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    transparentes. Parecen naturales del mismo modo que el blues parece natural, o que la economíade mercado parece natural, o el modo en que cocinamos. Pero lo cierto es que ninguna de estascosas son naturales; todas ellas son construcciones humanas, productos de la cultura y, enconsecuencia, varían de una época a otra y de un lugar a otro. Una de las característicasespeciales de la música es que parece ser un producto de la naturaleza -que parece, en una

    expresión muy utilizada, ser un «lenguaje universal»- pero, en realidad, esta apariencia es unailusión. Por ello, en el capítulo 2, mostraré cómo el tipo de suposiciones de las que he estadohablando, y el tipo de valores musicales a los que dan lugar, no son en absoluto universales, sinoque son el producto de una época y un lugar determinados, que no son los nuestros. Capítulo 2Vuelta a Beethoven

    Disfrutar sufriendo

    La época a la que hice referencia al final del último capítulo se corresponde con las primerasdécadas del siglo XIX, y el lugar es Europa o, para ser más exacto, las capitales musicales delnorte y el centro de Europa (especialmente Londres, París, Berlín y Viena). Éste es el períododurante el cual el modelo de producción, distribución y consumo capitalista quedó plenamentearraigado en la sociedad; toda Europa vivía una época de urbanización, con una gran parte de la

     población emigrando del campo en busca de empleo industrial, mientras que en el interior de lasciudades las clases medias (o burguesía) desempeñaban un papel económico, político y culturalcada vez más relevante. En las artes -lo que en este contexto significa fundamentalmenteliteratura, pintura y música-, la innovación más importante de este período fue lo que podríallamarse la construcción de la subjetividad burguesa. Con esto quiero decir que exploraron ycelebra- , ron el mundo interior de sentimiento y emoción; la música, en concreto, se apartó delmundo y pasó a ocuparse de la expresión personal. (La Fig. 8 es mejor que cualquier explicación

    verbal de este fenómeno.) Debido a su capacidad para presentar sentimiento y emocióndirectamente, sin la intervención de palabras u objetos representados, la música pasó a ocupar unlugar privilegiado dentro del Romanticismo, que es el nombre con el que se conoció esta nuevacorriente en todas las artes.

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    8.  Fernand Khnopff,  Escuchando a Schumann,  1883, óleo sobre lienzo, Bruselas, Musées Royaux des Beaux-Arts de Belgique

    Carl Dahlhaus, el musicólogo alemán cuyos escritos ejercieron una enorme influencia en losaños ochenta, caracterizó los comienzos del siglo XIX como la época de Beethoven y Rossini. Ylos que vivían en aquella época fueron también sin duda conscientes de otras voces. Pero, cuandose piensa en música, es la voz de Beethoven la que ha dominado desde entonces; durantegeneraciones, encontrar tu voz como compositor significaba definirte en relación con Beethoven.(Cincuenta años más tarde, Brahms decía que oía tras él los pasos de un gigante.) El apartamientodel mundo al que me he referido puede verse aquí en la renuncia de Beethoven a la obtención deun puesto seguro y remunerado (como sí hicieron Bach, que fue organista de la iglesia de SantoTomás en Leipzig, o Haydn, que fue el responsable de la música al servicio de un terratenientefeudal en lo que hoy es Hungría). También puede verse en la insistencia de Beethoven en escribirla música que quería escribir cuando quería escribirla; de nuevo surge un contraste con lascantatas que Bach había de escribir por contrato para que se interpretaran en su iglesia en fechasdeterminadas, o con la música que a Haydn le exigían que escribiera para ocasiones concretas.Pero sobre todo puede verse en la naturaleza de la  música  que escribió Beethoven: en suconstante subversión de las expectativas convencionales, en su lucha por conseguir un efectoheroico o una intimidad apasionada, en el modo en que era percibida, como si hablara

    directamente a cada oyente como individuo. Parte de esta experiencia puede entreverse en undibujo de Eugéne Louis Lami titulado Durante la escucha de una sinfonía de Beethoven (Fig. 9).Es posible que los oyentes estén físicamente en un mismo recinto, pero cada uno de ellos estáabsorto en un mundo privado y diferente. La música los ha sacado del mundo público de las

     personas y las cosas, como afirmé respecto del joven protagonista del anuncio de Prudential; dehecho, a efectos prácticos, las personas que representa Lami en su dibujo podrían estar tambiénescuchando con unos auriculares.

