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1 ESCATOLOGÍA DEL AMOR Aproximación a la “Divina Comedia” Segunda edición revisada y corregida Joaquín Barceló

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Análisis y crítica de los aspectos simbólicos de la divina comedia de Dante Alighieri.

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ESCATOLOGÍA DEL AMOR Aproximación a la “Divina Comedia”

Segunda edición revisada y corregida

Joaquín Barceló

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ÍNDICE

Prólogo 3 Capítulo I. Vida y obras de Dante. 9 Capítulo II. La Iglesia, el Imperio y el pensamiento político de Dante. 32 Capítulo III. Cielo, infierno y purgatorio. 55 Capítulo IV. El orden moral. 69 Capítulo V. La teoría del amor. 115 Capítulo VI. El concepto de poesía. 158 Apéndice. ¿Cómo hay que leer la Commedia? 203

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PRÓLOGO.

La Divina Comedia, escribió el cáustico Voltaire, tiene su inmortalidad asegurada: todo el mundo la admira, pero nadie la lee. Hoy, después de aproximadamente doscientos cincuenta años desde que Voltaire emitiera ese juicio, la situación no parece haber cambiado. Existe consenso unánime en que ella es una de las obras literarias más grandes que ha producido Occidente, pero los valientes que se atreven a emprender su lectura suelen ser derrotados al poco tiempo, sin lograr llevarla a cabo. Y ello es comprensible; no es tarea fácil leer hoy la Commedia -así la llamamos en este libro, como la llamó su autor, sin el apellido de "divina"-. Su lectura es tarea de no mediana dificultad. Pero ello no se debe únicamente a los siete siglos que nos separan de su composición, ya que obras de poetas aun más antiguos, como Homero o Virgilio, se dejan leer por nosotros con mucha mayor facilidad. La distancia que nos separa y aleja de la Commedia y de su autor no es cronológica sino espiritual. La obra de Dante se caracteriza por la recia mentalidad teológica de un cristiano vasta y profundamente instruido de fines del siglo XIII, por la erudición universalista que no desdeñaba ni siquiera las más abstrusas cuestiones filosóficas y científicas, por la abundancia de simbolismos propios de su tiempo, por el conocimiento íntimo de algunos grandes autores latinos antiguos y medievales, por la familiaridad con la poesía provenzal, por la influencia de las corrientes filosóficas agustiniana y aristotélico-tomista, por el saber historiográfico -insuficiente según nuestros criterios modernos, pero cargado de datos referentes a los más olvidados héroes reales o legendarios-, por la constante mención de anécdotas acerca de oscuros personajes contemporáneos suyos. Hoy carecemos del conocimiento directo -y a veces también del conocimiento indirecto- de las circunstancias concretas en que se desarrollaba la vida del hombre medieval en lo social, lo económico y lo político, y la información que poseemos suele ser incompleta o válida tan sólo para una comarca o para una época determinadas. Añádase a todo ello que la actitud y el lenguaje religiosos, así como los cánones estéticos propios de aquella época son harto diferentes de los nuestros; la Commedia nos hace recorrer el otro mundo y nos lo muestra con una imaginería que no corresponde a lo que nosotros nos representamos como lo que podría haber más allá de la muerte. No nos habituamos con facilidad a contar con el hecho de que, para el hombre medieval, todo posee carácter simbólico, de manera que un acontecimiento cualquiera no sólo tiene para él su significado natural, obvio, sino que posee además, y junto a éste, otro significado; no reparamos suficientemente en que, talvez para la mayoría de los sabios medievales, las abstracciones no son únicamente conceptos mentales sino también realidades concretas; y con frecuencia olvidamos que durante la Edad Media el mundo no natural tenía una presencia real y efectiva a través de apariciones de ángeles, demonios y espíritus de personas difuntas, así como también a través de la eficacia de los milagros, conjuros, encantamientos y todo lo demás. En suma, tantos elementos ajenos a nuestra formación cultural hacen que la Commedia sea prácticamente inaccesible para un lector de comienzos del siglo XXI si no dedica mucho tiempo y esfuerzo a realizar las necesarias indagaciones históricas, filológicas, filosóficas y teológicas que le permitan penetrar en ella. El lector de hoy podrá consolarse, sin embargo; la Commedia también fue difícil de leer para los contemporáneos de Dante, a pesar de la celebridad de que gozó desde su primera

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aparición. Casi 400 manuscritos del siglo XIV, y otros 200 anteriores a la invención de la imprenta, dan cuenta de la enorme difusión del poema en una época en que aún no había las modernas facilidades para la difusión literaria; y el hecho de que sólo la Biblia fuera citada en Italia con mayor frecuencia que la Commedia demuestra que ésta fue efectivamente muy leída. Pero también, en los ochenta años que siguieron a la muerte de Dante, aparecieron no menos de 16 comentarios al poema, en una época en que sólo era costumbre comentar la Biblia y los clásicos antiguos; esto es un claro testimonio de que la obra enfrentaba al lector de entonces con dificultades que él no podía superar sin la ayuda de un refuerzo intelectual. Este libro pretende ser una ayuda para leer la Commedia hoy. No intenta comentar la obra en su totalidad ni en forma pormenorizada, dado que los comentarios que se le han dedicado constituyen ya bibliotecas enteras y llenan páginas y páginas de los repertorios bibliográficos. Por lo pronto, excluimos de él todo análisis que intente aplicar al poema teorías literarias cualesquiera o verificarlas en él, así como las discusiones en torno al género literario al que pertenece, o las disquisiciones estilísticas, asuntos todos que no son de nuestra competencia. No pretendemos tampoco señalar las "bellezas" de la Commedia, confiados en que ellas serán manifiestas para todo lector que posea una sensibilidad para la belleza literaria. Nuestro propósito es centrarnos en un intento de aclaración de las dificultades que plantea la concepción misma de la obra, el modo cómo su autor la pensó. Estas dificultades no son propiamente estéticas sino teóricas, especulativas, y constituyen los aspectos generalmente más descuidados en el estudio de la Commedia, acaso por el impacto del rechazo -por otra parte, plenamente justificado-, que Benedetto Croce hizo del exacerbado alegorismo de ciertos intérpretes decimonónicos de la obra de Dante. Lo dicho significa, ante todo, que debemos respetar lo que Dante quiso hacer al escribir la Commedia. ¿Que la llenó de disquisiciones teológicas, filosóficas, científicas y políticas? Si ello es así, como que lo es, hay que aceptarlo y no hacer una torpe y arbitraria ablación de partes de su significado. Consta, y es fácil comprobarlo, que Dante quiso que su poema tuviera un sólido contenido doctrinal, una ragione, además de su belleza. Como se mostrará en el capítulo correspondiente, Dante entendió que dicho contenido es parte integrante esencial de la poesía. Para él, no hay poesía -o al menos gran poesía- sin doctrina. Y es a la doctrina de la Commedia hacia donde queremos apuntar en las páginas que siguen. Ella no se deja aprehender espontánea y naturalmente, como la belleza de las imágenes o de las comparaciones, de manera que requiere un esfuerzo del lector para que pueda penetrarla. Es un esfuerzo que en muchas ocasiones puede parecer árido, pero que no carece de remuneración por la satisfacción de penetrar más profundamente en el significado del poema. No se trata, empero, de ofrecer aquí un comentario particularizado de la Commedia, a pesar de lo útiles y aun imprescindibles que tales comentarios suelen ser. Sólo se intenta ofrecer algunas claves estimadas indispensables para aprehender el espíritu del poema y proponer una idea fundamental que permita leer la obra comprendiéndola como un todo orgánico y no como una simple sucesión de imágenes y episodios del otro mundo inventados por Dante para edificación de sus lectores contemporáneos y admiración o franco rechazo de sus lectores futuros. Al enfrentar la tarea de estudiar la Commedia, y para no perder de vista el hecho de que, después de todo, estamos leyendo poesía y no filosofía ni teología, es necesario plantearse algunas preguntas respecto de la obra misma. ¿Qué significa, ante todo, este largo poema que nos relata un recorrido de su autor por el infierno, el purgatorio y el paraíso? ¿Pura

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anécdota, deseo de ilustrar imaginativamente la fe medieval en la vida del más allá? ¿Valía la pena tanto esfuerzo como le costó a Dante la composición de la obra si no tenía otro propósito que crear un divertimento poético en que pudiera exhibir su vasto saber a la par que su magistral técnica literaria? Y si la Commedia efectivamente tiene otro sentido, ¿cuál puede ser? Mas ello no es todo. Si tenemos en consideración el hecho de que el infierno, el purgatorio y el paraíso son realidades sobrenaturales que pertenecen a la revelación cristiana, revelación que Dante, hombre profundamente religioso, tomó muy en serio, ¿qué hace Virgilio, un poeta ignorante de Cristo, guiando al autor por el infierno y el purgatorio, ámbitos que él, como pagano que fue, talvez no habría podido siquiera comprender? Pero falta aún lo peor. En el momento de entrar al paraíso, Dante hace venir hacia sí a una tal Beatriz, explicándonos que es el espíritu de una muchacha muerta de quien él había andado enamorado en su juventud, y hace que ella le sirva de guía por los diferentes cielos en su ascenso hacia la divinidad. Sobre ese enamoramiento había escrito Dante años atrás una novelita perteneciente a la relativamente abundante literatura del amor cortés, tan en boga durante la baja Edad Media. Podemos, pues, imaginar a Beatriz chanceando y sosteniendo conversaciones insubstanciales con sus amigas por las calles de Florencia mientras el joven poeta rumiaba su silenciosa pasión por ella. ¿Y es a esa muchacha a quien Dante canonizó por sí y ante sí, transformándola en una santa y asignándole en su poema una función que teológicamente pertenece en propiedad a la madre de Jesús? ¿Qué significa todo ello? Éstas son algunas de las preguntas que es preciso hacerse cuando se inicia la lectura de la Commedia. Son preguntas que hay que dirigirle al poema mismo. Los textos clásicos se caracterizan porque siempre responden a las preguntas pertinentes que el lector les hace, y la Commedia es un texto clásico. Si se logra identificar un pensamiento medular que difunda su luz en torno suyo y que se oculte en el núcleo mismo del poema, explicitándose unas veces más y otras menos, se está en el camino que conduce hacia una posible respuesta a los interrogantes sugeridos por el texto. Creemos que ese pensamiento de Dante, que permite explicarse no sólo la Commedia sino también la mayor parte de la obra del poeta, puede resumirse en lo siguiente. El amor, más que una pasión propia y exclusiva del hombre, es una fuerza universal activa que se manifiesta en todos los niveles de la existencia. Nace de Dios ("el amor que mueve al sol y a las otras estrellas": Par., XXXIII, 145), y desde él irradia a través de los diferentes cielos, difundiéndose por el universo entero, hasta activar, en el extremo inferior de la escala del ser, a los elementos mismos ("los cuerpos simples poseen en sí un amor natural a su lugar propio": Conv., III, iii, 2). El amor es la fuerza que mantiene unido y cohesionado, pero a la vez en movimiento, al universo entero, y lo que hace que cada elemento, cada cosa inanimada y cada ser viviente cumplan su función en la existencia y tiendan hacia su más perfecto desarrollo. Fundamental y originario en el marco de esta concepción es el amor con que Dios llama al hombre para que se una con él en el paraíso. Y los hombres, creaturas de Dios, no se sustraen a su acción, que determina todos los actos humanos, tanto los buenos como los perversos ("el amor es necesariamente en vosotros la simiente de toda virtud y de toda acción que merece castigo": Purg., XVII, 103-105). Si ello es así, la vida humana, destinada en último término a agenciar su reunión con Dios, su creador, de acuerdo con la doctrina agustiniana, se ve constreñida a resolverse en un esfuerzo permanente por discernir entre los buenos y los malos amores para actuar bajo el estímulo de los primeros e intentar sofocar a los otros.

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En torno a esta idea central construirá Dante, a juicio nuestro, toda su Commedia, y por eso aparecerá en ella Beatriz, la amada distante e intocable, como el instrumento de que la gracia divina se sirve para salvar al poeta extraviado en la selva oscura de la vida pública y de las intrigas políticas de papas y de príncipes ambiciosos de poder y codiciosos de riquezas. Y ella, la amada, se servirá a su vez, con el mismo propósito, del amor del poeta a la obra de Virgilio, maestro de la palabra antigua y eximio exponente de la más alta virtud que podía exhibir un pagano privado de la revelación cristiana. La Commedia de Dante, escrita en el estilo de la gran epopeya, es en el fondo un poema acerca del amor en toda la amplitud de su significado. Amor cuya más propia consecuencia es la salvación del alma en el sentido del cristianismo, pues Dante fue un poeta y pensador profundamente cristiano. Por ser un poema acerca del amor en el sentido profundo que le dio su autor, la Commedia es también al mismo tiempo una epopeya de salvación. Esto significa: salvación personal. Por eso Dante no vacila, en un rasgo poco usual durante la Edad Media, en arrojar su propia persona, con todos sus amores y sus odios, con sus virtudes y caídas, con sus talentos y limitaciones y experiencias, al primer plano de la acción en el poema, de manera que este hablante que insiste en decir "yo" se muestra a sí mismo como alcanzando la visión de Dios y conformando plenamente sus deseos y su voluntad según la voluntad del Creador (Par., XXXIII, 143-145). ¿Está claro? No contento con proclamar la santidad de Beatriz, Dante proclamó también la suya propia. Ni más ni menos. ¿Vana presunción? En ningún caso. La Commedia es un poema de salvación inspirado en la vivencia fundamental hecha por su autor de la propia conversión, de modo que el poeta no habría logrado expresar satisfactoriamente dicha experiencia si no se hubiera puesto a sí mismo como actor principal y si no hubiera llevado la acción hasta su última consecuencia, lo que le era permitido por el carácter ficticio que se reconocía en su época al sentido histórico o literal de la poesía profana. La Commedia describe, pues, el proceso de la salvación eterna de Dante movida por el amor divino y tal como el poeta sentía que dicho proceso debería ser en el marco de las representaciones impuestas sobre él por su fe religiosa y las creencias propias de su tiempo. Tanto Virgilio como Beatriz tienen en ella la función de instrumentos de la gracia divina para operar la salvación del poeta. Ambos fueron, sin duda, seres reales investidos de una significación espiritual sobrenatural. Ello es posible gracias a la profunda influencia ejercida por el neoplatonismo antiguo sobre la atmósfera intelectual cristiana en que se desarrolló Dante como poeta. Para él, la realidad se desdoblaba en dos planos, uno espiritual, eterno, y otro temporal, físico, corpóreo. Al plano espiritual pertenecen Dios, los ángeles, las almas humanas inmortales, los reinos de ultratumba. Propio del plano temporal es todo lo que tiene comienzo y fin: el mundo material, las instituciones históricas y en general todo lo profano. Los seres humanos vivimos en ambos planos a la vez; nuestras almas pertenecen al orden espiritual y nuestros cuerpos al orden temporal. Entre ambos planos u órdenes existe una correspondencia o paralelismo, pero el nivel espiritual es, en el neoplatonismo cristiano, el modelo para el temporal y, por eso, lo determina. La gracia que procede del amor divino se expresa en la Commedia bajo la forma de los espíritus de Virgilio, de Beatriz y de San Bernardo de Clairvaux. En el plano espiritual, éstos personajes representan el saber, el pensamiento y la rectitud moral (Virgilio), el amor con su fuerza salvífica (Beatriz) y el conocimiento de Dios y de los caminos de salvación (San Bernardo). Todo ello encuentra su "réplica" en el nivel temporal: la poesía, la cultura clásica y la idea imperial romana (Virgilio), el amor de un hombre por una mujer (de Dante por Beatriz) y el culto a María como mediadora para la salvación del hombre (culto

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predicado y promovido por San Bernardo). Todos estos personajes son a la vez referentes reales y símbolos, en una relación esquemática hecha posible por la dualidad de los niveles de realidad y por la convención adoptada por Dante en el sentido de que la Commedia es un poema alegórico, esto es, que dice una cosa y significa otra. El otro mundo descrito en la Commedia no es sino la consumación y cumplimiento, así como también la definitiva e inapelable valoración de lo que en este mundo es mero conato. Al final del Fausto, una obra que tiene más de un punto de contacto y afinidad con la Commedia, Goethe lo expresa claramente: Alles Vergängliche Ist nur ein Gleichnis; Das Unzulängliche Hier wird's Ereignis; Das Unbeschreibliche Hier ist es getan; Das Ewig-Weibliche Zieht uns hinan. ("Todo lo perecedero es sólo parábola; lo insuficiente alcanza aquí plenitud de cumplimiento; lo indescriptible se ve aquí realizado; lo femenino-eterno nos atrae hacia lo alto"). ¿Cuánto hay de original y cuánto de ajeno en la interpretación aquí propuesta de la Commedia? Múltiples y variadas lecturas a lo largo de muchos años, a las que se añade el hecho de no haber contado, durante la redacción de este libro, con una buena biblioteca que permitiera revisar bibliografías adecuadas o volver sobre obras que algún día sugirieron algo iluminador, me impiden responder a esta pregunta. Es altamente probable, sin embargo, que lo escrito en este libro haya sido dicho ya muchas veces en diversos contextos; un significativo indicio de ello son los versos de Goethe recién citados1. Más probable aún es que allí donde hay algún propósito interpretativo se deslice el error, como podría ocurrir en nuestro tratamiento del llamado antepurgatorio o de la exégesis alegórica tal como Dante los concibe, ya que la función del uno y de la otra en la epopeya soteriológica que es la Commedia no queda suficientemente clara en los comentarios e interpretaciones que conocemos de la obra. Permítanseme aquí algunas indicaciones técnicas. El texto de las obras menores de Dante que hemos utilizado, salvo indicación en sentido contrario, es el de la edición crítica de la Società Dantesca Italiana a cargo de M. Barbi y otros (Le Opere di Dante, Firenze, 1921). Para la Commedia, en cambio, nos hemos apoyado en el texto filológicamente superior y más reciente establecido por G. Petrocchi (La Commedia secondo l'antica vulgata, 4 vols., Milano, 1966-7). Las traducciones son de mi responsabilidad; los términos o frases entre paréntesis cuadrados no figuran en los textos originales y se han introducido sólo para mayor claridad de las ideas. La traducción de las citas bíblicas se ha hecho por regla general sobre el texto de la Vulgata Clementina, que si no es idéntico, al menos será similar al que leyó Dante. Los pasajes en verso han sido citados en su lengua original, seguida por

1 I. Kant escribió en una oportunidad: "Ya que el entendimiento humano ha discurrido durante siglos y de diversas maneras acerca de innumerables objetos, no es difícil que para cada nuevo hallazgo pueda encontrarse algo más antiguo que tenga alguna semejanza con aquél" (Proleg., A 4). Más radical aún fue Cicerón: "No sé cómo ni por qué, pero nada puede decirse tan absurdo que no sea dicho también por algún filósofo" (De divinat., II, 58, 119).

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su traducción, la que no busca la elegancia estilística sino la fidelidad al pensamiento; el recurso a las lenguas originales en estos casos no obedece a una pedantería erudita sino a la advertencia del propio Dante: "Ha de saberse que ninguna cosa armonizada por vínculos poéticos (per legame musaico) se puede trasladar de su lengua a otra sin que se destruya toda su dulzura y armonía" (Conv., I, vii, 14). Lo cual fue confirmado por el cura que participó en el donoso y grande escrutinio que hicieron en la librería de don Quijote, cuando afirmó de "todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento" (I, 6); y avalado por el mismo Caballero de la Triste Figura al decir que "el traducir de una lengua en otra [...] es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz" (II, 62). Es casi de rigor añadir aquí los reconocimientos y gratitud hacia las personas que han ayudado en una u otra forma a la elaboración del libro. Ellas son tantas que no sabría por quiénes comenzar ni terminar. Mis agradecimientos, pues, a quienes me han incitado a escribirlo, a quienes han puesto a mi disposición estudios y comentarios que me han sido de gran utilidad, a quienes me han acompañado en repetidas lecturas de la Commedia y han formulado valiosas preguntas, observaciones y sugerencias, todo lo cual ha servido para enriquecer lo que ahora puedo devolverles en este volumen. No quisiera, sin embargo, omitir la mención de Hugo Friedrich, el romanista de Friburgo, Alemania, quien supo despertar en mí el interés y una primera comprensión de este poema, que durante mis primeros años de estudios no sólo me había resultado ininteligible sino también -lo confieso- francamente detestable.2 Ni omitir tampoco la de mis colegas Francisco J. Aguilera y Cristián Montes, quienes tuvieron la gentileza de leer el manuscrito y de hacer valiosas observaciones y sugerencias que contribuyeron a hacerlo más correcto, inteligible y preciso en la expresión de las ideas; ni la de mi viejo amigo Hugo Montes, quien me invitó a escribir este libro con un título que él había inaugurado y me entusiasmó para hacerlo..

2 H. Friedrich es autor de las siguientes publicaciones en torno a Dante: Die Rechtsmetaphysik der Göttlichen Komödie. Francesca da Rimini, Frankfurt am Main, 1942; Dante, Wiesbaden, 1956; el capítulo III de su Epochen der italienischen Lyrik, 1964, y la edición e introducción de VV.AA., Dante Alighieri. Aufsätze zur Divina Commedia, Darmstadt, 1968.

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CAPÍTULO I.

VIDA Y OBRAS DE DANTE.

La vida y sus situaciones. Es habitual que el estudio de la obra de un autor se inicie con la historia de su vida. Hay muy buenas razones para ello, porque un ser humano siempre se ve obligado a reaccionar frente a situaciones o acontecimientos que influyen decisivamente en la formación de su personalidad y en su conducta. Especialmente importantes son, en esta perspectiva, las situaciones concretas en que se forjan las ideas y se adoptan las decisiones. Si Ortega y Gasset acuñó la fórmula "yo soy yo y mi circunstancia", aquí podríamos parafrasearla diciendo que el autor y poeta Dante es el individuo Dante Alighieri, "florentino por su nacimiento pero no por sus costumbres", como él se describió a sí mismo, y las situaciones que le correspondió enfrentar durante su vida. De estas últimas, hay dos que son altamente significativas para entender al autor Dante: la aparición en su juventud de Beatriz como objeto de su amor y, posteriormente, su exilio de Florencia por razones políticas. Considerando adecuadamente su significado para nuestro autor, ellas proporcionan el marco para explicar, a mi entender, prácticamente todo lo que él escribió. Dante nació en Florencia en el año 1265, en el seno de una familia antigua, pero de escasos recursos económicos. Florencia era entonces una pequeña ciudad autónoma dentro de cuyas murallas vivían no más de treinta mil personas y que no poseía en total más de cien mil habitantes. Para imaginársela, el lector de hoy debe borrar el recuerdo de la ciudad actual con la magnificencia de sus palacios, iglesias, pinturas y esculturas renacentistas; de los monumentos que el turista puede admirar ahora en ella, el baptisterio de San Giovanni, la iglesia de San Miniato al Monte, el Palazzo del Popolo (hoy llamado Bargello) y acaso algún otro de menor importancia eran los únicos existentes en el tiempo en que nació Dante. Durante su niñez éste pudo ser testigo del comienzo de la construcción de la iglesia de Santa Maria Novella. La edificación de la iglesia de la Santa Croce y de la catedral de Santa Maria del Fiore se inició cuando Dante era ya un hombre adulto, y Giotto levantó junto a esta última su célebre campanile varios años después de la muerte del poeta. Florencia era gobernada en forma más o menos democrática por autoridades unipersonales y colegiadas que, sin embargo, se veían fuertemente presionadas por la influencia de las más ricas familias de mercaderes que la habitaban. Había en la ciudad por aquella época una clase emergente de comerciantes, banqueros, notarios, abogados y funcionarios de diversa calaña, llamada a desempeñar en el futuro un importante papel histórico como parte de la burguesía moderna, pero que ya entonces lograba desplazar de los cargos públicos a la antigua nobleza feudal. Los viejos nobles, designados como "gibelinos", acabaron refugiándose en sus propiedades rurales: la naciente burguesía, opuesta a ellos, formaba el partido de los "güelfos", que no tardó en dividirse en dos facciones: la de los "blancos" y la de los "negros". Cuando las circunstancias políticas obligaron a ambas facciones a enfrentarse en la lucha por el poder, Dante adhirió a la causa de los blancos. En el próximo capítulo se dará mayor información acerca de estas divisiones para aclarar el pensamiento político de Dante.

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Su educación temprana condujo a Dante a cultivar desde muy joven la poesía bajo la influencia de una escuela de origen boloñés a la que él mismo designaría más tarde como il dolce stil novo, el "dulce estilo nuevo", nombre con que se la conoce hasta el día de hoy. Continuando y renovando la tradición de la lírica siciliana y de la poesía provenzal, dicha escuela desarrolló la lírica erótica con algunos nuevos aportes conceptuales de enorme interés, logrando una maestría en el manejo de la lengua italiana que justificó plenamente su designación como dolce stile. Su caposcuola Guido Guinizelli (1230?-1275?) fijó programáticamente las ideas básicas del movimiento al definir la gentilezza -es decir, la nobleza- como una cualidad espiritual que se refleja en la propensión a amar, y al crear el tipo literario de la "dama-ángel" (la donna angelicata), esto es, la amada transformada en un enviado de Dios para operar la conversión religiosa del poeta amante. Dante adhirió a estos principios y mantuvo activa correspondencia poética con otros literatos contemporáneos suyos. En aquella época, en efecto, era costumbre entre los poetas hacer circular sonetos que proponían un problema, planteaban una duda, reprochaban alguna actitud de un conocido o aun insultaban a algún amigo, con el fin de obtener una respuesta también en forma de soneto. Eran ejercicios poéticos que se utilizaban igualmente para hacer por su intermedio crítica literaria. A través de ellos, Dante entabló profunda amistad con Guido Cavalcanti, un poeta filósofo, haciéndose merecedor en alguna oportunidad de sus reproches, al parecer justificados; insultó a su amigo Forese Donati sin que se empañara la relación de amistad entre ambos; y fue objeto de reparos crítico-literarios por parte de Cecco Angiolieri. Además del soneto, importado de Sicilia, la escuela desarrolló también la canción, una forma métrica destinada a ser puesta en música y cuyas estrofas están formadas por endecasílabos y heptasílabos de rima consonante. En esta atmósfera de refinamiento espiritual en medio de una vida urbana bastante conflictiva y violenta se produjo el amor de Dante por Beatriz, quien, dicho sea de paso, no se llamaba así sino Bice; el nombre Beatriz (Beatrice, Beatrix, la beatificadora) le fue puesto por Dante al convertirla en personaje literario. Según el poeta, su primer encuentro con ella tuvo lugar cuando ambos eran niños de ocho y nueve años de edad, pero desde entonces él ya no pudo olvidarla nunca. El lector de hoy tendrá que hacer un esfuerzo para entender en qué podía consistir, en la Florencia del siglo XIII, el amor por una muchacha de un joven poeta stilnovista empapado de lecturas de trovadores provenzales y conocedor de las rigurosas reglas de la cortesia y del amor cortés. La relación entre ambos tal vez nunca fue más allá de un saludo -probablemente una mera inclinación de cabeza- que ella, al tener sospechas de los sentimientos de él, se dignaba ocasionalmente dirigirle, llenándolo de gozo. Por lo demás, Bice había sido prometida en matrimonio a otro hombre, y los compromisos de esta índole eran acordados entonces por las familias sin que las inclinaciones y sentimientos de los contrayentes tuvieran el menor peso en la decisión. El hecho es que la amada se convirtió tempranamente en la mujer de un miembro de la familia de los Bardi y murió muy joven, a los 24 años de edad, en 1290. Grande fue la desesperación de Dante motivada por la muerte de Beatriz, y para sobrellevarla emprendió dos iniciativas de fundamental importancia. Por una parte, escribió una novelita en que relata su pasión y recoge algunos de los poemas que había escrito dando cuenta de sus sentimientos. Más adelante nos referiremos al significado de esta obra, a la que su autor tituló "La vida nueva" (Vita nuova). En segundo lugar, se entregó al estudio de la filosofía, específicamente de las obras de Boecio y de Cicerón; más tarde estudiaría a Aristóteles a través de los comentarios que a las obras de este pensador había hecho el hermano predicador Tomás de Aquino, que aún no había sido canonizado por la

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Iglesia. Estas serias ocupaciones probablemente no impidieron que Dante ocasionalmente sucumbiera también a otros enamoramientos. Los eruditos han destinado muchos galones de tinta a discutir qué otras experiencias eróticas pudo haber tenido, basándose en poesías de amor escritas por él y en insinuaciones vagas y poco explícitas contenidas en su gran poema, la Commedia; y Boccaccio, su primer biógrafo, afirma que el poeta fue lujurioso. Pero no hay ningún dato concreto y el problema es, por lo demás, del todo irrelevante, porque cualquiera sea la respuesta correcta a esta duda, ella no modificaría en nada la interpretación de la obra de Dante ni la imagen de su estampa moral. Nada de extraño tendría, en efecto, que un hombre muy viril, como él debe de haber sido a juzgar por su obra, se prendara de damas bellas y agraciadas que irradiaban gentilezza; pero, por lo contrario, parece evidente también que Homero no necesitó tomar parte en el sitio de Troya para componer la Ilíada, ni Tasso requirió hacerse cruzado para escribir la Jerusalén liberada, de manera que no se concluye necesariamente que Dante haya tenido muchos amores porque en su obra pueda mencionarlos o sugerirlos; no pasa de ser un prejuicio de romanticismo ingenuo pensar que un poeta tenga que estar enamorado para escribir versos de amor. En su debido momento, Dante contrajo matrimonio con Gemma, hija de Manetto Donati y emparentada con Corso Donati, el que llegaría a ser jefe de la facción de los güelfos negros y, por tanto, enemigo político del poeta cuando estallaron las hostilidades entre ambas facciones. Gemma dio a Dante varios hijos, tres varones y una o dos mujeres. Desde 1295 ocupó Dante algunos cargos públicos; fue miembro del Consejo del Pueblo y del Consejo de los Cien (una suerte de Senado florentino), y embajador de la República en San Gimignano y ante el papa Bonifacio VIII. Esta incursión en la política, que le acarrearía como consecuencia el exilio, le permitió experimentar en su persona los efectos de lo que es probablemente la ley general del poder: las atribuciones de mando que posee un individuo y su libertad para hacer lo que él quiere se encuentran casi siempre en relación inversa; a mayor poder, menor libertad y a mayor libertad, menor poder. Es así que, desempeñando el cargo de prior con otros seis colegas, su íntimo amigo Guido Cavalcanti fue desterrado con otros ciudadanos, acusado de promover disturbios públicos; es presumible que Dante haya procurado evitarlo sin conseguirlo, considerando sobre todo que este exilio en una región malsana causó la muerte de Guido, quien cayó víctima de la malaria. Entretanto, el papa Bonifacio VIII, hábil político y hombre de inteligencia superior -a quien Dante llamaría empero "príncipe de los nuevos fariseos" (Inf., XXVII, 85)-, apoyándose en la doctrina de la plenitudo potestatis, de la que derivaba la noción del vicariato pontificio durante la vacancia del Imperio, deseaba someter toda la Toscana a su influencia política; con este fin, invitó a un príncipe francés, Carlos de Valois, hermano del rey Felipe IV el Hermoso, a reconciliar a los "blancos" y "negros" de Florencia (léase: a intervenir militarmente la ciudad) y a reconquistar Sicilia; esto último para recompensar a Carlos II de Anjou, rey de Nápoles, por su decisiva ayuda para hacerlo acceder al pontificado, devolviéndole los dominios que había perdido su padre, Carlos I, a raíz de las célebres Vísperas Sicilianas. En esta estrategia, el papa fue apoyado en Florencia por los negros capitaneados por Corso Donati, y combatido por los blancos. Dante había adherido a este último partido, que a la sazón gobernaba la ciudad, y fue nombrado embajador ante el pontífice en un intento de contrarrestar la alianza de Bonifacio con los negros. El papa lo retuvo en Roma más de lo necesario, y durante ese tiempo la débil e indecisa política de los blancos florentinos motivó la derrota de su partido y el ascenso de los negros al poder. Pero

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el cambio de gobierno no careció de represalias y venganzas. La casa de Dante fue saqueada; él mismo y otros cuatro ciudadanos fueron acusados de prevaricación, ganancias ilícitas, oposición al pontífice y a Carlos de Valois, promoción de disturbios en Florencia e imposición del partido blanco en Pistoia con la expulsión fuera de esa ciudad de ciudadanos pertenecientes a la facción negra y fieles devotos de la Santa Iglesia. La condena in absentia fue a una multa de cinco mil florines, destierro durante dos años y exclusión perpetua de los cargos públicos. Es claro que en los juicios movidos por resentimientos políticos es inútil defenderse y apelar; consciente de ello, y llevado también por su carácter orgulloso, Dante no pagó ni compareció ante el tribunal, razón por la cual fue condenado con otros quince ciudadanos a ser quemado vivo hasta que muriese (igne comburatur sic quod moriatur). Esto significó que ya no pudo regresar más a Florencia. El exilio representó para Dante la plena madurez como poeta y como pensador. No le fue, sin embargo, fácil ni grato. Siempre sintió una profunda nostalgia de su ciudad natal. Debió ir de corte en corte prestando servicios como diplomático o como consejero para ganarse el sustento: "como un peregrino, mendigando casi, he andado prácticamente por todos los lugares donde se extiende esta lengua, exhibiendo contra mi voluntad la llaga de la fortuna, que muchas veces suele ser injustamente imputada al herido. En verdad, he sido un barco sin vela y sin timón, arrastrado a diversos puertos y playas y ensenadas por el viento seco que exhala la dolorosa pobreza". (Conv., I, iii, 4-5). En la Commedia se haría profetizar por un antepasado que tu proverai sì come sa di sale lo pane altrui, e come è duro calle lo scendere e' l salir per l'altrui scale, (Par., XVII, 58-60) ("probarás cuán salado sabe el pan de los otros y cuán duro camino es bajar y subir por escaleras ajenas"). Como compensación, su mirada se amplió y su pensamiento se hizo más universal. Pero cuando dice que para él la patria había llegado a ser el mundo, como el mar lo es para los peces (De vulg. eloq., I, vi, 3), exagera sin duda; porque la patria es un concepto social-político, y si bien Dante ya no se limitaba a pensar políticamente como un simple florentino, sólo llegó a pensar como italiano y no alcanzó a ser un "ciudadano del mundo" en sentido moderno. Y no olvidemos al respecto que, aun si la Commedia cuenta entre las obras más universales que ha producido Occidente, Dante estimó legítimo "usarla" para una finalidad completamente privada como era obtener su amnistía y la consiguiente posibilidad de regresar a Florencia, no sin contaminar también este explicable deseo con una nota de cierta vanidad personal, a saber, la aspiración a recibir oficialmente en su patria la corona del "poeta laureado": Se mai continga che' l poema sacro al quale ha posto mano e cielo e terra, sì che m'ha fatto per molti anni macro, vinca la crudeltà che fuor mi serra del bello ovile ov' io dormi' agnello, nimico ai lupi che li danno guerra; con altra voce omai, con altro vello ritornerò poeta, e in sul fonte del mio battesmo prenderò 'l cappello. (Par., XXV, 1-9) ("Si llegara a ocurrir que el poema sagrado, en que han puesto mano el cielo y la tierra y que por muchos años me ha enmagrecido, venza a la crueldad que me mantiene fuera del bello redil donde yo dormía niño [lit., cordero], enemigo de los lobos que le mueven

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guerra, con otra voz ya, con otro vellón regresaré poeta y sobre la fuente de mi bautismo recibiré la corona"). Ciertamente, esta aspiración le llevó a rechazar un ofrecimiento de amnistía que se le hizo por hallar que las condiciones impuestas en él no se compadecían con su dignidad de ciudadano meritorio injustamente ofendido por su patria. Entre los años 1304 y 1307 escribió Dante dos obras que, sin embargo, dejó inconclusas: los tratados La lengua vulgar (De vulgari eloquentia) y El banquete (Convivio). No están en absoluto claras las razones que tuvo para interrumpir su redacción. ¿Fue acaso por haber comenzado ya a escribir la Commedia, que había de absorber casi todas sus energías? Es posible, pero no hay certeza de ello. En 1310 se anunció la venida a Italia de Enrique VII, conde de Luxemburgo y rey de Alemania. Su objetivo era hacerse coronar emperador en virtud de un arreglo previo con el papa Clemente V. Enrique trajo consigo un ejército poco numeroso, pero no tuvo grandes dificultades para ceñir en Milán la corona de hierro de los reyes lombardos. Con ello se le reconocía como rey de Italia, condición que debía satisfacer previamente quienquiera aspirara a ser coronado emperador de los romanos. Monarca reconocidamente imparcial, justo y pacífico, reconcilió a las facciones enemigas, pero como ello suponía favorecer a gibelinos desterrados, se atrajo la antipatía de los güelfos toscanos, quienes lo combatieron decididamente al grito de A onore di Santa Chiesa, e a morte del re della Magna!, a pesar de las exhortaciones (tal vez simuladas) del pontífice para que se le apoyara. El hecho es que Enrique debió vencer numerosos obstáculos para lograr ser coronado emperador, no en San Pedro de Roma ni por el papa, sino en San Juan de Letrán y por un cardenal legado pontificio; tras lo cual, después de algunas vanas campañas de las que no obtuvo nada positivo, murió de enfermedad en 1313 en un lugar cercano a Siena. Según los cronistas de la época, era de mediana estatura, de palabra fácil, de buena presencia y un poco bizco; hombre honesto y leal, amante de la justicia y carente de vicios, magnánimo, dedicado a las labores del gobierno y no a los placeres de la música y de la caza, valiente y diestro en los asuntos militares, que no se dejaba abatir por la adversidad ni envanecer por el éxito; pero que, evidentemente, no fue comprendido ni por güelfos ni por gibelinos en un medio político en que no se buscaba la justicia sino la ruina y la humillación del adversario.3 La verdad es que si Dante no hubiera visto en Enrique VII la única posibilidad de salvación de Italia en ese momento, haciéndolo por consiguiente objeto de su admiración y de su homenaje, este emperador sería uno de los personajes más olvidados de toda la Edad Media europea. Es explicable que Dante considerara a Enrique VII como la única esperanza para la Italia dividida y para la Florencia carente de justicia. La paz y la justicia, cuya vigencia se veía impedida por la división política y la codicia de los ciudadanos, eran a juicio del poeta los objetivos principales para los cuales existe el Imperio, y es deber del emperador restablecerlas en sus dominios. Así lo expresa en varias cartas escritas a propósito de la expedición de Enrique VII, incluyendo una dirigida al emperador mismo, así como también en su tratado De monarchia, que a pesar de su título constituye una defensa de la idea imperial y no dice relación con nuestro concepto moderno de monarquía. Aparte de ello, y desde un punto de vista subjetivo, no es extraño que Dante, quien se sentía injustamente desterrado de su patria y se esforzaba por pensar la política desde una altura no contaminada por los intereses particulares de los partidos, hasta el punto de que acabó

3 Dino Compagni, Cronica delle cose occorrenti ne'tempi suoi, III, 23 ss.; Giovanni Villani, Cronica, IX, 1-52.

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enemistándose tanto con güelfos como con gibelinos, sintiera simpatías por este emperador que también era incomprendido en su búsqueda de la justicia. Pero es igualmente claro que la adhesión de Dante al emperador significaba su ruptura definitiva con el gobierno de Florencia y la renuncia a toda posibilidad de amnistía y de regreso a la patria. En realidad, ahora quería volver no como amnistiado, sino formando parte del séquito imperial; por eso, el fracaso de la campaña de Enrique VII en Toscana y su muerte subsecuente fueron para Dante un rudo golpe y el final de toda su actividad política. Dante murió en Ravenna en la noche del 13 al 14 de Septiembre de 1321, mientras gozaba de la protección de Guido Novello da Polenta. Acababa de terminar la redacción de la Commedia. La ciudad de Florencia ha procurado durante siglos recuperar sus restos, pero sin conseguirlo. Sin embargo, en 1373 se creó en la ciudad una cátedra pública para leer y explicar la Commedia, que funcionaba en la iglesia de San Stefano di Badia; su primer ocupante fue nada menos que Giovanni Boccaccio, quien alcanzó aun a redactar sus comentarios a los primeros diecisiete cantos del Inferno y fue sucedido en ella por el cronista Filippo Villani. Boccaccio nos ha dejado un retrato de Dante, acaso transmitido por su maestro y amigo Petrarca, quien probablemente alcanzó a conocer al autor de la Commedia: "Fue nuestro poeta de estatura mediana, y desde que llegó a su edad madura caminaba algo inclinado con un andar lento y tranquilo, vestido siempre con ropas muy decentes y del modo que convenía a su madurez. Su rostro era alargado, su nariz aguileña y sus ojos más bien grandes que pequeños, su mandíbula grande y su labio inferior más protuberante que el superior; su color era oscuro, sus cabellos y barba espesos, negros y crespos, su aspecto reflexivo y meditabundo".4 Agrega que fue ordenado y cortés, austero en las comidas, taciturno, amante de la música y del canto, enamorado y aun lujurioso, estudioso y amante de la soledad, dotado de excelente memoria, de inteligencia penetrante, creativo, consciente de su capacidad, orgulloso, fuerte en la adversidad, de gran apasionamiento político y ambicioso de honor y de gloria "acaso más de lo que habría requerido su ínclita virtud".5 El cronista Giovanni Villani, después de afirmar que Dante "fue gran literato en casi todas las ciencias a pesar de ser laico, sumo poeta y filósofo, retórico perfecto en el dictado y en la versificación, nobilísimo orador en el discurso hablado, gran rimador con el estilo más bello y refinado que haya habido en nuestra lengua hasta su tiempo y aún después", reconoce que "por su saber fue algo presuntuoso, esquivo y desdeñoso, y como filósofo poco amable no sabía tratar adecuadamente con los legos".6 En lo que sigue, hablaremos brevemente de las principales obras de Dante. Las reseñas serán escuetas, porque muchos de los temas planteados en ellas serán tratados con mayor detenimiento en capítulos posteriores. Y como no nos guía el afán enciclopédico, la extensión de nuestras referencias no dependerá de la importancia intrínseca de las obras sino de su relevancia para nuestra interpretación; así, por ejemplo, ignoraremos prácticamente la totalidad de las poesías líricas de Dante no incluidas en la Vita nuova; y en cuanto a la Commedia, nos limitaremos a dar alguna información más bien exterior sobre ella, puesto que todo el presente libro gira en rigor en torno a dicho poema.

Vita nuova.

4 G. Boccaccio, Vita di Dante, 20. 5 Ibid., 20, 25. 6 G. Villani, op. cit., IX, 136.

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La Vita nuova es una breve novela del amor cortés con carácter autobiográfico que relata la historia, ciertamente idealizada, del amor de Dante por Beatriz y ofrece una selección de poesías -principalmente sonetos y canciones- que el poeta había compuesto para describir su pasión y celebrar a su amada. Estos poemas van acompañados de su respectivo comentario redactado según la usanza medieval: división del texto en las partes que correspondan, descripción del contenido de cada una de las partes y observaciones adicionales que puedan ser necesarias. El mismo Dante apreció más tarde una de las canciones recogidas en esta colección (Donne ch' avete intelletto d' amore) como la que fundaba un nuevo modo de poetizar (Purg., XXIV, 49-62). El argumento de la novela, que no reproduciremos aquí, es extremadamente simple. Podemos distinguir en ella cinco partes: (a) el encuentro del autor con Beatriz, el surgir del amor en el alma del poeta y el significado del saludo de la gentilissima para la felicidad de Dante (caps. 1-16); (b) la transformación del amor, que ya no busca la felicidad del amante por recibir el saludo sino la celebración y alabanza de la amada (caps. 17-21); (c) el tema de la muerte, que culmina con la de Beatriz y el consiguiente dolor de Dante (caps. 22-34); (d) el episodio de una anónima "dama gentil", quien aparta temporalmente al poeta del recuerdo de su amada (caps. 35-38); (e) el retorno a Beatriz (caps. 39-42). Encontramos, por cierto, en la obra muchos rasgos típicos de la literatura erótica de la baja Edad Media: el recato en la expresión de los sentimientos, la distancia propia de la relación, el deber de mantener el secreto del amor hasta el punto de fingir otros amores para desorientar a los indiscretos, la función premonitoria de los sueños, la personificación del amor, el simbolismo de los números, etc. Pero hay también otros más peculiares que poseen una significación especial para la inteligencia de la obra de Dante. Respecto de su significado, digamos ante todo lo siguiente. La obra reconoce explícitamente la influencia de Guido Guinizelli sobre su autor. Leemos, en efecto, en la Vita nuova: Amore e 'l cor gentil sono una cosa, sì come il saggio in suo dittare pone, e così esser l' un sanza l' altro osa com' alma razional sanza ragione. (XX, 3) ("El amor y el corazón noble son una misma cosa, como lo establece el sabio en su dictado, así que el uno podría darse sin el otro tanto como un alma racional sin razón"). El "sabio", como podían entenderlo entonces todos los poetas italianos, era Guinizelli, quien había escrito: Al cor gentil rempaira sempre amore come l'ausello in selva a la verdura; né fe' amor anti che gentil core, né gentil core anti ch'amor, natura. ("El amor busca siempre refugio en el corazón noble como el ave en el follaje de la selva, y la naturaleza no hizo al amor antes que al corazón noble, ni tampoco al corazón noble antes que al amor"). La cita que hace Dante es significativa porque sus lectores podían recordar el resto de la canción de Guinizelli; en ella, después de una oscura alusión a cierta analogía existente entre la dama amada y las inteligencias angélicas que mueven los cielos obedeciendo al Creador y, por consiguiente, haciendo cumplirse la voluntad divina en el universo, el poeta se justifica por haberse entregado a un "vano amor" en lugar de dedicarse a la alabanza y servicio de Dios y de María virgen; para hacerlo, aduce que ella, la dama

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objeto de su amor, tenía aspecto de ángel del cielo, de manera que no se sintió culpable al amarla. El poema de Guinizelli proporciona así una clave importante. ¿Es Beatriz un ángel que se aparece bajo la forma de una hermosa mujer? Un ángel es un mensajero, y en la imaginería medieval, un ministro y enviado de Dios. ¿Lo es Beatriz? Ciertamente. Algo que llama fuertemente la atención en la Vita nuova es la permanente referencia a ella con términos que parecen aludir a un instrumento de la gracia divina, si no a la gracia misma o aun a la beatitud suprema; ella es "la nobilísima, que fue destructora de todos los vicios y reina de las virtudes", así como también "la esperanza de los bienaventurados" (X, 2; XIX, 8). Su saludo, en el que el poeta veía "los últimos términos de la beatitud", refiere también a la salvación a través del juego de palabras saluto / salute, saludo / salvación (salus), de manera que el lector tiende a asociar una expresión como "la dama de la salud, que se había dignado saludarme" (III, 4) con el significado posible "la dama del saludo, que se había dignado salvarme". El equívoco es significativo porque no es casual, y lo hallamos explícito en otro soneto de Dante no recogido en la Vita nuova: A chi era degno donava salute co gli atti suoi quella benigna e piana, e 'mpiva 'l core a ciascun di vertute. Credo che de lo ciel fosse soprana, e venne in terra per nostra salute; la 'nd' è beata chi l' è prossimana. (Rime, LXIX, 9-14) ("A quien era digno, aquella [dama] benigna y suave concedía el saludo con sus actos, llenando de virtud el corazón de cada cual. Creo que fuese un espíritu principal del cielo, donde es bienaventurada el alma que le está próxima, y que vino a la tierra por nuestra salvación"). Aquí es el mismo término, salute, el que lleva los dos significados de "saludo" y "salvación".7 Pero hay más. El capítulo XI de la Vita nuova describe el efecto del saludo de Beatriz sobre Dante. El texto distingue tres momentos: primero, el de "la esperanza de la admirable salud", que significativamente llena el alma del poeta de caridad y de humildad; segundo, el de la proximidad del saludo, cuyo efecto es la pérdida de las facultades sensitivas bajo el imperio del amor; y tercero, el acto mismo con que "esta nobilísima salud saludaba", que colmaba a Dante de beatitud y lo hacía perder todo dominio sobre sus fuerzas corporales. Los efectos descritos de la visión de Beatriz se extienden igualmente sobre todos cuantos se hallan en su presencia. Ella infunde la humildad en todos los corazones; ella destruye todo pensamiento malvado (XIX, 9-10; XXI, 2; XXVI, 12); y, aventurándose tal vez más allá de toda ortodoxia, afirma el poeta con entonación escatológica que ancor l' ha Dio per maggior grazia dato che non pò mal finir chi l' ha parlato. (Vita nuova, XIX, 10) ("Dios le ha dado aun, por mayor gracia, que quien le ha hablado no puede acabar mal"). Diríase, pues, que no estamos frente a una mujer de carne y hueso sino frente a la personificación alegórica de la gratia actualis de los teólogos. Con estos antecedentes, y otros muchos que sería demasiado prolijo rastrear en la obra, no resulta extraño que desde antiguo haya podido pensarse que la Beatriz de la Vita nuova

7 Encontramos el mismo juego conceptual en Cino da Pistoia: Tutto mi salva il dolce salutare, / che vien da quella ch' è somma salute ("Enteramente me salva el dulce saludar procedente de aquella que es suprema salud"). Cit. por T. Casini y L. Pietrobono, La Vita Nuova di Dante Alighieri, Firenze 1951, p. 30.

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no fue mujer real de carne y hueso sino tan sólo un personaje literario idealizado, o bien acaso una pura alegoría que representa a la gracia divina o a la revelación o a la teología o a diversas otras cosas que han podido excogitarse. ¿No dice Dante, después de establecer el simbolismo trinitario de los números tres y nueve, "que ella era un nueve, esto es, un milagro cuya raíz, es decir, la raíz del milagro, es solamente la admirable Trinidad" (XXIX, 3)? ¿Y no utiliza Dante en múltiples ocasiones lenguaje bíblico y religioso para hablar de Beatriz, especialmente para referirse a su muerte? ¿Y qué es eso del amor por Beatriz a los nueve años de edad, que ya en el siglo XV hizo pensar al humanista G. M. Filelfo que ella "no fue más mujer que lo fue Pandora, de quien imaginan los poetas que obtuvo dones de todos los dioses"8? A lo anterior hay que añadir que Beatriz -la misma de la Vita nuova- vuelve a aparecer con rasgos claramente simbólicos en la Commedia, donde es un espíritu bienaventurado que cumple la misión de facilitar la salvación de Dante, guiándolo a través del paraíso para darle a conocer las verdades de la teología y los misterios del amor divino. Por otra parte, de la "dama gentil", que en la Vita nuova aparece descrita como mujer real, el mismo Dante dice en el Convivio que era una alegoría de la filosofía; ¿no es legítimo entonces sospechar otro tanto de Beatriz, quien, en oposición a la "dama gentil", podría representar a la teología? Hoy, sin embargo, puede tenerse por averiguado que Beatriz fue mujer real y no ficticia. Lo apoya la autoridad de Boccaccio, primer biógrafo y uno de los antiguos comentaristas de Dante. Lo confirma el hallazgo de documentos que atestiguan la existencia de una muchacha llamada Bice, hija de Folco di Ricovero Portinari, florentino -y ciertamente caballero adinerado, que en 1288 fundó el hospital de Santa Maria Nuova-, a la que Boccaccio explícitamente identifica con Beatriz, quien contrajo matrimonio con Simone de' Bardi, recibió 50 libras en herencia luego del fallecimiento de su padre y murió el 8 de Junio de 1290 a los veinticuatro años de edad.9

El lector podrá preguntarse entretanto: ¿qué importancia tiene esta discusión? Ciertamente, no se trata para nosotros de establecer la realidad o irrealidad de un episodio en la vida erótica de Dante. Se trata, en cambio, de comprender el fundamento filosófico-teológico de su concepción de la poesía. Cuando estudiemos, en el sexto capítulo de este ensayo, el concepto con que Dante pensaba la creación poética, comprobaremos que para preservar su consistencia lógica con los principios que lo sustentan es preciso admitir que la Beatriz de la Vita nuova y la de la Commedia son una y la misma persona, y que ésta es a la vez mujer real y figura alegórica, retratada como fue en la vida real en la Vita nuova, y como debería ser después de su muerte, esto es, en el cumplimiento propio del otro mundo, en la Commedia.

Convivio.

No es fácil decidir a qué género pertenece esta obra, escrita durante los años del exilio de su autor, pero su intención es claramente filosófica y enciclopédica. Fue pensada originalmente como un tratado en quince libros, destinado a ofrecer catorce canciones

8 Cit. por D. Mattalìa, La critica dantesca, Firenze 1950, p. 62. Sin embargo, T. S. Eliot (Selected Essays, London 3ª ed., 1958, p. 273) piensa que "el tipo de experiencia sexual que Dante dice haber tenido a la edad de nueve años no es en absoluto imposible o único. Mi única duda (en la que un distinguido psicólogo me halló razón) es si ella pudo tener lugar tan tarde en la vida como a los nueve años de edad. [....] Es posible que Dante se haya desarrollado tardíamente, y también es posible que haya alterado las fechas para emplear algún otro significado del número nueve". 9 E. Moore, Studies in Dante (Second Series), 1899, p.98.

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acerca del amor y de la virtud y sus respectivos comentarios. La redacción fue interrumpida por Dante al final del cuarto libro y la obra quedó inconclusa. El primer libro constituye una suerte de introducción general en que el poeta dedica muchas páginas a explicar por qué escribe esta obra en lengua vulgar y no en latín, como era de rigor en aquellos tiempos para los escritos que aspiraban a ser considerados en los círculos eruditos y cortesanos. El segundo libro se inicia con una disquisición acerca de la poesía para enseñar a gustar de los manjares ofrecidos en este banquete (convivio) al que ha invitado el autor. Del examen resulta que en la poesía hay que distinguir entre un sentido literal ficticio, expresado directamente por el texto, y un sentido alegórico profundo que consiste en una verdad oculta tras la ficción. Acto seguido, explica Dante que la "dama gentil" de la que había hablado en la Vita nuova era mujer tan sólo en el sentido literal ficticio, pero en el sentido alegórico verdadero era la filosofía. En efecto, dice, después de la muerte de Beatriz él se había entregado a los estudios filosóficos, iniciándose en ellos con la lectura de Boecio (con quien tal vez sintió una especial afinidad, por haber sido ambos injustamente condenados por autoridades políticas) y de Cicerón. El libro tercero contiene un estudio acerca del amor y su relación con la filosofía. Por último, el cuarto gira enteramente alrededor de la noción de nobleza y toca de paso el problema político desde el punto de vista de la necesidad del Imperio para la felicidad del hombre. Rechaza en él Dante la definición de nobleza basada en las riquezas o en la tradición familiar; la nobleza no es hereditaria sino que consiste en una perfección de la propia naturaleza derivada de la práctica de las virtudes. Si la Vita nuova es una obra esencialmente lírica en que predomina el problema de la pasión amorosa y los comentarios teóricos son pocos y relativamente débiles, en el Convivio se percibe en cambio una manifiesta entonación filosófica. Dante sigue, ciertamente, a Aristóteles, "maestro y guía de la razón humana" (IV, vi, 8). Si no fuera porque nuestra visión de la historia del pensamiento filosófico está demasiado moldeada por el racionalismo moderno y desestima otros aspectos del desarrollo de la reflexión en filosofía, deberíamos decir que fue el Convivio de Dante, y no el Discours de la méthode de Descartes, la primera obra de filosofía escrita en Occidente en una lengua que no fuera el griego ni el latín. Hay en Dante, como supremo poeta que fue, una profunda confianza en las posibilidades de la lengua italiana, que no sólo puede expresar los más altos conceptos científicos, filosóficos y teológicos, sino que además posee la ventaja de llegar a todo el mundo y no tan sólo a quienes han recibido una educación formal en la lengua latina. "Éste", dice refiriéndose al idioma vulgar, el italiano, "será una nueva luz, un nuevo sol que se levantará allí donde se ocultará el antiguo e iluminará a quienes se hallan en la oscuridad y en tinieblas porque el sol acostumbrado no luce para ellos" (I, xiii, 12). Algunos de los principales problemas tratados por Dante en el Convivio fueron retomados en obras posteriores; la lengua vulgar es propiamente investigada con mayor profundidad y rigor científico en De vulgari eloquentia; al problema del Imperio dedicó todo el De monarchia; todos ellos, por último, reaparecen en la Commedia, donde se corrige de paso algún error que se deslizara en los tratamientos anteriores. Con la excepción del tratado que Dante dedicó a estudiar la noción del Imperio, que es un escrito redactado con todas las virtudes y defectos del estilo filosófico y teológico escolástico, las otras obras mencionadas abordan nuevamente los temas del Convivio en una forma menos racionalista, menos abstracta y más atenta a sus dimensiones reales concretas. Un problema interesante que se toca en el Convivio y que Dante no volvió a tratar explícitamente, pero que sin lugar a dudas informa el espíritu de sus obras posteriores, es el de la primacía de la moral sobre la metafísica. En efecto, al establecer las correspondencias

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entre las esferas celestes y las distintas ciencias (algo ininteligible para la mentalidad moderna, pero muy natural para un hombre de la Edad Media, que creía que todo lo visible simboliza de algún modo realidades abstractas, y que estaba persuadido de que los astros influyen sobre las cosas humanas), Dante colocó a la moral inmediatamente por debajo de la teología pero por encima de la metafísica (II, iii y xiii); esto era, por cierto, inadmisible dentro de la escolástica aristotélica, para la cual la metafísica constituye la "filosofía primera" y debería figurar inmediatamente después de la teología en cualquier clasificación de las ciencias. Sin entrar a discutir aquí las razones que pudo haber tenido Dante para adoptar esta posición, vale la pena consignar el hecho de que la importancia que él asigna a la moral se hace evidente en todas sus obras posteriores, y por cierto, más que en ninguna otra, en la Commedia.

De vulgari eloquentia. Esta obra, redactada en latín por estar dirigida a un público erudito de estudiosos y poetas, quedó, como el Convivio, inconclusa. El primer libro comienza planteando un problema estrictamente filosófico: ¿por qué habla el hombre y no lo hacen los ángeles ni los animales, es decir, los vivientes inmediatos al hombre por arriba y por abajo en la escala del ser? La respuesta de Dante, inspirada en Aristóteles, es que si el hombre no hablara le sería imposible vivir en sociedad. Puesto que el hombre es un ser social y que su sociabilidad es hecha posible por el lenguaje, es claro que él habla desde el momento mismo en que es hombre; su hablar es una afirmación de sí mismo y una exteriorización de su subjetividad. Dante expresa estas ideas diciendo que el hombre habla "por gracia", es decir, aun sin tener necesidad de hacerlo; lo cual pone en manifiesto que para el hombre el hablar es anterior al sentir, al tomar contacto y adquirir noticias del mundo exterior, porque habla sin coacción externa y tan sólo para hacer entrega gratuita de sí mismo (I, ii-v). Estos son planteamientos muy profundos y a la vez muy "modernos", ya que no encontraremos afirmaciones semejantes probablemente hasta Novalis, y se oponen por completo a la mezquina concepción que no ve en el lenguaje y el habla otra cosa que un instrumento para la comunicación.10 Un mérito notable de este tratado es el descubrimiento hecho por Dante del carácter histórico de las lenguas. Es verdad, empero, que atribuye el origen de dicha historicidad al pecado y al estado de naturaleza caída; para ello se basa en el mito bíblico de la torre de Babel. Los hombres son inestables, las lenguas, por consiguiente, también lo son. Dante aplicó la doctrina de San Isidoro de Sevilla (Etym., IX, i, 14) según la cual "los pueblos han nacido de las lenguas y no las lenguas de los pueblos", llegando a afirmar la unidad de origen de las lenguas romances delatada por las raíces comunes de sus términos, pero sin identificar expresamente al latín como la lengua de que todas ellas derivan, sin duda por desconocimiento de las leyes fonéticas que rigen dicha evolución (tales leyes, como se sabe, fueron formuladas sólo en época moderna), pero acaso también por considerar (erróneamente) al latín como lengua gramatical fija e invariable. Es curioso, sin embargo, que la conciencia que poseía de la historicidad de las lenguas no haya impedido a Dante

10 Un testimonio de la originalidad de las tesis filosófico-lingüísticas expuestas por Dante en el De vulgari eloquentia puede hallarse en A. Etchegaray C., SS.CC. ("La filosofía del lenguaje en Dante Alighieri", Philosophica, 2-3, 1979-80), quien ve a Chomsky como un auténtico continuador y perfeccionador de los aportes esbozados por el poeta.

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afirmar, siguiendo también en esto a Isidoro, que la lengua de Adán fue el hebreo, error que posteriormente corregiría en la Commedia (Par., XXVI, 124 ss.) Allí, en efecto, es el alma del mismo primer padre quien admite que su lengua se había extinguido ya cuando se inició la construcción de la torre de Babel, porque opera naturale è ch'uom favella; ma così o così, natura lascia poi fare a voi secondo che v'abbella. (vv. 130-132) ("es cosa natural que el hombre hable; pero [que lo haga] así o de otro modo, es algo que la naturaleza deja decidir a vosotros según os plazca"). El próximo paso de la investigación consistió en el examen de los diversos dialectos italianos, los "vulgares" usados en la península. El objetivo era determinar cuál era el más honorable y honorífico -o, como diríamos hoy, qué dialecto merecía ser elevado a la dignidad de lengua nacional italiana (y obsérvese la velada y talvez inconsciente intención política de unidad en una época en que Italia se hallaba dividida en innumerables principados y repúblicas independientes y con frecuencia enemigos entre sí)-. La búsqueda se expresa mediante la metáfora de una cacería; la pieza rastreada es una pantera cuyo olor se siente en todas partes pero que no se muestra en ninguna (en muchos bestiarios medievales se afirma que la pantera exhala un perfume muy grato). En realidad, el vulgar buscado, el vulgar "ilustre" (hoy diríamos la lengua culta), es común, según Dante, a todas las ciudades italianas sin ser exclusivo de ninguna; en esta suerte de "máximo divisor común" (si se me acepta esta imagen poco literaria) se miden y ponderan los vulgares de las diversas comarcas. En el fondo, como lo ha observado acertadamente M. Barbi, el vulgar buscado por Dante es el idioma de los grandes poetas italianos del siglo XIII: Guido Guinizelli, Guido Cavalcanti, Cino da Pistoia y, por cierto, él mismo. De este modo, el objetivo de la búsqueda emprendida en esta obra es doble: identificar, entre los múltiples dialectos italianos, por una parte a aquél capaz de elevar el nivel expresivo y estético de la producción poética, y por la otra, al que pudiera servir de instrumento de comunicación para una Italia futura políticamente unificada.

De monarchia. Este tratado, escrito en latín, fue redactado probablemente en los años en que Enrique VII hizo su campaña en Italia, a pesar de que tal vez fue terminado después de la muerte del emperador. A pesar de las connotaciones modernas que pueda tener su título, que alude simplemente a la noción de un régimen monárquico en un estado nacional, su tema es la idea de un Imperio universal; Dante define, en efecto, la "monarquía temporal" como un principado único y superior a todos los restantes (I, ii, 2). Dividido en tres libros, y por fortuna terminado, prueba en el primer libro que la institución imperial es necesaria para el bienestar del mundo; en el segundo sostiene que el pueblo romano obtuvo el Imperio legítimamente (es decir, por voluntad divina) y no por la fuerza; el libro tercero está dedicado a mostrar que la autoridad del emperador desciende a él directamente de Dios y no a través de un vicario suyo (léase: no a través del pontífice romano). En relación con la necesidad del Imperio para el bienestar de la humanidad, el De monarchia da un paso adelante respecto del Convivio, tratando el problema con mayor profundidad. En la obra anterior, Dante se había limitado a afirmar que el Imperio era necesario para que el hombre alcanzara la felicidad, dejando indeterminado este último concepto; en De monarchia, en cambio, y siguiendo a Aristóteles con el posible añadido de

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alguna influencia de sus comentaristas árabes, explicó que era necesario para hacer posible el cumplimiento de la tarea humana entendida como el ejercicio de las facultades intelectuales de la humanidad entera; y como dicho ejercicio no puede realizarse cabalmente allí donde no reina la paz, el Imperio tiene por misión hacerlo posible asegurando la paz en el mundo. Para lograrlo, piensa Dante con considerable ingenuidad, es preciso que un emperador extienda su jurisdicción y dominio sobre todo el mundo; de este modo estará exento de toda posibilidad de codicia, ya que su poder se extenderá sobre todos los territorios habitables y no quedará nada que aún pueda desear; así, no podrán surgir conflictos entre los pueblos sometidos a su única y total autoridad. En cuanto al derecho con que el pueblo romano se adueñó de "toda la tierra" (II, i, 2), Dante sostiene que ello obedece a la voluntad de Dios. Las señales de esta voluntad divina se hallan en la historia, ingenuamente leída por Dante en la Eneida de Virgilio y en otros autores e historiadores paganos, pero también en el hecho de que Cristo consintió en nacer bajo la jurisdicción imperial romana, justificándola de este modo, y de que al ser sacrificado por una legítima autoridad universal redimió a la humanidad entera del pecado de Adán: "Si Cristo no hubiera padecido bajo un juez competente, su pena no habría sido un verdadero castigo. Y no podía ser juez competente quien no tuviera jurisdicción sobre todo el género humano, pues todo el género humano era castigado en la carne de Cristo" (II, xii [xiii (xi)], 5). Es realmente curioso que Dante prescinda aquí de la autoridad bíblica y de la interpretación agustiniana de la historia del Imperio romano, que eran indiscutidas durante la Edad Media y que lo habrían llevado muy lejos de las tesis defendidas por él. De hecho, en esta obra Dante hace de los romanos una suerte de "pueblo elegido" a través del cual se cumplen los designios divinos para la historia del mundo, olvidando que en la Biblia se asigna esta función al pueblo de Israel, que siempre vio a Roma como una poderosa enemiga. Y la historia de Roma y de su Imperio ya no es para Dante, como para San Agustín, producto de un egoísmo que llega hasta el desprecio de Dios, sino una expresión de la voluntad divina para conducir hacia la redención del género humano. ¿Depende la autoridad del emperador de la del sucesor de San Pedro? De ninguna manera, ya que la autoridad del Imperio es cronológicamente anterior a la de la Iglesia, lo que prueba que desciende directamente de Dios sobre los emperadores. Dante se opone abiertamente al argumento eclesiástico de que Dios hizo dos luminares, el sol y la luna, que representan respectivamente al papa y al emperador, y donde evidentemente el segundo recibe su luz del primero; en la Commedia sustituirá esta imagen por la de los dos soles de igual dignidad (Purg., XVI, 106 ss.) La autoridad imperial depende directamente de Dios. En efecto, el hombre, compuesto de cuerpo y alma, esto es, de una parte corruptible y otra incorruptible, está ordenado a dos fines últimos, la felicidad temporal y la felicidad eterna. La felicidad de la vida presente, fin último temporal del hombre, se logra mediante el ejercicio de las virtudes morales e intelectuales (investigadas por Aristóteles) bajo la conducción del emperador. La felicidad eterna se alcanza gracias a las virtudes teológicas (fe, esperanza, caridad) bajo la guía del sumo pontífice. Son dos fines distintos e independientes uno del otro; los guías que conducen a la humanidad hacia su cumplimiento han de ser también, entonces, recíprocamente independientes. ¿Pero en qué medida puede el emperador conducir al género humano a su fin último temporal? En la medida en que él asegura en sus dominios el reinado de la paz, de la justicia y de la libertad. El De monarchia revela, en todo caso, la independencia de espíritu de Dante. Huelga decir que una obra que exalta al Santo Imperio romano como lo hace ésta no podía de ninguna manera ser del gusto de los güelfos italianos. Pero tampoco secundaba las

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expectativas de los gibelinos más extremados, porque no propugna la superioridad del Imperio sobre el Papado sino que defiende un deseable equilibrio entre ambas instituciones. Dante, en efecto, habría estado muy lejos de negar la superioridad de lo espiritual sobre lo temporal. Y así, este gran desterrado se condenó a sí mismo a la soledad al ubicarse por encima y en contra de las dos grandes facciones políticas de su tiempo. Si bien la tesis de Dante no logró mayor difusión en su época, y a pesar de que posee antecedentes antiguos en la doctrina del papa Gelasio, ella era revolucionaria en el contexto del pensamiento italiano de su tiempo, dominado por la ideología de la hierocracia papal, y era contraria también a la literatura propagandística francesa, que negaba la legitimidad del Imperio. No es de admirar que en 1329, años después de la muerte de Dante, el cardenal Poujet, legado del pontífice Juan XXII, hiciera quemar el libro y, si no hubiera sido disuadido por algunas personas influyentes, habría hecho quemar también los huesos de su autor "para eterna infamia y confusión de su memoria"11, y tampoco es de admirar que en 1554 la obra fuera incluida en el Index librorum prohibitorum, donde se mantuvo hasta 1881. Con todo, a pesar de su interés histórico por anticipar la doctrina moderna de la separación de la Iglesia y el Estado, el libro se torna hoy casi ilegible por dos razones. En primer lugar, por la aridez del método y del estilo escolásticos, en que los silogismos se hilvanan implacablemente uno tras otro para demostrar afirmaciones que el lector de hoy daría gustosamente por demostradas, ya que carecen de interés para él; en segundo término, por la rigidez de la estructura mental que aborda los problemas políticos como si fueran teoremas geométricos, suponiendo que se someten a la legalidad de la razón e ignorando por completo el juego de la libertad de las decisiones humanas y la función de las pasiones como motores de la acción. El libro es un notable testimonio del pensamiento político de Dante y de las luchas ideológicas de su época, pero ciertamente no conserva vigencia teórica como argumentación, a pesar del impacto que podría haber tenido en su tiempo si hubiera gozado de mayor difusión que la que tuvo. Como lo expresa el gran dantista Michele Barbi, en aquellos siglos "no había ni un sentido seguro de la realidad jurídica ni un conocimiento histórico preciso del desenvolvimiento de las instituciones políticas medievales; y, aun con toda buena voluntad, no habría sido por cierto fácil ver claro en la condición jurídica y real de este rey de los romanos cuya designación correspondía a la nación alemana y que no llegaba a ser emperador si no era ungido y coronado en Roma por el pontífice; que se decía señor de todo el mundo pero su autoridad no era reconocida ni siquiera en todos los lugares sujetos a su jurisdicción inmediata; la capital de cuyo imperio, en la que debía ser consagrado para poder ejercer su oficio, estaba fuera de su dominio efectivo hasta el punto de que, si no iba a coronarse con fuerzas suficientes para hacer prevalecer su voluntad, debía negociar en cada oportunidad, especialmente con el papa, y jurar la confirmación de ciertos derechos, incluso aquél que lo excluía de la ciudad de que derivaba su título para gobernar el mundo y le impedía hacer en ella justicia, así fuese temporalmente".12

La Commedia. Conocemos el título auténtico de esta obra por lo que el mismo Dante declara en carta dirigida a su protector Cangrande della Scala: "El título del libro es: Comienza la Comedia

11 G. Boccaccio, op. cit., 26. 12 M. Barbi, Vita di Dante, Firenze 1963, p. 60.

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de Dante Alighieri, florentino por su nacimiento pero no por sus costumbres" (Epist. XIII [X], 10; cfr. Inf., XVI, 127-128 y XXI, 1-2). El adjetivo "divina" le fue añadido por el editor Gabriele Giolito de' Ferrari en 1555. La expresión "la Comedia de Dante Alighieri" es equívoca; puede significar la comedia escrita por Dante o la comedia en que Dante es el protagonista, y ambos sentidos son verdaderos; la obra trata, efectivamente, de un viaje o peregrinación del autor al otro mundo. Dante da dos razones por las que su poema debe llamarse "comedia". La primera es su argumento: comienza con la descripción del infierno, pero termina mostrando el paraíso, de manera que de él puede decirse que tiene un "final feliz". La segunda es su estilo: no está escrito en latín sino en lengua vulgar, "en la que hasta las mujercillas se comunican", de modo que emplea el sermo humilis prescrito por la retórica clásica para la comedia (ibid., 31).13 Según Boccaccio (Vita, 26), el poeta había iniciado una redacción latina de su obra, que sin embargo no continuó, y que comenzaba con las siguientes palabras: Ultima regna canam, fluido contermina mundo spiritibus quae lata patent, quae premia solvunt pro meritis cuicumque suis, etc. ("Cantaré los últimos reinos que, confinando con el ancho mundo, se abren ampliamente a los espíritus, retribuyendo a cada cual según sus méritos", etc.) Si la anécdota fuera verdadera, habría que dar gracias al cielo porque esa versión en hexámetros latinos está definitiva y totalmente perdida. El poema recuerda permanentemente el simbolismo del 3, el número de la Trinidad divina: escrito en estrofas de tres endecasílabos organizados según el esquema original de Dante de la terza rima (rimas A B A, B C B, C D C, etc.), consta de tres partes (Inferno, Purgatorio, Paradiso), cada una de las cuales tiene 33 cantos, con excepción de la primera parte, que cuenta con un canto introductorio adicional para completar el número perfecto de 100. También en cada uno de los tres reinos ultramundanos se muestran tres grandes regiones bien diferenciadas que corresponden a diferentes valores morales. El argumento de este largo poema es extremadamente simple. "En la mitad del camino de nuestra vida", es decir, a la edad de 35 años, el poeta florentino Dante Alighieri se encuentra a la salida de una selva oscura en que se había extraviado. Intenta ascender un monte en cuya cima despunta ya la luz de la mañana, pero tres fieras de inseguro significado alegórico -un león rabioso, una pantera y una loba hambrienta- le cierran el paso. Cuando ya desespera de poder continuar su camino, se le presenta una sombra que se da a conocer como el espíritu de Virgilio, el poeta romano que cantó a Eneas, a Augusto y al Imperio, y de cuya obra Dante confiesa haber aprendido el arte de la poesía. Virgilio le explica que ha sido enviado en su socorro por Beatriz, la misma Beatriz de la Vita nuova, quien desde el cielo se ha compadecido de la aflicción de su antiguo amante a causa de su extravío. La tarea de Virgilio es ahora guiar a Dante y conducirlo hasta "el deleitoso monte que es principio y razón de toda alegría". Pero para llegar hasta allí Dante deberá dar un rodeo y contemplar primero los tormentos del infierno y la expiación esperanzada del purgatorio. Es así que Virgilio conduce y orienta a Dante a través de los círculos infernales,

13 Las razones aducidas por Dante para llamar "comedia" a su obra (Epist. XIII [X], 10) suponen una deliberada ruptura con los preceptos estilísticos tradicionales, porque el autor está consciente de que su poema, a pesar de no estar escrito en latín, lo está en el volgare illustre y trata un asunto absolutamente sublime, de modo que no sin motivo lo llamó "el poema sagrado en que han puesto mano el cielo y la tierra" (Par., XXV, 1-2).

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adentrándose progresivamente en ellos ante el espectáculo de las diferentes formas del mal y de su castigo, hasta llegar, en el centro mismo del globo terrestre, a la visión del "emperador del doloroso reino", el príncipe de los demonios. Desde allí comienzan los peregrinos a ascender hacia el hemisferio opuesto de la tierra e inician el recorrido de las diferentes terrazas del purgatorio, donde no se castiga el pecado actual sino que las almas voluntariamente se purifican en él de sus malas inclinaciones para hacerse dignas de alcanzar la contemplación de Dios. Mientras el infierno es, en la concepción de Dante, un cono subterráneo cuyo vértice se encuentra en el centro del mundo, el purgatorio es, por el contrario, una enorme montaña que se eleva en las regiones deshabitadas y aisladas por los mares en las antípodas de Jerusalén. En la cumbre de dicha montaña se encuentra el paraíso terrestre, el lugar que constituyó la primera morada humana sobre la tierra, que representa una suerte de antesala del cielo y al que sólo pueden acceder las almas que se han purificado en el difícil ascenso por el monte del purgatorio. Allí Dante es abandonado por Virgilio, quien, como pagano que fue, no puede entrar al paraíso. Pero en ese preciso momento ha encontrado el poeta nuevamente a la que fue su amada en el mundo, Beatriz, que es ahora un espíritu bienaventurado. Ella lo guiará por el paraíso, y bajo su conducción y adoctrinamiento recorre Dante las diferentes esferas celestes, que corresponden a las de la cosmografía ptolemaica, contemplando en cada una de ellas las distintas formas de la bienaventuranza. Pero el objetivo final de este viaje es que Dante pueda ver a Dios, y no es Beatriz quien lo conducirá hasta esta meta suprema, sino San Bernardo de Clairvaux. (El simbolismo trinitario se muestra de nuevo en la asignación del papel de guías a tres personajes: Virgilio, Beatriz y San Bernardo). La contemplación mística y comprensión intelectual de los misterios de la Trinidad divina y de la Encarnación, que constituyen para el cristianismo el fin último de la vida y la más alta meta de toda posible aspiración humana, señala la brusca interrupción del poema. Ello no significa, sin embargo, que la obra esté inconclusa. Se trata más bien, por una parte, de que la experiencia se ha hecho inefable y no puede ser vertida en palabras de lenguaje humano; por otra parte, la visión de Dios hace que toda posible aspiración se encuentre ya satisfecha y toda posible plenitud haya sido colmada. Las siguientes palabras cierran la epopeya, a la que su mismo autor designó como "poema sagrado": A l'alta fantasia qui mancò possa; ma già volgeva il mio disio e 'l velle, sì come rota ch'igualmente è mossa, l'amor che move il sole e l'altre stelle. (Par., XXXIII, 142-145) ("Aquí le faltó poder a la alta capacidad de visión; pero ya hacía girar mis deseos y mi querer, como una rueda que es movida uniformemente, el amor que mueve al sol y a las demás estrellas"). ¿Cuál puede ser el significado de toda esta historia? A primera vista, la Commedia sería una "visión" del otro mundo, inscribiéndose así dentro de un género literario muy popular durante la Edad Media, cuyos principales modelos fueron el canto VI de la Eneida de Virgilio y la Visión de San Pablo, obra cuya versión latina data posiblemente del siglo VI y que fue muy leída en Europa occidental. Pero la Commedia difiere esencialmente de las "visiones", y no sólo por su extensión, por su calidad literaria, por la capacidad imaginativa que en ella se despliega y por su profundidad científica, filosófica y teológica, características en las que supera a toda la restante literatura de ficción de la Edad Media; la diferencia fundamental reside en que la Commedia se presenta como la exhibición figurada de una profunda experiencia de conversión espiritual que conduce, a la postre, a la

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salvación de su autor-protagonista. Éste no es en el poema un mero observador externo y pasivo, sino un actor que habla de sí mismo en primera persona y que en un momento culminante del "drama" se hace llamar por su nombre propio (Purg., XXX, 55). Dante el autor no es en la Commedia un narrador impersonal y ajeno a la acción, sino que alude permanentemente a su propia obra poética y a múltiples circunstancias y acontecimientos de su vida privada, en particular al episodio más íntimo de todos, su amor de juventud por Beatriz. Esta insistencia en poner en primer plano al propio "yo", aun con toda su subjetividad, es algo muy inusitado en la Edad Media y acaso no tiene parangón literario desde las Confesiones de San Agustín, que la preceden en más de ochocientos años, y la Historia de mis calamidades de Pedro Abelardo, dos siglos anterior a Dante. En segundo lugar, si bien Dante no es castigado en el infierno, no deja de sentir temor y repulsión ante lo que allí se le muestra, debiendo además operar en sí mismo una transformación espiritual al reprimir progresivamente el sentimiento de compasión que de modo natural se despierta en él, en sus primeros encuentros con los condenados, al contemplar la acción de la justicia divina.14 Pero en el purgatorio y en el paraíso, en cambio, el protagonista participa activamente en la purificación y en el goce propios de estos reinos. En el purgatorio, no sólo deberá Dante recorrer la vía de la expiación sino también purificar él mismo, con mayor o menor dificultad según los casos, sus propias inclinaciones. Al ingresar al purgatorio, siete letras P, símbolos de los siete pecados capitales, son inscritas en su frente; y a medida que va completando su propia purificación, los ángeles guardianes de cada una de las terrazas del monte se las borran una a una con un golpe de sus alas. En el paraíso terrestre, al producirse el encuentro con Beatriz, recibe los reproches de ésta por las inconsecuencias y extravíos de su vida pasada; y después de haber hecho una suerte de "confesión general" ante ella, es sumergido en las aguas del río Leteo, que borran el recuerdo del pecado, y del río Éunoe, que fortalecen el de las buenas acciones. El protagonista puede así comenzar a gozar de la beatitud sin remordimientos ni restricciones de ninguna índole. El ascenso por los diferentes cielos señala en él un progresivo aumento del amor, de la inteligencia y del goce, hasta que la visión final de los grandes misterios divinos, la Encarnación y la Trinidad, opera en Dante, como ya lo hemos comprobado, la total conformidad de sus deseos y de su voluntad con los designios del amor primero, principio y fin último de toda la creación. Después de esto ya no es posible concebir un grado más alto de beatitud y de cabalidad en el cumplimiento de la propia existencia. La Commedia no es, pues, una simple "visión"; es una "Danteida", una epopeya cuyo protagonista es Dante Alighieri de Florencia; pero no es tampoco una epopeya de tipo tradicional, sino una cuyo argumento es el proceso sobrenatural de la salvación del alma de su héroe. Estamos, entonces, frente a una epopeya soteriológica en que el autor se coloca a sí mismo como héroe y relata simbólicamente su conversión y la salvación de su alma; ni más ni menos. Llama profundamente la atención, cuando se lee la Commedia, cuán profunda es la conciencia de la propia salvación que posee su autor. En el paraíso, el

14 Compárense, por ejemplo, como puntos extremos de este proceso, las diferentes actitudes del protagonista Dante frente a los castigos de Francesca da Rimini (Inf., V, 73-142) y de fray Alberigo (Inf., XXXIII, 109-150). En el primer caso, donde se castiga un pecado tenido por menos grave, el protagonista llora de compasión al escuchar la historia de Francesca y acaba por desvanecerse perdiendo el conocimiento; en el segundo, donde el castigo es peor porque más grave es el pecado, el protagonista rehusa cumplir su promesa de aliviar de algún modo la condición del réprobo y declara que "fue lealtad ser desleal con él". Cfr. al respecto H. Friedrich, Die Rechtsmetaphysik der Göttlichen Komödie: Francesca da Rimini, Frankfurt am Main 1942.

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peregrino es conducido hacia arriba "por aquella escala por la que nadie desciende sin volver a subir" (Par., X, 86-87). Y cuando el héroe es interrogado por el apóstol Santiago acerca de la virtud teológica de la esperanza ("una expectación cierta de la gloria futura, producida por la gracia divina y por los méritos precedentes": Par., XXV, 67-69), es Beatriz quien se apresura a decir, refiriéndose al poeta: "La Iglesia militante no tiene hijo alguno con más esperanza" (ibid., vv. 52-53). Esta conciencia de la propia salvación comporta, pues, una confesión de las propias faltas pero también una declaración de las propias virtudes, lo que no era ajeno al carácter de Dante. Ahora bien; como se verá con mayor detenimiento en un capítulo posterior, Dante pensó la Commedia con un doble sentido, uno literal y otro alegórico, y pidió que se la leyera en esta doble dimensión. El sentido literal consiste en los hechos o acontecimientos narrados por el autor, entendidos en su significado más directo e inmediato. La alegoría, en cambio, consiste en decir una cosa que, a su vez, significa otra cosa; algo es lo que se dice en el nivel literal, y algo diferente lo que eso dicho oculta en la letra pero da a entender en el nivel alegórico. Pensando sobre todo en los grandes poetas clásicos paganos -un Virgilio con su Eneida o un Ovidio con sus Metamorfosis, donde encuentra expresión una religiosidad pagana inaceptable para un cristiano medieval-, había sostenido Dante en el Convivio que el sentido literal en la poesía es ficticio, en tanto que su significado alegórico es verdadero. De hecho, y de acuerdo con esta declaración, el sentido literal de la Commedia es el relato de un viaje hecho por Dante a los reinos de ultratumba, viaje que, obviamente, nunca tuvo lugar y es ficticio de principio a fin. La gran dificultad de la Commedia reside entonces en determinar cuál sería el significado alegórico que ella oculta tras su sentido literal, y este problema constituye un enorme desafío para todos los dantistas. Más adelante será necesario volver sobre estas consideraciones. Por el momento, sin embargo, podemos adelantar que entendemos la Commedia como una epopeya que relata alegóricamente una vivencia de conversión y una certeza de salvación propia del individuo Dante Alighieri y paradigmática respecto de cualquier experiencia de conversión y salvación en el seno de la cristiandad.

Permítaseme aquí responder a una posible objeción a lo dicho. Si se entiende la Commedia como un poema de salvación que presenta ante nuestros ojos la alegoría de una historia que se desarrolla desde la salida de Dante de una selva oscura ("la selva errónea de esta vida": Conv., IV, xxiv,12) hasta la visión de Dios, se entiende que el protagonista deba purificarse en el purgatorio y confesar sus faltas en el paraíso terrenal; ¿pero qué sentido tiene, en tal caso, el recorrido por toda la extensión del infierno? El infierno es el lugar donde tienen su sede el mal, el rechazo de la gracia y, en última instancia, la negación de Dios. Parece, a primera vista, que del infierno nada bueno puede brotar, menos aún la salvación de un poeta cristiano. ¿Para qué entonces introdujo Dante la visita al infierno en su poema? ¿Es que el poeta quiso simplemente completar la descripción ficticia del otro mundo, sin dejar fuera ninguno de sus reinos, para edificación de sus lectores? Si así hubiese sido, la visita de Dante al infierno tendría un valor meramente anecdótico, porque nada aportaría a la exposición del proceso de salvación de nadie. Pero la Commedia es una obra demasiado bien estructurada, seria y profunda, que no admite digresiones anecdóticas, ni siquiera como ostentación de talento literario. La verdad es que el descenso al infierno tiene en el poema un significado fundamental, pero para aprehenderlo es necesario tener presente la concepción agustiniana del mal prevaleciente durante la Edad Media.

Para San Agustín, el mal no posee realidad substancial; él es mera deficiencia del bien, privatio boni. En efecto, toda naturaleza creada es de suyo buena porque es obra de Dios, tal como consta en el relato de la creación del libro del Génesis ("y vio Dios que era bueno", et vidit Deus quod esset bonum), de manera tal que nada existe que sea malo por sí mismo. Además, San Agustín entiende el mal como corrupción y ve claramente que sólo lo bueno puede corromperse; en consecuencia, el mal es una privación parcial de bien en algo bueno de suyo. No puede ser una

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privación total del bien, porque en tal caso la cosa corrupta perdería aún el bien de la existencia y se aniquilaría, dejaría de ser algo. En palabras del santo: "Estos dos contrarios [i.e., el bien y el mal] son hasta tal punto correlativos (ita simul sunt) que, si no existiese lo bueno en que pueda darse lo malo, tampoco podría existir en modo alguno el mal; porque, a menos que exista aquello que puede corromperse, la corrupción no sólo no tendría a qué adherirse sino que tampoco tendría siquiera de dónde originarse, ya que si aquello no fuese bueno no podría corromperse [....] Lo malo nace, pues, de lo bueno y no existe sino en algo bueno" (Enchir., 24, 4). El mal es la nada, el no-ser que amputa y disminuye al ser; en consecuencia, es inherente a toda naturaleza corruptible. En el orden de esta clase de naturaleza, de la que participamos todos los seres humanos, el mal está siempre ahí presente, con una presencia necesaria o, si se quiere, inevitable, puesto que la naturaleza humana no posee el atributo de la incorruptibilidad. No es por azar que en la polémica antipelagiana San Agustín se haya levantado como el gran campeón de la doctrina del pecado original, del mal que, querámoslo o no, nos contamina a todos. El mal, en efecto, pertenece inevitablemente al bien de nuestra naturaleza. La existencia del hombre no puede concebirse sin el pecado. Aun la salvación, en la medida en que es una alternativa nuestra en el sentido de que nos es ofrecida, debe contar con la posibilidad del pecado, que le es paradojalmente contraria y antitética. Estrechamente relacionada con esta noción agustiniana del mal está la teoría del amor que adoptó Dante siguiendo probablemente a Santo Tomás de Aquino, pero que también tiene su origen en San Agustín. El amor es búsqueda del bien; pero si hay deficiencia en el bien buscado o en el amor que lo busca, se produce el mal porque se ha obtenido tan sólo una privación de mayor bien. (Volveremos sobre este tema en el capítulo V de este ensayo). De modo que el mal castigado en el infierno nace del mismo amor del bien que conduce a los seres humanos hacia su salvación y la recompensa eterna, sólo que de un amor, por así decirlo, mal administrado. La del infierno es, entonces, la experiencia del amor fallido en contraste con la del amor logrado que se describe como propia del purgatorio y del paraíso. Ello constituye una razón más para la introducción en la Commedia de la visita al infierno como un momento esencial y no como una anécdota superflua y prescindible. En suma, la epopeya soteriológica de la salvación de Dante Alighieri debía comenzar con el recorrido del infierno, el reino del mal, porque sin experiencia del mal no puede haber salvación. El descenso al infierno representa en la obra el conocimiento más íntimo del corazón humano que es fomes peccati, yesca que se enciende y arde fácilmente con el mal; pero esto es el descenso hacia la propia interioridad.15

En este punto, vale talvez la pena despejar otra dificultad menor planteada por la técnica literaria que emplea Dante. En efecto, a cualquier lector de la Commedia le llamará la atención la facilidad -y en algunos casos aun podría decirse la aparente ligereza- con que Dante salva o condena a personajes reales, colocándolos en el infierno, en el purgatorio o en el paraíso. El poeta parece juzgar en estos casos a sus personajes como supuestamente los juzgó Dios en el momento en que murieron. ¿Con qué derecho, empero, se arroga la atribución de juzgar como juzgaría Dios? Además, no siempre están suficientemente claras las razones que fundamentaban los juicios de Dante. ¿Por qué la lujuriosa Francesca da Rimini -si es efectivo que fue tan lujuriosa- está condenada por toda la eternidad, en tanto que la no menos lujuriosa y probablemente ligera de cascos Cunizza da Romano se encuentra en el paraíso? ¿Por qué el goloso Ciacco está entre los réprobos, pero el goloso 15 Giovanni Boccaccio, uno de los antiguos comentaristas de la Commedia, aporta una reflexión muy iluminadora al referirse en su Comento a la noción misma del infierno. Después de invocar la autoridad de la Biblia y de Virgilio para afirmar que existe, añade: "Luego hay que preguntarse si no habrá más de un infierno. Del sentido de la Escritura Sagrada se desprende que hay tres, de los cuales los santos llaman a uno el superior, al segundo el medio, y al tercero el inferior, entendiendo que el superior está en la vida presente, llena de dolores, de angustias y de pecados [....] Acerca de este infierno concuerdan los poetas y los santos cuando sugieren que se encuentra en el corazón de los mortales" (Delle Opere di M. Giovanni Boccaccio, Firenze 1724, vol V. pag. 11). Si el primero de los tres infiernos es para Boccaccio la vida en este mundo, el segundo es el limbo o seno de Abraham y el tercero, el infierno tal como se le entiende habitualmente.

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Forese Donati expía sus culpas en el purgatorio para poder acceder al cielo? ¿Y por qué el suicida cristiano Pier della Vigna ha sido condenado al infierno, pero el suicida pagano Catón de Útica ha sido promovido a ser guardián del purgatorio y está posiblemente destinado a salvarse, en circunstancias de que para Dante, por norma general, no hay salvación para los paganos? ¿Qué podía saber Dante acerca del destino de aquellas almas después de la muerte? El poeta tenía perfectamente claro, empero, que el hombre no puede penetrar en el misterio de los juicios de Dios, ni siquiera cuando las virtudes o los vicios de las personas son manifiestos y conocidos por todos: Non creda donna Berta e ser Martino, per vedere un furare, altro offerere, vederli dentro al consiglio divino; ché quel può surgere, e quel può cadere. (Par. XIII, 139-142) ("Que no crean don Fulano y doña Zutana, porque a uno ven robar y a otro hacer ofrendas, que los ven conforme al consejo divino; porque el uno puede levantarse y el otro, caer"). Y aun dicen los espíritus bienaventurados en el cielo de la justicia: E voi, mortali, tenetevi stretti a giudicar: ché noi, che Dio vedemo, non conosciamo ancor tutti li eletti. (Par., XX, 133-135) ("Y vosotros, mortales, sed circunspectos al juzgar, pues nosotros, que vemos a Dios, no conocemos aún a todos los elegidos"). La verdad es que, si bien los personajes reales son presentados en la Commedia como exponentes o representantes de vicios y virtudes que exhibieron ejemplarmente durante sus vidas, su destino en el mundo de la eternidad pertenece al nivel de la significación literal, y ésta "no se extiende más allá de la letra de las palabras ficticias, como son las fábulas de los poetas" (Conv., II, i, 3). Si Dante los pone allí donde se muestran, es únicamente porque eran figuras más o menos familiares a los lectores contemporáneos del poema; no pretendía juzgarlos, sino tan sólo aludir a sus rasgos morales que fueron más conspicuos en este mundo y esta vida, a modo de ejemplos de índoles morales posibles. Así, la Francesca y la Cunizza del poema no son, en cuanto espíritus que son entregados el uno a las penas eternas y el otro al goce de la beatitud, la Francesca y la Cunizza reales, sino meras figuras (o mejor, personificaciones) del vicio de la lujuria y de la virtud del amor. Recordemos que el término "figura" deriva del verbo latino fingere, fingir; una figura es, por tanto, una ficción.16 La poesía procura siempre mostrar sus contenidos y significados a través de imágenes concretas, de seres reales y de situaciones experimentables, y no por medio de explicaciones abstractas, como lo hacen la teología o la filosofía moral. Por eso, la poesía es habitualmente más accesible, más inmediatamente comprensible que la literatura teórica,

16 Estas y otras figuras se vinculan con el "sentido parabólico" de la Escritura, del que dice Santo Tomás de Aquino: "El sentido parabólico está contenido en el literal; porque mediante las palabras se mienta algo en propiedad y algo figuradamente, y el sentido literal no consiste en la figura misma sino en lo que por ella es figurado. Cuando la Escritura menciona el brazo de Dios, su sentido literal no es que Dios posea una extremidad corpórea de esta índole, sino lo que se mienta con este miembro, a saber, su capacidad de actuar" (Summa theol., I, q. 1, a. 10 ad 3). Cfr. ibid., I, q. 1, a. 9, donde se pronuncia por la legitimidad del uso de metáforas en la Escritura. En el capítulo VI nos referiremos a la interpretación "figural" de la Commedia propuesta por Erich Auerbach, que tiene en realidad otra significación que la propuesta por Santo Tomás como sentido parabólico, pero que en el poema coexiste con éste en una convivencia que muchas veces dificulta la comprensión de la obra.

