las estéticas de la recepción y la participación como

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199 Alteridad, subjetividad y narrativas Las estéticas de la recepción y la participación como claves para la comprensión de procesos de creación en contextos intermediales y transmediales *1 Juan Pablo Castaño Ossa ** 2 “No hay que preguntarse si percibimos verdaderamente el mundo, por el contrario, hay que decir que el mundo es aquello que percibimos”. Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción Introducción La escuela de la estética de la recepción, en una suerte de objetivación pura de cuño fenomenológico, constituye un giro significativo en el ámbito de la historia de las ideas estéticas con respecto a los abordajes centrados en la figura del autor o en el plano de la obra. Encabezada por Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser, quienes en 1967 divulgaron sus ideas acerca de la función y actividad constituyente del espectador con respecto al texto literario, esta escuela definió un marco de com- prensión que se extendió a diversos ámbitos, el literario en primera instancia, y luego al campo del arte en general. * El presente artículo es resultado del proyecto de investigación “Diseño transmedia para experiencias de apropiación de archivos culturales” (código 828-000049), dirigido por el profesor Mauricio Vásquez Arias y financiado por la otra Dirección de Investigación de la Universidad EAFIT. ** Maestro en Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia y magíster en Hermenéutica Literaria de la Universidad EAFIT. Correo electrónico: jcasta65@eafit.edu.co. DOI: https://doi.org/10.17230/9789587206814ch10

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199Alteridad, subjetividad y narrativas

Las estéticas de la recepción y la participación como claves para la comprensión de procesos

de creación en contextos intermediales y transmediales*1

Juan Pablo Castaño Ossa**2

“No hay que preguntarse si percibimos verdaderamente el mundo, por el contrario, hay que decir que el mundo es aquello que percibimos”.Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción

Introducción

La escuela de la estética de la recepción, en una suerte de objetivación pura de cuño fenomenológico, constituye un giro significativo en el ámbito de la historia de las ideas estéticas con respecto a los abordajes centrados en la figura del autor o en el plano de la obra. Encabezada por Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser, quienes en 1967 divulgaron sus ideas acerca de la función y actividad constituyente del espectador con respecto al texto literario, esta escuela definió un marco de com-prensión que se extendió a diversos ámbitos, el literario en primera instancia, y luego al campo del arte en general.

* El presente artículo es resultado del proyecto de investigación “Diseño transmedia para experiencias de apropiación de archivos culturales” (código 828-000049), dirigido por el profesor Mauricio Vásquez Arias y financiado por la otra Dirección de Investigación de la Universidad EAFIT.

** Maestro en Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia y magíster en Hermenéutica Literaria de la Universidad EAFIT. Correo electrónico: [email protected].

DOI: https://doi.org/10.17230/9789587206814ch10

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Configuradas por las múltiples formas de actualización de una conciencia siempre intencional1 y en cuanto expresión de la dupla fenomenológica sujeto-objeto, las relaciones lector-texto constituyen el núcleo del análisis, interpre-tación, comprensión y reflexión sobre la naturaleza de un texto literario, y de la experiencia estética en general.

De este modo, una fenomenología de la lectura debe dar cuenta de los actos de comprensión con los que el texto se constituye como obra en la conciencia del lector (Iser, 1987: 177). En consecuencia, es el lector quien actualiza el texto, cuya naturaleza es esencialmente incompleta. Esta condición, lejos de consti-tuir un primer momento perceptivo, se intensifica en la exploración tanto de los hiatos intertextuales cuanto de los horizontes de expectativa, las vivencias previas y otros aspectos que estructuran la subjetividad del lector, cuya síntesis máxima son los actos de interpretación y comprensión. Así mismo, el sentido, desde la perspectiva de la estética fenomenológica de la recepción, lejos de ser un constructo prefigurado, se constituye en las múltiples operaciones con las que el lector atribuye significado gracias a los movimientos de la narración, en un juego dinámico entre lo dicho y lo no dicho, entre la estructura del texto y lo que Iser (1987) denomina “los espacios vacíos” o “en blanco”.

Estas consideraciones, basadas en el carácter modelizante de la obra literaria, se empiezan a expandir a los dominios de otras formas expresivas, preservando el papel activo de los lectores y espectadores en la constitución del sentido y de la obra misma.

Pese a lo anterior, es necesario entender el lugar que esta visión particular de la experiencia estética tiene en la comprensión del rol de usuarios, interactores2 o participantes en propuestas y proyectos que tienen al público como eje funda-mental ya no solamente en los procesos de dotación de sentido, sino además de cocreación de las obras o proyectos con tecnologías que espacializan, objetivan y materializan en el plano de las obras nuevas opciones de involucramiento.

1 En el contexto fenomenológico que respalda esta propuesta, la noción de intencionalidad se refiere al hecho de que toda conciencia es siempre conciencia de. Es decir, para esta perspectiva la conciencia se despliega siempre sobre el mundo de la vida y nunca en el vacío (Husserl, 2006: 311).

2 Como se verá más adelante, la noción de interactividad empleada para designar el proceso intrínseco al tipo de relación con los medios, ha llevado a nuevos conceptos como los de interactor (Machado, 2009) para denominar las características del usuario de los medios digitales. Dichos conceptos atienden a un nuevo escenario en las relaciones entre teoría estética y contexto tecnológico que amplían los marcos interpretativos propuestos en las estéticas de la recepción (Sánchez, 2005).

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De esta forma, en el presente ensayo nos encargaremos de dilucidar la construcción de la idea del espectador-observador, en un principio activo, y hoy en día participante, con base en los modelamientos sociales en la forma de ver y sus múltiples formas de percibir y configurar las representaciones de lo real. El paso de un observador pasivo a otro activo –y luego participativo– se vislumbra en las reflexiones del filósofo Adolfo Sánchez (2005) y en las ideas de la estética fenomenológica de la recepción sobre la migración de un espectador que se apropia de los contenidos y los medios presentados en busca de su propia intervención. Esa capacidad que habilita al espectador no es lineal, sino que, por el contrario, ha sido dinámica en el juego comunicacional entre texto-lector, obra-participante y, finalmente, entre proyecto-cocreación.

En el paso de un espectador emancipado (Ranciére, 2010), a las prácticas artísticas en la Internet en la época de las redes sociales (Prada, 2012), es po-sible observar la oscilación de los conceptos usados para pensar las prácticas creativas en relación estrecha con los adelantos tecnológicos y las consecuencias que estos trajeron consigo. Es por esto por lo que se puede hablar no solo de participación, sino también, por ejemplo, de la participación con mediaciones de naturaleza intermedial y transmedial, y así mismo, de cultura de convergencia (Jenkins, 2006a).

