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ARISTÓTELES, texto 1 Física, Libro II-3, 194b-195a Hechas estas distinciones, tenemos que examinar las causas, cuáles y cuántas son. Puesto que el objeto de esta investigación es el conocer y no creemos conocer algo si antes no hemos establecido en cada caso el “porqué” (lo cual significa captar la causa primera), es evidente que tendremos que examinar cuanto se refiere a la generación y la destrucción y a todo cambio natural, a fin de que, conociendo sus principios, podamos intentar referir a ellos cada una de nuestras investigaciones. En este sentido se dice que es causa (1) aquel constitutivo interno de lo que algo está hecho, como por ejemplo, el bronce respecto de la estatua o la plata respecto de la copa, y los géneros del bronce o de la plata. En otro sentido (2) es la forma o el modelo, esto es, la definición de la esencia y sus géneros (como la causa de una octava es la relación del dos al uno, y en general el número), y las partes de la definición. En otro sentido (3) es el principio primero de donde proviene el cambio o el reposo, como el que quiere algo es causa, como es también causa el padre respecto de su hijo, y en general el que hace respecto de lo hecho, y lo que hace cambiar algo respecto de lo cambiado. Y en otro sentido (4) causa es el fin, esto es, aquello para lo cual es algo, por ejemplo, el pasear respecto de la salud. Pues ¿por qué paseamos? A lo que respondemos: para estar sanos, y al decir esto creemos haber indicado la causa. Y también cualquier cosa que, siendo movida por otra cosa, llega a ser un medio respecto del fin, como el adelgazar, la purgación, los fármacos y los instrumentos quirúrgicos llegan a ser medios con respecto a la salud. Todas estas cosas son para un fin, y se diferencian entre sí en que unas son actividades y otras instrumentos. ARISTÓTELES, Física, trad. de G. R. de Echandía, Madrid, Gredos, 1995, II-3 194b-195a (pp. 140-142)

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ARISTÓTELES, texto 1 Física, Libro II-3, 194b-195a

Hechas estas distinciones, tenemos que examinar las causas, cuáles y cuántas son. Puesto que el objeto de esta investigación es el conocer y no creemos conocer algo si antes no hemos establecido en cada caso el “porqué” (lo cual significa captar la causa primera), es evidente que tendremos que examinar cuanto se refiere a la generación y la destrucción y a todo cambio natural, a fin de que, conociendo sus principios, podamos intentar referir a ellos cada una de nuestras investigaciones. En este sentido se dice que es causa (1) aquel constitutivo interno de lo que algo está hecho, como por ejemplo, el bronce respecto de la estatua o la plata respecto de la copa, y los géneros del bronce o de la plata. En otro sentido (2) es la forma o el modelo, esto es, la definición de la esencia y sus géneros (como la causa de una octava es la relación del dos al uno, y en general el número), y las partes de la definición. En otro sentido (3) es el principio primero de donde proviene el cambio o el reposo, como el que quiere algo es causa, como es también causa el padre respecto de su hijo, y en general el que hace respecto de lo hecho, y lo que hace cambiar algo respecto de lo cambiado. Y en otro sentido (4) causa es el fin, esto es, aquello para lo cual es algo, por ejemplo, el pasear respecto de la salud. Pues ¿por qué paseamos? A lo que respondemos: para estar sanos, y al decir esto creemos haber indicado la causa. Y también cualquier cosa que, siendo movida por otra cosa, llega a ser un medio respecto del fin, como el adelgazar, la purgación, los fármacos y los instrumentos quirúrgicos llegan a ser medios con respecto a la salud. Todas estas cosas son para un fin, y se diferencian entre sí en que unas son actividades y otras instrumentos.

ARISTÓTELES, Física, trad. de G. R. de Echandía, Madrid, Gredos, 1995, II-3 194b-195a (pp. 140-142)

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ARISTÓTELES, texto 2 Ética a Nicómaco, Libro I, 1094a–1094b/1095a–1095b

2. Pero, claro está, si en el ámbito de nuestras acciones existe un fin que deseamos por él mismo —y los otros por causa de éste— y no es el caso que elegimos todas las cosas por causa de otra (pues así habrá un progreso al infinito, de manera que nuestra tendencia será sin objeto y vana), es evidente que ese fin sería el bien e, incluso el Supremo Bien. ¿Acaso, entonces, el conocimiento de éste tiene una gran importancia para nuestra vida y alcanzaremos mejor lo que nos conviene como arqueros con un blanco? Si ello es así, habrá que intentar captar, al menos mediante un bosquejo, cuál es este fin y a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que pertenece a la más importante y a la directiva por excelencia, y es manifiesto que ésta es la Política, pues es ella la que ordena qué ciencias tiene que haber en las ciudades y cuáles debe aprender cada uno y hasta dónde. Y vemos que las facultades más estimadas caen bajo ésta, como la Estrategia, la Economía y la Oratoria. Y como ésta [la política] se sirve del resto de las ciencias e incluso establece sobre qué se debe hacer y de qué cosas hay que abstenerse, el fin de ésta incluiría los de las demás, de manera que éste sería el bien propio del hombre. Porque si es el mismo para un individuo y para un Estado, mejor, desde luego, y más perfecto parece ser el Estado como para obtenerlo y conservarlo: es deseable incluso para un solo individuo, pero mejor y más divino para un pueblo y para los Estados. Pues bien, nuestra investigación apunta a esto y, en cierto modo, atañe a la Política. (…) 4. Ya que todo conocimiento y elección tienden a un bien, expongamos, para resumir, qué es aquello a lo que decimos que tiende la Política y cuál es el más elevado de todos los bienes que se alcanzan mediante la acción. Pues bien, sobre el nombre hay prácticamente acuerdo por parte de la mayoría: tanto la gente como los hombres cultivados le dan el nombre de “felicidad” y consideran que “bien vivir” y “bien-estar” es idéntico a “ser feliz”. Pero sobre la felicidad —qué cosa es— ya disputan y la gente no lo explica de la misma manera que los sabios. En efecto, unos la consideran una de las cosas visibles y manifiestas, como el placer, la riqueza o el honor; otros, otra cosa —y a menudo una misma persona la tiene por cosas diferentes: la salud, cuando está enfermo, y la riqueza cuando es pobre—. Mas si son conscientes de su propia ignorancia, admiran a los que dan una explicación imponente y superior a ellos: algunos pensaban que, además de todos esos bienes, existe otro por sí mismo, el cual es causa de que todos ellos sean bienes. En fin, quizá resulte vano investigar todas las opiniones y sea suficiente hacerlo con las más destacadas o las que parecen admitir alguna clase de argumentación. Mas no debe pasarnos inadvertido que hay diferencia entre los argumentos que proceden de los principios y aquellos que conducen a los principios. Ya Platón se cuestionaba esto correctamente y trataba de indagar si el método consiste en partir de los principios o ir hacia los principios —lo mismo que en la carrera del estadio: desde los árbitros hacia el extremo o al revés—. Desde luego hay que comenzar por las cosas cognoscibles; pero éstas son de dos clases: cognoscibles para nosotros y en sentido absoluto, por lo que quizá debemos comenzar por las cosas conocidas para nosotros. Por eso debe tener una buena educación en sus costumbres aquel que se dispone a oír con suficiencia sobre el bien y lo justo —y, en general, sobre Política—. Porque el principio es el “qué”, y si éste quedara suficientemente claro, no hará ninguna falta el “porqué”. Y una persona así ya tiene, o podría captar fácilmente, los principios. En cambio, aquel que carece de ambas cosas, que escuche las palabras de Hesíodo:

De todos el mejor es éste: quien lo comprende todo por sí mismo; bueno, a su vez, quien obedece al que bien dice. Mas quien no comprende por sí mismo ni, oyéndoselo a otro, lo pone en su interior, éste es, por su parte, un hombre inútil.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, trad. de J. L. Calvo, Madrid, Alianza Editorial, 2001, Libro I-1094a–1094b/1095a–1095b (pp. 48-51)