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sin perjuicio de que la penetración en la plenitud de su sentido requiera muchas veces una dosis no despreciable de teoría, sin la cual ella podría permanecer muda. Un rasgo diferente del poema que aquí comentamos es el que sigue. A pesar de que no es el propósito de este libro referirse a los aspectos estéticos de la obra de Dante, en esta mínima reseña parece inevitable decir algo, así sea insuficiente y tan sólo aproximativo, acerca del estilo de la Commedia. No nos referiremos a las cualidades de Dante como poeta ni como narrador, que sólo pueden ser apreciadas en el curso de una lectura del poema, pero sí al hecho de que es verdaderamente asombrosa su capacidad para adaptar el lenguaje a las diversas atmósferas descritas en los reinos de ultratumba. Unos pocos ejemplos serán suficientes para comprobarlo. El infierno se caracteriza por su aspereza, oscuridad y fetidez; en él reina la bajeza espiritual, y sólo unas pocas figuras de personajes que se destacaron en este mundo por su distinción y por rasgos de nobleza de su carácter conservan allí una triste dignidad. Todo cuanto se escucha es altamente desagradable: "lenguas diversas, idiomas horribles, palabras de dolor, acentos de ira, voces penetrantes y broncas, ruido de manotazos" (Inf., III, 25-27). Ocasionalmente se oyen lenguajes que nada significan (ibid., VII, 1; XXXI, 67). La violencia y la vulgaridad pasan al primer plano en la grotesca riña, descrita en el canto XXI del Inferno, entre demonios que no llevan los nombres bíblicos sino que se llaman Malagarra (Malebranche), Greñudo (Scarmiglione), Rasguñaperros (Graffiacane), Aligacho (Alichino), Perrazo (Cagnazzo), etc. (Por motivos que no están claros, los tres primeros aquí mencionados llevan nombres de distinguidas familias de la ciudad de Lucca). La vulgaridad llega a su climax cuando Dante describe la marcha de unos diablos cuyo jefe avea del cul fatto trombetta, "de su culo hizo trompeta" (v. 139). Pero estos aspectos risibles no alcanzan a hacer olvidar el profundo dolor y la falta total de esperanza que se percibe en todos los círculos infernales. Por completo diferente es la atmósfera del purgatorio. Es el ámbito de la serenidad y aun de la dulzura; allí las almas sonríen, sus modales y sus palabras son corteses, y permanentemente se escuchan cantos y música. Desde el comienzo mismo se siente la tranquila belleza de este lugar sólo hollado por espíritus que han alcanzado la salvación: Dolce color d'orïental zaffiro, che s'accoglieva nel sereno aspetto del mezzo, puro infino al primo giro, a li occhi miei ricominciò diletto, tosto ch'io usci' fuor de l'aura morta che m'avea contristati li occhi e 'l petto. Lo bel pianeto che d'amar conforta faceva tutto rider l'orïente, velando i Pesci ch'erano in sua scorta. I' mi volsi a man destra, e puosi mente a l'altro polo, e vidi quattro stelle non viste mai fuor ch'a la prima gente. Goder pareva 'l ciel di lor fiammelle [....] (Purg., I, 13-25) ("Un dulce color de zafiro oriental, contenido en el sereno aspecto del aire hasta el primer cielo, devolvió a mis ojos el deleite tan pronto como salí de la atmósfera muerta que había contristado mis ojos y mi pecho. El bello planeta [Venus] que influye sobre el amor hacía sonreír al oriente entero, ocultando a [la constelación de] los Peces, que lo escoltaba. Me

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volví hacia la derecha, fijé mi atención en el otro polo y vi cuatro estrellas jamás vistas, excepto por los primeros hombres. El cielo parecía gozar de sus resplandores [....] "). No es de extrañar, por cierto, que en el purgatorio la serenidad se revista también ocasionalmente de profunda melancolía: Era già l'ora che volge il disio ai navicanti e 'ntenerisce il core lo dì c'han detto ai dolci amici addio; e che lo novo peregrin d'amore punge, se ode squilla di lontano che paia il giorno pianger che si more. (Purg., VIII, 1-6) ("Era ya la hora que muda el anhelo de los navegantes y enternece su corazón el día en que han dicho adiós a sus dulces amigos, y en que el nuevo peregrino se siente herido de amor si escucha a lo lejos una campana que parece llorar el día que se muere"). Descripción a la que sigue el canto, el himno litúrgico que la Iglesia entonaba al caer la tarde, cantado con inefable dulzura por una de las almas, a quien sigue luego el coro de todas las restantes. La tercera parte del poema, el Paradiso, se abre con un terceto que, leído en italiano, posee la sonoridad de un triunfo celebrado con música de coros y bronces: La gloria di colui che tutto move per l'universo penetra, e risplende in una parte più e meno altrove. (I, 1-3) ("La gloria de aquel que todo lo mueve penetra por el universo y resplandece en unas partes más, menos en otras"). El paraíso es todo luz, a veces luz enceguecedora, y música. Las formas son sutiles, etéreas, En el primer cielo, el de la Luna, los espíritus bienaventurados tienen aún figuras tenues, evanescentes; más arriba se muestran sólo como luz, como resplandores luminosos que tienen que darse a conocer mediante sus palabras, pues los ojos terrenales del peregrino son incapaces de discernir la realidad espiritual; sólo en el cielo empíreo se mostrarán con su cuerpo, el cuerpo que recuperarán el día de la resurrección. Los ojos y los oídos de los mortales no podrían resistir la luminosidad y el sonido del paraíso, y en el último cielo planetario la música enmudece y Beatriz deja de sonreír para que el peregrino Dante, que conserva su cuerpo mortal, no sea aniquilado por el exceso de belleza. Estas progresiones, sin embargo, tienen una resolución sorprendente cuando, en el momento culminante de la visión de Dios, el recurso literario supremo es de tal simplicidad y sobriedad que permite, por así decirlo, tocar con el dedo lo sublime.17 La Trinidad y la Encarnación, los dos mayores misterios de la teología cristiana, son descritos con imágenes carentes de todo rebuscamiento: Ne la profonda e chiara sussistenza

17 Rudolph Otto (Lo santo, Madrid, 2ª ed. 1965, pp. 59-60) utiliza precisamente la descripción de la Trinidad hecha por Dante para ilustrar el contraste entre la fascinación experimentada por el contemplador religioso ante el misterio de lo numinoso y la aparente pobreza o aun puerilidad de los conceptos o imágenes sensibles que intentan expresarla. Para el "hombre natural", dice Otto, no hay relación entre la enorme magnitud metafísico-religiosa del viaje del peregrino Dante, con su recorrido exhaustivo del infierno, el purgatorio y el paraíso, y su culminación en la visión casi trivial de tres círculo de color; y, sin embargo, el poeta Dante no oculta su emoción al recordar lo que ha visto: Oh quanto è corto il dire e come fioco / al mio concetto! e questo, a quel ch'i' vidi, / è tanto, che non basta a dicer 'poco'. (Par., XXXIII, 121-123: "Oh, cuán insuficiente y débil es el decir frente a lo que comprendí, y esto es tan [insignificante] frente a lo que ví, que no basta decir que es 'poco'").

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de l'alto lume parvermi tre giri di tre colori e d'una contenenza; e l'un da l'altro come iri da iri parea reflesso, e 'l terzo parea foco che quinci e quindi igualmente si spiri. (Par.,XXXIII, 115-120) ("En la profunda y luminosa esencia de la excelsa luz se me mostraron tres círculos de tres colores y de una misma dimensión; uno de ellos parecía reflejo del primero, como un arco iris lo es de otro, y el tercero parecía un fuego que nacía igualmente de éste y de aquél"). Pero el círculo que se aparecía como reflejo del otro (el Hijo es, respecto del Padre, "luz de luz", lumen de lumine, según la fórmula del Concilio de Nicea), al ser observado atentamente, dentro da sé, del suo colore stesso, mi parve pinta de la nostra effige: per che 'l mio viso in lei tutto era messo (ibid., 130-132) ("dentro de sí, con su mismo color, se me mostró pintado con nuestra efigie, por lo que mi mirada estaba fija en ella"). Es realmente admirable el modo y la destreza literaria con que Dante pudo sortear el escollo de poner en imágenes visuales los misterios de la Trinidad y de la Encarnación sin recurrir a imágenes corpóreas tridimensionales, de manera tal que no quedaran despojados de su carácter relativamente abstracto por pertenecer al mundo de lo divino que trasciende la capacidad de nuestros sentidos.

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CAPÍTULO II.

LA IGLESIA, EL IMPERIO Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE DANTE.

Si hubiera que identificar los acontecimientos que marcaron y determinaron de manera definitiva la vida de Dante, sería preciso señalar dos de ellos: la pasión juvenil por Beatriz y el destierro de su ciudad, Florencia. Este último, que se inició en el año 1302, radicalizó la posición del poeta en materias políticas y dejó sus huellas en toda su obra posterior. Una comprensión cabal de la obra literaria de Dante supone, pues, un conocimiento de las circunstancias de su condena, y éste, a su vez, una orientación en el mundo de las luchas políticos de la Florencia de fines del siglo XIII y comienzos del XIV, conflictos que fueron una secuela de la pugna secular entre la Iglesia romana y el Imperio de Occidente.

Iglesia e Imperio en la Edad Media occidental. Las relaciones entre la Iglesia cristiana y el Imperio romano fueron difíciles desde el nacimiento mismo del cristianismo, y si hemos de creer a Léon Homo18, ello se produjo prácticamente desde el comienzo por motivos políticos y no de otra índole. Los antiguos romanos fueron, en efecto, un pueblo muy tolerante en materias concernientes a las creencias religiosas, lo que resta toda credibilidad a la hipótesis de que las persecuciones contra los primeros cristianos hayan podido obedecer a celo religioso. Lo que ocurrió, según el historiador francés, fue que los emperadores percibieron con toda claridad, al menos desde el siglo III, la necesidad de restaurar la unidad moral del Imperio, que se desvanecía amenazando con ello el derrumbe de la institucionalidad, y para lograrlo impusieron a sus súbditos la adhesión a la religión oficial. A los judíos y cristianos no se les exigió que renunciaran a sus creencias ni a sus cultos, sino tan sólo que sacrificaran además a los dioses del Imperio; pero el Dios de Israel había hablado desde antiguo diciendo: "No tendrás dioses extraños delante de mí. No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No las adorarás ni las servirás" (Exod., 20:3-5). En consecuencia, los cristianos en general resistieron la política religiosa imperial y desobedecieron las órdenes gubernamentales, incurriendo en el delito de lesa religión romana. La situación se agravó cuando el gobierno imperial percibió que la única salvación política para el Imperio podía provenir de estructurarlo como una monarquía absoluta de tipo oriental. Esta estrategia implicaba, empero, la divinización del emperador y su correspondiente culto. Los cristianos se vieron nuevamente forzados a resistir estas medidas incurriendo en el crimen adicional de lesa majestad augusta. Si se recuerda que la religión era en la antigua Roma un asunto de Estado y que el emperador era pontifex maximus, sumo pontífice, se comprenderá que la represión de los crímenes mencionados cometidos por cristianos constituía un deber importante del gobierno imperial. En consecuencia, las persecuciones se hicieron inevitables. A pesar de ello, la Iglesia cristiana no sólo logró sobrevivir a las aflicciones que le imponía la política imperial sino que se desarrolló vigorosamente, y supo hacer buen uso del edicto de tolerancia del emperador Constantino y de la posterior declaración del cristianismo como religión oficial del Imperio por el emperador Teodosio para aumentar su influencia sobre el

18 L. Homo, Les empereurs romains et le christianisme, Paris 1931.

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gobierno y la población. La reacción pagana del emperador Juliano fue un episodio efímero (su gobierno no alcanzó a durar dos años) sin destino ni proyección en la historia. El poder y la influencia de la Iglesia romana aumentaron con la anarquía que rodeó a la disolución del Imperio en Occidente. Cuando, en el año 476, cansado de la farsa que significaba haber investido a un niño con la púrpura imperial, el rey Odovacar (u Odoacro) consiguió que el Senado romano devolviera solemnemente las insignias imperiales a Constantinopla, manifestando que ya no se necesitaba un emperador en Occidente, no hizo más que oficializar el vacío de poder que desde hacía ya mucho tiempo prevalecía en Italia. Ahora, cuando la sede imperial quedaba desplazada a Bizancio y el emperador, al decir de Dante, "se había hecho griego", resultaba mucho más difícil asegurar la unidad política y la seguridad de la península de los Apeninos; cuando se las necesitaba, las tropas imperiales tardaban en llegar, y una vez en territorio italiano era habitual que no recibieran oportunamente víveres ni salarios. Es sabido que tropas impagas representan una calamidad para las comarcas que supuestamente debieran defender, ya que se convierten en agentes de saqueos, violaciones y desmanes de toda índole. En estas circunstancias, la sede episcopal de Roma se erigió en un auténtico baluarte contra la amenaza de la soldadesca bizantina; pagó y alimentó a las tropas mercenarias, alejando el peligro de una devastación inminente, pero a la vez, y en forma paralela, fue adquiriendo poder político y militar. Si a las obras de caridad que la Iglesia mantenía habitualmente (hospitales, asilos de ancianos, orfelinatos, escuelas) se añadía ahora la mantención de un ejército, ello supone que se le reconocía implícitamente el derecho de recaudar impuestos y de montar un aparato administrativo de consideración. Y así, en el transcurso de pocos siglos, la Iglesia romana, que originariamente no fue sino una comunidad de fieles cristianos unidos para la celebración del culto y la difusión de la doctrina, adquirió la fisonomía de un Estado soberano con gobierno monárquico ejercido por el obispo de Roma y con jurisdicción administrativa, legislativa y judicial sobre los territorios de la Italia central. Los historiadores no conocen bien los detalles de este proceso, pero el hecho es que así llegaron a constituirse los Estados Pontificios que más tarde serían llamados "el patrimonio de San Pedro". Ahora bien; la Iglesia romana se declara católica y apostólica, es decir, universal y encargada de una misión, la de evangelizar a todos los hombres; además, reivindica desde antiguo el primado del pontífice romano sobre las restantes iglesias cristianas. También el Imperio romano se veía a sí mismo como universal y responsable de llevar la paz y la justicia a todos los pueblos, tal como lo había proclamado Virgilio en ese poema fundacional que fue la Eneida: Tu regere imperio populos, romane, memento; hae tibi erunt artes: pacique imponere morem, parcere subiectis, et debellare superbos. (Aen., VI, 851-853) ("Tú, romano, atiende a gobernar los pueblos con el mando militar; éstas serán tus artes: imponer una norma a la paz, respetar a los vencidos y humillar a los soberbios"). Es claro, sin embargo, que el mundo no tiene espacio suficiente para albergar a dos instituciones universalistas que aspiran a la hegemonía general. Es posible, ciertamente, definir que la misión del Imperio es estrictamente temporal, en tanto que la de la Iglesia es claramente espiritual; ésta había sido, en esencia, ya en el siglo V, la doctrina del papa San Gelasio, quien defendió la sujeción de la autoridad civil a la Iglesia en lo que concierne a la salvación eterna, y la de la autoridad eclesiástica al Imperio in rebus mundanis. Pero los límites entre lo temporal y lo espiritual no son suficientemente nítidos ni pueden nunca serlo, porque toda acción propiamente humana posee una connotación moral y está, por

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tanto, empapada de espiritualidad, ya sea positiva o negativa; de donde resulta que tampoco pueden ser nítidos los límites entre el poder temporal del Estado y el poder espiritual de la Iglesia. (Este problema, que generó tantos conflictos y dificultades en Occidente, talvez no se planteó de manera tan aguda en la Europa oriental, donde las iglesias cristianas no reconocían el primado efectivo del patriarca de Roma y pudieron ser sometidas y manejadas con relativa facilidad por los emperadores bizantinos). De este modo, los conflictos entre la Iglesia romana y el gobierno imperial no tardaron en producirse ya antes de la disolución del Imperio occidental, para perpetuarse a lo largo de toda la Edad Media. En las luchas así originadas se exhibió el marcado contraste entre las motivaciones y procedimientos de las partes involucradas; la diplomacia pontificia alcanzó en ellas el alto nivel que la ha caracterizado también en épocas recientes, y si bien la Iglesia medieval en cuanto Estado fue militarmente débil en comparación con el Imperio, mostró el gran poder y la eficacia del arma espiritual de la excomunión -a la que en el siglo XII se agregaría la del entredicho, más terrible aún-, que a la postre acabaría dando el triunfo a la Iglesia romana en su lucha contra el poder temporal durante la Edad Media. La disolución del Imperio occidental había traído ciertamente consigo una mayor independencia para la Iglesia romana frente a cualquier intento de intervención imperial, pero a la vez la dejaba en situación precaria como un Estado débil a merced de los belicosos reinos surgidos en territorios del antiguo Imperio. Y no sólo era amenazado el Patrimonium Petri por potencias vecinas, sino que también enfrentaba un peligro interior debido a que los obispos eran tradicionalmente elegidos con participación del pueblo, es decir, de los nobles, y en el caso de Roma la elección del papa dependía por consiguiente de las querellas y conflictos entre las grandes familias romanas. Fue la necesidad del papado de recurrir a la protección de príncipes más poderosos lo que motivó de manera inmediata el restablecimiento del Imperio romano de Occidente mediante la coronación de Carlomagno como emperador de los romanos en el año 800. La medida fue planeada y realizada por el papa León III, quien había corrido serio riesgo de perder la vida en tumultos callejeros promovidos por la belicosa nobleza romana y, en consecuencia, había debido buscar el apoyo del rey de los francos, quien era a la sazón el monarca más poderoso de Occidente. La coronación fue un golpe de genio que resolvía problemas inmediatos de la Iglesia romana al constituir al nuevo emperador en su protector, y que a la vez sentaba un precedente de enorme trascendencia histórica: de ahora en adelante dependería del papa romano la investidura y coronación de un emperador de Occidente en una ceremonia que sería llevada a cabo personalmente por el pontífice o por un legado pontificio. Es cierto, empero, que fue necesario esperar hasta Gregorio VII para que se explicitara la consecuencia de este hecho cargado de significación: si corresponde al papa investir a un hombre con la dignidad imperial, también tiene él atribuciones para deponerlo de su cargo si lo estima conveniente. A diferencia de la Iglesia bizantina, que se nutría de la tradición teológica y filosófica griega, la Iglesia romana era heredera de la tradición jurídica de la Roma imperial. En esta perspectiva, la coronación de Carlomagno como emperador planteaba un problema jurídico interesante: ¿con qué derecho pudo el papa León III coronar emperador de los romanos al rey de los francos, en circunstancias de que el Imperio tenía ahora su sede en Constantinopla y lo detentaba legítimamente la dinastía de los Isaurios? Los abogados de la curia romana encontraron dos respuestas para esta pregunta. Una de ellas consistió en declarar la vacancia de la sede imperial bizantina debido a que el cargo se hallaba ocupado a la sazón por una mujer, la emperatriz Irene; y es preciso admitir que, siendo el imperium

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en su origen un mando militar, debe de haber parecido extraño, si no aberrante, que en plena Edad Media lo ejerciera una mujer. La segunda respuesta, más interesante para el estudio de la obra de Dante, consistió en el crédito concedido a un documento falso, la llamada Donación de Constantino. Según éste, el emperador Constantino el Grande, milagrosamente curado de la lepra por el papa Silvestre I, habría abdicado su autoridad sobre la mitad occidental del Imperio, incluyendo por cierto la ciudad de Roma, en favor del pontífice y de sus sucesores, reservando para sí la parte oriental con sede en Constantinopla; para conciliar de algún modo esta ficción con la discrepante evidencia historiográfica, se supuso que Silvestre, si bien quedaba investido como soberano del occidentale regnum en virtud de la donación, no había querido aceptar la corona imperial y había encomendado a Constantino que continuara ejerciendo el poder en Occidente en nombre del papa. Es claro que una donación semejante legitimaba, a los ojos de los juristas medievales, la existencia de una monarquía pontificia y de Estados territoriales gobernados por la Iglesia romana; y, como se sostuvo posteriormente, legitimaba también el derecho papal de nombrar y deponer emperadores, puesto que la sede apostólica había adquirido gracias a ella jurisdicción plena sobre todo el Imperio occidental, tanto en lo político como en lo administrativo; de este modo, un emperador no era sino un delegado del pontífice, y quien interviniese en el gobierno de Occidente sin expreso mandato del papa lo hacía como usurpador y tirano. Más tarde se llegó aun a afirmar que el Imperio pertenecía al pontífice por don del mismo Cristo, y que Constantino no había hecho sino restituir a la Iglesia lo que le había sido ilegítimamente usurpado por los emperadores romanos.19 Ignoro si consideraciones jurídicas de esta sutileza habrán podido tranquilizar el espíritu pragmático de Carlomagno en lo concerniente a la legitimidad de su coronación como emperador; lo cierto es que él negoció su reconocimiento con la corte bizantina, que inicialmente lo hqabía considerado un vulgar usurpador, y al fin lo obtuvo mediante el reconocimiento de la pertenencia de Venecia al Imperio de Oriente. Con el correr del tiempo, el desmembramiento del Imperio carolingio, las invasiones de los normandos, el empobrecimiento general y la escasez de dinero provocaron la paulatina formación del sistema socio-económico feudal. Los reyes alemanes supieron servirse de él para asegurarse el apoyo político de la Iglesia alemana. De hecho, obispos y abades no podían en la práctica ejercer eficazmente sus ministerios si la corona no les concedía en feudo los territorios sobre los cuales pudieran hacer efectiva su jurisdicción, y los reyes adoptaron la práctica de reclutar a sus ministros entre eclesiásticos vasallos suyos. De este modo, podían contar con la lealtad política de los dignatarios de la Iglesia, no sólo debido a las funciones que éstos asumían en el gobierno sino también porque la simple medida de despojarlos de sus posesiones feudales significaba dejarlos sin poder ni autoridad alguna. A su vez, obispos y abades se veían obligados a practicar la simonía para subvenir a los gastos en que incurrían para obtener de los monarcas sus prebendas. Roma, por otra parte, yacía sumida en la miseria y entregada a un clero simoníaco y corrompido. Según Gregorovius, las crónicas romanas informan que en el año 1050 el rey Macbeth de Escocia peregrinó hacia la ciudad y distribuyó en ella cuantiosas limosnas.20 La anécdota es ilustrativa, agrega el historiador, porque sugiere que numerosos gobernantes cargados de crímenes deben haber peregrinado hacia la capital de la cristiandad para aliviar sus conciencias mediante el alivianamiento de sus bolsas. Y la población empobrecida debe de haber aceptado gustosa

19 R.L. Poole, Illustrations of the History of Medieval Thought and Learning, New York 1960, pp. 199 ss. 20 F. Gregorovius, Geschichte der Stadt Rom im Mittelalter, VII, c. 2, 4; Darmstadt 1954, vol.II, p. 33.

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estas muestras de la magnificencia real, contribuyendo con sus oraciones a la salvación de unas almas pecadoras. El papado, entretanto, se veía cada vez más en la posición de un vasallo de la nobleza romana si no quería entregarse a la poco confiable protección del derecho imperial. Pero el Imperio ya había pasado, desde la segunda mitad del siglo X, a soberanos alemanes, y los emperadores habían adquirido la costumbre de jugar políticamente con las elecciones pontificias, haciendo depender los destinos de la Iglesia de decisiones adoptadas al norte de los Alpes. En este mundo empobrecido material y espiritualmente surgió la figura notable y obstinada del monje Hildebrando, papa Gregorio VII. Empecinado en luchar por la independencia de los cargos eclesiásticos y por la pureza de costumbres del clero con el fin de que la Iglesia pudiera reformarse a sí misma y reformar así a la sociedad, el nuevo papa procuró imponer el celibato eclesiástico y aislar al clero de la vida civil y militar, haciéndolo abstenerse de toda actividad política. La vida mundana se le aparecía efectivamente como ajena a Dios, movida por el demonio y manchada por todos los vicios. Pero esta reforma bien intencionada tuvo consecuencias probablemente no deseadas. La desvalorización de la vida política hacía necesario que el poder civil contara con la asistencia y la autorización de la Iglesia para poder cumplir adecuadamente con sus fines propios. Pero entonces el Estado quedaba sometido a la Iglesia y el papado se transformaba en una monarquía sobre otras monarquías, con todos los compromisos y los posibles reveses políticos que ello traía consigo; en otras palabras, el papado usurpaba la función política del Imperio. Ello está claro en el Dictatus Papae, el manifiesto en que Gregorio explicitaba su concepto de las relaciones entre el pontífice y la institución imperial. Según el documento, sólo el papa tiene derecho a llevar las insignias imperiales (quod solus possit uti imperialibus insigniis) y a él le es lícito deponer a los emperadores (quod illi liceat imperatores deponere); el papa puede también eximir a los súbditos de los príncipes inicuos de su deber de fidelidad, aislando además al gobernante mediante la excomunión, pues prohibía a los fieles aun permanecer en una misma casa con un excomulgado (quod cum excommunicatis ab illo inter cetera nec in eadem domo debemus manere). Por cierto, una sentencia papal no puede ser revocada por autoridad alguna, pero el papa puede rechazar las sentencias de cualquier autoridad. De hecho, nadie puede juzgarlo, y la Iglesia romana jamás se ha equivocado ni se equivocará jamás. No cabe duda de que Gregorio VII exageraba en muchos puntos, pero no es menos cierto también que él debía defenderse contra los abusos en que el sistema feudal alemán permitía incurrir a reyes y emperadores del otro lado de los Alpes respecto de la utilización política de la jerarquía eclesiástica. No es sorprendente, entonces, que Gregorio VII haya debido enfrentar la violenta pero poco franca oposición del rey Enrique IV de Alemania, aspirante al trono imperial, a propósito del derecho de investir obispos y abades, que ambos, el rey y el papa, reivindicaban para sí. La historia de este célebre conflicto fue realmente vergonzosa: concilios de obispos convocados y manejados por ambas autoridades con fines y propósitos antagónicos, acusaciones recíprocas, intercambio de groseros insultos por vía diplomática, destrucción y saqueo de la ciudad de Roma por normandos y sarracenos llamados para defender al sumo pontífice, destitución del papa por un concilio alemán y del rey de Alemania por el papa, nombramiento de un nuevo rey de Alemania por Gregorio VII y de un nuevo papa por obispos partidarios de Enrique IV, coronación del rey como emperador por el antipapa creado por los alemanes, traiciones, violaciones de juramentos. A la postre, ambos enemigos terminaron derrotados. El papa, a quien se responsabilizaba de la ruina de la ciudad santa, murió en el exilio con la amarga convicción de haber fracasado en su

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defensa de la libertad de la Iglesia. El rey Enrique, depuesto por los príncipes alemanes, traicionado por sus propios hijos y excomulgado por la Iglesia, murió también en el destierro. Pero triunfó sin lugar a dudas la diplomacia eclesiástica. Por segunda vez en la historia, un monarca excomulgado se había visto constreñido a presentarse en hábito de penitente ante la autoridad eclesiástica implorando su absolución.21 Y si bien los resultados no se apreciaron de inmediato, al cabo de medio siglo después de Canossa el Concordato de Worms zanjó la disputa en favor de Roma. Tanto es así que en círculos eclesiásticos llegó a considerarse la coronación del emperador por el pontífice como símbolo de la concesión papal del Imperio en calidad de feudo, con lo que el monarca pasaba a ser vasallo del papa y se desautorizaba toda duda posible acerca de la sujeción de iure y de facto del emperador al pontífice, tanto en lo espiritual como en lo temporal. A comienzos del siglo XIV, Agostino Trionfo podía ya declarar oficialmente al pontífice Juan XXII que "al papa le corresponde la plena jurisdicción del Imperio en forma inmediata (ad papam pertinet immediate imperii plena iurisdictio)". Si Gregorio VII debió luchar contra Enrique IV por la investidura de los dignatarios eclesiásticos, los papas Adriano IV y Alejandro III tuvieron que defenderse también más tarde frente al emperador Federico I Barbarroja. Pero ahora ya no se trataba únicamente de la lucha de la Iglesia contra los intereses político-feudales de un rey alemán, porque en torno a Federico y su corte se forjó toda una ideología imperial. No sólo se invocaba la autonomía del Imperio y su independencia respecto de la Iglesia romana en materias políticas y administrativas, sino que se afianzó la idea de que la existencia del Imperio pertenece al plan divino para la salvación del mundo. Basándose en una interpretación de la visión profética de Daniel, se admitió que el Imperio duraría hasta el día del juicio final, o al menos que mientras existiera no nacería el Anticristo; por ello, se decía, la Escritura utiliza el símbolo de las dos espadas que representan a los dos poderes, el espiritual y el temporal, y el apóstol Pedro exhortaba: "Por el amor de Dios, estad sujetos a toda institución humana, sea al rey como soberano, sea a los gobernantes como delegados suyos para castigo de los malefactores y alabanza de los buenos [...] Honrad a todos, amad la fraternidad, temed a Dios y honrad al rey" (I Petr., 2:13-17). Ambos poderes, el del papa y el del emperador, vienen de Dios; la corona imperial es concedida por voluntad divina a través de la decisión de los príncipes electores, y no es un beneficium otorgado por el papa al emperador. En consecuencia, el Imperio posee carácter sagrado; de hecho en esta época se le comenzó a designar como el "Sacro Imperio romano", y más tarde se le añadió la precisión "de nación alemana". Los emperadores alemanes son, se decía, los herederos legítimos no sólo de Carlomagno sino también de Augusto y sus sucesores; porque si bien es cierto que en algún momento el Imperio fue transferido de Roma a Constantinopla, con la coronación de Carlomagno había sido devuelto a Occidente, produciéndose así la translatio imperii a Graecis in Francos et inde in Germanos, la "transferencia del Imperio de los griegos a los francos y luego a los germanos". La canonización de Carlomagno en 1165 por el antipapa Pascual III, un títere de Federico Barbarroja, contribuyó a reforzar la conciencia de la sacralidad del Imperio. El anónimo Archipoeta recoge gran parte de esta ideología en su himno dedicado a exaltar al emperador; éste es "príncipe de los príncipes de

21 Enrique IV debió permanecer tres días descalzo sobre la nieve, durante un crudo invierno, ante las puertas del castillo de Canossa antes de ser admitido para recibir la absolución papal. Setecientos años antes, el emperador Teodosio el Grande tuvo que humillarse de análoga manera ante San Ambrosio, obispo de Milán, después de la masacre de Tesalónica.

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la tierra" (princeps terre principum), "constituido en rey sobre los demás reyes por voluntad divina" (per Dei nutum / super reges alios regem constitutum), y jugando audazmente con la polisemia del término christus, el apelativo que se da al Salvador, lo llama christus Domini, "ungido del Señor": Filius ecclesie fidem sequor sanam, contempno gentilium falsitatem vanam, unde iam non invoco Febum vel Dianam nec a Musis postulo linguam Tullianam. Christi sensus imbuat mentem Christianam, ut de christo Domini digna laude canam, qui potenter sustinens sarcinam mundanam relevat in pristinum gradum rem Romanam.22 ("Hijo de la Iglesia, profeso la verdadera fe y desprecio las vacuas falsedades de los gentiles, por lo que ya no invoco a Apolo ni a Diana, ni pido a las musas un lenguaje ciceroniano. Que el pensamiento de Cristo impregne mi espíritu cristiano para que yo cante con dignas alabanzas al ungido [christus] del Señor, quien, sosteniendo fuertemente la carga del mundo, restablece la causa romana a su prístino estado"). La confesión de fe que precede inmediatamente a la exaltación del emperador confiere a esta última una especial sinceridad; el poeta da a entender que no se trata de una mera alabanza cortesana, retórica: él, como sincero cristiano, dirá la verdad acerca de quien está cumpliendo una misión que le ha sido encomendada por Dios. Y, como se ha observado con razón, este himno no exalta propiamente a Federico I, de quien no se dice nada personal a pesar de que la composición se refiere concretamente a su campaña en Italia y a la destrucción de Milán, sino que enaltece la figura abstracta y simbólica del emperador, quienquiera que sea, en cuanto ejecutor de un plan divino. Por lo menos hasta el siglo XII los emperadores alemanes consideraron la pacificación de Italia como parte importante de su misión como gobernantes, y ésta comprendía por cierto el control de la ciudad de Roma y del "patrimonio de San Pedro" a pesar de la resistencia opuesta por los pontífices, que naturalmente deseaban ser protegidos por el Imperio, pero no controlados por él. Lo más probable es que dicha política imperial no se inspirara tan sólo ni principalmente en la idea de resucitar una imagen nostálgica de la gloria del antiguo Imperio romano y de su capital, sino que estuviera en juego asegurar una comunicación expedita por mar con el Imperio oriental bizantino, ya que la vía terrestre era controlada por los belicosos húngaros, descendientes de las huestes de Atila. Federico I no descuidó esta misión e hizo dos expediciones a Italia, exhibiendo en ellas, al decir de un historiador, "las artes del estadista, el coraje del soldado y la crueldad del tirano". Posteriormente, sin embargo, la política italiana de los emperadores tendió a debilitarse, excepción hecha del fracasado intento de Federico II, nieto del Barbarroja, quien tuvo su corte imperial en Sicilia y no en Alemania. Después de él, el Imperio fue para los italianos una suerte de fantasma, el recuerdo de una pesadilla para unos y una esperanza que nunca habría de cumplirse para otros. La hora histórica del Imperio ya había pasado; carente de poder y de fuerza, incapaz de proteger a la Iglesia, de imponer su autoridad en la península de los Apeninos o de hacerse respetar por las monarquías absolutas de los nacientes Estados nacionales, perdido el apoyo de los grandes reformadores religiosos y conservando tan sólo el de algunas sectas fanáticas, perduraría como una sombra en las correspondencias

22 K. Langosch, Hymnen und Vagantenlieder, Darmstadt 1954, pp. 248 ss.

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diplomáticas y en algunas campañas militares, habitualmente frustradas, durante el resto de la Edad Media.23

La política florentina en tiempos de Dante. La recuperación de las actividades comerciales y de la industria manufacturera durante la Edad Media tardía permitió a muchas ciudades independizarse de la autoridad imperial o de las fidelidades feudales y alcanzar una autonomía administrativa y legislativa soberana. En Italia surgieron así las "comunas", verdaderas ciudades-estado que poseían sus asambleas, dictaban sus propias leyes, administraban justicia, recaudaban impuestos, acuñaban moneda y contrataban ejércitos mercenarios para hacer la guerra a las ciudades vecinas. Una de éstas fue la república de Florencia, la patria de Dante, gobernada por una aristocracia del dinero en que ocasionalmente los oligarcas de mayor influencia y poder políticos ni siquiera ocupaban cargos públicos, pero hacían prevalecer su voluntad sobre los cuerpos colegiados que ejercían la autoridad política. Se comprende fácilmente que, en ciudades relativamente pequeñas así constituidas, los conflictos entre familias poderosas eran frecuentes y repercutían negativamente sobre la vida pública. La violencia y el ensañamiento que acompañaban a las querellas entre los comerciantes enriquecidos obligaba a los jefes de familia a mantener grupos armados de parientes y servidores; éstos debían velar por la seguridad de su señor y vengar las eventuales injurias recibidas por él en sociedades en que la vendetta no era tan sólo una institución reconocida y respetada, sino también un deber de honor; así, como en las antiguas leyendas griegas, se generaba una cadena potencialmente infinita de crímenes, cada uno de los cuales vengaba a otro anterior. El drama Romeo y Julieta de Shakespeare muestra a grupos belicosos de jóvenes italianos armados, pertenecientes a familias enemigas entre sí, envueltos en riñas callejeras provocadas muchas veces por motivos triviales, pero que dejaban un triste saldo de muertos y heridos; si a dicho cuadro se añade el incendio y el saqueo de las casas de los adversarios, se tendrá la imagen de la vida descrita por los cronistas de la época en la ciudad de Florencia a fines del siglo XIII e inicios del XIV. Desde comienzos del siglo XIII existía en la república florentina una profunda división entre dos partidos, los güelfos y los gibelinos. Los primeros derivaban su nombre del linaje alemán de los Welf; sus adversarios, de la localidad de Waiblingen en Suabia, un lugar de residencia de los Hohenstaufen. La división entre los dos partidos se habría producido a raíz de la lucha entre el emperador Otto IV, de la familia Welf, contra el Hohenstaufen Federico II, quien reinaba en Sicilia y más tarde sucedería a Otto en el trono imperial. El cronista Dino Compagni, sin embargo, explica de otro modo la división. Ella derivaría de que un noble florentino rompió su compromiso matrimonial con su prometida, casándose con otra; la familia de la novia despreciada se vengó haciéndolo asesinar el día mismo de su matrimonio; a raíz de esto, la ciudad se habría dividido en las dos facciones irreconciliables, "de donde nacieron muchos escándalos y homicidios y batallas ciudadanas".24 También Dante recogió esta historia, viendo en ella el origen de los

23 Este Imperio fantasmal se extinguió oficialmente sólo en 1806, pero su nostálgico recuerdo sobrevivió en Alemania en la forma del segundo Reich de 1871 y del tercer Reich en pleno siglo XX, durante la época nacional-socialista. 24 D. Compagni, Cronica delle cose occorrenti ne' tempi suoi, I, 2.

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conflictos internos de la ciudad (Par., XVI, 136-147). Ambas explicaciones no son incompatibles. Es muy verosímil que en una ciudad pequeña, como era la Florencia de entonces, las rencillas privadas entre las grandes familias desataran pasiones que se difundían rápidamente entre los miembros de la oligarquía, y que las familias en conflicto recurrieran a alianzas y solicitaran la protección de las autoridades administrativas y sus respectivos partidos políticos, o de sus opositores, según cuáles fueran las circunstancias; de este modo, la beligerancia partidista podía ser desencadenada por cualquier afrenta de un particular, aun por motivos triviales, como fue muchas veces el caso según el testimonio de los cronistas. Además, la vinculación de las rencillas domésticas con las situaciones provocadas por la política imperial en su lucha contra el papado permitió que el conflicto entre güelfos y gibelinos saliera de las calles de las ciudades y diera lugar a operaciones militares y enfrentamientos armados entre ejércitos reclutados con este solo propósito. Los más antiguos güelfos, partidarios de Otto IV, eran por cierto imperialistas; los más antiguos gibelinos fueron, en cambio, papistas mientras el papa Inocencio III apoyó a Federico Hohenstaufen contra el emperador. Pero cuando el rey de Sicilia, sentado ya en el trono imperial, inició sus implacables campañas políticas y militares contra los papas Gregorio IX e Inocencio IV, los partidos invirtieron sus posiciones ideológicas: los güelfos comenzaron a apoyar al papado y los gibelinos a los emperadores. Es claro entonces que no fueron las ideas universalistas de la Iglesia o de la institución imperial las que movían a los actores políticos de las comunas italianas. Lo único real era que los gibelinos apoyaban a los Hohenstaufen, a favor o en contra de la Iglesia, y los güelfos combatían a los gibelinos, a favor o en contra del Imperio. Ello hacía posible que la Florencia güelfa, tradicionalmente aliada del papado, hiciera ocasionalmente la guerra a Roma y a la corte pontificia. Los gibelinos, por su parte, reclutados principalmente entre los miembros de la antigua nobleza feudal, iban siendo confinados en sus propiedades rurales por la naciente burguesía güelfa, que dominaba las comunas y ejercía el verdadero poder en las ciudades. Una nueva rencilla surgió en Florencia entre la familia de los Cerchi ("hombres de baja condición, pero buenos comerciantes y muy ricos, que vestían bien, tenían muchos sirvientes y caballos, y eran de buena presencia") y la de los Donati ("más antiguos de sangre pero no tan ricos").25 El conflicto habría tenido su origen en la disputa por una herencia y las envidias y rencores generados por ella, y tuvo como consecuencias los insultos y las injurias, los encuentros armados por motivos fútiles o sin motivo alguno, los heridos y las vendette. Las restantes familias se alinearon con alguna de estas dos, ya por parentesco, ya por razones económicas. El papado favoreció a los Donati, en tanto que los gibelinos mostraron simpatía por los Cerchi. Entretanto, en el seno de una misma familia de Pistoia se produjo otra división que también se extendió por toda la ciudad y en que los grupos se identificaron a sí mismos como blancos (por estar liderados por una señora de nombre Blanca) y negros (por oposición a los blancos). Esta nueva infección se propagó rápidamente a Florencia, donde los Donati hicieron alianza con los negros y los Cerchi con los blancos. Así, después de haber desplazado a los gibelinos, arrebatándoles el poder político, la Florencia güelfa quedó nuevamente dividida en dos partidos: los güelfos negros y los blancos, que eran en parte güelfos y en parte gibelinos.26 Dante fue güelfo blanco, así como su familia. ¿Qué podía significar esto, sin embargo, para él? Posiblemente no mucho más que una expresión de repudio a la actitud política

25 Op. cit., I, 20. 26 Op. cit., I, 25; Giovanni Villani, Cronica, VIII, 38-39.

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prepotente de Corso Donati y de sus secuaces negros. Sin duda, los ideales que otrora habían podido inspirar tanto a güelfos como a gibelinos ya estaban olvidados, y las facciones se movilizaban ahora impulsadas por intereses mezquinos y contingentes. De hecho, el güelfo Dante se acercó a los gibelinos a raíz de su exilio, pero en sus últimos años escribió unas líneas que atestiguan su completa falta de fe en ambos partidos: [....] perché tu veggi con quanta ragione si move contr' al sacrosanto segno e chi 'l s'appropria e chi a lui s'oppone. ............................................................... Omai puoi giudicar di quei cotali ch'io accusai di sopra e di lor falli, che son cagion di tutti vostri mali. L'uno al pubblico segno i gigli gialli oppone, e l'altro appropria quello a parte, sì ch'è forte a veder chi più si falli. Faccian li Ghibellin, faccian lor arte sott' altro segno, ché mal segue quello sempre chi la giustizia a lui diparte; e non l'abbatta esto Carlo novello coi Guelfi suoi, ma tema de li artigli ch'a più alto leon trasser lo vello. Molte fïate già pianser li figli per la colpa del padre, e non si creda che Dio trasmuti l'armi per suoi gigli! (Par., VI, 31-33; 97-111) ("[....] para que veas con cuán poca razón se mueven contra la sacrosanta enseña [i.e., el águila imperial] tanto el que se la apropia [i.e., el gibelino] como el que se le opone [i.e., el güelfo.....] Ahora ya puedes juzgar acerca de aquellos a quienes antes acusé y acerca de sus yerros, que son causa de todos vuestros males. El uno a la enseña universal [el águila] opone las flores amarillas de lis [emblema de los ejércitos franceses que apoyaban a los güelfos] y el otro se la apropia para su partido, de modo que es difícil ver cuál de los dos yerra más. Urdan los gibelinos sus artimañas bajo otra enseña, que mal sigue a ésta quien la aparta de la justicia; y no la derribe este joven Carlos [i.e., Carlos II, rey de Apulia, hijo de Carlos de Anjou] con sus güelfos, mas tema las garras que a un león más fuerte arrancaron los pelos de la melena. Muchas veces lloraron los hijos por culpa del padre, y no imagine él que Dios vaya a cambiar sus armas por [causa de] sus lises"). Está claro en este pasaje que ni güelfos ni gibelinos buscaban, en opinión de Dante, la justicia que caracteriza a la idea misma del Imperio en cuanto institución querida por Dios para la salvación de los hombres. Los ideales originarios de ambas facciones ya no tenían vigencia alguna y las partes contendientes eran movidas más bien por la ambición de poder de las familias más influyentes en las ciudades. Así y todo, a pesar de la precariedad teórica e ideológica de los motivos que desencadenaban la lucha política, ser güelfo o gibelino no era un asunto menor en las sociedades de la época. Refiriéndose a dichas denominaciones partidistas afirmaba Boccaccio: "De tan grande eficacia y reverencia fueron estos dos nombres [i.e., 'güelfos' y 'gibelinos'] en los ánimos insensatos de muchos, que no les era gravoso perder sus bienes y aun la vida, si era menester, por defender frente al adversario el que alguien hubiera elegido

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para sí".27 Este pasaje es extraordinariamente significativo. Un ciudadano, según él, estaba dispuesto a arriesgar su fortuna y aun su vida, pero no por defender una fe ni una idea, ni siquiera un interés personal, sino por defender el nombre que había escogido para sí y que lo encasillaba dentro de alguno de los dos bandos en conflicto. Y, aunque pueda considerarse paradójico, acaso esta misma falta de fundamentos teórico-políticos que caracterizaba a las luchas entre güelfos y gibelinos hizo posible que ellas permearan todos los aspectos de la vida y perduraran durante siglos, creando odiosidades por el solo nombre, como afirmaba Boccaccio. En efecto, los movimientos que carecen de una idea inspiradora pueden exhibir una notable plasticidad y adaptarse fácilmente a cualquier nueva contingencia. Un historiador moderno nos entrega el cuadro que sigue, correspondiente a la vida en el siglo XV, pero que acaso vale igualmente para los siglos XIII y XIV, y que revela, por tanto, la perdurabilidad del odio infundado: "En Italia no había un solo trozo de tierra que no se hallara dominado por una de las dos facciones [....] Querellas y rencores que databan del siglo XIII seguían alentando mucho tiempo después de que los grandes partidos contendientes habían perdido toda significación. Seguían viviendo en las costumbres y se manifestaban hasta en los más nimios detalles [....] Los gibelinos poníanse las plumas del gorro a uno de los lados, los güelfos al otro. Los güelfos, en la mesa, cortaban la fruta en sentido horizontal, los gibelinos en sentido vertical. En Bérgamo, unos calabreses fueron asesinados por la persona en cuya casa se albergaron, quien descubrió por su manera de cortar los ajos que militaban en la facción enemiga. Los güelfos bebían en vasos cincelados, los gibelinos en vasos lisos. Los gibelinos prendíanse rosas blancas, los güelfos rosas rojas. El modo de bostezar, de cruzar la calle, de arrojar los dados, los gestos hechos al hablar o al jurar, eran otros tantos emblemas o símbolos para distinguir a una mitad de Italia de la otra. Todavía a mediados del siglo XV los gibelinos milaneses destrozaron y quemaron el Cristo del altar mayor de la catedral de Crema porque tenía la cara vuelta hacia el hombro güelfo [....]".28

La larga lucha entre los güelfos y los gibelinos italianos constituye, a nuestro juicio, un testimonio irrecusable de que los conflictos políticos no son luchas de ideas sino de pasiones. El pensamiento, la teoría, la reflexión, no son capaces de suscitar toda aquella intransigencia, animosidad y eventual violencia que caracteriza a los fenómenos políticos, en los cuales, en cambio, se expresa la ambición de poder, el deseo de dominación y, en último término, la autoestima que imprime en los hombres la voluntad de sobresalir y los hace ver en sí mismos el modelo ideal de opinión y de acción que quisieran imponer en la sociedad. Es, en el fondo, la libido dominandi que crece y aumenta con fuerza prodigiosa, no tanto en los individuos cuanto más bien en los grupos sociales, al encontrar la resistencia que le opone la libido dominandi de los grupos que les son antagónicos. No es ciertamente la razón, son las pasiones humanas las que ponen en movimiento la historia política de la humanidad. Por eso no deberá producirnos extrañeza comprobar que Dante, autor de un manifiesto tan racional e inteligente como es su tratado De monarchia, haya puesto sus esperanzas políticas en la institución ya caducada que era el Sacro Imperio y haya confiado en que el pensamiento aristotélico pudiera iluminar todavía la vida política de su tiempo después de mil seiscientos años de transformaciones sociales, políticas y económicas, y de la correspondiente alteración de las circunstancias históricas. La historia, que obedece a las

27 G. Boccaccio, Vita di Dante, 25. 28 J. A. Symonds, El Renacimiento en Italia, México, 3ª ed. 1992, vol. I, p. 51.

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pasiones humanas, no se comporta de un modo que la razón pueda aprobar, ni siquiera prever.

La necesidad de la sociedad y del Imperio. Dante vio el fundamento que hace indispensable el gobierno imperial en la sociabilidad humana. ¿Por qué, sin embargo, es el hombre un ser social? En el Convivio había dado una respuesta sumaria a esta pregunta, diciendo que la condición social humana es necesaria para que el hombre pueda alcanzar la felicidad, ya que ningún individuo puede lograrla por sí mismo y sin la cooperación de los demás. Y, añadía, puesto que la codicia humana genera discordias entre las diversas comunidades y guerras entre las diferentes naciones, y las guerras y discordias impiden la felicidad, es preciso que el mundo entero esté sometido a un príncipe único que lo mantenga en paz al obligar a los reyes a contentarse dentro de los límites de sus reinos particulares (Conv., IV, iv, l-4). Se tiene la impresión de que cuando Dante escribió aquellos párrafos no había penetrado suficientemente aún en el pensamiento de Aristóteles. El estagirita había sostenido efectivamente, en el primer libro de su Ética Nicomaquea, que todos los hombres aspiran a la felicidad, pero había agregado que la noción de felicidad es vacía y superflua en una primera aproximación, dado que todos la entienden de diferente manera y la interpretan en forma completamente subjetiva; por eso debió dedicar la totalidad de los diez libros de dicha obra a investigar cuál podía ser la meta última de la vida humana y qué contenido objetivo podía darse, en su opinión, a la vaga noción de felicidad. Cuando, años más tarde, Dante escribió su De monarchia, ya hiló más fino en torno a este problema, siguiendo las reflexiones de Aristóteles con mayor minuciosidad. ¿Cuál es el fin último, se pregunta, de la sociedad humana en su conjunto? Éste tiene que ser una acción u operación en que la humanidad entera encuentre su perfección, es decir, realice en máximo grado su más alta capacidad. Se trata, y esto es obvio para un estudioso de Aristóteles, de la actividad intelectiva, porque ella es propia y exclusiva del hombre. Las otras formas de vida son, en efecto, compartidas por los seres humanos con las plantas y los animales, de modo que no pueden constituir fines propios para el hombre. La sociedad humana en su conjunto persigue, por tanto, como su máxima y más propia realización, el ejercicio o actualización de toda la capacidad del intelecto posible, ante todo para especular y luego también, por extensión, para actuar. (De mon., I, iii [iv] passim y iv [v], 1).

Talvez sea necesaria aquí alguna explicación de la fórmula utilizada por Dante, que depende de la teoría aristotélica del conocimiento. Para Aristóteles, todo cambio o proceso consiste en la realización de una posibilidad que reside en el sujeto que cambia. A esta realización de una posibilidad llamaron los escolásticos medievales "reducción de una potencia a acto". Potencia no significa aquí fuerza sino posibilidad o capacidad; acto es la realización, el cumplimiento de dicha potencia. De acuerdo con este principio general, la transformación de una semilla en árbol tiene lugar porque la semilla es un árbol en potencia. Pero un rasgo distintivo del pensamiento aristotélico es que toda potencia es de suyo pasiva, inactiva, y cuando una potencia es actualizada ello ocurre por la acción de algo que ya estaba previamente en acto. Si una determinada semilla es, digamos, una encina en potencia (y no, por ejemplo, un roble o una higuera), ello se debe a que esa semilla fue producida por otra encina adulta y completamente formada, esto es, por una encina preexistente en acto. En una palabra, el acto es anterior a la potencia; según Aristóteles, entonces, la gallina fue antes que el huevo, porque este último no es sino una gallina en potencia.. Éste es el modelo aplicado consistentemente por el estagirita a la investigación del alma en cuanto principio vital de los seres vivos. La vida es proceso, y el alma es ella misma el principio

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que hace posible la actualización de la vida que ciertos cuerpos dotados de órganos poseen en potencia. En particular es relevante aquí, para nosotros, el caso de la percepción sensible. Los órganos sensoriales en cierto modo "reciben" desde afuera los objetos percibidos, pero estos objetos "entregan" a los órganos sensoriales únicamente su forma, no su materia. Por ejemplo, el ojo que ve una fogata percibe el color de la llama, pero no se quema porque no recibe la materia del fuego. Los órganos sensoriales tienen entonces la posibilidad de percibir las formas de los objetos, las poseen en potencia, pero no las perciben constantemente sino sólo cuando dicha potencia es actualizada por el objeto en acto; es la presencia del fuego que arde delante del ojo la que despierta y actualiza la capacidad de éste de ver la llama. Las formas percibidas por los órganos sensoriales se conservan como imágenes sensibles y se atesoran en una facultad llamada la "fantasía", que cuenta entre sus funciones a la memoria, a los sueños y a la imaginación. Contamos, pues, con un tesoro de imágenes o formas sensibles que constituyen la totalidad de la información recibida por nosotros del mundo que nos rodea. Dicha información consta de colores, sonidos, sabores, olores, sensaciones táctiles, figuras, movimientos y cambios, recuerdos y reminiscencias; pero todo ello está referido a objetos particulares y a hechos o acontecimientos puntuales. Nuestro conocimiento empieza, según Aristóteles, con la actividad de los sentidos, pero éstos nos entregan sólo datos, una lluvia de datos aislados, inconexos, con los cuales no es posible pensar, y hasta ahora no nos ha salido al encuentro ninguna facultad anímica capaz de abstraer y de generalizar. Mediante la vista podemos percibir el color de la leche y el color de la nieve, pero el ojo no percibe el concepto de blancura que se aplica a cualquier objeto blanco, ni menos aún el concepto de color que se aplica a cualquier objeto iluminado. Tampoco pueden los órganos de los sentidos percibir relaciones; puedo ver dos gotas de agua y hallar que son iguales, pero la igualdad que existe entre ellas (porque no está en ninguna de ambas consideradas aisladamente) no es algo que mis ojos puedan percibir en el espacio que las separa ni en ningún lugar. Ella debe ciertamente ser advertida por otra facultad. Por último, ni siquiera poniendo en actividad todos mis poderes sensoriales podría yo llegar a percibir, como Aristóteles, el principio bastante más complejo de que "Dios y la naturaleza no hacen nada en vano", para usar un ejemplo altamente universal y abstracto. Es necesario, pues, abstraer conceptos a partir de los datos sensoriales; al hacerlo, se efectúa una generalización; los conceptos abstractos son, de hecho, universales en la medida en que pueden aplicarse a una pluralidad de objetos individuales concretos. En cuanto universales, sirven de premisas para los razonamientos deductivos y desempeñan la función de principios de ellos. Estos principios, indemostrables en sí mismos (porque ellos son la base de la que arranca toda demostración), no pueden ser descubiertos por la experiencia sensorial, que sólo entrega datos acerca de lo particular y no proporciona información alguna acerca de lo universal. Es, por tanto, indispensable identificar e investigar la facultad del alma capaz de llevar a cabo las funciones superiores del pensamiento. Para dar cuenta de estas funciones superiores no podía Aristóteles, como su maestro Platón, recurrir a la hipótesis de que las almas "recuerdan" de algún modo ideas que han contemplado en una existencia anterior a su encarnación en el cuerpo y que han olvidado temporalmente; de hecho, él mismo había rechazado la teoría platónica de las ideas por hallarla inconsistente. Tampoco admitió la existencia de ideas innatas, ocultas en alguna región oscura y menos explorada de nuestra alma, como lo harían pensadores posteriores a él. Procedió, pues, a investigar el intelecto o inteligencia (noûs) en cuanto facultad de entender mediante el pensamiento abstrayendo conceptos universales a partir de las imágenes sensibles para intuir los primeros principios indemostrables tanto de las ciencias especulativas como de las ciencias prácticas. El intelecto, la inteligencia, puede entender todo lo que es inteligible, pero no lo entiende siempre ni constantemente; así como la visión está en el ojo en potencia, como mera posibilidad mientras ésta no sea actualizada por un objeto visible (ya que el ojo no ve en la oscuridad), así también la intelección o facultad de entender se encuentra en potencia en el intelecto. Él es, en esta perspectiva, intelección en potencia o intelecto posible, como lo llamaron los escolásticos. Los comentaristas árabes de Aristóteles lo designaron como "intelecto material", no porque posea naturaleza corpórea sino porque el concepto de "materia", en la terminología aristotélica, corresponde a aquello donde residen las posibilidades actualizables. De hecho, ya Aristóteles había sostenido que, a diferencia de la percepción sensible, que tiene su asiento en un órgano corporal, la inteligencia tiene carácter netamente espiritual y no se realiza a través de órgano corporal alguno;

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el adjetivo "material" utilizado por los árabes refiere, pues, al carácter potencial de la intelección y no a que posea el carácter de la corporeidad. ¿Cómo se actualiza la intelección en potencia? El proceso es, para Aristóteles, análogo al de la percepción sensible. En el caso de la visión, es el objeto visible existente en acto el que actualiza la posibilidad de ver del ojo y hace que éste vea; si no hay objeto, no hay visión. Algo análogo ocurre en los casos de los restantes sentidos. Por consiguiente, la inteligencia posible será también actualizada por un objeto inteligible en acto. ¿Dónde está, empero, dicho objeto? Por cierto, no en las cosas sensibles, que en cuanto sensibles son opacas para la intelección; tampoco en sus imágenes, que precisamente requieren poder ser no ya percibidas sino pensadas en forma de conceptos. Lo inteligible en acto tiene que estar, entonces, en la inteligencia misma. Así, pues, la intelección ofrece dos aspectos diferentes pero complementarios; por una parte, es posibilidad de entender; por la otra, es intelección real que actualiza a la mera posibilidad. Ha aparecido así lo que Aristóteles llamó el intelecto productor o creador (noûs poietikós) que confiere realidad a la intelección y que fue llamado "intelecto agente" por los escolásticos. Éste es eminentemente activo; frente a él, la inteligencia posible, que se somete a su acción dejándose actualizar, se muestra pasiva, y por eso se la llamó en griego noûs pathetikós; es el "intelecto paciente" de Averroes. Esto, y no mucho más, es lo que está claro en la teoría aristotélica de la intelección dada la insuficiencia de los textos del estagirita concernientes a este tema. Ello puede deberse a algún apresuramiento del filósofo al redactarlos, o a alteraciones introducidas por copistas antiguos o medievales en los manuscritos conservados, ya sea por descuido o por sesgos y animadversiones doctrinales, o simplemente debido a los estragos del tiempo. Especial dificultad suscitó la interpretación del doble aspecto que exhibe la intelección como inteligencia activa y como inteligencia pasiva, lo que dio lugar a diferentes propuestas hechas por los comentaristas antiguos y medievales, árabes y cristianos, de la obra aristotélica. Una de las preguntas de más difícil respuesta fue la que intenta aclarar cómo y de dónde toma el intelecto agente las formas inteligibles destinadas a actualizar la intelección en potencia. Los filósofos árabes procuraron resolver la cuestión concibiendo al intelecto agente como una entidad supraindividual y separada de las mentes individuales humanas. El gran Averroes habría extremado esta interpretación al sostener que tanto el intelecto agente como el intelecto material son separados; entiéndase: separados de cada hombre de carne y hueso. Cada uno de ambos constituiría una substancia única que no se multiplica con el número de los individuos humanos y que es, por tanto, eterna; el hombre podría únicamente participar de ellos durante el transcurso de su vida, y concretamente sólo en los momentos en que entiende. Puesta la solución en los términos más simples posibles, ella afirmaría que no existe una inteligencia para cada individuo humano, sino que cada hombre, cuando piensa, puede "participar" de la inteligencia universal y supraindividual común.29 Es claro que esta solución es incompatible con la doctrina cristiana de la inmortalidad del alma individual humana, ya que el intelecto, que Averroes consideraría supraindividual, es para el aristotelismo la única facultad del hombre no vinculada a un órgano corporal y, por consiguiente, la única que podría sobrevivir a la muerte del cuerpo. Si cada persona humana no posee su intelecto propio y exclusivo, no es posible atribuirle inmortalidad personal. No es de extrañar, entonces, que Santo Tomás de Aquino haya combatido a los secuaces cristianos de Averroes, que abundaban y dictaban lecciones en París. A los averroístas se les llegó a atribuir la extraña e insólita teoría de la doble verdad: una misma proposición puede ser a la vez verdadera en filosofía y falsa en teología, y conversamente, falsa en filosofía y verdadera en teología. La

29 No he tenido la oportunidad (ni el interés, lo confieso) de estudiar en sus fuentes el pensamiento de Averroes, acerca del cual sólo tengo noticias a través de manuales y literatura secundaria. Así y todo, y guiado por el mero sentido común, simpatizo con la idea de Renan, según la cual la unidad del intelecto, entendida como la existencia de una facultad intelectiva única de la que participa toda la humanidad, fue la interpretación que de la teoría de Averroes hicieron sus detractores cristianos, quienes así pudieron refutarla sin dificultad. De acuerdo con el erudito francés, lo que Averroes quiso decir es que "la unidad del intelecto no significa otra cosa que la universalidad de los principios de la razón pura y la unidad de la constitución psicológica de toda la especie humana", porque, interpretándola de otro modo, "el averroísmo merecería figurar en los anales de la demencia y no en los de la filosofía" (E. Renan, Averroes y el averroísmo, Buenos Aires 1946, p. 122).

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inmortalidad personal podía ser así tenida por verdadera en teología aun si se la considerara falsa en filosofía; de este modo, se dijo, los averroístas procuraban conciliar su fe religiosa con su posición filosófica y se les hacía posible sostener impiedades sin caer en la herejía ni en la condenación eclesiástica.

Esta larga digresión era necesaria porque Dante cita a Averroes al invocar a una autoridad, como era costumbre en la Edad Media, para apoyar su concepción de la meta o fin de la sociedad humana; y ello dio pie para que el fraile dominico Guido Vernani da Rimini publicara en 1327 un libelo virulento contra el De monarchia acusando a su autor de averroísmo. La verdad es que Dante no fue averroísta y aun rechazó expresamente la doctrina de la unidad del intelecto de Averroes en Purg., XXV, 61, ss.; si citó al gran comentarista árabe de Aristóteles, fue tan sólo para apoyar una idea secundaria, a saber, la de que el esfuerzo humano individual no basta para realizar la tarea propia de toda la humanidad. Lo que quiso hacer al citar a Averroes no fue en ningún caso defender la teoría de la unidad de un intelecto compartido por todos los hombres, sino enfatizar el hecho de que la actualización de todas las posibilidades intelectuales no puede ser realizada por un individuo solo, ni por un grupo, ni por una nación, sino únicamente por la humanidad entera en la totalidad del tiempo histórico. De donde desprenderá luego la idea de que para poder realizar dicha tarea sin perturbaciones, la humanidad deberá ser permanentemente protegida contra la codicia, la violencia, la opresión y cualquier forma de injuria; y que para lograr este objetivo, es preciso que la humanidad esté políticamente unida bajo un gobierno mundial, el Imperio (la temporalis Monarchia, como lo llama Dante), que trascienda toda limitación espacial y temporal. Es verdad, sin embargo, que Dante habla consistentemente del intelecto posible, y nunca del intelecto agente, cuando se refiere a la intelección humana. Pero ello no es indicio, a juicio nuestro, de averroísmo. La explicación de tal omisión podría ser acaso la siguiente. El intelecto agente es en acto, en tanto que el intelecto posible es en potencia, y la intelección humana en acto surge por la actualización de una posibilidad del intelecto posible operada por el intelecto agente. Este último tiene que ser pensado, entonces, como acto al modo de una entelequia primera, cuya actualidad se pone en manifiesto sólo en el momento de la intelección, así como el alma sensitiva es también una entelequia primera que sólo opera cuando el animal siente. Si se considera, pues, la intelección humana en cuanto operación de hombres reales y concretos, donde el intelecto agente no revela su presencia sino en la actualización que él opera en el intelecto posible, es este último el que pone en manifiesto la acción del intelecto agente y su medida. Así como, en la doctrina tomista, el principio de individuación reside en la materia (que es en potencia) y no en la forma (que es en acto), así también el principio de la intelección concreta identificable como tal reside en el intelecto posible y no en el intelecto agente. ¿De qué manera contribuye el Imperio en concreto al cumplimiento de la meta última de la humanidad en su conjunto? Hay fundamentalmente cuatro grandes objetivos que la autoridad imperial puede asegurar y que confluyen a dicha finalidad. El primero de ellos es la paz universal, hecha posible porque las partes en conflicto potencial se hallan sometidas a una autoridad común dirimente, de manera tal que el género humano pueda actualizar libremente en paz y con mayor facilidad toda la capacidad del intelecto posible (De mon., I, iv). El segundo es el reinado de la justicia universal, que asegurará la paz eliminando las causas de posibles conflictos (De mon., I, x). Para que reine la justicia es necesario eliminar a su peor enemiga, que es la codicia; y el emperador, sostiene Dante de manera un tanto ingenua, es el más idóneo representante de la justicia

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porque "no tiene nada que pueda codiciar, ya que su jurisdicción termina sólo en el océano, cosa que no les ocurre a los otros príncipes, cuyos dominios terminan en los restantes, así como el del rey de Castilla en el del rey de Aragón" (De mon., I, xi, 12). El tercero es el aseguramiento de la libertad entendida como libre arbitrio. Dante parte en este punto de la teoría aristotélica de las formas de gobierno. Según el estagirita, éstas se dividen en dos grandes grupos: aquéllas en que se gobierna en beneficio de los gobernados (constituciones rectas) y aquellas que son las formas pervertidas de las mencionadas (constituciones desviadas), en que se gobierna en beneficio de los gobernantes. Ya que para la Edad Media, así como también para cualquier tradición filosófica seria, la libertad no puede consistir en la franquía para que cada individuo actúe según su arbitrio antojadizo, se entendió que sólo puede haber libertad bajo las formas rectas de gobierno, pues las constituciones desviadas someten a los gobernados a la servidumbre del capricho de los gobernantes. Desde otro punto de vista, pueden clasificarse las formas de gobierno según el número de quienes gobiernan. El gobierno recto de uno se llama monarquía; su perversión es la tiranía. El gobierno recto de pocos es el aristocrático, su desviación es el oligárquico. Al gobierno recto de muchos lo llamó Aristóteles politeia y a su perversión democracia. (Posteriormente Polibio llamaría democracia a la politeia aristotélica y oclocracia a su forma desviada, y de este autor depende nuestro uso actual de tales términos, que no corresponde al aristotélico). Dante sostuvo, pues, que sólo la autoridad imperial permite enderezar las constituciones desviadas y hacerlas rectas, devolviendo así la libertad a los pueblos (De mon., I, xii). Por último, al Imperio compete hacer prevalecer el derecho para que se cumpla su fin propio, que es el bien común (De mon., II, v, 1-3). Así, pues, en la medida en que el Imperio pueda garantizar la paz, la justicia, la libertad y el bien común a través de la vigencia del derecho, hará posible que la humanidad alcance su fin último y encuentre así su perfección.

La Donación de Constantino.

Dante creía en la providencia divina y para él estaba fuera de toda duda que si el Imperio era necesario para el cumplimiento de la meta propia de la humanidad, Dios no podía dejar de usar su poder para enderezar la historia de modo que en el mundo se dieran las condiciones óptimas para su establecimiento y la realización de su tarea. En consecuencia, la trayectoria histórica de Roma en la Antigüedad, desde la República al Imperio, y el restablecimiento del Imperio romano occidental en la Edad Media se le aparecieron como manifestación clara de los designios divinos. Lo que Dios quiere es justo y bueno, y si Dios quiso que los romanos conquistaran el mundo, el Imperio tiene la misión irrenunciable de dar cumplimiento a la voluntad divina en el mundo histórico para hacer posible el triunfo del bien y de la justicia entre los hombres. Siendo ello así, empero, ¿qué significado podía tener para Dante la donación de Constantino? En la lucha secular entre el Papado y el Imperio, ella parecía erigirse como el documento decisivo que se oponía al cumplimiento de la voluntad divina concerniente a la institución imperial pero que, paradojalmente, emanaba del instrumento mismo de la voluntad de Dios que era el Imperio. En la donación, en efecto, era el emperador mismo quien renunciaba a la misión que se le había encomendado desde lo alto, abdicando su poder en favor del pontífice romano. De hecho, en ella Constantino hacía cesión al papa Silvestre y sus sucesores de todas las atribuciones políticas y administrativas del emperador en la parte occidental del Imperio. Pronto se estimó, como consecuencia de ello, que quien

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interviniese a cualquier título en el gobierno temporal de Occidente sin expreso mandato del papa lo hacía como usurpador y tirano. Aun más; a mediados del siglo XIII el papa Inocencio IV había considerado necesario explicar que los términos de la donación eran inexactos: Constantino no podía haber concedido al pontífice lo que ya pertenecía a éste por don del mismo Cristo, sino que sólo se había limitado a restituirle lo que hasta entonces habían usurpado los emperadores romanos. Y Egidio Colonna, el discípulo de Santo Tomás de Aquino, pudo escribir: "Es manifiesto que todas las cosas temporales están sometidas al dominio de la Iglesia, y si no de facto, puesto que muchos tal vez se rebelan contra este derecho, al menos de iure y por débito las cosas temporales están sujetas al sumo pontífice, sin que puedan ser eximidas de ningún modo de este derecho y este débito".30 Que el documento de la donación de Constantino era falsificado, no se pudo demostrar hasta el siglo XV, cuando el irreverente humanista Lorenzo Valla lo hizo objeto de una magistral crítica interna. Hoy se sabe que fue redactado en Francia o en la corte pontificia acaso en la segunda mitad del siglo VIII, en todo caso antes del siglo XI. Durante la Edad Media, empero, la donación despertó ocasionalmente sospechas que sin lugar a dudas fueron desmentidas y acalladas por la diplomacia papal. En un documento del emperador Otto III, del año 1001, la donación es declarada una impostura y atribuida a un diácono llamado Juan de los dedos mochos (Johannes diaconus, cognomento digitorum mutilus).31 Pero en general fue aceptada como auténtica y confirmada por innumerables soberanos y emperadores que necesitaban la anuencia papal para ejercer sus funciones o para ser coronados. Una minoría lamentó que la donación hubiera tenido lugar, y a esa minoría perteneció Dante. Éste la conoció sólo de segunda mano, nunca leyó su texto, y por ese motivo pudo interpretarla como una "dote" concedida por el emperador a la Iglesia para que ella pudiera subvenir a las necesidades del clero y de los pobres, sin reparar en que según el documento Constantino concede a Silvestre "el poder, la gloria, la dignidad, la fuerza y el honor imperiales (potestatem et gloriam et dignitatem atque vigorem et honorificentiam imperialem)". Dante reconoció, pues, que la intención de Constantino había sido piadosa al proceder a la donación, pero estimó que las consecuencias de dicho acto fueron funestas. En efecto, el plan divino había dispuesto la transferencia del Imperio (la translatio imperii, otro topos del pensamiento histórico y literario medieval) desde Oriente hacia Occidente, vale decir, desde Troya y el mundo griego hacia Roma, a través de Eneas y de la conquista de la Hélade por los romanos; pero Constantino, al ceder el Imperio occidental al pontífice romano, se había trasladado supuestamente a Bizancio, donde fundó Constantinopla, y de este modo, al decir de Dante, "se hizo griego" contrariando los designios divinos; se ponía término así, dejándola inconclusa, a la obra jurídica y pacificadora que la divinidad había encargado a Roma. Por eso, las regiones occidentales del Imperio cayeron en poder de los bárbaros, la parte oriental entró en larga decadencia y se hizo cismática, y la Iglesia romana, investida con el poder temporal, descuidó sus deberes pastorales, lanzándose ciegamente a la búsqueda del poder político y de las riquezas, con toda la degradación moral que tales actividades traen consigo. "Ah, Constantino," exclama Dante, "¡de cuánto mal fue madre, no tu conversión, sino aquella dote que de tí recibió el primer rico padre!" En su sed de riquezas, la Iglesia se ha hecho idólatra, y aun es su idolatría más perversa que la habitual porque ha divinizado al dinero:

30 R. L. Poole, Illustrations of the History of Medieval Thought and Learning, New York 1960, pp. 198 ss.; R. Seeberg, Lehrbuch der Dogmengeschichte, III, 5ª ed., Darmstadt 1953, pp. 117 ss. 31 B. Nardi, Nel mondo di Dante, Roma 1944, p. 110.

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Fatto v'avete Dio d'oro e d'argento; e che altro è da voi a l'idolatre, se non ch' elli uno, e voi ne orate cento? (Inf., XIX, 112-114) ("Os habéis hecho a Dios de oro y de plata; ¿y qué os separa de los idólatras sino que ellos adoran a uno y vosotros a miles?") Al reunir la Iglesia los poderes espiritual y político en una sola mano, ha confundido dos cosas por naturaleza diferentes y ha incurrido en todos los abusos provenientes de la falta de control recíproco entre ambos. Lo único que ha logrado con ello es desprestigiarse y enlodar su oficio, tanto en lo espiritual como en lo temporal: Soleva Roma, che 'l buon mondo feo, due soli aver, che l'una e l'altra strada facean vedere, e del mondo e di Deo. L'un l'altro ha spento; ed è giunta la spada col pasturale, e l'un con l'altro insieme per viva forza mal convien che vada; però che, giunti, l'un l'altro non teme. .......................................................... Dì oggimai che la Chiesa di Roma, per confondere in sé due reggimenti, cade nel fango, e sé brutta e la soma. (Purg., XVI, 106 ss.) ("Solía Roma, que hizo el mundo bueno, tener dos soles que hacían ver uno y otro camino, el del mundo y el de Dios. Uno ha apagado al otro; la espada se ha unido al báculo y, juntos ambos por viva fuerza, necesariamente van mal, porque, unidos, uno no teme al otro [....] Dí desde ahora que la Iglesia de Roma, por confundir en sí dos gobiernos, cae en el fango y se mancha a sí misma y a su carga".) En profundo desacuerdo con el espíritu de la donación de Constantino, pero sin contar con fundamentos para declararla falsa, Dante se limitó a considerarla inválida por ilegal (o inconstitucional, como preferiríamos decir hoy). Observó, en primer lugar, que Constantino no podía enajenar el Imperio, porque ello constituiría un acto contrario a la función encomendada al emperador, que consiste en mantener al género humano sujeto y unido en un solo querer y un solo no querer. Tampoco puede el Imperio destruirse a sí mismo enajenándose, porque su fundamento está en el derecho humano y su destrucción sería un acto contrario al mismo y, por tanto, ilícito. Ni puede tampoco el emperador dividir el Imperio, pues si pudiera separar una parte de él, también podría separar otra, y luego otra, y así sucesivamente, hasta aniquilarlo del todo, lo cual no le es lícito. Por último, no debe tampoco enajenar su jurisdicción, porque ésta no depende de él sino que él es emperador en virtud de ella. El emperador no podía, pues, ceder el Imperio. Ni tampoco podía el papa recibirlo. La Iglesia, dice Dante, tiene su fundamento en Cristo; y por mandato expreso de su fundador (Matth., 10:9) está incapacitada para recibir bienes temporales. Así, pues, la tal donación es ilegal tanto por la disposición del agente como por la del paciente. "Es de toda evidencia", concluye Dante, "que la Iglesia no podía recibir a título de propiedad ni el emperador conferir a título de enajenación" (De mon., III, x, 15). La donación de Constantino era entonces, para él, nula de nulidad absoluta.

Las dos felicidades.

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Después de haber sostenido en el De monarchia que el imperio universal es necesario para el bienestar y la felicidad del género humano, y que el pueblo romano adquirió el imperio legítimamente, ya que lo hizo por voluntad divina, procedió Dante a discutir si la autoridad del emperador depende directamente de Dios o de algún ministro o vicario de Dios (i.e., del papa). El problema planteado aquí es, como se comprende fácilmente, el de las relaciones entre el Imperio y la Iglesia, entre emperadores y papas. La tesis propuesta por Dante es la de la plena autonomía de ambas instituciones en lo concerniente a sus quehaceres propios, es decir, a lo espiritual para la Iglesia y a lo temporal para el Imperio. La distancia que separa a este planteamiento de la práctica política del Papado en su tiempo, práctica apoyada por la excomunión y el entredicho para los rebeldes y contumaces -armas temibles y temidas por gentes que no dudaban de la autoridad pontificia para atar y desatar en el cielo en conformidad con sus intereses en la tierra-, llevó a Dante a fundamentar su tesis en ciertas verdades que habría sido difícil u osado redargüir. El hombre, argumenta Dante, es el único ser intermedio entre lo corruptible y lo incorruptible; en efecto, es corruptible por su cuerpo perecedero, incorruptible por su alma inmortal. Participa, pues, de una doble naturaleza, y como toda naturaleza se ordena hacia un fin último, el hombre es el único ser que naturalmente tiende hacia dos fines últimos para la perfección y cabal cumplimiento de su existencia, uno en cuanto corruptible y otro en cuanto incorruptible. (De mon., III, xvi [xv], 3-6). Es preciso considerar con cuidado este principio establecido por Dante. No es aristotélico ni tampoco del todo tomista, sino que delata más bien una dualidad de corte neoplatónico. Para Aristóteles, el alma es actualidad de la vida que un cuerpo orgánico posee en potencia, y por ello se muestra como forma de una materia corpórea; cuerpo y alma unidos constituyen, pues, una realidad unitaria, como la unidad del mármol y la figura de una estatua, o la del sonido y el significado de una palabra hablada. Por este motivo, Aristóteles nunca pudo sostener abierta y explícitamente la preexistencia o la inmortalidad del alma separada del cuerpo, como lo había hecho su maestro Platón. Si cuerpo y alma constituyen una unidad, el ser vivo en que estos aspectos son discernibles sólo puede tender hacia un único fin último propio de su naturaleza, y a la investigación de este fin dedicó el estagirita su Ética Nicomaquea, el más completo y fundamentado de sus tratados de ética.32 En cambio, la radical separación establecida por Dante entre cuerpo y alma, con sus respectivos fines últimos, hace pensar en el neoplatonismo y recuerda las tesis de Platón según las cuales el alma preexiste y sobrevive al cuerpo del ser humano, y es tan diferente e independiente del cuerpo que experimenta su unión con él durante la vida como el encierro en una cárcel. Para Dante, Aristóteles bien pudo ser "el maestro de los que saben" y "el maestro y artífice que nos demuestra el fin de la vida humana", pero le fue imposible zafarse del influjo neoplatónico que la escolástica medieval recibió principalmente a través de San Agustín y de los comentaristas árabes de Aristóteles, influencia que contaminó la comprensión de los escritos del estagirita y que a la postre hizo posible la cristianización de estos últimos.

32 Si bien es verdad que la demostración de la existencia del fin supremo propuesta por Aristóteles en la Ética Nicomaquea, I, 2, 1094 a 18-22 no prueba que exista un y sólo un fin último de la vida humana sino únicamente que existe al menos uno, el espíritu del pensamiento aristotélico supone la unicidad del fin. De este modo, el aristotelismo admite a lo menos en su letra, ya que no en su espíritu, la tesis del doble fin propuesta por Santo Tomás y por Dante.

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Si hay dos fines últimos para la vida humana, hay dos felicidades; ya Aristóteles había observado que aun quienes ignoran cuál puede ser la meta suprema de su existencia no vacilan en afirmar que su más alta aspiración es ser felices. En consonancia con su terminante distinción entre el cuerpo y el alma del hombre con sus respectivos fines, Dante habló de un fin temporal, la felicidad de la vida presente, y de un fin espiritual, la felicidad de la vida eterna. Esta afirmación, si bien extraña al pensamiento aristotélico, no es del todo ajena al espíritu de la filosofía de Santo Tomás de Aquino, quien escribió en un lugar de su Suma teológica: "Doble es el fin al que las cosas creadas son ordenadas por Dios. Uno que excede la proporción y la capacidad de la naturaleza creada; este fin es la vida eterna, que consiste en la visión divina y supera a la naturaleza de cualquier creatura [....] El otro fin es proporcionado a la naturaleza creada y una cosa creada puede alcanzarlo en virtud de su propia naturaleza" (I, q. 23, a. 1). Y en otro lugar: "La última perfección de la naturaleza racional o intelectual es doble. Por una parte es la que puede ser alcanzada en virtud de su naturaleza y suele ser llamada beatitud o felicidad. Por lo cual Aristóteles dice que la perfectísima contemplación humana, por la que se puede contemplar en esta vida lo óptimamente inteligible, que es Dios, es la última felicidad del hombre. Pero por sobre esta felicidad hay otra felicidad, que esperamos en el futuro, por la cual veremos a Dios como es [I Ioan. 3:2]. Lo cual supera empero a la naturaleza de cualquier intelecto creado". (I, q. 62, a. 1). La felicidad de esta vida, el fin último temporal, consiste según Dante en la operación de la propia virtud o capacidad (en esto está de acuerdo con Santo Tomás) y se representa por el paraíso terrestre (al concepto tomista añade Dante una imagen poética construida sobre la base de una noción teológica). Este fin se alcanza siguiendo las enseñanzas racionales de la filosofía al poner en operación las virtudes morales e intelectuales (distinguidas, clasificadas y estudiadas por Aristóteles). En cambio, la felicidad de la vida eterna, fin último espiritual, consiste en el goce de la visión de Dios, imposible de alcanzar mediante las propias fuerzas y sin ayuda de una luz divina, y es entendida como paraíso celestial. Esta felicidad se obtiene gracias a enseñanzas espirituales que trascienden a la razón humana, seguidas mediante la acción según las virtudes teológicas: fe, esperanza y caridad. (De mon., III, xvi [xv], 7-8). Todo lo anterior, sostiene Dante, nos ha sido demostrado racionalmente por la filosofía o revelado sobrenaturalmente por la Escritura. Pero los hombres, codiciosos como son, lo echarían todo al olvido yendo de acá para allá como caballos irracionales (tanquam equi sua bestialitate vagantes). Por eso es necesario que tengan dos guías que los conduzcan: uno para que puedan alcanzar su fin espiritual (el sumo pontífice), y el otro para orientarlos en el camino hacia su felicidad temporal (el emperador) (ibid., 9-10). Es obviamente la diferente naturaleza de ambos caminos, el de la salvación eterna y el del fin temporal, lo que hace necesaria la doble conducción y la doble autoridad sobre los hombres. Parece claro que hasta este punto el Papado no debe de haber tenido nada que objetar; ¡si era precisamente por eso que desde los tiempos de Gregorio VII los pontífices se habían esforzado por someter a su autoridad a los emperadores, con el fin de evitar que pudieran guiar al género humano por caminos desviados que no lo condujeran hacia la verdadera felicidad! Pero aquí se produce también el giro propio y original que Dante imprime a la cuestión. La felicidad temporal no puede ser alcanzada si los hombres no logran dominar sus pasiones (en particular su codicia), cosa que pueden hacer con ayuda de los preceptos filosóficos, y si no gozan de libertad en un mundo en paz, lo que sólo es posible bajo la

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autoridad imperial. Pero la disposición de las cosas de este mundo no depende tan sólo de las voluntades humanas sino principalmente de la voluntad de Dios; o, como lo expresa Dante, rindiendo tributo a las creencias de su tiempo, depende de la posición de los astros (dispositionem inherentem celorum circulationi); por consiguiente, para que el emperador pueda cumplir satisfactoriamente con su deber, necesita ser inspirado directamente por Dios, que es quien ha ordenado previamente a los astros en sus respectivas posiciones y abarca con una sola mirada la disposición total de los cielos. Aquí está el nudo de la cuestión. Para Dante, es Dios, y no los príncipes electores, quien elige al emperador, y es Dios y no el papa quien le inspira en su quehacer político y administrativo. "De este modo se hace evidente", concluye, "que la autoridad del emperador desciende sobre él sin intermediario alguno desde la Fuente de toda autoridad". Puesto que, sin embargo, la felicidad temporal se ordena de algún modo a la felicidad eterna, el emperador deberá guardar la debida reverencia al papa; donde presumiblemente habría que entender que compete al emperador someterse al pontífice en materias espirituales, no así en lo concerniente al gobierno temporal. (ibid., 11-18). El dominico Guido Vernani, a quien ya hemos mencionado, se opuso radicalmente a la tesis de la doble felicidad defendida por Dante en el De monarchia. "Este hombre", dice, "no debió distinguir una doble beatitud por causa de una doble naturaleza, corruptible e incorruptible, porque en la naturaleza corruptible no puede haber virtud ni beatitud propiamente tales. Más aún, dice que el hombre ha sido ordenado por Dios a estos dos fines. A este respecto digo que el hombre no ha sido ordenado por Dios a la beatitud temporal como a un fin último, porque dicha beatitud nunca ha podido satisfacer y poner término a los apetitos del hombre. Aun hablando filosóficamente, la operación de esas virtudes [i.e., las virtudes morales] se ordena a la vida contemplativa, con el fin de que, habiendo apaciguado todas sus pasiones por medio de tales virtudes, el hombre pueda contemplar las cosas eternas con mayor tranquilidad y libertad [....] El hombre está ordenado, pues, a la felicidad eterna como a su fin último, y para alcanzarla debe orientar y poner en acción todas sus facultades naturales, morales y sobrenaturales".33 En efecto, a pesar de lo dicho en los pasajes de Santo Tomás de Aquino citados más arriba, el espíritu del tomismo es más afín a la posición defendida por el P. Vernani que a la postulada por Dante. De hecho, si la felicidad temporal está simbolizada por el paraíso terrestre y la beatitud eterna por el paraíso celestial, como el autor afirma en el De monarchia; si, además, ambos fines son distintos, independientes y autónomos, ¿por qué es el paso por el paraíso terrenal en la Commedia condición previa y sine qua non para acceder al paraíso celeste? ¿Por qué no pudo Ulises alcanzar el paraíso que representa a la felicidad temporal cuando tuvo a la vista la montaña del purgatorio en cuya cima se encuentra el paraíso terrestre (Inf., XXVI 90-142), aun si por ser pagano le fuera negado el acceso al paraíso de los espíritus bienaventurados? ¿Es que Dante quiso retractarse en la Commedia de su tesis expuesta en el De monarchia por considerarla errónea? ¿O no se percató de que en una y otra obras parece contradecirse a sí mismo? Dejamos meramente enunciado este problema, que dice mayor relación con la concepción ética que con el pensamiento político de Dante. Su solución, que él nunca enfatizó de manera suficiente, se encuentra en el Convivio y la examinaremos a propósito de la arquitectura moral de los reinos ultramundanos. Tan sólo anotamos que si no se profundiza más en la tesis de las dos felicidades tal como Dante la expone en De

33Cit. por É. Gilson, Dante et la philosophie, Paris, 3ª ed. 1953, p.199.

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monarchia, ella viene a constituir, al decir de Gilson, "uno de los peligros más graves que hayan amenazado jamás al universo tomista".34

La santificación del Imperio.

La importancia que la misión del emperador tiene a los ojos de Dante permite explicarse la exagerada significación que el poeta atribuyó a la fútil campaña de Enrique VII en Italia. Enrique murió de enfermedad cerca de Siena en 1313 sin haber logrado ningún triunfo decisivo contra los güelfos toscanos. Dante, al redactar la Commedia, fijó el año 1300, es decir, cuando el emperador aún no había muerto, como fecha para su visita al otro mundo. En esta obra, al describir su recorrido del paraíso celestial bajo la guía de Beatriz, y cuando en el Empíreo ya está a punto de ser entregado a San Bernardo de Clairvaux para que pueda ver directamente a Dios, el peregrino advierte un trono vacío sobre el cual hay una corona. Beatriz explica: E 'n quel gran seggio a che tu li occhi tieni per la corona che già v'è sù posta, prima che tu a queste nozze ceni, sederà l'alma, che fia giù agosta, de l'alto Arrigo, ch'a drizzare Italia verrà in prima ch'ella sia disposta. (Par., XXX, 133-138) ("En aquel gran sitial en que fijas la vista por causa de la corona que ya está colocada sobre él, antes que tú cenes en estas bodas se sentará el alma, que allá abajo sea augusta, del gran Enrique, quien vendrá a enderezar Italia antes de que ésta se encuentre preparada para ello"). Qui potest plus, potest et minus, quien puede lo más, puede también lo menos. Si Dante ya había canonizado a Beatriz, una mujer del todo desconocida para la Iglesia, no es sorprendente que ahora se atreva a canonizar a Enrique VII, aunque ignoramos qué fundamentos pueda haber tenido para ello aparte del rol absolutamente secundario representado por este emperador en la historia. Dante se guardó, por cierto, de creer ingenuamente que todos los emperadores merecían la salvación eterna; si en su opinión no la merecían ni siquiera todos los papas, con menor razón podía serle atribuida a todos los emperadores. Por lo pronto, los paganos no tuvieron acceso al paraíso por no haber conocido la verdadera fe, aun si fueron justos; una excepción a esta regla fue la de Trajano, quien, según una leyenda en boga durante la Edad Media, fue resucitado por intercesión del papa San Gregorio Magno para que pudiera convertirse al cristianismo, hacerse bautizar y luego ascender al cielo en premio de sus acciones justas. Entre los emperadores cristianos, encontramos en el paraíso de Dante a Constantino, a Justiniano y a Carlomagno; si añadimos a Rodolfo de Habsburgo, quien está próximo a entrar al purgatorio, y a Enrique VII, a quien se espera en el paraíso, obtenemos un listado ciertamente modesto de emperadores salvos. Del emperador Federico II, quien dio origen al partido gibelino, se afirma por el contrario que se encuentra en el infierno entre los epicúreos, es decir, entre los herejes que negaban la inmortalidad del alma. Pero si los emperadores no ofrecían a los ojos de Dante garantías de santidad, sí las ofrecía el Imperio mismo como institución. El Imperio, para él, no existe por voluntad humana sino por voluntad divina. No sólo es necesario para que el género humano pueda

34 Op. cit., p. 200.

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alcanzar su fin último temporal en esta vida, sino que también fue indispensable para preparar la acción redentora de Dios. En efecto, en la carne de Cristo debía ser castigado todo el género humano; para ello, era preciso que todos los hombres se hallaran reunidos en una sola comunidad política y que Cristo padeciera bajo un juez competente cuya jurisdicción se extendiera sobre toda la humanidad. Así, Cristo fue juzgado por Pilatos, representante del emperador, confirmando de este modo con su muerte la legitimidad del Imperio romano, que se constituía así, también desde un punto de vista teológico, en el representante de la humanidad entera. (De mon., II, xii [xiii (xi)], passim). Pero es en el canto XVIII del Paradiso (vv.70-114) donde se halla la verdadera exaltación celestial del Imperio en cuanto institución. El protagonista se encuentra en dicho canto en el cielo de Júpiter, donde resplandece la virtud de la justicia; y una de las tareas que la divinidad ha confiado al Imperio es precisamente la de establecer en el mundo el orden político indispensable para permitir el reinado de la justicia. Las almas de los bienaventurados, como ocurre en la mayor parte del Paradiso, se muestran aquí como fulgores que cantan y danzan en el espacio abierto. En su danza se agrupan y forman contra el fondo celestial las letras de la sentencia bíblica Diligite iustitiam, qui iudicatis terram, "quienes juzgáis la tierra, amad la justicia", que es el comienzo del libro de la Sabiduría. Y la M final de la frase -a la vez inicial de la palabra Monarchia, que en el vocabulario de Dante significa "Imperio"- sufre una transformación, adoptando primero la forma de la flor de lis y luego la del águila heráldica. El águila es el ave de Júpiter -en cuya esfera se encuentra en este momento el peregrino-, pero es también el emblema del Imperio romano. El Imperio revela, pues, su presencia en el paraíso dantesco como símbolo del esfuerzo humano por establecer la justicia en la tierra. Todo lo que aquí abajo es mero intento y conato se encuentra consumado y llevado a su perfección en el otro mundo. Así, el proyecto grandioso del Imperio romano encuentra su consumación in aeternum en el reino sobrenatural de la justicia, el cielo de Júpiter, donde el símbolo del águila es exaltado y donde se cumple efectivamente la idea superior que anima al Imperio, con prescindencia de los desaciertos que pudieron haber cometido los hombres en la realización concreta del proyecto en el tiempo, e independientemente de las adversas circunstancias del momento histórico en que Dante intentaba adentrarse en el sentido providencial de la historia del mundo.

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CAPÍTULO III.

CIELO, INFIERNO Y PURGATORIO.

Los antecedentes.

Las ideas de un alma humana inmortal y de una vida en el más allá después de la muerte son nociones inseparables; ninguna de ellas tendría sentido si no va acompañada por la otra. En el mundo occidental, dicha copertenencia era esencial a la tradición helénica- tanto en sus aspectos religiosos como literarios. La creencia en la inmortalidad del alma y en la otra vida se encuentra ya firmemente arraigada en Homero y perduró a lo largo de toda la historia del espíritu griego antiguo. En la tradición judeo-cristiana, en cambio, la creencia es mucho más reciente y la primera afirmación clara e incuestionable de tal doctrina se halla en el libro de la Sabiduría: "Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará el tormento de la muerte. A los ojos de los necios parecen haber muerto; su partida es reputada por desdicha y su salida de entre nosotros, por aniquilamiento; pero están en paz. Pues aunque ante los hombres fueron atormentados, su esperanza está llena de inmortalidad. Después de un ligero tormento serán colmados de beneficios, porque Dios los probó y los halló dignos de sí" (3:1-5). En cuanto a los impíos, según el autor, ellos sufrirán sus merecidos castigos.

El libro de la Sabiduría es para la tradición católica romana un deuterocanónico (apócrifo para judíos y protestantes) escrito después de que Alejandro Magno y sus sucesores habían hecho posible una intensa difusión e intercambio de ideas y tradiciones originarias de diferentes pueblos y comarcas del mundo mediterráneo oriental, produciendo en él una auténtica globalización cultural. El libro fue redactado en griego y su autor indudablemente debe haber tenido al menos noticias de las creencias helénicas referentes a la inmortalidad del alma, el Hades y los Campos Elíseos, así como de los cultos vinculados a los misterios órficos y otras religiones mistéricas, y de las doctrinas de un Pitágoras o de un Platón, donde hay permanentes referencias a la preexistencia del alma respecto del nacimiento de un individuo, a su vida después de la muerte y eventualmente también a su reencarnación en otros seres humanos o animales. Más tarde, en tiempos de Cristo, la creencia en la inmortalidad del alma se había hecho ya popular tanto en el mundo pagano como en el mundo judío. En Judea sólo la negaban los saduceos, pero esenios y fariseos compartían dicha fe. Los esenios habían adoptado la tradición platónica: el alma inmortal se halla aprisionada en el cuerpo como en una cárcel hasta que pueda evadirse de él por la muerte; según Flavio Josefo, ellos sostenían que las almas buenas van entonces a las islas de los bienaventurados o a algún lugar semejante allende el océano, y las malas a "un paraje oscuro y tempestuoso, henchido de castigos eternos". Los fariseos, según el mismo autor, "afirman que todas las almas son incorruptibles, pero que sólo las buenas pasan a los cuerpos de otros y las malas son atormentadas eternamente" (Bell. Jud., II, viii, 11, 14). En la tradición pagana, por su parte, la creencia en la inmortalidad del alma era un elemento esencial de las religiones mistéricas y sus cultos, que traían consigo una respuesta a la pregunta por el sentido de la vida y el significado que en ella tiene la muerte para una humanidad que había perdido ya o estaba en el proceso de perder la fe en las antiguas religiones cívicas generadoras del politeísmo antiguo.

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Por cierto, una fe popular en la inmortalidad no habría logrado mantenerse sin que se imaginaran lugares físicos en que las almas humanas pudieran permanecer después de haberse liberado de la prisión de sus cuerpos. Un alma inmortal y su vida después de la muerte son nociones demasiado abstractas para que puedan sostenerse por sí solas en mentes no habituadas al pensamiento que se aleja de la realidad sensible. Por ello, a pesar de las aclaraciones más o menos ineficaces de las sanas teologías, los diferentes pueblos necesitaron asignar regiones determinadas del univereo físico para el premio de los justos y el castigo de los malvados. Para dotar de sede física espacial a las almas en su vida después de la muerte, la tradición pagana aportaba suficiente material. Las almas de los hombres más nobles y virtuosos podían ser llevadas por los dioses al cielo para que residieran literalmente en los astros. Además, el Hades griego y el Orco de los romanos son regiones subterráneas, de donde su posterior designación como los "infiernos" (del latín inferna, las moradas de los Inferi o dioses subterráneos); y en la Antigüedad pagana más remota este nombre, aun poseyendo una connotación negativa, no tuvo una significación propiamente moral; los infiernos no fueron asociados con "pecados", porque la Antigüedad pagana no conoció este último concepto, sino sólo con la negatividad de la muerte frente al valor positivo atribuido en general a la vida. Fue principalmente mérito de la literatura apocalíptica apócrifa escrita en medios judíos durante el período helenístico el haber vinculado la vida del alma en el mundo de ultratumba con la retribución por la conducta durante la vida mortal. Las almas de los justos irán al cielo y las de los pecadores, al infierno; el cielo es un lugar de bendición, felicidad y recompensa por las buenas acciones, en tanto que el infierno es un lugar de dolor y de castigo por el pecado y la impiedad. La valoración moral produjo así una neta división en el universo físico: hay un mundo superior, celestial, la sede de Dios, de los ángeles fieles y de los santos, y otro inferior, subterráneo, habitado por los ángeles caídos y las almas de los réprobos. La estructura misma del universo revelaba de este modo a la justicia divina que premia o castiga a las almas según sus merecimientos.