Actualmente, la apertura de formas de producción, creación y, sobre todo, de apropiación de medios, favorece una expansión en los conceptos tradicionales de autor y recepción. Esto hace que el espectador se sumerja en plataformas, narrativas y experiencias que le proponen distintos medios expresivos de co-municación y, por ello, de creación, lo que genera apropiaciones por parte del espectador, a partir de las múltiples plataformas.

Este impacto de la expansión y de la convergencia de medios hace que se establezcan otros contextos y enlaces de las obras y los proyectos con la vida de los espectadores, hasta alcanzar apropiaciones en las que la performati-vidad y la encarnación de eso visto, leído o navegado constituyen algunos de los rasgos distintivos de las expansiones de la noción fenomenológica de recepción, al pasar de operaciones implícitas a prácticas explícitas facilitadas por tecnologías diversas.

De la contemplación se pasa a un escenario que vincula las prácticas coti-dianas de los consumidores, navegantes y usuarios, en donde, por ejemplo, lo ficcional se vuelve parte de la vida habitual, se encarna y se actúa. Vista así, la operación de consumo-apropiación se hace manifiesta por medio de la cultura

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fan, el fandom3 y las prácticas amateurs de culto hacia productos que favorecen una identificación acorde a las experiencias de cada uno.

Dicho lo anterior, la idea es aclarar el panorama experiencial que gravita en torno a la figura del espectador o participante en el contexto actual, figura en la que se concentra este trabajo a partir de cuatro momentos: primero, el recono-cimiento de las estéticas fenomenológicas de la recepción como insumo teórico para el cambio de mirada sobre la figura del espectador; segundo, el acercamiento a los conceptos expandidos de observador-espectador con Sánchez Vázquez (2005); tercero, la identificación de los contextos intermediales y transmediales en los planteamientos de Jenkins (2006a), y cuarto, la visión posfenomenológica de Don Ihde (2009), apuntando a la correlación de cada uno de estos momentos en la noción de experiencia como elemento transversal. Finalmente, haremos una breve revisión de los conceptos de interactividad e involucramiento en el marco de lo que Matt Hills (2002) denomina cultura fandom.

En lo que sigue, se busca dar alternativas de respuesta a la pregunta sobre de qué modo las estéticas de la recepción constituyen un correlato necesario para pensar las dinámicas de participación en ámbitos de exteriorización y expresividad mediados por diversidad de tecnologías y técnicas. A la que se añade el interrogante por cuáles son los tránsitos y puentes teóricos que son necesarios para completar el paso de la estética fenomenológica de la recepción a la estética de la participación en contextos intermediales y transmediales.

Para responder estos dos interrogantes exploraremos los puntos de con-tacto que, en términos de Sánchez Vázquez (2005), permiten el tránsito de una estética de la recepción a una de la colaboración y la participación.

La estética fenomenológica de la recepción: antecedentes y desarrollos

La fenomenología de Husserl abre campo a la consideración de la importancia del sujeto y su conciencia intencional y las síntesis perceptivas en la compren-sión del mundo, piedra de toque para que, en el dominio de la teoría estética, el espectador u observador tome protagonismo y se propongan nuevos pa-noramas fundamentados en dicha perspectiva. En esta dirección, una de las más impetuosas y renovadoras aplicaciones de la fenomenología en el campo

3 Término de origen anglófono que se refiere al conjunto de aficionados a algún pasatiempo, persona o fenómeno en particular, y al acervo cultural que instauran con sus prácticas. Un término equivalente en español es “fanaticada”.

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del arte y la producción cultural es la estética fenomenológica de la recepción, cuya importancia se sustenta en la conversión de la praxis estética o de la experiencia estética.

Para esta perspectiva la praxis o acción artística no se refleja en el producto como tal, independiente de las operaciones que el lector o espectador efectúa sobre este. La obra de arte es el resultado de la elaboración activa que el espec-tador consigue de la misma, cuyo horizonte de encuentro constituye lo que se denomina efecto estético. Lo anterior como respuesta al papel secundario que la recepción tuvo en el pensamiento estético moderno.

Desde la perspectiva fenomenológica, entonces, la experiencia estética radica en el conjunto de elaboraciones sensoperceptivas y en el lugar que se configura en la conciencia del sujeto que asume un objeto dado como estético. Esta elaboración pone de presente la labor de un sujeto que está inmerso en una experiencia propuesta por la obra, pero cuyo sentido él se encarga de completar.

Esta visión, asentada en algunas de las ideas de Paul Válery, supone una suerte de giro copernicano respecto a las ideas clásicas sobre el arte y el gus-to, para dar lugar a una reflexión en torno al accionar poético del lector y su función en la constitución de la obra de arte en sentido pleno; esto desde la perspectiva de la literatura y, más específicamente, en el ámbito de la poesía. Dicha aproximación es significativa porque inspira las indagaciones fenome-nológicas posteriores sobre las funciones del objeto artístico y su naturaleza esencialmente inacabada (Brigante, 2012: 273). En los postulados valeryanos, la autonomía de la obra de arte –la idea de una obra construida exclusivamente por la sensibilidad e inteligencia del artista– se interrumpe por cuanto esta ha sido dada para su disfrute por los demás. Desde esta mirada, la función del poeta es construir una mediación del sentido entre lo que se quiere decir y el tránsito a lo que se logra decir gracias a la acción necesaria del lector. De ahí que la recepción –según Valéry– es activa y transforma el espíritu; no es el objeto sino las relaciones que estimulan al receptor, lo que permite la producción de múltiples interpretaciones.

Los desarrollos específicos de las estéticas fenomenológicas de la recepción

Como indica Sánchez (2005: 33), el 13 de abril de 1967 el filólogo alemán Hans Robert Jauss pronunció un discurso en la Universidad de Constanza, en Alema-nia, La historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria (Jauss, 2000),

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que fue el manifiesto fundacional de lo que hoy conocemos como la estética fenomenológica de la recepción, la primera de cuyas siete tesis propone una renovación de la historia de la literatura a partir de la consideración y el estudio de los tipos de experiencia estética que una obra es capaz de posibilitar: “Una renovación de la historia de la literatura requiere eliminar los prejuicios del ob-jetivismo histórico y fundamentar la estética tradicional de la producción y de la presentación en una estética de la recepción y los efectos” (Jauss, 2000: 160).

La aplicación de las ideas fenomenológicas de Jauss –y posteriormente de Iser– para la comprensión del objeto artístico mediante la experiencia estética se funda en la correlación entre el lector y el texto, esto es, la experiencia del receptor como protagonista de la tríada estética:

La experiencia estética no se pone en marcha con el mero reconocimiento e interpretación de la significación de una obra, y, menos aún, con la reconstrucción de la intención de su autor. La experiencia primaria se realiza al adoptar una actitud ante su efecto estético, al comprenderla con placer y al disfrutarla comprendiéndola (Jauss, 1986: 13).

