jaim etcheverry, guillermo - conferencia "hacia dónde va la educación"

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Página 1 En:”Argentina 2010. Entre la frustración y la esperanza” Natalio Botana, ed. Taurus, Buenos Aires, 2010; pp. 219-248 La educación: deuda pendiente de la Argentina Guillermo Jaim Etcheverry La difusión de la educación en un país y el nivel que alcanza es su sociedad constituyen el inocultable reflejo de la importancia real que ésta le asigna para su progreso y el de cada uno de sus ciudadanos. Un ejemplo demuestra esa preocupación. Hace ya un cuarto de siglo, en 1983, se creó en los Estados Unidos de América una “Comisión Nacional sobre Excelencia en la Educación” que reunió a líderes representativos de las más diversas actividades sociales. En un tramo de sus conclusiones, ese informe dice lo siguiente: “Nuestra nación está en peligro. Nuestra preeminencia en el comercio, la industria, la ciencia y la innovación tecnológica, que en algún momento no reconoció rivales, está pasando a manos de competidores de todo el mundo. Los pilares educativos de nuestra sociedad están siendo erosionados por una marea creciente de mediocridad que amenaza nuestro mismo futuro como nación y como pueblo. Lo que era inimaginable hace una generación ha comenzado a suceder: otros están igualando e, inclusive, sobrepasando nuestros logros educativos. Si una potencia extranjera enemiga hubiera intentado imponer sobre nuestro país la actual mediocridad educativa, lo hubiéramos visto como un acto de guerra. Vivimos en medio de competidores determinados, bien educados y fuertemente motivados. Cada generación de estadounidenses ha sobrepasado a sus padres en educación, en cultura y en logros económicos. Por primera vez en la historia de nuestro país, las habilidades educativas de una generación no superarán, no igualarán, ni siquiera se aproximarán a las de sus padres.”

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Resumen (entregado por el autor) de la Conferencia del Dr. Guillermo Jaim Etcheverry, del 1° de septiembre de 2010, "Hacia donde va la educación". Ver los complementos gráficos en Scribd o en www.PensandoArgentina.org

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Page 1: Jaim Etcheverry, Guillermo - Conferencia "Hacia dónde va la educación"

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En:”Argentina 2010. Entre la frustración y la esperanza” Natalio Botana, ed. Taurus, Buenos Aires, 2010; pp. 219-248

La educación: deuda pendiente de la Argentina

Guillermo Jaim Etcheverry

La difusión de la educación en un país y el nivel que alcanza es su

sociedad constituyen el inocultable reflejo de la importancia real que ésta le

asigna para su progreso y el de cada uno de sus ciudadanos. Un ejemplo

demuestra esa preocupación. Hace ya un cuarto de siglo, en 1983, se creó en

los Estados Unidos de América una “Comisión Nacional sobre Excelencia en la

Educación” que reunió a líderes representativos de las más diversas actividades

sociales. En un tramo de sus conclusiones, ese informe dice lo siguiente:

“Nuestra nación está en peligro. Nuestra preeminencia en el comercio, la

industria, la ciencia y la innovación tecnológica, que en algún momento no

reconoció rivales, está pasando a manos de competidores de todo el mundo.

Los pilares educativos de nuestra sociedad están siendo erosionados por

una marea creciente de mediocridad que amenaza nuestro mismo futuro

como nación y como pueblo. Lo que era inimaginable hace una generación

ha comenzado a suceder: otros están igualando e, inclusive, sobrepasando

nuestros logros educativos.

Si una potencia extranjera enemiga hubiera intentado imponer sobre nuestro

país la actual mediocridad educativa, lo hubiéramos visto como un acto de

guerra. Vivimos en medio de competidores determinados, bien educados y

fuertemente motivados.

Cada generación de estadounidenses ha sobrepasado a sus padres en

educación, en cultura y en logros económicos. Por primera vez en la historia

de nuestro país, las habilidades educativas de una generación no superarán,

no igualarán, ni siquiera se aproximarán a las de sus padres.”

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Ese informe, cuya influencia aún perdura en el debate educativo

estadounidense, se titulaba “Una nación en peligro”1. ¿Habrá muchos entre

nosotros que consideren que la subsistencia de la Argentina como nación está

en peligro debido a la crisis educativa que atraviesa? Es más, de hacerlo,

¿considerarán nuestros líderes que ese riesgo es tan grave como lo aseguran

los estadounidenses? Finalmente, ¿les importará lo suficiente como para

encarar con decisión las acciones que permitan evitar ese peligro que se cierne

sobre nosotros?

Una preocupación histórica

Tal vez lo que cause mayor desánimo sea comprobar que la dirigencia

argentina anticipó en el pasado con lucidez el mismo desafío que tan

descarnadamente describe el párrafo transcripto. Cuando, a fines del siglo XIX,

quienes lideraban nuestra sociedad promovieron, con una obstinación que ha

sido reiteradamente destacada, la educación para todos, lo hicieron concientes

del efecto que esa política tendría para el desarrollo de la Argentina y, sobre

todo, para su conformación como una sociedad integrada. Entre otros argentinos

de la época, Sarmiento señalaba: “Vuestros palacios son demasiado suntuosos,

al lado de barrios demasiado humildes. El abismo que media entre el palacio y el

rancho lo llenan las revoluciones con escombros y con sangre. Pero os indicaré

otro sistema de nivelarlo: la escuela”.2 Es indudable que hemos abandonado

esta concepción y la hemos reemplazado por el individualismo, el utilitarismo

egoísta y el descarnado economicismo que caracteriza a nuestra sociedad

contemporánea. Pero vuelve a advertirnos Sarmiento: “El solo éxito económico

nos transformará en una próspera factoría, pero no en nación. Una nación es

bienestar económico al servicio de la cultura y de la educación”.3

1 A Nation at Risk:.The Imperative for Educational Reform. A Report to the Nation and the Secretary of Education United States Department of Education by The National Commission on Excellence in Education, April 1983 (http://www.ed.gov/pubs/NatAtRisk/index.html) 2 Sarmiento DF. Banquete en Chile, 5 de abril de 1884. En “Obras Completas”, vol. XXII, p.185-188. Universidad Nacional de La Matanza, 2001. 3 Citado por Posse A. La Argentina y la dimensión perdida. La Nación, 24 de abril de 1992.

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Estas ideas fueron ya expresadas claramente por los protagonistas de la

Revolución de Mayo y se reiteraron a lo largo de los primeros años de nuestra

historia independiente. Por citar sólo un ejemplo, Marcos Sastre, al inaugurar el

Salón Literario en 1837, organizado bajo el lema “Desechemos las obras de las

tinieblas, y vistamos las armas de la luz”, en su discurso titulado "Ojeada

filosófica sobre el estado presente y la suerte futura de la Nación Argentina”,

expresó: “Todo demuestra el gran vacío que hay en la instrucción pública de

nuestro país. La imperfección de nuestros métodos de estudios y la necesidad

que tiene la juventud estudiosa de recibir otras ideas, adquirir otros

conocimientos, ocuparse de otras lecturas.”

En 1874, el mismo Marcos Sastre realiza un llamado desesperado a la

dirigencia de su época:

“¡Legisladores del pueblo argentino! ¡Hombres del poder! Escuchad la voz

dolorida de la patria. Hay más de un millón de argentinos que no pueden

participar de los beneficios de la civilización porque no saben leer. Esta cifra

espantosa constatada por el censo aumenta día a día porque el aumento de

la población es mayor que el número de quienes aprenden a leer.

¿Por qué no arrancáis de una vez a esa inmensa mayoría de vuestros

comitentes y sus hijos de la abyecta condición del idiotismo en que se

encuentran?

Enseñad a leer a todo el pueblo, que la imprenta, esa escuela popular de

nuestra época, se encargará de instruirlo, presentándole en las puertas del

hogar los tesoros de la ciencia moderna.

Enseñad a leer al pueblo y el mismo se elevará al nivel del progreso humano;

de su seno saldrán los genios inspirados y los grandes benefactores que le

darán las instituciones que deben completar su educación.

