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Del diálogo a la alianza de civilizaciones. Visiones desde el cono sur latinoamericano

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Del diálogo a la alianza de civilizaciones.Visiones desde el cono sur latinoamericano

RIL editoresbibliodiversidad

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Colaboran:

Isaac Caro (ed.)

Del diálogo a la alianza de civilizaciones

Visiones desde el cono sur latinoamericano

297.26 Caro Grinspun, IsaacC Del diálogo a la alianza de civilizaciones: visio-

nes desde el Cono Sur latinoamericano / Editor: Isaac Caro Grinspun. -- Santiago : RIL editores, 2014.

142 p. ; 23 cm.

ISBN: 978-956-01-0126-6

1 islam-américa latina. 2 judaísmo-américa lati-na. 3 islam-chile. 4 judaísmo-chile.

Del diálogo a la alianza de civilizaciones Visiones desde el cono sur latinoamericano

Primera edición: octubre de 2014

© Isaac Caro G., 2014Registro de Propiedad Intelectual

Nº 243.528

© RIL® editores, 2014Los Leones 2258

cp 7511055 ProvidenciaSantiago de Chile

Tel. Fax. (56-2) 22238100

Equipo de apoyo:Colaboración: Alejandro Corder

Edición de textos: Adelaida Neira

Proyecto Fondecyt 1120401Conflicto y diálogo en Argentina y Chile:

los casos del judaísmo, el islam y el hinduismo en el periodo 2001-2011

Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

Printed in Chile

ISBN 978-956-01-0126-6

Derechos reservados.

Índice

Prólogo, Isaac Caro .....................................................................9Presentación, Herminia Gonzálvez ............................................11Introducción, Abdelkader Chaui ..............................................13

Primera parte. Aportes del mundo judío, el mundo árabe y el islam: tres visiones académicas ...........................................................15

Capítulo 1: Una visión desde el judaísmoAna María Tapia ..........................................................................19Capítulo 2: La población de origen árabe en Latinoamérica: reflexiones sobre cohesión social comunitariaLorenzo Agar Corbinos ................................................................31Capítulo 3: Islam: una visión académicaDiego Melo ..................................................................................49

Segunda parte. diálogo religioso y convivencia pacífica: tres visiones religiosas .............................................................67

Capítulo 1: Vivir como hermanos. Una perspectiva judía del filósofo David Hartman z’lChaim Koritzinsky .......................................................................69Capítulo 2: Diálogo religioso y convivencia pacífica: perspectiva cristianaFernando Verdugo, S.J. .................................................................75Capítulo 3: Una visión de unidad desde la perspectiva del sufismoJaime Searle ..................................................................................85

Tercera parte. Diálogo civilizacional. Visiones desde el cono sur latinoamericano .....................................................................103

Capítulo 1. Para una comprensión de los nuevos movimientos religiosos (NMR) en el Chile actual: de la marginalidad a la toleranciaLuis Bahamondes González .......................................................105Capítulo 2: Diálogo y conflicto en el judaísmo latinoamericanoIsaac Caro ..................................................................................121Capítulo 3: Una iniciativa inédita de diálogo: jóvenes de origen árabe y judío en ChileNicole Saffie Guevara .................................................................129

Primera parte

Aportes del mundo judío, el mundo árabe y el islam: tres visiones académicas

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Capítulo 3 Islam: una visión académica

Diego MeloFacultad de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez,

Santiago de Chile

El siguiente texto presenta algunos enfoques relacionados con la larga data de las vinculaciones entre el mundo islámico y Occidente, centrándose, fundamentalmente, en cuestiones atingentes a ciertas coyunturas. Repasa algunas visiones y erratas muy difundidas por cierta historiografía tradicional, intentando hacer un cierto ejercicio «revisionista», solo posible desde la observación documental, la cual siempre otorga nuevas luces frente a variados problemas. He ahí uno de los fundamentos de la renovación de determinadas visiones que permiten la reconstrucción histórica.

Después de los desgraciados sucesos de septiembre del año 2001, el interés en torno al islam, su historia y, sobre todo, sus aspectos teo-lógicos, motivaron la aparición de un sinnúmero de textos, algunos de los cuales trataban de establecer alguna explicación al respecto (Esposito, 2008: 13); esto desde una perspectiva optimista, dado que, en la otra vereda, una serie de libros de difusión explicaba, a grandes rasgos, procesos complejos en pocos párrafos, con una propuesta un tanto tendenciosa de algunas cuestiones que, al menos en una mirada histórica, se manifestaban más complejos (Akmir, 2010: 21).

