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DeLUMEAU-De La Prerreforma Al Concilio de Trento

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o CAPÍTULO PRIMERO

Be la Prerreforma

al concilio de Trente

Á) Esfuerzos dispersos

La Iglesia romana conoció, al final del siglo xvi y en el xvn, una profunda transformación que largas búsquedas, mucha santidad y dolorosos tanteos habían preparado. Así, hoy en día ya no se puede iniciar con el concilio de Tiento la historia de esta renova-ción. La verdad es que las dos reformas que se creyeron y se quisieron enemigas, y de las que solamente ahora percibimos los puntos de semejanza1, sacaron su sustancia de un pasado común, un pasado hecho indudablemente de miserias y “abusos” de todas clases, pero también de esfuerzos para renovar la piedad volviéndola más personal a nivel de la élite y más viva a nivel del pueblo. El rejuvenecimiento de la Iglesia católica y la evolución de su espiritualidad se han obrado en dos tiempos: el de la Prerreforma y el que se abrió con el concilio de Tiento: el de los esfuerzos dispersos y el de la recuperación autoritaria, la cual no hubiera podido terminarse sin el oscuro y a veces decepcionante trabajo de preparación que se había realizado con anterioridad a los años 1540. Pero la recíproca no es menos cierta. En una Iglesia tan centralizada como la de Roma, la renovación no podía imponerse al conjunto de los fieles por .el solo juego de iniciativas llegadas de la base, mientras la voluntad de la jerarquía —papado y cuerpo episcopal— faltase.

En el momento preciso en que los “abusos” se multiplicaban2

—acumulación de beneficios, encomienda, laicización, creciente y vida cada vez más mundana del alto clero, absentismo e ignorancia de los pastores— nacía la Devotio moderna3 que definieron y pro

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pagaron, al final del siglo xiv, Ruysbroeck “el admirable1', Gerardo Groóte y los Hermanos de la Vida Común. La Devotio moderna no cargaba el acento sobre la liturgia ni sobre la vida monástica, sino sobre la meditación personal —una meditación construida y metódica, de manera que escapara de la trampa del iluminismo— y vuelta esencialmente bacía Cristo. Por diversas razones, Lutero y Bérulle Erasmo y san Ignacio fueion beiedeios de la Devotio mo~ derna. Ésta constituía ciertamente un alimento espiritual para las almas escogidas. Pero nunca se había predicado tanto al pueblo como en el siglo XV 1 Cuando Lutero, Calvino y los padres del con- cilio de Trento insistieron para que la palabra de Dios fuera enseñada a los fieles, se situaron en la estela de los grandes predicadores de la Prerreforma: Juan Hus, Bernardino de Siena, Savona- rola, etc.Mientras en la cristiandad se desesperaba de

una purificación general de la Iglesia, tenían lugar en el seno de las órdenes religiosas múltiples reformas parciales con el fin de retornar a una disciplina más estricta: entre los dominicos, con la creación en el siglo xv de la llamada congregación de Holanda; entre los camal- dulenses, merced a Paolo Giustiniani, que otorgaba la mayor importancia a la práctica de la soledad absoluta; entre los franciscanos, donde la separación de un héroe de la pobreza y la abnegación, Matteo da Bascio (1526), provocaba el nacimiento de una nueva familia religiosa, la de los capuchinos. En contrapartida, una orden, la de los cartujos, se había mantenido constantemente fiel a sí misma: Cartusia nunquani refórmala, quia nunquam defórmala. Uno de los libros piadosos más leídos en el siglo XV y a principios del xvi fue la Vita Christi de Ludolfo el Cartujo, que el caballero Iñigo de Loyola poseyó en su biblioteca.

(La vocación del fundador de. los jesuítas floreció en un país de sorprendente vitalidad Teligiosai donde los soberanos se ocupaban del hospedaje de los obispos, y que había consumado su propia reforma jgracias al cardenal Cisneros (f 1517) en una época en la que el nombre de Lutero era aún desconocido.

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En la Universidad de Alcalá, creación de Cisneros, se honraba el humanismo, y Salamanca pasaba por una “pequeña Roma”. La solidez teológica de España se afirmaría pronto en el concilio de Trento. Al revés que Cisneros, el cardenal d’Amboise, legado de Francia, y el cardenal Wolsey, legado de Inglaterra, no aprovecharon su autoridad para reformar la Iglesia en sus respectivos países. Eu Inglaterra el concordato de 1418, en Francia el de 1516, al que había precedido la Pragmática. Sanción de 1438 5, no facilitaban un enderezamiento religioso. Los________________—i-i gracia de los príncipes, en la mejor recompensa de los servicios políticos. ¿Quiere ello decir que la piedad se abandonaba en estos dos países? En verdad, a ambos lados de La Mancha se construyeron o embellecieron muchos édificios religiosos en tiempos de la Prerreforma. Numerosos indicios prueban por otra parte que el pueblo inglés seguía muy ligado a su Iglesia. En cuanto a Francia, donde el clero iba incrementándose desde el fin de la Guerra de los Cien Años —se cuadruplicó en la diócesis de Sées entre 1445 y 1514—, se buscaba el camino de una renovación religiosa. El concilio de Sens (1485), los sínodos diocesanos que siguieron en Char- tres, Langres, Nantes y Troyes, la acción de un austero reformador como Standonck6, el celo apostólico de obispos como Poncher en París, Francisco d’Estaing en-Rodez, Brigonnet en Meaux: he ahí las pruebas de que la voluntad de reforma se mantenía viva en el reino. La Iglesia alemana tuvo también, en el siglo que precedió a la revuelta de Lutero, obispos .“regeneradores” que intentaron rea-lizar la reforma de su diócesis “en la cabeza y en los miembros”: Enrique de Hewen y Burchard de Randegg en Constanza, Matías Ramung en Spira, Federico de Zoilern en Augsburgo, etc. Conse-cuentemente, la situación religiosa de Alemania a principios del siglo XVI debe ser reconsiderada.

«No hay ninguna duda —escribe H. Jedin7-— de que en la Iglesia de Alemania se reformó más que en cualquier otra parte. Si los acontecimientos tomaron

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en seguida otros derroteros, no es porque el ministerio pastoral estuviera más desatendido, el clero fuera peor, y el pueblo más ignorante y menos piadoso que en otros países: sino, por el contrario, poique los laicos, la burguesía de las ciudades y la pujante clase de los intelectuales presentaban mayores exigencias a sus sacerdotes; porque sentían más vivamente en ellos la distanciación entre el ideal y la realidad; y, sobre 'todo, porque estaban decididos a corregir radicalmente todos los abusos, supuestos o reales...»

La Italia del Renacimiento, tan pagana en ciertos aspectos, conoció sin embargo los primeros síntomas de una mutación religiosa en un momento en que Lutero no había dado que hablar y en que, en todo caso, el Concilio y el Papa no habían recobrado aún el dominio de la Iglesia. La historiografía reciente ha rescatado del olvido los nombres de un hombre y una cofradía que contribuyeron a. crear este nuevo clima religioso. El hombre es Battista da Crema (f 1534), “el padre iluminado”, un doininico que predicaba la reforma individual, que aseguraba que la gracia no faltaba nunca al hombre, sino el hombre a Dios —es el inicio del molinis- mo— y que despertó vocaciones. La cofradía es el Oratorio del Amor Divino, creado en Genova en 1497 ñor un niadosn trerinvéc; v tra»«.

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que dio nacimiento a los Hermanos de la Vida Común. Se cargaba el acento en la oración, la santificación personal y el servicio a los demás. Gaetano da Thiene, Giovairni-Pietro Caraffa —futuro Pablo IV—, el humanista Sadolet, Giberti, que había de reformar la diócesis de Verona, fueron miembros de la cofradía. De ella salió la primera congregación de clérigos regulares.de la historia, la de los teatinos (1524). A esta creación, que correspondía a una necesidad de la énoca, siguieron pronto las-de. los barn ahitas, somascos y jesuítas 8, anteriores todas a la reunión 'del concilio de Trente. Estos “curas reformados” querían ciar, viviendo entré el pueblo cristiano, el ejemplo de la virtud sacerdotal, enseñar el catecismo, atender a los huérfanos, restituir la decencia y la solemnidad al culto, conducir a los fieles hacia los sacramentos. Al mismo tiempo que estas congregaciones de clérigos regulares, nacía en Brescia, gracias a Án-gela Merici, el instituto de las ursulinas (1535), desprovisto de clausura, como posteriormente el de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl, que tenía por objeto la enseñanza de las mucha-chas. En cuanto a los obispos italianos de la primera mitad del siglo xvi, la lista de los que no desatendían los deberes de su cargo 9 y permitieron que el concilio de Trento se consumara es bastante larga. Llama la atención, sobre todo, uno de ellos, Gian-Matteo Giberti (f 1543), antiguo datario de Clemente VII y obispo de Verona. Viviendo como un monje, visitó sin descanso su diócesis, restauró la dignidad del culto, veló por la predicación, suspendió a los curas incapaces, encarceló a los indignos y reformó los monasterios. San Carlos Borromeo no tendrá en Milán otro modelo sino a este “áspero asceta”.

Así pues, la Iglesia conservaba, en tiempos de la Prerreforma, importantes reservas de juventud y salud. Pero su

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gobierno estaba viciado. Ahora bien, éste había adquirido, sobre todo desde el siglo xiv, una enorme importancia. En la medida en que conservaba sus tradicionales estructuras, la Iglesia romana, tomada en conjunto, no podía regenerarse si no se reformaba la cabeza. El choque de la secesión protestante fue necesario para decidirse.

B) El concilio: espera, sinsabores y debilidades

El concilio de Trento ha producido un corte en la historia de la confesión católica y ha separado dos épocas, la segunda de las cuales no ha terminado sino con el Vaticano II. Sin embargo, se inició en medio de un clima de escepticismo. Treinta padres solamente, tres cuartas partes de los cuales eran italianos, asistieron a la

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sesión de apertura del 13 de diciembre de 1545: cifra sensiblemente igual a la de los obispos —franceses en su mayoría en aquella ocasión— que habían participado en el concilio de Pisa (1511), suscitado por Luis XII y Maximiliano para chasquear a Julio II. Pero la idea conciliar permanecía viva: desde easi dos siglos atrás era., en el espíritu de muchos cristianos, inseparable de la de reforma. No sólo se aferraba obstinadamente a ella la Universidad de parís, sino que un partidario tal del absolutismo pontificio como el cardenal Torquemada (I 1468) consideraba el concilio corno “el último recurso de la iglesia en los momentos más apurados". En cuanto a Fernando de Aragón, aliado de León X, reclamaba la celebración de asambleas periódicas de la cristiandad. Para Luis Xi, para Isabel de Castilla e incluso para Savonarola y Lulero, la apelación al concilio —o la amenaza de esta apelación— era probablemente más un medio de presión sobre el papado que un deseo muy ardiente de su parte. Pero si se blandía esta arma cíe manera regular y desde distintas posiciones, era porque se sabía que la opinión estaba sensibilizada por el deseo y la esperanza de un concilio.

Una esperanza que luchaba contra viento y marea. El concilio de Basilea se había desbandado en 1449. El de Pisa sólo había sido una comedia política. El de Letrán (1512-1517), escuchó las nobles palabras de Gil de Vilerbo y llevó a León X a promulgar un gran decreto de reforma que quedó en letra muerta. En contrapartida, confirmó la bula de Pío II (1460) que prohibía apelar al Pontífice, en el concilio y declaró, con León X, que ei Papa posee plena autoridad para convocar, aplazar y disolver los concilios. A pesar de lo cual, en 1518 la Universidad de París contra el concordato de 1516, y Lulero contra la citación que le convocaba en Roma, apelaron a un concilio general/

Si se hubiera reunido un parlamento de la cristiandad católica ' antes de la condena' de las tesis de Lulero (1520) y de su excomu- i nión (1521), o incluso poco después de estas graves

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decisiones, es ! probable que se hubiera podido evitar el cisma, Roma rehusó tomar i la iniciativa salvadora. Así, en medios allegados a León X y a Clemente VII, se declaraba que ningún concilio podría reconsiderar una solemne condena doctrinal. Pero una toma de posición teológica por una asamblea ecuménica habría sido capaz de iluminar a los indecisos y fortalecer a los que dudaban. El rechazo del concilio ¡permitió al luíeranismo expansionarse, al culto nuevo organizarse, ¡ a las fronteras religiosas precisarse y al foso ensancharse entre confe- ; siones cristianas rivales. Si Roma, durante demasiado tiempo, quiso evitar un concilio reclamado vivamente por la dividida y desorien- i

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tada Alemania, no fue solamente por cuestiones doctrinales, sino porque, aleccionada por los precedentes de Constanza y Basilea, temía una derrota del papado./Siendo papa desde hacía ya siete años, Clemente YII no se decidió hasta 1530, hajo la petición apremiante de Carlos Quinto, a prometer la convocatoria del concilio,., copla condición de que los protestantes volvieran antes a la fe católica. Así pues, no hizo nada. Pablo III, por el contrario, lanzó la bula convocadora en 1536. Pero retraso a continuación la fecha de la apertura de los trabajos por lo menos media docena de veces. También él causó la impresión de que volvía a las prórrogas de Clemente VII y oponía a la idea conciliar la fuerza de la inercia romana. De todas maneras, no hay que atribuirle a el solo la responsabilidad de este retraso. ¿ Cómo se iba a reunir una. verdadera asamblea ecuménica cuando Francia por un lado y el Imperio y España por el otro se hacían la guerra casi constantemente? Estos conflictos constituyeron una de las razones de las prórrogas. Francisco I maniobró por su parte contra el concilio porque tenía miedo de que pusiera punto final a las divisiones alemanas de las que Francia se aprovechaba. En cuanto al emperador, abogaba por el concilio. Pero hubiera querido limitar sus tareas a las reformas disciplinarias, mientras intentaba por diversos medios —coloquios de “reconciliación” (1540-1541) en Haguenau, Worms y Ratisbona, Interim de Augshurgo (1548) 10— hallar una base para el acuerdo doctrinal con los protestantes de Alemania.

í Reunido veinticinco años demasiado tarde, el concilio no alcan- f:zó el objetivo superior que debería haber perseguido: la reunión de i los cristianos. La asamblea ecuménica no se concebía de la misma manera en ambas partes de la barrera confesional. Para los protestantes debía ser “libre”, abierta a los teólogos reformados y a los laicos, estar por encima del Papa, cuya autoridad se ponía precisamente en tela de juicio, y celebrarse en

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Alemania, lugar de origen del conflicto religioso. Pero el Papa rehusaba de entrada cualquier contestación de su supremacía y toda reconsideración de la condena de las tesis luteranas. Deseaba también que el concilio tuviera lugar en Italia, país fiel a Roma y más dócil que otro cualquiera a las consignas de la Curia. Por otra parte, antes incluso de la iniciación de los trabajos conciliares, la ruptura entre católicos y protestantes se había consumado en el coloquio de Ratisbona. En efecto, si habían llegado a entenderse (momentáneamente) en cuanto a la justificación, se habían metido en un callejón sin salida, desde el punto de vista teológico, en lo referente a la eucaristía y la penitencia. La elección de Trento, ciudad italiana pero territorio del Imperio, y la asistencia a,l concilio de algunos representantes de los nrínernpc

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la Alemania protestante, no podían modificar la situación. Las cartas estaban ya echadas, las opciones decididas. Se había alcanzado una situación irreversible. Tanto es así, que Pablo III, cuando convocó el concilio, no esperaba seriamente poder reintegrar a los protestantes al seno de.la Iglesia romana. Mantenía más bien la esperanza de que la asamblea devolviera la confianza a los que permanecían indecisos y confirmara en su fe a los católicos. Si el Papa anunció de nuevo en 1541 el concilio, lo hizo para impedir la reunión de un concilio nacional alemán, que sin duda habría disminuido la autoridad de Roma, y optado probablemente por cierta tolerancia doctrinal. Lo hizo también porque sabía que las ideas luteranas penetraban incluso en Italia, donde la defección del vicario general de los capuchinos, Ochino, iba a producirse pronto. Pablo III se aferró, pues, otra vez a la idea conciliar, al propio tiempo que organizaba la Inquisición (1542) y con el mismo ánimo. De aquí el escepticismo frente a la asamblea de Trento de todos aquellos que, contra la misma evidencia, creían posible aún una reconciliación entre católicos y protestantes. Pero este concilio, ¿sería siquiera capaz de restablecer la disciplina en la Iglesia y reformar una Curia siempre reticente? ¡Se habían elaborado tantos planes y proyectos excelsos de refoj-ma, de los que sólo habían quedado piadosos deseos! Por ejemplo, los de Capranica, de Domenichi y de Nicolás de Cusa, en el siglo xv, los de Giustiniani y Querini, en 1512-1513, y más recientemente el célebre y severo Consilium de emendando. Ecclesia (1537), en el que colaboraron espíritus tan eminentes como Conta- rini, Pole y Sadolet. ¿Podría un concilio esencialmente italiano remediar una situación que.tenía su origen en Roma, cuando los prelados de la península eran., más que los demás, los beneficiarios del sistema?

