo llegó la noticia de

que una corbeta norteamericana había atacado a la flota mexicana. Él no

comprendió pronto la gravedad del atentado cometido contra nuestra escuadrilla,

sino hasta que emprendió el bombardeo a la plaza y al tener que tomar la

resolución de alzar el sitio, pues no tenían provisiones y los juaristas estaban

decididos a no capitular. La expedición a Veracruz había fracasado.

La preocupación de mi esposo para procurarse recursos con qué pagar sus

tropas, sus continuas campañas y la gran escasez del erario, lo hacían olvidar el

pagarse el sueldo que le correspondía. Llevaba año y medio de ocupar su puesto

y nada había recibido. Cuando yo le hablaba de esto, se disgustaba: “¿Cómo

quieres que cobre mi sueldo cuando no tengo con qué pagar a mis soldados?”

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 20

Page 21: Memorias de Una Primera Dama

Pero el pensar que no teníamos los medios para afrontar una situación

desgraciada me llenaba de angustia, por ello recurrí a los ministros y éstos le

demostraron la justicia de mi pedido. Gracias a eso tuvimos, a la caída de su

gobierno, con que salir del país y vivir 2 años en el extranjero.

“La guerra continuará!, me había dicho mi esposo al regresar de Veracruz, y

así fue. Por todas partes las guerrillas constitucionalistas pululaban y sus

generales asediaban las poblaciones defendidas por los conservadores. Aquella

lucha incesante comenzaba a cansar a nuestros soldados y en algunos jefes del

ejército se notaba ya el desaliento.

El general Zuloaga se había retirado a la vida privada, pero vivía

descontento por haber soltado el puesto al cual creía tener derecho. Los

partidarios que tenía insistían para que volviera a ocupar la posición que había

perdido. Los escuchó y se prestó a conspirar contra mi esposo.

Mi esposo tuvo noticias de los manejos de Zuloaga y, considerando que iba

de por medio la causa que él defendía, decidió llevarlo consigo a la campaña. Este

paso forzado por las circunstancias fue uno de los principales motivos que

determinaron el triunfo de los juaristas.

Mi vida en ausencia de mi esposo era bien triste. En ninguna diversión,

ningún paseo, me veía la sociedad mexicana. Sin embargo, la posición en la cual

me encontraba me imponía algunas obligaciones. Como la de recibir y visitar a las

señoras del cuerpo diplomático, que iban generalmente a verme los jueves por la

noche. Entre ellas estaba doña Irmelinda Palomero, una noble portuguesa casada

con el primer secretario de la embajada de España, don Francisco Zea.

A la caída de la Presidencia de mi esposo, la embajada de España fue

despedida por el gobierno liberal. Don Francisco e Irmelinda tuvieron que partir. Al

despedirme de ellos pensé que no los volvería a ver, pero al cabo de 10 años nos

volvimos a encontrar en Italia, entonces se estableció entre nosotras una gran y

cariñosa amistad.

Entre tanto mi esposo permanecía en la ciudad de Lagos, en espera de

recursos para poder moverse. Los liberales aumentaban sus ejércitos y se

multiplicaban por todo el país. Mi esposo tuvo que ir de Lagos a Guanajuato y de

allí a León. En esa ciudad, Zuloaga huyó, comprometiendo así la situación de mi

esposo, pues había recibido de él el cargo de presidente sustituto y no podía

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 21

Page 22: Memorias de Una Primera Dama

continuar ejerciendo ese puesto sin la autorización de los principales miembros del

gobierno. Por lo tanto, tuvo que regresar a la capital a dar cuenta de aquel suceso

al presidente de la Suprema Corte de Justicia, así como al Consejo de Estado.

Éstos decidieron que continuase ocupando su cargo hasta que se convocase a los

representantes de los estados para una nueva elección.

Mi esposo, debido a las criticas circunstancias por las que atravesaba el

país, aceptó el honor que se le confería y regresó a continuar la campaña en el

interior.

En Silao tuvo una de las mayores derrotas de todas sus campañas. El 10

de agosto su ejército fue atacado por el general González Ortega. Fueron horas

de lucha y los conservadores huyeron en dispersión. Mi esposo volvió a la capital

para aumentar las fuerzas que allí había y formar un numeroso ejército con que

sostener la lucha.

Los jefes liberales no descansaban, sus filas aumentaban prodigiosamente

y, con pocas excepciones, las principales capitales de la República estaban en sus

manos. En México y en las poblaciones que aún quedaban fieles al gobierno de mi

esposo reinaba el desaliento y el terror.

El 19 de octubre de 1860 me encontraba yo en los últimos días de mi

segundo embarazo. Temeroso mi esposo de que acercándose a la capital el

ejército liberal hubiese algunos desórdenes, dispuso que nos fuéramos a vivir a

Palacio. Allí nació mi hijita. El bautizo se decidió para el 24 del mismo mes, y

segundo aniversario de nuestro matrimonio.

Al día siguiente del bautismo nos enteramos que por la noche había

desertado, pasándose al enemigo, el coronel Sóstenes Rocha, llevándose todo el

regimiento que mandaba.

Los sucesos se precipitaban; los liberales, después de haber ocupado todas

las poblaciones interiores, se acercaban a la capital. El 7 de diciembre por la tarde

noté preparativos de viaje y alarmada pensé: “Tampoco pasaré a su lado el día de

mi santo”.

Mi esposo y el general Márquez habían ideado la manera de dar un golpe a

los liberales. Con la mayor reserva salieron el día 8 a la cabeza de 3,500 hombres

de infantería, caballería y una sección de artillería. En Toluca se decidió la batalla.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 22

Page 23: Memorias de Una Primera Dama

Los conservadores tomaron por sorpresa al ejército enemigo que, después de una

vigorosa resistencia, tuvo que rendirse. Ese triunfo no fue bastante para cambiar la

mala situación del gobierno. Aunque en el ejército renació el entusiasmo y en los

buenos mexicanos, un rayo de esperanza.

El 22 de diciembre mi esposo se encontró en Calpulalpan con el ejército del

general González Ortega. Derrotado el ejército conservador, emprendió la fuga

abandonando toda su artillería, sus trenes y sus heridos. Mi esposo, viéndolo todo

perdido, volvió a la capital acompañado de varios generales que se habían

salvado de aquella sangrienta batalla.

El embajador de España le ofreció su casa, asegurándole que bajo la

bandera española no correríamos ningún peligro; mi esposo aceptó para mí y mis

hermanas la hospitalidad y dijo que él había decidido salir de la capital con los

jefes que lo quisieran seguir y con sus tropas. Pero al llegar a la Alameda se

entabló una disputa entre los jefes. Isidro Díaz y mi esposo habían resuelto

separarse de ellos.

Dos días después el cónsul de Panamá se presentó en la embajada y nos

comunicó que en su casa estaba mi esposo, pero que temía por su seguridad. Esa

noche el embajador de España fue a buscarlo. El placer que me causó ver a mi

esposo estuvo mezclado con el temor de que fuese descubierto; todos los que

estábamos refugiados allí vivíamos en una continua zozobra.

Mi esposo meditaba continuamente la mejor manera de salir de la

embajada para salir rumbo a Veracruz y embarcarse para el extranjero. Cuando se

anunció la entrada triunfal a la capital del general González Ortega con su ejército,

que debía tener lugar el 1º de enero de 1861, la circunstancia pareció propicia. Mi

esposo salió de la embajada por la azotea y a las 4 de la mañana tomó la

diligencia rumbo a Veracruz.

A finales de enero recibí la siguiente carta:

“Muy señora mía: El general salió ayer del puerto de Veracruz. Al partir me

encargó que le dijese a usted que la espera en La Habana. Ruego me dé oportuno

aviso de su llegada a Veracruz para ocuparme de su embarque. H. Nagel”.

A penas leí esto no pensé en otra cosa que en dejar México. Un amigo

alemán, el doctor Schultz, se puso enteramente a mi disposición y tomó una

diligencia diciendo que era para una familia inglesa. La partida se fijó para el día

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 23

Page 24: Memorias de Una Primera Dama

13 de febrero de 1861 a las 12 de la noche. Llegó el triste momento de decir adiós

a mis hermanas. Fue una separación definitiva.

El día que el barco se empezó a alejar de Veracruz sentí una gran opresión en mi

alma; un profundo suspiro salió de mi pecho y 2 gruesas lágrimas corrieron por

mis mejillas.

En La Habana mi esposo había tomado una casa y me esperaba con todas

las comodidades que podía apetecer. Pero a finales de marzo partimos a Nueva

York. Cuando llegamos encontramos aquella ciudad en gran agitación a causa de

haberse declarado la guerra con el sur.

El 13 de abril dejamos Nueva York y el 26 de aquel mes llegamos a París. A

pocas personas conocíamos allí en esa época. Las familias de la colonia

mexicana poco nos veían, tal vez por no ponerse en mal con el gobierno de

Juárez; entre las que nos visitaban estaba la familia Almonte, que había

representado a México con Napoleón III en el tiempo que mi esposo había sido

presidente.

El general Almonte era hijo natural de Morelos. De ideas republicanas,

había ocupado diversos puestos en diversas administraciones del partido liberal.

En 1840 fue ministro de guerra e hizo una encarnizada oposición al proyecto de

Gutiérrez Estrada de formar en México un gobierno monárquico. Con el tiempo las

cosas cambiaron. El general, deslumbrado por la brillante corte de Napoleón III, se

figuró que en nuestro país se podía plantar un imperio, en el cual él sería llamado

a representar un primer papel.

Napoleón III, airado por los desmanes que algunos de sus súbditos habían

sufrido en México a causa de nuestras guerras intestinas y engañado además por

algunos mexicanos que desde hacía algunos años vivían en Europa, se dejó

alucinar y decidió emprender el loco proyecto de la intervención armada. Uno de

los primeros con los que contó fue el general Almonte, quien luego de operar un

cambio radical en sus ideas políticas se acordó de su enemigo Gutiérrez Estrada.

Él se declaró un activo colaborados del proyecto.

Poco tiempo tuve para conocer a la familia Almonte, pues a las pocas

semanas de haber llegado a París se comenzó a apoderar de mí una tristeza

mortal. Mi físico comenzó a desmejorar notablemente y el doctor declaró que mi

enfermedad era la nostalgia y que el único remedio era que saliera por un tiempo

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 24

Page 25: Memorias de Una Primera Dama

de Francia. Mi esposo decidió llevarme a Italia. El 22 de junio salimos de París y el

26 llegamos a Roma. Allí nos esperaba monseñor Colognese, que había estado

en México como auditor de la Nunciatura durante el gobierno de mi esposo.

El día 27 de junio el papa Pío IX nos concedió audiencia. El Santo Padre

hablaba perfectamente el castellano, así que la audiencia fue doblemente

agradable. Al despedirnos sacó de un cajón 2 estuches y dijo a mi esposo:

“Reciba, general, esta condecoración en prueba de mi gratitud por los esfuerzos

que hizo en su país para defender el principio católico”. Era la gran cruz de Pío IX.

Luego, volviéndose a mí, abrió el estuche más pequeño, el cual estaba un artístico

alfiler de oro, en cuyo mosaico había una paloma, llevando en el pico un ramo de

olivo. “Acepte este obsequio para que lleve de mi parte la paz a México”, me dijo.

El 15 de agosto regresamos a París. Tomamos un piso amueblado, donde

decidimos pasar el invierno. Solíamos comer con la familia Almonte. En una de

esas ocasiones se trató la ruptura de las relaciones entre Francia e Inglaterra con

el gobierno de Juárez y de la probabilidad de una intervención de esas potencias

en México. Doña Dolores se dirigió a mí y me dijo: “Conchita, ¿qué le parecería

que, realizándose el proyecto de la intervención, se estableciera en México un

gobierno monárquico y se llevara a un príncipe extranjero para que fuera nuestro

emperador?” Yo, ignorando que desde mediados de septiembre el general

Almonte, Gutiérrez Estrada y José Hidalgo, estaban tratando con el señor

Multinen, encargado de la embajada de Austria en París, para ofrecer el trono de

México al archiduque Maximiliano de Austria, contesté; “Me parecería muy mal. No

querría que ningún extranjero mandara en mi país”. El general Almonte, quizá

temeroso de que la conversación acabara en disgusto, cambió rápidamente de

tema.

Llegó el invierno y con él la corte y la gran sociedad a París; el emperador

Napoleón III y la emperatriz Eugenia, con su boato y elegancia, daban doble brillo

a la alegre capital. No se hablaba en aquellos días de otra cosa que de bailes,

teatros y recepciones en el Palacio de las Tullerías.

El general Almonte indicó a mi esposo que el emperador deseaba

conocerlo. Napoleón III lo recibió con grandes muestras de amabilidad y trató con

gran diplomacia la cuestión mexicana. Terminada la audiencia el emperador dijo a

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 25

Page 26: Memorias de Una Primera Dama

mi esposo que la emperatriz tendría gusto en conocerme. A los pocos días

recibimos una invitación para asistir a una recepción en las Tullerías

Cuando todos los invitados estábamos reunidos entró la emperatriz

Eugenia, radiante de belleza. Recorrió la fila de convidados diciendo a cada uno

algunas palabras amables; cuando llegó a mí, la señora Almonte me presentó a

ella. La emperatriz me tendió la mano y me dijo el gusto que le daba conocerme y

la simpatía que mi esposo le había inspirado al emperador.

En aquellos meses de invierno también dio un baile de fantasía el jefe del

gabinete del emperador, al cual fuimos invitados. Viendo mi esposo mi

preocupación por el traje que debería lucir, me dijo: “Ve a casa de Worth, que es el

primer costurero de París”. El famoso costurero, después de escucharme, dijo: “Le

haré a usted un traje Luis XVI”.

Llegó el día del baile. Mi hermoso traje era una obra de arte. La enagua y rl

corpiño eran de raso rosa, la parte delantera la formaba un delantal blanco

adornado con encajes. El corpiño y las mangas tenían igualmente adornos de

encajes y flores.

