Ética y antinatalismo
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Extractos de
De la felicidad y los hijos
Miguel Steiner
Editorial Proteus, 2012
De la explosión de masa popular a la indiferencia masiva
En los años 60 y 70 del siglo pasado se convirtió en tema de
preocupación mundial la explosión demográfica. Esta preocupación
ha dado paso a la indiferencia, si no a la denuncia de un supuesto
alarmismo injustificado. Como es obvio, tienen lo suficiente que
comer para mantenerse con vida todos los que aún se mantienen con
vida. La previsión bastante bien calculada de 6 mi millones de
habitantes en el 2000 daba lugar básicamente a una más bien
paradójica perspectiva catastrofista. No es ni puede ser el
aumento de la población un índice del grado de destrucción de la
humanidad. Lo catastrófico reside en la acumulación de víctimas de
situaciones más o menos catastróficas, no en ningún peligro para
la humanidad como especie, derivado de la cantidad de individuos,
que por fuerza tendrá su ajuste sostenible. (La sobrepoblación es
una imposibilidad lógica como hemos dicho en otra ocasión,
hablando de la naturaleza y sus equilibrios.) Pero muchos de los
que cosificaban, alarmados, los problemas derivados de la marea
humana hoy se sientan aliviados en el sofá, constatando que el
aumento de la población no se traduce en catástrofe humana
generalizada. Ya se ve lo que alguna vez, absurdamente, se
planteaba como dudoso: por más numerosos que sean los vivos
existentes, siempre serán soportados por la Tierra como
existentes; de lo contrario no existirían.
No tenemos que aceptar, pues, que se alegue falso alarmismo
para olvidarnos de las políticas demográficas. El alarmismo puede
ser insustancial en términos de cifras económicas o de esperanza
media de vida, y el petróleo puede ser sustituible, y la humanidad
puede crecer mucho todavía. Pero las víctimas de la existencia
caen como moscas, se diría, millones por año, decenas de millones,
cientos de millones. Mil escenarios apocalípticos presenta hoy un
mundo que con uno de dimensiones tradicionales ya tendría
suficiente que lamentar. El Apocalipsis, igual que la edad del
mundo creado por Dios, ofrece una enorme subestimación de las
dimensiones cuantitativas. Hay una sucesión y un incremento
sincrónico de desastres humanos muy notorio, cuyo reconocimiento
mundial queda amortiguado, empero, por el incremento masivo
paralelo del consumo de sofás. La marea humana no ha hecho más que
empequeñecer al individuo. ¿Qué significa hoy en día fuera del
escenario bélico un millón de muertos en una guerra africana?
Hace 2000 años había, se estima, unos 250 millones de
personas, en 1970 eran 2,5 mil millones, en 1987, 5 mil millones,
¡el aumento anterior de 2000 años en menos de treinta! Sin tocar
el objetivo de mantener la especie humana, ¿cuántos horrores no
podríamos evitar si nos pusiéramos el objetivo de reducir
preventivamente (sin traumas) la humanidad a su centésima parte, a
los 70 millones, que se supone había unos 5000 años antes de
Cristo, por ejemplo? ¿Y no sería mucho mejor aún que se quedara en
10 veces menos? El tamaño ideal podría establecerse como el del
mínimo sufrimiento compatible con la subsistencia de la especie
humana, que es el único elemento serio a tener en cuenta para
seguir manteniendo un cierto nivel de sufrimiento y muerte. Esta
solución puede parecer un apaño, pero es un norte ideal que apunta
hacia un mundo mucho mejor que el actual.
No es realista porque la gente no dejará de procrear, se dirá
también, pero todo es ganancia ya desde los primeros pasos en esta
dirección. El objetivo es que se vayan despoblando poco a poco los
centros de detención, los campos de refugiados, los hospitales,
los centros psiquiátricos, las zonas catastróficas, los escenarios
de guerra... Para que emprendamos estos pasos imprescindibles y
fructíferos no es necesario que pensemos en la humanidad como
especie. Además el medio será totalmente pacífico: la prevención
anticonceptiva. El grado de realismo de esta propuesta parece
depender de nuestra capacidad de controlar nuestras ilusiones y
trasladar a la coherencia ética esa razón contundente con la cual
defendemos cada cual, por necesidad natural, nuestro bienestar
individual y el de nuestros hijos. Las ilusiones que dañan no son
válidas. Las ilusiones reclaman un mundo mejor. Tan erróneo es
decir que no se puede conseguir como vender la solución
definitiva. Es el mundo con el que nos encontramos, o como dice el
creyente, Dios lo ha querido así.
Homo homini procreator.
Anónimo
El pensamiento ético se ha visto lastrado por falsas
combinaciones de la razón, la moral y nuestra condición sensible.
Decimos, frente a ellas, que la sensibilidad hace necesaria la
moral y la razón la hace posible. A esto hay que añadir que
tenemos que denunciar que la seducción de la felicidad ha venido
tapando la imperatividad del sufrimiento. Probablemente hay
cuestiones pragmáticas y psicológicas que complican la aceptación
de nuestras sencillas conclusiones.
Los grandes filósofos de Atenas establecieron un bien monista
y trinitario, que consiste en la coincidencia del saber
filosófico, la excelencia moral y la felicidad. Pero no se trata
de una idea de consistencia platónica, de la verdad fuera de la
cueva, sino de una respuesta imaginada a algo a todas luces muy
real: nuestras necesidades en un entorno conflictivo que
colectivamente adquiere peso moral por estar sujeto a la acción
humana racional.