Por consiguiente, el texto –y la obra artística– en la escuela fenomenoló-gica de la recepción se asumen como fenómenos que llegan a nosotros para ser comprendidos y es por medio de la experiencia del lector que se puede llegar a la interpretación en el marco que se estructura en la recepción. Las múltiples formas de resignificación y decodificación tienen lugar a partir de lo que se co-noce como el horizonte de expectativas, esto es, el conjunto de condiciones que anteceden el proceso de interpretación del texto y que suponen aspectos de naturaleza tanto interna como externa, que se materializan mediante signos, indicaciones textuales y referencias que permanecen siempre abiertos a nuevas actividades interpretativas, siendo el lector el que constituye el sentido sugerido por el texto. Este acercamiento o fusión de horizontes se da –según Iser– cuando el texto se dispone como correlato de la conciencia del lector.

En este sentido, la naturaleza es, para el artista moderno, una materialidad previa (Jauss, 1992: 42). Con esto, según Innenarity (2002: 16), Jauss renueva el vínculo estético entre la obra y el mundo de la vida, con la idea de un arte que se configura gracias a nuestra praxis del mundo. Es estética la posibilidad de tener experiencia. Estéticamente hacemos experiencias con y en la praxis; es decir, no solo se tiene la acción u objeto estético, sino que esta se vuelve pista de la experiencia tácita y del sentido de la vivencia del sujeto en el mundo. De este modo, la experiencia estética se convierte en la base para el descubrimiento de otras prácticas de las que forma parte y, a su vez, la experiencia estética se

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enriquece con la existencia de quien la configura, tanto en su producción como en su recepción; por medio de la estética el sujeto se torna consciente del sentido de las experiencias del mundo.

Según Sánchez Vázquez (2005: 32), es esta la manera en la que Jauss logra proponer un cambio en los modelos literarios alemanes, al plantear tres aspectos medulares derivados de su propuesta de estética de la recepción, que consisten en: a) la relación indisoluble entre lector y obra para la comprensión del acto estético; b) el papel de los horizontes de expectativas en la configuración del texto; y c) la función social de la literatura asociada ya no a su papel panfletario, sino a su conexión con una comprensión estética de la existencia.

Para Jauss (2000), la relación entre el texto y el lector es dialógica, y halla en la experiencia su síntesis máxima, que se configura, entre otros aspectos, atendiendo al conjunto de lecturas hechas previamente, a partir de su historia de vida y en la construcción que tiene lugar cuando este panorama se abre a la intervención del sentido de la obra, en el encuentro con esta en el plano de la conciencia.

La segunda tesis de Jauss postula que el lector está inmerso en un sistema de referencias que abren el panorama a las expectativas de lo que el receptor espera encontrar en el diálogo con la obra y las dispone con las que ya tiene. Este es uno de los modos en que Jauss (1992) define la noción de encuentro entre obra y lector en el ámbito del horizonte de expectativas. Igualmente, propone un cambio en la función social de la literatura a partir del lector o el receptor; para ello es necesario dejar atrás los postulados historicistas sobre la relación entre los hechos y la ubicación de los textos literarios en las épocas, atendiendo a una construcción histórica actual que no esté al margen de la so-ciedad, además de la relación que el lector configura con la historia a partir de la obra y por medio de su propia experiencia estética. En un sentido similar, Iser articula estos conceptos en las prácticas estéticas centrando sus descripciones en el efecto del texto sobre el lector, los encuentros de horizontes y los actos de consciencia que dan lugar a una fenomenología de la lectura.

Como parte de la propuesta de renovación de la teoría estética, centrada inicialmente en la literatura, Jauss hace una crítica a la referencia prescriptiva a los modelos clásicos de creación literaria y rechaza el objetivismo de las ten-dencias realistas y las del formalismo de corte estructuralista. A continuación describimos algunos aspectos generales de dicha crítica.

Uno de los cambios en las convenciones de la teoría e historia de la li-teratura propuestos por Jauss (2000) fue la obligatoriedad de la remisión al

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modelo clásico del paradigma literario, especialmente de la poesía; para el autor, es inoportuno seguir remitiéndose a estructuras textuales signadas por el hermetismo y el impulso mimético, derivados de matrices retrotraídas de la antigua Grecia. Esto hacía que la recepción y el pensamiento estético siguieran insistiendo en su carácter diacrónico y no en su configuración particularmente sincrónica mediante los actos de interpretación y comprensión de la obra. Jauss insiste en que la poesía, en el sentido intertextual, no debe desconocer el contexto, ya que los nuevos textos dan respuesta a los problemas en los que están inmersos, lo que incluye una transformación en la recepción de estos, al pasar de una postura pasiva a una activación de sentido como constante.

Estas consideraciones tuvieron un impacto profundo en las nociones de texto de la hermenéutica, estrechamente vinculada con la valorización de la experiencia del mundo y en su relación con la interpretación de una experiencia mediada esencialmente por el lenguaje (Gadamer, 1977: 447-448).

El paso de una idea de experiencia filosófica a una experiencia de conoci-miento y aprehensión del mundo por medio del lenguaje, propuesta por Gada-mer (1977), es uno de los vínculos visibles de la hermenéutica contemporánea con la estética fenomenológica de la recepción. Que algo leído o experimentado en una obra suscite una experiencia sensorial y de sentido, y favorezca el giro a una interpretación de algo representado, apela a múltiples niveles de la ex-periencia –la que propone la obra, la del mundo y la del sujeto– que confluyen en los horizontes que permiten la construcción simultánea de sentido, de los sentidos y de lo sentido.

Las resonancias de los planteamientos fenomenológicos no terminan en la propuesta hermenéutica. La perspectiva semiótica de Umberto Eco (1962, 1999), por su parte, incorpora la perspectiva activa del lector a partir de la configuración de un sistema que encuentra de distintas maneras al autor bio-gráfico, al autor modelo –representado por el texto–, al lector biográfico y al lector modelo –prefigurado en la obra–; todo ello gracias a un tipo de relación en la que el texto opera como una suerte de máquina perezosa4 que requiere, ineludiblemente, de la actividad interpretativa del lector para existir. Aspecto del que se deriva la idea de apertura permanente de una obra a las múltiples interpretaciones que admite tras la intervención de múltiples lectores, y a lo largo del tiempo.

4 “Un texto es realmente una máquina perezosa que descarga gran parte de su trabajo sobre el lector” (Eco, 1999: 271).

