memorias de una prostituta

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Hay un mundo donde la mujer no es un ser humano sino un objeto de consumo. Frecuentado por toda clase de hombres, casados y con buena posición muchos de ellos, los clubs de alterne esconden una realidad social tan antigua como invisibilizada. ¿Qué hay detrás de las puertas de esos clubs de la noche? Las auténticas dueñas de esos cuerpos que se desnudan por dinero están cargadas de sentimientos y sufrimientos; de pesadillas y de sueños; de deseos y de amores… Anne Smith nos abre una ventana a este drama real y social tan marginalizado. Nos rebela los secretos del corazón de una mujer de la noche en un ambiente donde todos usan máscaras, donde ellas están solas y donde no son nadie porque el amor les está prohibido. Es un mundo fácil de entrar pero difícil de salir. ¿Acaso hay salida?

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Memorias de una Prostituta

Anne Smith

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Memorias de una ProstitutaPrimera edición, agosto de 2011 Segunda edición, marzo de 2012

© Anne Smith, 2011, 2012© De esta edición, Anne Smith Edición y Diseño, 2012 Anne Smith

www.memoriasdeunaprostituta.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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PRÓLOGO

Leer Memorias de una prostituta es como sentarse frente a la autora y oírla hablar de las vicisitudes de Anastasia, tal y como si se oyese a una amiga haciendo una narración de sus anécdotas de vida. Con semejante soltura se expresa sobre situaciones que a algunos nos daría prurito oralizar, pintando las miserias de una profesión que estamos acostumbrados a estigmatizar en dos extremos: el infernal y el glamuroso. Dándonos ella una visión de grises, de puntos intermedios y, tal vez, matices hasta pendulares, sobre una experiencia real, usando para ello un discurso sencillo, frontal, cuidado, que jamás cae en la morbosidad que algún lector espera ni en la autocompasión que esperarían otros.

Usando la voz de Anastasia, Anne asienta juicios propios, inevitables en la exposición de una historia real que deja huellas en el corazón. Sin embargo, a pesar de estos juicios que hace, Anastasia se muestra llena de compasión hacia el mundo que habitó durante tantos años.

Desde fuera, uno puede hacerse muchas preguntarse. Nuestro instinto enjuiciador puede hacer planteamientos sobre la toma de decisiones que la protagonista hace. Pero ella misma se encarga de dar explicaciones que, pueden o no bastarnos a sus espectadores pero, nos dejan en claro que fueron decisiones sopesadas a conciencia de las consecuencias que traerían.

Anne intercala en el juego narrativo sus ideas sobre el proceso de sanación del karma. El Camino de Santiago es el que refleja su verdadero tránsito, un camino hecho con interrupciones y en compañía de crédulos e incrédulos, de seres queridos y seres que se aprenden a querer; una senda que refleja en su descripción casi como un fiel espejo el trajinar de su crecimiento, sus dolores, su soledad, sus alegrías, con una llegada a puerto en gozo que presagia que su historia tendrá un final de paz y que, en tanto, no es más que otro peregrino. El camino de Santiago, si bien es otro hecho fidedigno dentro del libro, es la plena metáfora de su crecimiento, de su búsqueda y su sanación.

El libro es en general una demanda. Una petición, no de socorro, sino más bien un clamor de observación sobre una realidad que a una parte de nosotros nos resulta transparente, y a otros repulsiva. Un grito que dice que somos algo más que aquello que hacemos para ganarnos el pan y que pone en evidencia la ignorancia, la desidia, el abandono a que están sometidas las mujeres que ejercen la prostitución. Y, a la vez, es un susurro de compasión y esperanza, un murmullo de serenidad que augura que siempre se puede triunfar sobre la adversidad.

A través de la lectura acompañaremos a Anastasia, cruzando sus dolores, sus emociones, sus heridas, sus investigaciones sobre la desprotección y sus temores. Nos sentiremos como ella: sometida, abatida, añorante, desgastada. Pero también nos sentiremos lúcidos, recuperados, renacidos y esperanzados y, hasta quizás, confundidos en nuestros previos conceptos sobre este oficio y sus avatares. Será entonces tiempo de replantearse los juicios, de sentir compasión y comprensión por un mundo que a Anastasia le ha tocado vivir y del cual Anne ha sido testigo.

A muchos nos hubiese gustado un final distinto, quizás estúpidamente feliz. De esos que dejan la conciencia tranquila. Pero, por el contrario, el libro acaba con la idea ambigua de que pudo no ser así, o tal vez sí, pero no lo aclara. Lo que hace que volvamos sobre el mensaje de las muertes, la violencia y adicciones, sobre los finales de las compañeras de Anastasia mencionadas a lo largo del libro y, por tanto, nos quede la conciencia intranquila.

Memorias de una prostituta es la historia de una mujer y sus circunstancias. Ninguna vida es fácil. Todas las vidas exigen lucha y sanación, todas. Ni la de Anastasia, ni la mía, ni la vuestra, serán la excepción a esta regla que Anne Smith nos muestra con tanta crudeza.

Isabel Ali

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AGRADECIMIENTOS El camino que he recorrido fue muy largo, triste y peligroso, conocí a gente de todas las clases con diferentes perfiles psicológicos cada uno con sus miedos, sus traumas y sus enfermedades psicológicas... muchos ya no sabían ni que sus propias almas habían perdido el horizonte. Aprendí a no juzgar a nadie, pues no todos tienen la misma capacidad de razonar y de ver las mismas cosas que nosotros.

Hay personas que tienen el don de la fuerza y de la autosuperación y hay personas que son totalmente frágiles... Me enorgullezco de mí misma por haber cruzado estas tierras difíciles y raras de la prostitución y haber salido de ellas sin dejarme corromper por las drogas, por la lujuria o por la envidia. Mi alma permaneció intacta, mis principios y valores no cambiaron; al contrario, se han fortalecido más. Es más importante saber salir que entrar en este pequeño y mezquino mundo que es el de la prostitución.

Agradezco a todos aquellos que se han cruzado en mi camino. Si me han aportado experiencias buenas o malas —no importa— pues me han hecho más fuerte, y cada vez que caí me levanté, una y otra vez... A todos los que me han dado la mano; puede ser que ya no se acuerden de mí, pero yo sí los recuerdo y los llevo en mi corazón. A mis hijos, que me han mantenido en el buen camino; «ellos no saben la verdad, pero para hacer el bien no es necesario saberla». A mi madre que, después de todo, se convirtió en mi brazo derecho. Nunca es tarde para volver a empezar; lo más bonito que existe en un ser humano es la capacidad de pensar, reconocer, perdonar y comenzar; yo llamo a esto resurrección. He aprendido y he conocido el sentido de la palabra resurrección, en este camino he muerto y he resucitado más de un millón de veces. Un especial agradecimiento a la escritora Isabel Pisano, que me inspiró y me apoyó en este libro, la tengo en mi corazón.

Muchas veces me creí indigna de hablar con Dios por ejercer la prostitución, sentía vergüenza de dirigirme a Él, mil veces le pedí perdón, mil veces le agradecí su protección, más de mil veces me arrodillé delante de Él y bajé mi cabeza. Dedico este libro a todas las Magdalenas que están por el mundo y lo único que pido a Dios es que las proteja, las bendiga y que mire por sus hijos, porque es lo más precioso que ellas tienen en sus vidas y es por quienes dan su sangre.

Anne Smith

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EQUILIBRIO

Soy luz, soy oscuridad. Soy vida y muerte... Soy el soplo de esperanza... Soy la madre, la hermana, soy la hija… Soy la navaja que corta, soy aquella que da la vida… Soy la bruja, la pagana... Soy la santa... Soy aquella que ama… Soy la dueña de toda ternura... Soy la señora de toda la seducción... Soy la diosa de la belleza… Soy aquella que te abraza... Soy aquella que te saca de quicio... Soy aquella que te da el cielo... Soy la prostituta... Soy lo profano y lo sagrado... Soy las miles de Marías, soy las miles de Magdalenas... Soy aquella que seca tus lágrimas... Soy comprensión... Soy la dulzura y el equilibrio del mundo… Soy un puerto seguro... Soy la fuerza de la naturaleza... Soy una mujer...

