entre la escolástica y la modernidad: rené descartes y las pruebas de la existencia de dios

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El trabajo que se presenta a connuación pretende ser un estudio breve sobre el problema del conocimiento de Dios en las Meditaciones Metasicas 1 de René Descartes. Para tal fin, nos concentraremos, sobre todo, en el examen de la naturaleza de la primera prueba de la existencia de Dios desarrollada en la Meditación Tercera del texto mencionado. El asunto al que hacemos referencia ene varias aristas que merecen consideración; sin embargo, nos dedicaremos al análisis de las que detallo a connuación. En primer término, esta prueba nos confronta con la concepción de la representación mental en nuestro autor a través de su disnción entre las nociones de realidad objeva y realidad formal. Convendrá examinar el sendo de esa diferenciación en el cuerpo de la meditación mencionada, así como las relaciones de la misma con su precedente histórico más notorio, a saber, la pareja que conforman los conceptos formal y objevo en Francisco Suárez. Esta indagación es relevante si se aende al tránsito epocal que representa Descartes en la filosoa de Occidente. Notar qué cambia del Medioevo a la Modernidad a parr del movimiento Suárez-Descartes/conceptos-realidad será significavo en el curso de este ensayo. Por otro lado, conviene también atender a las relaciones que esta prueba ene con la llamada “prueba ontológica” de la Meditación Quinta. Preocuparnos por los vínculos entre una y otra nos dará un mejor panorama de la cuesón y del proyecto cartesiano en general. Antes de iniciar la exploración en torno a los temas referidos, conviene una presentación general de los argumentos que conducen a la necesidad de establecer un discurso probatorio de la existencia de Dios; en ese sendo, trataré de recrear brevemente el hilo conductor desarrollado por Descartes, para luego entrar ya al centro de este trabajo. I El camino hacia la prueba de la existencia de Dios La tercera meditación de Descartes lleva como subtulo “De Dios; que existe”, lo cual nos pone desde el inicio ante el tema central de este apartado del texto. Para abordar este asunto, Descartes inicia su argumentación a parr de la pregunta sobre el origen de nuestras ideas; sin embargo, hace un significavo preámbulo que vale la pena resumir. El primer asunto que merece ser recogido es lo que nuestro autor introduce al inicio, a saber, el recordatorio de la epoché que ha significado el uso metódico de la duda como ruta de invesgación. Este proceso, como sabemos, lo ha llevado a poner entre paréntesis todo conocimiento adquirido previamente con la finalidad de garanzar que el origen del mismo sea indubitable. La ejecución del método, delineado claramente en las Reglas para la dirección del espíritu 2 y en el Discurso del método, 3 1 Descartes. R. Meditaciones Metasicas. Madrid: Alianza Editorial, 2005. Usaremos esta edición por ser la más reciente, pero cuando convenga ulizaremos también la versión de Vidal Peña, Meditaciones Metasicas con objeciones y respuestas. Madrid: Alfaguara, 1977. 2 Descartes. R. Reglas para la dirección del espíritu. Madrid: Alianza, 2003. Cf., en parcular, las primeras cinco reglas. 3 Descartes. R. Discurso del método. Madrid: Tecnos, 2006. Sobre todo la segunda parte, donde se espulan los cuatro preceptos del método, pp. 24 y ss. 2

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El trabajo que se presenta a continuación pretende ser un estudio breve sobre el problema del conocimiento de Dios en las Meditaciones Metafísicas1 de René Descartes. Para tal fin, nos concentraremos, sobre todo, en el examen de la naturaleza de la primera prueba de la existencia de Dios desarrollada en la Meditación Tercera del texto mencionado. El asunto al que hacemos referencia tiene varias aristas que merecen consideración; sin embargo, nos dedicaremos al análisis de las que detallo a continuación. En primer término, esta prueba nos confronta con la concepción de la representación mental en nuestro autor a través de su distinción entre las nociones de realidad objetiva y realidad formal. Convendrá examinar el sentido de esa diferenciación en el cuerpo de la meditación mencionada, así como las relaciones de la misma con su precedente histórico más notorio, a saber, la pareja que conforman los conceptos formal y objetivo en Francisco Suárez. Esta indagación es relevante si se atiende al tránsito epocal que representa Descartes en la filosofía de Occidente. Notar qué cambia del Medioevo a la Modernidad a partir del movimiento Suárez-Descartes/conceptos-realidad será significativo en el curso de este ensayo. Por otro lado, conviene también atender a las relaciones que esta prueba tiene con la llamada “prueba ontológica” de la Meditación Quinta. Preocuparnos por los vínculos entre una y otra nos dará un mejor panorama de la cuestión y del proyecto cartesiano en general. Antes de iniciar la exploración en torno a los temas referidos, conviene una presentación general de los argumentos que conducen a la necesidad de establecer un discurso probatorio de la existencia de Dios; en ese sentido, trataré de recrear brevemente el hilo conductor desarrollado por Descartes, para luego entrar ya al centro de este trabajo.

I

El camino hacia la prueba de la existencia de Dios

La tercera meditación de Descartes lleva como subtítulo “De Dios; que existe”, lo cual nos pone desde el inicio ante el tema central de este apartado del texto. Para abordar este asunto, Descartes inicia su argumentación a partir de la pregunta sobre el origen de nuestras ideas; sin embargo, hace un significativo preámbulo que vale la pena resumir.

El primer asunto que merece ser recogido es lo que nuestro autor introduce al inicio, a saber, el recordatorio de la epoché que ha significado el uso metódico de la duda como ruta de investigación. Este proceso, como sabemos, lo ha llevado a poner entre paréntesis todo conocimiento adquirido previamente con la finalidad de garantizar que el origen del mismo sea indubitable. La ejecución del método, delineado claramente en las Reglas para la dirección del espíritu2 y en el Discurso del método,3

1 Descartes. R. Meditaciones Metafísicas. Madrid: Alianza Editorial, 2005. Usaremos esta edición por ser la más reciente, pero cuando convenga utilizaremos también la versión de Vidal Peña, Meditaciones Metafísicas con objeciones y respuestas. Madrid: Alfaguara, 1977.2 Descartes. R. Reglas para la dirección del espíritu. Madrid: Alianza, 2003. Cf., en particular, las primeras cinco reglas.3 Descartes. R. Discurso del método. Madrid: Tecnos, 2006. Sobre todo la segunda parte, donde se estipulan los cuatro preceptos del método, pp. 24 y ss.

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se hace manifiesta y lleva a nuestro autor a la determinación de una verdad primera e indudable en su Meditación Segunda. Así, indica: “que el pensamiento es un atributo que me es propio: él sólo no puede ser separado de mí. Yo soy, yo existo: esto es seguro; pero, ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que pienso […].”4. Descartes se ha descubierto, y como sabemos aquí la primera persona es determinante, como existente en tanto pensante. Así, dirá de modo concluyente que él es una cosa que piensa 5 y que, de hecho, es el pensamiento6 lo que lo define esencialmente.

Ahora bien, sobre estas primeras cuestiones que el autor nos hace recordar al inicio de esta meditación, habría que ir diciendo algunas cosas. Conviene destacar, por ejemplo, que independientemente del contenido de su obra, uno de los asuntos que hace emblemático a Descartes como pensador es el modo en que este responde al pensamiento que le antecedió. Así, en lo que hemos dicho sobresalen un par de temas. Por un lado, la apropiación de la duda como recurso metodológico. Es sumamente interesante, y a mí siempre me ha parecido brillante, el modo en que el filósofo convierte el clima escéptico generado en el Renacimiento en el método de investigación por el cual todo escepticismo sería derrotado: contraintuitivamente, Descartes hizo —o pretendió hacer— del escepticismo respecto a las capacidades del conocimiento humano el camino para la obtención de certeza7.

Junto a esto, tenemos la ruptura que el pensamiento de Descartes supone respecto del aristotelismo medieval. Es obvio que el Medioevo no implica una corriente unificada de pensamiento; sin embargo, sí resulta claro que si algo hubo de común en la alta Edad Media fue el influjo de Aristóteles. Esta omnipresencia del El filósofo fue determinante en la concepción de la teoría del conocimiento medieval e hizo moneda común el hecho de que todo nuestro conocimiento se iniciaba con la experiencia sensible. Descartes implica el trazado de un sendero distinto, el mismo que se hace notorio con la aplicación de su método. Para un medieval negar el cuerpo y el mundo para hallar conocimiento certero no podría significar otra cosa que un contrasentido. Como buenos aristotélicos, el mundo era condición de posibilidad del conocimiento y su negación implicaría la imposibilidad de este último. Descartes rompe radicalmente con esta forma de ver las cosas y no sólo niega hipotéticamente el mundo, sino que postula la certeza en un inicial solipsismo que lo lleva luego a sostener una posición innatista. Ambas cuestiones, en principio, serían del todo extrañas para la época que le precedió. Trataremos estos dos asuntos de modo más directo en breve, así que prefiero no entrar en mayor detalle por el momento.