¿Os faltan los maestros? ¿Os faltan los caudales para distribuir el pan de la

enseñanza a tantos desheredados del saber? ¡Pues qué!, ¿no estamos en el

siglo de los portentos en que se abrevia el tiempo, se acortan las distancias,

se multiplican las fuerzas, se populariza la ciencia y por el crédito

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disponemos de las riquezas del porvenir? El capital invertido en la cultura del

pueblo, sería pagado por las generaciones venideras que habrían de

cosechar sus óptimos productos.”4

Y así se podrían evocar centenares de ejemplos que muestran la seria

preocupación que siempre manifestaron nuestros fundadores por la educación.

Pero lo importante es advertir que ésta no quedó en el discurso sino que,

mediante sus acciones, los protagonistas de esa etapa fundamental de nuestra

historia lograron modificar la realidad concreta de la compleja sociedad de

entonces. Es preciso recordar que, a comienzos del siglo XX, el 35% de la

población argentina era analfabeta mientras que en España lo era el 59%, en

Italia el 48% y, en la mayoría de las naciones de América del Sur, entre el 60 y el

80%. Asimismo, en 1935 la Argentina destinaba el 31 % de su presupuesto

nacional a la educación, periodo en el que Canadá invertía el 29%, Alemania, el

27%, Chile, el 17% e Italia, el 9%. En moneda equivalente, la Argentina invertía

en educación 20 pesos por habitante mientras que en Francia se destinaban a

ese objetivo 12,6 pesos por habitante; en Chile, 10,2; en Italia, 5,7; en Gran

Bretaña, 31,2 y en los Estados Unidos, 75,4.5

A poco más de un siglo de distancia, quedan como testimonios mudos de

aquella epopeya educativa, entre otros, los edificios monumentales que alojaron

las escuelas de entonces. Son esos mismos edificios que hoy ni siquiera

estamos en condiciones de mantener o que, más grave aún, ni siquiera nos

preocupamos por conservar. Es más, preferimos convertirlos en paseos de

compras, los modernos “palacios de la cultura”. Precisamente, la magnificencia

de esas escuelas pretendía señalar ante la sociedad de entonces la

trascendencia que para su clase dirigente tenía la educación, grandiosidad que

también contribuía a educar. En 1910, al conmemorarse el Centenario de la

4 Escrito de Marcos Sastre del 18 de febrero de 1874 en San Fernando, en el que hace un llamado a los legisladores y hombres del gobierno para que presten atención a la “Educación del pueblo.” 5 Bunge A. E. Una nueva Argentina. Buenos Aires, Hyspamérica, 1984.

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Revolución de Mayo, el contador de la Municipalidad de Buenos Aires, don

Manuel Chueco, afirmaba a modo de balance:

“Las casas que hemos edificado para nuestras escuelas son, cual

corresponde a nuestras grandezas y a nuestras riquezas, lujosísimos

palacios. Esplendidez que no es ostentosa vanidad, sino provechosa

conveniencia. La casa escuela grande y limpia educa mientras el maestro

enseña. Y cuando es lujosa y magnífica, educa más y mejor.” 6

Precisamente en oportunidad de esa misma celebración, poco después

de dejar de ser Primer Ministro de Francia, nos visitó Georges Clemenceau

quien, al regresar a su país, escribió: “He visto escuelas profesionales y

escuelas primarias que podrían servir de modelo en otros países. Locales

irreprochables y niños de una limpieza absoluta”.7

Al conmemorar el Bicentenario, esta superficial mirada a nuestro pasado,

basta para confirmar la magnitud de la decadencia en lo que respecta a la visión

anticipatoria de nuestra dirigencia acerca de la trascendencia de la educación.

Los llamados de atención que entonces conmovieron tanto a la sociedad como

para impulsar a su liderazgo a actuar y a modificar ese retraso que denunciaban,

siguen resonando aún en nuestra época y constituyen el eco de una concepción

del país que parece haber caído en el olvido.

La curiosa paradoja de la “sociedad del conocimiento”

Enfrentamos hoy una tan extraña como inocultable paradoja. Por un lado,

son unánimes las manifestaciones públicas que emanan de nuestras dirigencias

al afirmar, obligadas a hacerse eco del discurso dominante, que estamos

ingresando a la “sociedad del conocimiento”. Se nos dice que sólo aquellos

países que cuenten con una economía basada en el saber y en la innovación,

6 Chueco M.C. La República Argentina en su primer centenario. Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco.Buenos Aires, 1910. 7 Clemenceau G. La Argentina del Centenario, Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1999.

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que deriva del mismo, tendrán posibilidades de desarrollarse y de subsistir en el

futuro. Pero, por otra parte, a poco que nos detengamos a analizar nuestra

realidad educativa, parecería que pretendemos ingresar a esa “sociedad del

conocimiento” simplemente, sin conocer.

Con esa reiterada referencia a la nueva sociedad se pretende señalar la

importancia que en la economía contemporánea ha adquirido la tecnología,

producto a su vez del explosivo desarrollo de la investigación científica. Lo que

no se advierte con igual frecuencia es que esa “sociedad del conocimiento”

demanda sacrificios por parte de la sociedad – importantes inversiones en

educación y en el desarrollo científico y técnico – así como de cada una de las

personas – el interés y el esfuerzo imprescindibles para lograr una formación de

calidad – que permitan que los rasgos que caracterizan a la “sociedad del

conocimiento” se adviertan en la realidad cotidiana. No siempre se comprenden

estos factores y así se genera la paradoja de querer ingresar a la nueva

sociedad por la puerta de atrás, por el portal de la ignorancia.

Además, como lo expresa con acierto José Luis Pardo, profesor de

filosofía de la Universidad Complutense de Madrid:

“Al introducir en el orden del saber el aparato bancario de medida, como por

arte de magia se tornaron equivalentes dominios que antes no parecían

poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la biología

molecular, pongamos por caso, puesto que tanto la una como la otra se

dejaban traducir a un número de créditos, es decir, de horas contantes y

sonantes y, por tanto, de dinero por unidad de tiempo: había nacido el

“conocimiento en general”, sin distinción de contenidos, y por ello se impuso

– no sólo sin resistencia alguna, sino con manifiesto entusiasmo a izquierda y

derecha – el eslogan de la sociedad del conocimiento, otra idea

completamente revolucionaria que arrasa toda la arquitectura del saber

cualificado y organizado en disciplinas y especialidades, en beneficio de lo

que no sería exagerado llamar “una gelatina de conocimiento humano

indiferenciado”, de tal manera que podría traducirse en estos términos el

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“progreso” alabado por Marx: “La indiferencia respecto del conocimiento

determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos

pueden pasar con facilidad de un conocimiento a otro y en donde el género

determinado del conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es

indiferente”.8

Se trata de una observación aguda porque resulta evidente que, cuando

nos referimos al conocimiento, aparentemente hacemos referencia a algo que

permanece en el nivel de lo abstracto, una suerte de conocimiento esencial que

termina por lograr que seamos indiferentes al saber concreto de algo sobre algo.

Además, esta concepción justifica el hecho de que no encaremos los sacrificios

necesarios para instruir mejor a la mayor cantidad posible de nuestros

ciudadanos. Individualmente los grupos familiares tampoco manifiestan un

marcado interés por el logro académico de niños y jóvenes lo que también

supone, inevitablemente, sacrificios personales. En la sociedad del espectáculo

en la que vivimos desde hace tiempo, la educación está incorporándose

rápidamente al mundo del entretenimiento “light” y toda apelación al esfuerzo es

considerada como una actitud represiva orientada a privar a niños y jóvenes de

ese mundo idílico en el que, aparentemente, tendrían un bien ganado derecho a

vivir.

En el caso de América Latina, los hechos confirman la paradójica

situación descripta. Nuestra región cuenta en la actualidad con más de 30

millones de analfabetos, el 40 % de sus jóvenes y adultos no completó la

educación primaria y casi el 30 % de sus jóvenes no estudia ni trabaja. Existe,

además, una marcada desigualdad social: los alumnos que provienen del 20 %

de las familias de mayores ingresos reciben, en promedio, once años de

educación, mientras que los de aquellos hogares que se encuentran en el 20 %

8 Pardo J.L. El conocimiento líquido: Sobre la reforma de las universidades públicas. Claves de Razón Práctica Nº 188: 4-11, 2008.

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de menores ingresos, sólo logran permanecer, en promedio, tres años en el

sistema educativo.9

Un estudio sobre el tema realizado por el Banco Mundial, señala:

“La persistente desigualdad y la baja calidad caracterizan los sistemas de

educación básica en América Latina. Las desigualdades en educación – en

acceso a la escuela, disposición, asistencia, calidad de la enseñanza y

resultados del aprendizaje – perpetúan las desigualdades en la sociedad y en

los ingresos y contribuyen a hacer de América Latina y el Caribe una de las

regiones del mundo con más elevada desigualdad.”