No tendemos de forma natural, como mantiene Aristóteles, al
bien moral, ni es el bien moral el cumplimiento de un deber digno
y admirable, como lo presenta Kant. El bien moral consiste en
paliar y prevenir el mal que todos conocemos en mayor o menor
medida y cuya máxima expresión es la tortura más atroz. Ésta es
una aclaración teórica desagradable de la que tenemos que sacar
alguna ventaja práctica importante para justificar su formulación.
Procesar el mal
El mal no es un invento por más que se inventen muchos males.
Por eso es espinoso el tema, más espinoso que complicado. Por
ejemplo: un hijo nuestro, pequeño e impresionable, ve
accidentalmente una imagen violenta en el periódico que estamos
leyendo y queda muy afectado. ¿Qué le decimos? Probablemente
buscaríamos una mentira: “no es lo que parece” en lugar de decirle
que hay cosas aún peores. La conciencia del mal nos hace daño, nos
provoca desengaño y desconcierto, rabia impotente tal vez, todo lo
cual también interesa evitar. Siempre es un desafío darle al mal
un peso en nuestra conciencia. A veces reaccionamos llamando mal a
cualquier tontería. Nos interesaría mucho que el mal fuera una
tontería y no algo que pueda convertir la vida en insoportable,
algo realmente serio, grave, importante. Nuestro deseo de vivir
nos aboca a ser positivos.
Todos sabemos lo importante que es nuestro bienestar. Por eso
comemos varias veces al día y nos acostamos a dormir y no dejamos
de respirar y, asimismo, inventamos constantemente soluciones a
los problemas. La palabra “importante” ni siquiera tendría sentido
si no hubiera sensaciones apremiantes. Tampoco lo tendría la
palabra “malo”. La semántica de los valores, que no es la
semántica de la lógica ni del empirismo científico, es la del
dolor y el miedo. La noción del mal es una noción intermedia que
hace de puente hacia el deber; traslada al deber moral toda la
fuerza impositiva del sufrimiento ya contextualizado en el mundo
de los objetos manipulables y de nuestros actos.
Póngase cualquier ser humano ante la perspectiva de inminentes
sufrimientos espantosos. ¿Puede evitar la interpretación más
diáfana del mal jamás realizada en su vida por más discursos que
haya oído en las misas de domingo o haya leído en los libros de
los filósofos? ¿Qué otro mal necesita? Alguno no tan malo tal vez,
alguno compensatorio tal vez.
Muchos expertos en moral se especializan en separar el mal
físico (sufrimiento) del mal moral (maldad) y en establecer una
relación de compensación entre ellos. Estos reivindicadores de la
bondad del mundo “justo” o “sin pecado” hablan del mal físico con
oportuna condescendencia. El sufrimiento ya va bien para arreglar
las cosas, piensan, sobre todo las que molestan. Manejar el mal
moral es necesario para regular las relaciones interhumanas, pero
lo que se pierde de vista es el origen de esta necesidad. Y de
ello adolece buena parte de la filosofía moral.
De una forma u otra, los filósofos suelen presentar un mal
deslavazado, insignificante, curioso, sesudo, oscuro. Nos ofrecen
versiones del mundo aptas para nuestros hijos impresionables, a
los que hay que ocultar los aspectos duros de la realidad. ¿Qué es
el mal que obtengo si miento o robo alguna vez, incumpliendo las
máximas de Kant? ¿Qué es el mal que nos presenta Sócrates,
diciendo que cometer una injusticia es peor que sufrirla? ¿Qué mal
es el de no alcanzar la felicidad, de la que se habla apuntando al
cielo mientras los lodos nos tragan? ¿Qué es el mal reducido a las
molestias de Nietzsche, con el pesimismo, el nihilismo y el
resentimiento como máxima expresión? La discusión sobre el mal se
ha mantenido tradicionalmente sobre la farsa de sus disfraces. Es
comprensible. Porque resulta que el mal es realmente malo, cosa
grave.
Todo sentimiento es subjetivo, ya que sólo los sujetos pueden
sentir. Pero forma parte objetiva del mundo, de lo que hay. Las
sensaciones tienen entidad ontológica por más que se escondan a la
ciencia. En otras palabras: tenemos verdad del sentir pero no
tenemos ciencia del sentir. La verdad del tormento no depende del
espectador —declarado incapaz de ser epistemológicamente objetivo
en este punto— como pretenden muchos. Ésta es la abdicación moral
del relativismo, que completa el panorama de un mal
inadecuadamente procesado y públicamente rebajado o distorsionado
por los filósofos, por no mencionar a los pontificadores,
sacerdotes y gurús, cuya grey no exige argumentos.
No hay mal sin víctimas. Y puede haberlas en mayor o menor
número. La cantidad de afectados importa, como a mí me puede
importar no entrar en ella, o a ti, lector. Es estéril plantear
las cosas en términos de solución completa, en términos de todo o
nada. Tal perspectiva lleva a algunos a proclamar la inutilidad de
todo compromiso y a otros a guiarse por las más irrealizables
utopías, cayendo en el mayor fanatismo. Si sustituimos el
principio del mal menor por el principio de la solución completa,
se vuelve absurdo distinguir la validez de unas opciones frente a
otras, se vuelve absurda, en definitiva, cualquier distinción
moral. El no comprometido dirá: muchos niños se morirán de
malnutrición, en cualquier caso; nadie lo puede arreglar; por
tanto, nada hay que hacer. (Comerá y alimentará a sus hijos, se
supone que por capricho.) El fanático, cuyas razones pueden ser
más comprensibles de lo que el no comprometido suele admitir,
justificará cualquier medio por un fin bueno que nunca alcanzará.