4 Descartes. R. Meditaciones Metafísicas. Op. cit.. p. 91. Sobre el tema de la preeminencia del yo y de la ausencia de una ontología, en los términos clásicos del término, puede verse el interesante artículo de Jean-Luc Marion “Descartes and Onto-Theology”, en: Blond, P. Post-Secular Philosophy. Between Philosophy and Theology. London and New York: Routledge, 1998.5 Recuérdese que ya se había negado el cuerpo en la Meditación Primera como parte de la duda metódica y que, además, al inicio de esta, el autor indica la preeminencia del pensamiento sobre el cuerpo: “¿dependo de tal modo del cuerpo y de los sentidos que no puedo existir sin ellos?” ( Idem. p. 89). La respuesta será, contundentemente, «no».6 En el sentido amplio en el que Descartes lo considera, se entiende: “Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina y que siente” (Idem. p. 93).7 Un buen panorama de la época previa a Descartes puede encontrarse en Abbagnano, N. Historia de la filosofía. Barcelona: Montaner y Simón, 1964. Los capítulos I, “Renacimiento y humanismo”; IV, “Renacimiento y aristotelismo”; y VII, “Los orígenes de la ciencia” son bastante útiles para una perspectiva general. Igualmente, puede verse el estudio preliminar de Eduardo Bello Reguera a la edición citada del Discurso del método.

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Hechas estas indicaciones, me interesa presentar la estructura de la prueba para pasar a debatir sus implicancias. Como sabemos, el procedimiento por el cual Descartes pretende llegar a la prueba de la existencia de Dios, supone un razonamiento a partir de las ideas que tenemos en la mente. No está de más recordar que en este momento de las Meditaciones lo único que se sabe con certeza es que quien medita tiene pensamientos y que en virtud de ellos es que se puede garantizar su existencia. Así, Descartes nos recuerda que lo único certero es que tenemos pensamientos: creer que ellos refieren a un mundo exterior realmente existente, hasta ahora, no tiene ningún sustento, “la verdad de este juicio no [resulta] de ningún conocimiento que yo tuviera”8. Esto, además, se deriva de que hasta el momento no se ha excluido la posibilidad de que exista algún dios engañador que pueda permitir no sólo que mis sentidos se equivoquen, sino que la propia matemática sea falaz en sus demostraciones9. Luego, pasa a seguir como lo recomienda el método, a saber, sin precipitarse en el juicio; conviene sólo avanzar por el sendero que ya está despejado, el hecho indubitable de que tengo ciertas nociones en mi espíritu.

En tal sentido, Descartes distingue tres tipos de pensamientos: ideas10, voluntades o afecciones y juicios. Las primeras son como imágenes11 de cosas, menciona, “como cuando me represento a un hombre, o a una quimera, o el cielo, o un ángel, o Dios mismo”12. Los otros dos tipos de pensamientos implican el añadido de algo más, no son meramente el acto representacional que supone la idea. Por lo mismo, menciona el autor, la ideas no pueden llamarse con propiedad falsas ya que cuando hablamos de ellas nos referimos al hecho de que nos representamos algo y la representación en cuanto tal es siempre verdadera. De hecho, como sabemos, esa es la razón que permite arribar al cogito, ergo sum. Sucede lo mismo con las voluntades o afecciones. Uno puede desear algo, malo o bueno, algo que se dé o que nunca suceda; sin embargo, la volición en cuanto tal no puede ser falsa. El único terreno para el error, afirma el filósofo, corresponde al de los juicios13: nos equivocamos, sobre todo, cuando pretendemos que las ideas que están en nuestra mente son conformes con las cosas que están fuera de ella 14. En ese sentido, lo que conviene ahora es examinar qué tipo de ideas tenemos en la mente para ver si alguna de

8 Idem. p. 101.9 Descartes piensa que sostener que hay un Dios así es casi un despropósito, pero por el bien del método, seguirá con su proceder. Cf. Idem. p. 102.10 Para un buen rastreo del uso de la noción de “idea” en Descartes, puede verse Ariew, R. and M. Greene. “Ideas, in and before Descartes”. En: Ariew, R. (ed.). Descartes and the Last Scholastics. Ithaca: Cornell University Press, 1999. Allí se examinan los usos previos del término y se destaca la versión arquetipal —como ejemplar o modelo— de idea, que era la más común en la época en la que el mismo Descartes escribía. La idea, análogamente al caso de Dios, era un modelo en la mente del artífice o, del sujeto cognoscente en general, que debía ponerse en concordancia con la realidad. Existe un cierto carácter causal en esta noción modélica de las ideas, aunque ello no elimina el hecho de que sean también actos mentales. Será sólo este último sentido el que recogerá Descartes para su concepción de idea, ya no el sentido platónico de ejemplar.11 No debemos confundir esta noción de imagen con la de phantasma en el aristotelismo tomista. La consideración que aquí está haciendo Descartes no incorpora el representacionalismo realista que supone Tomás: el filósofo francés no se refiere en este pasaje a ninguna forma creada por el intelecto que suponga la percepción sensible, como siempre sucede en el caso de Tomás. Puede verse la nota 16 de Vidal Peña a su edición de las Meditaciones. En clave mucho más minuciosa, puede verse el artículo de Norman Wells, “Descartes’ Idea and its Sources”. En: American Catholic Philosophical Quarterly. Otoño de 1993, Vol. LXVII, Nº 4, pp. 513-535, en el cual se investiga la noción de idea en Descartes a partir de la problematización del pasaje citado.12 Idem. p. 103.13 Pueden verse los comentarios sobre el tema del juicio en la parte final del trabajo, cf. infra. pp.17 y ss.14 Cf. a este respecto los comentarios que siguen y la nota 18.

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ellas puede representarme a Dios con certeza tal que asegure su existencia, de tal modo que salgamos de una vez por todas de encrucijada a la que hemos llegado vía la hipótesis del genio maligno.

Siguiendo con la reconstrucción del argumento que conduce a la prueba, Descartes mantiene que tenemos, según su origen, tres tipos de ideas. Unas, dice, parece que “han nacido conmigo [innatas], otras me parecen ser extrañas y venir de fuera [adventicias], y otras ser hechas e inventadas por mí mismo [facticias]”15. Aquí habría que hacer la salvedad de que existe un doble nivel de consideraciones que puede resultar confuso. Uno que podríamos llamar metódico y otro exento del método 16. La consideración metódica implica el seguimiento de las reglas para dirigir el espíritu hacia la consecución de certeza y, en ese sentido, si aplicamos las reglas con propiedad, hasta este momento de las meditaciones sólo podemos hablar de ideas innatas o facticias: las ideas adventicias tendrían que poder ser reducidas a algunas de las dos primeras ya que, en tanto no tenemos prueba del mundo exterior, aún no podemos atribuirle a este carácter causal respecto de lo que sucede en la mente 17. Digo aún porque, en el fondo, Descartes no duda de su existencia, pero al haberse comprado el pleito de hacer una meditación sobre filosofía primera, está forzado a negarlo hasta que las pruebas obliguen a descartar tal privación. Sin embargo, esta consideración no metódica emergerá más de una vez como un elemento que puede llevar a la confusión, ya sea por afirmaciones provenientes de esta misma obra o de otras en las cuales Descartes no está dedicado ya a hacer meditaciones metafísicas. La Dióptrica18, por ejemplo, es un caso de esos. Sea como fuere, el compromiso fundamental de Descartes en las Meditaciones es metafísico y hasta ahora lo único certero es la existencia del yo: si alguna apreciación no metódica aparece de modo inadvertido, habrá que considerarla como una cuestión accidental que debe ser juzgada en contexto.

En todo caso, en esta meditación en concreto, será el propio Descartes quien nos ayude a disipar las dudas al confirmar que las ideas que consideramos adventicias, no tienen suficiente respaldo ya que se trata de una enseñanza adquirida por naturaleza, i. e., “por cierta inclinación que me obliga a creerlo, y no por una luz natural que me haga conocer su verdad”19. De ahí que concluya, poco después, que no ha sido “sino solamente por un ciego y temerario impulso, por lo que he creído que había cosas fuera de mí y diferentes de mi ser que por los órganos de mis sentidos, o por cualquier otro medio, imbuían en mí sus ideas o imágenes, y me imprimían sus semejantes”20. Hasta aquí, entonces, es posible que todas las

15 Idem. p. 103.16 Cf. infra. p. 19.17 A este respecto puede verse el apartado “Innatism and the causality of ideas” (pp. 102-107), en: Secada, J. Cartesian Metaphysics. The Scholastic Origins of Modern Philosophy. Cambridge: Cambridge University Press, 2000. Allí Secada precisa que, en última instancia todas las ideas son, en sentido estricto, innatas porque los sentidos sólo constituyen una ocasión para el surgimiento de las ideas que están permanentemente en mí.18 Cf. Descartes, R. Discurso del método, dióptrica, meteoros y geometría. Madrid: Alfaguara, 1981. En este texto, el autor se dedica al estudio de la visión a partir de la incidencia de los rayos de la luz en el ojo humano. De ahí que, como es lógico, no se pretenda negar el mundo, sino que se parte de él como tesis no cuestionada con miras al examen fenoménico de la visión. Lo que a veces puede confundir al lector es que en los textos propiamente metafísicos, Descartes no siempre es suficientemente riguroso y, más de una vez, permite que se cuelen elementos de un mundo aún no probado.19 Descartes, R. Meditaciones metafísicas. Op. Cit. p. 104.20 Idem. p. 106.