    Un compositor muy posterior, Anton Webern, describió en cierta ocasión una malainterpretación de una de sus propias composiciones como una nota aguda seguida de una grave:«la música de un loco», añadió desconsoladamente.

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    9. Eugéne Louis Lamí,  Durante la escucha de una sinfonía de Beethoven,1840, acuarela, paradero actual desconocido

    Una gran parte de la música de Beethoven parece haber impresionado a sus primeros oyentesdel mismo modo, aunque ellos lo expresaron de modo diferente. Giuseppe Cambini, por ejemplo,escribió lo siguiente de las dos primeras sinfonías de Beethoven:

    Ahora adopta el vuelo majestuoso del águila; más tarde se adentra sigilosamente por caminos grotescos.Tras penetrar en el alma con una dulce melancolía, la desgarra enseguida con un cúmulo de bárbarosacordes. Parece esconder palomas y cocodrilos al mismo tiempo.

    Los pintorescos comentarios de Cambini se centran en la brusquedad, la discontinuidad, la

    contradicción entre un momento y el siguiente, que es lo que diferenciaba la música deBeethoven de la de sus predecesores (los más famosos fueron Haydn y Mozart). Y aunque sucomentario sobre el vuelo majestuoso y el grotesco caminar parafrasea realmente la frase deWebern sobre «una nota aguda, una nota grave», al menos algunos de los oyentes de Beethovensiguieron sacando idéntica conclusión desconsolada: que estaban escuchando la música de unloco o, como poco, la de un gran compositor cuya lamentable sordera había distorsionado suimaginación musical y, quizá, desequilibrado su mente.

    Si quien presentó al público vienés de la década de 1820 la Novena Sinfonía y la sonata«Hammerklavier» hubiera sido un joven compositor desconocido, es casi seguro que ambas obrashabrían sido rechazadas por estrafalarias e incompetentes. (La Novena Sinfonía dio la vuelta a latradición al introducir voces, mientras que la sonata «Hammerklavier» era intocable desde el

     punto de vista contemporáneo.) Pero cuando Beethoven compuso estas obras -que nunca llegó aoír, porque su sordera era ya por entonces profunda- el público musical se había entregadomuchísimo emocionalmente a su música; estaba reconocido en toda Europa como el más grandecompositor de su tiempo, y quizá como el más grande que había conocido el mundo. Por eso susmuchos partidarios se esforzaron por entender su música de un modo en el que las audiencias nolo habían hecho quizá nunca anteriormente.

    El resultado fue un aluvión de comentarios críticos que persiguieron explicar la aparenteincoherencia de la música demostrando algún tipo de trama o narración subyacentes, en relacióncon las cuales sus propiedades aparentemente grotescas podían verse como lógicas o al menoscomprensibles. Franz Joseph Fröhlich, por ejemplo, vio el primer movimiento de la NovenaSinfonía como una especie de autorretrato musical, con su secuencia caleidoscópica desonoridades contrastadas representando las emociones contradictorias que integraban la compleja

     personalidad de Beethoven. Y vio la sinfonía en su conjunto como una representación de la luchade Beethoven para superar el golpe devastador de su sordera; el último movimiento, que pone

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    música a la «Oda a la alegría» de Schiller, representa la victoria de Beethoven sobre su desgracia,decía Fröhlich, y, desde un punto de vista más general, el poder de la alegría para vencer alsufrimiento. De este modo, se sacaba provecho interpretativo de la sordera de Beethoven. Pasó aconvertirse, por decirlo así, en una llave que abría el significado oculto de la música, ofreciendoal oyente un acceso directo al mensaje del compositor y creando de este modo un entendimiento

    más profundo del que podría haberse conseguido nunca por medio de una simple escucha casual.Disfrutar sufriendo: esta frase (extraída de una de las cartas de Beethoven, en la que estárefiriéndose realmente a un incómodo viaje en coche de caballos) se convirtió en el motivocentral del culto a Beethoven que promulgó en la primera mitad del siglo XX el escritor francésRomain Rolland. Rolland puso a Beethoven como modelo para una época menos heroica,haciendo de él un epítome de sinceridad personal, de altruismo y abnegación: en una palabra, deautenticidad. Los resultados de la defensa que Rolland llevó a cabo durante toda su vida puedenverse aún en el papel especial que la imagen de Beethoven en general, y de la Novena Sinfonía en