Anne Smith

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19 de septiembre de 2000

Cuando era muy niña deseaba ser la Mujer Maravilla para salvar a las personas, después he deseado ser una buena abogada para poder hacer justicia, deseé poder seguir bailando, quise estudiar teatro y soñé con Hollywood, deseé ser la novia de Superman. Soñé con una vida tranquila y normal, una infancia feliz y una adolescencia mágica, un marido e hijos... Soñé con ser una madre maravillosa... Sueños normales de niñas normales.

Estos sueños eran tan reales, tenían sentimientos, olores, colores, sonidos y sensaciones tan fuertes que parecía imposible que mis deseos no se realizasen... Pero en la vida ocurren cosas que no está en nuestro poder controlar, son factores externos y no sé cómo llamarles: si casualidad o destino. Tenemos muchos caminos para elegir a lo largo de la vida pero siempre llega un punto en el que solo hay una elección, en el que volver hacia atrás es imposible porque ya no hay nada y seguir adelante, ir al encuentro de lo desconocido ya no nos da más miedo, ya no nos asusta, es cuando ya no tenemos nada que perder...

Era un día lluvioso, gris y frío, pero yo no sabía qué era más frío: si el tiempo o mi alma que se perdía en la incertidumbre de un futuro oscuro y desconocido. No pensaba, apenas actuaba. Era todo tan confuso y tan claro a la vez, un vacío, una sensación de existir y no existir. Un respirar profundo sin mirar hacia atrás. Era así como me sentía...

En aquella mañana desperté, comí lo que había sobrado del día anterior, dejé las llaves con Lía —la chica con la que compartía el estudio—. Tenía que salir corriendo e ir al Banco a pagar las tasas y llevarlas a la Policía para la confección del pasaporte. El Banco abría a las 10:00 y a las 11:30 comería con mis hijos para despedirme de ellos, el pasaporte estaría listo a la 13:00 y el avión salía a las 14:30. El aeropuerto quedaba lejos, en la otra punta de la ciudad.

Ya tenía la maleta lista pues no tenía mucho que arreglar. No tenía mucho que cargar. Lo que más tenía para llevar eran mis recuerdos, pero los recuerdos no ocupan espacio. Hice todo lo que debía y fui en dirección al centro comercial para encontrarme con mis hijos. Yuri tenía siete años y Johann, apenas cinco. Esta es la parte más difícil, la despedida, yo no sabía bien lo que estaba ocurriendo y me imagino que ellos menos aún. También es la parte más dolorosa de evocar y de describir, jamás me olvidaré de ese día. No podía decirles cuándo volvería: ¡no sabía ni hacia dónde iba y mucho menos cuándo iba a volver! Era un disparo en la oscuridad, un acto de desesperación... Estaba completamente sola en aquel momento de mi vida, pero no me imaginaba que esa soledad me acompañaría tantos años...

Compré un globo para cada uno, recuerdo que el color del hilo que ataba el globo al brazo de Johann era violeta, era muy largo; lo corté y lo até a su pequeño puño, el trozo del hilo que sobró lo até a mi bolso y hasta hoy lo tengo conmigo. Paseamos un poco por el centro comercial y nos sentamos para comer, compré una hamburguesa para cada uno, unas patatas fritas y un refresco...

—¿Estás bien? —Sí, mamá. — ¿Y tú, Johann, mi amor? —Yo también, mamá. —¿Y las hamburguesas qué tal? —Buena, me gusta. ¡A Johann le gustan las patatas fritas, mamá!

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— ¿Y tú, Johann, mi amor? —Yo también, mamá. —¿Y las hamburguesas qué tal? —Buena, me gusta. ¡A Johann le gustan las patatas fritas, mamá! —Sí, se nota que las come con gusto. —¿Y tú, mamá, no comes nada? —No, no tengo hambre —Yuri me extendió la mano con algunas patatas y me las

ofreció... —Mamá, coge, pruébalas; las patatas están buenas. —No, gracias, Yuri. Cómetelas tú, mi amor, que las necesitas para crecer fuerte, guapo e

inteligente. La verdad es que hambre tenía, lo que no tenía era dinero ni para comprar una

hamburguesa que valía cinco reales, no tenía ni para coger el autobús e ir a casa a recoger la maleta para irme al aeropuerto. No tenía elección, lo había perdido todo y lo más importante también: mis hijos ya vivían con el padre hacía unos cinco meses.

—Me gustaría decirles algo muy importante. —Sí, mamá, del viaje, ¿no? —Sí, es respecto del viaje. Quiero explicarles por qué tengo que irme tan lejos y quiero

dejar bien claro para vosotros que no les estoy abandonando, que jamás lo haría y jamás lo haré, porque os amo mucho, porque sois la razón de mi existencia, de mi vida, y sin vosotros no soy nada. Que nada tiene sentido sin vosotros, nada... Las cosas aquí están muy difíciles para mí, no tengo ni una casa para darles, no tengo nada que ofrecerles. Solo mi amor, pero esto no es suficiente para dos niños que están creciendo. Vosotros necesitáis comer, beber, estudiar, vestirse, asistencia médica… y yo aquí no he conseguido nada y no veo que las cosas mejoren. Es por eso que voy a España para trabajar e intentar darles todo lo que necesitan. Sé que es lejos y que no sé cuándo voy a poder venir, pero les digo que apenas pueda vendré, y les prometo que les llamaré todas las semanas... Yo os amo más que todo...

—Nosotros también te amamos, mamá, mucho... —¿Mucho cuánto? —Más que todas las estrellas juntas del universo... —Yo también... pero quiero pedirles una cosa. —Sí, mamá, dime... —Por favor, cuiden el uno del otro, ámense y respétense siempre... porque yo estaré lejos

y no podré cuidar de vosotros como me gustaría y como una madre debe cuidar a sus hijos. Quiero que escuchen y respeten a su padre, sus abuelos y sus tíos, que no olviden todo lo que les enseñé; amar y respetar a las personas. Que siempre ganamos cuando somos buenos; por más que parezca que los malos ganen, el bien siempre prevalece; no tengan vergüenza de demostrar sus sentimientos, no tengan vergüenza de abrazar y de decir «te amo». No tengan vergüenza de decir «no lo sé», la humildad es una de las cosas más bellas. Sean valientes de admitir que cometieron un error y de intentarlo otra vez, no tengan vergüenza de pedir perdón o de disculparse. Estudien, aprendan, porque lo que sabemos, lo que está dentro de nuestras cabezas, nadie nos lo puede quitar...

—A mí me gusta estudiar —dijo Yuri. Le miré con toda ternura, con una expresión de orgullo y contento, y continué:

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—Estén atentos porque ni todas las personas son como nosotros ni piensan como nosotros, también existe gente mala en el mundo; infelizmente es así. Recen todas las noches antes de dormir, Dios siempre os escuchará y os protegerá, recen a sus ángeles de la guarda y agradézcanles, porque ellos son como las madres: están siempre pendientes de sus niños. Yo deseo que vosotros seáis nobles, justos y correctos... Jamás olvidéis agradecer por cada día, sea bueno o malo, porque siempre se aprende algo. Escuchen siempre a sus corazones: el corazón jamás se equivoca... estaré lejos, pero quiero que sepan que la distancia separa los cuerpos, mas no las almas; por eso sepan que mi alma y mi corazón, siempre estarán aquí con vosotros.

