adolfo gilly sobre el cardenismo
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Adolfo Gilly
Una cierta idea de México.Presencia, nostalgia y persistencia del cardenismo
Adolfo Gilly nació en Buenos Aires, en 1928. Actualmente reside en la
México, D.F.. Fue miembro del Partido Obrero Revolucionario
Trotskysta (POR-T), y actualmente lo es del Partido Revolucionario
Democrático (PRD).
Ha participado en varias juntas con el Subcomandante Marcos y es
colaborador de Narconews. De 1997 a 1999 laboró como consejero del
entonces jefe de gobierno de la ciudad de México, Cuauhctémoc
Cárdenas Solórzano.
Es profesor de Historia y Ciencia Política de la Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Colabora para el periódico La Jornada, sobre temáticas vinculadas
a la globalización y al movimiento zapatista.
Es autor de numerosos libros sobre la historia y la política de México y
Latinoamérica (entre otros, La revolución interrumpida y El
cardenismo: una utopía mexicana). Se lo considera uno de
los pensadores marxistas más prolíficos de México.
1.
1
El cardenismo conformado en los años del presidente Lázaro Cárdenas es
a la vez la consolidación de la nueva forma de Estado surgida de la
revolución mexicana; el cierre de un ciclo de transformaciones sociales
revolucionarias abierto en 1910; y el momento constitutivo de un
ideario, un programa y un imaginario nacionales, que perduraría a lo
largo del siglo XX como una parte esencial de la conciencia y de los
modos políticos de las sucesivas generaciones mexicanas.
En otras palabras: en la reformas cardenistas culmina un ciclo de treinta
años (1910-1940) a lo largo del cual es destruido el Antiguo Régimen
liberal-oligárquico y, en la materialidad conflictiva de la vida social, se
disputa, se debate y se reconfigura la comunidad nacional y estatal
mexicana. Ese período es casi coincidente con las tres décadas que Arno
Mayer denomina la Guerra de Treinta Años del siglo XX,1 los años de
hierro y de fuego entre el principio y el fin de las dos guerras mundiales
(1914-1945), cuando por fin se desplomó el Antiguo Régimen en el
continente europeo, preludio de la subsiguiente destrucción de sus
grandes imperios coloniales.
En la memoria y en el imaginario nacionales, esas tres décadas y su
culminación cardenista permanecen como presencia, como nostalgia y
como utopía intemporal, resplandor de una hoguera que fue y que nadie
sabe si todavía será, porque sus promesas se quedaron truncas pero
nunca fueron renegadas.
2.
Diez años de revolución armada (1910-1920) condensaron en los hechos y
en la experiencia de los subalternos saberes y certidumbres sobre sus
propias capacidades de rebelarse, organizarse, ejercer el mando, dominar
las artes de la guerra y vencer las adversidades. El caballo y las armas,
vedados a tantos de ellos en las sociedades de Antiguo Régimen, fueron
para muchos su primera conquista material en la revolución. Era el
ejercicio y la afirmación de la igualdad y de la individualidad o, en otras
palabras, de esa conquista inmaterial que es el respeto a cada uno como
condición de la convivencia entre todos.1 Arno Mayer, La persistance de l’Ancien Régime – L’Europe de 1848 à la Grande Guerre, Flammarion, Paris, 1983.
2
Esta afirmación pasa necesariamente por un ciclo de violencia desde
abajo que es venganza de agravios antiguos y valoración de existencias y
voluntades presentes. Esa violencia está descrita en toda su elemental
verdad inmediata en la gran novela de la revolución, Los de abajo. En
Morelos, antes de que los zapatistas llegaran a formular su programa en
el Plan de Ayala, antes mismo de que la revolución del sur se llamara
zapatista, desde que los pueblos del sur comenzaron a sublevarse en
febrero de 1911, las acciones de los insurrectos siguieron, sin acuerdo
previo, un patrón tan antiguo como las guerras campesinas: toma de
pueblos, apertura de la cárcel y liberación de los presos, requisa de
armas, quema de los archivos municipales, fusilamientos por viejas
ofensas y odios acumulados, voladura de la tienda de raya, incendios de
haciendas, secuestros de hacendados y ricos para financiamiento de la
rebelión, ejecución de jefes políticos y prefectos. Describe bien este
patrón de conducta una investigación reciente, Los orígenes del
zapatismo, de Felipe Avila2. A esta furia de abajo respondía, con igual o
mayor saña, la furia de la represión del ejército y de los terratenientes.