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ideas sean reducidas al ámbito de la inmanencia y no existe contradicción con la tesis de la no existencia del mundo exterior.

Descartes pasa luego a examinar las ideas desde otra perspectiva, a saber, en tanto modos de pensar. Esto lo hace para introducir una diferencia que nos va a resultar fundamental: en tanto modos de pensar, las ideas significan lo mismo en la medida en que son accidentes del alma, para utilizar la usanza medieval; en tanto representaciones, sí existe una diferencia ya que nos representamos objetos de diferente índole. Y aquí un pasaje fundamental:

“Porque, en efecto, las que me representan sustancias, son, sin duda, alguna cosa más y contienen, por decirlo así, más realidad objetiva, es decir, participan por representación de más grados de ser o de perfección que las que me representan solamente modalidades o accidentes. Además, aquella por la cual concibo un Dios soberano, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas que están fuera de Él, ésta, digo, tienen en sí más realidad objetiva que aquellas por las que las cosas finitas me son representadas”21.

Como dije, este pasaje es de capital importancia porque aquí se encuentra el centro del argumento para la primera prueba “causal” sobre la existencia de Dios22; no obstante, es también de suma relevancia porque es aquí donde Descartes conecta su reflexión de modo más expreso con la tradición escolástica que le precedió para reorganizarla en función a sus propios intereses. Veamos esta relación con la tradición previa antes de volver de lleno a este pasaje y a las consecuencias del mismo.

II

Una cuestión de interpretaciones: Descartes y Suárez sobre conceptos y realidades

Si prestamos atención a uno de los pensadores más importantes que antecedió a Descartes, me refiero a Francisco Suárez, el asunto toma mayor forma. Como sabemos, Suárez trató de sintetizar la tradición escolástica, aunque con un claro aporte propio, en sus Disputaciones Metafísicas23. Y es en ellas donde se encuentra su famosa distinción entre los conceptos objetivo y formal, la misma que pretendía organizar de modo sintético la teoría del conocimiento aristotélico-tomista desarrollada por sus predecesores más importantes. La distinción es valiosa porque Descartes la conocía bien 24 y porque decidió hacer uso de ella, aunque resignificándola de modo suficientemente creativo para convertirla en

21 Ibid.22 En general es así como la consideran los especialistas. Cf. Cronin. T. “Objective Reality of Ideas in Human Thought: Descartes and Suárez”. En: Daues, V [et al]. Wisdom in Depth. Essays in honor of Henri Renard, S. J. Milwaukee: The Burce Publishing Company, 1966. También Secada, Imlay, Humber y Hughes parten del mismo supuesto, pueden verse sus obras, todas citadas.23 Suárez, F. Disputaciones metafísicas. Madrid: Gredos, 1966.24 Cf. Cronin, T. Op. Cit. Las notas 1 y 2. Igualmente, Secada, J. Op. Cit. Cf. la nota 4 del cuarto capítulo, “Ideas and the world in the mind”, que hace referencia al mismo Cronin, aunque en relación a otra obra suya.

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algo que los escolásticos como Suárez no se hubiesen imaginado. Revisemos qué es lo que dice Suárez para luego volver al fragmento de Descartes. Cito en extenso:

“En primer lugar, damos por supuesta la distinción vulgar entre concepto formal y objetivo. Se llama concepto formal al acto mismo o, a lo que es igual, al verbo con el que el entendimiento concibe una cosa o una razón común. Se le da el nombre de concepto, porque viene a ser como una concepción de nuestra mente; y se le llama formal, bien porque es la última forma de la mente, bien porque representa formalmente al entendimiento la cosa conocida, bien porque, en realidad, es el término formal e intrínseco de la concepción mental, consistiendo, por decirlo así, en esto su diferencia con el concepto objetivo. Llamamos concepto objetivo a la cosa o razón que, propia e inmediatamente, se conoce o representa por medio del concepto formal; por ejemplo: cuando concebimos un hombre, el acto que realizamos para concebirlo en la mente se llama concepto formal, en cambio, el hombre conocido y representado en dicho acto se llama concepto objetivo. En realidad, la denominación de concepto le corresponde extrínsecamente por referencia al concepto formal, por medio del cual afirmamos que se concibe su objeto ; por eso, con toda razón se le llama objetivo, porque no se trata de un concepto que sea, en cuanto forma, término intrínseco de la concepción, sino en cuanto objeto y materia a que se aplica la concepción formal, a la cual tiende directamente toda la penetración de nuestra mente, siendo éste el motivo de que algunos, tomándolo de Averroes, le llamasen intención entendida y otros razón objetiva”25.

Comentemos brevemente el pasaje. Lo primero que hay que rescatar es que para Suárez se trataba de una diferencia ya conocida. No queda del todo claro si en esos mismos términos, pero en todo caso, para su época —la segunda mitad del s. XVI y la primera parte del XVII— la diferencia entre estos dos niveles era de uso común. De hecho, en cierto sentido, se trataba de una distinción que estaba ya tácitamente en el modelo con el cual Tomás de Aquino había descrito el acto del conocimiento. Como sabemos, para los aristotélicos medievales el conocimiento empezaba siempre por la experiencia sensible y, en el caso del Aquinate, al interactuar esta con el intelecto permitía que este generase una especie inteligible que era el modo mediante el cual el alma se representaba la forma del compuesto hylemórfico. Mediante este proceso se garantizaba el conocimiento del objeto externo ya que la forma, aunque ontológicamente distinta era epistemológicamente equivalente26.

Mutatis mutandis, Suárez organiza esta información y se refiere a la actividad de la mente por medio de la cual el intelecto humano concibe una cosa o una característica común a muchas cosas con el nombre

25 Idem. DM II, 1, i, p. 361. Pueden verse los comentarios de Heidegger sobre esta materia. Cf. Los problemas fundamentales de la fenomenología. Madrid: Trotta, 2000. Más precisamente, el §10 del capítulo segundo, “La tesis, que se remonta a Aristóteles, de la ontología medieval, según la cual a la constitución del ser de un ente le pertenecen la quididad (essentia) y la subsistencia (existentia)”. Allí el concepto formal se define como actus concipiendi y el concepto objetivo de ente se entiende como “el objeto de la ontología general tomado en su abstracción más completa, o sea, independiente de toda referencia a cualquier ente determinado. […], la ratio abstractissima el simplicissima […]” (p. 116).26 No entro en demasiados detalles, pero el material para sostener estas ideas se encuentra, sobre todo, en Tomás de Aquino. El ente y la esencia. Buenos Aires: Aguilar, 1974 y en la Suma Teológica. Madrid: La Editorial Católica, 1964, particularmente en las cuestiones de la 84-87. En términos parecidos, se refiere Secada a Descartes, con la salvedad de la necesidad de Dios como garante y de la independencia de las ideas respecto del mundo sensible: “This distinction between objective and formal existence is ontological; it is neither an epistemological distinction, nor one constructed in terms of representation. Totally from within itself the mind reaches out into the world. But it success depends on the truth of a judgment. Thus, its power to transcend its own contents is reliant on the epistemic guarantee provided by God” (Op. Cit. p. 111).

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de concepto formal. Esta definición recoge en cierta medida la noción de especie inteligible de Tomás: se trata del acto por el cual el intelecto se informa a sí mismo para poder conocer el objeto extramental, situación que se da porque la forma sensible en tanto tal no puede ser aprehendida por el intelecto ya que el propio intelecto debe darse a sí mismo la forma que le permita conocer. Hay aquí, evidentemente, una jerarquización ontológica que es la razón de esa dualidad en las formas 27. Es en ese sentido que en el fragmento citado se menciona que se trata de una concepción de nuestra mente. Es la forma que nuestra mente concibe cuando conoce al objeto externo, por eso, vale la pena recordarlo, es claro que Tomás, aunque realista, tenía una teoría representacional del conocimiento 28. Sin embargo, algo que no estaba expresamente desarrollado en Tomás termina estándolo con mayor claridad —aunque quizá esa sea una concesión generosa—en Suárez: la noción de un concepto objetivo. Se trata de una necesidad racional que Suárez, al parecer, suponía como obvia derivación de la doctrina tomista, a saber, que si hay concepto formal, tiene que haber algo que este miente, algo que sea su objetivo, en el sentido medieval del término objeto. En otras palabras, había que dar cuenta de la intencionalidad del acto que se había definido bajo el rótulo del concepto formal29.