Sería empero un error creer que las antiguas representaciones del cielo y de los infiernos nacían únicamente de un mero ejercicio de las facultades imaginativas de los autores. La experiencia -real o ilusoria, espontánea o inducida- desempeñaba sin duda una función central y decisiva en su formación. Subir al cielo o descender a los infiernos mediante el éxtasis forma parte de las técnicas practicadas por los chamanes en diversas culturas tradicionales. Durante el trance, el alma del chamán abandona su cuerpo para emprender un viaje hacia el otro mundo con el fin de lograr la curación de un enfermo o de asegurar una buena cosecha.35 Pero tales técnicas no son propias únicamente de culturas tenidas por "primitivas". En la tradición judía se habla por primera vez de visiones del otro mundo en libros apócrifos escritos en época helenística y atribuidos falsamente al patriarca Henoc, padre de Matusalén. Más tarde, el Talmud da cuenta de los destinos de cuatro místicos judíos, rabinos contemporáneos de San Pablo, que ascendieron al paraíso: uno de ellos, Ben Asai, vio y murió; otro, Ben Soma, perdió la razón; el tercero, Acher, "cortó las plantaciones" (expresión que en este contexto probablemente significa que se entregó a la hechicería); sólo el rabino Ákiba regresó en paz.36 Textual y de primera mano, en cambio, es el testimonio de San Pablo acerca de su propia experiencia: "Sé de un hombre en Cristo

35 M. Eliade, Le chamanisme et les techniques archaïques de l'extase, Paris l951; Mythes, rêves et mystères, Paris l957, cap. 4. 36 W. Bousset, Die Himmelsreise der Seele, Darmstadt l960, pag. 14.

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que hace catorce años -si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, tampoco lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo; y sé que este hombre -si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado al paraíso y oyó palabras misteriosas que el hombre no puede decir". (2 Cor., 12:2-4). Agreguemos que también la tradición islámica admite una ascensión extática de Mahoma al paraíso en época tan tardía como el siglo VII d.C.37

Pero ya en posesión de las evidencias empíricas mencionadas, con el añadido de la tradición literaria pagana, el cristianismo podía elaborar imágenes del otro mundo capaces de encontrar su camino hasta la conciencia íntima de los creyentes. La Edad Media occidental siempre supo que todo saber, por abstracto y sofisticado que sea, tiene o bien su primer germen o bien su imagen refleja en alguna impresión sensorial, y no ignoró que talvez muchas mentes jamás logran elevarse por encima de dicho nivel en su adquisición de conocimientos, de modo que la abstracción intelectual no les es accesible. Un filósofo podrá hablarnos de los tres niveles de abstracción que permiten alcanzar el saber más alto, pero es evidente que a través de ellos debe haber sido y continúa siendo imposible interpelar a la conciencia de la gran masa de cristianos bautizados que, sin saber nada de filosofía ni de teología, sienten empero la necesidad desalvar sus almas. La Edad Media quería inculcar aun en los hombres más rudos e ignorantes una recta conciencia moral. Ello no habría sido posible, sin lugar a dudas, mediante un adoctrinamiento abstracto, pero afortunadamente se disponía del recurso de inspirar un sano terror al infierno y una saludable aspiración a los deleites celestiales en cuanto retribuciones concretas y materiales correspondientes a los merecimientos de cada cual en esta vida. La preocupación parenética, esto es, el deseo de persuadir a las gentes para que se condujeran conforme a los preceptos de la moral cristiana, presidió a la redacción de innumerables obras literarias que contenían descripciones imaginarias más o menos detalladas de los reinos de ultratumba, con sus particulares geografías que incluían, según los casos, islas, climas, montañas, ríos, puentes, castillos, cavernas, fuego, pez hirviente, etc. Cielo e infierno podían mostrarse así como lugares reales, concretos, espaciales, de indubitable existencia, que ocupaban ámbitos determinados del universo físico para albergar a las almas de los muertos.

La literatura mencionada consiste en visiones del más allá o supuestos viajes al otro mundo, que describen panoramas, hechos y situaciones con significado alegórico o carentes de él. Algunas obras están enteramente dedicadas a esta temática; en otras, ella aparece en forma meramente incidental. La Commedia de Dante no es en absoluto un poema sin precedentes en cuanto a su contenido. Por lo contrario, se ha servido ampliamente de fuentes cristianas, paganas clásicas y acaso también islámicas, si bien supera a todo cuanto pudo ser escrito en torno a este tema antes o después de su redacción. Es superior a la restante literatura de visiones o de viajes a ultratumba desde un punto de vista puramente literario o estético en la medida en que, utilizando los mismos recursos y motivos, no produce la sensación de monotonía que se recoge de las otras obras, sino que seduce por su capacidad narrativa y por la originalidad del manejo que hace de los elementos acostumbrados. Y la supera también desde un punto de vista conceptual o intelectual por cuanto organiza su material en una arquitectura rigurosa fundada en un profundo conocimiento de las doctrinas filosóficas y teológicas propias de su tiempo y lugar.

En cuanto destinos últimos de las almas de los mortales, cielo e infierno se fijaron tempranamente como dogmas de la Iglesia cristiana. Pero cuando un cuerpo de doctrina

37 M Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, vol. III/1, Madrid 1983, pags. 82 ss.

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teológica es "traducido" en la literatura de ficción a imágenes sensibles, sufre una transformación debida a su traslado de un lenguaje a otro, y ésta amenaza en todo momento con desfigurarlo y, de este modo, desvirtuarlo. En efecto, la imaginación humana sólo puede representarse objetos que se muestran en el espacio y en el tiempo. Ahora bien, cielo e infierno son, de acuerdo con el dogma, realidades eternas, y el concepto de la eternidad, tal como lo determinó San Agustín, es el del no-tiempo; eterno es lo que está fuera de la dimensión temporal. La eternidad sólo podría pensarse como un presente que no pasa y en el que, a su vez, nada ocurre. San Agustín explica: "Con la mirada de la mente separo de la eternidad toda movilidad y no concibo en la eternidad misma ninguna dimensión temporal, porque ésta consiste en movimientos pasados y futuros de las cosas. Pero nada pasa ni es futuro en lo eterno; pues lo que pasa deja de ser y lo futuro aún no comienza a ser, pero la eternidad únicamente es; no fue, como si ya no fuera, ni será, como si no fuera aún" (De vera relig., xlix, 97). Que éste es el concepto de eternidad que manejó Dante queda claro por Par. XXIX, 10 ss. y por Par. XVII, 17-18, en que el poeta, hablando de la visión que poseen los espíritus bienaventurados, dice que ellos ven los acontecimientos en Dios, "el punto para el cual todos los tiempos están presentes". Pero la imaginación del hombre mortal es incapaz de representarse tal presente inmóvil, porque todo lo ve con duración, así sea la duración de la permanencia invariable. Somos, de hecho, seres temporales y nuestras facultades no pueden sustraerse a dicha condición.

Así, en la célebre definición de eternidad propuesta por Boecio ("la posesión simultánea y acabada de la totalidad de una vida sin límites": Consolat. philos.,V, pr. 6), la comprensión popular omitió la simultaneidad y perfección de la posesión de la totalidad de la vida para retener tan sólo la posesión de una vida ilimitada (interminabilis), dando a esta última expresión el significado de una duración sin fin; pasaba por alto de este modo la distinción que el mismo Boecio estableció entre lo eterno y lo perpetuo. La duración sin fin es perpetuidad, no eternidad, y del cielo e infierno en cuanto estados de las almas después de la muerte siempre se ha dicho que son eternos, pero no, hasta donde yo sé, que sean perpetuos.

El concepto agustiniano de eternidad exhibe, sin embargo, una dificultad desde el punto de vista de la expresión racional de los contenidos de la teología cristiana en materias concernientes a la fe. Se trata de la dificultad de representarse el contacto entre lo eterno y lo temporal, a pesar de que dicho contacto se hace imprescindible para dotar de sentido al tiempo mismo en su naturaleza escurridiza. Para aquellas sociedades en que predomina una visión religiosa del mundo, el transcurso temporal es desvalorizado en su confrontación con la inmovilidad de lo eterno. El hombre religioso experimentaría el tiempo como un caos amorfo y desorientador si no pudiera identificar en él ciertos parámetros que le permiten orientarse. Así, elude la noción del tiempo como la de un transcurrir homogéneo e indiferenciado para entenderlo como una dimensión de carácter cíclico que posee momentos descollantes reiterativos.38 Todo tiempo se repite en sucesión ordenada e invariable, señalada por la recurrencia de ciertos momentos decisivos. Si no fuera así, el hombre se encontraría perdido y desorientado en medio de una lluvia caótica de impresiones inconexas sucediéndose unas a otras sin orden ni concierto. Y es sólo la repetición cíclica ordenada de ciertos acontecimientos la que permite determinar los hechos temporales en la forma de su sucesión, y de este modo "medir" el tiempo, que deja así de ser una dimensión amorfa e inasible para transformarse en un orden. Porque medir el

38 M. Eliade, Le mythe de l'éternel retour: archétypes et répetition, Paris 1949.

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tiempo no es sino señalar dos acontecimientos regulares, sucesivos y reiterativos (por ejemplo, la salida y la puesta del sol, dos lunas llenas, dos posiciones de las agujas del reloj) y considerarlos como el marco dentro del cual ocurren otros acontecimientos que ahora pueden ser entendidos como ordenados en función de la distancia temporal que separa a los dos primeros. Surgen así los momentos del "antes", del "ahora" y del "después". Pero la determinación de estos tres momentos no lograría hacernos escapar del caos empírico si su sucesión fuera informe, ilimitada o infinita, es decir, si a todo "ahora" sucediera otro "ahora" cualquiera de idéntico valor. Lo que realmente nos permite medir el tiempo -y, con ello, dominarlo- es que ciertos acontecimientos decisivos se destacan entre los restantes y se repiten introduciendo cada vez un nuevo comienzo. De aquí nace nuestra percepción de los ciclos temporales, de los que los años litúrgicos son un exponente típico y altamente ilustrativo, no menos que la reiteración de las horas del día, de los meses del año, etc. Pero esta continua reiteración del comienzo nos revela de inmediato algo fundamental: el tiempo natural, que a diferencia del tiempo histórico vuelve constantemente sobre sí mismo y se repite de manera incesante, se nos aparece como un remedo de lo eterno, remedo deficiente, pero remedo al fin.

Desde un punto de vista teológico, el más allá ciertamente no posee una duración al modo del mundo físico ni puede medirse con ayuda de unidades de medida temporales, pero ambas dimensiones, el tiempo y la eternidad, se tocan en momentos temporales esenciales. El primero de estos momentos es para la tradición cristiana el de la creación del mundo, que es a la vez el origen del tiempo mismo; el último es el del "fin del mundo", cuando el tiempo dejará de fluir. Entre ambos, y acaso equidistante de ellos, se encuentra el momento de la redención de la humanidad por Cristo, que posee una ubicación precisa en el tiempo histórico humano. Estas inserciones de lo temporal en lo eterno, que tienen lugar en momentos temporales determinables, no se concilian con el concepto agustiniano de eternidad como no-tiempo. Y si se considera que la vida del espíritu después de la muerte no se sujeta a las leyes de la existencia espacio-temporal, la noción de un purgatorio de duración determinada tampoco cabría dentro de la oposición entre eternidad y tiempo enfatizada por San Agustín, a pesar de que él admitió la existencia de este reino de ultratumba intermedio entre el cielo y el infierno (Civ. Dei, XX, 25; XXI, 13). Todo ello contribuyó, sin duda, a que Santo Tomás de Aquino, heredero del concepto agustiniano de eternidad, admitiera que "no podemos entender ni expresar con palabras la simple eternidad si no es al modo de las cosas temporales, debido a la connaturalidad de nuestro intelecto con las cosas compuestas y temporales" (S. theol. I, q.13, a.1 ad 3).

Si es verdad, como afirma Aristóteles, que todo nuestro conocimiento comienza con las sensaciones resultantes de la operación de los sentidos, que la imaginación únicamente puede trabajar con el material que le es proporcionado por la percepción sensorial y que el intelecto se limita a elaborar dicho material para forjar los conceptos abstractos y universales, parece claro que al hombre le es imposible desasirse de las representaciones imaginísticas con carácter temporal y sujetas, por tanto, a las medidas del tiempo. Ésta fue probablemente una de las causas de la aparición de la idea del tercer reino de ultratumba: el purgatorio, es decir, la purificación del alma durante un cierto espacio de tiempo después de la muerte. La idea fue recurrente en la literatura pagana, pero los pasajes bíblicos que pueden interpretarse como sustentándola son escasos, tardíos y poco explícitos; sin embargo, la literatura patrística griega de orientación platonizante ocasionalmente habló de una purificación después de la muerte, que puede ser apoyada y facilitada por las oraciones de los vivos. En la tradición cristiana, el purgatorio fue incorporado tardíamente al cuerpo

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doctrinal; su existencia llegó a ser universalmente aceptada no antes de fines del siglo XII, y en la iconografía no halló cabida hasta mucho tiempo después.39 Nunca se precisó su ubicación espacial ni su duración en el tiempo. El protestantismo y la Confessio orthodoxa rechazaron dicho dogma, que fue confirmado, empero, como verdad de fe por el Concilio de Trento sólo en 1563. La imaginación popular, inspirándose probablemente en I Cor. 3:13, admitió que después de la muerte las almas se purifican por el fuego. Así, el purgatorio se mostró como un lugar de castigo temporal, una suerte de infierno mitigado y de duración limitada que constituía una antesala para entrar al cielo.

La idea de un reino de ultratumba con duración temporal resulta igualmente inconciliable con la noción agustiniana de la eternidad como el no-tiempo.40 La creencia en la espiritualidad y la inmortalidad del alma supone que en el momento de la muerte ella ingresa al mundo de lo intemporal, de lo eterno, de modo que el último instante de su existencia en el tiempo se fija en la conciencia a la manera de algo no transitorio. De aquí que la preparación para "bien morir" que se practica en algunas religiones no tiene nada de hipocresía ni de insensatez; no es un subterfugio para engañar al tribunal divino con un tardío arrepentimiento, sino una sana medida profiláctica para la conciencia del moribundo, independiente de todo juicio moral. Pero la idea de un purgatorio purificador podría ser, en el fondo, contraria a esta posibilidad de "buena muerte", en la medida en que una conciencia tranquila talvez no reconoce culpas que purificar, de modo tal que no percibiría la justicia del sometimiento a penas o pruebas temporales, y una conciencia culpable se fija en la culpa allí donde el tiempo ya no fluye y donde no hay, por tanto, posibilidad alguna de enmienda. Como puede observarse, la razón lógica no se acomoda fácilmente con las nociones concernientes a la vida del más allá. Un elemento ajeno al complejo de ideas concernientes a la inmortalidad del alma y a la vida de ultratumba, pero que fue importante para el sistema de creencias religiosas de la Edad Media, aun sin haber llegado a formar parte del dogma, es la noción del paraíso terrestre. En la Commedia tiene una función de gran importancia porque Dante lo transformó en parte de uno de los reinos del otro mundo, como una suerte de anexo del purgatorio. El libro del Génesis dio origen a su representación al afirmar que Dios plantó el jardín de Edén en el Oriente para colocar en él al primer hombre y la primera mujer; pero que, luego de la desobediencia de éstos, los expulsó de allí, haciendo guardar la entrada del huerto por querubines que hacían girar espadas llameantes. Este mito fue recogido y conservado en su literalidad por los autores medievales. San Isidoro de Sevilla, quien transmitió a la Edad Media la enciclopedia del saber antiguo, explica que el paraíso terrenal es un lugar abundante en toda clase de árboles frutales, donde no hace frío ni calor sino que goza de un aire templado; está enteramente rodeado de espadas de fuego, esto es, de un muro ígneo cuyas llamas casi se unen con el fuego del cielo (Etymol., XIV, iii, 2-4). Aun Santo Tomás de Aquino sostiene que "dicho lugar está separado de nuestro mundo habitable por impedimentos tales como montañas, mares o regiones ardientes que no se pueden atravesar" (S. theol., I, q. l02, a.1). Este paraíso, perdido por la humanidad a causa del pecado, tiene rasgos comunes con la edad de oro de la mitología grecorromana; es el 39 Cfr. E. Norden, P. Vergilius Maro: Aeneis Buch VI, 7ª ed., Darmstadt 1981, pp. 29 ss.; J. Le Goff, La civilización del occidente medieval. Barcelona 1999, p. 138. 40 El autor Dante tenía conciencia de ello, y en Purg., XVI, 26-27 hace que una de las almas que se purifican en el purgatorio exprese su extrañeza ante la presencia del peregrino Dante, quien delata su condición mortal porque parece "dividir aún el tiempo en calendas", es decir, al modo del mundo terrenal. No nos explica, sin embargo, en qué consiste la diferencia entre nuestro tiempo y el tiempo del purgatorio.

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símbolo de la historicidad experimentada en diversas épocas una y otra vez como caída desde una condición originaria superior. Así lo entendió Dante, quien advirtió claramente la similaridad de ambas representaciones al referirse al paraíso terrenal: Quelli ch'anticamente poetaro l'età de l'oro e suo stato felice, forse in Parnaso esto loco sognaro. Qui fu innocente l'umana radice; qui primavera sempre e ogne frutto; nettare è questo di che ciascun dice (Purg., XXVIII, 139-144) ("Quienes antiguamente poetizaron acerca de la edad de oro y su feliz condición, soñaron talvez este lugar en el Parnaso. Aquí fue inocente la raíz humana; aquí hay siempre primavera y toda clase de frutos; éste es el néctar de que todos hablan")..

Pero tanto en la religiosidad pagana como en la judeo-cristiana el hombre se siente llamado a recuperar la condición paradisíaca primigenia. El profeta Isaías anunció la creación de unos cielos nuevos y una tierra nueva en que reinará la alegría y los hombres gozarán de vida larga y pacífica; hasta en la naturaleza habrán desaparecido entonces la lucha por la vida y la depredación de los animales (Isa., 65:16-25; cfr. también 11:6-9 y 35:5-9). También algunos grupos cristianos esperaban el establecimiento de un reino temporal de Dios en la tierra, y una antigua forma oriental del símbolo apostólico dice de Cristo que "vendrá en gloria a juzgar a vivos y muertos; no habrá final del reino [suyo]" (H. Denzinger, Enchir. Symbol., 9). En la tradición pagana hallamos la célebre "profecía" de Virgilio:

Ultima Cumaei venit iam carminis aetas; magnus ab integro saeclorum nascitur ordo. Iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna; iam nova progenies caelo demittitur alto. (Bucol., IV, 4-7) ("Ya llega la última edad del vaticinio [de la sibila] de Cumas; nuevamente se genera una

gran sucesión de siglos. Ya vuelve la virgen, vuelven los reinos de Saturno; ya desciende una nueva progenie del alto cielo"). La virgen es aquí Astrea, divinidad de la virtud y de la justicia; los reinos de Saturno son la edad de oro; la nueva descendencia es C. Asinio Galo, hijo de Polión, o acaso Druso, hijo de Livia y adoptado por Augusto. Pero los versos fueron interpretados por los antiguos cristianos como una profecía del nacimiento de Cristo; en esta calidad fueron vinculados con los "libros sibilinos", antiguas colecciones de oráculos que la Roma pagana tuvo por divinos, a las que posteriormente se añadieron interpolaciones y aun libros enteros redactados con fines de propaganda religiosa por judíos alejandrinos y por cristianos. Virgilio y las sibilas aparecieron repetidamente desde entonces en la literatura medieval como profetas del cristianismo; recuérdese solamente el conocido himno litúrgico que pone al rey David y a la sibila como testigos que anuncian el juicio final: Dies irae, dies illa, / solvet saeclum in favilla / teste David cum Sibylla ("Aquel día, el día de la ira, reducirá el mundo a cenizas según lo atestiguan David y la Sibila"). Y el turista atento podrá admirar todavía hoy, en los frescos pintados por Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina en Roma, las figuras de las antiguas sibilas confundidas entre los profetas del Antiguo Testamento. La Edad Media había logrado cristianizar por completo la creencia pagana en el retorno de la edad de oro.

Con los materiales mencionados construyó Dante el soberbio edificio de la Commedia con su extraordinaria arquitectura, que ha sido comparada no sin razón con la de una catedral gótica. Las extensas y cuidadosas lecturas que el poeta hizo de la Sagrada

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Escritura y Santo Tomás de Aquino, de Aristóteles, Cicerón y Boecio, de Virgilio, Lucano y Estacio, para no mencionar a otros autores, le permitieron servirse de la teología, la filosofía y la literatura para llenar de contenido y ornamentar exteriormente su poema. La tradición cristiana y la tradición clásica pagana pesaron por igual en la gestación de la Commedia en cuanto obra literaria, desde un punto de vista estético y estilístico; pero su fondo, el pensamiento que ella expresa y proclama, es esencial e inequívocamente cristiano, aun cuando contenga, como era habitual en aquella época, doctrinas clásicas antiguas debidamente cristianizadas.

La teo-cosmología de Dante.

La Edad Media tuvo siempre presente que el mundo ha sido creado y que, por tanto,

delata en todos sus rincones y mecanismos, aun en los más elementales, la impronta de su creador. Es lo que afirma San Pablo: "Las cosas invisibles [de Dios], tanto su eterno poder como su divinidad, son percibidas y entendidas desde la creación del mundo por medio de lo que ha sido creado" (Rom., 1:20). Según este principio fundamental, la arquitectura misma del universo posee un significado de orden teológico y está diseñada de modo tal que puede revelar, si no los misterios, a lo menos los pensamientos y designios divinos que determinaron su creación. No de otro modo pueden entenderse las concepciones cosmológicas de Dante, particularmente en aquellos aspectos en que ellas sobrepasan a las ideas científicas comúnmente aceptadas en su tiempo.

El sistema del mundo en aquella época era, en lo fundamental, el ptolemaico. Según éste, la Tierra se encuentra inmóvil en el centro del universo y en torno de ella giran los cuerpos celestes: el Sol y la Luna, los planetas y las estrellas fijas. El sistema corresponde a lo que la observación directa puede enseñarnos; la Edad Media, en efecto, respetó las evidencias empíricas mucho más que los astrónomos y hombres de ciencia modernos, contrariamente a lo que solían afirmar algunos manuales evidentemente influidos por el positivismo decimonónico y proclives a desvalorizar el saber medieval.

Los astros, a su vez, se encuentran dentro de este sistema en los "cielos". Éstos son enormes esferas huecas hechas de cristal u otro material transparente, que se disponen unas dentro de otras de modo que las más externas envuelvan a las interiores, teniendo todas ellas por centro común a la Tierra. Hay, en primer lugar, siete cielos "planetarios": uno para la Luna, uno para el Sol y uno para cada uno de los cinco planetas entonces conocidos. Si los ordenamos comenzando por el cielo más cercano a la Tierra y avanzando hacia los más lejanos, tenemos en primer lugar el cielo de la Luna; a éste siguen el de Mercurio, el de Venus, el del Sol, el de Marte, el de Júpiter y el de Saturno. El conjunto de todos ellos está envuelto por una octava esfera más amplia, el cielo de las estrellas fijas. Los cielos giran en dirección de oriente a poniente sobre un eje imaginario que une los polos del universo, arrastrando en su movimiento a los astros que llevan sus nombres. Todo esto podía comprobarse a simple vista, estudiando la trayectoria regular que diariamente exhiben los cuerpos celestes en el firmamento.

Pero el estudio de dichas trayectorias planteaba algunas preguntas a las que era necesario responder. En primer lugar, ¿por qué todos los astros -esto es, todas las esferas o cielos- se mueven en general en dirección de oriente a occidente? ¿Y en virtud de qué algunos astros exhiben la curiosa anomalía, entonces sólo explicable por la compleja teoría de los epiciclos, de que se detienen de pronto en su camino de oriente a poniente, retroceden hacia el oriente, vuelven a detenerse y luego reanudan su marcha hacia occidente? ¿Y por qué el

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Sol es el único astro que completa su giro total de 360° en torno a la Tierra exactamente en 24 horas? ¿Por qué, además, presenta el Sol dos movimientos diferentes: el movimiento diurno de oriente a occidente y otro anual que lo hace desplazarse regularmente hacia el norte y hacia el sur entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio, determinando así la sucesión de las estaciones del año? ¿Por qué Venus y Mercurio se muestran a veces a un lado del Sol y otras al otro lado? Y sobre todo, ¿por qué los equinoccios, es decir, los puntos en que el plano de la eclíptica (en que se mueve el Sol) se corta con el del ecuador terrestre, se desplazan ligeramente cada año respecto del telón de fondo constituido por el cielo de las estrellas fijas, de manera tal que parece que este último también tuviera un movimiento retrógrado de poniente a oriente?

Tales preguntas condujeron ya a los astrónomos de la Antigüedad a distinguir entre el movimiento diurno de oriente a occidente, que es común a todas las esferas celestes, y los movimientos propios de cada uno de los cielos. No pareció extraño que cada esfera poseyera su movimiento propio exclusivo; ¿cómo explicar, empero, que todas ellas compartieran el movimiento diurno común? Dicho movimiento tenía que serles "comunicado" por algo. Se infirió, pues, que además de los ocho cielos visibles existe una novena esfera invisible, el cielo Cristalino, cuya existencia sólo puede deducirse por vía racional. El Cristalino gira velocísimamente en dirección de oriente a occidente, transmitiendo su movimiento al cielo de las estrellas fijas y, a través de él, a las restantes esferas. Así, pues, es el cielo Cristalino invisible el que se identifica con el primum mobile de la cosmología aristotélica, y no el cielo de las estrellas fijas, como había creído el estagirita.

Éstos eran, en líneas muy generales y sin entrar en detalles ni en las respuestas que se propusieron para las preguntas consignadas más arriba, los conocimientos acerca de los cielos que Dante pudo recibir en las escuelas frecuentadas por él. En lo concerniente a la Tierra misma, gracias a la difusión del saber de los cosmógrafos árabes, la Edad Media occidental no ignoró, por lo menos desde el siglo XII, que nuestro planeta es esférico, y conoció sus dimensiones con bastante aproximación respecto de los cálculos modernos. En la Tierra se encuentran los cuatro elementos identificados ya en la Antigüedad: tierra, agua, aire y fuego; pero el fuego tiende por su naturaleza misma a moverse hacia arriba, de modo que se concentra mayormente en los cielos. De los hemisferios de la esfera terrestre, sólo se tenía por habitado el septentrional, cuyo centro se ubicaba en Jerusalén; el hemisferio sur, despoblado, se consideraba enteramente cubierto por las aguas del Océano que rodea a la tierra habitable.

Todo lo anterior pertenece al ámbito de la ciencia cosmológica. La escolástica medieval no dejó, sin embargo, de introducir en tal sistema del mundo elementos teológicos, y Dante fue heredero de dicha actitud. Por lo pronto, a las nueve esferas ya identificadas por la cosmografía medieval se añadió un décimo cielo, el Empíreo o cielo de fuego. Éste no constituye un dato de la experiencia sensible, como el cielo de las estrellas fijas, ni tampoco una conclusión alcanzada por la inferencia racional, como el cielo Cristalino. Se trata aquí de una verdad de la revelación; el Empíreo es un concepto principalmente teológico, aun cuando su noción posee antecedentes en el pensamiento neoplatónico.41 Es la sede de Dios y de los espíritus bienaventurados. Su nombre deriva del griego pyr, fuego, pero Dante advierte que se llama así "no porque exista allí un fuego o calor material, sino uno espiritual que es el amor santo o caridad" (Epist. XIII [X], [24], 68). Por cierto, él se daba cuenta

41 Cfr. B. Nardi, Saggi di filosofia dantesca, Firenze 1967, pp. 167-214.

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perfectamente de que un cielo de esta naturaleza no ocupa un lugar físico en el universo: el Empíreo, dice, "no está en un lugar sino que fue formado solamente en la primera Inteligencia", vale decir, está en la mente de Dios o, más propiamente, es parte de la mente de Dios; y es claro que, siendo la divinidad pensamiento puro, entre Dios y la mente divina no parece existir diferencia discernible alguna. Sin embargo, concede Dante que "dentro de él [del Empíreo] se incluye todo el mundo y fuera de él nada hay". (Conv., II, iii [iv], 11). ¿Es dicha "inclusión" espacial o inespacial? Parecería que el lenguaje del autor vacila entre la determinación abstracta y la descripción física de este ámbito particular. Así como se hace difícil "encajar" el transcurso del tiempo dentro de la noción de la eternidad para hacer concebibles los puntos de contacto entre una dimensión y la otra, también se revela aquí la dificultad de pensar la presencia de un Dios inespacial en el universo físico para concebir como posible (si es que ello es siquiera pensable y no permanece para siempre como un misterio sin explicación) que el espíritu divino ejerza su acción sobre los entes corpóreos. Lo cierto es, sin embargo, que esta aparente ambigüedad obedece a que Dante usa aquí de manera rigurosa el concepto aristotélico de "lugar" y lo combina con nociones de origen neoplatónico. Si para nosotros, modernos, un lugar es un punto cualquiera del espacio, para Aristóteles (Phys., IV, 4, 212 a 20 s.) es el límite inmóvil de lo que contiene, encierra o envuelve a un cuerpo; podemos decir, para ilustrar este concepto, que el vaso es el lugar del agua contenida en él. Por eso, en el espacio vacío no puede haber lugares, de modo que el universo físico pensado como una totalidad no ocupa lugar alguno. Es así que el décimo cielo no tiene lugar (no es contenido por nada) pero él es en sí mismo el lugar del universo, pues encierra al cielo Cristalino y a las restantes esferas; del Cristalino nos dice Dante en la Commedia:

e questo cielo non ha altro dove che la mente divina, in che s'accende l'amor che 'l volge e la virtù ch'ei piove. (Par., XXVII, 109-111) ("y este cielo [el Cristalino] no tiene otro "donde" [otro lugar en la acepción aristotélica del

término] que la mente divina [el cielo Empíreo], en la que se enciende el amor que lo hace girar y la virtud que [de] él llueve"). En cuanto al Empíreo mismo, éste no es cuerpo, como las restantes esferas, sino

pura luce: luce intellettüal, piena d'amore; amor di vero ben, pien di letizia; letizia che trascende ogne dolzore. (Par., XXX, 39-42) ("pura luz, luz intelectual llena de amor, amor de bien verdadero, lleno de deleite, deleite

que trasciende toda dulzura"). Dante, un autor que tiene muy poco de místico, usa aquí un lenguaje que recuerda muy cercanamente al del misticismo cuando encadena descripciones figuradas del Empíreo en una progresión en que cada nueva determinación va siendo limitada en su alcance para conducir a la siguiente, que en alguna medida la niega. El Empíreo es luz, pero no es luz física; es amor, pero no la pasión provocada por el bien aparente en que consiste el amor humano; es deleite, pero no pertenece al mundo de las emociones. Es y no es aquello que lo describe y determina. No es posible dejar de recordar en este punto los esfuerzos análogos hechos por San Juan de la Cruz para intentar referirse a Dios mediante epítetos contradictorios en sí mismos o entre sí:

Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas,

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los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos. La noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena, que recrea y enamora. La luz así definida por Dante se enciende en la mente divina y se difunde por la creación,

haciendo visibles las bellezas eternas y permitiendo a la creatura que ha alcanzado la beatitud contemplar cara a cara a su Creador. La luz y el amor que irradian desde el Empíreo rodean a su vez, como un círculo, al Cristalino y, con él, a todo el universo, "y ese cerco sólo lo entiende aquél que lo cerca" (Par., XXVII, 113-114). Ciertamente no son las coordenadas espaciales las que imprimen su dirección a la acción de Dios:

Presso e lontano, lì, né pon né leva: ché dove Dio sanza mezzo governa, la legge natural nulla rileva. (Par., XXX, 121-123) ("Allí, el cerca y el lejos no quitan ni ponen, porque donde Dios gobierna sin

intermediario, la ley natural no tiene significado alguno"). Pero la aparente ambigüedad, en el caso que nos ocupa, no alcanza sólo al lenguaje sino

que se muestra también en el movimiento mismo de la realidad universal. En efecto, el Empíreo es un cielo absolutamente inmóvil -como corresponde a un ámbito que no posee realidad física-, pero su inmovilidad es la causa del movimiento del cielo Cristalino -que es una esfera física, aunque no visible-. "Éste es el motivo", explica Dante, "de que el primer móvil [i.e., el Cristalino] tenga un movimiento velocísimo, pues por el vehementísimo deseo que cada una de las partes del noveno cielo, inmediato a aquél, tiene de estar unida con cada una de las partes de aquel divinísimo cielo quieto [i.e., el Empíreo], gira dentro de él con tanto deseo que su velocidad resulta casi incomprensible" (Conv., II, iii [iv], 9). Esta doctrina, paradójica y casi ininteligible para el pensamiento moderno, habituado a la mecánica celeste del universo newtoniano, es de la más pura procedencia aristotélica; el primer motor inmóvil del universo mueve a los cielos por cuanto es lo "amado" o apetecido por ellos (Aristóteles, Metaph., XII, 7, 1072 b 3), y este movimiento se transmite de esfera en esfera hasta alcanzar al mundo sublunar, esto es, a la Tierra en el centro del universo. En otros lugares de sus escritos atribuye Dante la función del primer motor inmóvil no ya al cielo Empíreo sino a Dios mismo. Por ejemplo:

Io credo in uno Dio solo ed etterno, che tutto'l ciel move, non moto, con amore e con disio. (Par., XXIV, 130-32) ("Creo en un Dios único y eterno que, sin ser movido, mueve a todo el cielo con amor y

con deseo"). El Empíreo se confunde, entonces, con Dios mismo en cuanto centro desde donde irradia la acción divina por toda la creación; en él está la fuente de toda la causalidad universal.

La peculiar "disolución" de lo cosmológico en lo teológico, característica del pensamiento medieval, es coronada por la teoría concerniente a los ángeles. La reflexión encontró aquí también raíces antiguas. Aristóteles había sostenido que los movimientos propios de las esferas celestes, esto es, aquellos diferentes del que les comunica el primum mobile, obedecen a la acción de motores secundarios inmóviles (por tanto, inmateriales) y eternos (Metaph., XII, 8, 1073 a 26 ss.). Tal como el primer motor inmóvil divino, éstos

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mueven también a las esferas en cuanto objetos del amor y del deseo. La escolástica medieval designó como "inteligencias" a estos motores secundarios y los identificó con los ángeles de la tradición cristiana (Conv., II, iv [v], 2). Los ángeles tienen, pues, dos funciones distintas: dotar a las esferas celestes de sus movimientos propios y alabar a Dios. Entre ambas funciones se revela, como veremos a continuación, una sorprendente consistencia.

En efecto, puesto que hay nueve cielos móviles, es preciso admitir que hay nueve órdenes de ángeles. Acerca de las esferas celestes que ellos ponen en movimiento hubo durante la Edad Media diferentes apreciaciones. Su ordenamiento más universalmente aceptado fue el que sigue: 1. Ángeles, motores del cielo de la Luna; 2. Arcángeles, motores del cielo de Mercurio; 3. Principados, motores del cielo de Venus; 4. Potestades, motores del cielo del Sol; 5. Virtudes, motores del cielo de Marte; 6. Dominaciones, motores del cielo de Júpiter; 7. Tronos, motores del cielo de Saturno; 8. Querubines, motores del cielo de las estrellas fijas; 9. Serafines, motores del cielo Cristalino o primum mobile. No hay que atribuir demasiada importancia, sin embargo, al orden de esta enumeración; el que se ha mencionado fue establecido por el pseudo Dionisio Areopagita, aceptado por Santo Tomás de Aquino y utilizado por Dante en la Commedia (Par., XXVIII, 130-135). Pero en una obra anterior (Conv., II, v [vi]) el mismo Dante había usado otro ordenamiento ligeramente diferente, tomado de una obra de su maestro Brunetto Latini (Trésor, I, 12), quien a su vez se había fundado en un escrito temprano de San Gregorio Magno; el número de los órdenes angélicos y sus denominaciones continuaban siendo los mismos; sólo se modificaba la posición jerárquica relativa de algunos de ellos.

Sería un error, sin embargo, creer que para los pensadores medievales los órdenes de ángeles son nueve porque nueve son los cielos que es preciso mover; ello equivaldría a no pensar a la manera medieval. Los ángeles no fueron creados primariamente para mover a las esferas celestes sino para cumplir una función más alta, la de alabar a Dios. El Dios cristiano, que es en tres personas, puede ser alabado en cuanto Padre, en cuanto Hijo y en cuanto Espíritu Santo; por consiguiente, los ángeles se distribuyen en tres jerarquías, cada una de ellas destinada a la alabanza de una de las personas de la Trinidad. Más aún; cada persona divina puede ser alabada de tres maneras diferentes: en sí misma y en su doble relación con las otras dos. Por consiguiente, cada jerarquía contiene tres órdenes de ángeles (Conv., II, v [vi] passim). Total, nueve órdenes. Ésta es entonces también la razón por qué son precisamente nueve las esferas móviles del cielo, y no más ni menos. El mundo creado, para el pensamiento medieval, reproduce en el espacio y en el tiempo los esquemas de la realidad eterna, y en ese sentido manifiesta de suyo a la divinidad.

Pero volvamos ahora a la Tierra. Hemos señalado ya que, para Dante y su tiempo, sólo su hemisferio norte contiene tierra habitable, estando el otro completamente cubierto por las aguas del Océano. Según Dante, bajo la corteza terrestre del hemisferio habitado se abre una enorme caverna con forma de un cono cuyo vértice se halla precisamente en el centro del globo terráqueo; aunque más exacto sería hablar de un cono truncado, porque termina cerca del centro de la Tierra en un lago helado, que es una superficie plana. La totalidad del cono constituye el espacio del infierno. Éste posee una estructura escalonada, con terrazas adosadas a la pared del cono, imitando la forma de un anfiteatro; dichas terrazas configuran los diferentes círculos, girones, simas y precipicios infernales donde son atormentados los réprobos. En el fondo del infierno, es decir, en el centro mismo de la Tierra, se encuentra Lucifer, el príncipe de los ángeles rebeldes. El infierno dantesco no es sólo fuego, como quiere la fantasía popular; también hay en él pantanos, ciénagas, tormentas de viento y

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nieve y granizo, arenales desérticos, lluvias de fuego, ríos de sangre hirviente, horribles seres mitológicos, animales monstruosos, hielo, pero sobre todo oscuridad y fetidez. Allí no se ve el cielo; los paisajes son lúgubres y desolados, y más que lenguaje humano se escuchan gritos, alaridos, blasfemias y ruido de golpes.

Desde el fondo del infierno, un túnel atraviesa el hemisferio sur del globo terráqueo y sale a la superficie en las antípodas de Jerusalén. Allí están las playas de una isla caracterizada por su tranquila serenidad; una enorme montaña que en ella se levanta es el monte del purgatorio. Se asciende por él a través de terrazas o cornisas que lo circunscriben y donde las almas de los bienaventurados se purifican de sus malas inclinaciones. En este ámbito, una suerte de reino intermedio que participa a la vez del cielo y de la tierra, no hay propiamente el dolor y el sufrimiento angustiosos que corresponderían a un castigo. Las almas que ascienden la montaña saben que están salvadas y gozan de paz y de una serena alegría. Su penitencia consiste en la dificultad del camino y el esfuerzo por superarla, la oración y la meditación en torno a los ejemplos de virtud que se les ofrecen a lo largo de su trayecto. Una vez cumplida su purificación, los espíritus llegan a un lugar idílico en la cumbre de la montaña, el paraíso terrenal. Es un lugar tan elevado que las perturbaciones atmosféricas no alcanzan a enturbiar la serenidad permanente que reina en él. Allí los espíritus deben beber de las aguas del río Leteo, lo que los hace olvidar todas sus culpas pasadas, y de las del río Éunoe, que restablece en ellos el recuerdo de las buenas acciones. De este modo quedan preparados para ascender al cielo. Para la composición del Inferno disponía Dante de gran número de materiales que podían servirle de fuente de inspiración, al modo de esas sugerencias que desencadenan un torrente de imágenes y asociaciones; los tratados teológicos y la abundante literatura de ficción sobre el más allá privilegiaban de algún modo el tema del castigo eterno por las culpas, seguramente como un recurso para intentar mantener a raya el desborde incontrolado de las pasiones de los fieles. En cambio, lo que la tradición podía aportar con referencia al purgatorio y al paraíso terrenal era notoriamente escaso. Para componer el Purgatorio, en consecuencia, Dante necesitó inventar prácticamente todo: ubicación, arquitectura, ordenamiento moral, naturaleza de la purificación. Esta labor de creatividad culminó en la vinculación establecida por el poeta entre el purgatorio y el paraíso terrenal; pero ello no sólo por haber desplazado hacia el sur de nuestro planeta la supuesta ubicación de este último, que siempre había sido pensado al oriente de Europa; ni tampoco únicamente por haber dotado a su geografía de dos ríos con claro significado simbólico en lugar de los ininterpretables cuatro ríos bíblicos; ni siquiera, en rigor, por haber hecho del paso por el paraíso terrestre el tránsito obligado para acceder al paraíso celestial; además de todo ello, Dante hizo del ingreso al paraíso terrestre la coronación del proceso de purificación espiritual que se lleva a cabo en el purgatorio. Conviene retener estas últimas ideas porque ellas pueden y deben plantear alguna dificultad en la comprensión general de la Commedia. En efecto, en su tratado De monarchia Dante asignó dos fines últimos a la vida humana: uno espiritual, consistente en la felicidad de la vida eterna y cuyo símbolo es el paraíso celestial, y uno temporal que consiste en la felicidad de la vida presente y que tiene por símbolo al paraíso terrestre. El primero de ambos fines se alcanza bajo la guía del sumo pontífice; la felicidad de esta vida, en cambio, se logra bajo la conducción del emperador, quien representa para Dante la más alta autoridad temporal. Si ambos son fines últimos de la vida, la humanidad está llamada a alcanzarlos por igual; pero si son fines distintos, las tareas del papa y del emperador no se tocan, de manera que la Iglesia y el Estado son instituciones autónomas que deben gozar de

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independencia recíproca. La autoridad del papa y la del emperador proceden inmediatamente de Dios, de modo que toda sujeción del emperador al sumo pontífice en lo temporal es, según Dante, contraria al designio divino y son perversas las reivindicaciones políticas que el papado reclamaba y hacía valer en aquel tiempo en desmedro de la autoridad imperial. Basta recordar la escandalosa -por no decir vergonzosa- historia de las relaciones entre el papado y el imperio desde fines del siglo XI, y la extensa literatura filosófico-política dedicada a teorizar sobre este problema, para comprender la importancia y aun el carácter revolucionario que tuvo la tesis del doble fin de la vida humana defendida por Dante en una época en que la Iglesia reclamaba para sí la plenitudo potestatis tanto en lo espiritual como en lo temporal.

Dentro de este contexto, ¿qué significado adquiere en la Commedia la ubicación del paraíso terrestre en la cumbre de la montaña del purgatorio? Si aquél simboliza efectivamente a la felicidad temporal, la de esta vida, ¿por qué su símbolo ha sido trasladado ahora al otro mundo y a la otra vida, reservándose además exclusivamente para las almas bienaventuradas de cristianos muertos en la gracia de Dios? ¿Se trata acaso de una retractación de Dante respecto de la tesis que había defendido en su obra anterior? ¿O es necesario interpretar las expresiones "felicidad de la vida presente" y "felicidad temporal" utilizadas en el De monarchia de otro modo que el sugerido por el significado habitual de dichos términos? Éstas son preguntas sobre las que será necesario reflexionar cuando abordemos el tema del ordenamiento moral en el purgatorio de Dante.

El paraíso celeste está representado en la Commedia por los diferentes cielos de la cosmología adoptada por Dante. Los espíritus se muestran en las distintas esferas, ordenados de acuerdo con sus respectivos méritos y con la correspondiente participación que tienen en la visión de Dios. Pero Dante no olvida que, desde un punto de vista estrictamente teológico, los espíritus de los bienaventurados no están en los lugares físicos de las esferas celestes, como creyeron alguna vez los paganos, sino que se encuentran en el ámbito inespacial del cielo Empíreo. La razón por qué estas almas se muestran de modo diferente del que corresponde a su existencia en el otro mundo se vincula también con la explicación de las estructuras asignadas por Dante al infierno y al purgatorio. Para decirlo con una palabra, todo es de una manera y se muestra de una manera diferente. Se trata, en todos los casos, de reducir lo abstracto a imágenes sensibles. ¿Qué se intenta con el esfuerzo por traducir contenidos teológicos, cuyo lenguaje es racional, al lenguaje sensorial de las imágenes espacio-temporales? Esta pregunta deberá encontrar su respuesta en las páginas dedicadas a estudiar el concepto de poesía según Dante. Y ella es importante, porque equivale a poner en manifiesto el sentido mismo del enorme esfuerzo que representa tratar de encerrar este mundo y el otro, lo humano y lo divino, los aspectos del mal y las posibilidades del bien, en imágenes que interpelan a los sentidos y que se enmarcan, como en una partitura musical, en un centenar de cantos escritos en tercetos endecasílabos y pensados en lengua toscana.

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CAPÍTULO IV.

EL ORDEN MORAL.

El problema de los criterios de ordenamiento. En la epístola mediante la cual Dante dedicó la tercera parte de la Commedia, el Paradiso, a su protector Cangrande della Scala, afirma el autor que toda la obra se inscribe dentro de la disciplina ética, es decir, la de la acción moral. Su propósito es "sacar a los vivientes en esta vida del estado de miseria y conducirlos al estado de felicidad". Por "miseria" se entiende aquí la miseria del pecado, y por "felicidad" la bienaventuranza de la vida eterna. Para cumplir el fin mencionado, la Commedia trata de la condición de las almas después de la muerte; y esto significa que "su tema es el hombre, quien, mereciendo o desmereciendo en virtud de la libertad de su arbitrio, queda sometido a la justicia que premia y castiga".(Epist. XIII [X], 8, 15 y 16). La acción humana, su motivación última o radical, el libre arbitrio, la naturaleza del bien y del mal son, pues, temas que necesariamente deberán ser examinados en la Commedia. Se trata de problemas filosóficos, especulativos, sobre los que será preciso discurrir, dice Dante en la epístola mencionada, no por el interés de la especulación misma sino con vistas a la acción. Pero la acción, podemos añadir nosotros, es en sí misma un concepto abstracto; en la realidad concreta, aquella con que nos enfrentamos diariamente y en relación con la cual el hombre religioso pone en juego una y otra vez su salvación, no existe la acción en general sino que sólo existen acciones particulares realizadas por personas individuales en circunstancias únicas e irrepetibles. Las personas con sus acciones en sus especiales circunstancias constituyen el material con el que Dante podía construir su poema. Por ello es que las disquisiciones éticas están sustituidas en la gran mayoría de los casos por la presentación de un personaje y la descripción que éste hace de las circunstancias que lo llevaron a su destino sobrenatural en el mundo de lo eterno. Pero la presentación de los innumerables personajes de la Commedia requiere ser sistemáticamente ordenada para que el poema no pierda el carácter de doctrina que atiende al "negocio moral". Así, pues, el primer desafío que su autor debió satisfacer para crear una obra tan bien estructurada como lo es la Commedia, fue el de ordenar su material. Era preciso definir y establecer el ordenamiento moral del otro mundo. Para determinar un orden cualquiera en un conjunto, se requiere un principio que permita establecer cuál es la posición ocupada por cada elemento de él respecto de todos los demás. Naturalmente, no cabe extrañarse si un autor cristiano recurre a principios cristianos para definir un orden moral. Así, vemos que Dante utiliza la clasificación tradicional de los siete pecados capitales para establecer el orden moral en su Purgatorio. En el caso del Paradiso, el ordenamiento se hace más complejo, pero igualmente cristiano. Allí se combinan diestramente tres criterios distintos: el sistema cosmológico de los diversos cielos, el sistema teológico de las virtudes cardinales y teologales, y el principio místico del ascenso desde la vida activa hacia la vida contemplativa. Sorprendentemente, sin embargo, el orden moral del Inferno no reposa sobre un fundamento propiamente cristiano, sino que Dante lo elabora apoyándose en criterios de dos autores paganos, Aristóteles y Cicerón, a los que añade algunos retoques propios de la escolástica medieval. Cabe preguntarse,

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entonces, por qué se sintió forzado Dante a recurrir al pensamiento pagano para ordenar moralmente el reino infernal, en circunstancias de que éste es pensado como un ámbito en que se hace manifiesta la justicia del Dios de los cristianos, desconocido para Aristóteles o Cicerón. ¿Por qué estimó necesario el autor mezclar aquí dos cosas tan distintas y al parecer tan poco conciliables como la exigencia moral cristiana y la reflexión ética del paganismo antiguo? Intentaremos responder a la pregunta, aunque el desarrollo de la respuesta pueda resultar un tanto largo. Tenemos en primer lugar la antigua sentencia de San Cipriano, obispo y mártir del siglo III: Salus extra Ecclesiam non est, fuera de la Iglesia no hay salvación. Este principio no fue olvidado por la comunidad cristiana medieval; a comienzos del siglo XIII fue reiterado por el influyente pontífice Inocencio III y, ya en tiempos de Dante, por el papa Bonifacio VIII.42 De acuerdo con esta doctrina, todos los paganos, sin excepción, tendrían que ir al infierno después de su muerte, ya que no fueron bautizados y no pertenecieron a la Iglesia, sin que proceda hacer distinción alguna entre paganos virtuosos y malvados. De este principio expuesto así de crudamente surgen, por cierto, a lo menos dos preguntas. En primer lugar, ¿es propio de la infinita justicia y misericordia de Dios condenar indicriminadamente a todos los paganos, tanto a quienes obraron bien como a quienes actuaron mal en la vida, entregándolos por igual al tormento eterno? Y en segundo término: en el supuesto de que muchos paganos hayan merecido realmente las penas del infierno por haberse conducido en vida de manera perversa, ¿sobre qué base podía exigírseles un comportamiento grato a la divinidad en circunstancias de que no habían recibido la revelación y nada podían saber entonces del verdadero Dios y de lo que éste pedía de ellos? Para la primera de estas dos preguntas no encontró Dante en la tradición teológica de su tiempo ninguna solución capaz de satisfacer las aspiraciones y tendencias igualitarias del hombre moderno; pero el problema ciertamente lo intrigaba y lo planteó derecha y claramente en el Paradiso, a propósito de la justicia humana y la divina: Un uom nasce a la riva de l'Indo, e quivi non è chi ragioni di Cristo né chi legga né chi scriva; e tutti suoi voleri e atti buoni sono, quanto ragione umana vede, sanza peccato in vita o in sermoni. Muore non battezzato e sanza fede: ov' è questa giustizia che 'l condanna? ov' è la colpa sua, se ei non crede? (Par., XIX, 70-78) ("Un hombre nace a orillas del Indo, donde no hay quien hable ni lea ni escriba acerca de Cristo; por lo que la razón puede percibir, todos sus actos y voliciones son buenos, sin pecados en su vida o en sus palabras. Muere sin bautismo y sin fe; ¿cuál es la justicia que lo condena? ¿Dónde está su culpa si no cree?") Por cierto, la respuesta habitual a esta pregunta es la inescrutabilidad de la justicia divina, que al hombre no le es dado penetrar. Con todo, Dante halló para el problema, si no una solución, al menos un paliativo ingenioso y altamente original. Es verdad que los paganos no pueden salvarse; por muy virtuosos que hayan sido algunos de ellos, no pueden purificarse en la montaña del purgatorio, ni pasar por el paraíso terrestre para sumergirse en las aguas del Leteo y del Éunoe, ni ingresar al paraíso celestial. Pero no todos ellos merecen ser condenados; por eso, los que en su vida

42 H. Denzinger, Enchir. Symbol., 39-40, 423, 430, 468.

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han sido justos y virtuosos no reciben castigo alguno. Están ciertamente en el infierno, pero en un lugar especial, el Limbo, el mismo donde los santos patriarcas que vivieron antes de Jesucristo esperaron la redención del género humano hasta que fueron rescatados por el Hijo de Dios. Es un ámbito de serena quietud donde no hay llanto sino tan sólo suspiros y un "dolor sin martirios"; es decir, se trata de una pacífica existencia del tipo de la que podría disfrutarse en este mundo en épocas de bienestar y tranquilidad anímica, una existencia carente del gozo propio de una verdadera plenitud espiritual, pero a la vez sin atormentadores sufrimientos. Algunos de estos paganos, distinguidos por haber dejado buena fama en el mundo, residen en un lugar luminoso donde hay un noble castillo rodeado de altos muros y circundado por un bello riachuelo; en el interior del castillo hay un prado de fresco verdor por el que pasean las nobles figuras de la Antigüedad conversando con seriedad y mesura (Inf., IV, 25-30, 67-72, 106-114). No es, obviamente, un lugar de suplicios sino el típico locus amoenus de la tradición literaria. A este lugar pertenece el mismo Virgilio, el gran poeta pagano que sirve de guía a Dante por el infierno y el purgatorio. Otro pagano ilustre, Catón de Útica, a quien Dante admiraba profundamente por su estricta moralidad y su insobornable amor a la libertad, mereció un honor más señalado aún: está constituido en guardián del purgatorio y probablemente destinado a entrar algún día al paraíso. (Purg., I, 31 ss. y 75). Y en esta misma línea también se atrevió Dante a salvar al troyano Rifeo, una figura extremadamente menor de la Eneida de Virgilio, elogiada por éste debido a su carácter justo y a su respeto por el derecho (Aen., II, 426-7; Par., XX, 67 ss.) Aquí señala expresamente Dante el carácter "increíble" que en el mundo tiene la salvación de este pagano, mas para proponerla pudo tal vez apoyarse en la distinción que hace Santo Tomás de Aquino entre la fe explícita y la fe implícita cuando admite la posibilidad de que muchos paganos se hayan salvado por cuanto, si bien no tuvieron fe explícita, poseyeron sin embargo fe implícita en la divina providencia y les fue concedida así alguna revelación acerca de Cristo y su función redentora (S. theol., IIa IIae, q. 2, a. 7 ad 3). En todo caso, Dante sostuvo la interpretación, ciertamente poco típica de la mentalidad medieval, de que la pertenencia a la Iglesia, en cuanto requisito indispensable para la salvación, consiste sin duda en la creencia en Cristo, pero que ésta puede darse aun cuando no se haya recibido la revelación, porque -y ésta parecería ser la razón en que se apoya Dante, que difiere de la invocada por Santo Tomás- dicha creencia no es asunto de saber ni de doctrina sino más bien de actitud moral. En efecto, A questo regno non salì mai chi non credette 'n Cristo né pria né poi ch'el si chiavasse al legno. Ma vedi: molti gridan "Cristo, Cristo!", che saranno in giudicio assai men prope a lui, che tal che non conosce Cristo; e tai Cristian dannerà l'Etïòpe, quando si partiranno i due collegi, l'uno in etterno ricco e l'altro inòpe.43 (Par., XIX, 103-111) ("A este reino [el paraíso] no ascendió jamás quien no creyera en Cristo, ni antes ni después que él se clavara en el madero [de la cruz]. Pero mira: muchos gritan '¡Cristo,

43 No hay que dejar escapar en este pasaje un fino detalle estilístico: a pesar de que en italiano existen innumerables palabras terminadas en -isto, Dante siempre hace que el nombre de Cristo rime sólo consigo mismo y con ninguna otra palabra del idioma. Cfr. Par., XII, 70-75; XIV, 103-108; XXXII, 82-87.

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Cristo!', mas en el juicio [final] estarán menos cerca de él que algunos que no le conocen; y a tales cristianos avergonzará el etíope [pagano] cuando se separen las dos congregaciones [la de los salvados y la de los condenados], una para la eterna riqueza y la otra para la miseria"). Lo cual lleva a Dante a exclamar, a modo de conclusión, en el canto siguiente: O predestinazion, quanto remota è la radice tua da quelli aspetti che la prima cagion non veggion tota! (Par., XX, 130-132) ("¡Oh, predestinación, cuán remota está tu raíz de aquellas miradas que no ven la razón primera en su totalidad!"). Habría, pues, en conclusión, paganos que, de alguna manera misteriosa, creen o creyeron en Cristo (entendido acaso como la necesidad de una redención divina para el género humano) aun sin haber tenido jamás noticias de él, o a lo menos se comportaron en vida como si hubiesen sido buenos cristianos; lo cual, por otra parte, no es sino el caso de los santos patriarcas y de otros personajes del Antiguo Testamento. Ya que correspondió tocar aquí el tema del destino de los paganos justos en el otro mundo, permítaseme introducir un paréntesis para mencionar otros dos casos que constituyen una verdadera curiosidad en la Commedia. Uno de ellos es el del poeta Estacio, a quien Dante quiso salvar de cualquier modo; con este fin, inventó que el autor de la Tebaida se había convertido secretamente al cristianismo y había sido bautizado antes de morir (Purg., XXII, 55 ss.); de semejante conversión, por cierto, nada sabe la historia. El otro caso es el del emperador Trajano; Dante recogió y aceptó la leyenda según la cual este emperador, célebre por su justicia, fue milagrosamente resucitado por intercesión del papa San Gregorio Magno para que pudiera convertirse al cristianismo, ser bautizado y volver a morir, salvándose (Par., XX, 106-117).44 Así, pues, apartándose de la tradición que condenaba a todos los paganos a las penas infernales, Dante halló fundamentos para salvar a algunos y para asignar a otros un destino ultramundano relativamente confortable, si se admite la expresión, puesto que en el Limbo no sufren tormentos a pesar de estar privados de la visión de Dios. En ello manifestó su espíritu profundamente humanista, dispuesto a dar muestras de indulgencia frente a las grandes figuras de la Antigüedad pagana más allá de lo que permitía la tradición doctrinal eclesiástica. Para Dante, las buenas acciones de los paganos justos representaban un bien auténtico y no eran condenables por el hecho de no pertenecer ellos a la Iglesia. En relación con la segunda pregunta planteada más arriba, a saber, cómo habrían podido los paganos ajustar su conducta a las exigencias divinas si no poseían la revelación, Dante no necesitaba más que atenerse a la doctrina de San Pablo. Dios se ha manifestado a través de su creación; el mundo de las creaturas da a conocer su poder y divinidad, de manera tal que nadie puede legítimamente alegar desconocimiento de Dios. Consecuencia de ello es que la norma moral entregada por revelación divina a judíos y cristianos se encuentra también al alcance del mundo pagano mediante la consideración de la naturaleza misma; de este modo, "la acción de la Ley está escrita en sus corazones" (Rom.,1:18-32; 2:12-16). Por consiguiente, si el pagano actúa contrariamente a lo establecido por una moral natural, obra en forma consciente y deliberada contra una norma de origen divino y se hace merecedor del infierno al igual que el pecador que ha recibido la revelación. Prueba de ello es que el

44 Cfr. Jacopus de Voragine, Legenda aurea, XLVI, 9, que contiene diversas interpretaciones posibles de este insólito milagro.

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infierno concebido por Dante encierra a cristianos y paganos que son juzgados por una misma ley. Siendo esto así, si la misma vara ha de medir a paganos y cristianos en lo que concierne a sus trasgresiones morales, esta vara debe ser conocida en común por unos y otros; y puesto que la moral cristiana es superior y más rigurosa que la moral natural pagana, esta última constituirá la norma mínima común por la cual unos y otros serán juzgados. Ello explica que sean las obras de Aristóteles y de Cicerón, y no la Ley de Moisés, las que proporcionan el fundamento y los criterios para la construcción del orden moral del infierno dantesco. Planteadas estas consideraciones generales, pasamos a examinar las características del ordenamiento moral en cada uno de los tres reinos de ultratumba descritos en la Commedia. Para los conocedores de la obra, la lectura de los párrafos que siguen debería resultar completamente superflua; para quienes, en cambio, no estén familiarizados aún con el poema, puede ser extraordinariamente tediosa. En efecto, en ellos encontrarán principalmente una árida enumeración de pecados y virtudes encasillados dentro de esquemas clasificatorios más o menos rígidos. Listas insípidas de pecados y virtudes abstractos, semejantes al índice de materias de un tratado de teología moral. Es necesario reconocer, sin embargo, y tener en consideración que la experiencia del lector de la Commedia será radicalmente diferente cuando recorra los tercetos de los diversos cantos del poema. En ellos no encontrará abstracciones morales sino personajes de carne y hueso que pecaron o que practicaron heroicamente la virtud poniendo en juego su vida en la eternidad, y que conservan en el otro mundo sus rasgos individuales, sus íntimas grandezas y miserias, su fisonomía moral fijada ahora de una vez para siempre en el juicio divino. Como lo advierte el gran dantista Bruno Nardi, refiriéndose en concreto al ordenamiento de los pecados en el infierno, estos pecados "son los pecadores en su fisonomía concreta y humana, los pecadores que han pecado como pecan los hombres en la Tierra, que despiertan odio y compasión, piedad y horror, pero por sobre todo aquella conmoción humana que nadie experimentará jamás leyendo los áridos tratados de los moralistas".45 El lector no podrá, ciertamente, hacer esta vívida experiencia, que constituye la riqueza de la Commedia, a partir de un comentario introductorio como el presente; éste pretende tan sólo orientar a quien intenta una primera lectura de la obra para que no se deje confundir por el aparente caos de instancias y ejemplos de premios y castigos ultramundanos, y para que reconozca que tras la abundancia de casos particulares hay principios organizadores que los ordenan en un sistema coherente y lleno de sentido.

El infierno. El infierno es el ámbito del mal. Pero el ingreso al mundo subterráneo no conduce al inmediato encuentro con el pecado en sentido propio. Antes del enfrentamiento con el mal se tiene allí la experiencia de la actitud consistente en la indecisión en asuntos espirituales. Los filólogos suelen hablar en este punto de ignavia, pero la ignavia es pereza y falta de diligencia, en tanto que aquí se trata de almas que "vivieron sin infamia pero también sin alabanza" mezcladas con los ángeles que no se rebelaron contra Dios pero que tampoco le fueron fieles. Por ello, unas y otros no fueron espíritus gratos a Dios ni a sus enemigos; no tienen, por tanto, cabida en el paraíso ni tampoco en el infierno propiamente tal. Esta

45 B. Nardi, "Lecturae" e altri studi danteschi, Firenze 1990, p. 80.

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concepción no pertenece, por cierto, a la tradición dogmática de la Iglesia, pero tiene un antecedente bíblico en el Apocalipsis, 3:15 s.: "Conozco tus obras, que no eres frío ni caliente; ojalá fueras frío o caliente; pero porque eres tibio y no frío ni caliente, comenzaré a vomitarte de mi boca". El ámbito de los indecisos constituye lo que los dantistas llaman el "vestíbulo" del infierno. Una vez atravesado, descendiendo más en la profundidad infernal, se despliegan nueve "círculos" adosados a los muros del anfiteatro subterráneo hasta el centro de la Tierra. El primero de éstos es el Limbo, al que ya nos hemos referido a propósito del destino ultramundano de las nobles figuras del paganismo antiguo. Aquí hay ciertamente una idea muy original introducida por Dante. En efecto, los teólogos escolásticos admitían la idea de un limbus patrum reservado a los patriarcas veterotestamentarios que murieron antes de la redención del género humano, y la de un limbus puerorum para los niños muertos antes de recibir el bautismo; ambos eran imaginados en la parte superior del infierno (Santo Tomás de Aquino, S. theol., III suppl., q. 69, a. 5-6). Pero nadie había introducido en el Limbo a los paganos virtuosos de la Antigüedad, ni menos, como lo hace Dante, a algunos musulmanes (Saladino, Avicena, Averroes), quienes no tenían, por cierto, la excusa de haber sido anteriores al advenimiento del cristianismo. Por lo demás, los paganos son prácticamente los únicos que pueblan el Limbo de Dante, o al menos los únicos sobre los que se nos llama aquí la atención, lo cual es probablemente una manifestación más del espíritu profundamente humanista y admirador de la Antigüedad clásica que caracterizó a nuestro poeta. En efecto, aparte de una alusión fugaz (Inf., IV, 30), no hay aquí ninguna referencia a los niños. En cuanto a los patriarcas, éstos habían hecho abandono del lugar hacía ya mucho tiempo, de manera que el limbus patrum se encontraba a la sazón vacío. En efecto, una vieja tradición que tenía su origen en la segunda parte del evangelio apócrifo de Nicodemo, titulada El descenso de Cristo a los infiernos, afirmaba que, inmediatamente después de su muerte en la cruz, Cristo descendió al Limbo de los padres para encadenar a Satanás y sacar de allí a los santos patriarcas, llevándolos al paraíso. Dante recogió esta tradición -que, por lo demás, inspiró con frecuencia a los artistas plásticos medievales y renacentistas- e hizo de Virgilio un testigo presencial de la verdad de tales hechos (Inf., IV, 46-63). El descenso a través del infierno se corresponde con un orden en virtud del cual los pecados más graves son castigados en círculos más profundos y los más leves en círculos superiores. Al primer círculo, el Limbo, siguen otros cuatro destinados a castigar los pecados de incontinencia, esto es, aquellos que consisten en someter la razón a los impulsos (Inf., V, 39). El segundo encierra a los lujuriosos, el tercero a los golosos, el cuarto a avaros y pródigos, el quinto a iracundos y "tristes" o acidiosos. La enumeración recuerda en parte a los pecados capitales de la teología moral cristiana. Se ha observado, sin embargo, que en el infierno de Dante no hay penas reservadas para los soberbios ni para los envidiosos. Tal observación podría acaso no ser correcta, porque Dante parece vincular la iracundia con la soberbia (como puede observarse en la figura de Filippo Argenti en Inf. VIII) y porque la envidia, junto con la acidia, era tenida por una de las formas de la "tristeza" (Santo. Tomás de Aquino, S. theol., Ia IIae, q. 35, a. 8), de manera que los culpables de envidia podrían estar confundidos con los acidiosos. De todos modos, la duda que puede surgir al respecto, así como el carácter peculiar del Limbo en la Commedia, revelan que Dante deliberadamente no quiso que el pensamiento cristiano determinara el sistema penal de su infierno.

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La concepción de los círculos cuarto (avaros y pródigos) y quinto (iracundos y acidiosos o desidiosos) parece delatar la influencia de la teoría aristotélica de la virtud y el vicio morales. Según el estagirita, la virtud moral consiste en el hábito de una conducta intermedia entre dos extremos viciosos, uno que lo es por defecto y el otro por exceso de control de los impulsos conducentes a la acción. Así, la virtud de la liberalidad es entendida por él como la actitud intermedia entre la avaricia y la prodigalidad respecto de los gastos, y la justa indignación ante el mal como el término medio entre la indiferencia desidiosa y la irascibilidad excesiva. Por eso, avaricia y prodigalidad, iracundia y desidia constituyen para Dante auténticas parejas de actitudes pecaminosas y comparten los mismos círculos infernales. Pero es claro también que Dante, a pesar de la admiración y respeto que sentía por Aristóteles, no podía, como cristiano, hacer extensivo este mismo criterio a los círculos segundo y tercero (destinados a lujuriosos y golosos respectivamente), puesto que ello habría significado condenar también como vicios o pecados a la virginidad, al celibato, a los ayunos y, en general, a cualquier forma de ascetismo. Un rasgo común a todos los círculos en que se castigan pecados de incontinencia, así como también al Limbo y al "vestíbulo" del infierno, es que todos ellos se encuentran fuera de los muros de la "ciudad de Dite". Dis, en italiano Dite, era el nombre de una divinidad romana de las regiones infernales, y Dante lo usa para designar a Satanás y a los círculos más profundos del infierno. Como toda ciudad medieval, esta ciudad simbólica de Dite se muestra rodeada de una fuerte muralla con una puerta que sólo con dificultad, y mediante la ayuda de un enviado celestial, se abrirá para Virgilio y Dante. La muralla separa el quinto círculo de los círculos inferiores, donde se castigan pecados más graves que los de incontinencia. Éstos, en efecto, los de incontinencia, "ofenden menos a Dios y tienen menor culpa" (Inf., XI, 84). La idea es cristiana, pero tiene su origen en los análisis de la ética aristotélica. Aristóteles había señalado ya que el incontinente sabe cómo debería actuar, conoce el principio recto por el cual tendría que orientar su conducta, pero es temporalmente dominado por sus pasiones y actúa contrariando el principio al que adhiere intelectual o racionalmente. No está, pues, corrompido del todo; no ha hecho una elección deliberada, puesto que su razón no ha dirigido el proceso que lleva a su acción. Por eso, el incontinente tiene conciencia de sus faltas y experimenta el arrepentimiento después de haberlas cometido. En sentido estricto, no es un hombre "malvado", ya que no actúa deliberadamente contra el bien, sino que es únicamente débil frente a sus propias pasiones. Por eso, los círculos destinados a castigar la incontinencia se encuentran en la Commedia más cerca de la entrada del infierno y más distantes del "emperador del doloroso reino"; en ellos, la pena es menor que en los círculos más profundos, ubicados al interior de la ciudad de Dite. En el interior de los muros de esta ciudad simbólica -donde no hay edificios ni plazas ni teatros ni mercados- se encuentra en primer lugar el círculo sexto, destinado a los heréticos. En este punto de la narración del poema se inserta una explicación de la arquitectura penal del infierno puesta en boca de Virgilio, quien ilustra al respecto al peregrino Dante. La explicación comienza planteando el principio general de donde deriva la clasificación de los pecados más graves: D'ogne malizia, ch'odio in cielo acquista, ingiuria è 'l fine, ed ogne fin cotale o con forza o con frode altrui contrista. Ma perché frode è de l'uom proprio male, più spiace a Dio; e però stan di sotto

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li frodolenti, e più dolor li assale. (Inf., XI, 22-27) ("De toda maldad que atrae el odio del cielo, el fin es una injuria, y todo fin de esta índole daña a otro con la fuerza o con fraude. Mas, puesto que el fraude es mal propio del hombre, más desagrada a Dios, y por eso los fraudulentos están más abajo y les asalta mayor dolor"). Aquí, Virgilio no hace sino repetir un pensamiento de Cicerón: "Hay dos modos de hacer injuria, por medio de la fuerza o mediante el fraude; el fraude parece más propio de la zorra, y la fuerza del león, de modo que ambos se alejan muchísimo de lo humano, pero el fraude es más digno de odio" (De off., I, 13). La injuria es aquí, tanto en Cicerón como en Dante, el efecto en el prójimo de un acto injusto. De los dos modos identificados por Cicerón de hacer injuria extraerá Dante una división de los pecados de malicia: los hay de fuerza o violencia y de fraude o engaño. Peores son los de fraude, porque ellos requieren del uso de la razón y la inteligencia, que es la parte más noble del ser humano, y corruptio optimi pessima, la corrupción de lo mejor es la peor. Por eso, a los pecados de violencia corresponde el círculo séptimo del infierno; a los de fraude, el círculo octavo si se trata de engaño a quien no confía o el noveno cuando se engaña a quien confía (traición). La mayor gravedad de los fraudes está simbolizada en la Commedia por un insondable abismo que separa los círculos séptimo y octavo. Tenemos, pues, tres grandes clases de pecados que se castigan en el infierno: la incontinencia (círculos II-V), la violencia (círculo VII) y el fraude, dividido éste a su vez en el engaño simple (círculo VIII) y la traición (círculo IX). Las fuentes de esta clasificación son fundamentalmente paganas: Aristóteles, quien separó la incontinencia de la maldad propiamente tal (kakía), y Cicerón, quien aportó las categorías de la violencia y el fraude. Pero la Iglesia cristiana había introducido un pecado nuevo, desconocido y aun impensable para el antiguo paganismo: la herejía. Dante la ubicó en el círculo sexto, entre los incontinentes y los violentos, pero dentro de los muros de la ciudad de Dite. ¿Consideraba acaso que la herejía era menos grave que la violencia ejercida contra otras personas o aun contra Dios mismo? Personalmente, ignoro por completo qué razones pudo haber tenido para colocarla precisamente en ese lugar. Acaso pensó Dante que la herejía ocupa un lugar intermedio entre la incontinencia y la auténtica maldad; en efecto, el hereje podría ser considerado, de alguna manera, como un incontinente intelectual. Conoce la recta doctrina, que ha sido definida por la Iglesia, pero en su búsqueda de comprensión e inteligencia de la verdad, es decir, en su búsqueda de satisfacción intelectual, se deja arrastrar por su opinión subjetiva, al modo en que el incontinente se deja llevar por sus pasiones procurando satisfacerlas. Por otra parte, la herejía podría ser pensada también como una violencia ejercida contra la palabra de Dios, razón por la cual sería castigada entre la incontinencia y la violencia propiamente tal. Mas todo esto es mera conjetura y no se apoya en evidencia textual alguna. Pero Dante, después de todo, no era solamente un asiduo lector de los clásicos paganos sino también un discípulo aventajado de las escuelas monásticas cristianas. No podía dejar, pues, de introducir subdivisiones en el esquema moral de la arquitectura del infierno de acuerdo con el estilo escolástico medieval. Así, en el círculo de los violentos distinguió entre la violencia contra el prójimo (tiranos, homicidas, incendiarios, salteadores), la violencia contra sí mismo (suicidas y dilapidadores de los bienes propios) y la violencia contra Dios (ateos y blasfemos), contra la naturaleza (sodomitas) o contra el arte y la industria humanas (usureros). Más minuciosa es la subdivisión en los círculos destinados a castigar el fraude. El engaño contra quien no confía se distribuye en diez diferentes fosas del octavo círculo, que

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lleva por nombre Malebolge, las "malas fosas" o "fosas del mal". Ellas encierran a seductores y rufianes, aduladores, simoníacos, adivinos, barateros, hipócritas, ladrones, consejeros falsos, cismáticos y falsificadores. En el círculo noveno, el de los traidores, hay cuatro zonas. La primera, llamada Caina (nombre derivado del Caín bíblico, que asesinó a su hermano), está destinada a quienes traicionaron a sus parientes; la segunda, Antenora (por Antenor, quien supuestamente habría entregado la ciudad de Troya a sus enemigos griegos), es para los traidores a su patria, su ciudad o su partido; la tercera es Tolomea (cuyo nombre deriva de Tolomeo, hijo de Abubos, quien asesinó a Simón Macabeo y a sus hijos en un banquete que les ofreció, según relata I Mac., 16:11-17), y allí están los que traicionaron a sus comensales; la cuarta, Giudecca (llamada así en recuerdo de Judas Iscariote, el discípulo que entregó a Jesús), encierra a los traidores de sus benefactores. Aquí, en medio del lago helado formado por las aguas del río Cocito (que da su nombre al noveno círculo), congeladas por efecto del viento frío producido por el movimiento de las alas de Lucifer, el príncipe de los demonios, se encuentra este ángel caído, traidor a Dios; su triple rostro (remedo grotesco de la Trinidad divina) devora por tres fauces a tres pecadores: Judas, que traicionó al fundador de la Iglesia cristiana, y Casio y Bruto, que traicionaron a César, el fundador virtual del Imperio romano. Esta sola mención basta, a mi parecer, para darse cuenta de la libertad y profunda originalidad con que el poeta configuró la estructura penal de su infierno. En efecto, al colocar junto a la raíz misma del mal a los traidores de la Iglesia y del Imperio, Dante hizo de su pensamiento político uno de los ejes sobre los cuales gira su teología moral. Más adelante habrá oportunidad de referirse a otros vínculos entre el pensamiento político y la doctrina moral de nuestro autor. Una última observación respecto de la arquitectura penal del infierno. Cuando Dante el poeta, por boca de Virgilio, le explica a Dante el peregrino por qué la incontinencia merece menor castigo que los otros tipos de pecados, se remite a la distinción hecha por Aristóteles entre la incontinencia, la malicia y la insensata bestialidad (Inf., XI, 79-84; cfr. Eth. Nic., VII, 1, 1145 a 15 ss.). Éstas son, según Dante, "las tres disposiciones no queridas por el cielo". ¿Es posible hacer concordar esta clasificación aristotélica con la clasificación ciceroniano-dantesca en incontinencia, violencia y fraude? Para responder a esta pregunta, y en el entendido de que la incontinencia consiste en la acción en que prevalecen los impulsos por sobre el control racional, se hace necesario aclarar previamente qué debe entenderse por malicia y por bestialidad. La malicia (lat. malitia, ital. malizia) es traducción del griego kakía. Aristóteles la opone constantemente a la virtud (areté), por lo que resulta casi natural considerar que el equivalente de la kakía en castellano es el término "vicio". Pero tal traducción es equívoca, por mucho que haya sido empleada por connotados traductores, porque también decimos que son vicios la lujuria, la gula y otras formas de incontinencia, en circunstancias de que Aristóteles se esforzó por señalar claramente la gran diferencia que existe entre la incontinencia y la kakía. Mientras el incontinente no actúa en forma conscientemente deliberada sino arrastrado por sus impulsos momentáneos, sin que ello signifique que no reconozca y valore los principios que orientan la conducta recta (y por eso puede arrepentirse de sus actos y corregirse), el hombre cuyo comportamiento cae bajo el concepto de kakía ha perdido, por así decirlo, todos los principios orientadores; obra por una elección deliberada en que elige conscientemente satisfacer sus apetitos, persuadido de actuar como le es lícito. En consecuencia, no se arrepiente de sus acciones; su mal es crónico e incurable. Teniendo en cuenta estas consideraciones, la traducción correcta de kakía/malitia debería ser "maldad" y no vicio. De la ebriedad, por ejemplo, podremos

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hablar como un vicio o una forma de incontinencia, pero no necesariamente como maldad; sería, en efecto, un despropósito decir que un ebrio es de suyo un malvado, aun cuando ello no impida que un malvado sea también dipsomaníaco. Menos nítida es en la obra de Aristóteles la caracterización de la theriótes, la bestialidad o brutalidad. Aclaremos por lo pronto que la perversión sexual llamada en castellano bestialismo representa sólo un caso particular de la noción aristotélica de theriótes, que es mucho más amplia. Algunos ejemplos de esta condición propuestos por el estagirita podrán parecer hoy desconcertantes a algunas personas; así, muchos gastrónomos podrán objetar que no es conducta bestial comer carne cruda, y los partidarios de la liberación sexual rehusarán considerar a la pederastia como bestialidad. Por lo demás, el mismo Aristóteles reconoce que muchas conductas bestiales tienen origen patológico. No queda claro, pues, qué entendió el estagirita por bestialidad, a la que también tendió a identificar con las costumbres de pueblos bárbaros (es decir, extranjeros), y tampoco el comentario a la Etica Nicomaquea de Santo Tomás de Aquino arroja mayor luz sobre el problema. (Menciono este comentario, y no otros, porque fue sin duda a través de él que Dante se familiarizó con la ética aristotélica). Dejando a un lado los ejemplos, que sólo sirven para desatar interminables y estériles discusiones dada la distancia temporal y cultural que nos separa de los antiguos griegos, podemos decir que la bestialidad es para Aristóteles la disposición de carácter que da origen a conductas vagamente calificables como inhumanas. Las que caen bajo esta determinación podrán variar según el tiempo y el lugar, pero en cada caso responden a un consenso espontáneo o inducido en el seno de la comunidad social. Y cada época tiene su propio catálogo de conductas bestiales. Si, con Aristóteles, consideramos que una conducta propiamente humana se despliega en un cierto nivel de moralidad, positiva o negativa, con un determinado espectro de posibilidades lícitas o ilícitas, podremos identificar conductas supranormales y subnormales. Para referirse a aquéllas superiores a la media habló el estagirita de virtud heroica o divina; las conductas subhumanas son para él propiamente bestiales. Si todo ello es así, podría pensarse que la bestialidad de Aristóteles corresponde a la violencia de Cicerón, y la malicia o maldad del estagirita al fraude ciceroniano. En efecto, los animales desprovistos de razón sólo pueden ejercer violencia, ya que emplean su fuerza física, pero no se les puede acusar de maldad porque no tienen principios éticos que sean contrariados si causan algún daño. En cambio, el engaño supone un deliberado empleo de la inteligencia para defraudar, y en este sentido es "mal propio del hombre", no de la bestia. Pero hasta tal punto son pocos e insuficientes los indicios de que Dante haya querido establecer la correspondencia mencionada, que el intento de aplicar la distinción aristotélica a la Commedia ha dado lugar a las más extrañas hipótesis sin conducir a ningún resultado convincente. Lo más probable, por tanto, es que Dante haya invocado la distinción de Aristóteles entre incontinencia, malicia y bestialidad con el único propósito de fundamentar su mayor indulgencia para con los pecadores ubicados fuera de los muros de la ciudad de Dite, y no con la intención de proponer un criterio general para agrupar los pecados y sus penas en el infierno.

El purgatorio. Si el orden moral del infierno está determinado en la Commedia por las enseñanzas de Aristóteles y Cicerón, no ocurre lo mismo con la estructura del purgatorio, que se funda en la doctrina cristiana tradicional de los siete pecados capitales: soberbia, envidia, ira, acidia,

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avaricia (y prodigalidad), gula y lujuria. El purgatorio, en efecto, es un ámbito reservado exclusivamente para cristianos bautizados, con la notable excepción del pagano Catón de Útica, promovido al rango de guardián de este reino de ultratumba, y acaso también del troyano Rifeo, que de modo difícilmente explicable será hallado en el paraíso dantesco, por donde se podría presumir que en algún momento pasó por el purgatorio. En éste, a diferencia del infierno, no se trata de castigos infligidos por la comisión de pecados actuales, sino de la purificación de las inclinaciones pecaminosas de los espíritus, de un embellecimiento del alma para que pueda presentarse limpia ante su creador, para usar la imagen acuñada por Dante. Por el purgatorio pasan quienes han muerto en la gracia divina, para que completen su perfeccionamiento espiritual y puedan entrar al paraíso. Puesto que, según Dante, los seres humanos nacen con inclinaciones determinadas por el cielo (esto es, por los astros) y estas inclinaciones pueden desviarlos del camino de la virtud, la purificación en el purgatorio constituye una auténtica transformación espiritual de estos bienaventurados. Llamará posiblemente la atención que en la enumeración de los pecados capitales hayamos usado el término "acidia" en lugar del de "pereza" tradicionalmente empleado en castellano. Ello se explica porque suele entenderse por pereza la simple flojedad o retardo en la ejecución de cualquier tarea, en tanto que la acidia es el vicio capital consistente en la negligencia en los actos que tienden al bien espiritual para evitar el esfuerzo corporal que ellos demandan (Santo Tomás de Aquino, S. theol., I, q. 63, a. 2 ad 2; Ia IIae, q. 84, a. 4 co.; IIa IIae, q. 35, a. 1). Los autores medievales suelen insistir además en el hecho de que la acidia era muy común entre los monjes, lo cual probablemente se explica por el rigor de la vida monástica y de los "oficios", esto es, los deberes que eran inherentes a ésta en aquel tiempo. Así, pues, acidia y pereza no son lo mismo. ¿Y a cuál de ellas se refiere Dante al mencionar este pecado capital? En el lugar pertinente no dice "pereza" (pigrizia) sino explícitamente "acidia" (accidia: Purg., XVIII, 132). A pesar de la fundamental diferencia entre los criterios que determinan el ordenamiento moral entre uno y otro reinos, existen ciertos paralelismos entre las concepciones del infierno y del purgatorio en la Commedia. Por lo pronto, hay la idea de la gradación de las culpas según su mayor o menor gravedad, que se expresa en un claro simbolismo espacial: en ambos casos, lo más grave se expía o se purifica más abajo, esto es, en el mayor distanciamiento de la divinidad. En segundo lugar, hay en ambos casos la separación de los espíritus de acuerdo con la naturaleza ética de sus faltas; si en el infierno había círculos diferentes con diversos girones, fosas o zonas reservados para los pecadores, en el purgatorio las almas deben atravesar distintas cornisas o terrazas de la montaña correspondientes a las diferentes inclinaciones viciosas. En el infierno hay monstruosas figuras mitológicas que sirven de guardianes para los diversos círculos; en el purgatorio, las cornisas están custodiadas por ángeles cuya belleza y esplendor enceguecen a quien intenta contemplarlos. Con la arquitectura moral del infierno y del purgatorio se vincula el hecho de que el viaje ultramundano se realiza en ambos casos en direccciones opuestas: de arriba hacia abajo (es decir, de lo menos malo hacia lo peor) en el infierno, y de abajo hacia arriba (de lo menos puro hacia lo más limpio) en el purgatorio. El ingreso a las siete cornisas destinadas a la purificación de las inclinaciones pecaminosas va precedido del paso por un ámbito que los dantistas denominan el "antepurgatorio". Es un espacio del mundo ultramundano que se extiende desde la playa de la isla donde se encuentra la montaña del purgatorio hasta la entrada a la primera cornisa, destinada a la purificación de la soberbia. En el antepurgatorio se producen varios

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encuentros con diversos espíritus y los diálogos correspondientes. El relato de estas incidencias abarca los primeros ocho cantos del Purgatorio, es decir, más del doble y a veces el triple del espacio concedido a cada una de las faltas capitales. De manera análoga, después de recorridas las siete cornisas que constituyen el purgatorio propiamente tal, el peregrino Dante hace su ingreso al paraíso terrestre, adonde acceden los espíritus ya purificados, y a cuya descripción el autor Dante dedica siete cantos, esto es, más del doble del espacio concedido a cada una de las cornisas de la montaña. En suma, a la purificación de los pecados capitales precede un "antepurgatorio" donde no se expía ningún pecado capital, y sigue un paraíso terrestre donde todas las inclinaciones viciosas están ya purificadas; y estos dos ámbitos "heteróclitos" ocupan gran espacio en la segunda parte de la Commedia. Más adelante se examinará cuál es el probable significado de estas dos regiones ultramundanas en la teo-cosmología de Dante. Así como Dante había explicado el ordenamiento moral del infierno en el canto XI de la primera parte de su poema, también explicó la arquitectura moral del purgatorio en el canto XVII (vv. 91-139) de la parte correspondiente. No se refirió allí al antepurgatorio ni al paraíso terrestre, que por eso mismo pueden sugerir al lector múltiples preguntas de dudosa respuesta; en cambio, "dedujo" formalmente por qué son precisamente siete los siete pecados capitales. Dante se había formado, en cuanto pensador, "en las escuelas de los religiosos y en las disputas de los que filosofan" (Conv., II, xii [xiii], 7), donde debe de haber sido un muy buen alumno, adquiriendo allí sus conocimientos de teología y filosofía escolásticas; es decir, en su formación intelectual se empapó del racionalismo propio de la escolástica que iniciaba por aquellos años su proceso de decadencia. Por consiguiente, no ha de extrañarnos que su "deducción" de los pecados capitales parta de un principio agustiniano-tomista y proceda utilizando categorías aristotélicas: racionalismo puro. El principio que le sirve a Dante de punto de partida -y que informa, a nuestro juicio, la concepción total de la Commedia- se resume en la afirmación de Sto. Tomás de Aquino según la cual "todo agente, sea lo que fuere, realiza cualquier acción por algún amor" (S. theol., Ia IIae, q. 28, a. 6); de donde resulta que esser convene amor sementa in voi d'ogne virtute e d'ogne operazion che merta pene. (Purg., XVII, 103-105) ("por necesidad es el amor en vosotros [los vivos] la semilla de toda virtud y de toda acción que merece penas"). En el capítulo dedicado a estudiar la teoría del amor en Dante tendremos ocasión de mostrar cómo este principio trae su origen del pensamiento de San Agustín y durante la Edad Media se transmitió principalmente a través de las escuelas franciscanas. Las acciones que merecen penas son los pecados; éstos deben, pues, su origen a algún amor, sólo que a un amor desordenado, es decir, no ordenado hacia su fin propio, que es el bien. ¿Pero cómo es ello posible? ¿Cómo puede el amor conducirnos tanto hacia el bien como hacia el mal, en circunstancias de que es una pasión puesta en nuestra alma por el Creador precisamente para que experimentemos el deseo y aun la necesidad de unirnos con la fuente misma de todos los bienes, que es Dios? Para resolver esta dificultad recurre Dante a una distinción -que era, por lo demás, habitual en las escuelas- entre el amor natural (dilectio naturalis, appetitus naturalis) y el amor de elección (dilectio electiva), al que el poema llama amore d'animo (Purg., XVII, 91-93). El amor natural es aquel por el cual la creatura desea su perfección, de modo tal que la hace tender hacia su meta o fin en virtud de su propia naturaleza. Este amor natural, inclinación, apetito, instinto o como

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quiera llamárselo, es parte de la naturaleza de la creatura, le ha sido dado por Dios en el acto creador mismo y, por consiguiente, es siempre recto, no puede errar. Como dice Santo Tomás de Aquino, afirmar que la inclinación natural no es recta equivaldría a suprimir al autor de la naturaleza (S. theol., I, q. 60, a. 1 ad 3). Diferente es empero el caso del amor de elección. Mientras el amor natural es instintivo, en este otro caso el sujeto elige el objeto hacia el que tiende. Para poder elegirlo, tiene que conocerlo de algún modo y aprehender cuáles son los rasgos distintivos que lo definen; en el lenguaje escolástico, tiene que aprehender su forma. Este es un proceso intelectual del que resulta un apetito no natural sino racional que recibió el nombre de voluntad (voluntas) -aunque sería más adecuado hablar de "volición" si queremos referirnos a un impulso concreto y no a la facultad abstracta de la voluntad-. Ahora bien; en este proceso intelectual de aprehensión de la forma, la estimativa del sujeto puede errar y preferir un bien aparente a un bien auténtico. El bien aparente es lo que constituye un mal (Santo Tomás de Aquino, S. theol., Ia IIae, q. 27, a. 1 ad 1: "nunca se ama un mal si no es bajo la apariencia de un bien"). Aquí se oculta de nuevo un principio agustiniano: el mal no tiene realidad propia, no tiene mayor consistencia que una privación; es privación de bien, privatio boni, porque todo lo real, que ha sido creado por Dios, es bueno; en consecuencia, todo amor es necesariamente de algún bien, y sólo es posible errar en el modo de estimarlo. En este punto comienza Dante a distinguir y dividir. El amor de elección no yerra si se orienta hacia el bien primero, que es Dios -es decir, si está de acuerdo con el amor natural, ya que la creatura encuentra su perfección en su creador, o más precisamente, en la forma como éste la ha concebido-, y se mide en la búsqueda de los bienes secundarios (placer, alimento, dinero, honor, etc.) Esta medida por la cual el amor de elección se mide consiste en apetecer dichos bienes secundarios respetando el orden impuesto por la estructura misma del universo de bienes en cuanto éste es creación divina, de modo tal que el deseo de ellos no se oponga al deseo de someterse a la voluntad de Dios. Pero si el amor de elección yerra, su error puede tener un triple carácter: puede ser deseo del mal, esto es, de un bien tan sólo aparente; o deseo demasiado vehemente de un bien que, siendo real y no aparente, no merece ser apetecido con tanta fuerza; o deseo demasiado débil de un bien que debería ser buscado con mayor empeño (Purg., XVII, 94-102). Esto tiene, mutatis mutandis, su origen lejano en Aristóteles; el vicio, según el estagirita, es el exceso o la insuficiencia en la acción que sigue a un deseo recto de suyo. Tenemos, pues, tres clases de inclinaciones pecaminosas: el deseo del mal, el deseo deficiente de un bien espiritual (el deseo débil de un bien material no es vicio para el cristianismo), y el deseo excesivo de los bienes secundarios. ¿Cómo se llega desde aquí, sin embargo, a la determinación del conjunto de los siete pecados capitales? Nótese que esta pregunta es por un aspecto particular del amplio proceso de "cristianización" de Aristóteles, ejemplarmente culminado por Santo Tomás de Aquino, pues se trata de la derivación de la doctrina teológico-moral de los pecados capitales a partir de la teoría aristotélica de la virtud y el vicio morales. Si la ética del filósofo griego no sufrió acaso violencia al ser sometida a este proceso, es algo que no corresponde examinar aquí. Amar el mal de algo o de alguien significa odiar a ese algo o alguien. ¿A quién puede odiar un hombre? se pregunta Dante. Por lo pronto, no a sí mismo, porque el ser humano naturalmente ama el bien o la apariencia del bien; el amor, por su propia naturaleza, tiende hacia el bien real o aparente del sujeto que ama y no puede, en consecuencia, conducirlo a desear el propio mal. (Un hombre puede dañarse a sí mismo, pero sin desearlo y engañándose al creer que se procura un bien). Tampoco es posible en esta vida odiar a

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Dios, porque la creatura no subsiste por sí misma y su existencia depende del "ser primero", de modo que el odio a la divinidad significaría el odio al fundamento del propio ser y se reduciría al odio contra sí mismo, que es imposible. (En cambio, es lícito concebir que los condenados en el infierno odien a Dios y se odien a sí mismos, por la misma razón indicada; ellos podrían o deberían preferir la no existencia a la condenación y el sufrimiento eternos). En consecuencia, sólo se puede odiar o, lo que es lo mismo, amar el mal, del prójimo. (Purg., XVII, 106-113). Tres son los modos posibles de odiar al prójimo. Uno de ellos -el más grave- consiste en una aspiración a la propia excelencia obtenida mediante el rebajamiento del vecino; es la soberbia. Otro es el deseo de que el prójimo no prospere por estimar que su prosperidad va en detrimento propio; es la envidia. El tercero consiste en irritarse de tal modo por una injuria recibida que se anhela una venganza: la ira (Purg., XVII, 115-123). Si por ventura estas descripciones de los tres vicios mencionados no satisfacen, es de justicia advertir que Dante las tomó de Santo Tomás de Aquino o de alguno de sus discípulos; no son originales suyas. Vale la pena observar, sin embargo, cómo late bajo ellas la concepción agustiniana del amor al mal como deseo de un bien tan sólo aparente; en efecto, lo que el agente busca en el caso de estos tres vicios es su propio bien, sólo que mal entendido. La triple división anterior incluye los pecados capitales más graves, los que consisten en amor del mal. Los cuatro pecados restantes son amores mal medidos del bien, y por esa razón son menos graves. En primer lugar se encuentra el amor deficiente, débil y falto de vigor. Es claro que para Dante no podía haber vicio en el amor deficiente por los bienes materiales, que en la moral cristiana constituye más bien una virtud; la única insuficiencia que aquí tiene cabida es, por tanto, la del amor por los bienes espirituales y, en especial, por el bien supremo que cada cual aprehende confusamente y desea como el que ha de aquietar su espíritu (Purg., XVII, 127-132). Este pecado es la acidia, de la que ya se ha hablado. Los tres pecados capitales restantes no son explícitamente mencionados por el autor, pero los caracteriza como amores que se entregan de manera excesiva a la búsqueda de los bienes que no procuran una verdadera felicidad (Purg., XVII, 133-139). Este amor excesivo sólo puede serlo por bienes secundarios, ya que no es posible amar demasiado a Dios o a los bienes espirituales. Los bienes que aquí están siendo aludidos son el dinero, el alimento y el placer sensual; los vicios resultantes de amar estos bienes en demasía son la avaricia, la gula y la lujuria respectivamente. Así han quedado "deducidos" los pecados capitales que, en cuanto inclinaciones pecaminosas, se purifican en el purgatorio.

El significado del antepurgatorio. ¿Cuál es el significado profundo del "antepurgatorio"? Como lo insinúa el nombre que se le ha dado, constituye una suerte de antesala del purgatorio propiamente tal, un salón de espera para la operación de embellecimiento y purificación de las almas. Pero si éste fuera el único sentido de esta invención del autor, el antepurgatorio no tendría más que un valor anecdótico y sus episodios no pasarían de ser simples divertimenti poéticos puestos ahí por mero capricho o por exhibición de destreza literaria. Mas el poeta Dante no se permite jamás esta clase de licencias en la Commedia, un poema extraordinariamente bien amarrado en sí mismo hasta en sus menores detalles. La noción misma de un antepurgatorio no es teológica y constituye un hallazgo original de Dante. ¿Por qué la inventó? ¿Cuál puede ser el verdadero sentido de los ocho primeros cantos del Purgatorio?

