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NATIONAL GEOGRAPHIC DICIEMBRE 2012 La escasez de recursos, el clima o la deforestación son solo algunos de los factores que provocan la migración de poblaciones minoritarias y culturas tradicionales a polos urbanos. ¿Cómo le está afectando la globalización a estas comunidades? 1 Mujer aymara esperando en la entrada de un colmado junto a la Plaza de Armas de la isla de Amantaní. LA FOTOGRAFÍAS Y TEXTO DE PEPE PONT GLOBALIZACIÓN

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La escasez de recursos, el clima o la deforestación son solo algunos de los factores que provocan la migración de poblaciones minoritarias y culturas tradicionales a polos urbanos. ¿Cómo le está afectando la globalización a estas comunidades?

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La escasez de recursos, el clima o la deforestación son solo algunos de los factores que provocan la migración de poblaciones minoritarias y culturas tradicionales a polos urbanos. ¿Cómo le está afectando la globalización a estas comunidades?

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Mujer aymara esperando en la entrada de un colmado junto a la Plaza de Armas de la isla de Amantaní.

LA

FOTOGRAFÍAS Y TEXTO DE PEPE PONT

GLOBALIZACIÓN

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DE LOS INDÍGENAS

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AS COMUNIDADES INDÍGENAS, tribales, en muchos lugares poblaciones aún conside-radas «marginales», tienen sus propias maneras de ver, entender y comunicarse

dentro y fuera de su círculo social. El modo de vi-da comunitario es sinónimo de la dupla organiza-ción y solidaridad. Es más, los miembros de estas comunidades participan voluntariamente en la vida social, económica y política local para encontrar soluciones a problemas detectados y tratar de me-jorar así sus condiciones de vida.

La escasez de recursos, por ejemplo, puede im-pedir a una comunidad generar excedentes con los que poder comercializar —ya sea vendiendo el producto en sí o intercambiándolo por otro a modo de trueque, una práctica que sigue presente en nu-merosas culturas—, hecho que obliga a que los más jóvenes tengan que migrar en búsqueda de trabajo lejos de sus pueblos.

La migración de estas poblaciones, generalmen-te a polos urbanos, constituye otro de los factores que modificará sus sistemas culturales, poniendo de manifiesto la diversidad cultural en el marco de la globalización.

La adopción de nuevas lenguas, costumbres o religiones por parte de las nuevas generaciones, implica una serie de consecuencias involuntarias: por un lado modifican sus patrones culturales, mientras que por otro son numerosas las puertas que se les abren a la educación y al éxito. Del mismo modo, el abandono de su lengua pro-duce una enorme fractura en la transferencia del conoci-miento tradicional entre gene-raciones. Tiene lugar un en-frentamiento entre el progre-so y la tradición, la conserva-ción y la adaptación.

Esta diversidad lingüística y cultural pone de manifiesto la variedad de la experiencia humana, de aspectos de la vida que tendemos a considerar universales como pueden ser nuestra noción del tiempo y los calendarios estacionales, los sistemas de orientación o «simples» técnicas de riego.

LEl hecho que, en los últimos años, la globaliza-

ción haya estado provocando un aumento en la in-fluencia política de las comunidades tribales es hoy en día una tendencia global. No hace falta recordar que en Latinoamérica, por ejemplo, son cada vez más los presidentes de origen tribal. A día de hoy, pasear por en medio de la sabana y cruzarte con un morán1 que te saluda mientras habla por el teléfo-no móvil o que un bereber se baje de la motocicle-ta en medio del Sahara para ofrecerte productos artesanales son momentos prácticamente normales, nos guste o no.

No obstante, la imparable expansión de la cultu-ra global no es excusa para no escuchar a los miembros de estas comunidades, de quienes, a pe-sar de la fragilidad de su modo de vida tribal, te-nemos muchísimo que aprender.

BRIBRIS

COSTA RICA

UENA EL DESPERTADOR. Son las cua-tro de la mañana en Puerto Viejo de Tala-manca, una ciudad costera de la provincia de Limón al sureste de Costa Rica. Aún falta hora y media para que salga el sol,

pero voy a pasar únicamente una noche en el cerro de Na-masol, lugar sagrado por la cultura bribri, en el que aún queda una treintena de fami-lias.Para llegar hasta aquí, sigo las indicaciones dictadas días atrás por Jorge, un odontólo-go de San José que cooperó durante un par de años con esta comunidad.

