el cadáver se hallaba tendido sobre la fragi- lidad de unas parihuelas de abedul… · 2008. 5....

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I * El cadáver se hallaba tendido sobre la fragi- lidad de unas parihuelas de abedul. El torso y el vientre eran un amasijo de reventones y desgarros florecidos de sangre cuajada y tierra reseca, aunq u e la cabeza y los brazos presentaban mejor aspecto. Un soldado había apartado los mantos que lo cu- brían para que Asquilo pudiera examinarlo, y los curiosos se habían acercado, al principio con t i m i- dez, después en gran número, formando un círcu- lo alrededor del macabro despojo. El frío erizaba la piel azul de la Noche, y el Bóreas hacía ondular la ca- bellera dorada de las antorchas, los oscuros bordes de las clámides y la espesa crin del casco de los sold a- dos. El Silencio tenía los ojos abiertos: las miradas estaban pendientes de la terrible exploración de A s- quilo, que, con gestos de comadrona, separaba los labios de las heridas o hundía los dedos en las es- * Faltan las cinco primeras líneas. Montalo, en su edición del texto original, afirma que el papiro había sido desgarrado en este punto. Comienzo mi traduc- ción de La caverna de las ideas en la primera frase del texto de Montalo, que es el único del que disponemos. (N. del T.) www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... La caverna de las ideas

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  • I*

    El cadáver se hallaba tendido sobre la fragi-lidad de unas parihuelas de abedul. El torso y elvientre eran un amasijo de reventones y desgarrosflorecidos de sangre cuajada y tierra reseca, aunq u ela cabeza y los brazos presentaban mejor aspecto.Un soldado había apartado los mantos que lo cu-brían para que Asquilo pudiera examinarlo, y loscuriosos se habían acercado, al principio con t i m i-dez, después en gran número, formando un círcu-lo alrededor del macabro despojo. El frío erizaba l apiel azul de la Noche, y el Bóreas hacía ondular la c a-bellera dorada de las antorchas, los oscuros bordesde las clámides y la espesa crin del casco de los sold a-dos. El Silencio tenía los ojos abiertos: las miradasestaban pendientes de la terrible exploración de A s-quilo, que, con gestos de comadrona, separaba loslabios de las heridas o hundía los dedos en las es-

    * Faltan las cinco primeras líneas. Montalo, en suedición del texto original, afirma que el papiro habíasido desgarrado en este punto. Comienzo mi traduc-ción de La caverna de las ideas en la primera frase deltexto de Montalo, que es el único del que disponemos.(N. del T.)

    www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... La caverna de las ideas

  • pantosas cavidades con la pulcra atención con queun lector desliza su índice por los grafitos de un pa-piro, todo bajo la luz de una lámpara que su esclavole acercaba protegiéndola con la mano de los zar-pazos del viento. Cándalo el Viejo era el único quehablaba: había gritado en medio de las calles, c u a n-do los soldados aparecieron con el cadáver, des-p e rtando a todos los vecinos, y aún quedaba enél como un eco de su algarabía; el frío no parecíaafectarlo, pese a que estaba casi desnudo; cojea b aalrededor del círculo de hombres arrastrando el m a r-chito pie izquierdo, formado por una sola y rene-grida uña de sátiro y tendía los juncos de sus brazosdelgadísimos para apoyarse en los demás mientrasexclamaba:

    —Es un dios... ¡Miradlo!... Los dioses ba-jan así del Olimpo... ¡No lo toquéis!... ¿No os lodije?... Es un dios... ¡Júralo, Calímaco!... ¡Júralo,Euforbo!...

    Su gran cabellera blanca, que emergía de-sordenada de la angulosa cabeza como una pro-longación de su locura, se agitaba con el vientocubriéndole a medias el rostro. Pero nadie le pres-taba mucha atención: la gente prefería observar almuerto antes que al loco.