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ARISTÓTELES, texto 3 Ética a Nicómaco, Libro II,

1103a-1104a

1. Y, claro, dado que la virtud es doble —una intelectual [dianoética] y otra moral [ética]—, la intelectual toma su origen e incremento del aprendizaje en su mayor parte, por lo que necesita experiencia y tiempo; la moral, en cambio, se origina a partir de la costumbre, por lo que incluso de la costumbre ha tomado el nombre con una pequeña variación. De aquí resulta también evidente que ninguna de las virtudes morales se origina en nosotros por naturaleza: en efecto, ninguna de las cosas que son por naturaleza se acostumbran a otro comportamiento. Por ejemplo, la piedra, que se dirige por naturaleza hacia abajo, nunca podría acostumbrarse a dirigirse hacia arriba ni aunque uno tratara de acostumbrarla tirándola miles de veces hacia arriba; ni el fuego hacia abajo, nin ningún otro de los elementos que se originan de una manera podría acostumbrarse a un comportamiento diferente. Por consiguiente, las virtudes no se originan ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que lo hacen en nosotros que, de un lado, estamos capacitados naturalmente para recibirlas y, de otro, las perfeccionamos a través de la costumbre. Más aún: de cuanto se origina en nosotros por naturaleza primero recibimos las facultades y después ejercitamos sus actividades. (Ello es evidente con los sentidos, pues no por ver muchas veces o por oír muchas veces hemos recibido esos sentidos, sino al revés: los utilizamos porque los tenemos, no los hemos adquirido por utilizarlos.) Las virtudes, en cambio, las recibimos después de haberlas ejercitado primero. Lo mismo que, por lo demás, en las artes: lo que hay que hacer después de aprenderlo, eso lo aprendemos haciéndolo: por ejemplo, los hombres se hacen constructores construyendo y citaristas tocando la cítara. Pues bien, de esta manera nos hacemos justos realizando acciones justas y valientes. Esto lo corrobora lo que sucede en las ciudades: los legisladores hacen buenos a los ciudadanos con la costumbre. Ésta es la voluntad de todo legislador y cuantos no lo hacen bien, fracasan; y en esto reside la diferencia entre una buena y una mala constitución. Más aún: toda virtud se origina como consecuencia y a través de las mismas acciones. Y el arte, igual: de tocar la cítara se originan los buenos y los malos citaristas. Y de manera similar los constructores y todos los demás: de construir bien se harán buenos constructores y de construir mal, malos. Porque de no ser así, ninguna necesidad habría de que alguien enseñara, sino que todos habrían nacido buenos o malos. Pues bien, así sucede también con las virtudes: es realizando las acciones relativas a las transacciones con los hombres como unos nos hacemos justos y otros injustos; y realizando las acciones relativas a las situaciones de peligro, y acostumbrándonos a temer o a tener valor unos nos hacemos valientes y otros cobardes. E igualmente sucede con los aptetitos y la ira: unos se hacen templados y mansos y otros intemperantes e irascibles —unos por desenvolverse de una manera y otros de otra en las mismas circunstancias—. Bien, en una palabra: los hábitos se originan a partir de actividades correspondientes. Por ello hay que realizar actividades de una cierta clase, pues de acuerdo con las diferencias entre ellas se siguen los hábitos. En consecuencia, no es pequeña la diferencia entre habituarse en un sentido o en otro ya desde jóvenes; es de gran importancia o, mejor, de la máxima importancia. 2. Por tanto, puesto que el presente tratado no tiene por objeto la teoría, como los demás (pues no estamos examinando qué es la virtud por saberlo, sino para ser buenos, ya que su provecho sería nulo), se impone necesariamente examinar, en lo que concierne a las acciones, cómo hay que realizarlas, dado que son éstas las responsables de que los hábitos sean también de una cierta clase, tal como hemos dicho. Pues bien, el obrar conforme a la recta razón es un principio común y debe quedar asentado —más tarde se hablará sobre ello y sobre qué cosa es “la recta razón” y en qué relación está con las demás virtudes—. (…) Pues bien, antes que nada debemos considerar que estas tales [las virtudes éticas o morales] se pierden naturalmente por defecto o exceso, como vemos con el vigor y la salud (ya que hay que

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servirse de testimonios visibles en ayuda de lo invisible): los ejercicios gimnásticos excesivos o deficientes hacen que se pierda el vigor. E igualmente las bebidas y los alimentos acaban con la salud, si se producen en exceso o defecto, mientras que si son equilibrados la crean, la aumentan y la conservan. Pues bien, de esta manera sucede también con la templanza, la valentía y las demás virtudes. El que lo rehúye todo y es temeroso y no aguanta nada se hace un cobarde; y el que no teme nada en absoluto, sino que se enfrenta a todo, temerario. Igualmente, el que disfruta todo placer y no se abstiene de ninguno, se hace intemperante, pero el que rehúye todo, como los hombres toscos, es insensible. Por consiguiente se pierden la templanza y la fortaleza por el exceso y el defecto, mientras que se conservan por la mesura.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, trad. de J. L. Calvo, Madrid, Alianza Editorial, 2001, Libro II,1103a-1104a (pp. 75-78)

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ARISTÓTELES, texto 4 Política, Libro I, 1252a/1253a

1. Vemos que toda ciudad (pólis) es una comunidad y que toda comunidad está constituida en vista de algún bien, porque los hombres siempre actúan mirando a lo que les parece bueno; y si todas tienden a algún bien, es evidente que más que ninguna, y al bien más principal, la principal entre todas y que comprende todas las demás, a saber, la llamada ciudad (pólis) y comunidad civil (politiké). No tienen razón, por tanto, los que creen que es lo mismo ser gobernante de una ciudad (politikós), rey, administrador de su casa (oikonomikós) o amo de sus esclavos (despotikós), pensando que difieren enre sí por el mayor o menor número de subordinados, y no específicamente; que el que ejerce su autoridad sobre pocos es amo, el que la ejerce sobre más, administrador de su casa, y el que sobre más áun, gobernante o rey. Para ellos en nada difiere una casa grande de una ciudad pequeña, y en cuanto al gobernante y el rey, cuando la potestad es personal, el que la ejerce es rey; y cuando, según las normas de la ciencia política, alternativamente manda y obedece, es gobernante. Pero esto no es verdad, como resultará claro considerando la cuestión según el método que nosotros seguimos; porque de la misma manera que en las demás ciencias es menester dividir lo compuesto hasta llegar a sus simples, pues éstos son las últimas partes del todo, así también considerando de qué elementos consta la ciudad veremos mejor en qué difieren unas de otras las cosas dichas, y si es posible obtener algún resultado científico sobre cada una de ellas. 2. (…) La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene, por así decirlo, el extremo de toda suficiencia (autárkeia), y que surgió por causa de las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien. De modo que toda ciudad es por naturaleza, si lo son las comunidades primeras; porque la ciudad es el fin de ellas, y la naturaleza es fin. En efecto, llamamos naturaleza de cada cosa a lo que cada una es, una vez acabada su generación, ya hablemos del hombre, del caballo o de la casa. Además, aquello para lo cual existe algo y el fin es lo mejor, y la suficiencia es un fin y lo mejor. De todo esto resulta, pues, manifiesto que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social (zôon politikón), y que el insocial por naturaleza y no por azar o es mal hombre o más que hombre, como aquel a quien Homero increpa:

sin tribu, sin ley, sin hogar porque el que es tal por naturaleza es además amante de la guerra, como una pieza aislada en los juegos. La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra (lógos). La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad. La ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte; en efecto, destruido el todo, no habrá pie ni mano, a no ser equívocamente, como se puede llamar mano a una de piedra: una mano muerta será algo semejante. Todas las cosas se definen por su función y sus facultades, y cuando éstas dejan de ser lo que eran no se debe decir que las cosas son las mismas, sino del mismo nombre. Es evidente, pues, que la ciudad es por naturaleza y anterior al individuo, porque si el individuo separado no se basta a sí mismo será semejante a las demás partes en relación con el todo, y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita de nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios. Es natural en todos la tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue causa de los mayores bienes; porque así como el hombre perfecto es el mejor de los

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animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos; la peor injusticia es la que tiene armas, y el hombre está naturalmente dotado de armas para servir a la prudencia y la virtud, pero puede usarlas para las cosas más opuestas. Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales, y el más lascivo y glotón. La justicia, en cambio, es cosa de la ciudad, ya que la justicia es el orden de la comunidad civil, y consiste en el discernimiento de lo que es justo.

