Ética y antinatalismo

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Extractos de De la felicidad y los hijos Miguel Steiner Editorial Proteus, 2012 De la explosión de masa popular a la indiferencia masiva En los años 60 y 70 del siglo pasado se convirtió en tema de preocupación mundial la explosión demográfica. Esta preocupación ha dado paso a la indiferencia, si no a la denuncia de un supuesto alarmismo injustificado. Como es obvio, tienen lo suficiente que comer para mantenerse con vida todos los que aún se mantienen con vida. La previsión bastante bien calculada de 6 mi millones de habitantes en el 2000 daba lugar básicamente a una más bien paradójica perspectiva catastrofista. No es ni puede ser el aumento de la población un índice del grado de destrucción de la humanidad. Lo catastrófico reside en la acumulación de víctimas de situaciones más o menos catastróficas, no en ningún peligro para la humanidad como especie, derivado de la cantidad de individuos, que por fuerza tendrá su ajuste sostenible. (La sobrepoblación es una imposibilidad lógica como hemos dicho en otra ocasión, hablando de la naturaleza y sus equilibrios.) Pero muchos de los que cosificaban, alarmados, los problemas derivados de la marea humana hoy se sientan aliviados en el sofá, constatando que el aumento de la población no se traduce en catástrofe humana generalizada. Ya se ve lo que alguna vez, absurdamente, se planteaba como dudoso: por más numerosos que sean los vivos

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Extractos de

De la felicidad y los hijos

Miguel Steiner

Editorial Proteus, 2012

De la explosión de masa popular a la indiferencia masiva

En los años 60 y 70 del siglo pasado se convirtió en tema de

preocupación mundial la explosión demográfica. Esta preocupación

ha dado paso a la indiferencia, si no a la denuncia de un supuesto

alarmismo injustificado. Como es obvio, tienen lo suficiente que

comer para mantenerse con vida todos los que aún se mantienen con

vida. La previsión bastante bien calculada de 6 mi millones de

habitantes en el 2000 daba lugar básicamente a una más bien

paradójica perspectiva catastrofista. No es ni puede ser el

aumento de la población un índice del grado de destrucción de la

humanidad. Lo catastrófico reside en la acumulación de víctimas de

situaciones más o menos catastróficas, no en ningún peligro para

la humanidad como especie, derivado de la cantidad de individuos,

que por fuerza tendrá su ajuste sostenible. (La sobrepoblación es

una imposibilidad lógica como hemos dicho en otra ocasión,

hablando de la naturaleza y sus equilibrios.) Pero muchos de los

que cosificaban, alarmados, los problemas derivados de la marea

humana hoy se sientan aliviados en el sofá, constatando que el

aumento de la población no se traduce en catástrofe humana

generalizada. Ya se ve lo que alguna vez, absurdamente, se

planteaba como dudoso: por más numerosos que sean los vivos

existentes, siempre serán soportados por la Tierra como

existentes; de lo contrario no existirían.

No tenemos que aceptar, pues, que se alegue falso alarmismo

para olvidarnos de las políticas demográficas. El alarmismo puede

ser insustancial en términos de cifras económicas o de esperanza

media de vida, y el petróleo puede ser sustituible, y la humanidad

puede crecer mucho todavía. Pero las víctimas de la existencia

caen como moscas, se diría, millones por año, decenas de millones,

cientos de millones. Mil escenarios apocalípticos presenta hoy un

mundo que con uno de dimensiones tradicionales ya tendría

suficiente que lamentar. El Apocalipsis, igual que la edad del

mundo creado por Dios, ofrece una enorme subestimación de las

dimensiones cuantitativas. Hay una sucesión y un incremento

sincrónico de desastres humanos muy notorio, cuyo reconocimiento

mundial queda amortiguado, empero, por el incremento masivo

paralelo del consumo de sofás. La marea humana no ha hecho más que

empequeñecer al individuo. ¿Qué significa hoy en día fuera del

escenario bélico un millón de muertos en una guerra africana?

Hace 2000 años había, se estima, unos 250 millones de

personas, en 1970 eran 2,5 mil millones, en 1987, 5 mil millones,

¡el aumento anterior de 2000 años en menos de treinta! Sin tocar

el objetivo de mantener la especie humana, ¿cuántos horrores no

podríamos evitar si nos pusiéramos el objetivo de reducir

preventivamente (sin traumas) la humanidad a su centésima parte, a

los 70 millones, que se supone había unos 5000 años antes de

Cristo, por ejemplo? ¿Y no sería mucho mejor aún que se quedara en

10 veces menos? El tamaño ideal podría establecerse como el del

mínimo sufrimiento compatible con la subsistencia de la especie

humana, que es el único elemento serio a tener en cuenta para

seguir manteniendo un cierto nivel de sufrimiento y muerte. Esta

solución puede parecer un apaño, pero es un norte ideal que apunta

hacia un mundo mucho mejor que el actual.

No es realista porque la gente no dejará de procrear, se dirá

también, pero todo es ganancia ya desde los primeros pasos en esta

dirección. El objetivo es que se vayan despoblando poco a poco los

centros de detención, los campos de refugiados, los hospitales,

los centros psiquiátricos, las zonas catastróficas, los escenarios

de guerra... Para que emprendamos estos pasos imprescindibles y

fructíferos no es necesario que pensemos en la humanidad como

especie. Además el medio será totalmente pacífico: la prevención

anticonceptiva. El grado de realismo de esta propuesta parece

depender de nuestra capacidad de controlar nuestras ilusiones y

trasladar a la coherencia ética esa razón contundente con la cual

defendemos cada cual, por necesidad natural, nuestro bienestar

individual y el de nuestros hijos. Las ilusiones que dañan no son

válidas. Las ilusiones reclaman un mundo mejor. Tan erróneo es

decir que no se puede conseguir como vender la solución

definitiva. Es el mundo con el que nos encontramos, o como dice el

creyente, Dios lo ha querido así.