Al día siguiente leímos en el Fígaro la descripción de la fiesta y con

sorpresa vimos que entre las pocas señoras que habían llamado la atención, por

la elegancia y el puro estilo de su traje, estaba yo.

Días después del baile se presentó en nuestra casa un buen amigo, el

señor Martínez del Río. Dijo a mi esposo que el conde de Morny quería tener una

entrevista con él. Mi esposo contestó que estaba a su disposición y al día

siguiente se presentó el señor del Río acompañado del Conde, que era medio

hermano del emperador.

Una hora duró la visita. Al cabo de ese tiempo entró mi esposo en la

recámara. Con semblante alterado, me dijo: “Me han venido a proponer que vaya

a México con las tropas francesas. Me han ofrecido, si acepto, una fuerte suma de

dinero, asegurándome que si las cosas van mal, podría vivir tranquilamente con mi

familia en Europa. Al oír esta propuesta di un puño sobre la mesa y dije al conde

que prefería morir de hambre que hacer ese odioso papel”.

Los monarquistas mexicanos que supieron lo ocurrido no quedaron tan

contentos como yo y un gran vacío se hizo en nuestra casa, pero quien más

disgusto sintió contra mi esposo fue el emperador, que no le puedo perdonar el

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 26

Page 27: Memorias de Una Primera Dama

desaire hecho a su hermano. Así, nuestra situación en París se hizo intolerable.

Decidimos dejar Francia e irnos a España.

Después de permanecer algunos días en Madrid nos dirigimos a Sevilla,

donde quedamos instalados. Gracias a las recomendaciones de nuestro amigo

don Francisco Pacheco, a las pocas semanas de llegar estábamos relacionados

con las personas más distinguidas de aquella sociedad.

Yo estaba contenta pero a mi esposo no le pasaba lo mismo. Recibía con

frecuencia cartas cuyo contenido yo ignoraba, pero que lo ponían más o menos

preocupado. Los asuntos en México iban de mal en peor, los comisarios español e

inglés no se podían entender con los franceses que pretendían llevar las tropas

aliadas a la capital.

En el mes de febrero desembarcó en Veracruz el general Almonte; fue a

visitar a Orizaba al general Prim, para notificarle que estaba decidido a establecer

en México un gobierno monárquico y que el soberano sería el archiduque

Maximiliano de Austria. A tal anuncio, el general Prim se negó abiertamente a

llevar sus tropas a la capital, diciendo que no eran esas las instrucciones que tenía

de su gobierno. De acuerdo con los comisarios ingleses Prim rompió el

compromiso que tenía con los franceses y destruidos los tratados de intervención

de las 3 potencias, el general Prim y los ingleses embarcaron sus tropas para sus

respectivos países.

Francia quedó sola para seguir aquella impopular guerra y se dispuso a

llevar sus tropas a la capital. Por su parte el gobierno de Juárez se preparó la

defensa y puso al mando de su ejército al general Zaragoza.

El 19 de abril los franceses atacaron el pueblo de Fortín y vencieron a los

mexicanos. El 5 de mayo, atacaron Puebla y, después de varias batallas, el

ejército mexicano los rechazó.

Mi esposo no estaba contento en Sevilla. Por otra parte, yo estaba bastante

avanzada en mi tercer embarazo y pasar mi parto en Sevilla nos representaba

grandes dificultades para viajar con 3 criaturas tan pequeñas. Por todo ello

decidimos volver a Francia, y en París nació mi tercera hija.

Mi esposo recibía voluminosa correspondencia de México. Sus amigos y

partidarios conservadores que habían llevado a nuestro país la intervención

estaban ya arrepentidos y se mostraban descontentos por los abusos de los

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 27

Page 28: Memorias de Una Primera Dama

franceses y la inacción e impopularidad de la Regencia. Estas noticias afectaban

en extremo a mi esposo, que, encontrándose mal con los liberales y los

conservadores, se veía en la necesidad de permanecer neutral.

De los Estados Unidos nos llegó una carta de Isidro Díaz, casado con mi

hermana Mercedes. Nos invitaba a re unirnos con ellos. La idea de volver a verlos

nos decidió a dejar Europa.

Salimos de París en el mes de agosto de 1862 y 10 días después llegamos

a Nueva York, pero el frío del invierno era fuertísimo y mis 3 hijos enfermaron. El

doctor me aconsejo que los lleváramos a un clima cálido. El punto más indicado

era Cuba. Otro motivo nos obligaba a salir de los Estados Unidos: yo estaba en el

sexto mes de mi cuarto embarazo y era preciso pensar en volver a México para

pasar allí mi parto.

El gobierno de Juárez había abandonado la capital y se encontraba en San

Luis Potosí; las tropas francesas estaban escalonadas en todo el camino de

Veracruz a México y no se hablaba de ningún hecho de armas. Por ello, mi esposo

pensó que lo más cuerdo era que yo marchase a México con mis hijos,

quedándose él en La Habana, hasta que los acontecimientos políticos le

permitieran volver al país. Pero antes un gran dolor me aconteció en Cuba. Mi

última hija, que durante 6 meses había sufrido en los Estados Unidos la tosferina,

se agravó, entró en agonía y voló al cielo… ¡Qué días de desolación fueron

aquellos para mí!

Decidimos que desembarcaría yo en Tampico. Después de una larga

jornada sin incidentes, llegué con mis hijos a la hacienda de Cerroprieto, donde

nos esperaba mi querida hermana Lupe. Allí recibí varias cartas de mi esposo; en

todas insistía en sus deseos de regresar a México y aguardaba el momento

adecuado para hacerlo. Pero, abandonado de sus amigos conservadores, odiado

por Juárez y mal visto por los franceses, ¡sólo Dios lo podía sacar de tan penosa

situación!

¡Cuánta amargura sintió mi corazón al ver en las calles de México al ejército

francés! Desde el 31 de mayo de 1863, fecha en que Juárez con sus ministros

abandonó la capital para fijarse en San Luis, las cosas habían cambiado

totalmente. El 1º de junio los conservadores se apoderaron de la situación y

nombraron al General Mariano Salas para que gobernase la ciudad.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 28

Page 29: Memorias de Una Primera Dama

El día 7 entró en la capital el ejército francés y con esto se creyó que

quedaba definitivamente consumado el triunfo de la intervención. La primera

ocupación del General Forey fue formar un gobierno provisorio para que se

ocupase de los negocios del país; dio un decreto ordenando que se reuniese una

junta de 35 mexicanos que tendrían dos atribuciones; la primera, nombrar a 3

individuos que desempeñaran el poder ejecutivo, al que se daría el nombre de

Regencia, y, la segunda, formar una asamblea de 215 notables, que tendrían la

atribución de decidir la forma de gobierno que se debía dar al país.

El 25 de junio de 1863 quedó instalada la Regencia. La asamblea de

notables se reunió el 8 de julio y decretó que el gobierno que se debía establecer

en el país debía ser monárquico.

Todos estos acontecimientos habían ya pasado cuando llegué a la capital.

Sólo noté que entre los conservadores había un gran descontento por los abusos

que cometían los franceses. No solamente se fusilaba sin juicio y sin pruebas, sino

que también se estableció la pena de azotes por los más leves delitos. El gobierno

de la Regencia no era capaz de reprimir estos abusos, lo que hizo que la gente

honrada, entre ella muchos liberales moderados, optaran por la monarquía a fin

que se estableciese un gobierno nacional que diera paz al país y lo librase de la

dominación francesa.

Una noche tenía yo de visita en casa a 2 de nuestros mejores y más fieles

amigos: don Nicolás Ycaza y el Coronel Luis Reyes, que como yo estaban

preocupados por la suerte de mi esposo. Hablábamos de cómo ayudarlo cuando

entró un criado anunciándome que un correo traía una carta para mí. Al oír al

mensajero, reconocí a mi esposo y me eche en sus brazos. Estaba irreconocible.

Se había quitado la barba, dejado crecer las patillas y el cabello.

Nos contó las peripecias de su viaje y lo mucho que había sufrido para no

ser reconocido. “Yo opino que debe dar parte de su llegada al General Forey, pues

de otra manera se expone a que lo manden a Veracruz y lo embarquen” dijo

Ycaza. “Tiene razón”, dijo mi esposo y, volviéndose al Coronel Reyes le pidió: “le

ruego que de parte de mi llegada al General Forey”.

Al día siguiente de haber recibido el aviso, el general Forey se presentó en

casa acompañado del Vizconde de Saligny. Ambos se mostraron sumamente

amables con mi esposo y le dijeron que la Regencia necesitaba hombres como él.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 29

Page 30: Memorias de Una Primera Dama

Cuando se marcharon me dijo: “si me ocupan y puedo formar una buena división,

podremos reprimir los abusos franceses”. Yo guardé silencio, pues hubiera

preferido que permaneciera neutral hasta que salieran de nuestra patria las

bayonetas francesas.

El día 20 de agosto de aquel año de 1863 tuvo lugar un gran baile que

dieron los franceses y al cual asistió mi esposo. Yo no fui a la fiesta a causa de mi

avanzado embarazo. Ese mismo día, a las 10 de la noche, di a luz a mi cuarta hija.

Entre tanto Juárez, llamándose presidente de la República en San Luis

Potosí, nombró su ministerio, compuesto por Doblado, Lerdo, Núñez y Comonfort;

abrió su Congreso a media docena de diputados, los cuales protestaron contra la

intervención y contra la forma de gobierno monárquico decidido por la junta de

notables.

Por su parte, los conservadores habían formado una comisión que debía ir

a Austria, al Castillo de Miramar, a ofrecer el trono de México al archiduque

Maximiliano.

La Regencia dio muestras de querer utilizar los servicios de mi esposo: se

había decidido darle el mando de una división que él debería formar.

Desgraciadamente los acontecimientos cambiaron notablemente a finales de

octubre. Napoleón III, dando oídos a intrigas del general Bazaine, destituyó al

general Forey de las fuerzas intervencionistas, dejando el mando a Bazaine.

Mi esposo gozaba aún en nuestro país de gran popularidad y esto no

agradaba ni al general Almonte ni al francés; las muestras de afecto con que lo

recibían en los lugares por donde pasaba fueron atribuidas a su ambición.

Entonces Bazaine le comunicó a mi esposo que debía ponerse a las órdenes de

un coronel francés y él no pudo soportar esta afrenta: pidió ser relevado del cargo.

Grande fue mi placer al ver llegar a mi esposo a la capital. Nos mudamos

entonces a una bonita casa en el barrio de San Cosme.

Nuestra patria no gozaba del mismo bienestar que nosotros; los

acontecimientos se sucedían, los ejércitos continuaban la lucha, y varios estados

del país estaban en perfecta anarquía.

Por otra parte, los delegados que habían ido a ofrecer el trono al archiduque

Maximiliano, esperaban con ansiedad la respuesta de éste, que se tardaba en dar

alegando que no le parecía bastante para aceptar un trono la elección de unos

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 30

Page 31: Memorias de Una Primera Dama

notables y deseaba un plebiscito. ¿Cómo se podía obtener un plebiscito cuando

una parte del país estaba en poder de los republicanos y la otra en manos de los

franceses?

El emperador Francisco José temiendo que la propuesta que los mexicanos

hacían a su hermano no fuese otra cosa que meterlo en una peligrosa aventura,

se negó resueltamente a dar su consentimiento. Desgraciadamente el archiduque

Maximiliano tenía por esposa a una princesa ambiciosa que soñaba con un trono,

y así fue que, a instancias de la archiduquesa Carlota y a los ruegos del

presidente de la comisión mexicana, decidió renunciar a sus derechos al trono de

los Habsburgo por ceñir la corona del infortunado emperador Moctezuma.

El día que el archiduque Maximiliano firmó la renuncia a sus bienes y

derechos al trono de Austria, salió el emperador francisco José de Miramar,

dejando a su hermano triste y abatido.

Los mexicanos, satisfechos de su obra, le quisieron poner sello y

dispusieron que tuviese lugar el juramento del archiduque. Una vez efectuado

éste, se izó el pabellón mexicano en el castillo de Miramar. Ese mismo día

comenzó el nuevo emperador a ejercer las funciones de su poder, nombrando a

sus ministros, ratificando el decreto de la Regencia y nombrando oficiales a varias

de las personas que lo habían elegido soberano.

A 4 días de haber sido coronados, los emperadores salieron de Miramar

para Roma, y de allí a Bélgica, donde saludaron al rey Leopoldo, padre de la

Emperatriz Carlota.

Apenas se recibió en la capital la noticia de la aceptación del trono del

archiduque Maximiliano, se apoderó de los conservadores, y de casi toda la

sociedad, una especie de frenesí; no se hablaba de otra cosa más que de la

manera más digna y brillante que se debía poner en práctica para recibir a los

soberanos, para embellecer su morada y organizar toda clase de festejos.

Las principales señoras de la sociedad formaron una junta a cuya cabeza

estaba la señora Dolores Almonte, y en la cual yo tomé parte. Se trataba de hacer

un obsequio a la emperatriz Carlota. Se decidió ofrecerle un rico tocador

artísticamente trabajado en plata maciza. Las señoras que componíamos la junta,

así como muchas otras contribuimos al regalo, que costó una fuerte suma.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 31

Page 32: Memorias de Una Primera Dama

Sólo mi esposo permanecía tranquilo lejos de la loca alegría que dominaba

a la sociedad, viviendo vigilado por la policía francesa y olvidado de sus

correligionarios. Sentía profundamente ese abandono, pero jamás pronunció una

palabra contra ellos.

El barco de La Novara ancló en Veracruz el 28 de mayo de 1864, llevando a

bordo a los nuevos soberanos, el emperador Maximiliano y la emperatriz Carlota.

Muy marcada fue la indiferencia con que los soberanos fueron recibidos. En el

camino a México, se detuvieron varios días, en los cuales visitaron Cholula,

Huejotzingo y otros pueblos.