     particular, ocupa en el mundo actual: como el himno supranacional de la Unión Europea (aunquees sólo la melodía de la «Oda a la alegría», no el texto, lo que se reconoce oficialmente enBruselas); como la obra elegida para un concierto especial de Navidad que celebraba lademolición del Muro de Berlín (y para el que la palabra «alegría» se sustituyó por «libertad», porlo que el último movimiento se convirtió en una «Oda a la libertad»); como la obra que marca elfin de año en Japón, donde tienen lugar interpretaciones masivas en estadios deportivos, enocasiones con coros integrados por miles de personas. (El librito  Beethoven de Rolland, la bibliadel culto beethoveniano, se tradujo al japonés en los años veinte.) La Novena Sinfonía se haintroducido incluso en la cultura popular a través de películas como La naranja mecánica y La jungla de cristal, así como por medio de un gran número de arreglos de la «Oda a la alegría»1.

    Del lado de los ángeles

    El culto a Beethoven, por tanto, cuyos orígenes se sitúan a comienzos del siglo XIX, peroque muestra pocos signos de perder fuerza instalados ya en el nuevo milenio, es un (quizás el)

     pilar fundamental en la cultura de la música clásica. No es sorprendente entonces que muchas delas ideas más profundamente arraigadas en nuestras reflexiones sobre la música en la actualidad

     puedan remontarse al fermento de ideas que rodearon la recepción de la música de Beethoven. Enesta sección voy a centrarme en dos de estas ideas: las relaciones de autoridad que impregnan lacultura musical y el poder de la música para trascender fronteras espaciales y temporales.

    El hecho de que el concepto de música sea una suerte de materia prima le otorga naturalmenteal compositor una posición de centralidad como el generador del producto básico. Pero la ideaque nació durante la primera fase de la recepción de la música de Beethoven, que escucharla eraen cierto sentido estar en comunión directa con el propio compositor, añadió otra dimensión quecomo mejor puede expresarse es a través de una serie de palabras relacionadas etimológicamente.En primer lugar está el papel del compositor como autor o creador de la música. Ésta es la fuente

    de la  autoridad que se atribuye al compositor, por ejemplo cuando intérpretes como Roger Norrington arguyen que sus interpretaciones representan las verdaderas intenciones deBeethoven, o cuando los editores arguyen lo mismo en el caso de sus ediciones autorizadas. (Laautoridad de la interpretación o la edición, en otras palabras, se toma prestada, es un reflejo de laautoridad del compositor, y así queda explícito cuando el compositor   autoriza  una versión o

     plasmación determinada de la música.) Finalmente, esta autoridad puede fácilmente convertirseen  autoritarismo, un atributo que puede verse quizá con especial notoriedad en la relación entredirectores y músicos de orquesta, pero que podría decirse que ha entrado a formar parte denuestra idea de la interpretación en general.

    1 En España, el más famoso es, sin duda, el arreglo de Waldo de los Ríos que, con el título  Himno a la alegría,  popularizó en 1969 el cantante Miguel Ríos. (N. del T.) 

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    10. Portada de la grabación de Solomon del Concierto «Emperador»

    deBeethoven (HMVALP 1300)

    En el siglo XIX se decía de las interpretaciones que hacía Hans von Bülow de la música para piano de Beethoven que, como intérprete, trataba de pasar inadvertido: cuando se escuchaban,uno era consciente únicamente de Beethoven, no de Bülow. (La portada del disco reproducida enla Fig. 10 parece estar diciendo lo mismo; adviértase, de nuevo, la conexión beethoveniana.) Lorevelador es que esto se decía, y se dice, a modo de gran alabanza, como si los mejores intérpretesfueran aquellos en los que ni siquiera reparamos. Lo mismo podría decirse, por supuesto, de loscamareros en los mejores restaurantes. Los intérpretes llevan incluso tradicionalmente el mismotipo de ropa que los camareros: esmoquin. No hago mención de esto simplemente como unaobservación frívola. Lo que quiero decir es que el modo en el que pensamos en la música nosconduce a asignar al intérprete un status de subordinación -un status que no coincide en absolutocon la adulación de intérpretes carismáticos que tiene lugar en el mercado- y que esto se veconfirmado por sus vínculos con otras expresiones de un status de subordinación dentro de lasociedad. O, por decirlo de otro modo, la idea de que el papel del intérprete es reproducir lo queel compositor ha creado introduce una estructura de poder autoritario en la cultura musical, ya se

    exprese en la relación entre compositor e intérprete, ya en las relaciones entre intérpretes,especialmente, como he dicho, entre el director (que actúa como el representante del compositor)y el colectivo de los músicos de orquesta. El intérprete ocupa, en general, un papel conflictivo einadecuadamente teorizado en el seno de la cultura musical y volveré a referirme a este punto unay otra vez.

