critica de las practicas dominantes

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Hacia una crítica de las prácticas docentes dominantes

Uno de los principales propósitos de la transformación curricular de la Formación Docente que lleva adelante la Provincia de Buenos Aires, es considerar las prácticas docentes como un objeto de transformación, idea que tiene su historia en las prácticas formativas de América Latina (especialmente, en las propuestas de la pedagoga crítica mexicana Margarita Pansza González). Esto debido a que creemos, como sostenía Saúl Taborda, que “nada se crea ex-nihilo” [nada se crea desde o a partir de la nada]; y que lo “nuevo” no puede ser un ejemplo milagroso y ahistórico, sino el fruto de un proceso de transformación que se inscribe en un devenir histórico más amplio, donde están involucrados los sujetos y sus prácticas.

Indudablemente, encarar ese propósito de transformación significa no ya considerar las prácticas como algo objetivo y neutro; antes bien, significa producir un máximo de condiciones posibles para la transformación de las prácticas subjetivadas, esto es, incorporadas, naturalizadas1. En razón de las dificultades que suscita la misma noción de “formación” 2, hemos optado por nociones más amplias, sobre todo aquellas provenientes de los cultural studies ingleses (de la Escuela de Birmingham, Inglaterra):

Por un lado, resulta significativa la noción de “formación” expresada por Raymond Williams en Sociología de la cultura (1994); allí dice que “formación es una forma de organización y autoorganización a la vez, ligada a la producción cultural”. Esto quiere decir que hay un vínculo indisoluble entre producciones culturales (y políticas) disponibles y las acciones subjetivas de los productores. No podría comprenderse una cosa sin la otra, es decir, “organización y autoorganización” sin “producción cultural”.

Por otro lado, la idea de “formación” expresada en el “Prefacio” del libro de Edward P. Thompson La formación de la clase obrera en Inglaterra (1989). La idea es que “la formación es un proceso activo [y un producto siempre inacabado –agregado nuestro] que se debe tanto a la acción como al condicionamiento”. Es una mediación donde los condicionamientos producen la acción, pero la acción incide en los condicionamientos. Cuestión que vale tanto para las formaciones sociales o las formaciones culturales, como para la formación subjetiva.

Dicho de otro modo, la ambición de la transformación curricular es el logro de una transformación subjetiva. Y esto último implica no sólo un cambio de mirada, que puede ser

1 Cuando hablamos de “un máximo de condiciones posibles” nos referimos al conjunto articulado de acciones de política educativa que operan como condicionamientos, de modo de que no termine haciéndose del “Acompañamiento” una especie de “programa omnipotente”, y del docente del Campo de la Práctica el responsable político (sobrecargado) de su propia transformación y de la transformación de la Formación Docente.2 No resulta sencillo encontrar un acuerdo respecto a la idea de “formación”, ni bibliografía que sintetice su polisemia. Es destacable, sin embargo, el esfuerzo por identificar tipos de formación y el acento puesto en el eje profesor-alumno en el caso de Jacky Beillerot (2006). No obstante, el concepto de “formación” se encuentra ligado a veces a las ideas ínsitas en Paideia o en Bildung. También a la previsión de un “producto” (o causa) final –como ocurre en la tradición aristotélico-tomista, pero también en pedagogos como Ricardo Nassif. En algunas producciones actuales, el concepto está referenciado y restringido a procesos sistemáticos e intencionales.

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meramente idealista, sino una transformación –a su vez– del posicionamiento docente. Pero para ello deben, desde el lugar de quienes deciden las políticas, producirse los condicionamientos adecuados. Aunque también las acciones, por supuesto, puedan incidir en la producción de esos condicionamientos.

En esta línea, nos parece oportuno colocar el debate acerca del significado de la “crítica”, cuestión a la que alude el título de este texto. Luego de un somero recorrido por algunos de sus significados, ubicaremos en el centro de la discusión la noción de “práctica”, y de “prácticas dominantes”.

I- UN RASTREO (ARBITRARIO) DEL SIGNIFICADO DE “CRÍTICA”

La idea en este punto es reconstruir algunos significados de “crítica” a lo largo de la historia del pensamiento, con toda la arbitrariedad que esto implica. Y no lo haremos siguiendo estrictamente la linealidad del tiempo (pasado-presente), esto es, elaborando cierta cronología incompleta, sino yendo y viniendo, tratando de encontrar los rastros de significados diferentes, asumiendo que todos ellos interpelarán nuestra reflexión, aunque en distintas medidas.

1/ De la racionalidad crítica a la praxis crítica

Una primera vertiente acerca del sentido de la crítica, que tiene el significado de una crítica racional, podemos encontrarla en la obra Crítica de la Razón Pura [1781], del filósofo Emmanuel Kant, uno de los principales representantes del pensamiento moderno. En el sentido kantiano, la crítica racional es la facultad por la que la razón juzga sobre la naturaleza de las cosas. Aquí se presenta un fuerte anudamiento de la crítica con la capacidad racional de “juzgar”, que ha permeado y configurado muchos sentidos operantes de “crítica” en nuestras representaciones y prácticas. El problema se produce cuando consideramos la crítica racional vinculada con un parámetro fijo, más o menos inmutable, que es el propio modo de juzgar y de actuar, o el parámetro que ha sido internalizado y naturalizado como “adecuado” e incluso único posible3.

Pero, poco menos de un siglo después, se conocen las obras del alemán Karl Marx, quizás el filósofo de la crítica por excelencia. Más allá de sus críticas a los neohegelianos por mantener su fidelidad al idealismo, Marx encara estudios de economía política, a los que denomina crítica. Esta perspectiva la encontramos especialmente en la Contribución a la crítica de la economía política [1859] y en los Grundrisse [1857-1858]. Allí encontramos los dos modos que presenta Marx para explicar la “crítica”, que lógicamente son idénticos:

En primer lugar, la crítica se refiere a sus propios estudios de la economía política y concluye que las condiciones materiales de vida determinan tanto las relaciones como la conciencia social (Marx, 1980). La “crítica” consiste, entonces, en percibir los modos en que la subjetividad y la intersubjetividad, la conciencia y la vida social, están determinados por condiciones materiales de vida. Además, incluye en la “crítica” la idea según la cual las contradicciones materiales provocan –desde el seno mismo de las formaciones sociales– la resolución de los conflictos.

En segundo lugar, con “crítica” se refiere a un método, que es el de la economía política, pero que se constituye en la base de todo su programa epistemológico. La vía crítica procede analizando las relaciones que determinan lo real y concreto. Aquí se llega a una totalidad con múltiples relaciones y determinaciones. La síntesis obtenida no es otra cosa que lo concreto. Por eso afirma que “Lo concreto es concreto porque es la

3 Lo que frecuentemente ha ocurrido en estos casos es que la “crítica” actúa como una forma de anudamiento con lo “claro y distinto”, lo cual puede tener derivaciones peligrosamente iluministas, que terminan en distintas formas de lucha contra las culturas populares, ahora en proceso de crisis.

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síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso” (Marx, 1989: 21)

Vale recordar que de este modo razonan las teorías pedagógicas denominadas “críticas reproductivistas”, que ven en el sistema educativo y en la enseñanza formas determinadas por las condiciones sociales. De este modo, la enseñanza puede comprenderse si se analizan las relaciones que la determinan, que son materiales y también simbólicas –según los estudios sobre la reproducción en el sistema educativo de Bourdieu y Passeron, o sobre la reproducción ideológica de Louis Althusser, por ejemplo.

Más allá de las vicisitudes de la racionalidad crítica, conviene recordar aquí la contribución del filósofo alemán actual, Jürgen Habermas, debido a las influencias que ha tenido en el pensamiento pedagógico. Para Habermas la crítica debe “examinar cuándo las proposiciones captan regularidades invariantes y cuándo designan relaciones de dependencia, ideológicamente fijadas, pero susceptibles de cambio” (Habermas, 1994). En este sentido, la crítica debe hacer, a nivel hermenéutico, un esfuerzo de deconstrucción del lenguaje. Esto quiere decir que los lenguajes a partir de los cuales interpretamos y hacemos posibles las experiencias y la vida, suelen ser lenguajes colonizados, poblados de intereses de poder y de dominio, de prescripciones de una “moral de orden”. Un lenguaje que imposibilita pensar, comprender y sentir las condiciones en las que vivimos.

Por ello, el esfuerzo de la crítica racional, en el caso de Habermas, es delimitar los dos alcances de la racionalidad: una racionalidad instrumental, cuyo objeto es la dominación, el control y la manipulación de la naturaleza y de las culturas otras; y una racionalidad comunicativa que, asumiendo la diferencia, pretende la interacción con las otras culturas, con su diversidad, sus formas de confusión y de inestabilidad, sus incertidumbres y (para el pensamiento dominante) su oscuridad. La racionalidad crítica habermasiana nos permite asumir un desafío: el de desnaturalizar los significados proliferantes propuestos por diversos discursos de dominación, a los que el autor llama “pseudo-aprioris” –retomando la idea de “a priori” propuesta por Kant para lo que es independiente de la experiencia (Habermas, 1982). Esos discursos de dominación son, entre otros, el mercantil y el de la moral establecida. Por eso esta perspectiva crítica anima la creación de espacios de comunicación y apropiación lingüística.

La limitación más fuerte de esta perspectiva crítica alemana de la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, es la producción de una ilusión: la ilusión de que es posible en este mundo la creación de un lenguaje autónomo y, concomitantemente, de una experiencia incontaminada y particularista de autonomía, a partir de la “crítica racional”.

Por otra parte, la idea de praxis crítica proviene también del pensamiento de Marx; específicamente expresada en la Tesis 11 sobre Feuerbach [1845-1846] que dice: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (Marx, 1971: 668).

La praxis crítica trabaja en dos momentos mutuamente relacionados. En el primero, analiza las relaciones que existen entre una determinada estructura contextualizada e historizada, y los procesos subjetivos y las prácticas y acciones que allí se producen. En otras palabras, analiza cómo la estructura condiciona las acciones y las acciones configuran la estructura. En el segundo momento, apostando a un desplazamiento del determinismo estructural, alienta una práctica política que, habida cuenta de las condiciones estructurales y contextuales de las prácticas, se inscriba en procesos y movimientos sociales de transformación. En este sentido, la praxis crítica hace posible la conexión entre una situación crítica y una racionalidad crítica, pero instaurando el campo para la experiencia y la vida.

El significado de praxis crítica alude, en el “sentido común” bastante generalizado, a la relación de la teoría y la práctica. Sin embargo, hablar de la relación entre teoría y práctica dice y ha dicho muchas cosas; pero también no dice nada. El nombrar esa relación, acaso, significa consagrar una separación constituida por la modernidad (pero que, en cierto modo, nace en la venerable tradición aristotélica). Lo afirmaba claramente Agnes Heller cuando sostenía que el sello distintivo de Occidente (o la Modernidad, según la equivalencia que establecen Heller y

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Feher) es la contradicción entre la teoría y la práctica o, más en general, entre lo que se dice y lo que se hace (Heller y Feher, 1985). Podríamos afirmar, siguiendo este razonamiento, la contradicción entre lo que se dice y teoriza sobre las prácticas de enseñanza y lo que en concreto se hace o se practica. La separación entre una cuestión y la otra, siguiendo a Heller, es el sello distintivo de las prácticas docentes dominantes.

Entonces, seguir hablando de la relación teoría/práctica puede significar no sólo la insuperable cristalización de su divorcio, sino también la flagrante contradicción entre cada término. ¿No es la teoría, acaso, un tipo de práctica? ¿Y no evidencia la práctica, por su parte, una teoría encarnada? Más allá de los históricos esfuerzos por devolver unidad dialéctica a los dos “procesos”, surgen dos interrogantes básicos: ¿de qué lado estamos situados los docentes, incluso los “críticos”? y ¿qué tipo de teoría construyen o sostienen las prácticas de enseñanza? Pero dejando en suspenso la reflexión, la separación y la contradicción entre teoría y práctica alude a la producción de una suerte de “oposición binaria”. La oposición binaria se constituye así en categoría analítica de lo sociocultural (y de la enseñanza), desde la cual se producen sentidos elaborándose una cadena de sucesivas oposiciones. Los pares binarios son altamente generadores de sentidos ideológicos: sentidos naturalizados que contribuyen, a lo largo del tiempo, a estructurar las percepciones sobre el mundo sociocultural (O’Sullivan y otros, 1997: 247-248). Entrampados en ese tipo de oposición, los docentes, como pedagogos o como intelectuales, deberíamos desarrollar una teoría “a partir” o “sobre” la práctica, de la cual nos sentimos sus sujetos.