Este terror desde abajo, no planeado y sin límites previsibles, es la forma
en que los subalternos insurrectos, carentes todavía de palabras y de
programa, se constituyen como sujetos y afirman ante propios y extraños
su existencia como cuerpo colectivo. Es una violencia constitutiva de un
nuevo “nosotros”, ese nosotros siempre negado para ellos. Como lo
muestran crónicas e historias, ese terror es también selectivo: algunas
haciendas y algunos personajes odiados pagan con la destrucción o con la
vida, otros se salvan porque la memoria de los de abajo conserva el
recuerdo de un trato diferente.
3.
El ciclo de los diez años de la revolución armada es así la historia de la
conformación de un nuevo sujeto subalterno con el cual deberán tratar
los gobernantes que salgan de esa revolución, como parte de la gran
reconfiguración por la violencia de la comunidad estatal nacional. Ambos
sujetos, gobernantes y subalternos, heredan formas históricas de mando 2 Felipe Arturo Ávila Espinosa, Los orígenes del zapatismo, El Colegio de México/UNAM, México, 2001.
3
y obediencia, pero al mismo tiempo se determinan entre si y se moldean
los unos a los otros y dan contenidos nuevos a aquellas formas heredadas.
La ocupación de la ciudad de México, sede inmemorial del poder, por los
ejércitos campesinos de Villa y de Zapata, es un momento culminante de
esa formación de subjetividades, como lo son también la destrucción del
Ejército Federal por la División del Norte en la batalla de Zacatecas; la
organización del gobierno autónomo zapatista en el sur; y la existencia en
1915 de al menos tres gobiernos simultáneos: el de Morelos, el de
Chihuahua y el de Veracruz, con sus respectivas administraciones y
legalidades.
4.
En las vicisitudes de ese ciclo se conforma y se educa, en su trato con
esos subalternos en revolución, una élite dirigente joven y diversa de la
consolidada en los tiempos del Porfiriato. Alvaro Obregón podría ser la
figura paradigmática, pero los nombres son muchos y los caracteres muy
diversos entre sí: Luis Cabrera, Felipe Carrillo Puerto, Francisco J.
Múgica, Lucio Blanco, Plutarco Elías Calles, Salvador Alvarado, Joaquín
Amaro, Juan Andrew Almazán, Saturnino Cedillo, Antonio Díaz Soto y
Gama, Lázaro Cárdenas, José Vasconcelos, Francisco Serrano, Luis
Morones, Adolfo de la Huerta. Todos irán al torbellino de los años 20
después del asesinato de Emiliano Zapata, de la muerte violenta de
Venustiano Carranza, del triunfo de la rebelión de Agua Prieta y de la
pacificación de Pancho Villa en la hacienda de Canutillo.
5.
Las leyes de enero de 1915 en Veracruz y su secuela, la Constitución de
1917, son el conjunto de normas jurídicas formales en que la nueva élite
dirigente surgida de la revolución llega a ponerse de acuerdo para
afirmar su propio gobierno y para dar sustento legal a una nueva
hegemonía y a una nueva relación de mando y obediencia con esos
subalternos trasformados por la revolución. Esa juridicidad,
particularmente en algunos de sus artículos clave: el 3º (educación), el 27
(tierra y subsuelo), el 115 (municipios), el 123 (trabajo), el 130 (Iglesia
católica), encierra las promesas y marca los límites de la nueva forma de
4
comunidad estatal que se trata de consolidar y cristalizar desde 1920 en
adelante, en el período de la “reconstrucción”.