    Hasta aquí lo que hace referencia a la jerarquía de valores entre componer e interpretar, losdos primeros términos de la taxonomía de la música tal y como la plasma el Currículo Na-cional/CGES. ¿Qué hay del tercer término, evaluar? Es posible que aquí la acusación deautoritarismo resulte incluso más adecuada. Según fueron cuajando en las tradiciones críticasinterpretaciones individuales (e individualistas), como la de Fröhlich, y según fue centrándosecada vez más la educación musical en escuelas, conservatorios y universidades, el modo correcto

    de escuchar música pasó a estar prescrito de un modo cada vez más restringido. Los cursos de«apreciación musical» enseñaron a los alumnos y a los amantes de la música a vincular lo que

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    oían en la música con hechos biográficos sobre el compositor o con información histórica sobre laevolución del estilo musical; los educó para que estuvieran atentos a detectar la estructuramusical, identificando por ejemplo el primer tema, el segundo tema, la sección de desarrollo y lareexposición que definen la forma «sonata» clásica. Estos cursos se convirtieron en la base (enalgunos lugares aún sigue siendo así) de la enseñanza musical que se impartía en clase en los años

    escolares y han tenido desde hace mucho tiempo una fuerte presencia dentro de la educación delas artes liberales en Norteamérica.Lo que resulta quizá más importante que los detalles de este tipo de enseñanza musical es la

    actitud general que inculca hacia la audición musical: es necesario escuchar con atención,respetuosamente, de un modo objetivo (evitando quedar demasiado absorto con el flujo y reflujosensorial o emocional de la música), y una vez que se ha hecho acopio del conocimientoadecuado. Sometido a la autoridad del educador musical (investido de una autoridad que toma

     prestada una vez más del compositor), el oyente -el oyente «normal»- se sitúa firmemente en lomás bajo de la jerarquía musical. Este tipo de ideas concuerdan con las estructuras autoritariasque dominaron la educación en su conjunto hasta bien entrada la postguerra, y una de las

     principales intenciones subyacentes en las disposiciones sobre música del Currículo Nacional y elCGES fue contrapesar esta visión empobrecida del papel del oyente en la música. En lugar de«valorar» la gran música del pasado, a los estudiantes se les alentaba, y se les alienta, a coger lamúsica literalmente con sus propias manos, volviendo a relacionar la evaluación con lacomposición y la interpretación. Como ya he dicho, sin embargo, este intento de reforzar loindividual no se encuentra bien servido por los modos de pensar en la música que hemosheredado de la época de Beethoven.

    La sordera de Beethoven constituye un buen punto de partida para la segunda de las ideas alas que hice referencia más arriba: el poder de la música para trascender las fronteras espaciales ytemporales. En la mitología que se ha originado en los 170 años transcurridos desde la muerte deBeethoven, su sordera ha pasado a ocupar un papel que va mucho más allá de un mero detalleanecdótico (aunque se trata de un detalle que no debe subestimarse en absoluto, como demuestrael caso espectacular de la percusionista sorda Evelyn Glennie). Esto se produce porque actúa

    como un potente símbolo de la independencia, o alejamiento, de Beethoven respecto de lasociedad en la que vivió: reducida su comunicación con el mundo exterior a los cuadernos deconversación, en los que los visitantes escribían su mitad de la conversación mientras Beethovendecía la suya, el compositor se disoció de preocupaciones mundanas como la búsqueda del éxitosocial o económico y se dedicó enteramente a su musa. O eso es lo que cabría pensar a partir deuna gran parte de la iconografía y la literatura mitificadoras en torno a Beethoven. (La Fig. 11,tomada de la edición original de 1938 de The Oxford Companion to Music, constituye un ejemplorepresentativo.) Pero la verdad era muy diferente, como los editores y acreedores de Beethovensabían por experiencia, mientras que la biografía de Beethoven escrita por Maynard Solomon hademostrado el papel que desempeñaron en su conformación psicológica las aspiraciones socialesen ocasiones disparatadas del compositor.

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    BEETHOVEN SE ACERCA AL FINAL por Batt Lo vemos en su estudio en la viejaSchwarzspanierhaus. Tras él está su pianoGraf, destrozado por sus esfuerzosdesesperados para oír lo que él mismotocaba. Hay monedas sueltas esparcidas entrelos objetos desperdigados por la mesa. Estánsus trompetillas, sus cuadernos de con-versación -en los que todas las visitas habíande escribir lo que querían decir- con un lápizde carpintero, cartas, plumas, una taza decafé rota, restos de comida y su candelabro.