Los traumas que provocará sobrepasarán los logros que pueda
obtener.
La cuarta dimensión ética
Necesitamos una propuesta que justifique nuestros esfuerzos.
Creo que tengo una buena propuesta, una propuesta necesaria. La
acción contraceptiva tiene varios móviles relativamente comunes, a
los cuales añado otro no tan común. Intentamos evitar el embarazo
si supone un problema físico para la mujer. Se entiende
fácilmente. También podemos pensar en lo que supone de esfuerzo
para la economía familiar añadir otra persona a ser mantenida, lo
cual tampoco es difícil de entender. Una visión aún más amplia
sugerirá políticas de planificación familiar en función de la
sostenibilidad ecológica o de la miseria provocada por la falta de
recursos.
Podemos añadir, entonces, un móvil universal —y eso ya no
parece tan fácil de entender—: hay que frenar la producción de
individuos, en tanto escenarios de sufrimiento y muerte. La
perspectiva antinatalista es la más general y la más inmune a
consideraciones coyunturales. Se apoya en una teoría ética madura
y no en intereses puntuales. Por supuesto, también habrá menos
madres y familias con problemas y menos carga para el medio
ambiente, y los beneficios alcanzarán todos los intereses menos
uno: el deseo de las personas vivas adultas de tener hijos.
¿Es responsable y correcto —o sea bueno— contribuir a que haya
más casos lamentables de los que ya ha habido y actualmente se
dan? Ya sucesos mucho menos graves que los tormentos a manos de
verdugos humanos nos pueden parecer del todo inaceptables: un
accidente que nos deja mutilado, una enfermedad dolorosa, vivir
bajo amenazas, la muerte de un hijo o de la madre, las agonías en
general... Y si pensamos en términos políticos, vemos la calamidad
extremamente violenta que es la historia de los choques de
intereses o necesidades colectivas, es decir, la Historia en tanto
tal, propia de la humanidad. Dada la población actual, en poco
tiempo habremos duplicado los sacrificios humanos desde tiempos
prehistóricos hasta el momento. Repetiremos toda la cruel historia
de miles de años en unas décadas. Si no hay rebelión
anticonceptiva, el horror se densificará a ritmo exponencial.
La vida es potencialmente la monstruosidad de la que nos
hablan las pesadillas. La vida es potencialmente una película de
terror. Nos es más útil ver otras potencialidades en ella y
construir una visión globalmente positiva. Nos conviene y por eso
puede ser bueno, lo cual no quiero negar pero que debo poner entre
paréntesis para hacer emerger las verdades más aprovechables,
aunque también más duras. Hay muchas cosas bonitas, y las futuras
generaciones tendrán sus alegrías, sus placeres, algo así como la
felicidad, tal vez. Una vez constatado este hecho, y para no
malgastar el tiempo, enseguida lo dejamos de lado para volver a lo
que nos interesa, a lo importante y necesario, a lo que exige
respuesta, a lo que apremia por su existencia verdadera, no como
promesa justificadora del deseo procreador.
Ante la amenaza de lo terrible, ¿podemos aprobar la ciega
subordinación tradicional a los procesos reproductivos? Ya antes
del avance de los ingeniosos planteamientos relativistas modernos,
nuestra capacidad de generar vidas humanas carecía de todo
escrutinio ético. ¿Cuándo se convertirán en un tema de reflexión
responsable no sólo la muerte, no sólo los numerosos problemas de
la vida dada, sus terribles riesgos, sino también su
imprescindible antecedente, la llegada —provocada por el ser
humano— a este mundo?
“El mayor delito del hombre es haber nacido”. He citado en el
capítulo dedicado a la reflexión metafísica esta idea de Calderón
de la Barca a la vista de tanto padecimiento humano. Tal vez
podríamos sustituirla por una fórmula emparentada, que nada quita
de la premisa del dolor y que, por otra parte, tiene la ventaja de
ser más respetuosa con el nasciturus: el mayor delito del hombre es
hacer nacer. Pero para no ser irrespetuoso con el procreator tampoco,
hay que proceder en seguida a sustituir “delito” por “error” o
“inconciencia”. Ya es hora de discutir al menos si se puede hablar
de un error o no.
La mayoría de las personas preferimos vivir antes que buscar
una solución radical de la eliminación del sufrimiento individual.
Pero esto es así porque estamos atrapados en las exigencias y
presiones de la vida. Donde no hay vida tampoco hay necesidad de
vida. Esta idea debería formar parte de la responsabilidad de
quienes están en condiciones de llevar a cabo la posibilidad de
crear un ser humano sensible y vulnerable, este innecesario ámbito
de nuevas necesidades sin garantía de satisfacción.
Se puede argumentar que nuestras opiniones pudieran llevar,
mantenidas coherentemente, a anteponer a la vida incluso feliz
cualquier tontería como el pinchazo de alfiler o picadura de
mosquito. Sería más bien absurdo y aberrante. Este carácter
absurdo requiere la insignificancia de los problemas considerados.
Pero, precisamente, no hace falta hablar de los problemas
insignificantes sino de los que son importantes porque provocan
sufrimientos importantes.