Por eso Suárez hace referencia a Averroes, pretendiendo dejar claro que esa forma que genera la mente ha de tener un contenido u objeto y que ese objeto es lo que él denomina, de modo extrínseco, concepto objetivo. El ejemplo sobre el hombre es bastante esclarecedor y ello nos lleva a una importante acotación. Tanto el concepto formal como el objetivo refieren a realidades intramentales, si hubiese que hablar aquí, de modo derivado, de una realidad formal y de otra objetiva. Esta precisión se hace relevante si queremos diferenciar a este autor de un pensador como Descartes, quien traslada la noción de realidad formal a lo actualmente existente fuera de la mente. El objeto del concepto formal, entonces, no es una substancia exterior30, sino una entidad mental.

Esto es relevante, porque es así como el autor español explica la existencia de conceptos formales sin correlato en la realidad. El clásico ejemplo del Pegaso se hace pertinente. Uno puede concebir un Pegaso a partir del material sensible que recogen los sentidos; sin embargo, en el mundo exterior no existe tal cosa como un caballo alado. ¿Cómo se explica, entonces, que podamos concebirlo? Pues, para Suárez, tiene que haber un objeto hacia el cual apunta el concepto formal, el Pegaso imaginado, y a este

27 Cf., aunque con algunos añadidos de quien escribe, Wells, N. Op. Cit. pp. 522-523.28 Cf. Hoffman, P. “Direct Realism, Intentionality and the Objective Beings of Ideas”. En: Pacific Philosophical Quarterly. Junio del. 2002; Vol. 83, Nº 2, pp. 163-179. El autor ofrece una entrada sugerente, respecto de la tradición anterior, donde se distingue a las teorías del conocimiento realistas de un modo más fino en función a la inmediatez de la percepción. Así, podemos hablar de realistas directos e indirectos, entre los últimos podemos considerar a Tomás en virtud del carácter representativo de la especie inteligible.29 Para Secada, por ejemplo, en el caso de Descartes podemos distinguir un triple modo de aproximarnos a las ideas. En tanto propiedades, i. e., modos o actos de una mente; en tanto atendemos a su carácter intencional (directed awareness) o representacional; y en tanto estas refieren a un objeto extramental (cf. Secada, J. Op. Cit. pp. 77-78). Como se ve, aquí la estructura clásica de la teoría del conocimiento se mantiene; lo que cambia es la relación causal de la tercera consideración sobre las dos primeras. Cambia en tanto se hace una meditación sobre filosofía primera, claro: en realidad, cuando se recupere el mundo hacia el final de las Meditaciones, las cosas ya no serán demasiado distintas.30 A la larga, sí lo es; pero en sentido estricto, la relación es intramental. A lo que se apunta, claro, es al objeto exterior; pero de lo que la mente es consciente es de su objeto propio. Por eso, insisto, podemos decir que Tomás, aunque realista, sostenía una teoría representacional del conocimiento.

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lo denomina concepto objetivo. Suárez designa a este tipo de ejemplos con el nombre de entes de razón. Estos no son propiamente algo, sino que tienen algo así como una sombra de ser ya que sólo existen en nuestro entendimiento31.

Volvamos ahora al pasaje de las Meditaciones que citamos líneas atrás. Allí Descartes hace referencia no al concepto formal, sino a la realidad objetiva de las ideas. Y esta la entiende como el tipo de existencia que tienen las ideas en tanto se considera el objeto que representan y, por tanto, su densidad ontológica. Así, dice claramente, hay más realidad objetiva en la representación de una substancia que en un accidente, ya que la primera supone más perfecciones que la segunda. Acto seguido, añade que “es cosa manifiesta por la luz natural que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto”32 y es básicamente así como empieza a desarrollar su primera prueba causal de la existencia de Dios, la llamada prueba por los efectos.

Esta estructura probatoria se basa en la distinción entre la realidad objetiva y la realidad formal, de ahí su importancia y la relevancia de la comparación con Suárez. La primera refiere al tipo de existencia que tienen las ideas en tanto representaciones; la segunda supone la existencia que corresponde a la causa de esas representaciones. Existe una gradación ontológica de más a menos, teniendo más ser la causa eficiente (la realidad formal) que el efecto de esta (la realidad objetiva). Lo que va a hacer Descartes en adelante va a ser examinar el tipo de ideas que tiene en la mente para analizar con más cuidado su origen en función a los grados de ser que estas representan. La idea de Dios no podrá ser subsumida en ninguna substancia finita y, por ello, se afirmará su preexistencia como causa incausada:

“Pero en fin, ¿qué concluiré de todo esto? Que si la realidad o perfección objetiva de cada una de mis ideas es tal que conoce claramente que esta misma realidad o perfección no está en mí, ni formal ni eminentemente, y que, por consiguiente, no puedo yo mismo ser su causa, se sigue como consecuencia necesaria de aquí que no estoy solo en el mundo, sino que hay en él alguna otra cosa que existe y que es la causa de esta idea; mientras que, si no encuentra en mí tal idea, no tendrá argumento alguno que pueda convencerme de la existencia cierta de cosa otra alguna que yo mismo; porque he indagado y buscado todos cuidadosamente, y no he podido encontrar otro hasta ahora”33.

El resto de la historia la conocemos: “entre todas las ideas que hay en mí […] hay [una] que me representa un Dios”34... Lo que me interesa ver ahora es las relaciones que existen entre los supuestos de este argumento con los conceptos objetivo y formal de Suárez. Una mirada más detallada nos permitirá ver la relevancia de estas parejas conceptuales, así como qué tanta ruptura y qué tanta continuidad existe entre este autor y Descartes.

Como bien recuerda Cronin, “in the thought of Descartes ideas, or noncorporeal, inmmediately known representations of things, are wholly innate in the mind; that is to say, they are not drawn from sense or imagination in any way. It is wholly impossible that objective realities of ideas originate in sense or imagination, for what is first known in the Cartesian system is the mind or the thinking substance if one

31 Cf. Suárez, F. Op. Cit. DM LIV, 5.32 Descartes, R. Meditaciones metafísicas. Op. Cit. p. 106.33 Idem. pp. 108-109. Énfasis añadido.34 Idem. p. 109.

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proceeds analytically”35. Esto, evidentemente, traza una importante línea divisoria con Suárez, que en tanto aristotélico no podría haber comprendido que las “ideas” —Suárez no utilizaba el término en ese sentido— surgiesen del puro intelecto sin estímulo de los sentidos: “even though is true that what is first known is an objective concept, it is the objective concept of a singular, sensible or material thing”36.

Esta diferencia es determinante cuando se atiende al modo en que cada uno de los autores mencionados concibe a Dios:

“In Suárez, God’s actual reality is demonstrated by starting from the objective concept which is made in the likeness of sensible things; Descartes’ starting point is the objective reality of an idea which is wholly innate in the mind”37.

En suma, se hace más claro que, a pesar de la lectura y la segura influencia de la escolástica suareziana en Descartes, el modo en que este hace uso de las nociones de concepto formal y objetivo transforma la comprensión previa de las mismas permitiéndole hablar de la realidad objetiva de las ideas sin consideración alguna de la percepción sensible. Todo lo contrario sucedía en la teoría clásica del conocimiento, en la cual “the question whether the material world actually exists, is never asked. The actual existence of the material world is a datum given to us in sensation”38. El procedimiento en Descartes es radicalmente opuesto en tanto no hay ningún datum: probada la existencia de la substancia pensante, aún hay que recuperar el mundo, negado por el tenor de la investigación.

De todos modos, vale la pena examinar un poco más en detalle, entonces, qué diferencias y semejanzas más puntuales pueden existir entre las nociones de realidad y concepto para nuestros autores. Para ello conviene revisar las precisiones que hace Cronin al respecto. En el caso de Descartes, la realidad objetiva de la idea no es la idea en tanto esta existe en o como un modo de la substancia pensante, léase: el “yo”, lo único seguro hasta ahora. Esta es una consideración posible —material— de las ideas, pero, como hemos visto, eso hace que las ideas tengan exactamente el mismo valor y el rol de la introducción de la noción de la realidad objetiva pretende demostrar que las ideas, al menos desde una perspectiva, no son todas iguales. Recordemos que de esto depende la prueba de la existencia de Dios.

Tampoco se trata de un ente actualmente existente fuera de la substancia pensante. Aquí el conocido ejemplo del sol es determinante. Una cosa es el sol actualmente existente —realidad formal— en el universo y otra el sol en tanto representación de nuestra mente —realidad objetiva—. Vistas así las cosas, no parece que nada diferencie a Descartes de un medieval, pero no olvidemos que, a pesar de que se está apelando al carácter representativo de la idea, no se está diciendo por ello que esta sea una imagen del mundo exterior: sólo se la está considerando en su mero poder representativo, en su capacidad de postular realidades. Si estas existen formalmente o no, es asunto distinto y que sólo será importante cuando quede claro que podemos postular ideas sin que dependan estas del mundo sensible. Es un discurso, como mencioné al inicio, que puede resultar un tanto confuso si se pierde el sentido de la distinción.