¿Será posible sostener durante mucho tiempo esta brecha creciente en

nuestras sociedades? ¿Cuáles serán las consecuencias del avance de esta

cruel exclusión educativa?

La decisiva importancia del compromiso social

No es casual que, en los EE.UU., la empresa privada aporte anualmente

miles de millones de dólares al desarrollo de la educación pública. Tal vez no

sea el altruismo lo que motive a la dirigencia de ese país a adoptar esa

conducta. Muy posiblemente ella sea conciente de lo que, en su época, también

nos advertía Sarmiento: “¿No queréis educar a los niños por caridad? ¡Pero

hacedlo por miedo, por precaución, por egoísmo! ¡Movéos, el tiempo urge;

mañana será tarde!”10. Tal vez los líderes empresariales de ese país estén

convencidos de que, en momentos de crisis, resulta decisiva la visión que de un

país tiene su clase dirigente. Lester Thurow, profesor de la Sloan Business

School del Massachusetts Institute of Technology (MIT) en los EE.UU., hace un

lúcido análisis de esta cuestión11. Sostiene que, a menudo, se afirma que Japón

9 OEI. Metas Educativas 2021: La educación que queremos para la generación de los Bicentenarios, Madrid, 2008. 10 Sarmiento DF. Revolución francesa de 1848 (Crónica, 28 de febrero de 1849). En “Obras Completas”,

Vol. IX, p. 28-29. Universidad Nacional de La Matanza, 2001. 11 Thurow L. An establishment or an oligarchy?, National Tax Journal 42: 405-411, 1989.

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tiene un “establishment” (¿sociedad establecida?) y América Latina tiene una

oligarquía. En realidad, se trata del mismo grupo descripto con dos nombres

diferentes. En ambas regiones, ese grupo está integrado por personas ricas,

bien relacionadas, educadas en las mismas buenas escuelas, casadas entre

ellas y que dirigen sus países.

Sin embargo, existe una diferencia esencial. Un “establishment” actúa

demostrando que tiene confianza en el hecho de que, si el sistema funciona y si

su país es exitoso en el largo plazo, a sus integrantes también les irá bien en lo

personal. Al contar con esa certeza, no anteponen sus propios intereses

inmediatos cuando hacen pesar su influencia en la toma de decisiones públicas.

En cambio, una oligarquía está formada por un grupo de individuos inseguros,

que acumulan fortunas en cuentas bancarias secretas. No confían en que, si su

país es exitoso, ellos también lo serán. Por eso, siempre tienen presente su

propio interés, no se preocupan por invertir tiempo y esfuerzo en mejorar las

perspectivas de su país en el largo plazo. Según Thurow, a lo largo de la historia

de los EE.UU., se han alternado en ese país “establishments” y oligarquías.

Esa concepción resulta sugerente para pensar el futuro argentino desde

el presente. Para ayudar a salir de la crisis, nuestra dirigencia debería

comportarse como un “establishment”, es decir, volver a preocuparse por el

porvenir del país concebido como un conjunto de personas con una comunidad

de intereses de cuyo éxito dependerá el de cada uno de sus integrantes y el de

sus hijos. Si, en cambio, elige privilegiar su apetito personal, como las

oligarquías, ni la Argentina ni esa dirigencia tendrán futuro.

La distancia abismal que separa a nuestros dirigentes de sus pares en las

grandes corporaciones de los Estados Unidos queda demostrada por el hecho

de que, cuando, en 1995, se debatía el equilibrio presupuestario, ellos alertaron

públicamente a sus legisladores acerca del serio peligro que para su país

representaría reducir los fondos públicos destinados a la educación superior y a

la ciencia básica. No es habitual observar, entre nuestros pares de aquellos

dirigentes una preocupación similar por esas cuestiones que, sin embargo,

resultan centrales para el futuro del país.

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Una fugaz mirada a la situación educativa argentina: crisis en la cantidad y

la calidad

Es preciso tomar clara conciencia de que la Argentina no escapa a las

groseras distorsiones descriptas para el caso de América Latina. El porcentaje

de la fuerza de trabajo, es decir, las personas de entre 15 y 64 años, que no ha

completado la educación media, hoy considerada como el mínimo requerido

para trabajar, es entre nosotros del 58 %. En Canadá, por ejemplo, el porcentaje

equivalente es del 16 %. Si consideramos, dentro de ese grupo, a los más

jóvenes, quienes tienen entre 25 y 34 años, el porcentaje es algo superior (52 %)

aunque, de todos modos, resulta alarmantemente bajo.

Otro indicador preocupante lo constituye el hecho de que, en el mismo

grupo de edad, sólo contamos con un 14 % de personas que han completado la

educación terciaria frente a un 38 % en Suecia, por ejemplo. Asimismo, entre

nosotros se observan marcadas diferencias en lo que respecta a los grupos

sociales, similar a la ya mencionada para el caso de América Latina. En la

actualidad, alrededor de 900 mil jóvenes argentinos menores de 25 años no

estudian ni trabajan. Estos pocos datos comparativos, extraídos de entre un

universo de cifras de las que se deducen similares conclusiones, resultan

ilustrativos para resumir la enorme deuda social que, en materia educativa,

enfrenta nuestro país.12,13

En la actualidad, sólo el 50 % de los alumnos que ingresan a la educación

media la completan; más de un millón de niños y jóvenes fracasa cada año en

las escuelas primarias y secundarias; en los hogares más pobres repiten casi 5

veces más alumnos que en los más ricos y abandona el polimodal, es decir los

últimos tres años de la educación media, el 39 % de quienes ingresan a ese

nivel. A título de ejemplo, baste señalar que en la enseñanza media, entre 2000

y 2006, en la Provincia de Buenos Aires se duplicó el número de repitentes que

pasó del 4 % al 9 % mientras que aumentó un 130 % la deserción: del 7 % al

16 %, casi 90.000 alumnos. De acuerdo con un reciente estudio de la CEPAL, el

12 OECD. Education at a glance. OECD Indicators 2003. París, OECD, 2003.

13 OECD. Education at a glance. OECD Indicators 2005. París, OECD, 2005.

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18 % de los jóvenes entre 15 y 19 años desertó de la educación al tiempo que

otro 15 % de los integrantes de ese grupo estaba muy retrasado14. En otras

palabras, a pesar del hecho auspicioso de que en las últimas décadas se han

incorporado a las escuelas muchos niños y jóvenes que antes no lo hacían,

deberíamos realizar un esfuerzo sostenido para mantener dentro de ellas a un

mayor número de personas con la finalidad de educarlos y no sólo de que estén

allí como alternativa a vagar por las calles.

Pero esto no nos debe hacer olvidar de que no basta con incorporar

alumnos al sistema educativo. Deberíamos, además, proporcionarles más y

mejores herramientas para desenvolverse en un mundo de una complejidad

creciente, sin descuidar su entrenamiento en el dominio de las capacidades

básicas: comprender lo que se lee, desarrollar cierta capacidad de abstracción,

poder orientarse aunque más no sea rudimentariamente en el tiempo y el

espacio históricos.

Son numerosas las investigaciones acerca de la calidad educativa que

demuestran nuestro alarmante retraso. En este sentido, resultan muy ilustrativos

los resultados del estudio PISA, patrocinado por la OCDE, una comparación

internacional del rendimiento educativo de jóvenes de 15 años realizado en un

gran número de países del mundo en cuyas ediciones de los años 2000 y 2006

participó la Argentina.15 Del último estudio surge que el 58 % de nuestros

jóvenes prácticamente carece de la capacidad de comprender lo que leen. Es

preciso tener presente que se trata de jóvenes que están asistiendo a la escuela

ya que la investigación se realiza dentro de ese ámbito. El porcentaje

equivalente en países como Finlandia o Corea es del 6 %. Otro aspecto

preocupante es la escasa cantidad de jóvenes con elevada capacidad de

comprensión lectora: mientras que entre nosotros es del 0,9 %, en Canadá o

Australia se encuentra entre el 10 % y el 15 %. Es decir que tampoco contamos

con un grupo que demuestre altas capacidades como en otros países, lo que

14 Panorama Social de América Latina 2008. Comisión Económica para América Latina y el Caribe

(CEPAL). Santiago de Chile, 2009. 15 PISA 2006. Science Competencies for Tomorrow's World: Volume 1: Analysis. OECD Publishing, Paris,

2007.