    El capitán de la guardia fronteriza había sa-lido de la casa más próxima acompañado de dossoldados, y ahora se ajustaba de nuevo el casco delarga melena: le parecía correcto mostrar sus signosmilitares frente al público. A través de la oscura vi-sera contempló a todos los presentes, y, reparan-do en Cándalo, lo señaló con la misma indiferen-

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  • cia con que hubiera podido espantar la molestia deuna mosca.

    —Hacedle callar, por Zeus —dijo, sin di-rigirse a ninguno de los soldados en especial.

    Uno de ellos se acercó al viejo, levantó lalanza por su base y golpeó con un solo movimien-to horizontal el arrugado papiro de su vientre in-ferior. Cándalo tomó aire en medio de una pala-bra y se dobló sobre sí mismo sin ruido, como elcabello cuando el viento lo inclina. Quedó retor-ciéndose y gimiendo en el suelo. La gente agrade-ció el repentino silencio.

    —¿Tu dictamen, físico?Asquilo el médico no se apresuró a res-

    p o nder; ni siquiera alzó la mirada hacia el capitán.No le gustaba que lo llamaran así, «físico», y me-nos en aquel tono que parecía proclamar a todoslos individuos despreciables salvo a su poseedor.Asquilo no era militar, pero procedía de un anti-guo linaje de aristócratas y su educación había sidoexquisita: conocía bien los Aforismos, practicaba entodos sus puntos el Juramento y había dedicado lar-gas temporadas de estudio en la isla de Cos, apren-diendo el sagrado arte de los Asclepíadas, discípulosy herederos de Hipócrates. No era, pues, alguiena quien un capitán de la guardia fronteriza podíahumillar fácilmente. Además, se sentía ultrajado:los soldados lo habían despertado a una hora in-cierta de la tenebrosa madrugada para que exami-nara en plena calle el cadáver de aquel joven quehabían traído en parihuelas desde el monte Lica-beto, con el fin, sin duda, de elaborar alguna clase

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  • de informe; pero él, Asquilo, bien lo sabían todos,no era médico de muertos sino de vivos, y con-sideraba que aquella tarea indigna desacreditabasu oficio. Alzó las manos del cuerpo destrozadoarrastrando consigo una cabellera de humores san-guinolentos; su esclavo se apresuró a purgarlas conun paño humedecido en agua lustral. Se aclaró dosveces la garganta antes de hablar. Dijo:

    —Los lobos. Probablemente fue atacadopor una manada hambrienta. Mordiscos, zarpazos...No tiene corazón. Se lo arrancaron. La cavidad delos fluidos cálidos está vacía parcialmente...

    El Rumor, de luengos cabellos, recorrió loslabios del público.

    —Ya lo has oído, Hemodoro —susurró unhombre a otro—. Los lobos.

    —Se debería hacer algo al respecto —re-puso su interlocutor—. Hablaremos del asunto enla Asamblea...

    —La madre ya ha sido informada —anun-ció el capitán, extinguiendo los comentarios conla firmeza de su voz—. No he querido darle deta-lles; sólo sabe que su hijo ha muerto. Y no verá elcuerpo hasta que llegue Damino de Clazobion:ahora es el único hombre de la familia, y será élquien determine lo que se ha de hacer —habla-ba con voz potente, acostumbrada a los usos de laobediencia, las piernas separadas, los puños apo-yados en el faldellín de la túnica. Parecía dirigirsea los soldados, aunque era evidente que disfrutabacon la atención del público vulgar—. ¡En lo quea nosotros atañe, ya hemos terminado!

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  • Y se volvió hacia el grupo de civiles paraañadir:

    —¡Vamos, ciudadanos, a vuestras casas! ¡Yano hay nada más que ver aquí! Conciliad el sueñosi podéis... ¡Aún queda un resto de noche!