35 Cronin, T. Op. Cit. p. 70.36 Ibid.37 Idem. p. 71.38 Idem. p. 72.

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No se trata tampoco de un ente de razón —todo indica que en el sentido suareziano— cuya existencia dependa solamente de la substancia pensante, ni un ente ficticio 39. Lo que trata de resaltar Cronin, valiéndose de una respuesta cartesiana a las objeciones de Caterus40, es que una idea que está objetivamente en el intelecto es algo totalmente real, pero concebido de un modo distinto 41. Volvamos al ejemplo anterior: el astro que llamamos “sol” y el “sol” que concebimos en la mente son dos entidades reales y genuinamente existentes, aunque, claro, existen de modos distintos. La primera de modo formal y la segunda de modo objetivo en nuestra mente. Es cierto que la realidad objetiva es un modo menos perfecto de existencia, pero ello no hace que se trate de una mera nada42.

Junto a lo ya dicho, conviene agregar que la realidad objetiva es completamente indiferente y neutral respecto de toda realidad actual fuera de la mente o, incluso, de la propia actualidad de la sustancia pensante. Pongámoslo de otro modo, aunque repitamos un poco: en este momento de la reflexión metafísica de Descartes el rol representativo de las ideas no se entiende como el acto por el cual se genera una copia menos perfecta del objeto real externo. Recordemos que hasta aquí no hay mundo y eso no es posible. Se trata de una forma de ser meramente inmanente, pero no por ello ficticia 43. Podemos concluir, finalmente, que se trata de un tipo particular de existencia, el único posible en el intelecto, que no depende causalmente de nada externo —al menos hasta que se pruebe a Dios— y que, sin embargo, no deja por ello de ser, propiamente, una existencia real44.

En Suárez la cuestión funciona de modo distinto, porque, además, las categorías conceptuales también son diferentes, de todos modos establezcamos algunas relaciones y las divergencias que competan. Si atendemos a lo dicho hasta aquí, queda claro que el concepto objetivo de Suárez se distingue del formal en la medida en que este último es, para hablar en términos cartesianos, un modo de pensamiento. La idea tomada materialmente en Descartes es básicamente lo mismo que entiende Suárez por un concepto formal. Eso, me parece resulta relativamente claro; lo interesante es comprender con más precisión qué es un concepto objetivo para Suárez:

“Lets us state the position simply: being as real essence can be divided into being in act and being in potency; being in act is a real essence determined and contracted to be an actual being; being in potency is a real essence and as such is invariable and is necessarily said of everything of which there is an essence. This being in potency is that which is attained by the objective concept and as such is verified of

39 Aquí, aunque no está del todo claro, la diferencia entre uno y otro tiene que ver con la posibilidad. Los entes de razón son concebibles, pero su existencia no es posible: un círculo cuadrado, por ejemplo; los entes ficticios, aunque inexistentes actualmente, son posibles.40 La misma es examinada por Secada, J. Op. Cit. pp. 80-81.41 Son dos modos de ser, pero se trata de una y la misma cosa. Cf. Wells, N. Op. Cit.42 Carson, T. “Descartes Proof in Meditation III (1)”. En: International Studies in Philosophy (Studi Internazionali di Filosofia). Otoño de 1975, Vol. VII, p. 71.43 Sobre estas relaciones, afirma Secada: “Things outside the mind are not the primary objects of ideas. Strictly, an act of consciousness does not per se succeed in being about these things. And the mind has no power to apprehend them directly. In this sense, nothing inside the soul is intrinsically representative of things outside it. The only intrinsic representative power the soul has is its capacity to apprehend its immediate objects, entities existing within itself” (Secada, J. Op. Cit. p. 79). 44 Los seis puntos mencionados son un resumen, con agregados de quien escribe, de la explicación que de esta materia hace Cronin. Cf. Idem. pp. 74-76.

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all substances, accidents and real modes of being. This objective concept is, then, not at all of nothing but is of real, non actual essence”45.

Para Suárez, el concepto objetivo es la cosa conocida y esto vale para una gama amplia de casos: para un ente singular como “Simón”; uno universal como “perro”; o incluso para la naturaleza común a todos los seres, “el ser”. Sea como fuere, lo relevante del concepto objetivo es que implica un tipo de existencia intramental —aunque Suárez no hablase propiamente de una realidad objetiva— que no es actual, como sí lo es la de Simón, un Schnauzer color sal y pimienta que disfruta mucho del cariño humano, y que es la única a la que accede la substancia pensante como objeto de conocimiento.

En conclusión, afirma Cronin, la diferencia entre las doctrinas de Suárez y Descartes a este respecto es menos radical de lo que podría suponerse. Es verdad que hay una diferencia tajante respecto al origen del objeto conocido por el intelecto; sin embargo, fuera de esa consideración, es bastante claro que ambos autores comparten una doctrina muy similar sobre la naturaleza del concepto objetivo en tanto refiere este a nuestro objeto de conocimiento. Se trata de la única realidad a la que la substancia pensante accede y que es, por diferentes razones, el único camino para el conocimiento. Como el origen de este concepto objetivo en un caso se considera como consecuencia de la experiencia sensible y en el otro no, su rol en el acto de conocer será distinto; sin embargo, si se le toma en cuenta fuera de ese contexto, las diferencias se hacen poco perceptibles.

Quizá un buen modo de cerrar esta parte de nuestra presentación sea a través de una cita algo extensa, pero que expone bien la peculiaridad de la posición cartesiana respecto de la teoría del conocimiento y, por ello, sus diferencias con la tradición aristotélica que lo antecedió. En ese sentido, Jorge Secada muestra como Descartes toma partido, claramente, en contra del realismo y postula una teoría inmanentista de las ideas:

“Descartes rejected such an account. Instead, he advocated an immanent or indirect theory of ideas. For him there are acts of the mind, things outside the mind, and also mental entities which are the immediate and direct objects of the mental acts. It is in virtue of having these internal or immanent realities as the immediate objects of its acts that the mind can reach external things mediately and extrinsically, not properly or directly by representation from these objects but through a true judgment that certain realities exists outside the mind. So contrary to the Scholastics, Descartes explains the intentional or representative character of ideas solely in terms of the existence within the mind of their objects. In so far as the mind succeeds in ‘apprehending’ things outside it, it is through acts of judgment based on the fact that the immediate outside objects display objectively the essences or natures which are found actually in the substances that populate the world”46.

No quiero añadir mucho más respecto a esta materia, ya que me parece que Secada resume bien el punto de quiebre con la Escolástica en estas líneas. Si bien Cronin nos ha señalado que existe cierta convergencia entre las doctrinas de Suárez y Descartes en torno a las nociones de concepto y realidad objetiva, el pasaje que acabo de citar señala con precisión dónde se halla el desencuentro, a saber, en el deseo de Descartes de poder explicar la realidad objetiva de las ideas sin referencia alguna al mundo

45 Idem. pp. 78-79.46 Secada, J. Op. Cit. pp. 84-85.

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exterior. Se trata de un proceder solipsista que pretende recuperar el mundo a través de un ejercicio intelectual que proviene desde dentro de la propia consciencia. Este procedimiento, sencillamente, resultaría absurdo para un Medieval ya que nada que esté dentro de la mente podría haber llegado allí sin que algo externo a ella se lo permitiese. A la larga, Descartes también sostendrá eso, pero el camino para llegar a hacerlo, es una ejercicio fundacional que niega al mundo para luego comprobarlo. De allí la necesidad de la prueba de la existencia de Dios y del hecho de que esta se haga por la sola referencia a las ideas.

III

De Dios y de cómo probamos que existe

Ahora quiero que procedamos a un examen algo más detallado de la naturaleza de la primera prueba de la existencia de Dios. Según Carson, se trata de una prueba que usualmente ha sido considerada como basada en el principio de causalidad o asociada a una de las cinco vías de Santo Tomás, la prueba también llamada causal. El propósito de Carson será demostrar que “the principle of causality is only one of the logically central elements in Descartes proof, and that certain other elements are just important”47. Pasemos a ver este asunto con algo de detenimiento.

Para Descartes, lo fundamental para la prueba es establecer una relación causal entre la representación mental y su objeto ya que será este procedimiento el que lo llevará a la afirmación existencial que está buscando. Carson sostiene que aquí, Descartes está utilizando la teoría clásica de la percepción del siglo XVII48 aplicada a la relación entre las ideas y sus causas:

“If it could be shown that objective reality is the effect of some formal reality, then whenever we were presented with an objective reality, we could conclude that some cause exists adequate to produce the effect: we could, that is, reason back from effect to cause, just as we are alleged by representationalists to do when we perceive things”49.