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Desde esta perspectiva, se crea un lazo con el lector, determinante para la noción de obra en clave fenomenológica. Este vínculo no es unidireccional, por el contrario, está abierto a la intervención del sujeto mediante su sistema referencial de expectativas, de sus capacidades de retención y protensión.5 En este horizonte se configura, según Iser (1987: 177), un punto de visión móvil.

Este modo dinámico de la perspectiva y de la experiencia estética se lo-gra por medio de la articulación de significados a partir de los hiatos que se encuentran en los relatos, conjugando los correlatos y los propósitos de estos y, finalmente, gracias a los movimientos articulados entre la retención y la protensión, con lo que oscilan también las figuras y motivos que recogen el sentido del texto. De acuerdo con Iser:

Cada instante de la lectura es una dialéctica de protensión y retención, a la vez que se transmite un horizonte de futuro, todavía vacío, pero que debe ser colmado con un horizonte de pasado, todavía vacío […] a fin de que se puedan fundir entre sí (1987: 182).

Como puede verse hasta aquí, son múltiples las resonancias en los ámbitos hermenéutico y semiótico de las concepciones de la estética de la recepción sobre la díada lector-texto; que, a su vez, están profundamente ancladas a la búsqueda fenomenológica de la relación del sujeto con el mundo por medio de la conciencia; de la manera en que este conoce, percibe y siente; del lugar de la decodificación de los signos y de las representaciones en nuestra experiencia del mundo, resaltando la figura fundamental del sujeto en tales procesos, quien, en su consideración estética, toma la forma de lector, receptor o espectador, indicando con ello el lugar que tiene aquella instancia cuya existencia se en-cuentra imbricada inexorablemente con el mundo y las formas de simbolizarlo.

Ahora bien, las estéticas de la recepción han acortado el tramo comunicativo que otras visiones instauraron entre “lo emitido” y “lo recibido”. Sin embargo, pareciera que el alcance de la experiencia estética tras sus reconfiguraciones contemporáneas no se agota en el sentido donado por parte del receptor. Más allá de esto, la expansión de los lenguajes artísticos, los alcances de las me-diaciones tecnológicas que los asisten y la necesidad creciente de transitar de la recepción, en el plano de la consciencia, a la apropiación, en el plano de las prácticas, permite expansiones ulteriores de la idea de actividad de los públicos,

5 Concepto aplicado por Husserl (2002: 57) para referirse a la conciencia interna del tiempo y a las expectativas que se crean en el movimiento –junto a la retención– del sentido que el sujeto crea en la aprehensión de contenido.

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lo que requiere considerar nociones como las de participación y cocreación en cuanto que determinantes de los modos de configuración de las experiencias estético-artísticas contemporáneas, que insisten en niveles cada vez mayores de implicación de los públicos.

De las estéticas de la recepción a las de la participación

En el contexto latinoamericano, el filósofo mexicano Adolfo Sánchez (2005) es quien aporta de manera más significativa al panorama histórico y reflexivo de la importancia del espectador en el trinomio estético productor-obra-recepción, con el que hace una valoración y crítica a la configuración inicial del espectador activo a partir de una revisión histórica que funda sus bases en los desarrollos ya mencionados de la escuela de Constanza.

La estética fenomenológica de la recepción atribuía el sentido del texto al receptor y declaraba que el lector participaba activamente del texto; sin embargo, no se consideraba aún una relación del sujeto y los nuevos medios tecnológicos. La intervención no se expresaba en el sentido práctico y material, siendo esta una de las limitaciones que encuentra Sánchez con respecto a la apertura de la obra de arte en el sentido social; en esta línea de reflexión él señala que:

[…] si el arte es una actividad práctica o forma específica de praxis creadora, que desemboca en un producto, dotado de cuerpo material, sensible, que significa gracias a la forma que se le ha dado, la intervención del receptor no tiene por qué limitarse a ese aspecto significativo. Puede afectar también a su aspecto material, sensible. Pero esta intervención no es posible si la obra de arte no abre posibilidades a semejante intervención. Pues bien, a partir de los años 60 y 70 del pasado siglo se producen una serie de obras que permiten y requieren una participación activa del receptor, no sólo en el plano de la interpretación. El proceso creador no se agota, en consecuencia, en su resultado, sino que se continúa o renueva con la intervención práctica del receptor que, de este modo, se convierte en co-autor o co-creador (Sánchez, 2005: 89).

Sánchez propone un desplazamiento del espectador, que ya no es solamente activo, sino que también es participante de la creación gracias a los nuevos medios electrónicos, cuyos alcances, en las décadas del 60 y 70, se perfilaban en expresiones como el videoarte, el audiovisual expandido y las instalaciones; y a su vez, de manera más reciente, con la popularización de la informática, el código abierto y la aparición de sensores de movimiento y otras interfaces

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de interacción humano-computador que expandieron las bases conceptuales, expresivas, materiales y tecnológicas para la inclusión del público.

La década de los 60 y 70 se caracterizó por una revolución de las formas de expresión; la apertura del arte es innegable en el desplazamiento que hace del espacio del museo a las calles. Los happenings, el nuevo género de arte público de base comunitaria y colaborativa –entre otras manifestaciones–, promulgaban un arte soportado en niveles múltiples de participación, colaboración e, incluso, de cocreación, orientado hacia la construcción de esferas públicas críticas (Blanco, Carrillo, Claramonte y Expósito, 2001) y de conexiones específicas, de carácter relacional con el entorno y sus practicantes (Ardenne, 2006).

El artivismo, encuentro entre los modos de hacer artísticos y los del acti-vismo político, se convirtió en la respuesta creativa a circunstancias sociales como las del sexismo, el racismo, la guerra de Vietnam, el sida y otros problemas frente a los que, utilizando el mismo lenguaje en clave estética de formas como la publicidad, la fotografía y los mass-media, expandieron las estrategias para el acercamiento, cada vez mayor, de todo tipo de público.

Nina Felshin, en su libro But is ir Art? The Spirit of Art as Activism, muestra cómo “la relación con el esquema en el que la exhibición representa la obra de arte y el grupo ocupa el papel de productor [y en ella] el espectador está repre-sentado por un significante igualmente expandido indexado a una audiencia pública grande y demográficamente variada” (1995: 91; traducción propia).

Así, la democratización del mensaje artístico, como el del consumo de este en los medios, logró que se hicieran visibles una gran cantidad de conflictos sociales y, por consiguiente, que pudieran llegar a más personas las expresiones de protesta al igual que las maneras de participación artística en asuntos socia-les. La relación de distintos medios artísticos con la vida en sus dimensiones materiales hizo que se crearan redes de artistas y “públicos”, concentrados en modos de hacer en los que confluyen creación, propuesta estética y acción política directa.