Me desplazo en coche unos cuarenta kilómetros hacia el interior del país. Concretamente hasta la ciudad de Suretka, bordeada por el río Talire, que cruzo en la primera canoa del día por doscientos colones. Ya en el otro lado, diviso lo que vendría a ser la parada del autobús que conecta, con permiso de los barqueros, Suretka con la aldea de Amubri.

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1 Joven guerrero maasai.

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BRIBRIS

Este tipo de casas de madera son típicas entre los indígenas bribris y cabécares, que viven mayorita-riamente en la Cordillera de Talamanca. También conocidas como «casas elevadas», los indios las construyen sobre pilotes, componiéndolas así en dos secciones: una superior en la que habitan los miembros de una familia y otra inferior para el

refugio de animales domésticos.

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BRIBRIS

El fútbol es el deporte por excelencia en Costa Rica. Es tan popular, que incluso los indígenas practican. En la imagen puede observarse un

grupo de niños jugando a fútbol en un trozo de tierra en Namasol.

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«Cuando llegue a Amubri, diríjase al centro hasta llegar a la sede de la emisora de radio de la región. Allí encontrará a Adrián, el responsable de la mis-ma, con quien ya me comuniqué», dijo Jorge, «él le presentará a Juan, un indio de la zona que le acompañará hasta Namasol». Después de veinte minutos en autobús distingo una antena de radio de dimensiones considerables. Tiene que ser éste el punto de encuentro. Por narices.

Me bajo del autobús y me dirijo hasta la entrada de la emisora. Tras varios intentos consigo encon-trar a un Adrián con aspecto desaliñado, quien, después de presentarnos, me pregunta qué hora es. «Las seis y media», contesto. Me permite el acceso y me invita a que espere hasta que localice a Juan. Unos minutos más tarde me invita a que iniciemos el camino en dirección a mi destino, en el que en-contraremos a Juan.

Salimos de la emisora y giramos a la izquierda. Al poco aparece Juan, sonriente, subido a una bici-cleta. Viste manga corta, bermudas y lleva puesta una gorra.

—Ìs be’ shkẽ̀nã? —‘¿Qué tal?’, pregunta.—Bua’ë, bua’ë. —‘Bien, bien’, contestamos

prácticamente al unísono.Adrián cumple con el protocolo de las presenta-

ciones y se despide, dando media vuelta. Aquí em-piezan los últimos diez quilómetros atravesando a pie parte de la selva de Talamanca por senderos marcados únicamente por el paso de otros habitan-tes. «¿Te importa que nos acompañe mi hermano pequeño?», me pregunta Juan. «Para el camino es mejor que venga otra persona con nosotros», se excusa. Imagino que tienen cosas de las que hablar o incluso pienso que tiene «miedo» de aburrirse, aunque, por mí, como si vienen tres más, no tengo ni el más mínimo problema. En los primeros tres cuartos de hora de camino hacemos tres paradas técnicas: en su casa para dejar la bicicleta y coger una mochila, en una pulpería para comprar bienes y en casa de su hermano para recogerle junto a un par de machetes.

Durante las más de cuatro horas de camino, te-nemos tiempo de sobra para poder hablar entre los tres. Del uno y del otro, de ellos y de mí. Incluso al poco rato empezamos a coger confianza, gastando incluso alguna broma, aunque a medida que pasa el tiempo cada vez tengo menos fuerzas y las pregun-tas terminan por desaparecer.

Juan resulta ser un bribri de treinta y cuatro años casado y con una hija pequeña. Nació en Na-masol y es el segundo por debajo de un total de ocho hermanos. A los dieciséis años, sus padres le envían a Amubri para que consiga dinero trabajan-do, sin haber estudiado nunca ni hablar una sola palabra de español. Católico convertido, hoy tiene un pequeño comercio en la región y para poder dis-tribuir sus productos no tiene más remedio que re-correrse a pie con cierta frecuencia un área de va-rios quilómetros de radio.

Casado y con dos hijos pequeños, su hermano José es profesor de bribri y lleva en paro desde el inicio del presente curso escolar. Tiene veintiocho años y es el menor de los hermanos.