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Como ya hemos podido comprobarlo, en la primera parte del poema, antes del ingreso a los círculos propiamente infernales pero después de haber cruzado la ominosa puerta que excluye toda esperanza para quienes pasen por ella, hay lo que los dantistas llaman el "vestíbulo" infernal. En él se encuentran las almas de los indecisos, de quienes no se comprometieron y no asumieron la tarea espiritual a que estaban llamados pero tampoco rehusaron explícita y claramente cumplirla. Frente a dicha renuncia y a la correspondiente ambigüedad espiritual que los caracteriza, de poco les sirvió no haber pecado. Puesto que no pecaron, no comparecen ante el juez Minos para que les indique a qué círculo del infierno les corresponde ir; en sentido estricto, el infierno no los recibe. Pero puesto que no asumieron su tarea y no respondieron al llamado del espíritu, tampoco tienen mérito alguno que les haga dignos de la salvación. Están en una suerte de suspenso, como si no hubieran vivido. De ellos, aclara Virgilio, ni siquiera vale la pena hablar. No es ésta, ciertamente, la condición de los espíritus del antepurgatorio. Éstos se han salvado, pero aún no tienen acceso al inicio del proceso de su purificación. Hay, por tanto, algo que los mantiene retenidos y les impide, aun después de la muerte, prepararse para la beatitud eterna. ¿Una falta en que incurrieron durante su vida? Sin duda. Ésta suele ser designada como negligencia. En este ámbito se encuentran, en efecto, los espíritus de personajes excomulgados, que no podrán ingresar al purgatorio por treinta veces el tiempo que vivieron fuera de la comunión de la Iglesia, y almas que se convirtieron sólo en el momento de morir, pues vivieron distraídas por preocupaciones terrenales; estas almas deberán esperar un tiempo equivalente al de sus vidas antes de que se las admita a iniciar su purificación.46 Pero no se trata tan sólo de una negligencia respecto del deber espiritual. También se encuentran en el antepurgatorio diversos príncipes y gobernantes, entre ellos el emperador Rodolfo I de Habsburgo, quien se abstuvo de establecer su gobierno en Italia descuidando de este modo, a juicio de Dante, el cumplimiento de su deber, y que todavía en el otro mundo da señales "de haber desatendido lo que debía hacer" (Purg., VII, 91-92). Pero es necesario determinar con mayor precisión la naturaleza de esta particular actitud espiritual de negligencia. Ella no es, como ya se ha comprobado, la indecisión y falta de compromiso que se castiga en el vestíbulo del infierno. Tampoco se confunde con la acidia, que en cuanto pecado parece expiarse en el círculo quinto del infierno (Inf., VII, 121-123) y en cuanto inclinación viciosa se purifica en la cuarta cornisa del purgatorio (Purg., XVII, 127-132). La acidia es definida por Santo Tomás de Aquino como una forma de tristitia consistente en una falta de interés por el bien espiritual; y las descripciones que los autores medievales nos han dejado de esta disposición anímica nos hacen pensar más bien en lo que en alguna época se llamó melancolía y hoy suele designarse como depresión endógena. En efecto, San Buenaventura dice que la acidia "deprime de tal manera el ánimo de un hombre que a éste no le place hacer nada, ni menos lo que es un bien espiritual"; y para Cesario de Heisterbach "la acidia es una tristeza nacida de una confusión del alma, o bien un tedio y amargura inmoderada del ánimo, por la que se extingue la alegría espiritual y el alma se transforma ella misma en un abismo de desesperación".47 Pero estas descripciones no

46 No hay que confundir, sin embargo, la situación de estas almas con la de aquellas otras que, a pesar de no estar condenadas al infierno, no son admitidas aún en las playas de la isla del purgatorio y vagan presumiblemente por la Tierra, sin que Dante nos explique cómo ni por qué; cfr. al respecto Purg., II, 91-105. Resulta superfluo advertir que esta otra condición de las almas es también pura invención de Dante y no tiene el menor fundamento en las doctrinas ni en las tradiciones de la Iglesia. 47 Cit. por H. Gmelin, Die göttliche Komödie, Kommentar, I, Stuttgart 1954, pag. 149. Cfr. también, de Santo Tomás de Aquino, S. theol., IIa II ae, q. 35, a. 1, y De malo, q. 11, a. 1.

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concuerdan con los caracteres de los personajes con que Dante finge encuentros en el antepurgatorio. No se trata aquí, pues, de acidia. La ubicación del antepurgatorio dentro de la arquitectura de la segunda parte de la Commedia, a los pies de la montaña del purgatorio y bajo la cornisa de los soberbios, podría indicar, empero, que acaso se purifica en él una falta más grave que la acidia y que todos los restantes pecados capitales. Para los que en vida fueron excomulgados, esa falta se agrava en proporción al tiempo que tardaron en reconciliarse con la Iglesia. Tanto en el caso de éstos como en el de quienes esperaron hasta el último momento para arrepentirse, hay una clara procrastinación de su conversión. No se trata, por cierto, de un rechazo absoluto y definitivo de la gracia, pues si así fuera estos espíritus se encontrarían en el infierno, sino tan sólo de una postergación de su aceptación con la correspondiente transformación de la vida. La Edad Media conocía muy bien esta actitud espiritual, que había sido descrita paradigmáticamente por San Agustín cuando confiesa que le pedía a Dios: "Dame la castidad y la continencia, pero no todavía" (Cfr. Confess., VIII, v, ss.). ¿Cómo se explica, empero, esta procrastinación? Si no se ha perdido la voluntad de salvarse, ¿cuál es la causa de la postergación del cambio de vida? San Agustín se preguntaba ya entonces cómo es posible que cuando el alma manda al cuerpo éste obedezca de inmediato, pero cuando el alma se manda a sí misma ella suele no obedecer. A él lo retenían, dice, fruslerías y vanidades, antiguas amigas suyas (nugae nugarum et vanitates vanitatium, antiquae amicae meae). ¿Qué es lo que retiene según Dante a estos espíritus culpables de procrastinar su conversión? Para determinarlo es preciso fijar la atención en el contenido de los ocho primeros cantos del Purgatorio. Si es verdad que la Commedia es un clásico y que, como tal, es capaz de responder a las preguntas que le dirige el lector, estos primeros cantos deberían ilustrarnos acerca de tal cuestión. Una vez llegados Dante y Virgilio a las playas de la isla donde se halla la montaña del purgatorio, tienen un primer encuentro con la noble figura de Catón de Útica en su función de guardián de este reino ultramundano. Las palabras que intercambian el anciano y los peregrinos están llenas de cortesía, de serena paz y dignidad. (Vale la pena comparar los corteses discursos que tienen lugar en el purgatorio con los diálogos cortantes y violentos, así como también con el vocabulario hosco y a veces hasta vulgar, que se escuchan en las profundidades del infierno). A continuación de dicho encuentro se nos describe la llegada a la playa de una nave conducida por un ángel, de la que desembarcan numerosos espíritus entonando un salmo. Desde ahora en adelante la música y el canto serán un elemento fundamental en la imaginería del purgatorio dantesco. En las almas recién llegadas se advierte ya una cierta leve inclinación a la negligencia respecto del cumplimiento de su deber fundamental, que es en estas circunstancias su propia purificación; en efecto, al reparar en el aspecto del peregrino Dante, que con su corporeidad delata su condición de ser aún viviente, [...] al viso mio s'affisar quelle anime fortunate tutte quante, quasi oblïando d'ire a farsi belle. (Purg., II, 73-75) ("[...] todas aquellas almas afortunadas fijaron su vista en mi rostro, como olvidadas de ir a embellecerse"). En medio de este grupo de almas se encuentra la sombra del músico Casella, quien había sido en vida amigo de Dante. Accediendo a un ruego de este último, Casella entona dulcemente una canción cuyo texto había sido escrito por el poeta y para la cual presumiblemente él mismo compuso la música. (Una "canción" o canzone era una

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composición lírica formada por endecasílabos y heptasílabos de rima consonante y destinada a ser puesta en música y cantada). Esta canción en particular (Amor che ne la mente mi ragiona) tiene por tema el amor y es, en su sentido literal, la alabanza de una dama, pero el elogio de la filosofía en su sentido alegórico. Los peregrinos y los restantes espíritus se detienen a escuchar extasiados, lo que hace necesaria la súbita irrupción del anciano Catón, quien les reprocha su morosidad y los estimula a correr para purificarse: Che è ciò, spiriti lenti? qual negligenza, quale stare è questo? Correte al monte a spogliarvi lo scoglio ch'esser non lascia a voi Dio manifesto. (Purg., II, 120-123) ("Qué ¿es esto, espíritus lentos? ¿Qué negligencia, qué demora es esta? Corred al monte a despojaros de la mugre que no deja que Dios se os manifieste"). Al escuchar estas palabras, las almas se dispersan rápidamente, como palomas atemorizadas. Ha habido una culpa en este demorarse para gozar de la belleza de la música y de la poesía, y aun el mismo Virgilio parece descontento de sí mismo por haberse detenido a escuchar a Casella (Purg., III, 7). Más adelante se produce el encuentro con Belacqua, un luthier, fabricante de instrumentos musicales célebre por su indolencia, quien postergó hasta el último momento su conversión "a los buenos suspiros". Él se encuentra perezosamente sentado a la orilla del camino, abrazándose las rodillas y ocultando entre ellas el rostro, ofreciendo una figura de hombre muy cansado. "¿Qué se gana con subir?", responde a la pregunta que se le dirige; él deberá permanecer necesariamente en ese lugar tantos años como los que duró su vida (Purg., IV, 127 ss.). El diálogo está aquí lleno de referencias y alusiones a pereza, cansancio y negligencia. Y si al encuentro con el músico siguió el del luthier, que hace posible la ejecución musical, también comparece un distinguido poeta, el trovador Sordello de Mantua, quien escribió en provenzal, la lengua en que se compuso la mejor lírica medieval anterior al dolce stil novo, la escuela del propio Dante durante su juventud. Otro de los personajes que los peregrinos encuentran en el antepurgatorio es Manfredo, hijo natural del emperador Federico II; "rubio, bello y de noble aspecto" al decir de Dante (Purg., III, 107), el cronista Giovanni Villani lo describe como hombre rico, refinado y distinguido, músico y cantante, generoso, cortés y benevolente, que vivía entregado a los placeres rodeado de juglares, cortesanos y bellas concubinas, y era amado por quienes le conocían. En este ámbito del purgatorio predomina la morosidad. Un grupo de almas avanza hacia los peregrinos moviendo los pies con tal lentitud que las sombras parecen estar inmóviles (Purg., III, 58-60). La morosidad consiste en dejar pasar el tiempo sin aprovecharlo debidamente, y cuando esta actitud llega al extremo de postergar tareas que requieren ser cumplidas, hablamos de procrastinación. ¿Se trata de un nuevo pecado capital descubierto por Dante? Si lo fuera, y atendiendo al hecho de que él retiene a las almas sin permitirles el acceso a las cornisas donde llevarán a cabo la purificación de los pecados capitales tradicionalmente reconocidos, debería talvez ser considerado como una falta particularmente grave. Sin embargo, en el antepurgatorio no hay martirios purificadores; allí, empero, "el tiempo se rescata con el tiempo", y el dolor que purifica -si es que es tal- consiste en tener que esperar para acceder al "dulce ajenjo de los martirios" que nos reconcilia con Dios (Purg., XXIII, 79-87). Ciertamente, Dante ha empleado aquí con su maestría habitual la técnica del contrapaso. Estas almas postergaron su conversión, y por ello ven ahora postergado el cumplimiento cabal de su salvación.

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La perplejidad aumenta, pues. Las almas en el antepurgatorio no están expiando ningún pecado en particular, no se están purificando de falta alguna ni de disposiciones pecaminosas concretas, pero están impedidas de prepararse para ingresar al paraíso porque aún no son dignas de ver a Dios. ¿Por qué y en qué sentido no lo son? Dante no dejó de explicarnos la psicología de la procrastinación en el ámbito del antepurgatorio: Quando per dilettanze o ver per doglie, che alcuna virtù nostra comprenda, l'anima bene ad essa si raccoglie, par ch'a nulla potenza più intenda [...] .................................................. E però, quando s'ode cosa o vede che tegna forte a sé l'anima volta, vassene 'l tempo e l'uom non se n'avvede [...] (Purg., IV, 1-9) ("Cuando el alma se concentra en alguna capacidad suya comprometida por deleites o dolores, parece no atender a ninguna de sus otras potencias [...] Por eso, cuando se ve o se escucha algo que atrae fuertemente al alma, el tiempo pasa sin que el hombre lo advierta [...] ") De donde resulta obviamente que [ ..] sempre l'omo in cui pensier rampolla sovra pensier, da sé dilunga il segno, perché la foga l'un de l'altro insolla. (Purg., V, 16-18) ("[..] el hombre en quien un pensamiento brota sobreponiéndose a otro pensamiento, aleja siempre de sí la meta, porque uno de ellos debilita la vehemencia del otro"). ¿Cuál es, sin embargo, en el caso de esta procrastinación, el pensamiento capaz de restar fuerza a aquel otro que se pone como meta la salvación de la propia alma? Tiene que ser un pensamiento de gran atractivo y poder para que pueda apartar a los hombres de una meta tan importante como lo es su propia salvación. Pero su fuerza, a la vez, no puede ser tan grande que efectúe un alejamiento definitivo de los hombres respecto de su meta última. Él se opone a la salvación, pero no alcanza a operar la condenación del ser humano. Por otra parte, es de otra naturaleza que un pecado capital en sentido estricto, puesto que su superación se realiza fuera de las siete cornisas del purgatorio propiamente tales y sin que medie una verdadera purificación. Pensamos que, a pesar de la aparente dificultad para identificar esta condición de las almas, el texto de la Commedia ofrece las claves necesarias para determinar su sentido y significación. De entre la multitud de personajes cuyas almas pueblan el antepurgatorio, Dante ha escogido unos pocos para entablar diálogos con ellos: Casella, Belacqua, Sordello, Manfredo. Ellos representan de alguna manera un mundo en que no caben la vulgaridad ni la grosería; es un mundo de cultura, de refinamiento y de belleza, de finos matices y delicados sentimientos. En él no hay maldad, pues si la hubiera se hallaría condenado en el infierno, pero él retiene a estos espíritus y les impide correr a gozar de la visión de Dios. ¿Cuál es el elemento de este mundo que se yergue como un estorbo para la purificación de estas almas nobles que ya pueden contar con la eterna beatitud? La respuesta, a mi entender, está contenida en el canto VIII del Purgatorio; y para que al lector no le pase inadvertida, el poeta hace un expreso llamado a reparar en ella: Aguzza qui, lettor, ben li occhi al vero, ché 'l velo è ora ben tanto sotile,

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certo che 'l trapassar dentro è leggero. (Purg., VIII, 19-21) ("Lector, clava bien la vista aquí en la verdad, porque el velo es ahora tan sutil que es ciertamente fácil penetrarlo"). La referencia es a la interpretación alegórica que Dante pedía para su gran poema (Epist. XIII, 20-22 [X, 7]), según la cual en la composición poética se oculta una verdad bajo el velo de la fábula que constituye su sentido literal. Es preciso, pues, examinar en primer término la letra de este canto para encontrar el sentido oculto bajo ella. El canto se abre con dos tercetos que, leídos en italiano, poseen una delicadísima belleza y que podrían exhibirse como la lírica más subjetiva, melancólica y "romántica" (valga el anacronismo) jamás escrita por Dante, algo completamente ajeno a su estilo habitual: Era già l'ora che volge il disio ai navicanti e 'ntenerisce il core lo dì c'han detto ai dolci amici addio; e che lo novo peregrin d'amore punge, se ode squilla di lontano che paia il giorno pianger che si more [...] (Purg., VIII, 1-6) ("Era ya la hora que muda el anhelo de los navegantes y enternece su corazón el día en que han dicho adiós a sus dulces amigos, y en que el nuevo peregrino se siente herido de amor si escucha a lo lejos una campana que parece llorar el día que se muere [...] "). En la serenidad idílica del atardecer, en que puede oírse el lejano tañer de campanas que llaman al rezo de las completas, una de las almas, pronto seguida por las otras, comienza a entonar el Te lucis ante. El himno, generalmente atribuido a San Ambrosio, dice lo siguiente: Te lucis ante terminum, rerum Creator, poscimus, ut pro tua clementia sis praesul et custodia. Procul recedant somnia, et noctium phantasmata; hostemque nostrum comprime, ne polluantur corpora. Praesta, Pater piissime, Patrique compar Unice, cum Spiritu Paraclito regnans per omne saeculum. ("Antes del término de la luz te rogamos, Creador de todas las cosas, que por tu clemencia seas nuestro guía y nuestro guardián. Aléjense los sueños y los fantasmas de la noche; reprime a nuestro enemigo para que nuestros cuerpos no se manchen. Ayúdanos, Padre piadosísimo, y Unigénito igual al Padre, que con el Espíritu Paráclito reinas por todos los siglos"). Se trata, como puede apreciarse, de una oración que pide protección contra las tentaciones nocturnas, y que la liturgia reza precisamente al atardecer. Ante esta plegaria, dos ángeles descienden del cielo blandiendo espadas de fuego y hacen huir a una serpiente que avanzaba insidiosamente oculta entre las hierbas y las flores, "acaso como la que dio a Eva el amargo alimento" (Purg., VIII, 99). Es la serpiente del libro del Génesis, la tentación que asaltó a los primeros padres y contra la cual los ángeles mismos defenderán ahora a las almas llamadas a ver a Dios. Con ello, el velo de la alegoría se descorre. La nobleza del mundo representado por las almas que Dante el peregrino encuentra en el antepurgatorio, la belleza de la poesía y de la música, la melancolía del

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atardecer con sus múltiples atractivos, son ellas todas portadoras de la tentación.48 ¿Cómo así, empero? ¿No son la cultura, la belleza y la nobleza valores positivos? ¿Por qué entonces las asocia Dante con la tentación nocturna y con la serpiente bíblica? Es posible, a mi juicio, proponer una respuesta a estas preguntas si se tiene presente la fuerte impronta agustiniana que caracteriza a los principios o fundamentos del pensamiento de Dante. El discurso del poeta es escolástico y marcadamente aristotélico-tomista, pero sus premisas básicas son agustinianas. Y hay un pasaje de San Agustín que, aplicado a los personajes hallados en el antepurgatorio, podría explicar perfectamente la actitud espiritual que caracterizó a sus vidas en la tierra y la naturaleza de su particular procrastinación. Después de haber establecido la diferencia entre el "usar" (uti) y el "gozar" (frui), dice Agustín: "Del mismo modo que si fuésemos peregrinos incapaces de vivir felices fuera de la patria y desgraciados en nuestra peregrinación, y deseosos de poner fin a nuestra desgracia quisiéramos regresar a la patria, para lo cual sería necesario que usásemos de vehículos terrestres o marítimos con el fin de poder llegar a la patria que ha de ser gozada; y así como si la amenidad del camino y el viaje mismo nos deleitaran de tal modo que, dados a gozar de estas cosas que deberíamos usar, no quisiéramos ya llegar rápidamente y, envueltos por atractivos que nos desviaran, quedásemos extrañados de la patria cuyo agrado nos habría hecho felices; asimismo, peregrinando desde el Señor en esta vida de mortalidad, si queremos volver a la patria en que podamos ser felices, debemos usar de este mundo, mas no gozarlo; para que las cosas invisibles de Dios sean contempladas y entendidas por intermedio de lo que ha sido creado, esto es, para que desde lo corporal y lo temporal aprehendamos lo eterno y lo espiritual" (De doctr. christ., I, iv, 4). El pensamiento agustiniano es claro. El cristiano debería "usar" el mundo temporal para que sus bellezas y excelencias le revelen las cosas invisibles de Dios y de este modo pueda alcanzar la vida eterna en el mundo del espíritu. Siendo ello así, el amor a las cosas temporales por sí mismas, que nos permite "gozarlas" por lo que ellas son, sólo nos desvía del camino hacia la vida eterna. La cultura, la ciencia y el arte, el refinamiento y la belleza, la política en cuanto conducción de los hombres hacia el bien común, tienen ciertamente valor positivo según San Agustín, pero su valor no es absoluto. La entrega a estas actividades como si fuesen fines y no en cuanto simples medios para la salvación equivale a la procrastinación de los esfuerzos humanos para alcanzar la vida eterna. Es dejarse arrastrar por la "seducción del mundo" olvidando el llamado de Dios. Y no es que las almas en esta condición hayan rechazado el llamado divino, renunciando deliberadamente a su salvación -que es el caso de las que se han condenado al infierno- sino que simplemente han postergado su respuesta al llamado, ocupadas como estaban en atender a otras solicitaciones. El hombre medieval era diferente del moderno. Para el hombre de hoy, su vida en este mundo es el don más valioso que debe resguardar, defender y desarrollar en todas sus dimensiones y haciendo uso de todos los medios a su alcance para lograrlo. El hombre medieval, en cambio, se consideraba peregrino en este valle de lágrimas en que todo pasa y se corrompe, y creía que su verdadera y auténtica existencia era la que viviría en el otro

48 También H.-I. Marrou (Un ange déchu, un ange pourtant..., en VV.AA. Satan, Desclée de Brouwer & Cie., 1948, pp. 28 ss.) ha señalado cómo en la pintura de las catacumbas, durante los primeros siglos cristianos, el demonio tentador solía ser representado como un apuesto joven de hermosas facciones, y cómo esos bellos rostros fueron borrados posteriormente por fieles piadosos que prefirieron asociar el mal con la fealdad y no con la belleza.

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mundo. Por eso, su conversión religiosa no podía ser para él un asunto secundario ni dependiente de oportunidades favorables, y la procrastinación de ésta debía ser necesariamente considerada, en un juicio objetivo, como una grave abdicación temporal de lo que constituye la más alta dignidad y la mejor alternativa del hombre. Si Dante ha tenido estas consideraciones ante la vista del alma mientras escribía su poema, se explica adecuadamente, a mi entender, su concepción del antepurgatorio como un ámbito destinado a aquellas almas que obraron bien en la vida, pero no impulsadas de manera prioritaria por el deseo de unirse con Dios sino por amor del bien encarnado en las manifestaciones temporales del valor mundano. Si ellas postergaron el momento de su conversión, esto es, si no desearon a Dios con la vehemencia necesaria para no dejarse distraer por otras motivaciones, aun cuando éstas no hayan sido malas de suyo, es preciso que ahora esperen el momento en que su deseo haya despertado y crecido de tal manera que las deje aptas para iniciar voluntariamente y sin violencia contra sí mismas el proceso de su purificación. Si en vida fallaron en este respecto, ahora les será preciso en cierto modo vivir de nuevo, pero esta vez no bastará que vivan bien sino que han de vivir cristianamente, y esto se simboliza en el hecho de que deben permanecer en el antepurgatorio un tiempo igual al de sus vidas en la tierra o proporcional al tiempo que permanecieron excluidas de la comunión de la Iglesia. De este modo, habrán logrado llenar el vacío de una vida que, sin perseguir el mal, se afanaba únicamente tras bienes secundarios, descuidando la búsqueda del bien supremo, el único que puede satisfacer toda aspiración humana.

El significado del paraíso terrestre. De diferente naturaleza son las preguntas que sugiere la concepción dantesca del paraíso terrestre. Si ya era una novedad en la literatura religiosa medieval sustituir el tradicional fuego purificador del purgatorio por el ascenso de una montaña completamente circundada por el océano austral y escalonada de tal modo que en cada terraza se purificaba un pecado capital diferente, mayor novedad aún era colocar en su cima el paraíso terrenal, el lugar donde Dios había creado a los padres de todo el género humano, y hacer del paso por éste el tránsito obligado para las almas que, ya purificadas de sus imperfecciones, se aprontan para gozar de la bienaventuranza eterna. En este punto quisiera insistir en el principio hermenéutico de que nada hay en la Commedia que no tenga una razón de ser, de que todo debería poder explicarse por principios no triviales, aun cuando Dante no siempre los haya puesto en manifiesto y haya optado por dejarnos en la perplejidad respecto de ellos, o aunque nosotros mismos no seamos capaces de asir plenamente su significado. Es pertinente, en consecuencia, preguntarse por el sentido del paraíso terrenal, que desempeña una función tan prominente en la Commedia, rastreando los indicios que el autor nos ha dejado acerca de él en varias de sus obras. Ya se ha aludido al hecho de que el paraíso terrestre posee una significación importante en la obra de nuestro autor. En su tratado De monarchia (III, xvi [xv]) es el símbolo del logro de la felicidad temporal, y ésta es uno de los dos fines últimos que todos los hombres persiguen durante su existencia. Al sostener esta tesis, Dante se colocaba en una posición filosófica altamente original y a todas luces contraria a la tradición aristotélico-tomista en que había sido formado, ya que para dicha tradición existe una y sólo una finalidad última para la vida del hombre, un fin espiritual, y no dos, uno espiritual y otro temporal, como afirma Dante.

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La felicidad temporal (beatitudo huius vite, felicitas temporalis) simbolizada por el paraíso terrestre se alcanza, según el poeta, por el ejercicio de las virtudes morales e intelectuales (es decir, las virtudes reconocidas y encomiadas por el pagano Aristóteles) bajo la guía del emperador (esto es, de la máxima autoridad política). Lo cual es consistente con el aristotelismo, porque la disciplina ética que investiga las virtudes morales e intelectuales depende, según el estagirita, de la ciencia política y conduce hacia ella. Lo dicho significaría, al parecer, que el paraíso terrestre representa en el De monarchia el cumplimiento cabal de las aspiraciones de los seres humanos en la dimensión social y comunitaria de sus vidas; y en el caso particular del hombre Dante en cuanto persona individual, simbolizaría concretamente la superación de la pobreza, del anonimato y de las otras adversidades propias del exilio, la satisfacción de su anhelo permanente de retorno a la patria, la realización de la esperanza de justicia, de unidad y de paz para Italia bajo el gobierno imperial, y la justificación del anticlericalismo político que se acentuaba progresivamente en su espíritu. A esta felicidad temporal se opone, sin negarla, la de la vida eterna (beatitudo vite eterne), entendida como el paraíso celestial, que constituye el fin último espiritual de la vida. Dante fundamenta esta duplicidad de fines en la doble naturaleza, corporal y espiritual, del ser humano, puesto que toda naturaleza está ordenada a un fin último que le es propio. Ambas felicidades son metas diversas (diverse conclusiones), y por ello se las alcanza, a través de diferentes medios y ejerciendo distintas virtudes, bajo la conducción de dos diferentes guías: el sumo pontífice para que conduzca al género humano hacia la vida eterna, y el emperador para que lo enderece hacia la felicidad temporal. De aquí dedujo Dante la independencia recíproca de los poderes del papa y del emperador: ninguno de ambos tiene una autoridad tal que le permita intervenir en la jurisdicción del otro. Si toda autoridad procede de Dios, ésta desciende directamente tanto sobre el emperador como sobre el papa, de modo que el papado no es mediador para la concesión de la dignidad imperial. No corresponde, pues, al pontífice determinar a quién ha de otorgar la corona y a quién no, así como tampoco deponer a los emperadores; aun los príncipes electores en rigor no eligen al emperador sino que sirven tan sólo de instrumentos para manifestar la voluntad divina. Análogamente (si bien Dante guardó silencio sobre este punto, ya que el De monarchia es un escrito que indudablemente quiso influir en las circunstancias concretas de su momento histórico, y por tanto políticamente sesgado) tampoco debería serle lícito al emperador intervenir en la elección papal. Estas consecuencias eran revolucionarias, ya que, como es sabido, ambas restricciones fueron notoriamente ajenas a las prácticas políticas de papas y emperadores durante la Edad Media. Todo esto con respecto al paraíso terrestre tal como es presentado en el tratado De monarchia. Pero en la Commedia, en cambio, toda esta interpretación política del paraíso terrestre, entendido como símbolo de la felicidad temporal alcanzada bajo la guía de un emperador independiente del papado, ha desaparecido por completo y sólo parece posible colegir para él un significado puramente espiritual. El paraíso terrestre es la culminación de un proceso de purificación de las inclinaciones pecaminosas que se han manifestado durante la vida de las personas. Supone que las siete inclinaciones viciosas ya han sido eliminadas, una a una, de los espíritus penitentes. En el caso del peregrino Dante, un ángel había inscrito siete veces en su frente la letra P, símbolo del pecado, cuando él iba a iniciar su ascenso por las siete cornisas, y estas letras le fueron siendo borradas sucesivamente por los ángeles guardianes de las diferentes cornisas a medida que él iba cumpliendo su simbólica purificación. Después de superada la séptima cornisa de la montaña del

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purgatorio, donde se borra ya el último pecado capital, el peregrino se encuentra en el paraíso terrenal, el lugar deleitoso que el Sumo Bien dio al hombre en prenda de paz eterna (Purg., XXVIII, 91-93). A él se accede a través de la meditación y la penitencia, como un paso en el proceso de la salvación que conduce a la vida perdurable. Virgilio, el cantor y fundador poético del Imperio romano, ya no es capaz de discernir nada en este ámbito que pertenece por entero a la espiritualidad cristiana (Purg., XXVII, 128-9). Dos ríos de origen sobrenatural fluyen en el paraíso terrestre: el Leteo (del griego lethe, olvido), cuyas aguas borran todo recuerdo de los pecados cometidos, y el Éunoe (del griego eunoia, benevolencia), que tiene la propiedad de restituir y estimular la memoria del bien que se ha hecho durante la vida en la tierra. Allí se produce la súbita desaparición de Virgilio y el espectacular encuentro con Beatriz convertida en santa, conducida en un carro arrastrado por el mismo Cristo, en medio de una solemne procesión que representa a la cristiandad. Ante Beatriz siente Dante renacer el amor puro y cuasi místico de su juventud, pero deberá hacer confesión general de los errores de su vida pasada para luego ser sumergido en las aguas de los ríos Leteo y Éunoe. Es claro que todo ello simboliza un proceso puramente espiritual y carente de toda significación política. La perspectiva con que el paraíso terrenal es visto en la Commedia se muestra muy diferente de la que predominaba en el De monarchia. En el paraíso terrestre le es dado al viajero Dante contemplar la más extraordinaria y espectacular procesión, cargada de motivos simbólicos. Es un desfile de figuras alegóricas cuyos significados están tomados en su mayoría, si bien no exclusivamente, de la Escritura. En la descripción que de ella sigue prescindiremos, en aras de la brevedad, de numerosos detalles que no dejan de ser significativos y que deben ser tomados en consideración en una lectura atenta del poema. En primer término se muestran siete enormes candelabros de oro que avanzan lentamente y que simbolizan a los siete "espíritus de Dios" (los dones del Espíritu Santo); en el libro del Apocalipsis ellos preceden en la visión profética a la venida de Cristo. Las llamas de las antorchas que llevan los candelabros, proyectándose hacia atrás, forman una suerte de palio o dosel bajo el cual avanzan veinticuatro ancianos vestidos de blanco, el color que simboliza a la fe; ellos representan a los veinticuatro libros del Antiguo Testamento según el canon de San Jerónimo. A continuación vienen cuatro animales coronados con ramas verdes, color de la esperanza; cada uno tiene seis alas y las plumas de las alas llenas de ojos; son, de acuerdo con el simbolismo tradicional, los cuatro evangelios. En medio de los cuatro animales, un grifo arrastra un carro triunfal de dos ruedas, semejante a los utilizados en los antiguos triunfos romanos; sólo que este carro viene vacío. El grifo es un animal fabuloso que posee cuerpo de león y cabeza y alas de águila; en la Edad Media se consideró que simbolizaba a Cristo, que reúne en una sola persona dos naturalezas, la divina y la humana. El carro arrastrado por el grifo es, por cierto, la Iglesia. A un lado del carro danzan tres mujeres, las virtudes teológicas: una roja (la caridad), una verde (la esperanza) y otra blanca (la fe). Al otro lado de él danzan cuatro doncellas, las virtudes cardinales: prudencia, templanza, justicia y fortaleza. Mientras la caridad dirige el baile de las virtudes teológicas, la prudencia, es decir, la virtud consistente en la sabiduría práctica, representada aquí con tres ojos en la frente, hace lo propio para las virtudes cardinales. A estas danzarinas y al carro siguen figuras de ancianos coronados con el color rojo de la caridad. Uno de ellos, con aspecto de ser descendiente de Hipócrates, es el médico San Lucas en cuanto autor de los Hechos de los Apóstoles; otro, que lleva una espada en la mano, representa tradicionalmente a San Pablo. Detrás de ellos vienen otros cuatro de humilde apariencia, los autores de las llamadas "epístolas católicas" (Santiago,

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Pedro, Judas y Juan). Cierra la procesión otro anciano que avanza durmiendo, San Juan como el visionario del Apocalipsis. Pero tal como en el caso del Antiguo Testamento, son los libros y no sus autores quienes aquí están simbolizados. Una vez que ya ha desfilado ante los ojos estupefactos del peregrino Dante, la procesión se detiene y todos sus integrantes se vuelven hacia el carro. Recordemos que es un carro triunfal, pero está vacío. ¿Dónde está el triunfador? ¿De quién es el triunfo al que está destinado? Si la Escritura toda -los Testamentos antiguo y nuevo- dirige su mirada hacia el carro, aun el lector menos advertido esperaría que en este punto se produjera el advenimiento de Cristo. Pero Cristo ya está ahí, bajo la figura del grifo. Y sorprendentemente -aun cuando sea una sorpresa que ya había sido anunciada por Virgilio en reiteradas oportunidades- es Beatriz quien comparece vestida con los colores de la fe, la esperanza y la caridad, y ocupa el carro triunfal vacío. Sorprendentemente, digo, porque esta Beatriz es la misma muchacha florentina de quien Dante el poeta se había enamorado en su juventud y de quien Dante el peregrino puede decir ahora, al verla nuevamente: "por una oculta virtud que de ella procedía, mi espíritu sintió toda la gran fuerza del antiguo amor" (Purg., XXX, 34-39). Esta recuperación y revitalización del erotismo juvenil propio del mundo caduco de aquí abajo se vincula en el poema, de manera casi natural, no sólo con la elevación de Beatriz al rango de una santa que goza de la visión de Dios en el paraíso (una decisión personal de Dante, de ningún modo permitida ni sancionada por la Iglesia), sino además con la exaltación de la muchacha a personificación de la gracia o de la revelación o de la sabiduría divinas, o al menos de la teología, como quieren algunos intérpretes. ¿No nos movemos así en el borde de la blasfemia, si no talvez de la herejía? Pero en esta Beatriz de la Commedia se realiza en concreto la palabra de San Pablo: las cosas invisibles de Dios se dan a conocer entre los hombres a través de sus creaturas. Beatriz es personaje real, histórico y perecedero, y a la vez símbolo de cosas trascendentes propias del mundo de lo eterno. Allí, en el otro mundo y después de muerta, puede exhibir abiertamente su doble carácter, que Dante el poeta había barruntado confusamente en el tiempo de sus amores relatados en la Vita Nuova, y que ahora resulta manifiesto para Dante el peregrino en el paraíso terrenal. De este doble significado de los personajes y episodios de la Commedia se hablará más detenidamente al tratar del concepto de poesía en la obra de Dante. Sigue el episodio de la "confesión general" que debe hacer el personaje Dante ante Beatriz, quien ha de cumplir aquí la función del juez que reprende al penitente y le reprocha sus faltas. A continuación viene una suerte de dramatización alegórica de la historia de la Iglesia cristiana. La procesión se mueve hasta un lugar donde hay un enorme árbol seco; es el árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol del fruto prohibido, ocasión de que la muerte alcanzara a Adán y a toda su descendencia. El grifo (Cristo) ata la lanza del carro (que representa a la Iglesia) al tronco del árbol. La lanza del carro simboliza aquí a la cruz de Cristo, que había sido hecha, según la tradición medieval, con la madera del árbol prohibido de la ciencia. Al contacto con la lanza, el árbol reverdece; la redención ha devuelto la vida al género humano. Pero un águila (símbolo del Imperio) desciende a través del follaje del árbol abalanzándose sobre el carro y golpeándolo duramente (las persecuciones a la Iglesia ordenadas por los emperadores romanos). Luego, una zorra (la herejía, y talvez principalmente el gnosticismo) ataca a su vez al carro, pero es expulsada por Beatriz (que aquí se muestra como símbolo de la revelación o de la sabiduría). Ahora el águila vuelve a descender sobre el carro y lo deja cubierto con sus plumas (por la supuesta donación del

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emperador Constantino, la Iglesia adquirió poder temporal y riquezas). Un dragón (más que el cisma de la Iglesia oriental, presumiblemente el islamismo, considerado herejía por Dante) hiere al carro con su cola y lo despoja de parte de su fondo. Una vez más, el carro se cubre de plumas (las "donaciones" hechas a la Iglesia por Pepino el Breve en 755 y por Carlomagno veinte años después). Sobre él aparecen a continuación siete cabezas con cuernos (los siete pecados capitales). Por último, el lugar de Beatriz sobre el carro se ve ocupado por una desvergonzada prostituta que se besa con un gigante (la casa real de Francia, y en particular el rey Felipe el Hermoso); éste acaba por llevarse el carro, haciéndolo desaparecer en la espesura (el destierro del papado en Aviñón). En este apretado resumen de algunos de los hechos que se registran en el paraíso terrestre tal como es mostrado en la Commedia, no vemos nada que pueda interpretarse como una "felicidad de esta vida", al modo en que hasta aquí la hemos entendido, en oposición a la "beatitud de la vida eterna", como aparecen enunciadas en el De monarchia. Cierto es que este paraíso aparece descrito con todos los rasgos del locus amoenus (Purg., XXVIII, 1-42) y que Beatriz dice de él que "aquí el hombre es feliz" (Purg., XXX, 75). Pero la procesión simbólica, la confesión de Dante y la dramatización alegórica de la historia de la Iglesia no dicen relación alguna con una felicidad temporal que se alcance bajo la guía del emperador. Aun más, el Imperio mismo, representado por el águila, no se muestra a una luz muy favorable en la alegoría: cuando no ataca a la Iglesia mediante las persecuciones, le hace el flaco servicio de constituirla en heredera del poder temporal y de las riquezas que le son anejas, contribuyendo así a introducir en ella todos los vicios (los pecados capitales). Tal vez sea más decisivo aún el siguiente argumento tendiente a poner en evidencia una posible disonancia entre las concepciones del paraíso terrenal en el De monarchia y en la Commedia. Si, como se sostiene en el tratado político, la felicidad temporal y la felicidad espiritual son fines distintos, que se alcanzan por el ejercicio de diferentes virtudes, siguiendo diferentes preceptos y bajo la conducción de diferentes guías, nada debiera impedir que un individuo pueda alcanzar tan sólo uno -el primero- de ambos fines. Porque, si bien es admisible que nadie logre la felicidad de la vida eterna sin haber practicado en vida por lo menos las virtudes morales, ¿qué impediría que alguien sobresaliera en el ejercicio de las virtudes morales e intelectuales bajo la conducción política del emperador, pero que careciera de fe, de esperanza o de caridad, haciéndose así incapaz de acceder a la felicidad de la vida eterna? ¿No fue precisamente ése el caso de los nobles espíritus de la Antigüedad pagana que se encuentran en el Limbo? ¿No deberían hallarse entonces los paganos justos en el paraíso terrenal más bien que en el infierno? Pero tal situación sería posible únicamente de acuerdo con la doctrina expuesta en el De monarchia. Según la Commedia, en cambio, el ingreso al paraíso terrenal, que en el tratado político era símbolo de la felicidad temporal, es el preludio de la bienaventuranza eterna; a él sólo pueden acceder las almas de quienes, de hecho, ya han encontrado la salvación. Hay, pues, en la Commedia una continuidad entre ambos lugares del más allá, el paraíso terrestre y el paraíso celestial, que no existe para las dos felicidades, la temporal y la espiritual, en el De monarchia, donde la separación entre ambas es tajante. En el poema, el purgatorio, el paraíso terrestre y el paraíso celestial constituyen estaciones en un trayecto rectilíneo que siguen las almas de los bienaventurados, de manera que ambos paraísos no pueden en modo alguno constituir símbolos o representaciones de dos felicidades independientes y autónomas, como son los dos fines últimos planteados en el De monarchia. Es claro entonces que las concepciones del paraíso terrestre en el De monarchia y en la Commedia parecen incompatibles. ¿Qué ha ocurrido, entonces? ¿Constituye el poema una

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retractación de lo dicho en el tratado político acerca de la noción de paraíso terrenal? ¿Halló Dante con posterioridad que había caído en error al interpretar dicha noción como símbolo de la felicidad de la vida presente alcanzada bajo la conducción imperial? ¿O estamos acaso entendiendo mal alguno de los términos de la comparación? La verdad es que el capítulo 16 del libro III del De monarchia, donde se expone la tesis de las dos felicidades, no es suficientemente explícito y se presta para inducir a error o confusión. Es posible que, dada la circunstancia del descenso del emperador Enrique VII a Italia, Dante haya tenido prisa en dar término a esta obra y haya redactado su último capítulo de manera sumaria, sin preocuparse de precisar bien las ideas contenidas en él; también es posible que, si la redacción del libro se completó efectivamente después de la muerte del emperador, su autor haya comprendido la inutilidad de su publicación (el De monarchia permaneció, de hecho, prácticamente desconocido, acaso inédito, hasta después de la muerte de Dante) y no haya querido dedicar tiempo a su revisión y afinamiento cuando ya estaba entregado a la redacción de una obra tanto más compleja e importante como es la Commedia; y supongo que cualquier lector estará de acuerdo en que cada uno de los problemas planteados en el mencionado capítulo merecería de suyo un tratamiento mucho más extenso y minucioso que el que ha recibido. Ahora bien, si suplimos lo no dicho en De monarchia con lo planteado por Dante en otra obra suya redactada también en la época de su destierro, el Convivio, vemos que la aparente contradicción o disonancia señalada tiende a desaparecer. Efectivamente, leemos en esta última obra, que Dante dejó inconclusa: "En verdad hay que saber que en esta vida podemos tener dos felicidades según dos caminos diversos, [uno] bueno y óptimo [el otro], que a ellas nos conducen: la una es la vida activa, la otra la contemplativa; la cual, aunque por la activa se llegue, como se ha dicho, a una buena felicidad, lleva a una óptima felicidad y beatitud" (Conv., IV, xvii, 9).49 A continuación cita Dante en apoyo de su tesis el libro X de la Ética Nicomaquea de Aristóteles y el pasaje del evangelio de San Lucas que relata el episodio de Jesús en casa de las dos hermanas, en que la exégesis medieval vio una afirmación de la mayor excelencia de la vida contemplativa (representada por María) respecto de la vida activa (representada por Marta). Así, pues, la "felicidad de esta vida" de que hablaba el De monarchia no es simple sino doble: lo es de la vida activa y también lo es de la vida contemplativa. La felicidad de la vida eterna, en cambio, consiste en pura contemplación. Ésta es, en efecto, contemplación de la verdad divina y fin último de la totalidad de la vida humana; será perfecta en la vida futura, cuando se realizará "cara a cara", pero es aún imperfecta en esta vida, en que vemos "como por un espejo y en enigmas"; así y todo, la contemplación en esta vida es un cierto comienzo (quaedam inchoatio) de la beatitud eterna. Todo esto concuerda con afirmaciones de Santo Tomás de Aquino, quien escribió: "La beatitud suprema y perfecta que se espera en la vida futura consiste enteramente en contemplación. Una beatitud imperfecta, como la que puede alcanzarse aquí, consiste primaria y principalmente en contemplación, secundariamente en la operación del intelecto práctico que ordena las acciones y las pasiones humanas".50 Para la Edad Media fue siempre clara la superioridad de la vida contemplativa por sobre la activa. A Marta, ocupada en los afanes domésticos y quejosa por la falta de cooperación

49 Las cursivas son nuestras. Cfr. también Conv. II, iv, 10. 50 S. theol., Ia II ae, q. 3, a. 5; cfr. IIa II ae, q. 180, a 4 y I Cor., 13:12. También É. Gilson, Dante et la philosophie, 2ª ed., Paris 1953, pp. 130 ss.

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de su hermana, que escuchaba al maestro, le había dicho Jesús: "Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada" (Luc., 10:38-42). Santo Tomás de Aquino entendió también que la felicidad del hombre, concebida como fin último hacia el que tiende la vida humana entera en todos sus actos, posee un carácter contemplativo e intelectual. Al comienzo de su Summa contra Gentiles establece cuál es la tarea del sabio. Éste, dice, es el que considera el fin del universo, que es a la vez el principio de toda universalidad; es decir, él investiga "las más altas causas" de que hablaba Aristóteles. Y como el último fin del universo es el bien del entendimiento (bonum intellectus), que es la verdad, resulta que la sabiduría consiste principalmente en la consideración de la verdad. Establecido este punto, puede Tomás emprender el elogio del studium sapientiae, de la dedicación a la sabiduría. Entre todas las cosas a que se pueden entregar los hombres, dice, la dedicación a la sabiduría es la más perfecta, la más sublime, la más útil y la más regocijante. Y como la dedicación a la sabiduría consiste en la contemplación de la verdad, ésta -y no la praxis- constituye la suprema felicidad humana (Contra Gent., I, 1 y 2; III, 37). Ello no obstante, también fue claro para la Edad Media que la vida activa no puede ser reprobada. Es, en efecto, necesaria, útil y buena, porque crea las condiciones indispensables para que el hombre pueda dedicarse a la contemplación; su fin es satisfacer las necesidades y urgencias de la vida temporal, y si este problema no ha sido previamente resuelto no hay modo de entregarse a la vida contemplativa. De esta manera, la vida activa quedaba puesta al servicio de la contemplativa y subordinada a ella; la acción es útil porque hace posible la contemplación, pero la contemplación de suyo no favorece a la acción. El trabajo, la búsqueda del lucro y del bienestar, las organizaciones social y política, la búsqueda de la eficiencia, el esfuerzo por implantar la paz y la justicia en la sociedad de los hombres, no son entendidos en caso alguno como fines últimos de la vida, no se justifican por sí mismos sino que son valiosos únicamente en la medida en que contribuyen a hacer posible la contemplación de la verdad. Es en el ejercicio de la actividad contemplativa donde el hombre medieval encuentra la verdadera y auténtica razón de su vida, la justificación de su existencia y, por tanto, su cumplimiento como hombre. No es casual que aun el destino sobrenatural de los bienaventurados después de la muerte haya sido pensado como contemplación, concretamente como "visión" de Dios. La acción es únicamente el medio para alcanzar ese fin. Si en una primera aproximación puede caracterizarse la vida activa como la del hombre de armas, la del caballero andante, la del príncipe y del consejero de corte, la del aventurero y del mercader, y la vida contemplativa como la del monje, la del hombre de estudio y de oración, esta simplificación excesiva deforma un tanto la relación entre ambos modos de vida. Porque el monje también realiza vida activa en la medida en que labra la tierra, mantiene pequeñas industrias, copia e ilumina manuscritos, predica, ayuda a los enfermos y desvalidos, así como el caballero ideal, por su parte, debe ser un hombre meditativo que en medio de las aventuras encuentra tiempo para la oración, el recogimiento y la reflexión. Acción y contemplación están entretejidas en la existencia concreta del hombre; con todo, la contemplación gozó de mayor prestigio y se apareció como el fin hacia el cual conduce la vida activa. Precisamente porque la Edad Media hizo de la vida contemplativa la forma más excelente de la vida humana, vio también en el claustro el lugar donde se cumple del mejor modo este ideal de excelencia. En el claustro, la vida activa estaba formalmente puesta al

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servicio de la contemplación. En él se realiza y cumple óptimamente ese ideal de humanidad, de ser-hombre, que era para la Edad Media cristiana el santo. No se trata, por cierto, de que la santidad no pudiera darse fuera del claustro, pero ella se encontraba en él, por así decirlo, en su lugar natural. En los monasterios hallaba el hombre medieval el centro adecuado para el desarrollo ideal de su vida. Dante, sin embargo, volcó en sus obras las experiencias fundamentales de su vida en un momento en que el esquema medieval descrito comenzaba ya a resquebrajarse. Crecían las ciudades y se desarrollaba con fuerza la vida económica; el comercio -no sólo el intercambio local, sino también el de ultramar- invadía todas las esferas y llegaba a constituir un modo de vida propio de la burguesía naciente, fomentando a su vez a las diversas industrias. El florecimiento de la vida económica requirió también de medidas jurídicas y políticas que aseguraran su libre desarrollo. Por otra parte, la administración comunal y judicial de las ciudades emancipadas del sistema feudal daba lugar al surgimiento e importancia creciente de profesiones que antes habían representado un papel más bien secundario en la sociedad. Así, poco a poco el lugar donde se cumple y realiza el ideal de humanidad dejaba de ser el claustro para llegar a ser la ciudad misma en cuanto organización de la sociedad civil. La ciudad empezó a ser el centro, el "lugar natural" para el ser-hombre, por cuanto el modelo de vida humana ya no fue el santo sino el ciudadano, el polites. La vida contemplativa, como vida dedicada al estudio, a la reflexión y a la oración, iba perdiendo paulatinamente su rango superior mientras se exaltaba en competencia con ella, de manera progresiva, a la vida activa: política, industria, comercio, y esa gran auxiliar y servidora de la política y del comercio que es la vida de las armas. No es extraño, entonces, que Dante, como hijo de su tiempo -aunque más conservador que progresista-, haya otorgado a la vida activa un lugar que ella nunca antes había tenido en cuanto la hizo parte de uno de los dos fines últimos de la existencia humana en esta vida. Con ello quedaba perfilada una oposición -oposición, pero no contradicción- entre el fin último espiritual, consistente en pura contemplación, y el fin último temporal, que es no sólo contemplación sino también y principalmente acción. Puesto que la vida activa es condición sine qua non para lograr acceder a la vida contemplativa, el ingreso al paraíso terrenal (que, en cuanto símbolo de la felicidad temporal, incluye las dos formas de vida) tiene que ser precedido por la purificación en el purgatorio, donde se refinan las virtudes morales (es decir, las virtudes de la acción) presididas y orientadas por la virtud intelectual de la prudencia. Y puesto que la contemplación en esta vida es siempre imperfecta, el paso por el paraíso terrestre constituye un peldaño simbólico para la contemplación "cara a cara" que es el paraíso celestial. La revalorización de la vida activa llevada a cabo por Dante dice relación con otra tesis suya que en una primera aproximación puede parecer una cabal extravagancia en un pensador medieval. En efecto, cuando en el Convivio propuso el poeta una clasificación y jerarquización de las ciencias, poniendo a cada una de las diferentes disciplinas en relación con alguno de los cielos de la cosmología ptolemaica, inmediatamente después y por debajo de la teología (la más alta de las ciencias, como se comprenderá fácilmente) colocó a la moral, y sólo en tercer lugar puso a la metafísica. (II, xiv [xv]). ¿La moral más alta que la metafísica? Esto era algo completamente inaudito para la Edad Media. Recordemos, empero, que Dante entendía su propia tesis del doble fin en el sentido de que la felicidad de la vida eterna es de suyo la beatitud suprema y perfecta, en tanto que la felicidad de la vida presente se descompone en una de la vida activa que podemos realizar en plenitud en este mundo, y otra de la vida contemplativa que, si bien es en sí más excelente, no puede

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realizarse plenamente aquí y no pasa de constituir un mero esbozo o conato de lo que cobrará forma en el otro mundo, después de la muerte. Pues bien; la teología es indiscutiblemente la más alta de las ciencias porque ella trata de Dios, el más alto de los seres, y extrae su saber de la palabra divina misma. Las otras ciencias, en cambio, son creaciones de la racionalidad humana. Entre ellas, la más alta es la moral, porque regula a la vida activa que constituye la más alta felicidad que podemos alcanzar plenamente en esta vida. La metafísica no es más alta que la moral porque es la disciplina de la vida contemplativa, que no puede llevarse hasta su perfección en este mundo sino en el otro. De hecho, la metafísica no era para Dante una ciencia de la que el hombre pudiera tener un conocimiento adecuado en la vida presente. En su versión latina de Aristóteles, efectivamente, podía él leer que el saber metafísico no puede considerarse como susceptible de ser poseído por el hombre sino más bien como un privilegio de Dios.51 A ello habría podido agregar que, siendo el objeto principal de la metafísica lo divino en la medida en que es accesible a la razón humana como principio supremo de todas las cosas, ocurre, sin embargo, que el hombre no desea naturalmente conocer la naturaleza de Dios, pero desea naturalmente en cambio alcanzar la felicidad hacia la que nos conduce la virtud del operar, tema que constituye el objeto de la moral.52 Como lo señaló Gilson, el propósito de Dante no era establecer la jerarquía de las ciencias por su excelencia en sí, sino por su utilidad para la conquista de la felicidad por parte del hombre. La dificultad que nos ha ocupado hasta aquí proviene fundamentalmente del hecho de que ya Aristóteles, en su Ética Nicomaquea, había observado que la finalidad última a la que aspira la vida huana es, a juicio de todo el mundo, la felicidad (eudaimonía). Pero él mismo debió reconocer en seguida que la felicidad es una noción equívoca e indeterminada, cuyo concepto es completamente inservible para fundar sobre él una investigación rigurosa, por lo que debió dedicar los diez libros de la obra mencionada al intento de llenar de significados concretos esta noción elusiva. Todos los seguidores de Aristóteles han tenido presente la insuficiencia originaria del término "felicidad" cuando se lo usa como equivalente al fin último de la vida humana, y Dante no constituyó una excepción al respecto. Pero el hombre común de hoy tiende a concebir erróneamente la felicidad aristotélica como una existencia libre de esfuerzos, dolores y sufrimientos, con lo cual se introducen todas las confusiones que hemos venido señalando. No cabe duda alguna de que la "felicidad de la vida presente" de la que habla Dante no es la condición irreal e irrealizable de una existencia que, en este mundo, carezca de dolor y de esfuerzo, sino que consiste más bien en la perfección interna de la vida dedicada a la acción (sea ésta, como ha de verse en el Paradiso dantesco, acción educativa y magisterial, o acción militar o política y gubernamental, con todas las frustraciones, desengaños y contrariedades que les son inherentes); acción que ha de conducirse de acuerdo con las virtudes morales e intelectuales ya definidas por la moral pagana antigua, a la que se añade la poca e incipiente contemplación que es posible realizar en este mundo terrenal. ¿Confirma la Commedia esta interpretación del paraíso terrestre como símbolo del doble fin temporal de la vida humana, con sus dos aspectos de vida activa y vida contemplativa? Inmediatamente antes de entrar al paraíso terrenal, el protagonista Dante tiene un sueño, il sonno che sovente,

51 Aristóteles, Metaph., I, 2, 982 b 29 s.; Santo Tomás de Aquino, In Metaph. Aristot. Exp., 61. Cfr. É. Gilson, op. cit., pp. 106 ss. 52 Conv., III, xv, 10. Cfr. S. theol., Ia II ae, q. 2, a. 8, arg.. 3; I, q. 2, a. 1 ad 1.

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anzi che 'l fatto sia, sa le novelle. (Purg., XXVII, 92-93) ("el sueño que, a menudo, antes que los hechos ocurran, da noticias de ellos"). En el sueño se le aparece una mujer joven y bella que camina por un prado cogiendo flores y cantando, quien declara ser Lía; coge las flores con el propósito de hacerse una guirnalda y adornarse con ella para mirarse al espejo; pero su hermana Raquel, agrega, no se separa nunca de su espejo; Raquel se satisface viendo, en tanto que Lía lo hace obrando (Purg., XXVII, 100-108). Las hermanas Lía y Raquel, las dos esposas de Jacob, fueron interpretadas durante la Edad Media como símbolos de la vida activa y de la vida contemplativa respectivamente. Dante ha soñado premonitoriamente, pues, con la personificación de la vida activa que se adorna mediante las obras para luego complacerse ante el espejo, es decir, para acceder a la contemplación en la medida en que ésta es posible en este mundo. Y al llegar al paraíso terrestre ve también el peregrino, pero esta vez no como un sueño, a "una dama solitaria" que, como Lía, "iba cantando y escogiendo flores entre las que decoraban el camino" (Purg., XXVIII, 40-41). Ésta es Matelda, quien de algún modo servirá de guía a Dante por el paraíso terrestre, explicándole dónde se encuentra, cuál es el significado del lugar, conduciéndolo hacia el encuentro con Beatriz y sumergiéndolo en las aguas de los ríos Leteo y Éunoe. Matelda explica al peregrino, entre otras cosas, que "el Sumo Bien, que sólo se complace en sí mismo, hizo al hombre bueno y para el bien, dándole este lugar [el paraíso terrestre] en prenda de paz eterna" (Purg., XXVIII, 91-93). ¿Por qué "en prenda de paz"? ¿Qué significa aquí la paz? En el tratado De monarchia, donde se propone la no muy nítida concepción del paraíso terrenal como símbolo de la felicidad de esta vida, la paz representa un papel fundamental para la orientación de toda vida política y, en general, de toda vida humana. El Imperio (o "monarquía temporal") tiene por tarea conducir a los hombres hacia el cumplimiento de su fin o meta temporal en cuanto género humano considerado en su conjunto. ¿En qué consiste este fin? Ciertamente, en la realización de aquello que es exclusivo y más propio del hombre, a saber, en "poner siempre en actividad toda la capacidad del intelecto posible, ante todo para especular y secundariamente, con este fin y por extensión, para obrar" (De mon., I, iv [v], 1). Esta fórmula, típica del aristotelismo escolástico medieval, supone que el hombre, al percibir a través de los sentidos corporales (que es por donde comienza todo conocimiento), capta imágenes de las cosas, y que el "intelecto posible" extrae de estas imágenes formas particulares abstractas, las que a su vez son actualizadas por el "intelecto agente" para que puedan llegar a ser "entendidas" en sentido estricto en cuanto conceptos universales inteligibles. En esta actualización, o comprensión intelectual (en diversos grados de abstracción) de todo cuanto ofrece la experiencia de los sentidos consiste, pues, la tarea humana, en primer término para especular y en segundo lugar para actuar, dice Dante; esto es, ante todo para los fines de la vida contemplativa y secundariamente para los de la vida activa. "Y puesto que el todo se comporta como la parte", continúa Dante, "y al hombre individual le ocurre que en la tranquilidad y el reposo (sedendo et quiescendo; cfr. Aristóteles, Phys., VII, 3, 247 b 17 s.) se perfecciona en prudencia y sabiduría, es evidente que el género humano accede con máxima libertad y facilidad a su tarea propia, que es casi divina, en la quietud y tranquilidad de la paz (in quiete sive tranquillitate pacis) [...], por donde es manifiesto que la paz universal es lo mejor de cuanto se ordena a nuestra felicidad" (De mon., I, iv [v], 2). Así, pues, el predominio de la paz universal, junto con el de la justicia, de la libertad, del derecho y del bien común son, según Dante, los objetivos

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que ha de perseguir el Imperio como institución. De donde resulta bastante clara la línea de su pensamiento: la felicidad temporal se alcanza cuando el hombre realiza óptimamente su tarea propiamente humana; esta tarea consiste en el ejercicio activo de su facultad de entender mediante conceptos universales abstractos con el fin de contemplar y de actuar; para ejercer esta facultad de manera óptima es indispensable la paz; es deber del emperador asegurar a sus súbditos la paz en el mundo entero; luego, el emperador conduce a los hombres a la obtención de la felicidad temporal que es doble, pues consiste en la vida contemplativa y en la vida activa; pero es la vida activa la que tiene que crear las condiciones que hagan posible la contemplación; luego, el emperador es guía de la vida activa, orientándola según las virtudes morales presididas por la virtud intelectual de la prudencia. Las afirmaciones de Dante son del todo coherentes con esta línea de pensamiento. Si es deber del emperador crear las condiciones temporales necesarias para que la humanidad pueda alcanzar el fin de realizar su tarea propia, se entiende que la vida activa en el mundo social-político sea una condición necesaria para la beatitud eterna. No hay, pues, contradicción entre la concepción del paraíso terrestre propuesta en el De monarchia, en cuanto símbolo de la felicidad de esta vida como fin último temporal del hombre, y la de la Commedia, donde aparece como culminación de un proceso de purificación espiritual y antesala del paraíso celestial y de la correspondiente visión de Dios. No hay contradicción entre ambas concepciones, pero hay, claro está, diferentes puntos de vista y, en consecuencia, perspectivas diversas que se ofrecen a la mirada inquisidora cuando aborda el problema desde la consideración del orden político del mundo o desde la experiencia de una conversión espiritual religiosa. Resumiendo, la vida activa es una condición necesaria que hace posible la vida contemplativa; mas para que su cometido pueda cumplirse a cabalidad es preciso que la vida activa se desarrolle en su mayor plenitud; la forma más alta de vida activa que se puede concebir es la dirección superior de la actividad de la humanidad entera, lo cual únicamente puede lograrse en un régimen imperial. Luego, el Imperio es el símbolo de la perfección de la vida activa en cuanto condición necesaria para que el género humano pueda acceder a la contemplación. Pero hemos visto que, según Dante, la contemplación no puede realizarse en plenitud durante esta vida nuestra mortal, sino tan sólo en el paraíso celeste. Luego, el Imperio es igualmente símbolo del paso previo indispensable para la salvación de la vida paradisíaca; es símbolo de una suerte de pre-paraíso, que es, precisamente, el paraíso terrenal de Dante. El cual requiere, por cierto, de la previa purificación de las pasiones e inclinaciones que conducen a la acción con el fin de que esta última no se vea pervertida y no frustre su cometido; por eso no es posible acceder al paraíso terrestre sin haber recorrido y experimentado antes el purgatorio con sus diversas penitencias. Pero el fin último que constituye la "felicidad de esta vida" y cuyo símbolo es el paraíso terrestre no consiste únicamente -recordémoslo una vez más- en el ejercicio de la vida activa bajo la conducción del emperador, sino que supone también contemplación, así sea todavía imperfecta. Si la purificación en el purgatorio de las inclinaciones hacia los pecados capitales con el correspondiente ejercicio de las virtudes morales, si el sueño con Lía, si la figura encantadora de Matelda, si la paz prometida por Dios al hombre, cuya prenda es precisamente el paraíso terrestre, apuntan de algún modo hacia el simbolismo de la vida activa, ¿dónde hallamos en el paraíso terrenal a la incipiente vida contemplativa? La hallamos con toda evidencia en la visión de la procesión alegórica. En ella comparecen los dones del Espíritu Santo, las Escrituras que son el fundamento de la fe, Cristo en su doble

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naturaleza humana y divina, la redención del género humano por el sacrificio de la cruz, la historia de las vicisitudes de la Iglesia fundada por Cristo, y aun Beatriz la beatificadora como manifiesto símbolo de la gratia medicinalis y también acaso de la gratia sanctificans. Pero la contemplación en esta vida es imperfecta en comparación con la de la vida futura. ¿Qué duda cabe? También es imperfecta la visión que el protagonista Dante tiene de la procesión; nada en el texto indica que el personaje a quien se le ofrece ese extraordinario espectáculo haya entendido algo siquiera de su significado. Tampoco el autor Dante nos ofrece indicación alguna de lo que él estaba pensando cuando creó las figuras de la procesión y los dramáticos incidentes que tienen lugar en torno a ellas. De este modo, el lector de la Commedia queda sumido en la misma perplejidad que se apoderó sin duda del personaje Dante acerca del significado de toda aquella alegoría, con la circunstancia agravante de que si esas imágenes pudieron parecerle bellas a un hombre de comienzos del siglo XIV, las mismas distan apreciablemente del gusto estético del lector de hoy; y ha sido necesario mucho ingenio y mucho esfuerzo de expertos dantistas y medievalistas para desentrañar sus significados probables, a pesar de lo cual muchos aspectos de la alegoría continúan siendo objeto de discusión. Así, pues, la felicidad de la vida presente, simbolizada por el paraíso terrenal, comporta la perfección de la vida activa (purificación previa de los pecados capitales y fortalecimiento de las virtudes que presiden a la acción) y el conato de contemplación espiritual dentro del margen de las posibilidades que dejan abiertas las urgencias y solicitaciones de la vida y las limitaciones de nuestro intelecto. Mediante el ejercicio colectivo de las virtudes morales e intelectuales, el emperador hace posible la acción perfecta, esto es, la acción libre, justa, carente de codicia y orientada hacia el bien común, sólo que acompañada por una contemplación incipiente, no perfecta aún, como es toda contemplación en este mundo. Análogamente, en el paraíso terrenal las almas han alcanzado la perfección de sus acciones, porque en el purgatorio se han despojado ya de todas las inclinaciones pecaminosas que pudieran desvirtuar su acción, pero carecen aún de la plena capacidad de visión y de comprensión de los misterios divinos que se alcanzan en el paraíso celestial. El paraíso terrestre de la Commedia es legítimamente, entonces, símbolo de la felicidad de la vida presente que la humanidad alcanza en una sociedad pacífica y libre de codicia, como sólo puede generarla y sostenerla la institución imperial. La significación del paraíso terrestre en el De monarchia y en la Commedia no es de suyo contradictoria. Con todo, el juego de representaciones simbólicas no logra satisfacer plenamente. El paraíso terrenal de la Commedia no es esta "vida presente" sino que pertenece al mundo del más allá; y tampoco se identifica, obviamente, dicho paraíso con el Imperio, que en cuanto institución temporal que aspira a hacer prevalecer la justicia en el mundo, va a ser exaltado y "santificado" en el cielo de Júpiter, en el canto VI del Paradiso. Con todo, aun cuando pueda no haber una consistencia total en el juego de figuraciones construido por Dante, éstas son suficientes como para sugerir dimensiones altamente significativas e iluminadoras para el lector que procura penetrar en el sentido de esta obra compleja y grandiosa. Al reelaborar el símbolo del paraíso terrenal en la Commedia, logró Dante el autor sintetizar en una unidad sus experiencias afectiva (el amor por Beatriz), política (la necesidad de la separación de la Iglesia y el Estado), moral (la búsqueda del bien) y religiosa (la aspiración hacia la visión de Dios), de manera tal que el conjunto integrado de la vida afectiva, intelectual y espiritual de Dante el peregrino se mostrara completo, ya plenamente desarrollado y perfecto, claro exponente de una vida realizada y vivida en el

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cumplimiento de sus más altas posibilidades: la "felicidad de esta vida"; porque si la felicidad es un fin último para los seres humanos, es también por ello mismo la perfección de su naturaleza. Y si el paraíso terrenal es símbolo de dicha felicidad y de su respectiva perfección, parece obvio que él constituye el símbolo del paso obligado para lograr acceder a la beatitud del paraíso celeste.

El paraíso celestial.

Si Dante debió inventar enteramente la topografía de su infierno y de su purgatorio, no necesitó hacer lo mismo con la de su paraíso, ya que para ello contaba con el sistema del mundo universalmente aceptado en las escuelas de su tiempo. El paraíso está, por supuesto, en los cielos, y éstos son, como ya se ha señalado, las siete esferas "planetarias" con la de las estrellas fijas, el cielo Cristalino (o primum mobile) y el Empíreo. Cada uno de los diez cielos está asociado a un orden de ángeles, jerarquizados éstos según la doctrina del pseudo Dionisio Areopagita (Purg., XXVIII, 98-135). De este modo, las correspondencias son, en orden ascendente: 1. Ángeles, para el cielo de la Luna; 2. Arcángeles, para el cielo de Mercurio; 3. Principados, para el cielo de Venus; 4. Potestades, para la esfera del Sol; 5. Virtudes, para la esfera de Marte; 6. Dominaciones, para la de Júpiter; 7. Tronos (concretamente, "Tronos del divino aspecto"), para la esfera de Saturno; 8. Querubines, para el cielo de las estrellas fijas, y 9. Serafines, para el primum mobile. Los ángeles son innumerables, aun dentro de cada uno de los órdenes; en esto estaban de acuerdo todos los teólogos. Los principales son conocidos a través de fuentes bíblicas canónicas o apócrifas. Hay uno, sin embargo, que la tradición no reconoció como tal y que fue identificado por Dante, a pesar de que no hace mención de él en el Paradiso; es el ángel de la fortuna. Puesto que se habla de él en cuanto ángel en otro lugar del poema (concretamente, en el Inferno), parece oportuno hacer alguna breve referencia al respecto. En el canto VII del Inferno, a propósito de los pecados de avaricia y prodigalidad, se plantea el problema de la fortuna. ¿Qué es? ¿En qué consiste y cuál es el significado de su acción? Se trata de un auténtico problema para la Edad Media, porque Fortuna era una divinidad pagana que de alguna manera encontró su camino para sobrevivir de modo ambiguo y mal definido en el mundo cristiano. En los manuscritos medievales se la representó casi siempre como una mujer que mueve una enorme rueda colocada de canto, la que al girar encumbra y luego deja caer a figuras humanas, símbolo de las vicisitudes y mudanzas de la suerte de los mortales. Se debe a Boecio el haber cristianizado la figura de la fortuna haciéndola depender de la providencia divina y extrayendo de ello la siguiente consecuencia: "Ya que toda fortuna, favorable o adversa, tiende a recompensar o a ejercitar a los buenos y a castigar o a corregir a los malos, toda ella es buena, puesto que o es justa o es útil" (Consol. Philos., IV, pr. 7). Dante lleva aún más allá el planteamiento de Boecio; Fortuna es, derechamente, un ángel, ministro de Dios: Colui lo cui saver tutto trascende, fece li cieli e diè lor chi conduce sì, ch'ogne parte ad ogne parte splende, distribuendo igualmente la luce. Similemente a li splendor mondani ordinò general ministra e duce che permutasse a tempo li ben vani

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di gente in gente e d'uno in altro sangue, oltre la difension d'i senni umani; per ch'una gente impera e l'altra langue, seguendo lo giudicio di costei, che è occulto come in erba l'angue. Vostro saver non ha contasto a lei: questa provede, giudica, e persegue suo regno come il loro li altri dèi. Le sue permutazion non hanno triegue: necessità la fa esser veloce; sì spesso vien chi vicenda consegue. Quest' è colei ch'è tanto posta in croce pur da color che le dovrien dar lode, dandole biasmo a torto e mala voce; ma ella s'è beata e ciò non ode: con l'altre prime creature lieta volve sua spera e beata si gode. (Inf., VII, 73-96) ("Aquél cuyo saber todo lo trasciende hizo los cielos y les dio quien los condujera de modo tal que, distribuyendo armoniosamente la luz, cada parte resplandece hacia la otra. De manera semejante, designó una ministra y guía general para los esplendores del mundo, que oportunamente mudara los bienes vanos de una nación en otra y de una en otra sangre más allá de las precauciones del talento de los hombres; por eso, un pueblo impera y otro languidece de acuerdo con el juicio de ella, juicio que está oculto como la serpiente en la hierba. Vuestro saber no puede contrastarla; ella provee, juzga y prosigue su reinado como los otros dioses el suyo. Sus mudanzas no tienen tregua; la necesidad la hace ser veloz; ¡con tanta frecuencia hay quien experimenta sus cambios! Ésta es aquélla tan vituperada aun por quienes la deberían alabar, que sin razón la reprueban y maldicen. Pero ella se mantiene en su beatitud y no los escucha; alegre con las otras creaturas primigenias, hace girar su esfera y se goza en su felicidad"). Fortuna es, pues, un ángel (ministra de Dios, compañera de otras "primeras creaturas"); Dios le ha asignado la tarea de provocar mudanzas en el poder, las riquezas y los honores de los pueblos y de las familias. ¿Cuál es, sin embargo, su lugar en el cielo? La descripción de la acción de la fortuna, que a unos pueblos otorga el mando y somete a otros, produciendo siempre mudanzas en los "bienes vanos", recuerda un pasaje de Santo Tomás de Aquino según el cual "la disposición de los reinos y el traspaso del poder de un pueblo a otro" pertenece al orden de los Principados (C. Gent., III, 80), que ponen en movimiento al cielo de Venus. Pero existió también en la Edad Media otra interpretación, en cierto modo más "popular", que asociaba a la fortuna con la esfera de la Luna; en efecto, la Luna es el único entre todos los cuerpos celestes que con sus fases exhibe cambios visibles para el ojo desnudo. Recuérdese solamente el poema goliárdico de los Carmina burana: O Fortuna velut Luna vultu variabili, semper crescis aut decrescis. ("Oh, Fortuna, de rostro variable como la luna, siempre creces o decreces"). Dante, sin embargo, parece no haber vinculado con ningún cielo particular a la entidad angélica que él concibió como gobernando los cambios de la fortuna, sino más bien con la Tierra misma. Y

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entonces la esfera que hace girar este ángel ¿es la esfera terrestre o la rueda de la fortuna? Acaso ambas. ¿Qué relación existe entre la jerarquía de los ángeles y el problema del ordenamiento moral en el paraíso dantesco? Los ángeles son pensados como "ministros" de Dios; además de la contemplación de la Trinidad, ellos cumplen diversas funciones en el universo, tales como poner en movimiento y dirigir el curso de los cuerpos celestes, operar milagros, evitar que algo pueda perturbar o confundir el orden universal de la providencia divina, velar por el bien común, inspirar a los príncipes, promover las cosas de la fe y del culto divino, ocuparse de los bienes humanos individuales. En esta forma, y en cuanto inteligencias puras, son motores intermediarios que transmiten a la creación el movimiento originado en el Primer Motor inmóvil, así como también los cambios que la providencia divina ha dispuesto para el mundo sublunar. Si pueden servir de eslabones en esta cadena causal metafísica y teológica, es porque se encuentran inflamados por el amor divino; ellos desean, por tanto, en cuanto amantes, la unión con su Creador y comunican este deseo a las creaturas sobre las que ejercen su ministerio. A través de los ángeles se cumple, entonces, la doble trayectoria del amor que mantiene unido y cohesionado al universo, y que de manera esquemática y elemental puede ser distinguido en cuanto agape, esto es, como la entrega que de sí hace Dios a las creaturas, y en cuanto eros, es decir, como aspiración de las creaturas hacia lo más alto y sublime, en último término hacia Dios. Al lector moderno podrá parecer extraña la expresión "el amor que mantiene unido y cohesionado al universo", pero ella es completamente afín al espíritu de Dante, como podrá comprobarse en el capítulo dedicado a estudiar su teoría del amor. La gradación manifiesta por la jerarquía de los ángeles, en virtud de la cual la creación entera se muestra como una suerte de scala amoris, no es sino un correlato de la gloria de Dios en su expansión verdaderamente explosiva por el universo, que se refleja como efecto del amor divino en todas las creaturas: La gloria di colui che tutto move per l'universo penetra, e risplende in una parte più e meno altrove. (Par., I, 1-3) ("La gloria de Aquél que todo lo mueve penetra por el universo y resplandece más en unas partes, menos en otras"). En este proceso expansivo de la gloria divina, los ángeles son como espejos que reflejan la luz de dicha gloria para multiplicarla y transmitirla (Par., XXIX, 143-144); de la naturaleza angélica en esta función específica dice Dante: La prima luce, che tutta la raia, per tanti modi in essa si recepe, quanti son li splendori a chi s'appaia. Onde, però che a l'atto che concepe segue l'affetto, d'amar la dolcezza diversamente in essa ferve e tepe. (Par., XXIX, 136-141) ("La luz primera, que la ilumina entera con sus rayos, se recibe en ella de tantos modos cuantos son los esplendores con que se une; por lo cual, ya que el afecto sigue al acto que concibe [i.e., puesto que el amor es una consecuencia del conocimiento por el cual el entendimiento concibe a lo amado], la dulzura de amar hierve o entibia diversamente en ella"). Si los ángeles exhiben un ordenamiento determinado por la medida en que reciben y reflejan la luz divina, ellos determinan a su vez por eso mismo la medida en que las creaturas reciben dicha iluminación y responden a ella en la forma del amor, amor que es proporcional a su mérito moral y a su consiguiente bienaventuranza.

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En el Convivio, Dante había hecho el intento de vincular los órdenes de ángeles no sólo con los cielos sino también con ciencias; así, por ejemplo, al cielo de la Luna correspondía la gramática, al de Mercurio la dialéctica, al de Venus la retórica, al del Sol la aritmética, y así sucesivamente hasta llegar a la teología, asociada al cielo Empíreo. En el Paradiso, afortunadamente, ha desaparecido todo rastro de este peregrino intento; su desaparición es positiva para nuestra moderna impaciencia en la lectura, porque las razones propuestas en el Convivio para fundar las correspondencias eran de un gusto excesivamente medieval: arbitrarias, fantasiosas, basadas en simbolismos superficiales y carentes de toda fuerza persuasiva para nosotros. Ellas, sin embargo, formaban indudablemente parte de las imágenes y relaciones que constituían entonces el arte de la memoria, tan importante durante la Edad Media y aun hasta el Renacimiento.53 Pero naturalmente, y como lo exige el asunto mismo, los diferentes cielos son asociados en el Paradiso con distintas actitudes vitales, de modo que la arquitectura del universo se traduce inmediatamente en una arquitectura moral del mundo de la bienaventuranza. En efecto, el cuarto Evangelio lo declara: "En la casa de mi Padre hay muchas mansiones" (Ioan., 14:2); Dante necesitaba determinar, pues, el número y el orden de tales mansiones para completar la arquitectura moral de su poema. Ahora bien; en los diez cielos de la teo-cosmología dantesca se muestran los espíritus bienaventurados, las jerarquías angélicas y, por último, Dios mismo. Las almas de los seres humanos tan sólo "aparecen" distribuidas entre las diversas esferas planetarias, porque en la realidad se encuentran todas ellas en el cielo Empíreo. Todas gozan, en efecto, de la cercanía a la divinidad; pero, como explica Beatriz a Dante, deben mostrarse gradualmente en distintos niveles paradisíacos para que el peregrino, cuya capacidad tiene todas las limitaciones propias del conocimiento humano y está sujeta a la legalidad de dichas limitaciones, pueda entender el ordenamiento moral que preside en este ámbito de la virtud y de la santidad (Par., IV, 28-42). Dicho ordenamiento en el Paradiso no es en modo alguno evidente para el lector, y el autor, que había señalado de manera explícita cuáles eran los criterios empleados en el Inferno y en el Purgatorio para ordenar los pecados y los vicios capitales, se abstiene de arrojar luz sobre la distribución de las virtudes en el cielo y sus relaciones recíprocas. De hecho, si bien el paraíso dantesco es, ciertamente, el reino de la virtud, las virtudes mismas no aparecen ordenadas jerárquicamente en las esferas celestes. Hay referencias explícitas a la prudencia en Paradiso XIII y a la justicia en Paradiso XVIII, así como también a las virtudes teológicas en los cantos XXIV, XXV y XXVI del Paradiso, pero ellas no suponen un ordenamiento de las virtudes, como no sea la circunstancia casi obvia de que se hable de las virtudes teológicas después de las virtudes morales e intelectuales. Una explicación de ello podría acaso ser la siguiente. Un solo pecado mortal puede ser suficiente, en la comprensión medieval, para arrojar a un ser humano al infierno, y una sola falta capital hace necesario que un cristiano deba purificarla en el purgatorio. Por lo contrario, nadie podría afirmar que una sola virtud sea suficiente para salvarse. Es, en efecto, doctrina antigua que la verdadera y auténtica posesión de una virtud supone la de todas las virtudes. Los pecados mortales y los vicios capitales, aun considerados aisladamente, manchan el alma entera y la hacen indigna de la salvación eterna; por eso pueden ser individualizados y estudiados en sus relaciones recíprocas, dando lugar a clasificaciones y escalas valóricas. Pero las virtudes no operan solas sino en

53 Respecto de la disciplina, hoy desaparecida, del arte de la memoria, cfr. Frances A. Yates, The Art of Memory, London 1966.

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conjunto, y por esa razón no se dejan ubicar por separado en tablas axiológicas. El ordenamiento moral del paraíso en la Commedia no se organiza, pues, en torno a una clasificación de las virtudes. ¿Cómo se estructura, pues, el paraíso descrito por Dante desde el punto de vista moral? Carentes de una explícita declaración del autor, nos guiamos en lo que sigue por las grandes líneas de la propuesta de arquitectura moral del paraíso dantesco hecha en 1898 por Edmund G. Gardner.54 Utilizamos aquí el ordenamiento esquemático de Gardner, no los detalles de su exposición, que no siempre nos parecen convincentes; tampoco seguimos a este autor -ni al mismo Dante- en el establecimiento de relaciones entre las jerarquías angélicas y las esferas celestiales, por considerarlas sin relevancia alguna. En el infierno de Dante los pecados se mostraban distribuidos en tres grandes grupos: la incontinencia, la violencia y el fraude. Las regiones infernales ocupadas por los condenados corresponden a esa clasificación y están perfectamente delimitadas. Las murallas de la ciudad de Dite (Inf., IX) separan a los incontinentes de los violentos, y un profundo abismo (Inf., XVII) a los violentos de los fraudulentos. Análogamente, en el purgatorio hay también tres regiones claramente distintas: el antepurgatorio, donde se encuentran los negligentes, el purgatorio propiamente tal, en que se purifican los vicios capitales, y el paraíso terrestre. Los límites en este caso son: un muro con una puerta y tres escalones para la separación entre el antepurgatorio y el purgatorio (Purg., IX, 73 ss.), y una escalera entre este último y el paraíso terrenal (Purg., XXVII, 64 ss.) El simbolismo trinitario se extiende igualmente al purgatorio en sentido estricto: los pecados capitales se dividen en los que nacen de un amor culpable por querer el mal (soberbia, envidia, ira), el que consiste en un amor demasiado débil por los bienes espirituales (acidia), y los que se originan en un amor demasiado grande por los bienes terrenos (avaricia, gula, lujuria). A cada uno de estos vicios corresponde una cornisa diferente de la montaña. Pues bien, el esquema tripartito se reitera (¿y cómo no?) en el paraíso. Una primera región celestial corresponde a aquellas esferas que, según la creencia de Dante (Par., IX, 118-119), alcanzan a recibir la sombra de la Tierra, y éstas son los cielos de la Luna, de Mercurio y de Venus. La segunda región está formada por las cuatro esferas planetarias restantes: la del Sol, la de Marte, la de Júpiter y la de Saturno. Por último, la tercera comprende a las tres esferas llamadas "universales" por los comentaristas antiguos, a saber: el cielo de las estrellas fijas, el Cristalino y el Empíreo. Como todo fenómeno físico, la supuesta sombra de la Tierra que se proyecta sobre las esferas celestiales es, para la mentalidad medieval, símbolo de una condición espiritual. Así, las almas que se muestran en los tres primeros cielos -de la Luna, de Mercurio y de Venus- han tenido su virtud de algún modo oscurecida por afectos terrenales. Por lo pronto, en la esfera de la Luna, símbolo de la mutabilidad, se hacen presente espíritus que dieron pruebas de inconstancia al no guardar los votos que habían formulado. El autor nos muestra a dos religiosas a quienes sus familiares arrancaron de sus conventos por la fuerza para hacerlas contraer matrimonio. El no haber cumplido a cabalidad sus votos perpetuos las relega a la esfera más baja y más lenta del paraíso. En relación con esta peculiar "falta" pueden plantearse hoy, previsiblemente, diversas dudas y consideraciones. El lector moderno, que piensa y valora desde su propia subjetividad, podrá preguntarse en qué consistió la culpa de estas almas que en un momento fueron sacadas del claustro contra su voluntad para ser entregadas a la vida del mundo. ¿Es

54 E. G. Gardner, Dante's Ten Heavens, New York 1970, pp. 10 ss.

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que de algún modo consintieron en el destino que se les deparaba? El espíritu que habla al Dante protagonista lo niega; en su corazón, nunca se apartaron de sus votos (Par., III, 106-108; 115-117). Beatriz, sin embargo, introducirá una distinción de sabor muy escolástico con que matizará esta negativa. La llama del fuego puede inclinarse por la fuerza del viento, pero tan pronto como éste deje de soplar recuperará su orientación hacia arriba; y hay quienes han aceptado el martirio para no torcer su voluntad, y también quienes consienten en el daño por temor de caer en mayores penas. Estas religiosas, que pudieron haber regresado al claustro y no lo hicieron, perseveraron en sus votos desde el punto de vista de su "voluntad absoluta" pero no desde el punto de vista de su "voluntad relativa" o voluntas secundum quid (Par., IV, 67-114). Por eso se encuentran menos próximas a la divinidad. Pero dejemos por un momento a Beatriz y sus explicaciones, que se fundan en el primer capítulo del libro III de la Ética Nicomaquea de Aristóteles y en la interpretación que de él hiciera Santo Tomás de Aquino. El problema fundamental parece ser que Dante, el autor, juzga aquí como hombre medieval y no como hombre moderno. Para estos efectos, no privilegia lo subjetivo por sobre lo objetivo en los asuntos morales, sino que establece un equilibrio entre ambos aspectos. La actitud subjetiva de estas almas, su disposición interior, las hace merecedoras del paraíso y de una beatitud tal que satisface todos sus deseos. Ellas dieron en su acción mundana el máximo de sí y reciben por tanto una felicidad que colma toda la capacidad de su naturaleza. Una de ellas explica que su beatitud consiste en querer lo mismo que quiere la voluntad divina, de modo que no poseen aspiración alguna que no esté ya satisfecha (Par., III, 70-87). El peregrino entiende entonces que allí, "en el cielo, todo donde es paraíso", todo lugar es beatitud plena para las almas, aun cuando la gracia divina no se derrame en todas partes con la misma abundancia (ibid., 88-90). Subjetivamente, pues, los espíritus están colmados y plenamente satisfechos; pero objetivamente ha habido en sus vidas en la Tierra menor perfección a causa del no cumplimiento de sus votos, y por eso se muestran en la menos perfecta de las esferas celestiales, en aquella de la Luna, donde se producen cambios cualitativos (¡señal de imperfección!) que son perceptibles aun a simple vista para los mortales (las fases de la Luna). Más fácil de descubrir es la imperfección que afectó a las almas que se encuentran en el segundo cielo, el de Mercurio. La figura principal es aquí el emperador Justiniano; él entabla el diálogo con el peregrino durante su encuentro y se da a conocer a Dante, añadiendo un discurso que sintetiza la historia del Imperio romano para terminar denunciando la tergiversación del ideal político imperial de que son culpables los gibelinos de comienzos del siglo XIV. La imperfección que relega a Justiniano a la esfera de Mercurio es explicada por él mismo después de referirse a los héroes que engrandecieron el Imperio: Questa picciola stella si correda d'i buoni spirti che son stati attivi perché onore e fama li succeda: e quando li disiri poggian quivi, sì disvïando, pur convien che i raggi del vero amore in sù poggin men vivi. (Par.,VI, 112-117) ("Esta pequeña estrella se alhaja con espíritus buenos que fueron activos para que el honor y la fama les sucedieran; cuando los deseos aspiran a eso, desviándose así [del auténtico fin último], los rayos del verdadero amor ascienden con menor viveza"). Es,

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pues, la ambición y el deseo de gloria mundana lo que ha contaminado a estos espíritus y ha restado perfección a sus buenas acciones. En la tercera esfera, el cielo de Venus, el protagonista tiene encuentros con tres espíritus bienaventurados: Carlos Martel (no el príncipe del reino de los francos, que vivió en el siglo VIII, sino el joven rey de Hungría, hijo del angevino Carlos II de Nápoles; Dante y Carlos Martel se habían conocido en Florencia y allí habían trabado amistad), Cunizza da Romano, y el trovador Folquet de Marsella. Es Cunizza quien define el carácter de esta esfera celestial: "aquí refuljo porque me venció la luz de esta estrella" (Par., IX, 32-33). Ella, en efecto, había llevado durante su juventud una vida afectiva francamente disoluta, pero ya anciana se refugió, haciendo una vida piadosa, en casa de los Cavalcanti en Florencia, donde Dante pudo acaso haberla conocido. En cuanto a Folquet, este trovador compuso durante su juventud tan sólo poemas de amor, pero más tarde se hizo monje, fue abad y llegó a ser obispo de Toulouse, impulsando junto a Santo Domingo de Guzmán la lucha contra los albigenses. No es tan claro por qué comparece aquí Carlos Martel; acaso como un exponente de juventud, época propicia al amor sensual (Carlos murió a los 24 años de edad), y Dante el autor le hace explicar cómo, en la sociedad humana, las buenas disposiciones ancestrales de los induviduos pueden producir malos frutos. Al abandonar el cielo de Venus se deja atrás toda aquella región del paraíso que recibe, según Dante, la sombra de la Tierra, es decir, que está simbólicamente "contaminada", por así decirlo, con las falencias terrestres y las debilidades humanas. Al ingresar al cielo del Sol se entra, pues, a un ámbito de perfección pura y sin mancha, que constituye la segunda gran región paradisíaca. En los tres primeros cielos de esta región celestial se muestran espíritus que fueron perfectos en la vida activa; en el cuarto comparecen las almas de los grandes contemplativos. Ciertamente asalta la tentación de asociar estas cuatro esferas celestes con las cuatro virtudes cardinales. En efecto, en el cielo del Sol se discurre acerca de la prudencia del rey Salomón (Par., XIII, 91-108); el cielo de Marte está lleno de guerreros cuya virtud es obviamente la fortaleza; en el cielo de Júpiter se exalta a la justicia, y en el cielo de Saturno se menciona a la templanza -o más bien al ascetismo- como preparación necesaria para el ejercicio de la contemplación (Par., XXI, 113-117). Pero una lectura atenta revela que no son las virtudes mismas los temas principales de reflexión en estas esferas. Salomón no es un típico representante de los espíritus que se muestran en el cielo del Sol, quienes exhibieron más bien las virtudes de la inteligencia teorética, de las que se dice que fueron precisamente las que el rey Salomón no pidió; y en el cielo de Saturno el énfasis cae decididamente sobre la vida contemplativa y no sobre la templanza. En la esfera del Sol se muestran los esplendores que envuelven a las almas de los grandes sabios y maestros: teólogos, filósofos, médicos, juristas, historiadores, gramáticos, oradores, monjes, místicos. Ellos enseñaron, crearon y transmitieron saber a generaciones más jóvenes y, por ello, cuentan entre los espíritus que manifestaron su perfección principalmente en la vida activa.55 Salomón se encuentra entre ellos, probablemente en cuanto autor de los libros bíblicos que antaño se le atribuían: Proverbios, Eclesiastés y Sabiduría. Dos espíritus, el de Santo Tomás de Aquino y el de San Buenaventura, dan a conocer al peregrino quiénes son los que se encuentran en esta esfera. Si hay un rasgo que caracteriza al cielo del Sol es que en él se ha producido la superación de los conflictos protagonizados en el mundo terrenal y la reconciliación de todos los viejos rencores. Es

55 Santo Tomás de Aquino, Quaest. disp. De veritate, q. XI, a. 4.

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Santo Tomás quien señala con complacencia a Siger de Brabante, a quien había combatido duramente en París por sus ideas averroístas, y San Buenaventura presenta al discutible y discutido Joaquín de Floris, quien a su vez había atacado la interpretación de la Trinidad hecha por Pedro Lombardo, otro teólogo beatificado en este cielo del paraíso. Este rasgo conciliatorio culmina, sin embargo, cuando el dominico Tomás hace el elogio de San Francisco de Asís y el franciscano Buenaventura responde haciendo el elogio de Santo Domingo de Guzmán; en el paraíso se borran completamente las diferencias, rivalidades, discordias y rencillas, incluidas las que ya entonces existían entre las órdenes dominicana y franciscana. En el cielo de Marte se muestran hombres de armas, guerreros y cruzados; entre estos últimos, un antepasado de Dante, Cacciaguida. Si es que existen guerras justas y si las armas constituyen la defensa de los Estados, existe entre esta esfera y la siguiente, la de Júpiter, una suerte de continuidad ideal, por cuanto la última está reservada a gobernantes y estadistas que practicaron la justicia en el ejercicio de sus cargos. Puesto que la vigencia de la justicia es la finalidad última perseguida por el gobierno imperial, en el cielo de Júpiter tiene lugar la exaltación del Imperio romano en la figura emblemática del águila formada por los espíritus bienaventurados. Pero es interesante observar que es el concepto abstracto del Imperio como institución, más bien que sus gobernantes, lo que se ve exaltado aquí en el paraíso; es el águila quien habla y manifiesta aquello que el peregrino debe saber y comunicar; y si bien su figura está formada por las luces que presumiblemente corresponden a los espíritus de emperadores, ministros, generales, soldados y funcionarios de gobierno, la institución habla por ellos. El cielo de Saturno, la última de las "esferas planetarias" de la cosmología antigua y medieval, es el escenario en que se muestran los espíritus contemplativos. Recordemos en este punto que la vida contemplativa es para Dante la coronación de la vida activa en este mundo, pero que sólo puede realizarse de manera imperfecta en la vida mortal porque su plenitud puede alcanzarse únicamente en el más allá. La vida activa, representada entre los espíritus que pueblan el paraíso por el magisterio, las armas y el gobierno civil, no es sino la preparación y la creación de las condiciones que hacen posible la contemplación. Por ser el último de los cielos planetarios, la esfera de Saturno es también la última en que se muestran las almas de los seres humanos distribuidas en grupos separados y distintos de acuerdo con su carácter espiritual. De ahora en adelante, los diferentes grados o niveles de beatitud pierden toda importancia, porque lo que desde este momento está en juego es la preparación espiritual del peregrino para la visión última de la Trinidad divina. Ya no se hará distinción moral entre los diversos bienaventurados; en el cielo Empíreo se mostrarán todos reunidos, junto con la totalidad de los ángeles, contemplando a Dios. Y precisamente aquí, en el cielo de Saturno, ve el peregrino una escala -la misma que soñó Jacob en Bétel- por la cual suben y bajan diversos espíritus; ella se apoya en la Tierra y se pierde de vista en la altura, porque llega hasta el Empíreo. El ingreso al cielo de las estrellas fijas señala, como ya lo hemos indicado, el acceso a la tercera y última región del paraíso, que comprende a las tres esferas celestes superiores. Allí se muestran ya, en forma de millares de luces encendidas por un sol (Cristo), todos los bienaventurados, "las legiones del triunfo de Cristo y todo el fruto recogido del girar de estas esferas" (Par., XXIII, 19-21). Allí debe rendir el protagonista un triple examen acerca de las virtudes teologales. San Pedro lo interrogará acerca de la fe, el apóstol Santiago acerca de la esperanza y San Juan el apóstol acerca de la caridad. Después de haber aprobado el peregrino estos exámenes comparece el espíritu del primer hombre, Adán. Su

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aparición en este momento preciso no deja de ser significativa. Adán, en su calidad de padre de la humanidad entera, es para Dante la esencia misma de todo lo humano. Por eso, para entender lo que él fue y lo que significa, era preciso haber pasado revista a todas las posibilidades que el espíritu del hombre puede desplegar a lo largo de su existencia temporal, descritas desde el canto III del Inferno hasta el canto XXII del Paradiso, y también haber examinado todas las virtudes, tanto las cardinales como las teológicas, que pueden conducir al ser humano hasta la visión de Dios. En el cielo Cristalino introduce el autor Dante un simbolismo de riquísima significación, que podríamos designar como la "inversión topológica del universo". En un comienzo, el mundo se muestra en la entonces sólita perspectiva ptolemaica con sus añadidos medievales: La natura del mondo, che quïeta il mezzo e tutto l'altro intorno move, quinci comincia come da sua meta; e questo cielo non ha altro dove che la mente divina, in che s'accende l'amor che 'l volge e la virtù ch'ei piove. Luce e amor d'un cerchio lui comprende, sì come questo li altri; e quel precinto colui che 'l cinge solamente intende. (Par., XXVII, 106-114) ("La naturaleza del mundo, que mantiene inmóvil al centro [i.e., a la Tierra] y mueve a todo lo demás en torno de él, tiene aquí [en el cielo Cristalino o primum mobile] su comienzo como en un hito: y este cielo no tiene otro 'donde' [i.e., otro límite envolvente, que es el concepto aristotélico de lugar] que la mente divina [i.e., el cielo Empíreo], en la que se enciende el amor que lo hace girar y la virtud [i.e., la fuerza cósmica] que [de] él llueve [hacia el resto del universo]. La luz y el amor [que emanan del Empíreo] lo encierran [al Cristalino] en un círculo, así como éste a los otros [cielos]; y ese cerco sólo lo entiende aquél que lo cerca"). Es la imagen del mundo que tenía cualquier médico de los siglos XIII y XIV en Europa: la Tierra inmóvil en el centro del universo, las esferas celestes girando en torno de ella, arrastradas por el movimiento vertiginoso del cielo Cristalino, el cual, a su vez, se mueve atraído por el primer motor divino e inmóvil que lo rodea. Pero muy pronto la perspectiva cambia por completo, El peregrino ve "un punto que irradiaba una luz tan fuerte que los ojos iluminados por ella tenían que cerrarse ante su intensidad" (Par,, XXVIII, 16-18). Este punto es tan pequeño que si se le comparara con la menos brillante de las estrellas visibles en el firmamento nocturno ésta parecería la luna en relación con él; y hace las veces de centro para nueve círculos concéntricos de luz que giran velozmente en torno suyo. El círculo interior, más próximo al punto, gira a una velocidad inconcebible; los restantes giran con velocidades decrecientes, de modo que el último y más externo es el menos rápido de todos. ¿Qué representan estas luces? Beatriz explica al peregrino: da quel punto / depende il cielo e tutta la natura, "de ese punto dependen el cielo y toda la naturaleza" (vv. 41-42). Estas palabras son traducción casi literal de la versión hecha por Guillermo de Moerbeke, la misma que usó Santo Tomás de Aquino, para el pasaje de la Metafísica de Aristóteles XII, 7, 1072 b 13 s., donde el estagirita se refiere al primer motor divino: ex tali igitur principio dependet caelum et natura, "de tal principio dependen, pues, el cielo y la naturaleza". De modo que el pequeñísimo punto luminoso es nada menos que Dios mismo. Un poco más adelante se aclara igualmente que los nueve círculos de luz que giran en torno al punto son

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las nueve jerarquías de ángeles. (En este cielo no se dejan ver almas humanas, sino tan sólo ángeles). Si se tiene en consideración que una de las funciones de las jerarquías angélicas, aceptada por Dante y prácticamente por toda la Edad Media, es la de mover a las esferas celestes, es preciso concluir que con los ángeles gira en torno del punto de luz el universo entero. Ha cambiado, pues, la perspectiva. Si desde un punto de vista cosmológico la Tierra es el centro inmóvil y en torno a ella giran los nueve cielos móviles, ahora resulta que para la mirada teológica el centro es Dios y el mundo gira a su alrededor. Es como si la superficie de la esfera del universo se hubiese invaginado y retraído hasta llegar a constituir el centro, y el centro se hubiese expandido hasta formar la superficie. Interesa tener en cuenta que el peregrino Dante no experimenta sorpresa alguna por esta inversión topológica por la cual la superficie de la esfera pasa a ser centro y el centro pasa a ser superficie. Lo que le sorprende, en cambio, es el hecho de que en el mundo físico el círculo exterior es el más veloz, en tanto que en la nueva visión es el círculo interior el que gira más rápidamente; de este modo, el mundo creado parece no asemejarse a su modelo en la mente divina. (Beatriz tiene que explicarle entonces que la mayor velocidad de los círculos no depende de su posición espacial sino de su cercanía a Dios y, por tanto, de su virtud). Mucho se ha escrito y discutido acerca de este cambio de la visión celestial, pero obviamente no es necesario suponer, como ha ocurrido, que Dante el autor intuyó aquí anticipadamente las propiedades del concepto matemático moderno de la hiperesfera. La verdad es que las corrientes medievales de tradición neoplatónica se complacían en jugar con la noción geométrica de la esfera para expresar realidades metafísicas, y Dante por cierto tenía conocimiento de ello. Así, por ejemplo, en el hoy poco conocido y anónimo Libro de los veinticuatro filósofos56, que apareció en la segunda mitad del siglo XII y que algunos manuscritos atribuyen al casi mítico Hermes Trismegisto, es posible leer que "Dios es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna" (II), y que "Dios es una esfera que tiene tantas circunferencias como puntos" (XVIII). Si se toman en serio estas dos metáforas y se considera la superficie exterior del cielo Cristalino como envuelta por el Empíreo, es decir, por la mente divina, bien se puede concebir que en cada punto de ese borde entre el Cristalino y el Empíreo se muestra Dios como centro de nueve circunferencias. Lo único que se requiere para dar este paso lógico es admitir en el observador la posibilidad de dos miradas: una de la vista corporal que registra lo que se muestra en el universo físico (correspondiente al "ver" que los griegos designaron como horân), y otra de la visión espiritual que con los ojos de la mente explora las realidades del mundo metafísico y sobrenatural (el "ver" del eidénai griego). Dante el autor parece contar con la admisión de la doble mirada por parte de sus lectores, porque en lo sucesivo usa ocasionalmente un lenguaje acaso deliberadamente ambiguo, talvez para no perder de vista, en la duplicidad de interpretaciones posibles, la duplicidad de las perspectivas. Así, a modo de ejemplo, en un momento dado se refiere al progresivo desvanecimiento de la visión que el peregrino tiene de il trïunfo che lude sempre dintorno al punto che mi vinse, parendo inchiuso da quel ch'elli 'nchiude. (Par., XXX, 10-12)

56 Liber viginti quattuor philosophorum, publicado en Milán en 1999 y en Madrid por Ediciones Siruela en 2000.

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("el triunfo que danza siempre en torno al punto que me venció, pareciendo incluido por lo que él incluye"). El "triunfo" es aquí el conjunto de los círculos triunfales de ángeles que danzan alrededor de Dios, todavía representado como un punto de luz enceguecedora. Este punto "venció" al protagonista en un doble sentido: físicamente, por cuanto su excesiva luminosidad lo obligó a cerrar los ojos, y también intelectualmente, porque no pudo entender por sí mismo la razón de las diferentes velocidades de los círculos en uno y otro caso, el del mundo físico y el del mundo espiritual (Par., XXVIII, 46-57). Y luego la frase "pareciendo incluido por lo que él incluye" ¿se refiere al triunfo o al punto? Indudablemente a ambos. Dios es el punto circunscrito por los círculos danzantes de los ángeles, pero a la vez su pensamiento es el Empíreo, la esfera que encierra al universo entero; y los coros de ángeles envueltos con sus respectivas esferas por el décimo cielo son a la vez los círculos que circunscriben al punto que en éste tiene su sede. La doble perspectiva, que reúne a las miradas desde la Tierra y desde el cielo, se condensa en un lenguaje aparentemente ambiguo, pero que lo es porque deliberadamente funde los significados de ambas miradas en la unidad del modelo eterno. El cielo Empíreo, por último, representa una suerte de suma de todo el paraíso. Cuando puede recuperar su capacidad visual, momentáneamente perdida por el exceso de luminosidad, el protagonista ve un río de luz bordeado de orillas floridas; de la corriente salen centellas vivas semejantes a rubíes, que se dispersan entre las flores para volver luego a sumergirse. De las aguas de este río, explica Beatriz, ha de beber aún Dante si quiere satisfacer su alto deseo. Al llevar a cabo la simbólica bebida, las flores y las centellas se le muestran como las dos cortes del cielo: la de los bienaventurados y la de los ángeles. Si en el cielo de la Luna las almas se aparecían como un débil pero hermoso reflejo de la forma humana, y si en las restantes esferas se mostraban como luces, fulgores, estrellas resplandecientes en que la figura humana era irreconocible, aquí, en el Empíreo, se manifiestan revestidas con los cuerpos que tendrán después de la resurrección. El beber del río de luz hace posible a Dante apreciar estupefacto "la forma general del paraíso", la cándida rosa formada por los ángeles y los espíritus bienaventurados que contemplan a Dios. Pero éste es el momento también del distanciamiento de Beatriz, que vuelve a ocupar su lugar entre los restantes espíritus, dejando al peregrino Dante entregado a San Bernardo de Clairvaux. El significado de ello parece claro. Dante ha visto ya prácticamente todo lo que había que ver, con excepción de la divinidad misma, que hasta aquí se ha mostrado tan sólo como un punto atómico de luz penetrante. Del mundo creado, ya no le queda nada que aprender ni que experimentar, y por eso la misión de Beatriz junto a él ha llegado ya a su fin. Pero ahora tiene que preparar su espíritu para la visión última y definitiva, y como ésta es un acto de contemplación pura, es el gran contemplativo (quel contemplante), San Bernardo, quien lo toma a su cargo. El "doctor mariano" impetra para él la mediación de María con el fin de que "el sumo placer se le despliegue", y con ello se introduce el momento final y culminante de la Commedia, y a la vez el más sublime de todo el poema por su sorprendente sobriedad, la visión de Dios. Pero este tema no pertenece ya al presente capítulo.