Leibniz, escribiendo a Bossuet en 1693, aseguraba que el concilio de Trento había sido “más que nada un sínodo de la nación italiana en el que no se cedía el paso a los demás sino con el fin

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de guardar las apariencias y disimular mejor la jugada” 11. En la ceremonia de apertura del 13 de diciembre de 1545, de cuatro arzobispos sólo uno era francés, y de 21 obispos solamente había uno que fuera francés y otro alemán. Cuando se reanudaron las reuniones de la asamblea el 18 de enero de 1562, los padres italianos sumaban 85, los españoles 14, los portugueses tres, los griegos tres y los de otras nacionalidades —francesa, alemana, inglesa, holandesa, polaca— sólo estaban representados por un miembro cada una. Cierto es que nuevos asistentes acudieron, en 1562, a engrosar los efectivos del concilio. El número de frarw'ecoi- 1

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dres que participaron en las diferentes sesiones. Mientras que alre-dedor de 300 obispos siguieron los trabajos del tercer concilio de Letrán y 404 los del cuarto, en Tiento no se contaron nunca más de 237 votantes. Y hasta esta cifra es engañosa, pues las decisiones doctrinales más importantes del concilio, en 1546-1547 y en 1551 —sobre la tradición., el pecado original, la justificación, la eucaristía y los demás sacramentos—, fueron tomadas por asambleas 'que jamás reunieron más de 72 votantes12. Ahora bien, en 1545, excepción hecha de Inglaterra, de la península Escandinava y de las diócesis alemanas pasadas a ja Reforma, el número de obispos residentes en Europa sobrepasaba ampliamente medio millar. Otro dato adicional: por el hecho de que no se guardaba suficientemente la norma de residir en la diócesis corespondiente, había muchos obispos que vivían en Roma —en 1556 se contaban 113—. Hubo a menudo más obispos en Roma que en Trento. De modo que el concilio fue ecuménico de derecho, pero no de hecho. Representó básicamente a la cristiandad de la Europa meridional.

En fin, nunca concilio alguno estuvo tan involucrado en un contexto histórico, tan cercado por la coyuntura religiosa y política, tan tramado por asechanzas de todas clases. En marzo de 1547, el temor a la peste incitó a JOS padres a votar por el traslado a Bolonia. En septiembre de 1549, Pablo III prorrogó sine die el concilio porque Carlos Quinto exigía el retorno a Trento. El nuevo papa, Julio II, aceptó en mayo de Í 551 la reapertura del concilio en Trento, pero la reanudación de la ¿guerra de Smalkalda y el avance de las tropas luteranas en el sur de Alemania hicieron pesar una amenaza sobre la propia ciudad sede de la asamblea, la cual decidió, en abril ele 1552, suspender sus trabajos. Éstos no fueron reanudados hasta 1562, puesto que Pablo IV (1555-1559) era hostil al concilio y, además, entró en guerra contra los Habsburgo, al lado de Francia. La paz de Cateau-Cambrésis y el advenimiento de Pío IV permitieron la reanudación, en enero de 1562, de un concilio que se creía enterrado. Sin embargo, una grave crisis referente a la norma de residencia opuso en las últimas sesiones a romanos y franco-españoles. El apaciguamiento no se produjo sino tardíamente.

¿Cómo es que una asamblea eclesiástica tan zarandeada por los acontecimientos, tan poco concurrida en la mayoría de sus sesiones, que tanto dudaba a veces •—muchos obispos no sabían qué pensar de la justificación por la fe y se remitieron a .la opinión de los expertos13-—, ha ocupado finalmente un puesto de primer orden en" la historia? Es necesario establecer aquí algunas precisiones. La primera tiende a matizar la afirmación de Leibniz citada más arriba. Es verdad que la mayor parte de los padres del concilio

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eran italianos. Pero en aquel tiempo Italia no constituía una unidad política. Los obispos de la península que dependían de la corona de España no reaccionaron ni votaron siempre como los que procedían de los otros estados italianos H. Por otra parte, si el concilio contó al principio con pocos participantes, consiguió agrupar en contrapartida efectivos bastante importantes en las últimas sesiones. En representación de todos los países que continuaban siendo católicos, 255 padres firmaron el 5 dé diciembre de 1563 decisiones doctrinales y disciplinarias frecuentemente tornadas quince o diecisiete años antes por otros. Asumieron,- pues, el conjunto de la obra del concilio. Lo hicieron con tanta más convicción cuanto que entre 1545-1549 y 1562-1563 el personal conciliar había cambiado, habiéndose esforzado Pablo III, Julio III y Pablo IV en elegir mejores obispos. El clima religioso y político se había modificado igualmente en Europa: a la época de Carlos Quinto había sucedido la de Felipe II. Las tentativas irónicas habían fracasado. La época de las incertidumbres teológicas había terminado. Era necesario afirmar. No obstante, los anatemas que, siguiendo el estilo tradicional, fueron la conclusión de las grandes afirmaciones doctrinales, por secos que parezcan a los hombres del siglo XX, dejaban a la investigación teológica mayor campo del que parece a primera vista.

La grandeza del concilio de Trento radica en el hecho de que " respondió a las necesidades religiosas de la época, tal como lo hizo ; la Reforma protestante, sin duda con una doctrina y estilo dife- i rentes, en los países en que se implantó. Volvemos, pues, a tratar un tema ya desarrollado en nuestra obra precedente 15. La cristiandad occidental estaba experimentando, en tiempos de la Prerrefor- ma, un profundo cambio. Se abría a la devoción personal. Deseaba ardientemente a Dios. Tomando conciencia entonces de su excesiva ignorancia religiosa, reclamaba la Palabra viva. Al mismo tiempo, presa del pánico ante sus pecados, intentaba a toda costa forzar las puertas del cielo.

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Ahora bien, en este ambiente fecundo pero turba-dor, la Iglesia oficial no daba ya respuesta a la expectativa de los fieles, pues dejaba que se desarrollara la incertidumbre teológica. Además, se habían entorpecido sus estructuras. Los pastores, de arriba abajo de la jerarquía, eran manifiestamente insuficientes, en unos lugares por falta de conocimientos, en otros por no guardar la norma de residencia, y a veces por ambas circunstancias. El pueblo cristiano necesitaba, pues, una doctrina clara y tranquilizadora, una teología estructurada que sólo podría serle transmitida por un clero .renovado, formado, disciplinado y aplicado a su deber pastoral. La asamblea de Trento no se propuso, por supuesto, ir al encuen-

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tro del protestantismo. Tuvo por principal preocupación la de responder a negaciones, y conservó hasta el final una mentalidad de ciudad sitiada. Pero una vez constatada la escisión, dio a quienes se mantenían fieles a Roma aquello a que aspiraban todos los cristianos de Occidente en los inicios de los tiempos modernos: un catecismo y pastores.

■ C) La teología tridentma

Para los padres reunidos en Tiento, los protestantes, lejos de retornar a los orígenes del cristianismo como afirmaban ellos, eran unos peligrosos innovadores. El concilio cargó el acento desde el primer momento 16 en la continuidad de la historia cristiana, definiendo los “fundamentos de la fe”. A la “sola Bablia” y al “libre examen” de los reformados, opuso la Biblia esclarecida de siglo en siglo por la tradición, o mejor por las tradiciones, es decir, “los testimonios de los santos padres y de los concilios aprobados, el juicio y el consentimiento de la Iglesia”. Contrariamente a lo que se ba escrito con frecuencia, en Trento no se decretó ninguna prohibición de traducir ni de leer la Biblia en lengua vulgar. Seguía permitido el uso privado de las traducciones, pero se exigía hacer referencia a la Vulgata “en las lecciones públicas, las «controversias», los sermones y las exposiciones (doctrinales)”. Fueron los índices de 1559 y 1564 los que proscribieron sin paliativos la lectura de la Biblia en lengua vulgar.

1. PECADO ORIGINAL Y JUSTIFICACIÓN

La teología protestante había bailado su punto de partida en una concepción sumamente dramática del pecado original. “El libre albedrío, después de la caída sólo es un nombre —había declarado Lulero en 1513—; haciendo lo que puede, el hombre peca mortalmente” 17. El concilio

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de Trento debía definirse, pues, respecto a ese gran problema, enunciando la postura católica, lo que hizo en esencia así: cuando creó al hombre, Dios lo colmó de diversos “dones gratuitos”, de los que el más importante era la participación en la vida íntima de la Trinidad. La falta original no sólo acarreó para Adán y su descendencia el sufrimiento, la muerte física y la ignorancia, sino también “la cautividad bajo el poder del diablo”. Sin embargo, la reconciliación del hombre con Dios se ha operado gracias al Mediador, y es ed bautismo —de hecho o de deseo— el que aplica al niño o al adulto los méritos de Cristo. El bautizado se convierte en coheredero de Dios.

Mientras que Lutero veía incluso en el bautizado un pecador fundamental, el concilio afirma: «Dios no aborrece nada de quienes están regenerados, y no hay condenación alguna para aquellos que se hallan verdaderamente inmersos ex* ra muerte con. Jesucristo por medio del bautismo.» La concupiscencia permanece ciertamente en el bautizado, pero, al contrario que en la teología de Witten- berg, sólo es una inclinación al pecado susceptible de ser victoriosamente combatida, y no un pecado verdadero. De aquí*-la célebre interpretación de un texto de san Pablo: «El santo concilio declara que esta concupiscencia que el Apóstol denomina a veces pecado, no ha sido nunca entendida por la Iglesia católica como verdadero pecado en las personas bautizadas, sino que sólo ha sido denominada con la palabra pecado porque es un efecto del pecado- y porque lleva al pecado.»

Las definiciones del concilio de Trento se mantuvieron constantemente a igual distancia del optimismo de los pelagianos que del pesimismo de los luteranos: es lo que ocurrió respecto al pecado original. Contra los primeros —y contra Zuinglio—

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rehusó admitir que «el pecado de desobediencia ha comunicado y transmitido a todo el género humano sólo la muerte y las aflicciones corporales, y no el pecado que es la muerte del alma». Pero contra Lutero afirmó que, en Adán, el libre albedrío no se bahía «extinguido, sino sólo disminuido e inclinado al mal». De donde resulta que no todas las acciones de los paganos son forzosamente pecados, contra lo que afirmaba la tesis luterana y' calvinista. Los padres del concilio se inclinaron al lado de Erasmo.

Las discusiones sobre la justificación 1S, el problema más debatido del siglo xvi, siguieron por orden lógico a las referentes al pecado original. Fueron consagradas al examen de esta cuestión 44 congregaciones especiales y 61 generales. El decreto final que resultó de estos trabajos motivó tres redacciones sucesivas. Estos largos debates 19

encuentran su explicación en la incertidumbre doctrinal que existía en torno a la justificación en tiempos de la Prerreforma —incertidumbre tal que Lutero, exponiendo su postura a este respecto, no tuvo la impresión de presentar una teología herética o nueva—. Desde el inicio de los debates en Trento. el cardenal Cervi- ni —futuro Marcelo II— “puso de manifiesto, con arreglo a los propios términos del informe de la congregación general del 21 de junio de 1546, que este artículo de la justificación era tanto más difícil cuanto que no había sido resuelto en concilios anteriores”20.

Lo que importaba en primer lugar era definir la justificación, cosa que se hizo en estos términos: es «el don de Dios por el cual alguien injusto se vuelve justo», es decir, «la traslación del estado (de pecado), en el cual el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de los hijos de . Dios por el segundo Adán, Jesucristo nuestro salvador»21.. «No consiste solamente en la remisión

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de los pecados, sino mucho más en la renovación interior del hombre mediante la voluntaria recepción de la gracia y los dones, por lo que el hombre injusto se convierte en justo y de enemigo en amigo para ser heredero, según la esperanza, de la vida eterna» 22.

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Esta última definición hace comprensible el por que el concilio, a propuesta de los dos teólogos jesuítas Laínez y Salmerón, no retu-vo la doctrina de la “doble justificación” que los teólogos de la llamada escuela de Colonia y el cardenal Coníarini habían hecho aceptar a los protestantes en el Coloquio de Ratisbona y que Seri- pando, superior de los agustinos —la orden de Lulero—. definió en Trento.

Lutero aseguraba que la justificación sólo está imputad?., es decir, es puramente exterior:

el hombre, aun elegido, sigue siendo pecador; pero Dios le cobija baio el manto de su justicia. Senpanao defendió una tesis más matizada: la causa principal de la justificación es realmente que la justicia cíe Dios se nos imputa; pero cabe también una justicia que se nos vuelve inherente y que. siéndonos comunicada por los sacramentos, supla nuestras imperfecciones. «Ésta depende de aquélla como su causa, pero se distingue de ella.» Y Seripando propuso la comparación siguiente: «ft'íi visión no es posible sin la ayuda del sol, y esta ayuda viene dada por la luz, efecto del so], dependiendo de él en su devenir, su existencia y su conservación [...] Yo no puedo poner la confianza de mi visión solamente en el sol o solamente en la luz, sino en los dos» 23. El sol es la justicia imputada, la luz la justicia inherente, dependiendo la segunda de la primera. El concilio de Trento no condenó la doble justificación, sino que le antepuso la doctrina de la justificación única e inherente. «Por medio de ella, no sólo somos nombrados justos, sino que los somos realmente, recibiendo en nosotros la justicia, cada cual con arreglo a su parte correspondiente, según la repartición que el Espíritu Santo hace para cada cual según le place, y de acuerdo con la propia disposición y la

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cooperación de cada uno» 24.

Habida cuenta de la coyuntura religiosa de la época, la mayor parte de los cánones relacionados con, la justificación expresaron la condena de las posiciones protestantes y, ante todo, de la que hace del hombre desprovisto- de libre albedrío el sujeto pasivo de la acción divina:

«Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios no coopera en manera alguna dando su asentimiento a Dios que le excita y llama [...] y que no puede negar su consentimiento si quiere, sino que. a semejanza de un ser inanimado, es absolutamente inerte y juega un papel puramente pasivo, sea anatema» (canon 4).

El hombre no está conducido por Dios, que sería entonces responsable tanto del mal como del bien:

«Si alguno dijere que no es capaz el hombre de equivocar su camino, sino que es Dios que obra (por él) tanto el mal como el bien, no sólo permitiéndolo sino queriéndolo con voluntad formal y directa de tal manera que la traición de Judas así como la vocación de Pablo son su propia obra, sea anatema» (canon 6). Efectivamente Melanehthon, aprobado por Lutero, había escrito: «En todas las criaturas todo se produce por necesidad. Quede pues firmemente establecido que Dios lo hace todo, tanto el mal como el bien. Tanto la vocación de san Pablo, como el adulterio de David, las crueldades de Saúl y la traición de Judas son propiamente su obra.»

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La presciencia de Dios no es, pues, la predestinación:

«Si alguno dijere que la gracia de la justificación sólo se dispensa a los predestinados a la vida, y que todos los domas son sin duda llamados, pero no reciben la gracia, dado que están predestinados al mal por la potestad divina, sea anatema» (canon 17).

Porque no hay predestinación, sino aceptación —o denegación— de la justificación por parte del hombre, cuentan para la salvación las buenas obras y no sólo la fe: y además, observar los mandamientos de Dios no es imposible:

«Si alguno dijere que fuera de la íc nacía esLá mandado en el Evangelio, ni nada está prohibido,

sino que todo es libreo que losdiez mandamientos noatañen a los cristianos, seaanatema» (canon

19). «Si alguno dijere que lasbuenas obras del hombre justificado son hasta tal punto dones de Dios que no sean también méritos del propio justificado; o que, por las buenas obras que realiza por la gracia de Diosy ios méritos de

Cristo del cual es miembro vivo,el (cristiano) justificado nomerece verdaderamente

elaumento de la gracia(y) la vida.eterna, con tal de que muera en estado de gracia sea anatema(canon 32).

Siendo la fe una condición necesaria pero no suficiente para la justificación, el fiel, contrariamente a lo que enseñaba Calvino, no está fuera del peligro de una caída mortal que, por lo demás, no le haría forzosamente perder la fe:

«Si alguno dijere que, una vez justificado, el

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hombre no puede pecar más ni perder la gracia y que, en consecuencia, quien cae y peca no ha sido nunca auténticamente justificado [...] sea anatema» (canon 23). «Si alguno dijere que no hay más pecado mortal que e! de la infidelidad, o bien que ningún otro pecado, por grave y desmedido que sea, sino el de infidelidad, hace perderla gracia una vez recibida, sea anatema»'(canon 27).