Este esquema es el que usará Descartes para la prueba, i. e., a partir de los efectos probar la necesaria existencia de una causa que, en el caso de Dios, tiene que ser forzosamente distinta a la substancia pensante y, por tanto, la piedra de toque para recuperar el mundo que había sido negado. El camino para hacer esto en el caso de la idea de Dios será un proceso de reducción de esta al ego como su causa. Al probarse que dicha idea reúne mucha más perfección de la que la res cogitans tiene formal o eminentemente, se concluye que la idea de Dios es una idea que ha nacido con uno y que no ha podido ser creada por quien lleva a cabo la meditación: una idea tal es la prueba misma de que Dios existe en la

47 Carson, T. Op. cit. p. 69.48 Aquella que sostenía que “perception is a process in which images or pictures are produced in the brain, and these images represent things outside the brain. The process by which the images are produced is a causal process […]”. Idem. p. 75. 49 Idem. p. 76.

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realidad y no sólo como una idea de mi mente50. No está de más traer a la memoria el conocido pasaje que da cuenta de lo dicho en estas líneas:

“Sólo queda, por tanto, la idea única de Dios, en la cual debo considerar si hay alguna cosa que no haya podido venir de mí mismo. Entiendo por Dios una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, y por la cual, yo mismo y todas las cosas que existen (si es cierto que hay alguna) han sido creadas y producidas. Pero estas cualidades son tan grandes y tan eminentes, que cuando más atentamente las considero, menos me persuado de que la idea que de ellas tengo haya podido tomar su origen de mí solo. Así es preciso necesariamente concluir de todo lo antes dicho que Dios existe”51.

Después de un estudio detenido de la prueba, Carson concluye que el principio de causalidad aplicado al caso de Dios es llevado demasiado lejos por Descartes. Si admitimos la conexión causal, parece que estamos obligados a concluir que

“[…] a word’s having a particular meaning is ipso facto ground for believing that something exists that the word refers to. And this is precisely Descartes’ position regarding the idea of God. Such a theory is obviously unacceptable as a general theory of meaning, and, indeed, it is too strong even for Descartes”52.

No en vano Carson sostiene que a la base del argumento está una teoría semántica aplicada al carácter intencional de las ideas. Independientemente de que Carson tenga razón o no, es muy probable que sí la tenga, esta precisión nos abre algunos senderos más que merecen ser explorados. Por un lado, el de la definición de Dios como condición fundamental de la prueba y, por el otro, el de la causalidad. Quisiera finalizar este trabajo prestando atención a estos dos últimos elementos para así terminar de despejar algunas de las aristas del problema del conocimiento de Dios en Descartes.

Como bien sostiene Secada, hay tres pruebas de la existencia de Dios en Descartes. Dos de ellas argumentan a partir de la existencia de algunos efectos para afirmar la existencia de su causa, su causa divina. La primera es la que aquí venimos examinando, la segunda es la que le sigue inmediatamente en la misma Meditación Tercera. La tercera prueba, la que encontramos en la Meditación Quinta y que se suele llamar la “prueba ontológica”, procede directamente de la consideración del concepto de Dios a la afirmación de Su existencia. Inmediatamente después, el autor añade:

50 Esto supone, según Carson, “a semantic theory about the relation between descriptive content of linguistic entities or bearers of meaning and the objects those linguistic entities are used to refer to” (p. 75). Esta teoría del significado sería, junto a la teoría de la percepción, la base de la argumentación de Descartes en esta prueba por los efectos. La primera supone el argumento causal, pero la segunda refiere al carácter intencional de las ideas.51 Descartes, R. Meditaciones metafísicas. Op. Cit. p.113. Cf. también, Carson, T. Op. Cit. pp. 81-84.52 Carson, T. Op. Cit. p. 85. Puede verse también la famosa crítica de Kant al argumento ontológico en la sección denominada “Dialéctica Trascendental” de su Crítica de la razón pura. Madrid: Taurus, 2005. Concretamente, en la sección cuarta del capítulo tercero: “Imposibilidad de una prueba ontológica de la existencia de Dios” (A592/B620-A603/B631). Para Kant queda claro que el ser absolutamente necesario es un concepto puro de la razón cuya realidad no queda demostrada por su necesidad racional. La paradoja radica en que si bien todo invita a pensar este ser supremo como existente, las condiciones del entendimiento son insuficientes para postular su efectiva existencia.

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“It was Descartes himself who, using the terminology of the Schools, distinguished between the ‘a priori’ proof from God’s ‘essence or nature’ and the ‘a posteriori’ proofs ‘from his effects’ (AT, V, 153; VII, 120 and 167). Care must be taken, however, not to infer from this that the latter do not follow the essentialist order of knowledge. If, as Suárez might have had it, an a priori proof of existence is one that involves consideration of the respective essence in the premises, then all Cartesian demonstrations of existence are a priori (see MD, XXIX, 3, 2 and 32). Certainly, the three proofs of God obey the essentialist precept that “we must never ask whether something exists unless we already know what it is” (AT, VII, 107-108)”53.

Se trata de consideraciones a tener en cuenta en la medida en que ya hemos introducido, a partir de Carson, la relevancia del modo en que se concibe a Dios para la validez de la prueba. Esto es llamado por el propio Descartes un proceder a partir de la esencia de Dios y, según indica Secada, se trata de un precepto básico de la doctrina del pensador francés: primero hay que saber qué es aquello que se está investigando, antes de preguntarse si existe o no. Esta cuestión aplica con más fuerza para el argumento de la quinta meditación; sin embargo, si uno observa con cuidado, como sugiere Secada, es un esquema a la base de las tres pruebas.

Pero, ¿qué significa conocer la esencia de Dios? Puesto sin ningún matiz, parece una afirmación demasiado fuerte. En ese sentido, habría que precisar que Descartes no está pensando aquí en una visión beatífica de Dios, la que podría tener un místico, por ejemplo; tampoco se refiere a una comprensión intelectual íntegra de la esencia de Dios; a lo que el autor apunta es un cierto conocimiento de la esencia divina suficiente para el argumento ontológico y para nosotros en cuanto nos refiramos a Dios. Secada cita al propio Descartes:

“[…] even if we conceive of God only in an inadequate or, if you like, ‘utterly inadequate’ way, this does not prevent…our being able truly to assert that we have examined his nature with sufficient clarity, that is, with as much clarity as is necessary to know that his nature is possible and also to know that divine existence belong to this same divine nature (AT, VII, 152)”54.

Aunque nuestro conocimiento de Dios sea limitado, como explícitamente asume Descartes, eso no quita que para los fines de la prueba, lo que lleguemos a conocer de Él sea suficiente para la validez de la misma. Esto se nota incluso en las pruebas a posteriori, particularmente en la que venimos analizando. Si se tiene en cuenta que Descartes invoca el principio de que “all actual ideas have causes capable of accounting for their contents (AT, VII, 40-2)”, se entiende el paso que da después.

“He goes on to argue that nothing but God Himself can account for the actual idea of God (AT VII, 45-47 and 49-52). Finally he concludes that God exists. Consideration of God’s nature, of the objective contents of the idea whose cause is sought, is a crucial step in Descartes argument. It is through the understanding of divine essence that he can establish that no cause other than God can account for the idea of God. The proof starts from a claim to knowledge of the existence of an idea of God, and hence argues a posteriori

53 Secada, J. Op. Cit. p. 149.54 Ibid. Algunas citas serán consignadas en inglés con la indicación de la edición clásica de Adam y Tannery entre paréntesis. Esto debido a que dicha edición no se encuentra en castellano y mi único acceso a la misma es en la lengua citada.

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to the existence of a cause of this idea. But is assumes knowledge of God’s essence before it can draw its inference. As with the ontological argument, it too follows the essentialist path”55.

Lo que me interesa que quede claro hasta aquí es que, a pesar de la estructura aparentemente distinta de los argumentos a priori y a posteriori, ambos comparten un postulado básico, a saber, la dependencia del conocimiento de la esencia divina. En ese sentido, como sostiene Secada a partir de Suárez, las tres pruebas pueden considerarse pruebas a priori. A modo de cierre, podríamos decir lo siguiente:

“The crux of the essentialist doctrine about God lies in the fact that He is understood in terms of His essence completely a priori. There is, indeed, never any question of directly examining Him in order to discover His nature. Any understanding of divine essence that we can have is given independently of the inspection of His actual being. Hence, according to the essentialist it turns out to be unimportant or not we start with an understanding of the word ‘god’ in non-essential terms. For there is an a priori notion of God, a notion, that is, of the divine nature. If it is the existence of a being with this essence that is in question, then, unless the god whose existence is demonstrated is itself shown to have it, the proof will not be a proof of God”56.

Para finalizar este trabajo y pasar a algunos comentarios conclusivos, quisiera dedicar algunas líneas al problema de la causalidad en las pruebas de la existencia de Dios en las Meditaciones de Descartes. Estas últimas precisiones me permitirán, además, tender algunos puentes más explícitos con la segunda prueba causal y con el argumento ontológico de la quinta meditación. Pasemos, entonces, al debate en torno a estas cuestiones.