El 12 de junio de 1864, los nuevos soberanos hicieron su entrada en la

capital. La recepción fue verdaderamente regia. En las calles, las casas y los

edificios públicos flotaban infinidad de banderas tricolor y la ciudad parecía un

extenso jardín por la cantidad de flores que la adornaban.

Al día siguiente de la llegada de los soberanos hubo en su honor una

función de teatro. Asistieron las autoridades, la corte y toda la alta sociedad de

México. El emperador llevaba frac y sobre el pecho la condecoración de la gran

cruz de Guadalupe. La emperatriz vestía un elegante traje blanco, adornado de

encajes y una diadema de brillantes.

La emperatriz recorrió con la vista los palcos y preguntaba a su primera

dama de honor, la señora Almonte, los nombres de las familias que los ocupaban.

Al llegar al nuestro, la señora Almonte le dijo: “El general Miramón y su esposa”.

La emperatriz dijo que le agradaba mucho mi fisonomía y que me nombraría dama

de honor. Al oír esto la señora Almonte le dijo: “Señora no aceptará, porque es

muy orgullosa, y como ha sido presidenta…”. Esto me lo contó la condensa Del

Valle, amiga mía, que era también dama de honor y estaba esa noche en el palco

imperial.

A los pocos días de llegados los soberanos, recibimos una invitación para

comer en Palacio. Mi esposo vio en aquel convite un presagio feliz, esperando que

el emperador le daría la misión de formar un cuerpo en el ejército para la defensa

del país, que era lo que más ambicionaba. Desgraciadamente no fue así y tuvimos

un cruel desengaño.

Mi esposo no podía comprender cómo después de aquella comida en la

cual el emperador le había demostrado tanto interés y simpatía, lo hubiese dejado

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 32

Page 33: Memorias de Una Primera Dama

en disponibilidad. Sin embargo así fue; la desconfianza que habían tenido de él los

conservadores se la habían comunicado al soberano, quien no supo entonces

conocer lo mucho que valía mi esposo.

Cuatro meses más permaneció mi esposo en inacción, hasta los primeros

días de noviembre de 1864, cuando recibió una comunicación del ministro de

Guerra en la cual decía que el emperador lo mandaba a Berlín con una comisión

militar, pero sin que ésta le procurase honores ni una posición social que lo

colocase en el lugar que le correspondía.

Después que mi esposo, el general Márquez, el general Woll y varios otros

conservadores salieron para Europa, se hicieron de la situación los liberales

moderados que desertaron de las filas de Juárez. Así el emperador se rodeó de

sus enemigos que preparaban su ruina.

Cuando mi esposo se marchó, yo estaba esperando mi quinto hijo. Poco

antes de nacer éste, me llegó una carta en que mi esposo me pedía informes del

tiempo que habían decidido que él estuviera fuera del país. Luego que me repuse

del parto pedí una audiencia al emperador. Me dijo: “En estos momentos nada

podemos hacer por él; pero cuando los franceses se marchen el general Miramón

tendrá en el Imperio el lugar que le corresponde. Dígaselo usted así”.

El emperador Maximiliano era un año menor que mi esposo; tenía 33 años

cuando yo lo conocí. De elevada estatura y formas regulares, demostraba en su

porte la nobleza de su raza. Su tez blanca, su cabeza rubia y sus ojos azules

daban a su fisonomía un agradable aspecto.

Su carácter era jovial y amante de la broma. Apasionado por las bellas

artes, amante de la literatura y la poesía, solía con frecuencia dejar a la emperatriz

el cuidado del área política. Tenía pasión por las plantas y flores y era muy

entendido en botánica.

La emperatriz era también alta. Su pequeña cabeza no estaba en armonía

con su elevado talle, su cara era redonda, su cabello era negro como sus ojos, los

cuales tenían siempre una vaga mirada. Inteligente y sabia, conocía 6 o 7 idiomas.

Desgraciadamente carecía de amabilidad y dulzura. Su desmedido orgullo hacia

insoportable su persona para las señoras que tuvieron la desgracia de servirla

como damas de honor. Una de ellas, la condesa Del Valle, me contó que solía

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 33

Page 34: Memorias de Una Primera Dama

tenerlas de pie hasta más de 2 horas. Ella, que estaba encinta, me decía: “Eso me

fatiga tanto que me va a costar la vida”. Así fue, mi pobre amiga murió en el parto.

Sus damas de honor temblaban de salir a pasear con ella, pues les hacía

mil preguntas a las cuales no sabían contestar. Esto a la emperatriz le disgustaba

y decía que las mexicanas éramos unas ignorantes.

Probablemente los grandes estudios que había hecho esa señora, y que

son superiores a la capacidad de la mujer, lastimaron su cerebro; unido esto a su

gran orgullo, al ver que se desplomaba el trono en que había subido, determinó la

completa descomposición de su naturaleza y, poco antes de la caída del imperio,

perdió el juicio.

Pocos días después de mi audiencia en Palacio recibí la visita de don

Fernando Ramírez, antiguo ministro de Juárez y entonces ministro de Relaciones.

Me dijo: “El emperador me ha dicho que sería bueno que fuera pronto a reunirse

con el general a fin de tranquilizarlo, pues sentiría mucho que diera oídos a los

que tratan de disgustarlo con el imperio”. El ministro me hizo tantas promesas, me

pintó de tan vivos colores los buenos deseos del emperador y me hizo esperar un

risueño porvenir para mi esposo, que yo me dejé seducir y decidí llegar lo más

pronto posible a su lado para cumplir los deseos del emperador.

Después recibí la visita del marqués de Corio que me entregó la suma de

1,000 pesos (5,000 francos) para emprender mi viaje a Europa.

Grande fue la sorpresa de mi esposo al verme llegar a París. Le conté las

promesas que me habían hecho el emperador y las instancias para que viajara a

Europa. Todo lo escuchó en silencio y luego me dijo: « ¿Y tú qué piensas de todo

eso?» «Que cuando los franceses salgan de México, el emperador te hará justicia

y te pondrá en el lugar que te corresponde». Entonces me contó que don Manuel

Doblado no cesaba de pedirle que rompiera completamente con los

conservadores y se afiliara al partido republicano. Yo le respondí: «Doblado quiere

formar contigo un tercer partido y que seas tú el instrumento de sus planes, ¿no

sabes que Doblado está peleado con Juárez?»

En Berlín hacíamos una vida tranquila y retirada de la sociedad. Yo me ocupaba

del cuidado y educación de mis hijos. Mi esposo se ocupaba del encargo que le

había hecho el gobierno imperial, acariciando la idea de formar en nuestro país

una armada semejante a la de aquella nación. Le disgustaba que, trabajando

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 34

Page 35: Memorias de Una Primera Dama

acuciosamente y tras enviar al Ministerio de Comunicaciones los estudios v

proyectos para reformar nuestro ejército, ni siquiera le contestaran; pero lo que

más agravaba nuestra situación era la irregularidad con que le enviaban su

sueldo.

En México los juaristas seguían la lucha y tenían continuos encuentros con los

franceses. En medio de los sucesos militares, la política se complicaba. El

emperador Maximiliano, imaginando que la mayoría del país vería con buenos

ojos una reconciliación entre los partidos republicano y conservador, se rodeó

de los primeros y descontentó a los segundos; sancionó las leyes de libertad de

cultos y bienes de manos muertas, dadas antes por Juárez, y con ese motivo

rompió relaciones con la Santa Sede. Disgustado el clero y los obispos, varios de

éstos salieron para el extranjero.

Napoleón, considerando que los Estados Unidos se mostraban descontentos

por la ocupación y que sus relaciones con Prusia se hacían más tirantes,

resolvió retirar sus soldados de México; pero antes quiso hacer una última

tentativa: mandó un ministro plenipotenciario a Estados Unidos para pedir a aquel

gobierno el reconocimiento de Maximiliano como emperador de México.

Después de 5 años de encarnizada guerra con los estados del sur, el

gobierno de Estados Unidos había triunfado y firmado la paz; sintiéndose fuerte y

no queriendo renunciar a sus oscuros proyectos, se negó abiertamente al pedido

de Napoleón.

El frío se hacía sentir en Berlín, mis hijos estaban delicados y yo misma no

estaba bien. La escasez que nos hacía sufrir el Ministerio y el poco caso que

hacía de los trabajos de mi esposo nos decidieron a que él pidiese permiso para

trasladarse a Francia. Apenas lo recibió, dispusimos nuestro viaje. Llegamos a

París en los primeros días de enero de 1866.

La vida que allí hacíamos era bastante tranquila, pero fueron a turbar nuestra

paz las noticias de la familia de mi esposo: había perdido a su padre y a su madre.

Luego, una mañana mi hijito Rafael amaneció enfermo. LIamamos al doctor,

quien declaró que tenía cólera y estaba muy grave. Al día siguiente sus ojitos se

cerraron y voló al cielo.

En aquellos días llegó a París el general Almonte, enviado por el emperador

Maximiliano para obtener de Napoleón III que prolongase por otros 5 años la

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 35

Page 36: Memorias de Una Primera Dama

estancia de las tropas francesas en México. Sus esfuerzos fueron vanos,

pues Napoleón se negó abiertamente.

El emperador Maximiliano, viéndose abandonado por Napoleón, suplicó a su

hermano, el emperador Francisco José, que le concediese formar una legión

extranjera compuesta de oficiales austriacos para que aumentaran su ejército; el

emperador de Austria accedió gustoso, pero, apenas lo supo el gobierno de

Estados Unidos, se presentó el ministro americano al jefe del ministerio austriaco,

y el emperador Francisco José desistió el favor que deseaba hacer a su hermano.

En mayo de 1866, el general imperialista Tomás Mejía, que ocupaba la ciudad

de Matamoros fue atacado por los republicanos. Otra batalla hubo en junio en

el pueblo llamado Santa Gertrudis, en la que las fuerzas imperialistas fueron

derrotadas.

La emperatriz Carlota, en una última tentativa de salvar el trono de su

esposo, decidió ir a Roma, donde esperaba que Pío IX influyera para que las

tropas francesas no abandonaran México; pero el pontífice, herido porque el

gobierno imperial había aprobado las leyes de Juárez, se negó. Este golpe de

gracia para la infeliz princesa, que vio desplomarse su trono, aunado a la idea

del triste porvenir que a ella y su esposo les esperaba, determinaron la pérdida

completa de su razón.

La mala situación financiera en que se encontraba el gobierno imperial dio

lugar a que nos faltara el sueldo de mi marido y eso, unido a la carestía de París,

hizo imposible nuestra permanencia en Francia. Convinimos que nos

marcharíamos a La Habana y al llegar allí, nos aseguraron que el emperador había

pasado por Orizaba, y que se embarcaría para Europa; que tanto en la capital como

en otros estados, así como en Veracruz, estaban las tropas imperiales. En fin, que

si mi esposo llegaba a aquel puerto, podría entrar sin dificultad al país. Los

conservadores, que veían en mi esposo la última esperanza del partido, volvieron a

la carga y lo convencieron.

¿Cómo se encontraba el imperio de México en la segunda mitad de 1866? El

emperador Maximiliano no tenía ejército, habiendo retirado de su lado a varios jefes

y generales que hubiesen podido formar una guardia nacional; no tenía dinero, las

arcas del Estado estaban vacías a causa de los enormes gastos que significaban

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 36

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las tropas francesas y la corte. Así que, a la evacuación de los franceses, el

soberano se encontró privado de los elementos nece sarios para sostenerse en el

trono.

Apenas los juaristas supieron de la retirada de las tropas francesas, y con los

millones que les envió el gobierno de los Estados Unidos, comenzaron a atacar a

las fuerzas imperialistas, que en poco número y sin elementos de defensa se

encontraban en diversas ciudades.

En octubre de aquel año, el general Díaz ocupó Oaxaca después de una

reñida batalla con el imperialista Orozco. En noviembre los juaristas ganaron

Colima; ese mismo mes el republicano Alatorre ocupó Jalapa, y Corona,

Mazatlán. Innumerables ciudades cayeron en pocos meses en manos de los

juaristas.

Así estaban las cosas cuando el emperador se enteró de la enfermedad de su

esposa. Entonces ya no pensó en otra cosa más que en su proyecto de

abdicación y en volver a Europa. Comunicó la noticia al doctor Basch, su médico y

confidente, quien sin dudarlo le dijo que era el mejor partido que podía tomar, y

salió del Palacio de Chapultepec con dirección a Orizaba.

Al amanecer del día 7 de noviembre de 1866 anclamos en Veracruz. A nuestra

llegada las autoridades dieron parte al emperador pidiendo instrucciones y éste

envió un despacho en estos términos: «Felicito a usted por su vuelta al país y

deseo que cuanto antes se presente en Orizaba».

Cuando se supo de nuestra llegada a aquella ciudad nos fue a ver el padre

Fischer, uno de los ministros del emperador. Él le manifestó a mi esposo el temor

de los conservadores, no sabiendo si el emperador se decidiría a quedarse en el

país o si haría su abdicación.

Al día siguiente el emperador mandó llamar a mi esposo; le explicó las graves

dificultades que había para hacer frente a la situación; la falta de recursos, el

derramamiento de sangre si él se quedaba, y las pocas tropas con que

contaba para luchar contra el enemigo. Mi esposo le dijo que cuando él había

sido presidente había luchado con menos recursos de los que tenía el imperio y

que con tropas bien organizadas había negado a pacificar la República.

Mi esposo volvió de la audiencia poco satisfecho. Me dijo que había notado en

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 37

Page 38: Memorias de Una Primera Dama

el emperador una gran indecisión y que temía optase por la abdicación.

Mientras tanto los republicanos desplegaban mayor actividad moviéndose

por todas partes, ocupando ciudades que evacuaban las tropas francesas y

luchando con los imperialistas, que sin elementos de defensa caían en sus

manos.