ARISTÓTELES; Política, trad. de J. Marías y Mª Araujo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970, Libro I, 1252a/1253a (pp. 1 y 3-5)

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AGUSTÍN DE HIPONA Sermón 43, 4

4. Esta ventaja sobre los animales debemos cultivarla con esmero grandísimo, reesculpirla en cierto modo y reformarla en nosotros; pero ¿quién ha de poder hacerlo sino el artífice que la formó? Nosotros pudimos deformar en nosotros la imagen de Dios; reformarla no podemos. Resumiendo lo dicho en breves palabras, tenemos existencia como los árboles y las piedras, vida como los árboles, sensación como las bestias y entendimiento como los ángeles. Con los ojos discernimos los colores, con los oídos los sonidos, con el olfato los olores, con el gusto los sabores, con el tacto los calores, con la inteligencia las acciones. Todos los hombres quieren entender; nadie hay que no lo quiera, mas no todos quieren creer. Se me dice: “Entienda yo y creeré”. Yo le respondo: “Cree y entenderás”. Habiendo, pues, surgido entre nosotros una como controversia por decir uno: “Entienda yo y creeré”, y responder yo: “Más bien cree y comprenderás”, llevemos el pleito al juez, y ninguno de los dos presuma fallar en causa propia. ¿A qué juez iremos? Examinando uno a uno a todos los hombres, no veo podamos hallar otro superior al hombre por quien Dios habla. No vayamos, pues, en esta controversia y asunto a los autores profanos; sea nuestro juez no un poeta, sino un profeta.

AGUSTÍN DE HIPONA; “Sermón 43”, 4, en Obras de san Agustín, trad. de Fr. Amador del Fueyo, Madrid, B.A.C., 1950, tomo VII, pp. 735 y 737

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DESCARTES, texto 1 Reglas para la dirección del espíritu, Regla IV

Así que es mucho más acertado no pensar jamás en buscar la verdad de las cosas que hacerlo sin método: pues es segurísimo que esos estudios desordenados y esas meditaciones oscuras turban la luz natural y ciegan el espíritu; y todos los que así acostumbran a andar en las tinieblas, de tal modo debilitan la penetración de su mirada que después no pueden soportar la plena luz: lo cual también lo confirma la experiencia, pues muchísimas veces vemos que aquellos que nunca se han dedicado al cultivo de las letras, juzgan mucho más firme y claramente sobre cuanto les sale al paso que los que continuamente han residido en las escuelas. Así pues, entiendo por método reglas ciertas y fáciles, mediante las cuales el que las observe exactamente no tomará nunca nada falso por verdadero, y, no empleando inútilmente ningún esfuerzo de la mente, sino aumentando siempre gradualmente su ciencia, llegará al conocimiento verdadero de todo aquello de que es capaz.

R. DESCARTES; Reglas para la dirección del espíritu, trad. de J. M. Navarro Cordón, Madrid, Alianza Editorial, 1984, Regla IV (El método es necesario para la investigación de la verdad de las cosas), p. 79

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DESCARTES, texto 2 Discurso del método, Parte II

Por todo lo cual, pensé que había que buscar algún otro método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo sus defectos. Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios, siendo un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente observadas, así también, en lugar del gran número de preceptos que encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes, supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de observarlos una vez siquiera. Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda. El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinare, en cuantas partes fuera posible y en cuantas requiriese su mejor solución. El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente. Y el último, hacer en todos unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada. Esas largas series de trabadas razones muy plausibles y fáciles, que los geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas de otras en igual manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho en buscar por cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más simples y fáciles de conocer; y considerando que, entre todos los que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos han examinado (…).

R. DESCARTES; Discurso del método, en Discurso del método. Meditaciones metafísicas, trad. de M. García Morente, Madrid, Espasa-Calpe,1976, Parte II, pp. 48-50

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DESCARTES, texto 3 Meditaciones metafísicas, Meditación Segunda

Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; estoy persuadido de que nada de lo que mi memoria, llena de mentiras, me representa, ha existido jamás; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son ficciones de mi espíritu. ¿Qué, pues, podrá estimarse verdadero? Acaso nada más sino esto: que nada hay cierto en el mundo. Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa diferente de las que acabo de juzgar inciertas y de la que no pueda caber duda alguna? ¿No habrá algún Dios o alguna otra potencia que ponga estos pensamientos en mi espíritu? No es necesario; pues quizá soy yo capaz de producirlos por mí mismo. Y yo, al menos, ¿no soy algo? Pero ya he negado que tenga yo sentido ni cuerpo alguno. Vacilo, sin embargo; pues ¿qué se sigue de aquí? ¿Soy yo tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no pueda ser? Pero ya estoy persuadido de que no hay nada en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpos; ¿estaré, pues, persuadido también de que yo no soy? Ni mucho menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado alguna cosa, es sin duda porque yo era. Pero hay cierto burlador muy poderoso y astuto que dedica su industria toda a engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que yo soy, puesto que me engaña y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte que, habiéndolo pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por constante que la proposición siguiente: “yo soy, yo existo”, es necesariamente verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu.

R. DESCARTES; Meditaciones metafísicas (1641), en Discurso del método. Meditaciones metafísicas, trad. de M. García Morente, Madrid, Espasa-Calpe, 1976, Meditación 2ª (De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil conocer que el cuerpo), pp.121-122

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DESCARTES, texto 4 Discurso del Método, Parte IV

Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no era mi ser enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más perfección en conocer que en dudar; y se me ocurrió entonces indagar por dónde había yo aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese efectivamente más perfecta. En lo que se refiere a los pensamientos, que en mí estaban, de varias cosas exteriores a mí, como son el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros muchos, no me preocupaba mucho el saber de dónde procedían, porque, no viendo en esos pensamientos nada que me pareciese hacerlos superiores a mí, podía creer que, si eran verdaderos, eran unas dependencias de mi naturaleza, en cuanto que ésta posee alguna perfección, y si no lo eran, procedían de la nada, es decir, estaban en mí, porque hay defecto en mí. Pero no podía suceder otro tanto con la idea de un ser más perfecto que mi ser, pues era cosa manifiestamente imposible que la tal idea procediese de la nada; y como no hay menor repugnancia en pensar que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto que en pensar que de nada provenga algo, no podía tampoco proceder de mí mismo; de suerte que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una naturaleza verdaderamente más perfecta que soy yo, y poseedora inclusive de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para explicarlo en una palabra, por Dios. A esto añadí que, supuesto que yo conocía algunas perfecciones que me faltaban, no era yo el único ser que existiese (aquí, si lo permitís, haré uso libremente de los términos de la escuela), sino que era absolutamente necesario que hubiese algún otro ser más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo e independiente de cualquier otro ser, de tal suerte que de mí mismo procediese lo poco en que participaba del Ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo también, por idéntica razón, todo lo demás que yo sabía faltarme, y ser, por lo tanto, yo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía advertir en Dios.