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desvanece el mito de la existencia de pretendidos grupos de excelencia.

Siguiendo con la comprensión lectora, en 2000, ocupamos el puesto 35

de 41 países, con 418 puntos, y en 2006, con 374 puntos, estuvimos en el

puesto 52 entre 57 países, oportunidad en la que los estudiantes de Corea

obtuvieron el máximo puntaje (556). Además, preocupa advertir que entre la

evaluación de 2000 y la de 2006 los jóvenes de Chile mejoraron 33 puntos, los

de Brasil empeoraron 3 puntos y los de Argentina retrocedieron 45 puntos. En el

grupo que integra el 10 % de estudiantes que demostraron peor rendimiento, el

puntaje promedio obtenido en comprensión lectora cayó entre 2000 y 2006 en la

Argentina un 23 % mientras que en Chile aumentó el 6 %. Por otro lado, entre el

10 % de los estudiantes con mejor rendimiento, el puntaje promedio cayó el 5 %

entre los alumnos argentinos y en Chile aumentó el 10 % 16. Es decir, que la

caída en lo que respecta al desempeño educativo afecta a los alumnos

argentinos de ambientes pobres pero no escapan a ella quienes pertenecen a

ambientes social y económicamente más favorecidos.

Similares deficiencias se advierten en lo que respecta a los conocimientos

en ciencia y en matemática, cruciales por otra parte para la real “sociedad del

conocimiento”. Así, por ejemplo, mientras que en Argentina el 56 % de los

jóvenes posee muy escasos conocimientos de ciencia, en Canadá, Corea o

Japón, se encuentra en una situación similar alrededor del 10 % de los jóvenes.

Cuando se comparan los resultados obtenidos en el estudio internacional PISA

por alumnos argentinos de 15 años entre 2000 y 2006, se comprueba que el

puntaje promedio en matemática en el año 2000 fue de 388, lo que nos ubicó en

el puesto 34 de 41 países y en 2006 fue de 381 (52 de 57 países), ocasión en la

que el máximo puntaje (548) fue obtenido por los alumnos de Taiwan.

Los demás países de América Latina comparten esta crisis de la calidad

educativa, con algunas diferencias entre ellos, como lo demuestran tanto el

estudio citado como numerosas otras investigaciones que se han ocupado

exclusivamente de la región. Por ejemplo, el “Segundo Estudio Regional

16 Sólo 1 de cada 3 jóvenes está preparado para el trabajo. IDESA. Informe Nacional Nº 295, Buenos Aires,

26 de julio de 2009

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Comparativo y Explicativo” (SERCE) organizado por la UNESCO en 2006 y

enfocado en la educación primaria, es encabezado por los alumnos de Cuba

quienes muestran el mayor rendimiento (con 627,06 puntos), seguidos, en ese

orden, por los de Costa Rica, Chile. Uruguay, México y la Argentina (508,72

puntos). 17

Los datos consignados bastan para extraer una conclusión esencial: la

Argentina cuenta hoy con relativamente poca gente educada e inclusive aquellos

que han accedido a la educación, exhiben un nivel de conocimientos y

habilidades tan bajo, cuando lo comparamos con los de la mayoría de sus pares

en el mundo desarrollado al que pretendemos ingresar, que debería constituir un

motivo de seria preocupación.

Las tendencias de la sociedad contemporánea y su influencia en la

educación

Educar se ha convertido en la actualidad en una tarea muy compleja

porque, en cierto modo, apunta hacia una dirección contraria a las tendencias

que prevalecen en la sociedad actual (para un análisis más detallado ver 18).

Estamos atravesando un periodo de transición caracterizado por una

manifiesta mutación cultural, tan veloz que se percibe a poco de mirar a nuestro

alrededor. En un párrafo de una conversación entre dos conocidos escritores

italianos, Alessandro Baricco y Claudio Magris a propósito de un libro del

primero, aparecen mencionadas varias claves que resultan útiles para

comprender esa mutación que se está operando. Resumiendo su posición,

Magris sostiene que:

“Los bárbaros (tal el título del libro comentado) lo son respecto a aquello que

se considera la civilización, es decir, respecto a nosotros, que nos

consideramos como tal. Nuestra civilización se siente devastada en sus

valores esenciales: la duración, la autenticidad, la profundidad, la

17 Los aprendizajes de los estudiantes de América Latina y el Caribe, SERCE. Santiago, Chile, Junio 2008.

18 Jaim Etcheverry G. La tragedia educativa. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999.

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continuidad, la búsqueda del sentido de la vida y del arte, la exigencia de

absolutos, la verdad, la gran forma épica, la lógica habitual, toda jerarquía de

importancia entre los fenómenos. Y vemos que, en lugar de esos valores,

triunfan lo superficial, lo efímero, el artificio, la espectacularidad, el éxito

como única medida del valor, el hombre horizontal que busca la experiencia

en una girándula continuamente mutable. Vivir se convierte en un surfing,

una navegación veloz que salta de una cosa a otra como de una tecla a otra

en Internet; la experiencia es una trayectoria de sensaciones en la que la

“pulp fiction” y Disneylandia valen tanto como Moby Dick y no dejan tiempo

para leer Moby Dick.” 19

Este párrafo encierra varias claves que orientan acerca de lo que sucede

en la educación actual porque pone el acento en el ocaso de los valores de la

“civilización”, ligada a la idea de permanencia, de continuidad, de profundidad.

Todos esos valores son los transmitidos mediante la educación, proceso que

Hannah Arendt considera fundamental para introducir a los recién llegados al

mundo, es decir, las nuevas generaciones, a una realidad que estaba antes que

ellas arribaran y que seguirá allí cuando partan.20

El cambio de esos valores, ha arrastrado inevitablemente a la educación

de la que dependía su transmisión y en la que ésta se sustentaba y, por eso,

desorientada, la tarea de educar busca un nuevo sentido. En la realidad

cotidiana actual advertimos los signos que emergen poniendo de manifiesto esa

crisis profunda: violencia en las aulas, enfrentamientos de padres con docentes,

demandas de “democratización” de la vida escolar, reclamos salariales. Todas

esas cuestiones son sólo las consecuencias visibles de un problema más

esencial: la falta de relevancia social de la tarea que llevan a cabo las

instituciones dedicadas a lo que, hasta hace poco, se denominaba la “educación

formal.”

19 Magris C, Baricco A. La civiltà dei barbari. Corriere della Sera, Milano, Ottobre 7, 2008 (Traducido en

adnCultura, La Nación, Buenos Aires, Noviembre 22, 2008). 20 Arendt H. La crisis en la educación, en “Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión

política”. Península, Barcelona, 1996.

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La sociedad actual está convencida de que para educar a un niño o a un

joven basta con exponerlo a la realidad que lo circunda, ya que allí se encuentra

lo valioso. Es más, hasta se llega a proponer que sean los jóvenes los

responsables de educar a los adultos. En otras palabras, la antigua “educación

informal” ha pasado a ocupar el lugar central mientras que la institución escolar,

entendiendo por ella a todos sus niveles, está quedando restringida a certificar la

educación, independientemente de que ésta se haya o no recibido. Una especie

de tediosa burocracia emisora de constancias. El problema se genera cuando

padres y jóvenes advierten que, en un desesperado intento, la escuela sigue

pretendiendo que el alumno aprenda algo a cambio de esa certificación.

La cuestionada utilidad del conocimiento

Como es el caso de todos los fenómenos sociales, son innumerables los

ángulos desde los que se puede acceder al análisis de los múltiples elementos

que caracterizan a la crisis educativa actual. Una cuestión importante es, sin

embargo, la vinculada con la idea que nos hemos ido formando acerca de la

utilidad del saber. Es frecuente escuchar a padres e hijos preguntar para qué

sirve aprender determinado contenido. Este interrogante, en realidad, cuestiona

la utilidad productiva inmediata de lo que se enseña en la escuela, su relevancia

para hacer dinero con rapidez. No se advierte que, en última instancia, la

educación proporciona a cada uno de nosotros el límite de nuestras propias

posibilidades. Mediante la educación tomamos conciencia de aquello que

podemos ser. De allí que la educación esté estrechamente relacionada con la

expansión de la persona, con la construcción del ser humano que, lógicamente,

a través de ese proceso adquiere capacidades no sólo productivas, sino también

reflexivas. La formación de la persona debería ocupar, sin duda, el lugar central.