Con todo, lo anterior respondía a un interés legítimo que busca-ba en la historia ciertas explicaciones que permitieran comprender el porqué de esos acontecimientos, tratando de definir el ámbito de relaciones en el cual era posible circunscribirlos. Pronto, en el cúmulo de información se comenzó a manifestar un cierto discurso que, con unas vetas complejas, manifestaban el desarrollo de una islamofobia en ciernes (Akmir, 2010).

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Lo anterior será manifiesto en una gran cantidad de textos referidos al islam que nos lo muestran como una suerte de monolito; la realidad, por cierto, es distinta, pues es más bien un mosaico, tal como lo ha afirmado recientemente Vartan Gregorian (2004). Aunque es cierto que esta afirmación puede parecer evidente para nosotros, también lo es el hecho de que un cúmulo importante de personas no lo observa así. A lo anterior se debe incorporar la forma en que los medios de comunicación presentan problemas complejos, en los que, indistintamente, se habla del Magreb o del Mashriq, sin precisar en las diferencias que existen entre ambos mundos, que comparten la pertenencia a un determinado credo, pero cuyas sutilezas no son comprendidas por la mayoría de los televidentes, escuchas y lectores, porque no hay un desarrollo temático in extenso (Cesari, 2008). Por tanto, lo primero que debemos establecer es que no toda la literatura en torno al islam se refiere a textos que permiten una comprensión cabal y desprejuiciada del «hecho islámico», lo mismo con las informaciones en los medios de comunicación, en donde media la rapidez y la síntesis de la información, independiente de la responsabilidad que le cabe al informar (Driouch, 2010).

Por otra parte, existe en un número importante de textos un de-terminado sesgo, una visión limitada y, a veces, pequeña, que se queda en el juicio del autor (Cesari, 2008). Peligroso es lo anterior a la hora de pensar en un diálogo y en la posibilidad de un acercamiento, sobre todo cuando se desarrolla un discurso constante que supone un enfren-tamiento permanente ente el islam y Occidente, pasando por encima cuestiones que tienen variados matices y a las cuales nos acercaremos más adelante (Martos, 2009).

Poco tiempo antes de los acontecimientos referidos, Samuel Hunt-ington había publicado el sugerente ensayo The Clash of Civilization? (1993), luego desarrollado en forma de texto amplio (Huntington, 1996). En este profundizaba sobre variados tópicos que en su ensayo original esbozaba (Akmir, 2010). Sin estar completamente convencido de su contenido y tesis, que sugería que los próximos enfrentamientos internacionales tendrían un marcado matiz religioso, observaba cómo en cada conferencia el texto era citado en forma indiscriminada. Pero además, era común que se convirtiera en un tópico, o en un referente para explicar o buscar una explicación a los sucesos que se venían desarrollando. Si bien el texto propone unos vectores interesantes de análisis, limitar los elementos civilizacionales a cuestiones religiosas nos parece, al menos, arriesgado, a pesar del peso que tiene en su de-

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finición o en reducirlas solo a eso (Martin, 2004), pues, por ejemplo, el mundo árabe-musulmán es más que una religión, también hay ele-mentos lingüísticos, locales y regionales que inciden en el desarrollo de unas determinadas identidades que son múltiples y no monolíticas o ligadas a un solo elemento que las defina (Kalin, 2008). En ese sentido, resulta atingente tener en consideración las lúcidas reflexiones de Amin Maalouf en su ensayo Identidades asesinas (2009).

Posteriormente, se comenzaron a publicar trabajos con una visión más desprejuiciada, fundados en las fuentes y con un interés profundo por presentar la civilización árabo-islámica en toda su complejidad. Textos que ya no provenían de una experiencia y apreciación personal —pienso, por ejemplo, en las obras de Oriana Fallaci (2002, 2004)—, sino que de un verdadero esfuerzo por investigar las temáticas estu-diadas. Este, a su vez, devenía de un examen real de las fuentes y los procesos históricos. Muchos de ellos fueron tildados de benevolentes o de contar con una visión que arrojaba ciertas simpatías hacia el mundo islámico. No dejo de pensar que, efectivamente, algo de aquello puede existir ya que, indudablemente, se generan cercanías por el objeto de estudio. No obstante, lo cierto es que una gran cantidad de esos estu-dios seguían lineamientos que la historia había venido desarrollando desde la década de 1960, profundizados a partir del constructo teórico planteado por E. Said en Orientalismo (2002) en torno al análisis de la extensa relación histórica entre Occidente y el mundo musulmán, pero que, además, poseían una metodología de trabajo bien elaborada con planteamientos y conclusiones congruentes, tales como los trabajos de Esposito (2008), Rogan (2010), Abulmalham (2007), etcétera.