El desafío, acaso, es pensar “teoría con práctica” (o “práctica con teoría”), lo que puede significar la necesidad de nombrar de otro modo el horizonte ético-político de reconexión entre teoría y práctica. A esto se le ha llamado praxis crítica, desde Freire o Furter a la actualidad, aunque pudieran mencionarse suficientes matrices históricas de esa reconexión que son menos conocidas.

Sería posible, finalmente, situar las ideas de “deconstrucción” (de Jacques Derrida), de “genealogía” y “arqueología” (de Michel Foucault) y otras pertenecientes a movimientos post-estructuralistas (llegando hasta los neo-foucaultianos como Giorgio Agamben, Roberto Esposito y otros), de “análisis político del discurso” (como en el caso de Ernesto Laclau, Slavoj Zizek y otros), como los nuevos sinónimos de la crítica. Fue el antropólogo Claude Lévi-Strauss quien afirmó que “eso de la deconstrucción es lo que nosotros llamábamos crítica”; aunque existen algunas características metodológicas diferentes. Nos encontramos aquí con esfuerzos críticos diversos que ponen en evidencia que “la verdad” (en los discursos y en las prácticas) es un producto histórico y relativo. Son los estratos de luchas por el poder manifiestos en las prácticas sociales, los que en distintas etapas históricas han generado distintos dominios de saber y “regímenes de verdad”, produciendo a su vez objetos y sujetos. Por otra parte, la crítica –según como la entendemos, y a fin de que se acerque a una transformación real– apunta a relevar las cadenas de equivalencias en los significados que consagran situaciones “naturalizadas” o cristalizadas de dominación o de hegemonía.

2/ La crítica como crisis y como complejidad: de la posmodernidad al pensamiento antiguo y viceversa

En primer lugar, es posible hacer referencia a la crítica como a una “situación crítica”: una situación (estamos situados en ella) que produce incertidumbre porque trastoca los pilares de una organización social y las representaciones y estatutos que en ella generaban certezas y seguridades. En otras palabras, la situación crítica constituye un “obstáculo epistemológico” frente al cual necesitamos “vasijas nuevas”4; necesitamos experimentar una “ruptura

4 Es interesante ir ya relacionando estas ideas con el pensamiento cristiano antiguo. Cfr. Mateo 9,17 o Lucas 5,37: “Nadie echa vino nuevo en vasijas viejas... El vino nuevo hay que ponerlo en vasijas nuevas”. Los moldes viejos no nos sirven del todo para comprender y construir lo nuevo. Los esquematismos en el pensamiento sólo admiten prácticas que reproducen situaciones establecidas, perpetuándolas como si fueran las únicas posibles.

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epistemológica” (Bachelard, 1972: 17). La noción de ruptura epistemológica, creada por Gaston Bachelard (1972; 1949), indica la posibilidad de excedencia de determinados “campos de significación”, constituidos por un conjunto de códigos, lenguaje y valoraciones de una cultura determinada y de cada sujeto en particular. Cuando se rompen esos campos se producen avances en el conocimiento. Pero tales “rupturas” no se dan en el conocimiento si no hay rupturas en lo social: las rupturas en la comprensión y en el pensamiento, están en estrecha relación con rupturas en el campo sociocultural y en las prácticas sociales5.

La incertidumbre, regularmente, se produce frente a la ausencia de certezas; o mejor, frente a la imposibilidad de las viejas certezas para comprender y explicar las condiciones críticas de un momento histórico-social y, más todavía, para actuar satisfactoriamente en el torbellino de la situación de crisis.

De allí es que necesitemos considerar la situación crítica como “situación compleja”. ¿Qué es la “complejidad”? A primera vista la complejidad es un tejido (de complexus: lo que está tejido en conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados: presenta la paradoja de lo uno y lo múltiple. Es un tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo (Morin, 1992: 32; Morin y otros, 1998). La complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo inextricable, del desorden, de la ambigüedad, de lo incierto, de lo confuso. De allí que sea imposible abordarla (sin forzarla) desde los pensamientos “cristalizados”, naturalizados (incorporados como si fueran naturales) y simples; debemos construir “con” el proceso de crisis un pensamiento complejo y abierto.

Precisamente la crisis provoca un completo replanteamiento de las formas regulares y normales de comprender y pensar lo sociocultural. Por ello necesitamos, por un lado, hacer el rastreo y rescate de otras ideas (como proponía Alcira Argumedo, 1996), que tiene por finalidad la comprensión de los procesos y de los conflictos histórico-políticos y culturales latinoamericanos. Por otro, elaborar una contestación crítica a los “sistemas de ideas” dominantes, producidos en los centros de poder y adoptados para introducir en ellos los problemas americanos y para, desde allí, interpretarlos y actuar. En definitiva, necesitamos abordar la “situación crítica” en cuanto crisis que produce incertidumbre y en cuanto complejidad que desafía el pensamiento simple y regular, el pensamiento “normal” de los sistemas de ideas, ese pensamiento que nos es familiar, que opera en nuestras prácticas rutinariamente, que lo vivimos como el único posible, porque nos es connatural (recordemos, por ejemplo, la palabra francesa para “conocimiento”: connaissance, que alude a un “co-nacimiento”). Si no lo hiciéramos de ese modo, no podríamos aproximarnos a producir una “ruptura epistemológica” en nuestras formas de comprender y en nuestras prácticas formativas, docentes.

Pero también la palabra crítica alude a otro tipo de “crisis”. Esa referencia la encontramos en el Evangelio de Juan y, por lo tanto, en el pensamiento cristiano antiguo.

Recordemos que es el teólogo Papías de Hierápolis (69-150), hacia el año 130, quien presenta una de las referencias más admitidas sobre “Juan”, llamándolo “el Presbítero Juan”, un anciano de Éfeso de quien Papías fue discípulo. Este Presbítero Juan no es el Apóstol de Jesús (su “discípulo amado”, según el Evangelio) ya que estamos frente a un autor teólogo y conocedor de la filosofía, no ante el pescador de Galilea, evidentemente. Muchos teólogos actuales (en especial a partir de la obra de Raymond Brown, The Gospel to John, publicada en 1966) aceptan que el autor del Evangelio lo escribió hacia el año 70 dC. El autor no habría convivido con Jesús de Nazaret; más aún, seguramente se trataría del Presbítero Juan. Pero hablar del “Presbítero Juan” tal vez signifique aludir a una escuela de escritores, y no a un individuo en particular,

5 El concepto de ruptura epistemológica alude a la noción de frontera o límite que por un lado se rompe y, por otro, frente al cual hay una profunda discontinuidad en la marcha hacia el objeto. Por eso Bachelard relaciona este problema con las condiciones históricas de posibilidad (lo que el espistemólogo Imre Lakatos llama “historia externa de la ciencia” o Michel Foucault denomina “episteme”) y habla de “epistemología histórica”.

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cosa usual en el mundo antiguo. “Juan” sería una escuela, una tradición (así como el Yahvista o el Eloísta en el Pentateuco del Antiguo Testamento son tradiciones, y no escritores individuales).

Esta sospecha nos sirve para leer el texto del Evangelio de Juan que citaremos, sobre todo porque sería expresión, no de una persona en particular, sino del pensamiento cristiano antiguo, o de un grupo importante (por su significatividad) del cristianismo antiguo –de hecho, el texto es canónico, fue aceptado como uno de los cuatro Evangelios. Por lo tanto, nos vamos a permitir leer este texto que sigue como expresión de una comunidad de vida y pensamiento: la del cristianismo antiguo. El texto expresa:

Y dijo Jesús:“Para un juicio () he venido a este mundo ()para que los que no ven, vean;y los que se creen con luces (), se vuelvan ciegos” (Jn. 9, 39) 6

Es el pasaje donde Jesús sana al ciego de nacimiento. Sus palabras confirman su prodigio, que es público y no privado, estableciendo lo que podemos denominar doctrina.

La palabra que utiliza el autor del Evangelio es , crisis, respecto del , cosmos, esto es, del mundo o de un orden de cosas dominante. Aquí aparecen al menos dos derivas propias del pensamiento judeo-cristiano que son de nuestro interés:

1. En primer lugar nos encontramos con la idea profética de la subversión que la intervención divina opera no sólo en el orden de la conciencia subjetiva, sino también en el orden social y político, reconociendo su articulación indisoluble. En el pensamiento judeo-cristiano sería imposible concebir ambos aspectos separadamente. Esta cuestión que está sumamente clara en libros proféticos del Antiguo Testamento, como es el caso del libro del profeta Amós. No podemos detenernos aquí en analizar el valor de la palabra profética (, profeta: el portavoz), pero sí debemos estar atentos al valor interpelador y performativo, pragmático, de su discurso, como ahora el de Jesús: el discurso pronuncia y consagra una subversión en el orden de cosas, que también es el orden de cosas subjetivo.

2. En segundo lugar, nos encontramos con una antigua noción de la teología bíblica cristiana: la noción de (metánoia), generalmente traducida como conversión, que implica una fuerte mutación subjetiva. La crisis es un cambio drástico, del que es difícil volver, no sólo en la mirada sino en el posicionamiento (el cuerpo, las creencias, los fundamentos, las prácticas). Una metá-noia, es decir, algo que marca un antes y un después, una ruptura (metá-) en la percepción, el pensamiento, la comprensión (noéo). Recordemos que el término viene de (nóos): inteligencia, reflexión, memoria, saberes, sentido, proyecto, espíritu. Es algo más que un cambio de mirada: es comenzar a ver; o dejar de ver el “orden de cosas” (cosmos) que se veía.

3. Finalmente, el texto habla de quienes “se creen con luces”, pero dentro de un orden de cosas, dentro de un “cosmos”. Esos quedarán ciegos. Ciegos para ese orden de cosas, que para ellos tenía sentido. El texto dice , aludiendo a los , los “iluminados”, acaso con un sentido despectivo. El comentario más aceptado (por ejemplo, el de la Biblia de Jerusalén, dirigida por la Escuela Bíblica de Jerusalén) habla de los presuntuosos, que confían en sus propias luces. Haciendo un salto arbitrario, podríamos pensar en quienes adoptan posiciones iluministas, frecuentemente sostenidas por discursos de otros, que generalmente piensan desde fuera.

Evidentemente la crítica está relacionada con la crisis pero en el sentido de subversión y conversión, de una profunda mutación del orden de cosas y, sobre todo, del orden de cosas subjetivo. Una ruptura y un cambio drástico de la dirección del sentido. Ambas palabras,

6“”.

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subversión y conversión, están relacionadas por el término vergere, que significa “dirigirse” en cuanto “mirar hacia” como también “caminar hacia”, “inclinar el cuerpo hacia”. Hay un cambio que cambia el sentido de las cosas, pero que se produce también cuando las cosas alrededor cambian. Recordemos que el cambio del posicionamiento subjetivo no depende sólo de modificaciones en la mirada o las formas de ver, sino en ciertos cambios en el mundo que provocan la necesidad de mirar distinto. De otro modo, sería una mera apuesta al idealismo que (desde Hegel) cree que todo lo que pasa por la razón o por la mirada, es real.

3/ “Pensar la realidad con ojos propios”: la crítica en América Latina

Más allá del llamado “pensamiento occidental”, existen otros sentidos de crítica que no deberíamos desatender ni olvidar. En otras matrices, como las de culturas “no-modernas” latinoamericanas, ha podido observarse que hay un pensamiento crítico popular en prácticas referidas al abordaje de determinados problemas cotidianos. Fue el antropólogo y filósofo argentino Rodolfo Kusch (1922-1979) quien, adoptando una posición crítica de la perspectiva de la “concientización” de Paulo Freire, destacó los elementos teóricos del pensamiento popular (Kusch, 1976), a la vez que los modos en que actúa en él la negación como hilo del discurso “crítico” no-moderno (como es el caso de Anastacio Quiroga en La negación en el pensamiento popular, Kusch, 1975). La “crítica” es un anti-discurso cargado de cierto escepticismo, incompatible con las seguras verdades del conocimiento científico. La crítica en el pensamiento popular está centrada en la emocionalidad y refiere también al posicionamiento subjetivo, a situar el problema general en el “sí mismo” como parte de la cultura. No trabaja con objetos sino con significados condicionados emocionalmente. Esos significados, en su forma extrema, se estructuran en valores. Esto es, se trata de un pensamiento ético.

¿Dónde está aquí la separación entre teoría y práctica? Resulta casi imposible situarla. Más bien, como lo señala Kusch, dicho divorcio proviene del desencuentro (moderno en Latinoamérica) entre el sujeto pensante y el sujeto cultural. Un sujeto es el que piensa y otro el que actúa.