El camino se va estrechando y enfangando a medida que avanzamos, mientras que la humedad y el calor aumentan a un ritmo proporcional al que lo hace el cansancio. Cruzamos cinco riachuelos utilizando rocas como apoyo para los pies y evitar así hundirlos. Las tierras tienen propietarios, que marcan utilizando diferentes métodos, en función de si poseen o no animales domésticos como cer-dos, vacas o gallinas. Para éstas utilizan una espe-cie de alambrado de algo más de un metro de alto, que tenemos que saltar utilizando un tronco verti-cal tallado en forma de escalera. Otras de las tie-rras las marcan alineando unas plantas de color rojo que miden unos dos metros y medio de alto.

A las tres horas de camino, divisamos el río Lari a unos cuarenta metros a nuestra derecha y otros veinte por debajo. «Falta una hora», dice José. Cinco minutos más tarde nos topamos con el río de frente, que tenemos que cruzar metidos en un dis-positivo cuya implementación fue financiada años atrás por el gobierno costarricense. Resulta ser una especie de jaula-puente que funciona con un siste-ma de poleas dispuestas a cada uno de los lados del río. Una vez subido a la jaula, tiras del cabo en la dirección opuesta a la que te diriges y con un po-quito de paciencia te plantas en la ladera opuesta del río.

La recta final resulta ser una distancia de dos quilómetros plasmados en una pendiente con un desnivel del 70%. En esta pendiente paramos hasta cuatro veces para tomar el aliento, cuando no ha-bíamos parado en todo el camino. «Niños de la zo-na suben y bajan por aquí todos los días para ir a la escuela», dicen riéndose los hermanos.

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Pasadas las once de la mañana, conseguimos llegar al poblado. Desde aquí puede observarse cómo los ríos Lari y Cuen bordean la base del ce-rro. Es en esta zona en la que, según la mitología talamanqueña, Sibú, la principal divinidad de los bribris, sembró una semilla de maíz en estiércol de murciélago, del que brotó el primer ser humano.

Nos dirigimos hasta la casa de otro de sus her-manos, en la que nos hospedamos. Subimos a la planta superior, nos descalzamos y descargamos la mochila. Está acunando a la pequeña de sus dos hijas en una de las seis hamacas distribuidas a lo largo de la planta y viste únicamente unas bermu-das. Después de unos años trabajando en la ciudad de Bribri, Pablo, que así se llama, decidió darle la espalda al sistema y volver a Namasol, «lugar en el que nací y al que pertenezco», comenta. Aquí tie-nen largas extensiones de tierra, mucho más barata y fértil que en Amubri. Sin embargo, el complicado acceso hasta el cerro y las tierras en las que culti-van, les impide comercializar sus recursos. Un problema considerable, ya que hace que la única manera que tienen de conseguir dinero sea traba-jando en la ciudad. Aquí no les queda otra que ser autosuficientes, viven única y exclusivamente de lo que cosechan. Esto es lo que les da la felicidad.

MAASAI

KENIA

LEVO UNA SEMANA en Dol Dol y tengo la cara deformada por varios quistes en la frente y los pómulos. Ignoro si son pica-duras de chinches, mosquito o cualquier

otro tipo de insecto habitante de la sabana, o bien se trata de una reacción alérgica de mi organismo a la leche.

Los maasai no beben agua, sino leche de vaca fresca, y si no se toman quince vasos al día no se toman ninguno. Una cantidad nada despreciable y a la que, guste o no, hay que adaptarse, sobre todo para un msungu2 como yo, que no había bebido leche desde la adolescencia. Exceptuando mi paso por aquí, claro.

L

Son las seis y media y me despierto con el canto del gallo de una manyata vecina. Paulo está dur-miendo en la cama contigua. Duermen encima de somieres hechos a base de ramas secas. Tiene vein-tidós años y es el segundo de los diez hijos de Jo-seph y Mary. De vez en cuando baja a Nanyuki para trabajar alguna semana, pero no tiene nada fijo. Lleva bastante tiempo buscando trabajo y, mientras busca, ayuda a su padre en el huerto que están creando. La verdad es que, como la mayoría de los maasai, no tienen mucha idea de agricultura, así que aprenden a base de golpes. Me cambio y voy a la manyata principal, en la que los más pe-queños se calientan junto al fuego de la cocina, una esquina de la cabaña.

—Endasupai. —saludo. —Habari? —‘¿Qué tal?’, pregunto. En realidad voy construyendo fra-ses mezclas entre maasai y suajili.

—Sidai naleng. —‘Bien’, contesta Mary, la ma-dre.