La mayoría de las personas subestima la inteligencia de los niños y cree que ellos no son capaces de comprender las cosas, pero se equivocan. Los niños son tan sensibles y tan capaces como nosotros. Siempre tuve diálogos maduros con ellos dándoles ejemplos adaptados a su comprensión, siempre amé y respeté a mis hijos, siempre fui contra la educación impositiva, controladora e intimidatoria... yo aprendí mucho con ellos y mi mayor preocupación era el daño que mi ausencia podría provocar en sus vidas, tenía miedo de fallar como madre...

—Nosotros también estaremos contigo, mamá, y siempre te amaremos... —Lo sé... —Y no te preocupes, mamá, yo cuidaré a Johann y él a mí, y no me olvidaré de todo lo

que nos ha enseñado. —Ya es tarde, papá ya llegó y tenemos que irnos; los fines de semana que pasaban

conmigo los pasarán ahora con tío Ricardo, ¿está bien así? —Sí, mamá, nos gusta la idea. Yuri era más hablador, muy maduro para su edad. Johann era más callado: tenía el

carácter de mi abuelo, hablaba poco, pero cuando hablaba... Era inteligente, directo y rígido. Recuerdo sus miradas que me decían que sus corazones sabían lo que estaba pasando y lo duro que sería para nosotros esta separación, yo tenía un nudo en la garganta. Después de diez años, al escribir esta historia aún siento el mismo nudo ahogándome... No quería que mis hijos perdieran el contacto y el calor humano de mi familia, esto para mí era muy importante, porque la familia de mi ex marido es alemana y ellos son fríos, calculadores. No quería que mis hijos fueran educados por gente así. Que parecen vivir en otro planeta bien distante de la humildad, del calor humano, de la solidaridad, el amor y la simplicidad brasileña que solo comprende quien ha estado allí. Eran buenas personas, responsables, trabajadoras y estudiosas, pero les faltaba lo principal: calidez y sensibilidad. Montamos en el coche, pedí a mi ex marido que me llevara hasta la casa de mi madre porque ya estaba retrasada.

—Gracias, Hans, por traerme y por cuidar a los niños, apenas pueda les llamaré. —Vale, que tengas buen viaje. —Gracias; y, vosotros, no os olvidéis de escuchar a papá, de obedecer, de cepillaros los

dientes y de rezar todas las noches antes de dormir. Os amo.

Abracé a los dos y les dije que los amaba, como siempre lo hacía, pero aquel momento era

distinto. Mientras les abrazaba, parecía estar en otra dimensión, era como si en aquel momento

no existiera nada más, solamente nosotros y los tres nos convertimos en uno. Me quedé mirando

el coche hasta que desapareció en la calle, las lágrimas corrían por mi rostro involuntariamente.

Ahora era todo o nada. Cogí el móvil y llamé a Val, yo había dejado unas  

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cosas con ella para lavar, pues donde estaba viviendo no había dónde lavar ni cocinar: la verdad es que no había nada, dormía en el suelo sobre un colchón viejo, que era la única comodidad existente en las dos piezas en que vivía, no había ni luz. Lía, la otra chica, se había llevado las llaves por si acaso llegara a casa antes que yo, pero no llegó y no podía entrar para cambiarme.

—¿Val, dónde estás? —En casa, es que tus cosas no se han secado bien. —Pero ya no puedo esperar, debo coger mis cosas, pasar por el pasaporte e ir al

aeropuerto. —No sé si llegaré a tiempo. —Tendré que romper la ventana para coger la maleta; dejaré el móvil dentro, hazme el

favor de entregar las llaves y el móvil a mi madre. —Sí, lo hago, tranquila, ¿pero quién va a llevarte al aeropuerto? —Voy llamar al marido de Silvia, no tengo a quien más llamar y no tengo dinero para el

taxi. —¡Sí, pero llámalo ya! —Sí, llamaré... quédate con Dios. —Cuídate mucho y no te olvides de dar noticias. Silvia era la dueña del night club donde yo actuaba como stripper y donde he vivido un

tiempo porque no tenía dónde ir. Eran muy buenos conmigo; cuando no tuve un sitio en el que vivir, me dejaban dormir y comer allí. Yo actuaba todas las noches excepto los domingos, que se cerraba el nigth club, allí fue donde me reencontré con Val y conocí a Lía, y también a Sabrina. A Lía le llamábamos «madre naturaleza» porque le gustaban mucho los animales. Un día apareció con un gato que estaba enfermo y, otra vez, con un hámster... Silvia era muy buena, dejaba a Lía estar con los animalitos allí; aquello parecía más una casa de caridad. Val fue mi alumna, le di clases de educación física en 1994. Pienso que muchas de las chicas acaban en la prostitución por no tener dónde ir: la mayoría no tiene familia y las que la tienen es como si no la tuvieran. No lo sé... es que muchas veces pienso que existen unas comunidades naturales que no se pueden llamar familia, es una lástima que sea así. A las que no saben bailar como yo, no les queda otra cosa que hacer. Yo dejé dos universidades por no tener dinero para pagarlas. Eso es muy triste, y la mayoría de estas mujeres mal sabía leer y escribir... es que si teniendo recursos para salir adelante ya es difícil, imagínate sin ellos lo duro que se hace. En un país con doscientos millones de habitantes donde veintinueve por ciento de la población es analfabeta, donde los políticos perciben sueldos más altos que los recibidos por los parlamentarios de la Unión europea y de dieciséis países pesquisados, incluyendo los de G8 (EUA, Japón, Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Canadá y Rusia), esto de verdad que es una vergüenza. Un país que tiene tantos recursos naturales, vive una desigualdad bestial, donde el sueldo base de los trabajadores es uno de los más bajos del mundo.

—Hola, Silvia, soy yo: Anastasia. —Sí, dime, ¿cómo estás? ¿Preparada? —Sí, pero necesito ayuda. ¿Tu marido puede hacerme el favor de llevarme al aeropuerto?

Es que no tengo cómo ir y todavía debo parar en la Policía para recoger el pasaporte. —¿A qué horas sale tu vuelo? —A las 14:30 horas.

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—Sí, ya lo sé... —Prepárate que él sale ahora a recogerte. —Gracias, muchas gracias. —No hay de qué, cuídate mucho y que hagas un buen viaje. Si necesitas algo sabes que

estaremos aquí, que Dios te acompañe. —Gracias, muchas gracias de verdad, que Dios te bendiga. Rompí la ventana, entré y me cambié la ropa, cogí la maleta: mi amiga no había llegado a

tiempo. Solo Dios sabía cuándo iba a volver a ver mis hijos, a mi familia y a mis amigas. Paramos en la Policía, cogí el pasaporte, fuimos al aeropuerto y llegué a última hora. Me despedí de Valmor y le agradecí el favor. Allí conocí a la chica que iba viajar conmigo, se llamaba Karina y estaba con Sonia, que era la que captaba a las chicas que luego mandaba a España.

—Hola, ¿eres Sonia? Soy Anastasia. —Sí, soy yo, pensaba que no vendrías, ya estaba preocupada. —Es que se me complicó, acabo de recoger el pasaporte. —Miren, aquí están los dólares para poder pasar. Esta es Karina, que va viajar contigo. —Hola, ¿qué tal estás? Yo soy Anastasia. —Encantada. Apenas un poco nerviosa por el avión, nunca monté en uno antes, me da un

poco de miedo. —Karina tiene los números para llamar cuando lleguen a Barcelona. No se queden

mucho tiempo en el aeropuerto; cuando lleguen allí, habrá un hombre esperándolas, llamen al número que les dejé: si el primero no va bien, llamen al otro o al de Sabrina, si la Policía pregunta algo, digan que van a visitar a una amiga que acaba de tener un bebé. Pasen separadas en la Policía, cada una en una ventanilla diferente, para que no desconfíen de nada.