    Como una espesa melena alborotada por u nviento caprichoso en la que cada cabello escogeuna dirección para agitarse, así se fue dispersandola modesta muchedumbre, marchándose unos encompañía, otros por separado, comentando el es-pantoso suceso, o bien en silencio:

    —Es cierto, Hemodoro, los lobos abundanen el Licabeto. He oído decir que varios campesi-nos han sufrido sus ataques...

    —Y ahora... ¡este pobre efebo! Debemoshablar del tema en la Asamblea...

    Un hombre de baja estatura, muy obeso,no se movió cuando los demás lo hicieron. Se en-contraba a los pies del cadáver, contemplándolo c o nojos entrecerrados y pacíficos, sin mostrar ning u n aexpresión en su grueso aunque pulcro rostro. Apa-rentaba haberse dormido de pie: los hombres quese marchaban lo esquivaban, pasando junto a él sinmirarlo, como si se tratase de una columna o unapiedra. Uno de los soldados se le acercó y tiró desu manto.

    —Vete a tu casa, ciudadano. Ya has oídoa nuestro capitán.

    El hombre apenas se sintió aludido: con-tinuó mirando en la misma dirección al tiempoque sus gruesos dedos acariciaban los bordes de subien cortada barba plateada. El soldado, pensan-

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  • do que era sordo, le dio un débil empujón y alzóla voz:

    —¡Eh, contigo hablo! ¿No has oído a nues-tro capitán? ¡Vete a tu casa!

    —Discúlpame —dijo el hombre en un to-no que en modo alguno evidenciaba que la in-tromisión del soldado le preocupara lo más míni-mo—. Ya me voy.

    —¿Qué miras?El hombre parpadeó dos veces y desvió la

    vista del cuerpo, que ahora otro soldado cubría conun manto. Dijo:

    —Nada. Pensaba.—Pues piensa acostado en tu lecho.—Tienes razón —asintió el hombre. Pare-

    cía haber despertado de un brevísimo sueño. Miróa su alrededor y se alejó con lentitud.

    Todos los curiosos se habían marchadoya, y Asquilo, que comentaba algo con el capit á nde la guardia, parecía más que dispuesto a desa-parecer velozmente en cuanto se lo permitiera suinterlocutor. Incluso el viejo Cándalo, aún retor-cido de dolor y gemebundo, alejábase a gatas, a z u-zado por las patadas de los soldados, en busca dealgún oscuro rincón en el que pasar la noche so-ñando con su locura; su larga melena blanca co-braba vida con el viento, se encrespaba a lo lar-go de la espalda, alzándose al instante siguienteen un cúmulo irregular de cabellos de nieve, unalbo penacho inquietado por el aire. En el cielo,sobre las líneas exactas del Partenón, la nublac abellera de la Noche, orlada de plata, se desfle-

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  • caba perezosa como el lento peinado de una d o n-c e l l a.*

    Pero el hombre obeso a quien el soldadoparecía haber despertado de un sueño no penetró,como los demás, en la cabellera de calles que form a-ban el complejo barrio interior sino que, titubean-do, como si se lo hubiese pensado dos veces, dio unrodeo por la pequeña plaza a paso tranquilo y di-r igiose a la casa de la que había salido, momentosantes, el capitán de la guardia, y por la que ahoraemergían —eran claramente audibles— funestoslamentos. La vivienda, aun en la agotada penum-bra de la noche, denunciaba la presencia de una fa-milia de cierta posición económica: era grande, dedos plantas, y estaba precedida por un extenso jar-dín y un muro de baja altura. El portón de entrada,al que se accedía mediante breves escalinatas, era dedoble hoja y se hallaba flanqueado por columnasdóricas. Las puertas estaban abiertas. Sentado enlas escalinatas, bajo la luz de una antorcha colgadade la pared, había un niño.