Los conservadores continuaban trabajando para decidir al soberano a quedarse

en el país, pero el emperador exigía que se reuniese una asamblea compuesta

por hombres de todos los partidos a fin de que por una votación se decidiera lo

que él debía hacer. ¿Pero cómo podía tener lugar esa asamblea cuando el país

se encontraba en revolución y casi todos los estados estaban ocupados por

republicanos?

En noviembre Maximiliano recibió una carta de su antiguo consejero Eloin.

Los conceptos de esta carta lo comprometían con su hermano el emperador

Francisco José y esto, unido a otra carta de su madre, la archiduquesa Sofía, en

la cual le decía que mejor se sepultase en los escombros de México que

someterse a las exigencias de los franceses, fue el golpe de gracia que decidió

al emperador a conservar la corona.

El soberano volvió a la capital y su primera preocupación fue la de organizar un

ejército para pacificar al país. Reunió una junta de generales, la cual dividió el

territorio en 3 partes, que debían defender y pacificar 3 cuerpos del ejército.

Mi esposo fue nombrado para formar el primero, que se componía de los

departamentos de California, Durango, Nayarit, Jalisco y Colima. Para formar esta

división no contaba con un solo soldado, ni con un fusil, ni con un cartucho.

El general Márquez mandaría la segunda división, que se componía de

Querétaro, Guanajuato, Michoacán, Toluca, Valle de México, Guerrero,

Veracruz, Oaxaca y Tehuantepec. El tercer cuerpo, al mando del general Mejía, se

componía de Coahuila, Nuevo León, Matamoros, Tamaulipas, San Luis Potosí,

Matehuala, Aguascalientes, Fresnillo y Zacatecas.

Yo que veía clara la situación, que había visto de cerca las dificultades de mí

esposo por la falta de recursos cuando era presidente y que palpaba el laberinto

en que se iba a meter, le imploraba con todas mis fuerzas a desistir de

permanecer en Orizaba y que se retirase a la vida privada o se volviera a

Europa. Pero cuando me contó la misión que le habían dado entré en positivo

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 38

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furor y ese mismo día resolví marcharme con mis hijos a la capital y dejarlo

entregado a las ilusiones de salvar el imperio.

Estaba yo en el cuarto mes de mi último embarazo. Con mis 3 hijos

tomé la diligencia y mi llegada a México fue bien triste. Mis hermanos mayores

habían muerto, mi querida hermana Lupe se encontraba en San Luis y varios de

mis mejores amigos no estaban ya en este mundo.

En diciembre recibí un despacho de mi esposo anunciándome su pronto

arribo a la capital. El 26 de ese mismo mes partió con 400 hombres, que era

todo lo que había podido reunir. Los oficiales que lo acompañaban llevaban sólo

pistolas y para reemplazar la espada se habían armado con gruesos bastones.

Entretanto él permanecía en Querétaro s in poder moverse por fa l ta

de recursos. El mariscal Bazaine, que trataba a viva fuerza de sacar al

emperador de México, creyó que privándolo de los medios de defensa lograría su

intento. Con este objeto, después de haber privado al ejército mexicano de

armas, cañones y pertrechos de guerra, disolvió el cuerpo de los belgas, que

se encontraba en Tulancingo, e hizo igual cosa con la legión extranjera: dio

orden a los soldados y oficiales franceses que estaban al servicio del imperio

de abandonar sus filas, so pena de ser declarados traidores a su patria,

ofreciendo a todos que serían embarcados gratuitamente a Europa.

El emperador Maximiliano, creyendo necesaria su presencia en México y ya

bien resuelto a arrostrarlo todo, decidió dejar Orizaba y salió para la capital, a

donde llegó el 13 de enero de 1867. Su primera preocupación fue reunir una

junta de notables de diversas opiniones a fin de que se decidiera si debía

abdicar o conservar la corona. Después de que cada uno de aquellos

hombres habló se procedió a la votación, que salió con 26 votos favorables y 8

votos contrarios.

¿Por qué aquellos señores que dieron su voto a favor no fueron antes de

darlo a las arcas del erario para saber las sumas que allí había para defender

el imperio? ¿Y por qué cuando vieron al emperador sin dinero para sostener la

guerra no reunieron sus capitales y los pusieron a disposición del infortunado

príncipe?...No. En el momento de la catástrofe todos lo abandonaron y se

puede decir que esa junta de notables fue la que condenó a muerte al

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 39

Page 40: Memorias de Una Primera Dama

emperador Maximiliano.

Entretanto todos estos sucesos pasaban en la capital, mi esposo, con el

poco dinero que pudo reunir en Querétaro, se decidió a emprender la campaña

del interior. De Celaya se dirigió a Salamanca, de allí a León y luego a Zacatecas,

donde decidió atacar. Se inició la lucha a las 7 y a las 9 de la noche se había

hecho dueño de la ciudad, quedándose con artillería, carros, municiones y un gran

número de prisioneros.

Apenas llegó a la capital la noticia, pareció abrirse un nuevo horizonte para el

imperio y los conservadores se entusiasmaron con la ilusión de que mi esposo

sería el caudillo que lo salvaría. El mismo emperador participó de ese entusiasmo,

y para demostrar su gratitud me fue a hacer una visita en la que comenzó por

felicitarme por el triunfo de mi esposo, y luego se ofreció a ser padrino del hijo que

iba yo a tener; me confirió la gran cruz de la orden de San Carlos, y se retiró

llenando de alabanzas a mi esposo.

Desgraciadamente el gusto de los conservadores duró poco, pues a los

pocos días llegó la noticia de la completa derrota de las fuerzas que mandaba mi

esposo en la batalla de San Jacinto. Luego que se esparció la noticia de aquel

desastre, el pánico se apoderó del público y hasta los menos comprometidos con

el gobierno temían por sus vidas y haciendas. Pero lo que más agravaba la

situación era la falta de dinero, no pudiendo mantener las tropas que guarnecían

la capital.

Mi esposo, después de la derrota de San Jacinto, se volvió a Querétaro con

los pocos soldados y oficiales que le quedaban. Entretanto en la capital, el 5 de

febrero se comenzó a oír desde la madrugada un gran movimiento. Las tropas

francesas se marchaban.

Bazaine no se conformó con los desmanes que había hecho al soberano y a

los soldados que lo defendían, sino que, llegando a Puebla, hizo destruir las

armas y arrojar la pólvora, privando así a aquella guarnición de tropa imperialista

de aquellos medios de defensa.

El general Noriega, que mandaba en Puebla, propuso a Bazaine la compra

de las mulas y del convoy que llevaban los franceses, pero el mariscal se negó e

hizo la venta con Aureliano Rivera, uno de los jefes republicanos que combatían

contra el imperio.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 40

Page 41: Memorias de Una Primera Dama

La derrota de San Jacinto hizo tanto daño en el ánimo de los conservadores

que las esperanzas de salvar la situación que antes tenían en mi esposo se

volvieron hacia el general Márquez, quien había sabido cautivar el ánimo del

emperador.

El general Márquez era vengativo. El odio que profesaba a mi esposo

provenía del año 1859, cuando mi esposo era presidente. Siendo Márquez

gobernador y comandante general de Guadalajara se apoderó de 600,000 pesos

de una conducta de caudales extranjeros que pasaba por aquella ciudad. Apenas

recibió mi esposo la noticia, destituyó al general de sus cargos, lo hizo devolver

los fondos y lo mandó a la capital para ser juzgado. Este hecho de justicia hizo

una brillante impresión en el público; pero los conservadores ultramontanos, que

veían en Márquez el fiel intérprete de sus principios, se disgustaron y encontraron

injusta la manera de obrar de mi esposo.

Otro odio mortal encerraba Márquez: contra el emperador. Cuando éste lo

envió como ministro plenipotenciario a Constantinopla a fundar un convento de

frailes mexicanos de la orden de San Francisco, ese nombramiento le debe haber

parecido más bien una burla. Apenas lo supieron, sus enemigos se mofaron y los

periódicos satíricos lo pusieron en caricatura. ¿Cómo podía perdonar semejantes

ofensas y olvidarlas? Me parece verlo delante de mí, como hace más de 50 años,

el día que me dijo con una infernal sonrisa: «Conchita, a mí quien me la hace me

la paga».

Después de la derrota de San Jacinto, el partido conservador fijó sus

miradas en el general Márquez como el mejor para salvar el imperio. El

emperador participó de estas ideas y comenzó a dudar de la capacidad y lealtad

de mi esposo. Márquez hizo creer al emperador que mi esposo tenía una

ambición desmedida, que se quería aprovechar de su popularidad para imponer

su ley y que era un jefe peligroso. Convenció al emperador de irse a Querétaro,

y el 13 de febrero de 1867 salieron escoltados por 1,600 hombres a las órdenes

del coronel López, que 3 meses después vendió la plaza de Querétaro a los

republicanos, quedando éstos dueños de la vida del emperador, de mi esposo,

del general Mejía y de todos los jefes y oficiales que defendían aquella plaza.

No contento el general Márquez con haber sacado de la capital al

emperador, logró que a su llegada a San Juan del Río Maximiliano firmara una

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 41

Page 42: Memorias de Una Primera Dama

orden por medio de la cual ordenaba una nueva organización del ejército que se

iba a reconcentrar en Querétaro, y daba el doble cargo al general Márquez de jefe

del Estado Mayor General y comandante en jefe del segundo cuerpo del

ejército, dejando así a mi esposo sin tropas.

Con esta orden mi esposo se sintió profundamente herido en su

dignidad, viéndose poner a las órdenes de quien había sido su inferior. Entonces

dirigió una carta al emperador diciéndole que para demostrar su fidelidad se

quedaría en Querétaro, pero después de la primera batalla que hubiera le

suplicaba que le permitiera retirarse a la vida privada. El emperador le contestó

que el general Márquez gozaba de toda su confianza, pero que también la tenía

mi esposo y que por consecuencia no admitía su dimisión.

El 15 de febrero, di a luz a mi última niña, siendo mi abuela la madrina.

Cuatro días después se supo en México del fusilamiento de mi cuñado Joaquín

Miramón.

Mientras yo vivía en la capital en medio de graves preocupaciones y temores, mi

esposo seguía en Querétaro sufriendo otros. Tengo la firme creencia de que si a

mi esposo se le hubiese dejado el completo mando del ejército imperial no habría

sido encerrado el emperador en una ciudad imposible de defensa por su situación

geográfica, con lo que se habría salvado su vida.

Márquez imaginó establecer el cuartel general en el Cerro de las Campanas,

estando este lugar en línea de defensa y siendo uno de los puntos más

peligrosos en caso de ataque. A pesar de los pocos elementos con que contaba el

ejército imperial, se procedió a fortificarlo, y pareció quedar inexpugnable. Pero

Márquez discurrió la idea de cambiar el cuartel general al convento de la Cruz,

cuyo jardín se encontraba desmantelado y sin la menor defensa en caso de

ataque.

La situación se agravaba día a día, las municiones faltaban, también el dinero,

y a causa de las fatigas y privaciones que sufría la tropa los soldados se

enfermaban y morían. Preocupado de aquella penosa situación, el emperador

pensó en mandar un emisario a la capital para que sus ministros hiciesen un pronto

envío de todo lo que faltaba para continuar la defensa de Querétaro. Cayó el

nombramiento de emisario en el general Márquez; el emperador lo condecoró con

la medalla al mérito militar y lo autorizó para destituir y nombrar ministros de la

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 42

Page 43: Memorias de Una Primera Dama

manera como juzgase conveniente.

El 22 de marzo salió de Querétaro el general Márquez, escoltado por 1,300

soldados, quedando sólo 7,600 para continuar la defensa; pero sabiéndose que el jefe

del Estado Mayor pronto debía volver con municiones, con dinero y con tropas de

refuerzo, renació en aquellos heroicos soldados la esperanza.

El general Márquez llegó a la capital el 29 de marzo y su primera ocupación fue

imponer un préstamo forzoso de ¡500,000 pesos! Con esta suma habría podido volver

a Querétaro y llevar al emperador los auxilios que necesitaba, pero a los 3 días salió

de la capital con dirección a Puebla, que estaba sitiada por el general Porfirio Díaz.

Llegando Márquez a la hacienda de San Lorenzo supo que la guarnición de Puebla

había capitulado y que Porfirio Díaz se dirigía sobre la capital. Márquez no pudo evitar

librar batalla con los republicanos, que le causaron una completa derrota.

Al volver solo Márquez a México dijo que todo estaba perdido; pero

afortunadamente no fue así, porque el coronel austriaco Khevenhüller reorganizó las

tropas que quedaron después de la derrota y volvió con ellas a la capital.

Cuando se supo la derrota de Márquez y la aproximación a la capital del

ejército republicano, se apoderó de toda la población un verdadero pánico. Éste

aumentó con un largo manifiesto de Márquez declarando la ciudad en estado de

sitio y lanzando terribles amenazas contra los que infringieran la menor falta a

las órdenes expresadas en él.

Entretanto que en la capital se vivía en el más profundo caos, los heroicos

defensores de Querétaro luchaban sin tregua ni descanso. El 24 de marzo, el

general Corona atacó la Casa Blanca, punto perfectamente fortificado por los

imperialistas. Mi esposo, en compañía de los generales Méndez y Mejía, y del

coronel Ramírez Arellano, defendía el punto.

El ataque fue formidable y hubo de ambas partes prodigios de valor.

Después de una reñida batalla fueron rechazados los republicanos. A este triunfo

siguieron una serie de combates más o menos importantes, la mayor parte con

feliz éxito para los imperialistas.

Desgraciadamente toda aquella sangre derramada era infructuosa. El

hambre, las enfermedades, la miseria, las continuas fatigas y privaciones habían

reducido a los defensores de Querétaro al miserable número de 5,000 hombres.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 43

Page 44: Memorias de Una Primera Dama

Del general Márquez no se sabía una palabra; ya se había perdido la

esperanza de su vuelta a Querétaro y el mismo emperador comprendió que ese

hombre no había correspondido a la ilimitada confianza que le había concedido.