R. DESCARTES; Discurso del Método, en Discurso del método. Meditaciones metafísicas, trad. de M. García Morente, Madrid, Espasa-Calpe, 1976, Parte IV, pp. 63-64

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D. HUME, texto 1 Investigación sobre el conocimiento humano, Sección IV; Parte I

Todos los razonamientos referentes a las cuestiones de hecho parecen estar fundados en la relación de causa y efecto. Por medio de esta singular relación superamos la evidencia de nuestra memoria y nuestros sentidos. Si le preguntaras a una persona por qué cree en una cuestión de hecho que está fuera de su alcance inmediato, por ejemplo, que un amigo suyo está en el país, o en Francia, él te daría una razón, y esta razón consistiría a su vez en otro hecho, como una carta que le ha mandado o el conocimiento de sus primeras intenciones y promesas. El hombre que encuentra un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta concluirá que alguna vez hubo hombres en esa isla. Todos nuestros razonamientos con respecto a un hecho son de la misma naturaleza. Y, de este modo, se supone constantemente que hay alguna conexión entre el hecho presente y ese que se deduce de él. Si no hubiera nada que los relacionase, la inferencia sería del todo inexacta. La audición de una voz articulada y de un discurso racional en la oscuridad nos confirma la presencia de una persona. ¿Por qué? Porque estamos ante los más representativos efectos de la capacidad productiva humana. Si analizamos todos los restantes razonamientos de naturaleza semejante descubriremos que están fundados en la relación de causa y efecto, y que esta relación es cercana o remota, directa o colateral. El calor y la luz son efectos colaterales del fuego y uno de ellos puede ser efectivamente deducido del otro. Por tanto, si deseamos llegar a algo satisfactorio en lo referente a la naturaleza de esa evidencia que nos ofrece confirmación de las cuestiones de hecho, debemos entonces indagar cómo llegamos al conocimiento de la causa y el efecto. Me atrevo a sostener, a modo de proposición general que no admite excepción, que el conocimiento de esta relación no se logra, en ningún caso, mediante razonamientos a priori, sino que proviene enteramente de la experiencia, cuando encontramos que los objetos particulares están constantemente vinculados unos a otros.

D. HUME; Investigación sobre el conocimiento humano, trad. de A. Sánchez, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002, Sección IV (Dudas escépticas referentes a las operaciones del entendimiento), Parte I, pp. 90-91

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D.HUME, texto 2 Tratado de la natureza humana, Libro I, Parte I,; Sección VI

Me gustaría preguntar a esos filósofos que basan en tan gran medida sus razonamientos en la distinción de sustancia y accidente, y se imaginan que tenemos ideas claras de cada una de estas cosas, si la idea de sustancia se deriva de las impresiones de sensación o de las de reflexión. Si nos es dada por nuestros sentidos, pregunto: ¿por cuál de ellos, y de qué modo? Si es percibida por los ojos, deberá ser un color; si por los oídos, un sonido; si por el paladar, un sabor; y lo mismo con respecto a los demás sentidos. Pero no creo que nadie afirme que la sustancia es un color, un sonido o un sabor. La idea de sustancia deberá derivarse, entonces, de una impresión de reflexión, si es que realmente existe. Pero las impresiones de reflexión se reducen a nuestras pasiones y emociones, y no parece posible que ninguna de éstas represente una sustancia. Por consiguiente, no tenemos ninguna idea de sustancia que sea distinta de la de una colección de cualidades particulares, ni poseemos de ella otro significado cuando hablamos o razonamos sobre este asunto. La idea de sustancia, como la de modo, no es sino una colección de ideas simples unidas por la imaginación y que poseen un nombre particular asignado a ellas, mediante el cual somos capaces de recordar —a nosotros o a otros— esa colección. Pero la diferencia entre estas ideas consiste en que las cualidades particulares que forman una sustancia son referidas por lo común a un algo desconocido en que se supone inhieren; o bien, concediendo que esa ficción no tenga lugar, se supone que al menos están estrecha e inseparablemente conectadas entre sí por relaciones de contigüidad y causalidad. El resultado de todo esto es que, cuando descubrimos que una nueva cualidad simple —sea cual sea— guarda la misma conexión con las demás, la incluimos entre ellas, aunque no entrara en la primera concepción de la sustancia. Así, nuestra idea del oro puede ser en principio la de color amarillo, peso, maleabilidad, fusibilidad; sin embargo, al descubrir su solubilidad en agua regia, añadimos esta cualidad a las restantes, y suponemos que pertenece a la sustancia, como si su idea hubiera formado parte del compuesto desde el primer momento. Al ser considerado el principio de unión como parte fundamental de la idea compleja permite la entrada de cualquier cualidad que aparezca posteriormente, y es comprendida bajo esa idea del mismo modo que las otras, presentes desde el comienzo.

D. HUME; Tratado de la Natureza Humana, trad. de F. Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977, Libro I (Del entendimiento), Parte I (De las ideas: su origen, composición, conexión, abstracción, etc.), Sección VI (De los modos y la sustancia), pp. 104-106

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KANT

KANT, texto 1

«¿Qué es la ilustración?»

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he ahí el lema de la ilustración. La pereza y la cobardía son la causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (naturaliter majorennes); también lo son de que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. Es tan cómodo no estar emancipado. Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran mayoría de los hombres (…) considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. (…) Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza. (…) Por esta razón, pocos son los que, con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin embargo, con paso firme. Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valor de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo.

I. KANT; «¿Qué es la ilustración?», en Filosofía de la historia, trad. de E. Imaz, México, F.C.E., 1981, pp. 25-27

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KANT, texto 2

Prolegómenos a toda metafísica futura …

Así pues, disgustados del dogmatismo, que no nos enseña nada, e igualmente del escepticismo que, en todas partes, nada nos promete, ni aun el descanso en una ignorancia lícita; invitados por la importancia del conocimiento, del cual necesitamos, y desconfiando, tras larga experiencia, con relación a cada uno de los que creemos poseer, o de los que se nos ofrecen con el título de la razón pura, nos resta solamente una pregunta crítica, según cuya contestación podemos organizar nuestra conducta futura: ¿Es, en general, posible la metafísica? Pero esta pregunta no debe ser respondida por objeciones escépticas contra ciertas afirmaciones de una metafísica verdadera (pues por ahora no admitimos ninguna), sino por el concepto, sólo aún problemático, de una ciencia tal.

I. KANT; Prolegómenos a toda metafísica del porvenir que haya de poder presentarse como una ciencia, trad. de J. Besteiro, Buenos Aires, Aguilar, 1971 (Pregunta general de los prolegómenos: ¿Es en general posible la metafísica?), § 4, pp. 67-68

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KANT, texto 3 Crítica de la razón pura (1787)

No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella. Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto de dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla. Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas de un detenido examen y que no pueden despacharse de un plumazo es la de saber si existe semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia.

I. KANT, Crítica de la razón pura (1787), trad. de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1978, Introducción, I (Distinción entre el conocimiento puro y el empírico), pp. 41-42

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KANT, texto 4 Crítica de la razón pura (1781/1787)

Si llamamos sensibilidad a la receptividad que nuestro psiquismo posee, siempre que sea afectado de alguna manera, en orden a recibir representaciones, llamaremos entendimiento a la capacidad de producirlas por sí mismo, es decir, a la espontaneidad del conocimiento. Nuestra naturaleza conlleva el que la intuición sólo pueda ser sensible, es decir, que no contenga sino el modo según el cual somos afectados por objetos. La capacidad de pensar el objeto de la intuición es, en cambio, el entendimiento. Ninguna de estas propiedades es preferible a la otra: sin sensibilidad ningún objeto nos sería dado y, sin entendimiento, ninguno sería pensado. Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos). Las dos facultades o capacidades no pueden intercambiar sus funciones. Ni el entendimiento puede intuir nada, ni los sentidos pueden pensar nada. El conocimiento únicamente puede surgir de la unión de ambos. Mas no por ello hay que confundir su contribución respectiva. Al contrario, son muchas las razones para separar y distinguir cuidadosamente una de otra. Por ello distinguimos la ciencia de la reglas de la sensibilidad en general, es decir, la estética, respecto de la ciencia de las reglas del entendimiento en general, es decir, de la lógica.