    Cuando el hombre se acercó, un ancianoapareció por las puertas dando tumbos: vestía latúnica gris de los esclavos, y al principio, por sumanera de moverse, el hombre creyó que estaba

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    * Llama la atención el abuso de metáforas relaciona-das con «melenas» o «cabelleras», dispersas aquí y alládesde el comienzo del texto: es posible que señalen lapresencia de eidesis, pero aún no es seguro. Montalo noparece haber reparado en ello, pues nada menciona ensus notas. (N. del T.)

  • borracho o tullido, pero después percibió que l l o-raba amargamente. El anciano ni siquiera lo miró alpasar: aferrando su rostro entre las sucias manos,avanzó a ciegas por el camino del jardín hasta la pe-queña estatua del Hermes tutelar mientras balbucíafrases sueltas, ininteligibles, entre las que a veces po-día escucharse: «¡Mi ama...!», o bien: «¡Oh, infortu-nio...!». El hombre dejó de prestarle atención y sedirigió al niño, que lo observaba sin dar muestrasde timidez, sentado aún en la escalinata, con los pe-queños brazos cruzados sobre las piernas.

    —¿Sirves en esta casa? —preguntó, mos-trándole el herrumbroso disco de un óbolo.

    —Sí, pero igual podría servir en la tuya.Al hombre le sorprendió la rapidez de su

    respuesta y la claridad desafiante de su voz. Le cal-culó una edad no mayor de los diez años. Llevabaatada en la frente una cinta de trapo que encerra-ba a duras penas el desorden de sus mechones ru-bios, o no exactamente rubios sino del color de lamiel, aunque era difícil apreciar la tonalidad justade aquella melena bajo los resplandores de la an-torcha. Su rostro, pequeño y pálido, negaba cual-quier origen lidio o fenicio y hacía pensar en unaprocedencia norteña, quizá tracia; en su expresión,con el breve ceño fruncido y la asimétrica s o n r i s a ,se acumulaba la inteligencia. Vestía tan sólo la tú-nica gris de los esclavos, pero, aunque sus brazosy piernas estaban desnudos, no parecía tener frío.Atrapó el óbolo con destreza y lo ocultó entre lospliegues de la túnica. Continuó sentado, balancean-do los pies descalzos.

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  • —Ahora sólo necesito este servicio —dijoel hombre—: Que me anuncies a tu ama.

    —Mi ama no recibe a nadie. Un soldadogrande, que es el capitán de la guardia, la ha visi-tado antes y le ha dicho que su hijo ha muerto.Ahora grita y se arranca los cabellos, y clama a losdioses para maldecirlos.

    Y como si sus palabras hubiesen necesita-do de alguna prueba, se dejó oír de repente, desdela profundidad de la casa, un prolongado alaridocoral.

    —Ésas son sus esclavas —indicó el niñosin inmutarse.

    El hombre dijo:—Escucha. Yo conocía al marido de tu

    ama...—Era un traidor —lo interrumpió el ni-

    ño—. Murió hace mucho tiempo, condenado amuerte.

    —Sí, por eso murió: porque fue conden a-do a muerte. Pero tu ama me conoce bien, y y aque estoy aquí, me gustaría darle el pésame —e x-trajo un nuevo óbolo de su túnica, que cambió d emanos con la misma rapidez que el anterior—.Ve y dile que ha venido a verla Heracles Pón-tor. Si no desea verme, me marcharé. Pero vey d í s e l o .

    —Lo haré. Pero, si no te recibe, ¿tengo quedevolverte los óbolos?

    —No. Son para ti. Pero te daré otro más sime recibe.

    El niño se puso en pie de un salto.

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  • —¡Sabes hacer negocios, por Apolo! —y de-sapareció en la oscuridad del umbral.

    En el cielo nocturno, la alborotada cabe-llera de nubes apenas cambió de forma durante elintervalo en que Heracles aguardó una respuesta.Por fin, los melosos cabellos del niño retornaronde la oscuridad:

    —Dame el tercer óbolo —sonrió.