—De acuerdo. ¿Y a dónde vamos a ir? —Preguntó Karina. —No lo sé, pues ellos tienen muchos clubes. —Es porque yo quiero ir donde está Sabrina. ¿Y tú, Anastasia? —Yo también. —Sonia, ¿cómo esta Sabrina? —Está bien, ella está ganando dinero, está contenta. —Ahora anden, porque el vuelo va salir dentro de poco. No se olviden: tendrán que

cambiar de vuelo primero en Sao Paulo y después en París. —¿En París? —Sí, porque es más fácil pasar por allí, la Policía francesa no controla demasiado. —Adiós, Sonia. —Adiós, cuidaros mucho y mucha suerte. —Gracias.

Karina y yo montamos en el avión, ocupamos nuestros asientos; ella se mostraba muy nerviosa y

yo estaba anestesiada... La Policía francesa tenía fama de ser más blanda con los que pasaban por

allí únicamente para una conexión con destino a otros países. Este era el truco, puesto que los

portugueses, ingleses y alemanes eran más severos, se hacía el viaje por París. Todavía no había

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partido hacía más o menos unos cuatro meses hacia España, la conocía desde unos pocos meses antes, dos quizás. Antes de irse, habló conmigo y me dijo que si quería un lugar bueno para trabajar me recomendaría con una amiga suya y me dejó el número de Sonia. Y ya nunca más tuve noticias de ella. Un día llamé a esta mujer, Sonia, para saber noticias de Sabrina y me comentó que ella estaba bien y que estaba ganando mucho dinero, entonces me preguntó quién era yo y le respondí que era su amiga, me preguntó si era la que le había dicho a Sabrina que le gustaría ir a España y dije que sí. Me preguntó cuándo me gustaría ir y le dije que lo antes posible, me pidió mi nombre completo, dijo que la llamara en una semana y así lo hice. Pero cuando llamé para averiguar cuándo iría a comprar el billete, ya estaba comprado y era para dos días después. Yo pensaba que tardaría un poco más, un mes más o menos, no me imaginaba que todo iba a salir así, al vuelo, tan de prisa. No me dio tiempo ni para pensar... me tiré de cabeza, no tenía nada que perder en aquel momento...

—Hola, Sonia, soy Anastasia, ¿cómo estás? —Bien, ya he llamado y hablé con ellos. Ya tengo el billete en las manos, es para dentro

de dos días... —¿Pero cómo? ¡Si todavía no tengo ni el pasaporte! ¡Ni dinero para hacerlo! —¿No tienes cómo conseguirlo? —No lo sé, creo que no... ¿Se puede cambiar la fecha del billete para el lunes? —Podría ser. —Así tendré tiempo para hablar con mi familia y para hacer el pasaporte. —Llámame mañana para confirmar la fecha de cambio. —Vale, mañana te llamo, gracias.

Yo no ganaba mucho bailando; los días en que no había gente no se bailaba y, por lo tanto, no me pagaban. Y lo único que me atrevía a hacer, más allá de bailar, era tomar una copa con un cliente que me invitaba mientras platicaba. Hice amistad con un señor muy gentil, por casualidad. Él trabajaba en la secretaría de Educación del estado y era el ex marido de la directora de una escuela en la que mi madre había dado clases. Mi madre fue alejada del trabajo por ser considerada inapta psicológicamente y la jubilaron, era una gran educadora y orientadora. Se preocupaba por sus niños. Tuve muchos hermanos que no eran de sangre, eran los alumnos que mi madre traía a casa porque sus padres eran demasiado pobres y no les podían cuidar; nosotros no éramos ricos pero, con lo poco que podíamos, ayudábamos a los demás. Mi madre siempre dijo que «nadie es tan pobre que no tenga algo para dar». Tuve que contarle por qué fui a parar allí, él conocía a mi familia y sabía que yo tenía estudios. Quedamos en que vendría aquella semana para irnos a cenar juntos; le había comentado la posibilidad de mi viaje y me dijo que me ayudaría con el pasaporte, pues era caro. En cuanto a mi familia, no pensaba hablar con ellos porque sabía que tampoco tenían dinero para ayudarme en esto… Ya no me quedaba nadie ni nada, solo rezar y esperar que Sergio viniera. Él me llamó y me avisó que aquella noche no podría venir y que llegaría justo el día antes de mi partida.

Aquéllos días fueron muy raros, intenté pasar la mayor parte del tiempo con mis hijos, pero era

difícil puesto que donde vivía no había luz, fogón ni nevera, era imposible estar allí con dos

niños pequeños. Tuve que pedirle a una tía que me dejara estar en su casa con ellos durante el fin

de semana. Andaba a pie para ahorrar. Mi madre no quería verme después de enterarse de que yo

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No tenía dónde ir porque mi padre no era mi padre biológico y, a pesar de criarme desde que yo tenía dos años, en el fondo nunca me aceptó como si fuera de la familia; y es que los lazos de sangre cuentan mucho más que los años de convivencia y, en momentos como este, a ellos no les importa si les has ayudado o si ellos para ti son tu única familia. Me sentía sola, me sentía una extraña dentro de mi propia familia.

—Anastasia. —Sí, dime, mamá. —Ayer te vi caminando por la calle, en el centro. —¿Si? ¿Por dónde? —Cuando ibas a tu clase de informática. —Sí, después del trabajo. —Caminabas por la calle como si no tuvieras a nadie en el mundo. —Es así que me siento, aquí en casa y a donde vaya. Mi madre sabía de lo que le hablaba, pero ella nunca hizo algo para cambiar esa situación

o para ayudarme a huir de aquella prisión en la que estaba metida. Jamás me sentí parte de la familia, siempre me sentí sola y soporté muchas cosas sin contar con alguien en quien apoyarme o que me pudiera escuchar. Y es por eso que hasta hoy me resulta difícil hablar de mis sentimientos o pedir ayuda, me acostumbré a estar sola y a hacer todo por mí misma. He tenido pocas amigas y nunca les hablé de mis problemas. Antes de entrar en la prostitución, se podían contar con una mano los hombres con los que me había acostado. La familia se había roto con la separación de mis padres, estábamos todos destrozados psicológicamente y también económicamente, porque mi padre había dejado a mi madre con unas deudas terribles. Fue duro para nosotros, más de lo dura que es cualquier separación normal, por la forma desastrosa en que se separó de mi madre: él la cambio por la ex novia de mi hermano, de su propio hijo. No sé qué pudo pasar en la cabeza y en el corazón de mi hermano, pero imagino su sufrimiento y su disgusto, porque mi madre, mi hermana y yo estábamos destrozadas; él seguramente estaría mil veces peor. Eran veinticinco años de matrimonio... se partió todo, la familia, los corazones, los bienes, todo... la casa en la que crecimos ya no nos pertenecía, pero nuestros recuerdos sí; esto nadie nos lo podría quitar. Reabrimos la floristería de mi madre para intentar salir adelante, pero las cosas no salieron bien: como las flores son un producto perecedero de corta vida, es fácil tener pérdidas. Lo único que hice fue adquirir más deudas. Trabajé de limpiadora de hogar, de cocinera en un restaurante, de instructora de musculación en un gimnasio y daba clases de baile. Hice de todo y no logré encontrar plaza como profesora, todas las puertas se cerraron y lo único que me quedaba era bailar como stripper... Eso fue mi billete a España... Así vine a parar dentro de aquel avión.

—Karina, ¿cómo te sientes? —Mal, Anastasia, mi estomago está dando vueltas. —Tranquila, se te pasará... —Voy a pedir un vino, así me calmaré un poco... —Calmarte… no lo sé, pero emborracharte sí. —Con una o dos de estas botellitas de vino, no lo creo...