I. KANT; Crítica de la razón pura, trad. de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1978, (A51/B75-A52/B76), I. (Doctrina trascendental de los elementos), 2ª parte (La lógica trascendental), p. 93

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KANT, texto 5 Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. (…) La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. (…) Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino más bien explicado, (…) vamos a considerar el concepto del deber (…) El deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. (…) Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado. Pues todos esos efectos —el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad ajena— pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por lo tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma —la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional—, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción. Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general —que debe ser el único principio de la voluntad—; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general —sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones— la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos.

I. KANT; Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de M. García Morente, México, Porrúa, 1977, Cap. I (Tránsito del conocimiento vulgar de la razón al conocimiento filosófico), pp. 21-27

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KANT, texto 6

Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria. (…) Un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad.

I. KANT; Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de M. García Morente, México, Porrúa, 1977, Cap. 2º (Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres), pp. 35-36

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KANT, texto 7

Crítica de la razón práctica

La autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales y de los deberes conformes a ellas; toda heteronomía del albedrío, en cambio, no sólo no funda obligación alguna, sino que más bien es contraria al principio de la misma y de la moralidad de la voluntad. En la independencia de toda materia de la ley (a saber, de un objeto deseado) y al mismo tiempo, sin embargo, en la determinación del albedrío por medio de la mera forma legisladora universal, de que una máxima tiene que ser capaz, consiste el principio único de la moralidad. Aquella independencia, empero, es libertad en el sentido negativo; esta propia legislación de la razón pura y, como tal, práctica es libertad en el sentido positivo. Así, pues, la ley moral no expresa nada más que la autonomía de la razón pura práctica, es decir, la libertad, y ésta es incluso la condición formal de todas las máximas, bajo cuya condición solamente pueden éstas coincidir con la ley práctica suprema.

I. KANT; Crítica de la razón práctica, trad. de E. Miñana y M. García Morente, México, Porrúa, 197, Parte 1ª (Teoría elemental de la razón pura práctica), Libro I (Analítica de la razón pura práctica), Cap. I (De los principios de la razón pura práctica), § 8, Teorema IV, p. 114

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KANT, texto 8 Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal). (…) En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad. Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial; lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad.

I. KANT; Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de M. García Morente, México, Porrúa, 1977, Cap. 2 (Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres), pp. 47-48

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J. LOCKE, texto 1 Ensayo sobre el gobierno civil, Cap. 2, § 6

§ 6. Pero, aunque ese estado natural sea un estado de libertad, no lo es de licencia; aunque el hombre tenga en semejante estado una libertad sin límites para disponer de su propia persona y de sus propiedades, esa libertad no le confiere derecho de destruirse a sí mismo, ni siquiera a alguna de las criaturas que posee, sino cuando se trata de consagrarla con ello a un uso más noble que el requerido por su simple conservación. El estado natural tiene una ley natural por la que se gobierna, y esa ley obliga a todos. La razón, que coincide con esa ley, enseña a cuantos seres humanos quieren consultarla que, siendo iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones; porque, siendo los hombres todos la obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, siendo todos ellos servidores de un único Señor soberano, llegados a este mundo por orden suya y para servicio suyo, son propiedad de ese Hacedor y Señor que los hizo para que existan mientras le plazca a Él y no a otro. Y como están dotados de idénticas facultades y todos participan en una comunidad de Naturaleza, no puede suponerse que exista entre nosotros una subordinación tal que nos autorice a destruirnos mutuamente, como si los unos hubiésemos sido hechos para utilidad de los otros, tal y como fueron hechas las criaturas de rango inferior, para que nos sirvamos de ellas. De la misma manera que cada uno de nosotros está obligado a su propia conservación y a no abandonar voluntariamente el puesto que ocupa, lo está asimismo, cuando no está en juego su propia conservación, a mirar por la de los demás seres humanos y a no quitarles la vida, a no dañar ésta, ni todo cuanto tiende a la conservación de la vida, de la libertad, de la salud, de los miembros o de los bienes de otro, a menos que se trate de hacer justicia a un culpable.

J. LOCKE; Ensayo sobre el gobierno civil, trad. de A. Lázaro Ros, Barcelona, Orbis, 1983, cap.2 (Del estado natural), § 6, p. 26

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J. LOCKE, texto 2 Ensayo sobre el gobierno civil, Cap. 7, § 89 y 90

§ 89. En consecuencia, siempre que cierto número de hombres se une en una sociedad renunciando cada uno de ellos al poder de ejecutar la ley natural, cediéndolo a la comunidad, entonces y sólo entonces se constituye una sociedad política o civil. Ese hecho se produce siempre que cierto número de hombres que vivían en el estado de Naturaleza se asocian para formar un pueblo, un cuerpo político, sometido a un gobierno supremo, o cuando alguien se adhiere y se incorpora a cualquier gobierno ya constituido. Por ese hecho autoriza a la sociedad o, lo que es lo mismo, a su poder legislativo para hacer las leyes en su nombre según convenga al bien público de la sociedad y para ejecutarlas siempre que se requiera su propia asistencia (como si se tratase de decisiones propias suyas). Eso es lo que saca a los hombres de un estado de Naturaleza y los coloca dentro de una sociedad civil [commonwealth], es decir, el hecho de establecer en este mundo un juez con autoridad para decidir todas las disputas y reparar todos los daños que pueda sufrir un miembro cualquiera de la misma. Ese juez es el poder legislativo, o lo son los magistrados que él mismo señale. Siempre que encontremos a cierto número de hombres asociados entre sí, pero sin disponer de ese poder decisivo a quien apelar, podemos decir que siguen viviendo en el estado de Naturaleza.

§ 90. Resulta, pues, evidente que la monarquía absoluta, a la que ciertas personas consideran como el único gobierno del mundo, es, en realidad, incompatible con la sociedad civil, y, por ello, no puede ni siquiera considerarse como una forma de poder civil. La finalidad de la sociedad civil es evitar y remediar los inconvenientes del estado de Naturaleza que se producen forzosamente cuando cada hombre es juez de su propio caso, estableciendo para ello una autoridad conocida a la que todo miembro de dicha sociedad pueda recurrir cuando sufre algún atropello, o siempre que se produzca una disputa y a la que todos tengan obligación de obedecer. Allí donde existen personas que no disponen de esa autoridad a quien recurrir para que decida en el acto las diferencias que surgen entre ellas, esas personas siguen viviendo en un estado de Naturaleza. Y en esa situación se encuentran, frente a frente, el rey absoluto y todos aquellos que están sometidos a su régimen.

J. LOCKE; Ensayo sobre el gobierno civil, trad. de A. Lázaro Ros, Barcelona, Orbis, 1983, cap. 7 (De la sociedad política o civil), § 89 y 90, p. 26

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MARX

K. MARX, texto 1 Manuscritos económico-filosóficos de 1844

¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humanos, actúa sobre el individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.