Situándonos en nuestro campo, uno es el sujeto que piensa la Pedagogía (situado frecuentemente en importantes instituciones académicas, muchas de ellas de Europa y del mundo central), que piensa “sobre” la práctica o “para” ella, o simplemente sin ella, moviéndose en el mundo de elucubraciones que forman parte del capital “académico” de la Pedagogía o la Didáctica. Otro, en cambio, es el sujeto de las prácticas, generalmente “pensado” y “hablado” por el otro sujeto, tratando de adecuar sus prácticas a las novedades o a las supuestas características más deseables de la Pedagogía crítica, de las buenas prácticas, de las corrientes didácticas más innovadoras, etc. Este último sujeto que “hace”, que parece que no piensa y para quien estaría vedada la producción de pensamiento pedagógico, está inmerso en ese mundo cotidiano (cultural) al que contribuye con su acción, pero que sobrepasa y hace aguas frente a los desarrollos elaborados por el sujeto pensante.

Saúl Taborda, como representante del pensamiento nacional-popular argentino, lo definió claramente: en la “Pedagogía oficial”, el pensamiento pedagógico no se deriva de los hechos educativos sino de la doctrina de la igualdad (se refiere a las doctrinas europeas de moda y dominantes en su época). Tanto somos pensados por el Otro (sobre todo, Europa) que las instituciones son copias de esas instituciones centrales, negando el movimiento cultural de nuestra Patria. Las instituciones, dice Taborda, cargan con contradicciones que les dieron origen que nada tienen que ver con nuestras culturas (Taborda, 1951).

Pero el rastreo de Taborda no se queda en un mero idealismo, tan vigente en su época. La crítica, en Taborda, es la crítica al pensamiento de Sarmiento y a la “Pedagogía oficial” que de él se deriva. Un lector desprevenido puede creer que el discurso de Saúl Taborda (1885-1944), en su crítica a la elaboración político-cultural y pedagógica de Sarmiento, a la política educativa de las primeras décadas del sistema educativo argentino, a las sucesivas gestiones del Consejo Nacional de Educación, no hace más que montarse sobre el paradigma conceptual construido

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por el discurso sarmientino (estructurado por la bipolaridad “civilización/barbarie”), pero para hacer una apología del polo opuesto al ensalzado por Sarmiento, esto es: un discurso para indultar y encomiar aquello que Sarmiento construyó discursivamente como “barbarie”. Nada más erróneo. El discurso de Taborda es crítico porque no está codificado por elementos dicotómicos constitutivos de un paradigma conceptual, sino porque se produce a partir del análisis de las condiciones histórico culturales, por un lado, y de la crítica de los discursos hegemónicos, por el otro.

Taborda no rescata las prácticas culturales (en cierto sentido, tradicionales) sólo por el hecho de enaltecerlas, lo que significaría un peligroso modo de sustancializarlas o esencializarlas, asociándolas a una pureza cultural originaria e incólume. Sus ensayos e investigaciones, en cambio, apuntan a reconectar los elementos que el liberalismo fundacional “oficial” había disociado; a reconectar las prácticas culturales con los procesos pedagógicos. Una reconexión que no sólo encarará como proyecto, sino fundamentalmente como rastreo histórico cultural.

Además, crítica significa, en Taborda, el reconocimiento del conflicto como el elemento constitutivo de lo cultural y de la comunidad política. Sería imposible comprender la sociedad política a través del mito del contrato, de la armonía y la transparencia en las relaciones (por ejemplo, políticas, pedagógicas, etc.). Lo constitutivo de lo comunitario y de lo político es el antagonismo, que nunca se resuelve del todo, que se reconoce y se asume, pero que no es el mismo en las mismas condiciones sociales, geopolíticas, culturales, económicas, etc. (Taborda, 1936). Una deriva para nosotros es, entonces, que la crítica no es la brillosa argumentación de los libros venidos de otros contextos, sino el esfuerzo por reconocer y asumir nuestros propios conflictos culturales y a partir de ellos establecer políticas educativas o de enseñanza, producir pensamientos pedagógicos y didácticos, situarnos en la cotidianidad difícil pero creativa del quehacer docente.

Bien vale recordar aquí a lo que se denomina “pensamiento nacionalista popular” (o nacional-popular) y su idea sobre la crítica. El pensador y ensayista argentino Arturo Jauretche (1901-1974) militó en su juventud en el Partido Radical y luego fundó con otros jóvenes del mismo sector a FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), organización que tuvo un relevante papel en la Década Infame (1930-1940) y que se considera antecedente directo del movimiento peronista. Jauretche proporciona algunas ideas acerca de la vinculación entre cultura, economía y política que resultan relevantes como tradición de la corriente crítica de los “estudios culturales” propios7.

En primer lugar, Jauretche en su obra FORJA y la Década Infame (1962) otorga centralidad al problema del método de estudio. Por un lado, el método consiste en una visión acerca de la realidad económica de la Argentina, imposible de soslayar al momento de indagar las ideas que circulan en nuestra sociedad. Jauretche y FORJA admiten una búsqueda similar a la de la crítica marxista, pero sin poner énfasis en la lucha de clases. Por otro lado, la perspectiva de FORJA no tiene por objeto las cuestiones foráneas, sino los problemas nacionales y latinoamericanos, inspirándose en procesos históricos concretos como el de la Revolución Mexicana y en pensamientos como los de Manuel Ugarte (socialista antiimperialista argentino) y Raúl Haya de la Torre (del APRA peruano). La referencia para el análisis es, entonces, la realidad histórica y económica nacional y regional, y no la filosofía o la teoría producida para pensarla. La pretensión es, en todo caso, adaptar las ideas universales (europeas) a nuestras necesidades y problemas, a través de una reflexión crítica, y no al revés, es decir, no adaptar (encajar) nuestras necesidades y problemas en los moldes de las ideas y teorías producidas en otros contextos, actuando por imitación.

Las naciones dominantes (el imperialismo) desarrollan no sólo una reproducción a través de su agente (la oligarquía nacional) y de una tiranía económica (el estatuto legal del coloniaje), sino a través de modelos ideológicos que ignoran a nuestro pueblo. Por eso FORJA aporta, y Jauretche enuncia, un método:

7 Cabe mencionar en esta corriente el destacado papel de otro gran ensayista e investigador: Raúl Scalabrini Ortiz.

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"La tarea de FORJA no fue la formulación de una doctrina y menos de una ideología, sino dirigir el pensamiento nacional hacia los hechos concretos y sus implicancias económicas, sociales y culturales propias (...) La tarea de FORJA fue contribuir a que las ideas universales se tomaran sólo en su valor universal pero según las necesidades del país y según su momento histórico las reclamasen (...) En una palabra, hacer del pensamiento un instrumento de creación propia" (Jauretche, 1962: 68).

El objetivo del método era, según Jauretche, mirar la realidad con ojos propios. En todo caso, utilizar las teorías y las ideas extranjeras no como un molde, sino como una caja de herramientas (según la figura que luego consagrará Michel Foucault).

“Nosotros no éramos más que una tentativa de pensar, a partir de nosotros mismos, a partir de la praxis. Una alternativa de ir elaborando, sí, con la utilización de los elementos universales –filtrados a través de nuestra realidad– la propia ideología.”

“Los jóvenes de forja queríamos evitar el narcisismo; edificar el país, más que redactar alegatos para ganar bellas polémicas. Queríamos ser prudentes con los libros. Sabíamos que muerden, aunque se diga que no. No renunciábamos a leerlos, pero los sometíamos a la revisión, a través del cristal de nuestra realidad.”

El pensamiento de Jauretche y de FORJA, en segundo lugar, se ubica entre el romanticismo y el iluminismo. Toma distancia del romanticismo nacionalista y folklórico, ya que la nación no es algo ya realizado y perdido en el pasado, lo que representaría “el amor del hijo junto a la tumba del padre muerto”, sino que es algo en proceso de realización; lo representativo de esta posición es la del “amor del padre junto a la cuna del hijo”. Toma, por otro lado, distancia del iluminismo, ya que desde él surgen las “patologías epistemológicas” que consisten en forzar los hechos, los tercos hechos, para aplanarlos y simplificarlos desde los “sistemas de ideas” extranjeros que no consideran la situación de un nosotros y que fomentan la creencia de una intelligentzia (en definitiva dominada) capaz de interpretar teóricamente, desde las doctrinas y las ortodoxias, nuestra compleja realidad política y cultural.

II- LA CRÍTICA DE LA PRÁCTICA

El desafío no es pequeño ni sencillo, sin embargo es atractivo: una crítica de la práctica docente, y sobre todo de la práctica docente dominante. Una tarea que no puede ser individual sino que tiene que surgir paulatinamente del trabajo colectivo, colaborativo, reflexivo, autoanalítico (si esto fuera posible).

Para realizar esta tarea, queremos ofrecer algunas coordenadas. Se trata especialmente de coordenadas conceptuales que no deben operar como moldes sino como interpelaciones.

1/ Recordando a Pierre Furter

Pierre Furter podría ubicarse como un utópico de la educación, emparentado con el movimiento de educación liberadora de los 60 y los 70. Una de las preguntas básicas del ensayo Educación y reflexión (1970) está relacionada con la posibilidad del cambio en la práctica y el pensamiento educativo, para lo cual desarrolla el problema de la reflexión filosófica de la práctica pedagógica. Presenta las dos alternativas tradicionales de la filosofía de la educación en América Latina: el idealismo y el pragmatismo.

a) El idealismo se trata de una reflexión especulativa, desentendida de los hechos y las prácticas concretas, de sus desafíos y sus alcances, de sus fracasos y limitaciones. La centralidad está puesta en las “Ideas”, como si estas no fueran un producto de la realidad, sino más bien las normas universales para adecuar la realidad a sus

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prerrogativas. Hay aquí una concepción central: las ideas pedagógicas deben ser aplicadas en la práctica educativa o docente, muchas veces de manera mecánica y simplista (haciendo del docente un mero engranaje capturado por dispositivos). Y esto está presente tanto en corrientes normalistas y positivistas (en sus líneas racionalistas), idealistas y espiritualistas, como en las políticas educativas de las “reformas” (por ejemplo, las neoliberales y tecnicistas) que abrevan en “ideas” de otros contextos, que son copiadas como verdaderas recetas para solucionar nuestros problemas educativos. Como se ve, el problema central aquí está en una percepción divorciada de las ideas respecto de la realidad histórica; como si fuera posible concebir a las ideas como un conjunto de entes abstractos, o sagrados.

b) El pragmatismo, en cambio, desdeña las “ideas” y le resulta suficiente la práctica. Pero aquí la práctica es prágmata y no praxis. ¿Qué quiere decir esto? Que la práctica está restringida a la “ocupación”, el desempeño, la ejecución. No implica reflexión, sino más bien intercambio de opiniones referidas al éxito o fracaso de determinados procedimientos, por ejemplo, en la enseñanza. La educación, a su vez, está restringida a la enseñanza. Y la enseñanza es, aquí, un conjunto de técnicas, un saber hacer, un desempeño que debe acercarse a “buenas prácticas”, un modelo secuencial o sistémico más o menos estable, o un conjunto de quehaceres que identifican la profesión. La claridad, la eficacia y el ritmo (o la velocidad) señaladas por Carrizales Retamoza como verdaderas “obsesiones pedagógicas”, está en tal medida incorporadas en las prácticas que parece que no pueden ser susceptibles de reflexión, sino que son connaturales al quehacer docente. Como se ve, en los posicionamientos pragmáticos no sólo hay un divorcio entre reflexión filosófica y práctica pedagógica, sino que además la práctica pedagógica es autosuficiente, es inmanente.

Furter insiste en la necesidad de devolver articulación a la reflexión filosófica con la práctica pedagógica, poniéndolas en diálogo, y alentando el diálogo entre los sujetos de la práctica pedagógica, que produzca no “Ideas” sino reflexión filosófica. Una cuestión que venimos sosteniendo en uno de los horizontes formativos: el docente como pedagogo. La evaluación crítica que hace Furter tiene un doble objetivo. Por un lado, considerar al pensamiento educativo en sus coordenadas históricas y políticas, deshaciéndose de las tradiciones espiritualistas de la Filosofía de la Educación. No es posible la reflexión filosófica si no hay conciencia histórica, y si no se inscribe esa reflexión en las coordenadas de sus condicionamientos políticos. Pero, por otro, situar a la reflexión filosófica en el campo de los hechos y de las prácticas pedagógicas, y no en el de las doctrinas (generalmente foráneas o academicistas) que operan como “moldes” del pensamiento. Sólo así es posible no sólo una transformación educativa profunda, sino también una des-alienación del pensamiento pedagógico. Y en esto consiste, precisamente, lo crítico.