—Yo sí lo creo pues, no sé si lo sabes, consumir dos botellitas aquí en el avión equivalen  

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a cuatro, por eso debes estar atenta... —¿Es verdad? —Sí lo es. —Eso no lo sabía. —Ahora ya lo sabes; creo que estamos casi llegando a São Paulo. —Sí, es cierto, hace como tres cuartos de hora que estamos volando. —Este ha sido rápido, pero pienso que el otro nos parecerá una eternidad... Bajamos en São Paulo para cambiar de vuelo, estábamos nerviosas por tener que pasar

por la Policía; Karina me atormentaba con la preocupación de perder las maletas. Hicimos el checking, pasamos por la Policía de Brasil sin mayores problemas, gracias a Dios entramos y nos sentamos. Procurábamos no hablar mucho en el avión, porque había muchos compatriotas y nos pillarían; cuando hablábamos de los temas relacionados a los clubes, lo hacíamos en tono muy bajo...

—Karina, ¿alguna vez has hablado con Sabrina? —Sí, dos veces. Me dijo que ella y Natalia, aquella rubia que se fue con ella, estaban

bien. —Ah, sí, me acuerdo de haberla visto. —Me ha dicho que están en un club cerca de la playa y que es muy bonito. —Anastasia, tú vas para bailar, ¿no? —Sí, me gusta hacerlo, pero es que allá en Blumenau ya no hay nada que hacer... —Te entiendo perfectamente... desesperación... —Sí, desesperación; dejar a nuestros hijos es lo último... —Yo tengo un niño y una niña, pero mi niño ya no es mi hijo. —¿Cómo? —Mi hermana lo cría desde muy pequeño, él la llama madre... —Lo siento, Karina... de verdad... —No te preocupes, ya estoy acostumbrada... No sabía lo que pasaba con Karina pero sentí en su voz que el pequeño no le importaba

mucho, y esto era demasiado triste. Yo no podría tener un hijo conmigo y el otro con quien sea, me dolería mucho, no dormiría en paz, mis hijos son lo más importante para mí y lo más bonito de mi vida, dos hijos maravillosos de carácter dulce, educados, amables y buenos de corazón. A pesar de sus edades, ya tenían noción de justicia dentro de su mundo, dentro de su nivel de comprensión que era muy grande. Tenemos la mala costumbre de subestimar la capacidad de los niños cuando se trata de la facultad de razonar, analizar y sacar conclusiones. Siempre me preocupé por darles una buena educación, pero no con intención de escuchar de la gente: ¡ay, mira, qué guapos son! ¡Tan educados!

No: los eduqué por amor a ellos, para que aprendieran a convivir en sociedad, para que no sufrieran las consecuencias de una mala educación que les diéramos su padre y yo. Al menos, en términos de educación, Hans y yo teníamos la misma visión, ¡gracias a Dios!; porque, si no, podríamos volver locos a los niños y no queríamos eso. Primero ellos y después nuestras diferencias. Siempre respeté a los niños, siempre me gustó escucharles... son increíbles, un universo muy particular, especial, piedras preciosas a pulir con todo amor, respeto y cariño... educar es sinónimo de amar...

—Anastasia, ¿te gustan los niños?

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—Sí, muchísimo, trabajé muchos años con ellos y aprendí mucho de ellos y con ellos. —¿Eres profesora? —Sí, de Educación especial, comencé a los dieciséis años, hice un concurso y lo pasé.

Mis padres tuvieron que firmarme una autorización para que yo pudiera trabajar. —¿Pero por qué? —Era con niños con problemas psicológicos, niños de periferia, delincuentes infantiles y

juveniles. —Pero eso es muy duro.... —Sí, es duro y difícil. Acabé en terapias y tomando antidepresivos y ansiolíticos. —Madre mía, yo no trabajaría jamás con eso. ¿Para acabar así? —Es don, es amor... Si no, no te vale de nada ni a ti ni a los niños. —Estoy preocupada... —¿Qué? —Estoy preocupada por mis maletas, ¿y si las pierden? —No creo. Sé bien que en uno de los viajes de mi padre perdieron una y justo era la de

los regalos. —¿Ves? ¿No te digo...? —Tranquila, llegaremos bien y las maletas estarán allí esperándonos. Cenamos, hablamos cuatro cosas y dormimos. Yo no tenía expectativas de nada, era

como si estuviera suspendida en el tiempo; una sensación que revivo en este momento pero, así, es difícil describirla; para quien no tenía nada que perder era normal sentirse así... Era la única puerta en aquel momento, la única esperanza de una vida mejor para poder conseguir progresar y estar junto a mis hijos otra vez y tener algo que ofrecerles. En el pasado, mi familia y yo tuvimos problemas económicos, pero nunca me imaginé llegar al punto de no tener absolutamente nada. Lo único que tenía eran ropas viejas y mi fe, que no me dejaba entregarme: ni a mis hijos los tenía... eso era demasiado triste, una verdadera pesadilla, no tener ni para comer. Hoy veo que lo que hice fue un acto desesperado, no sabía ni el nombre de la ciudad donde iba, no conocía a nadie como para decir «tengo una amiga allá esperándome», no sabía nada, era como entrar en una habitación oscura sin conocerla. Finalmente, llegamos a París, anunciaron que quedaban apenas algunos minutos para aterrizar...

— Anastasia, ¿no has notado la turbulencia? —No, no he sentido nada... —Por Dios, has dormido como una piedra... —Estaba demasiado cansada, hacía días que casi no dormía. ¿Y qué voy a hacer? Si el

avión se cae, se cae y punto. —Tienes razón, pero yo casi me muero de miedo... casi me da un infarto... —Ya ha pasado. Ahora queda apenas una conexión; por eso busqué estar tranquila... ja,

ja, ja. —Tú te ríes, yo te juro que solo volveré a Brasil en cinco años. —¿Estás de broma? ¿Y tus hijos? —No, no lo estoy... Ellos no se van a morir en cinco años por no verme.

—Por favor, Karina, yo sí que me muero por estar lejos de los míos. Hasta ahora no me  

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creo que los dejé allá. Pero te lo juro que a la primera oportunidad que tenga voy a verlos. Desayunamos, aterrizamos en Paris con retraso de una hora, más o menos. Perdimos el

avión de conexión con Barcelona. El aeropuerto Charles de Gaulle es grandísimo; no sabía ni una palabra de francés y Karina tampoco pero, cuando llegamos, había un empleado que hablaba portugués y llevaba un pin con la bandera de Brasil. Me quedé impresionada con la buena organización de Air France. Volvieron a programar nuestro vuelo para las ocho de la tarde. Pasamos prácticamente todo el día en el aeropuerto, andando y mirando las tiendas. Todo era muy bonito. Estábamos cansadas del viaje. Finalmente, cogimos el vuelo para Barcelona. Cuanto más pasaba el tiempo y conforme se iba acercando la hora de llegada, me ponía más nerviosa. Por fin, el avión aterrizó en Barcelona y tocamos tierra. Fuimos a por las maletas.

—¡Ah! ¡Mira Anastasia, mi maleta! Gracias a Dios. —Sí, pero yo no veo la mía. ¡Tú que estabas tan preocupada! Tu maleta está ahí y parece

que la mía se perdió. —¿Y qué harás ahora? —Bueno, hablar con el personal responsable del equipaje. Hablé con ellos con un poco de dificultad, pero me comprendieron. Les deje el número de

teléfono de Sabrina para que me localizaran. Hice la descripción de la maleta y la queja oficial. Me quede solo con la ropa que llevaba puesta y sin dinero; bueno… dinero sí tenía: un real en el bolsillo que era lo mismo que nada. Me sentía triste porque allí estaba la única foto que había traído de mis hijos y de mi sobrina, era el único recuerdo: una foto que yo había hecho en sepia y que era preciosa, de los tres juntos, sin camisa, con una réflex de marca Zenit; vendí una nevera para comprarla y hacer mi primer curso de fotografía. Tenía una lente muy buena. Cuando teníamos la floristería en Blumenau, hacíamos el decorado de las iglesias para las bodas y yo fotografiaba la ceremonia y la fiesta; no era conocida como fotógrafa, pero me sacaba un dinerito razonable y hacía un buen trabajo. Sin embargo era difícil competir con los profesionales que tenían fama, con los que estudiaron y tenían mejor equipamiento. Tuve que dejarlo cuando se estropeó mi cámara y no tuve dinero para sustituirla: estaba en la playa fotografiando a Johann sentado en la orilla del mar, vino una ola y le tiró, fui en su ayuda y la cámara se mojó; la llevé a un técnico pero no había nada que hacer.