Lo que tenemos que contraponer es la necesidad de tener hijos
y la gravedad de las consecuencias posibles y reconocibles,
estadísticamente reales. (Algo más es preciso tener en cuenta que
los pinchazos de un alfiler o de las picaduras de mosquito.)
Tenemos hijos por alguna necesidad y el problema es justamente la
contraposición de necesidades. Si se acepta que éstas importan y
que por eso mismo se acaba siendo padre, ya se comparte nuestro
punto de partida. Importa evitar las necesidades insatisfechas, el
sufrimiento. Más aún, si el sacrificio que supone renunciar al
hijo puede considerarse muy importante, más consolidada queda la
razón que vincula al sufrimiento con lo importante. Una
argumentación sincera a favor de la procreación no como mero
capricho, difícilmente saldrá del territorio cuyo reconocimiento
es la reivindicación principal de este ensayo, el territorio de
las necesidades sensibles, o sea de la imperatividad del
sufrimiento.
Mantengo que la contracepción es una medida preventiva
relativamente poco traumática y fácilmente justificable como mal
menor. Ciertamente, la renuncia al hijo puede suponer algún
sacrificio. Aparte de que este mismo sacrificio también pudiera
afectar a nuestros hijos (por esterilidad, por ejemplo), con lo
cual no quedaría eliminado sino convertido en un potencial legado,
son problemas bastante más graves los que debemos tener en cuenta.
No sabemos lo que les va a suceder a los hijos, sólo sabemos que a
algunos les tocará lo que las estadísticas acabarán mostrando
crudamente ofreciendo una amplia gama entre el mal de no procrear
y males extremos. ¡Con eso ya sabemos suficiente!
“Quiero tener hijos para poder darles todo mi amor, para
cuidarlos, para hacerlos felices”, dicen. El sentido oculto,
maquillado de esta común sentencia es: “Quiero tener hijos porque
me satisface, aún sabiendo que son vulnerables, y si falla algo no
será por mi culpa ya que, en su momento, pondré en marcha toda mi
excelencia moral.” Así, una vez retado el destino en forma de un
nuevo ser humano vulnerable y mortal, tendremos ocasión de
revelarnos como buenas personas, al menos mientras el niño sea lo
suficientemente pequeño para que la relación paternal funcione. He
advertido desde el principio contra el aislamiento de la bondad
personal, que hay que distinguir de la voluntad de mejorar las
cosas en el mundo, una voluntad que no se puede concebir como fin
en sí. Hemos llegado al punto más crítico para la idea común y
tradicional de la bondad: no existe el paciente moral, pero lo
genero. Esta situación no se ajusta a las relaciones entre los
vivos, que son las que conforman la moralidad común.
En realidad, nadie engendra hijos por motivos éticos. No se
suele considerar la procreación en sí misma como necesaria, ni
siquiera como buena. Los intereses de los padres pueden ser
respetables, pero nadie procrea por compromiso moral. Y casi nadie
cree necesaria ninguna clase de justificación tampoco. Las
discusiones las suele iniciar el que se opone y después se buscan
errores en su argumentación por sus implicaciones
contraintuitivas.
La vida es una aventura que siempre acaba mal, todos lo
sabemos. La vida, naturalmente, puede ofrecer alegría y felicidad.
A este hecho recurre la voluntad conformista más inmediata. Pero
no es coherente reivindicar la vida feliz (hasta el punto de
generar una vida) si no se garantiza la ausencia de la
infelicidad, de sufrimientos graves, que es algo imposible. Por
lógica tampoco puede haber ningún elemento reivindicativo de la
felicidad en la no vida, en el hijo que no tenemos. La felicidad
es
a) innecesaria,
b) no compensa,
c) tiene por condición la ausencia de la infelicidad,
d) es relativamente escasa en la vida.
No existe hijo no concebido que pueda reclamar la vida. Quién
no acepta a) nos debería decir en todo caso cuantos casos de
necesidad de felicidad por materializar observa: ¿uno, 20, 1
millón, infinitos? Si no nos equivocamos, esto no se ha
establecido nunca en la historia de la humanidad. De hecho el
planteamiento es absurdo, porque sencillamente no existe ninguna
necesidad donde nadie puede sentirla. En cuanto a b) cabe decir
que las sensaciones agradables y el sufrimiento existen de forma
alternativa o yuxtapuesta (en la relación del sádico con su
víctima, por ejemplo). El ideal de una neutralización no podría
ser más que una ausencia de sentimientos, donde el dolor como mal
y la felicidad como bien se pierden neutralizándose sus valores
positivo y negativo. Por último, si la necesidad de la felicidad
fuera una característica de la vida ya dada, más en contra tendría
ésta ya que pocos y puntuales son los momentos de importante
alegría, placer o cualquier otro sentimiento agradable. Ya es
necesario algo de suerte —y también cierta indolencia (la
insolidaria beatitud es la promesa)— para poder pasar la vida sin
grandes preocupaciones en un estado de poca intensidad emocional.
En cuanto a c) y d) no parecen necesarias mayores explicaciones.