Homo homini procreator.

Anónimo

El pensamiento ético se ha visto lastrado por falsas

combinaciones de la razón, la moral y nuestra condición sensible.

Decimos, frente a ellas, que la sensibilidad hace necesaria la

moral y la razón la hace posible. A esto hay que añadir que

tenemos que denunciar que la seducción de la felicidad ha venido

tapando la imperatividad del sufrimiento. Probablemente hay

cuestiones pragmáticas y psicológicas que complican la aceptación

de nuestras sencillas conclusiones.

Los grandes filósofos de Atenas establecieron un bien monista

y trinitario, que consiste en la coincidencia del saber

filosófico, la excelencia moral y la felicidad. Pero no se trata

de una idea de consistencia platónica, de la verdad fuera de la

cueva, sino de una respuesta imaginada a algo a todas luces muy

real: nuestras necesidades en un entorno conflictivo que

colectivamente adquiere peso moral por estar sujeto a la acción

humana racional.

No tendemos de forma natural, como mantiene Aristóteles, al

bien moral, ni es el bien moral el cumplimiento de un deber digno

y admirable, como lo presenta Kant. El bien moral consiste en

paliar y prevenir el mal que todos conocemos en mayor o menor

medida y cuya máxima expresión es la tortura más atroz. Ésta es

una aclaración teórica desagradable de la que tenemos que sacar

alguna ventaja práctica importante para justificar su formulación.

Procesar el mal

El mal no es un invento por más que se inventen muchos males.

Por eso es espinoso el tema, más espinoso que complicado. Por

ejemplo: un hijo nuestro, pequeño e impresionable, ve

accidentalmente una imagen violenta en el periódico que estamos

leyendo y queda muy afectado. ¿Qué le decimos? Probablemente

buscaríamos una mentira: “no es lo que parece” en lugar de decirle

que hay cosas aún peores. La conciencia del mal nos hace daño, nos

provoca desengaño y desconcierto, rabia impotente tal vez, todo lo

cual también interesa evitar. Siempre es un desafío darle al mal

un peso en nuestra conciencia. A veces reaccionamos llamando mal a

cualquier tontería. Nos interesaría mucho que el mal fuera una

tontería y no algo que pueda convertir la vida en insoportable,

algo realmente serio, grave, importante. Nuestro deseo de vivir

nos aboca a ser positivos.

Todos sabemos lo importante que es nuestro bienestar. Por eso

comemos varias veces al día y nos acostamos a dormir y no dejamos

de respirar y, asimismo, inventamos constantemente soluciones a

los problemas. La palabra “importante” ni siquiera tendría sentido

si no hubiera sensaciones apremiantes. Tampoco lo tendría la

palabra “malo”. La semántica de los valores, que no es la

semántica de la lógica ni del empirismo científico, es la del

dolor y el miedo. La noción del mal es una noción intermedia que

hace de puente hacia el deber; traslada al deber moral toda la

fuerza impositiva del sufrimiento ya contextualizado en el mundo

de los objetos manipulables y de nuestros actos.

Póngase cualquier ser humano ante la perspectiva de inminentes

sufrimientos espantosos. ¿Puede evitar la interpretación más

diáfana del mal jamás realizada en su vida por más discursos que

haya oído en las misas de domingo o haya leído en los libros de

los filósofos? ¿Qué otro mal necesita? Alguno no tan malo tal vez,

alguno compensatorio tal vez.

Muchos expertos en moral se especializan en separar el mal

físico (sufrimiento) del mal moral (maldad) y en establecer una

relación de compensación entre ellos. Estos reivindicadores de la

bondad del mundo “justo” o “sin pecado” hablan del mal físico con

oportuna condescendencia. El sufrimiento ya va bien para arreglar

las cosas, piensan, sobre todo las que molestan. Manejar el mal

moral es necesario para regular las relaciones interhumanas, pero

lo que se pierde de vista es el origen de esta necesidad. Y de

ello adolece buena parte de la filosofía moral.

De una forma u otra, los filósofos suelen presentar un mal

deslavazado, insignificante, curioso, sesudo, oscuro. Nos ofrecen

versiones del mundo aptas para nuestros hijos impresionables, a

los que hay que ocultar los aspectos duros de la realidad. ¿Qué es

el mal que obtengo si miento o robo alguna vez, incumpliendo las

máximas de Kant? ¿Qué es el mal que nos presenta Sócrates,

diciendo que cometer una injusticia es peor que sufrirla? ¿Qué mal

es el de no alcanzar la felicidad, de la que se habla apuntando al

cielo mientras los lodos nos tragan? ¿Qué es el mal reducido a las

molestias de Nietzsche, con el pesimismo, el nihilismo y el

resentimiento como máxima expresión? La discusión sobre el mal se

ha mantenido tradicionalmente sobre la farsa de sus disfraces. Es

comprensible. Porque resulta que el mal es realmente malo, cosa

grave.

Todo sentimiento es subjetivo, ya que sólo los sujetos pueden

sentir. Pero forma parte objetiva del mundo, de lo que hay. Las

sensaciones tienen entidad ontológica por más que se escondan a la

ciencia. En otras palabras: tenemos verdad del sentir pero no

tenemos ciencia del sentir. La verdad del tormento no depende del

espectador —declarado incapaz de ser epistemológicamente objetivo

en este punto— como pretenden muchos. Ésta es la abdicación moral

del relativismo, que completa el panorama de un mal

inadecuadamente procesado y públicamente rebajado o distorsionado

por los filósofos, por no mencionar a los pontificadores,

sacerdotes y gurús, cuya grey no exige argumentos.