Por otra parte, desde la perspectiva del mundo musulmán también se había construido un discurso en torno al mundo occidental, el cual tenía diversos flancos y fuentes. Una historiografía más bien militante había colaborado en la construcción de la imagen de un Occidente que había arrasado con las construcciones intelectuales del mundo musulmán, generando la imposición de un modelo. Todos estos autores provenían de una tradición que habría sufrido el impacto colonial o poscolonialista desde el que situaban su pensamiento como propuesta. Muchos de ellos ligados, por lo demás, a un determinado reformismo islámico, pero con visos de ciertas ideas vinculadas al panarabismo. En muchos de estos trabajos se percibe una visión monolítica en relación con Occidente. Este último se nos presenta como parte de una creación intelectual que tiende a igualar determinados criterios complejos en

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relación con las identidades: no es lo mismo ser europeo que latino-americano, de eso no hay duda y bien lo sabemos nosotros, pero los discursos uniforman y generan distorsiones que a la postre provocan confusiones, porque al final muchas cosas dependen de cómo y por dónde se miren. Siempre recuerdo un episodio en el cual, haciendo clases en Marruecos, tuve que detenerme en explicar algunos procesos históricos de Occidente de los cuales no tenían conocimiento mis inter-locutores, lo que colaboró muchísimo para poder destrabar una serie de lagunas que tenían los asistentes y que les llevaban a confusiones (Melo, 2010). En fin, creo que el desconocimiento y la información errada, a veces intencionalmente y respondiendo a unos intereses concretos, es un factor común en ambos mundos. Ello genera visiones prejuiciadas en relación a diversas situaciones que no contribuyen a la posibilidad del diálogo, sino que lo alejan.

En la rompiente de la historia, se nos hace muy difícil observar el panorama y solemos quedarnos con ciertas imágenes que aparecen frente a nosotros (Herrera, 1963), pero ante las cuales no siempre re-paramos con mayor detención. La actualidad noticiosa nos da cuenta de una serie de situaciones complejas en Siria, Egipto, Turquía, Mali, etcétera. La mayoría, mundos desconocidos para una gran cantidad de personas. Cada vez que se nos presentan no se hace una distin-ción entre las variables de los conflictos y las diferencias que en ellos operan, las cuales son muchas y le otorgan una particularidad a cada uno por más que se intente establecer patrones comunes. Cuando se realiza el análisis histórico de esos posibles patrones aparece frente a nosotros, indudablemente, el fenómeno relacionado con el europeo del siglo xviii, que no es restrictivo de las sociedades islámicas, sino que también se manifiesta como causal de variados procesos en muchas de las denominadas «civilizaciones periféricas» (Martín, 2004: 267).

Todo lo anterior es palmario al momento de visualizar que gran parte de las consecuencias que ese fenómeno tuvo en el mundo árabo-musulmán son visibles hasta hoy, pues una parte de los problemas se relacionan con ese proceso de colonización. La llegada de los euro-peos, desde Napoleón en adelante, genera un profundo impacto en las sociedades de Medio Oriente, las cuales ya venían resentidas a partir de los cambios introducidos por los turcos y que habían gene-rado descompensaciones en términos de relaciones internas (Molina, 2004). El malestar árabe se venía incubando desde el siglo anterior, soterradamente pero existente, y se hacía manifiesto en el desarrollo

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de recriminaciones mutuas entre turcos y árabes, pues cada uno era culpable de los pesares del otro (Vidal, 2010).

No obstante lo anterior, para un número no menor de intelectuales, sobre todo en Egipto, aunque también en Medio Oriente, la llegada de Occidente fue saludada con cierta alegría en determinados círculos, aunque no en todos, tal como lo hace ver al-Yaqurti, quien no se ob-nubilará con los adelantos materiales que presenta Occidente (Rogan, 2010). Sin embargo, como comentamos, otro grupo sí considera estos

en una misión a París a principios del siglo xix (Rogan, 2010; Arkoun, 1992). De todo lo anterior cabe decir que, efectivamente, Occidente implementó una política ligada a la instauración de una modernidad en los territorios colonizados, dando cuenta a su vez de un cierto paternalismo, tal como se desprende de la Declaración del Congreso de Berlín de 1845 (Rogan, 2010), pero que, a la vez, se manifiesta en cierta vocación hacia la búsqueda y el interés por lo exótico, todo lo cual da origen a esa mirada orientalizante tan criticada posteriormente por Said.