    En el interior de la casa, los corredores secomunicaban entre sí por arcos de piedra que pa-recían grandes fauces abiertas, formando un déda-lo de tinieblas. El niño se detuvo en mitad de unode los penumbrosos pasillos para colocar en la bo-ca de un gancho la antorcha con la que había ve-nido señalando el camino: el gancho se hallaba ademasiada altura, y, aunque el pequeño esclavono había solicitado ayuda —se alzaba de puntillashaciendo esfuerzos por alcanzarlo—, Heracles co-gió la antorcha y la deslizó suavemente a través delaro de hierro.

    —Te lo agradezco —dijo el niño—. Nosoy demasiado mayor aún.

    —Pronto lo serás.Por las paredes se filtraban los clamores,

    los rugidos, los ecos del dolor, provenientes de bo-cas invisibles. Era como si todos los habitantes dela casa estuvieran lamentándose al mismo tiempo.El niño —a quien Heracles no podía ver el rostro,pues caminaba delante de él, diminuto, desprote-gido, como una oveja avanzando hacia las mandí-

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  • bulas abiertas de alguna inmensa bestia negra—pareció, de improviso, igualmente afectado:

    —Todos queríamos al joven amo —dijosin volverse y sin dejar de caminar—. Era muybueno —y emitió un breve jadeo, o un suspiro, osorbió por la nariz, y Heracles se preguntó por unmomento si estaría llorando—. Sólo nos mandabaazotar cuando habíamos hecho algo malo de v e r-dad, y ni al viejo Ifímaco ni a mí nos castigó nun-ca... ¿Te fijaste en el esclavo que salió de casa cuandollegaste?

    —No mucho.—Ése era Ifímaco. Fue el pedagogo de nues-

    tro joven amo, y la noticia le ha sentado muy mal—y añadió, bajando la voz—: Ifímaco es buenapersona, aunque un poco necio. Yo me llevo biencon él, pero es que yo me llevo bien con casi to-dos.

    —No me sorprende.Habían llegado a una habitación.—Debes esperar aquí. El ama vendrá ense-

    guida.El cuarto era un cenáculo sin ventanas, no

    muy grande, desvelado por el irregular resplandorde modestas lámparas colocadas sobre pequeñasrepisas de piedra. Se adornaba con ánforas de bo-ca ancha. Había también dos viejos divanes que n oinvitaban precisamente a reposar el cuerpo. C u a n-do Heracles se quedó solo, la oscuridad de aquelantro, los incesantes sollozos, aun el aire clausura-do que flotaba como el aliento de una boca en-ferma, comenzaron a agobiarlo. Pensó que toda la

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  • c a s a parecía armonizada con la muerte, como sino hubieran dejado de celebrarse en su interiorprolongados funerales diarios. ¿A qué olía?, sepreguntó. Al llanto de una mujer. La habitaciónestaba repleta del olor húmedo de las mujerest r i s t e s .

    —Heracles Póntor, ¿eres tú?...Una sombra se recortaba en el umbral de

    acceso a los aposentos interiores. La débil luz de laslámparas no descubría su rostro, salvo —por un ra-ro azar— la región de los labios. De modo que loprimero que Heracles vio de Etis fue su boca, que,al abrirse para que las palabras nacieran, dejó entre-ver un huso negro como un ojo vacío que pareciócontemplarlo desde la distancia como los ojos delas figuras pintadas.

    —Hace mucho tiempo que no cruzabas elumbral de mi modesto hogar —dijo la boca sinaguardar una respuesta—. Eres bienvenido.

    —Te lo agradezco.—Tu voz... Aún la recuerdo. Y tu rostro.

    Pero el olvido llega pronto, aunque nos veamoscon frecuencia...

    —No nos vemos con frecuencia —repusoHeracles.

    —Es cierto: tu vivienda está muy cerca dela mía, pero tú eres un hombre y yo una mujer.Yo ocupo mi puesto de déspoina, de ama de casasolitaria, y tú de hombre que conversa en el ágoray opina en la Asamblea... Yo sólo soy una mujerviuda. Tú eres un hombre viudo. Ambos cumpli-mos con nuestro deber de atenienses.