El enemigo, que no se atrevía a emprender otro asalto, se propuso tomar la

plaza por hambre y doblando el sitio impidió que los sitiados se pudiesen

abastecer de alimentos. Viendo esto el emperador reunió a los principales jefes y

generales para que de común acuerdo decidiesen lo que convenía hacer. La

decisión de la junta fue evacuar Querétaro. Maximiliano nombró a mi esposo para

que dirigiera el movimiento y fijó la salida para el 15 de mayo, pero el soberano y

sus fieles ignoraban que en medio de ellos había un traidor.

El coronel Miguel López, que había combatido en diversas épocas contra los

juaristas, estaba seguro que cayendo Querétaro en manos republicanas sería

irremisiblemente fusilado. Esto, unido a su avaricia, lo decidieron a tratar la venta

de Querétaro con Escobedo, general en jefe de las fuerzas republicanas que

sitiaban la ciudad. El precio fijado fue de 30,000 pesos.

Eran las 4 de la mañana cuando la alarma se esparció como un rayo por

toda la ciudad de Querétaro. El emperador, acompañado de unos pocos fieles

servidores, se dirigió al Cerro de las Campanas, donde había una corta fuerza de

140 hombres de tropa. Luego llegó el general Mejía con un pequeño número de

caballería, con cuya tropa pensaba defenderse Maximiliano.

Viendo que mi esposo no llegaba, preguntó el emperador por él, hasta que

llegó el coronel Pedro González y le dio la noticia de que mi esposo estaba herido.

Los republicanos, apenas supieron que el emperador estaba en el Cerro de

las Campanas, comenzaron a hacer un nutrido fuego de proyectiles y gruesas

granadas. Comprendiendo el emperador que todo estaba perdido, mandó al

coronel Padilla para que dijese a Escobedo que le concediese garantías para toda

su tropa, ofreciéndose él como sacrificio al enemigo.

Escobedo se dirigió al Cerro de las Campanas, donde tuvo un corto coloquio

con el emperador, que luego fue llevado al convento de la Cruz, donde se

encontraban varios jefes republicanos, entre ellos el general Corona, a quien el

emperador entregó su espada, diciendo: «Me constituyo prisionero».

Mi esposo, que llevaba 2 noches de no acostarse, se retiró a su alojamiento

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 44

Page 45: Memorias de Una Primera Dama

a las 11 de la noche. A las 3 de la mañana lo fue a despertar un ayudante,

dándole parte de que el oficial Gil de Castro con otros 3 subalternos se habían

pasado al enemigo, que había una gran desmoralización en las tropas y en la

oficialidad y que su presencia allí era indispensable. Mi esposo, sin perder tiempo,

se dirigió a hablar con los soldados y después de alzarles la moral, volvía a su

alojamiento cuando vio venir al comandante Nava, que le dijo: «Señor, todo está

perdido, el coronel López ha entregado la plaza». Ordóñez, uno de los ayudantes

que acompañaba a mi esposo, vio venir un oficial a caballo que le gritó: « ¿Quién

vive?» Ordóñez contestó: « ¡Imperio!», entonces el oficial. republicano disparó

contra él, causándole una grave herida. Mi esposo, al ver esto, se precipitó sobre

el oficial, disparándole su pistola, entonces éste dirigió otro tiro contra mi esposo,

a quien hirió en la cara. Ordóñez se volvió como pudo a la casa y mi esposo corrió

a casa de su médico, el doctor Licea, para hacerse extraer la bala.

Mi esposo tenía una prima en Querétaro, Mercedes Salazar, la cual al saber

que los republicanos habían entrado en la ciudad corrió a buscar a mi esposo

para salvarlo. Al llegar a la casa donde se alojaba, se enteró por Ordóñez que

estaba herido en casa del doctor Licea.

Ella voló a casa del doctor, que al verla se turbó y le dijo que fuera a buscar

vendas para el herido; sin que la viera él, entró en una pieza de la casa y rompió

sus enaguas para hacer las vendas. Ocupada en ello, escuchó que el doctor

mandaba decir al general Escobedo que el general Miramón estaba herido en su

casa. A poco una escolta se presentó al cuarto donde estaba mi esposo y le

preguntó quién era. El oficial saludó respetuosamente a mi esposo y le aseguró

que no se le molestaría mientras estuviera enfermo y que no se le sacaría de allí.

El 29 de mayo supe la triste noticia de que mi esposo estaba prisionero y

herido en Querétaro y que la ciudad estaba en poder de los republicanos. De

inmediato pedí a un buen amigo, el licenciado Argandar, que me acompañara en

el viaje. Decidí que mis 2 hijos más grandes se quedaran con mi hermana

Mercedes, la más pequeña con mi abuela y yo me llevaría a la recién nacida para

que la conociera su padre. Después de un largo y penoso camino llegamos a

Querétaro. Mi esposo, calmo, sereno, con su acostumbrada dulce sonrisa, al

verme aparecer en la puerta de su celda me abrió los brazos, me dio un cariñoso

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 45

Page 46: Memorias de Una Primera Dama

beso y me dijo: «Gracias porque has venido, temía no volverte a ver». Entonces

me fue imposible contener las lágrimas que salieron a torrente de mis ojos.

Mi esposo nos narró la manera de cómo lo habían herido y la sorpresa que

tuvo al ver al enemigo dentro de la ciudad, pero lo que más admiró a Argandar

y a mí fue que de su boca no saliera ni una palabra de queja contra quienes lo

habían traicionado. Cuando nos quedamos solos me dijo: «Haz de cuenta que tu

marido está gravemente enfermo, pero que su mal no tiene remedio». Luego,

tomando mi mano, agregó: «Gracias, Concha, por tu venida. Necesitaba verte

para pedirte perdón porque te voy a hacer muy desgraciada. Ahora sí puedo

morir tranquilo. Nunca te creí; me parecían exagerados tus consejos, pero ahora

veo cuánto me has amado».

Sabiendo el emperador que estaba en la celda con mi esposo nos mandó

llamar. Al verme se puso en pie, me tendió la mano y con una amable sonrisa me

habló, primero, del valor de mi esposo, de sus proezas y de lo mucho que había

trabajado en el sitio. Luego agregó: «Si hubiésemos tenido recursos, no nos toman

Querétaro». Yo le dije que pensaba ir a San Luis a hablar con Juárez y ver si

podía obtener el indulto; el emperador aprobó mi proyecto.

Ese mismo día, 31 de mayo, acompañada de mi tío Joaquín Corral, salí

de Querétaro con dirección a San Luis, donde se encontraba el gobierno

republicano. A mi llegada, me dirigí a casa de mi hermana Lupe, quien me

acompañó al palacio. Al entrar a la antesala dimos nuestros nombres, a los

pocos momentos nos condujeron a un pequeño salón donde nos esperaba el

presidente Juárez. Lo que más llamaba la atención en aquel hombre era la

perfecta impasibilidad de su frío semblante, que daba la ilusión de estar ante un

ídolo azteca.

«Adivinará usted el objeto de mi visita, vengo a pedirle el indulto para los

prisioneros de Querétaro», le dije. «No depende de mí», me contestó. «Pues, ¿de

quién depende?», pregunté. «Del país, que lo pide, yo nada puedo hacer».

Entonces yo, anegada en llanto, le hice ver la popularidad que le daría en

Europa este acto generoso, le toqué el corazón como padre y como esposo, y

finalmente le demostré cuánto lo haría grande ante nuestro país y ante el

mundo al conceder la vida a los prisioneros de Querétaro.

Nada movió aquel empedernido corazón, nada llegó a enternecer a aquella

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 46

Page 47: Memorias de Una Primera Dama

alma fría y vengativa. Cuando mi hermana y yo comprendimos que nada

podríamos conseguir salimos de la presencia de Juárez y, con la esperanza de

encontrar en los ministros corazones más humanitarios, nos dirigimos a ver a

Lerdo, pero este señor se negó abiertamente a recibimos. Más humano, Iglesias

nos recibió, aunque solamente para consolamos.

Mi pronto regreso causó una verdadera sorpresa. Cuando conté a mi esposo

el triste resultado de mi viaje, me dijo: «Confórmate y no abrigues la menor

esperanza. Mis enemigos no soltarán la presa, me tienen que sacrificar».

Aquellos últimos días que me quedaban de tener a mi lado a mi amado

esposo los pasaba continuamente junto a él. En las conversaciones que tenía

conmigo trataba de darme ánimo, me aconsejaba lo que tenía que hacer en mi

viudez y me decía: «Quítale a nuestro Miguel toda idea de venganza, que no sea

militar». Otras veces me decía: «Si encuentras un hombre honrado que te ame,

cásate con él».

Algunas veces íbamos a visitar al general Mejía, que estaba en la celda

contigua; se animaba mucho y solía, bromear con mi esposo. Otras veces, el

emperador iba a la celda de mi esposo. En uno de esos días tristes, comenzó a

hablar de su familia, particularmente de su madre, la archiduquesa Sofía; de la

pena que le causaba la enfermedad de la emperatriz Carlota, y nos pintó las

virtudes de su hermano, el emperador Francisco José.

En medio de esta conversación 2 gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Mi esposo, mortificado, le habló de la emperatriz, creyendo que era su recuerdo el

motivo de aquellas lágrimas, pero el emperador dijo: «No, general, no lloro por la

emperatriz, lloro porque ustedes no merecen que los haga yo desgraciados,

pudiendo aún ser felices». Mi esposo contestó con una amarga sonrisa: « ¡Qué

quiere usted, majestad! Yo estoy aquí por no haber seguido los consejos de esta

mujer». «General», interrumpió Maximiliano, «no tenga usted remordimientos,

pues yo estoy aquí por haber seguido los consejos de la mía».

Mi preocupación en aquellos días amargos no era otra que salvar a mi

esposo. No hacía más que correr de un jefe a otro esperando conmover sus

corazones. Entre estos jefes fui a ver al general José Justo Álvarez. Éste era

pariente cercano de mi madre. Además de estar ligado por vínculos de sangre,

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 47

Page 48: Memorias de Una Primera Dama

debió también estarlo por gratitud con mi familia. En 1859, después de la batalla

de Silao, ganada por mi esposo, Álvarez, que por accidente se había herido con

una pistola, cayó prisionero. Mi esposo lo puso bajo su custodia y cuando estuvo

curado le dio la libertad. ¿Cómo podía yo pensar que semejantes beneficios se

hubieran olvidado? Fui llena de esperanzas a ver a mi ingrato pariente, el cual me

recibió fríamente y me contestó con la mayor indiferencia: « ¿Qué quieres que yo

haga? ¿Para qué se metió Miramón con Maximiliano?»

El día 16 de junio, a las 7 de la mañana, recibí un billete de mi esposo,

mandándome llamar con urgencia. Apenas lo leí salí de casa y en cuanto entré a

la celda de mi esposo, éste me dijo: «Acaban de notificarme que hoy a las 3 es el

día del sacrificio; ahora hay que tener calma y resignación, es preciso que te

cuides y vivas para nuestros hijos». Después se puso a escribir unas cartas y unos

encargos que me dejaba. De pronto dijo: «Pobre emperador, yo al menos te tengo

a mi lado y sé que recogerás mi cadáver, pero él no tiene a nadie. Vamos a

consolarlo».

El desgraciado soberano tenía las mejillas pálidas, pero en su semblante

se notaba la calma. Al verme se conmovió y me dirigió unas palabras de

consuelo, diciéndome que me dejaba muy recomendada a su familia y que estaba

cierto que velarían por mí y por mis hijos. Luego me demostró la pena que le

causaba no tener a nadie que recogiera su cadáver y los temores que tenía de

que sus enemigos lo profanasen. Al oírlo le dije: «Señor, yo recogeré su

cadáver junto con el de mi esposo». Maximiliano, notablemente conmovido,

me dijo: «Gracias, señora, gracias».

Permanecimos un momento más con el emperador y cuando volvimos a

nuestra celda encontramos en ella a mi tío Agustín Corral, quien fue a

buscar un sacerdote. Cuando regresó con el canónigo comprendí que había

llegado el momento de la separación. Mi esposo, que conservaba su inalterable

calma, me dijo: «Vamos a ver al general Mejía para que te despidas de él». El

pobre general acababa de separarse de un hijo que hacía pocos días le había

nacido. Su semblante estaba notablemente demudado y se marcaba en él un

gran dolor. Al vernos, me dirigió algunas palabras de consuelo, luego me abrió

cariñosamente los brazos y nos dijimos el último adiós.

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Page 49: Memorias de Una Primera Dama

De la celda del general Mejía pasamos a la del emperador, quien al vernos

se conmovió, pero haciendo un esfuerzo se dirigió a mí: «Confío en que mi

familia velará por usted». Luego se quitó una cadena que llevaba al cuello y

me dijo: «Señora, pronto verá usted a mi madre, le ruego que le entregue de mi

parte esta medalla y le diga que muero como buen cristiano». «Señor», le dije, «

¡qué tarde he conocido las grandes almas de esta tierra!» Luego, tomando mi

cabeza entre sus manos, imprimió un beso en mi frente y pronunciando la

dolorosa palabra «adiós», salimos mi esposo y yo de su celda.

El tiempo volaba, y nadie habría podido arrancarme de los brazos de mi

esposo en los momentos de darle el último adiós, pero era preciso dejarlo solo a

fin de que preparase su alma. Ese pensamiento me dio fuerzas y valor para

separarme de él.

¿Quién podría pintar las horas de agonía que mi alma sufrió aquel día?

Pasadas las 4 de la tarde, cuando creía que todo había concluido, los defensores

de mi esposo me anunciaron que la ejecución se había suspendido y que mi

esposo me mandaba llamar. Corrí llena de esperanzas a la prisión. Mi esposo me

dijo que la ejecución se había fijado para 3 días después; luego agregó: «Lo que

han hecho con nosotros es una maldad. Nos van a matar 2 veces».