Así pues, la salida de los circuitos academicistas, el debate frontal con el museo, el uso de otros canales comunicativos y una relación de participación y colaboración con los espectadores ofrecieron otros marcos para ampliar la noción del horizonte de expectativas, para dar cuenta de un horizonte de ex-periencias compartidas favorecidas por un arte con un énfasis cada vez mayor en lo proyectual y lo procesual.

Este cúmulo de expresiones heteróclitas, sumadas a los relatos construi-dos en correspondencia con los distintos procesos, permitió que el teórico y

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cofundador del movimiento Fluxus, Dick Higgins (1967), acuñara el concepto de intermedia art. Para Higgins, ese intermedium o conjunto entrelazado de varios elementos expresivos y comunicativos guarda relación con las convenciones históricas que separaban las artes en compartimentos estancos. Por su parte, la intermedialidad artística, con los nuevos medios dispuestos a su alcance, se convirtió en una forma de acercar a los nuevos espectadores a la experiencia del arte, lo que propició, al mismo tiempo, las acciones orientadas a la trans-formación del entorno social.

La televisión y la cultura de masas, en el plano de la recepción, hacían algo que no solo podría atribuírsele al dominio del arte, sino que, con autonomía, constituiría los contextos contemporáneos de comunicación. Carlos Granés, al referirse a las estrategias utilizadas por muchos activistas sociales en los 60 –el caso de Jerry Rubin6 y Abbie Hoffman–,7 señala que: “En Estados Unidos había más televisores que inodoros. Si se quería conectar con la juventud alienada, lo más efectivo era transmitir su mensaje por las pantallas” (2011: 305).

La participación del espectador, a la que alude Sánchez (2005), se da tam-bién gracias a la apropiación de los medios, en la que desarrollan un papel notable la reorganización formal y cognitiva en el ámbito de los consumos culturales, favorecidos, entre otros aspectos, por el consumo de medios de comunicación, como lo evidenció Néstor García-Canclini (1995).

Además de lo anterior, Sánchez (2005) insiste en la necesidad de desarrollar un marco de referencia con las respectivas categorías teóricas que permitan dar cuenta de la intervención del espectador en la estructura de la obra, o de la producción de medios para socializar la producción artística en el sentido en el que Walter Benjamin (2004 [1934]) lo había referido en su conferencia de “El autor como productor”. De este modo, la implicación del autor con el sistema de producción y el comportamiento del espectador con respecto a los hábitos procurados por cada sistema en relación con la obra de arte, ofrecen, además de niveles de raciocino y experiencias que lo transforman, medios de expresión y producción simbólica que han sido socializadas gracias a la nueva tarea del artista (Benjamin, 2004).

6 Fue un activista social en las décadas de 1960 y 1970. Lideró algunas de las primeras protestas contra la guerra en Vietnam, y fue cofundador de los Yippies (Partido Internacional de la Juventud), y promotor de “Pigasus”, el cerdo candidato a presidente.

7 Activista social, escritor y político de Estados Unidos, cofundador del Partido Internacional de la Juventud (Youth International Party, “Yippies”).

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Vista de este modo, tanto la producción de la obra como la disposición del espectador están ligadas al contexto del sistema en el que se está inmerso, que, para Sánchez (2005), no es una limitante. Como él mismo aclara, el problema no es de significantes: la acción artística es una praxis transformadora y por tanto el receptor no se limita a los aspectos meramente materiales; al contra-rio, interviene y se apropia de la obra, lo que amplía el panorama creador y le permite al receptor afectar material y significativamente el producto estético (Sánchez, 2005).

Las prácticas que motivaron esta mutación, como hemos dicho, se con-cebían al tiempo como un esfuerzo en la composición del canal comunicativo del concepto y como creación del espacio operativo para la práctica (Marchán, 1986), favoreciendo no solo las actividades interpretativas del observador, sino, además, expandiendo en distintos niveles las formas de afectación direc-ta, gracias a una implicación no solamente cognitiva, sino también corporal y desde la experiencia.

Atendiendo a las consideraciones de Benjamin (2004), el trabajo artístico y cultural obra también en el plano de la producción de artefactos mediáticos, y el tratamiento de estos como interfaces es indispensable en el proceso de mediatización y ulterior conocimiento de la realidad que deriva en modalida-des diversas de la experiencia estética. Con tecnologías expresivas de distinta naturaleza, resulta posible la inmersión en otros tipos de realidades objeto de experimentación artística: realidades digitales, realidades virtuales o mixtas, que favorecen la aparición de nuevos códigos y, con ellos, diversas formas de experiencia estética signadas por los tránsitos entre la recepción, la participa-ción y, ahora, la inmersión.

El espectador como interactor

La era digital ha favorecido no solamente la creación de nuevos contenidos, sino también la disponibilidad de recursos tecnológicos que simplifican las formas de participación por medio de interfaces y medios interactivos. La re-valuación de los objetos y productos en los contextos de circulación y consumo de información –artísticos y culturales– ha hecho que sea imprecisa la idea de objetos en específico. La inclusión de otros medios atiende a intangibles o a materialidades no demarcadas, como las denomina Lars Elleström (2010), que se expresan en el avivamiento de las sensaciones y en el énfasis en el conocimiento que proporcionan los medios gracias a experiencias de carácter multisensorial y sinestésico, como lo señala Brea:

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En las sociedades del posfordismo, la parte más importante del trabajo que se realiza ya no tiene por objeto la producción de bienes materiales, sino que se orienta a la producción intelectual y afectiva, a alimentar nuestras necesidades de sentido y deseo, de significado y placer (Brea, 2008: 70).

El acortamiento en la distancia entre creador y espectador, por medio de formas diversas de interactividad, ha creado caminos anticipados por las mutaciones de los conceptos de obra artística iniciados en los años 60 y por el surgimiento de ideas y prácticas en torno a la hipertexualidad (Nelson, 2003 [1974]). De esta manera, nociones como las de interactividad para nombrar el tipo de proceso inherente a este tipo de relación con el medio, o la designación de lectoautor (Moreno, 2002) o interactor (Machado, 2009) para denominar el sello característico del lector o usuario en el ámbito de los medios digitales, son indicativas de las relaciones entre teoría estética y contexto tecnológico que obligan a la ampliación de los marcos interpretativos propuestos en las estéticas de la recepción, como lo sugirió en su momento Sánchez (2005).

A este respecto, Pierre Lévy presenta un esquema útil, no solo para esclarecer la noción de interactividad planteada en términos simples como todo aquel proceso en el que se da “la participación activa del beneficiario de una transacción de información”(2007: 65), sino además para mostrar “las gradaciones y alcances de este tipo de procesos en clases diversas de medios que oscilan entre la personalización, la reciprocidad de la comunicación, el cálculo del mensaje en tiempo real y la implicación, hasta llegar a la telepre-sencia” (Lévy, 2007: 68).