2. LOS SACRAMENTOS

En una construcción teológica tal, los sacramentos 23 recobran su importancia. Para Lutero, el rito sacramental, sin valor propio ni eficacia objetiva, no era sino predicación de la Palabra en acción, una confirmación de la salvación dada a quien lo recibe. La Iglesia católica, en razón de la posición que tomaba frente a la justificación por la fe, tendía de manera natural a insistir sobre la fuerza y el poder del sacramento. No estando tomadas las decisiones de manera anticipada, pudiendo el hombre perderse o salvarse según el uso que haga de la gracia. los canales por los que ésta discurre se convierten en esenciales. De aquí la insistencia del concilio sobre la

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doctrina tradicional del “signo eficaz”. Los sacramentos “contienen verdaderamente, como la causa contiene el efecto, y confieren la gracia que expresan a todos aquellos que no ponen obstáculos a su acción”26. No son ritos externos como los de la antigua Ley. No consisten simplemente en alimentos de la fe (opinión de Lulero), ni son solamente signos de “cristianidad” (opinión de Zuingiio).

Todos los sacramentos, en razón de su dignidad, no pueden ser administrados por todos los cristianos. El bautismo, la confirmación y el orden, por implicar un carácter imborrable, no pueden ser reiterados. La validez del sacramento, en razón de la naturaleza objetiva del mismo, no depende del estado de gracia de aquel que lo confiere (opinión bastante extendida en Occidente desde Juan Hus). En fin, los padres del concilio reafirmaron la fe en el septenario sacramental, es decir, en la institución hecha por Jesús de los siete sacramentos —doctrina que sólo había sido decantada en la Iglesia a partir del siglo xii—.

La asamblea de Trento no se ocupó del matrimonio sino en su penúltima sesión —hecho a situar en la mentalidad de la época—. Afirmó que:

«El estado conyugal no puede situarse por encima del estado de virginidad o de celibato. Por el contrario, es mejor y más dichoso quedarse en la virginidad o el celibato que entrar en el matrimonio» 21.

En contrapartida, la eucaristía dio lugar a amplias discusiones que se explican por la importancia que el siglo xvi concedió al problema de la presencia real. La Iglesia católica, cuando el concilio de Trento, se encontraba a este respecto ante varias opiniones protestantes, diferentes unas de otras.

Latero era partidario de una doctrina parecida a la de Roma. Es cierto que rechazaba la transustanciación (la sustancia del pan y del vino convertida en cuerpo y sangre de Cristo). Pero

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afirmaba la consustanciación (Cristo está presente en el pan y el vino, decía, como el fuego en el hierro candente). El artículo 6 de los Artículos de Smalkalda (1537), redactados por Lutero, se concebía así: «Respecto al sacramento del altar, nuestra creencia es que el pan y el vino son, en la comunión bajo las dos especies, el cuerpo y la sangre verdaderos de Cristo, y que no sólo los reciben los cristianos piadosos, sino también los impíos»2S. Al contrario, para los «sacraméntanos» —Karlstadt, Zuingiio, Ecolampadio— la cena era una ceremonia rememorativa: de aquí la violenta hostilidad que les dedicó Lutero. Zuingiio explicaba así su doctrina: «Cuando un padre de familia debe marcharse lejos, entrega a su esposa un anillo en el que ha grabado su imagen, y le dice: Heme aquí a mí, tu marido; no te dejo en absoluto; durante mi ausencia incluso, podrás gozar de mí. Este padre de familia representa de manera correcta a Nuestro Señor Jesucristo. Al irse, ha dejado a la Iglesia, su esposa, su nronia imaeen en el sacramento He la cena-* 29

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salvación que ha traído a los hombres. La presencia real de Dios hecho hombre se sitúa entonces, no en los elementos de la cena, sino en la asamblea de los fieles, la cual se convierte en el cuerpo de Cristo. Cal vino, por el 'contrario, afirmaba una presencia real en los elementos de la cena, y llegó a emplear la expresión de «presencia sustancial». Pero estimaba «inefable» a esta presencia, «secreto demasiado elevado para comprenderlo con mi espíritu o explicarlo mediante palabras» 33. Según él, aquello que se obtiene comulgando —a condición de que exista la.íe— es la fuerza, la virtud y la vida del Dios hecho hombre. Presencia real, pero espiritual.

Frexiíe- a la pluralidad de las doctrinas protestantes, el concilio de Trento reafirma la tesis católica de la transustaneiación:

«Si alguno dijere que en el santísimo sacramento de la eucaristía permanecen la sustancia del pan y la del vino junto al cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y niega esta maravillosa y única conversión de toda la sustancia del pan en cuerpo y toda la sustancia del vino en sangre, de tal modo que sólo permanecen aparentemente el pan y el vino —conversión que la Iglesia católica designa con el nombre sumamente apropiado de transustaneiación— sea anatema» 31.

La Iglesia romana mantiene, por consiguiente, la doctrina de la permanencia de la presencia real después de la consagración en todas las hostias que no han servido para comulgar. Por otra parle, refuta, contrariamente al deseo de muchísimos innovadores, que la eucaristía sea íntegramente distribuida entre todos los asistentes. Así pues, no admite el punto de vista luterano adoptado por todos los protestantes según el cual “no se debe adorar a Cristo en la eucaristía, ni honrarlo medíante fiestas, ni pasearlo en procesiones, ni llevarlo a los enfermos”32. Decisiones de importantísimas consecuencias: la piedad, las manifestaciones del culto y el arte religioso de las iglesias cristianas iban a tomar, y ello a lo largo de muchos siglos, caminos muy diferentes.

La palabra “eucaristía”, cuyo uso ha permanecido en el vocabulario católico, no es sin embargo la que mejor expresa la teología romana en lo que concierne al problema de la misa. En

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efecto, aquélla no fue definida por el concilio de Trento como una simple “acción de gracias”, sino como un sacrificio. Este hecho era justamente lo que la Reforma protestante refutaba. Para Lutero y sus discípulos, creer que el sacerdote, en el acto de la misa, ofrece nuevamente el Hijo de Dios a Dios Padre es blasfemar el sacrificio de la cruz que de una vez por todas fue llevado a cabo por el único que podía ofrecerlo: Jesús. En el concilio una minoría, a la cual pertenecía Seripando, mantenía la opinión de que la misa no es un verdadero sacrificio. Por otra parte, la mayoría sustentaba la opiniónPOntroi- in — --

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todas las naciones y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio cíe incienso y una ofrenda pura.” Ademas, un teólogo efectuó una observación que impresionó a los católicos: “Si la misa no era un sacrificio, los cristianos carecerían de él, con lo cual serían más desgraciados que cualquier pagano, ya que no puede citarse nación pagana alguna qué carezca de sacrificio"33. En consecuencia, los padres- del concilio afirmaron 34.. que en la cena Jesús no se ofreció simplemente como alimento, sino que además fue inmolado

místicamente,-y que la misa, que ba. sido. instituida por el Salvador (hecho negado por la confesión de Augsburgo), aplica la saludable virtud del sacrificio de la cruz a la remisión de los pecados. Por otro lado, dehe indicarse que la misa sirve a los vivos y “a aquellos que han muerto en Cristo y que aún no han sido purificados”, por lo cual quedan plenamente justificadas las misas “privadas”3\ El canon fue declarado exento de errores y seducciones, pero dehía ser dicho en voz baja, empleándose el latín como lengua litúrgica:

«Si alguno dijere que la costumbre de la Iglesia romana consistente en pronunciar en voz baja una parle del canon y las palabras de la consagración debe ser condenada, o bien que la misma sólo puede ser celebrada

en lengua vulgar [...] sea analema» (canon 9).

D) La preocupación pastoral

Carlos Quinto hubiera deseado que en Trento se abordaran sólo cuestiones de orden disciplinario, y Roma, por su parle, hubiera preferido ceñirse a las dificultades dogmáticas. El concilio escogió un camino intermedio, y afrontó tanto los estudios teológicos como la puesta a punto de la reforma. Esto era indispensable si se deseaba transmitir con

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mayor eficacia que la obtenida hasta aquel mo-mento el mensaje de la Iglesia al pueblo cristiano. Era inadmisible que “el tesoro sagrado de los libros santos, entregados a los hombres gracias a la soberana liberalidad del Espíritu Santo, fuera despreciado”36. Debía dejar de oírse el reproche doloroso del profeta: “Los niños han pedido pan, y no había nadie para dárselo”. En consecuencia, desde su V sesión, el concilio promulgó un decreto sobre la predicación, “principal deber de los obispos” en la república cristiana.

«Obispos, arzobispos, primados y demás responsables en el seno de las iglesias .—dice el texto del decretó— están obligados a predicar el santo Evangelio de Jesucristo. En caso de legítima imposibilidad, colocarán en su lugar a personas capaces de cumplir con su obligación de predicar para atender a la salud de las almas. Si alguno despreciara esta obligación, sea sometido a un riguroso castigo.»

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La misma consigna fue dada al bajo clero:

«También los arciprestes, los párrocos y todos aquellos que han obtenido! sea cual fuere la forma, iglesias parroquiales o cualesquiera otras que comporten la cura de almas, cuidarán, al menos los domingos y fiestas solemnes, de proveer, ya sean ellos misinos' u otras personas capaces de hacerlo, en el caso de que se encuentren legítimamente impedidos, la alimentación espiritual de las personas, que tienen a su cargo, teniendo siempre en cuenta el talento y la capacidad de su auditorio.» -----

Así pues, al margen de sus antimomias, catolicismo y protestantismo se enfrentaban en ese aspecto a una preocupación común por responder a la necesidad de la Palabra experimentada por la totalidad del pueblo cristiano.

1. EL EPISCOPADO

Sólo un renovado cuerpo pastoral podía transmitir eficazmente el mensaje sagrado a las multitudes. En consecuencia, se tomó una serie de decisiones concernientes a la reforma del clero de arriba abajo, decisiones que, muy a menudo, no eran sino la puesta de nuevo en vigor de antiguas constituciones caídas ya en el olvido. Para agilizar el concilio, Pablo III, en febrero de 1547, había deci-dido que los cardenales, en lo sucesivo, sólo podían tener a sus órdenes un obispo. La asamblea de Trento se ocupó también de otras acumulaciones de cargos —una de las grandes plagas de la Iglesia—, decretando:

«Que nadie, cualquiera que sea su dignidad, grado o preeminencia, tenga la presunción de recibir o conservar al mismo tiempo el control sobre varias 'iglesias metropolitanas o episcopales [...] pues debe considerarse feliz aquel que sea

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capaz de regir bien una sola iglesia para el provecho y la salud de las almas que le han sido confiadas»

Para que la Iglesia fuera dirigida correctamente, era muy importante la elección de obispos dignos y conscientes, nacidos de un matrimonio legítimo, hombres de buenas costumbres y doctrina sana. Así pues, el concilio remitió a aquellos que tenían la facultad de designar obispos, especialmente al Papa, una advertencia solemne acompañada de una censura de épocas pasadas:

«El Santo Sínodo, conmovido por tantos y tan dolorosos inconvenientes pollos que atraviesa la Iglesia, no puede dejar de recordar que nada es tan necesario para la Iglesia de Dios como ver al Santítimo Pontífice romano aplicar esta solicitud que, por oficio de su cargo, debe ejercer sobre la Iglesia universal, sobre todo a procurarse exclusivamente cardenales escogidos, a colocar al frentede las iglesias'pastores soberanamente buenos y competentes, y ello tanto más por cuanto Nuestro Señor Jesucristo debe reclamar de sus manos la sangre que ha derramado por las ovejas que han perecido por el mal gobierno de pastores negli-gentes e incumplidores de sus obligaciones» 3“.

Prelados cortesanos., incluso futuros papas (Pablo III), esperaron diez o veinte años, una vez recibida la jurisdicción episcopal, antes de hacerse ordenar y consagrar. El-concilio decidió que los individuos promovidos a una iglesia catedral debían hacerse consagrar obispos antes de tres meses, bajo pena de privación de rentas. En el caso de que transcurrieran seis meses sin ser consagrados, serían destituidos de pleno derecho 39.

La cuestión de la residencia emponzoñó las últimas sesiones del concilio. La discusión se

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centraba en un punto: ¿Era la residencia de derecho divino o de derecho eclesiástico? Si era de derecho divino, el Papa no podía dispensarla, con lo cual el episcopado aumentaba su poder en detrimento del papado. Los prelados españoles y franceses, que guardaban el recuerdo de la “teoría conciliar”, se inclinaban por esta interpretación. Si por el contrario la residencia era simplemente uxra obligación de derecho eclesiástico, Roma podía acordar libremente derogaciones, y la cabeza se convertía en algo mucho más importante que el cuerpo episcopal entero. Los obispos italianos no sometidos al rey de España defendieron los “derechos de la Santa Sede”. Finalmente, por falta de acuerdo, el concilio no se pronunció sobre esta cuestión.

Sin embargo, la obligación de residencia se invocó fuertemente desde los inicios del concilio contra aquellos que «convierten en única ocupación de su vida errar y vagabundear continuamente por las diferentes cortes, o bien sumergirse en las preocupaciones por los asuntos temporales, abandonando a su rebaño y menospreciando el cuidado de sus ovejas» 40. Las decisiones de la VI sesión se agravaron diecisiete años más tarde, en el transcurso de la XXIII sesión. Para ausentarse más de tres meses de su diócesis, el obispo, en lo sucesivo, debería efectuar una demanda por escrito al Papa o al metropolitano salvo —y en este punto quedaba una escapatoria— en casos de servicio público al Estado. Las autorizaciones de ausencia acordadas por el metropolitano —o dadas al propio metropolitano por el sufragáneo más antiguo— serían examinadas por el concilio provincial. En caso de ausencia ilegítima de un obispo, los frutos de sus rentas serían distribuidos «entre las demás iglesias o entre los pobres del lugar». Por otra parte, las cortas ausencias no deberían exceder durante cada año de «mi lapso de tiempo, ya fuera seguido o bien en diversas etapas, de dos o tres meses a lo sumo». El obispo debería actuar de tal forma que su rebaño no sufriera las consecuencias de la ausencia. Se exceptuaban de los períodos permitidos para ausentarse los domingos de adviento y de cuaresma, y los días de Navidad, Pascua, Pentecostés y Corpus. En cuanto a las restantes obligaciones de los obispos, fueron discutidas en el transcurso de la XXIV sesión. Entre ellas destacaban la asistencia cada tres años a un sínodo provincial; la convocación anual de un

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sínodo diocesano; la visitación de su diócesis; y la predicación y cuidado de que existiera la misma en todas las parroquias de su diócesis.

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El concilio recordó a los obispos sus deberes, Pero también se esforzó en explicitar sus derechos. Es difícil imaginar cuán grande era el número de obispos que, desde hacía mucho tiempo, se encon-traban desprotegidos y faltos de autoridad en su diócesis. Á finales del siglo xv, el de Lyón sólo escogía 21 de los 392 sacerdotes de su diócesis. Desde el siglo xil, los arzobispos de Bourges se limitaban a nombrar al 7.% de los sacerdotes destinados a iglesias parroquiales, los de Evreux al 6 %, los de Sées y Bayeux al 4 %... Por otra parte, los poderes teóricos del episcopado —legislativos, ejecutivos y judiciales— se habían ido debilitando con el transcurso del tiempo, hajo la acción de múltiples ofensivas que procedían tanto de la Curia como de las autoridades laicas y de los propios subordinados del obispo 41. Éste no sólo debía inclinarse ante los poderes de laicos 3r

monasterios, sino también ante las reservas, las estancias en la corte de Roma, los mandatos apostólicos, el derecho de prevención y el derecho de devolución, las gracias expectativas, etc. Prácticamente no mandaba ni en los asuntos de su competencia más directa, topando constantemente con las exenciones de los religiosos, de los capítulos, de los arciprestes, y, en resumen, con los insoslayables obstáculos que planteaba el recurso contra los abusos de poder de la autoridad eclesiástica. El concilio quiso, pues, restablecer la autoridad del obispo, a fin de que fuera considerado, dentro de su diócesis, como el “delegado de la Sede apostólica”. Esta situación debía permitirle, al menos en teoría, triunfar sobre las exenciones, incluso la monástica, que era sin duda alguna la más protegida de todas ellas. Por otra parte, los excesivos poderes de la Curia, legados y nuncios, fueron suprimidos. Finalmente, la reunión regular de concilios provinciales estaba básicamente destinada a devolver peso específico y audiencia a las decisiones episcopales, de la misma forma que, a su vez, las visitas pastorales contribuían a restaurar la autoridad del obispo.