En otras palabras, esas disposiciones legales dejan abiertos y amplían en
medida antes desconocida los límites y los dominios de lo contencioso
estatal, de aquello que aún está por definirse en el debate, la disputa y la
conflictividad jurídica y social, antes de consolidarse como relación
legítima, es decir, estable y reconocida por todos. Esos dominios son
vastos: abarcan el régimen de tenencia y posesión de tierras, aguas y
bosques y los derechos preexistentes de pueblos y comunidades
campesinas e indígenas; la propiedad del petróleo, las minas y el
subsuelo de la nación; el estatuto jurídico de la relación entre capital y
trabajo y los derechos sociales y de organización de los asalariados; el
federalismo y el gobierno municipal; la delimitación y la defensa de la
nación y de su territorio; el estatuto de las fuerzas armadas en relación
con el poder político.
6.
En las turbulencias mexicanas de los años 20 se materializa y se dirime
ese terreno de lo contencioso, tanto en sus objetos como en sus métodos.
En su violencia institucionalizada o delimitada –si así se la puede llamar-
se gesta y empieza a consolidarse una nueva relación, tanto en el interior
de la élite dirigente –ante todo los generales de la revolución, pero no
sólo ellos-, como entre esa élite y las clases subalternas donde todavía
proliferan las armas y las costumbres de la guerra civil, incluído su
peculiar sentido de la obediencia y del honor.
Los años 20 son los de las intrigas, las rebeliones y las depuraciones
entre los militares, las huelgas broncas (desde los tranviarios de 1921 y
los petroleros de 1925 hasta los ferrocarrileros de 1926) y las guerrillas
agraristas y sus caudillos, desde San Luis Potosí hasta Veracruz. Son los
días de la incertidumbre en las relaciones con Estados Unidos y el
estatuto legal del subsuelo nacional. Son los tiempos de la guerra cristera
y de la definición, violenta también, de las relaciones cuadrangulares
entre el Estado, la Iglesia católica, el Vaticano y el catolicismo agrario
mexicano, conflictos mucho más determinantes de cuanto se reconoce
5
para lo que vendría en los años 30. Son los de los planes educativos de
Vasconcelos primero y Moisés Sáenz después, los días de los muralistas,
los Contemporáneos y la bohemia intelectual de la posguerra y la
posrevolución. Son también, como tantas veces se ha dicho, los años de
la creación de las instituciones administrativas, bancarias, educativas,
militares, partidarias, sindicales. Son, en definitiva, los años de la
reconstrucción de un andamiaje estatal que recibe en la diplomacia, las
finanzas, las comunicaciones, las relaciones con el aparato productivo,
una herencia y una experiencia no siempre reconocidas provenientes de
las desplazadas clases dirigentes del Antiguo Régimen porfiriano y de su
idea de nación. Es el turbulento período que los jefes sonorenses
llamaron de la reconstrucción.
Primero en la revolución como militares, luego en la “reconstrucción”
como políticos y estadistas, se forman Lázaro Cárdenas, Francisco J.
Múgica y el grupo dirigente protagonista de las grandes reformas del
sexenio cardenista. Nada de lo que hicieron sería imaginable sin esa
escuela previa y sin la capacidad de cada uno para asimilar en sus ideas y
en su carácter aquellas experiencias y enseñanzas. Esas fueron las dos
décadas de formación, tanto entre los de arriba como entre los de abajo,
de lo que en los años 30 vendría a ser el cardenismo.
7.
William Roseberry, en su ensayo sobre “Hegemonía y lenguaje
contencioso”,3 estudia la idea de hegemonía en Antonio Gramsci a
propósito de un conjunto de ensayos sobre el México moderno y anota el
proceso de formación concomitante de las clases dirigentes y las
subalternas como característico de la constitución en el tiempo de una
forma de Estado, uno de cuyos rasgos sería “la diferenciación espacial, el
desparejo y desigual desarrollo de poderes sociales en espacios
regionales”.