Los más pequeños se acercan inclinando la ca-beza hacia adelante, esperando a que pose la mano en ellas. Es la manera en que saludan a los mayo-res en forma de respeto.

Observo que Joshua no se quita la mano del ojo derecho y le pregunto qué le ocurre. Ha pasado mala noche. Le pido que se quite un segundo la mano y el ojo está inflamadísimo. Mis conoci-mientos médicos son nulos, pero parece una con-juntivitis de caballo. Hoy no irá a la escuela, con la idea de guardar reposo y ver si mejora, aunque con las dos pequeñajas en casa no sé si va a poder re-posar mucho, la verdad.

Mary nos sirve el desayuno, que consiste en un vaso de leche y un par de chapatis para cada uno, y tres huevos revueltos a repartir. Una vez hemos

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2 ‘Hombre blanco’, en suajili.

Las sequías antes ocurrían cada

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terminado nos despedimos para ir a la escuela pri-maria. Mientras cierro con un alambre la entrada que marca el terreno de la familia, le pido a Ma-nuel si, por favor, me puede buscar un cepillo de dientes. Desaparece unos instantes y vuelve con una rama de arbusto de unos siete u ocho centíme-tros de longitud. Le quitas la primera capa de una de las extremidades para mascarla y salivarla unos segundos hasta que adopta una forma triangular que segrega savia a través de esta apertura. La ver-sión maasai del cepillo de dientes: natural, higiéni-co y biodegradable.

Ya en la escuela me dirijo a la sala de los profe-sores para ver las clases programadas para hoy. En total tengo que dar cuatro horas de matemáticas, repartidas en tres clases: dos a los de noveno, una a los de séptimo y otra a los de sexto grado. Aún fal-ta hora y media para que dé comienzo la primera clase de hoy y este rato lo coincido con Mr. Ku-chinja, el tutor principal. Es un meru y lleva siete años dando clase en la escuela primaria de Kuri Kuri. Domina el inglés, que es el idioma que utili-zamos para comunicarnos. Empezamos hablando de ciencias y, al rato, pasamos a la política cuando me pregunta por lo de la crisis. Intento no hacer comparaciones directas. Me acaba hablando de los chavales de la escuela, de lo jodidas que están sus familias. Algunos de los chavales caminan cada día diez quilómetros de ida y diez de vuelta por la sa-bana para poder venir a clase. A otros, los padres no les dejan venir. Algunos de los de noveno grado construyeron una habitación para varios estudian-tes en la que duermen y estudian durante la semana para evitar caminar distancias tan largas, ya que les quita tiempo de estudio. Tienen una placa solar irrisoria conectada a una bombilla, que les da un par de horas de luz por la noche. «En los tiempos que corren, estos chicos tienen que estudiar para encontrar trabajo en la ciudad. Aquí es muy difícil vivir del cultivo», dice Kuchinja.

Nómadas por naturaleza, los maasai se han mo-vido desde tiempos inmemorables por las tierras que hoy ocupan Kenia y Tanzania, trasladando su ganado de una tierra a otra en busca de agua y pas-tos, que llevan siglos compartiendo gracias a un sistema comunal de tenencia de tierras. Para ellos, el ganado es sagrado. No solo es la base de su die-ta, pues durante generaciones se han alimentado únicamente a base de leche, sangre y vaca —¡y no

tienen colesterol!—, sino también sinónimo de ri-queza, ya que lo utilizan como objeto de trueque para obtener otros alimentos u ofrecer dotes para pedir matrimonio.

En los últimos años, sin embargo, se han visto amenazados, junto a otras etnias de la zona como los kikuyu, merus o hadzabe, por un factor de ori-gen físico y otro humano: las sequías y el turismo de caza.

En cuanto a las sequías se refiere, antes ocurrían cada diez años, mientras que en la última década la frecuencia se ha visto reducida a cada dos. Las consecuencias son claramente catastróficas: La de-secación de fuentes de agua impacta en el bajo rendimiento de los cultivos y las pérdidas de gana-do, cuando ya hemos mencionado lo importantísi-mo que es para ellos.

Son varios los casos en que las autoridades han quemado miles de hectáreas de tierras maasai para conceder un mayor acceso a territorios de caza pa-ra diferentes empresas del sector, afectando así a miles de individuos.