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  • La boca se cerró, y los pálidos labios se f r u n-cieron formando una línea curva muy fina, casi in-visible. ¿Una sonrisa? A Heracles le resultaba difícilsaberlo. Detrás de la sombra de Etis, escoltándola,aparecieron dos esclavas; ambas lloraban, o sollo-zaban, o simplemente entonaban un único s o n i-do, entrecortado, como tañedoras de oboe. «Debosoportar su crueldad», pensó él, «porque acaba deperder a su único hijo varón».

    —Te ofrezco mis condolencias —dijo.—Son aceptadas.—Y mi ayuda. Para todo lo que necesites.Inmediatamente supo que no había debi-

    do añadir aquello: era excederse en los límites desu visita, querer acortar la interminable distancia,resumir todos los años de silencio en dos palabras.La boca se abrió como un pequeño pero peligrosoanimal agazapado, o dormido, que de repente perci-biera una presa.

    —Tu amistad con Meragro queda pagadade esta forma —repuso ella, secamente—. No espreciso que digas nada más.

    —No se trata de mi amistad con Mera-gro... Lo considero un deber.

    —Oh, un deber —la boca dibujó (ahora sí)una vaga sonrisa—. Un sagrado deber, claro. ¡Si-gues hablando como siempre, Heracles Póntor!

    Ella avanzó un paso: la luz descubrió la pi-rámide de su nariz, los pómulos —surcados porarañazos recientes— y las ascuas negras de sus ojos.No se hallaba tan envejecida como Heracles esper a-ba: seguía conservando —así lo creyó él— la marca

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  • del artista que la había creado. Los c o l p o s del os-curo peplo se derramaban en lentas ondas sobre sup echo; una mano, la izquierda, desaparecía bajo elchal; la derecha se aferraba a la prenda para cerrar-la. Fue en esta mano donde Heracles advirtió suvejez, como si los años hubieran descendido por s u sbrazos hasta ennegrecer los extremos. Allí, sólo allí,en aquellos ostensibles nudillos y en la deforme po-sición de los dedos, Etis era vieja.

    —Te agradezco ese deber —murmuró ella,y en su voz había, por primera vez, cierta profun-da sinceridad que lo estremeció—. ¿Cómo te hasenterado tan pronto?

    —Hubo un alboroto en la calle cuandotrajeron el cuerpo. Todos los vecinos se desper-taron.

    Se escuchó un grito. Después otro. Duran-te un absurdo momento, Heracles pensó que pro-cedían de la boca de Etis, que se hallaba cerrada:como si ella hubiera rugido hacia dentro y todo sudelgado cuerpo se estremeciera, resonante, con elproducto de su garganta.

    Pero entonces el grito penetró en la habi-tación vestido de negro, empujó a las esclavas, y,en cuclillas, corrió de una pared a otra y se dejócaer en una esquina, ensordecedor, retorciéndosecomo si fuera presa de la enfermedad sagrada. Porúltimo se deshizo en un llanto inagotable.

    —Para Elea ha sido mucho peor —dijo E t i sen tono de disculpa, como si quisiera pedirle per-dón a Heracles por la conducta de su hija—: T r á-maco no sólo era su hermano; también era su k y -

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  • r i o s , su protector legal, el único hombre que Eleaha conocido y amado...

    Etis se volvió hacia la muchacha que, re-costada en el oscuro rincón, las piernas encogidascomo si quisiera ocupar el mínimo espacio o desea-ra ser absorbida por las sombras como una negratelaraña, elevaba ambas manos frente al rostro, conojos y boca desmesuradamente abiertos (sus fac-ciones eran sólo tres círculos que abarcaban todoel semblante), estremecida por violentos sollozos.Etis dijo:

    —Basta, Elea. No debes salir del gineceo,ya lo sabes, y menos en este estado. Manifestar asíel dolor frente a un invitado... ¡qué! ¡No es propiode una mujer digna! ¡Regresa a tu habitación! —pe-ro la muchacha acreció el llanto. Etis exclamó, al-zando la mano—: ¡No te lo ordenaré otra vez!