3 William Roseberry, “Hegemony and the Language of Contention”, en Gilbert M. Joseph and Daniel Nugent (eds.), Everyday Forms of State Formation – Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico, Duke University Press, Durham, 1994, ps. 355-366 (próxima edición en español, Ediciones Era, México, 2002).
6
En ese proceso de formación, escribe Roseberry, “Gramsci no supone que
los grupos subalternos están capturados o inmovilizados por una especie
de consenso ideológico” Por el contrario,
…las relaciones entre los grupos gobernantes y los subalternos se caracterizan por la disputa, la lucha y la discusión. Lejos de dar por sentado que el grupo subalterno acepta pasivamente su destino, Gramsci prevé con claridad una población subalterna mucho más activa y capaz de enfrentamiento que la que muchos de los intérpretes de Gramsci han supuesto. No obstante, sitúa la acción y la confrontación dentro de las formaciones, instituciones y organizaciones del Estado y de la sociedad civil en las que viven las poblaciones subordinadas.
De donde llega a la siguiente conclusión:
Esa es la manera en que opera la hegemonía. Propongo que utilicemos ese concepto no para entender el consenso sino para entender la lucha; la manera en que el propio proceso de dominación moldea las palabras, las imágenes, los símbolos, las formas, las organizaciones, las instituciones y los movimientos utilizados por las poblaciones subalternas para hablar de su dominación, confrontarla, acomodarse a ella o resistirla. Lo que la hegemonía construye no es, entonces, una ideología compartida, sino un marco común material y significativo para vivir a través de los órdenes sociales caracterizados por la dominación, hablar de ella y actuar sobre ellos.
Ese marco común material y significativo es, en parte, discursivo: un lenguaje común o manera de hablar sobre las relaciones sociales que establece los términos centrales en torno de los cuales (y en los cuales) pueden tener lugar la controversia y la lucha.
De este tipo es el marco que se configura entre 1910 y 1934 y se
consolida y cristaliza como forma específica de la hegemonía en México
en los días del presidente Lázaro Cárdenas.
8.
La historiografía oficial posrevolucionaria, concebida en tanto historia de
las élites revolucionarias y nacionalistas, centra en México este último
período en la figura de Lázaro Cárdenas, como en la India en la de
Gandhi o en Sudáfrica en la de Nelson Mandela.
7
Esta historiografía es susceptible de la crítica que Ranajit Guha4 hace a la
historiografía del nacionalismo en la India, dominada durante mucho
tiempo, escribe, “tanto por el elitismo colonialista como por el elitismo
burgués-nacionalista”:
Ambas variedades de elitismo comparten un prejuicio: que la construcción de la nación india y el desarrollo de la conciencia que moldeó ese proceso –el nacionalismo-, fueron logros exclusiva o predominantemente de élite. En las historiografías colonialista y neocolonialista estos logros son atribuidos a funcionarios y administradores del gobierno colonial británico, a sus políticas, instituciones y cultura; en los estudios nacionalistas y neonacionalistas, a personalidades, instituciones, actividades e ideas de la elite india.[…]
Lo que no puede hacer, sin embargo, una escritura histórica de este tipo es explicarnos el nacionalismo indio, ya que no reconoce, y menos interpreta, la contribución del pueblo por si mismo, es decir, independientemente de la élite, a la formación y desarrollo de ese nacionalismo. […] Lo que queda claramente fuera de esta historiografía ahistórica es la política del pueblo.
Existió en la India en la época colonial, aparte de la política de la élite
nacionalista, prosigue Guha, otra esfera de la política donde los “actores
principales” no eran aquellas élites nacionalista o colonialista,
sino las clases y grupos subalternos que constituían la masa de la población trabajadora y el estrato intermedio de la ciudad y el campo, en suma, el pueblo. Esta era una esfera autónoma, dado que no se originaba en la política de élite ni su existencia dependía de ella. […] Este dominio autónomo, tan moderno como la política de élite, se distinguía por su relativa mayor profundidad, tanto temporal como de estructura.