Con un alcance distinto al de la metáfora de obra abierta acuñada por Um-berto Eco, la comprensión de estas prácticas permite que no se hable de medios cerrados sino de relaciones entre cuerpo e interfaces y, a partir de allí, entre la vivencia corporalizada y la vida cotidiana, todo ello gracias a la hibridación de los medios en un tipo de experiencia estética mediada tecnológicamente. Esta oscilación intermedial, que ya se institucionalizaba en los artistas de las segundas vanguardias, favorece una atmósfera más propicia a las ideas de parti-cipación e interacción que, con el surgimiento de los medios digitales, implican claramente una fractura en “las relaciones de transferencia de conocimiento y opinión tradicionales basadas en la dialéctica expertos-audiencias” (Prada, 2012: 10). Además de lo anterior, la distancia entre arte y comunicación se reduce y se empiezan a explorar nuevas formas de intercambio, colaboración y participación, donde lo que prevalece son las relaciones y la experiencia que se crea con estos medios.

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De este modo, la era de la hiperconexión y del hipertexto consolida la cons-trucción de una sociedad profundamente permeada por lo digital, que propicia otras prácticas comunicacionales en las que, como lo señala Manovich (2005), ya no nos comunicamos con un computador, sino con la cultura codificada en forma digital. De esta manera, el término interfaz cultural describe mejor el tipo de membranas porosas que empiezan a crearse entre el hombre, el computador y la cultura (2005: 120). Tal y como puede evidenciarse, la popularización de Internet a partir de los años 90 y los adelantos que le acompañaron en materia de computación, dispositivos e interfaces digitales, se han encargado de desleír cada vez más la línea divisoria entre arte y comunicación en cuanto lugares privilegiados para la experiencia estética en su sentido contemporáneo.

Será luego la web 2.0 (Cobo y Pardo, 2007) la que consigue soportar las actividades de diseño que les dan origen y especificidad, en lo que Tim O’Reilly (2005) denomina “arquitecturas de participación consistente [en] una ética de cooperación incorporada, en la que el servicio actúa principalmente como un intermediario inteligente, conectando los límites entre sí y aprovechando el poder de los propios usuarios” (2005: 2; traducción propia). La web 2.0 es la responsable de propiciar espacios en los que circulan, se intercambian y generan contenidos por sus propios usuarios, lo que les permite interactuar con otras personas con objetivos y gustos parecidos, por medio de redes colectivas de datos que generan, en palabras de Prada: “La expansión de nuevos hábitos sociales y comunicativos, nuevas formas de prometedores potenciales” (Prada, 2012: 29). Con esto, los comportamientos colaborativos, la inteligencia colectiva y los rápidos tránsitos entre consumo y producción cobran vital importancia en la definición de los nuevos espacios interactivos de una web esencialmente social.

De esta forma, la experiencia está basada en la producción y creación de base colaborativa, lo que trae consigo una nueva forma cultural de intercambio con las redes de información o, en palabras de Félix Guattari (1992: 109), una ecología de lo virtual en la que las condiciones de creación específicas de esta época se realizan por medio de “interfaces fuera del límite que segregan la interioridad y la exterioridad y se constituyen en la raíz de todo sistema de discursividad” (1992: 114). Como lo dice Jesús Carrillo refiriéndose a Timothy Druckrey:

La cultura del ordenador no sólo genera nuevas técnicas y mediaciones, sino que se infiltra en los resquicios más íntimos de la cultura dando lugar a una transformación de las categorías de lo humano, de la máquina y de lo real (2004: 56).

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De este modo, la apoteosis de lo digital expresada en la creciente popula-rización de las tecnologías de carácter inmersivo, orientadas a lo que se conoce como realidad virtual, realidad aumentada y, en general, a lo que se denomina como realidad mixta (Behrenshusen 2007a, 2007b) –experiencias que combi-nan espacios actuales y virtuales mediante diversas formas de visualización e interacción–, favorece, de nuevo, el surgimiento de categorías que dan cuenta de la experiencia de los sujetos, como es el caso de la inmersión.

La inmersión rompe la distancia estética, implica al participante en diver-sos grados gracias a mediaciones de diverso tipo. En este sentido Janet Murray (1999), Oliver Grau (2003) y Arlindo Machado (2009) coinciden en señalar que la inmersión depende en alto grado de la disposición del observador, de las es-trategias lúdicas y narrativas que se ponen en juego para provocar la experiencia estética así como de las mediaciones técnicas y tecnológicas, artísticas, comu-nicativas, de diseño, entre otras, que envuelven la experiencia en su conjunto.

Los vertiginosos avances tecnológicos de la computación multimodal (Oviatt, 2017) ofrecen un amplio repertorio de herramientas para la creación de experiencias que se encuentran a disposición de casi cualquier usuario a un costo relativamente bajo. Más que simples desarrollos técnicos, tenemos en estos dispositivos verdaderas herramientas para la generación y diseño de ex-periencias de carácter inmersivo que dan pie a lo que Vásquez (2016) denomina “arquitectura de experiencias inmersivas”.

Operando en otro registro –el de los desarrollos de las máquinas cibernéti-cas que tempranamente advirtió Ítalo Calvino (2013) con su idea de los “autó-matas literarios”–, la inteligencia artificial con la actual popularización de sus prácticas y tecnologías promete un escenario de realización para lo que David Casacuberta (2003) concibe como arte artificial. De acuerdo con Casacuberta, en un sentido amplio, el arte artificial es el desarrollo de máquinas o programas de computador capaces de crear obras artísticas que puedan interesar en un momento dado a un público humano (2003: 30). Pero la cuestión va más allá de la disposición de las personas a estos medios y se abre a una discusión sobre la creación colectiva en soportes de inteligencia híbrida, esto es, que involucran sistemas expertos de naturaleza artificial y sujetos que colaboran en escenarios mediados por algoritmos.

De esta forma, el uso de la inteligencia artificial para crear interficies fá-cilmente utilizables por un usuario en favor de la creación colectiva, y que el público pase de ser mero observador para convertirse en el verdadero creador de la obra (Casacuberta, 2003: 30) –pero ahora asistido por sistemas inteligentes–,

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constituye la frontera más reciente para la expansión de los conceptos que de-signan estas experiencias ancladas de manera matricial en las preocupaciones de las estéticas de la recepción.

Los fanes y la recepción en contextos de intermedialidad y transmedialidad

La coincidencia discursiva de contenidos con los que se interactúa por medio de múltiples interfaces, con la convergencia de medios analógicos y digitales y de formas de comunicación interpersonal o que tienen al cuerpo como soporte, definen un escenario emergente para pensar las relaciones entre público y obra. Se trata, en este caso, del ámbito denominado transmedial.