No hay mal sin víctimas. Y puede haberlas en mayor o menor

número. La cantidad de afectados importa, como a mí me puede

importar no entrar en ella, o a ti, lector. Es estéril plantear

las cosas en términos de solución completa, en términos de todo o

nada. Tal perspectiva lleva a algunos a proclamar la inutilidad de

todo compromiso y a otros a guiarse por las más irrealizables

utopías, cayendo en el mayor fanatismo. Si sustituimos el

principio del mal menor por el principio de la solución completa,

se vuelve absurdo distinguir la validez de unas opciones frente a

otras, se vuelve absurda, en definitiva, cualquier distinción

moral. El no comprometido dirá: muchos niños se morirán de

malnutrición, en cualquier caso; nadie lo puede arreglar; por

tanto, nada hay que hacer. (Comerá y alimentará a sus hijos, se

supone que por capricho.) El fanático, cuyas razones pueden ser

más comprensibles de lo que el no comprometido suele admitir,

justificará cualquier medio por un fin bueno que nunca alcanzará.

Los traumas que provocará sobrepasarán los logros que pueda

obtener.

La cuarta dimensión ética

Necesitamos una propuesta que justifique nuestros esfuerzos.

Creo que tengo una buena propuesta, una propuesta necesaria. La

acción contraceptiva tiene varios móviles relativamente comunes, a

los cuales añado otro no tan común. Intentamos evitar el embarazo

si supone un problema físico para la mujer. Se entiende

fácilmente. También podemos pensar en lo que supone de esfuerzo

para la economía familiar añadir otra persona a ser mantenida, lo

cual tampoco es difícil de entender. Una visión aún más amplia

sugerirá políticas de planificación familiar en función de la

sostenibilidad ecológica o de la miseria provocada por la falta de

recursos.

Podemos añadir, entonces, un móvil universal —y eso ya no

parece tan fácil de entender—: hay que frenar la producción de

individuos, en tanto escenarios de sufrimiento y muerte. La

perspectiva antinatalista es la más general y la más inmune a

consideraciones coyunturales. Se apoya en una teoría ética madura

y no en intereses puntuales. Por supuesto, también habrá menos

madres y familias con problemas y menos carga para el medio

ambiente, y los beneficios alcanzarán todos los intereses menos

uno: el deseo de las personas vivas adultas de tener hijos.

¿Es responsable y correcto —o sea bueno— contribuir a que haya

más casos lamentables de los que ya ha habido y actualmente se

dan? Ya sucesos mucho menos graves que los tormentos a manos de

verdugos humanos nos pueden parecer del todo inaceptables: un

accidente que nos deja mutilado, una enfermedad dolorosa, vivir

bajo amenazas, la muerte de un hijo o de la madre, las agonías en

general... Y si pensamos en términos políticos, vemos la calamidad

extremamente violenta que es la historia de los choques de

intereses o necesidades colectivas, es decir, la Historia en tanto

tal, propia de la humanidad. Dada la población actual, en poco

tiempo habremos duplicado los sacrificios humanos desde tiempos

prehistóricos hasta el momento. Repetiremos toda la cruel historia

de miles de años en unas décadas. Si no hay rebelión

anticonceptiva, el horror se densificará a ritmo exponencial.

La vida es potencialmente la monstruosidad de la que nos

hablan las pesadillas. La vida es potencialmente una película de

terror. Nos es más útil ver otras potencialidades en ella y

construir una visión globalmente positiva. Nos conviene y por eso

puede ser bueno, lo cual no quiero negar pero que debo poner entre

paréntesis para hacer emerger las verdades más aprovechables,

aunque también más duras. Hay muchas cosas bonitas, y las futuras

generaciones tendrán sus alegrías, sus placeres, algo así como la

felicidad, tal vez. Una vez constatado este hecho, y para no

malgastar el tiempo, enseguida lo dejamos de lado para volver a lo

que nos interesa, a lo importante y necesario, a lo que exige

respuesta, a lo que apremia por su existencia verdadera, no como

promesa justificadora del deseo procreador.

Ante la amenaza de lo terrible, ¿podemos aprobar la ciega

subordinación tradicional a los procesos reproductivos? Ya antes

del avance de los ingeniosos planteamientos relativistas modernos,

nuestra capacidad de generar vidas humanas carecía de todo

escrutinio ético. ¿Cuándo se convertirán en un tema de reflexión

responsable no sólo la muerte, no sólo los numerosos problemas de

la vida dada, sus terribles riesgos, sino también su

imprescindible antecedente, la llegada —provocada por el ser

humano— a este mundo?

“El mayor delito del hombre es haber nacido”. He citado en el

capítulo dedicado a la reflexión metafísica esta idea de Calderón

de la Barca a la vista de tanto padecimiento humano. Tal vez

podríamos sustituirla por una fórmula emparentada, que nada quita

de la premisa del dolor y que, por otra parte, tiene la ventaja de

ser más respetuosa con el nasciturus: el mayor delito del hombre es

hacer nacer. Pero para no ser irrespetuoso con el procreator tampoco,

hay que proceder en seguida a sustituir “delito” por “error” o

“inconciencia”. Ya es hora de discutir al menos si se puede hablar

de un error o no.

La mayoría de las personas preferimos vivir antes que buscar

una solución radical de la eliminación del sufrimiento individual.