Merecen recordarse algunas de las medidas

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concretas tomadas por el concilio para devolver su realidad y consistencia al poder episcopal. Un religioso no podía predicar en una iglesia de su orden sin antes haber obtenido la “bendición” del obispo, y en el caso de que deseara tomar la palabra en cualquier otra iglesia, necesitaba la “autorización” episcopal42. El propio obispo debía efectuar la visita canónica anual a toda abadía o convento encomendados donde no se respetara la observancia. Si la observancia era regular, el obispo debía velar para que el superior competente efectuara la visita y, en caso de negligencia, debía hacerla él mismo como “delegado de la Santa Sede” 43. Debía igualmente visitar o hacer visitar cada año las iglesias de su diócesis, incluso aquellas que estaban “exentas”44.

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Le correspondía aprobar o no al individuo “presentado’5 por un titular de beneficio 45, apremiar a los titulares de las parroquias demasiado pobladas para que creasen vicarías o parroquias para responder al aumento o a la nueva distribución de la población e. inversamente, unificar mediante “unión perpetua” beneficios de demasiado modesta concurrencia 46. Todo obispo que concediera órdenes menores, y sobre todo mayores, debía examinar los candidatos y ordenar sólo a individuos “experimentados y capaces”4/. Él era, pues, el único juez de la admisión, al sacerdocio. Las ordenaciones se hacían, en principio, en la iglesia catedral. Cada cual era ordenado por su. propio obispo, o, en caso de imposibilidad, con “cartas testimoniales” del obispo de su diócesis de origen 4S. Nadie podía ejercer las órdenes que había recibido, una vez le hubiera suspendido el Ordinario 49. A partir de aquel momento, Roma no admitiría apelaciones a las decisiones episcopales en materia de “visita y corrección”. En cuanto a las restantes “causas”, la apelación no implicaba en modo alguno la inaplicación de la sentencia episcopal en tanto aquella no hubiera sido revisada, y en su caso modificada, por una instancia superior50. No se podía citar a un obispo a comparecer ante la corte de Roma o ante su metropolitano a no ser que debiera juzgarse un “crimen” que fuera susceptible de entrañar su destitución, y en este último caso los testimonios debían ser de personas de intachable conducta y reputación 51. Finalmente, todo prelado debía ser dueño de su diócesis, y ningún obispo podía juzgar un asunto extraño a su jurisdicción sin recibir previamente una autorización por parte del obispo responsable 52.

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2. EL CLERO PARROQUIAL

La restitución de la autoridad al episcopado tenía como fin que éste volviera a ejercer el control sobre un clero rebelde. Es en este sentido que cabe considerar la obligación que tenían los obispos de visitar cada año las distintas parroquias de su diócesis 53 y de verificar la residencia de los sacerdotes. Muy a menudo se castigaba con la interdicción a quienes se ausentaban sin permiso del Ordinario, permiso que, salvo por razones nury graves, nunca podía exceder de dos meses por año. El pastor que se ausentaba debía, por otra parte, hacei-se reemplazar por un vicario remunerado de su pecunio particular, y previamente aprobado por el obispo 54. La jerarquía podía dejar en suspenso, es decir, privado de oficio y beneficio, a todo clérigo que no vistiera los hábitos 5:i. Debía velar por la honestidad de los eclesiásticos, que debían evitar relajaciones, incluso las más

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ligeras, y “no presentar, ya fuera en el vestido, la actitud, la diligencia, el discurso, o cualquier otro aspecto, nada que no sea grave, modesto e impregnado de religiosidad”56. Esta era, pues, a grandes rasgos, la silueta física y moral que debían ofrecer los sacerdotes entre los siglos XVII y xix. Un clérigo culpable de homicidio voluntario, aun en el caso de que no fuera público, quedaba inhabilitado a perpetuidad para recibir un beneficio 57. Los sacerdotes que vivían en concubinato, “deshonor de la milicia clerical”, se veían, en el caso de que no. enmendaran su conducía, “privados a perpetuidad de todos los beneficios,-partes, oficios y pensiones eclesiásticos, y pasaban a ser indignos de cualquier honor, dignidad, beneficio y oficio” 5?. De forma más general, los servidores de Dios debían “evitar incluso las menores faltas, que en ellos serían mucho más graves, a fin de que sus acciones infundan un sentimiento de veneración en las demás personas”59. Los obispos debían ocuparse de forma muy especial del modo en que los sacerdotes de su diócesis celebraban la misa, y les estaba encomendado “prohibir y hacer desaparecer cualquier acto originado por la avaricia, que está al servicio de los ídolos, la irreverencia, que apenas se distingue de la impiedad, o la superstición, falsa imitación de la piedad verdadera” 60. Los obispos debían evitar que un sacerdote “vagabundo y desconocido” oficiara la misa en casas particulares, fuera de las iglesias o de los oratorios visitados por los Ordinarios, o en momentos distintos a las horas permitidas. Debían velar, pues, para que los templos del Señor fueran “casas de oración”.

Una de las plagas de la sociedad eclesiástica de la época era el gran número de clérigos vagabundos, los cuales constituían un verdadero proletariado. El concilio se propuso luchar contra este abuso decidiendo —decisión que choca con nuestra mentalidad moderna, pero que debe ser considerada en su contexto histórico— que nadie podía ser ordenado a no ser que poseyera medios de vida propios.

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«Siendo demasiado cierto que en muchos lugares se admite a las órdenes a gran número de individuos sin selección alguna, y que éstos emplean infinidad de falsas direcciones y mentiras para hacer creer que son poseedores de un beneficio eclesiástico o de recursos suficientes, el santo concilio ordena que ningún clérigo secular, ni incluso aquellos que sean considerados idóneos desde el punto de vista de sus costumbres, conocimientos y edad, pueda ser promovido a las órdenes sagradas si antes no se ha probado jurídicamente de una forma palpable que posee un beneficio eclesiástico suficiente para sostenerse de forma honesta» 61.

La cuestión de la promoción de los clérigos a las órdenes menores y mayores, y más especialmente al sacerdocio, es una de las que

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preocuparon de forma básica a los padres del concilio de Trento. ¿Cómo era posible mejorar la calidad del bajo -clero sin imponer criterios de reclutamiento y condiciones mínimas de admisión? Así pues, fue necesario prohibir absolutamente a los obispos que acepta-ran la más mínima ofrenda ni el más pequeño regalo aunque hubiera sido ofrecido de un modo espontáneo 62, Se requirió eb conocimiento del latín para recibir las órdenes menores. Los candidatos al subdia- conado debían tener 21 años cumplidos, y los que aspiraban al diaco- nado, 22 años 63. Se pidió a diáconos y subdiáconos que comulgaran los domingos y días de fiesta en las iglesias a las que estaban adscritos. Entre el diaconado y la recepción del sacerdocio debía transcurrir un año. El futuro presbítero era sometido, antes de recibir el sacerdocio, a un serio examen sobre su conducta y sus conocimientos religiosos; pero no podía confesar, función particularmente delicada, sin que se le hubiera concedido la dirección de una parroquia, o sin haber pasado un examen especial, o al menos sin que hubiera dado pruebas de su competencia como director de conciencia.

Tales directrices fueron promulgadas en la XXIII sesión, célebre por haber decidido la creación de seminarios, “semilleros perpetuos de ministros para el culto de Dios”. El canon 18 comienza afirmando 64:

«Los jóvenes, si no han sido educados convenientemente, fácilmente se dejan engañar por los placeres del mundo. Asimismo, a menos que hayan sido formados en un ambiente de piedad y religión durante sus primeros años, época en la cual los hábitos viciosos aún no han tomado posesión de una forma completa del alma de los hombres, les es imposible, sin una gran y particular protección del Dios todopoderoso, perseverar de forma perfecta en la disciplina eclesiástica».

En este texto parece prescindirse de la posibilidad de aparición de vocaciones tardías. Lo importante es retirarse lo más pronto posible de un mundo corrompido para, de este modo, llegar a ser un buen servidor de Dios. Así pues, el concilio ordenó la creación de un seminario en cada diócesis. En él no podía ser admitido

«ningún niño menor de doce años que no fuera hijo de legítimo matrimonio y que no supiera escribir y leer de modo suficiente, y cuya buena disposición natural y voluntad no hicieran previsible

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esperar que iba a permanecer sirviendo perpetuamente en el ministerio eclesiástico» 6S.

Preferentemente debía elegirse niños pobres, aunque los ricos no estuvieran excluidos, siempre que pagaran su pensión. Desde el primer momento debían vestir el hábito clerical y ser tonsurados, así como asistir diariamente a misa y confesar una vez pGr mes.

«Estudiarán las santas Escrituras, los libros de ciencia eclesiástica, las homilías de los santos, todo aquello que parezca oportuno para administrar correctamente los sacramentos y sobre todo para comprender las confesiones, y las normas concernientes a los ritos y ceremonias».

Para crear y mantener tales seminarios, los obispos debían em-plear ciertas rentas previamente destinadas a la instrucción de los niños y, asistidos por un consejo, esforzarse por encontrar nuevos recursos, incluso a expensas de las abadías y de los beneficios dotados de derecho de protección.

3. RELIGIOSOS Y MONJES

El concilio forjó, pues, el principal instrumento de la renovación católica seis meses antes de disolverse. En efecto, tal renovación no era posible sin que el clero secular ganara en virtud y en ciencia teológica. Por consiguiente, la asamblea de Trento tampoco des-preció las normas de reforma para religiosos y religiosas, las cuales fueron recogidas en un largo decreto de la XXV sesión. Sus dis-posiciones principales son las siguientes: los regulares deberán vivir conforme a su regla (“en efecto, si no se mantienen de forma exacta todas aquellas normas que constituyen las bases y fundamentos de la vida regular, es inevitable que se resquebraje todo el edificio”). No poseerán nada en propiedad, y no levantarán nuevos edificios sin permiso del Ordinario. No se alejarán del convento sin la autorización del superior, y los que se ausenten por motivo de sus estudios sólo podrán residir en un monasterio. Los obispos, “bajo la amenaza de eterna maldición”, se cuidarán de restablecer la clausura de los conventos de monjas en todos aquellos lugares en .que haya sido :

violada, y velarán para que se conserve allí donde aún no haya sido transgredida. Los superiores, generales y abadesas, serán elegidos “sin fraude alguno”, es decir, mediante sufragio secreto. La abadesa deberá tener una edad no inferior a los cuarenta años, y habrán pasado al menos ocho “desde su profesión”, habiendo observado

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“una conducta loable”. Los visitadores de la orden, o en su defecto el obispo, efectuarán visitas a todos los monasterios regularmente. Las monjas confesarán y comulgarán al menos una vez por mes, “a fin de que, protegidas por esta saludable salvaguarda, puedan sobreponerse con coraje a todos los ataques del demonio”. No conservarán el santo sacramento en el interior del monasterio. Los regulares se someterán a las censuras del obispo y a las celebraciones de su T" ----c--;' no podrá hacerse sino después de un mínimo de un año de noviciado, y. una vez cumplidos los dieciséis.

«Antes de profesar un novicio o una novicia, ni sus padres, ni sus parientes ni sus curadores podrán, bajo ningún pretexto, dar al monasterio cosa alguna de sus bienes, sino sólo aquello que sea necesario para su alimentación y vestido. En efecto, es necesario que no tengan dificultades para dejar la orden por el hecho de que el monasterio posea todos o parte de sus bienes, cuya recuperación quizá les fuera dificultosa en c-1 caso de, qué quisieran abandonarlo»'*4.

Una muchacha de más de doce años, deseosa de tornar el hábito regular, deberá ser examinada por el Ordinario. Será pronunciado anatema contra aquellos que coaccionen a una mujer para que entre en religión, o bien se lo impidan. Ningún regular, pasados cinco años desde su profesión, podrá pedir dejar los hábitos aunque asegure que ha entrado en religión por la fuerza o por coacción. Por otra parte, ningún regular podrá ser transferido a una orden menos severa que la suya. Un canon (el 21) establece, finalmente, la si-guiente recomendación:

«(Los monasterios) que en e] futuro queden libres sólo serán conferidos a regulares de virtud y santidad reconocidas. En cuanto a los monasterios que sean cabezas y primados de las diferentes órdenes, o incluso las abadías y prioratos llamados filiales de los anteriores, quienes actualmente los tengan a su cargo serán, obligados, en e! caso de que no se les baya provisto un sucesor regular, a hacer profesión solemne, dentro del plazo de seis meses, en la religión propia de dichas órdenes, o bien a deshacerse de sus responsabilidades. En cualquier otro caso, sus cargos serán considerados como vacantes de pleno derecho» n.

Nuestra época está tomando conciencia de la distancia que la separa tanto del concilio de Trento como de Lulero 6S. Sin embargo,

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no debe olvidarse que la obra del concilio, examinada en nuestros días con mirada crítica por la propia opinión católica, ha dominado desde las altas jerarquías, del laclo romano, tres siglos de vida religiosa. Esto es lo cjue le importa al historiador.

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NOTAS DEL CAPÍTULO PRIMERO

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1. Véase a este respecto nuestro libro precedente en esta misma colección (n.° 30): La Reforma.

2. En este punto sólo hacemos referencia a los hechos principales. Una documentación más amplia se encontrará en Fr. RAPP, La Iglesia y la vida religiosa en Occidente a fines de la Edad Media (n.6 25 de la «Nueva Clío»), Barcelona. 1973.

3. Sobre la Devoiio moderna, véase especialmente D.S.A.M., III, c. 727-747, [5], y Courants religieux el humanisme a. la fin du XVC siegle el au debut du XVI\ París, 1959.

4. Véase H.E. (XIV, 2), [15], págs. 629-656.5. En 1516, ni la Universidad ni el Parlamento de

París se dieron cuenta de que el concordato confirmaba la estructura y la mentalidad galicanas que había contribuido a crear la Pragmática Sanción, En efecto, el único motivo por el que en ésta se había restablecido la elección de obispos y abades era facilitar las «benignas y bondadosas» recomendaciones del rey. Véase J. THOMAS, Le concordat de 1516, ses origines, son histoire au XV1C siécle, 3 vols., París, 1910.

6. Véase A. REKAUDET, Préréjorme el Humanisme a Varis pendant les pre-mieres guerres d’Italie, París, 1916, págs. 178 y ss.

7. II. JEDIN, [39], I, pág. 137.8. Pablo III aprobó la creación de la Compañía de

Jesús en 1540.9. H.E. (XVII), [15], pág. 279.

10.El Interin, de Augsburgo autorizaba el matrimonio de los sacerdotes y la «comunión del cáliz» para los laicos.11.Véase esta carta en las Oeuvres de BOSSUET, éd. LACHAT, París, 1862-1868, XVIII, págs. 198-199.12.Estos votantes fueron, sin embargo, apoyados por una cincuentena de teólogos

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NOTAS DEL CAPÍTULO PRIMERO

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que no intervenían en las votaciones.13. G. ALBERIGO [27], págs. 350-352.14. Ibíd., págs. 274 y ss.15. J. DELUMEAU, La Reforma, Barcelona, 1967, primer y ríltiino capítulos.

16. IV sesión. El concilio constó de 25 sesiones, de las cuales nueve fueron simplemente protocolarias.

17. Trad. H. STRO H L, Luther jusqiden 1520, París, 1962, pág. 270.

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18.V sesión.19.VI sesión.20.H.C. (IX, 1) [46], págs. 303-305.21.H.C. (X, 1) [46], pág. 85, decreto sobre la justificación, cap. IV.22. Ibíd., pág. 91, cap. VII.23. Ibíd., pág. 161.

24. Ibíd., pág. 92; decreto sobre la justificación, cap. VII.25.Fueron estudiados en las VII, XIII, XIV y XXI sesiones.26.H.C. (X, 1) [46], pág. 203.27. Ibíd., pág. 553. " "

28. TITTMANN, Libri symbolici Ecdesiae evangelicae, 1827, pág.- 253.29.D.T.C. [6], V, 2, c. 1342.

30. Instilution chrétienne (última edición), IV, cap. 17."Véase J. D-ELUMEAU, La Reforma, págs. 71 y ss.31.XIII sesión; canon 2: H.C. (X, 1) [46], pág. 273.32. Ibíd., pág. 242.33. Ibíd., pág. 430.34.XXII sesión.35.Nótese que la Iglesia romana mantenía la creencia en el Purgatorio, rechazada por los protestantes. Por otra parte, continuó considerando legitima la celebración de misas en honor de los santos para obtener su intercesión cerca de Dios. El concilio dejó libertad al Papa para dejar o privar el cáliz a los laicos en ciertos países de Europa central. Roma optó por denegarlo.36.Lo mismo que anteriormente, traducción de los textos conciliares tomada de H.C. (X, 1) [46],37.Decreto de reforma de la VII sesión: H.C. (X, 1) [46], pág. 233.38.XXIV sesión: ibíd., pág. 567.39.XXIII sesión: ibíd., pág. 496.40.VI sesión: ibíd., pág. 163.41.Véase la tesis, que se ha conservado manuscrita, del cardenal GOUYON, L’introduction de la reforme disciplinaire du concile de Trente dans le diocese de Bordeaux, 1582-1624 (ejemplar mecanografiado en la Biblioteca de la Universidad de Burdeos).42.V sesión: H.C. (X, 1) [46], pág. 63.43.XXI sesión: ibíd., pág. 424.44.VII sesión: ibíd., pág. 235.45.XIV sesión: ibíd., págs. 385 y 390.46.XXI sesión: ibíd., pág. 422.47.VII sesión: ibíd., pág. 235.