    El terrible desorden no le importaba nadaen aquellos días. Había acabado con el mundo.Desde 1824 el género del cuarteto de cuerdahabía absorbido su mente hasta el punto deexcluir todo lo demás y ahora, completamentesordo, muy enfermo pero aún indómito, seelevó a alturas a las que ni siquiera él había as-cendido antes. Su vida tempestuosa se cerrócon una revelación que, en los últimos cincocuartetos, fue la cima suprema de sus logros.  

    11. «Beethoven se acerca al final», de Batt (Oswald Barrett)

    Las distorsiones que conforman el mito de Beethoven son tan significativas como la verdad

    que subyace en ellas, porque reflejan los valores y las inquietudes de los constructores del mito.Una de las distorsiones más sistemáticas es la afirmación de que Beethoven fue un genioincomprendido cuya música no se valoró en su propio tiempo; las críticas aparecidas tras elestreno de la Novena Sinfonía, por ejemplo, restan importancia constantemente a su considerableéxito, a pesar de lo que parece haber sido una interpretación caótica. Esta distorsión consigue dostipos de labor cultural. La primera se relaciona, una vez más, con la autenticidad: la falta deelogios del público demuestra la autenticidad de Beethoven al negarse a halagar los gustos

     populares y ofrecer al público lo que éste quería. (Esto encuentra un paralelismo en el desdén quesentía el propio Beethoven por Rossini, ya que pensaba que éste le daba al público exactamente loque quería, y nada más.) La segunda es la construcción de un punto de vista privilegiado desde elque podemos ver lo que las audiencias originales de Beethoven no consiguieron ver: el valor

    intrínseco de su música, que escribió no para su propio tiempo sino para todos los tiempos. Ydebe decirse que para nosotros, los herederos y defensores del mito de Beethoven, éste es unmodo atractivo de ver la música del pasado, porque hace que nuestra comprensión de la músicade Beethoven sea superior a la de sus contemporáneos. A posteriori, nos encontramosinvariablemente del lado de los ángeles.

    La idea de la música como capital estético -música que puede dejarse reposar, como el buenvino, para disfrutarse en el futuro- es esencial, por tanto, al mito de Beethoven y al modo de

     pensar en la música que encarna. Beethoven fue uno de los primeros compositores de quiensabemos específicamente que pensó en el papel que su música podría continuar desempeñandotras su propia muerte; hacia el final de su vida intentó sin éxito interesar a una serie de editores enla idea de una edición completa y autorizada de sus obras que rectificaría los errores de lasediciones existentes y representaría sus intenciones definitivas. (Fue también uno de los primeroscompositores en utilizar el sobrenombre «obra» de un modo selectivo, adjudicando a sus grandescomposiciones números de «opus» -la Novena Sinfonía, por ejemplo, es la Op. 125- al tiempo

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    que prescindía de ellos en sus creaciones más efímeras.) Pero fue en los años posteriores a lamuerte de Beethoven cuando surgió una nueva y poderosa metáfora que puede verse como unelemento que apuntala la idea de música como capital estético. Se trata de la metáfora del museomusical.

    Es evidente que «museo musical» no fue un término utilizado habitualmente por los músicos

    y críticos decimonónicos, aunque en 1835 el compositor y virtuoso del piano Franz Liszt pidióque se creara justamente una institución de este tipo. En las artes visuales (que han sido a menudouna fuente de ideas aplicadas posteriormente a la música), sin embargo, la idea del museo dio

     paso a su forma actual justamente en aquel momento. Éstos fueron los años en los que nacieronlas grandes colecciones públicas de antigüedades, pinturas, artes decorativas y objetosetnográficos. Estas colecciones, disponibles para el disfrute o la edificación del pueblo engeneral, perseguían reunir las obras más hermosas de todas las épocas y todos los países. Losobjetos que contenían se veían extraídos de sus condiciones originales de uso y valoración, y ha-

     bían de juzgarse, en cambio, sobre la base del criterio único y universal de su belleza intrínseca.(Existe una conexión evidente entre esto y el colonialismo contemporáneo; los objetos encuestión procedían a menudo de las colonias, mientras que los criterios de belleza supuestamenteuniversales eran en realidad los de los países colonizadores.) Y todo esto constituye el telón defondo de lo que Lydia Goehr ha llamado «el museo imaginario de obras musicales», en el que lamúsica del pasado ha de exhibirse como una colección permanente, aunque invisible.