Pero esto es así porque estamos atrapados en las exigencias y

presiones de la vida. Donde no hay vida tampoco hay necesidad de

vida. Esta idea debería formar parte de la responsabilidad de

quienes están en condiciones de llevar a cabo la posibilidad de

crear un ser humano sensible y vulnerable, este innecesario ámbito

de nuevas necesidades sin garantía de satisfacción.

Se puede argumentar que nuestras opiniones pudieran llevar,

mantenidas coherentemente, a anteponer a la vida incluso feliz

cualquier tontería como el pinchazo de alfiler o picadura de

mosquito. Sería más bien absurdo y aberrante. Este carácter

absurdo requiere la insignificancia de los problemas considerados.

Pero, precisamente, no hace falta hablar de los problemas

insignificantes sino de los que son importantes porque provocan

sufrimientos importantes.

Lo que tenemos que contraponer es la necesidad de tener hijos

y la gravedad de las consecuencias posibles y reconocibles,

estadísticamente reales. (Algo más es preciso tener en cuenta que

los pinchazos de un alfiler o de las picaduras de mosquito.)

Tenemos hijos por alguna necesidad y el problema es justamente la

contraposición de necesidades. Si se acepta que éstas importan y

que por eso mismo se acaba siendo padre, ya se comparte nuestro

punto de partida. Importa evitar las necesidades insatisfechas, el

sufrimiento. Más aún, si el sacrificio que supone renunciar al

hijo puede considerarse muy importante, más consolidada queda la

razón que vincula al sufrimiento con lo importante. Una

argumentación sincera a favor de la procreación no como mero

capricho, difícilmente saldrá del territorio cuyo reconocimiento

es la reivindicación principal de este ensayo, el territorio de

las necesidades sensibles, o sea de la imperatividad del

sufrimiento.

Mantengo que la contracepción es una medida preventiva

relativamente poco traumática y fácilmente justificable como mal

menor. Ciertamente, la renuncia al hijo puede suponer algún

sacrificio. Aparte de que este mismo sacrificio también pudiera

afectar a nuestros hijos (por esterilidad, por ejemplo), con lo

cual no quedaría eliminado sino convertido en un potencial legado,

son problemas bastante más graves los que debemos tener en cuenta.

No sabemos lo que les va a suceder a los hijos, sólo sabemos que a

algunos les tocará lo que las estadísticas acabarán mostrando

crudamente ofreciendo una amplia gama entre el mal de no procrear

y males extremos. ¡Con eso ya sabemos suficiente!

“Quiero tener hijos para poder darles todo mi amor, para

cuidarlos, para hacerlos felices”, dicen. El sentido oculto,

maquillado de esta común sentencia es: “Quiero tener hijos porque

me satisface, aún sabiendo que son vulnerables, y si falla algo no

será por mi culpa ya que, en su momento, pondré en marcha toda mi

excelencia moral.” Así, una vez retado el destino en forma de un

nuevo ser humano vulnerable y mortal, tendremos ocasión de

revelarnos como buenas personas, al menos mientras el niño sea lo

suficientemente pequeño para que la relación paternal funcione. He

advertido desde el principio contra el aislamiento de la bondad

personal, que hay que distinguir de la voluntad de mejorar las

cosas en el mundo, una voluntad que no se puede concebir como fin

en sí. Hemos llegado al punto más crítico para la idea común y

tradicional de la bondad: no existe el paciente moral, pero lo

genero. Esta situación no se ajusta a las relaciones entre los

vivos, que son las que conforman la moralidad común.

En realidad, nadie engendra hijos por motivos éticos. No se

suele considerar la procreación en sí misma como necesaria, ni

siquiera como buena. Los intereses de los padres pueden ser

respetables, pero nadie procrea por compromiso moral. Y casi nadie

cree necesaria ninguna clase de justificación tampoco. Las

discusiones las suele iniciar el que se opone y después se buscan

errores en su argumentación por sus implicaciones

contraintuitivas.

La vida es una aventura que siempre acaba mal, todos lo

sabemos. La vida, naturalmente, puede ofrecer alegría y felicidad.

A este hecho recurre la voluntad conformista más inmediata. Pero

no es coherente reivindicar la vida feliz (hasta el punto de

generar una vida) si no se garantiza la ausencia de la

infelicidad, de sufrimientos graves, que es algo imposible. Por

lógica tampoco puede haber ningún elemento reivindicativo de la

felicidad en la no vida, en el hijo que no tenemos. La felicidad

es

a) innecesaria,

b) no compensa,

c) tiene por condición la ausencia de la infelicidad,

d) es relativamente escasa en la vida.

No existe hijo no concebido que pueda reclamar la vida. Quién

no acepta a) nos debería decir en todo caso cuantos casos de

necesidad de felicidad por materializar observa: ¿uno, 20, 1

millón, infinitos? Si no nos equivocamos, esto no se ha

establecido nunca en la historia de la humanidad. De hecho el

planteamiento es absurdo, porque sencillamente no existe ninguna

necesidad donde nadie puede sentirla. En cuanto a b) cabe decir

que las sensaciones agradables y el sufrimiento existen de forma

alternativa o yuxtapuesta (en la relación del sádico con su

víctima, por ejemplo). El ideal de una neutralización no podría

ser más que una ausencia de sentimientos, donde el dolor como mal

y la felicidad como bien se pierden neutralizándose sus valores

positivo y negativo. Por último, si la necesidad de la felicidad

fuera una característica de la vida ya dada, más en contra tendría

ésta ya que pocos y puntuales son los momentos de importante

alegría, placer o cualquier otro sentimiento agradable. Ya es

necesario algo de suerte —y también cierta indolencia (la

insolidaria beatitud es la promesa)— para poder pasar la vida sin

grandes preocupaciones en un estado de poca intensidad emocional.