Karina y yo nos dirigimos a la salida. —Karina, no veo a nadie aquí que tenga pinta de estar esperándonos. —Yo tampoco. —La Policía empieza a observarnos, es mejor actuar con naturalidad... —¿Pero cómo? ¿Con qué naturalidad? ¡No sabemos ni para dónde ir...! —¿Y cómo era el hombre que te dijo Sabrina? ¿Te lo describió? —Sí, magro, viejo con canas y alto... —Buena descripción Karina. Aquí hasta el policía aquel tiene la misma descripción que

te dio ella... Vamos llamar. —Sí, mira, hay un teléfono allí. —¿Pero cómo va esto? Me parece que con monedas o fichas, o yo que sé. —No lo sé, Anastasia, pregúntaselo a alguien... —Espera, le pregunto a aquel señor que está en la otra cabina, ya vuelvo.

Page 21: Memorias de una prostituta

conseguimos. —Este es el número del tal Juan que tenía que venir a recogernos. ¿Pruebas tú,

Anastasia?, porque yo soy muy torpe. —Vale, lo hago yo... Nadie contesta. —Pruébalo una vez más. —Vale. Nada. Dame el otro número, el de Sabrina... —Sí, tenlo, es este... —¿Sí? Hola. Habla Sabrina. —Sí, soy yo: Anastasia, la chica que viene con Karina. ¿Te acuerdas de mí? —Sí, me acuerdo... ¡Pero no sabía que venías con ella! —Hemos venido juntas. Estamos en el aeropuerto y no hay nadie que haya venido a

recogernos. En el número que tenemos del tal Juan, no responde nadie… —¡Ay! Espera un poco que voy a hablar con Wlad, el encargado... —¡Espera! ¿Sabrina cómo se llama la ciudad en la que estás tú? —Benicàssim, es una playa muy bonita. —¿Pero está cerca de dónde? —Creo que de Portugal. —¿Portugal? Bueno, déjalo, vete a hablar con él, la Policía ya nos mira mal. —Vale, no cuelgues el teléfono. —Está bien, esperamos... Aguardamos un poco y se nos cortó la llamada. Volví a llamarla: —Sabrina, ¿hablaste con él? —Sí, se han olvidado de que vosotras llegabais. Wlad está intentando resolverlo, dijo que

me llamen dentro de diez minutos. —Vale, te llamo, hasta pronto. Karina, tenemos que llamar dentro de diez minutos. Estoy

preocupada, los guardias nos miran demasiado. Este hombre que no ha venido a recogernos... Solas aquí sin conocer a nadie y sin dinero...

—Tenemos los dólares... —Sí, pero tenemos que devolverlos... —Yo no voy a devolver nada. —¡Estás loca! Con esta gente creo que no se puede jugar... —Yo no les tengo miedo a ellos. —Yo sí y, además, me puedo imaginar cuánto nos van a cobrar por el billete... espero que

no sea mucho. —Yo también. —Bueno, vamos a llamar, a ver qué es lo que pasa. —Hola, Sabrina, ¿qué dijo él? —Dijo que vais a tener que dormir en Barcelona, en la casa de una chica rusa. Tenéis que

coger un taxi, ¿tenéis algo para apuntar la dirección? —Sí, espera... Karina, dame un bolígrafo y un papel... —Aquí tienes. —Dímelo, Sabrina.

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—Calle de la Primavera nº 37 3º, 1º. —¿3º, 1º? —Significa: tercera planta, puerta uno. —¿Y cómo se llama la chica? —Olga. Ella os estará esperando abajo. Ahora, cojan el taxi y salgan pronto del

aeropuerto. —Vale, vamos ahora mismo. Pero di al encargado que queremos quedarnos ahí contigo.

Que no nos mandé a otra parte. —Hablaré con él, cuidaros mucho. —Besos, hasta mañana. —Hasta mañana, estoy feliz porque habéis llegado. —Nosotras también. Mañana hablaremos mejor, besos. Cogimos el taxi y fuimos al encuentro de Olga. Barcelona parecía cinematográfica, con

sus luces amarillas y cálidas, los edificios antiguos. No tardamos mucho en llegar, Olga estaba esperándonos delante del edificio. Era alta, delgada, rubia de pelo corto y ojos azules, tenía una sonrisa amable. Pagamos el taxi y nos apeamos.

—Hola, soy Anastasia, encantada. Y esta es Karina. —Yo soy Olga, encantada. Nos hizo un gesto para que entráramos, cogimos el ascensor; el piso era agradable, no

muy grande pero tenía dos habitaciones, comedor, cocina, salón y baño. —Olga, ¿dónde dejamos las maletas? Ella nos llevó hasta la habitación... —¿Tú no hablas español? —pregunté. —No. —Ni nosotras... ¿Inglés? —No. —¿Solo ruso? —Sí. —¡Karina de Dios!, ella no habla nada y nosotras tampoco. —Bueno, nos entenderemos por mímica. —Sí, es lo que nos queda... Imaginen. Dos brasileñas que no hablaban español con una rusa que no hablaba más que

su idioma. Después, me entere de que hacía apenas dos meses que Olga había llegado a España, pero ella no se adaptó al trabajo. Tuvieron que sacarla del club, se convirtió en la novia de Juan. Vivía en aquel piso, era muy dulce, educada y gentil, se veía que ella no servía para ser una prostituta, era frágil... Sufriría muchísimo en ese trabajo. Nos preparó todo, la cama, la comida, e incluso cuando nos despertamos nos esperaba con el desayuno y una sonrisa maravillosa. Nuestra comunicación era buena, no se necesita hablar el mismo idioma para ser gentil, amable y ayudar al prójimo, ella intentó decirme que mi nombre era ruso y yo comprendí; ella no entendía cómo una brasileña podría tener un nombre ruso, estaba admirada y feliz.

—Anastasia... —¿Qué? —¿Salimos un poco? —Sí, probemos llamar a Sabrina para saber cuándo vienen a recogernos.

Page 23: Memorias de una prostituta

—Pero tú prestas atención, porque yo me pierdo hasta dentro de una habitación. —Qué exagerada eres… —Es verdad... —Tranquila, tampoco vamos lejos, vamos aquí cerca, necesito ir a una farmacia para

comprar productos de higiene personal. Al menos eso, ya que estoy sin ropa, sin nada... —Sí, es verdad... ¿cómo harás? —No lo sé, cuando llegué allí, hablaré con alguien para que me ayude... —Anastasia, ¡aquí todo es viejo! —No es viejo, es antiguo. —No veo diferencia alguna... ¡Mira, allí hay un teléfono! —Bueno, voy a llamar, a ver lo que nos dicen... —Hola, Sabrina, ¿cómo estás? —Ahí, cansada... ¿Y vosotras? —Bien a pesar de todo. Yo me quedé sin maletas, ahora vamos comprar algunas cosas

que necesitamos. —Pero no gasten mucho, ¿vale? —Sí, lo sé. Dime a qué hora han dicho que vienen a recogernos. —Me dijeron que a las 14:00 horas. —Estaremos listas. —Bueno, por la tarde nos vemos. Estoy ansiosa de que lleguen. Tengo muchas cosas que

contaros. —Nosotras también. Un beso, cuídate. —Otro y cuidaros. Encontramos una farmacia y compré champú y un cepillo de dientes. Fuimos a una

perfumería y Karina se volvió loca con la variedad de perfumes que allí había. Luego entramos en una panadería, porque Karina quería comer algo y se quedó boquiabierta al ver que solamente vendían cosas dulces, como croissants, flautas… En Brasil, en las panaderías, encontramos productos dulces y salados. Ella comió algo y se compró un perfume bastante caro, aunque le advertí que era algo innecesario y que estábamos usando los dólares que luego tendríamos que reponer, pero ella me contestó que no iba a reponer el dinero, ni mucho menos devolver el que le sobrara. Noté que era un poco irresponsable y más tarde lo acabé por comprobar. Muchas veces bastan pocas horas con una persona para poder conocerla.