El ingreso de esa «modernidad» tuvo una dimensión interesante en el desarrollo de ideas nacionalistas que tendieron a invocar el pasado árabe como un elemento fundamental en la construcción de una deter-minada identidad. Esto dio origen a la corriente denominada «Nahda», o renacimiento de lo árabe, que buscaba el desarrollo de un discurso aglutinador frente al descontento provocado por la dominación turca, todo lo cual se unía a la búsqueda y desarrollo de progreso, esfuerzo focalizado posteriormente en la figura de Mohammed Alí (Rogan, 2010). Sin embargo, para otro grupo de musulmanes, la condición de abandono de la sociedad musulmana no debía superarse mediante la incorporación de elementos alóctonos, sino que debía buscarse en los mismos fundamentos del islam, volviendo a las raíces, a una lectura más literal, si se quiere, de los textos fundantes. Lo anterior provocará el desarrollo de un sentimiento de protesta frente a la imposición del otro, cuestión que, entre otras cosas, dará origen a un movimiento como el de los Hermanos Musulmanes, fundados por Hassan al Banna (Carré, 1994).

A lo anterior habría que sumar el alto impacto que tuvo la Primera Guerra Mundial en los territorios de Medio Oriente, una vez que Tur-quía decide aliarse a Alemania. Esta alianza significó el enfrentamiento con Inglaterra y Francia, quienes, por su parte, habían realizado una

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serie de compromisos con algunos líderes locales, como el caso de las tratativas establecidas entre Inglaterra y los árabes, quienes deseaban extender un reino árabe hegemónico que les permitiera recobrar su identidad sobre el turco. Estas promesas nunca fueron cumplidas e, incluso, la firma del tratado de Sykes-Picot de 1916 cambió para siem-pre la fisonomía histórica del territorio (Rogan, 2010). El resultado de lo anterior fue un paulatino proceso de desencanto en relación con la promesa «occidental», la cual se acentuó luego con la creación del Estado de Israel, el proceso de descolonización y la Guerra Fría, pues todo esto influyó poderosamente en la zona y, sobre todo, en el pensamiento de algunos intelectuales que acentuaron su desencanto frente a Occidente.

Vistas así las cosas, en el largo tiempo, es posible explicar a qué se debe, en parte, la construcción elaborada por la intelectualidad islámica en relación a Occidente. A la vez, también es posible reconocer cómo en Occidente se ha ido generando una imagen del islam con ciertas connotaciones ligadas a una determinada anarquía, de la cual destila un cierto atraso o «adormecimiento» (Vidal, 2010: 309).

Para que exista un diálogo deben existir dos interlocutores que se sientan en igualdad de condiciones, situación que no se plantea en lo que anteriormente hemos expuesto, pues mientras uno mira hacia arriba, el otro lo hace hacia abajo. La mirada debe ser de frente, con las cartas sobre la mesa, conociéndonos y reconociéndonos en el otro. Esas cartas son el conocimiento informado de cada uno, tanto de sus convergencias como de sus divergencias, pero sobre todo de sus diferencias (Jatami, 2001). Estas son parte fundamental en cualquier diálogo, pues allí se fundamenta una posibilidad de confrontación que reconoce la identidad de cada uno de los dialogantes (Jatami, 2001). Esto debe ser así pese a la amenaza que supone la globalización y la mundialización que, tal como lo afirma Amin Maalouf, parece ahora inundarlo todo (Maalouf, 2009).

Las situaciones históricas antes descritas han colaborado en la construcción de una visión historiográfica, que ha enfrentado cons-tantemente al mundo musulmán con Occidente. El análisis de los fenómenos en el largo tiempo nos permite afirmar que esto no ha sido siempre así, y que las relaciones entre ambos mundos responden a unas determinadas dinámicas que han terminado en enfrentamientos, pero no han sido la tónica constante. De hecho, no va a ser hasta en un momento tardío cuando pareciera que las relaciones se tornan más

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complejas, esto porque para que suceda lo anterior será necesario que Occidente, efectivamente, tome conciencia de que el islam es, ante todo, una nueva interpretación religiosa, distinta al cristianismo, y no una versión herética de él ligada a cuestiones de carácter cristológica.

En efecto, durante la temprana expansión del islam no existirá choque ni enfrentamiento alguno entre ambos credos, debido a varios motivos: el islam en un comienzo no estableció cambios importantes en las estructuras de poder del Oriente Medio, sino que las mantuvo, generando continuidades. Por otra parte, existe una suerte de conso-nancia étnica que se manifiesta en orígenes similares que dan cuenta de todo el sustrato humano de la zona. Esta cuestión se manifiesta pal-mariamente en el uso de la lengua, con el desarrollo más extensivo del arameo y luego del siriaco, tal como lo ha hecho ver Rodinson (2005). El árabe es una lengua que tiene un parentesco con las anteriores, pero que además supone la utilización de códigos similares. No es difícil pensar que los nuevos conquistadores musulmanes fueron recibidos como liberadores por las poblaciones cristianas que soportaban pe-nosamente a los dominadores bizantinos y la extorsión de su sistema fiscal. Por otra parte, los bizantinos fueron incapaces de mantener un control permanente en la zona debido a la aparición de nuevos focos de conflicto, como la avanzada de los longobardos y de los eslavos, además de las tensiones internas provocadas por la lucha iconoclasta.