2/ Un significado de la práctica

Conviene distinguir a la práctica de la acción, al menos en su sentido fuerte. En el marco de la filosofía aristotélica, la acción implica un movimiento, un cambio en una realidad. Asumiendo el sentido weberiano, por su parte, existen dos tipos de actos que especialmente nos ayudan a comprender qué es la acción: el acto racional respecto de fines (en el que el actor concibe el fin y combina los medios para alcanzarlo) y el acto racional respecto de un valor (el actor no actúa para obtener un resultado extrínseco, sino para permanecer fiel a la idea que se forja del honor). En cambio, la práctica se caracteriza por tratarse de un obrar naturalizado, un obrar del orden de la cultura y de la vida social que ha sido internalizado por el agente (o actor), incorporado, es decir, hecho cuerpo (y el cuerpo cree en lo que juega, dice Bourdieu, no lo analiza racionalmente ni lo delibera), como si fuera algo natural, del orden de la naturaleza. La práctica se experimenta con naturalidad, como si fuera el único modo posible de obrar. Recordemos, en cambio, que el sociólogo Anthony Giddens sostiene que la acción nace de la aptitud del agente para “producir una diferencia” en un estado de cosas o curso de procesos preexistentes (que se

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viven como naturales). Un agente deja de ser tal si pierde esa aptitud de “producir una diferencia”, o sea, de ejercer alguna clase de poder transformador (Giddens, 1995: 51).

El término práctica (de : práctica u obra) indica un tipo de actividad pero además un tipo de conocimiento que se logra en el mismo obrar, en el interior de él. En el sentido común, designa el ejercicio de un arte, a la vez que la destreza que se adquiere en ese ejercicio; es decir: implica tanto el proceso como la acumulación lograda, una acumulación que, más que un resultado objetivo, es una internalización o apropiación subjetiva. También práctica designa un uso continuado y durable; en este sentido está relacionado con lo habitual y lo acostumbrado, como así también con lo tradicional.

En este sentido, cuando el sociólogo Pierre Bourdieu aborda el problema de la práctica sostiene, en principio, que ella es producida por el habitus (Bourdieu, 1991: 94; 100). El “habitus”, para Bourdieu, más que con la intervención racional o la acción, tiene relación con la internalización de la exterioridad; es “una formación duradera, [el] producto de la interiorización de los principios de una arbitrariedad cultural capaz de perpetuarse una vez terminada” una acción externa (Bourdieu, 1981: 72). Esa acción externa “tiene por efecto producir individuos duradera y sistemáticamente modificados por una acción prolongada de transformación que tiende a dotarles de una misma formación duradera y transmisible (habitus), es decir, de esquemas comunes de pensamiento, de percepción, de apreciación y de acción” (Ib.: 250). Las estructuras internalizadas actúan como principios generadores y organizadores de prácticas y también de representaciones sociales (Bourdieu, 1991: 92).

Las prácticas producidas por el habitus tienden, con mayor seguridad que cualquier regla formal o norma explícita, a garantizar la conformidad con una estructura y la constancia o duración a través del tiempo. Las prácticas, además, cargan con una historia incorporada y naturalizada (en nuestro caso, la historia internalizada del ejercicio de la docencia); en ese sentido, concientemente olvidada como tal y actualizada en la práctica. En los sujetos, entonces, hay una especie de “investimiento” práctico que está condicionado por el orden cultural (objetivo) y que crea disposiciones subjetivas. El término “investimiento” es propio del psicoanálisis (en inglés: catexis; en alemán: Besetzung) y se utiliza para aludir al revestimiento de algo por lo psíquico, unido a la concepción de una libido envolvente. El término “catexia”, por su parte, viene de , que significa “asir fuertemente, retener, contener, reprimir, ocular, envolver o impedir”. Bourdieu utiliza el término investissement, traducido como “inversión/inmersión”; esto es: en el juego (enjeu) práctico, el sujeto está invirtiendo, en sentido económico, y a la vez está inmerso en él, en sentido psicoanalítico (Bourdieu, 1991: 113-ss.).

Esa investissement práctica se pone de manifiesto, por así decirlo, en el complejo de dimensiones compuesto por ethos, hexis y eidos (Bourdieu, 1990: 154). La historia común está marcada por luchas y contradicciones y así se encarna en el cuerpo de manera durable (habitus), creando disposiciones permanentes que son principios de la práctica y están gobernadas por un control históricamente internalizado y por determinados valores (ethos). Esto se manifiesta tanto en lo más concreto del punto de vista corporal: el gesto, la postura, el temple, el “llevar el cuerpo” (hexis), como en los modelos de interpretación y comprensión de la experiencia y de la vida (eidos).

[Resulta llamativo que 100 años antes que Bourdieu, esas eran para Domingo F. Sarmiento las dimensiones del “hábito” en su sentido cultural. Dice el Maestro en un artículo periodístico publicado en Paraguay en enero de 1888, que el “hábito” es “el vestido de cierta forma, para indicar cierta profesión de ideas, deberes, ocupación, etc. Hábito, habitual, habituarse. Estas palabras fijan completamente el sentido de habitar, de venir a habitar un país, es tomar sus hábitos (...), dejar sus viejos hábitos, deshabituarse de anteriores y exóticas ideas”. Nótese que Sarmiento habla del habitus según los elementos que comprende, como la hexis (forma de vestir), el ethos (los deberes, las ocupaciones) y el eidos (profesión de ideas). Pero, además, el habitus tiene que ver con la seguridad ontológica del habitar y con el investimiento (tomar los hábitos) de una cultura.]

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Por su parte, y continuando con el análisis de Bourdieu, los agentes de la práctica desarrollan un “saber” o una conciencia práctica acerca de las condiciones de su obrar y de la vida, que no pueden expresar discursivamente, es decir, el agente, a nivel del cuerpo, cree en lo que juega (Bourdieu, 1991). Esto le permite desenvolver su quehacer cotidiano rutinario y tal rutinización conlleva el sostenimiento de una sensación de “seguridad ontológica” (Giddens, 1995), es decir, una certeza y confianza sobre su ser, su hacer y su mundo, que son tales como parecen ser. La dureza de las prácticas, en todo caso, en gran medida radica en esa seguridad.

Como hemos afirmado al inicio de este punto, la práctica se vive, se experimenta, se lleva adelante, como si fuera natural. De allí que sea tan difícil transformar una práctica. Imaginemos algo tan natural como lo que expresa la Ley de la Gravedad: la fuerza de atracción que ejerce el centro de un cuerpo planetario y la aceleración (o sensación de peso) que experimenta un objeto en las cercanías de ese centro. Es del todo imposible transformar esta situación natural, si no fuera en condiciones de laboratorio; es decir, nunca el producto de su transformación será estable y duradero. En cambio, las relaciones, las estructuras, las prácticas o las acciones sociales, son construidas histórica y geopolíticamente; no son naturales. Sin embargo, el sentido de la práctica es un autoengaño. El engaño que da sentido a la práctica es precisamente ese: creer que es natural y por eso creer que es imposible su transformación, que las cosas son simplemente así, así se hacen, así se han hecho siempre. Es cierto que se trata de una práctica naturalizada, vivida con naturalidad, que es sumamente difícil cambiar. Por eso es posible hablar de la dureza o de la terquedad de la práctica y de los hechos culturales, internalizados y arraigados como si fueran naturales. Sin embargo, por tratarse de un juego (enjeu) cultural, transformar la práctica es indiscutiblemente posible.

3/ ¿Por qué hablar de prácticas dominantes?

Los enfoques de la denominada “sociología de las profesiones” nos ayudan a situar las características que sitúan a una práctica profesional como instituida o dominante. Se define en estos casos a una “profesión” por un conjunto de dimensiones estructurales y actitudinales8. Pero esta idea no llega a poner en cuestión lo central de una práctica social, esto es, su carácter ético-político, sino que nos sitúa en una serie de características que configurarían esa práctica dominante. Veamos… Las profesiones son “prácticas sociales”. Desde un punto de vista epistemológico, si por práctica entendemos todo el proceso complejo de “transformación de materia dada determinada en un producto determinado, (...) efectuada por un trabajo humano determinado, utilizando medios determinados”9, en cualquier práctica, el elemento determinante no es la materia prima ni el producto, sino la práctica en sentido estricto: el trabajo de transformación como proceso. Una práctica, entonces, no puede ser confundida con una técnica. Según la clásica distinción entre ambas, mientras la técnica se aplica al ámbito del hacer y sólo modifica o fabrica objetos, la práctica tiene por objeto el mundo del obrar y opera transformando tanto el objeto como al sujeto que la lleva a cabo. Por eso son la ética y la política (según la clásica distinción aristotélica) los ámbitos del la práctica. Y por eso hablar de práctica dominante refiere al alcance ético-político “dominante” de la práctica docente, y no sólo al quehacer específico10. Debido a este razonamiento es que no podemos circunscribir el

8 Es una ocupación de tiempo integral (el profesional vive de la remuneración originada en su práctica); donde se aceptan ciertas normas y modelos apropiados, de modo que los profesionales se identifican con sus colegas; donde hay organización a partir de una mutua identificación de intereses, teniendo en cuenta sobre todo el control sobre el acceso, la selección, la proyección, la reglamentación y la ética de los participantes; donde se poseen un cuerpo de conocimiento formal, impartido en especial por las universidades; donde hay una práctica orientada al servicio de los intereses de los clientes (destinatarios, usuarios, etc.) y la comunidad; donde existe autonomía en la medida de su especialización, y un fuerte espíritu corporativo (Machado, 1991).9 El concepto de práctica obedece a un enfoque estructuralista, en este caso a Louis Althusser.10 Cabe añadir que la práctica profesional no sólo se refiere a las características distintivas del quehacer específico de una profesión; en nuestro caso, enseñar. También comprende las condiciones, los espacios, las relaciones, los rangos, los regímenes, las instituciones, las normativas, las historias de luchas o de

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hecho educativo a una simple modificación o apropiación de técnicas y desempeños, sino a una consideración de la práctica junto con sus múltiples determinaciones como objeto de transformación.

Venimos considerando que las profesiones pueden o deben ser también objetos de transformación, en la medida en que son percibidas en relación dialéctica con las estructuras y sistemas socioeconómicos y políticos. Para ello, el posicionamiento crítico tiene por interés la praxis como resultado de la reflexión y la acción acerca de:

el modelo dominante en educación (modelo educativo hegemónico)

el estilo de desempeño (habitus, eidos, ethos, hexis)

la estructura social en general.

Pero, ¿en qué consisten las prácticas docentes dominantes? Por práctica docente dominante no podemos entender sólo (como lo hace Margarita Pansza, 1990) la práctica que, en un lugar y tiempo determinado, está más generalizada. La práctica docente es dominante porque representa los intereses sociales de dominación y porque, en sí misma, actualiza o efectiviza los rasgos del modelo educativo hegemónico.

Puede ser rico recordar las contraposiciones entre “educación dominante” y “educación popular”, por lo demás trabajadas sugestivamente por Adriana Puiggrós (2005). Recordemos que Freire considera que la “educación popular” no es la que reconoce la dimensión política de la educación sino que es directamente la dimensión educativa del trabajo político liberador (Freire, 1993). También podríamos afirmar que en Sarmiento, “educación popular” era la dimensión educativa del trabajo político ligado a la organización del Estado-Nación. La palabra “dominante”, sin embargo, nos ubica en otra sintonía. En un sentido amplio, Paulo Freire sostenía que una educación dominante es aquella que favorece los intereses de las clases dominantes (Freire, 1973), aunque se trate de escenas y prácticas educativas con sectores populares. La práctica educativa dominante, entonces, sería aquella dimensión educativa del trabajo político de dominación. Más aún, y siguiendo a las teorías críticas reproductivistas de la educación, podemos sostener que las prácticas docentes dominantes son aquellas que contribuyen a sostener y reproducir la ideología dominante o las que imponen la cultura dominante (Puiggrós, 2005).

En este sentido, es interesante el razonamiento de Puiggrós: ¿la educación popular es la opuesta a la educación dominante? Esta contraposición se caía al observar prácticas autoritarias o iluministas en muchas experiencias de la educación popular. También si olvidáramos que el propio Freire hizo su práctica educativa liberadora en el marco de un programa de la Alianza para el Progreso… ¿eso hace que tengamos que clasificar su experiencia dentro de las prácticas educativas dominantes?