En un conocido y provocador artículo de 1969, Robert A. Imlay se animó a sostener que el llamado argumento ontológico era en realidad un argumento causal y que, además, era idéntico con el primero en aparecer en la Meditación Tercera57. Las razones que el autor ofrece para esta afirmación son bastante interesantes y vale la pena verlas, al menos brevemente.

Una de las primeras tesis fuertes que esgrime Imlay es que para Descartes

“[…] the content of the idea or what he calls its objective reality is identical with its cause. Thus he can say that the objective reality of an idea is the very being of the thing represented by the idea insofar as that being is in the idea. This, if taken literally, means that God exists within us in propria persona. It would follow from this, however, that to conceive of God would to be guarantee His existence since to conceive something, as Descartes understands it, is to have an idea of it. As a result, the guarantee put into question in admitting God’s incomprehensible contingency58 is to be rendered immune from skepticism in

55 Idem. p. 150.56 Idem. p. 162. Secada (p. 164) notará después, como también lo hace Imlay (p. 442) en el texto citado a continuación que por esas razones el modo en que la Revelación o la usanza común entienda la esencia divina es sólo aproximativo y en relación a la prueba de su existencia, irrelevante.57 Imlay, R. “Descartes’ Ontological Argument”, en: The New Scholasticism. Verano de 1969, Vol. XLIII, Nº 3, pp. 440-448.58 Este comentario surge en el contexto de una idea sugerida por Imlay poco antes, a saber, que Dios podría ser suficientemente libre como para él mismo no estar sujeto a relaciones de necesidad. En ese sentido, Dios podría ser contingente y la prueba causal podría venirse abajo (Idem. pp. 443-444).

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recognizing Him as an object of intuition or, what amounts to the same thing, an idea indistinguishable from its cause”59.

Hay varios elementos que podrían comentarse, pero me interesa, sobre todo, ponen énfasis en la tesis de la identidad de la realidad objetiva con la de su causa. La tesis bastante robusta de que la idea de Dios que tenemos en la mente sería Dios propia persona. Este argumento, sin embargo, parece a todas luces absurdo en la medida en que es el mismo Descartes quien sostiene que entre la realidad formal y la realidad objetiva existe una gradación de ser y que la segunda implica menos ser que la primera. Esta es la base del argumento que hemos venido estudiando y que supone una inferencia a partir de esta distinción de los grados de ser. De ahí se sigue que no tengamos una intuición directa de Dios, como estaría sugiriendo Imlay en el fragmento citado. Imlay considera este mismo contrargumento, pero no lo utiliza para refutar la tesis sugerida, sino que salta a partir de él a las relaciones entre la prueba causal y la ontológica. La afirmación citada queda en el aire y no parece haber mucho sustento para mantenerla.

Para Imlay, se ha sostenido frecuentemente que hay una dependencia lógica del argumento ontológico respecto del causal debido a que el primero necesita de la claridad y distinción que aporta el segundo; sin embargo, el autor sostiene que la existencia de un Dios que no puede engañar 60 “if can be proved at all, can be equally well by means of the ontological argument”61. Esta tesis, quizá, nos puede resultar más familiar y aceptable que la primera sobre la identidad entre causa y efecto para el caso de Dios. Efectivamente, en sentido derivado, ya lo hemos mencionado, todos los argumentos pueden ser entendidos como siendo a priori y en tal sentido, la afirmación de Imlay podría sostenerse62: el hecho de que Dios sea veraz no depende tanto de la primera prueba causal, sino de cómo se conciba la esencia de la divinidad, según hemos podido ver con Secada. Lo que no parece estar igualmente probado es que por la coincidencia en relación a lo a priori el argumento ontológico pueda ser también entendido como uno causal, que es la otra cara de la moneda del argumento de Imlay y que, precisamente, es la que no parece sustentarse.

Ahora bien, al año siguiente el artículo de Imlay fue fuertemente criticado por James M. Humber 63 en la misma revista en la que el primer autor publicase su provocativa propuesta. Humber es muy concreto al identificar las inconsistencias del argumento de Imlay y resume en dos los puntos que el artículo de este autor no llega a explicar: “(a) why Descartes failed to mention the causal principle in connection with the 59 Idem. pp. 444-445.60 Descartes, R. Meditaciones metafísicas. Op. Cit. En el transcurso de este trabajo no he prestado suficiente atención a este tema, pero su rol en la prueba es importante. Recordemos que en la Meditación Primera, Descartes sostiene que podría haber un Dios o un genio maligno que hiciese que me equivocase permanentemente y que fue eso lo que lo llevó a la radicalización de la duda. En ese sentido, resultaba fundamental probar la existencia de un Dios veraz y esa es la conclusión a la que llega el autor en la tercera meditación: “no tiene ningún defecto ni ninguna de las cosas que denotan alguna imperfección; de donde es completamente evidente que no puede engañar, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto” (p. 119).61 Imlay, R. Op. Cit. p. 447.62 El autor alude a una diferencia en el énfasis de los argumentos en atención al entendimiento humano, no a algo que tenga que ver con la esencia de Dios. Cabe recordar que Imlay está comparando la diferencia del orden de las pruebas—el cual se invierte— en las Meditaciones respecto de los Principios de la filosofía (Cf., p. 446).63 Humber, J. “Descartes’ Ontological Argument as Non-Causal”, en: The New Scholasticism. Verano de 1970, Vol. XLIV, Nº 3, pp. 449-459.

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fifth meditation proof and (b) the apparent ontological form of that argument. That is to say, if the fifth meditation argument is a causal one, Descartes has certainly gone some lengths to obscure de fact” 64. Y así, efectivamente, Humber apunta de modo directo a aquello de lo cual Imlay no ha podido dar cuenta suficientemente.

El primer punto que Humber cuestiona es aquel de la identidad entre la causa y el efecto postulada por Imlay, que sería el argumento a la base de la atribución de carácter causal a la prueba ontológica. Sin embargo, sostiene Humber, esta afirmación es problemática. En primer término, porque si el argumento funciona, no habría razón para dudar de la existencia de ninguna idea intuida: por ejemplo, “triangles could be known to exist even before a veracious God is proven. Descartes, however, unwilling to allow such action”65. Es probable que a esta objeción Imlay respondiese diciendo que tal identidad no aplica a toda idea, sino solamente a la de Dios ya que es la única intuición en la cual la existencia y la esencia se hacen inseparables; pero si esta fuese su respuesta, la prueba dejaría de ser causal para tomar nuevamente la forma de una prueba ontológica66.

Pero el problema más fuerte que supone la tesis de Imlay, según Humber, es el hecho de que al identificar la idea de Dios con su causa, esta última no termina siendo más que la idea misma y la existencia de Dios se vuelve puramente mental. Sin embargo, como sabemos, Descartes pretende hacer justamente lo contrario: probar la existencia formal de Dios a partir de su existencia objetiva en la mente. Luego, la posición de Imlay no sólo es inconsistente, sino que termina siendo radicalmente opuesta a las intenciones de Descartes.

No obstante, como hemos visto ya, Imlay parece abandonar esta hipótesis cuando examina con más cuidado la estructura de la prueba causal en la tercera meditación 67. A pesar de ello, lo que no queda claro es cómo este autor pasa de esa consideración a la de que el argumento ontológico es propiamente uno causal. Humler no tiene problema en aceptar que es un argumento que procede vía inferencia, pero de la presencia de una inferencia no se sigue que la prueba ontológica tenga carácter causal. Al menos tres objeciones pueden hacerse a esta tesis de Imlay. Por un lado, Descartes nunca se refiere al argumento ontológico como siendo causal; por el otro, si así fuera, no queda claro por qué habría que repetirlo dos veces en el curso de las Meditaciones. Imlay responde a esa objeción apelando a una diferencia de énfasis, pero Humler acusa a este autor de usar una salida psicológica que no se sostiene como respuesta68. Finalmente, aunque se diga que la prueba ontológica es causal, eso no puede llevarnos a firmar que sea idéntica con la de la tercera meditación. Esta prueba supone la idea innata de Dios puesta por él como replica suya en nuestra mente, cosa que no es parte del argumento en la quinta meditación.

64 Idem. p. 449.65 Idem. p. 450.66 En efecto, Imlay responde que sólo aplica como ejemplo válido para Dios y, por otro lado, afirma que eso de la “forma” ontológica de la prueba es una expresión extraña que no parece tener mucho sustento. Véase su respuesta a Humber en el artículo citado más tarde.67 Humber indica en nota a pie de página que no está seguro de si Imlay defiende la tesis intuicionista o la de la diferencia de grados de existencia (nota 8, p. 451). Añado que yo tengo exactamente la misma duda.68 Idem. p. 451.

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Así, Humber ofrece una versión del proceso argumentativo visto como un todo para dar cuenta del orden y la necesidad de postular pruebas de distinta naturaleza. Lo primero que menciona es que el orden de las pruebas es fundamental si se atiende al proceder geométrico del argumento todo. En ese sentido, Humber nos recuerda que hasta antes de la tercera meditación, la hipótesis del genio maligno se encuentra en todo su vigor y que, por tanto, anularla es la principal misión de la prueba causal. Probada la existencia de Dios por ese camino es que recién puede ofrecerse una demostración de orden ontológico; de no ser ese el caso, esta última sería inválida ya que el poder del genio engañador estaría en toda su vigencia.