En la revolución mexicana esta dimensión de la “política autónoma de los
subalternos”, liberada en la explosión revolucionaria inicial y
materializada en las acciones de los ejércitos y partidas militares de los
campesinos, no desaparece ni es absorbida totalmente por el Estado
posrevolucionario. Más bien se incluye en forma activa en lo que William
Roseberry define y describe como “hegemonía”, ese marco común
material, significativo y discursivo “que establece los términos
4 Ranahit Guha, “On Some Aspects of the Historiography of Colonial India”, en Ranahit Guha (ed.), Subaltern Studies I. Writings on South Asian History and Society, Oxford University Press, Delhi, 1996. (Citado de la edición en castellano, Silvia Rivera y Rossana Barragán (comps.), Debates post-coloniales, Historias, Cochabamba, 1997, ps. 25-32).
8
centrales en torno de los cuales (y en los cuales) pueden tener lugar la
controversia y la lucha”.
Pero, aún dentro de ese marco, aquella dimensión autónoma persiste
como “discurso oculto”5 de los subalternos, como formas en apariencia no
políticas de su actividad y su socialidad cotidianas, como un astro oscuro
cuya presencia determina muchos movimientos, reacciones, cautelas o
representaciones de las élites dirigentes, las más de las veces sin que
ellas mismas alcancen a registrarlo en su conciencia.
Si las clases gobernantes, por error de cálculo o necesidad, llegan a
romper aquellos marcos, es decir, a violar sistemáticamente las normas
flexibles pero precisas de su propia hegemonía, ese astro oscuro se sale
de órbita y sus movimientos en tal caso son violentos. Es lo que sucedió
en México entre 1910 y 1911 y lo que pudo haberse repetido, bajo otra
forma, sin las reformas cardenistas de la segunda mitad de los años 30.
9.
Recapitulemos. Varios procesos complejos contienden entre sí y
confluyen en las reformas sociales e institucionales:
a) Nueva relación entre gobernantes y subalternos.
b) Consolidación de las instituciones y funciones del aparato estatal,
desde la banca hasta la administración y la educación.
c) Consolidación y expansión de una estructura industrial y productiva
cuyos cimientos fueron echados en la época de Porfirio Díaz.
d) Confrontación y estabilización de las relaciones del aparato estatal con
la más antigua institución del país: la Iglesia Católica.
e) Expansión sin precedentes de la educación y de un ejército de
difusores y mediadores entre el gobierno y la población trabajadora
agraria y urbana: maestros, topógrafos, agrimensores, inspectores del
trabajo, autoridades ejidales, organizadores sindicales, personal
hospitalario.
f) Depuración y profesionalización progresiva del Ejército.
5 James C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia – Discursos ocultos, Ediciones Era, México, 2000.
9
g) Organización del partido del Estado –PNR, PRM- como forma y marco
de la política reconocida como legítima, es decir, de la política
institucional y corporativa.
h) Establecimiento de los marcos jurídicos de lo contencioso: Ley Federal
del Trabajo, Juntas de Conciliación y Arbitraje, los catorce puntos de
Monterrey en 1936, Código Agrario y disposiciones conexas, el gobierno
como “árbitro y regulador de la vida social”.
i) Conformación de las organizaciones de las clases subalternas
legitimadas por el Estado: sindicatos industriales, CTM, Confederación
Nacional Campesina.
j) Diplomacia y política exterior nacionalistas y autónomas: en especial, la
definición y la estabilización de la relación con Estados Unidos, cuestión
indispensable para la consolidación soberana del Estado mexicano; y la
solidaridad y los apoyos de muy diverso tipo a la República Española
desde 1936 en adelante, verdadera apuesta política conciente del
gobierno cardenista a un cambio favorable a la revolución mexicana en la
situación europea y mundial
10.