Pareciera que una práctica educativa dominante conduciría a una aceptación de la jerarquización discriminatoria de la cultura, sobre la base de la separación entre cultura letrada (o “cultura” a secas) y culturas populares, donde estas últimas son depositarias de la ignorancia. Pero sería preciso reconocer que la globalización y la economía política neoliberal han hecho mejor que algunos sectores de la llamada “pedagogía crítica” un trabajo tendiente a la desjerarquización cultural. Esto se debe a que han enaltecido a las culturas populares masivas contra la idea de una cultura elitista e iluminista (aunque aquellas estén incesantemente formateadas por el mercado y sus continuas innovaciones). No en vano es posible observar los modos en que el marketing –más que la educación o cualquier otra práctica de intervención que tienda a la autonomía– ha encarnado en sus lógicas al reconocimiento cultural y haya comprendido el alcance social de una “posición dominante” en el mercado11. En el fondo, no se enamora de sus propias

conformismos, que regularmente se sitúan por fuera de ese quehacer específico pero sin las cuales ese quehacer no podría desenvolverse ni podría ser del todo comprendido en su situacionalidad (ni mucho menos, transformado).11 Por posición dominante se entiende la situación en la que una empresa tiene la posibilidad de desarrollar un comportamiento relativamente independiente ya que satisface ampliamente a una parte

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interpelaciones, como si fuesen lo más importante, sino que asume que la interpelación tiene que ser pertinente respecto del mundo cultural y respecto de los sujetos a los que intenta provocar.

Este hecho explica en parte por qué el neoliberalismo –a pesar de sus orígenes en una violencia contra-revolucionaria inusitada encarnada en el terrorismo de Estado– llegó a ser una ideología en la que sectores de clases o grupos subalternos podían ver también cierta posibilidad de ascenso sociocultural para sí mismos. Es decir, es una ideología no sólo dominante sino hegemónica. Esto explica por qué también los sectores populares abrazan como deseo una educación de calidad, eficaz y eficiente, provista de aparatos técnicos y proveedora de tecnologías, más cercana a la moral que a la política, a la repetición que a la creación, a la disciplina que a la libertad, tal como lo plantea el modelo educativo dominante. También explica por qué, continuando esta especie de “círculo vicioso”, las prácticas educativas dominantes (reconociendo esos deseos) siguen siendo interpeladoras (aún en espacios no institucionales) y se convierten incesantemente en hegemónicas.

Cuando autores de la pedagogía crítica, como Peter McLaren, advierten sobre una pedagogía perpetua y una formación de identidades de mercado, a nuestro juicio el análisis va en este sentido. Las narrativas de la diversidad cultural o el multiculturalismo, que celebra y admite las diferencias (pero soslayando el lenguaje que habla de clases, de conflictos, de antagonismos) no hacen más que adaptarse a las demandas del mercado: cada uno (cada identidad) procura a través del mercado maximizar su ventaja y minimizar su desventaja. Desde la queja hasta la oposición a muchas de las prácticas escolares encuentran allí sus raíces y razones. No son “luchas por el reconocimiento” ligadas a situaciones de justicia social; son más bien movimientos particulares (y a veces espasmódicas) para maximizar las ventajas y minimizar las desventajas en un mundo hostil, pero vivido como el único posible.

Este es un rasgo distintivo de las prácticas educativas dominantes: la mera respuesta a esas demandas expresadas en forma de queja, de malestar, que provienen de la lógica del mercado (aunque se refieran a las identidades o a beneficios socioeducativos), sin promover una pedagogía de la organización colectiva, de la lucha por el reconocimiento, de la pertenencia en situaciones de justicia social.

Una práctica pedagógica transformadora no impugna a los sujetos. Antes bien, escucha su voz, aunque estuviera impregnada de esas lógicas de mercado, y reconoce sus experiencias sociales particulares. De allí que sea clave narrar: contar la experiencia y contar-se en ella. Una práctica pedagógica transformadora, sin embargo, critica e impugna el orden de cosas que oprime a esos sujetos, pero sin quitarles la voz. Quitarles la voz debido a que expresan identidades “alienadas” (mediáticas, callejeras, de mercado, etc.) desde un lugar supuestamente crítico es otro de los rasgos de las prácticas educativas dominantes. Es un rasgo que hace de las prácticas educativas dominantes, prácticas donde el poder se ejerce para silenciar y para imponer, quitándole al otro su precario ejercicio del poder.

Todo este rodeo nos conduce a la identificación de ciertos rasgos de las prácticas docentes dominantes (que pueden producirse tanto en la llamada “educación dominante” o escolar como en la “educación popular”), que de hecho se hacen hegemónicas, es decir, aceptadas y “deseadas” por los sectores subalternos (considerando entre ellos no sólo a los alumnos y sus padres, sino a los mismos docentes situados en un modelo educativo hegemónico):

Catexia (represión, contención, obturación) del cuerpo y de la sensibilidad, del movimiento, de diversas posturas e inscripciones corporales que son objeto de “pánico moral”, de contactos considerados indisciplinados, incluso del erotismo (tal como fue señalado por Saúl Taborda).

Involucramiento naturalizado en rituales y rutinas cuyos sentidos abonan a la cultura y la ideología dominantes, sin ser problematizados.

significativamente importante de la demanda del mercado en el que opera. Por otra parte, ostentar una posición dominante significa que la interpelación (y la generación de demanda) está asegurada.

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Identificaciones acordes con un “discurso de orden” en el sistema educativo que sostiene posiciones etnocéntricas, racistas, falocéntricas, racionalistas o iluministas, conservadoras, sexistas, logocéntricas, mercantilistas, cientificistas, tecnicistas, etc.

Des-reconocimiento mutuo y exclusión de la reciprocidad en las relaciones que se producen en la práctica, lo que hace que los espacios educativos signifiquen su pertenencia para algunos y representen ajenidad para otros.

Ausencia de compromiso con la construcción colectiva y el diálogo en las vinculaciones entre reflexión y acción, entre teoría y práctica, entre polos de formación (el Instituto y las escuelas), y todas otras vinculaciones entre aquellos polos que se han naturalizado como dicotomías.

Sometimiento a la narración dominante en función de la “autoridad pedagógica” personificada en los adultos y de los dominios de saber materializados en las disciplinas.

Impugnación o acallamiento de las voces y las experiencias sociales y subjetivas de los otros, aunque fueran pobladas de sentidos dominantes o formateadas por el mundo de los significados hegemónicos.

Sostenedoras o reproductoras de relaciones de poder desiguales y autoritarias, y de prácticas (tanto en situación de aprendizaje como de enseñanza) conformistas con el orden social y cultural establecido, obturando la percepción del carácter de hacedores de la historia de los sujetos.

En todos los rasgos encontramos un elemento común: el olvido, el soslayo o la negación del carácter ético-político y político cultural de la práctica docente, y la obturación del desarrollo de una cultura de transformación.

Pero no estamos del todo atrapados. Estamos proponiendo considerar a las prácticas docentes como objetos de transformación. Hemos dicho que no hay nada más difícil que transformar un habitus. Sin embargo, es posible. Freire habilita y provoca al educador a transgredir las reglas de la educación dominante, para ser partícipe de la transformación social y cultural, descubriendo, en cada situación histórica en particular, las tareas que puede realizar. En ese sentido, Henry Giroux sostiene que la pedagogía crítica debe alentar una política cultural contrahegemónica, que comprenda los recursos empleados para oponernos a las significaciones dominantes y para defender formas contrahegemónicas existentes o emergentes. Intento colectivo para denominar el mundo de formas diferentes (Giroux, 1992). Por eso es importante preguntarnos ¿qué significado tiene lo que hacemos? (o, como propone Freire, ¿por qué hacemos esto que hacemos?; ¿a favor de quién lo hacemos?; ¿y en contra de quién? –Freire, 1993).

Las prácticas docentes tienen un sentido contrahegemónico en la medida en que tienden a producir espacios donde se hace posible la transformación a partir del reconocimiento de los otros y otras, de sus voces y sus experiencias; tienden a generar distintos modos de cuestionamiento y resistencia, donde se provocan modificaciones en las relaciones sociales de dominación, se cuestionan los prejuicios, los estereotipos o las discriminaciones; donde se impugnan las actitudes individualistas y los modos de pensar dogmáticos... Pero esa alteración, transgresión o transformación de las prácticas docentes dominantes no significa una especie de “borrón y cuenta nueva”, como si fuera posible una mágica incontaminación. Taborda lo decía: “nada se crea de la nada”. Hay historia y la hacemos nosotros (aunque rara vez a nuestro antojo, decía Marx); una historia encarnada pero en la cual podemos intervenir a través de la fuerza de lo colectivo, del reconocimiento mutuo, de la reflexión y la acción colaborativa.

Por eso, cuando hablamos de transformación de las prácticas docentes profesionales, entonces, no lo hacemos desde una perspectiva innovadora simplemente, sino desde un posicionamiento crítico. Se trata de una perspectiva que pretende realizar un análisis histórico-crítico de la práctica profesional (en este caso, la práctica profesional docente), el cual supera el nivel descriptivo para adentrarse en un análisis multicausal, a través de la reconstrucción histórica del

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desarrollo de esa práctica profesional (Pansza, 1990: 53). Este análisis, siguiendo las consideraciones de Margarita Pansza, permitiría identificar las raíces históricas, políticas y culturales de las estructuras de formación y de práctica profesional dominantes, llegando a establecer las determinaciones estructurales sobre la formación y los recorridos curriculares que se integren con la situación nacional actual.

Este esfuerzo implica apuntar al habitus (eidos, ethos y hexis) de una profesión determinada como práctica social constituida históricamente, pero en el contexto de un campo. Como se ha dicho, en el modelo de Margarita Pansza la “práctica profesional dominante” se restringe a “la que en el momento del análisis está más generalizada”; por eso, los objetos de transformación son “los problemas que debe abordar el estudiante, generando conocimientos a partir del accionar sobre ellos” (Pansza, 1990: 54-55). Para nosotros, empero, la práctica docente es dominante porque representa los intereses sociales de dominación y porque, en sí misma, actualiza o efectiviza los rasgos del modelo educativo hegemónico. De allí que concibamos a la misma práctica docente como objeto de transformación, lo que implica una necesaria transformación subjetiva. Transformación significa en este enfoque epistemológico que las prácticas ya no siguen un interés de dominación (traducido en el modelo educativo hegemónico), sino que actúan y generan habitus de transformación, una cultura de transformación, para lo cual es menester deconstruir/reconstruir una historia profesional, analizando en qué casos la práctica es decadente, en qué casos es dominante, en qué casos es emergente y de qué formas es posible que sea transformada y transformadora.

4/ La naturalización ritual de la práctica

El significado de las prácticas docentes (a partir de los símbolos y de los gestos, y no tanto de las verbalizaciones explícitas de los mismos) frecuentemente se encuentra en una constante construcción y actualización de rutinas y rituales. Algunos autores, como Peter McLaren, insisten en que la comprensión del modus operandi del encuentro pedagógico es posible encontrarla en los rituales escolares. Esto porque los rituales transmiten simbólicamente ideologías (McLaren, 1995: 21). De allí que el reconocimiento de los rituales permite vincular la acción educativa con su sentido, más que la conducta con sus determinantes. La reiteración ritual de acciones educativas o de enseñanza nos permite bucear o comprender sus sentidos, esto es, las consecuencias globales, los resultados, las derivaciones de esas acciones que parecen vacías en sí mismas, rutinarias, sin sentido. En ellas, sin embargo, es posible encontrar los “paradigmas raíces” que guían la enseñanza y la cultura escolar. Para McLaren, los paradigmas raíces son guiones culturalmente naturalizados que existen en “la cabeza” de docentes y alumnos; representan el ritmo que guía la cognición y las conductas, como si fueran el “piloto automático” que naturalmente guían los temas, los movimientos, las ideas, las relaciones, las prácticas educativas dominantes.

Muchas de las acciones docentes son ritos o rituales, que resultan las más de las veces comprensibles si el actor toma cierta distancia de la práctica de que se trata (Bourdieu, 1991: 32, 39-40). La particularidad de estos ritos es que se observa una “lógica de la práctica ritual” que hace que los docentes no los vivamos como absurdos, arbitrarios o inmotivados, sino que los experimentemos como connaturales, propios o acordes con la práctica docente. Por otro lado, lo ritual sirve de regulación para las rutinas del orden cotidiano (Bourdieu, 1991: 198) en la institución escolar y en el aula. Lo rutinario (etimológicamente: la “marcha por un camino o ruta conocida”) actúa generalmente por repetición. Sin embargo, esto no quiere decir que lo rutinario signifique una mímesis de lo pasado, de lo viejo. La repetición exige lo nuevo (se recrea siempre), y de este modo se vuelve hacia lo lúdico: un juego que siendo el mismo, cada vez es nuevo. Por eso, el significado de los rituales docentes no debe ligarse demasiado a ciertos estereotipos fijos, sino que tiene que percibirse en ellos cómo recrean el “juego” o la “puesta en escena” de la práctica docente. Lo central en los rituales es que lo arbitrario se naturaliza, se hace natural, y en esto reside su performatividad, su eficacia simbólica (Bourdieu, 1991: 121).