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48.XIV sesión: ibíd., pág. 386.49.XIV sesión: ibíd., pág. 385.50.XIII sesión: ibíd., págs. 284-285.51.XIII sesión: ibíd., pág. 286.52.XIV sesión: ibíd., págs. 385-386.53.XXIV sesión: ibíd.. pág. 585. Se debía visitar la totalidad de la diócesis en el término de dos años,

54. XXIII sesión: ibíd.. pág. 495.55. XIV sesión: ibíd., pág. 388.56. XXII sesión: ibíd.. págs. 460-461.57. XIV sesión: ibíd., pág. 288.58. XXV sesión: ibíd., pág. 622.'59. XXII sesión: ibíd., pág. 461.60. XXII sesión: ibíd., pág. 457.61. XXI sesión: ibíd., pág. 421.62. XXI sesión: ibíd., pág. 420.63. Para esta reglamentación y las siguientes, XXIII

sesión: ibíd.. pá^s. 494- 495.64. Ibíd., pág. 501.65. Ibíd., pág. 502. Dehecho, no ha.sido el tipo deseminariopropuestoen

el concilio de Trento el que ha dado mejoresresultados.Véase másadelante, pág. 38. ;

66. Ibíd., pág. 607.67. Ibíd., pág. 609.68. G. ALBERIGO [28 bis], págs. 65-81.

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CAPÍTULO II

Sobre la repercusión del concilio

A) La recepción del concilio

La misma observación es válida tanto para el Edicto de Nantes como para el concilio de Trento. Ambos fueron aplicados bastante ampliamente, aun cuando los edictos de pacificación que habían precedido al primero, y los decretos de reforma promulgados por otros concilios o por Roma antes del segundo, se habían convertido en papel mojado. La asamblea de Trento fue disuelta el 4 de diciembre de 1563; la confirmación pontificia de sus decisiones fue acordada a partir del 26 de enero del año siguiente, y una bula publicada en el mes de julio precisó cuáles serían, en adelante, obligatorias para toda la Iglesia católica. Dos años más tarde, salió de las prensas el catecismo parroquial —Catechismus ex decreto concilii Triden- tini ai parodias— cuya redacción había sido pedida por el concilio en 1546, y a la cual Carlos Borroneo, sobrino de Pío IV, aportó todos sus cuidados. El breviario y el misal romanos aparecieron respectivamente en 1568 y 1570 L El concilio había declarado la “autenticidad” de la Vulgata. Su versión revisada, la “Vulgata Cle- mentina”, vio la luz en 1593. Estos hechos, entre otros muchos que podríamos aportar, prueban que el papado hizo suyo el espíritu de reforma y renovación afirmado en Trento.

En una época en que la autoridad política intervenía constantemente en el dominio religioso, la aplicación de los decretos del concilio de Trento en modo alguno dependía exclusivamente de la buena voluntad de Roma. Como mínimo, era preciso contar con la de los jefes de Estado católicos. En la obra del concilio de Trento pueden distinguirse tres niveles distintos. El primero es el relativo al dogma y el segundo el que atañe a las

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exigencias disciplinarias y morales.

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Por lo que respecta a ellos, los soberanos, desde 1563, no presentaron reservas mayores. No puede decirse lo mismo en cuanto a los decretos concernientes a la justicia eclesiástica y a los lazos existentes entre el episcopado y Roma. A los reyes de Francia y de España no les gustaba en absoluto que ei papa fuera proclamado “obispo de la Iglesia universal”, e intentaron continuar interponiendo su placel entre la Santa . Sede y los católicos de sus'respectivos Estados. No deseaban ceder ni un ápice de las “libertades españolas” ni de las “libertades galicanas”, y mucho menos ver desaparecer de las manos de la autoridad civil ios recursos de fuerza en España y los appels comine d’abus en Francia

Una amplia parte cíe la opinión pública francesa se manifestaba del mismo modo; ello se evidencia en los lújelos publicados bajo los reinados de Enrique IV y Luis XIII contra la aceptación oficial que tenían en el reino los decretos del concilio. El concilio, se dice en ellos, encarga a los obispos que juzgue a los impresores y autores de obras escandalosas, los matrimonios clandestinos, los concubinatos y los adulterios. Todos los tonsurados, incluso los casados, dependerán en lo sucesivo de los tribunales eclesiásticos. Los obispos tendrán a su cargo la vigilancia de los hospicios y la obligación de hacer reparar los edificios dedicados al culto. Los legistas franceses se sublevaron cuando comprobaron que el concilio negaba prácticamente a los eclesiásticos el derecho de presentar ante los parlamentos los appels omine d'abus •—los obispos debían juzgar ciertas causas sin apelación— y autorizaba a los jueces de la iglesia a rehusar los monitorios otorgados por los jueces laicos. No les gusLaba que todas las causas referentes a los obispos estuvieran reservadas a la jurisdicción de la Santa Sede, por cuanto los parlamentos pretendían conocer todos los

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problemas reales, incluso aquellos en que el culpable era un obispo.

Los Estados italianos, Portugal y Polonia no pusieron dificultad alguna para aceptar oficialmente los decretos del concilio que sus “oradores,'! Habían firmado en Trento. La recepción solemne de tales acuerdos por parte de Felipe II tuvo lugar en julio de 1564, pero con la inclusión de esta cláusula: “bajo reserva de mis derechos reales”. Efectivamente, a pesar del Papa, un comisario real asistía a los concilios provinciales que, a partir del de Trento, se reunían en las diócesis que dependían de la corona de España. En 1566. los príncipes y los electores católicos de Alemania “dieron por recibidos” los decretos del concilio que se referían a todo lo concerniente al dogma y al culto. Se contentaron con pedir ciertas modificaciones de detalle sobre puntos de disciplina, especialmente los relacionados con los sínodos provinciales3. En desquite, Fernando I, que tan buena disposición sentía hacia la Iglesia católica, no se avino a publicar dentro de sus posesiones territoriales aquellas disposiciones tridentinas que según su criterio lesionaban las prerrogativas del Estado. En cuanto a Francia, siempre rehusó, incluso una vez terminadas las guerras de Religión, integrar las decisiones de Trento a las leyes constitucionales del reino. Enrique IV temía indisponerse con los protestanes. El gobierno de María de Médi- cis y el de Luis XIII chocaron con el galicanismo del Tercer Estado. En los Estados generales de 1614, el Clero, sostenido por la Nobleza, rogó al Rey “que tuviera a bien ordenar que el edicto del sagrado concilio de Trento fuera recibido, publicado y observado en todo su reino”. Asimismo, el Tercer Estado, en una declaración preparada por el teólogo Edmond Richer, pidió al Rey “que hiciera constar [ . . . ] por medio de una ley fundamental del reino [ . . . ] que no hay poder en la tierra, sea cual fuere, espiritual o temporal, que tenga derecho alguno sobre su reino, para poder privar las personas sagradas de

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nuestros reyes [••■] La opinión contraria es [ . . . ] impía [ . . . ] (y) contraria al establecimiento del Estado de Francia, que sólo depende por vía inmediata de Dios”/4. La realeza francesa abrazó el punto de vista anterior y continuó pensando que “las libertades galicanas son realmente el derecho común mantenido con gran empeño desde tiempo inmemorial” en el reino 5. Así pues, rechazó la legalización de los decretos tridentinos, mientras que el clero de Francia, por su parte, declaraba solemnemente la recepción de todos aquellos que se referían a la fe y a la acción pastoral.

El siete de julio de 1615, tres cardenales. 47 obispos y arzobispos y 30 eclesiásticos afirmaron: «Los cardenales, arzobispos, prelados y otros eclesiásticos abajo firmantes, en representación del Clero general de Francia, reunidos en asamblea con el permiso del Rey en el convento de los Agustinos de París, después de haber deliberado en secreto sobre las conclusiones publicadas del concilio de Trento, han reconocido unánimemente y declarado, reconociendo y declarando estar obligados por deber y en conciencia a recibir, como de hecho han recibido y reciben, dicho concilio, y prometen observarlo hasta el límite en que les sea posible a causa de sus funciones y autoridad espiritual y pastoral, y para llevar a cabo una más amplia, solemne y 'particular recepción, se dan por enterados que los concilios provinciales de todas las provincias metropolitanas de este reino deben ser convocados y reunidos en asamblea en cada una de las provincias antes de que transcurran seis meses» 6.

¡Notable declaración de autonomía religiosa en el contexto de las estructuras del Antiguo Régimen! La realeza no se equivocaba fácilmente; y, por ello, Luis XIII jamás colocó su sanción al pie de tal declaración, y lo mismo hicieron sus sucesores. En todo caso, el episcopado francés,

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compuesto de obispos cuyo comportamiento en muchos casos no podía tacharse, de ejemplar, afirmaba así de un modo solemne que se adhería a la letra y al espíritu de las decisiones de un concilio que Francia, durante mucho tiempo, había prácticamente ignorado.

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Ü) Los obstáculos puestos a la aplicaelóride las decisiones del concilio

Si bien los decretos dogmáticos aprobados por la asamblea de Trento fueron, con notable unanimidad, aceptados muy pronto pollas diferentes escuelas teológicas- del mundo católico (incluso por los jansenistas), la aplicación de las decisiones'disciplinarias, por el contrario, choco con los hábitos, la rutina y la debilidad humanas. Los papas que gobernaron la Iglesia romana a partir de 1565 estuvieron, por lo general, animados por uii-.verdadero espíritu religioso, dando ejemplo ríe dignidad a través dé su conducta. Dos de ellos lian sido canonizados —Pío V (1565-1572) e Inocencio XI (1676- 1689)—, pero sin duda alguna el más notable de los pontífices correspondientes al período de la Reforma católica fue Sixto V (1585-1590). A pesar de lo indicado, tampoco faltaron papas en los nuevos tiempos que, imitando a sus predecesores del Renacimiento, cayeron en el nepotismo, gracias a lo cual Roma, Tívoli y Fras- cati se embellecieron con magníficos palacios y villas a los que se bailan ligados los nombres de los Aldobrandini, los Borghese, los Barberini, los Panfilia, etc.

Al nepotismo pontificio cabe añadir el de ciertos obispos pertenecientes a la aristocracia. Un ejemplo típico de esta actuación lo constituyen los Gondi, que acapararon durante 93 años (1569-1662) la sede episcopal, que más tarde pasaría a arzobispal (a partir de 1622), de París. Idénticamente, los Roban fueron obispos de Estrasburgo sin interrupción desde 1704 a 1803 1. Casi todas las grandes familias contaban al menos con un obispo en su seno, en particular los La Roehefoucauld, quienes, al estallar la Revolución, poseían las sedes de Ruán, Beauvais y Saintes. En 1700, tres Colbert eran prelados: el arzobispo de Ruán, el obispo de Auxerre y el de Montpelíier.

Contrariamente a los deseos expresados por los padres del concilio, no desapareció la encomienda. Inicialmente porcpue fue mantenida

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en favor de los altos personajes de la Curia gue residían en Roma a causa de sus funciones. Por otra parte, un Estado como Francia,- que no había «recibido» los decretos de Trento, no se creyó obligado a aplicarlos en lo referente a este punto. Enrique IV entregó dos abadías al protestante Sully. Una estadística referida a un total de 1100 abadías francesas del siglo XVIII revela que 850 de ellas habían sido entregadas en encomienda, especialmente a capellanes, preceptores o lectores del Rey, de la Reina, de los príncipes o de las princesas!. Por tanto, no fue suprimido el cúmulo de beneficios, ni incluso rebajado a un nivel intermedio no excesivamente visible. En 1638, Raneé, que contaba sólo doce años pero que ejercía ya los cargos de canónigo de París, abad de Notre-Dame-du-Val, de Saint- Symphorien y de la Trapa, proveyó cuarenta curatos o prioratos curatos. En cuanto a la —1 1 1 1

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Así pues, el renacimiento católico fue frenado por todo tipo de elementos, especialmente por la inercia de los eclesiásticos y ei perdurable cesaropapismo de los soberanos. El ritmo regular previsto en el concilio parados sínodos provinciales5 (.cada tres años) y para los sínodos diocesanos (anuales) no fue respetado, como tampoco lo fue el previsto para las visitas pastorales (cada parroquia debía ser inspeccionada bianualmente) 10. Por otra parte, el patronato hispano- portugués constituyó un temible muro entre Roma y. numerosos países de misiones. Finalmente, si bien el bajó clero rehúso' durante largo tiempo instruirse, vestir hábito clerical y enseñar el catecismo, el alto clero olvidó muy a menudo el primer capítulo del decreto ele reforma de la XXV sesión del concilio: cardenales "y prelados llevarán una vida simple y frugal. La riqueza siguió siendo la gran debilidad de la alta Iglesia romana.

La fijación de períodos artificiales ha deformado la historia de la Reforma católica y la lia privado de su amplitud cronológica. Sin embargo, este renacimiento religioso se extendió a lo largo de varios siglos. Por una parte fue preparado —y así se ha indicado anteriormente— por un largo período de inquietud y búsqueda; por otro lado, una vez finalizado el concilio de Tiento, sus conclusiones se introdujeron con gran lentitud en las costumbres, instituciones y corazones. Si bien, el nuevo estilo católico pareció triunfar con bas-tante rapidez en Italia y la península Ibérica —a partir de la segunda mitad del siglo XVI—, por el contrario en Francia, Alemania, Países Bajos, Bohemia y Polonia no se impuso verdaderamente hasta bien entrado el siglo xvn. En Francia, el reinado de Luis XIII y la regencia de Ana de Austria coincidieron, ciertamente, con un florecimiento de la santidad heroica. Es la época de san Vicente de Paúl y de Polyeucte. De todos modos, el momento en que la reforma religiosa hace sentir sus plenos efectos en todo el reino corresponde a la segunda mitad del siglo xvn y a los inicios del XVIXI. Esta observación completa las expuestas anteriormente

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sobre la insuficiente aplicación de las decisiones disciplinarias del concilio de Trento. Así pues, deben- evitarse dos juicios simplistas. No es lícito afirmar que antes de 1563 todo funcionaba mal en la Iglesia romana, y tampoco lo es creer que los problemas fueron solucionados completa e inmediatamente. En la diócesis de París, las visitas pastorales no comenzaron de forma seria y relativamente regular hasta después de la Fronda y, básicamente, despu.es de que fuera nombrado arzobispo Mons. de Péréñxe en 1664 n. Uno de los primeros actos del nuevo prelado fue la convocatoria de un smodo de todo el clero de su diócesis, reunión no efectuada desde 46 años antes 12. Finalmente, a pesar de efue a lo largo del siglo XVII fueron creados

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en París diversos organismos e instituciones especializados en la formación de candidatos al sacerdocio y de jóvenes religiosos (conferencias para ordenandos de Saint-Lazare; seminarios de Sainí-Magioi- re, Saint-NicoIas-du-Chardonnet, Saint-Sulpice, hospicio de los Borts- Enfants, comunidad de la Sainte-Famille, seminarios de la Provi- dence), el primer seminario diocesano no fue creado en esta ciudad de 400 000 habitantes, rodeada por una rica campiña con 472 parroquias. hasta 1696 13.. En efecto, en esta fecha Mons. de Noailies declaró obligatorio el paso por un seminario de todos los candidatos al sacerdocio que pertenecieran a su jurisdicción y, además, erigió un establecimiento diocesano, el seminario Saint-Louis, formado por la reunión en el mismo local de todos los seminarios cíe la Prcvx- dence, donde serían especialmente acogidos los clérigos pobres. De hecho, ios seminarios diocesanos no funcionaron de forma mas o menos satisfactoria hasta 1660 en Ruán 1671 en Nantes 15, 1682 en Burdeos16, 1695 en Ángers 17. En esta última ciudad, la serie ce obispos reformistas fue iniciada por Mons. Árnauld, un hermano de la Madre Angélica, que ocupó la sede episcopal a partir de 16!>0 a.

C) Roma: capital religiosa renovada

Las precisiones que acabamos de indicar aportan los elementos necesarios para una buena interpretación de la época y las costumbres vigentes durante la Reforma católica, pero no deben llevarnos a subestimar la importancia del nuevo enfoque y la profundizado)! religiosa que se operó en la Iglesia romana durante aquellos días. Ciertamente, la capital de la catolicidad siguió siendo una ciudad sorprendente, sobre todo si se considera que se arrogaba como misión volver a hacer suyo y conservar el mensaje del hijo del carpintero, que había proclamado: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. Ni la

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pobreza ni el trabajo fueron los aspectos dominantes en Ic. época de la renovación religiosa.