Pese a lo anterior, no hay que pensar que todo fue un oasis de tolerancia, tal como también lo ha planteado cierta historiografía is-lámica, que insiste en otorgarle un exagerado valor, pues con todo, lo anterior tiene variados matices y responde a determinadas dinámicas que se extienden en el tiempo. Estas tienen que ver con los procesos de autoafirmación de un discurso de carácter universal que parte de la base de esa creación supratribal que supone la Ummah y que se ex-tiende luego a partir de la gestación de al dawla al-islamiya, por tanto, la tolerancia tiene sus matices. Sí es cierto que, efectivamente, el islam fue más tolerante de lo que el cristianismo demostró ser, aunque todo esto debe considerarse en su contexto.

El islam propone una doctrina de la tolerancia, la cual hunde sus raíces en sus textos fundantes, esencialmente el Corán y su fuente subsidiaria, la Sunna. Así lo ha hecho ver en un documentado trabajo Roberto Marín Guzmán (2012), quien pone de manifiesto las contra-dicciones que existen entre lo que plantea la doctrina y las prácticas cotidianas, sopesando diversos momentos y relacionándolos. Lo ante-

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rior lo plantea cuando explica las rivalidades entre las tribus Qahtan y Mudar, dando cuenta de los conflictos tribales que allí se manifestaban pese a que la Sunna propone que: «No odiéis, no os envidiéis, no os enemistéis, y sed, ¡oh siervos de Allah!, hermanos. No es lícito que un musulmán se aparte de su hermano (cortando todo vínculo) por más de tres días» (Muslim ibn al-Hajjaj, 2006: 146). Todo esto, además, en el marco de que el Corán establece que Alá es el dios de la humanidad, sin hacer distinciones étnicas, ni raciales, ni sociales. A la vez ha crea-do a la humanidad de un varón y una hembra y los ha constituido en pueblos y tribus para que se conozcan, todo esto explicado en la Sura XLIX, aleya 13 (Marín, 2012).

Existe en la tradición profética una cantidad importante de dichos que establecen con claridad la tolerancia étnica y la aceptación y el respeto por todos los otros musulmanes, independientes del grupo étnico, del color de la piel y de la condición social. Sin embargo, esta tolerancia no siempre se aplicó conforme a lo establecido en los textos, sino que muchas veces supuso relaciones asimétricas, en las que los mu-sulmanes hicieron ver su condición de dominador. Por ejemplo, desde el momento de la conquista del Imperio Persa-Sasánida, los musulmanes árabes se consideraron superiores a los persas zoroastrianos en toda materia, principalmente en religión. Cuando los persas dejaron su fe y aceptaron el islam, los musulmanes árabes en el poder los consideraron inferiores. La tolerancia étnica de la que hablan el Corán y la Sunna aquí no se cumplía (Marín, 2012).

Misma situación podemos ver en el caso de los bereberes, grupo al cual discriminaron porque los árabes se consideraban superiores y acaparaban los puestos administrativos más importantes, así como las posiciones de mayor prestigio militar. Esto también se manifestó en al-Andalus, todo lo cual, en la proyección temporal, llevó al desa-rrollo de variadas revueltas bereberes que tuvieron un costo humano asociado (Marín, 2012).

Pues bien, si este tipo de conducta, que se alejaba del espíritu ori-ginal de los textos, se manifestaba con sus propios correligionarios, es de esperar que una situación similar o peor se haya dado con los cristianos y judíos. Si bien el islam considera a estas religiones como parte integrante de las gentes del libro, también opinan que han tergi-versado el mensaje, el cual ha sido restituido por el Profeta, quien, a su vez, actúa como sello de la revelación. Con todo, judíos y musulmanes recibieron la condición de protegidos por su condición de gentes del

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libro. Esa protección incluía la posibilidad de poder seguir desarrollan-do sus cultos particulares previo pago de un impuesto de capitación y otro territorial, los cuales, en algunas zonas de Oriente, obligaron a grupos de cristianos a emigrar o convertirse, pues veían una mejor vida alejándose o convirtiéndose al islam para así no estar excluidos, pues, pese a las libertades que frecuentemente permitía el estatus de dhimmies, muchas veces se les obligó a vestirse de manera especial o se les prohibió llevar armas y montar caballo, así como formar parte del ejército, ser funcionarios del Estado, ser testigos en procesos judiciales entre musulmanes, etcétera (De Rosa, 2002).