    —Permitidme, ama —rogó una de las es-clavas y, apresuradamente, se arrodilló junto a Eleay le dirigió tenues palabras que Heracles no acertóa escuchar. Pronto, los sollozos se convirtieron enincomprensibles balbuceos.

    Cuando Heracles volvió a mirar a Etis, ad-virtió que ella lo miraba a él.

    —¿Qué ocurrió? —dijo Etis—. El capitánde la guardia me contó, tan sólo, que un cabrerolo había encontrado muerto no muy lejos del Li-cabeto...

    —Asquilo el médico afirma que fueron loslobos.

    —¡Muchos lobos harían falta para acabarcon mi hijo!

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  • «Y no pocos para acabar contigo, oh noblemujer», pensó él.

    —Fueron muchos, sin duda —asintió.Etis empezó a hablar con extraña suavi-

    dad, sin dirigirse a Heracles, como si rezara unaplegaria a solas. En la palidez de su rostro angu-loso, las bocas de sus rojizos arañazos sangrabande nuevo.

    —Se marchó hace dos días. Me despedí deél como tantas otras veces, sin preocuparme, pues y aera un hombre y sabía cuidarse... «Voy a pas a r m etodo el día cazando, madre», me dijo. «Llenaré mialforja para ti de codornices y tordos. Tenderé tram-pas con mis redes para las liebres»... Pensaba re-gresar esa misma noche. No lo hizo. Yo queríar eprochárselo cuando llegara, pero...

    Su boca se abrió de repente, como prepa-rada para pronunciar una enorme palabra. Per-maneció así un instante, la mandíbula tensa, lao scura elipse de las fauces inmovilizada en el si-l e n c i o .* Entonces volvió a cerrarla con suavidady murmuró:

    —Pero ahora no puedo enfrentarme a laMuerte y regañarla... porque no regresaría con elsemblante de mi hijo para pedirme perdón... ¡Mihijito querido!...

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    * Las metáforas e imágenes relacionadas con «bocas»o «fauces», así como con «gritos» o «rugidos», ocupan ( c o-mo el lector atento puede haber notado ya) toda la segun-da parte de este capítulo. Me parece obvio que nos en-contramos ante un texto eidético. (N. del T.)

  • «En ella, una leve ternura es más terribleque el rugido del héroe Esténtor», pensó Heracles,admirado.

    —Los dioses, a veces, son injustos —dijo,a modo de mero comentario, pero también por-que, en el fondo, lo creía así.

    —No los menciones, Heracles... ¡Oh, nomenciones a los dioses! —la boca de Etis temblabade cólera—. ¡Fueron los d i o s e s quienes clavaron suscolmillos en el cuerpo de mi hijo y sonrieron cuan-do arrancaron y devoraron su corazón, aspirandocon deleite el tibio aroma de su sangre! ¡Oh, nomenciones a los dioses en mi presencia!...

    A Heracles le pareció que Etis intentaba, e nvano, apaciguar su propia voz, que ahora resonabacon fuertes rugidos por entre sus fauces, provoc a n-do el silencio a su alrededor. Las esclavas h a b í a nvuelto la cabeza para contemplarla; aun la mismaElea había enmudecido y escuchaba a su madrecon mortal reverencia.

    —¡Zeus Cronida ha derribado el último ro-ble de esta casa, aún verde!... ¡Maldigo a los diosesy a su casta inmortal!...

    Sus manos se habían alzado, abiertas, en ungesto temible, directo, casi exacto. Después, bajan-do lentamente los brazos al tiempo que el tono desus gritos, añadió, con súbito desprecio:

    —¡La mejor alabanza que pueden esperarlos dioses es nuestro silencio!...