Sin embargo, Roma dejó de ser la ciudad licenciosa y pagana sobre la que Savonarc-Ia y Lutero habían lanzado el anatema. Pío V, asceta autoritario que quiso velar las desnudeces antiguas que poblaban en aquella época los museos de Roma, y que también habría deseado expulsar a todas las cortesanas de la capital, se esforzó, hasta. donde pudo, en transformar el clima moral de la “ciudad eterna”. El habría deseado convertir Roma en un inmenso convento, pero no logró conseguirlo. La ciudad, una vez desaparecido este pastor demasiado exigente, y cerrado, con la muerte de Sixto V (1590), el período heroico de la Reforma católica, volvió

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a reír y a vivir. La piedad fue sustituida por el humor, la majestad por la negligencia, la pompa de las ceremonias por la dulzura del arte. Por lo menos tomó un aspecto digno que realzó la nobleza de su decoración arquitectónica. Como mínimo fueron construidas o enteramente renovadas en el curso del siglo xvi un total de 54 iglesias. La culminación de la cúpula de San Pedro en 1593 adquirió el valor de un símbolo: la confesión católica, a pesar de sus recientes descalabros, volvía a levantar la cabeza. El aumento,demográfico —100 000 habitantes hacia 1600—, la belleza de las edificaciones religiosas y civiles, los obeliscos levantados por Sixto V, las treinta nuevas calles trazadas durante el siglo XVI,

los tres acueductos antiguos restaurados entre 1565 y 1612, las treinta y cinco fuentes públicas puestas en servicio entre 1572 y 1600, los jardines que se multiplicaban, son otros tantos elementos que convierten a Roma, a finales del siglo XVI, en la ciudad piloto de Europa y la capital artística del mundo 19. El resplandor artístico y el religioso iban ¿ la par y, por consiguiente, Roma pasó a ser una ciudad físicamente impresionante y moralmente respetable que los pontífices, a partir de mediados del siglo xvi, se esforzaron en presentar a los peregrinos que, durante los años santos, acudían en gran número a visitar sus “siete iglesias”. De esta forma, quedaron vinculadas la rectificación católica y la renovación de las peregrinaciones a la “ciudad eterna”. Roma fue visitada por más de 400 000 peregrinos exi 1575, y por 550 000 en 1600 20. Una cofradía especializada concedió albergue a 210 000 durante 1600, a 12 866 de los cuales lo hizo durante la semana santa21.

El prestigio de una ciudad que volvía a tomar conciencia de sí acrecentó la autoridad de los papas sobre el mundo católico y completó de esta forma la acción del concilio de Trento, que, contra toda previsión, había reforzado la posición de la Santa Sede. Fra Paolo Sarpi, a comienzos del siglo XVII, estaba desolado por ello y se expresaba en los siguientes términos:

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«...la corte de Puma —escribía— que temía y esquivaba la firmeza áe este concilio como el instrumento más adecuado para moderar la excesiva e ilimitada potencia que había ido adquiriendo a través del tiempo, ha afirmado tan sólidamente su empresa en la parte que ha seguido permaneciendo bajo su control, que jamás su autoridad ha sido tan grande y sólida. Hermosa lección que nos enseña a poner todas las cosas en manos de Dios, sin depositar demasiada confianza en la prudencia humana» 22.

Dentro de esta misma corriente evolutiva —y también contribuyendo a reforzarla— se sitúa la reorganización del. gobierno de la Iglesia católica llevada a cabo a partir del papado de Pablo III. Tai reorganización se orientó a crear una vigorosa centralización, explicitada en la creación de congregaciones, que eran comisiones encargadas de preparar las decisiones pontificias en los diversos dominios de su competencia.

En el tiempo de Sixto V. que creó la mayor parte de ellas, existían 15 congregaciones J', seis de las cuales se ocupaban de asuntos temporales, y las restantes, respectivamente, de la Inquisición (creada en 1542), del índice (creado por Pío V), del Concilio (1564, inmediatamente reorganizada), de los Obispos (1576), de los Regulares (creada por Sixto V, así como las siguientes, y que en 1601 se fusionó con la de los Obispos), ele la Concesión de gracia (examen cíe las peticiones de gracia), de la Erección de iglesias y de las

provisiones consistoriales, de Ritos y ceremonias y de la Imprenta

vaticana. Á esta lista deben añadirse una congregación para la Conversión de los infieles (1568), que no alcanzó su funcionamiento pleno basta 1622, cuando se convirtió en la congregación para la Propagación de la Fe. y una congregación para la Construcción

de San Pedro, tal vez creada en 1523, pero que no fue

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reorganizada hasta 1593.

Los miembros de tales congregaciones fueron cardenales y expertos. Con toda seguridad, el Sacro Colegio, en tanto que tal, a pesar del creciente número de sus miembros (70 a partir de Sixto V), perdió gran parte de su importancia 24 en relación a la que poseía en la época de la Prerreforma. Sin embargo, los cardenales, esco-gidos preferentemente en función de criterios religiosos, a diferencia de lo que había sucedido en otras épocas, fueron menos políticos y mucho más hombres cíe Iglesia que durante el siglo xv y co-mienzos del xvi. Los nombramientos cardenalicios de Pío V (en 1568 y 1570) hicieron época en este aspecto y, en medio del estupor general, sentaron fuertes precedentes sobre el aspecto indicado. Algunos años más tarde, Baronio (f 1607), amigo y sucesor de san Felipe Neri en el Oratorio de Roma y autor de unos célebres Anuales ecclesiastici, y Beílarmino (f 1621), teólogo jesuíta que participó en la corrección de la Yulgata, encarnaron el nuevo tipo de cardenal piadoso y erudito.

D) Sínodos, seminarios y visitas pastorales

Sin duda, la autoridad pontificia llegó a ser excesiva en la Iglesia romana reformada, pero al menos constituyó un importante contrapeso para el eesaropapismo de los soberanos. Por otra parte, su . principal línea de acción se centró en la aplicación más exacta nosible de las decisiones del concilio de Trento. Un hecho revelador lo constituye el que Pío V, inmediatamente después de su elección, enviara el texto de los decretos conciliares a los arzobispos y obispos de Goa, México, Guatemala, Honduras y Venezuela23. La misión hásif.p ríp r cotidiana del orbe católico. Si bien es cierto que dichos sínodos no se reunieron con la regularidad prevista, es importante constatar que muchos ¿e ellos tuvieron lugar en los años subsiguientes ai concilio. Los sínodos permitieron ejercer de nuevo al CGIIÍIOI sobre clérigos

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y fieles. San Carlos Borromeo organizó entre 1565 y 1581 no menos de once sínodos diocesanos y seis sínodos provinciales, a fin de conseguir la aplicación. en el norte de Italia de las normas promulgadas par-la reforma íridentina. Un centenar de sínodos, tanto provinciales como diocesanos, se celebraron durante el período 1564-1572, tanto en Europa como en Asia (Goa, 1567 y 1570} y América (México, 1565;. Lima, 1567) 26.

Para trae la acción renovadora de la jerarquía pudiera hacerse sentir a nivel parroquial, las diócesis no debían ser excesivamente extensas. De ahí su multiplicación en varias regiones en que la Iglesia católica corría el riesgo de sor barrida por el protestantismo. En 1559, el mapa de las diócesis de los Países Bajos íue modificado a petición de Felipe II. Anteriormente, esta región, una de las rnás pobladas y prósperas de la Europa occidental, sólo contaba con cuatro obispados (Cambra), Arras, Tournai y Utreehl), que dependían de dos metrópolis extranjeras (Reims y Colonia). La reorganización decidida por Piorna y el rey de España creó tres arzobispados (Cambrai, Malinas y Utrechl), de los que dependían quince obispados27. En Francia, el obispado de la Rochela fue erigido en 1648 “. Tres nuevas diócesis fueron instituidas en Bohemia, con centros respectivos en Lilomcriee (1655), Rradec Kralove (1664) y Budcjowicc (1785) 21.

Una de las más importantes decisiones renovadoras del concilio de Trente- fue, sin lugar a dudas, la concerniente a la creación de seminarios, que rápidamente se multiplicaron en Italia y España.

En el primero de los países indicados30, se creó una veintena de seminarios entre 1564 y 1584. En

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España, donde ya existían seminarios uvant la letira en Granada (desde 1492). Tortosa (desde 1544) y Valencia (desde 1550), se establecieron 26 nuevos seminarios para la formación del clero parroquial entre 1565 y 1616 31. En los Países Bajos, fueron creados ocho seminarios conciliares antes ele 1620.

Sobre el actual territorio de Francia32 cabe reseñar el surgimiento de seminarios en Reims (1567), Pont-a-Mousson (1579), Áviñón (1586), Toulouse (1590), Metz (1608), Ruán (1612), Máeon (1617), Lyón (1618) y Langres (1619). Pero en una época en que el reino se hallaba inmerso en plena guerra civil, tales instituciones se caracterizaron, con cierta frecuencia, por su extrema fragilidad. De hecho, Francia no se vio dotada de un buen número de seminarios hasta 1650.

Durante largo tiempo, los seminarios franceses e italianos contituyeron dos realidades absolutamente diferentes, y la impresionante lista de los que fueron creados en la Península durante la segunda mitad del siglo XVI no debe distorsionar nuestro análisis, ya que constituían heterogéneas agrupaciones, en un mismo establecimiento, de todos los candidatos al sacerdocio desde tina edad de doce años hasta su ordenación. De hecho, si bien la estancia en tales «colegios» era prolongada, la preparación para abordar las tareas del sacerdocio propiamente dicho era bastante escasa. De ahí se explica la enorme mediocridad del bajo

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clero italiano del siglo XVI!. Dele esperarse al xvíü para observar cómo se comienza a adoptar en Italia, bajo la influencia de las ideas jansenistas, el seminario de tipo francés, en el que los candidatos al sacerdocio permanecen alrededor de dos años, pero donde sin embargo reciben una auténtica formación sacerdotal.

Para favorecer la reconquista por parte del catolicismo de aquellos países que se habían pasado al protestantismo, y también de aquellos que vacilaban entre Roma y la Reforma, se crearon seminarios «en el exilio», semejantes al modelo francés. Ün ejemplo de ellos os el Colegio

germánico (1552) de Roma que, en 1575, recibió 130 candidatos a la ordenación llegados de diversas diócesis alemanas; a éste se sumó ira Colegio hiingo.ro,

creado en 1578. A partir de esta fecha, existe un seminario inglés en Roma. También fueron creados seminarios ingleses en Douai (1568, 1593, 1611), Saint-Omer (1593), París (1611), Lovaina (1612) y Licja (1626), además de seminarios irlandeses ral París, Lo- vaina, Salamanca y Rema, seminarios escoceses- en Pont-ü-Mousson (posteriormente en Douai) y en Roma, y un seminario en Lovaina para las Provincias Unidas. A esta lista cabe añadir el Colegio

de' la Propaganda, creado en Roma en 1622 a fin de formar sacerdotes para todos los países de misiones de Europa y del mundo.

Durante mucho tiempo, los seminarios diocesanos fueron escasos en el Imperio, hasta que Canisio y los jesuitas emprendieron la creación de seminarios «pontificios» —patrocinados por la Santa Sede— en el Imperio y en Polonia: Viena (1574), Dillingen (1576), Gratz (1578), Olomouc (1578), Braunsberg (1578), Fulda (1584) e Ingolstadt (1600). Tales establecimientos no tardaron en convertirse en academias o universidades semejantes a] Colegio

romano creado por san Ignacio en 1556, y

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convertido a partir do 1585 en la brillante Universidad

gregoriana (del nombre de Gregorio XIII, que favoreció su desarrollo).

Á pesar de que nc fueran alcanzados la totalidad ele los objetivos fijados por el concilio de Trento; a pesar de que el ritmo de las visitas pastorales y de los sínodos nunca fue el previsto; y a pesar de que los seminarios tuvieron unos comienzos muy difíciles en determinados países, a partir de 1565 la vida cotidiana de la Iglesia ca-tólica fue transformándose progresivamente. Hacia mediados del siglo xvi, más de 300 parroquias situadas en los alrededores de Viena earecían de sacerdotes33. Cremona había carecido de obispo residente entre 1475 y 1560 34. Asimismo, Milán había permanecido ochenta años sin arzobispo residente hasta que fue a establecerse san Carlos Borromeo. Sólo hemos dado algunos ejemplos entre millares, pero tales hechos fueron escaseando de forma- paulatina. Álain de Solminihac, obispo de Cahors, a partir de 1636 efectuó nueve viajes por el territorio de su diócesis en el lapso de trece años, y en cada uno de ellos visitó las 700 parroquias de la misma 35. En la diócesis de Besancon, extensa, montañosa, rica y también con cerca de 700 parroquias, Mons. de Grammont (1665-1667) realizó cuatro giras pastorales en tres años. Los obispos de Auxerre, Andró Colberí (1676-1704) y Caylus (1704-1754) iniciaron ambos sus visitas desde el primer momento de su episcopado. Massillon, nombrado obispo

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de Clermont en 1717, se dedicó a visitar cada año una parte de las 750 parroquias que tenía encomendadas. Se ha expuesto una estadística sumaria pero que puede ofrecernos, por otra parte, idea del intervalo medio existente entre dos visitas consecutivas a una parroquia en la Francia del siglo xvn (se obtiene una cifra que oscila alrededor de los doce años) y del siglo XVIII

(intervalo medio de ocho años). Estas cifras, por insuficientes que sean en sí mismas, constituyen un testimonio de la mejora de la conciencia pastoral en el episcopado; consecuencia de la formación proporcionada por los seminarios. Muchos de los obispos franceses fueron antiguos alumnos del seminario de San Sulpicio, fundado por Olier en 1641. A finales del siglo xvn, el episcopado procedente del seminario de San Sulpicio estaba constituido ya por unos 50 prelados y, durante el siglo xvill, más de 200 antiguos alumnos de dicho seminario llegaron al obispado. Cuando estalló la Revolución, la compañía de San Sulpicio dirigía una veintena de seminarios en todo el reino; menos, ciertamente, que los controlados en aquella misma época por los la- zaristas o paúles, congregación creada por san Vicente de Paúl. Sin embargo, la acción del seminario de San Sulpicio de París sobre el conjunto del clero francés fue enorme, ya que recibía a futuros sacerdotes de todas las diócesis de Francia y les daba un estilo sacerdotal propio, mezcla de distinción, recogimiento, austeridad y elevada cultura, tanto teológica como -profana. . .

E) Las órdenes religiosas

Los obispos formados en el espíritu del concilio de Trento, hasta aproximadamente 1650 no procedían de los seminarios en Francia, ni en Bélgica, ni en el Imperio ni en Polonia, pues ya se ha indicado anteriormente que la creación de tales instituciones fue bastante tardía. En estos

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países, el período heroico del Renacimiento cató-lico —el primero en el orden cronológico— estuvo pues, ante todo, caracterizado por la acción militante de las órdenes religiosas, ya fueran de nueva creación, ya fueran antiguas órdenes renovadas. Por el contrario, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, los nuevos sacerdotes fueron tomando progresivamente la vida cristiana en sus manos. Las órdenes religiosas, a pesar de que continuaron jugando un importante papel, se vieron relegadas a un segundo plano tras el clero secular, que muy pronto manifestó cierta impaciencia respecto a los regulares. Esta impaciencia se evidencia de forma sensible en el movimiento jansenista. El esquema que acabamos de

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plantear sirve, con ciertas maíizaciones, para el conjunto de la catolicidad.

Entre las nuevas órdenes religiosas, los jesuítas ocuparon un lugar de primer orden. En 1556, a la muerte de san Ignacio de Lo- yola, la Compañía ya contaba con unos 1000 miembros, y administraba un centenar de fundaciones (residencias, noviciados, casas de profesión y colegios). Cien años más tarde, existían más de 15 000 jesuítas y unas 550 fundaciones. Sus colegios, cuya organización y método de enseñanza eran idénticos en todo el inundo, agrupaban alrededor de 150 000 alumnos. En 1773, cuando Clemente XIV suprimió la orden, el número de jesuítas ascendía a 23 000, repartidos en 39 provincias. Sus fundaciones alcanzaban el número de 1600, de las cuales 800 eran colegios en los que traba jaban 15 000 educadores 36.

La Compañía abrió su primer colegio en Francia el año 1556, en Billom, y a este le siguió, en 1561, el Colegio de Clermont en París. El atentado de Chátel (1594), que hirió a Enrique IV, produjo enojosas consecuencias durante cierto tiempo para los jesuítas, ya que Cliátel había sido alumno suyo. En represa- lia fueron expulsados de la jurisdicción de diversos parlamentos, pjor ejemplo del de París. Pero la medida fue derogada a partir de 1603, y un padre de la Compañía, Colon, se convirtió en confesor del rey. En 1600 nació la «Asistencia de Francia», que comprendía las cinco provincias de París, Lyón, Toulouse, Aqu.itania y Champaña. En 1643, los jesuítas tenían en Francia 109 establecimientos. El dinamismo de la orden en Francia durante la. primera mitad del siglo xvil queda demostrado por el hecho de que en 1710 las casas jesuítas de la «Asistencia de Francia» eran ya 149. El ritmo de expansión sufrió un retro-ceso bajo el reinado personal de Luis XIV37.