Poco a poco va despegando en los últimos años la literatura
antinatalista. En palabras de David Benatar, autor del libro Better
never to have been (Mejor nunca haber sido): “Tanto las cosas buenas como
las malas sólo pueden ocurrirles a aquellos que existen. La
ausencia de cosas malas, tales como el dolor, es buena siempre,
mientras que la ausencia de cosas buenas, como el placer, sólo
puede ser mala si hay alguien que se ve privado de ellas.” Eso, si
se quiere considerar mala la ausencia de placer en una persona
viva —ha de añadirse—. Un bolígrafo se encuentra privado de
placer; es una idea extraña. ¿Qué problema puede haber meramente
por falta de placer? En cualquier caso está claro que la ausencia
de lo que apreciamos sólo puede ser un problema para los que
viven, y carece totalmente de sentido proyectar el problema en
algo que no es nada. Sencillamente no hay proyección posible. Por
decirlo de otra manera, “el pobre hijo que no tengo no puede ser
feliz” equivale a “el pobre hijo que no tiene mi teléfono no puede
ser feliz”. Y muy sensatamente se diría: si algo es seguro,
precisamente, es que no hay problema alguno en ello. Otra asunto
es el interés de los padres (que no son teléfonos). Y este interés
es el espacio único y exclusivo en el que se deciden
conscientemente vidas y muertes futuras.
Se genera, pues, cierta confusión cuando se intenta
identificar ausencia con privación. Por privación se tiene que
entender, y así es habitualmente, algo negativo y problemático
para que sea interesante como argumento. La privación de agua es
ausencia de agua más sed. Este aspecto negativo no existe en la
ausencia de la felicidad fuera de los seres sensibles. Esta
ausencia y supuesta privación además se debería considerar
infinita ya que siempre podemos concebir un ser humano más de los
que ya existen en cualquier momento y ver, así, ausencia de
felicidad. No escuchamos en ninguna parte el lamento
correspondiente a la ausencia eternamente infinita de más espacios
de placer, alegría, felicidad. Sólo escuchamos un argumento
interesado de seres humanos ocupados consigo mismos.
Descartada la problemática de la falta de felicidad fuera del
ser sensible, en el escenario de la inexistencia del hijo deseado,
queda la idea de la felicidad ausente en el interior de la vida.
Si la identificamos con una privación problemática, sólo elevamos
los requisitos de una vida no problemática. Ya el hecho de no ser
máximamente feliz estaría acompañado de alguna dosis de
negatividad vinculada a la idea de la privación. No parece que se
trate de un buen argumento a favor de la opción procreadora, ya
que se abriría un espacio al problema casi seguro de la privación.
Yo no llego tan lejos como para quejarme de que la vida no ofrezca
la máxima felicidad y ni siquiera una perdurable pequeña dosis de
ella en muchos casos. Así resulta que el argumento supuestamente
favorable a la procreación que dice que sin vivir no se puede ser
feliz se ve completado con la idea: “No nos importa demasiado que
la felicidad de nuestro hijo no se dé, no lo suficiente como para
percibir un problema a prevenir, una privación previsible. Nos
basta con que pueda ser feliz, no necesitamos garantías.”
Como puede verse cada vez más navegando por internet, la
opción antinatalista está generando una discusión y —algo es algo—
muchos argumentos contrarios. Dado que lleva a resultados
demasiado incongruentes el deber de procrear en positivo y es
misión poco agradecida si se toma muy en serio, mayormente los
argumentos pretenden neutralizar el peso ético de la opción de la
renuncia. Ni la decisión favorable ni la desfavorable se imponen,
y se preserva la libertad, el tercer concepto mágico en el podio,
después de Dios y la felicidad. No se puede beneficiar o
perjudicar a nadie creándolo o no, ya que todavía no existe, dice
uno. Tanto beneficia como no beneficia llegar a existir o no,
porque esto dependerá de lo que pase después, dice otro. Todas
estas operaciones conceptuales no hacen más que limitar nuestra
razón ética a una respuesta a los hechos, ignorando su potencial
preventivo. Todas ellas pretenden desmoralizar el tema, en
definitiva.
Se quiere, pues, presentar la decisión de tener o no un hijo
como algo completamente neutro en términos éticos. Ciertamente, no
llega hasta la procreación la moral común y no podemos juzgar como
estamos acostumbrados. Pero hacemos una aportación significativa
al mundo si le ofrecemos un nuevo ser expuesto al sufrimiento y la
muerte. Para compensar este hecho sería necesaria una
argumentación a favor de su necesidad, que sin embargo no puede
funcionar, porque ha de quedar en mera opción libre. Decir que
aquí no hay ningún elemento capaz de coartar mi más absoluta
libertad de decidir según mis conveniencias es defender la
irresponsabilidad basada en la ignorancia. No hay que ser profeta
para ver que uno genera un nuevo escenario de riesgos que junto a
los demás constituye ese fondo vivo en el que se ceban todos los
desastres (y también ofrece posibilidades de ser feliz, no me
olvido y lo puedo repetir las veces que se quiera; si no me
olvido, pondré como última frase del libro: la felicidad existe).
Tenemos cierto tema aquí, por más que proliferen las fórmulas para
señalar la impertinencia del juicio moral en esta materia. Hasta
que no le pase nada al hijo no hay responsabilidad, es la idea que
se quiere vender, y esta responsabilidad, en tal caso (cuando pasa
algo muy grave) ya es ajena al procreador. Ciertamente, éste nunca
quiere que le ocurra nada grave a su hijo y así supera, parece, la
prueba de la buena voluntad en el sentido kantiano.
Así que el argumento de tener un hijo para darle la
posibilidad —una mera posibilidad—de ser feliz, aparte de no tener
nada que ver con la verdadera motivación (los deseos de los
padres), esconde precisamente una falta de preocupación por la
suerte del hijo en el momento en que no existe todavía, pesa a que
después se despliegue toda la moralidad común, porque somos buenos
en sentido clásico.