Pues bien, lo anterior nos muestra un horizonte interesante en los análisis posteriores: las relaciones entre el islam y el cristianismo —pensemos en Occidente para los siglos medievales— han sido com-plejas y obedecido a dinámicas diversas, lo cual ha permitido hablar frecuentemente de una coexistencia más que de una convivencia, así como de estados de enfrentamiento más que de choque constante.

Todo esto debe ser sopesado, moderado y no generalizado, visua-lizado en el largo tiempo histórico, ya que no podemos decir que las relaciones han sido beligerantes durante todo el tiempo. Es cierto que han existido coyunturas, las cuales, evidentemente, han establecido tensiones entre ambos mundos, tales como las cruzadas, la conquista cristiana de Granada en 1492, el contacto / choque con Europa a partir del proceso colonizador iniciado en el siglo xix, la creación del Estado de Israel en 1948, la Guerra de los Seis Días en 1967, la emergencia del islamismo con la revolución islámica iraní de 1979 y, recientemente, los atentados del 11 de septiembre de 2001 (Molina, 2004). Sin em-bargo, hay épocas de relaciones complejas y otras de mayor distensión. De todas maneras y según lo antes expresado, es posible decir que, independientemente de situaciones puntuales, el islam plantea criterios establecidos relacionados con la tolerancia, todo lo cual, en variados momentos, ha facilitado las posibilidades de un diálogo.

Lo anterior nos permite centrarnos en otro ejemplo que nos parece interesante, que es aquel relacionado con la situación de al-Andalus. Una determinada historiografía nacionalista ha querido ver en el tó-pico cronístico de «la pérdida de España» unos mínimos aportes del islam en la matriz cultural hispánica, queriendo casi obviarlos. Por otra parte, existe una tendencia historiográfica, de comienzos del siglo xx, que ha tendido también a sobrevalorar el «hecho islámico» y sus repercusiones en la Península Ibérica. Ambas posturas, que por cierto

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son antagónicas, establecen una dinámica de constante enfrentamiento entre los reinos cristianos peninsulares y al-Andalus (Homet, 1994). Sin embargo, la mirada más fina nos habla de colaboraciones, de intercam-bios, de posibilidades más amplias de interacción. Sobre todo al mirar el estatus de los cristianos en tierras de al-Andalus durante el periodo Califal. Misma cuestión en el caso de los judíos, aunque siempre con matices. Todo lo anterior nos permite comprender que las relaciones en la Península no se establecieron en función del enfrentamiento ni tampoco de la convivencia pacífica permanente, creemos que, en ese sentido, tal como lo afirma un grupo importante de autores, lo más sensato es hablar de una coexistencia, revelada en diversos niveles y con distintos grados de complejidad e integración. Todos estos temas, por cierto, dan para varias exposiciones.

Esta coexistencia no solo se verifica al interior de al-Andalus, sino que con el avance de los reinos cristianos y la migración de los mu-sulmanes, que luego son los mudéjares y más tarde moriscos, también es posible visualizarla en los ordenamientos forales, ya que los fueros otorgan condiciones particulares a los musulmanes, permitiendo, entre otras cosas, la práctica de su religión. Lo anterior nos sirve de justificante para ingresar en las dinámicas de fronteras, que se dieron en el espacio peninsular y que son la manifestación de interesantes dinámicas de encuentro y desencuentro, cuyas manifestaciones más palmarias se asocian a figuras como el Cid, pero también tienen su contraparte en Zafadola, el Hudí que combatió para Alfonso vii de León. O qué decir de la guardia morisca de los reyes cristianos, o de los farfanes en los territorios del Magreb. Es decir, hay variedad de situaciones para un amplio tema.

Conforme la repoblación cristiana fue ganando espacio, la frontera de al-Andalus se contraería. Esto supuso el establecimiento de una línea cada vez más clara que adquirió una forma más o menos definitiva hacia el siglo xiii, con el advenimiento del sultanato nazarí de Granada, que se extenderá hasta el siglo xv. Esa frontera supondrá contactos que están en el nivel de la cotidianeidad, allí donde los discursos más amplios no tienen cabida, pero, si la tienen, es para delimitar algunas cuestiones que están en el nivel de creencias desarrolladas más bien en el plano personal que en el beligerante (Melo, 2012).