Volvimos al piso, puesto que no teníamos nada qué hacer, solo esperar. Olga nos preparó una comida rusa, no recuerdo cómo se llamaba el plato pero sí que estaba buenísimo. Eran las dos de la tarde y nadie había venido a por nosotras.

Eran ya la seis de la tarde cuando llamaron al móvil de Olga para decir que vendrían por la noche, después de las nueve; yo estaba impaciente y preocupada. No tenía ropa, no sabía a dónde iba a parar... ya no sabía ni si iba realmente a ser stripper. Sin dinero y sin saber el monto de la deuda que había contraído, ya era demasiado tarde para arrepentirse. Por fin llegó el señor Juan.

—Hola, ¿qué tal? —Bien

Page 24: Memorias de una prostituta

—Bueno, yo soy Juan. —Yo Anastasia, y esta es Karina. —Bueno, coged las cosas y nos vamos. —¿A dónde vamos? —Para Benicàssim, está en Castellón de la Plana. —¿Está muy lejos de aquí? —No, unas dos horas en coche. Nos despedimos de Olga, jamás volvimos a verla ni tuvimos noticias de ella. Cogimos las

cosas, entramos en el coche y partimos en dirección a Benicàssim. —Y vosotras, ¿no habláis español? —No, aunque quiero aprenderlo. Pero te comprendo cuando hablas despacio. ¿Tú me

comprendes? —Sí, ya estoy acostumbrado al acento brasileño, no te preocupes. —Gracias. —¡Muy bien! ¿Y tú, Karina? —Yo no. No estoy obligada aprender un idioma que no me gusta; solo vine aquí para

ganar mi dinero. —Pero es muy importante saberlo para comunicarse con los clientes, para que ellos te

entiendan mejor. —Pues ellos que se esfuercen para comprenderme a mí; porque yo solo estoy de paso

aquí. —Karina, tú elegiste venir aquí y tienes la obligación de aprenderlo. Nadie te ha sacado

de casa y te ha traído aquí —dije. —No, Anastasia, no estoy de acuerdo contigo. —Pero tú no puedes imponer tu cultura. ¡Eso es una tontería! Lo que tienes que hacer es

aprovechar y aprender lo que puedas con ellos. —Karina, yo estoy de acuerdo con Anastasia, aparte de que vosotras sois brasileñas y el

portugués se asemeja mucho al español, yo os comprendo perfectamente y vosotras me estáis comprendiendo a mí.

—Juan, ¿crees que tardaremos mucho en aprender? —No, Anastasia, creo que no. Si tenéis un poco de voluntad, aprenderéis rápido. El viaje tardó unas tres horas más o menos, pero a mí me pareció una eternidad. Juan era

una especie de encargado general que llevaba a las chicas de un club a otro y arreglaba los problemas. Finalmente, llegamos y nos dejó directamente en el club donde estaba Sabrina. Se llamaba Lambada, el nombre de un baile brasileño, alegre y sensual, de hecho allí solo había ocho brasileñas y tres colombianas. El club tenía una entrada discreta, estaba justo debajo de un edificio residencial, y había un portero vestido con traje en la entrada.

—Hola, estas son las chicas nuevas —dijo Juan al portero. Entramos en el club. Era bonito, decorado con buen gusto.

Las chicas estaban muy arregladas, con vestidos largos y elegantes, no era el típico burdel, el que todos nosotros tenemos en mente, con mujeres vulgares y de mal gusto. Busqué a Sabrina con la mirada y no la encontré. A nuestro encuentro salieron un hombre y una mujer.

—Hola, yo soy Lilian, la encargada, y este es Wlad, el encargado. ¿Vosotras cómo os llamáis?

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—Karina. —Anastasia, encantada. —Bueno, venid conmigo y os explicaré, más o menos, cómo funcionan las cosas. Acompañamos a Lilian y nos invitó a sentarnos en unos puffs que estaban en el escenario

y a beber algo. Ella era brasileña, había estado casada con el dueño del club, que se llamaba Paco, tenía dos hijos con él: un niño y una niña. No era una mujer muy alta; guapa, delgada, de pelo negro y liso, tenía unos ojos muy expresivos, y era muy amable y simpática. Había también un camarero, que se llamaba Javier; que también era agradable y se le veía respetuoso con las chicas.

—Lilian, me gustaría saber cuánto tendremos que pagar por el billete. —Tranquila, Anastasia, no sé decirte cuánto, pues ha sido Wlad el que compró los

billetes. Tendré que preguntarle a él. —No es por nada... Es que la primera cosa que quiero hacer es pagar el billete y empezar

a mandar dinero a casa. —Esperen un momento que voy a preguntarle, ya vuelvo. —Karina, ¿qué te parece? —No lo sé, Anastasia. Sabrina me dijo que aquí se gana mucho dinero. —Sí, pero veo poca gente. —Es verdad. —Chicas, ya he hablado con Wlad, y me ha dicho que tiene que hablar primero con el

dueño. —Lilian, ¿dónde está Sabrina? —No os inquietéis, está ocupada con un cliente, luego bajará. ¿Estáis cansadas por el

viaje? —Sí, mucho. —¿Vosotras, tenéis hijos? —Sí, yo dos niños. —Y yo una niña. —Vais a echarlos de menos. —Sí, es verdad. —Bueno, Lilian, ¿cómo pagaremos el billete? —¡Estás muy ansiosa, Anastasia! No os preocupéis, podéis ir pagando poco a poco.

Como aquí se cobra al final de la noche, las chicas suelen ir dejando el dinero. Nosotros vamos apuntando, ellas cogen lo que necesitan para los gastos diarios y dejan una parte para ir pagando.

—¡Ah! Bien, mejor así. ¿Y se tarda mucho en pagarlo? —No, se paga rápido. Hay chicas que lo pagan en dos semanas. —Qué bien. ¿Y cuánto pagáis por las actuaciones? —Son veinte mil pesetas, aunque aquí casi no se baila. —Entonces, tardaré mucho en pagar el billete. —Pero, Anastasia, tú puedes entrar con los clientes y así pagarás más rápido. —¡Es que yo nunca hice eso! Nunca trabajé como prostituta. —Pero si quieres salir de esto, tienes que aprender.

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Aquello me sonó en los oídos como una bomba que me destruyó por dentro. En aquel momento, mi alma se hundió y mi mente se silenció, pero ya estaba allí. No veía claro mi futuro. No podía pensar en nada, solo sentía un vacío que me consumía, y ese vacío me acompañó durante muchos años.

—Karina, ¿y tú ya trabajaste? —Yo sí, hace tiempo que vengo trabajando. No tengo problemas. —Les digo: el pase de treinta minutos vale diez mil pesetas, seis mil son para la casa y

cuatro mil para vosotras. Cuarenta y cinco minutos son catorce mil, ocho mil para la chica. Una hora sale a veinte mil, catorce mil para la chica. Y la suite es a veintiséis mil, dieciocho mil para la chica. Las copas valen la normal, cinco mil; el benjamín vale doce mil y la botella de champagne vale veinticinco mil; de todas las copas, es el cincuenta por ciento para la casa, hay copas sin alcohol para las chicas que no beben.