Esa visión debería ser reconquistada en una sociedad como la actual porque

hoy más que nunca, tenemos la obligación de mostrar a los jóvenes la riqueza

intelectual del mundo, ya que, precisamente, es ese dominio de la diversidad lo

que les ampliará las posibilidades de desarrollo personal en la “sociedad del

conocimiento” a la que decimos querer pertenecer.

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Aunque, lógicamente, deben ser empleables, la formación de las

personas como tales está, sin duda, en primer lugar. Esa visión debe ser

recreada en una sociedad como la actual, en la que el tipo de trabajo que se

termina por realizar muchas veces se aparta claramente de aquello para lo que

la persona se preparó. Como nunca antes, hoy resulta imposible predecir el

desarrollo lineal de una carrera profesional. Por eso, es esencial entrar en

posesión de las herramientas intelectuales que otorguen la flexibilidad necesaria

para cambiar de empleo todas las veces que se plantee esa alternativa. No es

casual que muchas universidades en todo el mundo tiendan a formar personas

con conocimientos en unas pocas disciplinas fundamentales tales como la

historia, la física, la filosofía, la biología. No se pretende que resulten expertas

en ellas, sino que adquieran las herramientas intelectuales propias de esas

disciplinas que son las que les permitirán acceder a la realidad desde ángulos

distintos. Tampoco es casual que muchos gerentes de grandes compañías

internacionales hoy no sean economistas o graduados en administración de

empresas sino, por ejemplo, filósofos o historiadores, porque son éstos quienes

mejor dominan las herramientas intelectuales que permiten comprender la

complejidad de los veloces cambios que experimenta la realidad.

Por eso, los adultos tenemos la obligación de descubrir a los jóvenes la

riqueza intelectual del mundo, ya que, precisamente, es esa la llave que les

proporcionará mayores posibilidades de desarrollo personal. Es éste un debate

trascendente que resulta imprescindible encarar para ubicar en su adecuado

contexto a las propuestas que impulsan una especialización temprana, en

realidad exageradamente precoz, de los contenidos de la enseñanza.

Pero, en el fondo, nos resistimos a esta concepción de la educación como

integradora de la persona. En primer lugar porque se está generalizando la

citada concepción de que lo que se enseña en la escuela “no sirve”. ¿Para qué

“sirve” aprender a manejar con corrección la propia lengua si quienes hablan en

torno a nosotros ya no son capaces de construir frases completas y con sentido?

¿Cuál es la “utilidad” de desarrollar la capacidad de abstracción, favorecida por

el aprendizaje de la matemática, si nos rodea un mundo concreto, casi mágico,

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que se nos aparece como ya dado? No alcanzamos a comprender que esa

realidad ha surgido de la capacidad de reflexión del ser humano que,

precisamente, es la que debería contribuir a desarrollar la escuela. En última

instancia, lo que se pretende es que familia y escuela, amplíen el panorama vital

de una persona porque la educación nos proporciona a cada uno de nosotros la

dimensión, el límite, de nuestras propias posibilidades. Mediante la educación

tomamos conciencia de aquello que podemos ser. Como la definió Hesíodo hace

casi 2.800 años, “La educación ayuda a la persona a aprender a ser lo que es

capaz de ser.”

La atención dispersa: la educación para la ignorancia

Puesto que subyace en la sociedad actual un cierto desprecio por la

actividad intelectual, que reafirma el carácter paradójico de la “sociedad del

conocimiento”, la escuela se va convirtiendo en una suerte de pasatiempo, una

franquicia más del mundo del espectáculo en el que vivimos inmersos. Al estar

debilitándose aceleradamente la capacidad de atención, y por ende de

concentración, del ser humano, es preciso recurrir a cualquier artilugio para

atrapar la mirada de los jóvenes espectadores distraídos. Porque en realidad, el

problema es que nos estamos quedando sin alumnos, sin personas dispuestas a

encarar el esfuerzo que supone aprender, “escuchar” al maestro. El

entretenimiento “light” dirigido al cliente-espectador reemplaza al trabajo

intelectual riguroso y metódico que hasta ahora ha supuesto el aprendizaje del

alumno, interesado por el docente en el saber.

El vacío de conocimientos en el que estamos dejando a nuestros niños y

jóvenes, expresión de ese horror contemporáneo ante el esfuerzo, se justifica

apelando a una idea que también merece ser analizada. Es la que sostiene que,

como el conocimiento cambia tan rápidamente, no es necesario aprender

prácticamente nada pues, una vez concluida la escuela, lo que se aprendió en

ella ya será obsoleto. Una concepción atractiva, de no ser porque, en realidad, el

problema de nuestros niños y de nuestros jóvenes no reside en la vanguardia

del conocimiento. Se trata, más bien, de una crisis de retaguardia: no

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comprenden lo que leen o no pueden realizar simples procedimientos de

abstracción vinculados con la matemática.

El deslumbramiento con la tecnología y el rechazo a la norma

Fascinados como vivimos por el logro técnico, se instala velozmente la

creencia de que la tecnología resolverá los problemas educativos. Es evidente

que el desarrollo de la asombrosa tecnología de la comunicación, requiere que

nuestros jóvenes se familiaricen con ella. Pero para hacerlo y, sobre todo, para

usarla con provecho, es preciso que cuenten con habilidades intelectuales

esenciales. Ese reconocimiento de las capacidades humanas básicas es lo que

nos ayudará a reformular la educación actual. Está bien visto afirmar que es

necesario desarrollar en los niños la habilidad de “aprender a aprender”.

Siempre se enseñó a “aprender a aprender”, la diferencia reside en que antes se

enseñaba a aprender, aprendiendo algo y hoy se pretende enseñar a aprender

en el vacío.

Se está generalizando la concepción de que la facilidad con la que hoy se

obtiene la información, vuelve inútil el hacerlo. Se sostiene que bastará con

acceder a las bases de datos informáticas cuando resulte necesario. Parece

olvidarse que depósitos de datos hubo siempre, antes estaban en los libros, pero

que lo importante es que las personas cuenten con los conocimientos esenciales

que les permitan pensar independientemente, orientarse en la historia,

comprender lo que leen, hacer simples operaciones de abstracción. Quien opera

una computadora no necesariamente es un genio de la informática capaz de

crear la máquina que utiliza, ni siquiera de comprender el principio en el que se

basa su funcionamiento.

Así, subrepticiamente, en silencio, el conocimiento concreto va

abandonando las aulas víctima de un desprestigio relacionado también con otro

fenómeno evidente en la sociedad actual: la resistencia a la norma. En este

sentido, la educación entra en crisis porque, precisamente, está vinculada a la

enseñanza de reglas y normas. La sociedad occidental ha evolucionado hacia

un individualismo que tiene obviamente aspectos muy positivos, pero que

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también posee una faceta negativa, como esta falta de aceptación de la norma,

lo que torna caótica y difícil la vida social. No contamos con un sistema

compartido de reglas y normas, y el hecho de que la educación no haga hincapié

en su existencia, contribuye a la falta de su respeto que se observa en el

escenario social.

Tal vez el eslabón más débil de la educación argentina, la enseñanza

media, se está transformando en años prácticamente perdidos; una suerte de

sala de espera para algo que vendrá: el trabajo o los estudios superiores. Lo

mismo puede llegar a suceder con el nivel universitario, donde se impone la

necesidad de concluir rápidamente los estudios de grado, no importa de qué

manera, porque se está alimentando la económicamente rendidora expectativa

del posgrado. En suma, se vive en un estado de permanente postergación.

Es importante comprender que no es posible hacer perder a nuestra

gente joven un tiempo tan valioso. Es preciso realizar un esfuerzo para

reintroducir en nuestra sociedad la idea de la importancia de la educación

concreta. Es imprescindible formar personas solidarias y creativas, pero éstas

deben poseer también brújulas intelectuales que les permitan orientarse en el

mundo.