El emperador, apenas supo que yo estaba allí, nos mandó llamar. «Le voy a

pedir un favor», me dijo y continuó: «es indispensable que vuelva a San Luis y

en unión con mis defensores, que están allí, consiga que nos indulten». Lo que

me pedía el emperador era superior a mis fuerzas ¿Cómo podría separarme de

mi esposo cuando el cielo me concedía 2 días más para estar a su lado? Así

supliqué al emperador que me perdonase, pero Maximiliano redobló sus

instancias, a las cuales se unió mi esposo diciendo: «Concha mía, dame esta

última prueba de tu cariño, yo confío como el emperador en que obtendrás la

gracia y te la quiero deber a ti».

Volvimos a la celda de mi esposo y nos quedamos solos. Fue nuestra última

conversación, la más tierna, la más triste, y al mismo tiempo la más seria y

amarga que pueden tener 2 esposos que se aman intensamente. Mi esposo habló

de todo aquello que en la mañana no tuvo tiempo de pensar; de nuestro hijo y con

gran ternura de nuestras hijas; se acordó de su familia, de sus amigos, y luego

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dijo: «Si no nos volvemos a ver, te recomiendo que a tu vuelta saques mi cadáver

de esta ciudad y lo hagas enterrar cerca de la tumba de mis padres». Yo no le

pude contestar, pero estreché sus manos entre las mías y las cubrí con mis

besos, bañándolas en lágrimas.

El 18 de junio a las 8 y media de la noche llegué a San Luis. Corrí a casa de

mi hermana Lupe, le conté lo que había pasado y me contestó: «Corramos a

palacio». Al llegar, nos empezaron a presentar dificultades pero nuestra tenacidad

las fue venciendo, hasta llegar a la puerta de la presidencia. Allí nos recibieron

agriamente y nos dijeron terminantemente que el presidente no nos podía recibir.

Nosotras doblamos nuestras instancias, pero fueron infructuosas. No había

tiempo que perder, era preciso dar otros pasos, buscar otros medios.

Comenzamos a recorrer las puertas de los ministros y jefes que podían

tener más influencias y de aquellas personas que podían ayudarnos, pero todo

fue inútil.

El tiempo volaba y yo no podía volver a Querétaro para encontrar vivo a mi

esposo. Entonces creo que fue mi momento de mayor desesperación, pues la

idea de haber perdido 2 días que pude estar a su lado, el dolor de no poder

consolarlo y no recoger yo misma su cadáver, llevaron al colmo mi pena.

Eran las 8 de la noche y aún podía enviarle mis noticias por telégrafo:

«He llegado sin novedad, nada se consigue. Adiós, hasta el cielo. Concha».

Cuando volví a ver a mi hermano Alberto, me contó que él mismo se lo

había entregado, y que después de leerlo, lo besó y lo devolvió a mi hermano

diciendo: « ¡Pobre Concha!, me figuro lo que estará sufriendo. Yo rogué al

emperador que me ayudara a sacarla de aquí, porque temía que no tuviese

fuerzas para verme muerto».

Así nos separamos de este mundo, después de 8 años y medio de una

unión tan dichosa. Yo perdí todo lo que puede halagar a una mujer, posición

social, bienestar, honores... pero estos bienes efímeros los he reputado

nulos, y si aún lloro al que perdí, fue porque me dejó sus virtudes grabadas en

la memoria y porque se llevó a la tumba mi paz y mi corazón.

La noche del 18 y la madrugada del 19 la pasé en agonía por él; mi buena

hermana Lupe procuraba darme fuerza y valor para aliviar mi pena; pero mi dolor

era verdaderamente profundo. Al día siguiente de haber perdido a mí esposo caí

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 50

Page 51: Memorias de Una Primera Dama

en cama con una hemorragia. Sin embargo yo deseaba vivamente volver a

Querétaro para hablar con las personas que habían estado con mi esposo los 2

últimos días de su vida, pero el médico se opuso a que hiciera el viaje.

Mi hermana escribió entonces a mi tío Joaquín Corral y al canónigo Ladrón

de Guevara, que lo había acompañado al patíbulo, suplicándoles que me

escribiesen dándome los pormenores de cómo había pasado mi esposo sus

últimos días y cómo había muerto. Me dirigieron las siguientes cartas. He aquí lo

que me dice mi tío:

«Después que te fuiste, fuimos a verlo Alberto, Navorita y yo; lo encontramos

tranquilo como de costumbre; pero a la hora de la comida se le notó una gran

tristeza. Antes de despedirnos me dijo que llamase al padre Ladrón de Guevara.

Cuando lo vio entrar le echó un brazo por el cuello y se enjugó los ojos, estaba

llorando: "Vamos, general, valor", le dijo el sacerdote. "No padre, no me importa la

muerte, pero, ¿sabe usted lo que ha sido de mi Concha?" Aquellas lágrimas eran

por ti. Al día siguiente, víspera de su muerte, lo encontramos tranquilo.

Permanecimos con él algunas horas. Navorita le llevó a la pequeña, a la cual

bendijo. El señor Ladrón de Guevara te dirá lo demás». El señor Ladrón de

Guevara me escribió lo siguiente:

«Muy señora mía: el general Miramón conservó la serenidad de su alma,

sin abatirse ni apenarse por la suerte que lo esperaba. Empleaba su descanso

en hablar con el emperador y otras personas. Una vez éste le dijo: "¡Ah, general,

qué tarde lo conocí a usted!" Otras veces, recordando a su esposa, decía:

"¡Pobre Concha!, me quiere mucho. Yo la hice ir a San Luis sólo para evitarle

este sangriento espectáculo".

«Llegó por fin el día de la ejecución y después de haber oído misa y de

haber comulgado nos encaminamos al patíbulo. En todo el camino no dio la

más ligera muestra de debilidad y, solamente antes de llegar, sacó un retrato y

dijo: "Adiós, Concha, Dios te bendiga en unión de mis hijos. Adiós hasta la

eternidad", y humedecidos ligeramente los ojos en lágrimas, estampó un beso

en dicho retrato. Cuando lo mandaron apearse, marchó con paso firme hasta

el lugar de la ejecución, que fue a la derecha del emperador. Allí se despidió de

éste, dándole un afectuoso abrazo. El emperador entonces le dijo: "General, un

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valiente como usted tiene derecho a los honores de soberano. Permítame que

antes de morir, le ceda mi puesto", y colocándolo en el centro se puso a su

derecha.

«Después de que el emperador dirigió algunas palabras al pueblo, que

terminaron con un viva a México y a su independencia, el general Miramón dio un

abrazo al general Mejía y pronunció con voz firme estas palabras: "¡Mexicanos!,

en el consejo mis defensores quisieron salvar mi vida, aquí, pronto a perderla, y

cuando voy a comparecer ante Dios, protesto contra la nota de traidor que se ha

querido arrojarme para cubrir mi asesinato; muero inocente de este crimen, y

perdono a los que me imputan esperando que Dios me perdone y que mis

compatriotas aparten tan fea mancha de mis hijos, haciéndome justicia. ¡Viva

México!"

«Y comenzando a hacer sus oraciones fue el primero que murió. Acto

continuo se presentó el señor Joaquín Corral con una sábana y lo necesario para

conducir el cadáver. Es cuanto puedo decir a usted de tan doloroso asunto.

Pidiendo a Dios la consuele, me pongo a sus órdenes como servidor y capellán.

Pedro Ladrón de Guevara.»

¿Cuáles han sido las ventajas que han resultado a nuestra amada patria

después del triple asesinato? El partido conservador fue acabándose poco a poco

hasta que desapareció por completo. Así el partido liberal se encontró dueño

absoluto del país y se dedicó con esmero a desarrollar en el pueblo, en la

sociedad, sus ideas inmorales, anticristianas y antipatrióticas. El diabólico

masonismo se puso en boga, alcanzando su triunfo con tener en su cabeza a los

jefes del Estado. Los hombres que han regido nuestro país, después del triunfo

del liberalismo, no han tenido otro lema que el del bolsillo, y así, hemos visto

salir de la presidencia a hombres que no tenían un centavo, poseyendo fortunas.

Pero lo que causa verdadera indignación es que la mayor parte de ellos han

debido su elevación a nuestro común enemigo, el yankee, el cual les ha

prestado su apoyo y protección a cambio de sacar de ellos toda clase de

privilegios, ruinosos para nuestra desgraciada patria.

Juárez, fiel a sus compromisos, con la Casa Blanca, murió plácidamente en

su cama, ocupando hasta su último suspiro la presidencia de la República, y

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 52

Page 53: Memorias de Una Primera Dama

llevándose a la tumba el deshonor de haber firmado el tratado McLane y la

gloria de haber mandado asesinar a un emperador.

Porfirio Díaz también murió en su cama; pero proscrito en el destierro,

porque cansado de la tutela americana se quiso emancipar.

Doce días permanecí en San Luis Potosí; mi estado de ánimo y mi salud

delicada me impedían ponerme de viaje; sin embargo, me fue forzoso partir. En

los primeros días de julio llegué a Querétaro. Mi hermano Alberto y mi cuñada

Navorita me fueron a sacar de la diligencia y me llevaron a mi hijita que fue la

única en recibir el último beso de su padre.

Al día siguiente mi primer pensamiento fue el de ir a visitar a mi esposo, cuyo

cadáver estaba depositado en una capilla de la iglesia de Santa Teresa. Desde

ese día hasta el último que pasé en Querétaro, fui mañana y tarde a pasar

algunas horas cerca de aquella caja que encerraba mi perdido tesoro.

Mi esposo había dado a mi cuñada todos los objetos que tenía en prisión,

recomendándole mucho que me los entregara. Esas preciosas reliquias, que aún

conservo, son el doloroso recuerdo de su cautividad y de su muerte. Su reloj, con

una cadena hecha de mis cabellos y de la cual pendía un relicario con mi retrato;

su cartera, con los retratos y cartas de sus hijos; la pluma con que escribió sus

últimas cartas... En un sobre con papeles había 2 cartas para mí, 2 para sus hijos.

Una lista de los objetos que dejaba a sus parientes y amigos; otra lista de las

personas que le debían dinero y a quienes él debía; una hoja en la cual estaban

escritas las palabras que pronunció en el patíbulo. También, en un pedacito de

papel suelto, me encontré las frases siguientes: «Concha, te amo más que a mi

vida». En otro renglón decía: «Querida mía, esposa adorada». La vista de

todos aquellos objetos, que llevé mil veces a mis labios, arrancó un torrente

de lágrimas que desahogaron mi corazón y me salvaron de morir de dolor.

En los días que permanecí en Querétaro, después de haber perdido a mi

esposo, me contaron mi hermano Alberto y otras personas, las atrocidades y

profanaciones que los juaristas habían hecho con el cadáver del infortunado

emperador Maximiliano. El traidor médico Licea, acaso en premio por haber

entregado a mi esposo, tuvo el honroso encargo de embalsamar su cuerpo.

Pero como al hombre malo y sin honor ninguna acción lo espanta, ese médico

quiso sacar partido y después de exponer a la vista de cuantos lo quisieron ver

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 53

Page 54: Memorias de Una Primera Dama

desnudo, le cortó pequeños pedazos de su piel, poniéndolos en botellas; le cortó

mechas de sus cabellos, pedazos de su barba, ¡e hizo comercio vendiendo todo

aquello!

Apenas tuve autorización para sacar de Querétaro el cadáver de mi

esposo, hice los preparativos para salir de aquella ciudad. Penosa y grande fue

la sorpresa de mi hermana Mercedes y de mi cuñado al verme; mi extrema

palidez, mi notable flacura y mi semblante descompuesto les dijo la profunda

herida que había recibido mi corazón.

Apenas tomé posesión de mi alojamiento me encerré en él y me negué

categóricamente a recibir visitas. Ni a mi abuela, ni a mis tías, ni a mis

hermanas quise ver, y sólo a mis hijos quería abrazar. Así pasé los primeros 15

días en la capital.

Sin embargo, era preciso dar sepultura al cadáver de mi esposo, y con ese

objeto mandé llamar a mi cuñado, Vicente Vidal, que comenzó por comprar el

terreno en un pequeño patio del panteón de San Fernando. Este patio está

rodeado por 3 lados de corredores, donde se ven las paredes cubiertas de

numerosos sepulcros. En 2 de aquellas tumbas reposan los restos de mis

suegros y por eso elegí aquel lugar.

Mi cuñado Vicente, sabiendo los pocos fondos con que yo contaba, se

esmeró en que gastase lo menos posible, pero al mismo tiempo quiso que el

sepulcro en que iba a reposar mi esposo fuese, en cuanto podía, digno de él.

Aquel monumento es de cantera, está formado sobre 2 gradas, su estilo es

sencillo y su único adorno es una gran cruz, también de piedra, que erguida

corona la tumba. Ninguna inscripción quise poner y sólo en la parte de enfrente

se colocaron 2 grandes M M en bronce dorado.

En los días de septiembre se terminó la construcción de la tumba y mi

cuñado me anunció que todo estaba pronto para sepultar a mi esposo. Pero nada

se podía hacer para honrar aquellos amados restos. Los amigos de mi esposo

estaban en gran parte prisioneros, sus compañeros de armas, heridos, muertos o

en prisión y algunos temerosos de ser marcados por el gobierno de Juárez. Así

decidí que aquella ceremonia fuese enteramente privada.,

Sin embargo, un buen amigo de mi esposo, que participaba de sus ideas

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 54

Page 55: Memorias de Una Primera Dama

conservadoras, el general Santiago Blanco, cuando supo que se iba a inhumar el

cadáver de mi esposo, me mandó decir que deseaba asistir y me rogaba que le

dijera el día y la hora en que debía tener lugar la triste ceremonia. Le hice saber

que sería el día 28 de aquel mes, a las 11 de la mañana.

El general se presentó el día fijado. Allí estaban mis 2 cuñados, Isidro Díaz y

Vicente Vidal, acompañados del padre Francisco Vecino. Mientras los

sepultureros introducían los restos, en la iglesia de San Fernando se celebraban

numerosas misas por el descanso eterno de aquella alma querida.