En cuanto a c) y d) no parecen necesarias mayores explicaciones.

Poco a poco va despegando en los últimos años la literatura

antinatalista. En palabras de David Benatar, autor del libro Better

never to have been (Mejor nunca haber sido): “Tanto las cosas buenas como

las malas sólo pueden ocurrirles a aquellos que existen. La

ausencia de cosas malas, tales como el dolor, es buena siempre,

mientras que la ausencia de cosas buenas, como el placer, sólo

puede ser mala si hay alguien que se ve privado de ellas.” Eso, si

se quiere considerar mala la ausencia de placer en una persona

viva —ha de añadirse—. Un bolígrafo se encuentra privado de

placer; es una idea extraña. ¿Qué problema puede haber meramente

por falta de placer? En cualquier caso está claro que la ausencia

de lo que apreciamos sólo puede ser un problema para los que

viven, y carece totalmente de sentido proyectar el problema en

algo que no es nada. Sencillamente no hay proyección posible. Por

decirlo de otra manera, “el pobre hijo que no tengo no puede ser

feliz” equivale a “el pobre hijo que no tiene mi teléfono no puede

ser feliz”. Y muy sensatamente se diría: si algo es seguro,

precisamente, es que no hay problema alguno en ello. Otra asunto

es el interés de los padres (que no son teléfonos). Y este interés

es el espacio único y exclusivo en el que se deciden

conscientemente vidas y muertes futuras.

Se genera, pues, cierta confusión cuando se intenta

identificar ausencia con privación. Por privación se tiene que

entender, y así es habitualmente, algo negativo y problemático

para que sea interesante como argumento. La privación de agua es

ausencia de agua más sed. Este aspecto negativo no existe en la

ausencia de la felicidad fuera de los seres sensibles. Esta

ausencia y supuesta privación además se debería considerar

infinita ya que siempre podemos concebir un ser humano más de los

que ya existen en cualquier momento y ver, así, ausencia de

felicidad. No escuchamos en ninguna parte el lamento

correspondiente a la ausencia eternamente infinita de más espacios

de placer, alegría, felicidad. Sólo escuchamos un argumento

interesado de seres humanos ocupados consigo mismos.

Descartada la problemática de la falta de felicidad fuera del

ser sensible, en el escenario de la inexistencia del hijo deseado,

queda la idea de la felicidad ausente en el interior de la vida.

Si la identificamos con una privación problemática, sólo elevamos

los requisitos de una vida no problemática. Ya el hecho de no ser

máximamente feliz estaría acompañado de alguna dosis de

negatividad vinculada a la idea de la privación. No parece que se

trate de un buen argumento a favor de la opción procreadora, ya

que se abriría un espacio al problema casi seguro de la privación.

Yo no llego tan lejos como para quejarme de que la vida no ofrezca

la máxima felicidad y ni siquiera una perdurable pequeña dosis de

ella en muchos casos. Así resulta que el argumento supuestamente

favorable a la procreación que dice que sin vivir no se puede ser

feliz se ve completado con la idea: “No nos importa demasiado que

la felicidad de nuestro hijo no se dé, no lo suficiente como para

percibir un problema a prevenir, una privación previsible. Nos

basta con que pueda ser feliz, no necesitamos garantías.”

Como puede verse cada vez más navegando por internet, la

opción antinatalista está generando una discusión y —algo es algo—

muchos argumentos contrarios. Dado que lleva a resultados

demasiado incongruentes el deber de procrear en positivo y es

misión poco agradecida si se toma muy en serio, mayormente los

argumentos pretenden neutralizar el peso ético de la opción de la

renuncia. Ni la decisión favorable ni la desfavorable se imponen,

y se preserva la libertad, el tercer concepto mágico en el podio,

después de Dios y la felicidad. No se puede beneficiar o

perjudicar a nadie creándolo o no, ya que todavía no existe, dice

uno. Tanto beneficia como no beneficia llegar a existir o no,

porque esto dependerá de lo que pase después, dice otro. Todas

estas operaciones conceptuales no hacen más que limitar nuestra

razón ética a una respuesta a los hechos, ignorando su potencial

preventivo. Todas ellas pretenden desmoralizar el tema, en

definitiva.

Se quiere, pues, presentar la decisión de tener o no un hijo

como algo completamente neutro en términos éticos. Ciertamente, no

llega hasta la procreación la moral común y no podemos juzgar como

estamos acostumbrados. Pero hacemos una aportación significativa

al mundo si le ofrecemos un nuevo ser expuesto al sufrimiento y la

muerte. Para compensar este hecho sería necesaria una

argumentación a favor de su necesidad, que sin embargo no puede

funcionar, porque ha de quedar en mera opción libre. Decir que

aquí no hay ningún elemento capaz de coartar mi más absoluta

libertad de decidir según mis conveniencias es defender la

irresponsabilidad basada en la ignorancia. No hay que ser profeta

para ver que uno genera un nuevo escenario de riesgos que junto a

los demás constituye ese fondo vivo en el que se ceban todos los

desastres (y también ofrece posibilidades de ser feliz, no me

olvido y lo puedo repetir las veces que se quiera; si no me

olvido, pondré como última frase del libro: la felicidad existe).