K. MARX, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, trad. de F. Rubio Llorente, Madrid, Alianza Editorial, 1968, Primer Manuscrito, XXIII (El trabajo enajenado), pp. 108-109

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K. MARX, texto 2 La ideología alemana

Por completo en contraposición a la filosofía alemana, que baja del cielo a la tierra, aquí se sube al cielo a partir de la tierra misma. Esto es, no se parte de lo que los hombres dicen, se imaginan, se representan, ni tampoco del hombre dicho, pensado, imaginado, representado, para desde ahí acceder al hombre de carne y hueso; se toma pie en el hombre realmente activo y a partir de su proceso vital real se expone la evolución de los reflejos y ecos ideológicos, de este proceso vital. También las formaciones nebulosas en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias del proceso material de su vida, empíricamente constatable y vinculado a premisas materiales. Con ello, la moral, la religión, la metafísica y demás ideologías, así como los contenidos de consciencia a ellos correspondientes, pierden bien pronto su apariencia de autonomía. Carecen de historia, carecen de evolución; son los hombres que evolucionan con su producción y su tráfico materiales los que, con esta realidad suya, cambian también su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la consciencia lo que determina la vida, sino la vida lo que determina la consciencia. De acuerdo con el primer enfoque, se parte de la consciencia como si se tratara del individuo viviente; de acuerdo con el segundo, que es el que corresponde a la vida real, se parte del individuo vivo, del individuo real, y la consciencia no es asumida sino como su consciencia.

K. MARX / F. ENGELS; La ideología alemana, en Marx. Antología, ed. de J. Muñoz, Barcelona, Península, 2002, p. 127

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K. MARX, texto 3 Contribución a la crítica de la economía política

El resultado general que obtuve y, una vez obtenido, sirvió de hilo conductor de mis estudios puede formularse brevemente de la siguiente manera. En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia. En un estadio determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o —lo cual sólo constituye una expresión jurídica de lo mismo— con las relaciones de producción dentro de las cuales se habían estado moviendo hasta ese momento. Esas relaciones se transforman de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia entonces una época de revolución social.

K. MARX; Contribución a la crítica de la economía política (1859), trad. de J. Tula y otros, México, Siglo XXI, 1986, Prólogo, pp. 4-5

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K. MARX, texto 4 El capital

De otra parte, el concepto de trabajo productivo se restringe. La producción capitalista no es ya producción de mercancías, sino que es, sustancialmente, producción de plusvalía. El obrero no produce para sí mismo, sino para el capital. Por eso, ahora, no basta con que produzca en términos generales, sino que ha de producir concretamente plusvalía. Dentro del capitalismo, sólo es productivo el obrero que produce plusvalía para el capitalista o que trabaja para hacer rentable el capital. (…) Por tanto, el concepto del trabajo productivo no entraña simplemente una relación entre la actividad y el efecto útil de ésta, entre el obrero y el producto de su trabajo, sino que lleva además implícita una relación específicamente social e históricamente dada de producción, que convierte al obrero en instrumento directo de valorización del capital. (…) La producción de plusvalía absoluta se consigue prolongando la jornada de trabajo más allá del punto en que el obrero se limita a producir un equivalente del valor de su fuerza de trabajo y haciendo que este plustrabajo se lo apropie el capital. La producción de plusvalía absoluta es la base general sobre que descansa el sistema capitalista y el punto de arranque para la producción de plusvalía relativa. En ésta, la jornada de trabajo aparece desdoblada de antemano en dos segmentos: trabajo necesario y trabajo excedente. Para prolongar el segundo se acorta el primero mediante una serie de métodos, con ayuda de los cuales se consigue producir en menos tiempo el equivalente del salario. La producción de plusvalía absoluta gira toda ella en torno a la duración de la jornada de trabajo; la producción de plusvalía relativa revoluciona desde los cimientos hasta el remate los procesos técnicos del trabajo y las agrupaciones sociales.

K. MARX; El capital, trad. de W. Roces, México, F.C.E., 1991, Tomo I (Crítica de la economía política), Libro I, Sección V, Cap. XIV (Plusvalía absoluta y relativa), pp. 425-426

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1

ORTEGA Y GASSET

J. ORTEGA Y GASSET, texto 1 ¿Qué es filosofía?

Lo primero, pues, que ha de hacer la filosofía es definir ese dato, definir lo que es “mi vida”, “nuestra vida”, la de cada cual. Vivir es el modo de ser radical: toda otra cosa y modo de ser lo encuentro en mi vida, dentro de ella, como detalle de ella y referido a ella. En ella todo lo demás es y es lo que sea para ella, lo que sea como vivido. La ecuación más abstrusa de la matemática, el concepto más solemne y abstracto de la filosofía, el Universo mismo, Dios mismo son cosas que encuentro en mi vida, son cosas que vivo. Y su ser radical y primario es, por tanto, ese ser vividas por mí, y no puedo definir lo que son en cuanto vividas si no averiguo qué es “vivir”. (…) Por lo tanto, el problema radical de la filosofía es definir ese modo de ser, esa realidad primaria que llamamos “nuestra vida”. Ahora bien, vivir es lo que nadie puede hacer por mí –la vida es intransferible–, no es un concepto abstracto, es mi ser individualísimo. Por vez primera, la filosofía parte de algo que no es una abstracción.

J. ORTEGA Y GASSET, ¿Qué es filosofía?, en Obras completas, vol. VII, Madrid, Revista de Occidente, 1966-1969, pp. 410-411

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2

J. ORTEGA Y GASSET, texto 2 El tema de nuestro tiempo

Hoy vemos claramente que, aunque fecundo, fue un error el de Sócrates y los siglos posteriores. La razón pura no puede suplantar a la vida: la cultura del intelecto abstracto no es, frente a la espontánea, otra vida que se baste a sí misma y pueda desalojar a aquélla. Es tan sólo una breve isla flotando sobre el mar de la vitalidad primaria. Lejos de poder sustituir a ésta, tiene que apoyarse en ella, nutrirse de ella como cada uno de los miembros del organismo entero. Es éste el estadio de la evolución europea que coincide con nuestra generación. Los términos del problema, luego de recorrer un largo ciclo, aparecen colocados en una posición estrictamente inversa de la que presentaron ante el espíritu de Sócrates. Nuestro tiempo ha hecho un descubrimiento opuesto al suyo: él sorprendió la línea en que comienza el poder de la razón; a nosotros se nos ha hecho ver, en cambio, la línea en que termina. Nuestra misión es, pues, contraria a la suya. A través de la racionalidad hemos vuelto a descubrir la espontaneidad. (…) El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo. Dentro de pocos años parecerá absurdo que se haya exigido a la vida ponerse al servicio de la cultura. La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir y mostrar que es la cultura, la razón, el arte, la ética quienes han de servir a la vida.

J. ORTEGA Y GASSET, El tema de nuestro tiempo, en Obras completas, vol. III, Madrid, Revista de Occidente, 1966-69, pp. 177-178.

 