Entre el sí paliativo y el no preventivo
Parece que es esto lo que ocurre: siempre tenemos buenas
propuestas para resolver los problemas o para minimizarlos en
nuestra cabeza. Los problemas aprietan y buscamos respuestas.
Somos positivos y afirmativos. Reaccionamos positiva y
afirmativamente. A lo dado aplicamos nuestras oportunas
reacciones. La prevención, en cambio, no es lo mismo que la
reacción. Se orienta hacia lo no dado y nos distrae de lo
inmediato. Las medidas preventivas pueden no ser paliativas al
orientarse a necesidades aún no presentes.
Permítaseme referir un episodio reciente presentado en un
noticiario de la televisión. Precedida y seguida de noticias de
tono apocalíptico sobre una catástrofe natural y nuclear
(terremoto, tsunami y fuga radiactiva) con miles de muertes ya
ocurridas y muchas más temidas, aparece ésta: “Pero no todo es
desolación. En medio de la catástrofe también queda lugar para la
esperanza. Vean, si no, a este bebé recién nacido y a sus felices
padres.” Y aparece la imagen de un bebé llorando y sus padres con
cara más bien de circunstancias, pongamos que felices. Para que
consigamos entender su sentido, la explicación del comentario
requiere tener en cuenta la intuición de que ya es tarde para
negarle la sonrisa al pequeño ser humano, una vez que se encuentra
arrojado al mundo, por radiactivo que éste sea. No hay Godzilla
que pueda con la celebración de un nacimiento y las muestras de
felicidad. Ante el hecho consumado hay que ser positivo.
¿Pero, de todos modos, por qué hay que hacer de aguafiestas en
el asunto de la felicidad? La razón es clara y de irrebatible
consistencia: para evitar lo contrario. No hago más que señalar la
contradicción que supone basar la moralidad en la felicidad...
previa omisión del problema del sufrimiento, de la desdicha, de lo
contrario de la felicidad.
La filosofía de la mayor felicidad para el mayor número de
personas del utilitarismo benthamista permite interpretaciones
como la siguiente: “La idea final de toda política racional es
promover la mayor cantidad de felicidad en una región dada, y la
cantidad de felicidad sólo puede aumentarse incrementando el
número de perceptores o el placer de sus percepciones.” (Gould: La
estructura de la teoría de la evolución). Son palabras de William Paley,
coetáneo del utilitarista Bentham y modelo científico de Darwin en
su juventud, aquel naturalista que dijo que se reconoce claramente
la mano de Dios en los seres vivos tan maravillosamente adaptados.
¿Pero qué ocurre con el sufrimiento cuando crece en paralelo a la
maximización de la felicidad? Se hace las cuenta, se diría, sin
considerar lo que se quiere superar o tapar (no se sabe muy bien).
Lo cierto es que la mayoría de los utilitaristas capitaneados por
J. S. Mill, valorando el descubrimiento de Malthus, abogaron por
la contención procreadora, conscientes del brutal techo que la
miseria ponía al tamaño de la población. De hecho, latía
fuertemente por debajo del lema optimista del incremento de la
felicidad la preocupación por la minimización del sufrimiento. La
idea final de toda política racional es, sin duda alguna, la
prevención del sufrimiento, empezando por el más grave; la
política de Paley es la irracional y responde a una ilusión.
Se trata de una verdad incómoda: en materia demográfica la
maximización de la felicidad no implica la minimización del
sufrimiento, del mismo modo que más manzanas no implican menos
gusanos. Grandes confusiones lógicas salpican la mayoría de las
teorías éticas en este punto. A cambio resultan atractivas al
pasear la felicidad por sus laberintos conceptuales, después de
Dios y delante de la libertad. A unos cuantos les toca el
tormento, pero no pasa nada porque otros (uno mismo, el gran
pensador) son felices, o casi, o sólo se han de ocupar,
sabiamente, de tan atractiva promesa.
Se puede hablar de la felicidad o de cosas como la siguiente.
No hace demasiados siglos ni siquiera existía tanta gente como la
que hoy agoniza de miseria o violencia. El progreso científico, a
través de la explosión demográfica, ha conseguido que la situación
sea hoy peor que nunca. Han aumentado los devastadores efectos de
las catástrofes naturales, de las epidemias, de las calamidades
bélicas, de la explotación del hombre, de la trata de mujeres, de
la esclavitud de niños, de los crímenes, de los accidentes, de los
suicidios… El siglo pasado fue el siglo de los mayores genocidios,
con creces, de todos los tiempos. He aquí el progreso. O como
diría Groucho Marx: partiendo de la nada hemos llegado a las más
altas cimas de la miseria. Pero no es broma, trágicamente.
¿No requiere la imposición de vidas ninguna reflexión? Porque
de imposición tenemos que hablar. El procreador se sentirá tentado
a argumentar que no se puede imponer nada a nadie que no existe,
ya nos hemos referido a este argumento. Efectivamente, no hay
inicialmente nadie que pueda quejarse. Pero no es difícil salvar
la intuición de una auténtica imposición. El recién engendrado ser
humano enseguida se ve obligado, desde el primer segundo y sin
opción alternativa posible, a continuar la vida y exponerse a
todas las agresiones a su bienestar hasta, como mínimo, la edad en
que esté en condiciones de decidir su suicidio, cosa que también
tiene su coste, el cual incluimos en la imposición. La muerte no
buscada sería otra imposición. Se trata, pues, de una imposición
originaria, fundadora y peligrosa que requiere de algo más que las
voluntariosas previsiones de los padres para no considerarse
problemática.