Sobre esta construcción de contenciosos nacionales y sociales,
instituciones estatales y relaciones entre gobierno y población, se
insertan, se nutren y se explican las dos grandes reformas de fondo del
período: el reparto agrario (1936) y la expropiación petrolera (1938). Es
una visión diferente de aquella de los jefes sonorenses (en especial de
Calles), más profunda en las estructuras y más visionaria en los tiempos
del pasado y del futuro. Es una diversa construcción de hegemonía,
mucho más sensible a la presencia y la gravitación del astro oscuro: la
existencia autónoma de los subalternos y de su política propia, llámense
éstos agraristas, sindicalistas, cristeros, yaquis o sin nombre.
El reparto agrario y sus formas específicas de tenencia de la tierra, el
ejido ante todo, fueron la respuesta a la justicia y a la guerra. No iba a
haber paz sin la tierra: era la realización de la frase de Romain Rolland:
“por la revolución, la paz”, hecha título en 1931 en el libro clásico de
Frank Tannenbaum, Peace by Revolution. Esa respuesta venía desde el
centro de gravedad agrario e indígena de México, no de la modernidad de
10
la agricultura sonorense: desde los pueblos del centro y del sur, las
comunidades indígenas y las guerras indias hasta las colonias militares
del norte.
El reparto agrario, y no la disciplina castrense, terminó con el sustento
para los golpes de Estado militares. Unió la tenencia de la tierra a la
organización de los campesinos (ejidos, comisariados ejidales), la
comercialización de sus productos, el crédito estatal, la educación laica y
racional llamada “socialista” y, en ciertos casos, la posesión organizada
de armas de defensa contra las guardias blancas de los terratenientes. El
verdadero reparto, una vez más, se hizo realidad desde abajo y con
violencia.
Este reparto terminó también con el poder de la oligarquía terrateniente
quitándole en buena medida su fuente: la propiedad y el monopolio de la
renta de la tierra, al tiempo que reconfiguró en extensión y profundidad
el mercado interno. Es lo que nunca se hizo en Colombia, en Argentina,
en Brasil o en Venezuela, donde los señores de la tierra, reciclados
después en financistas, siguieron siendo los dueños últimos del poder, de
la política y del Estado y los árbitros de las decisiones nacionales.
La expropiación petrolera fue el deslinde definitivo del territorio de la
nación, el ámbito donde se ejerce su soberanía y el poder del Estado
nacional. Junto con la reforma agraria, traslada al menos en parte al
terreno de los hechos lo que el artículo 27 de la Constitución había
sancionado en el plano del derecho: a la nación corresponde la propiedad
originaria sobre el territorio y, como consecuencia, a ella pertenecen la
renta agraria y la renta minera. Sobre la apropiación (parcial) de esa
renta y su utilización por el aparato estatal para sus varios fines
(administrativos, sociales y de estímulo a la formación de capital privado)
se consolida la nueva clase dirigente cuya forma de existencia o “estatuto
existencial” con respecto a la comunidad nacional se ha formado en las
décadas de alta turbulencia.
11.
11
Sin embargo, el cardenismo es algo más que la culminación de la
revolución mexicana en una nueva hegemonía y una nueva forma de
Estado. Es también, y sobre todo, un ideario y un imaginario del común
de los mexicanos pobres y no tan pobres, una cierta visión imaginada del
país, la sociedad y la comunidad nacional, una visión más apegada a la
experiencia vivida por las generaciones sucesivas que a los programas
políticos escritos y formalizados. El pueblo cardenista, cuyos contornos
no están trazados en ninguna parte, podría hacer suya para México la
frase inigualable con que el general Charles de Gaulle inicia sus
Memorias de guerra: “Toute ma vie, je me suis fait une certaine idée de
la France” (“Toda mi vida, he tenido una cierta idea de Francia”).