Son escasos los esfuerzos que hacemos para mostrar a niños y jóvenes

que existe otra realidad más allá de lo superficial, banal y grosero que les

exhibimos todos los días por los medios de comunicación, constituidos en

protagonistas esenciales de la educación, por no decir casi excluyentes. No

parecemos interesados en hacer ver a nuestros jóvenes que el ser humano es

capaz de otros desarrollos y que ha concretado, a lo largo de la historia,

creaciones importantes en todos los campos. Ellos tienen derecho a acceder a

ese patrimonio por la sola razón de ser humanos, y es nuestra obligación

transmitírselo. Es, pues, esa función de transmisión de la escuela la que está

atravesando una crisis muy profunda la que, como dijimos, explica en gran

medida la situación que estamos viviendo.

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La tiranía de lo joven

Nuestro mundo privilegia lo joven y todos queremos ser jóvenes: padres y

maestros pretendemos ser los amigos de cabellos blancos de nuestros hijos y

alumnos. Tendemos a no diferenciarnos porque la cultura contemporánea es

una cultura de lo joven. La juventud dejó de ser una etapa de la vida a la que se

ingresa y de la que se sale, es decir, transitoria, para pasar a ser un estado en el

que se está instalado.

Sentimos un respeto reverencial por el mundo joven y no percibimos que,

en realidad, éste es un producto de adultos que encuentran en lo joven un vasto

mercado consumidor. Nuestros jóvenes están siendo manipulados por adultos

que hemos logrado convencerlos de que la suya es una cultura propia. Y como

esta operación se produce a escala planetaria, necesariamente el nivel del

producto cultural es bajo porque la rentabilidad exige alcanzar a la mayor

cantidad de gente posible. Esa es la razón por la cual muchas de las

manifestaciones que estamos observando entre los jóvenes, como el actual

regreso a la cultura carcelaria, reflejan lo más primitivo, la peor producción del

ser humano. Y hablamos de “la peor producción” porque es preciso, además,

admitir que hay diferencias entre los productos culturales y que es preciso hacer

un esfuerzo para mostrarlas, de modo que los jóvenes cuenten, al menos, con la

opción de elegir.

Este endiosamiento de lo joven resulta crucial para comprender la crisis

educativa. Si lo joven es lo importante y los adultos no tenemos nada que decir,

la escuela carece de sentido. Si los jóvenes ya lo saben todo, ¿para qué,

entonces, educarlos? En ese esquema la función de la escuela parecería ser la

hoy tan popular de contención, cuando, en realidad, debería privilegiar la

expansión de la persona. Deberíamos volver a esta dimensión de ampliación de

las expectativas vitales que caracteriza a la escuela y no limitarla a una

estrategia destinada a reducirlas.

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El lazo intergeneracional

Nuestro tiempo se caracteriza por la brusca ruptura de los vínculos entre

las generaciones. Como en nuestras sociedades se afianza la preeminencia del

individualismo, la competencia y el rendimiento económico, los seres humanos

nos hemos convertidos en un “capital”, valorado en un pie de igualdad con las

máquinas. Mezquino portador de ese bien personal, empresario de sí mismo,

cada uno vive para sí, cree ser su propia obra. Sobre todo, tendemos a concebir

nuestras vidas como independientes de las demás generaciones. Parecería que

ya no debemos nada a quienes nos han precedido y que nada nos obliga con

quienes nos seguirán. Este ocaso de las solidaridades concretas entre los

grupos de diferente edad se manifiesta en el desprestigio de los símbolos del

intercambio entre generaciones, lo que, a semejanza del “desastre ecológico”,

que el sociólogo francés Christian Laval ha definido como el “desastre

genealógico”. Como la educación constituye el paradigma de esos símbolos, la

causa de su crisis debe buscarse en ese desastre.

Cuando, como ahora, la mercantilización generalizada intenta dejar a los

jóvenes a merced del comercio y la publicidad, la difusión de los saberes, que

dependía de los lazos entre edades, adquiere un valor simbólico y político

subalterno. La escuela se ha construido sobre la solidaridad entre las

generaciones, materializada en la transmisión de saberes y valores. Al devaluar

ese proceso, la sociedad actual demuestra que solo quiere a sus maestros y a

sus sabios para pretender justificar la producción del “capital humano”, destinado

a rendir en el mercado de trabajo. Además, la educación pública, paradigma de

un proyecto común y democratizador, en lugar de ser valorada es empujada

hacia el país de abajo, donde se acumula lo que se considera un lastre, un freno

al avance del nuevo dios de la competitividad.

También el desprestigio de quienes enseñan se debe a la corrosión de

ese lazo entre las generaciones. La importancia singular de la tarea que realizan

surge de su ubicación en el sitio mismo donde se entrelazan los problemas

sociales con la cuestión genealógica de la transmisión de un patrimonio común.

La sociedad occidental, capaz de producir bienes como ninguna otra, parece

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cada vez más imposibilitada de hacer lo que antes hacía, y algunas sociedades

todavía intentan hacer, perpetuarse en el tiempo, tejiendo ese lazo entre viejos

y jóvenes. Pero, como se ha dicho, parecería no haber ya viejos y jóvenes.

Vivimos en el mundo de la eterna juventud en el que se está borrando la

distinción entre generaciones. Resulta lógico, pues, que la educación haya

entrado en crisis ya que está basada en esa diferencia.

Es esencial advertir el “desastre genealógico” que enfrentamos y

resistirse a su avance, porque la supervivencia del conjunto social se edifica

mediante la solidaridad generaciones. Hoy, más que nunca, es preciso insistir en

la importancia de que padres y maestros vuelvan a enseñar, que se conciban

como diferentes de los jóvenes. Anudar con ellos ese hilo invisible que permite

tejer la trama de significados mediante los que se estructura una comunidad,

constituye una exigencia de civilización, más bien, de recivilización social.

La preeminencia de la igualdad

Una cuestión importante a mencionar es la relacionada con la igualdad.

En una sociedad que la privilegia como uno de sus valores fundamentales, no

resulta sencillo comprender que las relaciones dentro de la escuela no son

simétricas. No son lo mismo el maestro y el alumno, ya que si lo fueran no

tendría sentido organizar escuelas. No son éstas instituciones democráticas en

el sentido de que en ellas los roles no son intercambiables: la tarea del profesor

es diferente a la del alumno.

Esta concepción igualitaria genera la idea, tan popular hoy, que sostiene

que la enseñanza supone una imposición sobre la libertad de quien aprende.

Cuando el maestro requiere silencio por parte de sus alumnos, algo ya casi

prohibido en nuestras aulas, comienza por hacer silencio él mismo. Habla, pero

no sobre él o ella, sino sobre el conocimiento del que es vehículo. Están todos

en silencio, el alumno y el maestro, aunque éste hable, porque es el

conocimiento el que ocupa el lugar central en la relación pedagógica.

Algunos estudiosos de este tema afirman que la crisis actual no es

propiamente una crisis de la educación, porque ésta no existe sin alumnos y

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éstos son los que grandes ausentes de la escuela. En efecto, hoy no llegan a

ella alumnos, es decir, personas en actitud de aprender. Asisten sí, niños y

jóvenes, muchas veces como una obligación o para tratar de pasar un tiempo

amable, pero no con la disposición de realizar el esfuerzo, de escuchar y de

desarrollar junto con el maestro y sus compañeros las capacidades intelectuales

que nos son comunes. La recreación del alumno es crucial y en ella desempeña

un papel fundamental la familia.

Antes nadie dudaba de que los padres y los maestros tenían el deber de

transmitir a los jóvenes un cuerpo de conocimientos y de valores, de

introducirlos en la cultura y de desarrollar en ellos el respeto por la condición

humana. Estos objetivos se cumplen cada vez menos porque se ha erosionado

la jerarquía moral imprescindible para que los adultos puedan ejercer autoridad

sobre los niños. Además, hoy ya no se piensa que exista una sabiduría superior

que deba ser transmitida. Nada es superior, todo es igual. Este relativismo moral

y cultural hiere de muerte la autoridad de la familia y la escuela, representadas

por los padres y los maestros. Esa autoridad se ha transferido a los individuos.

Todos, incluso los niños, nos sentimos autorizados a ser nuestro propio juez

moral. Todos nos consideramos con derecho a expresarnos aunque no sepamos

hablar. En realidad, no pocas veces se aprende a hablar callando, escuchando,

leyendo. El efecto de esta tendencia en las aulas y en los hogares ha sido

devastador.