Una decisión humana con implicaciones para terceros parece
ponernos delante de una responsabilidad. Citamos de otro libro
antinatalista, de Julio Cabrera y Thiago Lenharo di Santis: Porque
te amo, não nascerás!: “Siendo posible abstenerse, la procreación puede
ser moralmente juzgada como acción de uso de otro como medio (e
incluso de manipulación), que siempre podría evitarse.”
Los padres conocen bien esta desoladora sensación de
compasión, de enorme pena, que los hijos pueden provocar por
encontrarse tan vulnerables en un mundo sin garantías, y no sólo
cuando se les mueren en las manos, como es tristemente frecuente
en los sitios más pobres. Es imposible amar al hijo sin temor a la
realidad. Pero ya sólo queda esperar que no pase nada grave en
mucho tiempo. Evidentemente, ¡qué remedio! Sin embargo, existe
también la posibilidad de anticipar esa situación. Y a través de
esta discusión decidimos si prevenimos o preferimos aceptar
posibles consecuencias sin remedio. Podemos prever nuestra
compasión, nuestra empatía con un hipotético hijo, preguntarnos
qué nos dice de la realidad y darle importancia. ¿O sólo vemos que
los hijos han de servir para nuestro gozo?
Para la mayoría de las personas el horizonte ético se
encuentra en el respeto a los demás, mientras no sean enemigos.
Así se aprende de niño y así ha de ser para entenderse dentro de
las sociedades humanas, algo importante para todos. Dado que antes
de la concepción el niño no existe, no hay objeto de respeto.
Procreamos y ofrecemos respeto y hasta amor para cuando haga
falta, para cuando se nos reclame. Se entiende fácilmente la
necesidad de paliar, más difícil es entender la prevención, sobre
todo si uno no ve una amenaza para sí mismo ni hay nadie presente
aún como perceptor de una amenaza.
La naturaleza tiene principalmente dos “argumentos” para
mantener caudalosa la fuente de sangre, sudor y lágrimas. Uno,
queremos ver las cosas desde su lado positivo, de lo cual sacamos
algún provecho importante conforme a nuestra constitución natural.
No poco nos jugamos anímicamente, y también a nivel práctico, con
nuestra visión del mundo; y al tener que incidir en ella, la
argumentación antinatalista puede provocar un fuerte y espontáneo
rechazo. Dos, la renuncia al hijo biológico es un sacrificio más
inmediato que todos los sacrificios que puedan afectar a nuestro
hijo en el futuro, muerte incluida. Son argumentos no
necesariamente sólidos ante la razón pero de natural eficacia. El
deseo de tener hijos vence con facilidad la conciencia de la
vulnerabilidad y la mortalidad de éstos. El hijo como proyecto aún
no puede poner su futuro sobre la mesa y, aunque acabe muy mal
años más tarde, esta posibilidad no tiene ningún peso en la mente
del procreador.
Menos aún se tiene en cuenta el que, posiblemente, nuestros
hijos también tengan hijos y éstos, a su vez, también. Así,
podemos ser los inauguradores de una estirpe de miles de personas
en pocas generaciones, donde ya se encuentra, con total evidencia,
completamente fuera de lugar la idea de cualquier garantía de
bienestar futuro relacionada con nuestra opción procreadora que
pueda pasarnos —osadamente— por la cabeza.
Falta, en general, la base cultural para que se plantee lo que
es nuestro cometido aquí, tan sencillo, coherente y realista como
—se admite— poco reconfortante. Falta una penetración cultural de
la idea antinatalista para que la importancia de la generación de
una vida se independice de los naturales deseos paternales.
Fueron necesarios siglos de ciencia para, a duras penas,
acabar con las más fantásticas y disparatadas descripciones
religiosas del mundo —y todavía pueden escucharse muchos
sinsentidos bajo la franquicia de la fe—. La procreación del
sufrimiento es una especie de cuarta dimensión ética, una
dimensión históricamente ignorada y difícil de reconocer en un
mundo cuyas costumbres morales sólo se configuran como relaciones
interesantes entre los vivos. (Me parece poder leer el pensamiento
de algún que otro lector: ¡claro, cómo podría ser de otra manera!)
La procreación es el último reducto de nuestra inocencia animal.1
1 Algunas personas —para que no quede sin mención— pueden plantearse la interesante alternativa de la adopción. Hay niños huérfanos que se beneficiande tener padres, y éstos no crean nuevos seres humanos. Lo que aquí someto a discusión no es la condición de padre, por ser padre, sino la de procreador. Hay quienes tienen dificultad para separar ambas figuras, por no conceder la
Resumen
El deber se deriva de las necesidades sensibles, y su posible
coste se justifica como mal menor; nadie interpretaría el
sacrificio del justo como algo en sí deseable, lo cual significa
que el deber tiene que incidir en el mundo sensible y no puede
quedar en una abstracción no consecuencialista como la kantiana.