Nosotros, toda nuestra vida hemos tenido una cierta idea de México,
podría decir ese pueblo cardenista.
Durante el sexenio del presidente Cárdenas, el cardenismo es la
presencia visible, fulgurante por momentos, opaca otras veces, de aquel
astro habitualmente oscuro, la política autónoma de los subalternos, esa
política que se condensó por períodos, antes y después del sexenio
cardenista, en el zapatismo, el magonismo, el tejedismo, la guerra
cristera, la epopeya de Nueva Rosita, los ferrocarrileros, los estudiantes,
el gran terremoto de 1985, las innumerables rebeldías y rebeliones
agrarias de la segunda mitad del siglo XX, hasta la rebelión indígena de
1994 en Chiapas.
La presencia de esa actividad autónoma de los de abajo influyó
visiblemente la política del gobierno y de la administración de Lázaro
Cárdenas y hubo entre ambas esferas intercambios, diálogo y respuesta.
En su forma específica, el gobierno se apoyó en esas movilizaciones
obreras y campesinas contra sus adversarios y enemigos internos y
externos, pero sus formas de organización fueron también formas de
control estatal. Al virar hacia la derecha la situación mundial y el mando
estatal mexicano en la guerra (Manuel Ávila Camacho) y la posguerra
(Miguel Alemán), ese control estatal sobre las organizaciones del pueblo
debilitó las posibilidades de resistencia al viraje y facilitó los golpes de
mano autoritarios (“charrazos”) en esas organizaciones y su estrecha
subordinación corporativa al aparato estatal y a la forma de acumulación
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de capital que este aparato impulsó. En su ensayo “La Comunidad
Revolucionaria Institucional”,6 Jan Rus estudia en detalle este proceso
para el caso de Chiapas. Por lo demás, esta subordinación al Estado de
las organizaciones de los trabajadores fue en la posguerra un proceso
general y no solamente mexicano.7
El cardenismo como ideario e imaginario del pueblo mexicano es
producto de aquel intercambio de hechos y de ideas en la realidad
cotidiana, y quedó en la memoria del pueblo como un período diferente,
antagónico incluso, de la posterior dominación de Miguel Alemán en
adelante. Así se conformó y se preservó la persistencia de la corriente
cardenista más allá del período de gobierno del general, también porque
la vida y la conducta de éste en los años posteriores no desmintió las
acciones, las ideas y las promesas de ese período.
Entre 1940 y 1970, en sus actos políticos y en sus incesantes recorridos y
obras por el territorio nacional, el general fue custodio de esa herencia,
desde el apoyo a la revolución guatemalteca en 1954, la protección a la
expedición de Fidel Castro en 1956, el apoyo a la revolución cubana en
1959 y en Playa Girón en 1961, el Tribunal Russell contra los crímenes de
guerra en Vietnam, la formación de la Central Campesina Independiente
y la fundación del Movimiento de Liberación Nacional, hasta el apoyo a
los presos políticos de 1968 y el respaldo en 1969 a la lucha política y
sindical de la Tendencia Democrática de electricistas, encabezada por
Rafael Galván, cuyo vocero fue la revista Solidaridad. Lo hizo negándose
invariablemente a romper con las instituciones estatales en cuya
consolidación había participado durante los años 30, actitud que una
parte sustancial de la izquierda comunista, stalinista, trotskista y maoísta
tuvo siempre enorme dificultad para explicarse y comprender.
6 Jan Rus, “La Comunidad Revolucionaria Institucional: La subversión del gobierno indígena en Los Altos de Chiapas, 1936-1968, en Juan Pedro Viqueira y Mario Humberto Ruz (eds.), Chiapas – Los rumbos de otra historia, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, México, 1995, ps. 251-277.7 Desde su exilio en México, Trotsky predijo con nitidez esta tendencia a partir de su análisis del caso mexicano. Ver León Trotsky, Escritos varios, Editorial Cultura Obrera, México, 1973, ps. 81-95.