Luego del primer argumento causal, Descartes pasa a elaborar una segunda demostración, que el mismo concibe como un desarrollo de la primera. La segunda versión se distingue de la primera por dos razones: a) no se parte de la existencia de la idea de Dios, sino de la pregunta por la posibilidad de la existencia de la substancia pensante si es que Dios no existiese y b) porque Descartes examina y rechaza tres tipos de objeciones a su prueba causal. Como se puede notar, a) supone algo que no podría plantearse sino hasta después de la primera prueba, a saber, la existencia formal del sujeto pensante. Hasta antes de ella, lo único cierto era que quien llevaba a cabo la meditación existía como res cogitans; la segunda prueba es capaz de preguntar a partir de la existencia formal —extramental— de dicha res sólo porque la hipótesis del genio maligno ha mostrado su carácter deleznable. Si ese no fuera el caso, esto es, si no se hubiese realizado la primera prueba, todo se mantendría dentro del gran teatro de la mente de nuestro autor. Lo que quiere sugerir Humber, entonces, es que hay un proceder claramente metódico en Descartes y que las afirmaciones de Imlay pretendiendo identificar la primera prueba causal con la ontológica confunden los planos y olvidan el rigor del método.

En esa misma línea, Humber se detiene en la Meditación Cuarta para examinar su rol en el cuerpo del texto y concluye que esta “(a) explains how, given a veracious God, error can occur and (b) describes the method to be used in order to avoid such ‘judgment error’”69. En suma, esta meditación pretende, básicamente, dos cosas: primero, explicar que a pesar de que Dios es bueno y no engaña, el ser humano puede equivocarse en sus juicios; y, segundo, precisar que ese error puede ser evitado si es que no nos precipitamos en el juicio, una de las reglas fundamentales del método.

Es recién en este contexto que la exposición ontológica puede ubicarse con propiedad. En primer lugar, porque ya no se puede dudar de todo juicio que pase de lo objetivo a lo formal como sí sucedía antes de la tercera meditación; y, en segundo lugar, porque gracias a la cuarta meditación, ya sabemos qué juicios son los que sin duda no conducen a error, a saber, aquellos que se derivan de ideas que concebimos clara y distintamente. Sólo después de eso es posible establecer una prueba que ya no parta de los efectos, sino que se concentre propiamente en la naturaleza de la idea de Dios. Todo esto demuestra, además, que la única prueba propiamente dicha es la primera ofrecida por Descartes. La demostración ontológica, que ya era conocida en la época, por ejemplo, por las vías de Tomás de

69 Idem. p. 455.

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Aquino70, no resultaba suficiente71 dado el tenor de la duda que Descartes había desarrollado. Creo que, en efecto, Humber tiene razón sobre este punto.

En este momento de la presentación, la pregunta que lógicamente puede surgir es: ¿y por qué postular, entonces, el argumento ontológico? Lo que Humber sugiere es que se debe a la necesidad de ofrecer una forma más sencilla de probar la existencia de Dios. Una que de suyo no es capaz de probar nada, al menos no en el contexto de la duda derivada de la hipótesis del genio, pero que después del filtro de las dos primeras pruebas ofrecía el acceso más simple y conocido a los lectores de la época que aquel bastante más complejo de la primera prueba causal72.

Humler cierra su exposición defendiéndose de una crítica que él sospecha podría venir del bando Imlay, a saber, si todo lo dicho es correcto, ¿cómo se puede explicar que el mismo Descartes diga que el argumento ontológico puede probar igualmente bien que el causal la existencia de un Dios veraz? Humler responde diciendo esta afirmación se comprende sin problema si se hacen dos precisiones. Por un lado, que esto sucede si es que se pone dicha prueba en el contexto que ocupa dentro del entramado de las seis meditaciones; y, por el otro, si se examina la prueba habiéndonos liberado de los prejuicios metodológicos. Me parece que ambas respuestas se sostienen, aunque la segunda me da la impresión de que tiene algo más de fuerza, además de que se engarza mejor con las consideraciones hechas hacia el inicio de este trabajo73.

Termino diciendo que existe una réplica de Imlay a Humber74, en la cual el primero responde brevemente y punto por punto a las objeciones del segundo. A pesar de que hace precisiones relevantes, se mantiene en su posición sin ofrecer argumentos suficientemente sólidos para defenderse, razón por la cual no pretendo hacer una presentación del artículo en el cuerpo de este texto. Igualmente, algunos años después apareció un artículo de Robert D. Hughes 75 con algunos elementos nuevos para la discusión o, más que nuevos, con algunos aportes para organizar de un modo más inteligente el debate. Por esa misma razón —i. e., por tratarse de una pauta nueva para la lectura y no de aportes en el contenido— tampoco me detengo en los argumentos de su artículo. Sólo destaco que al igual que Humber, Hughes ve varias de las afirmaciones de Imlay como difícilmente sostenibles y en un sentido parecido al primer autor, ve en la conjugación de las pruebas causales con la ontológica un modo más consistente de argumentar que aquel que pretendiese afrontar el problema con las pruebas de modo separado.

70 Para una comparación algo más detalla de Tomás y Descartes sobre el argumento ontológico, cf. Secada, J. Op. Cit. pp. 166-179.71 Idem. p. 456.72 Ibid. Hay, además, otra razón por la cual el autor considera necesaria la prueba, i. e., por su valor como herramienta para protegerse de cierto tipo de críticas al argumento causal. Las mismas podrían resumirse en la idea de que al ser Dios una causa incausada no puede ser objeto de investigación causal y que, por tanto, las dos primeras pruebas serían inválidas al pretender demostrar vía un argumento de ese tipo algo que está fuera del orden de las causas. Sobre este mismo tema, puede verse Secada, J. Op. Cit. Sobre todo el final del capítulo seis.73 Cf. supra. p. 4.74 Imlay, R. “Descartes’ Ontological Argument: A Causal Argument”, en: The New Scholasticism. Primavera de 1971, Vol. XLV, Nº 2, pp. 348-351.75 Hughes, R. “Descartes’ Ontological Argument as not Identical to the Causal Arguments”, en: The New Scholasticism. Otoño de 1975, Vol. XLIX, Nº 4, pp. 473-485.

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Para finalizar este trabajo, quisiera resumir brevemente las tesis que he tratado de defender y los problemas que estas han pretendido estudiar. En primer término, he querido dejar claro que Descartes es muy enfático en el uso metódico de la duda y que este uso es del todo relevante en el estudio de las pruebas de la existencia de Dios que él pretende desarrollar. Esta duda, además, se hace constitutiva del modo en que el autor encara y modifica la tradición Escolástica en la que fue educado. Así lo demuestra la manera en que Descartes se apropia de las nociones de concepto formal y objetivo en Francisco Suárez. No obstante, también he hecho notar que a pesar de las importantes diferencias, no hay de ningún modo una absoluta ruptura, lo cual se hace evidente en un estudio más cuidadoso de esta pareja de conceptos suarezianos y sus relaciones con las realidades objetiva y formal de Descartes. En segundo lugar, ya en el cuerpo de la prueba, me ha interesado distinguir dos niveles en la argumentación que considero fundamentales: por un lado, el valor de cómo se conciba a Dios para el curso de las demostraciones; y, por el otro, las relaciones entre las pruebas causales y el argumento ontológico. En ese sentido, cabe precisar que la esencia divina constituye el quid de todas las pruebas y que, por ello, todas pueden comprenderse, ya sea directa o indirectamente, como pruebas a priori. Sin embargo, paralelamente he querido afirmar que si bien eso es correcto, ello no quita que el proceder metódico de Descartes le haga ordenar las pruebas de un modo específico para responder a determinados fines. Por eso concuerdo con Humber y su explicación orgánica de las pruebas contra la tesis de Imlay que, a mi juicio y al del primer autor, es una confusión de niveles.

Cierro diciendo, simplemente, que a pesar de la relevancia histórica del estudio de Descartes y de estas pruebas, desde una perspectiva teórica y existencial no parecen ser suficientemente capaces de dar cuenta de lo que pretenden. En el primer caso, porque el salto de la esencia a la existencia, a pesar de poder llegar a ser lógicamente aceptable no llega a demostrar de modo apodíctico lo que intenta: se cae en una petición de principio y sólo se llega a una demostración inmanente y algo circular. Esto ha sido bien señalado por las críticas citadas de Kant. Y, en el segundo caso, porque los argumentos probatorios sobre la existencia de Dios han demostrado tener mínimo valor para la experiencia religiosa que la creencia en una divinidad supone. Es cierto que Descartes no está preocupado ni por asomo en esta y que su interés es, básicamente, metodológico; sin embargo, aún así vale esta precisión como clave de lectura crítica al alejamiento Moderno de la experiencia humana concreta.

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