Tenemos cierto tema aquí, por más que proliferen las fórmulas para

señalar la impertinencia del juicio moral en esta materia. Hasta

que no le pase nada al hijo no hay responsabilidad, es la idea que

se quiere vender, y esta responsabilidad, en tal caso (cuando pasa

algo muy grave) ya es ajena al procreador. Ciertamente, éste nunca

quiere que le ocurra nada grave a su hijo y así supera, parece, la

prueba de la buena voluntad en el sentido kantiano.

Así que el argumento de tener un hijo para darle la

posibilidad —una mera posibilidad—de ser feliz, aparte de no tener

nada que ver con la verdadera motivación (los deseos de los

padres), esconde precisamente una falta de preocupación por la

suerte del hijo en el momento en que no existe todavía, pesa a que

después se despliegue toda la moralidad común, porque somos buenos

en sentido clásico.

Entre el sí paliativo y el no preventivo

Parece que es esto lo que ocurre: siempre tenemos buenas

propuestas para resolver los problemas o para minimizarlos en

nuestra cabeza. Los problemas aprietan y buscamos respuestas.

Somos positivos y afirmativos. Reaccionamos positiva y

afirmativamente. A lo dado aplicamos nuestras oportunas

reacciones. La prevención, en cambio, no es lo mismo que la

reacción. Se orienta hacia lo no dado y nos distrae de lo

inmediato. Las medidas preventivas pueden no ser paliativas al

orientarse a necesidades aún no presentes.

Permítaseme referir un episodio reciente presentado en un

noticiario de la televisión. Precedida y seguida de noticias de

tono apocalíptico sobre una catástrofe natural y nuclear

(terremoto, tsunami y fuga radiactiva) con miles de muertes ya

ocurridas y muchas más temidas, aparece ésta: “Pero no todo es

desolación. En medio de la catástrofe también queda lugar para la

esperanza. Vean, si no, a este bebé recién nacido y a sus felices

padres.” Y aparece la imagen de un bebé llorando y sus padres con

cara más bien de circunstancias, pongamos que felices. Para que

consigamos entender su sentido, la explicación del comentario

requiere tener en cuenta la intuición de que ya es tarde para

negarle la sonrisa al pequeño ser humano, una vez que se encuentra

arrojado al mundo, por radiactivo que éste sea. No hay Godzilla

que pueda con la celebración de un nacimiento y las muestras de

felicidad. Ante el hecho consumado hay que ser positivo.

¿Pero, de todos modos, por qué hay que hacer de aguafiestas en

el asunto de la felicidad? La razón es clara y de irrebatible

consistencia: para evitar lo contrario. No hago más que señalar la

contradicción que supone basar la moralidad en la felicidad...

previa omisión del problema del sufrimiento, de la desdicha, de lo

contrario de la felicidad.

La filosofía de la mayor felicidad para el mayor número de

personas del utilitarismo benthamista permite interpretaciones

como la siguiente: “La idea final de toda política racional es

promover la mayor cantidad de felicidad en una región dada, y la

cantidad de felicidad sólo puede aumentarse incrementando el

número de perceptores o el placer de sus percepciones.” (Gould: La

estructura de la teoría de la evolución). Son palabras de William Paley,

coetáneo del utilitarista Bentham y modelo científico de Darwin en

su juventud, aquel naturalista que dijo que se reconoce claramente

la mano de Dios en los seres vivos tan maravillosamente adaptados.

¿Pero qué ocurre con el sufrimiento cuando crece en paralelo a la

maximización de la felicidad? Se hace las cuenta, se diría, sin

considerar lo que se quiere superar o tapar (no se sabe muy bien).

Lo cierto es que la mayoría de los utilitaristas capitaneados por

J. S. Mill, valorando el descubrimiento de Malthus, abogaron por

la contención procreadora, conscientes del brutal techo que la

miseria ponía al tamaño de la población. De hecho, latía

fuertemente por debajo del lema optimista del incremento de la

felicidad la preocupación por la minimización del sufrimiento. La

idea final de toda política racional es, sin duda alguna, la

prevención del sufrimiento, empezando por el más grave; la

política de Paley es la irracional y responde a una ilusión.

Se trata de una verdad incómoda: en materia demográfica la

maximización de la felicidad no implica la minimización del

sufrimiento, del mismo modo que más manzanas no implican menos

gusanos. Grandes confusiones lógicas salpican la mayoría de las

teorías éticas en este punto. A cambio resultan atractivas al

pasear la felicidad por sus laberintos conceptuales, después de

Dios y delante de la libertad. A unos cuantos les toca el

tormento, pero no pasa nada porque otros (uno mismo, el gran

pensador) son felices, o casi, o sólo se han de ocupar,

sabiamente, de tan atractiva promesa.

Se puede hablar de la felicidad o de cosas como la siguiente.

No hace demasiados siglos ni siquiera existía tanta gente como la

que hoy agoniza de miseria o violencia. El progreso científico, a

través de la explosión demográfica, ha conseguido que la situación

sea hoy peor que nunca. Han aumentado los devastadores efectos de

las catástrofes naturales, de las epidemias, de las calamidades

bélicas, de la explotación del hombre, de la trata de mujeres, de

la esclavitud de niños, de los crímenes, de los accidentes, de los

suicidios… El siglo pasado fue el siglo de los mayores genocidios,

con creces, de todos los tiempos. He aquí el progreso. O como

diría Groucho Marx: partiendo de la nada hemos llegado a las más

altas cimas de la miseria. Pero no es broma, trágicamente.