La arquitectura moral del otro mundo. En este capítulo se ha comentado algo acerca de la naturaleza de los pecados, vicios, deficiencias y virtudes que el lector de la Commedia, guiado por el autor, puede ver entregados al castigo, a la purificación o a la recompensa en ultratumba. Mayor énfasis

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hemos puesto en la discusión de los criterios de que se sirvió Dante para ordenar y clasificar esas disposiciones espirituales. Es de presumir que el fruto de tales consideraciones sea una estupenda confusión en la mente del lector. Para contribuir a ordenar todo ese material, ofrecemos a continuación cuadros que esquematizan la estructura moral de los reino ultramundanos, con la esperanza de que ellos puedan servir igualmente de guías para orientarse en la lectura de un poema tan rico y complejo como es el que aquí estudiamos.

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ESTRUCTURA PENAL DEL INFIERNO

CÍRCULO

CARÁCTER MORAL

CANTO

Vestíbulo I (Limbo)

Indecisos Paganos justos

III IV

II III IV V

Incontinencia

Lujuriosos Golosos Avaros y pródigos Iracundos y acidiosos

V VI VII 1-99 VII 100 -VIII 63

VI

Herejes

IX 196 - XI

VII I girón II girón III girón

Violencia

Contra el prójimo: tiranos, homicidas, salteadores Contra la propia persona: suicidas y dilapidadores Contra Dios: ateos y blasfemos Contra la naturaleza: sodomitas Contra el arte: usureros

XII XIII XIV XV - XVI XVII 37-78

VIII (Malebolge) I fosa II fosa III fosa IV fosa V fosa VI fosa VII fosa VIII fosa IX fosa X fosa IX (Cocito) I zona (Caina) II zona (Antenora) III zona (Tolomea) IV zona (Giudecca)

Fraude

(a) contra quien no confía

Seductores y rufianes Aduladores Simoníacos Adivinos Prevaricadores Hipócritas Ladrones Consejeros falsos Cismáticos Falsificadores

(b) contra quien confía Traidores a los parientes Traidores a la patria, ciudad o partido Traidores a los comensales Traidores a los benefactores

XVIII 22-99 XVIII 100-136 XIX XX XXI - XXII XXIII XXIV - XXV XXVI - XXVII XXVIII - XXIX 39 XXIX 40- XXX XXXII 1- 72 XXXII 73 - XXXIII 90 XXXIII 91- 157 XXXIV

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ESTRUCTURA MORAL DEL PURGATORIO

ÁMBITO

CARÁCTER MORAL

CANTO

Antepurgarorio

Negligentes en la conversión por amor al bien y a la belleza mundanos

I - VIII

Purgatorio 1ª cornisa 2ª cornisa 3ª cornisa 4ª cornisa 5ª cornisa 6ª cornisa 7ª cornisa

(a) Amor a sí mismo mediante el mal del prójimo Soberbios Envidiosos Iracundos (b) Amor deficiente al bien espiritual Acidiosos (c) Amor excesivo a los bienes temporales Avaros y pródigos Golosos Lujuriosos

X - XII XIII - XV 81 XV 82 -XVII 69 XVIII 76-XIX 33 XIX 70-XXII ll4 XXII 118- XXIV XXV 110-XXVII

Paraíso terrenal

Acción plena y purificada, contemplación imperfecta

XXVIII-XXXIII

ESTRUCTURA MORAL DEL PARAÍSO

CIELOS

CARÁCTER MORAL

CANTO

1. Luna 2. Mercurio 3. Venus

Espíritus inconstantes en sus votos Espíritus activos por deseo de fama Espíritus amantes contaminados por el eros

II - V 84 V 85 -VII VIII - IX

4. Sol 5. Marte 6. Júpiter 7. Saturno

Espíritus activos: sabios y maestros Espíritus activos: hombres de armas, cruzados Espíritus activos: gobernantes y estadistas justos Espíritus contemplativos

X - XIV 81 XIV 82 - XVIII 57 XVIII 58 - XX XXI - XXII 99

8. Estrellas Fijas 9. Cristalino 10. Empíreo

XXII 100 - XXVII 96 XXVII 97 - XXIX XXX - XXXIII

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CAPÍTULO V.

LA TEORÍA DEL AMOR.

Hemos visto que, para Dante, en los seres humanos "es el amor la semilla de toda virtud y de toda acción que merece castigo" (Purg., XVII, 103-105); también sabemos que la Commedia es, por propia declaración de su autor, una obra acerca de ética (Epist. XIII [X], [16], 40). De ello resulta que una adecuada comprensión de este gran poema requiere de un examen del modo en que Dante pensaba y entendía el concepto del amor. Dada la importancia de este problema, señalaremos en lo que sigue las afirmaciones más relevantes que al respecto pueden hallarse en las diversas obras del poeta y que culminan en las exposiciones de la Commedia misma.

El "espíritu de amor".

Cuando Dante describe, al comienzo de la Vita nuova, su primer encuentro con Beatriz, puede sorprender al lector de hoy la referencia a unos "espíritus" que acusan el efecto impresionante producido en el muchacho por la visión de la niña ¡y que expresan su desconcierto hablando en latín! (Recordemos que este libro no está escrito en latín sino en italiano). También en la canción Donne ch'avete intelletto d'amore, en el capítulo XIX de la obra, leemos: De li occhi suoi, come ch'ella li mova, escono spirti d'amore inflammati, che feron li occhi a qual che allor la guati, e passan sì che'l cor ciascun retrova. (vv. 51-54) ("De sus ojos [i.e., de los ojos de la dama], como quiera que los mueva, salen inflamados espíritus de amor que hieren los ojos de quienquiera que la mire y los atraviesan de tal modo que cada uno de ellos alcanza al corazón"). Esta imagen de los espíritus de amor que salen de los ojos de la dama, entran por los del amante y se instalan en su corazón, es de uso tan frecuente en los poetas del dolce stil novo que sería superfluo dar referencias acerca de su uso. Dante y su amigo Guido Cavalcanti describieron dos tipos de efectos de esta irrupción de espíritus de amor en el corazón del amante. Uno de ellos es negativo: los espíritus de amor desplazan o destruyen a los espíritus natural, animal y vital, inhibiendo las funciones normales de la vida. El otro efecto es positivo: los espíritus de amor ennoblecen el alma y la mente del que los recibe. La reiterada uniformidad con que aparecen estos motivos en los poetas de la escuela mencionada permite sospechar que detrás de ellos se esconda una teoría perfectamente elaborada. De hecho, la teoría existe y se formó con elementos diversos que retrotraen hasta el pensamiento aristotélico. Parece pertinente aquí reseñar brevemente su origen. Uno de los legados más importantes y fecundos que la filosofía griega dejó al cristianismo fue el concepto de un alma que, como principio vital, origina y rige los fenómenos de la vida en plantas y animales. Aristóteles pensó el alma como la forma o entelequia primera de un cuerpo natural organizado que posee la capacidad de vivir (De an., II, 1, 412 a 29). Dentro del hylemorfismo aristotélico, la concepción del alma como principio formal de una materia orgánica descartaba toda necesidad y aun toda posibilidad de suponer la existencia de entidades intermedias que aseguraran la unión substancial del

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alma con el cuerpo (Santo Tomás de Aquino, S. theol., I, q. 76, a. 7). No obstante, quedaban por explicar todavía los fenómenos que podríamos llamar psicofísicos o psicosomáticos. Por una parte, el funcionamiento del cuerpo afecta a la acción del alma hasta el punto de que la destrucción o el mero deterioro de un órgano corporal puede llegar a impedir que el alma continúe infundiendo vida y puede producir así la muerte del individuo. Por otra parte, el cuerpo es movido por el alma, que es su principio motor, pero de acuerdo con la teoría general del movimiento formulada por Aristóteles, el motor anímico es inmóvil con respecto al movimiento del cuerpo. De aquí la pregunta: ¿cómo puede lo inmóvil inmaterial poner en movimiento a lo móvil corpóreo? Para resolver esta dificultad, Aristóteles aplicó el mismo modelo que había utilizado para explicar los fenómenos de movimiento en el universo: entre el motor inmóvil y lo movido no motor se interponen, a manera de intermediarios, ciertos motores movidos. En el universo físico, estos motores movidos son los astros, cada uno de los cuales está dotado de una inteligencia movida y a la vez motora. Dichas inteligencias son movidas por el primer motor inmóvil en cuanto objeto final de su deseo o amor. De manera análoga, en los animales existen el deseo (órexis) y el espíritu (pneuma) que hacen las veces de motores movidos intermedios entre el motor inmóvil -el alma- y la parte movida no motora -el cuerpo- (De motu anim., 10 passim). Aristóteles sostuvo que el espíritu -más precisamente, el "espíritu congénito" (pneuma sýmphyton)- tiene carácter corpóreo; es, dice, más denso y pesado que el fuego, pero más liviano y sutil que los otros elementos. Su sede corporal está en el corazón. Por naturaleza, es capaz de contraerse y de dilatarse; cuando se contrae carece de toda fuerza, pero cuando se dilata provoca -mecánicamente, al parecer- un movimiento del cuerpo. El espíritu congénito es, en relación con el alma y el cuerpo, como la articulación de un miembro, que a la vez mueve y es movida; él es puesto en movimiento por el alma inmóvil y comunica otro tipo de movimiento al cuerpo movido. Santo Tomás de Aquino hizo suya esta teoría, como tantas otras del estagirita. Observó que, en el mundo de lo corporal, el nombre "espíritu" designa a una cierta impulsión y movimiento; pero los espíritus corpóreos son invisibles y participan poco de la naturaleza de los cuerpos, de donde resulta que, por analogía, llamamos también espíritus a las substancias inmateriales. Por otra parte, sólo puede hablarse de espíritus corpóreos, esto es, de cuerpos intermediarios entre el alma y el cuerpo viviente, en la medida en que éste se une a aquélla como a su principio motor; pero en la medida en que el alma se une al cuerpo en cuanto forma de él, es imposible que lo haga por intermedio de cuerpo alguno. Por consiguiente, la defección de los espíritus trae consigo la desvinculación del alma y el cuerpo, pero no en cuanto que los espíritus sean intermediarios entre una y otra substancia, porque lo son únicamente con referencia a la acción de mover, sino porque su ausencia priva al cuerpo de la disposición para su unión con el alma.57 Pero en esta teoría, en el caso de que ella sea realmente inteligible, faltan aún algunas precisiones que fueron añadidas por la tradición posterior. En efecto, si es posible distinguir diversas potencias o facultades (virtutes) del alma en relación con su capacidad de mover al cuerpo, es lícito también distinguir diversas clases de espíritus corpóreos que establecen el vínculo entre las facultades anímicas y los órganos corporales correspondientes; y, por otra

57 Santo Tomás de Aquino, S. theol., I, q. 36, a. 1 co. y ad 1; q. 76, a. 7 co. y ad 2. Acerca del hecho de que la expresión "espíritu corpóreo" no es contradictoria, cfr. ibid., I, q. 41, a. 3 ad 4 y Contra gent., IV, 23, donde se trata de la equivocidad del término spiritus y de su significado originariamente corporal.

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parte, si estos espíritus son de naturaleza corpórea, deben ser localizables espacialmente y, de acuerdo con las funciones orgánicas que determinan, tiene que ser posible establecer en qué partes del cuerpo tienen su asiento. Si Aristóteles creía que el espíritu congénito reside en el corazón, Galeno habló en cambio de tres órganos principales: el hígado, el corazón y el cerebro. El hígado es la sede de la virtud natural, es decir, de lo concerniente a la vida vegetativa; en el corazón tiene su asiento la virtud vital y de él nacen las pasiones tales como el temor, la ira, la alegría y, desde luego, el amor; el cerebro, por último, es la sede de la virtud animal; de él nacen los nervios, y ambos -cerebro y nervios- son el instrumento de la sensación interna y externa no menos que del movimiento local.58 Ésta es la teoría de que Dante hizo uso en la Vita nuova (cap. II, 4-7). De todas estas virtutes, la más importante desde el punto de vista del estudio del fenómeno erótico es la vital, que reside en el corazón. En ella tienen su origen las pasiones. Boccaccio nos habla de una cierta cavidad del corazón, siempre abundante en sangre, en la que habita el espíritu vital; ella es "el receptáculo de todas nuestras pasiones".59 Pero a la virtud vital se le asignaba también otra función decisiva, a saber, la de conservar y mantener en actividad al espíritu animal, del que dependen los fenómenos sensitivos y motores. Así consta, a lo menos, en un texto de Avicena, quien define a la virtud vital como "la que conserva el ser del espíritu que es vehículo de la sensación y del movimiento". Hay, pues, una interacción de las virtutes y de los respectivos procesos vitales; en virtud de ella podemos entender que, si el espíritu vital es inhibido en su función por obra de la experiencia erótica, todas las restantes facultades se verán igualmente perturbadas. Los poetas del dolce stil novo añadieron a esta fisiología tradicional de los espíritus corpóreos la existencia de un espíritu nuevo, el "espíritu de amor", el cual, cuando halla su camino a través de los ojos hasta el corazón, se instala en él, provoca la contracción por desplazamiento del espíritu vital, cuya función propia es de este modo destruida, e inhibe al espíritu animal, de manera que el amante no sólo experimenta una profunda transformación en su vida emocional, sino también palideces, desfallecimientos, pérdida del sueño y del apetito, etc. Hay que decir que éste es un aporte completamente original de la escuela del dolce stil novo; nada semejante puede hallarse ni en los trovadores provenzales ni en la lírica de la escuela siciliana. Y esta postulación de un espíritu de amor por los poetas toscanos se inscribe dentro de una línea de reflexión científica que parte de Aristóteles y que ellos recibieron a través de Galeno y de la medicina medieval; en aquella época, por lo visto, los poetas no le temían a la ciencia ni la rechazaban como carente de profundidad espiritual. Pero los espíritus de amor hacen su camino hasta el corazón a través de los ojos. ¿Por qué a través de estos órganos y no de otros? Tal determinación tampoco es casual ni arbitraria. Durante la Edad Media surgió en concreto la pregunta: el amor -entiéndase el amor sensitivo60- ¿entra al alma por los ojos o por los oídos? No faltaban argumentos para la segunda de estas tesis. Se decía que el trovador Jaufré Rudel, príncipe de Blaye, se enamoró de la condesa de Trípolis, a quien no había visto jamás, pero cuyas alabanzas había escuchado de boca de los peregrinos que regresaban de 58 B. Nardi, Dante e la cultura medievale, 2ª ed., Bari 1949, pp. 9-11. 59 G. Boccaccio, Il Comento sopra la Commedia di Dante Alighieri, Firenze 1724, vol I, p. 21. 60 En la Summa theologiae, Ia II ae, q. 26, a. 1, Santo Tomás de Aquino distingue entre tres clases de amor: el que corresponde al apetito natural (que no es consciente), el que corresponde al apetito sensitivo (que no es libre en los animales brutos, pero que en el hombre puede ser sometido a la razón), y el que corresponde al apetito intelectual (voluntad).

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Antioquía; con el fin de conocer a su amada, se hizo cruzado y se embarcó en 1147; enfermó gravemente en el viaje, pero Dios le concedió la dicha de alcanzar a morir en brazos de su dama.61 La historia fue inventada, sin lugar a dudas, sobre la base de los versos dedicados por Rudel al amors de terra lonhdana ("amor de tierra lejana"), pero fue también un tópico de la tradición del amor cortés. A Leonor de Aquitania se le atribuyó igualmente haberse enamorado del sultán Saladino, a quien no había visto jamás, por lo que había oído decir de su bravura y de sus virtudes caballerescas; aun más, se decía que cuando ella acompañó a su marido, el rey Luis VII de Francia, a la segunda cruzada, logró persuadir a Saladino para que la raptara, lo que sólo pudo ser impedido por la oportuna intervención del monarca. ¡Todo ello en circunstancias de que Saladino era por enonces un niño de diez o doce años de edad!62 En el Parzival de Wolfram von Eschenbach (709 ss.) se menciona también la fuerza del amor y el sincero afecto que une al rey Gramoflanz y la bella Itonje, quienes no se habían visto jamás (y es necesario tener presente que la Edad Media nunca distinguió muy nítidamente entre la ficción literaria o legendaria y la realidad). Karl Vossler, por su parte, cita a un cierto Albertano da Brescia, quien escribió: "El amor de Dios entra a la mente de los hombres por las orejas, por inspiración divina. Y así como María siempre Virgen, oyendo con sus orejas la anunciación del ángel, concibió al hijo de Dios, Señor nuestro, así también el amor de Dios y su dilección entra por las orejas".63 Y es claro que el amor intellectivus con que es posible amar a Dios (quien obviamente no puede ser objeto de apetito sensitivo), sólo puede ser despertado por la palabra, ya sea en la forma de la predicación religiosa, de la demostración científica o de la persuasión retórica. Del amor sensitivus, en cambio, dice Albertano que debe ser llamado concupiscencia (cupidità). En efecto, él posee otro origen. El origen del amor sensitivo, al contrario de los ejemplos mencionados arriba, está en gran medida en el sentido de la vista. También lo había dicho Aristóteles: "El principio [...] del amor es el placer de la vista. Nadie ama sin haber recibido previamente placer del aspecto del amado, lo cual no quiere decir que ame ya por la sola complacencia en la figura del otro, sino sólo cuando añora al ausente y suspira por su presencia" (Eth. Nicom., IX, 5, 1167 a 4 ss.; cfr. ibid., IX, 12, 1171 b 29 ss.). Santo Tomás de Aquino, en su comentario a este paso, entiende que él se refiere al amor por una mujer (alicuius mulieris amatio). Estamos, pues, claramente en el nivel del amor sensitivus. Para Aristóteles, el sentido de la vista tiene en el hombre un privilegio especial. Ya en el comienzo de su Metafísica, el filósofo encomia a la visión y le da mayor importancia que a los otros sentidos, afirmando que nos permite conocer más y pone en manifiesto muchas diferencias; de este modo, la estimación en que tenemos al sentido de la vista es un indicador del impulso que naturalmente nos lleva a saber (eidénai). Y si bien la visión en cuanto sentido corporal (to horán) no es lo mismo que la visión intelectual (to eidénai), no hay que olvidar el carácter originariamente visual del verbo eidénai y de los términos con él relacionados, tales como idéa (idea) y eîdos (forma). En una perspectiva ya no tan sólo aristotélica, sino griega en general, la vinculación del amor con el sentido de la vista confiere a dicha pasión un lugar de preeminencia entre todas las restantes. En la Francia de la segunda mitad del siglo XII, la vinculación del amor con el sentido de la vista había encontrado un eco en el clásico tratado De amore de Andreas Capellanus, i.e.,

61 A. Berry, Florilège des Troubadours, Paris 1930, pp. 55-56. 62 J. Markale, Leonor de Aquitania, Barcelona, 3ª ed. 1999, pp. 182-189. 63 K. Vossler, Die philosophischen Grundlagen zum süssen neuen Stil, Heidelberg 1904, p. 12.

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Andrés capellán del rey de Francia, quien definió: "El amor es cierta pasión innata que procede de la visión y de la evocación desmedida de una figura del otro sexo, por la cual alguien desea sobre todas las cosas poseer al otro mediante abrazos y, por voluntad de ambos, dar cumplimiento en un abrazo a todos los preceptos del amor". Consecuencia de la íntima relación entre la vista y el amor es que "la ceguera impide el amor, debido a que el ciego no puede ver y su alma no tiene de dónde extraer una evocación desmedida; por tanto, el amor no puede nacer en él".64 También en la corte siciliana del emperador Federico II, llena de sabios árabes y judíos, y donde no se descuidaba la tradición filosófica y científica aristotélica y averroísta, el problema volvió a plantearse en términos semejantes. Giacomo da Lentino define en un soneto: "El amor es un deseo que viene del corazón por abundancia de complacencia; se genera primeramente en los ojos y el corazón le proporciona su alimento. Algunas veces puede ocurrir que se ame sin haber visto al amado; pero el amor que oprime con furia nace de la visión de los ojos".65 Con ello quedaban dados todos los elementos para la fisiología del amor elaborada por el dolce stil novo. Un "espíritu de amor" es responsable de que el alma sea afectada por la pasión erótica; éste pertenece al mundo de las realidades sensibles y el camino que recorre para apoderarse del amante es a través de los ojos. Sale de los ojos de la dama, entra junto con la imagen visual por los ojos del amante y se instala en su corazón desplazando al espíritu vital y haciendo sentir todos los efectos correspondientes.

La dama-ángel. La teoría de los espíritus y del espíritu de amor que acabamos de examinar es bastante mecanicista, más propia del espíritu del averroísmo latino que de otros modos de pensar propios de la Edad Media, y ella, en efecto, se acomoda bastante mal con la personificación del amor que Dante hace en la Vita nuova. Éste aparece en la figura de "un señor de pavoroso aspecto" (aunque ocasionalmente es descrito como un joven que ríe o que llora) quien domina y da órdenes al poeta, si bien siempre "según el consejo de la razón". Dante se declara "fiel" de este señor y se confiesa miembro del grupo de los "fieles de Amor". La imaginería es, por cierto, una reminiscencia de la relación feudal entre el señor y el vasallo que le jura fidelidad. Si bien Dante admite que, filosóficamente hablando, el amor no es substancia sino tan sólo un accidente de la substancia que es el alma humana, es decir, que el amor no existe por sí mismo, como los astros, los animales y las plantas, sino únicamente en las personas que aman, su personificación en la Vita nuova tiene interés porque le sugiere al lector dos cosas: la primera, que la fuerza del amor domina por entero al amante; la segunda, que si bien esta fuerza ejerce su acción en el alma del sujeto, su origen es exterior, no nace en el alma espontáneamente sino como reacción a un estímulo que procede de afuera. En una palabra, y para usar la terminología filosófica que Dante no consideró oportuno emplear en esta obra, el amor es una pasión. Hoy parece un lugar común decir que el amor es una pasión, pero conviene hacerse cargo de algunas implicaciones contenidas en esta afirmación aparentemente trivial. Una "pasión" es el correlato o contraparte de una "acción"; mi pasión es lo que "me pasa" ante lo que algo o alguien me hace. La pasión delata una condición de relativa pasividad del sujeto respecto de una acción que no es suya sino que ejerce su influencia sobre él desde afuera.

64 Andreae Capellani Regii Francorum De amore, I, caps. 1 y 5, ed. E. Trojel, München 1964, pp. 3 y 12. 65 A. Buck, Italienische Sonette (13-17 Jahrhundert), Tübingen 1954, pp. 14-15.

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En cuanto pasión, el amor consiste en los efectos que sobre el amante tiene la visión o la presencia o el mero recuerdo de la amada; ella, la amada, es quien atrae, actuando de este modo sobre el pasivo enamorado, quien padece las emociones y placeres y sufrimientos correspondientes a su estado pasional. Por este motivo es pertinente plantear la pregunta si acaso las pasiones pueden ser sometidas al control de la voluntad o si no dominan más bien al sujeto en forma tal que es imposible resistirlas. Dante, en el soneto Io sono stato con Amore insieme (CXI), respuesta a otro de Cino da Pistoia, confiesa cómo el amor frena y espolea, y cómo bajo él se ríe y se llora, para concluir que chi ragione o virtù contra gli sprieme, fa come que' che 'n la tempesta sona credendo far colà dove si tona esser le guerre de' vapori sceme. Però nel cerchio de la sua palestra liber arbitrio già mai non fu franco, sì che consiglio invan vi si balestra. ("quien le opone razón o virtud actúa como quien hace sonar campanas durante la tormenta, creyendo aplacar la guerra de los vapores allá donde truena. Por eso, en el círculo de su palestra el libre albedrío jamás tuvo libertad, de manera que en vano se esgrime allí el consejo"). La leyenda de Tristán e Isolda, donde el amor nace y se desarrolla en quienes no deben amarse, en virtud de una necesidad causal irresistible debida a su origen en las artes mágicas, era sin duda bien conocida por estos poetas. Pero la concepción del amor como pasión hace posible hablar de él desde una doble perspectiva. Por una parte, el amor puede ser entendido como el conjunto de los estados y movimientos subjetivos del ánimo del sujeto presa de la pasión amorosa: las emociones, violentas y absorbentes las más, muchas discordantes y contrarias entre sí, pero todas conducentes a menudo al ensimismamiento y a veces a la inacción; sucesión de sentimientos de alegría y dolor, de exaltación y angustia, deseos insatisfechos, celos, lágrimas, risas, suspiros y ensoñaciones, todo el repertorio de condicionamientos internos que acompañan al amor en cuanto pasión. Pero también hay en él otra dimensión: el amor es la acción de la persona amada, en cuanto principio agente, sobre el amante reducido a la pasividad del sentimiento. Esta dimensión se expresa en cierto modo en la teoría, que ya hemos examinado, de los "espíritus de amor" que hacen su camino desde los ojos de la amada hasta el corazón del amante e inhiben allí a los restantes espíritus. Sin embargo, la mejor y más clara expresión de este punto de vista es lo declarado por Dante en el capítulo XVIII de la Vita nuova. Allí afirma el autor que hasta ese instante su amor se manifestaba en la descripción (introspectiva) de su estado y de la felicidad (subjetiva) que experimentaba al recibir el saludo de su dama; pero ahora tiene lugar un cambio, y su dicha consistirá en lo sucesivo en aquello que no puede faltarle, a saber, en las palabras que alaban a su señora. Testimonio de esta nueva actitud es la canción Donne ch'avete intelletto d'amore, incluida en el capítulo XIX de la obra. De este modo, los momentos subjetivos de la pasión en el amante dejan de ser tema de la poesía lírica de Dante, cuyos poemas comienzan a tratar un "asunto nuevo y más noble", a saber, la alabanza objetiva de su dama. ¿Y qué puede decir el poeta para alabar en forma objetiva a su señora? La objetividad de la alabanza sólo queda asegurada si se muestra la significación de la dama como ángel, esto es, como enviado de Dios para inducir por su intermedio la conversión religiosa del amante,

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porque sólo aquello que lleva el sello de lo divino puede manifestarse reivindicando para sí la más alta objetividad. El contenido de la lírica va a acusar en el resto de la Vita nuova la influencia de Guinizelli, pero el lenguaje se hace francamente religioso, incluyendo aun citas bíblicas para referirse a Beatriz y a las circunstancias que rodearon su vida y su muerte en este mundo. Esto escandalizó en un determinado momento y sonó a sacrilegio; es así que en el siglo XVI, poco después de la celebración del Concilio de Trento, apareció en Florencia una edición de la Vita nuova que contenía palabras cambiadas y frases enteras suprimidas con el fin de evitar el escándalo de los devotos hijos de la Iglesia ante un lenguaje tan insólito y atrevido.66 La noción de que la dama es un ángel había sido sugerida ya por Guido Guinizelli en su célebre canción Al cor gentil rempaira sempre amore. En ella, el poeta concluye: Donna, Deo mi dirà, che presomisti? siando l'alma mia a lui davanti: lo ciel passasti e 'nfin a me venisti, e desti in vano amor me per semblanti; ch'a me conven le laude, e a la reina del regname degno, per cui cessa onne fraude. Dir li porò: tenne d'angel sembianza che fosse del tuo regno; non me fu fallo, s'eo li posi amanza. ("Señora, dirá Dios a mi alma cuando ésta se encuentre en su presencia, ¿qué presumiste? Atravesaste los cielos y viniste hasta mí, atribuyendo mi semejanza a un vano amor; pero es a mí a quien corresponde alabar, y a la reina del cielo que pone fin a todo engaño. Yo podré responder: Tenía aspecto de ángel procedente de tu reino; no ha sido mi culpa si le di mi amor"). ¿Qué sentido tiene la noción de la dama-ángel? Para la mentalidad moderna, la comparación entre la mujer amada y un ángel puede aparecer como un lugar común usado y abusado por la literatura de segundo o tercer orden. Sin embargo, nuestra falta de asombro ante ella parece originarse en el hecho de que ya no poseemos una idea clara de lo que significaba un ángel para un poeta perteneciente a una época en que el cristianismo era todavía una realidad vivida interiormente por la gran mayoría de las personas. Si en los primeros siglos de la era cristiana, cuando la teología no había afianzado aún su alianza con la filosofía griega, los ángeles eran, de acuerdo con la tradición bíblica, simples ministros y mensajeros de la divinidad, esta concepción fue objeto de una importante expansión en el pensamiento escolástico, que identificó a algunos de ellos con las inteligencias motoras de los astros excogitadas por Aristóteles. "Los motores de los cielos", dice el mismo Dante, generalizando la noción escolástica, "son substancias separadas de la materia, esto es, inteligencias, a las que la gente vulgar llama ángeles".67 El ángel es, entonces, un principio motor; pero su operación no se limita a hacer girar las esferas celestes sino que, además, sirven secundaria o indirectamente de transmisores del movimiento originario impreso al primum mobile o cielo Cristalino por el

66 Ch. S. Singleton, An Essay on the Vita Nuova, Harvard University Press, 2ª ed. 1958, p. 4. 67 Convivio, II, iv, 2. Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. theol., I, q. 79, a. 10: "En algunos libros traducidos del árabe, las substancias separadas, que nosotros llamamos ángeles, son designadas como inteligencias, acaso debido a que las substancias de esta clase están siempre entendiendo en acto".

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Primer Motor divino. En su orden jerárquico descendente que se manifiesta en la gradación de las esferas celestiales, los ángeles ponen así al universo entero en actividad. A través de la luz que irradia de los astros, hacen descender la "virtud" de cada cielo hasta la Tierra, ejerciendo así su poder sobre las almas de los hombres y sobre todas las cosas humanas (Conv., II, vi, 9-10). En esta forma, el concepto bíblico de los ministros y mensajeros divinos y el concepto aristotélico de las inteligencias motrices de los astros se fusionan en la noción escolástica del ángel, quien, al influir por su operación en el movimiento universal de la región del mundo inmediatamente inferior a su esfera particular, sirve de instrumento para que se cumpla en el mundo la voluntad de Dios.68 Según Santo Tomás de Aquino, los ángeles pueden asumir cuerpo mediante la condensación del aire por obra de una virtud divina (S. theol., I, q. 51, a. 2 ad 3). Con todo, no parece acertado atribuir a los poetas del dolce stil novo la creencia ingenua de que el paraíso se haya volcado sobre nuestro planeta invadiendo las repúblicas terrenales con ángeles disfrazados de graciosas doncellas. En la asimilación de la dama y el ángel hay que ver más bien una relación de analogía. Así como el ángel pone en movimiento a una esfera celeste y, por este medio, ejerce una influencia sobre los acontecimientos humanos, también la dama es una suerte de principio motor que, a través de la pasión provocada por ella en el amante, despierta los deseos en su alma y determina así sus movimientos. Y si el ángel es ministro de la voluntad divina al imprimir su movimiento al universo, también la dama es una enviada del cielo por cuanto actualiza en el amante las aspiraciones y deseos que, en última instancia, le han de conducir a no encontrar satisfacción sino en la fuente de todos los bienes, que es Dios.69 La dama, convertida en ángel, cumple una función dispensadora de beatitud (y "dispensadora de beatitud" es el significado propio y literal del nombre Beatrice): [...] quando va per via, gitta nei cor villani Amore un gelo, per che onne lor pensero aghiaccia e pere; e qual sofrisse di starla a vedere diverria nobil cosa, o si morria. E quando trova alcun che degno sia di veder lei, quei prova sua vertute, chè li avvien, ciò che li dona, in salute, e sì l'umilia, ch'ogni offesa oblia. Ancor l'ha Dio per maggior grazia dato che non po mal finir chi l'ha parlato. (Vita nuova, XIX, 9-10) ("[..] cuando [ella] avanza por las calles, el amor pone en los corazones viles un hielo que congela y hace perecer a todos sus pensamientos; y quien pudiera soportar el mirarla, se ennoblecería o moriría. Cuando ella encuentra a alguno que sea digno de verla, éste

68 Es interesante observar aquí también de qué manera las doctrinas medievales referentes a la astrología judiciaria encuentran su fundamentación en la concepción cosmo-teológica descrita. Los cuerpos celestes ejercen influencias decisivas sobre las inclinaciones humanas porque son gobernados por las inteligencias aristotélicas, esto es, por los ángeles en cuanto ministros de Dios. Los astros son los mecanismos o instrumentos por medio de los cuales se cumple sobre la Tierra la voluntad divina a través del ministerio de los ángeles que contemplan al ser supremo desde las esferas del cielo. 69 Se cumpliría así el segundo grado del amor según la doctrina expuesta por San Bernardo de Clairvaux (quien en la Commedia conduce a Dante hasta la visión misma de Dios) en De diligendo Deo, especialmente capítulos VIII y IX.

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experimenta su virtud, porque recibe en salud [¿saludo? ¿salvación?] lo que ella le da; y hasta tal punto lo hace humilde, que olvida toda ofensa. Y Dios le ha concedido aun, por mayor gracia, que quien le ha hablado no puede acabar mal"). Pero estas ideas no son creaciones exclusivas de Dante; lo mismo leemos en un soneto de Guinizelli: Passa per via adorna e sì gentile, ch'abbassa orgoglio a cui dona salute, e fa 'l di nostra fé, se non la crede, e non si può appressar omo ch'è vile; ancor vi dico ch'ha maggior vertute: null'om pò mal pensar fin che la vede.70 ("Va por su camino engalanada y tan noblemente que humilla el orgullo de aquellos a quienes da salud [i.e., su saludo o la salvación], haciendo que el incrédulo comparta nuestra fe; nadie que sea vil puede acercársele; y aun os digo que posee una virtud todavía mayor: nadie puede pensar mal desde que la ve").

El trasfondo teológico. "Nos hiciste para tí, y nuestro corazón estará inquieto mientras no repose en tí". Esta declaración, que figura al comienzo de las Confesiones de San Agustín, establece como fundamento que da sentido a la existencia humana el regreso de la creatura hacia Dios. En este punto, el cristianismo nunca dejó de ser agustiniano, y de este modo, durante la Edad Media, la vida del hombre fue entendida como un exilio temporal, una peregrinación desde la divinidad y hacia la misma: "mientras estamos en el cuerpo, peregrinamos desde el Señor" (2 Cor., 5:6). De aquí resulta que los esfuerzos de los místicos por establecer las etapas o grados en que el alma humana realiza progresivamente el ascenso hacia Dios hasta lograr la unión con él, quieren llegar a formular una teoría general de la existencia del hombre, en la medida, naturalmente, que tal existencia no se encuentre radicalmente desvirtuada por el pecado, que consiste precisamente en la renuncia a obtener la unión final con el principio supremo de las cosas. Ya el pseudo-Dionisio había hablado de tres momentos en el camino de la unión mística, que son la purificación, la iluminación y la perfección. De aquí derivó el misticismo medieval la doctrina de las tres vías tradicionales, a saber, la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva. Aquí nos referiremos empero sólo a lo planteado por San Buenaventura, quien vivió a mediados del siglo XIII, en su Itinerario del espíritu hasta Dios, debido a que el eminente dantista Ch. S. Singleton ha señalado una sorprendente analogía entre las etapas que Dante señala en la Vita nuova para describir su relación de amor por Beatriz y las enseñanzas del santo franciscano respecto del ascenso hacia la divinidad.71 Leemos en el Itinerarium: "Según la condición de nuestro estado, la totalidad misma de las cosas es una escala para subir hasta Dios; y, entre las cosas, algunas son vestigios y otras imágenes, algunas son corporales y otras espirituales, unas son temporales y otras sempiternas y, por esta razón, algunas nos son exteriores y otras interiores. Con el fin de que lleguemos a la consideración del primer principio, que es espiritualísimo y eterno y

70 Son. I' vo' del ver la mia donna laudare, en: I rimatori del Dolce Stil Novo, ed. G. R. Ceriello, Milano 1950, p. 32. 71 Ch. S. Singleton, op. cit., pp. 105-109.

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superior a nosotros, es necesario que pasemos por los vestigios, que son corporales, temporales y exteriores a nosotros [...]; que nos adentremos en nuestro espíritu, que es imagen sempiterna de Dios, espiritual e interior con respecto a nosotros [...]; y que trascendamos en dirección hacia lo eterno, lo más espiritual y superior a nosotros, fijando la vista en el primer principio [...]" (I, 2; las cursivas son nuestras). Son, pues, tres los grados de la ascensión hasta la divinidad: el que pasa por las cosas exteriores (extra nos), el que concierne a la realidad interior del hombre (intra nos) y el que eleva, por fin, hacia lo que está sobre nosotros (supra nos). Más adelante precisa el autor su terminología de este modo: "Según esta triple progresión, nuestro espíritu (mens) posee tres aspectos principales. Uno dice relación con las cosas corporales exteriores, y desde este punto de vista se llama animalidad o sensualidad (animalitas seu sensualitas); el otro concierne a lo que tiene dentro de sí y en sí mismo, y se llama alma (spiritus); el tercero está sobre él mismo, por lo que es llamado espíritu (mens)" (I, 4). ¿Dónde ve Singleton la relación entre esta doctrina mística y el relato de la Vita nuova? En su obrita temprana, Dante atribuye enorme importancia al saludo que acostumbraba dirigirle su dama, en el que veía "todos los términos de la beatitud" (III, 1); ciertamente, en teología la beatitud (ital. beatitudine, lat. beatitudo) es el efecto de la salvación (ital. salute, lat. salus; obsérvese la vecindad fonética y etimológica de saluto, saludo, y salute, salud, salvación). Pero lo más importante aquí es que el saludo de la amada es algo que el amante recibe desde el exterior; es extra nos, como diría San Buenaventura, y concierne a la sensualidad humana. En cuanto exterior a nosotros, es sensible; en cuanto sensible, es temporal; por serlo, debe pasar y perderse.Y así ocurre, efectivamente, en la Vita nuova; Beatriz retira su saludo a Dante debido a ciertos rumores que circularon por la pequeña sociedad florentina de fines del siglo XIII, privando así al poeta de su felicidad en esta etapa incipiente de su desarrollo espiritual. Privado así el poeta de la dicha del saludo de su dama, privado aun de la posibilidad de verla -porque cuando se encuentra ante su presencia es tal su desfallecimiento que debe ser alejado por algún amigo (XIV)-, reorienta el sentido de su pasión hacia la alabanza de la dama, alabanza que no podrá defraudarlo (XVIII, 3-6). Desde el punto de vista del proceso del amor entendido como progresión hacia lo alto, esta reorientación significa la evasión de la necesidad de los vestigios exteriores para encontrar la nueva beatitud en la propia interioridad -intra nos, para emplear el lenguaje de San Buenaventura-; hay, indudablemente una interiorización, que en el nivel literal se expresa como la sustitución de la presencia física de la dama por su imagen en la visión interior, pero ésta no tiene el carácter de un recurso a lo subjetivo individual sino que es un paso más en la construcción objetiva de aquella realidad trascendente intuida por la conciencia mística. El tercer momento, el de la elevación del espíritu hasta la realidad supra nos, está representado en la Vita nuova por la muerte de Beatriz. Dicho acontecimiento aparece en la obra rodeado de una atmósfera casi litúrgica, y ello se justifica porque el relato de la muerte de la dama se confunde con su peculiar canonización "privada" efectuada por el poeta: Ita n' è Beatrice in l'alto cielo, / nel reame ove li angeli hanno pace (XXXI, 10: "Beatriz se ha ido al alto cielo, al reino donde los ángeles encuentran su paz"). La muerte es anunciada de manera explícita o velada en diversos lugares de la novela. He aquí el más explícito de estos anuncios: Poi vidi cose dubitose molte, nel vano imaginare ov' io entrai; ed esser mi parea non so in qual loco,

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e veder donne andar per via disciolte, qual lagrimando, e qual traendo guai, che di tristizia saettavan foco. Poi mi parve vedere a poco a poco turbar lo sole e apparir la stella, e pianger elli ed ella; cader li augelli volando per l' are, e la terra tremare; ed omo apparve scolorito e fioco, dicendomi: -Che fai? non sai novella? Morta è la donna tua, ch' era sì bella. (XXIII, 23-24) ("Luego vi muchas cosas inquietantes en el vano imaginar en que caí; me parecía estar en no sé qué sitio y ver damas que marchaban con los cabellos desordenados, unas llorando, otras profiriendo lamentos que me herían de tristeza como saetas de fuego. Entonces me pareció ver que el sol se oscurecía poco a poco y aparecían las estrellas, llorando el uno y las otras; y caían las aves que volaban por el aire, y temblaba la tierra; entonces apareció un hombre pálido y mudo diciéndome: -¿Qué haces? ¿No sabes las nuevas? Muerta está tu dama, que era tan bella"). Hemos querido citar esta estrofa para que se aprecie debidamente su tono apocalíptico.72 Él condice con el hecho de que la noticia de la muerte real de Beatriz va precedida en la novela por la cita de un texto bíblico, el comienzo de las Lamentaciones de Jeremías: "¡Cómo se asienta sola la ciudad populosa! Ha llegado a ser como viuda la señora de las naciones" (1:1). Pero la ciudad no es ahora Jerusalén sino Florencia, que ha quedado privada de toda dignidad al perder a Beatriz (Vita nuova, XXX, 1). Dante no da la menor indicación sobre la forma en que murió su amada ni sobre la causa física que la llevó al sepulcro, porque no es de eso de lo que se trata; en cambio, nos refiere a los calendarios árabe, sirio y cristiano para convencernos de que en las cifras de la fecha de su muerte hay tres nueves ocultos; y a Ptolomeo y a la "verdad cristiana" para demostrar que existía una especial relación entre Beatriz y el número nueve; y, por último, nos remite a la "verdad infalible" para hacernos entender que, en virtud de este simbolismo numérico, ella era "un milagro, cuya raíz es solamente la admirable Trinidad" (XXIX, passim). La cosa es clara; Beatriz pertenecía naturalmente al cielo y por consiguiente no murió como los demás seres humanos, debido a enfermedad o o a alguna otra causa externa, sino que fue naturalmente restituida a su lugar propio en el momento oportuno: No la ci tolse qualità di gelo nè di calore, come l' altre face, ma solo fue sua gran benignitate; chè luce de la sua umilitate passò li cieli con tanta vertute, che fè maravigliar l'etterno sire, sì che dolce disire lo giunse di chiamar tanta salute; e fella di qua giù a sè venire, perchè vedea ch'esta vita noiosa non era degna di sì gentil cosa. (XXXI, 10)

72 Cfr. Apoc., 6:12-14; Matth., 27:51 ss.; Luc., 23:44.

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("No nos la arrebató cualidad de hielo ni de calor, como ocurre con las otras [creaturas], sino sólo su gran bondad; porque la luz de su humildad atravesó los cielos con tanta virtud, que hizo maravillarse al eterno soberano, de modo tal que él concibió un dulce deseo de llamar a tan grande [dispensadora de] salud; y desde aquí abajo la hizo ascender hacia sí, porque veía que esta vida triste no era digna de un [alma] tan gentil"). Con su muerte Beatriz se coloca en el cielo y, por tanto, literalmente supra nos. Pero ¿hasta qué punto ello significa también un trascenderse y un elevarse supra nos para el espíritu del amante? El espíritu, en un primer momento, se ve abandonado, privado de su salvación (XXXII, 6), y busca extra nos un sustituto, una imagen que pueda interiorizar y convertir en intra nos; es el episodio de la "dama gentil". Superada esta etapa, desechada la ilusión de la nueva dama, triunfa nuevamente en el espíritu del poeta el recuerdo de Beatriz. Desde el punto de vista del amor como pasión que aspira a la unión con la persona o cosa amada, este amor por la dama difunta ya no es una forma de apetición sensible sino, a lo sumo, de lo que los escolásticos llamaron la "apetición intelectiva". Con ello, el amor deja de ser primariamente pasión para elevarse a la categoría de acto de la voluntad. Lo que en el plano psicológico, sensible, es el recuerdo de la Beatriz visible y del amor por ella, deja de ser la inerte permanencia en un pretérito que ya ha dejado de ser, y se transforma en fuerza activa que impulsa hacia arriba a las virtudes intelectuales con el fin de alcanzar la contemplación de la amada en su nueva sede. El sentido místico de la muerte de Beatriz es que ella, al retornar al sitio de donde procede -la morada de Dios- se lleva tras de sí las aspiraciones del amante, que ahora cumplirán el itinerario espiritual que a él le corresponde por su naturaleza. El hombre, que ha sido hecho para Dios, se coloca de esta manera en el camino de regreso hacia él, y es la muerte de la dama lo que opera este cumplimiento de lo establecido en la doctrina agustiniana. Si el hombre, por su naturaleza, tiende hacia la plenitud de su existencia en el retorno a la divinidad, que es el fundamento de su ser, y si este regreso se produce por la dirección que imprime la dama, objeto del amor, a los apetitos humanos (incluyendo entre éstos a la voluntad, que es el apetito intelectual), ello es posible porque es precisamente el amor la fuerza que restituye al hombre a su origen y, por tanto, a su destino último. Esta idea fundamental no es, por cierto, original de Dante, sino que trae su origen por lo menos desde San Agustín. Pero para que esta idea se muestre consistente es preciso que la dama muera; con su muerte, la amada revela ser un instrumento de la gracia divina porque aparta los pensamientos del amante de las solicitaciones terrenales y genera en él un anhelo de salvación y de vida eterna. La dama continúa siendo así, desde el otro mundo, el motor que, como telos, como meta última de la esperanza, despierta los deseos no ya sensuales pero sí espirituales del amante. Así lo entendió también Boccaccio, un penetrante y acabado conocedor de la obra de Dante, en el siguiente soneto: Dante, se tu nell' amorosa spera, com'io credo, dimori riguardando la bella Bice, la qual giá cantando altra volta ti trasse lá dov'era: se per cambiar fallace vita a vera amor non se n'oblia, io ti domando per lei, di grazia, ciò che, contemplando, a far ti fia assai cosa leggiera. Io so che, infra l'altre anime liete del terzo ciel, la mia Fiametta vede

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l'affanno mio dopo la sua partita: pregala, se 'l gustar dolce di Lete non la m'ha tolta, in luogo di merzede, a sé m'impetri tosto la salita.73 ("Dante, si en la esfera del amor [el cielo de Venus], como lo creo, ocupas tu lugar contemplando a la bella Bice, de la cual cantaste que ya otra vez te llevó hacia el lugar donde ella se encontraba; si el amor no se olvida después de haber cambiado esta vida falaz por la otra verdadera, te pido como gracia, por [amor de] ella, algo que en tu contemplación te será fácil hacer. Yo sé que, entre las otras almas bienaventuradas del tercer cielo, mi Fiametta ve mi aflicción después de su partida; si el dulce gustar del Leteo [el olvido] no me la ha arrebatado, ruégale que a modo de merced interceda por mi pronto ascenso hacia ella").

El amor universal. La Vita nuova es fundamentalmente la historia del amor de juventud de Dante por Beatriz. En ella aparece el episodio de la "dama gentil", del que dice el autor que más tarde debió avergonzarse; pero en el Convivio sostiene que dicha dama no era mujer real sino representación figurada de la filosofía, a quien había representado como una dama al modo en que lo había hecho también Boecio cuando se dejaba instruir y aleccionar por ella en su Consolación de la filosofía; en lo que, por cierto, no había motivo para avergonzarse. Sea lo que fuere, el hecho es que también en el soneto Due donne in cima de la mente mia (Rime, LXXXVI) representa Dante como damas diferentes a diversos valores abstractos que pueden ser igualmente entendidos como cualidades femeninas, para concluir diciendo: Parlan bellezza e virtù a l' intelletto, e fan quistion come un cor puote stare intra due donne con amor perfetto. Risponde il fonte del gentil parlare ch' amar si può bellezza per diletto, e puossi amar virtù per operare. ("La belleza y la virtud hablan al intelecto y plantean el problema de cómo puede un corazón concebir amor perfecto por dos damas. Responde la fuente del hablar gentil que se puede amar la belleza por el deleite y se puede amar [también] la virtud por la acción"). No queremos entrar aquí en las inútiles discusiones que suelen apasionar a los eruditos (¿quiénes son las dos damas? ¿Beatriz y la innominada dama gentil? ¿Beatriz y la filosofía? ¿Beatriz y Gemma Donati? ¿el amor espiritual y el amor sensual? etc.). Lo que nos interesa subrayar es que en el lenguaje poético de Dante y de su época la dama puede significar otra cosa (por ejemplo, belleza, virtud, sabiduría, nobleza, etc.) y que dicha traslación se justifica y legitima porque la cosa representada y su representación son ambas dignas de ser amadas. Esto supone que el campo cubierto por el fenómeno del amor se amplía; el tema se hace más vasto y ya no concierne únicamente a la relación afectiva entre un varón y una mujer. Dante tuvo plena conciencia de ello y dio los pasos iniciales en el tratamiento de este problema en el Convivio. En la obra recién mencionada habla Dante del "amor universal que dispone a las cosas para amar y para ser amadas" (III, viii, 13). Debemos hacernos cargo de que el objeto "las

73 A. Buck, op. cit., p. 41.

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cosas" lleva implícito en esta afirmación el cuantificador universal; Dante se refiere a todas las cosas, y lo piensa en serio. Ello podrá parecer extraño al lector moderno, habituado a entender el amor como una pasión propia de la vida, y específicamente de la vida humana. Pero Dante se extiende de manera explícita en la afirmación de la universalidad del amor: "Hay que saber que cada cosa [....] tiene su amor especial [....] Así, los cuerpos simples poseen en sí un amor natural a su lugar propio, y por eso la tierra desciende siempre hacia el centro, y el fuego tiene [amor a] la circunferencia superior, a lo largo del cielo de la Luna, por lo cual siempre sube hacia él. Los cuerpos compuestos primarios, como los minerales, tienen amor al lugar al que se ordena su generación, y en él crecen y adquieren vigor y potencia, por lo cual vemos que los cuerpos magnéticos reciben virtud del lugar de su generación. Las plantas, que son los primeros [seres] animados, tienen amor más manifiesto a cierto lugar según lo que requiere su complexión; por eso vemos que ciertas plantas se aclimatan a orillas de las aguas, otras en las cimas de las montañas, y otras en las llanuras y al pie de los montes; las cuales, si se las cambia [de lugar], o mueren por completo o viven como tristes, al modo de cosas separadas de sus amigos. Los animales brutos no solamente tienen amor más manifiesto a los lugares, sino que los vemos amarse unos a otros. Los hombres tienen su amor particular a las cosas perfectas y honestas. Y puesto que el hombre, aun cuando toda [su] forma sea una sola substancia, posee en sí por su nobleza la naturaleza de todas estas cosas, puede tener todos estos amores y los tiene todos" (Conv., III, iii, 2-5).74 Así, pues, los elementos, los minerales, vegetales, animales y, por cierto, los hombres, aman y son amados. La razón de ello es que son creaturas de Dios, y todo aquello que es efecto de una causa recibe algo de la naturaleza de ésta; en consecuencia, la creación entera participa de algún modo del amor divino (Conv., III, ii, 5). Por otra parte, que toda naturaleza -aun la naturaleza inanimada- posee algún amor o apetito natural es doctrina tomista (S. theol., I, q. 60, a. 1; Ia IIae, q. 26, a. 1). Pero el pasaje citado más arriba se refiere únicamente al amor en los entes sublunares. Para completar el catálogo de los diversos amores en el pensamiento de Dante, es preciso añadir en primer término al de los cuerpos celestes. Según la creencia medieval, éstos se mueven arrastrados por los cielos que los contienen, y dichos cielos son movidos por ángeles (Conv., II, ii, 7; iv [v], 2). En un lugar atribuye Dante directamente al cielo Cristalino el apetito o deseo que lo pone en movimiento para que cada una de sus partes pueda unirse al primer motor inmóvil (Conv., II, iii [iv], 9), lo que corresponde a la concepción escolástica del amor como deseo de unión con lo amado; y aun cuando dicho deseo no lo experimentaran los cielos mismos en cuanto cuerpos materiales que son,75 ciertamente pueden experimentarlo los ángeles que los ponen en movimiento. El asunto dio lugar a discusiones que se prolongaron hasta ya entrada la época moderna. Uno de los argumentos empleados por Kepler contra la cosmografía ptolemaica es que ella implicaba que los planetas saben matemáticas76; pero Kepler ya no poseía, sin duda, la inteligencia medieval, para la cual era manifiesto que los ángeles motores de los cielos no sólo conocen

74 Citamos este pasaje, no según el texto de la Società dantesca italiana, sino según el de la edición del Convivio a cargo de G. Busnelli y G. Vandelli, Firenze 1953, que nos parece más claro e inteligible. 75 Tanto para Dante como para Santo Tomás de Aquino los cielos son esferas corpóreas, materiales. Santo Tomás discute el problema si acaso son animados y, por tanto, capaces de apetito, en S. theol., I, q. 70, a. 3. 76 El hecho es mencionado en Aristotle's Metaphysics, edición y comentarios de W. D. Ross, Oxford 1953, vol. II, p. 375.

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las matemáticas sino que poseen un saber en todos los respectos enormemente superior al del hombre. Que los ángeles aman debería parecer evidente a cualquier lector de Dante, ya que el poeta no vacila en designarlos como "amores" o en describirlos como "enamorados" (Par., XXIII, 103; XXXII, 94, 105). Y Dios mismo, "el amor que mueve al sol y a las otras estrellas" (Par., XXXIII, 145), es por cierto la fuente misma y el objeto último de todo amor. De manera que el amor es una fuerza que, al modo de una cadena, mantiene unida no sólo a la creación entera sino a la realidad toda, incluida la increada existencia divina, y transmite los cambios y movimientos de grado en grado desde el primer motor hasta los más ocultos rincones del universo creado. Todo esto, y algo más, fue reiterado por Dante de manera más concisa y con mayor densidad en la Commedia; al comenzar el ascenso por el paraíso explica Beatriz: Le cose tutte quante hanno ordine tra loro, e questo è forma che l'universo a Dio fa simigliante. Qui veggion l'alte creature l'orma de l'etterno valore, il qual è fine al quale è fatta la toccata norma. Ne l'ordine ch'io dico sono accline tutte nature, per diverse sorti, più al principio loro e men vicine; onde si muovono a diversi porti per lo gran mar de l'essere, e ciascuna con istinto a lei dato che la porti. Questi ne porta il foco inver' la luna; questi ne' cor mortali è permotore; questi la terra in sé stringe ed aduna; né pur le creature che son fore d'intelligenza quest' arco saetta, ma quelle c'hanno intelletto e amore. (Par., I. 103-120) ("Las cosas todas mantienen un orden entre sí, y éste es la forma que hace que el universo se asemeje a Dios. En él ven las altas creaturas la huella del valor eterno, que es el fin para el que fue establecida la mencionada norma. En el orden que digo, todas las naturalezas poseen una inclinación de diversa índole, en mayor o menor vecindad a su principio; por lo que se mueven hacia diversos puertos por el vasto mar del ser, llevada cada una por un instinto que le ha sido dado. Éste lleva al fuego hacia la Luna; éste es el motor regulador de los corazones mortales; éste aprieta y mantiene unida a la Tierra; y este arco no dispara sus flechas tan sólo a las creaturas privadas de inteligencia, sino también a aquéllas que poseen intelecto y amor"). La concisión y densidad de los versos citados los hacen merecedores de un breve comentario. La primera afirmación es que el orden de las cosas es la forma del mundo, en virtud de la cual el universo se asemeja a su creador. El orden por el cual las cosas se ordenan unas a otras, es decir, se relacionan entre sí de diversas maneras, confiere al mundo su unidad. Y, como lo explica Santo Tomás de Aquino, "se dice que este mundo es uno por la unidad del orden según el cual unas cosas se ordenan a otras. Todas las cosas que vienen de Dios están en un orden entre ellas y respecto del mismo Dios" (S. theol., I, q. 47, a. 3). Si el mundo es

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uno, ello es porque posee una estructura, una "idea", entendiendo este último término no en su acepción moderna de representación mental, ni tampoco en el auténtico sentido platónico de modelo ontológico abstracto de las cosas, sino más bien en su sentido neoplatónico de un pensamiento en la mente de Dios al que las cosas se ajustan. Dante lo expresa hablando de una forma; es mi convicción que usa en este lugar la palabra forma como un latinismo, porque el término latino era considerado ya entonces como el equivalente del griego idéa. De aquí surge la noción de la "semejanza" entre el mundo y Dios. Afirma Santo Tomás: "Puesto que el mundo no ha sido hecho al azar sino que ha sido hecho por Dios mediante [su] intelecto agente, [....] es necesario que en la mente divina haya una forma a cuya semejanza fue hecho el mundo" (ibid., q. 15, a. 1). Como puede observarse, los tres primeros versos de Dante citados más arriba no hacen sino condensar dos artículos de la Suma teológica. "Aquí", es decir, en este orden universal, ven las "altas creaturas" la huella del "valor eterno", esto es, de Dios. El uso del término "valor" para referirse a Dios no es raro en Dante, y en la poesía provenzal la palabra sirvió también para designar a la persona amada. En cuanto a las "altas creaturas", no hay acuerdo entre los comentaristas si ellas son los ángeles, o los teólogos, filósofos y en general hombres de alta intelectualidad, o todos los seres inteligentes, tanto ángeles como hombres. Sea lo que fuere, estas creaturas perciben en el orden del mundo la huella divina, las señales de la sabiduría y el poder de Dios. Pero Dios, o mejor tal vez su pensamiento que presidió a la creación, es a la vez la finalidad o propósito para el cual fue establecido el orden ("la mencionada norma") entre las creaturas. El orden ha sido impuesto entonces por Dios a su creación para que, en virtud de él, las cosas se orienten en la dirección que la sabiduría divina ha predeterminado para ellas. Que Dios es así, a la vez, causa eficiente (como primer motor del universo) y causa final del movimiento universal, es una idea que se remonta a la teología de Aristóteles: Dios, en efecto, mueve en cuanto es amado (Metaph., XII, 7, 1072 b 3), y el amor es un movimiento hacia lo amado, cuyo motivo es la atracción ejercida por éste, y que tiende hacia la unión con él; lo amado es, por tanto, a la vez principio y fin del movimiento. Ahora bien; el orden universal no podría mantenerse y, por tanto, el propósito divino no podría cumplirse si las creaturas, por su propia naturaleza, no tendieran hacia el fin que les es propio. Dante, siguiendo en esto también a Santo Tomás, habla de una "inclinación" de diversa índole; traduciendo literalmente: las naturalezas se inclinan "por diversas suertes", por diversos destinos que les son prescritos. Las diferencias entre estos fines o "suertes" expresan una mayor o menor proximidad al Creador, en el sentido de que hay fines más altos, nobles, dignos, y también los hay más bajos, simples y humildes. Ello está de acuerdo con el postulado inicial del Paradiso: "la gloria de aquél que todo lo mueve penetra por el universo y resplandece en unas partes más, menos en otras" (Par., I, 1-3). Pero las diferentes índoles o "suertes" de las inclinaciones de que están dotadas las cosas, así como los diversos puertos hacia los que navegan por el vasto mar del ser, no representan todavía una gama de opciones ofrecidas a las creaturas, que se encuentren a disposición de ellas para que las tomen o las dejen a su arbitrio. Los puertos lo son en el vasto mar del ser, de un ser creado por Dios; y en dicho mar cada creatura tiene un puerto predeterminado según lo que ella es, vale decir, conforme a la naturaleza propia que ha recibido por dispensación divina. La inclinación o instinto que lleva a cada cosa a realizar su fin propio no es aún la libertad de elección, que sólo aparecerá con el hombre. Y aun para éste, puesto que su libertad no es la llamada "libertad de indiferencia", hay también un puerto predeterminado, que es la unión con Dios después de la muerte.

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Tal como lo había aclarado Dante en el Convivio, "la divina bondad desciende sobre todas las cosas, que de otro modo no podrían existir; pero aunque esta bondad proceda de un principio simplísimo, es recibida de diversos modos, según el más y el menos, por las cosas que la reciben. [....] Así, la bondad de Dios es recibida de una manera por las substancias separadas, esto es, los ángeles, [....] de otra por el alma humana, [....] de otra por las plantas y de otro modo por los minerales, y de distinta manera por la tierra que por los otros elementos" (Conv., III, vii, 2-5). La fuente de esta noción "distributiva" es un pasaje de Santo Tomás de Aquino: "Como todas las cosas proceden de la voluntad divina, todas se inclinan a su modo por su apetito hacia el bien, pero de diversas maneras. Algunas, en efecto, se inclinan hacia el bien por la sola costumbre natural, pero sin conocimiento, como las plantas y los cuerpos inanimados; tal inclinación hacia el bien se llama apetito natural. Algunas, en cambio, se inclinan al bien con cierto conocimiento; no ciertamente porque conozcan el significado del concepto mismo del bien, sino conociendo algún bien particular, como los sentidos que conocen lo dulce y lo blanco y cosas de esta índole; la inclinación que sigue a este conocimiento se llama apetito sensitivo. Algunas, por su parte, se inclinan al bien con un conocimiento por el cual conocen el significado del concepto mismo del bien, lo que es propio del intelecto. [....] Y esta inclinación se llama voluntad". (S. theol., I, q. 59, a. 1). Este instinto, inclinación o apetito es el que lleva al fuego hacia arriba y, en general, a todos los elementos hacia sus lugares naturales: el fuego arriba, inmediatamente debajo del cielo de la Luna, la tierra abajo, en el centro del universo, el aire y el agua en los lugares intermedios. (No será necesario recordarle al lector que en el siglo XIV no se había elaborado aún la teoría moderna de la gravitación universal, y que en lugar de ella se empleaba la teoría de los lugares naturales de los cuatro elementos). Dicho instinto es igualmente el que regula las funciones vitales y las acciones de los seres vivos privados de inteligencia, y mantiene unidos y cohesionados a los elementos que constituyen la esfera terrestre. Pero también está presente en los hombres, las creaturas inteligentes, y ello dará materia para mucha reflexión en torno al fenómeno del amor humano. ¿Es legítimo, empero, en el contexto de la Commedia, llamar "amor" a este instinto, inclinación o apetito que se manifiesta en la creación entera? El pasaje del Convivio citado más arriba (III, iii, 2-5) asegura la legitimidad de la identificación de dichos términos en esa obra, puesto que allí usa Dante abiertamente la palabra "amor" para la designación de esa fuerza; ¿pero son los términos de igual manera equivalentes en la Commedia? Sin lugar a dudas. Por lo pronto, en la terminología de Santo Tomás de Aquino, cuyas huellas sigue Dante fielmente en el tratamiento de este problema, los términos "inclinación natural", "apetito natural" y "amor" (amor y dilectio) son tratados como sinónimos (Cfr., por ejemplo, S. theol., I, q. 60, a. 1). Y Dante mismo, cuando trata expresamente el problema del amor en cuanto tal en los cantos centrales del Purgatorio, distingue entre el "amor natural", que es precisamente este instinto, inclinación o apetito universal, y el "amor espiritual" o amor de elección propio de las creaturas inteligentes que poseen libertad: Né creator né creatura mai [....] fu sanza amore, o naturale o d'animo (Purg., XVII, 91-93: "ni el Creador ni las creaturas fueron jamás sin amor, o natural o espiritual"). También explica que cuando el alma naturalmente se inclina complacida (si piega) hacia una forma o imagen que le es presentada por las facultades de aprehensión de lo real, ese inclinarse o plegarse es el amor (quel piegare è amor: Purg., XVIII, 26). La idea del amor universal es fundamental en el pensamiento de Dante y sin ella, a juicio nuestro, es imposible entender nada de la Commedia, que se muestra, precisamente, como

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un poema que explora las diferentes posibilidades del amor y las distintas situaciones .que de ellas resultan.

Eros, agape y charitas.

No sólo en Dante sino también en todo el pensamiento cristiano medieval es dominante la noción según la cual la creación entera posee un impulso o instinto natural que la lleva a intentar unirse con su Creador, inclinación que no se da tan sólo en las creaturas inteligentes sino también en las cosas no pensantes y aun inanimadas. Dios es el bien sumo y dispensador de los diversos bienes secundarios a que toda cosa "aspira" en virtud de su propia naturaleza creada, la que "corre" hacia el bien como hacia su fin último. Para usar el lenguaje empleado por Dante en el pasaje citado más arriba, todas las cosas se dirigen hacia su respectivo puerto navegando por el vasto mar del ser. Para designar a esta tendencia universal y a sus efectos parece inevitable el empleo de un lenguaje metafórico. La Edad Media procuró talvez hallar un vocabulario técnico para referirse a ella, pero no pudo evitar el recurso a una metáfora adicional, la del amor. Así, pues, todas las cosas aman con amor natural, cada una a su modo peculiar, y de esta manera dan cumplimiento al propósito con que fueron creadas por Dios. Dicho amor natural, inconsciente, involuntario y siempre recto, se expresa -también metafóricamente- como una "aspiración" de las cosas al bien, al fin o propósito perteneciente a su naturaleza, una inclinación a beber en la fuente del propio ser; en una palabra, todo tiende a retornar a su origen, que es Dios. El amor se presenta así como deseo, apetencia, búsqueda, aspiración, esfuerzo por alcanzar una perfección o plenitud; y la totalidad de la creación se muestra comprometida en este intento, sin que se exceptúen de él los seres inteligentes que por ignorancia, por debilidad o por falta de la necesaria comprensión, yerran en la elección del bien y escogen uno insuficiente, esto es, pecan y hacen el mal según la teología agustiniano-escolástica. Está bien. Pero el pensamiento cristiano repitió también con insistencia que "Dios es amor". Dios ama. Pero el amor se ha mostrado hasta aquí como el proceso de desear y esforzarse por alcanzar un fin que es el objeto del deseo, y así se nos continuará mostrando igualmente cuando sigamos los análisis que Dante, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, hace del amor en la Commedia. Y si ello es así, ¿qué fin puede querer alcanzar Dios cuando ama? ¿No es él acaso el ens perfectissimum, lo único que existe en posesión de todas las perfecciones, lo único que posee ya plenamente realizadas todas las posibilidades imaginables de valor positivo, lo único a que nada bueno le puede faltar? ¿Qué puede desear entonces Dios? ¿A qué puede aspirar? Lo único que cabe inferir desde esta perspectiva es que a Dios sólo le compete deleitarse pensándose a sí mismo. Así, en efecto, lo concibió Aristóteles (Metaph., XII, 7, 1072 b 14-30), quien partió también de la premisa de que el universo entero, a través de las inteligencias que mueven a los cielos (los ángeles de la escolástica cristiana), es puesto en movimiento por el amor hacia aquel pensamiento pleno que representa la más alta perfección del ser, y terminó literalmente construyendo una divinidad metafísica a la que ninguna persona sensata podría rezar. Con todo, a pesar del prestigio de que gracias a Santo Tomás de Aquino llegó a gozar el pensamiento del estagirita en la Iglesia occidental, el Dios del cristianismo pudo eludir la inclinación escolástica a transformarlo en un mero ente metafísico. Ello se debió principalmente a que, por mucho que se enseñara a Aristóteles en las escuelas de la Edad Media tardía y sus sucesoras modernas, el cristianismo preservó la

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experiencia y cultivó el estudio del concepto neotestamentario de la agape. Ésta era la noción originariamente cristiana del amor, en oposición al eros, su forma pagana. Sin embargo, aun siendo eros y agape dos nociones muy diferentes, nuestras lenguas modernas tienden a confundirlas al traducir ambos términos por "amor". Vale la pena, pues, distinguir entre la noción pagana del eros y la cristiana de la agape para lograr mayor claridad sobre el tema del amor en Dante y la Commedia. La exposición paradigmática de lo que representaba el eros para el paganismo antiguo se encuentra en el diálogo El banquete de Platón. Allí se distingue en primer término entre dos tipos de amor bajo la figura de una Afrodita celestial y otra Afrodita popular, de las cuales la segunda es más joven que la primera y posee una naturaleza vulgar (180 d ss.). Pero esto es sólo un preludio entre otros, porque el tratamiento del problema del eros en sí mismo conduce por otro camino. Eros, se dice, es un demonio, un daimon, entidad intermediaria que asegura el contacto entre los hombres mortales y los dioses inmortales (202 d-e). Como tal, es hijo de Penía (la pobreza, la carencia) y de Poros (el recurso, el expediente, la solución o salida). Esta filiación mítica de Eros tiene un significado profundo. El amor en cuanto eros nace de una carencia de la creatura humana indigente (es hijo de la pobreza), pero es abundante en recursos ingeniosos para subvenir a su necesidad (es igualmente hijo de la expedición), de modo que se presenta como hechicero, mago, charlatán de alta escuela, buscador incesante de oportunidades, filósofo en cuanto buscador del saber (203 b-204 b). Eros tiende a la felicidad mediante la posesión perpetua de lo bueno (206 a); su objetivo es crear y procrear en la belleza por causa del deseo de la inmortalidad del cuerpo no menos que de la del alma (206 e-207 a). A aquellos seres humanos que poseen mayor fecundidad en su cuerpo, su eros los lleva a amar a personas del sexo opuesto para engendrar hijos y de ese modo alcanzar un tipo de inmortalidad; quienes son más fecundos en su alma engendran obras de arte y crean obras del pensamiento, en particular en lo concerniente al ordenamiento de los Estados y de las instituciones, pensamiento al que llamamos sabiduría práctica y justicia (208 e-209 a). Así, eros es el impulso por el cual las más altas facultades del hombre son conducidas hacia la belleza, el bien, la virtud, lo absoluto, hacia lo espiritual que prevalece sobre lo corporal sensible. Eros presta al alma humana las alas que ella necesita para poder volar hacia el mundo de las ideas puras, de la trascendencia que supera y muestra la radical vanidad de lo temporal en que vivimos inmersos. En suma, el eros del paganismo antiguo es la tendencia del hombre hacia lo alto, su conversión desde lo sensible a lo suprasensible. Es un amor apetente, anhelante, que procura llenar el vacío dejado por aquéllo considerado valioso pero que no se posee; es un "querer tener" en el más alto y noble sentido. Es, por cierto, un amor egocéntrico que, sin embargo, traza el camino del hombre hacia lo divino; no el camino de los dioses hacia el hombre, porque esta posibilidad, prácticamente desconocida para la Antigüedad clásica, queda excluida por el hecho de que los dioses bienaventurados no tienen carencias y es de las carencias humanas de donde nace el eros. En el paganismo antiguo no existe en rigor un camino que los dioses puedan recorrer para ir al encuentro del hombre, pero es éste quien, a través del culto o de la iniciación en los misterios, puede elevarse hasta el nivel de lo divino. En la religiosidad cristiana ocurre, en cambio, exactamente lo contrario. En ella, la salvación depende fundamentalmente de la gracia divina, gracia otorgada por Dios gratuitamente y aun sin merecimientos por parte del hombre, y los esfuerzos humanos para alcanzarla sin la ayuda de lo alto quedan condenados al fracaso. Para el cristianismo no hay salvación si Dios no inicia el proceso abriendo el

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camino y saliendo al encuentro del hombre pecador que se encuentra distanciado de su creador. El concepto de la redención por un Dios que se hace hombre y se ofrece como víctima del sacrificio redentor no sólo fue desconocido para el antiguo paganismo sino que fue también para él escandaloso, impío y blasfemo, puesto que niega la serena bienaventuranza de lo divino. Pero en dicho concepto está el fundamento de la agape en cuanto comprensión cristiana del amor. Es lo que leemos en la primera epístola del apóstol San Juan: "Amados míos, amémonos (agapômen) unos a otros porque el amor (agape) viene de Dios y todo el que ama (agapôn) ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor (ho theòs agápe estín). En esto se manifestó el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su hijo unigénito al mundo para que vivamos por él. En esto consiste el amor (agape), no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó a nosotros y envió a su hijo como víctima por nuestros pecados" (4:7-10). Esta agape que nace de Dios y se dirige hacia el hombre es un amor volcado hacia quien en rigor no lo merece, y así lo señala San Pablo: "Dios demuestra su amor (agape) por nosotros en que, siendo nosotros pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom., 5:8). Es fácilmente comprensible que sólo de esta concepción del amor, y en ningún caso de la noción clásica del eros, podía brotar el mandato de amar aun a los enemigos. En los orígenes del cristianismo se da, pues, la oposición fundamental entre el amor como eros y el amor como agape. El amor del tipo del eros es egocéntrico, nace del sentimiento de la indigencia humana y tiende a la satisfacción de las necesidades espirituales del hombre. Es, por tanto, apetencia, anhelo, aspiración hacia lo más alto. La salvación es entendida como elevación y ascenso hacia lo divino; si el alma humana experimenta la fuerza del eros, esto ocurre porque ella misma pertenece de suyo a una forma superior de existencia, pero se encuentra temporalmente prisionera en el mundo de lo corpóreo y de lo perecedero. La agape, por lo contrario, es ante todo amor en cuanto ofrenda y entrega de sí. Este amor no consiste en el ascenso hacia lo divino, sino en que Dios desciende con su misericordia hacia el hombre para salvarlo, y este amor originado en Dios mismo culmina con el sacrificio de Cristo en la cruz. A la acción humana autosalvífica propia del eros se opone la salvación por obra de la agape divina mediante la gracia. Hay en la agape un carácter de inmotivación; porque si el eros es atraído por el bien, la verdad, la belleza y en general lo valioso, la agape ama aun a lo que no posee valor y, al amarlo, lo dignifica y lo hace valioso. San Jerónimo, al traducir el Nuevo Testamento, utilizó el término latino charitas como equivalente del griego agape. Pero el concepto mismo, entretanto, había sufrido un proceso de helenización, de modo tal que ya en San Agustín, contemporáneo de Jerónimo, la noción de charitas reúne en una síntesis los motivos opuestos del eros y de la agape.77 Para San Agustín, charitas es ante todo amor a Dios. Pero todo amor es apetito, y en último término apetito de la felicidad que se obtiene mediante la posesión del objeto apetecido. No existe un ser humano que no ame, de modo tal que el amor se muestra como una de las expresiones más elementales de la vida propiamente humana. Este amor, determinado por su objeto -como lo está todo apetito, porque si no hay objeto apetecible el apetito no es despertado- es ciertamente eros que busca un bien capaz de satisfacer su aspiración. Sólo la posesión de tal bien traerá consigo el momento de la paz, del reposo, del

77 Seguimos aquí la interpretación de la charitas agustiniana propuesta por Anders Nygren, Eros und Agape, 1930 (traducción del sueco al alemán publicada en Gütersloh sin fecha, pero no antes de 1954); para la interpretación de San Agustín, cfr. la traducción mencionada, pp. 351-443.

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aquietamiento (quies). Ello se debe a que el hombre vive en la dimensión de la temporalidad, lo que no sólo significa que todas las cosas pasan, sino aun que se reducen a una radical vanidad o nihilidad, puesto que el futuro no es todavía, el pasado ya no es y el presente deja de ser presente y se transforma en pasado tan pronto como comparece; de este modo, el hombre de ve forzado a buscar fuera de sí el bien que aquietará su espíritu satisfaciendo su anhelo, y ha de buscarlo precisamente en lo que no se halla sujeto a la transitoriedad de lo temporal sino que posee el carácter de lo eterno. Éste es el fundamento del amor a Dios. Pero el amor que nace en el hombre puede seguir dos caminos divergentes, uno de ascenso y el otro de descenso. La charitas en sentido propio es el amor ascendente; el que se orienta hacia abajo, hacia lo temporal, es la cupiditas, la concupiscencia. Según San Agustín, los vicios y pecados del hombre son también, en el fondo, expresión de su búsqueda de Dios, sólo que de una búsqueda erróneamente orientada y, por tanto, mal dirigida. El error en este caso se explica porque el mundo perecedero le es al hombre más accesible y le ofrece un goce inmediato, aunque sólo transitorio, en tanto que la felicidad celestial eterna se muestra lejana y en cierto modo poco real. Esta sensación de irrealidad que produce en el ser humano el bien perseguido por la charitas sólo es superada por la Encarnación, que tiende un puente sobre el abismo que separa al hombre de Dios. La Encarnación, por la cual el Creador se hace hombre, es el mayor testimonio de la gracia divina y del amor con que Dios ama a los seres humanos. Mediante ella, el objeto lejano y en cierto sentido irreal que se ofrecía al eros humano, consistente en la fruición de Dios, se hace accesible y perfectamente abordable. Si Jesucristo viene al mundo, es para darnos a conocer cómo debemos amar a Dios amándolo a él. La gracia divina es así indispensable para el ascenso del eros, que sin ella no alcanzaría jamás el objeto de su apetencia. Pero la necesidad de la gracia es algo completamente irracional, porque ella es otorgada gratuitamente, sin la mediación de mérito alguno por parte del hombre. Aun las buenas obras que un ser humano pueda hacer requieren previamente de la gracia para su realización. En buenas cuentas, la agape divina sale al encuentro, a través de la gracia, del eros humano, y en este encuentro se produce la síntesis en que halla su realización concreta la charitas agustiniana. De esta manera, el concepto agustiniano de charitas representa en cierto sentido una síntesis entre el eros del antiguo paganismo y la agape protocristiana. San Agustín logró de este modo rescatar lo más valioso del legado de la Antigüedad clásica y combinarlo con lo más original y revolucionario de la naciente espiritualidad cristiana. Como tendremos oportunidad de comprobar más adelante, la noción de caridad que se explicita en la Commedia posee precisamente el carácter de la síntesis entre eros y agape experimentada por San Agustín.

La naturaleza del amor humano. ¿Por qué ama, según Dante, el ser humano? ¿Qué es lo que lo mueve a amar? ¿Y de qué manera lo hace? ¿Cuáles son los mecanismos psíquicos que entran en acción cuando se ama? En la Commedia, los cantos centrales del Purgatorio dan cuenta de estas preguntas y a través de una serie de discursos, puestos en su mayoría en boca de Virgilio, extraen las consecuencias ético-políticas de las tesis allí planteadas. La primera afirmación al respecto es extraordinariamente general: Esce di mano a lui che la vagheggia

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prima che sia, a guisa di fanciulla che piangendo e ridendo pargoleggia, l'anima semplicetta che sa nulla, salvo che, mossa da lieto fattore, volontier torna a ciò che la trastulla. (Purg., XVI, 85-91) ("Sale de las manos de quien en ella se complace antes de que exista [i.e., de las manos de Dios], como una niña pequeñita que retoza llorando y riendo, el alma simple que nada sabe, salvo que, movida por un alegre hacedor, se vuelve gustosa hacia todo lo que la regocija"). El goce, que es para la psicología escolástica el último de los tres momentos esenciales del amor, como podremos comprobarlo más adelante, tiene un noble origen; si lo buscamos y perseguimos, es porque somos creaturas de Dios y porque Dios goza. Si así no fuera, los seres humanos no amaríamos. Pero el amor humano no es simple porque tampoco es simple el alma del hombre. "Jamás", dice Dante por boca del sabio Virgilio, "el creador o la creatura carecieron de amor, o natural o espiritual" (Purg., XVII, 91-93). Aquí se reitera la noción del amor universal, que está en Dios y en todas sus creaturas, como lo hemos visto en la sección precedente; pero se incorpora la distinción, válida sólo para el hombre y las creaturas libres superiores a él, entre el amor natural y el amor espiritual (amore d'animo). La distinción es de origen escolástico; es la que se establece entre el appetitus naturalis (o dilectio naturalis), que es innato o instintivo, y la dilectio electiva (o intellectualis). Se entiende que en la dilectio electiva o "amor de elección" (el amore d'animo o "amor espiritual" a que se refiere Dante) hay una intervención de la inteligencia y de la voluntad del agente. El amor natural es una inclinación con que Dios ha dotado a la creatura, de modo que es siempre necesariamente recto; el amor electivo o intelectual, en cambio, puede errar porque el juicio orientador de la voluntad que en él interviene es falible.78 Dante adoptó esta doctrina matizándola con elementos aristotélicos: "El [amor] natural es siempre sin error, pero el otro puede errar por [tener] un objeto malo, o bien demasiado o demasiado poco vigor" (loc. cit., vv. 94-96). Se ha introducido así la concepción de Aristóteles del vicio como un extremo ("demasiado o demasiado poco vigor") que no respeta el justo medio de la virtud. Se adivina ya aquí la conclusión que pronto extraerá Dante, y que no es ajena a la tradición cristiana: el vicio y el pecado no son sino formas erróneas del amor. Si el amor natural no puede errar, ello obedece a que él procede de la naturaleza misma que Dios ha concedido a su creatura, de manera que consiste en la inclinación de ésta hacia el cumplimiento de su fin propio; nadie elige su naturaleza, de modo que nadie elige tampoco el fin hacia el que ella tiende. Santo Tomás de Aquino lo expresa claramente: "Somos señores de nuestros actos en la medida en que podemos elegir esto o aquello. Pero la elección no es del fin, sino de aquellas cosas que son con vistas al fin [....] Por lo que el apetito del fin último no es de las cosas de las que somos señores" (S. theol., I, q. 82, a. 1 ad 3). Aquí está citando el aquinate a su maestro Aristóteles, quien había observado que "no deliberamos acerca de los fines sino acerca de los medios para el fin" (Eth. Nic., III, 3, 1112 b 11 ss.), en tanto que respecto de los fines sólo podemos desearlos, pero no elegirlos, ya que están por completo fuera de nuestro poder. El fin deseado y no discutido por los seres humanos es designado provisoriamente por Aristóteles como la "felicidad" (op. cit., I, 4,

78 Para la distinción entre amor natural, amor sensitivo y amor intelectual, cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 59, a. 1.

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1093 a 14 ss.), y es claro que no puede haber error en nuestra apetencia por ser felices. Toda la Ética Nicomaquea es un intento de llenar de contenido concreto a esta vaga noción preliminar de felicidad, reconocidamente insuficiente porque cada cual la entiende a su manera. La escolástica aristotelizante cristiana, junto con hacer suya esta doctrina, le añadió los contenidos de la revelación e hizo del fin último del hombre algo extramundano, pero sin desvirtuar su inspiración original.79 Sólo cabe error, entonces, según el aristotelismo, en la elección de los medios para alcanzar el fin hacia el que estamos naturalmente destinados. A tales medios, auténticos o falsos, aspira el amor electivo, intelectual o espiritual. Se abre así la dimensión moral del amor y la consiguiente pregunta por el amor recto en aquellas cosas que caen bajo el poder del hombre, aquéllas de que somos amos o señores, según la bella expresión de Santo Tomás. Al respecto dice Dante, refiriéndose al amore d'animo: Mentre ch'elli è nel primo ben diretto, e ne' secondi sé stesso misura, esser non può cagion di mal diletto; ma quando al mal si torce, o con più cura o con men che non dee corre nel bene, contra 'l fattore adovra sua fattura. (Purg., XVII, 97-102) ("Mientras él [el amor espiritual o de elección] está dirigido hacia el primer bien [que es objeto propio del amor natural] y se mide a sí mismo en los [bienes] secundarios, no puede ser motivo de un mal deleite; pero cuando se tuerce hacia el mal o corre hacia el bien con mayor o menor empeño que lo debido, entonces la creatura obra contra su creador"). En el capítulo IV se ha examinado ya cómo la distinción hecha por Dante entre querer el mal y querer el bien en mayor o menor medida que lo debido da origen a su original "deducción" de los pecados capitales y del consiguiente ordenamiento moral del purgatorio. Recordemos, sin embargo, que el mal que puede desearse es sólo del prójimo, y que se desea únicamente porque se estima que él debería redundar en el propio bien. Reaparece, pues, la tesis de Santo Tomás de Aquino: "el mal nunca es amado sino bajo la apariencia de un bien", ya sea porque es relativamente bueno (bonum secundum quid) o porque es entendido como bueno sin más (bonum simpliciter) (S. theol., Ia IIae, q. 27, a. 1 ad 1). Para el amor natural es imposible, en cambio, malentender el bien de alguna de las maneras indicadas, puesto que él es inconsciente y no depende de ninguna aprehensión intelectual. Más elaboradas son las explicaciones contenidas en el canto XVIII del Purgatorio. Ellas comienzan estableciendo que: L'animo, ch'è creato ad amar presto, ad ogne cosa è mobile che piace, tosto che dal piacere in atto è desto. (vv. 19-21)

79 En este punto las corrientes aristotélicas se apartan del planteamiento de la libertad humana hecho por Platón. En el mito de Er, soldado de Panfilia, imagina esre filósofo que las almas, antes de encarnarse en los cuerpos para nacer a esta vida, escogen el género de existencia que prefieren llevar (por erjemplo, la del tirano, la del comerciante, la del mendigo, la del sabio, la del político, la del militar), pero una vez elegido éste, deberán vivir necesariamente esa existencia y actuar en consonancia con ella, sin tener la posibilidad de modificar su destino (Rep., X, xv-xvi, 617 d ss.). En otras palabras, Platón concede a los individuos la posibilidad de elegir el fin que perseguirán en sus vidas, pero no los medios para obtenerlo. Aristóteles, en cambio, no admite una pluralidad de fines y sólo considera la posibilidad de elegir los medios para alcanzar el anthrópinon agathón, el bien humano único.

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("El espíritu [i.e., el alma intelectiva humana], que ha sido creado en disposición para amar, es móvil hacia todo lo que le place tan pronto como es despertado y actualizado por el placer"). Aquí se reitera el pensamiento ya antes mencionado de que el alma, creada por un alegre hacedor, se vuelve gustosa hacia todo lo que la regocija (Purg., XVI, 85 ss.). Y no será superfluo recordar que Dante valora este rasgo de manera tan positiva que hace de la disposición y capacidad de amar la característica que define a la gentilezza o nobleza espiritual. En el presente terceto, empero, busca el poeta una mayor precisión introduciendo el lenguaje técnico de las escuelas. El alma intelectiva o espíritu (l'animo) "es móvil" hacia lo que le place, esto es, tiene la capacidad o "potencia" de ponerse en movimiento en dirección hacia el objeto placentero tan pronto como el placer que nace de éste actualice tal capacidad, o (en la terminología escolástica) "reduzca dicha potencia a acto". Lo cual es del todo consistente con la doctrina aristotélica de la primacía del acto sobre la potencia: nada que sea en potencia puede pasar a ser en acto si no es actualizado por algo previamente en acto. Así, la capacidad del alma de complacerse sólo puede pasar a ser complacencia en acto si es actualizada por algo real y efectivamente placentero. Sigue la descripción psicológica del proceso por el cual se enciende el amor en el alma: Vostra apprensiva da esser verace tragge intenzione, e dentro a voi la spiega, sì che l'animo ad essa volger face; e se, rivolto, inver' di lei si piega, quel piegare è amor, quell' è natura che per piacer di novo in voi si lega. Poi, come 'l foco movesi in altura per la sua forma ch'è nata a salire là dove più in sua matera dura, così l'animo preso entra in disire, ch'è moto spiritale, e mai non posa fin che la cosa amata il fa gioire. (Purg., XVIII, 22-33) ("De algo realmente existente, vuestra [facultad] aprehensiva extrae una imagen (intenzione) y la despliega dentro de vosotros de modo tal que hace volverse el espíritu hacia ésta; si, una vez vuelto, el espíritu se inclina hacia ella, ese inclinarse es el amor, ésa es la naturaleza que se liga de nuevo a vosotros por [causa del] placer.80 Luego, así como el fuego se mueve hacia lo alto debido a su forma, hecha para subir hasta donde tiene mayor perduración en su materia, así también el espíritu prendado entra en un deseo que es un movimiento espiritual, y ya no reposa hasta que la cosa amada lo hace gozar"). Los "vuestros" y "vosotros" de este pasaje se entienden cuando se considera que es la sombra de un muerto, Virgilio, quien da estas explicaciones a Dante, un vivo que comparte con todos los restantes hombres vivos los mismos fenómenos psíquicos y los correspondientes procesos y cambios en su vida interior. La descripción del fenómeno se ajusta aquí a la doctrina aristotélico-tomista acerca de la percepción y el conocimiento en general. La facultad aprehensiva o cognoscitiva (vale decir, los sentidos y el intelecto) extrae una imagen sensible o una noción o concepto

80 Aquí entendemos el verso 27, natura / che per piacer di novo in voi si lega, según la interpretación de Ch. S. Singleton, Dante Alighieri. The Divine Comedy, vol. II, parte 2, 2ª ed., pp. 415-418, quien da las razones para traducir la expresión di novo como "nuevamente" y no como el acostumbrado "primeramente".