Cuando regresaron a mi casa, mis cuñados me contaron los pormenores del

entierro y que todo estaba en orden. Entonces el general Blanco sacó de su bolsa

una pequeña llave y me la presentó diciéndome la gran pena que le causaba

entregármela. Me dirigió algunas palabras de consuelo y terminó diciéndome:

«Crea usted que la muerte del general ha sido una gran pérdida para el partido

conservador». «Ciertamente, general, como que todos ustedes han quedado

enterrados hoy en esa tumba», le contesté.

Don Emiliano Lojero, uno de los que formaron parte del consejo de guerra

que condenó a muerte a mi esposo en Querétaro, escribió en el libro que está en

el museo de la ciudad lo siguiente: «Los que luchando por su causa vencen, son

grandes. Los que por ella mueren, son héroes.»

Después de que fue sepultado mi esposo permanecí en la misma inacción

que antes y poseída mi alma de una mortal tristeza. Sin tratar con la familia, sin

ver ningún amigo y en la oscuridad de mi cuarto, corrían las horas y los días.

Una mañana al despertar me dije: « ¿Y tú piensas que puedes seguir así? ¿No te

acuerdas que tienes que marchar a Europa para educar y sustentar a tus hijos?»

Estas y otras reflexiones me hice. Pensando y haciendo, salté de la cama, me

vestí rápidamente, y tomando papel y pluma comencé a hacer una lista de mis

muebles, joyas y vestidos de lujo para venderlos.

Con los fondos que saqué y con la suma que me había quedado después de

enterrar a mi esposo, tomé 3 pasajes en un vapor francés, el Lucienne, de los

cuales uno era para mí, otro para la institutriz de mis hijos y otro para mis hijos

mayores. Mi hijita la más pequeña no pagó nada.

Fijado el día de mi viaje, me despedí de mi familia con el corazón doblemente

triste, pues pensaba que a ninguno de los míos volvería a ver. Llevé a mis hijos a

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 55

Page 56: Memorias de Una Primera Dama

la tumba de mi esposo y después de dar mi último adiós a los amados restos

que allí dejaba, salí al día siguiente, el 9 de octubre, de la capital y el 13 de octubre

de 1867, después de 4 meses de viuda, dejamos las playas de Veracruz.

Mi llegada a París no fue como la primera vez, ni como la segunda. Estaba

sola, con mis hijitos huérfanos, y llena de preocupaciones por el porvenir. Mi

estancia allí duró pocos días; el tiempo necesario para hacerme un traje

decente de gran luto con el cual presentarme en Viena ante la familia imperial.

En Viena vivía don Gregorio Barandiarán, que había sido embajador del

emperador Maximiliano cerca de su hermano el emperador Francisco José. Era

uno de nuestros buenos amigos, así que le escribí dándole aviso de mi llegada.

El señor Barandiarán me buscó alojamiento en un hotel situado en el centro

de la capital y me dijo que toda la corte estaba fuera de Viena; pero como yo

llevaba un encargo del emperador Maximiliano para su madre, daría aviso de mi

llegada a la archiduquesa Sofía.

El 10 de diciembre la archiduquesa regresó a Viena y a los 2 días de su

llegada recibí una carta en la que me anunciaban que me recibiría el día 13 a las

4 de la tarde.

Al día siguiente pedí un buen coche en el hotel y a las 3 y media me dirigía al

palacio de la Burg. Un ujier me condujo hasta la puerta de las habitaciones de la

archiduquesa. La madre del emperador tenía entonces 62 años, era de estatura

poco más alta que la mediana, algo gruesa y de tez muy blanca. En su

penetrante mirada se notaba la energía de su carácter, pero al mismo tiempo se

descubría en ella la bondad de su alma. Estaba ya de medio luto por la muerte de

su hijo, según los usos de la corte.

Al verme le dije que el emperador Maximiliano, antes de morir, se había

quitado una medalla que llevaba al cuello y que me había pedido que se la trajese

a Su Alteza, diciéndole que moría cristianamente. « ¡Pobre Max!», dijo la

archiduquesa conmovida. Luego le entregué un relicario con una mecha de

cabellos del emperador y la carta que el desgraciado príncipe me dio para sus

padres:

«No pudiendo prever los acontecimientos en la posición en que actualmente

me hallo, doy ésta para que en caso de que sufriéramos la muerte el general

Miramón y yo se encargue mi esposa, la emperatriz Carlota, del cuidado de la

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 56

Page 57: Memorias de Una Primera Dama

señora Miramón y de sus hijos, para que de este modo dé prueba al general

Miramón de mi gratitud por su fidelidad mientras estuvo a mi lado, así como

también de la amistad que de todo corazón le profeso. Y si se confirmara la

muerte de mi señora, ruego a mis padres que tengan la bondad de cumplir el

encargo que hago en la presente». Junio 15 de 1867. Maximiliano.

La audiencia duró poco más de media hora, en cuyo tiempo la

archiduquesa me hizo mil preguntas sobre su desgraciado hijo. Al oír mis

contestaciones se emocionaba y su semblante se demudaba. Me despedí de ella

llena de gratitud por su bondadosa acogida; aquella grande y noble princesa iba a

ser mi protectora y a consolar y aliviar mi viudez.

Volví al hotel llena de satisfacción y dando las gracias a Dios por las

distinciones que había recibido. Las bondades de la archiduquesa Sofía en

adelante fueron tantas que casi diariamente me mandaba a una de sus damas de

honor para saber cómo estábamos mis hijos y yo. La dama de honor que iba con

más frecuencia era la condesa de Paar y con ella estreché más amistad.

En la misma semana visité a los soberanos; recibí una tarjeta del archiduque

Víctor Luis y de otros altos personajes de la corte. Recibí también una invitación

para comer con el barón de Hornstein, chambelán y gran maestre de la corte del

archiduque Carlos Luis; y otra del conde de Szeisen. Estas continuas bondades y

muestras de distinción con que me honraba la familia imperial eran un verdadero

bálsamo que aminoraba el dolor de la reciente herida abierta en mi corazón.

También tuve el gusto de conocer a la archiduquesa María Annunziata, hija

de Fernando II, rey de Nápoles. Y una de las familias que con más frecuencia

visité en Viena fue la del embajador de España, don Luis López de la Torre Ayllón,

que era entonces el decano del cuerpo diplomático. Don Luis estaba casado,

tenía su esposa y 2 hijas, Luisa y Bernardita, a quien años después tuve el placer

de encontrar en Madrid, casada con el conde de Benomar, entonces volví a

reanudar aquella amistad que nació en Viena y que ha durado hasta mi vejez.

En la mitad del mes de enero de 1868 llegó al puerto de Trieste la fragata La

Novara, llevando a bordo el cadáver del emperador Maximiliano.

El castillo de Miramar, aquel palacio que había formado las delicias del

príncipe artista que lo edificó, vio volver a su dueño sin vida, sin fortuna, y hecho

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 57

Page 58: Memorias de Una Primera Dama

el oprobio de un pueblo a quién él había soñado hacer feliz.

El cadáver del emperador Maximiliano fue trasladado a Viena y depositado

en la Capilla de la Burg, donde se celebraron los servicios fúnebres por su alma.

En Viena se encuentra una pequeña iglesia llamada de Los Capuchinos. En

1632, el emperador Fernando hizo construir esa iglesia y ordenó que se hiciera un

espacio subterráneo a fin de que sirviera para enterrar en él a todos los miembros

de la familia imperial de Austria. A este lúgubre sitio llevaron a enterrar al

desgraciado emperador de México, Maximiliano.

A los pocos días de esto se presentó en el hotel el gobernador del Castillo de

Miramar. Me comunicó que la archiduquesa lo mandaba a notificarme que me

había asignado una pensión anual de 3,000 florines en plata durante todo el

tiempo de mi viudez. Además, su alteza se encargaba de la educación de mis

hijos, poniendo a Miguel en el colegio de los padres de la Compañía de Jesús y

a mis hijas en un convento de las Damas del Corazón de Jesús. La archiduquesa

me ofrecía un lugar en el castillo de Miramar y me pagaba todos los gastos del

hotel y demás que me hubiese ocasionado mi estancia en Viena.

La generosidad de la archiduquesa llenó mi corazón de gratitud y la idea de

haber asegurado el pan de mis hijos, así como su educación, me causaban

consuelo; pero el pensar que me tenía que separar de ellos destrozaba mi alma.

Otra cosa me angustiaba, ¿podría yo vivir sola en el castillo de Miramar? Estas y

otras reflexiones turbaron mi mente con tan amarga pena que se apoderó de mí el

llanto.

En esos momentos me anunciaron una visita. Era la condesa Paola Kollonitz,

una de las señoras más distinguidas de la nobleza austriaca. Al verme en aquel

estado y al oírme contar cuál era el motivo de mi llanto, trató de consolarme; me

aseguró que todo se arreglaría y prometió hablar con la archiduquesa.

La condesa Kollonitz tenía una hermana que era la primera dama de honor

de la emperatriz María Anna, esposa del emperador Fernando I, que en 1848

renunció al trono en favor de su hermano Francisco Carlos, que a su vez lo

renunció en favor de su primogénito, Francisco José.

El emperador Fernando y su esposa María Anna, vivían en Praga, retirados

de la sociedad y prodigando favores a cuantos se les acercaban. La condesa le

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 58

Page 59: Memorias de Una Primera Dama

escribió a su hermana contándole la aflicción en que yo me encontraba. Su

hermana lo comunicó a la emperatriz y esta generosa soberana escribió a la

archiduquesa Sofía que se unía a ella aumentando la suma que me había

asignado de pensión en otros 3,000 florines, a fin de que pudiese educar por mi

cuenta a mis hijas mujeres y vivir donde mejor me conviniese.

Cuando la duquesa Kollonitz me trajo la buena nueva mi corazón rebosó de

contento, y no pudiendo ir a dar las gracias personalmente a la emperatriz María

Anna, le escribí una sentida carta, dándole las más expresivas gracias por la

generosidad que usaba conmigo.

La duquesa Clementina de Coburgo quiso también tomar parte en mi

bienestar y cooperar de alguna manera. Discurrió que me fuese a Bélgica a ver a

su sobrino, el rey Leopoldo, para quien me daría una carta; que hablase con la

reina, y que les diese la carta que para ellos me había dado el emperador

Maximiliano.

Me expuso sus deseos asegurándome que nadie mejor que su sobrino tenía

que hacer algo por mí. Yo le demostré que con las 2 pensiones que iba a recibir

me bastaba para vivir y educar a mis hijos y me negué marcharme de Viena. Pero

la duquesa fue a ver a la archiduquesa Sofía, le explicó su plan y su alteza lo

encontró magnífico.

Para que yo no tardase en ponerlo en práctica me mandó a su dama de

honor, la condesa Para, la cual me dijo de su parte que creía conveniente

que marchase a Bruselas, donde la familia de la emperatriz Carlota estaba en

la obligación de cumplir el encargo del emperador Maximiliano. Me entregó unas

cartas de la familia imperial que debía yo presentar a los reyes de Bélgica. Entre

ellas había una del archiduque Carlos Luis, que era el tutor de la demente

emperatriz Carlota.

Las ilusiones que me había hecho yo de quedarme a vivir en aquel país, de

educar a mis hijos bajo la sombra de mis benéficos protectores, me hacía amarga

mi partida de Viena. En medio de mi tristeza yo pensaba: « ¿Volveré a ver esta

bella ciudad? ¿Volveré a ver a estos príncipes que tan buenos y generosos han

sido conmigo?» Un secreto presentimiento me dijo que sí, y éste se cumplió pocos

años después.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 59

Page 60: Memorias de Una Primera Dama

Mi primera preocupación en Bruselas fue buscar una casa, pues me era

muy costoso estar en un hotel con mis hijos y la institu triz. En el hotel donde

fui a parar había una familia mexicana. El padre era un antiguo diplomático,

el señor Murphy, que había servido al imperio y que a la caída de éste perdió su

posición y se encontraba en graves dificultades económicas. Pronto hice amistad

con la familia Murphy, y gracias a ellos, pude encontrar una casa bastante

cómoda en uno de los barrios modernos de la ciudad.

A los pocos días de estar instalada en mi casa, pensé en la manera de

presentar a la reina las cartas que para ella tenía de la familia imperial de Austria

y de la duquesa de Coburgo.

Consulté con el señor Murphy, que como diplomático conocía a todas las

personas de la corte. Me dijo que debía escribir a la gran Maitresse de la reina,

la duquesa D'Urgel, diciéndole que tenía yo en mi poder unas cartas para su

majestad y que deseaba saber qué tenía que hacer con ellas. Así lo hice y la

duquesa me contestó que la reina me esperaba al día siguiente para que se las

entregase personalmente.

El 15 de mayo de 1868 a las 4 de la tarde me dirigí al palacio real de

Bruselas para asistir a la audiencia que me había dado la reina. Fui introducida a

un gran salón donde se encontraba la reina María Enriqueta, archiduquesa de

Austria. Tenía entonces 31 años. Era alta, delgada, de talle elegante, tez blanca,

ojos garzos, cabello rubio, de regulares facciones. Lo que claramente se notaba

en su semblante era un tinte de tristeza que no podía ocultar.

Al verme entrar se alzó de su asiento, me saludó amablemente y me hizo

sentar. Sin hablar de otra cosa, entró en materia diciéndome: «La duquesa

D'Urgel me ha dicho que tiene usted unas cartas para mí y he querido que me

las entregue personalmente, porque deseaba hablarle». Al oír esto tomé las cartas

de mi bolsa y las puse en manos de la reina. Ella las abrió, les dio una mirada

(porque de seguro ya conocía su contenido) y luego me dijo: «Siento que la

familia imperial la haya hecho venir hasta acá, porque saben como está la

sucesión de Maximiliano. Carlota ha quedado bastante mal, pues hasta su

nacionalidad ha perdido, no siendo ni belga, ni austriaca, ni mexicana. Así usted

comprenderá que nada podemos hacer por usted».