Sus comunidades llevan varios años viendo có-mo ha aumentado su vulnerabilidad y se han visto forzados a sedentarizarse, cambiando así sus hábi-tos nómadas por otros radicalmente opuestos. Mientras los más pequeños ayudan a los mayores a cultivar, los jóvenes que han decidido estudiar, sa-crificando el orgullo que significa ser morán, emi-gran a las ciudades en busca de trabajo.

AYMARAS

PERÚ

L PUEBLO AYMARA lleva desde tiempos precolombinos viviendo en la meseta an-dina del Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, situado a 3.612 metros de

altura, en la frontera entre Bolivia y Perú.Nosotros nos situamos del lado peruano. Con-

cretamente en la isla de Amantaní, en medio del lago Titicaca. Situado a unos cuarenta quilómetros al noreste de Punto, cuenta con vestigios arqueoló-gicos de la cultura de Tiahuanaco en la cima de sus montañas: centros ceremoniales al Pacha Tata (Padre Tierra) y a la Pacha Mama (Madre Tierra), los generadores de la vida en la isla, además de un

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diez años; hoy ocurren cada dos.

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MAASAI

La manyata es la casa típica maasai construida a base de una mezcla de tierra con ramas y excremento de

vaca. En la imagen, Paulo (22) y Manuel (10) posando delante de una manyata.

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MAASAI

Mujeres maasai atendiendo en la charla de cierre del final de curso de la escuela primaria Kuri

Kuri de Dol Dol.

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cementerio de momias. Sus habitantes le sacan el máximo rendimiento a lo que les ofrece la isla, ya que viven de la agricultura (cereales y verduras), de la pesca y de la cría de animales (ovejas y alpa-cas), además de la artesanía (tejidos y cerámica). Esta preciosa isla es más tranquila y menos visita-da que sus vecinas Uros o Taquile.

Por otro lado, la isla no dispone de hoteles, por lo que son los propios habitantes quienes ofrecen habitaciones en el que los visitantes pueden alojar-se y comidas con los que alimentarles. Practican esta suerte de ecoturismo desde hace algunos años y la verdad es que el trato es exquisito.

El día empieza en Puno, donde amanecemos antes de dirigimos al puerto de la ciudad. La em-barcación sale desde este punto. Hacemos una pa-rada en la isla de Uros y finalmente llegamos pasa-do el mediodía a la isla de Amantaní, después de unas tres o cuatro horas de viaje navegado. En el muelle nos está esperando Aurora, la mujer que nos hospedará en su modesta vivienda, ataviada con un vestido típico, formado por una faja negra, una camisa blanca bordada con hilos de colores que ella misma tejió y con la cabeza cubierta con un manto negro, también bordado.

Una vez presentados, nos pide que la sigamos hasta la casa, donde llegamos después de caminar un cuarto de hora siguiendo un camino marcado por piedras. Una vez allí dejamos nuestros bártulos en la habitación que tenemos en la planta superior y bajamos al comedor.

Aurora está pegada al fuego, preparando la co-mida, cuando llegan su marido y uno de sus dos hijos. Aprovechamos el rato de espera mientras termina de cocinar para saber algo más de ellos. Carlos, su marido, está convirtiendo el hilo de al-paca en un ovillo. Ya hemos leído acerca de sus habilidades textiles, que quedarán demostradas esa misma noche, cuando nos ofrezcan unos chullos típicos hechos por ellos para protegernos del frío y que terminaremos comprando en modo de agrade-cimiento.

Carlos y Aurora son una pareja joven de algo menos de cuarenta años. Cuentan con otro hijo, que aún está en la escuela. Sin embargo, la secun-daria tienen que estudiarla en la península, donde pasan largas temporadas viviendo en casa de algún familiar o conocido.

La comida ya está lista. Aurora nos sirve una deliciosa sopa de quinua de primero y un segundo plato de ensalada y verdura hervida. Una comida para chuparse los dedos.

Después de un rato de sobremesa salimos para dar una vuelta y subimos hasta la cima de la isla, concretamente hasta los templos dedicados al Pa-dre y a la Madre Tierra y construidos dos mil años atrás. Un lugar precioso desde el que además se pueden observar nítidamente ambos lados de la frontera que marca el lago: el boliviano y el perua-no.

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AYMARAS

Aurora (36) lleva un vestido tradicional de la isla de Amantani, que ha tejido ella misma. Hospeda a gente

en su casa ofreciendoles comida y productos artesanos.

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