Considero que el utilitarismo negativo, o necesitarismo, basado en la
minimización del sufrimiento antes que en la maximización de la
felicidad, respeta la noción del deber. Defiendo, como también se
puede decir, una ética naturalista del deber (si la clasificación
interesa a alguien). La causa del mal no es un principio maniqueo
sino un fatal accidente biológico que hace posibles ciertas formas
de vida. El mal real es el mal sensible, natural e histórico, y la
razón ética se pone al servicio de la reducción del mal en general
igual que la razón hedonista lo hace con un enfoque básicamente
individualista. Ambas respuestas se dan a la fuerza, con el peso
relativo que nos señala la estatura moral de las personas adultas.
Puede reivindicarse la razón como elemento correctivo de
nuestras inclinaciones. Por tanto, es posible una ética del deber.
La necesidad, en cambio, surge de nuestra sensibilidad. Toda
noción del mal se deriva directa o indirectamente del
reconocimiento de la naturaleza coactiva, impositiva, imperativa
del sufrimiento. La idea del mal es el puente semántico entre el
sufrimiento y el deber. Ello sugiere —aparte de otros posibles
contenidos morales— la interrogación del espacio mismo en el cual
las respuestas éticas constituyen una necesidad, es decir, la vida
debida importancia a la propia generación de un nuevo ser humana, llegando a percibir el antinatalismo acompañado de adopción como una “contradicción”. Simenciono aquí el tema de la adopción, pese a que nada tiene que ver con la argumentación antinatalista, es para señalar este fenómeno. Merece ser evidenciada esta completa neutralidad moral respecto a la creación de un ser maltratable y mortal: si uno quiere un hijo, lo normal es engendrarlo.
sensible como escenario de sufrimiento. La procreación es
innecesaria: más aún, es ella la que genera lo necesario, la que
genera mal, la que contraviene el sentido del deber. En el otro
lado de la balanza está el sacrificio de la renuncia al hijo
querido y también la perdida de algunas ilusiones.
Una visión positiva y optimista de la vida puede ser muy
conveniente para encarar nuestros problemas dentro de la vida
pero, como estímulo para la reproducción, se vuelve inoportuna, ya
que potencia el efecto de los problemas. Aunque el optimismo pueda
tener importantes funciones prácticas, para tematizar la
procreación hay que cambiar completamente de perspectiva y
reajustar nuestros esquemas morales, teniendo en cuenta que la
ilusión, la utopía y el optimismo no tienen aquí el efecto útil
que les pueda corresponder en la realidad intramundana dada. No
siempre hay que ser “positivo”. En nuestro caso es mejor —
simplemente mejor— ser “negativo”, para no jugar con riesgos
innecesarios y no ensanchar el espacio del mal, cosa que nadie
pretende conscientemente, tengo entendido.
Muchos estarán dispuestos a reconocer la problemática más o
menos “maltusiana”, que abarca los problemas directamente
relacionados con el aumento demográfico, como el agotamiento de
recursos, la contaminación y la destrucción medioambiental. Ya con
ello tenemos argumentos lo suficientemente serios en defensa del
control demográfico y del antinatalismo como para implicar a las
conciencias adultas. Mi modesto estudio, no obstante, pretende ir
un poco más lejos, al hacernos ver que la dimensión demográfica
afecta a todos los problemas en cualquier lugar, no sólo a los
específicamente relacionados con el aumento de la población,
expresables en términos ecológicos. También afecta al número de
suicidios y de víctimas de guerras, de crímenes, de enfermedades,
de accidentes, de catástrofes naturales y de toda clase de
atrocidades de muy desagradable descripción… Todas las
posibilidades de sufrimiento se potencian demográficamente y
dejan, infaliblemente, su huella estadística en proporción
aproximada al tamaño de la población.
Después de haber hablado del mal con un poco de seriedad, lo
cual no es habitual ni necesariamente está bien visto ni tampoco
siempre útil y en cualquier caso incómodo, después de haber mirado
de cara lo que es malo sin dejar de ser horrible, terrible y
espantoso, la conclusión es que la procreación es mala y que se
puede considerar un deber moral genuino —sin más tutela que los
buenos argumentos— renunciar a la descendencia. Dado que no uso la
palabra “mal” en vano ni tampoco la palabra “deber”, provocaré un
serio rechazo en diferentes frentes. Al margen de sabidurías
moralizadoras varias, al margen de la beatitud insolidaria, al
margen también de las clásicas objeciones del optimismo mágico
(“¡No!, lo que hay que hacer es...”), es posible que muchos padres y
madres, acostumbrados a utilizar los juicios morales como arma
arrojadiza y, por ello mismo, celosos de su imagen moral, se
inquieten o incluso se indignen por mi conclusión.
Quiero recordar que mi mirada se centra en las víctimas o
potenciales víctimas de la condición humana y de lo que llamamos
problemas. Expongo razones, no ataques moralizadores a un
comportamiento de hecho natural y comprensible. No me interesa
acusar a los padres; los quiero convencer de que es mejor que
dejen de tener hijos, que, si tienen tres, no tengan cuatro y, si
son ocho, que no sean nueve, porque tal es mi convicción,
comprometida con la idea de la prevención del sufrimiento atroz no
sólo en mi propia persona sino en el escenario del mundo. Hablo de
error ético en función de las consecuencias, esto es, la propagación
del sufrimiento, que el procreador en el fondo también intenta
evitar, entiendo, por más que algunos preceptos morales, de
generación colectiva y opacos ante sus condicionantes sensibles,
le distraigan. Sobre cómo evitarlo puede haber muchas discusiones
serias y sinceras, como también las puede haber no tan sinceras,
lo cual lamentablemente parece lo más común.