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 60

Page 61: Memorias de Una Primera Dama

Otras cosas me dijo que no recuerdo. De lo que sí me acuerdo

perfectamente es que aquella pobre señora, al hablarme de esa manera, se

sentía bastante mortificada por estar haciendo aquel triste papel que su real

esposo la obligó a presentar. Yo permanecí en silencio, oyendo todas aquellas

explicaciones de familia que en el fondo no me importaban nada y, cuando acabó

de hablar, le dije: «Señora, no comprendo por qué su majestad me ha contado

todas estas cosas, porque yo no he pedido nada. Las deudas de corazón no se

pagan con dinero y ya la familia imperial de Austria ha pensado en mi subsistencia

y la de mis hijos, consolando mi gran dolor con innumerables finezas». La reina

quedó cortada con mis palabras y me dijo: «Ya recibirá usted el premio a su

dolor». «Sí, señora, pero no en este mundo», le contesté.

Saqué de mi bolsa la carta del emperador Maximiliano. Fue la misma que

hice leer a la archiduquesa Sofía. ¿A quién mejor que a la reina de los belgas

correspondía leer esa carta, supuesto que su esposo era hermano de la

emperatriz Carlota, a quien el emperador Maximiliano dejaba el santo encargo de

velar por la viuda y los huérfanos del general Miramón, que dio su sangre y perdió

la vida por su esposo, el emperador Maximiliano?

Puse la carta en manos de la reina, diciéndole: «Ahora, señora, suplico a su

majestad lea esta carta para que sepa los justos motivos que tuvo la archiduquesa

Sofía para mandarme a Bruselas». La reina tomó la carta, la leyó detenidamente.

Luego, con sus pálidas mejillas ligeramente encendidas, me la devolvió, diciendo:

«Sentimos mucho, señora, no poder atender este encargo del emperador

Maximiliano».

Así me separé fríamente de esta soberana a quien sin querer le ocasioné un

mal rato, pero convencida de que la pobre señora no había hecho otra cosa que

obedecer las órdenes de su marido, que entre todas las pasiones que adornaban

su persona, la que mayormente reinaba en su alma era la avaricia.

A los pocos días de mi "desagradable audiencia con la reina, llegó a mis

manos un largo artículo publicado por el Journal Diplomatique, en el cual se

trataba extensamente de la sucesión del emperador Maximiliano. Terminaba el

artículo diciendo: «De esto resulta que la viuda del general Miramón debe ser

rechazada de la corte de Bélgica a la corte de Austria». Esto me hirió altamente,

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 61

Page 62: Memorias de Una Primera Dama

pues si la familia de la emperatriz Carlota no quería cumplir el encargo del

emperador Maximiliano para su esposa, que poseía una cuantiosa fortuna, al

menos debió respetar a la viuda del hombre que se sacrificó por el emperador

Maximiliano.

Mi audiencia con la reina se supo en la corte y en la sociedad selecta de

Bruselas, se supieron las frases desagradables que yo había dicho a la

soberana, y finalmente se leyó mi respuesta al artículo del Journal Diplomatique.

Todo esto, como es natural, formó a mi alrededor un gran vacío, y así mi triste

estadía en Bruselas se inauguró en la más completa soledad.

¡Tristes y amargas horas pasadas en aquellos días sin sol y bajo el manto de

la niebla, únicos compañeros de mi mortal tristeza!

En uno de aquellos días se presentó en mí casa el señor de Pillat, cónsul de

Austria en Bruselas. Me iba a ver de parte de la archiduquesa Sofía para decirme

que todo estaba pronto para la entrada de mi hijo Miguel en el colegio. Esta noticia

fue a aumentar mi pena, pues por primera vez tenía que separarme de mi amado

hijo. Mi Miguelito, mi consuelo, mi fiel compañero, aquel ser querido, dotado de

una clara inteligencia. Ya sabía a los 7 años unirse a mis penas y consolarme con

sus cariñosos cuidados. Pero Dios me pedía este nuevo sacrificio y era preciso

cumplir su santa voluntad.

El día fijado, acompañada del cónsul de Austria, conduje a mi hijo al colegio

de San Miguel dirigido por los padres de la Compañía de Jesús.

El padre rector nos recibió con la mayor afabilidad y demostró gran interés

por su nuevo alumno, diciéndome que podía ir a visitarlo 2 veces por semana. Al

despedirme, mi hijo se echó en mis brazos llorando. Yo me arranqué de los suyos

en un mar de lágrimas. Así nos separamos.

Mademoiselle Augusta, la institutriz de mis hijos, que desde hacía 2 años

estaba con nosotros, también se separó de mí. Con motivo de la entrada de mi

hijo al colegio, tuve que reducir mis gastos y por consiguiente la paga que a ella le

daba. Esto la disgustó y, poco a poco, aquello que creíamos cariño se convirtió en

frialdad. Luego comenzó a darme continuos disgustos que me obligaron a

despedirla de casa. Esto fue para mí otro motivo de pena, tanto porque la quería

yo bien, como porque podía hablar con ella de mi patria y de todos mis seres

queridos.

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 62

Page 63: Memorias de Una Primera Dama

¿Qué hacer después de la partida de Augusta? ¿Poner a mis hijas en el

convento? No, eso era demasiado duro para mí. Me decidí a buscar una

maestra. Encontré una muy recomendada. ¡Pero qué genio tenía! Al ver esto

busqué otra. Ésa era altiva y nada amable. Esto hizo que me decidiera a

ponerlas en el convento del Sagrado Corazón como externas y así me servía de

ocupación el llevarlas yo misma e ir a buscarlas por la tarde.

El padre rector del colegio de San Miguel, donde se educaba mi hijo,

poseía un corazón noble y compasivo. Luego que me conoció y supo mis penas y

sufrimientos se interesó por mí y procuró consolarme haciendo algunas

concesiones a mi hijo para que fuese algunas veces a visitarme.

Un día se presentó en la casa un padre de la Compañía de Jesús,

anunciándome que iba de parte del padre rector a pedirme un favor. Se trataba

de enseñar el español a 2 monjas carmelitas descalzas que estaban trabajando

para la beatificación de la santa fundadora, y que teniendo que traducir varios

documentos y cartas en español, no lo podían hacer por ignorar el idioma.

Ninguna cosa podía haber encontrado el padre rector más de mi agrado,

para distraerme y ocuparme, que aquello. Así fue como acepté el encargo.

Otro consuelo tuve en Bruselas, y ése sin duda fue el mayor que

experimentó mi corazón. Dos almas grandes y generosas, el barón general Prisse

y su señora, que supieron mi desagradable audiencia con la reina, poniendo a un

lado todo temor a los reyes y la corte, se presentaron en mi casa como personas

que iban a hacerme una visita.

Al verme, me dijeron: «Señora, sabemos los disgustos que usted ha tenido y

venimos a ofrecerle nuestra amistad». Fue tan franca, tan sincera aquella oferta,

que me dejó pasmada, particularmente por ser de 2 personas de aquel país, cuyo

carácter no era expansivo. A esto hay que agregar que el barón Prisse era

ayudante del rey y que gozaba de grandes consideraciones en la corte. Después

de aquella visita se estableció entre nosotros una verdadera y sincera amistad.

Mis nuevos amigos nunca habían tenido hijos, y sin embargo existía entre

ellos una unión verdaderamente envidiable. ¡Cuántas veces los envidiaba yo,

pensando que con aquel dulce carácter de mi esposo, tal vez habríamos

envejecido así él y yo!

Antología no comentada “La transformación política de México”. Feb-Jul /2012Página 63

Page 64: Memorias de Una Primera Dama

El triste clima de aquel país, las continuas lluvias, su humedad, y los

constantes disgustos que me causaban las personas de servicio, que brillaban en

Bélgica por su insolencia, insubordinación y mala fe, fueron minando mi salud y se

me declaró un catarro acompañado de una continua tos que no me dejaba un

momento de reposo. Vi a un doctor que me ordenó varios remedios que nada

mejoraban mi salud. Vi a otro médico y éste me aconsejó cambiar de aire y de

pasar unos días fuera de Bruselas. Pero, ¿adónde ir? ¿Cómo dejar a mis hijos?

Tenía yo en París una amiga cuyo marido había hecho su fortuna en

México. Solíamos escribirnos y más de una vez me había ofrecido su casa para ir

a pasar unos días con ella. Recordando esto, le escribí contándole de mi

enfermedad y lo que decía el doctor. A vuelta de correo me llegó su contestación

y en ella me decía que me esperaba cuanto antes. Aprovechando esta

oportunidad, decidí mi viaje a París, dejando a mis hijitas en el colegio del

Sagrado Corazón.

Aquella buena amiga me recibió con el mayor cariño, y tanto ella como su

esposo me colmaron de finas atenciones. Pero al día siguiente de mi llegada mi

amiga me dijo: «La he oído toser toda la noche, es preciso que usted se cure».

«No haga caso, es una tos nerviosa, la tengo desde hace más de un año. Los

médicos que me han visto me han dado mil remedios que no me han mejorado en

lo más mínimo. Lo que siento, amiga mía, es que la voy a desvelar todas las

noches», le contesté.

Ella nada dijo, pero al día siguiente, cuando aún estaba yo en la cama, entró

a mi cuarto acompañada del médico de la familia. Después de un minucioso

examen, el doctor me dijo: «Señora, mi conciencia me obliga a decirle la verdad.

Si usted no hace luego una enérgica cura y se va a vivir a otro país que no sea

Bélgica, antes de 6 meses se le declara una tisis». Horrorizada por la noticia, le

pregunté al doctor qué podía hacer. Él me dijo que lo primero era irme

inmediatamente a hacer una cura a los Pirineos por 20 días a las Aguas Buenas,

que son admirables para el pecho, y luego dejar definitivamente Bélgica, pues en

ese clima no me podía curar, ya que debía vivir en un clima templado.

¡Dulce y santa Providencia! ¿Qué hubiera sido de mí si no voy a París a casa

de esa buena amiga? ¿Qué hubiera sido de mis pobres hijos si yo les llego a

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faltar? Con esas y otras tristes reflexiones decidí mi pronto viaje para

comenzar mi cura y esa misma semana salí con dirección a los Pirineos.

El pueblecito de Aguas Buenas se encuentra en una de las montañas

más hermosas. Me alojé en el Hótel des Princes y mi primera visita fue al

doctor para entregarle una carta de recomendación que para él me había

dado el doctor Leblanche. Comencé la cura de inmediato. El doctor me

dio una tarjeta para ser admitida en el establecimiento y también una receta

que debía yo presentar a los que distribuían las aguas.

Terminada mi cura y notablemente mejorada de mi mal, decidí mi

vuelta a París. El doctor Leblanche, luego que supo de mi regreso, me fue

a visitar y quedó admirado del activo y saludable efecto que las Aguas

Buenas habían producido en mi enfermedad. «Está muy mejorada, pero para

quedar completamente curada, tiene que dejar Bélgica e irse a vivir a un

país de clima templado, así se fortalecerán sus pulmones», me dijo.

Al llegar a Bruselas comencé a pensar en el nuevo viaje que debería

emprender. Pero, ¿a dónde ir? ¿En cuál punto de Europa encontraría el

clima dulce y benéfico para recobrar la salud y al mismo tiempo que me

proporcionara los elementos necesarios para continuar la educación de mis

hijos? Muchos consejos me daban, pero lo que yo quería no se encontraba.

Sabiendo que nuestro arzobispo de México, don Pelagio de Labastida,

con quien yo tenía buenas relaciones se encontraba en Roma, le escribí una

carta suplicándole me diese un consejo. Su contestación fue breve:

«Véngase a Roma, aquí hay todo lo que usted necesita, clima dulce, buenos

colegios y amigos que la consolarán».

Esta carta me llenó de consuelo y decidí marcharme a Roma. Comencé

por vender mis muebles, pero ¡qué fracaso! No digo la mitad, ni siquiera la

quinta parte de su valor me dieron por ellos y lo más doloroso es que con

esta suma contaba yo para hacer el viaje.

El día de la venta me fui a casa de mis amigos Prisse, a desahogar con

ellos mi corazón, contándoles, anegada en llanto, mi amarga pena.

La baronesa se mostró indignada y trató de consolarme, tomando viva

parte de mí pena; pero el barón no despegó los labios ni demostró el menor

interés por mi aflicción. « ¡Qué frialdad de estos belgas!», pensé en mi interior.

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«Y yo que a este hombre lo había creído mi amigo».

Salí de la casa de los barones Prisse más triste de lo que había entrado. y

con la gran preocupación de no saber cómo podría, con tan poco dinero,

emprender el viaje.

Al día siguiente, poco antes de las 12, se presentó en el hotel donde yo

me había alojado, el barón Prisse. Cuál sería mi asombro cuando vi que sacó

de su cartera 2,000 francos que me mandaba ¡el rey Leopoldo!

El barón Prisse no pudo resistir al ver mi pena. Siendo ayudante del rey,

lo fue a ver, le habló de mi situación y de la dificultad en que me encontraba yo

para poder partir. Consiguió que el corazón de ese avaro monarca se

conmoviera y me mandase esa pequeña suma, que fue la única que recibí

del cuñado del emperador Maximiliano y hermano de la infeliz emperatriz

Carlota, con quien su esposo me había dejado recomendada.

Ya resuelto mi viaje, salí con mis hijitos de Bruselas, a finales del mes de

diciembre de 1869 con dirección a Marsella.

Después de 3 días de viaje, llegamos felizmente a ese puerto para

embarcarnos en el vapor que salía para Civitavecchia, y desde ese punto

seguir para Roma.

Pongo punto final aquí a estas Memorias que han ocupado gran parte de

mi vida. Quisiera contar la segunda parte de ellas, que sería mi viudez, pero el

tiempo no me alcanza. Sin embargo, prometo hacerlo si el cielo me concede

otros 81 años de vida con tan buena salud y cabeza como la que ahora tengo.

Barcelona, agosto 7 de 1917.

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