    El hecho de que este museo no exista realmente -que sea imaginario- no le resta un ápice desu importancia; aportó el marco conceptual dentro del cual la música ocupó su lugar en el

     patrimonio cultural. Lo que los músicos clásicos llaman «el repertorio» (o «el canon») es, enrealidad, la música que se seleccionó para ser incluida en el museo musical. Desde la época deBeethoven, la expectativa normal ha sido que la gran música seguiría interpretándose muchodespués de la muerte del compositor; eso es en buena medida lo que significa «gran». Peroanteriormente esto era absolutamente la excepción. Incluso la música de Bach quedó al margende la interpretación durante prácticamente un siglo y fue necesario revivirla, en el sentido casiliteral de insuflar nueva vida en las antiguas notas. (No es una casualidad que este resurgimiento

    comenzara pocos años después de la muerte de Beethoven.) Y según fue naciendo el museomusical, según dejaron de envejecer las obras musicales y el tiempo musical empezó a detenerse,el término «música clásica» pasó a utilizarse de modo habitual. Este término, que se tomó

     prestado del arte «clásico» de Grecia y Roma, que se consideraba como la expresión de unos patrones universales de belleza, implicaba que habían empezado a aplicarse a la música unos patrones similares y era conforme a éstos como debía juzgarse la producción nacida encualesquiera otras épocas y países.

    El reino del espíritu

    En su ensayo sobre la Sinfonía en Sol menor de Mozart, Heinrich Schenker escribió que la

    música de los genios «se encuentra al margen de las generaciones y sus corrientes». Schenkerestuvo en activo como pianista y profesor en Viena durante las tres primeras décadas del sigloXX, pero su fama actual en los círculos académicos data de los años posteriores a la SegundaGuerra Mundial, en los que empezó a extenderse cada vez más en los conservatorios y losdepartamentos de música universitarios el sistema de análisis musical que desarrolló. (Por decirloen una sola frase, Schenker mostró cómo la mayoría de las composiciones de la tradición clásica

     podían entenderse como obras basadas en el modelo de una sola frase musical que se veexpandida enormemente por medio de una serie de elaboraciones; su sistema de análisis consisteesencialmente en extraer las elaboraciones de la música, dejándola reducida por tanto al modelosubyacente.) Muchas de las tendencias del pensamiento musical de los siglos XIX y XX secruzan en sus escritos, y es por este motivo por lo que los saco aquí a colación. Los genios a los

    que se refiere Schenker son, por supuesto, los compositores cuyas obras han sido admitidas en el

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    museo musical, y Schenker afirma que sus obras perduran independientemente del tiempo y ellugar en los que vieron la luz; habitan en un ámbito propio, inmaterial e inmutable.

    La creencia de Schenker en que la música representa una incursión de alguna forma derealidad más elevada en el mundo humano era absolutamente literal. «La Música», afirma (y setrata de la Música con mayúsculas), utiliza al compositor de genio «como un médium, por decirlo

    así, y de un modo enteramente espontáneo». Ésta es, para Schenker, la definición de uncompositor de genio; los compositores corrientes simplemente escriben lo que quieren pero, en elcaso del genio, «la fuerza superior de la verdad -de la Naturaleza, por así decirlo- funcionamisteriosamente tras su consciencia, guiando su pluma, sin preocuparse lo más mínimo de si elartista feliz quería hacer o no lo correcto». (El género masculino, por cierto, es normativo en el

     pensamiento de Schenker, al igual que en el pensamiento musical tradicional en general, como se pondrá de manifiesto en el capítulo 7.) El compositor habla, por tanto, pero con una voz que no esla suya; es la voz de la Naturaleza. Para Schenker, la autoridad del compositor -la autoridaddelegada al director, editor y profesor- es en última instancia un reflejo de un autor superior, yaque el valor de la música radica (como él escribió) en «la elevación del espíritu [...] unaelevación, de un carácter casi religioso, hacia Dios y hacia los genios a través de los cualesactúa».