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Tuvo aún el general Cárdenas tiempo, ánimo y presencia para condensar
por escrito esa herencia en las ideas y propuestas de su último Mensaje
a la nación, escrito en agosto-septiembre de 1970, en las vísperas de su
muerte, que su hijo leyó en el acto en su homenaje un año después, en
octubre de 1971.
Como ideario materializado en los hechos de un tiempo que se fue
volviendo mítico en la memoria, el cardenismo disputó la hegemonía en la
imaginación y la mente del pueblo mexicano al lombardismo, el priismo,
el comunismo, el sinarquismo y otras corrientes de ideas, y terminó por
consolidarse como la principal expresión, arraigada en la historia, de lo
que en México se denomina izquierda. No debiera ser motivo de asombro
el que esta forma de existencia real de una izquierda nacional en este
país tenga su origen, precisamente, en su propia gran revolución del siglo
XX.
Aquella política autónoma de los subalternos, mucho más actuada que
escrita, en los ejidos, en las huelgas, en los barrios, en los maestros
rurales, en los pueblos, en los trabajos y las escuelas, en las fiestas, las
desdichas y las emergencias, es todavía el gran territorio muchas de
cuyas imperceptibles huellas quedan por rastrear en los tiempos del
presidente Cárdenas y en los que después vinieron. Así podremos
explicarnos la presencia, la nostalgia y la persistencia del cardenismo en
la política de los de abajo, y dilucidar, hasta donde sea posible, sus
múltiples significados y sus periódicas reapariciones pasadas, recientes y
futuras.
Epílogo
Una cierta idea de México… Para describirla, voy a dar voz aquí a cuatro
de las cartas que campesinos de diversas regiones de México le enviaron
al hijo del general durante la campaña electoral de 1988,8 cuando para
sorpresa de casi todos Lázaro Cárdenas volvió a cabalgar por la
República Mexicana.
8 Adolfo Gilly (coord.), Cartas a Cuauhtémoc Cárdenas, Ediciones Era, México, 1989, ps. 50-51.
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Desde Navojoa, Sonora, un pescador indígena:
“Ya estamos enfadados con los españoles en el palacio de nuestra patria.
Cinco años: 1936, 1937, 1938, 1939, 1940, vivió el pueblo de México libre
y soberano porque en esta gubernatura lo dirigió nuestro general Lázaro
Cárdenas”.
Desde Monterrey, Nuevo León, un lustrador de calzado:
“Hasta el gobierno del general Lázaro Cárdenas la Revolucion mantenía
un rumbo glorioso que sin duda hubiera continuado el general Francisco
J. Múgica si hubiera sido el sucesor. Por desgracia vino el claudicante
Ávila Camacho con los resultados que todos vemos. Se entronizó la
contrarrevolución.”
Desde Sonora, un campesino:
“El nombre del general Lázaro Cárdenas lo traemos todos los campesinos
porque él fue presidente hasta los pajaritos cantaban alegres. Nosotros
de chamacos oímos a nuestros padres que mejor siguiera 20 años más de
presidente. Porque en ese tiempo, señor ingeniero, parecía que andaba
Jesucristo en la tierra. Todos los campesinos tenian sus animalitos,
sembraban y de ahí se mantenían. Todos eran dueños para sembrar un
pedacito de tierra y nadie los molestaba. Pero de Miguel Alemán para acá
no tenemos derecho ni de sombrear debajo de una pitaya, porque los
señores tiburones son dueños de todos los cerros que hay en nuestro
México y tierra de cultivo”.
Desde Pénjamo, Guanajuato, un grupo de campesinos:
“Profesamos desde hace mucho tiempo la Doctrina Cardenista de su
progenitor. […] Gracias a él tenemos tierras para trabajar y no ser
esclavos del hacendado. […] Estamos deseosos de un cambio político que
nos traiga no la riqueza, sino el vivir con decoro y la igualdad social”.
Ciudad de México, 20 julio 2002.
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