Eli los Países Bajos, el apogeo de la Compañía se sitúa hacia el periodo 1625-1650. El número de jesuitas en ellos era de 420 en 1595, 788 en 1611

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y 1574 en 1626. En el último de los años indicados, Francia, a pesar de su mayor extensión, solo contaba con '2156, Alemania con 2283 y España con 2962. En 1643, sólo en la provincia galo-belga los jesuitas tenían 5600 alumnos en sus clases3!. En general, el contacto entre alumnos y la orden continuaba una vez éstos habían terminado sus estudios, a través de las cofradías. Tales instituciones, creadas inicialmente dentro de los propios colegios, se expandieron hacia el exterior gracias a la acción de los antiguos alumnos. En 1640, la provincia flamenco-belga de la orden dirigía 90 comunidades (sodalitates) que agrujsaban un conjunto de 13 727 miembros, mientras que la provincia galo- belga poseía 80 con un total de 11 300 cofrades. Juste-Lipse, Van Diclc, Rúbeas y Teniers pertenecieron a cofradías jesuitas39.

Los jesuitas, confesores de los príncipes europeos, y astrónomos de los emperadores chinos, misioneros y educadores notables, consti-tuyeron, especialmente entre 1550 y 1650, el elemento más dinámico de lá Iglesia romana.

Sin embargo, es necesario situar a otras familias religiosas, en 'Darfienlai- U J» U. 1

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separada de la orden de san Francisco, los “ermitaños franciscanos"' —primer nombre empleado por los actuales capuchinos— tuvieron una difícil existencia en sus comienzos. Expuestos a la hostilidad de los observantes, fueron defendidos ante Clemente VII por dos mujeres notables, Catalina Cibo, duquesa de Camerino, y la poetisa Vittoria Colonña. Sin embargo, Roma les prohibió recibir en la orden a antiguos observantes (1532) y propagarse fuera de Italia (1537). La defección del vicario general Bernardino Ochino, quien en 1542 optó por abrazar el protestantismo, estuvo a punto de pfoy vocar la supresión de la orden que, sin embargo, superó esta prue-' ba. Á finales del siglo XVI, los capuchinos empezaron a extenderse fuera de Italia. La orden agrupaba en 1643 un total de 1379 casas y 21 000 religiosos, mientras que a principios del siglo xvm contaba con 1800 establecimientos y 30 000 religiosos repartidos en 38 provincias40. En 1643, cuando los capuchinos contaban con 21 000 miembros, los conventuales, de quienes se habían separado definitivamente desde 1619, alcanzaban la cifra de 30 000 y los observantes de las diversas ramas franciscanas agrupaban el enorme total de 163 000 miembros. Pero mucho más que el elemento cuantitativo, cabe reseñar el vigor de una orden que contó entre sus miembros con un extraordinario filólogo como san Lorenzo de Brindisi (1559-1619), un cruzado siempre realista como el padre Joseph, un infatigable adversario de los libertinos como el padre Ives de París (1590-1678) 41, o un misionero siempre en la brecha como el padre Honoré quien, incansablemente, recorrió toda Francia durante el reinado de Luis XIV42.

La estadística de las fundaciones llevadas a cabo en el reino de Francia pujíos capuchinos revela la importancia de su acción, su popularidad, a la vez que cierto debilitamiento de su dinamismo después de 1643:

1574-1589: 31 fundaciones; 1589-1610: 97; 1610-1624: 132; 1624-1643: 56; 1643-1715: 95.

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Es decir, un total de 285 fundaciones a lo largo de los 54 años del período 1589-1643 y 95 durante los 72 años siguientes, lo que equivale a más de 5 fundaciones por año durante el primer período, y solamente 1 1/5 durante el segundo 45.

Capuchinos y jesuitas desempeñaron un papel de primer orden en Suiza, Austria y Bohemia durante el período «heroico» de la reconquista católica, no sin favorecer, sin duda, el desarrollo de un clima de viva intolerancia. En Suiza, los capuchinos poseían ya 15 conventos en 1604, y en esta misma fecha se hallaban asimismo instalados en Feldkirch, Viena, Gratz. Praga y Brno<4. Así pues, tanto la de los jesuitas como la de los capuchinos fueron órdenes de misioneros particularmente activas en todo el mundo.

Vestidos con sayales de tela basta. los. pies desnudos, practicando ayunos frecuentes y rigurosos, acostándose sobre tablas y predicando contra viento y marea sin ningún respeto humano, los

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capuchinos impresionaron vivamente a los hombres de los siglos XVI yxvil. Cuidaban apestados e incurables, enterraban a los muertos y extinguían incendios. Sus prédicas populares tuvieron un éxito enorme y. en ciertas misiones, tales como las emprendidas en los Países Bajos, no era raro ver capuchinos de pie en medio de las iglesias, con una inscripción en la espalda en la que se enumeraban sus defectos.

Es imposible describir aquí el desarrollo adquirido por tocias las congregaciones religiosas aparecidas en el curso de los siglos xvi y xvir. Contentémonos, pues, con retener algunas cifras que puedan darnos la medida del esfuerzo desplegado y de los resultados obtenidos. El Oratorio creado por Bérulle en 1611 contaba ya en 1631 —dos años después de la muerte del fundador— con 71 casas, de las cuales 21 eran colegios y seis seminarios45. Los paúles, cuyas constituciones fueron aprobadas en 1635 por Urbano VIII, ya habían instalado 33 casas en 1660, año en el que murió san Vicente de Paúl. Una cincuentena de fundaciones nuevas surgió durante los años comprendidos entre 1661 y 1700, tanto en Francia como en el extranjero (Italia, Polonia y países lejanos) 46.

El éxito de ciertas órdenes femeninas fue aún mucho más asombroso. En 1562, santa Teresa de Jesús, aconsejada por san Juan de la Cruz y deseosa de recuperar la austeridad de la regla primitiva de su orden, estableció en Avila el primer monasterio de carmelitas reformadas. En 1648 existían ya un centenar de conventos de carmelitas de estricta observancia en España, 92 en Italia, 55 en Francia, etc.4'. Bérulle, inspirado por Mine. Ácarie, quien se convirtió en la madre María de la Encarnación, había sido el máximo impulsor de la implantación del Carmelo en Francia, al trasladar, en 1604, algunas religiosas formadas por santa Teresa desde España a París. El convento de la calle Saint-Jacques, en el que Bossuet pronunció en 1675 un célebre sermón sobre la Profesión de Mlle. de La Valliere, se convirtió en uno de los principales centros del París devoto.

Á diferencia de lo sucedido con las carmelitas,

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las ursulinas, las salesas y las Hijas de la Caridad constituyeron nuevas congregaciones. Las ursulinas italianas del siglo xvi no eran una orden de clausura 4S, pero la may^or parte de las casas de ursulinas fundadas en Francia a continuación de la de París, creada en 1610 por Mme. de Sainte-Beuve, adoptaron la clausura. Su apostolado, inserto dentro de una época de promoción lenta pero real de la mujer, consistió en la instrucción de jovencitas. Es muy importante para la historia social el hecho de que esta institución dedicada a la enseñanza tuviera instaladas en Francia más de 300 casas en 1715. Por estas

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fechas, las ursulinas no estaban sólo instaladas en Francia e Italia, sino también en Suiza, Alemania y países danubianos. Cuando san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal erigieron en 1610 la Visitación Notre-Dame49, con toda probabilidad pretendían crear una congregación esencialmente contemplativa pero que, dentro de ciertos límites, asociara a los rezos las visitas domiciliarias a en-fermos y pobres. El arzobispo de Lyón no aprobó la creación de esta orden femenina sin clausura, y san Francisco de Sales no insistió al respecto, de tal forma que las salesas constituyeron una “religión formal” con votos solemnes. La visita a los enfermos fue reemplazada por la educación de jovenciías pensionarías. En todo caso, ei instituto obtuvo un enorme éxito, pues al morir santa Juana en 1641 contaba ya con 86 conventos. Por otra parte, contribuyó a la extensión del culto al Sagrado Corazón, ya que las apariciones de Jesús a Marguerite-Marie Alacoque, salesa de Paray-ie-Monial, acaecidas entre 1673 y 1675, alcanzaron gran resonancia en la Francia de Luis XIV.

San Vicente de Paul estuvo a la cabeza de la más importante promoción del apostolado femenino que conocieron los tiempos de la Reforma católica. Sin embargo, las Hijas de la Caridad, que a partir de 1633, bajo la dirección de san Vicente y de Luisa de Ma- rillac, se colocaron al servicio de los pobres, enfermos y niños (especialmente de los niños abandonados), no fueron religiosas en el sentido concedido a esta palabra en aquella época. Teniendo en cuenta el fracaso de san Francisco de Sales, san Vicente se contenió con crear una cofradía, la “Cofradía de las siervas de les pobres”50.

San Vicente decidió que las Hijas de la Caridad debían ir vestidas como mujeres del pueblo, con trajes apagados, grises y austeros, no debían llevar velo, y debían únicamente pronunciar votos anuales. De ahí la fórmula medio sonriente, medio grave, del fundador: «Tendrán por monasterio las casas de los enfermos y aquella en que permanezca la superiora en un momento dado. Por celda, una habitación alquilada. Por capilla, la iglesia parroquial. Por claustro, las calles de la ciudad. Por clausura, la obediencia. Por reja, el temor de Dios. Por velo, la santa modestia. Por profesión, la continua confianza en la Providencia y la ofrenda de todo aquello que son»31.

Las Hijas de la Caridad, que se prodigaren sin límites durante la

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Fronda, tomaron a su cargo algunos hospitales, crearon pequeños centros urbanos y rurales de beneficencia, y multiplicaron ei número de escuelas mimarías. Dirigían un centenar de casas en 1660, 250 en 1711, y 426 (de las cuales 51 eran pequeñas escuelas situadas en París) a mediados del siglo xvin 52.

Una historia cuantitativa, es decir, con abundantes cifras con-cretas, es indispensable nara dar cu

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meno religioso de la envergadura del “Renacimiento católico”. Por todas partes surgieron iglesias y conventos. En París» durante la pri-mera mitad del siglo xvn, fueron empezadas, continuadas c acabadas 16 grandes iglesias. Las ciudades del Occidente católico se parecían más que nunca a las “ciudades sonoras” evocadas por P. G-oubert. “Ciento treinta y cinco grandes campanas y algunas docenas de pequeñas repicaban en Beauvais (en el siglo xvn) para anunciar y celebrar solemnidades religiosas y festejos públicos” 53. El ritmo de creación de casas religiosas en Ángers durante el siglo xvn nos per-mite comprender e interpretar toda una época. Á finales de dicho siglo, la ciudad albergaba diez abadías, conventos y comunidades fundados antes de 1596, y 18 nacidos entre 1598 y 1698 54.

Esta multiplicación de colectividades religiosas estuvo acompañada, forzosamente, por una extensión de la propiedad eclesiástica. Consideremos de nuevo la situación de Ángers en 1763. La ciudad contaba entonces con 25 105 habitantes y una población clerical de 556 personas (además de 227 seminaristas). La Iglesia era propietaria de 16 % de las casas, y alojaba a una sexta parte de la población urbana 55.

Tal acaparamiento inmobiliario no dejó de inquietar. En los Países Bajos, a mediados • del siglo XVII56, la Iglesia poseía las tres cuartas parios del suelo de Cambraisis, la mitad del de Namurois, la tercera parle del de Hainaul, la cuarta parte del de Artois, la octava parle del de Brabante y la décima del de Fiand.es. Es lógico, pues, el sobresalto de las autoridades civiles frente al movimiento de reforma católico. En efecto, por una parte, los bienes que pasaban a la Iglesia escapaban en lo sucesivo a los impuestos; por otra, en aquellas ciudades en crue la fiebre de construcción del siglo anterior había remitido, se corría el riesgo de que las casas disponibles para los habitantes ordinarios llegaran a ser insuficientes. En 1628, la municipalidad de Gante declaró que la ciudad, que a la sazón poseía más de 20 monasterios femeninos, no estaba dispuesta a albergar a ninguno más. Á medida que progresan los trabajos estadísticos, las cifras proporcionadas por los expedientes permiten medir con mucha más precisión la amplitud económica del renacimiento caiólico5’. Hacia 1600, Cremona, ciudad de 40 000 habitantes, albergaba a 12

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monasterios femeninos, que reunían un total de 747 religiosas. Oclio de tales conventos poseían, además de otras diversas rentas, más de 120 Ha de campo 5E. El clero español pasó de 100 000 personas a mediados del siglo XVI, a más de 200 000 sólo cien años más tarde5'. Un recuento efectuado en 1626 en los reinos de León y Castilla proporciona las siguientes cifras: 6 322 172 laicos poseían 61 196 166 medidas de tierra, es decir 9,5 per capita, y 141 810 miembros del clero poseían un total de 12 204 053, es decir 86 per capiia60.

En España, más que en cualquier otra parte, la entrada en el estamento • eclesiástico significaba muy a menudo ja liberación del trabajo, la obtención de cierta seguridad personal: en un r>»í« TT,°1

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embargo, limitar el renacimiento católico únicamente a sus dimensiones económicas y sociales equivaldría a mutilar una gran historia que fue, ante iodo, espiritual. La renovación de las antiguas órdenes religiosas, en cuanto a su aspecto de severidad, ¿no indica acaso que muchos de quienes entraban en los conventos no buscaban en modo alguno una solución fácil í Una prueba de ello lo constituye el-Leche, de-qua Jacqueline Árnauld —la Madre Angélica— decidió en Í6 09-, én contra de la voluntad de su padre, restablecer la clausura en el convento ciiterciense de Porl-Royaí. Otra prueba aún: el abad de Raneé prohibió a la Trapa, a partir de 1664, el consumo de pescado, huevos, mantequilla y especias, estableció el silencio perpetuo y eliminó las visitas y las cartas a cualquier miembro de la comunidad.

El caso límite de la Trapa se sitúa en un contexto mucho más amplio de reforma y de nuevo espíritu adquirido por las antiguas órdenes61. La «congregación» de Wíndesheim, muy próspera en el siglo XV, y posteriormente arruinada por las guerras civiles holandesas del siglo siguiente, se rehizo: de 27 monasterios que poseía en 1600, pasó a 45 en 1650. El cardenal de La Rochefoucauld (1558- 1645), obispo de Senlis y abad comendatario de Sainle-Genevieve de París, emprendió la reforma de los canónigos agustinos de su abadía. Este movimiento se extendió rápidamente a todo el reino, alcanzando a 53 casas e irradiando sus 'consecuencias hasta los Países Bajos, Bélgica e Irlanda: Asimismo, existió un despertar benedictino puesto en marcha ya en el siglo xv mediante la fundación de las congregaciones de Bursfeld y de Santa Justina de Padua. Los padres del concilio de Trente, previendo que no podrían suprimir totalmente la encomienda, habían preconizado la federación entre abadías pertenecientes a congregaciones que siguieran una misma regla. La obediencia a esta consigna tuvo lugar de forma lenta y desigual. A finales del siglo XVI y durante el siglo xvil se constituyeron federaciones de. monasterios benedictinos en Suiza, Austria, Portugal, España, Bélgica y Francia, donde surgieron las congregaciones de Saint-Vanne (en Verdún) y de Saint-Maur (en Saint-Germam-des-Prés). La influencia de los trabajos históricos efectuados por los benedictinos de Saint-Maur 6!, especialmente bajo el impulso de Mabillon (t 1705), fue considerable. Por otra parte, la orden de los cistercienses, que también se hallaba en plena

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renovación, siguió la corriente de creación uc federaciones de conventos en Alemania (1595), en Italia (1605 y 1613), en España (1616), en Irlanda (1626) y en Francia, donde la congregación de los bernardinos surgió hacia 1630, y la de los trapeases . a finales del áiglo XVII. Así pues, una nueva savia vivificó todas las órdenes religiosas, como lo atestigua la creación de los «carmelitas descalzos» en 1568 y de los «trinitarios descalzos» en 1594, representando esta identidad de terminología una voluntad común de despojarse física y espiritualmente. Los dominicos, mínimos —una de las ramas de la familia franciscana— y cartujos alcanzaron su apogeo numérico a finales del siglo XVI y durante la primera mitad del XVII, los primeros con 14 000 frailes distribuidos en 600 conventos durante el período 1576-1578, los segundos con 450 conventos liaeia 1620, y los últimos con 257 conventos en 1633. Un movimiento tan pujante no cedió hasta después de muchos años. En Baviera, por ejemplo, se instalaron nueve conventos de religiosos en los años 1657-1674: franciscanos en Altotting, benedictinos en Michelíeld y Reichenbach, cistercienses en Waldsassen y Y/alderbach, premons- iratenses cu Spensilarl, agustinos en Schontlial y capuchinos en Burgsllial y Neumarkt

F) Una teología para los nuevos tiempos.Exito del libro religioso ■ •

El rejuvenecimiento de la Iglesia romana fue. .acompañado de una renacimiento de la teología, luz proyectada sobre Dios.- En la época de la apertura del concilio de Trento, Salamanca, gracias al dominico Francisco de Vitoria (f 1549), representaba para la Europa católica de la época el mismo papel teológico que había desem-peñado, París durante el siglo xm. Sesenta y seis doctores de Sala-manca habían participado en el concilio. Una edad de oro de la teología católica vio sus comienzos al término de éste, para decaer durante la primera mitad del siglo XVII con las sucesivas desapa-riciones de Suárez en 1617, Du Perron en 1618, Roberto Bellar- iüino en 1621, Francisco de Sales en 1622, Lessius en 1623, Bécan en 1624 y Coton en 1626. Sin embargo, la pasión por los problemas teológicos permaneció viva a lo largo de todo el siglo xvn, tal como lo atestigua el debate sobre la gracia surgido a raíz de la publicación

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del Augushnus en 1640. Seis años más tarde, un contemporáneo indicaba: “Nunca se vieron tantos teólogos”64. El Augus- tinus, a pesar de “su carácter sombrío y excesivamente seco y escolástico para ser agradable”,fo, fue objeto de numerosas reediciones. En cuanto a las primeras grandes obras de Arnauld, De la fréquenle communion (622 páginas en cuarto) y Tradition de l'Eglise sur le sujet de la pénitence el de la communion (421 páginas en cuarto), fueren grandes éxitos de librería. Sin embargo, aún fue mayor el éxito alcanzado por su Apologie de Jansénius, que según escribiera el antijansenista Rapin “era una tratado que abarcaba las materias más espinosas y profundas de la teología, (pero) escrito en un .estilo tan hermoso que los cortesanos, los caballeros y las damas, podían experimentar un gran placer al leerlo” 66.