    La intuición de que la música es una especie de ventana abierta a un mundo esotérico que estámás allá del conocimiento ordinario es anterior a la época cristiana y la encontramos reproducidaen civilizaciones lejanas. En Occidente tiene su origen en el descubrimiento del filósofo griegoPitágoras, cinco siglos antes de Cristo, de que las notas de la escala musical se corresponden consencillas proporciones de números enteros (si su tensión es la misma, una cuerda que sea la mitadde larga que otra producirá una nota una octava más alta, una cuerda que tenga dos tercios de lalongitud producirá una nota una quinta justa más alta, y así sucesivamente); es posible,especularon Pitágoras y sus seguidores, que todo el universo esté construido sobre los mismos

     principios matemáticos, de modo que la música que oímos es una versión audible de la armoníaque une la Tierra con el Sol y con las estrellas, la imperceptible pero omnipresente «música de lasesferas». (La Fig. 12 es una representación de esta idea en el siglo XVII.) Creencias similares

     persistieron durante muchos siglos en China, donde una serie de terremotos u otros desastresnaturales provocaron que se investigara la afinación de las diversas notas de la escala, por si elorigen del problema fuera alguna alineación errónea entre la música terrestre y su equivalentecósmico.

    La idea de que pulsando una cuerda o repicando una campana podemos acceder a otro ámbitode existencia es común a estas culturas histórica y geográficamente remotas, y también a otras. Ysi escritores europeos del siglo XIX como E. T. A. Hoffmann se hicieron eco de estas antiguastradiciones cuando hablaban de la música como «el reino del espíritu», en imágenes del siglo XXcomo la Fig. 13 puede verse un poco lo mismo. En ella se ve a Kathleen Ferrier, una de las másfamosas cantantes británicas de la postguerra, y demuestra que a pesar de que la cámara no puedamentir, lo que sí puede hacer claramente es contar una historia: la artista mira hacia arriba, a lo

    lejos, mientras la luz la envuelve desde arriba, como si se tratara del resplandor de un mundosuperior al que puede accederse con su interpretación (y con la música de Mahler). Lo que seretrata es, literalmente, un acto de revelación. Y aunque el joven protagonista del anuncio de Pru-dential escuche rock en vez de Mahler, él también está contemplando el mismo mundo, si nosatenemos a su mirada extraviada o a su sonrisa absorta y burlona.

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    12. El universo concebido como un monocordio (de Robert Fludd, Utriusque Cosmi Historia (Oppenheim, 1617). Los planetas y los elementos se muestran a la izquierda de la cuerda,las notas musicales a la derecha; los círculos muestran las proporciones matemáticas que

    los conectan. Una mano celestial afina literalmente el universo

    13. Portada de la grabación de Kathleen Ferrier de  Das Lied von der Erde,  de Mahler(Decca LXT 5576)

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    Como un equipo estéreo personal, los discos (concebidos fundamentalmente para el consumodoméstico) fomentan la invocación privada del poder de la música para evocar el mundo delespíritu. Pero es en la sala de conciertos donde podemos ser testigos de la celebración másespectacular del poder de la música. El concierto, tal y como lo conocemos hoy, es otra invencióndel siglo  XIX;  en siglos anteriores también se interpretaba música ante una audiencia, por

    supuesto, pero en contextos tales como las cortes o las mansiones de aristócratas. Lo queresultaba nuevo en relación con el concierto del siglo XIX es que estaba abierto a todo aquel que pudiera permitirse pagar una entrada. (Lo que, sin embargo, seguía dejando fuera a la mayoría dela gente; ha sido sólo en el siglo XX, con el desarrollo de la radiodifusión y la tecnología de lasgrabaciones, cuando la música clásica se ha puesto al alcance de prácticamente todo aquel quequisiera oírla.) Y el desarrollo del concierto como una forma económicamente viable de diversión

     pública dio lugar al siguiente gran avance: la construcción de salas de concierto concebidas «adhoc» en las que una audiencia de cientos de personas (o, en el caso de edificios posteriores comoel Royal Albert Hall o el Auditorio de Chicago, miles) podían ser testigos del ritual en el que sehabía convertido una interpretación musical (Fig. 14).

    Hoy en día, entrar en una sala de conciertos es como entrar en una catedral: es literalmente unrito de paso, que da acceso a un interior que está separado del mundo exterior tanto eco-nómicamente (porque hay que pagar para entrar) como acústicamente. En el interior del santuario

     prevalece un código estricto de etiqueta para el público; no sólo hay que estar en silencio y permanecer más o menos inmóvil mientras suena la música, sino que hay que evitar aplaudirentre movimientos, reservando los aplausos hasta el final de una sinfonía o un conciertocompleto. Los intérpretes están sometidos a un código igualmente estricto, que va, por ejemplo,desde el modo de vestir (esmoquin para los conciertos orquestales, pantalones negros con camisasde colores para la música antigua, etc.) hasta la convención de que los pianistas (pero no losorganistas) y los cantantes en los recitales (pero no en los oratorios) tengan que tocar o cantar dememoria, excepto en las más exigentes obras contemporáneas. El porqué de que a algunosmúsicos no se les suponga tan buena memoria como a otros tiene algo de misterio, pero laconvención de memorizar música no es enteramente arbitraria: parece haberse desarrollado altiempo que la idea de que la interpretación solista debe parecer tan espontánea que tiene que dar

    la impresión de una improvisación que da la casualidad que coincide nota por nota con la partitura del compositor. En otras palabras, en vez de simplemente reproducir algo que se ha