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inteligible (intenzione,81 species cognoscibilis o forma cognoscible en el lenguaje escolástico) de un objeto real (esser verace, literalmente, un ser verdadero, la species realis de los filósofos); en efecto, ya Aristóteles había advertido que si percibo una piedra, ésta se encuentra de algún modo en mí, "pero no es la piedra [misma] la que está en el alma, sino [sólo] su forma" (De an., III, 8, 431 b 29). Una vez aprehendida esta forma, continúa Dante, la facultad de la fantasía (que incluye entre sus funciones a la imaginación y a la memoria) la despliega ante el alma intelectiva; si ésta "se inclina" hacia ella, ha surgido el amor. Este "inclinarse" (piegarsi), que es también "doblarse", "doblegarse", "someterse", connota una clara disposición afectiva, y por eso constituye de suyo amor. Debido a la complacencia que produce la imagen o noción del objeto en el espíritu, dicho amor llega a constituir una naturaleza que se adhiere "de nuevo" al ser humano; es decir, el amor perdura, se hace habitual, y el hábito es como una segunda naturaleza adicional a aquella primera por la que el sujeto es lo que es. El amor así generado se adhiere al ser humano y "lo liga" nuevamente, por segunda o tercera o enésima vez, puesto que el hombre estaba ligado ya previa y primeramente por el amor natural, el amor por "el bien en que se aquieta el espíritu y que cada cual percibe confusamente" (Purg., XVII, 127-128). Y así como el fuego naturalmente se mueve hacia arriba en busca de su "lugar natural", donde su forma perdura más en su materia, esto es, donde se conserva mejor y por más largo tiempo, ya que la desvinculación de su materia y de su forma equivaldría a su disolución, del mismo modo el espíritu en que se ha generado el amor desea naturalmente a la cosa amada en un movimiento espiritual que no halla reposo hasta que ésta la hace gozar. Aquí tampoco se ha apartado Dante de la doctrina tomista. Dice, en efecto, Santo Tomás de Aquino: "El bien cuenta como fin [....] Es manifiesto que todo cuanto tiende hacia algún fin tiene en primer lugar una aptitud o adecuación a ese fin, porque nada tiende hacia un fin inadecuado; en segundo término, se mueve hacia ese fin; por último, reposa en el fin después de haberlo alcanzado. La aptitud o adecuación misma del apetito hacia el bien es el amor, que no es otra cosa que la complacencia en el bien; el movimiento hacia el bien es el deseo o concupiscencia; el reposo en el bien es el goce o deleite" (S. theol., Ia IIae, q. 25, a. 2; cfr. también ibid. q. 26, a. 2).

Amor y libertad.

El tema enunciado por el título de este parágrafo no es trivial. El amor es, para Dante "la semilla de toda virtud y de toda acción que merece castigo". Las virtudes y las acciones que merecen castigo (los pecados) determinan el destino ultramundano de las almas humanas. En la epístola con que Dante dedicó la tercera parte de la Commedia, el Paradiso, a su protector Cangrande della Scala, señala el poeta que el tema de la obra en su sentido literal, directo e inmediato, es el estado de las almas después de la muerte, pero en su sentido alegórico, es decir, en su significado profundo, es "el hombre en la medida en que, mereciendo o desmereciendo por la libertad de su arbitrio, queda entregado a la justicia que premia y castiga" (Epist., XIII [X], viii, 24-25). Así, pues, la Commedia no quiere ser una exposición anecdótica de lo que nos espera en el otro mundo, sino un planteamiento del problema del hombre y de su libertad con los méritos y deméritos que se siguen de la actitud asumida por él frente a sus amores.

81 Para la definición y concepto de la intentio (la intenzione del texto de Dante) en el lenguaje escolástico, cfr. de Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, I, 53.

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El amor origina un movimiento hacia aquello que es amado; así como la llama del fuego se mueve atraída por su lugar natural inmediatamente debajo del cielo de la Luna, o los cuerpos graves se mueven atraídos por su lugar en el centro de la Tierra, o la aguja magnética se mueve atraída por los montes de la calamita,82 así también se mueve el varón atraído por su dama. Esto ocurre cuando el "corazón gentil", esto es, el alma noble y virtuosa, percibe la belleza y la virtud de la persona que despierta el amor del amante.. Pero el fuego, la piedra o la aguja magnética no tienen otra alternativa que moverse en dirección hacia aquello que los atrae. ¿Ocurre lo mismo con los seres humanos? La pregunta apunta hacia mucho más que el caso del amor entre dos personas de diferente sexo, que ya había sido planteado por Dante en su lírica de juventud, porque todo movimiento humano está motivado, sin excepción, por alguna atracción; ésta podrá ser la del sexo, o el amor a la patria, o a los hijos, o al dinero, o a Dios, o el gusto por el deporte, o por las drogas, o por la buena lectura, o por la comida refinada, o por la ciencia; siempre hay algo que atrae y que por ello pone al ser humano en acción. Siendo esto así, desde antiguo se planteó la pregunta por la libertad o necesidad de los movimientos con que el hombre responde a la atracción que ejerce el objeto sobre él. Si se toma en consideración, además, que los objetos que nos atraen son exteriores a nosotros; que, para ponerlo en el lenguaje aristotélico-escolástico, esos objetos en acto actualizan en nuestras almas las potencias apetitivas induciendo naturalmente en nosotros los deseos y movimientos que conducen a la unión con ellos, ¿existen posibilidades de escapar de este círculo, en cuya mecánica nos vemos envueltos y arrastrados por ella de manera al parecer ineluctable? O, como lo plantea dubitativamente Dante, se diría que [....] s'amore è di fuori a noi offerto e l'anima non va con altro piede, se dritta o torta va, non è suo merto. (Purg., XVIII, 43-45) ("si el amor se nos ofrece desde afuera y el alma no tiene otros propósitos, si va derecha o torcida, no es mérito suyo").83

82 Los montes de la calamita o piedra imán se suponían situados en las regiones septentrionales del globo terrestre; ellos comunicaban al aire la propiedad de atraer a la aguja magnética. 83 Un detalle estilístico de profundo significado, que no se alcanza a percibir, empero, en las traducciones de la Commedia, es el siguiente. Cuando Dante afirma que el alma "se vuelve gustosa hacia todo lo que la regocija" (Purg., XVI, 91) o que "si va derecha o torcida, no es mérito suyo", utiliza el término anima para designar al alma. En cambio, cuando asegura que el alma goza de libertad para elegir entre el bien y el mal y que, por tanto, es responsable de sus actos, la designa con el término animo, que en algunos lugares hemos traducido con el término "espíritu" (cfr. el amore d'animo, que es amor de elección y que hemos traducido como "amor espiritual"). La distinción no es en absoluto superflua. Dante usa consistentemente el nombre anima para designar al alma como el principio que infunde la vida en el cuerpo humano, que por ello es substrato de afectos y pasiones, de virtudes y vicios, y que sobrevive a la muerte como la parte inmortal del hombre. Animo, en cambio, es normalmente en el uso dantesco el alma en cuanto centro de decisiones y resoluciones, es decir, de operaciones de la voluntad, que en el aristotelismo supone la intervención del intelecto. Se observa que la distinción corresponde a aquélla entre anima y animus en la lengua latina. Al lector medieval, más familiarizado que nosotros con estos conceptos, no se le escapaba probablemente el sutil equívoco que el poeta introduce con la pregunta aquí citada. El peregrino duda de que el anima pueda resistir la atracción de lo que se le ofrece desde afuera y que despierta su amor; y tiene razón en la medida en que el anima incluye también a las potencias sensitivas, que no son de suyo libres y que están sujetas al círculo cuasi mecánico del apetito despertado por lo apetecible. Pero cuando Virgilio da la explicación que motivó la pregunta (Purg., XVIII, 16-39) y cuando responde al protagonista estableciendo la existencia en los seres humanos de la "virtud que aconseja y que defiende el umbral del asentimiento" -por donde los hombres se

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Para la Edad Media, la discusión popular acerca de la libertad moral de los seres humanos adoptó la forma concreta de una pregunta acerca de la realidad e importancia de la influencia de los astros en los caracteres de los hombres y las circunstancias de sus vidas. Según la enseñanza de la astrología judiciaria, la posición de los astros determina los acontecimientos de este mundo y los destinos de los seres humanos, o a lo menos influye decisivamente sobre ellos. Y no se puede negar que, dentro del cuadro general del saber durante aquella época, la hipótesis no era descabellada. ¿No sostenía Aristóteles, en efecto, que el movimiento se transmite gradualmente desde el primer motor inmóvil, a través de las esferas celestes, hasta llegar a la Tierra, donde se ponen en marcha todos los fenómenos y cambios sublunares? ¿Y no es la posición de los astros en un momento determinado la consecuencia del movimiento de las esferas correspondientes? ¿No parece entonces legítimo concluir que las esferas celestes, cuyo movimiento se manifiesta en los cambios de lugar que exhiben los astros, son los canales a través de los cuales la voluntad de Dios hace su camino hasta la Tierra, determinando así todos los fenómenos y acontecimientos, ya que nada puede substraerse a la omnipotencia divina? No es de extrañar, entonces, que el determinismo astral haya sido una doctrina defendida por los averroístas, los estudiosos que leían las obras de Aristóteles con ayuda de los comentarios del gran Averroes. En la Commedia se puede advertir un interesante desarrollo en el tratamiento del problema de la libertad o la necesidad de la reacción conductual humana frente a los estímulos externos, desarrollo que se expresa en algunas finezas narrativas. Consideremos una de ellas. La libertad de elección propia del ser humano, susceptible de ser ejercida aun frente a los estímulos más poderosos, es claramente afirmada por Virgilio en los cantos centrales del Purgatorio y reafirmada por Beatriz en el Paradiso, concretamente en el cielo de la Luna, hasta extraer las últimas consecuencias que de ella se siguen a propósito de las almas que fueron obligadas contra su voluntad a renunciar a los votos que habían formulado. En el curso de la narración, antes de estos adoctrinamientos, el problema de la libertad humana se muestra a través de un cristal demasiado empañado. En todo momento se adivina el supuesto de la libertad de los actos humanos, pues de otro modo no tendrían sentido los premios y castigos, pero ¿hasta dónde llega dicha libertad? ¿No hay acaso estímulos y tentaciones irresistibles para un ser humano? Piénsese en el caso de Francesca da Rimini (Inf., V). Ella, junto con su amante, está condenada por el pecado de lujuria. A petición del protagonista, se presenta y relata su historia. Sus palabras son cálidas y emotivas, revelan a una mujer culta y refinada, que cita a Guinizelli aunque sin nombrarlo, y que comunica su dolor no sólo al protagonista sino también, y en forma muy efectiva, al lector, aun al lector moderno.84 El canto termina cuando, al finalizar Francesca su conmovedor relato, el autor protagonista confiesa que "por la piedad me desvanecí como si hubiera fallecido, y caí como cae un cuerpo muerto" (vv. 140-142), mientras el lector se queda preguntándose qué tenía de tan grave la falta de la pobre Francesca para merecer tanto castigo. Dicha situación creada por el poeta, que envuelve a la par al protagonista y al

hacen responsables de los amores que acogen o que rechazan- (ibid., vv. 46-75), no habla del anima sino exclusivamente del animo, vale decir, del alma intelectual capaz de discernimiento y de decisiones libres. 84 A ello se puede agregar la historia según la cual Francesca habría cometido adulterio con el hombre de quien se enamoró cuando fue engañada por sus propios familiares, quienes la persuadieron de que ése habría de ser su marido, en circunstancias de que su matrimonio había sido concertado por sus padres con otro hombre (G. Boccaccio, Comento sopra la commedia di Dante Alighieri, ad loc.). Pero hay razones que hacen pensar a muchos especialistas que esta historia fue enteramente inventada por Boccaccio y que no corresponde a la realidad histórica.

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lector haciéndolos sentir simpatía por un réprobo, no vuelve a repetirse en toda la Commedia. Significativamente, en el canto de Ulises (Inf., XXVI), el lector puede sentir gran simpatía por el héroe griego, condenado a pesar de sus fuertes deseos de saber, pero Dante el protagonista ya no comparte dicho sentimiento; por último, un personaje como el conde Ugolino, con su historia cargada de inusual patetismo (Inf., XXXIII), posee gran interés dramático pero no despierta simpatía alguna ni siquiera en el lector. En el curso del poema se hace cada vez más claro que los personajes presentados en el infierno y el purgatorio no han sido víctimas de una fatalidad que los ha arrojado inevitablemente a su destino ultramundano, sino que han sido ellos mismos los artífices de su suerte mediante el uso que hicieron de su libertad. Dante, junto con la mejor teología de su tiempo, creyó firmemente en la libertad moral del hombre; ello no impidió, sin embargo, que tanto los teólogos como él mismo hicieran alguna concesión a las creencias astrológicas de entonces. Así es como Dante sostiene que el cielo inicia algunos movimientos humanos (Purg., XVI, 73 s.), y en ello no hace sino seguir la doctrina de Santo Tomás de Aquino, para quien los cuerpos celestes pueden inclinar a los hombres hacia cierto tipo de acciones ejerciendo influencia sobre la constitución de sus órganos corporales y, por consiguiente, sobre las potencias de la vida sensitiva. Pero Santo Tomás y Dante concuerdan también en que estas inclinaciones, que se manifiestan en los individuos bajo la forma de pasiones, pueden ser resistidas y controladas por la razón en el ejercicio de la libertad del arbitrio (S. theol., I, q.115, a. 4 ad 3; IIa IIae, q. 95, a. 5). La libertad del arbitrio es para Dante un principio filosófico dependiente de una concepción teológica. En efecto, al afirmar el libre albedrío no menciona el argumento clásico de Boecio (Cons. philos., V, pr. 2) según el cual una naturaleza racional, capaz de discernir entre lo bueno y lo malo, tiene también por ello mismo la capacidad de querer y no querer para poder buscar lo primero y evitar lo segundo; esto es, no puede carecer de libertad. En cambio, fundamenta su afirmación en una reducción al absurdo: si los astros fueran la causa de todos los movimientos, de modo tal que los actos humanos estuvieran determinados de manera necesaria, el hombre no poseería libre arbitrio y no sería justo retribuir el bien con recompensas y el mal con castigos (Purg., XVI, 67-72). El supuesto implícito en esta argumentación es que Dios (y, de paso, también la práctica judicial humana, que idealmente procura imitar el obrar divino) es justo al retribuir de la manera en que lo hace, ya que no lo sería al salvar a los justos y condenar a los impíos si nuestros actos no estuvieran en nuestro poder y fueran determinados por los astros. Una cosa, sin embargo, debe quedar clara aquí antes de seguir adelante con el presente tema. Libertad no es en ningún caso para Dante, así como tampoco para ningún pensador serio, la franquía para elegir indiferentemente esto o lo otro, uno cualquiera de entre varios cursos posibles de acción. Si así fuera, en efecto, también los animales estarían dotados de libertad de arbitrio, cosa que nadie acepta. Dante sostiene que "el primer principio de nuestra libertad es la libertad del arbitrio", y que ésta consiste en "el libre juicio de la voluntad". Luego explica: "El juicio es un momento intermedio (medium) entre la aprehensión y el apetito; porque una cosa primero es aprehendida, las cosas aprehendidas son juzgadas luego buenas o malas, y por último el que las juzga las persigue o las huye. Si, pues, el juicio mueve por completo al apetito y no es prevenido por él de ninguna manera, entonces es libre; si, en cambio, el juicio es determinado de cualquier modo por un apetito previniente, no puede ser libre, porque no [se mueve] por sí mismo sino que es arrastrado

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cautivo por otro" (De mon., I, xii [xiv], 1-5).85 Creemos importante retener este carácter fuertemente intelectualista de la noción dantesca de libertad para una mejor comprensión de lo que sigue. Tanto para Boecio como para Dante y todo el pensamiento escolástico, el "hacer lo que se quiere" no es libertad sino servidumbre y sometimiento a las propias pasiones.

Amor y moralidad.

En el canto XVIII, vv. 19-33 del Purgatorio había explicado Virgilio, en terminología rigurosamente escolástica, cómo se enciende el amor en el alma, y había terminado su discurso con la aseveración de que no todo amor es digno de alabanza, "porque si bien su materia se muestra siempre buena, no todo sello es bueno aun si es buena la cera" (vv. 34-39). Esta afirmación, dirigida contra los epicúreos que consideraban todo amor y toda inclinación como algo legítimo y aprobable, reitera y explica a la vez aquella otra del mismo Virgilio, según la cual "el amor es en vosotros [los vivos] la semilla de toda virtud y de toda acción que merece castigo" (Purg., XVII, 104-105). Si el amor es en el hombre la semilla del bien y del mal, ello se debe a que este impulso, mediante el cual los seres humanos se sienten atraídos hacia su meta última que es la felicidad en la unión con Dios su creador, puede recibir un "sello" inadecuado y pervertir de este modo sus efectos, presentándose así como "el amor malo por el que la senda torcida se muestra derecha" (Purg., X, 2-3). Recordemos en este punto cómo en el canto XVII del Purgatorio indicaba Dante, por boca de Virgilio, los modos posibles de dicha perversión: búsqueda del propio bien a través del mal del prójimo (soberbia, envidia, ira), búsqueda débil del bien espiritual (acidia) o búsqueda demasiado vehemente del bien temporal (avaricia, gula, lujuria). Por lo demás, esta idea de que el amor es la simiente de nuestras virtudes y nuestros vicios nunca fue extraña al pensamiento cristiano ortodoxo, a pesar de que ocasionalmente pudo ser rechazada por algunas herejías. El cristianismo reconoce que toda acción humana busca la obtención de un bien, sea éste real o aparente, y que el hombre ama el bien. Lo dice Santo Tomás de Aquino: "Todo agente actúa por causa de algún fin [....] Pero el fin es el bien deseado y amado por cada cual. Por lo que resulta manifiesto que todo agente, sea el que sea, realiza cualquier acción por algún amor" (S. theol., Ia IIae, q. 28, a. 6). ¿Pero no son nuestras pasiones los motores inmediatos de nuestra acción? Ciertamente; por eso, según Santo Tomás, "todas las pasiones del alma derivan de un principio único, a saber, del amor" (S. theol., Ia IIae, q. 41, a. 2 ad 1). Y la idea no se origina, por cierto, con el aquinate; varios siglos antes la había formulado también San Agustín en un pasaje célebre: "Nuestro reposo es nuestro lugar [....] Cada cuerpo tiende por su pondus86 hacia su lugar. El pondus no 85 Aquí Dante no hace sino repetir la definición de Boecio del libre arbitrio: "Si por la expresión libre arbitrio se entendiera correctamente querer o no querer algo, éste no pertenecería sólo al hombre sino también a los restantes animales; ¿y quién ignora que ellos carecen de dicha facultad? Pero el libre arbitrio, como lo indican las palabras mismas, es en nosotros el libre juicio de la voluntad. Todas las veces, pues, que ciertas fantasías se presentan al alma y estimulan a la voluntad, la razón las sopesa y las juzga, y aquello que le parece lo mejor, por haber sido sopesado por el arbitrio y colegido por el juicio, eso hace. Y por eso rechazamos algunas cosas dulces y que exhiben un aspecto de utilidad, pero retenemos con fuerza, aun no queriéndolas, algunas cosas amargas. El libre arbitrio no reside entonces en la voluntad sino en el enjuiciamiento de la voluntad, ni tampoco en las fantasías sino en el examen diligente de la fantasía misma" (In lib. Arist. de interpr., 1, c. Cit. por B. Nardi, Nel mondo di Dante, Roma 1944, p. 293). 86 El término latino pondus (plural: pondera) suele ser traducido por "peso"; pero su significado no es equivalente al de la gravedad relativa de los cuerpos, sino que es el de la tendencia de un cuerpo a dirigirse

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conduce sólo hacia abajo sino hacia el lugar de cada cual. El fuego tiende hacia arriba, la piedra hacia abajo; actúan según sus pondera y buscan sus lugares. El aceite derramado debajo del agua emerge a la superficie y el agua echada encima del aceite se hunde; actúan según sus pondera y buscan sus lugares. Las cosas menos ordenadas están inquietas; se ordenan y reposan. Mi pondus es mi amor; por él soy llevado dondequiera soy llevado" (Confess., XIII, 9, 10). El amor es lo que me lleva hacia el bien, pero igualmente lo que me conduce hacia el mal. ¿Cómo puede el hombre, empero, controlar el "sello" de su amor, ya que su "cera", el apetito natural, no está en su poder y por eso no es susceptible de alabanza ni de censura? Virgilio lo explica en el poema, reiterando algunas cosas que ya sabemos pero agregando algunos elementos nuevos. Comienza así: Ogne forma sustanzïal, che setta è da matera ed è con lei unita, specifica vertute ha in sé colletta, la qual sanza operar non è sentita, né si dimostra mai che per effetto, come per verdi fronde in pianta vita. (Purg., XVIII, 49-54) ("Toda forma substancial independiente de la materia y unida con ella, tiene reunida en sí [una] virtud específica que no es advertida sino en su acción y que no se manifiesta más que por sus efectos, como [se manifiesta] la vida en la planta por las verdes hojas"). En la tradición aristotélica, la forma es un principio estructurador y organizador de la materia. Los ejemplos clásicos (la materia de una estatua es el mármol y su forma es la figura del dios o del héroe; o la materia de una copa es el bronce y su forma es su estructura apta para contener líquidos) son insuficientes porque permiten confundir el concepto griego de hyle (y el latino de materia) con nuestra noción moderna de materia, que es diferente; la materia en sentido moderno fue llamada soma por los griegos y corpus (cuerpo) por los latinos, no hyle ni materia; y también dan lugar esos ejemplos a la confusión entre el concepto griego de eidos (con su equivalente latino, forma) y la noción de la figura sensible de una cosa. Un ejemplo mejorpara explicar estos conceptos sería el de un curso docente, digamos, uno de literatura: su materia puede ser la poesía española del siglo de oro (algo que no tiene nada de material en el sentido moderno), y su forma, la de clases magistrales, o la de un taller de lectura y explicación de textos, o la de un seminario de investigación filológica o lingüística o estética, etc.; o el ejemplo de una pieza de música, cuya materia son los sonidos musicales y cuya forma, la de canción o de aria, o de cantata o de motete, o de concierto o de sinfonía, y así sucesivamente. La forma substancial es, para los escolásticos medievales, aquella forma en virtud de la cual una substancia existe, en oposición a la forma accidental que no confiere existencia sino tan sólo ser de éste o de este otro modo. La forma substancial del hombre es en el pensamiento escolástico el alma intelectiva. Ésta se caracteriza por ser "separada", es decir, independiente de la materia en el sentido de que no se vincula con ningún órgano corporal a través del cual ejerza su acción,87 pero a la vez por estar unida a la materia porque es forma hacia su "lugar natural", para lo cual no tenemos un término en castellano; por esta razón, prefiero utilizar la palabra latina sin traducción. 87 Aristóteles, De anima, III, 4, 429 a 22-27. La noción de que pensamos con el cerebro fue completamente desconocida para los antiguos griegos. El hecho de que Aristóteles haya afirmado que el noûs, el alma intelectiva de los escolásticos, no opera a través de órgano corporal alguno, facilitó indudablemente la utilización de su teoría del alma por el pensamiento cristiano, ya que permitía atribuir a ésta la inmortalidad

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del cuerpo humano (S. theol., I, q. 76, a. 4). La forma substancial así identificada como la forma humana posee una virtud específica, dice Virgilio; esto es, posee una disposición propia que la caracteriza. La escolástica la entendió manifiesta en dos facultades humanas: el intelecto y la voluntad, la disposición para conocer y la disposición para amar o apetecer. Es, entonces, una disposición innata en los seres humanos, cuya presencia no se advierte sino por su acción y no se manifiesta más que por sus efectos. Se trata, pues, de lo que Aristóteles llamaba una "entelequia primera".88 La virtud específica mencionada opera, como decíamos, a través del conocimiento y de la apetición. El conocimiento se constituye en plenitud cuando, sobre la base de la información proporcionada por los sentidos, el alma intelectiva abstrae conceptos, forma juicios, generaliza y deduce, obteniendo determinadas conclusiones. Para hacerlo, necesita apoyarse en ciertos principios, que son de dos clases; los unos son conceptos o nociones altamente abstractas y generales, como las de "ser", "no ser", "todo", "parte", "unidad", "multiplicidad" y otras de esta índole; los restantes son proposiciones del tipo de los llamados principios de identidad, de no contradicción, de tercero excluido, de razón suficiente, etc. Cualquier estudiante de matemática o de lógica sabe hoy que si se quiere formalizar un sistema deductivo no es posible definir todos los conceptos ni demostrar todas las proposiciones, y ya desde Aristóteles estaba perfectamente claro que los principios primeros son indemostrables porque sobre ellos reposa toda demostración. Un asunto distinto es saber si tales principios primeros son evidentes de suyo, si son "inteligibles conocidos por sí mismos" (intelligibilia per se nota), como suponía la Edad Media.89 Lo que importa es que no hay conocimiento que no se apoye en principios, evidentes o no, y que éstos son indemostrables. De donde resulta que dichos principios, evidentes o no, necesitan ser admitidos para que las proposiciones de ellos derivadas sean reconocidas como válidas; por eso es adecuada su denominación moderna como "postulados": quien los propone pide o demanda (postula) que sean aceptados para poder inferir a partir de ellos. Son "la verdad primera que el hombre cree" (Par., II, 45), que a Dante se le aparecía como conocida por sí misma y, por eso, no necesitada de demostración. Así como para la vida intelectiva hay principios primeros de los que dependen nuestras posibilidades de conocimiento, también hay para la vida volitiva fines últimos que nos satisfarían cabalmente y que hacen desear otras cosas tan sólo como medios para alcanzarlos. El fin último puede ser entendido, según los casos, como la felicidad, o la

sin incurrir en contradicciones flagrantes con el resto de la psicología aristotélica, que atribuye al alma funciones irrealizables sin órganos corporales, como por ejemplo la nutrición, el crecimiento, la sensación o el movimiento local.. 88 Las entelequias primeras del estagirita son el primer grado de actualización de una potencia. Por ejemplo: todo hombre tiene la capacidad (potencia, dýnamis) de llegar a ser arquitecto; el que estudió arquitectura pero no ejerce su profesión ha actualizado dicha capacidad en primer grado (entelequia primera, entelécheia prote); el arquitecto que se encuentra ejerciendo como tal la actualiza en segundo grado (acto, enérgeia). 89 La "evidencia" de los principios, por muy obvios que ellos parezcan ser, no es un criterio digno de toda confianza. Desde Euclides se consideró evidente que "el todo es mayor que la parte", sin reparar en que este principio no vale para clases con infinitos elementos (por ejemplo: el número de todos los enteros no es mayor que el de los enteros pares, que "obviamente" equivale al de la mitad de todos los enteros, sino que ambos son iguales, a saber, infinitos). También los postulados de la geometría euclidiana exhibieron la fragilidad de su "evidencia" frente a los de las geometrías no euclidianas. Análogamente, hay sistemas lógicos consistentes que poseen el principio de tercero excluido y otros no menos consistentes que no lo poseen. Los ejemplos podrían multiplicarse con facilidad.

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sabiduría, o la vida en conformidad con la naturaleza, o la unión con Dios, para no mencionar otras concepciones más limitadas y mezquinas, del tipo del ejercicio del poder, la obtención de honores, la acumulación de riquezas o el disfrute del placer. Y así como los primeros principios del conocimiento intelectual tienen que ser aceptados para que se acepte la validez de las conclusiones derivadas de ellos, así también los fines últimos de la acción deben ser queridos para que puedan quererse los medios que a ellos conducen. De los principios y fines que confieren sentido al conocimiento y al querer humanos, afirma Virgilio que, como la virtud específica de la forma substancial del hombre no se conoce sino por su operación y sus efectos, Però, là onde vegna lo 'ntelletto de le prime notizie, omo non sape, e de' primi appetibili l'affetto, che sono in voi sì come studio in ape di far lo mele [....] (Purg., XVIII, 54-59) ("Por eso, de dónde nazca la intelección de las primeras nociones y el deseo de los primeros objetos apetecibles, que están en vosotros como en la abeja el impulso para hacer la miel, el hombre no lo sabe"). Ciertamente, Virgilio no sabe cómo adquiere el ser humano la intelección de los primeros principios o el deseo de los fines últimos porque en general no lo sabe el hombre que no ha recibido la revelación, de manera tal que tampoco lo supieron Aristóteles ni los sabios árabes que comentaron y transmitieron sus obras; pero lo sabe Estacio, quien, según Dante, se convirtió secretamente al cristianismo, fue bautizado e instruido en la verdad revelada. Y es así como Estacio, al explicar la generación de los seres humanos, señala que tan pronto como en el feto se ha completado el desarrollo del cerebro, lo motor primo a lui si volge lieto sovra tant' arte di natura, e spira spirito novo, di vertù repleto, (Purg., XXV, 70-72) ("el primer motor se vuelve hacia él, complacido de aquella admirable obra de la naturaleza, y le infunde un espíritu nuevo, lleno de virtud"), es decir, le infunde el intelecto posible que va a constituir la forma propia del hombre como alma intelectiva. A diferencia, pues, de las facultades vegetativas y sensitivas, que son obra de la naturaleza, la inteligencia y la voluntad son insufladas en el hombre, con todas sus determinaciones, directamente por Dios en un acto creador ad hoc. En virtud de ello, tiende el ser humano espontánea e instintivamente hacia el bien, real o aparente; por ello busca a Dios, su hacedor y fuente a la vez de todo bien, aun sin tener conciencia de dicha búsqueda; este impulso se halla en el hombre tan hondamente arraigado como en la abeja el impulso de hacer la miel, y por eso no es objeto de alabanza ni de censura; la opción moral no tiene aquí cabida, ella es una "voluntad primera" anterior al bien y al mal, y por tanto buena, como todo lo que ha sido hecho por Dios (Purg., XVIII, 58-60). Aparte de esta prima voglia, que es el "amor natural" o "apetito natural" que ya habíamos considerado, en los seres humanos se da, en virtud de su libertad, el "amor de elección". Pero la elección, para la escolástica aristotélica, es "deseo deliberado de lo que está en nuestro poder", "intelección deseante" o "deseo inteligente" (Aristóteles, Eth. Nicom., III, 3, 1113 a 10; VI, 2, 1139 b 5), y allí donde se requiere deliberar y razonar cabe la posibilidad del error; el mismo Aristóteles había advertido también que "el engañarse [...] es más habitual en los seres vivos, y el alma permanece más tiempo en el engaño" (De an., III, 3, 427 b 1 s.). Es fácil, pues, para el hombre confundir un bien aparente con el bien real y

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elegir consecuentemente aquello que, en lugar de conducirlo hacia el objeto a que naturalmente aspira, lo aparta de él. Surgen así las nociones de bien y de mal morales, de virtud y de vicio, y con ellas el problema del modo en que el hombre puede hallar el camino derecho para no extraviarse en la tenebrosa selva de este mundo.

Libertad y norma moral.

Lo dicho en los párrafos precedentes motivan la conclusión extraída por Virgilio; para que toda volición se conforme o acuerde con el apetito natural generado en el alma humana por el acto mismo de su creación, innata v'è la virtù che consiglia, e de l'assenso de' tener la doglia. Quest' è 'l principio là onde si piglia ragion di meritar in voi, secondo che buoni e rei amori accoglie e viglia. (Purg., XVIII, 62-66) ("os es innata [a los hombres] la virtud que aconseja y que debe defender el umbral del asentimiento. Éste es el principio de donde nace en vosotros la razón de merecer, según que acoja o aparte los amores buenos o malos"). Dicho en forma menos concisa: todo amor tiende hacia algún bien; pero hay bienes reales y bienes aparentes; para que el hombre pueda evitar extraviarse persiguiendo bienes tan sólo aparentes, posee una facultad de discernir o cribar (vagliare en italiano moderno, vigliare en el lenguaje de Dante) sus amores, dando su asentimiento a aquéllos conducentes a algún bien real y rehusándoselo a los que conducen a bienes aparentes. Esta facultad es la que genera en el ser humano la responsabilidad moral por sus actos: Onde, poniam che di necessitate surga ogne amor che dentro a voi s'accende, di ritenerlo è in voi la podestate. (Purg., XVIII, 70-72) ("Por lo cual, suponiendo que todo amor que se enciende dentro de vosotros [los hombres] surja por necesidad, en vosotros está el poder de retenerlo [o de rechazarlo]"). Luego, el hombre es libre. Virgilio había desarrollado este discurso fundamental en respuesta a la pregunta formulada por Dante acerca del sentido que pueda tener hablar de libertad y de actos libres en circunstancias de que los seres humanos actúan siempre impulsados por algún amor; puesto que todo amor surge como respuesta a algún estímulo proveniente del mundo exterior, nadie puede hacerse responsable de la pasión que se enciende dentro de su alma y, en consecuencia, parece que tampoco podría asumir responsabilidad por las acciones a que ese amor conduzca. El discurso de Virgilio comenzaba con un preámbulo lleno de cautela, estableciendo los límites conceptuales de su disertación: Quanto ragion qui vede, dir ti poss' io; da indi in là t'aspetta pur a Beatrice, ch'è opra di fede. (Purg., XVIII, 46-48) ("Yo puedo decirte cuánto ve la razón en torno a ello; para el resto has de esperar a Beatriz, porque es materia de fe"), Lo que Beatriz tendrá que decir al respecto en el paraíso no es demasiado, y tampoco tan complicado como lo que había expuesto Virgilio. Al discutir el problema de los votos no cumplidos y de la posibilidad de satisfacerlos con alguna otra ofrenda, ella comienza estableciendo que: Lo maggior don che Dio per sua larghezza

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fesse creando, e a la sua bontate piû conformato, e quel ch'e' più apprezza, fu de la volontà la libertate; di che le creature intelligenti, e tutte e sole, fuoro e son dotate. (Par., V, 19-24) ("El mayor don que Dios, en su liberalidad, hizo al crear, el más propio de su bondad y el que él tiene en mayor aprecio, fue la libertad de la voluntad, de la que fueron y aún son dotadas todas las creaturas inteligentes y sólo ellas"). De donde se sigue la seriedad con que han de considerarse los votos (y, podemos suplir nosotros, todas las resoluciones humanas), lo que conduce a la conclusión parenética: Siate, Cristiani, a muovervi più gravi: non siate come penna ad ogne vento, e non crediate ch'ogne acqua vi lavi. Avete il novo e 'l vecchio Testamento, e 'l pastor de la Chiesa che vi guida; questo vi basti a vostro salvamento. Se mala cupidigia altro vi grida, uomini siate, e non pecore matte, sì che 'l Giudeo di voi tra voi non rida! (Par., V, 73-81) ("Cristianos, sed más cuidadosos al moveros; no seáis como pluma a todo viento y no creáis que cualquier agua puede lavaros. Tenéis el nuevo y el antiguo Testamento, y el pastor de la Iglesia para guiaros; ello debe bastar para vuestra salvación. Si un mal deseo os grita otra cosa, sed hombres y no borregos alocados, para que no ofrezcáis motivo de risa a los judíos que viven entre vosotros"). Con todo ello, empero, el problema no queda completamente resuelto. Discernir entre la realidad y la apariencia, entre el bien real y el bien aparente, es decir, entre el bien y el mal, ha sido considerado desde antiguo como tarea propia de filósofos, entre los cuales, si se quiere, podríamos contar también a los teólogos morales. Pero el acogimiento de buenos amores, esto es, de amores que tiendan hacia bienes reales, y el rechazo de los amores malos que sólo tienden hacia bienes aparentes, es algo que se le exige a cualquier miembro de una comunidad humana, sin que le sirvan de excusa su ignorancia, su incultura o sus dificultades para entender los sutiles razonamientos de la teología o de la filosofía. Por consiguiente: Color che ragionando andaro al fondo, s'accorser d'esta innata libertate; però moralità lasciaro al mondo. (Purg., XVIII, 67-69) ("Quienes llegaron hasta el fondo con sus razonamientos, advirtieron esta libertad innata; por eso, dejaron al mundo una moral"). Cuando Dante defiende, en el canto XVI del Purgatorio, el principio de la libertad contra el determinismo astrológico, señala también la necesidad de que las leyes pongan freno a los impulsos espontáneos del alma humana que, salida de las manos de un alegre hacedor, se vuelve gustosa hacia todo lo que la regocija, frustrándose en la persecución de bienes pequeños e insuficientes, sustitutos engañosos del bien real y verdadero. Pero aquí -¿y cómo no?- salta inmediatamente el apasionado pensador político que pone en tela de juicio la institucionalidad vigente en su tiempo debido a la perversa relación entre el Imperio y la Iglesia. La vigencia de la ley es necesaria para que el mundo pueda exhibir una conducta moralmente buena; pero el hacer cumplir la ley es tarea propia del gobierno temporal, y concretamente del Imperio, que

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reúne y ordena a todos los gobiernos regionales; cuando las tareas del gobierno temporal son asumidas por los pontífices, cuya función es dar a conocer a los hombres las Escrituras y su correcta interpretación, ésta queda necesariamente descuidada en detrimento de la vida espiritual de la comunidad, y las exigencias de dinero que a los pontífices imponen las necesidades del gobierno temporal los transforman en modelos de codicia en lugar de ejemplos de virtudes. No es que la naturaleza humana esté corrompida, sino que la mala conducción ha introducido la maldad en el mundo (Purg., XVI, 97-105). A lo cual sigue el justamente célebre pasaje en que el simbolismo de los dos luminares (el papa como el sol, el emperador como la luna que recibe su luz del primero), forjado en las oficinas de la curia romana, es reemplazado por Dante por el simbolismo de los dos soles: Soleva Roma, che 'l buon mondo feo, due soli aver, che l'una e l'altra strada facean vedere, e del mondo e di Deo. L'un l'altro ha spento; ed è giunta la spada col pasturale, e l'un con l'altro insieme per viva forza mal convien che vada; però che, giunti, l'un l'altro non teme: se non mi credi, pon mente a la spiga, ch'ogn' erba si conosce per lo seme. .............................................................. Dì oggimai che la Chiesa di Roma, per confondere in sé due reggimenti, cade nel fango, e sé brutta e la soma. (Purg., XVI, 106-129) ("Roma, que hizo un buen mundo, solía tener dos soles que permitían ver un camino y el otro, el del mundo y el de Dios. El uno ha apagado al otro y la espada se ha unido al báculo, y juntos el uno y el otro por la fuerza, necesariamente irán mal porque ninguno teme al otro; si no me crees, pon atención a la espiga, pues toda hierba se conoce por su semilla [...] Dí que la Iglesia de Roma, por confundir en sí dos gobiernos, cae en el fango ensuciándose a sí misma y ensuciando su función").

Beatriz en cuanto objeto del amor.

En Dante, la experiencia del amor, con todas sus múltiples facetas y connotaciones, aparece implícitamente descrita como la de una determinada apertura de mundo, y en el caso concreto de la Commedia misma, la de una apertura del mundo que se muestra allende la muerte. Sin duda, ya la mera pasión erótica juvenil tiene en general sobre todo amante -y no sólo sobre nuestro poeta- el efecto de transformar la realidad entera y mostrarla con una estructura y una trama de relaciones que no se sospechan en la vida ordinaria ayuna de amor. La Vita nuova de Dante es un testimonio harto elocuente de ello. Las reflexiones acerca del amor en el Convivio y en la Commedia no hacen sino profundizar en este tipo de experiencia, explicitando un concepto del amor como fuerza que sostiene al universo entero y que determina las relaciones entre el hombre y su Creador de manera tal que el destino sobrenatural humano queda sujeto a lo que cada mortal haya sido capaz de hacer con los amores, buenos o malos, que le hayan sido deparados. Pero esta apertura de mundo o de mundos, esta transformación de lo que existe y el consiguiente surgimiento de una realidad enteramente nueva, es algo que supera por mucho las posibilidades del amor en cuanto pasión tal como éste aparece analizado en las

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minuciosas lucubraciones escolásticas que consideran el aspecto apetitivo del fenómeno. Para superar esta falencia sin tener que rechazar la correspondiente elaboración teórica, encontró Dante un poderoso recurso en la concepción de la dama-ángel desarrollada por los poetas del dolce stil novo. La dama es un enviado del cielo para operar la salvación del amante. Pero ¿de qué modo? El hecho se deja explicar fácilmente traduciéndolo a la terminología del aristotelismo escolástico. La dama es el objeto en acto que actualiza la capacidad de amar del amante en potencia, despertando su pasión y produciendo en él los cambios correspondientes. Como realidad en acto que es a la vez objeto del amor, la dama es un "primer motor" para el fenómeno erótico y es, por consiguiente, inmóvil, es decir, no ama con amor-pasión. Nunca, en efecto, se ha oído decir a un poeta stilnovista que él haya sido amado por la dama dueña de sus pensamientos; y el amor mencionado por la Beatriz de la Commedia, que la mueve a solicitar a Virgilio que acuda en socorro del Dante extraviado en la selva de la vida (Inf.. II, 72), no es sino el amor propio de los bienaventurados, la charitas agustiniana y propia del cristianismo medieval, en ningún caso una pasión, y en muchos lugares del poema se expresa aun como semejante al de la madre que vela por un niño inexperto y necesitado de instrucción, estímulo y consejo. El amor con que el hombre es atraído hacia lo más alto, por sublime y sagrado que sea el carácter de aquello que lo atrae, es de diferente naturaleza que el amor con que Dios y los espíritus bienaventurados aman a los mortales. Como ya lo hemos podido comprobar, la antigua lengua griega distinguió claramente entre ambas realidades. La fuerza que impulsa a los mortales a elevar su espíritu hacia lo universal, hacia lo perfecto y lo trascendente, se llamó eros; los paganos la tuvieron por un dios90 y Platón le dedicó páginas inolvidables. Es claro que eros sólo puede haber allí donde existe y se hace sentir una carencia susceptible de ser superada. El amor-pasión de la escolástica, aun cuando no sea mero atractivo sexual sino un sentimiento enriquecedor y elevante del espíritu, así como también la aspiración que nos conduce hacia la belleza, hacia la sabiduría y hacia la virtud y la pureza moral, son precisamente eros. Los primeros cristianos, en cambio, vieron que Dios es amor, pero designaron el amor divino como agape, en ningún caso como eros, puesto que Dios, ciertamente, no carece de ninguna perfección. Característico de la agape es que ella se ofrece espontáneamente para el bien aun de quienes no lo merecen. Es lamentable que la pobreza del uso habitual de nuestra lengua haga necesarias estas explicaciones y no permita distinguir de inmediato entre el amor como eros y el amor como agape, toda vez que hemos desvirtuado la traducción latina de la agape, "caridad" (charitas), reduciéndola a significar no mucho más que el acto de dar unas monedas a un pordiosero. Es fácil, pues, entender la diferencia entre el amor de un Dante que ama a Beatriz como mujer idealizada, como ángel y como instrumento de Dios para su personal salvación, y el amor de Beatriz que ama a Dante como alma en peligro a la que es preciso socorrer para sacarla de su extravío y reconducirla hacia el camino recto. Pero volvamos a nuestro tema principal. La introducción por los poetas de la imagen de la dama-ángel permite entender que ésta, en cuanto ángel, no se limita a despertar el apetito del amante en potencia al modo en que puede hacerlo cualquier objeto apetecible, sea éste un arte, una ciencia, una "dama gentil" o una pargoletta; puesto que la dama es un ángel, ella deja vislumbrar un mundo en que se manifiesta un orden superior, o acaso más bien una metamorfosis del mundo cotidiano, en que las sólitas relaciones se muestran

90 Un dios era para los antiguos griegos, más que una persona, la personificación de una fuerza irresistible que se apodera de los seres humanos y contra la cual es inútil y aun peligroso luchar.

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completamente transformadas. Ello significa que el amante se encuentra de pronto en una situación nueva, en que las relaciones habituales entre las cosas se hacen prácticamente irreconocibles porque ya no presentan los rasgos de la cotidianidad. Es una "vida nueva", vita nuova. Característico de esta situación es que las cosas adquieren en ella significados hasta entonces del todo insospechados. Éstos, por cierto, trascienden los contenidos de la visión cotidiana y normal del sentido común, y adoptan un aspecto religioso o cuasi religioso, en todo caso salvífico, al que no es extraño el lenguaje litúrgico. Es de admirar, sin embargo, que la situación erótica, que ha sido presumiblemente experimentada de las maneras más diversas por millones y millones de jóvenes y adolescentes a lo largo de la historia, revele en la obra de Dante un mundo vinculado con una trascendencia de carácter religioso-metafísico. Tiene que haber sido una época de sólida fe y de profunda religiosidad este siglo XIII de la Italia central, para que realidades al parecer tan ajenas la una a la otra como el erotismo y el llamado a la unión con Dios se vinculen de manera tan estrecha y aparentemente tan natural. Por cierto, la vinculación mencionada es un hecho concomitante a la noción misma de la dama-ángel. Respecto del fenómeno del despertar de la pasión erótica en el varón, ella, la dama, es un primer motor inmóvil, por tanto impasible, pero es también y al mismo tiempo un ángel, un enviado del cielo y, en cuanto tal, un motor intermedio movido, si queremos continuar empleando la terminología aristotélica. El único motor último (o primero) y absolutamente inmóvil es Dios, quien mueve a los ángeles, y éstos, movidos por Dios, actúan a su vez sobre los hombres como motores, suscitando en los mortales cambios y movimientos que ellos, por ser motores, no comparten, de manera tal que se mantienen relativamente inmóviles. De este modo, la transformación del mundo por obra de la experiencia erótica reviste la forma de un llamado indirecto -a través de los ángeles- a la salvación. Beatriz, el nombre que Dante dio a la niña Bice Portinari, significa precisamente "beatificadora", esto es, "salvadora". ¿Qué consistencia posee, empero, esta denominación, que evoca el proceso salvífico sobrenatural, aplicada a una muchachita florentina cuya relación con el poeta probablemente nunca fue más allá del intercambio de un cortés saludo? Está bien que los poetas stilnovistas hayan podido ver -simbólicamente, por cierto- en la dama a un ángel y en la experiencia erótica un llamado a la salvación, pero ¿ignoraba acaso Dante que los amores de la adolescencia, como lo fue su amor por Bice, son habitualmente superficiales, fugaces e intrascendentes? ¿No pone ello en cuestión el valor del símbolo, puesto que se representa el más serio y decisivo negocio que el hombre debe enfrentar durante su vida -el de su salvación eterna- mediante un suceso pasajero y eventualmente trivial? Por cierto que Dante tenía conciencia de ello y no dejó de consignarlo en su obra; allí están, para probarlo, el episodio de la dama gentil relatado en los capítulos XXXV-XXXVIII de la Vita nuova, las acusaciones que Beatriz dirige a Dante en Purg., XXX 124-132 y XXXI 49-60, y las diversas alusiones y declaraciones, verdaderas o fingidas, de las Rime. Pero es que aquí se repite -¿y cómo podría haber sido de otro modo para un espíritu dotado de la profunda religiosidad cristiana que poseyó Dante?- el paradigma de la Encarnación divina, el misterio más propio de la cristiandad. Si Dios tomó carne y se hizo hombre en Cristo para la salvación de la humanidad, la misericordia salvífica de Dios -Beatriz- toma carne también y se hace mujer en Bice Portinari para la salvación del poeta Dante Alighieri de Florencia. Por eso, el episodio Dante-Beatriz no es únicamente un asunto de pasión erótica del poeta, sino también y a la vez un

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acontecimiento religioso de carácter sagrado; un acontecimiento cuya exposición comienza en el relato cuasi místico y cuasi litúrgico de la Vita nuova para culminar en la Commedia con la apoteosis de Beatriz santificada y con la visión que tuvo Dante de Dios en sus misterios de la Trinidad y de la Encarnación. La historia de la patrística cristiana nos informa de que, en medio de las disputas cristológicas de la Antigüedad, los arrianos negaron la divinidad de Jesús y algunos gnósticos negaron su humanidad real. Algo análogo ha ocurrido con la figura de Beatriz en la historia de la crítica dantesca. Hay quienes han sostenido que Beatriz no es más que la muchacha Portinari (o acaso alguna otra), a quien la fantasía poética de Dante exaltó hasta hacer de ella la enigmática figura de la Commedia, sin que su figura constituya propiamente un símbolo. Otros, por lo contrario, han visto en Beatriz una mera ficción encubridora de algún concepto filosófico o teológico, pero que no representa a mujer real alguna. Partiendo de este último supuesto, han abundado de manera profusa los intentos de identificar un significado abstracto que pudiera ser atribuido a Beatriz. Así, ella se ha visto transformada por los diversos autores en la sabiduría divina, en el emperador o el régimen imperial, en el pensamiento de Dante expresado en una palabra, en la Iglesia ideal, en la teología, en el bautismo, en la clericatura, en el intelecto agente, en la virtud que aconseja de Purg., XVIII 62, etc.91 Tales interpretaciones empequeñecen la figura de Beatriz porque le asignan una significación restringida. Si admitimos, en cambio, que Beatriz es Bice Portinari y que es al mismo tiempo el medio de que se sirve Dios para atraer a un hombre hacia sí -llámese amor, misericordia, gracia o como se quiera-, toda identificación de ella con un significado muy concreto equivale a restringir los expedientes de que puede servirse el Creador para recuperar a una de sus creaturas. De acuerdo con los datos que poseemos, Bice de' Bardi, nacida Portinari, murió el 8 de Junio de 1290 a los 24 años de edad, sumiendo al joven Dante en el dolor y el extravío. Es preciso decir que si Bice no hubiese muerto tan tempranamente, acaso nunca habría llegado a ser Beatriz, la Beatriz del Dante maduro. En efecto, la muerte es el fin de la existencia temporal y, para un cristiano, la fijación definitiva de la persona en la dimensión de lo eterno. La muerte cierra, por tanto, todas las posibilidades contingentes futuras e impide todo cambio ulterior en la figura que hasta ese instante ha exhibido la persona. En vida, y según el relato de la Vita nuova, Bice había desempeñado respecto de Dante al menos dos funciones sucesivas que dieron lugar a diferentes situaciones: había sido primero el objeto apetecido en la pasión erótica y después aquello exaltado en la alabanza poética. Pero estas situaciones diferentes, propias de la existencia temporal en que los cambios son posibles, constituyen un camino hacia el significado definitivo que adquirió Bice como Beatriz después de muerta: ella se transformó en la fuente de vida espiritual que podía conducir a Dante hacia su salvación. Es claro que un tal significado definitivo tiene que ser también permanente y estar fijado, por tanto, en la eternidad. No es de este mundo, sino del otro. En consecuencia, Bice no podría haber llegado a ser Beatriz si no hubiera muerto oportunamente, de manera tal que su imagen simbólica pudiera preservarse, sin experimentar modificaciones en su significado, a través de las múltiples vicisitudes de la

91 Ver, por ejemplo, E. Moore, Studies in Dante (Second Series), 1899, pp. 79-151 (hay reimpresión en Nueva York, 1968) y É. Gilson, Dante et la philosophie, Paris 2ª ed. 1953, pp. 3-81. Los excesos interpretativos de quienes buscaban en Beatriz y en otras figuras de la obra de Dante simbolismos y alegorías inexistentes motivaron la reacción, excesiva también (¡ley del péndulo!), de Benedetto Croce contra los contenidos teológicos, filosóficos, científicos, políticos y morales de la Commedia, en su La poesia di Dante, 1920.

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vida temporal de Dante. Para llegar a ser Beatriz, Bice tenía que morir antes de que Dante la abandonara por otras mujeres o por otros intereses políticos, filosóficos o teológicos. Tan oportuna fue la muerte de Bice en el plan general de la obra de Dante que no es en verdad descabellado preguntarse si su muerte -y con ella también la vida y la persona misma de Beatriz- no pertenecen más bien al mundo de la ficción y si la dama no es en este caso sino símbolo o figura alegórica. Pero no. Los esfuerzos que debió hacer Dante, recurriendo a los calendarios árabe, sirio y cristiano para poder hallar algún significado simbólico en la fecha de la muerte de Beatriz, revelan claramente que Bice era real y que murió como todas las personas reales, un día cualquiera y no el día que Dante habría podido escoger para hacerla morir, si hubiera dependido de su voluntad, por ser ella un símbolo y creación de su intelecto (Vita nuova, XXIX). En el próximo capítulo, dedicado a estudiar cómo entendió Dante la poesía, tendremos ocasión de comprobar de qué manera su pensamiento estético requería que Bice-Beatriz tuviera y conservara en su obra el doble significado de mujer real y de instrumento de la gracia divina para la salvación personal del poeta que la amó en esta vida mortal.

El concepto de la charitas en la Commedia. En el cielo de las estrella fijas, poco antes de la última y definitiva etapa de su viaje por el paraíso, tiene el peregrino Dante encuentros con los apóstoles San Pedro, Santiago y San Juan. En estos tres encuentros es sometido a otros tantos exámenes sobre los temas que le harán posible comprender las visiones que aún le aguardan; San Pedro lo interrogará acerca de la fe, Santiago sobre la esperanza y San Juan, finalmente, sobre la charitas. El relato de las pruebas refleja algo de la solemnidad de los exámenes en las escuelas medievales: el candidato debe responder oralmente a preguntas concretas de progresiva dificultad, y su aprobación es celebrada con júbilo y alabanzas por los espíritus circunstantes. El examen acerca de la charitas tiene la peculiaridad de que el peregrino Dante lo debe rendir mientras se encuentra enceguecido por la intensa luminosidad que emana del espíritu de San Juan. Éste no comienza pidiendo una definición, como había ocurrido en los interrogatorios acerca de la fe y la esperanza, sino que pregunta directamente por el objeto de la charitas: "Dí hacia dónde se orienta tu alma" (Par., XXVI, 7-8); y de inmediato, sin aguardar una respuesta, tranquiliza a Dante explicándole que su ceguera es sólo temporal y que en su debido momento encontrará remedio gracias a la virtud de la mirada de Beatriz. Este consuelo, aparentemente fuera de lugar a continuación de la pregunta mencionada, tiene sin embargo la función de provocar un respuesta significativa de Dante, quien dice: "Tarde o temprano, según le plazca, venga el remedio a estos ojos que fueron las puertas por donde ella entró con el fuego en que siempre ardo" (ibid., 13-15). Está claro. Beatriz, la beatificadora que va conduciendo a Dante para acercarlo a la visión misma de Dios, es la misma Bice de cuyos ojos, en los días de la alegre y despreocupada juventud en Florencia, salieron los espíritus de amor que hicieron presa del corazón de Dante cumpliendo con todas las reglas del amor cortés y de la poesía del dolce stil novo. ¿De modo que, en el momento de aprontarse para rendir examen acerca de la virtud teológica de la charitas, Dante no tiene otra experiencia de amor que mencionar aparte de su enamoramiento de juventud por Bice Portinari? ¿Qué se hicieron en este momento el amor a Dios, a la virtud, al saber, a la belleza? La pregunta se responde sola cuando se lee con atención, como debe leerse, el relato de la Vita nuova, donde hallamos el siguiente pasaje referido a Beatriz: "Digo que cuando ella aparecía en alguna parte, por la esperanza de la admirable salud

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(salute: saludo, salvación) no me quedaba enemigo alguno sino que me abrasaba una llama de caridad (caritade) que me hacía perdonar a quienquiera me hubiese ofendido; y si alguien me hubiese preguntado entonces cualquier cosa, mi respuesta habría sido solamente 'Amor', con mi rostro vestido de humildad" (XI, 1). La charitas estaba, pues, comprendida en la experiencia erótica de juventud, y es por ello que dicha experiencia puede mencionarse sin rubor ante la pregunta de San Juan. La formulación misma que el apóstol había dado a su pregunta señalaba sutilmente en parecida dirección: "Dí hacia dónde se orienta tu alma" (dì ove s'appunta l'anima tua). La pregunta no es por la orientación del animo, el principio intelectual de la voluntad libre, sino por la del anima, principio de la vida en su compleja totalidad, que incluye también a los afectos y pasiones que no son de suyo libres ni racionales, pero que pueden "escuchar", como decía Aristóteles, a la voz de la razón. Después de esta que podríamos llamar "determinación del contexto" desde el que se va a hablar, responde el peregrino a la pregunta del apóstol, sin solución de continuidad en el discurso y con marcada entonación retórica: Lo ben che fa contenta questa corte, Alfa e O è di quanta scrittura mi legge Amore o lievemente o forte. (Par., XXVI, 16-18) ("El bien que regocija a esta corte es alfa y omega de cuanto escrito me expone el Amor, suave o fuertemente"). La sentencia tiene alguna dificultad. El bien que regocija a esta corte, es decir, a la corte celestial, es obviamente Dios entendido como bien supremo que satisface todo anhelo y todo deseo. Se percibe aq uí la resonancia del "bien" (agathón) de la ética aristotélica, que es simultáneamente meta y término (telos) de toda aspiración, iniciativa y actividad humana. Este bien divino representa la totalidad o completitud92 de un metafórico escrito. El pasaje puede entenderse de dos maneras diferentes: o bien se trata de un escrito que expone el tema del amor, o bien es el amor personificado quien expone un determinado texto. El segundo sentido, que es el más probable si se atiende al contexto y al uso estilístico de Dante, hace del Amor (con mayúscula) un maestro que explica un escrito, tal como se acostumbraba hacerlo en las escuelas medievales. (El verbo leggere, "leer", utilizado aquí por Dante, tenía también entonces el sentido técnico de dictar una clase explicando el texto de algún autor clásico). Un maestro requiere de un discípulo, y el discípulo es en este caso el peregrino Dante. El escrito en cuestión posee ciertamente un sentido figurado; es una metáfora, ¿pero de qué? ¿De la poesía erótica del dolce stil novo, de los trovadores provenzales o de la hohe Minne germana? ¿De la Escritura sagrada? ¿De la literatura filosófica o teológica acerca del amor? El Amor como maestro sólo puede explicar sus propios preceptos, los preceptos del amor, tal como lo hacía (aunque sin documento escrito) en la Vita nuova, la primera obra de Dante, y en el presente contexto explicará naturalmente los preceptos de la charitas. Es claro que la primera explicación consistirá en identificar al objeto del amor, Dios. El texto confirma así que charitas es, según la noción agustiniana, amor a Dios. La calificación "suave o fuertemente" podría aludir a gradaciones metafísicas del amor, pero si se piensa que ella determina a lo que Amor "me expone", podría referirse también al impacto que su disertación ejerce sobre este alumno, Dante, que escucha la lección, esto es, al modo como la experiencia subjetiva del auditor registra lo oído. Puesto que el auditor en la construcción

92 Alfa y omega son respectivamente la primera y última letras del alfabeto griego; cfr. Apoc. 22:13: "Yo soy alfa y omega, primero y último, principio y fin".

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figurada es nuestropoeta, el mencionado deslizamiento hacia la subjetividad permitiría pensar, con Natalino Sapegno, que la fuerza o suavidad es la de los afectos que en diversa medida son despertados en el sujeto y que, como ya sabemos por lo explicado con anterioridad en los cantos del Purgatorio que tratan del amor, son naturales en el ser humano. Los distintos afectos que surgen espontáneamente en el alma, decíase allí, han de conformarse o adecuarse con el amor natural que posee toda creatura y que la lleva en último término a realizar el fin para el que ha sido creada. Los seres humanos han sido creados con vistas a su unión con Dios; el amor natural los lleva hacia este fin; por consiguiente, el amor natural del hombre es charitas, amor a Dios. Es lo que se afirma en los versos siguientes, cuando el examinando es requerido para que diga quién apuntó su arco hacia tan alto blanco. La respuesta es: Per filosofici argomenti e per autorità che quinci scende cotale amor convien che in me si 'mprenti: ché 'l bene, in quanto ben, come s'intende, così accende amore, e tanto maggio quanto più di bontate in sé comprende. Dunque a l'essenza ov' è tanto avvantaggio, che ciascun ben che fuor di lei si trova altro non è ch'un lume di suo raggio, più che in altra convien che si mova la mente, amando, di ciascun che cerne il vero in che si fonda questa prova. (ibid., 25-36) ("Por razones filosóficas y por la autoridad que de aquí desciende, es necesario que dicho amor se imprima en mí; porque tan pronto como un bien es reconocido como bien, [éste] enciende el amor, y tanto más cuanto mayor bondad [el bien] contiene. En consecuencia, la mente de todo aquél que comprenda la verdad en que se funda este argumento, necesariamente se dirigirá, amando, más que hacia [cualquiera] otra, hacia aquella realidad en que hay tal excelencia que cualquier bien que no sea ella misma no es sino un reflejo de su luz"). Hasta aquí, empero, el discurso acerca de la charitas, entendida al modo agustiniano, se ha movido exclusivamente en torno al aspecto del eros, del impulso que conduce al hombre hacia el bien. El motivo de la agape no ha hecho aún su aparición. El apóstol continúa, pues, interrogando. ¿Qué otros lazos atraen al peregrino hacia Dios? ¿Con cuántos dientes lo muerde este amor? La respuesta es sumaria y tan sólo alude a los dones que la agape divina ha concedido al hombre, para terminar con el fundamento del amor hacia las restantes creaturas en un terceto ornamentado con una replicación (fronde / infronda, orto / ortolano) que lo enfatiza al conferirle un carácter altamente retórico: Tutti quei morsi che posson far lo cor volgere a Dio, a la mia caritate son concorsi: ché l'essere del mondo e l'esser mio, la morte ch'el sostenne perch' io viva, e quel che spera ogne fedel com' io, con la predetta conoscenza viva, tratto m´hanno del mar de l'amor torto, e del diritto m'han posto a la riva.

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Le fronde onde s'infronda tutto l'orto de l'ortolano etterno, am' io cotanto quanto da lui a lor di bene è porto. (ibid., 55-66) ("Todas las mordeduras que pueden hacer a un corazón volverse hacia Dios han concurrido a mi caridad; porque la existencia del mundo, mi propia existencia, la muerte que él padeció para que yo viva y lo que espera todo fiel como yo, junto con el saber vivo de lo que ya dije, me han sacado del mar del amor desviado y me han puesto a orillas del amor recto. Las frondas del frondoso huerto del hortelano eterno amo yo tanto cuanto es el bien que él les ha concedido"). La agape se incorpora en el campo semántico de la charitas, pero sólo como la modalidad divina del amor, como actitud propia y exclusiva de Dios hacia el hombre, que provoca, a modo de reflejo, el amor del hombre hacia las restantes creaturas por ser ellas obra de Dios. Amor del hombre a Dios, y puesto que Dios ama a sus creaturas, amor también del hombre a las creaturas divinas. Se cumple así el programa de San Agustín reflejado en la definición que este último propuso de la charitas: "Llamo caridad al movimiento del alma que tiende a la fruición de Dios por razón de él mismo, y de uno mismo y del prójimo por razón de Dios" (De doctr. christ., III, x, 16). El concepto de la charitas así definido pertenece hasta tal punto a los planteamientos esenciales del cristianismo medieval que Dante pudo haberlo tomado de un gran número de autores. Entre otros, del tratado Del amor a Dios (De diligendo Deo) de San Bernardo de Clairvaux. Puesto que es éste quien en la Commedia obtendrá para el protagonista la suprema gracia de la visión de la Trinidad divina, resulta interesante considerar cómo "deduce" en la obra mencionada la noción cristiana de la charitas a partir de los rasgos fundamentales del eros humano. Observa San Bernardo que pertenece a la naturaleza del hombre, como ser racional, el desear lo mejor y el no hallar satisfacción en cosa alguna mientras ésta carezca de lo que él querría encontrar en ella; así, el que posee una mujer hermosa deseará a la que es aun más hermosa, el rico codiciará mayores riquezas, el que ha sido exaltado por los honores deseará más grandes honores. Ésta es la condición natural del ser humano, es la ley de su concupiscencia, según la cual estará siempre deseoso de lo que no tiene y rechazará lo que ya ha adquirido por causa de lo que no posee aún. ¿Qué necesitará, pues, el hombre para saciar su inextinguible apetito? Todo; es decir, el universo entero de los bienes. Pero la totalidad de los bienes es inalcanzable; la vida es demasiado breve para lograrla, las propias fuerzas son insuficientes, la competencia de los restantes hombres, que también aspiran a arrebatar el mundo para sí mismos, es demasiado grande. De este modo, sólo Dios puede satisfacer los insaciables deseos humanos, porque él es la fuente de donde procede la totalidad de los bienes, él es el autor del deseo y su fin, y es lo que siempre trasciende a toda adquisición posible (VII, 18-21). Sobre la base de este análisis elabora el abad de Clairvaux la doctrina de los cuatro grados del amor. El primero es el del amor egoísta, carnal, impreso en el alma por la propia naturaleza, consistente en que el hombre se ama a sí mismo por sí mismo (VIII, 23); sorprendentemente, es este amor egoísta el primer paso en el proceso espiritual que conducirá al amor perfecto. En el segundo grado, el amor del hombre se dirige hacia Dios, pero no por la divinidad misma sino en su propio interés humano, por cuanto Dios socorre a los hombres y les otorga los bienes a que ellos aspiran. En su afán por obtener todos los bienes, y en la imposibilidad de satisfacerlo por medios naturales, el hombre recurre finalmente a Dios como fuente de todos los bienes. El tercer grado surge cuando, en este comercio entre el hombre y el ser supremo, se llega a amar a Dios por él mismo, debido al atractivo de su bondad y de su perfección y no ya por un interés egoísta (IX, 26). El cuarto grado, por último, consiste en

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el amor hacia las creaturas que deriva del amor hacia Dios porque se reconoce en ellas la obra divina, de modo que el hombre nuevamente se ama a sí mismo y ama al prójimo y ama los diversos bienes, pero no ya por sí mismos y en s+i mismos sino por Dios y en cuanto creaturas suyas (X, 27). Confiesa San Bernardo sus dudas acerca de que un hombre pueda alcanzar en esta vida el cuarto grado del amor y llegar a amarse a sí mismo sólo por amor a Dios y a su obra (XV, 39). Pero lo que aquí nos interesa es observar cómo, dentro de esta concepción, el eros que caracteriza a los dos primeros grados del amor identificados por San Bernardo se transforma y da lugar por sí mismo al surgimiento de la agape en el cuarto grado. En efecto, el amor humano describe una suerte de rodeo, partiendo desde el natural interés egoísta de la creatura para remontarse hacia el amor desinteresado por Dios y descender una vez más, desde ese plano, sobre las creaturas, sólo que dotado ahora de una significación completamente nueva. Se completa así la fusión del eros pagano y de la agape paleocristiana que va a caracterizar al concepto de amor que dominará en Occidente.

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CAPÍTULO VI.

EL CONCEPTO DE POESÍA. La formación intelectual de Dante fue escolástica y preponderantemente tomista. En general, el pensamiento escolástico había desvalorizado a la poesía por considerar que ella representaba un grado ínfimo de saber. En efecto, los filósofos habían extraído las consecuencias del planteamiento de Aristóteles según el cual el saber más alto y más profundo es propiamente racional; en consecuencia, posee el mayor grado de universalidad y de abstracción. Lo individual, lo concreto, lo único e irrepetible queda por tanto fuera del ámbito del saber riguroso; la razón no tiene acceso a ese mundo carente de leyes fijas e invariables; de todo ello no puede haber ciencia sino tan sólo empeiría, experiencia en el laxo sentido que damos a este término cuando hablamos de la "experiencia de la vida", la que dan los años a las personas de mucha edad. La poesía, que no se mueve en la atmósfera rarificada de los enunciados universales referidos a conceptos abstractos, no es comprendida entonces por la razón debido a que, como lo expresó Santo Tomás de Aquino, es la menos valiosa y confiable de todas las disciplinas (infima inter omnes doctrinas) por exhibir una carencia o insuficiencia de verdad (S. theol., I, q. l, a. 9; Ia IIae, q. 101, a. 2 ad 2), lo que trae consigo de inmediato su desvalorización para un pensamiento que buscaba ante todo la verdad en la fe confirmada por la razón. Lo anterior está en consonancia con la actitud que el pensamiento escolástico mantuvo ante todas las manifestaciones artísticas. En el Sínodo de Arras se declaró que "los iletrados contemplan en los trazos de las pinturas aquello que no pueden entender por los escritos"93, y también Santo Tomás de Aquino admitió que una de las razones por las que la Iglesia utiliza imágenes y figuras es "para la educación de los rudos, a quienes ellas instruyen como si fueran libros" (III Sent., dist. 9, q. 1, a. 2, sol. 2 ad 3). Es de presumir que la poesía de un Dante, concretamente la poesía de la Commedia, que pone asuntos propios de la teología o de la filosofía en imágenes de extraordinaria plasticidad y aun de intenso dramatismo, debe de haberse prestado para consideraciones análogas por parte de algunas mentes empapadas de pensamiento escolástico. Pero pronto veremos que Dante no pensó en ningún momento estar escribiendo para gente inculta e ignorante, de donde resulta que él debe haber querido desafiar deliberada y conscientemente la estrecha noción de la poesía sostenida por la escolástica . Dante, como ya lo hemos señalado, se formó en Florencia en una atmósfera en que el cultivo de la poesía era una actividad apreciada y distinguida, una ocupación de selectas minorías. Además, los buenos poetas florentinos eran personas cultas que no manifestaban aversión alguna por las cosas del intelecto. Guido Cavalcanti, a quien Dante llamó "el primero entre mis amigos", había llegado hasta a desarrollar filosóficamente su teoría del amor en una canción (Donna mi prega), notable, entre otros rasgos, por su compleja y elaborada estructura estilística; como, obviamente, no era una canción fácil de entender por el gran público, ya muy temprano fue objeto de sesudos comentarios explicativos. Así y todo, nadie antes de Dante intentó en Italia fundamentar una teoría que otorgara a la poesía un status intelectual. Los esfuerzos hechos en el siglo XII por Bernardo de Chartres, Juan

93 Cit. por U. Eco, Arte y belleza en la estética medieval, Barcelona 1997, p. 134.

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de Salisbury o el autor del comentario a la Eneida generalmente atribuido a Bernardo Silvestre, tendientes a buscar significados morales en la obra de Virgilio, habían sido aplastados sin duda por el peso de la dialéctica escolástica en el siglo XIII. Pero Dante se atrevió, como veremos más adelante, a aplicar a su propia poesía los métodos exegéticos que los teólogos utilizaban para explicar la literatura bíblica, lo cual suponía que en la poesía que se presume no inspirada por la divinidad es posible hallar, según él, significados verdaderos ocultos bajo la ficción poética. A continuación revisaremos lo que nuestro autor tuvo que decir acerca de la poesía en los principales pasajes de sus obras dedicados a este tema. Sin embargo, antes de ello parece necesario decir brevemente algo respecto de la concepción que Dante tuvo del lenguaje; porque si bien es cierto que en su tiempo se sabía muy bien que el término "poesía" (poesis, poesia) tiene su origen en el verbo griego poieo y en el correspondiente sustantivo poíesis, no siempre se consideró el amplio significado de estos términos como hacer, producir, fabricar, crear, vinculándolos directamente con la creación poética lingüística, de modo que una consideración acerca del lenguaje mismo debe preceder al estudio de la poesía propiamente tal.

La esencia del lenguaje.

El tratado De vulgari eloquentia, escrito por Dante probablemente durante los primeros años de su exilio, es una obra verdaderamente revolucionaria por varios conceptos. Ante todo, por haber defendido, por primera vez en la Edad Media, la excelencia y los méritos de las lenguas vulgares; en segundo término, por haber percibido la unidad lingüística de los diversos dialectos italianos y haber hecho de ella el fundamento de una idea de nación; en tercer lugar, por haber sostenido el principio de la historicidad del lenguaje (principio del cual erróneamente excluyó a las lenguas hebrea y latina); por último, por no haber concebido utilitariamente al lenguaje en primer lugar como un instrumento para la comunicación humana, sino como expresión gratuita y desinteresada de la propia interioridad individual. Aquí nos ocupará exclusivamente el último de los aspectos señalados. El hombre, comienza diciendo el tratado, es el único ser que habla; el habla (locutio) es un don que se le ha concedido sólo al hombre porque tan sólo a él le es necesaria. En efecto, la función del habla es la de abrir a los otros lo concebido en nuestra mente; pero los ángeles no necesitan hablar porque ellos pueden manifestar lo que conciben mediante una "rapidísima e inefable suficiencia de su intelecto", un conocimiento intuitivo, que diríamos hoy; y tampoco necesitan hablar los animales, que se sirven únicamente de sus instintos, porque "para todos los de la misma especie son idénticos sus actos y pasiones, y así pueden conocer los ajenos por los propios", y los de diferentes especies no tienen trato amistoso entre ellos (I, ii, 1-5). Por débil que pueda parecernos este último argumento, él cobrará relevancia en lo que sigue. A diferencia de los animales, continúa Dante, el hombre no se deja mover por el instinto natural sino por la razón (ratio). ¿Qué hay que entender aquí por "razón"? El contexto permite inferir que alude a la "razón práctica", no a la teorética. Dice, en efecto, que la razón se diversifica en los diferentes individuos (diversificatur in singulis) en virtud de la discreción de cada cual, de sus juicios y de sus elecciones, lo que en ningún caso puede afirmarse de la razón teorética. La discreción consiste, en el pensamiento tomista, en la capacidad de reconocer cómo se ordena una cosa respecto de otra, a saber, como medio o

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como fin. La discreción permite, entonces, formar un juicio acerca de lo agible, que conduce por fin a la elección como acto de la voluntad, esto es, como la afirmación de un deseo que obedece a la razón. Tenemos, pues, que mientras la razón teorética es formalmente la misma en todos los hombres (digamos, por ejemplo, el teorema de Pitágoras es entendido de idéntica manera por todos los hombres y tiene para todos ellos igual fuerza probatoria), la razón práctica es, en cambio, de tal naturaleza que establece diferencias insalvables entre un individuo y otro, hasta el punto de que "casi cualquiera parece gozar de una clase [de razón] propia" (adeo ut fere quilibet sua propria specie videatur gaudere) (I, iii, 1). De este modo, el saber del otro propio del animal, a quien, según Dante, le basta explorar su propia interioridad para saber qué piensa y qué va a hacer el otro individuo de su misma especie, no es posible en el caso del hombre. Ningún ser humano puede conocer a otro desde sí mismo, basándose en el mero conocimiento de sí, como lo hacen los animales para conocer a sus semejantes. Pero tampoco puede él servirse de la mera especulación espiritual de los ángeles para expresar sus concepciones, ya que se oponen a ello la densidad y la opacidad del cuerpo humano. Por consiguiente, para poder expresar lo que concibe interiormente, el hombre requiere de "algún signo [que sea a la vez] racional y sensible". Este signo es el habla; racional, porque procede de una facultad racional y está destinado a ser recibido y entendido por otra de la misma naturaleza; sensible, porque entre una razón y otra nada puede comunicarse si no es por medios sensibles. El habla es, en cuanto sensible, sonido; en cuanto racional, portadora de significados ad placitum (I, iii, 2-3). J.F.Took94 ha visto en estas afirmaciones del poeta la implicación de que el habla no es para Dante tan sólo un útil, un significante convencional, sino también un principio de individualidad, un medio de autoafirmación histórica del hombre individual. Sospecho que Santo Tomás de Aquino habría fruncido el ceño si hubiera tenido la oportunidad de conocer esta consecuencia de la tesis de Dante, a quien algunos tienen por tomista, puesto que según esta consecuencia la razón práctica, al expresarse por medio del habla, establece diferencias entre los diversos individuos humanos. Para el aquinate, el principio de individuación es la materia, y la razón, como lo había visto ya Aristóteles, es inmaterial y no se sirve en su operación de órgano corporal alguno. Por consiguiente, la razón práctica, no menos que la teorética, ha de ser para la escolástica formalmente (no numéricamente) idéntica en todos los individuos, y si algunos delatan en sus elecciones diferencias de discreción, ello obedece tan sólo a que no todos participan de la razón en la misma medida. Lo que aquí ocurre -y perdóneseme el simplismo- es que Dante es más moderno que Santo Tomás, no sólo en virtud de las fechas de sus respectivas vidas sino también en sus actitudes espirituales, y por eso tiene mayor conciencia de lo individual que el doctor angelicus. Consideremos al respecto lo siguiente. Todavía en 1860, Jacob Burckhardt estaba persuadido de que el "descubrimiento del individuo" era un hallazgo del siglo XV italiano, porque antes de esa época los hombres se identificaban subsumiéndose bajo categorías generales del tipo de religión, raza, ocupación o pertenencia a agrupaciones políticas o gremiales. Una lectura atenta de Dante, empero, desmiente de inmediato tal opinión. Un hombre que a comienzos del siglo XIV ha escrito un extenso poema de carácter teológico y soteriológico, del que no sólo ha declarado explícitamente su autoría sino que además se ha colocado a sí mismo como el héroe y protagonista de la epopeya,

94 L'Etterno Piacer. Aesthetic Ideas in Dante, Oxford, 1984, pp.67 s.

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que no ha vacilado en volcar en ella sus amores, odios, esperanzas y temores, aspiraciones y desengaños, que no ocultó a su público sus propias caídas, es un hombre que proyecta su individualidad sin ninguna inhibición porque está seguro de su valor insustituible. Indudablemente, la fecha del descubrimiento del individuo ha retrocedido en el tiempo desde la época de Burckhardt, y Dante se muestra como un claro exponente de dicho fenómeno.95 "La palabra como medio de la autoafirmación histórica del hombre". Esta interpretación de J.F.Took, que puede parecer aventurada si se la atribuye a Dante basándose en la sola evidencia de De vulg. eloq. I, iii, se confirma plenamente, a nuestro juicio, si se atiende a los capítulos siguientes de la obra. En el capítulo cuarto afirma Dante que Adán habló antes que Eva, y que habló para dirigirse a Dios. Adán pudo entonces hablar inmediatamente después de haber sido creado, cuando aún no había otros seres humanos con quienes pudiera comunicarse: "[....] razonablemente decimos que aquel primer hablante habló de inmediato apenas recibió el soplo de la Virtud vivificante" (I, v, 1). El habla no es primariamente un instrumento para la comunicación entre los seres humanos. Pero entonces, ¿por qué y para qué habla ante todo el hombre? El hombre, dice Dante, habla para manifestarse, mostrarse, darse a conocer, "ya que es más humano en el hombre ser percibido que percibir" (nam in homine sentiri humanius credimus quam sentire). Al hablar, el hombre manifiesta su perfección, hace una afirmación de sí mismo y da a conocer su interioridad, todo lo cual redunda en la gloria de Dios, quien lo dotó de las perfecciones que posee. ¿Por qué, empero, esta autoafirmación? El hombre recientemente creado, solo en el mundo, carente de la compañía de otros seres humanos con los que pueda comunicarse, habla, sin embargo, y le habla a Dios, quien conoce sin necesidad de palabras hasta sus más íntimos secretos. En otros términos, el hombre habla sin necesidad alguna, habla sólo y únicamente por hablar. El habla que pone en manifiesto la interioridad humana y que, en esa forma, hace posible la vida en sociedad, es anterior al sentire, a la experiencia del mundo exterior, y por ello no obedece a una coacción externa, no está condicionada desde fuera, sino que representa, por parte del hombre, una entrega gratuita de sí nacida de sí mismo. La gratuidad tiene aquí el doble sentido de lo no condicionado por una necesidad externa y de la expresión de gracias; en efecto, sobre la base del espíritu, ya que no de la letra, de estos capítulos podríamos talvez reconstruir la imagen que Dante presumiblemente se formaba de las primeras palabras del primer hombre, que deben haber sido más o menos las siguientes: "Oh, Dios, heme aquí, aquí estoy yo, gozando de la existencia, de la vida y del don del habla para exteriorizar cuanto hay en lo profundo de mi ser. Tú me has concedido estos dones, por lo que te doy las gracias". De aquí que el uso del habla produce una alegría de origen divino: "Por eso hay que creer que es de origen divino en nosotros el que nos alegremos en la ordenada realización de nuestros efectos [i.e., de los efectos de nuestra naturaleza humana]" (I, v, 2).96

95 Cien años después de Burckhardt, en 1972, pudo aparecer ya un libro de un erudito anglosajón cuyo título habla por sí solo: C. Morris, The Discovery of the Individual, 1050-1200, (Toronto, 1987), que hace retroceder el fenómeno al siglo XII. Pero ¿no sería posible considerar también que hay un auténtico descubrimiento del individuo, por ejemplo, en las Confesiones de San Agustín o, mucho antes aún, en las tragedias de Eurípides? 96Cfr. Novalis, Monolog, 1798: "En torno al hablar y al escribir ocurre algo extrañísimo: el discurso correcto es un mero juego de palabras. El error risible, del que habría que maravillarse, es que la gente crea hablar en función de las cosas. El carácter más propio del lenguaje, que es ocuparse sólo de sí mismo, nadie lo conoce.

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Una definición preliminar de poesía.

En De vulgari eloquentia (II, iv, 2) nos entrega Dante una definición de la poesía; ella, nos dice, "no es otra cosa que una ficción expresada con retórica y con música" (nichil aliud est quam fictio rhetorica musicaque poita). El autor parece querer hacernos recordar la originaria vinculación del término latino poesis con el verbo griego poieo al designar aquí al poder expresivo de la poesía mediante un preciosismo, el verbo latino poire, también derivado de poieo.97 ¿Qué significan, sin embargo, en este contexto los términos "retórica" y "música"? La noción de música es amplia y dice relación principalmente con la estructura del discurso y la armonía del sonido verbal. No excluye, por cierto, la asociación del texto literario con el canto o con un posible acompañamiento instrumental, la que está supuesta a lo largo de todo el desarrollo del tema.98 Parece claro que Dante pensaba primariamente al poema como canto o recitación, no como expresión escrita. La musicalidad del poema reside en la ligazón interna que le confiere estructura y unidad. En el Convivio, IV, vi, 3-4, Dante declara (erróneamente) que el origen etimológico de los términos "autor" y "autoridad" es el verbo -ya obsoleto en su tiempo- avieo (infinit. aviere o viere), que significa "ligar palabras", y ve en la estructura de la palabra avieo, formada por las cinco vocales (a, u, i, e, o, según la ortografía latina originaria), el símbolo de la ligazón de toda palabra; de donde concluye que "autores", esto es, dotados de autoridad, son los poetas, "que con el arte musaica han ligado sus palabras". En el De vulgari eloquentia, II, i, 1, llama a los poetas avientes (los que ligan palabras) y proclama su preeminencia sobre los prosistas (prosaycantes), que los imitan. También en el Convivio, I, vii, 14, habla del poema como "cosa armonizada por ligazón musaica (per legame musaico)". El adjetivo "musaico" apunta aquí ciertamente más hacia aquello vinculado con las musas que hacia la música en el sentido estrecho que atribuimos hoy a este concepto. Pero ambas connotaciones del término resultan ser inseparables. Al ámbito de la música pertenece la morfología de la estrofa y su armonía verbal. La estructura de la estrofa tiene que hacer posible su adaptación a un acompañamiento musical melódico con todas las rígidas normas que este último debía satisfacer en el siglo XIV, de manera que ha de comprender lo relativo a los pies métricos, al número de versos de la estrofa y al número de sílabas del verso, así como también a su ritmo, no menos que a las principales divisiones de la estrofa y a la relación de sus partes entre sí. En cuanto a la retórica, ella no consiste para Dante, por cierto, en el antiguo arte de la persuasión mediante la palabra que concibieron en general los antiguos, sino más bien en lo que hoy llamaríamos estilística. Los aspectos retóricos son, según el poeta, los más importantes, porque ellos confieren al poema su dulzura. La retórica es, en efecto, en cuanto facultas dicendi la más dulce (soavissima) de todas las ciencias.99 Fundamental es

Por eso es un misterio tan maravilloso y fecundo que quien habla sólo por hablar enuncia las verdades más bellas y originales". (Cit. por E. Grassi, Die unerhörte Metapher, Frankfurt a. M., l992, p. 165). 97 El verbo poire, usado sólo dos veces en toda la obra de Dante, se vinculaba habitualmente con el "proferir palabras elevadas". Cfr. De vulgari eloquentia, ed. A. Marigo, Firenze 1957, comentario ad loc. 98 Cfr. al respecto J. F. Took, op. cit., pp. 61 ss., que nos ha servido de orientación a través de los tecnicismos del tratamiento del problema de la poesía en Dante. 99 Convivio, II, xiii, 13-14. La idea viene de Cicerón, para quien la elocuencia, asunto de la retórica, era más dulce que el canto, lo más placentero, sutil, admirable y pleno que puede hallarse (De orat., II, viii).

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aquí el tema de los tres estilos, el trágico, el cómico y el elegíaco.100 El problema de los estilos trae consigo el del léxico, la elegancia y "excelencia de los vocablos", porque cada estilo requiere de un vocabulario que le sea adecuado, no menos que de una sintaxis propia. La cuestión del léxico envuelve también al problema de la metáfora y, en general, a todo lo concerniente a la elevación estilística (constructionis elatio). Está bien. Todo lo dicho, sin embargo, se refiere al aspecto más exterior y superficial de la poesía, aspecto importante, sin duda, porque dice relación con la forma mediante la cual la creación poética se presenta ante su público. Pero nada se ha establecido hasta ahora en torno a los contenidos temáticos de la obra poética. Es verdad que en el De vulgari eloquentia no faltan los pasajes normativos en que se prescribe, por ejemplo, qué clase de temas pueden ser tratados por la poesía en lengua vulgar; pero no hay en dicha obra un criterio no exterior que permita establecer cuándo nos encontramos frente a una auténtica creación poética y cuándo frente a una mera versificación, por cuidada y fluida que ella pueda ser. Acaso por ello mismo Dante abandonó prematuramente su redacción. Habiendo pensado la obra distribuida en cuatro libros, ni siquiera terminó de redactar el libro segundo, dejándolo interrumpido en la mitad de un capítulo. Posiblemente germinaba ya en su espíritu la comprensión de que el De vulgari eloquentia, con toda su erudición y novedad teórica, no lograba dar razón de las canciones que él mismo estaba componiendo en ese momento para comentarlas en el Convivio.

Amor mi spira.

Amor mi spira, "el amor me inspira" son las palabras con que Dante procura definir la esencia de su poesía en la Commedia (Purg., XXIV, 53). Confío en que la lectura del capítulo anterior, donde se examina el amplio significado que adquiere el amor en el pensamiento de Dante, haya permitido a los lectores de este ensayo comprender que esas palabras, escritas por él en la última y más grande de sus obras, no significan única o primariamente que el poeta se deja llevar por los dictados de su corazón y por los arrobamientos de la efervescencia erótica para escribir, sino que poseen un sentido mucho más complejo, en que los impulsos de la voluntad y de la afectividad actúan sometidos al estricto control de una visión impregnada de intelectualidad filosófico-religiosa. Ya desde el comienzo de su actividad creadora tuvo Dante conciencia de la dimensión trascendente de la poesía. En el capítulo XXV de la Vita nuova encontramos un intento incipiente de reflexión teórica acerca de la creación poética. Allí sostiene que las composiciones en lengua vulgar sólo son aptas para la poesía de amor, una opinión que más

100 De vulg. eloq., II, iv, 5: "[...] en lo que se ha de decir debemos escoger acertadamente si se cantará [en estilo] trágico o cómico o elegíaco. Por tragedia entendemos el estilo más alto, por comedia el más bajo, por elegía el de los infelices". Si bien la teoría de los tres estilos puede rastrearse ya en Cicerón, su definición más escolar se encuentra en una obra anónima, atribuida durante mucho tiempo al orador romano, la Rhetorica ad Herennium, IV, viii, 11: "Hay tres géneros, a los que llamamos estilos (figurae), que comprenden a todo discurso no vicioso: uno grave, otro mediano y un tercero humilde (extenuatus, attenuatus). Es grave el que consiste en una construcción pulida y ornamentada con palabras graves. Es mediano el que comporta una dignidad más modesta de las palabras, pero no términos vulgares y corrientes. Humilde es el que está rebajado al lenguaje habitual y más común". Estas definiciones permiten aquilatar el gesto revolucionario con que Dante tituló su gran poema, rompiendo las reglas de la retórica tradicional. La Commedia, en efecto, pertenece al estilo humilde o cómico (de aquí su nombre) por estar escrita en dialecto toscano y no en latín, pero pertenece a la vez al estilo trágico por la riqueza y elevación de su lenguaje y de sus conceptos, de modo que Dante pudo referirse a ella legítimamente como l'alta mia tragedìa (Inf., XX, 113).

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tarde corregiría en De vulgari eloquentia, donde admite para la poesía no latina, además del tema erótico, los asuntos políticos y morales.101 Luego, y a propósito de la personificación del amor que tiene lugar al comienzo de la novela, pasa Dante a hablar en general de las personificaciones en poesía, advirtiendo, sin embargo, que cuando un poeta decide usar este artificio retórico, ha de hacerlo únicamente si posee para ello una justificación susceptible de ser expresada en prosa, porque "sería una gran vergüenza para quien compusiera poemas con cosas revestidas de figura o de color retóricos que luego, al ser interrogado, no supiese desnudar sus palabras de semejante revestimiento de manera tal que adquiriesen verdadera inteligibilidad". La Vita nuova, como ya lo hemos mencionado, fue escrita bajo la influencia de la escuela guinizelliana. Dante tuvo en grande aprecio la poesía de Guinizelli. En un soneto de la Vita nuova (cap. XX: Amore e 'l cor gentil sono una cosa) lo cita sin nombrarlo, llamándolo "el sabio" y apoyándose en su autoridad para una reflexión teórica sobre el amor; en la Commedia, finge un encuentro con él en el purgatorio y lo llama "el padre mío y el mejor de los nuestros que hayan compuesto dulces y agraciados versos de amor" (Purg., XXVI, 97-99). Además, Dante contribuyó decisivamente a completar y perfeccionar la teoría poética y la doctrina del amor propias de la escuela. Por lo pronto, él inventó la expresión dolce stil novo con que hasta hoy se la denomina (Purg., XXIV, 57), si bien lo hizo para designar al movimiento cuando, ya en manos suyas, había alcanzado plena madurez. En efecto, en el Purgatorio introduce Dante un encuentro con un poeta de la antigua escuela provenzalizante, Bonagiunta Orbicciani da Lucca. Este Bonagiunta había tenido en vida una discrepancia estética y una suerte de polémica literaria con Guinizelli, a quien acusó de "elaborar canciones forzando la escritura"; el boloñés había respondido con un terrible soneto en que trató a Bonagiunta de atolondrado e imprudente en sus juicios, recordándole que, siendo diversos los entendimientos humanos, es locura creer que se está siempre en lo cierto y, por tanto, no hay que decir todo lo que se piensa. Dante, empero, fue con Bonagiunta más generoso que su maestro, y en el pasaje mencionado del Purgatorio (XXIV, 49-62) lo hace aparecer como un certero crítico literario. En la escena a que nos referimos, Bonagiunta, deseoso de confirmar su sospecha acerca de la identidad del peregrino, que aún no se había dado a conocer, pregunta a Dante: "Dime si veo aquí a quien sacó a luz las nuevas rimas al comenzar diciendo Donne ch' avete intelletto d' amore", (así comienza, en efecto, una de las canciones de la Vita nuova). La respuesta del protagonista Dante fueron los conocidísimos versos: I' mi son un che, quando Amor mi spira, noto, e a quel modo ch'e' ditta dentro vo significando. (vv. 52-54) ("Yo soy uno que, cuando Amor me inspira, escribo, y de este modo voy expresando lo que él dicta dentro de mí"). Se comprenderá fácilmente que estos tres versos han sido ocasión de acuciosos estudios eruditos y de interminables discusiones entre los dantistas. En ellos hay, de hecho, una autodefinición de Dante como poeta y una ars poetica en germen. Existe aquí, por 101 De vulg. eloq., II, ii, 8: En lengua vulgar ilustre se ha de cantar lo más útil, esto es, la salus, lo más deleitoso, es decir, el amor, y lo más honesto, a saber, la virtud. Por salus no ha de entenderse aquí la salud corporal (como podría sugerirlo la traducción castellana de N. González Ruiz) sino el bien común o la salvación de la sociedad, como lo prueba el hecho de que Dante menciona como ejemplo de esta clase de poesía a la epopeya, que exalta la destreza en las armas (si no acaso también la salvación del alma, que sería el caso de la Commedia entendida como epopeya soteriológica).

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supuesto, el peligro de una falsa interpretación del pasaje que podría surgir espontáneamente en nuestras mentes modernas, tan distantes de la sensibilidad medieval. En efecto, aquí no se trata del "dictado del corazón", ni de describir sentimientos subjetivos, estados del alma, alegrías y dolores concomitantes a la pasión amorosa. Hay que advertir que Bonagiunta, a cuyo espíritu penitente atribuye Dante la designación como dolce stil novo de las "nuevas rimas", no se ha referido a la canción Al cor gentil ni a otros poemas de Guinizelli ni de los restantes stilnovistas, sino a la nueva poesía inaugurada por la canción Donne ch' avete intelletto d' amore de Dante. Ésta es la canción con que se inicia aquella etapa de la historia relatada en la Vita nuova en la cual el poeta decide no continuar describiendo su pasión (un estado subjetivo), sino dedicarse exclusivamente a alabar (objetivamente) a su dama. En el relato, Dante señala expresamente que tal cambio de materia y de estilo le fue ordenado por su señor, Amor; así, pues, lo que Amor dictaba dentro de él no era la descripción introspectiva de su condición de amante sino la exaltación objetiva de su dama. ¿Por qué, empero, había de ser alabada la dama? Porque ella era un ángel enviado por Dios, un instrumento de la gracia divina para operar la salvación del amante. Dentro de esta misma línea de búsqueda de la objetividad en la expresión poética, es muy probable que la imagen del Amor que inspira y dicta en Purgatorio XXIV se corresponda estrechamente con la imagen del Amor que lee y explica un texto en Paradiso XXVI, donde el tema no es la poesía lírica sino la caridad como fundamento de todas las formas del amor, aun de las más metafísicas y abstractas. Si esta probabilidad tiene algún asidero, Amor podría designar aquí a esa fuerza originaria universal que mantiene cohesionado al mundo entero; y aun si así no fuere, es claro que Dante se ha distanciado ya considerablemente de la concepción escolástica de la poesía como infima doctrina, planteando una teoría nueva en que la poesía y el pensamiento filosófico abstracto se tocan y tienden a confundirse en gran medida. No hay, pues, nada subjetivo, nada emocional ni romántico en aquéllo de que el poeta creador escribe inspirado por el Amor. No debe sorprendernos, por otra parte, que Dante posea tan clara conciencia de su originalidad como poeta y de la novedad de su concepción de la poesía como la que expresó en el ficticio diálogo con el espíritu de Bonagiunta. Si hay un defecto de que él carecía en absoluto, éste era la incapacidad de reconocer sus propios talentos; no poseía, pues, falsa modestia. Sabía que el nombre de "poeta" es el que más perdura y el que confiere mayor honor (Purg., XXI, 85); pero sabía también que la fama literaria -así como también la fama artística en general- es subjetiva y arbitraria, y por consiguiente transitoria y veleidosa, que viene y se va como la hierba, de tal modo que credette Cimabue ne la pittura tener lo campo, e ora ha Giotto il grido, sì che la fama di colui è scura. Così ha tolto l'uno a l'altro Guido la gloria de la lingua; e forse è nato chi l'uno e l'altro caccerà del nido. (Purg., XI, 94-99) ("Cimabue creía dominar en el campo de la pintura, pero hoy es Giotto quien es aclamado, de modo que la fama de aquél se ha oscurecido. Así, también, un Guido [Guido Cavalcanti] ha arrebatado al otro [a Guido Guinizelli] la gloria de la lengua, y acaso ya nació quien expulsará a ambos de su sitio"). El "acaso" (forse) de estos versos es presumiblemente un paliativo retórico, porque ¿quién podría, a juicio de Dante, superar a Guinizelli y a

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Cavalcanti en la creación poética si no él mismo? No olvidemos que, en el limbo de los paganos justos, él se colocó a sí mismo entre los poetas más grandes de la humanidad, junto con Homero, Virgilio, Horacio, Ovidio y Lucano, "de manera que fui el sexto entre tan grandes sabios" (Inf., IV, 102). Lo dicho hasta aquí sugiere, en definitiva, que desde su más temprana producción poética tuvo Dante la noción clara de que la poesía no tiene sentido alguno si no se apoya en un saber profundo que la sostenga. En De vulgari eloquentia, después de haber recordado los tres temas dignos de la poesía, salvación, amor y virtud, advierte: "Quienquiera intente cantar en su pureza estas tres materias o las cosas que de ellas directamente se siguen o nítidamente derivan, beba primero en las fuentes del Helicón [el monte de Grecia consagrado a Apolo y las musas] y, habiendo tendido al máximo las cuerdas, comience a mover con seguridad el plectro. Tener el cuidado y la discreción convenientes, ésa es la tarea, ésa la dificultad, porque nunca podrán alcanzarse sin esfuerzo de ingenio, asiduidad en el arte y conocimientos científicos [....] Repruébese, por tanto, la insensatez de aquéllos que, carentes de arte y de ciencia, confiados únicamente en su ingenio, acometen asuntos altísimos que deben ser cantados de manera excelsa; desistan de tan grande presunción, y si por naturaleza o por desidia son patos, no pretendan imitar al águila que aspira a volar hacia los astros" (II, iv, 9-11). No fue, entonces, por ningún motivo trivial que Dante agregó comentarios en prosa (si bien demasiado escolásticos para nuestro gusto) a sus poemas reunidos en la Vita nuova, llegando a conformar con ellos una novela, ni que reiterara dicho procedimiento, esta vez con mayor profundidad, para sus canciones reunidas en el Convivio, ni que la práctica de comentar las propias composiciones poéticas vuelva a hallarse en pleno Renacimiento, en un Lorenzo de' Medici o un Giordano Bruno, para no mencionar, aún más tarde, a un San Juan de la Cruz y a quién sabe cuántos otros que puedan haber continuado haciéndolo.