¿No requiere la imposición de vidas ninguna reflexión? Porque

de imposición tenemos que hablar. El procreador se sentirá tentado

a argumentar que no se puede imponer nada a nadie que no existe,

ya nos hemos referido a este argumento. Efectivamente, no hay

inicialmente nadie que pueda quejarse. Pero no es difícil salvar

la intuición de una auténtica imposición. El recién engendrado ser

humano enseguida se ve obligado, desde el primer segundo y sin

opción alternativa posible, a continuar la vida y exponerse a

todas las agresiones a su bienestar hasta, como mínimo, la edad en

que esté en condiciones de decidir su suicidio, cosa que también

tiene su coste, el cual incluimos en la imposición. La muerte no

buscada sería otra imposición. Se trata, pues, de una imposición

originaria, fundadora y peligrosa que requiere de algo más que las

voluntariosas previsiones de los padres para no considerarse

problemática.

Una decisión humana con implicaciones para terceros parece

ponernos delante de una responsabilidad. Citamos de otro libro

antinatalista, de Julio Cabrera y Thiago Lenharo di Santis: Porque

te amo, não nascerás!: “Siendo posible abstenerse, la procreación puede

ser moralmente juzgada como acción de uso de otro como medio (e

incluso de manipulación), que siempre podría evitarse.”

Los padres conocen bien esta desoladora sensación de

compasión, de enorme pena, que los hijos pueden provocar por

encontrarse tan vulnerables en un mundo sin garantías, y no sólo

cuando se les mueren en las manos, como es tristemente frecuente

en los sitios más pobres. Es imposible amar al hijo sin temor a la

realidad. Pero ya sólo queda esperar que no pase nada grave en

mucho tiempo. Evidentemente, ¡qué remedio! Sin embargo, existe

también la posibilidad de anticipar esa situación. Y a través de

esta discusión decidimos si prevenimos o preferimos aceptar

posibles consecuencias sin remedio. Podemos prever nuestra

compasión, nuestra empatía con un hipotético hijo, preguntarnos

qué nos dice de la realidad y darle importancia. ¿O sólo vemos que

los hijos han de servir para nuestro gozo?

Para la mayoría de las personas el horizonte ético se

encuentra en el respeto a los demás, mientras no sean enemigos.

Así se aprende de niño y así ha de ser para entenderse dentro de

las sociedades humanas, algo importante para todos. Dado que antes

de la concepción el niño no existe, no hay objeto de respeto.

Procreamos y ofrecemos respeto y hasta amor para cuando haga

falta, para cuando se nos reclame. Se entiende fácilmente la

necesidad de paliar, más difícil es entender la prevención, sobre

todo si uno no ve una amenaza para sí mismo ni hay nadie presente

aún como perceptor de una amenaza.

La naturaleza tiene principalmente dos “argumentos” para

mantener caudalosa la fuente de sangre, sudor y lágrimas. Uno,

queremos ver las cosas desde su lado positivo, de lo cual sacamos

algún provecho importante conforme a nuestra constitución natural.

No poco nos jugamos anímicamente, y también a nivel práctico, con

nuestra visión del mundo; y al tener que incidir en ella, la

argumentación antinatalista puede provocar un fuerte y espontáneo

rechazo. Dos, la renuncia al hijo biológico es un sacrificio más

inmediato que todos los sacrificios que puedan afectar a nuestro

hijo en el futuro, muerte incluida. Son argumentos no

necesariamente sólidos ante la razón pero de natural eficacia. El

deseo de tener hijos vence con facilidad la conciencia de la

vulnerabilidad y la mortalidad de éstos. El hijo como proyecto aún

no puede poner su futuro sobre la mesa y, aunque acabe muy mal

años más tarde, esta posibilidad no tiene ningún peso en la mente

del procreador.

Menos aún se tiene en cuenta el que, posiblemente, nuestros

hijos también tengan hijos y éstos, a su vez, también. Así,

podemos ser los inauguradores de una estirpe de miles de personas

en pocas generaciones, donde ya se encuentra, con total evidencia,

completamente fuera de lugar la idea de cualquier garantía de

bienestar futuro relacionada con nuestra opción procreadora que

pueda pasarnos —osadamente— por la cabeza.

Falta, en general, la base cultural para que se plantee lo que

es nuestro cometido aquí, tan sencillo, coherente y realista como

—se admite— poco reconfortante. Falta una penetración cultural de

la idea antinatalista para que la importancia de la generación de

una vida se independice de los naturales deseos paternales.

Fueron necesarios siglos de ciencia para, a duras penas,

acabar con las más fantásticas y disparatadas descripciones

religiosas del mundo —y todavía pueden escucharse muchos

sinsentidos bajo la franquicia de la fe—. La procreación del

sufrimiento es una especie de cuarta dimensión ética, una

dimensión históricamente ignorada y difícil de reconocer en un

mundo cuyas costumbres morales sólo se configuran como relaciones

interesantes entre los vivos. (Me parece poder leer el pensamiento

de algún que otro lector: ¡claro, cómo podría ser de otra manera!)

La procreación es el último reducto de nuestra inocencia animal.1

1 Algunas personas —para que no quede sin mención— pueden plantearse la interesante alternativa de la adopción. Hay niños huérfanos que se beneficiande tener padres, y éstos no crean nuevos seres humanos. Lo que aquí someto a discusión no es la condición de padre, por ser padre, sino la de procreador. Hay quienes tienen dificultad para separar ambas figuras, por no conceder la

Resumen

El deber se deriva de las necesidades sensibles, y su posible

coste se justifica como mal menor; nadie interpretaría el

sacrificio del justo como algo en sí deseable, lo cual significa

que el deber tiene que incidir en el mundo sensible y no puede

quedar en una abstracción no consecuencialista como la kantiana.