En el terreno de la pedagogía, esta “libertad” para todos se ha traducido

en el repliegue de la enseñanza, el desprestigio del conocimiento y la falta de

respeto por el intelecto. Al mismo tiempo que la creatividad se convierte en el

bien superior, las reglas y los hechos son falsamente presentados como sus

enemigos.

La ideología subyacente es la de transferir el “poder” de los maestros a

los alumnos. Este pedagogismo igualitario es, además, compasivo: propone que

los errores no se corrijan, se privilegie un vago conocimiento “conceptual” y se

evite enseñar lo que tiene apariencia de “regla” o “ley”. Se devalúa el esfuerzo y

la seriedad. Se desprecia lo exacto y lo correcto, que no sólo es fundamental

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para el aprendizaje, sino, también, para el desarrollo de la moralidad. Este

laissez faire resulta disparatado en la educación, una actividad que, en esencia,

consiste en dar ejemplo, en ejercer influencia, en despertar admiración.

Por eso, el culto al individualismo que caracteriza a la sociedad actual

hace que cualquier intento de enseñar algo a alguien sea visto como una

intromisión en la libertad del otro a quien hay que dejar así, como ya es. Salvaje,

sin cultivar, es decir, inculto. El problema es que, en lugar de que lo hagan la

familia y la escuela, ese ser es construido por alguien invisible: un aparato

mediático que lo concibe como un sujeto consumidor al que debe

impermeabilizar a toda influencia que no sea la que promueve ese consumo. El

objetivo: ignorantes resistentes a toda influencia que difiera del mensaje

predominante.

La actual concepción de la igualdad, el privilegio absoluto de lo joven, la

adoración de lo actual y lo moderno, la velocidad en la que vivimos, el

deslumbramiento tecnológico, constituyen algunas pocas claves para explicar la

crisis educativa. De allí que debamos volver la mirada hacia algunos de esos

aspectos básicos, esenciales. Entre ellos se destaca el papel del docente.

Padres y docentes: esencia de la educación

Lógicamente sigue siendo necesario que los padres y, sobre todo, los

docentes sean capaces de entusiasmar al alumno con el conocimiento, de

interesarlo en él y de guiarlo en su tarea de aprender. Pero para despertar ese

entusiasmo es preciso que quien enseña sepa y sienta pasión por eso que sabe.

Cuando enseñar se convierte en una tarea rutinaria o se centra exclusivamente

en la metodología docente, se pierde la oportunidad de enseñar algo.

Es evidente, pues, que los conflictos que se advierten en la escuela

derivan del descrédito social de la institución. La alarmante pérdida de autoridad

del docente encuentra su razón de ser en el desinterés por su labor, fuente de

esa autoridad, problema que ha adquirido carácter casi universal.

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Allí reside otra cuestión esencial: la imprescindible reinstalación en la

escuela de la centralidad de la figura del docente. Es posible que haya muchos

docentes escasamente preparados, pero eso es un síntoma de que no interesa

lo que hacen, de que su tarea no es reconocida. Si no logramos recrear el

respeto al docente, este problema no se encaminará hacia su solución. Es

preciso reinstalar la autoridad del docente que surge de la responsabilidad que

éste asume cuando se hace cargo del conocimiento a ser transmitido. En una

etapa como la actual, en la que el valor del conocimiento, paradójicamente,

disminuye, la autoridad del docente también lo hace. En última instancia, la

autoridad del maestro surge en el preciso momento en el que se propone

hacerse cargo del conocimiento con el que se dispone a entusiasmar al alumno,

a despertar su curiosidad, a transmitirle elementos que le ayuden a comprender.

Al desaparecer esa actitud, la autoridad del maestro queda erosionada a lo que

también contribuye la pobreza del capital cultural que en la actualidad muchas

veces el docente aporta al aula.

Asimismo, es preciso reconocer que, como reacción a ese desprestigio

que sufren, los docentes han asumido muchas veces una postura contestataria

que, ubicándolos a la defensiva, ha erosionado aún más su relación con los

padres y con el conjunto de la sociedad. Tanto es así que hoy hasta avergüenza

ser llamado maestro y se prefiere ser considerado animador de grupos,

trabajadores de la educación. La revalorización del docente sólo surgirá si la

sociedad vuelve a apreciar lo que hace, a compartir su misión y a acompañarlo

en ella.

Por eso, la posibilidad de reconstruir la escuela vuelve a pasar por la

importancia del conocimiento. Este es un valor en sí mismo, porque a pesar de

que traten de convencernos de que es fugaz y relativo, lo que cada uno sabe

sigue siendo importante, y se pone en juego cada vez que toma una decisión,

cada vez que emite un juicio. Es ese saber el que construye la visión que una

persona posee del mundo y de sí misma, mediante el que se concreta el aporte

que hace la cultura a la educación. Esta, a su vez, debería ser pensada no sólo

desde el punto de vista técnico-pedagógico, sino también desde la cultura

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porque, en última instancia, la educación es la herramienta imprescindible para

mantenerla viva y para poder recrearla en cada generación.

La formación de los docentes atraviesa una crisis profunda. Tal vez el

elemento distintivo lo constituya el hecho de que se le otorga un gran énfasis a

la tecnología de la enseñanza y se descuida el conocimiento. Solo cuando el

docente llega a dominar muy bien lo que enseña, logra contagiar a sus alumnos

su entusiasmo por lo que lo apasiona. Es esa actitud de ejemplo la que en

verdad “enseña”.

¿Qué hacer hacia adelante?

Del fragmentario análisis expuesto, surge con claridad que una

modificación en la situación descripta no depende exclusivamente de cambios

en la estructura legal u organizativa de la enseñanza ni de la actualización de

sus contenidos o de los procedimientos relacionados con la manera de enseñar.

Si bien todos esos aspectos deben ser considerados y debatidos, el desafío

esencial es lograr que la sociedad vuelva a mirar con interés a la educación y a

involucrarse en ella. Los padres deberían comprender su importancia decisiva

para la formación de sus hijos como personas y no sólo como proveedora de

competencias de trabajo. Estas siguen siendo las mismas de siempre:

comprender lo que se lee, poder expresarse, contar con capacidad de

abstracción. La sociedad, a su vez, debería invertir los recursos necesarios para

promover una educación extendida y de calidad ya que ésta, junto con la salud,

constituye el factor esencial para garantizar la igualdad de oportunidades y el

progreso social.

Consideremos en primer lugar el aspecto social. Es en los presupuestos

del estado donde se percibe con claridad la verdadera importancia que una

sociedad otorga a un problema, y la educación no aparece como prioritaria en

las inversiones que realizan ni el estado ni el sector privado. Como

demostración, basten algunas cifras relacionadas con el presupuesto de

nuestras universidades nacionales. En el ejercicio 2009 (y a valores de julio de

ese año), la contribución estatal a las 41 universidades nacionales argentinas

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está estimada en 2.097 millones de dólares, correspondiendo 405 millones a la

Universidad de Buenos Aires, la mayor del sistema. En ese periodo, una sola

universidad mexicana, la Universidad Nacional Autónoma de México, recibirá

1.851 millones de dólares y una del Brasil, la Universidad de San Pablo, 1.446

millones. En otras palabras: una sola universidad de Brasil, más pequeña que la

de Buenos Aires, cuenta con un presupuesto que equivale a más de la mitad del

destinado a las 41 universidades nacionales argentinas. Y así podríamos

multiplicar los ejemplos en todos los niveles del sector educativo, los que

traducen la importancia real que otorga la sociedad argentina a la educación.

Junto con esa tan escasa valoración social, se debe destacar la falta de

convicción en el sacrificio personal necesario para educarse, para aprender.

Quien ha aprendido algo sabe que le ha demandado un esfuerzo personal.

Interesado por los profesores, guiado, ayudado por los maestros, quien aprende

realiza un esfuerzo que involucra a toda su persona. Esta concepción está

ingresando en un peligroso ocaso cuyas consecuencias son fácilmente

observables en la escena cotidiana.