Si bien los discursos cronísticos de ambas partes nos hablan de si-tuaciones complejas y de grandes gestas, estos no son más que una visión oficial, aunque por cierto real, de uno de los aspectos de la frontera,

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pero no de todos. La minucia documental nos relata relaciones más continuas, intercambios de productos, coexistencias, relaciones huma-nas estables, conocimientos mutuos, arriendos de tierras, facilidades para pastar animales, enamoramientos, usos mancomunados, es decir, alude a relaciones cotidianas que se afianzan en la amistad y en la necesidad mutua de protegerse frente a las agresiones furtivas, pero sobre todo en la idea de equilibrios que imponen necesidades (Melo, 2012). Cuando hay conflicto abierto, estos equilibrios se desarticulan y se hace necesario el establecimiento de treguas que normalicen esas relaciones de mutua necesidad y encuentro. Así se verifica en esos pactos que inundan los archivos y que deslizan la complejidad de las relaciones fronterizas. ¿No hay acaso aquí un ejemplo de diálogo, de coexistencia, de tolerancia, o también de identidades complejas? Estas relaciones incluían todos esos elementos, porque todos ellos están en juego cuando hablamos de diálogo.

En un reciente estudio que hemos realizado, revisando un gran número de treguas firmadas entre los siglos xiii y xv, hemos podido corroborar cómo se realizaban, permanentemente, este tipo de acuer-dos (Melo, 2012). Incluso es más, cuando se observan periodos de mayor violencia, con grandes campañas promovidas desde el poder central, las treguas se siguen firmando, todo lo cual da cuenta de la necesidad de establecer un equilibrio fronterizo que beneficie a ambas comunidades, lo cual se debe a que, al parecer, existía en ese momento una noción más compleja de lo que entendemos por comunidad, con unos ideales y unas manifestaciones que establecían la inclusión de los distintos grupos y no la exclusión. Lo mismo sucedía, tal como lo hemos establecido antes, en los ordenamientos forales que ordenaban las relaciones de coexistencia entre judíos, musulmanes y cristianos. Este «diálogo» solo se rompía cuando ciertas individualidades hacían valer el discurso religioso por sobre los intereses comunitarios, ya fuera en forma de cruzada o yihad, pero vale la pena repetirlo, esta no fue la tónica permanente, pero tampoco la excepción. Hay equilibrios que se respetan y se conciben como necesarios en una sociedad que comprende el valor de la diversidad.

La situación que planteamos para al-Andalus fue común en va-riadas zonas de los territorios islámicos, pero, como también se ha dicho, no hay que idealizar el valor de la tolerancia musulmana, porque esta tenía matices y también depende de los momentos en los cuales nos situemos. No es lo mismo hablar de tolerancia en la etapa inicial

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de la conquista de Egipto que durante el periodo de gobierno de los mamelucos, ya que en un comienzo las comunidades cristianas coptas coexisten con cierto respeto, pero luego serán perseguidas, generando una situación que, lamentablemente, se mantiene hasta hoy. Misma cosa sucede con las comunidades del Medio Oriente que durante los comienzos de la conquista son asimiladas con cierta apertura, pero que ya con la dominación de los otomanos, y sobre todo con la inclusión de los millets, sufrirán profundamente y se resquebrajarán, debilitándose a partir de una presión que en muchos casos obligará a su conversión (De Rosa, 2002).

Aquí estamos frente a una situación extendida que tiende a ge-nerarse en los momentos más complejos de la historia del islam, cada vez que surgen movimientos restauradores que se hacen más evidentes desde el siglo xiii en adelante, momento que coincide con la crisis in-terna del mundo islámico manifestado en el resquebrajamiento de la Ummah en diversos poderes locales que se extienden desde el Magreb hasta el Mashriq. Incluso, desde un punto de vista netamente históri-co, estas situaciones pueden verificarse desde el siglo xi en adelante, cuestión que además coincide con la toma de conciencia, sobre todo a nivel de la intelectualidad, de que el islam es una realidad distinta al cristianismo. Todo esto se verá reflejado desde la traducción del Corán realizada por Robert de Ketton, momento en el cual aparecerá el germen del desarrollo de la polémica antimusulmana (Tolan, 2007). Pero el islam, por su parte, también generará su propia crítica al cristianismo en la polémica anticristiana, la cual tendrá momentos interesantísimos cuando los intelectuales de ambos mundos dialoguen en torno a estos temas, comprendiendo el valor de los elementos que definen a ambas comunidades. Ese diálogo fomentará, en forma importante, el desa-rrollo de la argumentación en defensa del hecho religioso propugnado por ambos, aunque no la aceptación.

De ahí en adelante, con el advenimiento del desarrollo de Occi-dente a partir del siglo xiii y la profundización de la crisis en el mundo islámico, las condiciones de ese diálogo cambiarán y mutarán, sobre todo a partir del crecimiento del proceso expansivo europeo, que como lo hemos afirmado antes, tendrá profundas consecuencias al interior del mundo islámico, generando las condiciones para un sentimiento antioccidental que se irá acrecentando conforme pasen los siglos y se establezca una intervención directa de Occidente en los territorios islámicos. Sin embargo, lo anterior será el motivo del desarrollo de

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corrientes que buscarán el restablecimiento del camino correcto para las comunidades islámicas, con un discurso que fijará su atención en la búsqueda de las bases que las definen, como una suerte de regresión que permita reestablecer el camino de la «mejor de las comunidades». Está allí también el germen de la reconstrucción de la identidad islámica que, con diferentes vertientes, ha podido establecer movimientos de reivindicación política y religiosa que han llegado a manifestarse en determinados grupos que hoy por hoy se tildan de islamistas.