Considero que el utilitarismo negativo, o necesitarismo, basado en la

minimización del sufrimiento antes que en la maximización de la

felicidad, respeta la noción del deber. Defiendo, como también se

puede decir, una ética naturalista del deber (si la clasificación

interesa a alguien). La causa del mal no es un principio maniqueo

sino un fatal accidente biológico que hace posibles ciertas formas

de vida. El mal real es el mal sensible, natural e histórico, y la

razón ética se pone al servicio de la reducción del mal en general

igual que la razón hedonista lo hace con un enfoque básicamente

individualista. Ambas respuestas se dan a la fuerza, con el peso

relativo que nos señala la estatura moral de las personas adultas.

Puede reivindicarse la razón como elemento correctivo de

nuestras inclinaciones. Por tanto, es posible una ética del deber.

La necesidad, en cambio, surge de nuestra sensibilidad. Toda

noción del mal se deriva directa o indirectamente del

reconocimiento de la naturaleza coactiva, impositiva, imperativa

del sufrimiento. La idea del mal es el puente semántico entre el

sufrimiento y el deber. Ello sugiere —aparte de otros posibles

contenidos morales— la interrogación del espacio mismo en el cual

las respuestas éticas constituyen una necesidad, es decir, la vida

debida importancia a la propia generación de un nuevo ser humana, llegando a percibir el antinatalismo acompañado de adopción como una “contradicción”. Simenciono aquí el tema de la adopción, pese a que nada tiene que ver con la argumentación antinatalista, es para señalar este fenómeno. Merece ser evidenciada esta completa neutralidad moral respecto a la creación de un ser maltratable y mortal: si uno quiere un hijo, lo normal es engendrarlo.

sensible como escenario de sufrimiento. La procreación es

innecesaria: más aún, es ella la que genera lo necesario, la que

genera mal, la que contraviene el sentido del deber. En el otro

lado de la balanza está el sacrificio de la renuncia al hijo

querido y también la perdida de algunas ilusiones.

Una visión positiva y optimista de la vida puede ser muy

conveniente para encarar nuestros problemas dentro de la vida

pero, como estímulo para la reproducción, se vuelve inoportuna, ya

que potencia el efecto de los problemas. Aunque el optimismo pueda

tener importantes funciones prácticas, para tematizar la

procreación hay que cambiar completamente de perspectiva y

reajustar nuestros esquemas morales, teniendo en cuenta que la

ilusión, la utopía y el optimismo no tienen aquí el efecto útil

que les pueda corresponder en la realidad intramundana dada. No

siempre hay que ser “positivo”. En nuestro caso es mejor —

simplemente mejor— ser “negativo”, para no jugar con riesgos

innecesarios y no ensanchar el espacio del mal, cosa que nadie

pretende conscientemente, tengo entendido.

Muchos estarán dispuestos a reconocer la problemática más o

menos “maltusiana”, que abarca los problemas directamente

relacionados con el aumento demográfico, como el agotamiento de

recursos, la contaminación y la destrucción medioambiental. Ya con

ello tenemos argumentos lo suficientemente serios en defensa del

control demográfico y del antinatalismo como para implicar a las

conciencias adultas. Mi modesto estudio, no obstante, pretende ir

un poco más lejos, al hacernos ver que la dimensión demográfica

afecta a todos los problemas en cualquier lugar, no sólo a los

específicamente relacionados con el aumento de la población,

expresables en términos ecológicos. También afecta al número de

suicidios y de víctimas de guerras, de crímenes, de enfermedades,

de accidentes, de catástrofes naturales y de toda clase de

atrocidades de muy desagradable descripción… Todas las

posibilidades de sufrimiento se potencian demográficamente y

dejan, infaliblemente, su huella estadística en proporción

aproximada al tamaño de la población.

Después de haber hablado del mal con un poco de seriedad, lo

cual no es habitual ni necesariamente está bien visto ni tampoco

siempre útil y en cualquier caso incómodo, después de haber mirado

de cara lo que es malo sin dejar de ser horrible, terrible y

espantoso, la conclusión es que la procreación es mala y que se

puede considerar un deber moral genuino —sin más tutela que los

buenos argumentos— renunciar a la descendencia. Dado que no uso la

palabra “mal” en vano ni tampoco la palabra “deber”, provocaré un

serio rechazo en diferentes frentes. Al margen de sabidurías

moralizadoras varias, al margen de la beatitud insolidaria, al

margen también de las clásicas objeciones del optimismo mágico

(“¡No!, lo que hay que hacer es...”), es posible que muchos padres y

madres, acostumbrados a utilizar los juicios morales como arma

arrojadiza y, por ello mismo, celosos de su imagen moral, se

inquieten o incluso se indignen por mi conclusión.

Quiero recordar que mi mirada se centra en las víctimas o

potenciales víctimas de la condición humana y de lo que llamamos

problemas. Expongo razones, no ataques moralizadores a un

comportamiento de hecho natural y comprensible. No me interesa

acusar a los padres; los quiero convencer de que es mejor que

dejen de tener hijos, que, si tienen tres, no tengan cuatro y, si

son ocho, que no sean nueve, porque tal es mi convicción,

comprometida con la idea de la prevención del sufrimiento atroz no

sólo en mi propia persona sino en el escenario del mundo. Hablo de

error ético en función de las consecuencias, esto es, la propagación

del sufrimiento, que el procreador en el fondo también intenta

evitar, entiendo, por más que algunos preceptos morales, de

generación colectiva y opacos ante sus condicionantes sensibles,

le distraigan. Sobre cómo evitarlo puede haber muchas discusiones

serias y sinceras, como también las puede haber no tan sinceras,

lo cual lamentablemente parece lo más común.