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PLATÓN

PLATÓN, texto 1 República, Libro IV, 432b-435c

-Bien, hemos observado ya tres cualidades en el Estado; al menos así creo. En cuanto a la especie que queda para que el Estado alcance la excelencia, ¿cuál podría ser? La justicia, evidentemente. (…) Lo que desde un comienzo hemos establecido que debía hacerse en toda circunstancia, cuando fundamos el Estado, fue la justicia o algo de su especie. Pues establecimos, si mal no recuerdo, y varias veces lo hemos repetido, que cada uno debía ocuparse de una sola cosa de cuantas conciernen al Estado, aquella para la cual la naturaleza lo hubiera dotado mejor. -Efectivamente, lo dijimos. -Y que la justicia consistía en hacer lo que es propio de cada uno, sin dispersarse en muchas tareas, es también algo que hemos oído a muchos otros, y que nosotros hemos dicho con frecuencia. - En efecto, lo hemos dicho y repetido. -En tal caso, amigo mío, parece que la justicia ha de consistir en hacer lo que corresponde a cada uno, del modo adecuado. ¿Sabes de dónde lo deduzco? -No, dímelo tú. -Opino que lo que resta en el Estado, tras haber examinado la moderación, la valentía y la sabiduría, es lo que, con su presencia, confiere a todas esas cualidades la capacidad de nacer y —una vez nacidas— les permite su conservación. Y ya dijimos que, después de que halláramos aquellas tres, la justicia sería lo que restara de esas cuatro cualidades. -Es forzoso, en efecto. -Ahora, si fuera necesario decidir cuál de esas cuatro cualidades lograría con su presencia hacer al Estado bueno al máximo, resultaría difícil juzgar si es que consiste en una coincidencia de opinión entre gobernantes y gobernados, o si es la que trae aparejada entre los militares la conservación de una opinión pautada acerca de lo que debe temerse o no, o si la existencia de una inteligencia vigilante en los gobernantes; o si lo que con su presencia hace al Estado bueno al máximo consiste, tanto en el niño como en la mujer, en el esclavo como en el libre y en el artesano, en el gobernante como en el gobernado, en que cada uno haga sólo lo suyo, sin mezclarse en los asuntos de los demás. -Ciertamente, resultaría difícil de decidir. -Pues entonces, y en relación con la excelencia del Estado, el poder de que en él cada individuo haga lo suyo puede rivalizar con la sabiduría del Estado, su moderación y su valentía. (…) -Tampoco un hombre justo diferirá de un Estado justo en cuanto a la noción de la justicia misma, sino que será similar. -Similar, en efecto. -Por otro lado, el Estado nos pareció justo cuando los géneros de naturalezas en él presentes hacían cada cual lo suyo, y a su vez nos pareció moderado, valiente y sabio en razón de afecciones y estados de esos mismos géneros. -Es verdad. -Por consiguiente, amigo mío, estimaremos que el individuo que cuente en su alma con estos mismos tres géneros, en cuanto tengan las mismas afecciones que aquéllos, con todo derecho se hace acreedor a los mismos calificativos que se confieren al Estado.

PLATÓN; República, trad. de C. Eggers Lan, Madrid, Gredos, 1986, Libro IV, 432b-435c (pp. 221-226)

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PLATÓN, texto 2 República, Libro VI, 509c-511e

-Me temo que voy a dejar mucho de lado; no obstante, no omitiré lo que en este momento me sea posible. -No, por favor. -Piensa entonces, como decíamos, cuáles son los dos que reinan: uno, el del género y ámbito inteligibles; otro el del visible, y no digo ‘el del cielo’ para que no creas que hago juego de palabras. ¿Captas estas dos especies, la visible y la inteligible? -Las capto. -Toma ahora una línea dividida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma proporción, la del género de lo que se ve y otra la del que se intelige, y tendrás distinta oscuridad y claridad relativas; así tenemos primeramente, en el género de lo que se ve, una sección de imágenes. Llamo ‘imágenes’ en primer lugar a las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas las cosas que, por su constitución, son densas, lisas y brillantes, y a todo lo de esa índole. ¿Te das cuenta? -Me doy cuenta. -Pon ahora la otra sección de la que ésta ofrece imágenes, a la que corresponden los animales que viven en nuestro derredor, así como todo lo que crece, y también el género íntegro de cosas fabricadas por el hombre. -Pongámoslo. -¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado dividida, en cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo opinable es a lo cognoscible como la copia es a aquello de lo que es copiado? -Estoy muy dispuesto. -Ahora examina si no hay que dividir también la sección de lo inteligible. -¿De qué modo? -De éste. Por un lado, en la primera parte de ella, el alma, sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran imágenes, se ve forzada a indagar a partir de supuestos, marchando no hasta un principio sino hacia una conclusión. Por otro lado, en la segunda parte, avanza hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a imágenes —a diferencia del otro caso—, efectuando el camino con Ideas mismas y por medio de Ideas. -No he aprehendido suficientemente esto que dices. -Pues veamos nuevamente; será más fácil que entiendas si te digo esto antes. Creo que sabes que los que se ocupan de geometría y de cálculo suponen lo impar y lo par, las figuras y tres clases de ángulos y cosas afines, según lo que investigan en cada caso. Como si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de ahí en adelante no estiman que deban dar cuenta de ellas ni a sí mismos ni a otros, como si fueran evidentes a cualquiera; antes bien, partiendo de ellas atraviesan el resto de modo consecuente, para concluir en aquello que proponían al examen. -Sí, esto lo sé. -Sabes, por consiguiente, que se sirven de figuras visibles y hacen discursos acerca de ellas, aunque no pensando en éstas sino en aquellas cosas a las cuales éstas se parecen, discurriendo en vista al Cuadrado en sí y a la Diagonal en sí, y no en vista de la que dibujan, y así con lo demás. De las cosas mismas que configuran y dibujan hay sombras e imágenes en el agua, y de estas cosas que dibujan se sirven como imágenes, buscando divisar aquellas cosas en sí que no podrían divisar de otro modo que con el pensamiento. -Dices verdad. -A esto me refería como la especie inteligible. Pero en esta su primera sección, el alma se ve forzada a servirse de supuestos en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse más allá de los supuestos. Y para eso usa como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como claros respecto de los que eran sus imitaciones. -Comprendo que te refieres a la geometría y a las artes afines. -Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirmo que en ella la razón misma aprehende, por medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino

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realmente supuestos, que son como peldaños y trampolines hasta el principio del todo, que es no supuesto, y, tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Ideas, a través de Ideas y en dirección a Ideas, hasta concluir en Ideas. -Comprendo, aunque no suficientemente, ya que creo que tienes en mente una tarea enorme: quieres distinguir lo que de lo real e inteligible es estudiado por la ciencia dialéctica, estableciendo que es más claro que lo estudiado por las llamadas ‘artes’, para las cuales los supuestos son principios. Y los que los estudian se ven forzados a estudiarlos por medio del pensamiento discursivo, aunque no por los sentidos. Pero a raíz de no hacer el examen avanzando hacia un principio sino a partir de supuestos, te parece que no poseen inteligencia acerca de ellos, aunque sean inteligibles junto a un principio. Y creo que llamas ‘pensamiento discursivo’ al estado mental de los geómetras y similares, pero no ‘inteligencia’; como si el ‘pensamiento discursivo’ fuera algo intermedio entre la opinión y la inteligencia. -Entendiste perfectamente. Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afecciones que se generan en el alma; inteligencia, a la suprema; pensamiento discursivo, a la segunda; a la tercera asigna la creencia y a la cuarta la conjetura; y ordénalas proporcionadamente, considerando que cuanto más participen de la verdad tanto más participan de la claridad. -Entiendo y estoy de acuerdo en ordenarlas como dices.

PLATÓN; República, trad. de C. Eggers Lan, Madrid, Gredos, 1986, Libro VI, 509c-511e (pp. 334-337)

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PLATÓN, texto 3 República, Libro VII, 514a-517c

-Después de eso —proseguí— compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos. -Me lo imagino. -Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan hombres que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan. -Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros. -Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí? -Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas. -¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique? -Indudablemente. -Pues, entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven? -Necesariamente. -Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos? -¡Por Zeus que sí! -¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados? -Es de toda necesidad. -Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes.¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veían eran más verdaderas que las que se le muestran ahora? -Mucho más verdaderas. -Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran? -Así es. -Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos? -Por cierto, al menos inmediatamente. -Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la

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luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol. -Sin duda. -Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por sí, en su propio ámbito. -Necesariamente. -Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto. -Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones. -Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?-Por cierto. -Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y “preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre” o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida? -Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida. -Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol? -Sin duda. -Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo? -Seguramente. -Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y la contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.

PLATÓN; República, trad. de C. Eggers Lan, Madrid, Gredos, 1986, Libro VII, 514a-517c (pp. 338-342)

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PLATÓN, texto 4 Fedro, 246a-247c

Sobre la inmortalidad, baste ya con lo dicho. Pero sobre su idea hay que añadir lo siguiente: Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y su auriga. Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo. Y ahora, precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación de mortal e inmortal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado, y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de la fuerza de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente, nos figuramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural, por toda la eternidad. Pero, en fin, que sea como plazca a la divinidad, y que sean estas nuestras palabras. Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue. El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las miríficas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse a sus banquetes marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.