En los tiempos que corren, la tensión se ha impuesto sobre el diálo-go entre Occidente y el mundo musulmán, pese a que, desde mediados del siglo xx, ha existido un esfuerzo por tender puentes que permitan un encuentro. Sin embargo, el desarrollo disímil de ambas comuni-dades ha puesto en jaque a estas posibilidades, ya sea a partir de una mirada occidentalista que se esfuerza en presentarse como la mirada del mundo, y en donde priman los motivos basados en los desarrollos materiales y tecnológicos, como también en la acentuación de un des-encanto de algunas comunidades islámicas, las cuales quieren acceder a esos mismos desarrollos materiales y tecnológicos, generando una dicotomía interna entre la coexistencia de sociedades laicas y algunas de marcado acento religioso (Martín, 2004). Tema complejo, como mucho de los que se han esbozado y que da para un largo debate, al cual habría que sumar una serie de coyunturas políticas que hoy son motivo de tensión.

En ciertos círculos del mundo occidental hay una mirada que destila recelo en torno al mundo islámico, y lo mismo sucede desde la otra orilla (Molina, 2004). Esto parece normal si pensamos que son fenómenos espejo, tal como para al-Andalus lo ha esbozado Ron Barkai (1984). Esa desconfianza podría ser atenuada a partir de la comprensión de los fenómenos que afectan a ambos y de las esencias que los mueven. Esa mirada debe fundarse en un respeto, pero también en un examen histórico que las vincule y no desde el juicio visceral que suponga un juicio prooccidental o promusulmán, sino que desde la presentación de frágiles equilibrios que la historia permite comprender y establecer en el largo plazo, tal como parece destilar de la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano ii, en la que hay, claramente, un esfuerzo por establecer patrones que tienen una cierta consonancia. Cuestión que también es verificable en lo propuesto por Muhammad Jatami, cuando afirma que «en un diálogo, uno debe respetar la identidad independiente de la otra parte y su independencia e integridad ideológica y cultural»

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(Jatami, 2001: 23). He ahí la base de su propuesta para establecer un diálogo entre Oriente y Occidente.

Otros instrumentos son algunos documentos emanados de la ONU, tales como la observación 22 sobre el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión (1993); la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación basadas en la religión o en la creencia (1981); la resolución 48/128 de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia religiosa (1993), así como también la Declaración sobre el papel de la religión en la promoción de una cultura de la paz (1994); la Declaración de principios sobre la tolerancia (1995), que proviene de la Unesco, etcétera. Hay ahí un esfuerzo evidente, pero desde el ámbito de la historia se necesitan más (Torradeflot, 2002).

En un lúcido artículo, Miguel Ayuso (2012) afirma que las posibi-lidades para el diálogo existen, siempre y cuando se consideren estos puntos: el choque de la alteridad, que tiene que ver con el descubri-miento inicial del otro; el sentido de la diferencia, que es descubrir un sistema cultural y religioso que no es suyo, conociendo la diferencia que existe entre lo propio y lo nuevo que se está tratando de comprender; la conciencia del punto de vista; y la inteligencia de la coherencia, que nos conducirá a la contemplación asombrosa de la variedad de nuestros universos mentales, como el reflejo del misterio de nuestros destinos irreductibles (Ayuso, 2010).

Estas palabras surgen de breves reflexiones que tienen que ver con una visión que se funda en la historia, en la elaboración de un relato informado que dé cuenta de las situaciones tal y como lo expresan las fuentes, que las hay y no son pocas. Un relato que tendrá los defectos que todo discurso tiene, pero que debe hacer un esfuerzo de síntesis por comprender el porqué de las afirmaciones de esos testimonios, ubicán-dolas en su contexto y extrayendo todo aquello que pueda colaborar en la configuración de herramientas que permitan el diálogo, y no solo en este aspecto que he tocado, sino que en múltiples posibilidades, considerando los matices y evitando los juicios taxativos.

No todo Occidente desconfía del islam y viceversa. La historia, en ese sentido, supone un punto fundamental desde donde sostenerse y, quizás, los juicios tengan más fundamentos si estos esfuerzos logran tener un eco en la comunidad. Es solo una alternativa; se necesitan muchas más (Borelli, 2009).

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