Las estadísticas referentes a la edición nos dan testimonio del interés extraordinario que existía por los problemas religiosos, al me-nos entre el público que sabía leer. Debemos referirnos aquí al monumental trabajo de H.-J. Martin, Livre} pouvoirs et société á París au XVIIe

siecle 6'. Después de haberse estancado entre 1540 y 1570, el libro religioso experimenta en Francia un notabilísimo auge: 48 % de las obras editadas en París durante el período 1643- 1645 se refieren a la fe cristiana, así como 49 <%> de las editadas durante 1699-1701 6S. La imprenta, pues, difunde entre un amplio publico textos litúrgicos, estudios teológicos, meditaciones místicas (especialmente las de Teresa de Ávila y las de los franciscanos Benito de Caníeld y José de Tremblay), apologías de la religión, escritos polémicos, vidas de santos y narracciones de milagros. En 1663, un impresor parisiense se comprometió mediante contrato a publicar en seis meses 36 000 ejemplares de los Mirades de Notre- Dame de Liesse La historia religiosa y la de las mentalidades no puede despreciar este hecho cuantitativo: jamás se habían publicado tantos libros de espiritualidad —a menudo eñ formatos pequeños y lengua vulgar—, ni se habían puesto en circulación tantos elogios dedicados a la Virgen70.

Ciertamente, el mundo occidental de comienzos (¡el siglo xvi parecía estar «fatigado de tantas cpiisquillosas disputas sobre teología, y (languidecía) por volver a las fuentes de la verdad evangélica» 71. Se había abusado demasiado del análisis conceptual de las verdades reveladas y, sobre todo, empleando la expresión de Melchor Cano, se había transformado «en dogmas indiscutibles e indudables las opiniones escolares y en herejías las opiniones

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contrarias». San Francisco de Sales, hurlándose de las sutilezas escolásticas, afirmará que «no hay demasiada necesidad de saber si los ángeles están en un lugar determinado en razón de su esencia o de su operación, ni si se mueven de una parte a oirá sin pasar a través de ningún medio». En este sentido, cabe recordar las fórmulas sarcásticas de Blasmo contra las «avispas nocturnas» y los «asnos» de las facultades de teología de su época.

Sin embargo, se produjo un cambio de dirección en la teología, que afectó incluso al dominio de la escolástica, la cual consiste en una especulación sobre las verdades reveladas intentando definirlas y aclararlas. La escolástica se renovó, adoptando un lenguaje más claro y moderno. Fue reivindicado de nuevo santo Tomás de Aquino —en principio, los jesuítas se autodenominaban tomistas— a expensas de Pedro Lombardo. Sobre iodo, la época del humanismo vivió el florecimiento de la teología positiva -—la expresión aparece hacia 1509—, que es el estudio de las Escrituras con la ayuda de las interpretaciones de los Padres y de los concilios. La teología positiva no tiene por objeto razonar sobre las verdades necesarias para la salvación, sino fortalecer el amor de Dios y la creencia a través del contacto con la Biblia, los escritos de los Padres y la historia cris-tiana. Muy pronto se diversificó en exégesis, o estudio de la Escri-tura; patrística, o estudio de las enseñanzas dadas por los Padres de la Iglesia; patrología, o estudio de los Padres considerados como per-sonajes históricos y como escritores; historia de los dogmas e histo-ria eclesiástica. Los Comentarios sobre el Nuevo Testamento del jesuíta Salmerón, los trabajos de patrística de los benedictinos de Saint-Maur, los Armales ecclesiastici de Baronio atestiguan, entre muchos otros trabajos, el rápido impulso adquirido por la teología positiva, y'

AI lado de ésta apareció una teología moral que poco a poco fue conquistando su autonomía. Espíritus independientes como Dionisio el Cartujo (.f 1471), Martin Le Maistre (f 1481), Tomás Sánchez (j 1610), san Alfonso María de Ligorio (j 1787), hicieron retroceder poco a poco, a pesar de lina poderosa oposición conservadora, la imposible moral agustiniana respecto al matrimonio. Cien, tameníe, dichos teólogos no consiguieron establecer la relación correcta entre amor conyugal y amor carnal; pero admiten la existencia entre esposos de relaciones encaminadas a obtener simple placer, la limitación de nacimientos por razonas económicas, y el coito im-perfecto como alternativa legítima a la contraconcepción72. Cierta-mente, si lo comparamos con nuestro código moral, sólo estamos en presencia de simples balbuceos; pero no debe olvidarse que éstos lo

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han hecho posible. Los mismos moralistas tuvieron mucho más éxito frente a la prohibición patrística y medieval sobre el préstamo con intereses, y a finales del siglo xvm los nuevos teólogos habían ganado la partida en este dominio concreto 7i.

La burla de que ha sido objeto la casuística a partir de Pascal ha sido excesiva, al no ver claramente que ésta correspondía al surgi-miento de una civilización, a la necesidad de responder a problemas nuevos o planteados en términos distintos, a la importancia creciente que iban adquiriendo los laicos dentro de la Iglesia, y a la evolución de las conciencias. Por otra parte, el descubrimiento del nuevo mundo obligó a plantearse el problema de la salvación dé los infieles, el del derecho natural y el de la legitimidad de las conquistas en ultramar. Á Vitoria, y posteriormente a Suárez, les cupo el honor de afirmar que las naciones cristianas, en tanto que tales, no poseían superioridad alguna sobre las naciones bárbaras, que el cristianismo jamás debía ser impuesto por la fuerza, y que ni el Papa ni el Emperador estaban facultados para desposeer a los príncipes indígenas. Así pues, de la teología moral iba a nacer el derecho internacional 74.

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NOTAS DEL CAPÍTULO II

1. En la XXV sesión, el concilio había exhortado al Papa para que emprendiera ambas empresas.

2. D.T.C. [6], XV, 1, col. 1485.3. L. V. PASTOR (VIII) [18], págs. 441-442.4. Citado en II.E. (XVIII) [15], págs. 392-393.5. Una de las condiciones puestas por Clemente VIII para

otorgar la absolución a Enrique IV fue que Francia aceptara los decretos promulgados por el concilio de Trcnto.

6. P. BLET [77], I, pág. 129.7. L’Álsace du pasté au présent. Bol. n.° 7: L’Alsace au XVIIP siécle, Estrasburgo, 1969,

págs. 17-18.

8. Ii. SÉE, La Franca économique el sociale au XVIIP sle.de, París, 1946, pág. 57. Sin embargo, los inconvenientes inherentes al sistema de la encomienda podían ser parcialmente corregidos eligiendo abades comandatarios que desempeñasen su misión con todo celo.

9. En los países que dependían de la corona de España, la autoridad política fue hostil a los concilios provinciales. Felipe II ha sido llamado el «sepulturero de los sínodos»; II.E. (XVIII) [15], I, pág. 71.

10. Ritmo, bien es cierto, imposible de seguir en la inmensa América latina.

11. J. FERTE [425], pág. 23.12. Ibíd., pág. 22.13. Ibíd., pág. 13.14. M. JOIN-LAMBEET, Anuales de Normandie [435], 1953, pág. 262.15. - E. BIRAUD, Le clergé séculier a Nantes a la fin du XVIIC siécle, D.E.S.,

Rennes, 1963, pág. 53.16. Ch. HIGCUIVET (bajo la dirección de), Bordeaux de 1453 a 1715,

Burdeos, 1967, pág. 385.17. F. LEBRUN [441], pág. 54.18. Había creado un primer seminario en 1658.19. J. DELUMEAU [90], I, págs. 223 y ss.20. Ibíd., I, pág. 172.21. M. ROMAKX, Pellegrini e viaggialori nelVeconomía di Roma dal XIVo al XVIIo sécalo,

Milán, 1948, págs. 331 y ss.

22. P. SARPI [25], prefacio. Véase G. GETTO, Paolo Sarpi, reed., Florencia, 1967, págs. 261-332.

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23. Bibliografía en R.H.. 1961, n.° 460: j. DELUMEAU, Les jiro gres de la csn- tralisaiíon dans VElat pontifical au XV P sie.de, pág. 399. y H.E. (XVIII) [15], págs. 57-53.

24.En 1567, Pío V revocó todos los edictos pontificios que permitían a los cardenales conferir a su antojo iglesias, conventos y beneficios: L.-V. PASTOR (VIII) [13], pág. 102.25. Ibíd., pág. 145.26. Ibíd., págs. 148-149, y D.T.C. [6], XV, 1, col. 1490.27.E. de MORE'ÁU [100], V, págs. 13-31.28.Véase L. PEKOUAS [461].

29. J. PROICES, llisioire íchécoslcvaquc, Praga, 1927, pág. 227, y V.-L. TAPIÉ [127], págs. 149 y 243.30.L.-V. PASTOR (VIH) [18], pág. 147.31.Enciclopedia Universal ilustrada. Bilbao, 1930-1955, LV, págs. 142-143.32.Referencias siguientes en E.E. (XVIII) [15], págs. 88-89 y 194-195.33.H.E. (XVII) [15], pág. 341.

34. Véase M. MARCOCCHI, La rijorma dei monusleri femminili a Cremona, Cremona, 1966.

35.Estos hechos y los que siguen en Th. J. SCHMITT [464], pág. 32.36.A. G-UILLERMOÜ [67], págs. 40 y 73.37.P. M oISY [80], pág. 6.

38. II. PIREKNE, His taire de Belgique, ed. de 1948-1951, II, pág. 462. según la Imago primi saacidi, Ambcres, 1640.

39. Ibíd., pág. 463.40- HERMANT [61], II, palabra «capuchinos»; A. de LOTERA, Compendio dc- gU ordini

regolari esislenti. Roma, 1790, 4 vols., II, pág. 105; Pr. d’ÁVEB- SA, Qualre «¿cíes á'aposiolai dans l’ordre des jreres mineáis capucins (15211-1928), Roma, 1928; R. M. de POBLADORA. Historia generalis jr. min. capuc., 3 vols., Roma, 1924-1951.

41.Véase Ch. CHESA'EAU [153].42.[453], págs. 349 y ss.43.Coloquio de Historia de la religión, Lyón, 1963, en CaJiiers dliisíoire, 1964, I, pág. 32.44.L.-V. PASTOR (XI) [18], págs. 284-285 y 301.

45. P. PISAN i [62], págs. 50-54.46. Ibíd., págs. 67-68; véase también Congrégaüon de la Mission. Iiéperloire

historíeme, París, 1900.47.D.T.C* [ 6], II, col. 1784-1788.

48. Sobre las ursulinas, véase D.T.C. [6], I, col. • 24-81; L.T.IÍ [11], X, col. 455. Véase también Niveaux de culture et gratipas sociauz, París, 1967, pág. 143 (comunicación del P. de DAINVILLE).49.D.H.G.E. [4], V, col. 614; HERMANT [61], III, pág. 143.

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50.Los estatutos no fueron aprobados por el arzobispo de París hasta 1655, ni por el Papa hasta 1668.

51. P. COSTE, Sainé Vincent de Paul, correspóndanse, eníretiens et docit- ments, París, 1920-1923, X, pág. 661.

52.Á. HELYOT, en Encydopédie théologique [60], XX, pág. 819.

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53. P. GOUBERT. Beauvais et le Beauvaisis de 1600 á 1730> París, 1960, pág. 233.

54. Fr. LEBRUN [441], pág. 47.55. Cí. ETIENRE, La vopuluúcm d'Angers en 1769 (memoria

manuscrita de D.E.S., Itennes, 1967).56. H. PJREWNE, Hisloire da Belgique, II, pág. 468.57. Véase, por ejemplo, E. LE ROT-LADURIE, Les paysans du-

Lcinguedoc, París, 1966, I, págs. 474-477.58. Véase M. MAHCOCCI-II, La rifonna dei monasleri feminüi a Cremona.

Cremona, 1966.59. J. VIVES, Historia económica y social da España y América,

Barcelona, 1957 y ss., III, págs. 81 y 310.60. Ibíd., pág. 308.61. Las indicaciones siguientes están sacadas de

II.E. (XVIII) [15], págs. 99 y ss.62. Hisloire liltéraire de la Frunce, Iiisíoriens des Gaules, Gallia christia- na,

etc.63. H.E. (XIX) [15], 1, pág. 371.64. H. BREMOND [144], 1, pág. 225.65. R. P. RAPIN, Mémolres, 1647-1669, 3 vols., París, 1865-

1869, I, pág. 95.66. Ibíd., id.67. [451]. París se colocó en tercer lugar dentro de

Europa en lo que respecta a la edición de libros religiosos, inmediatamente detrás de Amberes y Veneeia, pero por delante de Roma.

68. Ibíd., I, págs. 76-08.69. Ibíd., I, pág. 153.70. Ibíd., II, pág. 750.71. Fórmula de un dominico humanista de 1520.

Véase H.E. (XVIII) [15], pág. 223. Las citas siguientes se hallan reproducidas en ibíd., págs. 222-226.

72. J. T. No OKAN [369],págs. 387-490.73. J. T. I\ToOKAN [368],págs. 359-362.74. Véase más adelante, págs. 103-104.

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CAPÍTULO III

#2

Á) El heroísmo cristiano

Los decretos del concilio de Trenío y la reorganización de la Iglesia romana no fueron sino los cauces del río de la santidad, ya que la época de san Ignacio y de Poljeucie vio multiplicarse los héroes cristianos.

Sin embargo, iodos ellos se auíoconsideraban como grandes pecadores. San Ignacio declara: “No soy más que un montón de estiércol; lo que debo pedir a Nuestro Señor es que en el momento de mi muerte eche mi cuerpo a las basuras para que sea devorado por pájaros y perros... ¿Acaso no es esto lo que debo desear como castigo a mis pecados?” l. Sania Teresa se autocalificaba de “mise-rable albergue del Señor”2 y de “océano de miserias”'3. En el trans-curso de una visión mística es transportada al infierno, donde des-cubre con espanto el lugar que le estaba reservado y que, según ella, “tenía por mis pecados merecido”4:

«Parecíame la entrada (del infierno) a manera de mi callejón muy largo y estrecho, a manera de un horno muy bajo y oscuro y angosto. El suelo me parecía de una agua como lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él. Al cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de una alacena, adonde me vi meter en mucho estrecho... Estando en tan pestilencial lugar tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en este como agujero hecho en la pared, porque estas paredes que son espantosas a la vista, aprietan ellas mismas y todo ahoga».

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CAPÍTULO III

#2

San Vicente de Paúl, al final de su vida, cuando su pasado está cargado de realidades apostólicas y caritativas, se contempla a sí mismo corno m m-on • “f-5— • ■

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