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Los rituales pueden ser vistos como transportadores de códigos culturales que moldean la percepción de los alumnos y los modos de comprensión. Ellos se graban tanto en la estructura de superficie como en la gramática más profunda de la cultura escolar. Algunas concepciones erróneas de investigación de rituales escolares han considerado sólo las celebraciones formales, los actos escolares (el himno, el izamiento de la bandera, las conmemoraciones, etc.), en desmedro de la consideración de un continuum ritual presente en las prácticas educativas dominantes. La práctica docente más específica, esto es, la enseñanza en el aula, es un tipo de relación y de transacción ritualizada. Si bien se trata de sucesos seculares, tiene su riqueza analizarlos como ceremonias tribales o como rituales religiosos para comprender su sentido cultural. Algo de esto hizo, en general, Iván Illich, hace ya unas décadas (Illich, 1974), al analizar la liturgia de la enseñanza, recordando que la (liturgueia) no es lo que hace el “sacerdote” (o en nuestro caso el maestro) sino lo que hace el pueblo (la clase o la escuela en su totalidad)12.

Pero debemos disolver el halo místico y litúrgico que rodea al término ritual para comprender que los rituales son parte constitutiva de la vida cotidiana, de las actividades seculares, y como tales condensan y ofrecen el sentido de la vida y del mundo de la vida humana. Pero como están de tal manera incorporados y naturalizados, suele ser muy difícil para el actor del ritual (en nuestro caso, el docente) el reconocimiento de su sentido cultural. Parece que el actor no tuviera ninguna opción frente a ellos, más que actualizarlos en su propia acción.

Los rituales no son entidades etéreas, caprichosas, creados de la nada; se inscriben en una historia cultural y nos permiten tener existencia histórico-cultural como actores. El ritual es una forma de acción simbólica compuesta principalmente de gestos y posturas, que resulta formativa. En este sentido, hay cierta composición dramática en los actores del ritual. De ese modo los rituales articulan sentidos, que son incorporados o reproducidos de manera natural por los participantes.

McLaren hace una rica enumeración de las funciones del ritual (McLaren, 1995: 67). Entre esas funciones podemos mencionar que los rituales propician un involucramiento holístico, que comunican información clasificada, que negocian y articulan significados dominantes, que provocan cierta aura de incuestionabilidad, que en ellos se utiliza un lenguaje que posee fuerza performativa, que son capaces de reificar el mundo cultural o los saberes, que pueden transmitir ciertas ideologías o visiones del mundo, que tienden a fusionar lo físico con lo moral.

5/ La incorporación de saberes en la práctica

Michel Foucault ha mostrado los modos en que las prácticas sociales generan, producen, determinan, dominios de saber, que a su vez producen objetos y sujetos sociales, y regímenes de verdad. Nos interesa aquí resaltar –más allá de esa evidencia que señala Foucault– que la práctica misma (y en este caso, la práctica docente) nos permite incorporar (hacer cuerpo) saberes sociales, específicos de la enseñanza o no.

Hemos hablado de carácter referencial de los espacios sociales en la formación, consideración que heredamos del pensamiento de Simón Rodríguez, de Wilhelm Dilthey, de Oswald Spranger o de Saúl Taborda, entre otros. Vale la pena relatar el énfasis que pone Rodríguez para hacerle comprender a su discípulo, Simón Bolívar, que el pedagogo no es él, el pedagogo es el viaje. Lo que nos permite comprender que la formación no se identifica con una forma prefigurada ni con un producto acabado. El viaje llevó a que Bolívar hiciera su famosa promesa en el Monte Sacro de Roma de volver a América a luchar por la liberación de estos pueblos. También viene bien

12 En la constitución del sistema educativo argentino hubo un sentido social articulable con lo religioso; de hecho, la figura del maestro era equiparada a la del sacerdote o el apóstol. Una deriva interesante puede ser la aclaración de las diferencias entre sacer (de donde, sacerdote) que es el que está consagrado a “los dioses” y sanctus, el objeto que está defendido contra toda violación porque está cargado de la presencia divina (cf. Esposito, 2005: 81). Arbitrariamente nos ayuda a comprender la liturgia de la enseñanza la equiparación entre sacer y maestro, y entre sanctus y contenidos.

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recuperar el valor que Taborda le dio a la experiencia social y a la vivencia como formas de la educación social: en la experiencia y la vivencia de la práctica social el ser humano se forma, se educa, más allá de cualquier intencionalidad u organización sistemática; por eso se permite hablar de una didáctica propia de los espacios sociales13.

La experiencia y la vivencia de la práctica docente, la práctica considerada un viaje sin un punto de llegada demasiado definido y con itinerarios siempre inciertos (aunque uno los previera), constituyen situaciones de incorporación de saberes, muchas veces más significativos y “creíbles” que los saberes impartidos por las instituciones formadoras o por las sucesivas instancias de capacitación o formación docente continua. La misma gramática escolar, aquello que en la cultura escolar se encuentra sedimentado, etc., con frecuencia provocan un tipo dominante de práctica docente en la que incesantemente se incorporan saberes relativos a la acción de enseñar, al quehacer docente, etc.

El trabajo es una referencia educativa; existen suficientes estudios y teorías al respecto, hasta llegar a las afirmaciones en ese sentido de Adriana Puiggrós cuando se refiere a los saberes socialmente productivos (cf. Puiggrós, 2009). Más allá de las narrativas ligadas a las competencias, es clave reconocer las formas experienciales de incorporación de saberes sociales, ligados a la asociación, la imitación, la semejanza, la distinción, etc. En un grado significativo, la cultura escolar (con su gramática y sus sedimentaciones) coopta con sus dispositivos los saberes y prácticas aprendidos por los docentes en sus etapas de formación específica. Esos dispositivos no sólo capturan los sentidos del “saber enseñar”, de la docencia, de las formas de ver y participar en el mundo escolar, sino también capturan la autonomía de los docentes en las sucesivas tomas de decisión respecto de sus prácticas específicas.

Quizás la clave sea reconocer el carácter dominante de estos verdaderos dominios de saber que se articulan en las prácticas docentes, y que también están naturalizados, que sirven como guión para poder actuar en el ámbito escolar y áulico según la forma dominante; es decir, resultan saberes performativos. Cabe destacar que es la/el practicante o la/el residente quien en mayor medida encarna la tensión entre un conjunto de prácticas y saberes incorporados en la institución formadora y un conjunto de prácticas y saberes requeridos en la escuela donde efectivamente realizará su quehacer de enseñar.

6/ Los cuerpos en la práctica docente dominante

El cuerpo es el lugar de la sensibilidad y la plenificación, donde reside la posibilidad de la comunicación y de la dignificación del mundo, donde se inscribe la socialidad, el compromiso y la transformación. En el sentido freireano, el cuerpo constituye el campo de la pro-vocación, de la llamada desde delante. Una llamada a la sensibilidad y al compromiso con el otro. En este sentido, el cuerpo está vinculado con la proximidad del otro (Freire y Faúndez, 1986: 33). Y además, el cuerpo configura el pathos, configura el sentir; es decir: por la proximidad y el gesto del cuerpo, puedo aproximarme y comprender o sentir con el otro.

El cuerpo, sin embargo, está socialmente constituido. Como tal hay un marcaje que lo instituye particularmente. Esas marcas se traducen en disposiciones más o menos duraderas para reconocer y efectuar las exigencias del campo institucional y de una práctica específica. Estas disposiciones incorporadas constituyen un esquema corporal (Bourdieu, 1991: 27), de tal manera que las prácticas docentes se van orientando inconsciente y sistemáticamente. Todo esto contribuye a considerar que el cuerpo es un operador práctico para el docente.

Para Pierre Bourdieu “la hexis corporal es la mitología política realizada, incorporada, convertida en disposición permanente, manera duradera de mantenerse, de hablar, de caminar,

13 Como es sabido, esta es la justificación pedagógica del Campo de la Práctica Docente de 1er. Año de la Formación Docente, centrado en una experiencia social en espacios y organizaciones de la comunidad, habida cuenta de la “explosión” del campo educativo y de las situaciones de complejidad y conflictividad que vivimos y que los maestros en formación tienen que poder reconocer, para luego estar en condiciones de enseñar a los sujetos de esas situaciones.

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y, por ello, de sentir y de pensar” (Bourdieu, 1991: 119). El concepto de hexis es dinámico y habla de un “llevar el cuerpo”, un “comportarse”, que implica detalles de apariencia como el porte, el mantenimiento o las maneras corporales y verbales, todo lo que constituye un esquema postural (motriz), que es singular, generalmente inconsciente y sistemático. De este modo, “podríamos decir que las piernas, los brazos, están llenos de imperativos adormecidos” (Bourdieu, 1991: 118).

En el esquema corporal hay una puesta en escena que muchas veces se manifiesta de manera ritual (Bourdieu, 1991: 183), que pone en juego a todo el grupo; esta puesta en escena no representa una visión del mundo (en el sentido de una teorización) sino que evidencia una relación práctica y tácita con las cosas del mundo cotidiano. La ritualidad que coadyuva a la constitución corporal, es de este modo una práctica performativa: el ritual funciona como una mímesis práctica del proceso que se intenta facilitar (Bourdieu, 1991: 154-155).

“El cuerpo cree en lo que juega”, afirma Bourdieu, relacionando el cuerpo con su “puesta en juego”14. De allí que cuerpo y aprendizaje se consideran tan emparentados en cuanto a la constitución del ser (social y docente): “Lo que se aprende por el cuerpo no es algo que se posee, como un saber que uno puede mantener delante de sí, sino algo que se es” (Bourdieu, 1991: 124-125). En esta línea, la mímesis es una evocación de ese saber que necesita una implicación (investissement) absoluta del cuerpo y una profunda identificación emocional. Implicación que sugiere una inversión/inmersión; uno invierte algo (su cuerpo) en la creencia, uno se implica o implica el cuerpo en aquello que cree, en este caso: en la práctica docente dominante. Esto mismo nos admite hablar del cuerpo como del “lugar del propio-ser activo” (Giddens, 1995: 71); y “lugar” no como un espacio ocupable, sino como postura social, efectivamente ocupada. La postura incluye muchas modalidades de movimiento corporal, aún las más sutiles, de gestos, así como los movimientos o trayectorias del cuerpo por los sectores o regiones que recorre en su quehacer cotidiano rutinario (Giddens, 1995: 117). Esta rutinización postural conlleva el sostenimiento de una sensación de “seguridad ontológica”.

La encarnación en el cuerpo (que indica una implicación del cuerpo) de la historia profesional docente, ha creado disposiciones que operan como principios prácticos. Esta encarnación, sin embargo, se complejiza por demandas de control que podrían ser caracterizadas como imperativos hegemónicos. En cada momento histórico, y como cruce entre el imaginario social y las políticas educativas concretas, el cuerpo del docente debe dar respuesta a esos imperativos hegemónicos en los gestos, en la postura, en el temple, incluso en los diferentes tonos de voz, en la organización de un espacio que denominamos aula, en los dispositivos de control (con distintas significaciones disciplinarias) del cuerpo de cada alumno y del cuerpo grupal, etc.

Vale la pena recordar que Peter McLaren se refiere a las políticas de encarnación como aquellas que están destinadas a “incorporar” las ideologías dominantes. McLaren afirma que el cuerpo es el lugar de la carne donde se inscribe el significado. En ese sentido es leído y es escrito por los discursos dominantes acerca de la docencia, de lo educativo, de la enseñanza, de lo escolar. Lo que significa la docencia de manera dominante en un período y en un lugar determinado, está inscripto de manera durable y estable en el cuerpo, produciendo una verdadera “catexia”. El problema de las políticas de transformación de la práctica docente es precisamente ese: cómo contribuir a abrir espacios de posibilidad para “des-catexiar” el cuerpo, cuestionando los significados que en él han quedado inscriptos de manera aparentemente indeleble.

7/ Las identificaciones en la práctica docente dominante

En todo este desarrollo subyace un problema: el de la subjetividad, y el de la subjetividad en la práctica. Sobre esto –y siguiendo la perspectiva del psicoanálisis– podemos aseverar que la subjetividad está sostenida en el tiempo por los soportes de identificación, y que por tanto se constituye en el campo del otro. De allí la importancia de admitir la distinción de Jacques Lacan

14 Bourdieu utiliza el término francés enjeu, traducido por “puesta en juego”; aunque simplemente puede designar la puesta, tanto “en juego” como “en escena”.