—Yo quiero con alcohol, si no, no soportaré trabajar... —Bueno, Karina, a ti que te gusta beber, te digo que la casa da dos copas de alcohol para

cada chica y si ella quiere más tiene que sacársela a los clientes. El zumo, el refresco y el agua son libres, podéis tomar todos los que queráis.

—Es mucha cosa para aprender de memoria... —No te preocupes, Anastasia, aprenderás rápido, luego te habitúas. —Espero que sí. —pero jamás me he acostumbrado… —Bueno, ahí viene Sabrina. Os dejó para que habléis con ella y estéis a gusto. ¿O queréis

ir al piso a dormir? —No, Lilian, quiero estar aquí y observar. Iremos cuando las demás se vayan. —Como queráis, Anastasia. —¿Qué te parece, Karina? —Por mí, nos quedamos. —Pues entonces nos quedamos. —Hola, Sabrina, ¿cómo estás, guapa? —¡Qué va! He engordado un poco. —¡No! Anastasia tiene razón, estás guapa de verdad. —Gracias, Karina. ¿Y cómo ha sido el viaje? —Agotador y, para ayudar, me quedé sin maletas: no tengo nada de ropa que ponerme. —No te angusties, nosotras te daremos lo que necesites hasta que puedas comprarte algo

y encuentren tu maleta. —Pues gracias, de verdad. —Sabrina, tú tendrás que enseñarnos algo, porque yo no sé nada y Karina tampoco. —No os preocupéis, porque es fácil aprender el español, es solo preguntar si ellos quieren

subir o si te invitan a una copa. —¿Subir? —Sí, aquí se dice subir o follar. Nosotras aquí no tocamos el dinero hasta que se acaba la

noche. Ellos pagan al encargado, que te da un papel que dice de cuánto tiempo es el pase y que lo vas a dejar con la mami.

—¿Mami? —Sí, es la chica que se ocupa de limpiar las habitaciones y controlar el tiempo. Cuando

este se acaba, ella toca la puerta y si el cliente quiere estar más tiempo, tiene que pagar para ello.

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—¿Y cómo son los hombres aquí? —Ay, Karina, hay un poco de todo. Gente educada y maleducada; ellos son fríos, son

europeos, y en higiene personal dejan un poco que desear... —¿Pero qué dices? —Sí, Anastasia, es verdad... Ya verás lo que digo; hay unos que no acostumbran o no

saben lavarse ni la propia polla. —¡Por favor! —Y la boca y el sobaco… ni te lo digo... —¿Es verdad que se trabaja bien? —Se gana igual que en Brasil pero aquí hay mucho trabajo y, al final, ganas más por la

cantidad de pases, porque el cambio de las pesetas es uno por uno. —¿Cómo? —Diez mil pesetas son cien reales. Aquí la comida es carísima. Carne, frutas, verduras…

¡todo es caro! El alquiler, la luz, el agua... se debe economizar mucho. —¿En cuánto tiempo pagaste tu billete, Sabrina? —En dos semanas, pero el trabajo estaba muy bien, ahora ha bajado un poco. —¿Y cuánto pagaste? —Quinientas mil pesetas. —¿Sí? —Sí, es verdad... —Entonces se trabaja bien aquí. —Claro y ellos tienen otros clubes donde también se trabaja muy bien. —Sí, pero queremos trabajar aquí contigo. —Yo se lo diré a Wlad. No os preocupéis. —¿Y dónde vamos a dormir? —Vosotras vais a dormir con nosotras en el piso, voy a hablar con Wlad. —Gracias, así es mejor. —En el piso vivimos tres, pero Marcia se va dentro de poco; Karina dormirá conmigo y

tú, Anastasia, con Luana; es una buena chica, ella es de Curitiba, te va a gustar. —Ok, no hay problema. Quiero ver quién de vosotras puede prestarme algo para dormir. —No te preocupes. Y mañana hablaremos con Wlad sobre las maletas para que te ayude

a recuperarlas. —Gracias. —Ahora me voy, que llegó un cliente mío, después hablamos. —Vale, buena suerte. —Gracias.

Sabrina se alejó de nosotras, fue en dirección a su cliente y lo saludó; él no tardó mucho en

invitarle a una copa. Había unas chicas que nos miraban con mala cara, nos medían de los pies a

la cabeza. Me quedé observando cómo trabajaban las chicas: los hombres llegaban, luego, se

acercaba alguna; hablaban cualquier cosa, si él no quería estar con ella, la chica se marchaba y

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rodeaba y vi cosas absurdas e indignantes. La noche, finalmente, se acabo. Aquel día cerraron a las cuatro, pues no había mucho movimiento. Según Sabrina, cerraban a las cinco o las seis de la mañana, e incluso a las ocho. El encargado llevaba a todas a casa al final de la noche y al otro día las recogía para trasladarlas de nuevo al club.

—Anastasia y Karina, vosotras vais a dormir aquí hoy, y mañana veremos dónde vais a vivir.

—No, Wlad. Pueden dormir con nosotras perfectamente. —Vale, Sabrina. Si ellas quieren dormir con vosotras, todo bien. —Hay otra cosa, Wlad... —Dime, Sabrina... —Ellas quieren trabajar aquí, no quieren ir a otro club... —Pero eso tengo que hablarlo primero con Paco. —Sí, explícaselo a Paco, él lo comprenderá. —No te preocupes, lo haré. Ahora las llevaré a casa. —Luana, ven aquí. —Estas son Karina y Anastasia, mis amigas. —Encantada. ¿Ellas van al piso con nosotras? —Sí, Anastasia va a dormir contigo. ¿Está bien? —No hay ningún problema, sean bienvenidas. —Gracias. Luana era toda sonrisa, alegre, espontánea, muy simpática, irradiaba una bonita energía,

era sencilla y amable. Wlad nos metió a las cinco en su coche bajito y rojo, el típico coche de macarra.

El piso estaba en la primera planta, tenía tres habitaciones, un salón grande, un baño y una cocina. Sabrina me había dicho que ellas iban a cambiarse a otro más cercano al club y nos propuso irnos a vivir las cuatro juntas: ella, Karina, Luana y yo. Sabrina me dejó una camiseta suya para dormir, nos arreglamos y nos fuimos a acostar. Fue difícil dormir, pues estaba allá, pero era como si no estuviera, era difícil de creer.

Cuando desperté eran las diez de la mañana, fui al salón. Había unos cajones donde Sabrina me dijo que había unos mapas, los cogí y los miré; uno era un planisferio y el otro era de España. Localicé Benicassim y, de pronto, me di cuenta de que no estaba al lado de Portugal como me dijo Sabrina, ¡sino que en el lado opuesto!, bañada por el mediterráneo. No fue difícil notar de que mi amiga no sabía ni dónde estaba, hacía cinco meses que vivía en Benicassim y su vida ya se había convertido en un círculo vicioso de trabajo, sexo, drogas y alcohol: ese era su mundo y el de tantas otras chicas. Con el tiempo, fui dándome cuenta de muchas cosas tristes...

Me vestí, bebí un vaso de leche y salí a hacer un reconocimiento de área. Estaban todas

dormidas, yo estaba nerviosa por estar allí, sin tener nada que hacer, sin saber qué hacer. La

playa era hermosa, me quedé encantada con el color del agua, era de un azul tirando a turquesa.

Encontré una oficina de turismo y cogí unos folletos informativos del pueblo, me senté en la

playa y me puse a leer su historia. Allí decía que, antes de la reconquista, el Castillo de

Montornés constituyó uno de los más importantes feudos árabes en esos territorios. Se carece de

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