La belleza como símbolo y la poesía. Hemos visto ya que la poesía fue subvalorada por la escolástica medieval. En general, la Edad Media careció de un concepto de las "bellas artes" como el que surgiría a partir del Renacimiento de los siglos XV y XVI. Su concepto de arte se confundía con el de una capacidad productiva racional, es decir, técnicamente orientada, en consciente posesión de los medios para obtener el fin deseado. Si se admitió una distinción entre las diferentes artes, ésta fue entre las llamadas liberales, fundadas en un saber de carácter más científico, y las artes mecánicas o serviles, de índole utilitaria. No es fácil hoy adquirir claridad en torno a los criterios que presidían sobre esta clasificación; la escultura y la pintura, por ejemplo, eran consideradas dependientes del arte mecánica de la arquitectura, pero la música y la retórica contaban entre las artes liberales. (Por música, en cuanto arte liberal, no hay que entender por cierto la disciplina de los ejecutantes, cantantes e instrumentistas, sino la teoría musical basada en estrictas relaciones matemáticas, de acuerdo con la tradición que reconocía su origen en Pitágoras y que fue trasmitida a la Edad Media por Boecio). En cuanto a la poesía, su status público y social debe de haber sido entonces tan indeterminado y poco preciso como lo es todavía en nuestro tiempo; cuando Dante, ya reconocido como poeta, debió inscribirse en una de las Artes o asociaciones gremiales florentinas para poder acceder a cargos públicos de responsabilidad, lo hizo en el Arte de los médicos y farmacéuticos, probablemente en razón de sus estudios filosóficos (ya que medicina y

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filosofía natural eran entonces prácticamenteácticamente la misma cosa), pero ciertamente porque no existía un Arte que acogiera a los poetas y escritores. Pero si la Edad Media trató a las bellas artes con cierta indiferencia, no hizo lo mismo con el concepto mismo de belleza, que ocupó un lugar en las reflexiones de diversos pensadores. Por lo pronto, se aceptó sin vacilaciones el hecho de que la belleza no es una cualidad subjetiva, sujeta de algún modo a las variaciones e indeterminaciones del gusto individual, sino que posee un sólido fundamento objetivo, de modo que lo bello se impone por sí mismo ante quien haya cultivado la capacidad de reconocerlo. Además, muchos filósofos, entre otros probablemente también Santo Tomás de Aquino, consideraron que el concepto de "lo bello" es lo que la escolástica llamó un trascendental, es decir, una propiedad general inherente a la totalidad y perfección del ser, y por tanto carente de los límites de las propiedades predicamentales o categorías.102 De este modo, "lo bello" adquiría un nivel ontológico análogo al de lo bueno y lo verdadero. Todo ente, por el hecho de ser, es verdadero, bueno y bello; si existen cosas feas, ello ocurre tan sólo en la medida en que su ser es defectuoso, imperfecto, de modo tal que su fealdad es sólo relativa; el ser es bello, y la fealdad es únicamente carencia de alguna perfección del ser. Es presumible que la importancia concedida a la belleza por el pensamiento medieval forme parte de la herencia que la Edad Media recibió del neoplatonismo y, a través de éste, del platonismo antiguo. Ya en los diálogos de Platón se había planteado el parecer de que, entre todas las ideas eternas, inmateriales e inmutables, la belleza es la única que halla expresión en el mundo empírico, ofreciéndose directamente a nuestra sensibilidad (Phaidr., 250 d). El pensamiento neoplatónico puso la belleza ejemplar en Dios mismo y entendió que toda belleza sensible no es sino un trasunto o reflejo de la belleza divina. En la Consolación de la filosofía de Boecio, desde luego, era posible leer, después de la invocación a Dios que gobierna al mundo con leyes eternas, tu cuncta superno ducis ab exemplo, pulchrum pulcherrimus ipse mundum mente gerens similique in imagine formans perfectasque iubens perfectum absolvere partes. (III, metr. ix, 6-9) ("tú, que todo lo ordenas según el arquetipo celestial, siendo tú mismo lo bellísimo, riges con tu espíritu un mundo bello al que formas semejante en imagen, ordenándole que su perfección haga perfectas a todas sus partes"). También el Pseudo-Dionisio afirma que Dios es "lo bello suprasubstancial" (tò hyperoúsion kalón) por cuanto toda belleza es transferida desde él a las cosas existentes en conformidad con la índole de éstas.103

102 Las propiedades del ser llamadas categorías (substancia, cualidad, cantidad, relación, acción, pasión, etc.) se caracterizan por no tener elementos comunes; si el número, por ejemplo, es un objeto perteneciente a la categoría de la cantidad, nada tiene que ver con la cualidad, y si el color es una cualidad, no establece relación alguna entre términos, y así sucesivamente. Los trascendentales, en cambio, son "generales" en el sentido de que se aplican por igual al ser y a sus categorías; por eso se dijo que los trascendentales son "convertibles" con el ser. Como propiedades trascendentales del ser fueron consideradas al menos la unidad (unum), el bien (bonum) y la verdad ontológica (verum); así, si algo existe, es por ello mismo uno, bueno y verdadero, y también lo son todas sus propiedades categoriales; y si algo es uno o bueno o verdadero, por ello mismo es ente. La tradición fue añadiendo paulatinamente más trascendentales: belleza (pulchrum), ser cosa (res), ser algo (aliquid). En el siglo XV, Lorenzo Valla, furioso antiescolástico, redujo todos los trascendentales a uno solo, la cosa (res). 103 De divinis nominibus, 135. Cfr. de Santo Tomás de Aquino, In libr. B. Dionysii de Div. Nomin. Expositio, cap. IV, lect. v, 339.

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Pero si la belleza viene de Dios, el bellísimo, que es a la vez el autor de toda existencia y la fuente de todo bien y de toda verdad, ella no es en último término sino el revestimiento sensible de una perfección o plenitud de índole ontológica, moral y gnoseológica. La belleza tiene carácter simbólico; ella es símbolo de una realidad trascendente que se sirve de la atracción ejercida por lo bello sobre la sensibilidad humana para salir al encuentro del hombre y capturarlo en sus redes. Usamos aquí la noción de símbolo en un sentido deliberadamente amplio, pero fundamental para poder entender cualquier manifestación del espíritu medieval. Para la Edad Media, ninguna realidad sensible se agota en sí misma, sino que todas ellas apuntan hacia una dimensión suprasensorial que es necesario saber reconocer. La realidad empírica, cambiante y perecedera, no es para el hombre medieval otra cosa que un trasunto de aquella otra realidad inmutable y eterna de la que el hombre, durante su vida sobre la Tierra, se halla provisoriamente desposeído, pero que ha sido revelada en las Escrituras sagradas y custodiada y trasmitida por la tradición. El mundo de lo corpóreo, inmerso en el espacio y en el tiempo, sujeto a la generación y a la corrupción y a la mutación permanente, no es más que signo o símbolo del mundo inmaterial, inespacial y eterno, de la realidad inmutable y auténtica en que la divinidad establece su morada. Dice un destacado medievalista: "Símbolo es una imagen intuible de una realidad no intuible. En el simbolismo cristiano medieval, esta realidad es el mundo de lo eterno, revelado por Dios e incorporado en la fe de la Iglesia. A la visión simbólica del mundo se le aparecen, pues, todas las cosas en un campo de profundidad; todo lo temporal es para ella señal de lo eterno, de la realidad auténtica, por encima y más allá de la realidad intuitivamente aprehendida. Todas las cosas están vinculadas con lo eterno en la profundidad de su propio ser. De este modo, ellas pueden constituirse en signos de lo eterno, porque son su representación como imágenes temporales. Lo temporal es, pues, transparencia de lo eterno; lo perecedero, imagen de lo imperecedero; lo natural, de lo sobrenatural; el mundo entero es similitudo Dei y está en relación de semejanza con el mundo divino".104 Pero leamos ahora este mismo pensamiento tal como lo formula un autor medieval, en los versos atribuidos al teólogo y erudito del siglo XII apodado doctor universalis, Alanus ab Insulis (Alain de Lille): Omnis mundi creatura quasi liber et pictura nobis est in speculum; nostrae vitae, nostrae mortis, nostri status, nostrae sortis fidele signaculum. Nostrum statum pingit rosa, nostri status decens glosa. nostrae vitae lectio; quae dum primo mane floret, defloratus flos effloret vespertino senio. ("Toda creatura de este mundo, a la manera de un libro o de una pintura, nos sirve de espejo, fiel testimonio de nuestra vida, de nuestra muerte, de nuestro estado o de nuestra fortuna. Una rosa es el mejor exponente para describir nuestro estado; es la lectura de

104 Th. Steinbüchel, Vom Menschenbild des christlichen Mittelalters, Darmstadt 1959, p. 11.

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nuestra vida: florece al rayar el alba, apenas florecida se pone mustia y por la tarde ya está marchita"). Toda creatura, obra de Dios, es de suyo bella; su belleza es el señuelo que nos induce a penetrar en el secreto de su ser; el ser de la creatura es, por su parte, la cifra que revela otra dimensión, originaria y trascendente, de la realidad. El esquema puede parecer complejo, pero corresponde al modo en que la Edad Media enfrentó la tarea de acceder cognoscitivamente a lo real. Si la belleza es el acceso que nos invita a penetrar en la intimidad del ser de las cosas, es preciso tener en consideración que dicho ser, en cuanto obra de Dios, posee dimensiones no del todo transparentes para nuestro pensamiento racional. Los símbolos se caracterizan por su capacidad para expresar realidades que pueden ser en sí mismas absurdas o contradictorias, pero que en el lenguaje simbólico no despiertan rechazo alguno; piénsese, por ejemplo, en la facilidad con que se acepta el hecho de que el símbolo de la cruz representa en el mundo occidental la noción, racionalmente absurda, de que la humanidad quedó redimida cuando Dios fue mandado crucificar por un funcionario romano. Desde este punto de vista, su carácter simbólico confiere a la belleza el privilegio de constituir una vía idónea de acceso a las realidades trascendentes que verdaderamente le importaban al hombre medieval, las que delatan, por su parte, una lógica divina que difiere mucho de la lógica humana. Pero de estas mismas consideraciones resulta que para el hombre medieval no es en última instancia la belleza misma lo que importa, sino aquello que a través de ella se manifiesta pero que ella a la vez cubre y oculta como un velo. Esta dialéctica del manifestar ocultando es la que en definitiva explica la poética madura de Dante. Existe en ella la tensión entre verdad y belleza, donde la belleza será el velo (integumentum) que cubre a la verdad pero que a la vez delata dónde ésta se oculta. Hay para la Edad Media, en consecuencia, dos maneras de leer la poesía: o limitándose a gozar de su belleza, o penetrando a través de dicho goce hasta el encuentro con la verdad que enriquece al intelecto. En el Convivio, obra en que Dante se propuso publicar y comentar catorce canciones suyas cargadas de significados alegóricos (de las que sólo reunió y comentó tres), encontramos la siguiente tornata de la primera de ellas: Canzone, io credo che saranno radi color che tua ragione intendan bene, tanto la parli faticosa e forte. Onde, se per ventura elli addivene che tu dinanzi da persone vadi che non ti paian d' essa bene accorte, allor ti priego che ti riconforte, dicendo lor, diletta mia novella: "Ponete mente almen com' io son bella!" (II, canz. 53-61) ("Canción, yo creo que serán pocos los que comprendan bien tu sentido, hasta tal punto lo expresas con esfuerzo y dureza, Por lo cual, si por ventura ocurriera que llegues ante personas que no te parezcan haberlo entendido bien, te ruego que te consueles, querida hijita mía, diciéndoles: 'Considerad al menos cuán bella soy'"). La belleza es el premio de consolación otorgado a quienes son incapaces de obtener el goce supremo penetrando en el significado profundo de un poema. Pero ocurre entonces que la belleza, si bien atrae al lector de poesía y lo incita a gozar del poema, puede también ejercer un efecto negativo al ocultar la verdad de su significado y permitir que se la pase inadvertidamente por alto. Por ello, Dante no desestimó incluir en la

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Commedia algunos llamados al lector para que no olvide el doble esfuerzo de comprensión que exige la poesía. Una de estas advertencias tiene lugar cuando, en el infierno, el protagonista y su guía enfrentan la resistencia a su ingreso a la ciudad de Dite, esto es, al ámbito donde se castigan los pecados más graves que los de mera incontinencia: O voi ch'avete li 'ntelletti sani, mirate la dottrina che s'asconde sotto 'l velame de li versi strani. (Inf., IX, 61-63) ("Vosotros, que tenéis intelecto sano, atended a la doctrina que se esconde bajo el velo de estos extraños versos"). La otra se produce en el purgatorio, cuando la belleza del atardecer preludia a la aparición de la serpiente tentadora oculta en el paisaje seductor: Aguzza qui, lettor, ben li occhi al vero, ché ´l velo è ora ben tanto sottile, certo che 'l trapassar dentro è leggero. (Purg., VIII, 19-21) ("Aguza aquí, lector, la vista para la verdad, porque el velo es ahora tan sutil que, ciertamente, es fácil traspasarlo").

La exégesis alegórica: antecedentes históricos.

La atribución a la poesía de profundos significados ocultos posee orígenes muy antiguos y parece haber estado siempre vinculada a alguna crisis religiosa o cultural. La encontramos ya en el período de los inicios de la "ilustración" de la antigua Grecia, en el siglo V a.C., cuando Jenófanes de Colofón dirigía sus demoledoras críticas contra Homero y la ingenua fe naturalista en las divinidades homéricas.105 Paralelamente, su contemporáneo Theágenes de Rhegium procuraba defender a Homero, esforzándose por "justificarlo" ante la acusación de haberle atribuido indecencias e inmoralidades a los dioses; en verdad no son dioses, afirmaba Theágenes, quienes se muestran luchando entre sí y defraudándose mutuamente, sino personificaciones de los elementos de la naturaleza o de las cualidades propias del alma humana: "El poeta hace que haya combates porque al fuego lo llamó Apolo y Helios y Hefestos, y al agua Poseidón y Escamandro, a la luna Artemisa, al aire Hera, y así sucesivamente. De manera semejante, dio también a veces nombres de dioses a cualidades humanas; así, dice Atenea por la sabiduría, Ares por la imprudencia, Afrodita por el apetito y Hermes por la razón" (frg. 2, Diels). Nació así el método alegórico, primero

105 Jenófanes se propuso demoler de raíz la fe en los dioses homéricos, y es de presumir que no debe haber carecido de compañeros y secuaces en este cometido. Su principio metodológico fue que "ciertamente ningún hombre vio y ninguno habrá que vea con certeza algo acerca de los dioses" (frg. B 34, Diels); ello le permitió atacar la concepción que tuvieron de los dioses Homero y Hesíodo, los grandes poetas de los mitos griegos, quienes atribuyeron a las divinidades robos, engaños y adulterios, en el supuesto de que los dioses son semejantes a los hombres y, al igual que éstos, han nacido y tienen vestidos, voz y figura (frgs. B 11 y B 14, Diels). Contra semejante antropomorfismo declara Jenófanes: "Los etíopes afirman que los dioses son negros y de nariz chata; los tracios, que tienen ojos azules y pelo rojo. Pero si los bueyes y los caballos y los leones tuviesen manos y pudiesen pintar con ellas y hacer obras como los hombres, los caballos pintarían imágenes equinas de los dioses y los bueyes, imágenes bovinas, y les harían cuerpos tales como es la figura de cada uno de ellos" (frgs. B 16 y B 15, Diels). Jenófanes no era ateo, sin embargo, y a los antropomórficos dioses homéricos opuso una concepción racionalista y abstracta de lo divino que anuncia ya a la futura teología aristotélica; en lugar de los dioses innumerables del politeísmo, postuló un dios único no semejante a los mortales, inmóvil y capaz de gobernar el mundo con la fuerza del puro pensamiento (frgs. B 23 y B 26, Diels).. Parece claro que Jenófanes representa una crisis profunda en el pensamiento religioso griego de su tiempo.

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para leer la poesía, mucho más tarde también para escribirla. El método consiste esencialmente en suponer que una cosa es lo que el poema dice y otra lo que quiere decir, y que esta divergencia de los significados es completamente deliberada y consciente por parte del poeta. Siglos después, el neoplatonismo usó y abusó de dicho método para hallar profundos significados sapienciales en Homero. La tradición judeo-cristiana no pudo substraerse a la influencia de este procedimiento, destinado a desarrollarse con mayor fuerza en la Europa oriental que en la occidental. El Antiguo Testamento ofrecía, en efecto, muchos relatos que, especialmente en una época de auténtica preocupación moral como fue la Antigüedad tardía, clamaban por una interpretación alegórica: el antropomorfismo de la figura de Dios en los primeros capítulos del libro del Génesis, los frustrados intentos de Abraham de prostituir a su mujer para salvar su vida, el incesto de las hijas de Lot, el engaño de Jacob para obtener la primogenitura, el modo como se defraudaban mutuamente Jacob y su suegro Labán, las despiadadas matanzas y saqueos en el nombre de Dios durante la invasión de la tierra prometida, el matonismo de Sansón, la sensualidad de los cantos nupciales del Cantar de los Cantares, etc. La interpretación alegórica de estos y otros pasajes permitía entenderlos desde alguna perspectiva que no fuera la de considerarlos en sí mismos ejemplos que prescriben una conducta moral; y es preciso aclarar que no fueron únicamente motivaciones morales ni intentos de defender las buenas costumbres los que dieron impulso a la exégesis alegórica de la Escritura. El espíritu de la época la hacía necesaria para satisfacer la sed de saber y el temeroso respeto hacia el misterio que caracterizaba al alma helenística. En el primer siglo de nuestra era, el judío Filón de Alejandría utilizó la alegoría para explicar los libros del Antiguo Testamento; entre los cristianos; Orígenes y, en general, la patrística griega, llevaron hasta el extremo la exégesis alegórica de la Biblia, en tanto que la patrística latina la usó igualmente, pero en forma más moderada. Son, pues, dos hasta aquí los momentos históricos en que la exégesis alegórica se hace presente y cobra fuerza, y ambos son épocas de crisis religiosa. La primera, cuando empieza a minarse la base mitológica del antiguo politeísmo griego; la segunda, cuando entre las religiones orientales que irrumpen en Occidente comienza a perfilarse claramente el triunfo del cristianismo y su diferenciación respecto del judaísmo, del que procedía, a través de su concepción radicalmente nueva de las relaciones entre el hombre y Dios. Desde dicho momento en adelante, la exégesis alegórica adoptará dos caminos radicalmente diversos. Por una parte, continuará la interpretación de la poesía profana como el descubrimiento de verdades sapienciales ocultas bajo un bello revestimiento literario, y por la otra establecerá relaciones sorprendentes entre los Testamentos Antiguo y Nuevo; se divorcian así la "alegoría de los poetas" y la "alegoría de los teólogos". Consideraremos en primer lugar la de los poetas, que es la más antigua y continúa el trabajo realizado por los intérpretes griegos en la Antigüedad. "Alegoría" es una palabra griega derivada de la expresión álla agoreúo, "declarar públicamente otra cosa". La Edad Media la entendió como un tropo consistente en decir una cosa que, sin embargo, significa otra; algo es lo que se dice, y algo diferente lo que lo dicho significa y da a entender. Durante el siglo IX, a partir del llamado Renacimiento carolingio, en las escuelas monásticas y catedralicias de la Europa continental se hizo sentir renovadamente,106 o más bien se agudizó, la necesidad del estudio de la literatura latina

106 Renovadamente, porque el interés por los clásicos de la Antigüedad nunca desapareció del todo durante la Edad Media. El emperador Constantino ya había interpretado en un concilio la cuarta Égloga de Virgilio

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antigua, impulsado inicialmente por maestros procedentes de Irlanda que recibían el apodo común de Scoti, "escoceses". Con ello se generó inevitablemente el problema de conciliar de alguna manera las fábulas licenciosas de un Virgilio o un Ovidio -licenciosas se las consideraba entonces, cuando la fe monoteísta del cristianismo no se había asentado aún del todo entre los pobladores del norte de Europa- con los severos principios teológicos y morales de la tradición cristiana. También en este caso, el método de la exégesis alegórica -una cosa es lo que el texto dice, otra lo que significa- permitió resolver satisfactoriamente la dificultad, y de este modo fue posible que la literatura pagana pasara a formar parte de los programas educacionales cristianos sin daño para las almas de los jóvenes educandos. Importante para este proceso fue en el siglo XII el Comentario a los seis primeros cantos de la Eneida, cuya tradicional atribución a Bernardo Silvestre se encuentra puesta hoy en duda.107 El autor de esta obra, siguiendo la línea interpretativa propuesta seiscientos años antes por Fulgencio, entendió el poema como una caracterización alegórica de las diferentes edades de la vida humana: el nacimiento y la infancia (canto I), la niñez (canto II), la adolescencia (canto III), la juventud (canto IV), la edad viril (canto V) y el "descenso de la virtud" (descensus virtutis) por el cual el sabio advierte la fragilidad de las cosas mundanas, las desprecia y accede así a un mejor conocimiento de su Creador (canto VI). La obra está desgraciadamente inconclusa, pero su intención es clara. Considera a Virgilio a la vez como poeta y como filósofo, pues en la Eneida "enseñó la verdad filosófica sin descuidar la ficción poética". Ambas dimensiones son, a juicio del autor, inseparables. En efecto, Virgilio "muestra en cuanto filósofo la naturaleza de la vida humana. Su modo de proceder consiste en describir bajo un velo (in integumento) lo que hace o lo que padece el espíritu humano temporalmente colocado en un cuerpo de hombre". El "velo", dice, "es un tipo de exposición (genus demostrationis) que implica la intelección de la verdad bajo un relato fabuloso, por lo que también se le llama revestimiento (involucrum)". La dificultad de leer la Eneida teniendo presentes ambas dimensiones se ve generosamente recompensada por el provecho que se obtiene de un mejor conocimiento de sí mismo. De hecho, "si alguien se esfuerza por imitar todas estas cosas, adquirirá un dominio supremo del arte de escribir, así como también obtendrá, a través de lo que se narra, excelentes ejemplos y reflexiones para emprender lo honesto y rehuir lo ilícito. De este modo, el lector obtendrá un doble provecho: por una parte, el dominio del arte de escribir (scribendi peritia) conseguido mediante la imitación, y por la otra, la sabiduría (prudentia) para actuar rectamente que se toma de la incitación de los ejemplos. Así, los trabajos de Eneas nos dan ejemplos de paciencia; su amor por Anquises y Ascanio, de piedad; por la veneración a los dioses que exhibía y los oráculos que solicitaba, por los sacrificios que ofrecía, por los votos que hacía y las súplicas que elevaba, nos vemos invitados de algún modo a las

como una profecía de Cristo (Sibyllinische Weissagungen, ed. J.-D. Gauger, Düsseldorf/Zürich 1998, pp. 230 ss.). Más tarde, durante la primera mitad del siglo VI, un tal Fabio Planciades Fulgencio escribió una "Exposición del contenido moral de Virgilio según la filosofía" (Expositio virgilianae continentiae secundum philosophos moralis, Teubner, Leipzig 1898); allí afirma el autor que, gracias a la ayuda de las musas, se le apareció el fantasma del propio Virgilio para ilustrarlo acerca de las verdades secretas ocultas en su poesía; la idea general que domina en la obra es que los diferentes cantos de la Eneida representan los diferentes períodos de la vida humana y del desarrollo espiritual del hombre, una idea que sería reiterada por los comentaristas de siglos posteriores. 107 The Commentary on the First Six Books of the Aeneid of Vergil commonly attributed to Bernardus Silvestris, ed. de J.W. y E.F. Jones, Lincoln and London, 1977. Este comentario sirvió de fuente a Juan de Salisbury, quien lo sintetiza brevemente en su Policraticus, VIII, 24, 816 d ss.

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prácticas religiosas. Por el amor inmoderado de Dido somos apartados del deseo de lo ilícito". La "verdad filosófica" que nos muestra Virgilio a través de la Eneida es, pues, filosofía moral.

Exégesis alegórica y teología.

A pesar de su aparente complejidad, por no decir arbitrariedad, la exégesis de la poesía profana fue, durante la Edad Media, notoriamente simple si se la compara con la interpretación de la literatura sagrada. Si en la poesía profana se admitía la posibilidad de reconocer dos niveles de significación, el literal y el alegórico, los teólogos desarrollaron sistemas bastante más complejos que percibían en los textos sagrados múltiples sentidos o niveles de significado, en un número que oscilaba entre tres y siete según los autores y las escuelas.108 Aquí nos ocuparemos únicamente de la distinción entre cuatro sentidos diversos, que es la utilizada por Santo Tomás de Aquino y, a su zaga, por Dante. En la Summa theologiae (I, q. 1, a. 9), el aquinate aclara en primer lugar por qué existen diferentes niveles de significación en las Escrituras. La naturaleza humana no es apta para conocer directa e inmediatamente las cosas divinas, porque nuestro conocimiento comienza con la experiencia sensorial que nos proporciona únicamente imágenes sensibles, y es sobre la base de éstas que debemos alcanzar lo inteligible mediante la abstracción y el ejercicio de las facultades superiores del espíritu. Por consiguiente, la Escritura expresa las cosas divinas y espirituales en forma de imágenes de cosas corporales, adaptándose así a nuestras facultades cognoscitivas. Ello, por otra parte, hace posible que también las personas sin educación (los rudes), incapaces de entender lo inteligible en sí, puedan al menos alcanzar un barrunto de la realidad espiritual. Pero si el significado de las Escrituras se agotara en tales imágenes, los textos bíblicos no poseerían mayor valor que las obras poéticas en general, que proceden a través de semejanzas y diversas representaciones, y que constituyen, por eso mismo, las más insignificantes y menesterosas de todas las disciplinas (infima inter omnes doctrinas), ya que les está vedado el acceso a la verdad. Los textos bíblicos no pueden, entonces, poseer únicamente un sentido literal, toda vez que son en sí mismos la palabra de Dios, cuyo estudio constituye la más alta y profunda de las disciplinas intelectuales. Es necesario, pues, distinguir en ellos a lo menos entre dos grandes niveles de significación, uno literal y otro espiritual. (Tal distinción es una consecuencia del carácter inspirado de la sagrada Escritura, de donde resultará también que ella no es transferible a otras expresiones literarias de carácter profano). Éstas son las palabras de la Summa: "El autor de la sagrada Escritura es Dios, en cuyo poder está disponer que no sólo las palabras posean significados (cosa que igualmente puede hacer el hombre) sino también las cosas mismas. Y así, mientras en todas las [restantes] ciencias [sólo] las palabras poseen significados, esta ciencia [la sacra doctrina] tiene esto de particular, que las cosas mismas significadas por las palabras significan a su vez algo. La primera significación, por la cual las palabras significan cosas, constituye el primer sentido, que es el sentido histórico o literal. La significación por la cual las cosas significadas por las palabras significan a su vez otras cosas, se llama sentido espiritual, que se funda en el literal y lo supone" (ibid., a. 10; cfr. Quaest. quodlib., VII, q. 6, a. 1 [14]).

108 H. de Lubac, Exégèse médievale. 1: Les quatre sens de l'écriture, 1959; trad. al inglés, Medieval Exegesis, I, 1998, pp. 82 ss.

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Para poder apreciar en lo sucesivo ciertas afirmaciones de Dante conviene retener lo que precede y sus consecuencias. En la sagrada Escritura hay un sentido espiritual porque su autor, Dios, quiso que no sólo las palabras sino también las cosas significadas por las palabras tuviesen significados, y estos significados de las cosas constituyen el sentido espiritual del texto sagrado, distinto del literal; pero entonces en la literatura profana, que es obra de los hombres y no de Dios, no puede haber otros sentidos diversos del literal: "En ningún saber (in nulla scientia) hallado por el esfuerzo humano pueden darse, hablando con propiedad, otros sentidos que no sean el literal, sino tan sólo en esta Escritura cuyo autor es el Espíritu santo y el hombre sólo su instrumento" (Quaest. quodlib., VII, q. 6, a. 3 [16]). ¿Significa esto que fueron vanos los intentos de un Fulgencio, de un Bernardo Silvestre (o de quienquiera pueda haber sido el autor del comentario a la Eneida que se le atribuye) o de un Juan de Salisbury, de hallar sentidos ocultos bajo la letra de la poesía de Virgilio? Acaso no del todo, porque Santo Tomás debió reconocer también, dentro del sentido literal y formando parte de él, la existencia de un sentido figurado que es el parabólico, al que en algunos lugares llamó también sentido metafórico: "El sentido parabólico está contenido en el literal, porque las palabras significan algo en propiedad y algo figuradamente, y el sentido literal no consiste en la figura misma sino en lo figurado. Cuando la Escritura menciona el brazo de Dios, su sentido literal no es que en Dios exista un miembro corporal de esa índole, sino lo que dicho miembro significa, a saber, la capacidad de actuar. Por lo que es manifiesto que en el sentido literal de la sagrada Escritura nunca puede haber falsedad" (S. theol., I, q. 1, a. 10 ad 3). Aun así, es difícil representarse a un pensador como Santo Tomás de Aquino tomando en serio las especulaciones con que los autores mencionados procuraban acomodar los episodios de la Eneida para hacerlos caber dentro de interpretaciones en las que Virgilio, sin lugar a dudas, jamás pensó. La intención piadosa y edificante no confiere verdad a los enunciados que no se apoyan en consideraciones de mayor confiabilidad. Y si bien es cierto que los redactores de los textos bíblicos probablemente tampoco tuvieron plena conciencia de los significados que sus palabras podrían transmitir a la posteridad, la teoría de la inspiración divina constituye para los creyentes la garantía de que existe un sólido fundamento para las verdades obtenidas por la labor exegética de los teólogos en el estudio de dichos textos. Así, pues, tenemos que en la Escritura sagrada es preciso distinguir entre un sentido histórico o literal y un sentido espiritual. Pero el sentido espiritual presenta, a su vez, tres aspectos diferentes. Dice Santo Tomás: "El sentido espiritual se divide en tres. Como dice San Pablo [....], la antigua ley es figura de la nueva ley, y la nueva ley misma, como dice [el pseudo] Dionisio [....], es figura de la gloria futura; también en la nueva ley, las cosas que se hacen en la cabeza son señales de las que nosotros debemos hacer. En cuanto las cosas que son de la ley antigua significan las que son de la nueva ley, el sentido es alegórico; en cuanto lo que ha sido hecho en Cristo o en aquello que significa a Cristo es señal de lo que nosotros debemos hacer, el sentido es moral; en la medida en que significa lo que hay en la vida eterna, el sentido es anagógico" (S. theol., I, q. 1, a. 10; Quaest. quodlib., VII, q. 6, a. 2 [15]). El sentido espiritual de la Escritura se descompone, entonces, en los sentidos alegórico, moral (o tropológico) y anagógico; si se les añade el literal o histórico, quedan en total cuatro sentidos diferentes de los textos sagrados. Como era habitual en la Edad Media, el sistema de los cuatro sentidos no tardó en ser reducido a versos mnemotécnicos que se han atribuido al dominico Agustín de Dacia, quien vivió en la segunda mitad del siglo XIII, o a Nicolás de Lyra, un contemporáneo de Dante originario de la Normandía:

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Littera gesta docet: quid credas allegoria: moralis quid agas: quo tendas anagogia. ("La letra enseña los hechos, la alegoría lo que has de creer, el [sentido] moral lo que debes hacer, la anagogía hacia dónde has de tender"). En la enumeración de estos cuatro sentidos no parece plantear mayores dificultades entender en qué consisten el sentido moral o tropológico (del griego tropos, manera de ser, de obrar o de expresarse) y el sentido anagógico (del gr. anagogé, elevación, conducción hacia lo alto). ¿Qué significa exactamente, empero, el sentido alegórico en cuanto distinto de los restantes sentidos espirituales de la Escritura? La pregunta es por la alegoría en su acepción teológica; no por aquélla que los comentaristas medievales leían en la Eneida de Virgilio, sino por la que los teólogos veían en los textos bíblicos y que Santo Tomás negaba que pudiese existir en la literatura no inspirada. El uso habitual del término en la Edad Media no ayuda demasiado a comprender su significado técnico para la teología. San Isidoro de Sevilla entiende la alegoría como alieniloquium, esto es, como "decir lo otro", especificando que en ella "se dice una cosa y se entenderá otra" (aliud enim sonat, et aliud intellegitur) y ejemplificándola precisamente con pasajes de Virgilio (Etymol., I, xxxvii, 22). No es ésta, pues, la alegoría que nos interesa. No es clara tampoco la explicación de Garnier de Rochefort, quien, resumiendo a comienzos del siglo XIII la teoría de los cuatro sentidos de la Escritura, sostiene que "la alegoría contiene en sí algo más [que la mera letra], porque a través de lo que se dice acerca de la verdad de la cosa se da a entender algo diferente acerca de la pureza de la fe, y se muestran misterios presentes o futuros de la santa Iglesia, a veces por dichos, otras veces por hechos, pero siempre figurados o velados".109 El mismo Santo Tomás parecería querer complicar aun más las cosas cuando nos dice en un texto: "La alegoría es un tropo o modo de hablar en el que se dice algo y se entiende otra cosa [....] Pero hay que observar que la alegoría se toma a veces por cualquier comprensión mística (pro quolibet mystico intellectu) y a veces por uno solo de los cuatro que son los cuatro sentidos de la sagrada Escritura, a saber, el histórico, el alegórico, el místico y el anagógico" (Galat., c. IV, lect. 7). Aquí, el "sentido místico" de la Escritura es obviamente el llamado sentido moral en la Suma teológica; pero la "comprensión mística", el intellectus mysticus, es lo que en la Suma se llama sentido espiritual e incluye a los sentidos alegórico, moral y anagógico; la alegoría se identifica, pues, en un caso con el sentido espiritual o místico en general, y en el otro con un sentido particular que no es necesariamente uno místico. ¿Se entiende? Presumo que no. Lo único claro hasta aquí es que aún no hemos penetrado en el significado profundo de la alegoría teológica. El uso del término "alegoría" en la reflexión teológica cristiana se inicia con San Pablo. En la discusión acerca de lo que representaba la antigua ley judaica para las nuevas comunidades cristianas, recurrió el apóstol a la historia, narrada por el libro del Génesis, de Abraham y sus dos hijos, Ismael e Isaac. Como es sabido, en vista de la esterilidad de su mujer y de acuerdo con la práctica legitimada por el derecho mesopotámico, Abraham engendró a su primer hijo, Ismael, en Agar, una esclava egipcia de Sara. Pero después del nacimiento de Isaac, hijo de Abraham y de Sara, Agar fue expulsada al desierto con el niño Ismael, quien daría origen, según la tradición, al pueblo árabe, en tanto que Isaac fue el antepasado de los hijos de Israel. Pues bien; San Pablo ve en esta historia una alegoría:

109 Cit. por G. Busnelli y G. Vandelli en su edición comentada de Il Convivio de Dante, Firenze 1954, vol. I, p. 96.

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"Ello ha sido dicho alegóricamente. Éstas [las dos mujeres con sus respectivos hijos] son dos testamentos. Uno es el del monte Sinaí, que engendra en servidumbre, [cuya representación] es Agar, porque el monte Sinaí está en Arabia y se relaciona con el que ahora es Jerusalén, y [le] sirve junto con sus hijos. Pero la que es Jerusalén allá arriba y es nuestra madre, es libre [...] Nosotros, hermanos, somos hijos de la promesa al modo de Isaac [...] Así, pues, hermanos, no somos hijos de la sierva sino de la libre, y Cristo nos liberó con dicha libertad" (Galat., 4:21-31). Tenemos, pues, un episodio del Antiguo Testamento carente, al parecer, de todo interés teológico; pero este episodio representa, según San Pablo, una situación concreta del Nuevo Testamento, a saber, la sustitución de la ley de Moisés, con todas las prescripciones y restricciones propias del judaísmo normativo, por la libertad del evangelio de Cristo. La situación neotestamentaria tiene el efecto de iluminar repentinamente a la trivial historia de los dos hijos de Abraham y de dotarla de relevancia como anuncio cifrado del futuro. Al mismo tiempo, dicha situación es legitimada por el anuncio profético y se revela como algo no casual sino como parte del plan divino para la humanidad y su redención, porque hacen de todos los que creen, judíos o gentiles, descendientes de Abraham (Rom., 4:10-12 y 23-25). Si pensamos la alegoría como una relación entre dos términos en la que el primero anuncia veladamente al segundo, ocurre sin embargo que ambos se iluminan uno al otro determinándose recíprocamente. En efecto, es la concurrencia de ambos lo que permite discernir y reconocer el plan divino que se manifiesta en el transcurso de la historia. Esta clase de relación es justamente lo que la tradición teológica entendió por alegoría. Santo Tomás la definió con toda precisión en el pasaje de la Suma teológica citado más arriba al decir que "en cuanto las cosas que son de la ley antigua significan las que son de la nueva ley, el sentido es alegórico", o bien en las Quaestiones quodlibetales, cuando dice que "el sentido espiritual [....] puede fundarse en aquel modo de figuración en el cual el Antiguo Testamento es figura del Nuevo; y así, el sentido alegórico o típico es aquél según el cual las cosas que ocurrieron en el Antiguo Testamento se refieren a Cristo y a la Iglesia" (VII, q. 6, a. 2 [15]; cfr. Comment. ad Galat., c. IV, lect. 7). La llamada alegoría por los teólogos medievales es, entonces, el sentido de la Escritura que hoy se designa como típico (del griego typos, modelo, imagen, figura), evitándose de este modo la confusión con la alegoría puramente literaria. Ambas alegorías, la literaria y la teológica, son alieniloquia, modos de decir algo que significa otra cosa. Pero hay entre ellos diferencias fundamentales. En la alegoría de los poetas, el sentido literal es considerado ficticio y el sentido alegórico, verdadero; en la alegoría de los teólogos, en cambio, ambos sentidos se tienen por verdaderos. Pero la principal de las diferencias es sin duda la que sigue. Consideremos una alegoría literaria, por ejemplo, aquella de Horacio: "Oh, nave, nuevas olas te empujarán hacia el mar. ¿Qué haces? Regresa de una vez al puerto", etc.110 En ella, la nave representa a la república romana, las olas y tempestades a la guerra civil, el puerto a la paz y la concordia. También aquí tenemos una relación entre dos grupos de términos, uno que designa a una situación real (república, guerra civil, paz), y otro que consta de las figuras o imágenes que representan y sustituyen a los términos reales (nave, tempestad, puerto). Estas imágenes no son reales en el sentido de que no pueden aplicarse con propiedad a la situación real, pero tienen la capacidad de caracterizarla y de hacer evidente su significado emocional para quienes la viven. En este ejemplo, la alegoría de la nave en la tempestad ilumina a la

110 Carm., I, 14; la interpretación de la alegoría se encuentra en Quintiliano, Inst. orat., VIII, vi, 44.

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situación del Estado en medio de la guerra civil, pero no a la inversa; la guerra civil no ilumina, en este caso, a tormenta alguna. Si consideramos ahora el ejemplo de alegoría teológica empleado por San Pablo, vemos que los dos grupos de términos (el "tipo" y el "antitipo": en el caso del ejemplo, los dos hijos de Abraham y sus respectivas madres por un lado como "tipo", y la antigua y la nueva alianza por el otro como "antitipo") son ambos reales y se iluminan recíprocamente, como ya lo hemos podido comprobar. Y ya que en este caso ambos grupos de términos de la relación son reales, podemos añadir que su sentido típico exige que los separe la dimensión temporal. El antitipo debe ser posterior al tipo porque representa el cumplimiento o consumación de éste. En la alegoría de los poetas, son las palabras las que significan otra cosa distinta de la que habitual y propiamente significan; en la de los teólogos, son las cosas significadas por las palabras las que significan a su vez otra cosa. En el primer caso, se trata de una alegoría in verbis; en el otro, de una alegoría in factis.

El uso de la alegoría en Dante.111

Si nos hemos extendido en la explicación del concepto teológico de alegoría y su carácter tipológico, ello se debe a que Dante escribió poemas declaradamente alegóricos y pidió también que la exégesis alegórica se aplicara a la lectura de la Commedia, pero a la vez dio lugar a una posible confusión de sus lectores porque entre la redacción de sus canciones reunidas en el Convivio y la de la Commedia pasó, a juicio nuestro, del uso de la alegoría literaria al uso de una mezcla de la alegoría de los poetas con un sentido típico similar al de la literatura bíblica. El paso de la una al otro fue ciertamente audaz y acaso teológicamente inadmisible, y ello no hace sino aumentar la dificultad de la interpretación de la obra dantesca. En el Convivio había reunido Dante algunas de sus canciones acompañándolas de sus propios comentarios. El comentario de cada canción, anuncia, ha de ser doble: literal y alegórico. La razón de ello es que "[....] los escritos pueden entenderse y se deben exponer a lo sumo en cuatro sentidos. El uno se llama literal, [y es aquél que no se extiende más allá de la letra de las palabras ficticias, como son las fábulas de los poetas. El otro se llama alegórico,] y éste es el que se esconde bajo la cubierta de tales fábulas, siendo una verdad oculta bajo bella mentira; como cuando dice Ovidio que Orfeo, con su cítara, amansaba a las fieras y hacía que los árboles y las piedras se movieran hacia él; lo que significa que el hombre sabio, con el instrumento de su voz, amansaría y humillaría a los corazones crueles, haciendo moverse según su voluntad a quienes no poseen vida de ciencia o de arte, porque quienes no tienen vida racional alguna son como piedras. En el penúltimo libro se dirá por qué los sabios introdujeron este ocultamiento. En verdad, los teólogos entienden este sentido de otro modo que los poetas, pero ya que mi intención es seguir aquí el modo de los poetas, tomo el sentido alegórico tal como es empleado por ellos. El tercer sentido se llama moral, y éste es aquél que los lectores deben andar acechando en los escritos para su provecho y el de sus discípulos [....] El cuarto sentido se llama anagógico, es decir, suprasentido; éste es cuando se expone espiritualmente un escrito, el cual, aun [siendo verdadero] en sentido literal, por las cosas significadas significa las cosas de la gloria

111 Para un tratamiento más pormenorizado del problema y de sus proyecciones en la creación literaria posterior a Dante puede verse U. Eco, La Epístola XIII, el alegorismo medieval, el simbolismo moderno, en De los espejos y otros ensayos, Barcelona, 2ª edic., 2000, pp. 231 ss.

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eterna; como puede verse en aquel canto del profeta que dice que en la salida del pueblo de Israel de Egipto, Judea se hizo santa y libre. Si bien ello es manifiestamente verdadero según la letra, no menos verdadero es lo que se entiende espiritualmente, a saber, que al salir el alma del pecado, se hace santa y libre en su potestad. Al mostrar [todo] esto, hay que empezar siempre por el sentido literal, que es aquél en cuya sentencia están incluidos los demás y sin el cual sería imposible e irracional entender los otros, principalmente el alegórico" (II, i, 2-8). Como puede observarse, Dante repite aquí la doctrina tomista de los cuatro sentidos de la Escritura, pero introduciendo deliberadamente en ella dos importantes modificaciones. La primera consiste en sostener que el sentido literal es ficticio, una bella mentira, como lo son las fábulas de los poetas, en circunstancias de que la teología afirma que en el sentido literal de los textos bíblicos no puede haber falsedad alguna. La otra es la sustitución de la alegoría, entendida teológicamente como sentido típico, por la alegoría literaria de los poetas, que puede consistir en una seguidilla de metáforas, como quería Quintiliano (Inst. orat., IX, ii, 46), o en una simple personificación, como la que el mismo Dante hizo de Amor en la Vita nuova. En buenas palabras, el poeta ha hecho aquí una mezcla de definiciones literarias y teológicas para justificar una lectura alegórica literaria de sus poemas, a pesar de que ésta no necesitaba de justificación alguna porque ya se había hecho tradicional en la Edad Media a través del estudio de la poesía de Virgilio.112 ¿Y qué sentidos alegóricos poseen las canciones comentadas en el Convivio? La primera de ellas describe, en su significación literal, las tribulaciones y conflictos que tienen lugar en el alma del poeta cuando, después de la muerte de Beatriz, una nueva dama, la "dama gentil", se apodera de sus afectos y le hace concebir pensamientos de amor. La interpretación alegórica de la canción aclara que la nueva dama no es mujer de carne y hueso sino una prosopopeya que representa a la filosofía. La segunda canción es literalmente la alabanza de una dama; alegóricamente, la dama continúa siendo la filosofía, y la explicación de la alegoría consiste en mostrar cómo los elogios referidos a una mujer -ya de suyo bastante espirituados- significan atributos propios de esa disciplina. En cuanto a la tercera canción, ella es una disertación filosófica puesta en verso acerca de la gentilezza o nobleza; en vista del carácter de su contenido, no requiere de interpretación alegórica sino tan sólo literal. Al final de ésta interrumpió Dante la redacción del Convivio, que permaneció inconcluso. Como puede apreciarse, la "alegoría" de estas canciones no se aparta de la línea de la alegoría literaria de los poetas; a pesar de lo explicado por el mismo autor, no aparece en absoluto la alegoría teológica, y tampoco hay hasta ahora indicio alguno de sentido anagógico. En gran medida diferente es el uso que Dante hace o intenta hacer de la alegoría en la Commedia. Existe una carta en la que el poeta dedica la tercera parte de la obra, el Paradiso, a Cangrande della Scala. Si bien la autenticidad de este documento ha sido puesta en duda, los estudiosos tienden hoy a aceptarlo más bien como auténtico. En él comienza Dante refiriéndose al poema en su conjunto y, entre otras cosas, dice lo siguiente: "[....] el sentido de esta obra no es simple, sino que puede decirse polisemos, esto es, de muchos sentidos; porque el primero es el que se tiene por la letra, otro el que se obtiene de las cosas

112 Dante promete además explicar en el penúltimo libro del Convivio por qué los poetas ocultan la verdad que desean comunicar bajo el velo de las fábulas ficticias; sólo que nunca llegó a escribir dicho libro. Sin embargo, nos dejó la explicación del hecho, expresada en forma sucinta, en el canto IV del Paradiso. En su oportunidad nos referiremos a ella.

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significadas por la letra. El primero se llama literal y el segundo, alegórico o moral o anagógico. Este modo de proceder puede ser considerado, para su mejor comprensión, en los siguientes versos: 'Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo bárbaro, Judea se hizo su santificación e Israel su potestad'. Porque si atendemos a la sola letra, nos hablan de la salida de los hijos de Israel de Egipto en tiempos de Moisés; si a la alegoría, significan nuestra redención hecha por Cristo; si reparamos en el sentido moral, significan la conversión del alma desde la aflicción y miseria del pecado hasta el estado de gracia; si en el anagógico, significan la salida del alma santa desde la servidumbre de esta corrupción hacia la libertad de la gloria eterna. Y aunque estos sentidos místicos sean llamados con diversos nombres, en general todos pueden ser considerados alegóricos por ser diferentes del literal o histórico. Pues alegoría viene del griego alleon, que en latín se dice 'otro' o 'diverso'." (Epist. XIII [X], 20-22 [7]). Como en el caso anterior, es la doctrina tomista de los cuatro sentidos de la Escritura la que está compendiada en este pasaje, en el que ya no se habla de sentido literal ficticio ni de alegorías de carácter literario; el sentido alegórico aparece determinado tipológicamente y el sentido literal es, por cierto, considerado verdadero en los textos bíblicos. Vale la pena notar que de nuevo se utiliza el ejemplo del salmo 114 (Vulg. 113), pero esta vez para ilustrar todos los sentidos del texto bíblico y no sólo el anagógico, como había sido el caso en el Convivio. Para nuestra sorpresa, sin embargo, lo que Dante deja sospechar aquí es que su poema tiene una polisemia análoga a la de la Biblia, de manera tal que su alegoría sería propiamente una tipología; y si ello fuese así, nos indicaría de este modo cómo ha de leerse la Commedia.113 No tenemos absoluta certeza de que Dante efectivamente haya concebido toda la alegoría de la Commedia como una tipología, pero contamos con la declaración del propio autor al dedicar el Paradiso al Escalígero (si es que la epístola en cuestión es auténtica) y con la opinión de varios connotados dantistas; además, abrigamos la convicción de que si la pensamos de esta manera, muchos interrogantes que sugiere la obra y para los cuales no se dan habitualmente respuestas satisfactorias podrían quedar resueltos. Para persuadirnos de ello, es preciso examinar brevemente la estructura del sentido típico. La tipología consiste en el establecimiento de una relación entre dos términos que pueden ser personajes, acontecimientos o situaciones. Uno de ambos términos debe pertenecer, en la exégesis escrituraria, al Antiguo Testamento, y el otro, al Nuevo. La relación consiste en que el término veterotestamentario es una suerte de anuncio o anticipo velado del término perteneciente al Nuevo Testamento. A dicho anuncio llama la teología

113 E. Auerbach, quien había publicado en 1929 su libro Dante als Dichter der irdischen Welt ("Dante como poeta del mundo terrenal"), reconoció más tarde que la base histórica que intuía pero no había precisado para su interpretación de la Commedia era la "interpretación figural" (Figura. Sacrae Scripturae Sermo Humilis, Bern 1967; trad. castellana: Figura, Madrid 1998). Esta última, explica, "establece entre dos hechos o dos personas una conexión en la que uno de ellos no se reduce a ser él mismo sino que además equivale al otro, mientras que el otro incluye al uno y lo consuma. Los dos polos de la figura están temporalmente separados, pero ambos se sitúan en el tiempo en calidad de acontecimientos o figuras reales [...] La interpretación figural se distingue claramente de la mayor parte de las formas alegóricas que conocemos debido al hecho de que en ella nos la habemos con la historicidad real tanto de la cosa significante como de la cosa significada" (trad. cit., pp. 99-100). Auerbach enfatiza la importancia de la interpretación figural para comprender la literatura medieval, en particular la Commedia, y alude de paso a su relevancia para la historia del arte y en general para la historiografía de aquella época. Es claro, empero, que la "interpretación figural" de Auerbach no es otra cosa que la alegoresis típica de la Escritura, esto es, la exégesis según la "alegoría de los teólogos", iniciada por San Pablo..

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el "tipo" o "figura" del término neotestamentario, y este último es designado como el "antitipo" del primero. La relación que se establece entre ambos no es simétrica; el tipo y el antitipo no pueden intercambiar sus funciones. Pero esto no significa que ella sea unidireccional, porque si el tipo anuncia al antitipo, éste confiere al primero su sentido profético; sin antitipo no hay figura anticipatoria. Con todo, el carácter anticipatorio de la figura no la hace confundirse con la profecía, porque esta última es tan sólo discurso explícito, en tanto que el tipo es siempre algo real histórico, trátese de personaje, acontecimiento o situación. La finalidad perseguida por la exégesis tipológica es bien precisa. El hecho de que el tipo anuncie en el Antiguo Testamento al antitipo confiere a este último su legitimidad dentro del plan divino y hace posible que sea reconocido en su función dentro de dicho plan. Una vez establecido y reconocido el antitipo, el tipo o figura ya cumplió su función y en cierta medida pierde importancia o vigencia espiritual, aunque no histórica. En efecto, la realidad antitípica, que da cumplimiento al anuncio de la figura, hace que en ciertos casos esta última adquiera el carácter de la caducidad. Así, en el ejemplo de San Pablo, ya no es la ley de Moisés -que tuvo plena vigencia para los antiguos hebreos- sino la ley de Cristo -el antitipo de la legislación mosaica- la que obliga al pueblo cristiano. Pero ello no nos autoriza para prescindir de la figura misma, porque la sustitución de la ley mosaica por la nueva ley es legitimada y reconocida como perteneciente al plan divino precisamente porque Abraham arrojó al desierto al hijo de la esclava después de tener un hijo de la libre.

La alegoría en la Commedia. Ahora bien, ¿cómo pueden aplicarse estas nociones a la Commedia de Dante? Escuchemos en primer lugar lo que el autor tiene que decirnos acerca de los sentidos literal y alegórico de su poema, inmediatamente después de haber explicado los cuatro sentidos de un texto en el pasaje citado más arriba: "En vista de lo dicho, es manifiesto que el asunto (subiectum) en torno al cual giran los sentidos alternativos ha de ser doble. Por consiguiente, se debe considerar el tema de esta obra en lo que concierne a la letra, y luego debe considerársele en lo que expresa alegóricamente. Es, pues, el tema de toda la obra, tomado sólo literalmente, el estado de las almas después de la muerte considerado como tal, pues de él depende y en torno a él gira todo el argumento de la obra. Si, en cambio, se la considera alegóricamente, su tema es el hombre en la medida en que, mereciendo y desmereciendo por la libertad de su arbitrio, está sometido a la justicia que premia y castiga" (ibid., 23-25 [8]). Ipse dixit, él mismo lo ha dicho. ¿Pero qué ha dicho exactamente? Parece a primera vista, en efecto, que la determinación de los sentidos literal y alegórico de la Commedia hecha por su propio autor no se apartara del concepto de ambos sentidos según la "alegoría de los poetas" definida en el Convivio. De hecho, el sentido literal del poema, el estado de las almas después de la muerte, es obviamente ficción de principio a fin. Ficción, en primer lugar, porque Dante el autor nada podía saber de los misteriosos juicios con que Dios juzga condenando o premiando a las almas en la otra vida, a pesar de lo cual asignó lugares bien determinados en el otro mundo a todos los personajes mencionados en su poema. Ficción, además, porque Dante tuvo que inventar la "geografía física" de su infierno y de su purgatorio, al menos parte de su clasificación de los pecados y virtudes, la mayoría de las penas infligidas a los réprobos, la totalidad de los medios de purificación ofrecidos a las almas en el purgatorio, las danzas de los espíritus bienaventurados en el paraíso, los

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encuentros y diálogos con los más diversos personajes, etc. Todo ello sería "bella mentira" según lo establecido en el Convivio. Por otra parte, el sentido alegórico arriba mencionado, que según Dante se esconde bajo toda esa ficción, era para él absolutamente verdadero, tal como lo exige el uso de los poetas mencionado en aquella obra: Dios premia o castiga en justicia a cada ser humano según el uso que éste ha hecho en vida de su libertad; un enunciado abstracto de carácter teológico cuya reducción a imágenes narrativas constituye sin duda el logro más importante de Dante como poeta y otorga a la Commedia su inigualada grandeza. Pero en la epístola a Cangrande sugiere el autor, apenas unas líneas más arriba, que la alegoría de su poema ha de entenderse como un sentido típico, es decir, tal como la entienden los teólogos cuando interpretan la Escritura, y no como la entienden los poetas. En vista de ello, habría que admitir que el sentido literal de la Commedia no es ficticio, sino que se identifica con la realidad histórica. ¿Se trata acaso de una contradicción? Creemos que no; de lo que se trata es más bien de que debemos cambiar la óptica con que estamos examinando lo que se entiende por verdad o por ficción en el caso de la Commedia. Dante explica que "el tema de toda la obra, tomado sólo literalmente, es el estado de las almas después de la muerte considerado como tal". Hemos dicho que el poeta nada podía saber de dicho estado, puesto que nunca visitó realmente el otro mundo. Así es para la mirada superficial. Para poder escribir la Commedia, empero, Dante debe de haber reflexionado mucho acerca de la muerte. El momento de la muerte es el momento en que el individuo abandona la dimensión temporal para ingresar en la dimensión de lo eterno. San Agustín había comparado la eternidad con un presente inmóvil en que nada pasa y para el cual, por tanto, no hay pretérito ni futuro. Para la conciencia cristiana, sin embargo, que se sabe libre y responsable de sus actos realizados en el tiempo, acerca de los cuales deberá rendir cuentas precisamente en la muerte, la eternidad no significa abolición ni aniquilamiento del pasado; para dicha conciencia, la eternidad es recolección, recogimiento y concentración de todo lo pretérito en un instante en que lo hecho y lo omitido pueden ser evaluados y juzgados. La instantaneidad de lo eterno recoge y recupera lo que ha estado disperso en el tiempo para mostrarlo en su real valor. Naturalmente, el primer juez -si no el único- del moribundo será él mismo. En consecuencia, como ha escrito un pensador de nuestro tiempo que también meditó profundamente acerca de la muerte, "la llamada 'otra vida' no es sino esta vida, reconquistada, revivida en el fin del tiempo, transmutada, en suma, en eternidad [...] La palabra esencial de la Divina Comedia es, a nuestro entender, que la visión de un 'otro mundo', tal como lo imagina la concepción que traduce en visiones sensibles las realidades espirituales, es sólo un símbolo de nuestra conciencia y sus luchas interiores en esta vida; pero que, a su vez, esta vida posee la específica dignidad que le confiere el estar destinada a lo eterno".114 Si ello es así, el estado de un alma después de la muerte podría conocerse a través del estado de esa alma en el trance de morir. Es nuestra convicción que podemos legítimamente pensar el sentido literal de la Commedia como una ficción, es decir, como fábula del poeta, y a la vez como un conjunto de hechos reales, a la manera en que el teólogo entiende el sentido histórico de la Escritura. De hecho, cualquier lector puede reconocer en ella sin dificultad alguna dos planos, uno real y otro imaginario o ficticio. El plano real de la obrea está constituido por este mundo con su historia, sus personajes reales o legendarios, sus instituciones y sus conflictos; a

114 J. Echeverría, La Divina Comedia y sus múltiples sentidos, en: VV.AA., Dante, Santiago de Chile 1965, p. 39.

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dicho plano pertenecen ante todo el Dante narrador, el Virgilio histórico en cuanto representante de la cultura literaria y del pensamiento político imperial, Bice Portinari en cuanto amada del narrador durante la juventud de éste, el santo Bernardo de Clairvaux con su misticismo y su defensa y promoción del culto mariano. El plano de la ficción contiene, en cambio, todo aquello de que el narrador no podía humanamente haber tenido experiencia directa ni inmediata: los mundos de ultratumba (infierno, purgatorio y paraíso) con sus respectivas descripciones, el estado de las almas en la otra vida, la propia salvación eterna del autor, la importancia atribuida por éste a su formación literaria y política (Virgilio) como medio conducente a su salvación, la transformación de la amada de juventud en la guía que lo conducirá hacia la eterna beatitud (Beatriz), la obtención para sí de la gracia suprema de contemplar a Dios en sus más profundos misterios (San Bernardo). Todas estas ficciones, estas creaciones imaginarias, no constituyen alegoría alguna que se oculte bajo el sentido literal del poema, sino que están expresamente declaradas en la Commedia. Pertenecen, por tanto, al sentido literal o histórico, que revela así su doble carácter, real y ficticio. Consideremos un caso cualquiera, por ejemplo, el Conde Ugolino della Gherardesca; este personaje era tristemente célebre en este mundo por las traiciones a que lo inducía su ambición de poder político; traicionado a su vez por el arzobispo Ruggieri degli Ubaldini, fue condenado por sus conciudadanos a morir de hambre junto con sus hijos, encerrados en una torre. En la Commedia vemos las cabezas de Ugolino y del arzobispo Ruggieri emergiendo apenas de un lago de hielo que aprisiona sus cuerpos; y la boca de Ugolino roe literalmente la cabeza de Ruggieri. Esta escena feroz, descrita por Dante sin recurrir a ningún eufemismo, constituye aquí el sentido literal, y fue imaginada por el poeta en su integridad. En este caso, el sentido literal es completamente ficticio, pero representa típicamente a una realidad. La frialdad de la traición real se refleja en el hielo ficticio que aprisiona a los pecadores, y la muerte por hambre de Ugolino y sus hijos inocentes tiene aquí su vendetta en el cráneo roído de Ruggieri. En el sentido literal mismo se establece entonces la relación entre el tipo y su antitipo, donde la consumación imaginaria y ficticia está firmemente anclada en la realidad. Así, pues, el estado de las almas después de la muerte, corresponde exactamente a lo que Santo Tomás de Aquino llamaba el sentido parabólico, que es figurado y al que él consideraba parte del literal. Si la Escritura puede hablar sin falsedad del brazo de Dios en sentido literal, también puede la Commedia referirse al hielo espiritual de la traición sin apartarse de la realidad. De modo parecido, las almas invisibles están representadas en parte por cuerpos humanos semejantes a los que poseyeron en vida, en parte por fulgores luminosos,115 y su estado es exhibido como tormentos, anhelos o alegrías espirituales como los que sienten los hombres en este mundo. Y ciertamente Dante no podía expresar de otro modo, sin imágenes corporales ni descripciones de estados psíquicos comunes, el estado de las almas después de la muerte, puesto que él, que acaso creyó, con la mayoría de sus contemporáneos, en la existencia física del otro mundo, no podía saber cómo es, y si lo hubiese sabido y hubiese logrado describirlo, probablemente no habría sido comprendido por nadie, En cuanto al sentido alegórico del poema, éste nos muestra al hombre sometido en la otra vida a los premios y castigos de que se hizo merecedor en ésta por obra de su libertad.

115 Hay también otras representaciones que podríamos considerar secundarias por ser menos frecuentes; las almas de los suicidas están en el infierno transformadas en árboles, las de los ladrones, en reptiles, y las de los consejeros falsos se muestran como llamas de fuego. En el paraíso, por otra parte, la gran mayoría de las almas son luces resplandecientes.

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¿Pero no es esto lo mismo que el sentido literal? No, porque el sentido literal exhibe simplemente el estado de las almas en el otro mundo, pero no nos dice por qué se hallan en tal estado; alegóricamente, en cambio, debemos entender que la justicia (divina) las premia o castiga por el uso que hicieron de su libertad de arbitrio durante la vida en que se encarnaron en un cuerpo mortal en este mundo, es decir, como ya lo hemos visto en el capítulo anterior, por la manera como se comportaron con sus amores, otorgándoles mayor o menor o ninguna franquía. De este modo, tenemos ya delimitados los términos de la relación tipológica. Por una parte, la vida de la persona real, alma y cuerpo, en este mundo; por la otra, su destino ultramundano en los reinos del más allá. Se trata de dos situaciones concretas, "históricas", la una anterior a la otra. Las acciones realizadas por las personas en esta vida, una vida caduca que conduce inevitablemente a la muerte, constituyen el tipo o figura que anuncia ya de alguna manera el estado de sus almas en la vida futura, eterna y definitiva, esto es, la imagen moral proyectada por la persona a lo largo de su vida, consumándola. Desde este punto de vista, la Commedia nos pone en presencia de un conjunto de antitipos, y éstos, en la medida en que son el resultado de un enjuiciamiento moral, difícilmente pueden ser considerados como ficciones. Pero lo propio del antitipo es que en él la figura o tipo halla su consumación o cumplimiento. Ésta es sin duda la razón por qué Dante recurrió con tanta frecuencia a la técnica del contrapaso para inventar los castigos y purificaciones de las almas en el infierno y el purgatorio. El contrapaso consiste en una correspondencia -ya sea por analogía, ya por contraste, ya por una combinación de ambos- entre la falta que se expía y su castigo (en el infierno) o su purificación (en el purgatorio). En la Commedia lo vemos aplicado en numerosos casos, siendo talvez los del infierno los más claros y transparentes: los indecisos que nunca tomaron partido por algo corren insensatamente tras una bandera en el vestíbulo infernal (Inf. III); los lujuriosos son arrastrados por el torbellino de su propia pasión en el infierno o deben purificarse atravesando un grueso muro de fuego en el purgatorio (Inf. V, Purg. XXVII); los espíritus de los heréticos que negaron la inmortalidad del alma yacen como muertos en tumbas rodeadas de fuego (Inf. IX-X); los suicidas que se despojaron de sus cuerpos dándoles muerte están transformados en árboles cuyas ramas son desgarradas por las arpías (Inf. XIII); Bertrand de Born, de quien se decía que había provocado y favorecido la separación y la enemistad entre Enrique II de Inglaterra y su hijo Enrique III, lleva en la mano, a modo de linterna, su propia cabeza separada del tronco, explicando: "Así se muestra en mí el contrapaso" (Inf. XXVIII, 142). Y así sucesivamente. La técnica literaria del contrapaso empleada por Dante no carece de fundamento teológico; en la Summa theologiae reconoce Santo Tomás de Aquino al contrapaso como justicia conmutativa, si bien obviamente no como justicia distributiva (IIa IIae, q. 61, a. 4). En última instancia, el contrapaso responde a la noción teológica de que Dios, al castigar o premiar, no hace sino expresar su respeto por la libertad humana dando a cada persona lo que ella deseó en vida, pero no más. Si Francesca da Rimini deseó a su amante Paolo sobre todas las cosas, lo tendrá por la eternidad, pero no tendrá a Dios, que es fuente de toda alegría y de toda felicidad, ya que no lo deseó suficientemente; en eso consiste su infierno. Y así también en los restantes casos.

Dante, Virgilio y Beatriz.

Todo lo dicho hasta aquí es, sin embargo, muy general y no da respuesta a todos los problemas que plantea la interpretación de la Commedia. Este poema ha sobrevivido

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durante siglos y hoy continúa siendo leído y admirado, a pesar de que en nuestro tiempo apenas admitimos la posibilidad de una existencia después de la muerte y, por lo pronto, rechazamos abiertamente la idea de un infierno subterráneo en que algunas almas son tostadas sin fin por un fuego inextinguible mientras otras se congelan en un lago helado, o de un paraíso celestial eterno carente de novedades y de sorpresas, sin fútbol ni sexo ni parrandas. Admiramos en el poema la imaginación creativa de su autor o la ingenuidad de su fe religiosa o ambas cosas, pero no hacemos más preguntas. Hablamos entonces de todo cuanto es ficción en la Commedia, entendiendo por ficción lo que no es real, sin reparar en que nuestro concepto de lo real es, a no dudarlo, diferente y más restringido que el de Dante. ¿Cuáles eran, pues, las convicciones profundas de nuestro poeta, desde las cuales brotó su poema con todos los aditamentos imaginarios que él quiso añadirle? Dante nos ha sugerido que para descubrirlas debemos leer la Commedia buscando en ella el sentido típico. Hemos hablado ya de ello en general y sin ir más allá de lo meramente anecdótico. Para penetrar más hacia lo interior del tema, deberíamos vincularlo con lo señalado en el primer capítulo en el sentido de que la Commedia es propiamente una "Danteida", una epopeya cuyo argumento es la salvación del poeta Dante Alighieri de Florencia. En efecto, el narrador se constituye a sí mismo en el héroe protagonista del poema; pero además de él, y dejando fuera de consideración a los innumerables personajes que intervienen en episodios concretos de la acción y luego son perdidos de vista, hay dos que tienen en la obra una función y una presencia destacadas: Virgilio y Beatriz, los guías por el otro mundo. El gran poeta latino, autor de la Eneida y cantor de la misión histórica del Imperio romano, es ampliamente conocido. Del mismo modo, nadie que haya leído algo de Dante o acerca de él ignora quien fue Beatriz, la amada inmortalizada por uno de los más grandes poetas de Occidente. Pero las dificultades con estos dos personajes empiezan tan pronto como se plantea la pregunta por la función que desempeñan en la Commedia. Preguntémonos en primer lugar: ¿qué pudo saber un contemporáneo de Dante acerca de Virgilio y de Beatriz al encontrarlos como personajes de la Commedia? Comencemos por Virgilio. Para un lector culto de la Edad Media occidental, Virgilio fue el poeta por excelencia; ello significaba que no sólo era el más grande maestro del buen lenguaje sino también un sabio cuyas profundas concepciones científicas y filosóficas estaban ocultas bajo el velo de las aventuras narradas en su gran poema épico. En el poema de Dante podía ver confirmada, por cierto, tal apreciación. Cuando el protagonista Dante, al salir de la selva oscura, amedrentado por las fieras que amenazan hacerlo retroceder para refugiarse en la "selva salvaje y áspera y tupida" de la que huía, reconoce a Virgilio y le pide ayuda, se dirige a él llamándolo "fuente que esparce tan caudaloso torrente de elocuencia" (Inf., I, 79 s.: quella fonte / che spandi di parlar sì largo fiume) y agrega: O de li altri poeti onore e lume, vagliami 'l lungo studio e 'l grande amore che m'ha fatto cercar lo tuo volume. Tu se' lo mio maestro e 'l mio autore, tu se' solo colui da cu' io tolsi lo bello stile che m'ha fatto onore. (ibid., 82-87) ("¡Oh tú, honor y luz de los otros poetas! Válganme el largo estudio y el gran amor que a tu obra he dedicado. Tú eres mi maestro y mi autoridad; tú eres el único de quien he aprendido el bello estilo que me ha dado honra"). Si bien estas palabras corresponden a la

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captatio benevolentiae retórica, no son en este caso adulación mentirosa; después de la Biblia y de Aristóteles, Virgilio es el autor más citado por Dante, quien, a lo largo del relato, se refiere a él como "nuestro divino poeta", "nuestra mayor musa", "alto doctor", "sabio guía", "mi sabio maestro", "dulcísimo padre", "el gentil sabio, que todo lo supo", etc.116 Además, nuestro imaginario lector medieval pudo considerar con justicia al poeta como un auténtico representante del Imperio romano y un legítimo portavoz de la más alta ideología imperial. Virgilio, en efecto, había referido los orígenes remotos y legendarios de Roma, había cantado la grandeza de la ciudad y había establecido claramente la misión histórica del Imperio: Excudent alii spirantia mollius aera, credo equidem, vivos ducent de marmore voltus; orabunt causas melius, caelique meatus describent radio, et surgentia sidera dicent: tu regere imperio populos, Romane, memento; hae tibi erunt artes, pacique imponere morem, parcere subiectis, et debellare superbos. (Aeneis, VI, 847-853) ("Preveo, por cierto, que otros esculpirán más diestramente en el bronce [figuras] que parecerán respirar y extraerán del mármol rostros [con apariencia] de vida; defenderán las causas con mejores alegatos, medirán con el compás los cursos del cielo y predecirán el levantarse de los astros. Pero tú, romano, acuérdate de regir a los pueblos por medio del mando militar; éstas serán tus artes: imponer una norma a la paz, respetar a los vencidos y humillar a los soberbios"). Si el lector hubiese tenido la oportunidad de leer el tratado De monarchia de Dante, habría hallado expuesta expressis verbis dicha apreciación. No olvidaría tampoco el lector medieval que, por un designio especial de Dios, Virgilio había sido investido por un momento del don profético a pesar de haber sido pagano, y había anunciado en solemnes versos la venida de Cristo. También pudo leer en la Commedia la escena en que el poeta Estacio, a quien Dante imagina secretamente convertido al cristianismo, reconoce a Virgilio y declara que le debe su creatividad poética y su conversión religiosa, diciéndole: Tu prima m'invïasti verso Parnaso a ber ne le sue grotte, e prima appresso Dio m'alluminasti. Facesti come quei che va di notte, che porta il lume dietro e sé non giova, ma dopo sé fa le persone dotte, quando dicesti: "Secol si rinova; torna giustizia e primo tempo umano, e progenïe scende da ciel nova". Per te poeta fui, per te cristiano. (Purg., XXII, 64-73) ("Tú me enviaste el primero al Parnaso para que bebiera en sus grutas, y fuiste el primero en iluminarme acerca de Dios. Hiciste como quien avanza de noche llevando la luz tras de sí, de modo que él no la aprovecha, pero alumbra a los que le siguen, cuando dijiste: 'El

116 Para un elenco completo de los apelativos que le asigna Dante, cfr. P. Toynbee, Concise Dictionary of Proper Names and Notable Matters in the Works of Dante, New York 1968, sub voce Virgilio.

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siglo se renueva; vuelve la justicia y el primer tiempo humano, y una nueva progenie desciende del cielo'117 Por tí fui poeta y por tí cristiano"). Por último, el lector medieval pudo tener noticias de que Virgilio había poseído conocimientos astrológicos y poderes mágicos, de modo que, entre otras cosas, por arte mágica había librado de una plaga de moscas a la ciudad de Nápoles.118 De esto último, sin embargo, nada pudo vislumbrar en la Commedia. Seguramente pudo haber escuchado decir también que Virgilio, al igual que Aristóteles, fue tan cristiano como se podía serlo antes de la venida de Cristo. Sin embargo, pudo verificar igualmente que Dante, en su Commedia, envió el alma del poeta al limbo debido a su condición de pagano; en efecto, por haber sido justo durante su vida, no podía ir al infierno entre los condenados, pero por no haber sido cristiano no le correspondía ingresar al purgatorio ni al paraíso. Pero nuestro lector culto medieval sabía también a ciencia cierta que el infierno y el purgatorio, tal como se los entendía entonces, son asunto de la revelación cristiana, inaccesible a un pagano y, por tanto, completamente ajenos a toda la ciencia y filosofía que Virgilio hubiera podido adquirir. ¿Por qué, entonces, pone Dante al poeta romano como su guía por reinos de ultratumba de los que éste no podía tener conocimiento alguno? El lector no le habría negado en ningún caso al autor de la Commedia el derecho a hacer de Virgilio un símbolo o una personificación de la facultad de la razón y de la moral natural; pero ocurre que ni la una ni la otra son capaces de concebir el infierno y el purgatorio sin el auxilio de la revelación, y mucho menos aún pueden generar dichos conceptos por sí mismas. Si el lector medieval podía haber experimentado dificultades de comprensión ante el personaje Virgilio en la Commedia, su perplejidad tiene que haber sido necesariamente mucho mayor frente al personaje Beatriz. Acerca de ella no había un conocimiento generalizado, como lo había acerca de Virgilio y de su obra. La Vita nuova, el relato del amor de juventud de Dante por Beatriz, gozó en su tiempo de mucho menor difusión que la Commedia, de manera que es poco probable que haya sido leída fuera del círculo de amigos y conocidos de Dante. Es cierto que la lectura de los cantos XXX y XXXI del Purgatorio ofrece ciertas indicaciones en el sentido de que habría existido un amor de Dante hacia Beatriz, amor al que el poeta habría sido ocasionalmente infiel; pero nada se puede colegir allí con certeza sobre la naturaleza de ese sentimiento y de la correspondiente relación entre el autor y su amada. Con todo, la lectura desde el canto XXIX del Purgatorio y la de la totalidad del Paradiso terminarían persuadiendo a nuestro imaginario lector de que Beatriz jamás fue mujer mortal, sino más bien una alegoría creada por el poeta Dante para significar a la teología o a la gracia divina o a alguna otra entidad abstracta, a la manera en que la noble dama que consolaba a Boecio en la prisión tampoco era mujer sino una personificación alegórica de la filosofía. Pero en tal caso, ¿qué significado tienen el antiguo amor de Dante por Beatriz, la muerte de ésta y los subsecuentes amoríos del poeta con "jovencitas" (pargolette: Purg., XXXI, 59)? Si por ventura nuestro imaginario lector hubiese llegado a saber que Beatriz había sido una dama real y no creada por la fantasía del

117 Cita libre pero fiel de Virgilio, Bucol., IV, 5-7: Magnus ab integro saeclorum nascitur ordo. / Iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna; / iam nova progenies caelo demittitur alto. ("Nuevamente se genera una gran sucesión de siglos. Ya vuelve la virgen, vuelven los reinos de Saturno; ya desciende una nueva progenie del alto cielo"). Recordemos que la virgen es aqui la diosa de la justicia y que los reinos de Saturno, la edad de oro, son el "primer tiempo humano". Como ya se ha indicado en el tercer capítulo, estos versos fueron interpretados durante la Edad Media como un anuncio profético de la venida de Cristo. 118 D. Comparetti, Virgilio nel medio evo, ed. G. Pasquali, Firenze 1946, vol. II, pag. 217.

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poeta, su asombro habría tenido que transformarse en un auténtico motivo de turbación. Porque entonces ¿cómo se atrevió Dante a establecerla en el paraíso como una santa no canonizada y, peor aún, a asignarle atribuciones de mediadora en la salvación que la Iglesia sólo le reconoce a Jesucristo y a María virgen? Nosotros debemos recordar aquí de nuevo que la Commedia es propiamente una "Danteida", una epopeya que relata la conversión de Dante Alighieri y su salida desde la selva del error y del pecado hasta la visión misma de Dios, la cual constituye la beatitud suprema de las almas de los bienaventurados en la otra vida. Aparte del héroe mismo de la epopeya, Dante, hay en el poema tres personajes que actúan como sus guías: Virgilio, Beatriz y San Bernardo de Clairvaux. La elección de este último por el poeta no produce extrañeza. San Bernardo era considerado ya, en época de Dante, un gran santo de la Iglesia, canonizado en 1174, unos veinte años después de su muerte y aproximadamente noventa años antes del nacimiento de nuestro poeta. La función de San Bernardo en la Commedia es impetrar de la virgen María la gracia de la visión de Dios para el peregrino Dante. Ello también es comprensible. El santo, tradicionalmente conocido como el "doctor mariano", era célebre, justificadamente o no, en cuanto difusor del papel mediador de María para la salvación y en cuanto promotor del culto mariano, aparte de la influencia enorme y sin precedentes que ejerció en la política eclesiástica romana. No ocurre otro tanto, sin embargo, con las figuras de Virgilio y Beatriz, cuya función en la Commedia posee un carácter menos evidente. El Virgilio del poema, en cuanto guía de Dante, representa obviamente, y en primer lugar, la formación gramatical, lingüística, literaria y filosófica que el poeta recibió en su juventud y que siguió cultivando durante su edad madura. Encarnaba entonces además los ideales políticos del Imperio y las virtudes del estoicismo romano: el dominio sobre las propias pasiones, la imperturbabilidad en el dolor y el sufrimiento, el desapego respecto de los bienes exteriores, la indiferencia frente a las vicisitudes de la fortuna, la valerosa aceptación del destino, la vida en armonía con la naturaleza. Está bien. Todo ello, sin embargo, es parte del sentido literal de la Commedia, y consiste propiamente en lo que Santo Tomás de Aquino llamaba el sentido parabólico de un texto (S. theol., I, q. 1, a. 10 ad 3). La sombra de Virgilio que conduce a Dante y discurre con él acerca de los vicios y las virtudes es en este caso la parábola. Pero subsiste la pregunta: ¿en virtud de qué derecho se le confía a este personaje pagano la conducción de un alma descarriada por el infierno y el purgatorio en una epopeya cristiana? Aquí es preciso tener presente lo dicho en torno a las explicaciones de Dante en su epístola a Cangrande. En la Commedia hay una alegoría que no es la de los poetas sino la de los teólogos. Debemos, pues, buscar en ciertos casos el tipo o figura y el antitipo correspondiente. La figura de Virgilio ya ha sido suficientemente descrita, y es tal como podía "figurársela" cualquier contemporáneo de Dante. ¿Y cuál es entonces el antitipo que le corresponde? Pues, precisamente, el guía por los reinos de ultratumba vinculados con la revelación cristiana. La conducción a través de dichos reinos es necesaria para que Dante pueda llevar a cabo su conversión. Virgilio es, por tanto, un instrumento de la gracia divina y un fiel cumplidor de la misión que desde arriba le ha sido encomendada. ¿Pero cómo es ello posible? Lo es porque ya la literatura patrística de los siglos III y IV, desde Clemente de Alejandría hasta San Basilio de Cesárea, había establecido que la alta cultura pagana es una preparación, una propedéutica para la verdad revelada por Cristo, a pesar de los escrúpulos -superados, por cierto- que más tarde podría sentir San Jerónimo.

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La figura de Virgilio como poeta y cantor del Imperio romano es, entonces, el tipo cuyo antitipo es la relevancia de la formación literaria y del pensamiento político universalista para la conversión religiosa de la persona única que fue el poeta Dante Alighieri. Todas las aspiraciones literarias y políticas del individuo Dante, que contribuyeron a formar su personalidad histórica, confluyen igualmente en el nivel alegórico para constituir el substrato espiritual sobre el que va a tener lugar su conversión relatada en la Commedia. Aquí se revela otra vez -lo que será aun más patente en el caso de Beatriz- el carácter personalísimo con que la gracia divina sale al encuentro del hombre, toda vez que es manifiesto que no todo cristiano necesita haber estudiado la obra de Virgilio ni ser poeta ni poseer una cultura literaria y política para salvar su alma. Pero si a Dante Alighieri le concedieron los astros el talento literario y poético, de ese talento ha de servirse para alcanzar su salvación, y como poeta y literato será juzgado por el tribunal supremo divino. La interpretación del Virgilio de la Commedia como símbolo de la razón humana puede no ser errónea, pero es del todo insuficiente por cuanto no explica la función sobrenatural que le cabe al poeta pagano en el drama cristiano de la salvación. Si existe un plan divino dentro del cual se encuentra el llamado a la creatura Dante Alighieri de Florencia para que se convierta y atienda a la salvación de su alma, todo aquello que Virgilio representa es parte de ese plan y sirve para hacer posible dicha conversión, y esto es lo que significa su función como guía del protagonista en su viaje por el otro mundo. Otro tanto puede decirse de Beatriz. En vida, ella había sido Bice Portinari, una muchacha florentina que despertó la pasión del joven poeta Dante Alighieri. A juzgar por lo que éste cuenta en su Vita nuova, ya en aquella época percibió él confusamente que en el amor inspirado por Bice había de algún modo algo salvífico, lo cual explicaría que al referirse a ella la haya llamado Beatrice, la beatificadora. Ya entonces sospechaba Dante que su Beatriz poseía un significado que él todavía no lograba comprender plenamente, acaso porque no había completado aún los estudios filosóficos y teológicos que le revelarían lo que podríamos llamar la "estructura simbólica" de la realidad, en virtud de la cual toda existencia y toda sucesión de acontecimientos poseen significados que no se agotan en ellas mismas sino que apuntan siempre en dirección hacia algo diferente y superior. Debatiéndose sin duda en esta sospecha escribió aquellas palabras que cierran el relato de la Vita nuova: "Después de [haber compuesto] este soneto tuve una visión admirable en que ví cosas que me hicieron proponerme no hablar más de esta bendita [mujer] mientras no pudiese referirme a ella más dignamente. Y para lograrlo, me esfuerzo cuanto puedo, como ella ciertamente lo sabe. De este modo, si a aquél por quien todas las cosas viven le place que mi vida dure todavía algunos años, espero decir de ella lo que jamás fue dicho de ninguna otra. Después, quiera aquél que es señor de toda cortesía119 que mi alma pueda ir a ver la gloria de su dama, esto es, de la bendita Beatriz, quien mira gloriosamente cara a cara a aquél qui est per omnia secula benedictus." (XLII [XLIII]).120 Una vez completados los estudios teológicos, Dante pudo concebir con claridad que, si los acontecimientos de su vida habían sido predeterminados por un Dios que lo llamaba

119 Evidente alusión a Dios como señor del "amor cortés", modalidad bajo la cual se inscribe el amor de Dante por Beatriz. 120 Curiosamente, y conforme al deseo de Dante, Dios quiso que alcanzara a terminar la Commedia y que muriera casi inmediatamente después. Según una tradición recogida por Boccaccio (Vita di Dante, XXVI), cuando el poeta murió se supuso que había dejado el poema inconcluso, pero los últimos trece cantos faltantes fueron hallados ocho meses más tarde gracias a una visión que tuvo en sueños un discípulo de Dante, en la que habría visto el lugar donde se encontraban guardados.

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hacia sí, esa pasión arrebatadora pero no sensual que él había sentido por Bice, y cuyo recuerdo no lo abandonaba, debía tener un significado trascendente. Sin duda, Guinizelli, "el sabio", había visto algo importante al declarar que la dama era un ángel del cielo. Pero las damas que atraen a los varones son mujeres de carne y hueso, no ángeles. Talvez podría decirse que ellas son "figuras" de los ángeles, esto es, si se quiere, ángeles ficticios, o mejor aún, personajes cuya función es anticipatoria de la función que en rigor correspondería a los ángeles. La pregunta se concreta entonces de este modo: ¿cuál es el antitipo, el cumplimiento o consumación de la figura de Bice Portinari? La respuesta se hace clara: es el medio de que se valen la misericordia y la gracia divinas para atraer al hombre hacia su conversión y hacia el camino que conduce hacia su salvación. En la Commedia, por consiguiente, Beatriz, en su calidad de antitipo de Bice Portinari, es ministro ante el cual el peregrino Dante hace la confesión general que completa su conversión, y luego le muestra los diferentes cielos del paraíso, esto es, los diferentes grados de virtud y perfección que conducen a la visión de Dios. Por cierto, no es Beatriz quien obtiene para el peregrino la gracia de la visión beatificadora; ello tiene que producirse a través de la mediación de San Bernardo y de María. La función de Beatriz es únicamente la de mostrar el camino hacia Dios, y mostrárselo tan sólo a Dante, porque ella es el alma inmortal ya juzgada y el antitipo de la muchacha Bice Portinari amada por él. Bice, la niña de quien se enamoró Dante, es así el tipo o figura histórica que despierta el eros egocéntrico y terrenal del poeta florentino, y cuyo antitipo es Beatriz en cuanto manifestación de la agape divina que llama precisamente al mismo Dante a unirse con Dios, de modo tal que en el encuentro ultramundano del poeta con Beatriz (es decir, en el encuentro del eros humano con la agape divina) se realiza y consuma efectivamente la conversión salvífica del autor. De aquí resulta que la Beatriz de la Commedia no puede ser en ningún caso una personificación de la teología ni de la revelación ni de la Iglesia ni de cualquiera otra abstracción que puedan excogitar sus intérpretes. Las ciencias o instituciones designadas por todas las tales nociones son universales en el sentido de que existen para guiar a todos los seres humanos que pueden ser iluminados por ellas. Pero una Bice-Beatriz, con su doble significación, sólo existió para Dante Alighieri, poeta florentino, y para nadie más. Si ella habla en términos que Virgilio, por ser pagano, no habría sabido expresar,121 ello se debe a que posee el saber correspondiente a su condición de cristiana bienaventurada que ya contempla a Dios en el paraíso, condición que no compartía con el poeta romano, y no significa que ella represente in abstracto a la sabiduría divina o a algo de esa índole. En suma, podemos decir que, si bien Dante no es contrario al uso de prosopopeyas, los personajes de la Commedia (él mismo, Virgilio, Beatriz y todos los demás) no son personificaciones de realidades abstractas sino que se representan a sí mismos, sólo que en una forma que completa, perfecciona y consuma lo que ellos significaron para el poeta y para aquella experiencia suya que él relata como un proceso de conversión religiosa.

121 Talvez el argumento más fuerte de quienes ven en Beatriz una personificación de la teología o de la revelación está en las palabras que Virgilio dirige a Dante en Purg., XVIII, 46-48, cuando le explica la naturaleza del amor y del libre arbitrio: Quanto ragion qui vede, / dir ti poss' io; da indi in là t'aspetta / pur a Beatrice, ch'è opra di fede. ("Yo puedo decirte cuánto la razón ve aquí; para el resto, espera a Beatriz, porque es asunto de la fe"). Pero del hecho de que Beatriz explique al peregrino Dante cosas relativas a la fe cristiana no se sigue que ella deba representar a la teología o a algo similar, sino sólo que ella, en cuanto espíritu bienaventurado que es en la Commedia, posee un saber revelado superior derivado de la fe e inaccesible al pagano Virgilio.

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Podemos afirmar también que, aun cuando Dante sugirió fuertemente que en la Commedia ha de buscarse un sentido típico análogo al que se halla en la sagrada Escritura, ello no excluye la existencia en el poema de numerosas alegorías in verbis como las que los estudiosos medievales descubrían en la Eneida o en otras obras literarias. Podemos sostener, por último, que si Dante atribuye a su obra una alegoría al modo en que la entienden los teólogos (vale decir, como un sentido típico), lo hace desde el punto de vista de que su sentido literal es una parábola que constituye el antitipo de la realidad empírica terrena; su sentido literal es parabólico en la acepción que a éste le atribuye Santo Tomás, de modo tal que es efectivamente fábula, palabras ficticias, pero esa ficción es la consumación ideal o teórica (según los principios de la doctrina moral cristiana) de la realidad mundanal.

La necesidad de la alegoría.

Hemos visto ya cómo, para el hombre medieval, un poema no se limita a ser una creación de valor puramente estético sino que es una obra no carente de doctrina, la cual, sin embargo, ha revestido el ropaje de la bella forma literaria. Hemos visto también que, durante la Edad Media, la belleza distó mucho de ocupar un lugar de privilegio en la jerarquía valórica, y cedió en dignidad e importancia frente a la verdad. Pero entonces ¿por qué insistió el medievo en presentar verdades ocultas bajo el significado literal de la poesía y no las expuso de manera directa, como también acostumbraba hacerlo en las obras doctrinales de carácter científico o didáctico? Además, si la belleza había de agotar su significación en servir meramente de señuelo para atraer al lector y obligarlo a asimilar verdades cuya búsqueda él no habría emprendido sin sentir este atractivo adicional, ¿no sería posible prescindir también de la poesía y del arte como de lazos engañosos, e introducir una verdadera ascesis del saber, obligando a las personas a buscarlo por áridos caminos o a renunciar a él por completo? En una palabra, ¿qué justificación tiene la poesía alegórica para el espíritu medieval? La respuesta a estas preguntas es desarrollada por Dante con toda claridad en el canto IV del Paradiso. El protagonista, guiado por Beatriz, se encuentra en el cielo de la Luna, donde ya ha podido percibir a espíritus bienaventurados y aun ha podido mantener un coloquio con el de Piccarda Donati, emparentada con su mujer. Este encuentro hace surgir en él una duda; en el Timeo -casi con seguridad, el único diálogo platónico que Dante conocía y que pudo leer en la paráfrasis hecha por Calcidio- afirma Platón que las almas tienen su asiento en las estrellas, de las que descienden para habitar en los cuerpos humanos durante la vida de éstos y a las que regresan después de la muerte; la Iglesia cristiana enseña, en cambio, que cada alma humana es creada por Dios cuando se forma su cuerpo y que, en el caso de las bienaventuradas, su destino último es la contemplación de la divinidad en el cielo Empíreo, más allá del cielo estrellado; pero aquí se muestran las almas en los cielos planetarios, desmintiendo la enseñanza de la Iglesia y confirmando la del pagano Platón. ¿Cómo es ello posible? Por otra parte, la doctrina platónica encierra el peligro de que puede conducir a la divinización de los astros, uno de los graves errores del paganismo. El peregrino está confundido, pero Beatriz disipa su duda rápidamente. Todos los santos sin distinción, explica, embellecen el Empíreo, donde tienen su sede; pero la dulzura de su vida es diferente, porque unos sienten más y otros menos el espíritu eterno; en consecuencia, las almas percibidas por el peregrino: qui si mostraro, non perché sortita

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sia questa spera lor, ma per far segno de la celestïal c'ha men salita. Così parlar conviensi al vostro ingegno, però che solo da sensato apprende ciò che fa poscia d'intelletto degno. Per questo la Scrittura condescende a vostra facultate, e piedi e mano attribuisce a Dio e altro intende; e Santa Chiesa con aspetto umano Gabrïel e Michel vi rappresenta, e l'altro che Tobia rifece sano. (Par., IV, 37-48) ("se mostraron aquí, no porque esta esfera les tocara en suerte, sino como señal de la celeste que tiene menor altura. Hablar así es lo adecuado a vuestro entendimiento, porque él sólo aprehende del dato sensible lo que luego hace digno de intelección. Por eso la Escritura condesciende con vuestras facultades, y atribuye a Dios manos y pies, pero entendiendo otra cosa; y la santa Iglesia os muestra a [los ángeles] Gabriel y Miguel, y al otro [Rafael] que devolvió la salud a Tobías, con aspecto humano"). Los espíritus bienaventurados están efectivamente, todos ellos, en el Empíreo; pero allí gozan de mayor o menor beatitud según hayan sido sus méritos en vida; como señal de dicha diferencia se presentan ante el protagonista en los diversos cielos planetarios, cuya "jerarquía" es manifiesta por su mayor o menor proximidad a la sede de Dios. Se muestra, pues, una cosa que significa otra, tal como lo hace la Escritura al atribuir rasgos humanos al Creador y a los ángeles. ¿Pero por qué se emplea este procedimiento? ¿Cuál es la necesidad de decir algo que no es? Ocurre que el conocimiento humano es de tal índole que no puede asir directa e inmediatamente lo abstracto y lo espiritual; nuestro conocimiento empieza, de acuerdo con la doctrina aristotélico-tomista, en el acto de aprehensión de la realidad sensible, para remontarse desde allí, a través de diversos pasos sucesivos y poniendo en acción diferentes facultades anímicas, hasta la intelección de lo abstracto y universal. Por esta razón, es necesario que una doctrina sea presentada en forma sensible para que el entendimiento, a partir del dato particular concreto, pueda alcanzar el saber universal y abstracto que ella quiere comunicar, y por eso también la Biblia expresa sus verdades en forma a veces toscamente sensorial (cfr. Santo Tomás de Aquino, S. theol., I, q.1, a.9, y a.10 ad 3). Ya que existe un fundamento filosófico y, por tanto, universal que justifica la práctica de decir una cosa que significa otra, esto es, la alegoría, la exégesis alegórica no ha de aplicarse únicamente a la literatura bíblica sino también a la literatura sapiencial profana, con el fin de que esta última ponga en manifiesto su contenido de verdad. En el pasaje de la Commedia que comentamos, es la mismísima Beatriz quien procura rescatar la verdad oculta en la tesis del Timeo platónico acerca de la sede de las almas, admitiendo que: [...] forse sua sentenza è d'altra guisa che la voce non suona, ed esser puote con intenzion da non esser derisa. S'elli intende tornare a queste ruote l'onor de la influenza e 'l biasmo, forse in alcun vero suo arco percuote. (Par., IV, 55-60) ("[...] acaso su doctrina es de otra guisa que como suenan las palabras, y es posible que no sea irrisorio su sentido. Si él quiere hacer recaer en estas esferas el honor o el vituperio de

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su influencia, talvez su arco ha dado en [el blanco de] alguna verdad"). Son, de hecho, los astros los que imprimen en los seres humanos sus buenas o malas inclinaciones, y esto era considerado verdadero por toda la Edad Media, aun por un escolástico tan serio y profundo como Santo Tomás de Aquino. De acuerdo con Dante, entonces, no sólo la poesía , sino también la filosofía pagana requiere de una interpretación alegórica que permita develar su verdad. Pero hay todavía otra consecuencia implícita en lo que hasta aquí se ha planteado en torno a la alegoría. La razón por la cual, según Beatriz, las verdades abstractas y universales han de ser presentadas inicialmente al hombre bajo la forma de imágenes sensibles particulares y concretas, reside en la índole y estructura de nuestro sistema cognoscitivo. Las imágenes sensibles particulares ocultan a las verdades abstractas universales, pero son a la vez los medios que hacen posible nuestro acceso a ellas. Ésta es exactamente la misma relación en que se encuentra el sentido literal de un texto poético con su sentido alegórico. Hay una relación de analogía entre las parejas de conceptos sentido literal / sentido alegórico y conocimiento sensible / conocimiento intelectual. La poesía presenta en primer plano, de manera inmediata, su significado literal para que el lector atento infiera de él su sentido alegórico; de la misma manera, en el acto de conocimiento se aprehende primero el dato sensible para remontarse, a partir de él, a la intelección de lo abstracto. Hay, pues, por una parte, una correspondencia entre el sentido literal de la poesía y la realidad aprehendida por los sentidos, y por la otra, una correspondencia entre el sentido alegórico y el saber abstracto y universal. El análisis de los conceptos no hace sino confirmar la analogía. La sensación da a conocer únicamente lo particular; es, como lo pone Aristóteles, la aprehensión de un "aquí" y un "ahora" concretos; la intelección, en cambio, está como tal referida tan sólo a lo universal e ignora, en sentido propio, lo particular.122 Del mismo modo, la narración literal, que constituye el "dato" inmediato de la experiencia de la poesía, nos pone frente a situaciones particulares concretas (por ejemplo, Dante Alighieri florentino recorriendo, en una fecha histórica determinada, los reinos ultramundanos en compañía de determinados espíritus, en medio de determinados paisajes y presenciando determinados espectáculos), en tanto que el sentido alegórico nos enfrenta con una verdad de carácter universal y abstracto (en nuestro caso, "el hombre entregado a la justicia que premia o castiga según sus merecimientos o desmerecimientos sobre la base de su libertad de arbitrio"), que puede ser inferida a partir de las vicisitudes y peripecias de que nos da cuenta la narración literal, pero que no depende de ellas ni está en sí misma.comprometida con ellas. El conocimiento de lo particular, que el hombre alcanza por medio de la experiencia sensorial, es rico en notas diversas que acompañan a la cosa concreta percibida; no así el conocimiento de lo universal que, para alcanzar la generalidad que le es propia, debe renunciar a dicha riqueza de notas y hacerse abstracto, puesto que aprehende sólo la forma o especie que excluye, a su vez, a la materia individual y todas sus determinaciones. (Por ejemplo: Marco Tulio Cicerón fue varón, de raza indoeuropea, ciudadano romano de lo que

122 Así lo enfatiza Santo Tomás en la Summa theologiae: "Los sentidos, que son facultades corporales, conocen lo singular, que está determinado por la materia; pero el intelecto, que es una facultad independiente de la materia, conoce lo universal, que ha sido abstraído de la materia y que contiene infinitas [cosas] singulares" (Ia II ae, q.2, a.6); "Los sentidos no conocen sino cosas singulares" (I, q.12, a.4); "Nuestro intelecto no es cognoscitivo sino de universales" (I, q.86, a.1).