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entre las identificaciones imaginarias y las identificaciones simbólicas (Lacan, 1997: 86-ss.). Dicho de otro modo, la distinción entre el Yo ideal (moi) y el Ideal de Yo (je):

La primera es la identificación (en nuestro caso, del docente) con la imagen con la que nos resultamos amables o agradables (lo que me gusta ser, según la imagen que veo en el espejo, que es un “otro” para el sujeto), que no necesariamente es una imagen encantadora: ese rasgo de identificación puede ser una falla, una debilidad, etc. En nuestro caso, la disciplina, la claridad, el orden, la libertad, la lucha por la dignificación, la eficacia, la ilustración cultural, etc. Aquí se constituye el Yo ideal o imaginario; y a partir de esa imagen especular miramos a los otros (en este caso, los otros docentes), los ponemos en relación con nuestra propia imagen y allí nos identificamos con ellos.

La segunda es la identificación con la imagen de ese lugar desde el cual nos observan, somos mirados, o desde el que nos miramos para resultarnos amables o agradables. En nuestro caso, la institución escolar, alguno de nuestros formadores, “el docente” de una época anterior, el Estado, “el pedagogo” o una corriente pedagógica ideal, etc. Aquí la identificación es en nombre de una cierta mirada de “Otro”, y se corresponde con la pregunta ¿para quién actúa ese papel el sujeto? (que es la pregunta por el Otro de la identificación simbólica). Aquí se constituye el Ideal de Yo, que no es otra cosa que la imagen que satisface al Otro15.

Una pregunta inquietante es ¿cuál es la imagen en el espejo que nos constituye como docentes?, ¿qué rasgos posee? Y la otra, ¿para quién actuamos nuestro papel? O ¿a quién (que nos mira o que tenemos internalizada su mirada) debemos satisfacer?

¿A partir de qué escenas se constituyen las identificaciones docentes, que contribuyen a sostener un tipo de práctica dominante? Sin agotar las respuestas a este interrogante, desearíamos mencionar algunas de ellas.

1. En primer lugar, sabemos que la constitución del imaginario docente y la institución escolar (en sus diferentes niveles) se encuentran mutuamente imbricados. Sabemos que lo imaginario es lo que incesantemente instituye a la institución. La institución, a su vez, nutre y configura el imaginario docente. Si comprendemos a la institución escolar como un “aparato ideológico”, podemos describir esta situación en términos de poder. Sabemos que en los dispositivos de poder convergen dos construcciones: el “discurso del orden” y el “imaginario social”. El discurso del orden está asociado con la racionalidad: con la fuerza-racional, con la soberanía y con la ley; y el imaginario con cierta irracionalidad: con lo simbólico, lo inconsciente, las emociones, la voluntad y los deseos. Esto quiere decir que la institución escolar, como institución de poder, instituye a cada momento significaciones que le son favorables y que quedan marcadas en los docentes. Significaciones que son continuamente actualizadas en una gramática escolar.

2. La constitución del imaginario docente se va produciendo con anterioridad al dominio efectivo de la práctica docente, dando su estilo, imponiendo su impronta, dejando su huella en el habitus docente. Desde que somos alumnos vamos construyendo (en virtud de la relación docente-alumno) un imaginario docente potencial. Cada docente ha constituido su imaginario en relación con sus “identificaciones formadoras”; se ha identificado con algún o algunos docentes, y ha negado o rechazado a otros: en función de esta tensión constituye su práctica docente. De allí que resulten claves las preguntas: ¿dónde aprendimos a ser docentes?, ¿con quién nos identificamos?, ¿qué tipo de docente no quisiéramos ser?, etc. El trabajo biográfico y narrativo permite observar cómo el habitus resulta de la inscripción en el cuerpo del docente de un discurso sobre la práctica docente.

3. El imaginario docente suele superponer a los hechos una imagen deseada, que incluso es la imagen que se expresa en el discurso. Esa imagen deseada es la que hace que difiera el modo de

15 Algunos autores ven un ejemplo de esta distinción en la obra de Rousseau titulada Jean-Jacques por Rousseau, donde el nombre (el Yo ideal) es mirado o analizado por el apellido (el Ideal de Yo, que es el Nombre del Padre).

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verse, reflejarse y concebirse del docente, con el verdadero modo de ser cotidiano. Esta diferencia suele ofrecer una gran dificultad al momento de reflexionar acerca del modo de ser cotidiano. Otro obstáculo a la hora de reflexionar sobre el imaginario docente es el producido por las significaciones primarias y originales, tan fuertes al punto de resistir una crítica o un cuestionamiento desde una perspectiva reflexiva o teórica. Son, en general, los docentes más compenetrados o convencidos acerca de la “naturalidad” de su práctica los que más obstáculos ofrecen en este sentido.

4. El imaginario docente se refuerza y reconstruye permanentemente con la actuación ritual, con la recreación incesante de formas, figuras e imágenes propias de la docencia, que sólo son comprensibles dentro de una red simbólica, y que comportan cierta naturalización de las acciones y relaciones de los docentes en sus ámbitos de práctica efectiva. La supervivencia de la docencia ha necesitado de las prácticas rituales, como formas de aprehender subjetivamente los objetos de su habitus.

5. Lo imaginario docente, finalmente, es una trama de respuestas que, en la constitución del habitus, se van ofreciendo a las cruciales preguntas: ¿quiénes somos los docentes?, ¿dónde y en qué estamos?, ¿qué somos para los alumnos?, ¿qué son los alumnos para nosotros?, ¿qué queremos y qué nos gusta como docentes?, ¿qué deseamos y qué nos hace falta como docentes? Para responder, el imaginario se vale de y utiliza el quehacer docente: las formas de pensamiento, las representaciones, las formas de decir docente, etc. Siempre “debajo” de la práctica docente –subyacente y otorgando sentido– existe un “modelo”, una “teoría” (aunque fuera muda) acerca de la docencia.

La subjetividad, situada y constituida en el campo del otro, ¿puede lograr la autonomía? En otras palabras, ¿es posible imaginar otro posicionamiento docente, subjetivo, que supere la trama de las prácticas dominantes? Cornelius Castoriadis ofrece una pista desafiante (Castoriadis, 1993: 91-ss.). La subjetividad autónoma (que es la finalidad del psicoanálisis, pero también, en cierto sentido de la política y de la educación) es el momento de liberación de lo que él denomina el “imaginario radical”, que es fuente de creación y de alteración la monstruosa lógica dominante. Es el momento de elección del sentido y del ejercicio del poder instituyente, más allá de lo instituido, liberando al Yo de la represión sobre los flujos del imaginario radical.

Para este autor, la finalidad psicoanalítica está expresada sobre la base de una frase de Sigmund Freud: “Wo Ich bin, soll auch Es auftauchen” (“Donde Yo [Ich] soy/es, Ello [Es] también debe emerger”). Esto quiere decir que el Yo atrapado en sus identificaciones imaginarias y simbólicas debe ser alterado, admitiendo el fluir de lo Inconsciente. El Yo (y, en nuestro caso, el Yo del docente) ha sido fabricado y formado por un dispositivo social: la institución. Pero puede alterarse, abriéndose a este devenir de la subjetividad, que es un proceso, siempre inacabado, que puede dar lugar a la poiesis, a la creación incesante.

Finalmente, Castoriadis expresa que sólo el psicoanálisis, la política y la educación son capaces de trabajar en el sentido de la autonomía, y que ese trabajo consiste en postular la autonomía, pero reconociendo que es del todo imposible; que nunca existe de manera absoluta en la existencia humana, pero que siempre es el horizonte hacia el cual y por el cual caminamos. Ese es el sentido de los “horizontes formativos”; un sentido utópico, si se quiere. Como lo expresa Eduardo Galeano respecto de la utopía

Ella está en el horizonte.Me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos.

Camino diez pasos y el horizonte se aleja diez pasos más.Por mucho que yo camine nunca lo alcanzaré.

¿Para qué sirve la utopía?Para eso sirve. Para caminar

8/ La percepción de las tensiones, más allá de las dicotomías

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El modo de percibir dominante es según dicotomías, polos opuestos entre sí que se excluirían mutuamente. Una formación discursiva hegemónica se constituye a partir de oposiciones binarias. La “oposición binaria” se convierte en categoría analítica de lo sociocultural, desde la cual se producen sentidos elaborándose una cadena de sucesivas oposiciones. Los pares binarios, de este modo, son altamente generadores de sentidos ideológicos: sentidos naturalizados que contribuyen, a lo largo del tiempo, a estructurar las percepciones sobre el mundo sociocultural (O’Sullivan y otros, 1997: 247-248)16.

En el Módulo Enseñar y aprender en tiempos de complejidad (DES, 2010) nos preguntábamos cómo considerábamos al aula en tanto campo social, o a la misma práctica docente en sus dimensiones múltiples, ¿en términos de dicotomías o en términos de tensiones? Si pensamos el campo social tenemos que hacerlo dinámica y no estáticamente. Las dicotomías nos llevan a pensar términos o grupos o cosas separadamente: puro/impuro, bueno/malo, civilización/barbarie, conciencia/alienación, verdad/falsedad, saber/ignorancia, etc. Nos es difícil salirnos de esos modos dicotómicos de pensar debido a que somos (queramos o no) sujetos del pensamiento occidental, que predominantemente se estructura de ese modo.

Parece que hubiera algo, sustancial o “natural”, fijo o estático, que es el origen de todos los males: el Islam, los judíos, los villeros, los medios, la calle, etc. Que hubiera “manzanas” indefectiblemente podridas que “todo lo que tocan lo echan a perder”, lo pudren, lo impurifican, lo hacen malo. Dice el filósofo Giorgio Agamben que las dicotomías cristalizadas, estáticas, no sólo no nos permiten ver lo social como un campo de tensiones, sino que son la médula del fascismo y de la pérdida del sentido de la democracia (Agamben, 2007). En este sentido, Roberto Espósito afirma que en nombre de “la comunidad”, de “lo nuestro” (como si fuera algo dado y natural), de “nuestra vida común”, la humanidad ha llevado adelante los exterminios, las conquistas, las depredaciones, los aniquilamientos, los avasallamientos de grupos y sectores que se consideran “otros” (Espósito, 2007). Lo que nos lleva a preguntarnos, más allá de todo idealismo, qué significa política y culturalmente nuestra “comunidad educativa”.

Así las cosas, tratamos de abrir puertas para la discusión sobre lo político en la intervención docente. Y vale la pena recordar la tensión presentada por Saúl Taborda entre tradición y revolución (Taborda, 1951). Tensión y no dicotomía. Podría ser equiparable a la tensión entre reconocimiento cultural e intervención docente. Taborda dice que en esa tensión hay comunicación; no son polos separados, sino fuerzas que juegan una disputa. Donde la mirada sobre las dicotomías ve anomalías, desvíos, inadaptaciones, el posicionamiento que asume las tensiones ve posibilidades de apropiación mutua, de articulación. Ya lo sabemos: la articulación no deja incontaminados, segregados, “sagrados” a los elementos que se ponen en relación; los transforma; ningún elemento sale del juego de las tensiones igual que como era antes. La tradición (o lo que traemos) no es la misma luego de la revolución; la revolución no sería la misma sin admitir y apropiarse de la tradición.

La relación entre lo sedimentado y la innovación educativa es otra escena que puede analizarse en términos de dicotomías o de tensiones. La no estimación de las tensiones nos puede llevar al fracaso, a culpabilizar a los docentes (cuando se trata de una política gubernamental innovadora) o los alumnos (cuando se trata de una estrategia innovadora de enseñanza).

16 Si la realidad en cuanto referencia empírica (o como formación social) es variable, procesal y conformada por diferencias, la formación hegemónica se distingue por ser una totalidad articulada de diferencias. En este sentido, una formación hegemónica logra significarse a sí misma o constituirse como tal, sólo en la medida en que transforma los límites en fronteras y en que construye cadenas de equivalencias que producen la definición de aquello que ella no es; sólo a través de esta división es capaz de constituirse como horizonte totalizante. La totalización discursiva tiene efectos de poder en la medida en que divide: el “otro” de la oposición binaria está más allá de las fronteras producidas y es el objeto de pánico moral. El pánico moral es el efecto más inmediato de la totalización discursiva hegemónica, que hace que el soslayo del “otro” sea a la vez productivo: es la producción de un imaginario de amenaza, y por tanto de rechazo, de una condición sociocultural, de acontecimientos o episodios, de grupos o personas, frente a los cuales la ideología pretende sensibilizar moralmente a toda la sociedad o a un sector de ella.