    Y aquella palabra —«silencio»— fue rotapor un triple clamor. El sonido se hundió en losoídos de Heracles y lo acompañó mientras salía de

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  • la funesta casa: un grito ritual, tripartito, de las es-clavas y de Elea, las bocas abiertas, desencajadas,formando una sola garganta rota en tres notasd i stintas, agudas y ensordecedoras, que arrojaronfuera de sí, en tres direcciones, el fúnebre rugidode las fauces.*

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    * Sorprende que Montalo, en su erudita edición deloriginal, n i siquiera haga referencia a la fuerte eidesis querevela el texto, al menos a lo largo de todo este primer ca-pítulo. Sin embargo, también es posible que desconozcatan curioso recurso literario. A modo de ejemplo para ellector curioso, y también por relatar con sinceridad cómohe venido a descubrir la imagen oculta en este capítulo(pues un traductor debe ser sincero en sus notas; la men-tira es privilegio del escritor), referiré la breve charla quemantuve ayer con mi amiga Helena, a la que considerouna colega docta y llena de experiencia. Salió a colaciónel tema, y le comenté, entusiasmado, que La caverna delas ideas, la obra que he empezado a traducir, es un textoeidético. Se quedó inmóvil observándome, la mano iz-quierda sosteniendo por el rabillo una de las cerezas delplato cercano.

    —¿Un texto qué? —dijo.—La eidesis —expliqué— es una técnica literaria in-

    ventada por los escritores griegos antiguos para transmitirclaves o mensajes secretos en sus obras. Consiste en repet i rmetáforas o palabras que, aisladas por un lector perspicaz,formen una idea o una imagen independiente del textooriginal. Arginuso de Corinto, por ejemplo, ocultó me-diante eidesis una completísima descripción de una jo-ven a la que amaba en un largo poema aparentementededicado a las flores del campo. Y Épafo de Macedonia...

    —Qué interesante —sonrió, aburrida—. ¿Y se puede s a-ber qué oculta tu anónimo texto de La caverna de las ideas?

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    —Lo sabré cuando lo traduzca por completo. En elprimer capítulo, las palabras más repetidas son «cabelle-ras», «melenas» y «bocas» o «fauces» que «gritan» o «ru-gen», pero.. .

    —¿«Melenas» y «fauces que rugen»?... —me interrum-pió ella con sencillez—. Puede estar hablando de un león,¿no?

    Y se comió la cereza.Siempre he odiado esa capacidad de las mujeres para

    llegar a la verdad sin agotarse tomando el atajo más cor-to. Fui yo, entonces, quien me quedé inmóvil, observán-dola con los ojos muy abiertos.

    —Un león, pues claro... —musité.—Lo que no entiendo —prosiguió Helena sin darle

    importancia al asunto— es por qué el autor considerabatan secreta la idea de un león como para ocultarla me-diante... ¿cómo has dicho?

    —Eidesis. Lo sabremos cuando termine de traducirlo:un texto eidético sólo se comprende cuando se lee de caboa rabo —mientras decía eso pensaba: «Un león, claro...¿Cómo es que no se me había ocurrido antes?».

    —Bien —Helena dio por terminada la conversación,flexionó las largas piernas, que había mantenido estiradassobre una silla, depositó el plato de cerezas en la mesa y selevantó—. Pues sigue traduciendo, y ya me contarás.

    —Lo sorprendente es que Montalo no haya notadonada en el manuscrito original... —dije.

    —Pues escríbele una carta —sugirió—. Quedarásbien y ganarás méritos.

    Y, aunque al pronto fingí no estar de acuerdo (paraque no notara que me había resuelto todos los proble-mas de un plumazo), eso es lo que he hecho. (N. del T.)

    TrabajoCuadro de textoQueda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

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