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    memoriza- do cuidadosamente, tiene que dar la impresión de que uno se halla de algún modo poseído por ello, algo que, por supuesto, enlaza con la idea de la música como puerta de acceso almundo del más allá o haciendo audible la voz de la Naturaleza. (También enlaza con lo quesucede en los conciertos de rock, por muy diferentes que puedan ser otros aspectos del ritual.)

    Los comentaristas del siglo XIX eran muy conscientes de lo que he estado pretendiendo, de

    un modo circunspecto, sugerir: que, del mismo modo que la religión convencional sucumbió antela arremetida de la ciencia, la música proporcionaba una ruta alternativa hacia el consueloespiritual. De hecho, llegaron a hablar dé «religión artística» o de «la religión del arte». Y esto,obviamente, nos proporciona el contexto para la asociación con la musicalidad de los elementoséticos -sinceridad personal, ser consecuente con uno mismo, etc.- que he agrupado bajo eltérmino «autenticidad». Pero lo que es más sorprendente es el modo en el que otro elementoético, la pureza, empezó a asociarse no con los músicos, sino con la propia música. Por música«pura», los escritores de la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX entendíanmúsica que era simplemente eso, música: en otras palabras, música que no acompañaba a ningúntexto (como las canciones o la ópera) o que contaba historias (como los «poemas sinfónicos» deLiszt, Smetana o Richard Strauss). La pega era que las palabras se veían como mancilladoras dela música, como si diluyeran sus poderes espirituales. Y dio comienzo un extraordinario debate,que se desencadenó durante un siglo antes de esfumarse de manera inconclusa, en el que losabogados de la música «pura» intentaron demostrar que la belleza y el significado de la músicano dependían de las palabras, mientras que los defensores de la ópera y el drama musical argüíanque la música podía dar salida a todo su potencial de significado únicamente en conjunción con la

     palabra.Lo que sucede en el teatro de ópera es harina de otro costal; en el interior de la sala de

    conciertos, la música «pura» impone su supremacía en las sinfonías, los conciertos, las sonatas para piano y los cuartetos de cuerda, cuyos efectos de intimidad, pasión y consuelo espiritualestán creados «por medios puramente musicales», como reza el viejo latiguillo de sus defensores.Y esto es un legado del siglo XIX, ya que aunque la música puramente instrumental habíaexistido, por supuesto, anteriormente, siempre se había tenido por algo subordinado a los géneros

    en los que la música acompañaba a las palabras: la cantata, el oratorio o la ópera. Pero la victoriade la música sobre la palabra no efa incontestable, porque cuando se eli minó la palabra de lamúsica, empezó a llenar el espacio en torno a la música. Penetró en el santuario interior de la salade a>náertos en forma de notas al programa (otra invención del siglo xrx), por no hablar de lacháchara de los intermedios. Y en el mundo exterior proliferó en las sucesivas formas del texto deapreciación musical, los artículos de discos, revistas, los CD-ROM y las páginas de Internet. Deeste modo, el mundo musical del que Beethoven había puesto los cimientos desarrolló no sólo laidea de la música sin palabras, sino también, y paradójicamente, el modelo básico queconservamos actualmente de cómo las palabras habían de relacionarse con la música:explicándola. La paradoja radica en el hecho de que si la música necesita explicarse por medio de

     palabras, entonces debe de estar necesitada de explicación, debe de estar de algún modo

    incompleta sin ellas; en palabras de Scott Burnham, «la música que ya no necesita de palabras parece más que nunca necesitada de palabras». Volveré sobre este punto cerca del final del libro.

    He titulado este capítulo «Vuelta a Beethoven». Pero el título ha sido quizás, al fin y al cabo,una elección inadecuada: no es necesario volver a él, porque resulta que, en nuestros modos de

     pensar en la música, no hemos escapado nunca realmente de su pertinaz presencia.