Bajo esta designación se concibe el conjunto de intercambios y transferen-cias entre usuarios, plataformas y contenidos diversos (Elleström, 2017), en lo que se denomina cultura de participación, puntualizando con este modo de nombrar que la convergencia no solo alude a los medios, sino más bien al consu-mo de contenidos que se formalizan en estos medios y los modos de afectación que favorecen en los consumidores, permitiéndoles incluso participar como creadores de contenido y no solo como observadores. Según lo plantea Jenkins:

Con “convergencia” me refiero al flujo de contenido a través de múlti-ples plataformas mediáticas, la cooperación entre múltiples industrias mediáticas y el comportamiento migratorio de las audiencias mediá-ticas, dispuestas a ir casi a cualquier parte en busca del tipo deseado de experiencias de entretenimiento. “Convergencia” es una palabra que logra describir los cambios tecnológicos, industriales, culturales y sociales en función de quienes hablen y de aquello a lo que crean estar refiriéndose (2006a: 14).

Actualmente, las estrategias utilizadas para el consumo y la circulación de contenidos atraen cada vez más la atención de los consumidores. El uso de distintas plataformas permite que la información sea concebida y difundida de manera rápida y asertiva; la construcción de una arquitectura de participación, inmersión y experiencia es cada vez más evidente y, a su vez, la interacción con los medios en la cocreación de contenidos por parte de los consumidores demanda la elaboración y fundamentación de nuevos conceptos que designen el tipo de operaciones y prácticas de los públicos.

Esta transformación de la realidad está permeada por el impacto de la in-formación y la alteración que los consumidores ocasionan en la adaptación de las representaciones y sus significados en las prácticas cotidianas, lo que crea

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un cruce entre la cultura participativa y la cultura de la colaboración (Jenkins, 2006b). Esta experiencia de convergencia de modalidades comunicativas de lo transmedial muestra la oscilación de contenidos transmitidos y producidos de distintas formas en relación con su uso, apropiación e interacción de los públicos entre sí y con dichos contenidos.

Dicho relacionamiento de los consumidores entre sí, con los medios, el contenido y los productores, es lo que, en el contexto contemporáneo, ocurre de manera constante. Los consumidores, antes espectadores, se involucran con los distintos agentes de comunicación como autoridades de peso en este panorama experiencial. Estos colectivos de conocimientos se traspasan información y se identifican con los contenidos que son presentados por las corporaciones mediá-ticas; de esta forma Jenkins, aludiendo a Pierre Lévy, indica cómo la cultura de la colaboración propia de la convergencia se caracteriza por la “desterritorialización del conocimiento” y la creación de “algunas comunidades virtuales de la red”, sien-do estos “fans en línea” (Jenkins 2006b: 164-165), grupos que aparecieron incluso mucho antes de la era digital, caracterizados por un tipo de producción simbólica asociada a la vinculación emocional surgida del culto a algunos productos de la cultura de los medios masivos y como evidencia de un tipo de apropiación que resignifica las versiones de los universos simbólicos circulantes.

Con la cultura fan y la exploración del fandom se da un giro significativo a la comprensión de las formas emergentes de recepción en el ámbito de la con-vergencia. Vistos así, los agentes del trinomio estético autor-obra-espectador descargan todo su potencial en el tercer actor travestido: en este caso en la figura del fan. Los grupos de fanes logran adaptar contenidos en formas elaboradas de cultura popular y se aplican a la circulación de información, narrativas y elaboraciones propias de manera rápida gracias a los medios digitales y a otros canales que tienen a su disposición.

Los fanes se han convertido en generadores y transmisores de conocimiento por medio de contenidos creativos; de igual modo, se considera un fenómeno cultural que transita por varios campos sociales e incluso económicos que son hoy objeto de estudio de varios académicos en el ámbito mercantil, mediático e incluso político. Ante todo, por las múltiples facetas de la cultura fan:

El fandom, entonces, nunca es una “expresión” neutral o un “referente” singular; su estado y su desempeño cambian según los contextos culturales. Sin embargo, lo que las diferentes “actuaciones” del fandom comparten es una sensación de impugnación de las normas culturales. La reclamación identitaria de un “fan” sigue siendo, en cierto sentido, la

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reivindicación de una identidad “impropia”, una identidad cultural basada en el compromiso de alguien con algo aparentemente sin importancia y “trivial” como una película o una serie de televisión (Hills, 2002: 11; traducción propia).

La relación crítica de la cultura fan con las producciones circulantes es un tema recurrente en las investigaciones sobre este campo. La producción mediática ha sido uno de los motivos de contracultura y resistencia hacia las corporaciones que tienen el poder en el flujo de la información, lo que encamina a esta revolución cultural hacia lo que podría considerarse como una forma de “democratización mediática” (Jenkins 2006b: 180). Figuras como los blogueros, los hackers y los piratas coinciden en la libertad de acción al romper las fronte-ras y cuestionar las formas convencionales de mercadeo y condicionamiento político que se dan por medio de la información.

La remezcla se convierte en una estrategia que, aunque no es exclusiva del fandom, parece promover en un sentido renovado la libre expresión, por medio de una serie de acciones: cortar, pegar, mezclar, fusionar, derivar, filtrar, alterar y reelaborar material visual y mediático preexistente (Prada, 2012: 175) gracias a la facilidad que en esta dirección ofrecen los medios digitales para la circulación rápida y ágil de formas diversas de apropiación y reapropiación de las imágenes y contenidos por parte de aficionados que tienen acceso a los medios, así como los conocimientos técnicos para efectuarlas.

Convergencia y estéticas de la recepción en clave posfenomenológica

El cambio de los medios masivos a los digitales permitió un nuevo escenario que, si bien tuvo sus antecedentes en las tendencias estéticas de los 70, se presenta como un nuevo panorama de transformación en las relaciones del ser con el mundo signadas por la convergencia de diversos modos de actividad, participación, interactividad e inmersión. Pensar en los pliegues de la realidad abiertos gracias a los medios digitales y a su combinación con formas culturales existentes, propone un nuevo modo de abordar los nexos entre el ser y el mundo, en los planos tanto del pensamiento como en la comprensión de las disposicio-nes corporales para otras formas de percepción y experiencia. Los complejos tecnosimbólicos que soportan nuestra especie, en permanente proceso de construcción, son formas que abren reiteradamente nuevos horizontes para la reflexión y la elaboración de conceptos que den cuenta del tipo de experiencias estéticas que son capaces de procurarnos, a la vez que son oportunidades para la investigación sobre aquello difuso que denominamos recepción.