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hoy se llamaría "clase media", abogado brillante, estadista y escritor erudito, casado y divorciado dos veces, murió asesinado en medio de los disturbios políticos de Roma; pero el concepto abstracto y universal de "hombre" o "ser humano" no tiene sexo ni raza ni nacionalidad ni clase social ni oficio ni estado civil, y si bien todo ser humano muere, no lo hace necesariamente en manos de asesinos). El concepto universal es pobre y relativamente vacío frente a la cosa particular sensible. "Eso que es un hombre", escribió Santo Tomás de Aquino, "tiene en sí algo que la humanidad no posee".123 Ni el intelecto puede aprehender directamente, como tal, las cosas en la riqueza de su singularidad, ni los sentidos pueden proporcionar por sí mismos un conocimiento universal de sus objetos. Pero la universalidad constituye la nota distintiva del más alto saber. Ya Aristóteles había enseñado que conocer "por qué" algo ocurre es saber más y en mayor profundidad que el mero conocer "que" ocurre; pero el "por qué" de una ocurrencia es concomitante a la noción universal de la misma, que subsume a una multiplicidad de casos particulares. En suma: el saber más alto y más profundo es de lo universal, pero lo universal lo es en la medida en que es abstracto, y el saber abstracto es el más pobre. En cambio, el saber más rico, que es el de lo particular, es al mismo tiempo el más superficial porque ignora las causas de las cosas. El conocimiento humano se encuentra así en una situación trágica: puede adquirir mayor profundidad y universalidad sólo al precio de empobrecer progresivamente lo conocido, por el sacrificio de aquellas notas que constituyen la ilimitada variedad bajo la que se nos ofrece la realidad sensible. El hombre permanece así esencialmente limitado e imperfecto como sujeto cognoscente. La Edad Media percibió esta insuficiencia y se hizo cargo de ella. ¿Pero por qué se ve esta condición de nuestro saber como una insuficiencia? La insuficiencia sólo aparece cuando se la confronta con lo suficiente. Si el hombre tiene escindidas sus capacidades cognoscitivas de manera tal que con sus sentidos conoce únicamente lo particular y con su intelecto únicamente lo universal, y no puede reunir ambas dimensiones en una visión simultánea única, sino que debe desplazarse trabajosamente de la una a la otra mediante inferencias falibles que amenazan constantemente con el error, existen sin embargo, a juicio del cristianismo medieval, naturalezas creadas que no poseen tal limitación. Ellas son, para la escolástica tomista, los ángeles. Lo dice Santo Tomás: "Así como el hombre conoce todas las clases de cosas mediante diversas facultades cognoscitivas, a saber, las cosas universales e inmateriales mediante el intelecto, y las cosas singulares y corporales mediante los sentidos, así también el ángel conoce las unas y las otras a través de una sola facultad intelectiva" (S. theol., I, q.57, a.2). ¿Significa lo dicho que un poeta como Dante, que deliberadamente escribía versos en que procuraba fundir la belleza de las imágenes del relato literal con la verdad de los enunciados de la significación alegórica, procuraba imitar el modo de pensar y el lenguaje de los ángeles según los entendía Santo Tomás de Aquino? No tengo respuesta para tal pregunta, que dejo, por tanto, entregada a la consideración de aquellos lectores que hayan tenido la perseverancia de llegar hasta este punto de lo aquí escrito.

123 Summa theol., I, q.3, a.3: "La materia individual, con todos los accidentes que la individualizan, no cae bajo la definición de la especie; en efecto, bajo la definición del hombre no caen estas carnes y estos huesos, ni la blancura o la negrura, ni cosas de esta clase. Por lo cual estas carnes y estos huesos y los accidentes que denotan a esta materia no están comprendidos en la humanidad. Sin embargo, se incluyen en lo que es un hombre; por tanto, eso que es un hombre tiene en sí algo que la humanidad no posee" (el énfasis es nuestro).

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43. El problema del sentido literal de la Commedia

Hemos visto ya cómo Dante sostiene en más de una oportunidad que su gran poema debe ser leído como un texto alegórico; hemos aprendido del mismo Dante que, entre las diferencias que distinguen a la "alegoría de los poetas" de la "alegoría de los teólogos", está aquella según la cual el sentido literal es ficticio, una "bella mentira" en los poemas, pero es tenido por verdadero (y aun como la más alta verdad, por ser la "palabra de Dios") en la Escritura sagrada; hemos comprobado que, en su Epístola a Cangrande della Scala, Dante explica el sentido alegórico de su poema en términos de la "alegoría de los teólogos"; abrigamos la convicción, junto con los más destacados dantistas de nuestro tiempo, que la carta a Cangrande es auténtica obra de Dante y no una falsificación posterior. Reuniendo todas estas nociones nos hallamos, sin embargo, frente a una seria dificultad para entender el sentido auténtico del poema de Dante.

Es evidente que, sin perjuicio de lo afirmado por el autor en su carta a Cangrande, la Commedia está llena de alegorías "de los poetas", esto es, de representaciones ficticias de las más diversas situaciones de carácter espiritual: selvas oscuras, fieras que impiden alcanzar la salvación del alma, espíritus de personajes muertos desde hace siglos, panoramas de los mundos de ultratumba; a esta categoría pertenece ante todo el viaje ficticio del autor-protagonista por los parajes del más allá, sus encuentros, diálogos y experiencias de todo orden. Pero si todo esto no pasa de ser una "bella mentira", según se dice en el Convivio, ¿qué significado espiritual podemos atribuir al poema? ¿No quedaría más bien en el nivel de un notable divertimento fabuloso, por eso mismo intrascendente, incapaz de inspirar a nadie en la forma que quiso su autor, a saber, para "sacar a quienes viven esta vida de su estado de miseria y conducirlos al estado de felicidad" (Epist. XIII [X], 39 [15])? Entender la Commedia desde la perspectiva de la "alegoría de los poetas", que reduce el sentido literal a mera ficción, equivale a despojarla de toda significación espiritual.

Intentemos, pues, leer la Commedia desde el punto de vista de la "alegoría de los teólogos". Ésta, como hemos visto ya, tiene su origen histórico en San Pablo y es definida por Santo Tomás de Aquino diciendo: "En cuanto las cosas que son de la ley antigua significan las que son de la nueva ley, el sentido es alegórico" (S. theol., I, q. 1, a. 10). Pero no es éste, sin duda, el modo como lo entendió Dante para aplicarlo en su poema. De la "alegoría de los teólogos" él tomó la idea de la correspondencia existente entre el tipo o figura del Antiguo Testamento y su antitipo que lo consuma en el Nuevo Testamento. Pero no se trata, para Dante de la relación entre los personajes, hechos o situaciones de la antigua ley y los de la nueva ley, sino de la relación entre los personajes (con sus hechos realizados en sus peculiares situaciones en esta vida) y el destino de sus almas, que en el otro mundo consuma su existencia terrena.. Las cosas de la vida en este mundo insinúan o aluden, anticipándolas, a las de la vida en el más allá, que las cumple y consuma, revelando el auténtico significado que poseen. Así, el pecado cometido en la tierra durante esta vida recibe en el infierno, después de la muerte, su verdadera significación como ausencia de lo divino y como el dolor que acompaña a la privación de los bienes que vienen de Dios, y la virtud ejercida aquí en este mundo se consuma y adquiere su pleno sentido en el goce de la visión de Dios. Como puede apreciarse, con ello es consistente el amplio uso que hace Dante de la técnica del contrapaso para describir el estado de las almas en el mundo eterno.

En la ya mencionada Epistola XIII dice Dante: "Se debe considerar el tema de esta obra [la Commedia] en lo que concierne a la letra, y luego considerarlo en lo que expresa

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alegóricamente. Es, pues, el tema de toda la obra, tomado sólo literalmente, el estado de las almas después de la muerte considerado como tal, pues de él y en torno a él se desenvuelve todo el argumento de ella. Si, en cambio, se la considera alegóricamente, su tema es el hombre en la medida en que, mereciendo o desmereciendo por la libertad de su arbitrio, está sometido a la justicia que premia y castiga" (23-25 [8]).

Curiosamente, la dificultad que experimentamos no concierne al sentido alegórico sino al literal. El sentido alegórico es claro. Mientras la letra está referida a "las almas", la alegoría habla de "el hombre"; las almas, en plural, son entidades individuales, en tanto que el hombre, en singular, es un concepto genérico. Además, el sentido literal concierne simplemente al "estado" de las almas en el otro mundo, mientras que el sentido alegórico explica dicho estado retrotrayéndolo a las nociones de la libertad humana y la justicia divina. La verdad alegórica oculta bajo el velo del relato literal es confirmada por la fe cristiana y por toda la tradición teológica disponible en los siglos XIII y XIV. Pero el sentido literal ¿es verdadero como lo exige la utilización de la "alegoría de los teólogos"? Podemos presumir confiadamente que Dante Alighieri, si bien era él mismo un ser humano real, jamás anduvo paseando por el infierno, el purgatorio y el paraíso si no lo hizo en alas de su propia fantasía. Su viaje ultramundano no es, pues, verdadero en el sentido de físicamente real, sino ficticio. Por otra parte, en la medida en que las otras figuras que comparecen en la obra son personajes históricos o tenidos por tales, parece obvio que ellos tienen o tuvieron realidad física; pero ellos son a la vez figuras, vale decir ficciones cuyos antitipos están representados por sus destinos ultramundanos. Sólo que ni Dante ni nadie podía saber algo sobre el destino de aquellas almas en la otra vida, de modo que la "información" entregada por la Commedia es ficticia. El sentido literal de la obra no satisfaría, pues, la condición impuesta por la alegoría teológica, que exige la verdad de dicho sentido. Y si consideramos que el sentido literal del poema está constituido por los hechos reales de esos personajes igualmente reales, y que la alegoría consiste en su relación con el destino ultramundano de sus almas, que Dante no podía conocer, nos hallaríamos en la situación paradójica de que el sentido literal de la Commedia se mostraría como verdadero y su sentido alegórico sería ficticio, lo que contradice tanto a la noción de alegoría de los poetas como a la de los teólogos, y en tal caso la obra no sería sino un imponente sinsentido escrito en tercetos endecasílabos.

Para salir de este atascadero es preciso recordar un pasaje ya citado de Santo Tomás de Aquino: "El sentido parabólico está contenido en el literal, porque las palabras significan algo en propiedad y algo figuradamente, y el sentido literal no consiste en la figura misma (ipsa figura) sino en lo figurado (figuratum). Cuando la Escritura menciona el brazo de Dios, su sentido literal no es que en Dios exista un miembro corporal de esa índole, sino lo que dicho miembro significa, a saber, la capacidad de actuar. Por lo que es manifiesto que en el sentido literal de la sagrada Escritura nunca puede haber falsedad" (S. theol., I, q. I, a. 10 ad 3; el énfasis es nuestro). Así, pues, la primera tarea del lector de una obra alegórica deberá ser la de establecer cuáles son los figurata correspondientes a las figurae del sentido literal, para poder luego determinar la alegoría oculta en él.

En el sentido literal de la Commedia hay una enorme figura: un viaje, o mejor, una peregrinación religiosa de su autor por los reinos del más allá. Dicha peregrinación se inicia a la salida de una selva horrible en este mundo y termina con la visión de Dios y sus grandes misterios.en el paraíso. ¿Qué puede ser aquí lo figurado? Hay que seguir las huellas que va dejando la figura misma del sentido literal: el extravío moral del autor en esta vida (la selva oscura), la experiencia de las posibilidades humanas del mal y de su superación y

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purificación (infierno, purgatorio) adquirida en el estudio (Virgilio), la experiencia del amor en cuanto eros y en cuanto agape -es decir, del amor en cuanto charitas- adquirida gracias a la propia historia sentimental del autor y a la percepción en su propio espíritu de la operación de la gracia divina (Beatriz); la adquisición de la certeza de su propia salvación expresada de innumerables modos en la Commedia. En una palabra, una experiencia espiritual decisiva y transformadora vivida por el autor, que sólo puede entenderse como una conversión religiosa; una experiencia tan fuerte que hace exclamar al poeta, cuando finge que su personaje contempla estupefacto el deslumbrante espectáculo de la cándida rosa formada por los espíritus bienaventurados:

Io, che al divino da l'umano, a l'etterno dal tempo era venuto, e di Fiorenza in popol giusto e sano,

di che stupor dovea esser compiuto! (Par., XXXI, 37-40) ("Yo, que había venido a lo divino desde lo humano, a lo eterno desde el tiempo y desde Florencia a un pueblo sano y justo, ¡de qué estupor debía sentirme lleno!"). Esta experiencia es, claro está, el figuratum; en ella consiste el sentido literal de la Commedia, y de esa experiencia vivida por el poeta Dante nadie podrá decir que es ficticia, porque si lo fuera, él no habría sido capaz de escribir esta obra.

El acecho del mundo de lo espiritual.

¿Cuál es, sin embargo, la razón profunda por la cual la Edad Media se sintió forzada a hacer toda la demostración de sutileza literaria e interpretativa de la que dio testimonio al tratar alegóricamente los textos bíblicos y algunas obras profanas? ¿Qué significa el hecho de que Dante haya sugerido que la Commedia fuese leída al modo en que se leía la Escritura sagrada? ¿Era todo ello mero juego? ¿Vana presunción erudita? ¿Y qué sentido tiene la presentación literaria de todas aquellas imágenes de los tormentos infernales, de la purificación en el purgatorio y de la gloria paradisíaca, en circunstancias de que Dante, su creador, sabía perfectamente que si el otro mundo es de alguna manera, con toda probabilidad no lo es del modo en que él lo presentó a sus lectores? En una palabra, ¿por qué y para qué fue escrita la Commedia? Sólo respondiendo a esta pregunta se podrá establecer si el poema tiene aún algo que decirle al hombre de hoy y si, por consiguiente, no es una pérdida de tiempo continuar leyéndolo. Al hombre moderno no le resulta difícil distinguir, aunque sea de manera gruesa y carente de matices, entre dos niveles de la realidad: el de los objetos que se pueden percibir en el espacio o en el tiempo (fenómenos físicos o hechos psíquicos) y el de los objetos ideales inteligibles que están fuera del tiempo y del espacio (conceptos, números, leyes científicas, morales o civiles, etc.)124 Esta distinción fue originalmente trabajada por los antiguos griegos, quienes pudieron, gracias a ella, fundar la filosofía y la geometría (entre otras ciencias), para dejarla luego como un legado hereditario a Europa. Ella, la distinción, está latente en la base de las explicaciones, netamente escolásticas, que Beatriz ofrece al

124 Nuestra lengua castellana no distingue de suyo entre estos dos niveles, ya que los designa a ambos con el mismo nombre, "realidad"; en cambio, la lengua alemana, por ejemplo, distingue espontáneamente entre la Realität (la realidad de las res o cosas, es decir, de los objetos espacio-temporales) y la Wirklichkeit (la realidad ideal de lo que no está en el tiempo ni en el espacio pero tiene Wirkungen o efectos).

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peregrino Dante cuando le exhibe la razón por qué en el paraíso las cosas son de una manera pero se muestran de otro modo. Las facultades cognoscitivas humanas, dice Beatriz, son de tal naturaleza que sólo pueden alcanzar el nivel de lo inteligible partiendo de lo sensible, y al pobre Dante, que vive aún y cuyo espíritu está envuelto todavía por su cuerpo mortal con su densidad y todas las limitaciones que le son inherentes, es menester mostrarle a través de los órganos de su sensibilidad (vista, oído, etc.) las imágenes correspondientes a las verdades que luego deberá abstraer mediante un esfuerzo intelectual. Beatriz no aclara, sin embargo, cuál es la naturaleza de la operación por medio de la cual los datos sensibles llegan a ser "dignos de intelección". ¿Se trata acaso del simple proceso de la abstracción aristotélica125? Así parece haberlo entendido el pensamiento escolástico, dando el problema por resuelto. Pero la dificultad reside en que, cuando de la literatura bíblica o de la poesía de la Commedia se trata, las cosas tienen visos de apuntar en otra dirección. Para no perder la orientación en medio de tales preguntas será menester hacer un rodeo y tocar fugazmente algunos aspectos que a primera vista pueden parecer ajenos al tema. Nuestro conocimiento nace con la percepción sensorial; en esto hay que concederle plena razón a Aristóteles y sus seguidores. Las facultades sensitivas son potencias que, en diversa medida, compartimos con muchas especies animales. Pero mientras los restantes animales, protegidos por sus sistemas de instintos, se sirven de las capacidades sensoriales de que disponen con la seguridad de dar la respuesta adecuada a los estímulos procedentes del medio externo o de su propio interior, el hombre se halla en precaria situación al respecto. Su sistema de instintos, muy debilitado en comparación con el de los demás animales, no asigna a sus percepciones significados unívocos que aseguren la respuesta adecuada a los diferentes estímulos. Debido a ello el hombre vive inseguro tanto en el mundo biológico como en el ámbito espiritual. Los sentidos no constituyen en él un medio de orientación suficiente ni adecuado; sólo le entregan una profusión de datos aislados, inconexos, carentes de orden y de vinculación recíproca. Los estímulos que el hombre recibe desde el medio externo poseen para él un carácter relativo y pierden todo significado valórico. Una lluvia, por ejemplo, puede ser una bendición del cielo en determinados lugares y en ciertas épocas del año, pero puede ser también una calamidad en otros lugares o en otros momentos; en sí misma, sin referencia al tiempo y al lugar, es un fenómeno carente de significado y sentido. El hombre, como todos los seres vivientes, tiene múltiples necesidades de orden biológico, a las que añade sus necesidades espirituales. Unas y otras deben ser satisfechas mediante la acción. Carente de un sistema de instintos que le permita orientar sus actos de la manera más idónea para la satisfacción de sus necesidades, el hombre hace uso de otras facultades con este propósito: en su imaginación o fantasía se representa una situación en que una determinada necesidad esté ya satisfecha; con su estimativa evalúa la conveniencia o inconveniencia de lograr esa situación; si la evaluación es positiva, con su fantasía y su razón lógica determina la naturaleza y el orden de las acciones destinadas a crearla para

125 Dicho proceso consiste esencialmente en lo que sigue: "Se debe considerar primero en las cosas semejantes e indiferenciadas lo que todas ellas tienen de 'mismo' (tí hápanta tautòn échousin), y luego se consideran otras que están en el mismo género que las primeras pero que son diferentes de ellas, aunque sean de la misma clase. Cuando en ellas se ha hallado lo que tienen de 'mismo' y de semejante con otras, hay que comparar los grupos y ver si tienen algo común, hasta alcanzar un concepto único (hena logon). Éste será la definición de la cosa" (Aristóteles, Anal. post., II, 13, 97 b 7 ss.) De esta manera se llega, según el filósofo, desde la consideración de las cosas particulares a un concepto universal que las subsume.

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satisfacer así la necesidad. Se trata de un proceso consciente y complejo, para el cual los datos de los sentidos no pueden servir de orientación exclusiva debido a su relatividad. Ésta, empero, no alcanza a ser completamente superada por el concurso de la fantasía, la estimativa y la razón lógica. Ello se debe a que los fines o propósitos perseguidos por la acción son situaciones futuras, y el futuro no existe en la realidad fáctica sino tan sólo en las expectativas humanas, que son eminentemente inciertas y susceptibles de verse defraudadas. Los fines con que la acción intenta satisfacer las necesidades humanas son entonces también relativos, inciertos e inseguros.126 La superación de la relatividad, sea ésta la de los datos entregados por los sentidos o la de los fines que la fantasía construye para la acción, fue confiada por los antiguos griegos a la facultad que ellos denominaron el logos, dando origen así a una tradición que en Occidente perdura hasta nuestros días. La tradición se ha inclinado a entender el logos como la razón lógica, una interpretación que no siempre se ve confirmada por la lectura de los textos; lo que está claro, en cambio, es que el logos quiere dotar de explicación a los fenómenos y de sentido a los actos humanos, y por eso el término designa tanto al pensamiento racional como al lenguaje no religioso en que todo ello se expresa. Efectivamente, la operación del logos, el acto de légein, significó originalmente recoger, reunir y escoger. La primera y más básica función del logos consiste, pues, en recoger sensaciones e impulsos inconexos y dispersos, agruparlos en clases dependiendo de las semejanzas o relaciones recíprocas que exhiben, e identificar cada una de las clases con un nombre. Al asignar nombres, el logos anticipa, en cuanto lenguaje, lo que será la determinación racional de los géneros lógicos en una ulterior elaboración del intelecto. Pero el logos, entendido como se le concibe tradicionalmente, a saber, como razón lógica y su correspondiente lenguaje, no es capaz de dar cuenta cabal de los cambios que tienen lugar en la vida espiritual de los seres humanos, así como tampoco de los hechos resultantes de las decisiones libres de los mismos. La vida individual y la vida histórica de los hombres quedan notoriamente fuera de su jurisdicción intelectual. En efecto, los griegos habían entendido que la razón consiste originariamente en un recoger y reunir, esto es, en reducir la multiplicidad de las cosas a la unidad del concepto universal; y los latinos consideraron que el equivalente del logos griego en su lengua era la ratio, un término derivado del verbo reor, que significa contar y calcular, esto es, inferir conforme a reglas. La razón lógica posee carácter discursivo; es un avanzar cautelosamente y paso a paso en busca de un enunciado general o de una conclusión que de él se desprende. Fuera de su ámbito de inteligibilidad quedan los afectos y las pasiones, que surgen sin explicación racional y que desencadenan acciones sublimes y aterradoras -como muy bien lo saben los autores de tragedias-, llegando a constituir talvez lo más íntimo de un ser humano; afectos que no nacen ni se desarrollan paso a paso y dando razón de su aparecer, sino que surgen como una chispa en el alma y terminan por incendiarla entera, como decía Platón que era el amor por la filosofía. Fuera de dicho ámbito quedan también la inspiración artística, la revelación, la profecía y la conversión religiosa, con el carácter de gratuidad que siempre poseen y el de subitaneidad que suelen adoptar, que no responden a 126 "Esta facultad de no gozar tan sólo del momento presente, sino de traer también ante sí el tiempo venidero, a menudo muy lejano, es la característica más decisiva de la superioridad humana en prepararse para metas lejanas conforme a su determinación interna, pero es, a la par, fuente inagotable de los cuidados y preocupaciones que depara el futuro incierto, de los que todos los animales están eximidos" (I. Kant, Mutmasslicher Anfang der Menschengeschichte, en: Werke in sechs Bänden, ed. W. Weischedel, Darmstadt 1956-64, vol. VI, p. 90).

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la forma racional de proceder. Platón habla en su diálogo titulado Ion de la inspiración poética, artística y profética en general, como de una fuerza divina (theia dýnamis) que mueve al artista o al vate; esta fuerza, dice, priva al hombre de sus facultades, anula su penetración intelectual y lo convierte en mero instrumento de un dios, quien se expresa a través del ser humano (533 d - 534 e). En otro de sus diálogos, el Fedro, habla de una locura o delirio (manía) de origen divino que se apodera de las profetisas para que pronuncien sus oráculos (244 a-b). Al estado de arrebato provocado por la inspiración llamaron los griegos "entusiasmo" (enthousiasmós), literalmente "endiosamiento". Es cierto que hoy ya nadie cree en los dioses y que aun las personas religiosas no piensan seriamente en la posibilidad de una revelación in fieri, que no esté ya contenida entera y de una vez por todas en los libros canónicos de su fe. Con todo, podemos experimentar aún la ocurrencia o la iluminación súbita e inesperada de una idea, algo que no se deja explicar por antecedentes conocidos por nosotros. Todo ello es irracional, es decir, ajeno a la esfera de la razón, como son irracionales los vaticinios de los antiguos griegos y las profecías de los antiguos hebreos, cuyo sentido exhibe una coherencia espiritual, pero no lógica; no obstante, todo ello puede a la vez producir cambios profundos y aun radicales en la vida de los individuos. Además, el pensamiento racional y su lenguaje discurren exclusivamente con enunciados abstractos y subsumiendo a los individuos bajo conceptos universales. Todo lo abstracto es por sí mismo general y no posee realidad concreta, porque el proceso de abstracción consiste en despojar progresivamente con el pensamiento al objeto real existente de sus determinaciones más peculiares, para dejarle sólo aquéllas que le son comunes con otros objetos. La razón habla entonces con toda propiedad acerca de lo universal abstracto, y siempre con mayor propiedad cuanto más pobre en determinaciones sea el concepto.127 Por eso, la razón es notoriamente inhábil para tratar lo individual, lo único, aquello que está constituido por una combinación peculiar de innumerables notas o características propias que aseguran su distinción respecto de otros individuos y que, por lo mismo, se resisten a ser subsumidas bajo una noción universal común. Paradójicamente, entonces, el hombre individual, que usa su razón para entender el mundo exterior, no logra entenderse a sí mismo por su intermedio. Omne individuum ineffabile, "de los individuos no es posible hablar", decían los escolásticos medievales. La afectividad, la creatividad y la libertad espiritual humanas son ajenas a la facultad racional, para no mencionar, por obvios, los impulsos religiosos, cualquiera que sea su naturaleza. Así, pues, lo único, lo irrepetible, no puede caer bajo la comprensión racional. Ello implica que la historia, con todas las contingencias e imprevistos derivados de la libertad y de los caprichos humanos, no puede ser reducida a procesos racionales, como habría querido el positivismo del siglo XIX. La historia de los individuos y de los pueblos nos enfrenta permanentemente con lo contingente, lo incierto, lo relativo. Ya Boecio, reflexionando y procurando combatir su amargura en la prisión en que esperaba su inmerecido ajusticiamiento, dirigía a Dios una suerte de dolida queja por ello: Nihil antiqua lege solutum

127 Existe una ley lógica célebre según la cual la comprensión y la extensión de un concepto se encuentran en relación inversa entre sí; ello significa que mientras mayor sea la riqueza de determinaciones que caracterizan a un concepto, menor será el número de objetos individuales que caen bajo él, y conversamente, mientras mayor sea el número de individuos bajo un concepto, menor será el número de determinaciones que él contiene.

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linquit propriae stationis opus. Omnia certo fine gubernans hominum solos respuis actus merito rector cohibere modo. Nam cur tantas lubrica versat fortuna vices? (Consol. philos., I, metr.v, 23-29) ("Ninguna cosa abandona, libre de la antigua ley, la tarea propia del lugar que le corresponde. Todo lo gobiernas con determinada finalidad. Sólo desdeñas dirigir en la necesaria medida los actos de los hombres; ¿por qué, si no, depara la fortuna engañosa tan grandes vicisitudes?"). El hombre es un ser temporal y tiene conciencia de ello. Ésta implica el padecer la fugacidad y transitoriedad de todo lo humano, el sufrir la no permanencia, la disolución, la caducidad y la muerte de todo cuanto le atañe.128 De nuevo nos hallamos así frente a la amenaza del relativismo. La tradición occidental adquirió conciencia tempranamente de que el hombre es un ser caído. No empleamos aquí la expresión en su connotación cristiana, aunque tampoco la excluimos. Nos referimos por igual al hombre expulsado del paraíso bíblico y al hombre que ha perdido la edad de oro, el reino de Cronos de los paganos. En cualquier contexto de referencias en que se la coloque, la constatación de la caída significa la admisión de nuestra incapacidad para ser de manera plena, para saber hacer uso de nuestra libertad como señores de nosotros mismos, de nuestra voluntad y de nuestra fortuna. Desde esta perspectiva, el quehacer humano se aparece ya no tan sólo como el ámbito de la contingencia sino, ante todo, como el escenario del error, de la miseria, de la injusticia y del mal. El hombre dotado de libertad no tiene una statio, un lugar o puesto, como decía Boecio; no está en su sitio propio. Al no estarlo, anda extraviado, perdido en una selva oscura; y en una selva oscura, ¿quién es capaz de encontrar el camino recto y correcto? El relativismo propio de nuestra condición originaria condena a los esfuerzos humanos a la frustración y al desengaño; en ellos no hallamos otra cosa que vanidad y desesperación. Pero el hombre es también un ser histórico, e historia significa vinculación de los acontecimientos y de las decisiones humanas de manera tal que los cambios y las mutaciones temporales exhiban un sentido. El sentido, empero, es incompatible con el relativismo derivado de la sola temporalidad; una contingencia insuperable nos haría sentir la historia como el "catarro universal" en que todo fluye, que Platón reprochaba a Heráclito, y en el que la vida humana se hace insostenible. Una exhibición de sentido del mundo temporal cambiante debe mostrarlo cohesionado como un mundo, es decir, como un "orden", que es el significado originario de los términos kosmos y mundus. Para que tal orden se manifieste, hace falta el establecimiento de una medida, de un patrón que permita juzgar, afirmar o negar, aceptar o rechazar con fundamento. Los hechos y las obras de los hombres, tal como están dados empíricamente, no son lo absoluto, sino que representan tan sólo testimonios, contingentes y menesterosos por su radical insuficiencia, que el hombre va dejando en el camino trazado por sus aspiraciones nunca suficientemente satisfechas. ¿De dónde y por qué surgen las apiraciones humanas, los anhelos insatisfechos, el esfuerzo incesante por superar las situaciones concretas en que se hallan los individuos, con las limitaciones que les son inherentes, en busca de un cumplimiento y una realización cuyo

128 "Y no hallé cosa en que poner los ojos, que no fuese recuerdo de la muerte" (Quevedo).

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logro es siempre deficiente? Del hombre, si de algún modo ha hecho de su vida una obra de arte, podemos decir lo que Mefistófeles afirmaba del doctor Fausto: Vom Himmel fordert er die schönsten Sterne, und von der Erde jede höchste Lust, und alle Näh' und alle Ferne befriedigt nicht die tiefbewegte Brust. ("Del cielo, exige las estrellas más hermosas, y de la tierra, el más alto placer; nada cercano ni lejano puede satisfacer su pecho hondamente conmovido"). El iluso Fausto no creía posible que llegara el momento en que él pudiera decirle a un instante de su vida: "¡Permanece, eres tan bello!", pero en eso se equivocaba. Todavía se encontraba cogido y enredado en la relatividad de lo insuficiente. Su redención sólo podía venir de lo alto, a pesar suyo, y no sin intervención de la mujer a quien había amado fugazmente, el único modo como pueden amar los hombres en el mundo de lo relativo. Los muchos y sorprendentes puntos de contacto entre la Commedia de Dante y el Faust de Goethe se producen porque ambos poetas vieron que sólo la experiencia del mundo de lo espiritual eterno puede salvar a los seres humanos de la relatividad que amenaza hacer fracasar todo proyecto de vida. Desde el cielo, Beatriz y Margarita atestiguan en ambas obras que, en último término, sólo las religiones, con su reivindicación del carácter absoluto de su llamado, pueden ofrecer una oportunidad de salvación para la existencia humana.

Mito y parábola. La condición del hombre hace que todo lo humano sea devorado por el tiempo y que nada conserve un valor definitivo. En consecuencia, todos los esfuerzos humanos están de suyo destinados, en última instancia, a la frustración.129 Pero los hay, sin duda, mejores y menos buenos. La posibilidad de valorarlos requiere de una unidad de medida fija, invariable, no relativa, es decir, absoluta. Cada pueblo y cada época histórica han procurado establecer esa unidad de medida y construir un modelo que a ella responda. Algunos hablarán del ser y de la verdad, otros de lo divino y de la santidad, otros de la creatividad y de la belleza, otros aun de la oportunidad y de la eficiencia. Los filósofos podrán ver lo absoluto en la idea del bien, como Platón, o en lo divino que es pura enérgeia y plenitud de ser, como Aristóteles, o en el yo absoluto, como Fichte, etc. También los simples mortales que no son filósofos reconocerán modelos que imitar: una vez será el héroe tal como se muestra en las grandes epopeyas fundadoras de pueblos, otra vez el sabio helenístico que desprecia los dolores y las adversidades, en otra ocasión será el santo medieval, en otra el político moderno, y así sucesivamente. Los cambios históricos que sufren las concepciones de lo absoluto y los modelos de vida revelan precisamente que unas y otros son formulados en situaciones caracterizadas por la relatividad, pero delatan al mismo tiempo la aspiración a lo absoluto que da origen a su elaboración. Los hechos y las obras de los hombres no pueden ser medidos ni valorados sino refiriéndolos al patrón de medida que cada época o cada pueblo intuye como absoluto. Éste

129 Recordemos nuevamente a Quevedo: "Ayer se fue, mañana no ha llegado, / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado. / En el hoy, y mañana y ayer, junto / pañales y mortaja" etc. O a Borges: "Capitán, los afanes son engaños, / vano el arnés y vana la porfía / del hombre, cuyo término es un día; / todo ha concluido hace ya muchos años. / El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado; / estás (como nosotros) condenado".

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es siempre "lo otro" respecto de lo dado que se procura medir, pero está siempre presente ofreciendo la única posibilidad de superar la relatividad de cuanto se ofrece a nuestra experiencia. Tan pronto como procuramos encerrarlo en una fórmula o un enunciado, lo temporalizamos sometiéndolo a la contingencia y, en última instancia, a la invalidez. Podemos, sin embargo, reconocerlo e identificarlo en las obras y los hechos del pasado como aquello que sirvió de modelo y unidad de medida para los esfuerzos que les dieron origen. El hombre cristiano medieval tuvo una unidad de medida que era el contenido de la fe transmitida y enseñada por la Iglesia. Se configuraba así para él un mundo espiritual que no satisface las condiciones del mundo sensible espacio-temporal ni tampoco las del mundo inteligible. En efecto, en el mundo espiritual cristiano no rige el principio de causalidad que domina sobre la realidad sensible, pero tampoco tiene en él vigencia el principio de no contradicción, válido para todos los objetos y procesos que aspiran a la inteligibilidad. Por eso, el hombre medieval no experimentaba dificultad alguna para aceptar la existencia de milagros, que niegan la causalidad natural, y el carácter trinitario de la divinidad, que hace caso omiso de la contradicción implícita en afirmar que lo uno es tres. Naturalmente, la "lógica" del mundo espiritual de la fe no ha sido ni puede ser expuesta de una manera racionalmente inteligible. Tampoco puede la fe ser satisfactoriamente expresada por el lenguaje que nace del logos. Los antiguos griegos, que también habían hecho experiencias religiosas ajenas a la razón, conocieron otro tipo de lenguaje, aparte del racional (logos), al que llamaron mythos, mito; la tarea que asignaron a este último no fue la de expresar la verdad lógica, racional, sino la evidencia espiritual de lo sagrado. Dice al respecto Walter F. Otto: "Mythos es una expresión griega para la palabra y el discurso. Entre las múltiples expresiones para la palabra y el discurso en griego, destacan especialmente Mythos y Logos. Es de gran importancia distinguirlas entre sí. Logos quiere decir el discurso pensado y, por tanto, correcto. La corrección es correcta únicamente dentro de un contexto y bajo determinados supuestos, en oposición a la verdad, que es válida en y por sí misma, sin supuestos ni contexto. Con Mythos se mienta originariamente la palabra verdadera, el discurso incondicionalmente válido, el discurso acerca de lo que es. Por eso el Mythos se refiere principalmente a las cosas divinas, que no requieren demostración alguna, sino que se dan o revelan de modo inmediato".130 El cambio semántico, por el cual el término griego "mito" perdió su significado originario para llegar a designar a una historia falsa, sólo pudo ser hecho posible por la pérdida de la fe en los antiguos dioses y en sus religiones, un largo proceso que comenzó en Grecia en el siglo V a.C. y culminó en el mundo mediterráneo en el siglo IV d.C., pero que ya estaba considerablemente avanzado cuando Palestina se incorporó al ámbito de irradiación cultural griega y, por cierto, cuando se redactó el Nuevo Testamento; dicho cambio de significado es la razón por qué la palabra mythos ya no se incorporó al vocabulario neotestamentario para designar a los hechos de la "historia sagrada"; bueno sería devolverle hoy su significado originario para designar al lenguaje único en que las tradiciones religiosas, también la judeo-cristiana, pueden formular las creencias fundamentales que les sirven de unidad de medida para evaluar los esfuerzos y el quehacer humanos.

130 W. F. Otto, "Sprache als Mythos", en: VV.AA., Die Sprache (ed. por la Bayerische Akademie der schönen Künste), München-Darmstadt 1959, pp. 120 s. Cfr. también K. Kerényi, "Theos e Mythos", Archivio di Filosofia: Il problema della demitizzazione, 1961.

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En el tercer capítulo de este libro hemos señalado algunas de las dificultades que impiden una comprensión racional de las verdades enseñadas por el cristianismo medieval. Allí resultaba incomprensible cómo pueden encajar entre sí lo eterno y lo temporal. Análogas dificultades, y muchas otras, tienen que haber experimentado desde antiguo los maestros, rabinos, escribas, profetas y sacerdotes de Judá y de Israel para exponer sus doctrinas. Por eso se desarrolló entre los antiguos hebreos una figura del discurso que fue la parábola. Entre las diversas clases de parábolas que pueden identificarse en la literatura bíblica, las más típicas consisten en semejanzas o alegorías en que alguna historia común, a veces trivial, es propuesta para expresar un significado espiritual. La antigüedad del género fue causa de que, después de transcurridos algunos siglos, la diversidad de la experiencia cultural de las audiencias hiciera difícil que éstas penetraran en el significado de las parábolas tradicionales, y así podemos leer en el Eclesiástico (o Sabiduría de Jesús ben Sirac), que fue redactado en el siglo II a.C.: "El sabio indaga la sabiduría de todos los antiguos y se detiene en [el estudio de] los profetas; conserva los relatos de los hombres célebres y penetra en la sutileza de las parábolas; investiga lo oculto en los proverbios y conoce lo que esconden las parábolas" (39:1-3). También nos informan los evangelios de que Jesús acostumbraba enseñar en parábolas, y que muchas veces sus propios discípulos no lograban entender lo que ellas significaban. "El Reino de los Cielos es semejante a....", y a continuación una historia; una historia que puede ser hasta chocante, como la parábola de los obreros de la viña (Matth., 20:1-16) o la del administrador infiel (Luc., 16:1-8). Mas la parábola, aun si choca con nuestros prejuicios, resulta ser un vehículo apropiado para hablar de aquello que no se deja encerrar en los términos de la lógica, de la razón y de la justicia de los hombres, porque describe lo espiritual eterno, superior a lo que el pensamiento humano puede concebir, pero que sirve de unidad de medida trascendente para el quehacer de los hombres. Hay en la parábola un sentido no lógico que le confiere particular coherencia y la convierte en el medio idóneo para expresar lo espiritual. Recordemos, a propósito, que nuestro término "parábola" deriba del verbo griego parabállomai, que significa mostrar algo, pero poniéndolo a un lado y no en el centro del campo visual. En una época en que el mito perdía su carácter de ser el vehículo más apropiado para la transmisión de los contenidos de una fe religiosa, la parábola ocupó su lugar y desempeñó la función de mostrar el sentido trascendente que colma de significación a la existencia humana. Tal como lo hizo anteriormente el mito, la parábola impide la caída en la experiencia desoladora del sinsentido de la vida. Ahora bien, si atendemos a su estructura, la parábola es, como la metáfora y la alegoría, la exhibición de una semejanza: "El Reino de los Cielos es semejante a...." ¿Qué importancia puede tener esto? La percepción de semejanzas es el primer paso en la conquista y adquisición del saber, y -esto es lo importante en este caso- no sólo del saber teorético y racional, sino también del saber práctico y de las diversas "inteligencias" no intelectuales que posee el hombre. Aristóteles había visto ya, en la capacidad de ver las semejanzas entre las cosas, la base de las diversas formas en que puede organizarse el saber humano, tanto el que posee carácter racional como el que se substrae al dominio de la razón.131 La visión de las semejanzas

131 Aristóteles afirma que la visión de semejanzas (he tou homoíou theoría, tas homoiótetas theoreîn) es la base sobre la cual se construyen las metáforas poéticas (Poet., 22, 1459 a 6 ss.), la que hace posible la interpretación de los sueños (Div. per somn., 2, 464 b 5 ss.) y las ejemplificaciones retóricas (Rhet., I, 2, 1357 b 26 ss.), la que determina nuestras preferencias morales (Top., III, 2, 117 b 10 ss.) y hace posible el

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entre las cosas funda por sí misma un primer nivel de universalidad, que puede ser meramente "a la mano" (como la establecida por la semejanza que hay entre cosas que comparten un mismo color) o bien más "científica" (como la semejanza que da origen a un universal genérico y a una definición, porque los objetos semejantes comparten una misma forma o esencia, un mismo eidos). Aristóteles sostiene que la capacidad de advertir las semejanzas es fruto de un talento natural, de una euphyía. Este término deriva del verbo phyo, cuyo significado corresponde aproximadamente al del verbo latino gigno, y de este último deriva un sustantivo que también designa al talento, ingenium. No es de extrañar, entonces, que la doctrina aristotélica de la visión de las semejanzas se haya conservado en la tradición latina bajo la forma de la teoría del ingenio. El ingenio fue entendido como la facultad de percibir las semejanzas entre las cosas, en oposición al juicio, que es la facultad de percibir las diferencias que hay entre ellas.132 Para Giambattista Vico, el ingenio es la capacidad de contemplar y hacer lo semejante, reduciendo a unidad cosas que se muestran separadas y diversas. Es, entonces, la facultad que organiza la realidad y la hace inteligible como un orden, un mundo, superando su originaria dispersión como una lluvia de sensaciones inconexas. El ingenio forma, según Vico, los primeros universales, que no se presentan como géneros lógicos sino como "géneros fantásticos" o "caracteres poéticos", pero que son el primer germen de los universales solamente inteligibles de la razón lógica. Si la parábola exhibe la semejanza entre el contenido de una experiencia familiar y una realidad trascendente, ella constituye el lenguaje adecuado para hablar de "lo otro" inexpresable de un modo que pueda ser comprendido. El lenguaje de la Commedia pertenece al género de la parábola. "El infierno es semejante a..." un profundo abismo oscuro y fétido en que los pecadores... etc. "El purgatorio es semejante a..." una montaña serena y apacible en que un imaginario visitante podría.... etc. Y lo mismo para el paraíso. No se trata en el poema de visión ni de relato autobiográfico ni de juicio acerca de personajes históricos; si bien estos últimos son designados con los nombres que llevaron en vida, allí son personajes de parábola, personajes ideales que representan un tipo moral, y cuya identificación histórica no tiene otro sentido que evitar una larga descripción teórica de un paradigma ético, lo que en un poema sería inadmisible porque produciría en el lector un aburrimiento insoportable. En verdad, la parábola es el único lenguaje que Dante podía emplear para referirse al destino de las almas después de la muerte, y la identificación de los espíritus con figuras históricas era el único recurso que le permitía aplicar la alegoría de los teólogos dentro de la parábola, constituyéndolas en tipos cuyo antitipo era descrito en el poema.

establecimiento de analogías (Top., I, 13, 105 a 21 ss.; 17, 108 a 7 ss.; IV, 4, 124 a 15 ss.; VIII, 1, 156 b 10 ss.), conduce al desarrollo de argumentos inductivos, al planteamiento de razonamientos hipotéticos y, en definitiva, a la obtención de definiciones (Top., I, 18, 108 b 7 ss.; Anal. post., II, 13, 97 b 7 ss.). Es una amplia gama de saberes la que se origina en el acto de percibir semejanzas entre las cosas. 132 Así, Don Quijote es caracterizado por Cervantes como un "ingenioso hidalgo" que, por mucho leer y poco dormir, perdió el juicio; el hidalgo podía entonces percibir las semejanzas entre los molinos de viento y los gigantes, o entre las ventas y los castillos, pero era incapaz de advertir las diferencias entre tales objetos. En eso consistía su locura.

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APÉNDICE

¿CÓMO HAY QUE LEER LA COMMEDIA?

Hemos indicado ya al comienzo del presente estudio que la Commedia es una obra difícil de leer. Es difícil para nosotros, y lo fue también para los contemporáneos de su autor. El camino que debe recorrer el lector del poema está sembrado de obstáculos que impiden su fluida comprensión. No es extraño, pues, que el deseo de salvar todos los obstáculos de una gran obra como es ésta, haya inducido a muchos de sus intérpretes a recargarla con significados que ella efectivamente no posee, cayendo así en el vicio de la sobreinterpretación, un típico vicio de la moral aristotélico-dantesca: amor excesivo al hallazgo de significados ocultos en una obra.133 ¿Por qué, empero, hablamos aquí de vicio? La más elemental honestidad intelectual exige que si hay en un poema significados ocultos, ellos deben ser exhibidos a plena luz por el intérprete; pero exige también que si no los hay,

133 Si algún espíritu contencioso deseara argüir que, de acuerdo con Aristóteles, no cabe hablar de vicios por exceso en lo concerniente a las virtudes intelectuales, será necesario recordarle que para Santo Tomás de Aquino la studiositas o deseo de saber es una virtud moral y no una virtud intelectual, y se regula, por tanto, según el principio de la mesotes entre dos extremos viciosos que son, en este caso, la curiositas por exceso y la negligentia por defecto. Cfr. al respecto S. theol., II a II ae, q. 167.

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no se los construya de manera arbitraria. ¿Pero cómo saber dónde detenerse? ¿Cómo hallar la mesotes aristotélica, la aurea medietas que nos impida caer en la conducta viciosa? La norma prudencial -como ocurre con todas las normas morales- es en este caso fácil de enunciar, si bien no tan fácil de cumplir. Ella consiste, en síntesis, en lo siguiente: en la obra de un autor, aquello que puede explicarse satisfactoriamente por sus propias declaraciones y por las de las fuentes que él manejó, no significa sino lo que él y sus fuentes declaran abiertamente. En consecuencia, sólo es preciso buscar significados ocultos allí donde las intenciones declaradas del autor y de los autores a quienes él leyó no bastan para entender el sentido de su obra. De acuerdo con este planteamiento, hemos procurado aquí interpretar la Commedia sobre las bases más simples y recurriendo al menor número posible de supuestos. Para ello, hemos tenido en consideración que Dante se formó, gracias a los dominicos, en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, a través del cual conoció la filosofía aristotélica; que no ignoraba a San Buenaventura y las corrientes espirituales franciscanas inspiradas en San Agustín; que conocía bien a Boecio y algunas obras de Cicerón; que había estudiado la poesía de Virgilio, de Horacio, de Lucano y de algunos otros poetas latinos; que poseía gran familiaridad con la literatura bíblica en la versión Vulgata, con la lírica provenzal y, desde luego, con la italiana, para no seguir enumerando.134 Estamos persuadidos de que con estas fuentes (y algunas otras de las que sería demasiado largo y minucioso dar cuenta aquí) es perfectamente posible entender por qué Dante pensó y escribió lo que escribió, sin que sea necesario suponer que utilizó lenguajes secretos y conocidos tan sólo por unos pocos iniciados para comunicar verdades esotéricas que era preciso mantener ocultas y fuera del alcance de los más. La suposición mencionada, que consideramos viciosa, conoció, por cierto, su momento de gloria durante el siglo XIX y comienzos del XX, con los estudios de Gabriele Rossetti (británico, hijo de italianos refugiados y padre del pintor prerrafaelista del mismo nombre), de Eugène Aroux, de René Guénon, de Francesco Perez, de Luigi Valli y otros, quienes exacerbaron el carácter alegórico de la Commedia y de otras obras de Dante, enfatizando en ellas un supuesto carácter esotérico. Hubo quienes las consideraron documentos propios de sectas masónicas o rosacruces, movimientos que aún no existían en la época de Dante pero que habrían existido y serían similares, de acuerdo con estos críticos, a los carbonarios decimonónicos. Algunas interpretaciones las vieron como si expresaran en lenguaje cifrado la doctrina de una sociedad secreta (los "fieles de amor", expresión que Dante utiliza efectivamennte en la Vita nuova, pero con otro significado). Esta sociedad era, según los mencionados críticos, obviamente gibelina; sus miembros eran los poetas sicilianos, los boloñeses y los stilnovistas; su lenguaje secreto contaba con equivalencias tales como amore = Roma, donna (dama) = poder imperial, salute = emperador, Dio = imperio, etc. La razón que habrían tenido para usar este ocultamiento sería eludir las sospechas de la Inquisición (¡como si los frailes inquisidores hubieran sido tan poco astutos como para

134 Es preciso advertir aquí que las numerosas vinculaciones establecidas en este libro entre textos de Dante y textos de Santo Tomás de Aquino no alcanzan a demostrar que exista una dependencia directa de los primeros respecto de los segundos. De hecho, eminentes estudiosos han negado que el poeta haya sido tomista. Es posible que Dante haya tenido conocimiento indirecto, a través de sus maestros, de muchas doctrinas del aquinate; pero sería necesario establecer también en qué medida ellas no constituían en tiempos de Dante un acervo común que no delataba pertenencia a una determinada escuela de pensamiento. Provisoriamente, la comparación entre las ideas de Dante y las de Santo Tomás ofrece las ventajas que puede ofrecer la comparación entre dos "sumas" medievales, una escrita en versos y la otra redactada en prosa.

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dejarse engañar por un expediente tan ingenuo, sobre todo en circunstancias de que Dante proclama abiertamente sus simpatías gibelinas en varias de sus obras!).135 La reacción contra este alegorismo exacerbado fue el libro de Benedetto Croce La poesia di Dante (1920), en el cual, como es explicable que haya ocurrido, se cumplió la ley del péndulo y se advierte el intento de negar la importancia de todo significado no estrictamente poético de la Commedia. Algo semejante ocurre con otra interpretación de la Commedia que ha hecho algún ruido en el siglo XX; me refiero a la tesis de Miguel Asín Palacios según la cual habría en el poema una fuerte influencia de literatura religiosa árabe.136 Pero nadie pone hoy en duda que la invasión de los árabes en la península ibérica, el establecimiento de las escuelas de traductores en Toledo y en Palermo, la introducción en las universidades occidentales de los textos de Aristóteles y de otros hombres de ciencia de la antigua Grecia con los correspondientes comentarios árabes, y acaso también las cruzadas, contribuyeron a estrechar lazos culturales y a imponer la influencia intelectual del cercano Oriente sobre la Edad Media occidental. También es reconocida la influencia literaria que ejercieron obras de origen oriental, como la leyenda de Barlaam y Ioasaf, sobre la espiritualidad medieval, de modo que la tesis de Asín Palacios resulta ser hoy menos escandalosa que en el momento de su publicación, hace ya más de ochenta años. Dejando aparte el hecho de que ha sido imposible hasta hoy establecer a través de qué conducto pudo Dante haber recibido la influencia literaria árabe, no parece que la tesis del gran arabista español posea un alcance que vaya más allá de lo meramente iconológico. Y ciertamente, la mayor originalidad de Dante no consiste en que él haya inventado toda la imaginería que introdujo en la Commedia, si es que efectivamente la inventó, sino más bien en la síntesis magistral de una experiencia erótica, de una actitud y un destino políticos, de un enciclopédico conocimiento filosófico y científico, de un profundo saber teológico y de un intenso sentimiento religioso, aspectos que supo fundir en una unidad consistente, maciza en su riqueza y coherencia, y que no parece dejar cabos sueltos no explicables y comprensibles dentro del sistema global de su pensamiento. En todo caso, en una lectura de la Commedia no es fácil cumplir con la norma que hemos enunciado de no atribuirle significados que no hayan sido explícitamente declarados por su autor o sus fuentes. No es fácil, porque en la actualidad son poquísimas las personas que pueden llegar a leer todo lo que Dante leyó y a conocer todo lo que él supo y lo que no supo. Ésta es la razón por la cual la Commedia no puede leerse hoy sin la ayuda de algún comentario perpetuo moderno que recoja para cada canto, para cada pasaje importante y aun a veces para cada término significativo, lo que la investigación filológica ha podido ir decantando a lo largo de siete siglos de indagaciones en torno al poema. Es altamente posible que más de un lector considere que esta exigencia constituye una exageración nacida de la pedantería académica. Para persuadirlo de que no es así, me permitiré ofrecerle como ejemplo tres pasajes tomados de diferentes partes de la Commedia; dos de ellos son ininteligibles sin las explicaciones que puede ofrecer un comentario, y el tercero es al

135 Una de las pocas obras publicadas en Chile acerca de Dante y la Commedia, que está por desgracia llena de estas exageracione, es el libro El simbolismo de la Divina Comedia (Santiago, 1957) de Mario Antonioletti, un discípulo de L. Valli, quien desarrolló en él el simbolismo de la cruz y del águila como alegorías de la Iglesia y el Imperio. 136 La escatología musulmana en la Divina Comedia, 1919. En nuestro país, la tesis de Asín Palacios fue aceptada por Germán Sepúlveda en su trabajo Influencia del Islam en la Divina Comedia, Santiago, 1965.

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parecer muy simple pero oculta un rico significado que, sin embargo, no se hace visible a primera vista.

Las pezuñas del papa. En el canto XVI del Purgatorio imagina Dante un encuentro con el espíritu de Marco Lombardo, quien declara haber amado en el mundo la virtud, ese valor al que nadie apunta ya su arco. Aquí se hace necesario que algún comentarista explique quién fue este Marco, un hombre público probablemente domiciliado en Venecia, célebre por su liberalidad, y a quien Dante presenta aquí purificando su inclinación a la ira. Más no se sabe de él. Dante lo interroga ahora: es verdad que el mundo está desierto de virtudes, pero ¿por qué causa? ¿Está así fatalmente determinado por los astros, o es responsable de ello la voluntad humana? Marco responde con una disertación filosófico-política. El cielo dota a los seres humanos de diversas inclinaciones, pero los hombres poseen la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, y poseen también voluntad libre para optar por el primero, reprimiendo, si es menester, sus impulsos iniciales. ¿Por qué, entonces, no eligen siempre el camino de la virtud? El alma humana, creada por un alegre hacedor, se vuelve espontáneamente, con la inocencia de un niño, hacia todo lo que la regocija, y en ello puede engañarse al escoger un bien aparente en lugar del bien verdadero. Para evitar tal engaño, es preciso que existan leyes morales y un guía que muestre cuál es la orientación que debe darse a la conducta. Hasta aquí, el discurso de Marco ha sido del todo transparente, salvo por alguna imagen o metáfora cuyo significado se comprende con facilidad. Pero ahora viene lo esencial de lo que el espíritu tiene que decir: Le leggi son, ma chi pon mano ad esse? Nullo, però che 'l pastor che procede, rugumar può, ma non ha l'unghie fesse; per che la gente, che sua guida vede pur a quel ben fedire ond' ella è ghiotta, di quel si pasce, e più oltre non chiede. (Purg., XVI, 97-102) ("Las leyes existen, ¿pero quién echa mano de ellas? Nadie, porque el pastor que va adelante puede rumiar, pero no tiene las pezuñas hendidas; por eso, las gentes, que ven cómo su guía sólo aspira a aquel bien que ellas codician, pacen de él y no piden más"). Aquí hace falta el comentario. No es difícil conjeturar que "el pastor que va adelante" es el papa; pero ¿qué significa eso de que puede rumiar pero no tiene las pezuñas hendidas? Un buen comentario deberá remitirnos en este punto al Antiguo Testamento, concretamente al Levítico 11:3: "Todo animal que tenga la pezuña hendida y que rumie, lo comeréis", donde el texto continúa con la prohibición de comer camello, damán, liebre y cerdo, porque si bien estos animales rumian, no tienen hendida la pezuña; el precepto se reitera en el Deuteronomio 14:6. El comentario explicará también que los cristianos, que comían a lo menos liebre y cerdo, interpretaron el precepto como una alegoría, de modo que en la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino puede leerse: "El animal que rumia y tiene la pezuña hendida significa lo puro (mundus). Porque la pezuña hendida significa la distinción entre ambos testamentos, o entre el Padre y el Hijo, o entre las dos naturalezas de Cristo, o el discernimiento del bien y del mal. La rumia, en cambio, significa la meditación de las Escrituras y su recta comprensión. Quienquiera que carezca de una de ambas es espiritualmente impuro (immundus)" (Ia IIae, q. 102, a. 6). El comentarista podrá aún citar a Pietro di Dante, el hijo mayor del poeta, quien escribió un comentario en latín a la

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Commedia y dice respecto del pasaje en cuestión lo siguiente: "Las cosas mencionadas son requeridas en los prelados y también en todos los que gobiernan, esto es, rumiar, es decir, saber, y tener discernimiento, figurado como las pezuñas hendidas. Así, los pastores actuales, si bien son sabios, de modo que rumian, no tienen sin embargo las pezuñas hendidas para distinguir y separar las cosas temporales de las espirituales, y asumen la jurisdicción temporal que les debería ser completamente ajena".137 La cosa queda clara; el papado ha asumido indebidamente el gobierno temporal y, por eso, ha pervertido su función de conducir el rebaño de la Iglesia, el que aspirará por tanto a los mismos bienes a que aspira su guía, esto es, a las riquezas y al poder temporal, olvidando su vocación y destino espiritual. No es, entonces, la naturaleza humana corrompida la responsable de que se haya extinguido la virtud en el mundo, sino la perversa conducción y ejemplo del papado, cuyo pastor no tiene la pezuña hendida (ibid., 103-105). A lo que sigue inmediatamente la célebre declamación de Dante por boca de Marco Lombardo (vv. 106-112, 127-129): Soleva Roma, che 'l buon mondo feo, due soli aver, che l'una e l'altra strada facean vedere, e del mondo e di Deo. L'un l'altro ha spento; ed è giunta la spada col pasturale, e l'un con l'altro insieme per viva forza mal convien che vada; però che, giunti, l'un l'altro non teme. ........................................................... Dì oggimai che la Chiesa di Roma per confondere in sé due reggimenti, cade nel fango, e sé brutta e la soma. ("Solía Roma, que hizo bueno al mundo, tener dos soles que hacían ver uno y otro camino, el del mundo y el de Dios. Uno ha apagado al otro; la espada se ha unido al báculo y, juntos ambos por viva fuerza, necesariamente van mal, porque, unidos, uno no teme al otro [...] Dí desde ahora que la Iglesia de Roma, por confundir en sí dos gobiernos, cae en el fango y se ensucia a sí misma y a su carga").

Una devoción a San Juan Bautista.

En el canto XVIII del Paradiso se encuentra Dante, guiado por Beatriz, en el cielo de Júpiter. En él se exalta a la virtud de la justicia. Allí vio el peregrino cómo las luces que representan a las almas de los bienaventurados se agruparon de modo de trazar letras contra el telón de fondo del firmamento, formando así la frase Diligite iustitiam qui iudicatis terram, "amad la justicia, los que juzgáis a la tierra" (Sap., 1:1). Tan pronto como se hubieron completado estas palabras, los espíritus que formaban la M final se reagruparon para representar la figura heráldica de un águila, el símbolo del Imperio. Se hace evidente así que en el paraíso, según Dante, se asigna al Imperio la tarea de administrar y hacer prevalecer la justicia en el mundo de los mortales. Ésta es la misma tesis sostenida anteriormente por Dante en su tratado De monarchia. La consideración de la justicia que desciende desde el cielo motiva una reflexión del poeta acerca del mal ejemplo que da el papado al no practicar esta virtud sino, por lo contrario, precisamente el vicio que se le

137 Cit. por Ch. S. Singleton, Dante Alighieri. The Divine Comedy, vol II, parte 2, 1991 (1977), p. 364.

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opone, la codicia, y le hace anhelar una nueva manifestación de la cólera que ya expresó una vez Jesucristo138 contra las compras y ventas (esta vez, de absoluciones y sacramentos) que tienen lugar en el templo construido con señales milagrosas y martirios (la Iglesia). Y agrega el poeta: Già si solea con le spade far guerra; ma or si fa togliendo or qui or quivi lo pan che 'l pïo Padre a nessun serra. Ma tu che sol per cancellare scrivi, pensa che Pietro e Paulo, che moriro per la vigna che guasti, ancor son vivi. Ben puoi tu dire: "I' ho fermo 'l disiro sì a colui che volle viver solo e che per salti fu tratto al martiro, ch'io non conosco il pescator né Polo". (Par., XVIII, 127-136) ("Antes se solía hacer la guerra con espadas, pero hoy se la hace privando aquí o allá del pan que el Padre piadoso a nadie niega. Pero tú, que sólo escribes para cancelar, piensa que Pedro y Pablo, que murieron por la viña que tú arruinas, están vivos aún. Con propiedad podrás decir: 'Tengo tan fijo mi deseo en aquél que quiso vivir en soledad y que por unas danzas fue llevado al martirio, que no conozco al pescador ni a Pablo'"). El estilo altamente perifrástico de Dante oculta al lector moderno la extremada dureza del ataque dirigido en este pasaje contra el poder pontificio. El arma de que se sirven hoy los papas para hacer la guerra, dice Dante, es la privación de los sacramentos mediante la excomunión (la privación del pan que Dios no niega a hombre alguno) o su forma colectiva y más grave, el entredicho. Lo que no está explícitamente dicho aquí, pero está implicado por el contexto y no constituía ningún secreto para los contemporáneos de Dante, es que el hecho de absolver a un excomulgado, en particular si éste era un gobernante o una persona de recursos, solía ser motivo de apreciables ingresos para la Iglesia, porque la absolución no era gratuita. El personaje que sólo escribe para cancelar es presumiblemente el papa Juan XXII, reinante mientras el Paradiso estaba siendo escrito, quien decretó y revocó muchas excomuniones para poder recaudar los ingresos correspondientes, excomulgando también a Cangrande della Scala, protector de Dante; se sabe que restableció las finanzas de la Iglesia y amasó una gran fortuna; de él se dice igualmente que anuló los beneficios otorgados por su predecesor, Clemente V, con el fin de volver a venderlos. El sarcasmo de Dante llega aquí a un extremo. El papa podrá decir: no reconozco a San Pedro, el pescador, ni a San Pablo como modelos de virtud cristiana porque sólo deseo a San Juan Bautista, quien vivió en el desierto (Luc., 1:80) y fue muerto por Herodes para recompensar a la hija de Herodías por su danza (Matth., 14:1-12). ¿Cuál puede ser el sentido de esta supuesta y extraña declaración que Dante atribuye al pontífice? Es un modo de llamar al papa avaro y codicioso: el florín de oro que circulaba en Florencia llevaba impresa la imagen de San Juan Bautista, y el cronista Giovanni Villani nos cuenta que Juan XXII hizo acuñar en Aviñón -donde se hallaba entonces la corte pontificia- una moneda de oro semejante a la florentina. La devoción a San Juan Bautista encubre entonces aquí una ironía mordaz que no puede haber pasado inadvertida a los contemporáneos del pontífice.

138 El episodio es célebre y fue recogido por los cuatro evangelistas: Matth. 21:12-13; Marc. 11:15-17; Luc. 19:45-46; Ioann. 2:14-17.

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La mitad del camino de nuestra vida.

Nada más sencillo, aparentemente, que las palabras con que se abre la Commedia: Nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura, ché la diritta via era smarrita. (Inf., I, 1-3) ("En la mitad del camino de nuestra vida me hallé en una selva oscura, pues había errado el camino recto"). El contexto da a entender de inmediato que las expresiones son metafóricas, pero su significado no ofrece dificultad alguna: en el curso de mi vida, dice el poeta, padecí un extravío moral (e intelectual) por haber perdido la orientación que me habría conducido hacia el bien (y la verdad). Sin embargo, Dante no dice: nel mezzo del cammin della mia vita, "en la mitad del camino de mi vida", sino que habla de nostra vita, "nuestra vida". El "camino de la vida" no es, por tanto, una determinación subjetiva, válida sólo para el individuo Dante, sino que apunta hacia una objetividad que se aplica a todos los seres humanos. Un buen comentario puede remitirnos aquí a un pasaje del Convivio: "todas las vidas terrenas [....] coinciden en su ascenso y descenso en asemejarse a un arco [....] Es difícil saber cuál es el punto más alto de este arco [....] pero creo que en los más es entre los treinta y los cuarenta años, y pienso que en los de naturaleza más perfecta es a los treinta y cinco años" (IV, xxiii, 6-9). ¿De manera que "la mitad del camino de nuestra vida" sería a los treinta y cinco años de edad? ¿Pero por qué? Porque -y éstas eran para Dante razones más que suficientes- dice el salmista: "el tiempo de nuestros años es setenta años" (Psalm., 89 [90], 10), y el profeta Isaías: "en la mitad de mis días iré a las puertas del infierno" (38:10), tal como lo hace el protagonista de la Commedia. ¿Podemos pensar entonces que Dante imagina su viaje al otro mundo y su ingreso al infierno para contemplar los castigos de los condenados cuando él tenía treinta y cinco años de edad? La conjetura no tiene aún fundamento sólido, pero hay que seguir hurgando en el texto. Una razón secundaria por la que Dante el autor escoge a Virgilio para que guíe a Dante el peregrino por el infierno es que el poeta romano conocía ya supuestamente el lugar. Lucano (Farsalia, VI, 507-830) cuenta que la maga tesalia Erictón hizo volver al mundo de los vivos a un soldado de Sexto Pompeyo que había muerto en combate para que revelara cuál iba a ser el desenlace de la batalla que dio su nombre al poema. Según Dante, la maga habría conjurado al espíritu de Virgilio, muerto hacía poco tiempo, para que fuese a buscar a aquel soldado a lo más profundo del infierno (Inf,, IX, 22-30). No hay que apurar mucho la interpretación de este pasaje, ya que la batalla de Farsalia tuvo lugar en realidad muchos años antes de la muerte de Virgilio; pero es posible que Dante ignorara este hecho. En la lógica poética, entonces, Virgilio conocía ya los caminos infernales. Pues bien. En su recorrido del infierno, llegan Virgilio y Dante a un precipicio por cuyo despeñadero deben descender. El guía explica: "Quiero que sepas que la otra vez que descendí por aquí hacia el bajo infierno esta roca no se había roto aún. Pero ciertamente, si no me engaño, poco antes que viniese aquél que arrebató a Dite la gran presa del círculo superior, este valle profundo y vil tembló de tal modo que pensé que el universo sentía amor, ése por el cual hay quien cree que el mundo ha vuelto muchas veces al caos; en ese momento esta antigua roca se deshizo en pedazos aquí y en otros lugares" (Inf., XII, 34-45).

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Comentario: La otra vez que Virgilio había descendido por ese lugar fue, como hemos visto, conjurado por la maga Erictón en vísperas de la batalla de Farsalia, esto es, antes de la venida de Cristo. Entonces no había habido derrumbe aún. Sin embargo, después de la muerte de Virgilio y poco antes que descendiera aquél (Cristo, cuyo nombre no se pronuncia en el infierno) que arrebató a Dite (el demonio) la gran presa del círculo superior (los santos patriarcas que esperaban en el limbo la redención para poder ingresar al paraíso), se produjo un terremoto tal que Virgilio, educado en la filosofía griega, pensó que se verificaba la teoría de Empédocles, según la cual el universo está sometido a la alternancia de dos fuerzas opuestas, el amor que lo hace colapsar uniendo todas las cosas y el odio que las separa. A causa de dicho terremoto, la roca se rompió en pedazos. Que en el momento de la muerte de Cristo se produjo un terremoto y se partieron las piedras, consta en el evangelio de San Mateo, 27:50-51; que después de su muerte "descendió a los infiernos" se afirma ya en una antigua forma occidental del símbolo de los apóstoles (H. Denzinger, Enchir. Symbolorum, 7) y tiene su fuente en el evangelio apócrifo de Nicodemo, en el cual se cuenta que Cristo descendió a los infiernos inmediatamente después de su muerte en la cruz para resucitar a los justos con el fin de que pudieran dar testimonio de su triunfo sobre el demonio y la muerte. La noción de que este descenso de Cristo tuvo por finalidad rescatar del limbo a las almas de los patriarcas del Antiguo Testamento para llevarlas al paraíso (cfr. Inf., IV, 52-63) fue tomada por Dante de una tradición popular muy difundida. El terremoto mencionado, cuya relevancia para el tema que nos ocupa no puede apreciarse aún, vuelve a ser mencionado más adelante, cuando Virgilio y Dante, rodeados por una escolta de diablos, se aproximan hacia un profundo foso que deben atravesar. Estos fosos infernales pueden ser cruzados habitualmente caminando sobre arcos erigidos como puentes sobre ellos. Pero el demonio que guía al grupo les advierte que el próximo puente está destruido: "Por esta escollera no es posible avanzar más, porque el sexto arco yace despedazado allá al fondo [....] Ayer, cinco horas después de ésta, se cumplieron mil doscientos sesenta y seis años desde que el camino aquí se derrumbó" (Inf., XXI, 106-114). Parece evidente que el derrumbe del sexto arco fue causado por el mismo terremoto que acompañó a la muerte de Cristo, el único hecho "histórico" que dejó su huella en el infierno dantesco, donde en rigor no hay historia porque, siendo eterno, no hay en él tiempo. Ahora bien; Dante creía que Cristo había nacido a comienzos del año 1 y había muerto en la cruz cuando ya había cumplido los treinta y cuatro años de edad, es decir, durante el trigésimo quinto año de su vida (Conv., IV, xxiii, 10-11). Si sumamos los 1266 años transcurridos desde la destrucción del puente hasta la supuesta visita de Dante al infierno y los 34 que habría alcanzado a vivir Cristo, resulta que el poeta ha colocado su viaje al otro mundo exactamente en el año 1300 de nuestra era. Y puesto que Dante había nacido en 1265, en el 1300 cumplía los treinta y cinco años de edad: precisamente "la mitad del camino de nuestra vida" de acuerdo con los supuestos señalados más arriba. ¿Por qué, empero, escogió Dante el año 1300 y la mitad del camino de su propia vida para asignarle una fecha a la experiencia espiritual relatada en la Commedia? Porque el año 1300 fue el primer Año Santo con su correspondiente jubileo, decretado por el papa Bonifacio VIII. Giovanni Villani relata en su Cronica (VIII, 36) que "a los 1300 años del nacimiento de Cristo [...] el papa Bonifacio octavo [...] decretó suma y grande indulgencia para reverenciar la natividad de Cristo, de este modo: que a cualquier romano que visitase dentro de dicho año y por treinta días seguidos las iglesias de los beatos apóstoles San

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Pedro y San Pablo, y a las gentes que no fuesen romanas [que lo hiciesen] por quince días, a todos ellos se les diese pleno y total perdón de todos los pecados que hubiesen confesado o hubieren de confesar [...] Y para consuelo de los cristianos peregrinos, todos los viernes o días de fiesta solemne se mostraba en San Pedro la Verónica del Sudario de Cristo. Por lo cual gran parte de los cristianos que entonces vivían hicieron la dicha peregrinación, tanto mujeres como hombres, de distantes y diversos países, lejanos y cercanos. Y fue lo más admirable y nunca visto, que durante todo el año hubo en Roma, además del pueblo romano, doscientos mil peregrinos, sin contar los que iban y regresaban por los caminos [...] Y gracias a las ofrendas hechas por los peregrinos la Iglesia obtuvo grandes riquezas, y por sus consumos todos los romanos se enriquecieron [...]". La probable sorna de esta última observación de Villani no debe ocultarnos, sin embargo, el fuerte impacto que este primer jubileo tuvo sobre la vida espiritual de aquella época. Si la Commedia de Dante es, como hemos afirmado, un poema de salvación, no es raro que su autor haya escogido el año 1300 para la datación ideal de la experiencia espiritual que ella despliega ante los ojos del lector. Podemos dar entonces por segura la determinación del año como el 1300. Pero ¿es posible avanzar más en la fijación de fecha para el viaje ideal de Dante por los reinos de ultratumba? Sí, pero ahora con algunas incertidumbres que nacen en parte de las pistas ofrecidas por el mismo Dante y en parte del hecho de que en aquel tiempo se utilizaban diferentes calendarios en diversos estados italianos.. En el pasaje del canto XXI del Inferno citado arriba se dice que "ayer" a cierta hora se cumplieron 1266 años desde la muerte de Cristo en la cruz. Las frecuentes y a veces muy precisas indicaciones astronómicas -que ni siquiera intentaremos reseñar aquí- y las de otra índole con que Dante describe el paso del tiempo en su poema permiten inferir que ese "ayer" era precisamente el día en que Dante logró salir de la selva oscura para encontrarse con las tres fieras y luego con la sombra de Virgilio. Según esto, ello habría ocurrido en el Viernes Santo del año 1300, que cayó ese año en el día 8 de Abril.139 Esto se ve confirmado indirectamente por otros pasajes. Entre ellos, uno afirma que, en el momento en que las fieras salen al encuentro de Dante para impedir que siga su camino, "era el tiempo del comienzo de la mañana, y el sol se levantaba con las estrellas que le acompañaban cuando el amor divino puso en movimiento por primera vez a cosas tan bellas" (Inf., I, 37-40). Dios impulsó el movimiento de los astros por primera vez en el momento de la creación del mundo. ¿Dónde se hallaba entonces el sol? En el comentario escrito por Macrobio al Somnium Scipionis de Cicerón (I, xxi, 23) se dice que al comienzo del día que fue el primero de todos los días, esto es, el día del nacimiento del mundo, la constelación de Aries se encontraba en la mitad del cielo, vale decir, en la cumbre o cima del universo. El mundo nació, pues, en primavera, y Aries fue el primero de los signos del zodíaco. Esta creencia, preservada durante la Edad Media, concuerda con la noción, familiar a los historiadores de las religiones, de que las sociedades tradicionales celebraban habitualmente la creación del mundo y el año nuevo -esto es, la re-creación periódica del universo- en primavera, es decir, bajo el signo de Aries para el hemisferio norte.140 En el pasaje citado, Dante nos dice que era el tiempo de primavera y que el sol se levantaba con la constelación de Aries. Pero aquí surge una duda. ¿No habrá querido indicar Dante que la fecha de la acción era la del equinoccio de primavera? Si así fuese, ya no se trataría del 8 de Abril sino del 21 de Marzo del año 1300. Pero también,

139 E. Moore, Studies in Dante, Third Series, 1903, pp. 144-177. 140 M. Eliade, Le mythe de l'éternel retour: archétypes et répetition, Paris 1949.

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para aumentar la confusión, se ha propuesto la fecha 25 de Marzo; en ella, según la tradición medieval, fue creado Adán, y Cristo fue concebido y crucificado141; en esa fecha se celebraba también el año nuevo en Florencia, donde los años se computaban ab incarnatione y no a nativitate. Dejemos en este punto una cosa en claro. El problema de la fecha que Dante pudo haber asignado a su viaje ultramundano no tiene mayor importancia, porque en poco o nada influye sobre la interpretación que podamos hacer de la Commedia. Si aquí nos hemos detenido en él de modo tan lato es sólo porque sirve para ilustrar trivialmente la filigrana de conexiones y referencias que permanentemente surge para plantear dificultades y problemas cuando se aborda algún aspecto del gran poema de Dante.

Algunas sugerencias bibliográficas. El primer problema que deberá enfrentar el lector hispanohablante interesado en leer la Commedia es el de escoger una traducción del poema. La regla de oro para efectuar la elección es: si bien es cierto que Dante escribió la obra en verso, la mejor traducción es siempre en prosa. La razón es simple; en una traducción en verso, la necesidad de conservar la medida de los versos, y en ciertos casos también la rima, obliga con frecuencia al traductor a apartarse del sentido del texto original, y en ocasiones a traicionarlo abiertamente. La traducción en prosa permite una mayor fidelidad al pensamiento del autor. Entre las traducciones de la Commedia en prosa es recomendable la de Nicolás González Ruiz (Obras Completas de Dante Alighieri, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 3ª ed., 1973), la cual, a pesar de algunos serios errores tipográficos, posee la ventaja de presentar paralelamente el texto italiano y la traducción castellana del poema. Si nuestro amable lector se ha persuadido ya de que el uso de un buen comentario perpetuo puede ser provechoso para el estudio de la Commedia, nos permitiremos sugerirle algunos que pueden resultarle útiles. No conocemos, por desgracia, ninguno en lengua castellana que sea suficiente.142 En otros idiomas podemos recomendar los siguientes: Dante Alighieri. The Divine Comedy, translated, with a Commentary, by Charles S. Singleton, 6 vols., Princeton University Press, 2ª ed. corregida, 1977 (una obra magnífica escrita por un eminente dantista; tres volúmenes contienen el texto italiano con traducción en verso al inglés y los tres restantes presentan el comentario); Dante Alighieri. Die göttliche Komödie, übersetzt von Hermann Gmelin. Kommentar, 3 vols., Stuttgart 1954-1957 (la traducción al alemán en verso está publicada separadamente); Dante Alighieri. La Divina Commedia, a cura di Natalino Sapegno, 3 vols., Firenze, 1955-1957 (hay también edición en un volumen, Milano-Napoli, 1957). Más antiguos, pero aún utilizables, son los comentarios (en italiano) del suizo Johann Andreas Scartazzini, rehecho por Giuseppe Vandelli (Milano, 4ª ed., 1902) y de Tommaso Casini, corregido y aumentado por S. A. Barbi (Firenze, 6ª ed., 1922). Puesto que la Commedia es un clásico obligado en los

141 Probablemente fue esta tradición, según la cual Cristo fue concebido un 25 de Marzo, la que indujo a suponer que su nacimiento tuvo lugar nueve meses más tarde, un 25 de Diciembre, ya que en las fuentes no hay indicación alguna al respecto. 142 En Chile se han publicado dos intentos incipientes de comentario a la Commedia, que por desgracia sólo cubren el primer canto del Inferno. Ellos son: Dante Alighieri. Divina Comedia. Infierno, Canto I. "Lectura Dantis", Traducción en prosa y comentario de Ettore Rognoni, Ediciones de "Presenza", sin fecha; y Juan R. Salas Errázuriz, El primer canto de la Divina Comedia, Mapocho, tomo IV, n° 1, 1965 (traducción en verso y notas).

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programas docentes italianos, son abundantes en ese país los comentarios de tipo escolar que se reeditan una y otra vez. Si el lector necesitara más "datos" que los ofrecidos por el comentario que utiliza, deberá recurrir, según la naturaleza de sus preguntas, a Paget Toynbee, Concise Dictionary of Proper Names and Notable Matters in the Works of Dante, New York, 1968 (primera edición, 1914), o a The Dante Encyclopedia, editada por Richard Lansing, New York & London, 2000. Para reencontrar lugares de la Commedia cuya ubicación cayó en el olvido, puede ser útil Edward Allen Fay, Concordance of the Divina Commedia, New York, 1969 (primera edición, 1888). Todo lo anterior, sin embargo, constituye un conjunto de ayudas para aclarar mediante "datos" lo que podría llamarse -como en la Edad Media- el sentido propiamente literal de la Commedia. Falta todavía por explorar el amplio campo de las posibilidades de interpretación del poema. Es claro que no es posible elaborar una interpretación sólida de él sin una clara comprensión del texto mismo en su significado más inmediato. Para alcanzar este punto de partida sirve la bibliografía ya indicada. Ahora bien; es claro que no todo lector se sentirá inclinado a elaborar una interpretación personal de la Commedia y se satisfará con una ajena, ya sea por temor de dar en alguna idea peregrina y antojadiza, expresión de su propia arbitrariedad más que de una comprensión objetiva de lo que Dante quiso decir, ya sea porque sus ocupaciones, responsabilidades e intereses le impiden detenerse morosamente en la consideración de esta sola obra. Vale la pena, entonces, inspirarse en el trabajo de otros para penetrar con mayor profundidad en el posible sentido de este poema grandioso y difícil de abarcar en una mirada totalizadora. Las obras que mencionaremos a continuación no constituyen una bibliografía completa ni siquiera en lo que se refiere a los aspectos intelectuales y culturales de la Commedia, sino que menciona tan sólo a aquéllas que han contribuido de manera más decisiva a la elaboración del presente libro. De carácter más introductorio son, por ejemplo, Dante de Paul Renucci (Paris, 1958), Dante de Francis Fergusson (New York, 1966) y los dos excelentes volúmenes de Dorothy L. Sayers, la célebre autora de novelas policiales, Introductory Papers on Dante (London, 1954) y Further Papers on Dante (London, 1957). De mayor envergadura y complejidad son las siguientes, las que, para evitar influir sobre el ánimo del lector respecto de su mayor o menor excelencia, serán enumeradas siguiendo el orden alfabético del apellido de sus autores. El romanista Erich Auerbach (1892-1957) publicó en Berlín en 1929 su libro Dante als Dichter der irdischen Welt ("Dante como poeta del mundo terrenal"); hay traducción al inglés (Dante, Poet of the Secular World, Chicago 1961) y al italiano (en el volumen Studi su Dante, Milano 1963, que recoge también otros trabajos de Auerbach sobre el poeta; hay reediciones). Pero los fundamentos de su "interpretación figural" de la Commedia y de otras obras literarias se aclararon definitivamente con la publicación del opúsculo Figura en 1939 (hay traducción castellana con el mismo título, Madrid 1998) y de Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literatur en 1942 (traducción castellana: Mímesis: la representación de la realidad en la literatura occidental, México 1950). En estas obras se explica que la interpretación figural "establece una relación entre dos acontecimientos o personas, por la cual uno de ellos no sólo tiene su significación propia sino que apunta también al otro, y éste, por su parte, asume en sí a aquél o lo consuma. Los dos polos de la figura están separados en el tiempo, pero en tanto que episodios o formas reales, están dentro del tiempo; ambos están contenidos en la corriente fluida de la vida

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histórica, pero la comprensión, el intellectus spiritualis de su conexión, es un acto espiritual" (Mímesis, trad. cit., pp.75-76). Étienne Gilson (1894-1978), filósofo y célebre historiador de la filosofía medieval (excelente su libro titulado L'esprit de la philosophie médiévale, 2ª ed., Paris 1948) y, en particular, del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, publicó en 1939 su Dante et la philosophie143 y en 1974 Dante et Béatrice: Études dantesques (reunión de diversos trabajos dispersos publicados en 1965-66 a propósito de la celebración de los 700 años desde el nacimiento de Dante). Los trabajos de Gilson sobre el poeta tienden, por una parte, a demoler ciertas interpretaciones excesivamente entusiastas que ven en la obra de Dante más alegorías de las que realmente existen en ella; y por la otra, a señalar aquellos puntos en que el pensamiento de Dante difiere radicalmente del de Santo Tomás de Aquino, particularmente en la doctrina política. "Bajo la presión de la pasión política de Dante," escribe Gilson, "la unidad de la cristiandad medieval regida por los papas se rompe bruscamente por la mitad [...] Lo más notable en la actitud de Dante es que él haya comprendido, con una profundidad de pensamiento por la que debe ser elogiado, que no se puede substraer totalmente lo temporal de la jurisdicción de lo espiritual a menos que se substraiga totalmente la filosofía de la jurisdicción de la teología. Es por haberlo visto y expresado con claridad que Dante ocupa un lugar prominente en la historia de la filosofía política en la Edad Media [...] La separación de la Iglesia y del Imperio presupone necesariamente la separación de la teología y de la filosofía, y es por esto que Dante, así como había roto en dos pedazos la unidad de la cristiandad medieval, rompe también medio a medio la unidad de la sabiduría cristiana, principio unificador y vínculo de la cristiandad. En uno y otro de estos principios vitales, este pretendido tomista ha herido de muerte la doctrina de Santo Tomás de Aquino" (Dante et la philosophie, 2ª ed., 1953, pp. 209-210). En la misma línea de negar la dependencia incondicional de Dante respecto del pensamiento de Santo Tomás de Aquino trabajó el gran dantista italiano Bruno Nardi (1884-1968). Entre sus más de 400 publicaciones, que abarcan diversos aspectos de la filosofía medieval y renacentista, se pueden destacar los siguientes libros sobre Dante: Saggi di filosofia dantesca, 2ª ed. revisada y aumentada, Firenze 1967; Dante e la cultura medievale, 2ª ed. aumentada, Bari 1949; Nel mondo di Dante, Roma 1944; La filosofia di Dante, Milano 1952; Dal "Convivio" alla "Commedia", Roma 1950. Él mismo definió el primer germen de la orientación general que adquirirían sus investigaciones sobre Dante al referir por qué, cuando trabajaba en su tesis doctoral en Lovaina, bajo la dirección de Maurice De Wulf, le interesó la interpretación hecha por el P. Mandonnet (el mismo al que fustigaba Gilson a propósito de Dante) del pensamiento de Siger de Brabante: "Pero a mí, estudiante italiano en un país extranjero, la obra de Mandonnet me interesaba especialmente por el problema planteado en el último capítulo acerca de la presencia de este averroísta, que en la calle del heno había silogizado verdades [que despertaban] envidias144, en el Paradiso de Dante [...] La solución propuesta por Mandonnet para este

143 Traducción castellana: Dante y la filosofía, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra S.A., 2004. 144 Alusión al pasaje en Par., X, 136-138: essa è la luce etterna di Sigieri, / che, leggendo nel Vico de li Strami, / silogizzò invidïosi veri ("ésa es la luz eterna de Siger, quien, enseñando en la Calle del Heno, dedujo verdades [que despertaron] envidias". El problema planteado por estos versos, al que hace velada alusión Nardi, es el siguiente. Siger de Brabante, averroísta que enseñaba en la Rue du Fouarre en París y cuyas doctrinas fueron reiteradamente condenadas por las autoridades eclesiásticas, fue colocado por Dante en el cielo del Sol junto con los más grandes santos doctores de la Iglesia; no contento con ello, el poeta hace que el

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problema no tardó en aparecérseme, más que simplista, pueril. Me parecía que dos prejuicios le habían impedido hallar el camino correcto. El primero de estos prejuicios consistía en una visión histórica inexacta de lo que había sido el averroísmo en la Edad Media y el Renacimiento. El segundo prejuicio de Mandonnet era considerar el pensamiento filosófico de Dante conforme en todo y para todo al de Santo Tomás. Ya entonces, mientras me esforzaba por entender en qué consistía verdaderamente el averroísmo, me concentré en leer con atención la Divina Comedia y el Banquete, y no sólo me percaté de que la fidelidad de Dante al tomismo es una leyenda, explicable tan sólo por el inseguro conocimiento que tenían muchos de la complejidad del pensamiento filosófico de la Edad Media, sino también de que en el desarrollo del pensamiento de Dante hay trazas notorias de la influencia que el averroísmo ejerció sobre su espíritu [...] Así es cómo hallé en Dante a mi primer y más verdadero maestro, a quien debo la mayor gratitud".145 Charles S. Singleton (1909-1985), quien fuera profesor en la Universidad de Harvard y en la Johns Hopkins University en Baltimore, publicó, además de la traducción con comentarios de la Commedia mencionada arriba, tres obras fundamentales sobre Dante: An Essay on the Vita Nuova (1949), Dante Studies I: Commedia, Elements of Structure (1954), y Dante Studies II: Journey to Beatrice (1958), todas ellas editadas en Cambridge, Mass. (Los dos últimos libros, junto con algunas otras monografías de Singleton sobre Dante, han sido reunidos y publicados en traducción italiana bajo el título La poesia della Divina Commedia, Bologna 1978). Las interpretaciones de la obra del poeta hechas por Singleton tienen como fundamento el esfuerzo por entender históricamente la mentalidad medieval y el modo cómo los principios del pensamiento de la época se reflejan en la obra dantesca. El mundo es para la Edad Media cristiana res creata, creatura de Dios, y exhibe, por consiguiente, en todos sus aspectos la impronta de su creador. Todas las cosas y todos los acontecimientos no son meramente ellos mismos sino también, además, signos o señales de Dios, "palabras" que hablan de él y cuyo significado es preciso saber comprender. Hay, pues, dos libros ofrecidos a la lectura del hombre y que contienen la palabra divina: la Biblia y la creación. Para Singleton, Dante "imitaba el modo de escribir de Dios"; por eso, invita a descubrir en los acontecimientos históricos, individuales o colectivos, su significado espiritual; por eso, también, utiliza en la Commedia la "alegoría de los teólogos", en la que el sentido literal no es tenido por ficticio, de modo que el sentido espiritual no lo anula sino que deja intacta su realidad histórica. De esta manera, el gran poema de Dante revela una estructura análoga a la del Éxodo bíblico; en la exégesis escrituraria, la huída de los israelitas de Egipto y su viaje por el desierto prefigura a la huída del alma del pecado y las correspondientes etapas del viaje espiritual: conversión, redención, juicio final y gloria eterna; análogamente, el viaje del protagonista de la Commedia desde la salida de la selva oscura, de la que no logra escapar por sus propios medios, hasta la visión de Dios, expresa una experiencia de conversión y redención hecha por el individuo Dante y descrita por el autor como válida para toda la humanidad. Dotado de un conocimiento poco común de la literatura patrística y de la teología medieval, Singleton ha dejado una obra que contribuye poderosamente a la comprensión de la actitud espiritual y del pensamiento de Dante por parte del hombre moderno.

elogio de Siger en el paraíso sea pronunciado nada menos que por Santo Tomás de Aquino, quien había sido en vida el más duro enemigo de los averroístas de París. 145 Cit. por F. Mazzoni en Bruno Nardi dantista, ensayo introductorio a B. Nardi, "Lecturae" e altri studi danteschi, Firenze 1990, p.7.

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Mencionemos por último dos buenas recopilaciones de artículos y capítulos de libros de diversos autores acerca de la obra de Dante: Dante Alighieri. Aufsätze zur Divina Commedia, recopilación e introducción de H. Friedrich, Darmstadt 1968; y Dante. Contemporary Perspectives, editado por A. A. Iannucci, Toronto 1997. En los Estados Unidos aparecen regularmente nuevas publicaciones y monografías sobre Dante y su obra, que es imposible mencionar aquí.

La música del verso. La lengua italiana es extraordinariamente musical debido a su fonética, en que la clara pronunciación de vocales y consonantes han hecho de ella la lengua del bel canto por excelencia. El verso italiano comparte, obviamente, esta característica, de modo que la lectura de un poema escrito en dicha lengua no podría considerarse plenamente gozada, por mucho que se haya penetrado en profundidad en su sentido, si no se ha escuchado cómo suenan los versos. Por este motivo, queremos obsequiar aquí a nuestro paciente lector hispanohablante que ignora la lengua italiana con algunas reglas mínimas de pronunciación del italiano, con el fin de que pueda intentar oír -aun cuando sea interiormente- los versos de la Commedia. Son reglas mínimas, ni completas ni estrictamente rigurosas, que no hemos querido complicar mediante el empleo de signos fonéticos que sólo conocen los especialistas, y están destinadas únicamente a prevenir errores en que fácilmente podría caer el lector de habla castellana. (1) En italiano no es admisible la confusión entre la pronunciación de la b labial y la v

labiodental. (2) Las sílabas ce, ci, cia, cie, cio, ciu en italiano se pronuncian como che, chi, cha, che,

cho, chu en castellano. En cambio, las sílabas italianas che, chi se pronuncian como ke, ki en castellano. Ejemplos: luce, chiesa (pron. luche, kiesa).

(3) Las sílabas ge, gi, gia, gie, gio, giu italianas se pronuncian como ye, yi, ya, ye, yo, yu en castellano; pero ghe, ghi se pronuncian como gue, gui en castellano, y gue, gui como güe, güi en castellano. En las sílabas gli, glia, glie, glio, gliu el grupo gl se pronuncia como l en castellano en el inicio de una palabra, pero en el interior de ella suena como dos l castellanas seguidas (pero no como la letra elle); por ejemplo: figlio suena como en castellano fil -lio. Las sílabas gna, gne, gni, gno se pronuncian como ña, ñe, ñi, ño en castellano: ingegno (pron. inyeño)

(4) Que, qui en italiano suenan como kue, kui en castellano. (5) La r italiana (especialmente la toscana) se pronuncia siempre como la ere, nunca como

la erre castellana. (6) La s entre vocales tiene en italiano un sonido sonoro ligeramente silbante; al comienzo

de las palabras, y doblada entre dos vocales, tiene un sonido sordo, como en castellano. En las sílabas sce, sci el grupo sc suena como sh en inglés o ch en francés. Las sílabas sche, schia, schiu suenan como ske, skia, skiu en castellano.

(7) La z suena como ds o ts, también cuando está duplicada: ozio (pron. otsio), razza (radsa), pazzo (patso).

(8) Las consonantes dobles en el interior de una palabra deben oírse como dobles: gab-bo, ec-co, pet-to, etc. El italiano no posee la letra elle, y las dos l seguidas han de tratarse como doble consonante: stel-la, nul-lo. Las sílabas cce, cci, ccia, ccie, cciu se pronuncian como tche, tchi, tcha, tche, tchu en castellano.

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En cuanto a la acentuación de las palabras, el ritmo de los versos de la Commedia es tan claro y bien definido que el lector hispanohablante no tendrá ninguna dificultad en hallarla de manera espontánea.