PLATÓN; Fedro, en Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro, trad. de C. García Gual, Madrid, Gredos, 1986, 246a-247c (pp. 345-348)

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PLATÓN, texto 5 Menón, 81c-82a

SÓCRATES .– (…) El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y visto efectivamente todas las cosas, tanto las de aquí como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido; de modo que no hay de qué asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando, pues, la naturaleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma aprendido todo, nada impide que quien recuerde una sola cosa —eso es lo que los hombres llaman aprender—, encuentre él mismo todas las demás si es valeroso e infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son otra cosa, en suma, que una reminiscencia. No debemos, en consecuencia, dejarnos persuadir por ese argumento erístico. Nos volvería indolentes, y es propio de los débiles escuchar lo agradable; este otro, por el contrario, nos hace laboriosos e indagadores. Y porque confío en que es verdadero, quiero buscar contigo en qué consiste la virtud. MENÓN .– Sí Sócrates, pero ¿cómo es que dices eso de que no aprendemos, sino que lo que denominamos aprender es reminiscencia? ¿Podrías enseñarme que es así? SÓCRATES .– Ya te dije poco antes, Menón, que eres taimado; ahora preguntas si puedo enseñarte yo, que estoy afirmando que no hay enseñanza, sino reminiscencia, evidentemente para hacerme en seguida caer en contradicción conmigo mismo. MENÓN .– ¡No, por Zeus, Sócrates! No lo dije con esa intención, sino por costumbre. Pero, si de algún modo puedes mostrarme que en efecto es así como dices, muéstramelo.

PLATÓN; Menón, en Diálogos II. Gorgias, Menéxeno, Eutidemo, Menón, Crátilo, trad. de F. J. Olivieri, Madrid, Gredos, 1983, 81c-82a (pp. 302-303)

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TOMÁS DE AQUINO Suma contra los gentiles, Libro 1, cap. 7

Aunque la citada verdad de la fe cristiana exceda la capacidad de la razón humana, no por eso las verdades racionales son contrarias a las verdades de fe. Lo naturalmente innato en la razónes tan verdadero, que no hay posibilidad de pensar en su falsedad. Y menos aún es lícito creer falso lo que poseemos por la fe, ya que ha sido confirmado tan evidentemente por Dios. Luego como solamente lo falso es contrario a lo verdadero, como claramente prueban sus mismas definiciones, no hay posibilidad de que los principios racionales sean contrarios a la verdad de la fe. Lo que el maestro infunde en el alma del discípulo es la ciencia del doctor, a no ser que enseñe con engaño, lo cual no es lícito afirmar de Dios. El conocimiento natural de los primeros principios ha sido infundido por Dios en nosotros, ya que Él es autor de nuestra naturaleza. La sabiduría divina contiene, por tanto, estos primeros principios. Luego todo lo que esté contra ellos está también contra la sabiduría divina. Esto no es posible de Dios. En consecuencia, las verdades que poseemos por revelación divina no pueden ser contrarias al conocimiento natural.

TOMÁS DE AQUINO; Suma contra los gentiles, trad. de L. Robles Carcedo y A. Robles Sierra, Madrid, B.A.C., 1967, Libro 1, cap. 7, p. 111

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NIETZSCHE

F. NIETZSCHE, texto 1 Crepúsculo de los ídolos

Historia de un error 1. El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, — él vive en ese mundo, es ese mundo.

(La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Transcripción de la tesis “yo, Platón, soy la verdad”.)

2. El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso (“al pecador que hace penitencia”).

(Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible, — se convierte en una mujer, se hace cristiana…)

3. El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo.

(En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea, sublimizada, pálida, nórdica, königsberguense.)*

4. El mundo verdadero — ¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?...

(Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto de gallo del positivismo.) 5. El “mundo verdadero” — una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga, — una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla!

(Día claro; desayuno; retorno del bon sens [buen sentido] y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)

6. Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!

(Mediodía; instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA [comienza Zaratustra].)

F. NIETZSCHE; Crepúsculo de los ídolos, trad. de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza Editorial, 1973, pp. 51-52 (Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula)

*. Königsberg: capital de la Prusia oriental, donde nació y vivió I. Kant.

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F. NIETZSCHE, texto 2 Fragmentos póstumos 1887-1889

Crítica del nihilismo. 1. (…) El nihilismo como estado psicológico tiene todavía una tercera y última forma. Dadas estas dos visiones, que con el devenir no se debe conseguir nada y que bajo todo el devenir no impera ninguna gran unidad en la que al individuo le sea lícito sumergirse por completo como en un elemento de supremo valor: entonces no queda más escapatoria que condenar todo este mundo del devenir como engaño e inventar un mundo que se encuentre más allá de este mismo como mundo verdadero. Pero tan pronto como el ser humano consigue averiguar que este mundo está construido a partir exclusivamente de necesidades psicológicas y que él no tiene en absoluto ningún derecho de llevar a cabo tales construcciones, surge entonces la última forma del nihilismo, que en sí encierra la increencia en un mundo metafísico, —, pues esa forma se prohíbe toda especie de subterfugios que conduzcan a transmundos y a falsas divinidades ― pero no se soporta este mundo que ya no se quiere negar… —¿Qué ha ocurrido en el fondo? El sentimiento de la ausencia de valor se llegó a tener cuando se comprendió que no es lícito interpretar el carácter global de la existencia ni con el concepto de “fin”, ni con el concepto de “unidad”, ni con el concepto de “verdad”. Con ello no se consigue ni se alcanza nada; en la multiplicidad del acontecer falta la unidad que lo abarque: el carácter de la existencia no es “verdadero”, es falso…, uno no tiene ya simplemente razón alguna para imaginarse un mundo verdadero… En resumen: las categorías de “fin”, “unidad”, “ser”, con las que nosotros hemos añadido un valor al mundo, nosotros mismos las retiramos de nuevo — y entonces el mundo parece carente de valor…

F. NIETZSCHE; Fragmentos póstumos IV, 1885-1889, trad. de J. L. Vermal y J. B. Llinares, Madrid, Tecnos, 2006, 11 [99] / (351), pp. 395-396.

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F. NIETZSCHE, texto 3 La ciencia jovial ("La gaya scienza")

341. El peso más pesado.— Qué pasaría si un día o una noche se introdujera a hurtadillas un demonio en tu más solitaria soledad para decirte: “Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla no sólo una, sino innumerables veces más; y sin que nada nuevo acontezca, una vida en la que cada dolor y cada placer, cada pensamiento, cada suspiro, todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida habrá de volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma sucesión — como igualmente esta araña y este claro de luna entre los árboles, e igualmente este momento, incluido yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una y otra vez — ¡y tú con él, minúsculo polvo en el polvo!”. ¿No te arrojarías entonces al suelo, rechinando los dientes, y maldiciendo al demonio que te hablara en estos términos? ¿O acaso ya has vivido alguna vez un instante tan terrible en que le responderías: “¡Tú eres un Dios y jamás he escuchado nada más divino!”? Si aquel pensamiento llegara a apoderarse de ti, tal como eres, te transformaría y tal vez te aplastaría; la pregunta decisiva respecto a todo y en cada caso particular sería ésta: “¿Quieres repetir esto una vez más e innumerables veces más?” ¡Esto gravitaría sobre tu acción como el peso más pesado! Pero también: ¡qué feliz tendrías que ser contigo mismo y con la vida, para no desear nada más que esta última y eterna confirmación y sanción!

F. NIETZSCHE; La ciencia jovial («La gaya scienza»), trad. de G. Cano, Barcelona, RBA, 2014,Libro IV, § 341, pp. 530-531