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Don Ihde (2009), desde una perspectiva que denomina como posfenome-nología, propone un punto de encuentro entre la reflexión fenomenológica en su inspiración clásica y las prácticas tecnocientíficas orientada a esclarecer los vínculos entre el pensamiento filosófico y la estructuración de la percepción, la corporeidad y la experiencia, a partir de las relaciones entre lo maquínico, en su sentido más amplio, y la vida humana. Sus bases son la consideración fenomenológica del mundo de la vida y el pragmatismo en referencia directa a las cuestiones y transformaciones propuestas por la dupla ciencia-tecnología.

La posfenomenología, como lo plantea Ihde (2009: 23), representa un ám-bito reflexivo que insiste en la indagación acerca del modo activo y encarnado en el que el sujeto aprehende el mundo, pero ahora mediante una corporeidad que se renueva protésicamente en relación con las mutaciones de la tecnología y las ciencias. Lo anterior superando la noción de cuerpo biológico en el que se ancla nuestra percepción y agregando dos dimensiones más: la cultural y la tecnológica. De este modo, como indica el autor:

Somos nuestro cuerpo en el sentido en que la fenomenología entiende nuestro “ser en el mundo” emotivo, perceptivo y móvil. A este modo de ser a través del cuerpo lo he llamado Cuerpo Uno. También somos nuestro cuerpo en cuanto lo experimentamos en un sentido social y cultural […] A este espacio de significación cultural del cuerpo lo llamaré Cuerpo Dos. La conexión entre el Cuerpo Uno y el Cuerpo Dos es una tercera dimensión: la dimensión de lo tecnológico (Ihde, 2004: 13).

A diferencia de la Revolución Industrial sustentada en una visión meca-nicista del mundo, el giro corporal efectuado gracias a los medios digitales de pensamiento y memoria, de cuño cibernético, instaura, según Ihde (2009), las condiciones de posibilidad para la exteriorización de habilidades y la amplifi-cación y creación de cuerpos que se abren, desde los planos de lo perceptivo y lo experiencial, a otros modos de estar en el mundo. La corporeidad, en cuanto que pluralidad de modos en los que se dispone el cuerpo, proporcionan habilidades que se despliegan tras estas anexiones, lo que hace que se definan otros horizontes empíricos para nuestra experiencia. Es en este sentido que “[el] artefacto es simbióticamente ‘traccionado hacia’ mi experiencia corporal y dirigido hacia una acción dentro o sobre el medio ambiente” (Ihde, 2009: 42).

Más allá de las acciones de retención y protensión de la primera feno-menología, las tecnologías de pensamiento y memoria propician entonces el surgimiento de sus propios encadenamientos imaginativos, por medio de los hiatos siempre presentes entre percepción, pensamiento y acción mediados tecnológicamente.

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Desde este punto de vista, las posibilidades detrás de los diversos caminos para acercarse al mundo con mediaciones y mediatizaciones imaginales son incontables, a la vez que cada forma medial comporta sus propios límites y constricciones. Por ejemplo, cuando alguien se sienta frente a una pantalla está percibiendo una realidad presentada más allá de las posibilidades de aprehensión directa o de presencia inmediata de su cuerpo biológico, lo que extiende, por medio de la técnica, el campo de lo que le es posible vivenciar; pero, al mismo tiempo, este tipo particular de mediatización no alcanza a capturar la totalidad y el potencial sensitivo de lo que se está mostrando. Gracias a esto la virtualiza-ción del cuerpo y de la percepción agregan una serie de cuestiones que pueden explorarse bien sea por vía artística, experimentando, jugando con los alcances y límites de dicho proceso, o por vía reflexiva, considerando las implicaciones vitales de tal extensión.

La virtualización, en la vieja acepción de Serres (1995) de un simple y necesario salir de aquí, no es un tema que solo le concierna a lo digital. Existen varios grados y modos de virtualidad estrechamente conectados a la media-tización tecnológica de la experiencia, de tal suerte que “nuestra historia, singular y colectiva, nuestros descubrimientos y nuestros amores emociona-dos, se parecen más a las apuestas azarosas del clima o de los seísmos que a un viaje organizado provisto de un contrato de seguros: pululan los pasibles y las virtualidades” (1995: 263). Es esta forma de azar, próxima al juego, rasgo determinante de lo artístico para Gadamer (1991), a lo aleatorio y fortuito, a lo imaginario y lo posible, pero en los registros que posibilita la técnica, la que abre con nuevo aliento los dominios de la experiencia estética en los que se interesaron originalmente Jauss e Iser, evidenciando el carácter histórico de los vínculos entre el arte, la percepción, la imaginación, y los dispositivos que nos procuramos para ello.

Y es justamente dicho procurarnos, componer y disponer, el que resulta problemático en las sugerencias que nos hacen, para efectos creativos y artís-ticos, las nociones de lo hipermedial, lo intermedial y lo transmedial. Esto no solamente por las dimensiones compositivas, sino por la exploración de los potenciales perceptivos, de activación sensorial e implicación de los públicos, usuarios o interactores, en ambientes y proyectos conformados de este modo.

Es en este espacio en el que cobra sentido una hermenéutica material de la percepción, como la concibe Ihde (2009). Una hermenéutica ocupada no sola-mente de los mecanismos lingüísticos de construcción de sentido, sino además de los medios, de las formas plurales de representar, presentar y conocer, con

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las que se expanden las posibilidades de descubrimiento del mundo en el en-cuentro necesario entre técnica y experiencia. Una hermenéutica, señala Ihde (2009), aplicada a las formas de conocer, a las de imaginar y a la disposición del cuerpo en nuevas situaciones perceptivas.

Este marco de pensamiento le sale al paso a las filosofías que ven en la técnica un foco de deshumanización, de tal manera que, incluso en las figura-ciones de Casacuberta (2003) y Calvino (2013) abordadas con anterioridad, no cabe una elaboración de la realidad por fuera de lo humano ni enteramente modelada por las máquinas. Al contrario, en ambos escenarios, es necesaria la intervención del ser humano acompañado de las técnicas que humanizan en la creación de nuevas condiciones para la experiencia.

Dicho lo anterior, quedan aún muchos cuestionamientos, nichos abiertos para la pregunta y la reflexión. Parafraseando a McLuhan (1987), al cambiar la tecnología cambian los problemas, cambia la experiencia y se transforma nuestra relación con el mundo. De esta forma, se nos presenta un sujeto visto bajo una nueva luz, un espectador/interactor/participante que tiene, entre otras, la posibilidad de ser infinidad de personas a la vez, de asumir distintas personalidades a la carta, en un espacio de movilidad en el que se construyen realidades interconectadas entre lo humano y lo artificial.

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