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En la experiencia de la Práctica y la Residencia en el espacio del aula se reitera una escena que puede adquirir las características de un choque. Más allá de las particularidades de cada caso, el encuentro entre los saberes y esquemas prácticos incorporados en los Institutos formadores (que se refuerzan como prescripciones del o la docente de la Práctica) y los saberes y las gramáticas escolares (generalmente encarnados en las o los maestros orientadores), suele ser complejo y constituir un importante obstáculo para la Práctica y la Residencia de los y las docentes en formación. Parece un encuentro difícil y conflictivo entre la fuerza y terquedad de lo sedimentado y los supuestos componentes innovadores de su formación como docente.

La cinta de Möbius (Moebius) puede ayudarnos a comprender de qué estamos hablando. Si tomamos una banda de papel y escribimos en cada cara de la banda del papel uno de los polos dicotómicos de que se trate (por poner un ejemplo, de un lado “teoría” y del otro “práctica”) al pegar los extremos de la banda (o de ambas caras) dando media vuelta en una de ellas, nos encontramos con dos de las propiedades de la cinta de Möbius: se trata de una superficie con una sola cara y con un solo borde. Es decir que más allá de los polos opuestos en cada cara del papel, nos encontramos con que tanto “teoría” como “práctica” ahora se encuentran en la misma cara de la banda, que es una sola y tiene un solo borde. Si empezamos a recorrer la cara a partir de “teoría” en una zona nos encontraremos con “práctica”, y viceversa. Finalmente, la superficie de la cinta de Möbius posee una tercera propiedad: no es orientable; ninguno de los polos está antes o después, adelante o atrás, arriba o abajo, en un lugar superior o inferior.

Fuerzas en tensión, aspectos que se articulan, que se hibridan mutuamente, polos que se encuentran entre sí de modos no armoniosos, pero que no pueden separarse de manera fija. Las prácticas, y también las prácticas docentes, son siempre una zona porosa donde se encuentran y se articulan esas fuerzas, esas matrices, esos aspectos o esos polos. En gran medida, las decisiones acerca de esa articulación deben ser cada vez más autónomas, pero esto es posible cuando se perciben las tensiones y se cuestionan las maneras de ver dominantes centradas en las dicotomías.

9/ Desaprender y reaprender la práctica: un desafío subjetivo

¿Cómo transformar los itinerarios de la Formación Docente para construir una escuela en el siglo XXI que desarrolle la autonomía y no el conformismo, la apertura al mundo y no el nacionalismo fundamentalista, la tolerancia y el reconocimiento mutuo y no el desprecio por las otras culturas, el gusto por el riesgo intelectual y no la demanda de certezas, el espíritu de indagación y no el dogmatismo, el sentido de la cooperación y no la competencia, la solidaridad y no el individualismo? (cf. Perrenoud, 2001). No es una tarea fácil frente a unas prácticas tercas, sedimentadas, naturalizadas, que incluyen, también, la incorporación de innovaciones de todo tipo para readaptarlas a los tiempos que corren.

¿De qué se trata la transformación? ¿De la incorporación de nuevas miradas o de perspectivas más recientes? ¿De una renovación o despliegue de una variedad de dispositivos? ¿De asumir y encarnar los profundos cambios tecnológicos en el quehacer docente cotidiano? ¿De desarrollar las nuevas competencias requeridas frente a los desafíos del siglo XXI? ¿De la sola transformación de los recorridos propuestos en los diseños curriculares? Para nosotros se trata de des-aprender la práctica dominante incorporada para re-aprender una práctica transformadora. Pero esto sobre el subsuelo que significa no tanto un cambio en la mirada, sino una transformación de las subjetividades que miran.

La propuesta de considerar a la práctica docente como objeto de transformación y, además, de abrir y avalar procesos de transformación de la práctica docente dominante, implica una doble tarea. Por un lado, des-aprender la práctica que los cuerpos aprendieron tempranamente, como el juego que se juega en las instituciones educativas (Edelstein, 1995: 44), esto es: una práctica alienada (por más que se la presente como "la realidad"); a la vez, des-aprender la lógica de práctica y la práctica teórica (lo que nos configura históricamente como docentes, a la vez que la teorización implícita en el hacer). Por otro lado, re-aprender una práctica que parte de la

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recuperación de la voz de los sujetos (Barco, 1994: 25-26; Davini, 1995: 126), y que no queda entrampada en la mera hermenéutica de las situaciones educativas, sino que interviene transformando la realidad desde los contextos “micro” hacia la complejidad y multidimensionalidad de los procesos educativos más globales. En este movimiento, se involucra la propia subjetividad.

La aspiración de una transformación subjetiva en la construcción de prácticas docentes transformadoras tiene por objeto, no reducir el sentido de la transformación a un “cambio de mirada”. No se trata sólo de desaprender una forma de ver y reaprender una nueva manera de mirar. La apuesta es más ambiciosa y más compleja, dada la índole de las prácticas y las culturas. Antes que un cambio en la mirada, se trata de una transformación de las subjetividades que miran. Se trata de la generación de posicionamientos subjetivos que, en la marcha de los procesos de transformación curricular y de aquella práctica, comprometan a los docentes en la nueva construcción, en ese caminar hacia un horizonte que nunca está del todo prefigurado y cuya imagen se termina de delinear en el mismo proceso.

Sólo desde allí cobran sentido las nuevas perspectivas, la renovación y variedad de dispositivos, los cambios tecnológicos asumidos en el quehacer cotidiano, el desarrollo de nuevas competencias y saberes requeridos por los desafíos del siglo XXI y la transformación de los diseños curriculares de la Formación Docente. No se trata de “una cosa o la otra”, de una disyuntiva basada en una dicotomía. Se trata de un posicionamiento que acepta un campo de tensiones en el que práctica docente y subjetividad están articuladas en los caminos de transformación.

§ § §

Una deriva heraclítea

Vivimos en una cultura compleja en la que se cruzan y se mezclan, no siempre de manera armoniosa, diferentes estrategias para vivir, que entran en conflicto unas con otras y hacen del mundo cultural un mundo confuso. El mundo de la vida se nos ha vuelto crítico; está en crisis.

Hay una imagen en el cuento “El Aleph”, del escritor Jorge Luis Borges, muy rica para mirar nuestro mundo del siglo XXI. Dice allí: “Alanus de Insulis [habla] de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Hablamos de un mundo descentrado, donde las prácticas, los saberes, nuestras experiencias, pueden ser caracterizadas como nomádicas (e, incluso, como propias de un surfista que se mueve con velocidad por las superficies, y no ya de un buceador que busca las profundidades, tal como sugiere Alessandro Baricco).

Hace más de 25 siglos, el oscuro y enigmático Heráclito de Éfeso intuyó que si existe la realidad, esta es un incesante devenir: “Diversas aguas fluyen para los que se bañan en los mismos ríos” (frag. 12); si hay algo permanente o una realidad común, es el permanente fluir. “Las cosas se dispersan y se reúnen de nuevo, se aproximan y se alejan” (frag. 91). La dispersión: todo está en movimiento, y ese movimiento es impredecible; lo que parecía reunido, está esparcido. La dispersión es esa diáspora que experimentamos; una diáspora que nos dispersa como extranjeros y nos dispara a otros territorios, pero sin salir físicamente del nuestro. Una diáspora compatible con el ucatcha de los quechuas, ese “estar sentado” como imagen de la plenificación y la armonía, el “mero estar” de que habla Rodolfo Kusch, pero a condición de que el ucatcha físico a la vez experimente la diáspora, el movimiento sin una meta predecible, su opuesto en un nivel concreto, imaginario y simbólico.

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Heráclito percibe que el cambio no es otra cosa que el resultado de las relaciones entre los elementos contrapuestos: “Todas las cosas se originan en la discordia” (frag. 8); y dice: “Pólemos pater panton” (frag. 53): la guerra es el padre de todas las cosas. Es algún antagonismo, y no un contrato mítico y ficticio, el que da origen al devenir; pero el devenir no es uno solo, así como los antagonismos son múltiples: “Lo frío se calienta, lo cálido se enfría; lo húmedo se seca, lo seco se humedece” (frag. 126); por la muerte surge la vida (frag. 62); “lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo anciano” (frag. 88). Esos opuestos, en el devenir, más que reconciliarse anulando sus antagonismos, se hibridan y, al hacerlo, también cambian. Dicho de otra manera, “Lo contrario se pone de acuerdo, y de lo diverso, del devenir, (surge) la más hermosa armonía” (frag. 8), como si en la dispersión y en la discordia fuera posible, en fin, la sincronicidad y cierta empatía.

Ante el devenir constante, Heráclito propone un programa de “posicionamiento”: “” (frag. 122), traducido como “Aproximarse sin nunca llegar”. Literalmente, el término significa: “profundo desde la orilla”; algo que parece contradictorio, pero que adquiere la envergadura de cierta hibridación de percepciones contrarias frente a lo que deviene, a lo que fluye, a lo que se escapa, se dispersa y se mueve permanentemente. Sin embargo, el término tiene cierto parentesco con “Ais-thetos”, la percepción sensible y, a la vez y en un mismo movimiento, la creación. Nos sumerge en un tipo de conocimiento y posicionamiento estético. Y posiblemente también está emparentado con “Ais-”: participar, “-kybeia”: el azar, como un juego de dados. Como la aproximación, la sensibilidad creativa tiene algo de la participación en lo azaroso.

Aproximarse sin nunca llegar porque “A la naturaleza le place el ocultarse” (frag. 123). En el devenir no es ya lo evidente (el objeto) lo que cobra visibilidad y cognoscibilidad, sino la fugacidad y dispersión del proceso, que se hace visible y se oculta en un mismo movimiento. Y este posicionamiento gnoseológico resulta coherente con su intuición sobre el ser humano: “” (“Ethos anthropos daímon”, frag. 119), un fragmento hermético y polisémico, cuya traducción literal puede confundirnos: “El carácter es, para el hombre, su demonio”, como si hablara de algo del orden de la psicología.

Es Martin Heidegger quien nos ofrece una pista en su famosa Carta sobre el humanismo. Luego de un rodeo, traduce el fragmento de Heráclito de esta manera: “Lo Seguro es, para el hombre, la apertura a lo In-Seguro (extraño – des-comunal)”. Una pista que, más allá de lo epistemológico, toca la subjetividad, señala un norte para un proceso: la apertura al movimiento y el devenir, que resulta siempre extraño y descomunal, porque no es lo que fue habitual en nuestra “comuna”: ese suelo común, familiar y ordenado que nos protege de lo inhóspito. Acaso Edith Stein, desde las antípodas de Heidegger, hace resonar en su voz acallada en un campo de exterminio nazi algún sentido posible: el hombre, el ser humano (hombre/mujer), es el único ser capaz de ser ex-céntrico, de salirse de su propio centro, como si ese fuera su destino, y de romper las cadenas de la permanencia y de la costumbre. De hecho, el hombre es un ser erguido, cuya dignidad consiste en erguirse por sobre el “humus” (de donde viene “humano”) de su territorio seguro, de su tierra firme.

La vida, decía el filósofo alemán Ernst Cassirer, hubiese sido más armoniosa sin el fantasma del progreso y el futuro. Nuestra experiencia es otra: la de un presente perpetuo, la del nomadismo y la dispersión, la de una diáspora que hibrida en el “mero estar” aquí, múltiples territorios que nos exilian. Experiencia del devenir y, también quizás, de lo inhóspito, de lo hostil. [No debemos olvidar que el vínculo (cum) de la comunidad se dice hostis, un término de donde, a la vez, provienen hospitalidad y hostilidad, como las formas ambiguas de las relaciones humanas]. Y ese mundo en movimiento y devenir incesante no puede ser capturado y delimitado como un “objeto”, y acaso ese sea el mayor fracaso de las ciencias sociales modernas y positivas, cuya transparencia (hoy y siempre) posee peligros mortales. Tal vez la metáfora nos aproxime. Acaso sólo queda ese aproximarse sin nunca llegar del todo; un aproximarse haciendo uso de distintos lenguajes que incluyan la percepción, la sensibilidad, el cuerpo y la imaginación creadora. Pero una aproximación que no consiste tanto en un cambio de la mirada, como quien ahora se esfuerza por estrenar nuevos paradigmas como si fueran lentes adecuados para mirar un mundo complejo y fluido. Antes que el cambio de la mirada, el devenir acaso exija un cambio en las

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subjetividades que miran, en el posicionamiento; un ex–centramiento, para abrirnos a lo extraño y a lo descomunal, animándonos a ser partícipes de un quehacer nuevo, más cercano al azar que a las certezas.

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JORGE A. HUERGO

La Plata, mayo de 2010.