Es imperioso replantear el contrato de la educación. ¿Con qué objetivo

los padres envían a sus hijos a las escuelas? Hay que definir si éste es que

hagan deportes, se diviertan, la pasen bien o si, en cambio, están interesados en

que desarrollen sus capacidades intelectuales. Los padres tienen que decidir si

pretenden que sus hijos aprendan algo concreto como medio para desplegar sus

competencias intelectuales. De ser así, deberán encaminarlos hacia las aulas en

actitud de alumnos, dispuestos a respetar ciertas reglas. Lo que sucede, en

realidad, es que en la actualidad se ha quebrado el pacto fundacional de la

educación: los padres asociados a los maestros para educar a los niños. Hoy los

padres están asociados con sus hijos en contra de la escuela, que es percibida

como una institución que intenta imponerse sobre el niño, que distribuye un bien

percibido como deseable, el título, pero que impone demasiadas condiciones

para concederlo. En la reconstrucción de ese pacto no se debe olvidar la

importancia que adquiere un sindicalismo docente comprensivo y orgulloso de la

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naturaleza humanística de su misión – nada menos que construir lo humano – y

que colabore a que ésta sea revalorizada por padres y alumnos.

En este sentido a las familias les cabe una gran responsabilidad. Si no

saben con claridad qué pretenden de la educación, será muy difícil lograr

cambios. Si conciben a la escuela como una especie de club, una “guardería

ilustrada”, un sitio de contención de los jóvenes, es decir, si buscan que la

escuela los entretenga, bastará con seguir considerando a sus hijos como sus

víctimas, indefensas criaturas ya terminadas para quienes la escuela representa

una intolerable experiencia de injustificada opresión a ser superada cuanto

antes.

Resulta muy ilustrativo el hecho, reiteradamente comprobado y

recientemente confirmado por el estudio del “Observatorio de la Deuda Social

Argentina”, de que alrededor del 60 % de los padres califica como buena o muy

buena la enseñanza que reciben sus hijos en todos los niveles de la educación

(inicial, primaria y media) y no la cambiarían por ningún motivo.21 Se trata de esa

misma enseñanza, cuyos tan desalentadores resultados hemos comentado más

arriba. Esto pone en evidencia la desigualdad de fines de las familias y de las

instituciones educativas. Son pocos quienes admiten haber sido alcanzados por

la crisis que denuncian en su entorno en el que dos de cada tres jóvenes de

entre 15 y 19 años carecen de los conocimientos mínimos que les permitan

incorporarse al mercado laboral: no completaron la educación media o carecen

de capacidades básicas de lectura (ver nota 16).

En la medida en que los padres y el conjunto de la sociedad carezcan de

la real percepción de esta crisis que atravesamos y de la necesidad de esfuerzo

que representa el desafío de ayudar a construir a una persona, el problema no

se resolverá. Es preciso orientar la demanda de las familias, volver a reflexionar

y a hablar sobre estos temas. Si los padres exigieran otras cosas de la escuela,

al menos quienes están en condiciones socioculturales de hacerlo, la

experiencia escolar de quienes no tienen esa fortuna sería muy diferente.

21 Argentina 2004-2008: Condiciones de vida de la niñez y adolescencia. Barómetro de la Deuda Social de

la Infancia. Observatorio de la Deuda Social Argentina. Pontificia Universidad Católica Argentina. Buenos Aires, 2009.

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Es imperioso volver a pensar que la escuela está íntimamente ligada al

logro académico, idea que ha desaparecido porque la institución se está

vaciando de sustancia. Es la obligación de cada uno formarse como persona y

es responsabilidad de los padres ayudar a que sus hijos cumplan con ese

imperativo humano. Entre los deberes que crea el hecho de vivir, está el de

educarse para intentar ser una persona más completa y, de ser posible, mejor.

Lo que resulta claro es que a la pregonada “sociedad del conocimiento”

se ingresa por la esforzada puerta del conocimiento real, concreto y por eso, de

la actitud que asumamos en relación con el objetivo de la educación, dependerá

el destino de cada una de las personas y de nuestra sociedad.

Del deshilvanado análisis que antecede surgen claras señales que

indican que el contexto en el que se desarrolla hoy la educación es muy

complejo. La historia demuestra, sin embargo, que el ser humano cuenta con

posibilidades enormes de regeneración. Hay signos de que los jóvenes

comienzan a comprender lo que sucede y que nos reclaman esa herencia que

no les transmitimos. También advierten la carencia de los claros ejemplos de

conducta que deberíamos brindarles los adultos, el elemento esencial, sino el

único, de la educación.

Concientes de que se tarda más del doble de tiempo en reconstruir

cualquier institución que el que se empleó en construirla, a lo que no escapa la

escuela, debemos volver a hacer el esfuerzo de que la sociedad argentina se

integre a través de la educación como lo intentó hacer con éxito en el pasado

cuando la educación pública cobijaba a todos por igual en un alarde de práctica

de la democracia, sin preguntar de dónde provenían, antes de que las escuelas

se convirtieran en agrupaciones de semejantes que miran con recelo a los

diferentes. Debemos lograr que los niños manejen la lengua y adquieran un

código de comunicación común que les permita expresar lo que piensan en lugar

de recurrir a la violencia. De no hacerlo, enfrentaremos un grave problema

social. Debemos comprender que no hay salvación individual, ya que la calidad

de la vida de cada uno depende de la calidad de quien se tiene enfrente. Por eso

debemos hacer un esfuerzo para educar mejor a la mayor cantidad de gente

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posible. Como no vivimos aislados sino junto con los otros, la calidad de esos

otros es nuestra propia responsabilidad ya que, como se ha dicho, la calidad de

nuestra vida depende de la de los demás. Si no aceptamos ese compromiso, el

mismo que la Argentina asumió a fines del siglo XIX, nuestro futuro está

seriamente amenazado.

Vivir en democracia requiere, pues, imprescindiblemente ocuparnos con

seriedad de la educación de todos pues nuestra suerte está ligada al grado de

comprensión general de los problemas que todos tengan de los problemas que

plantea un mundo cada día más complejo. No hay posibilidad alguna de

construir una democracia seria, justa, solidaria y equitativa en una sociedad que

no está educada.

El poeta y periodista español Javier Orrico, profesor de lengua y literatura

en la enseñanza media, resume muy bien la trascendencia de la encrucijada

que enfrentamos:

“Ser joven es tenerlo todo por construir, estar expuesto a todos los peligros

que los adultos hemos ido incorporando a nuestro repertorio de heridas,

experiencias, logros y frustraciones. La inconciencia, la precipitación, el

riesgo son condiciones inherentes a la juventud; por eso hay que entrenarla

para hacerle frente y esos deberían ser los fines de la educación, imbuir en

ellos el amor propio junto a la superación, la racionalidad y el sentido de la

medida, el valor del esfuerzo, de la voluntad, de la memoria, del amor a lo

bien hecho, del análisis lógico, la generosidad y el gozo del saber.

Enseñarles a enfrentarse a sí mismos, a buscarse en las pruebas, a exigirse,

a conocerse, a encontrar en el arte, en las ciencias, en la literatura, en la

música las emociones más verdaderas y profundas, las preguntas, las

razones para vivir e, inclusive, para morir. Mostrarles en fin cómo seguir

siendo griegos, cómo concebir la vida como una aventura cuyo sentido o

estupidez depende exclusivamente de cada uno. Que es eso lo que ha hecho

grande a nuestra civilización y libres a quienes la hemos heredado. Frente a

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quienes concibieron siempre la vida desde el paternalismo, el colectivismo, el

totalitarismo, la teocracia, el miedo y la desconfianza en el hombre. Hemos

enviado a nuestros jóvenes a enfrentarse a la existencia sin un solo recurso

personal, son profundamente dependientes y débiles cuando a más cosas

tienen acceso, cuando más fuertes y conocedores de sus posibilidades

deberían ser. Cuando más reciamente los tendríamos que haber construido

desde esa aspiración del hombre total que fue el humanismo, cuando ante la

atomización de las informaciones que reciben a través de los medios de

masa más anclados deberían encontrase en una tradición que les sirviera de

referencia y de sentido.” 22

En última instancia, deberíamos comprender que la educación consiste

precisamente en eso: en proporcionar anclas, en dar posibilidades de referencia,

en alertar acerca de los sentidos. La Argentina tuvo la fortuna de que lo

advirtieran quienes contribuyeron a su conformación como país. Es nuestra

obligación volver a proporcionar a las nuevas generaciones esas anclas,

acercarlas a esas referencias, sugerirles la importancia de descubrir esos

sentidos. Son obligaciones indelegables que, una vez más, deberíamos asumir

con responsabilidad humana y ciudadana.

22 Orrrico J. La enseñanza destruida. Huerga y Fierro, Madrid, 2005.