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AUTORES COLOMBIANOS:Diseño portada: Planeta Colombi¡Ilustración: Karen Lamassonne

Julio Olaciregui, 1986Planeta Colombiana Editorial, S.A., 1986Calle 22 No. 6-27 Piso 30. -Bogotá, Colombia

Primera edición: abril de 1986

ISBN 958-614-147-0

'ex tos Servigraphic Ltda., Bogotá

Printed in ColombiaImpreso en Colombia

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A mis amores

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Nada tan duro e insensiblecomo su juventud.Daría su amada a los insectos.Qué fácil devorarlay qué fácil olvidar!Pero se cierran puertaspara siempre.

Santiago Mutis

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Norte Azul

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No VOLVERAS A SABER DE MI, había escrito ella sobre una hojaarrancada al cuaderno del niño. Trató de hacer las letras lo mejorque podía para que después no fueran a decir que era unaignorante pues a pesar de haber leído el Eclesiastés no deseabapelar el cobre. Mientras se aplicaba le regresó aquella oración,manecita rosadita muy experta yo te haré para que hagas buenaletra y no me manches el papel. Aquella oración nunca sirvió denada; todo, como podrán imaginar, le fue saliendo con gestosbruscos y ciegos. La frase, de no ser por lo que iría a significar,podía provocar una sonrisa porque las letras eran grandes, abier-tas, una hilerita subiendo al cielo. Ella la había escrito con la bocaestirada en un hipo de cabellos revueltos. Mejor que no lo haya-mos visto. El papel con la frase final se quedó ahí alIado de lafrutera, sobre la mesa del comedor, allí donde pedíamos que no senos matara con cuchillo sino con tenedor. Las frutas, por qué nodecirlo ahora, eran unas manzanas y unos guineos de plástico unpoco empolvados por la brisa que venía del campo de fútbol. Elfastidioso embate de los Alisios del noreste había destruido desdeun comienzo la ilusión del mordisco. La emisora echaba, comode costumbre, un bolero, sembré una flor, una propaganda yluego la hora y el servicio social del momento. Toda la tarde elradio estaba prendido en aquellas casas. La voz del locutoralargaba las horas, ustedes saben, daba la impresión de que habíagente viviendo, lejos, en todas partes, tras las paredes y aquellaspuertas cerradas.

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12 Julio Olaciregui

Alguien vivía en aquellos edificios que se veían a lo lejos. Enesta casa rosada de ventanas verdes se veía una lucecita rojabrillando en el fondo. Tras las puertas cerradas, tras las cortinas,el cocuyito encendido, la voz del locutor ausente, indicaba quealguien respiraba por allí, alguien había viviendo. Se fue para

'- siempre pero dejó el radio encendido, pensaría Augusto cuandoregresara; Ella era así, había desaparecido y sin embargo queda-ba su espectro, su recuerdo, su protección. Si la guerra queanunciaban desde hacía tanto tiempo hubiese estallado de verdadella, en medio de los disparos y el aguacero, le habría hechobucles a su hija o hubiera rallado un coco. Claro que a lo mejor nohabría cocos sino perro muerto.

En medio de los hipos y los pensamientos de odio cabalgandopor su espalda, nunca me quiso nojoda, mientras echaba unasenaguas y unos brasieres desteñidos, mientras conseguía una.bolsa de plástico para guardarlo todo, se le ocurría pensar en losladrones. Pensarían. que aquella casa no estaba sola esa tarde.Durante todos los años que había vivido allí había aprendido atener miedo. Mucho miedo. Cuánto miedo a que Augusto seatragantara con una espina cuando comía lebranche borracho;miedo a que la cabeza de la niña se atrancara entre los barrotes dela cuna. Ya los ladrones. Augusto se había reído cuando ella lodijo por primera vez, hace años. Luego, una madrugada, habíanoído pasos sobre las tejas, algo que caía, ,la maldición de unasombra y después los ladridos a lo lejos. Augusto abrió los ojos yno dijo nada, se quedó quieto pero después, antes de volverse adormir, habló de comprar un revólver de segunda mano en laBrigada, "0 tal vez mi primo pueda prestarme uno de los suyos",murmuró sibilante. Ella se asustó pensando en el arma guardadaentre los pañuelos y las camisillas del chiffonnier y por eso prefirióno volver a quejarse. En alguna parte había leído, además, queuno no debe quejarse tanto, la lloradera y el tanque de lágrimas,eso ~ servía de mucho. Claro que ella era lava perros de Augustoy ya esto era bastante, sin mencionar lode la cresta de gallo. y yaque hablamos de animales, un día, un día de amargura intensa lehabía cantado a través de los calados de la cocina aquella injurio-sa canción,

Sapo ese hijo es tuyo,sapo ese hijo es tuyo.

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Los Domingos de Charito 13

Después se había echado a llorar. Rosario, la niña Charito,como le decían las vecinas, sentía miedo estando sola y por esoprendía el radio desde temprano. Al salir a la calle el miedo latocaba. Cuando pasaba a las once de la mañana por la esquina, alregresar de la carnicería, con el paquete de huesos, el cilantro y 10otro, los hombres que estaban allí sin hacer nada, fumando, lamiraban. Uno de ellos era un ladrón muerto, amigo de Augusto.Ella no volteaba a ninguna parte, se imaginan. Ella mirabaderecho, a lo lejos, hacia la Calle de las Vacas, donde la carreteradesaparecía por entre un manchón verde y unas casas de cementooscuro. Pero no servía de nada, porque mientras se iba alejandocon su vestido apretado y descosido en la espalda, lenta como era,sus chancletas resbalaban en aquellos ojos, en aquellos charcosverdes y pardos, en aquella bavita negra que salía de la carniceríay se iba bajando, suave, alIado del andén. Ella no temblaba perotodo le latía y la brisa, arrastrando un papel, le metía una fraseentre las piernas,

Si cocina como camina...

Una paloma de paticas duras con el buche lleno de sangre separaba entonces sobre su pecho. No podía evitar este mal pensa-miento: la paloma se ahogaba. Cuando se miraba en el espejo noreconocía a esa mujer de cabellos largos y ondulados, quemadospor el Sol y el jabón, ese escote con una verruguita y unos lunaresen el profundo cuello, ese vestido azul. De pura maldad la mujerla miraba, quieta al principio y de pronto, en voz baja, se leacercaba y le decía: "mira, ya no tengo dientes". Luego el espejoquedaba vacío, empañado, porque ella se alejaba por el corredor,le daba la espalda y encontraba el suave tintineo del adornito quecolgaba del cielo raso.

Esta era una historia sin futuro. Nos iba a costar muchotrabajo imaginarIa, le iba a costar mucho trabajo aprender acultivar cada recuerdo pero tendría que lograrlo a fin de que lamaleza, los gusanos, esto informe, únicamente las ganas de aban-

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donarse, no terminaran acabando con el jardín. Ella tuvo unjardín pero había tantos mosquitos y bichos alados que decidie-ron echarle cemento encima. Ahora no sabía nombrar las matas,cada flor, a lo mejor un lirio y seis heliotropos, todo amenazabaolvido, hasta la huella en forma de corazón que un albañil grabócon su palustre aquella mañana de febrero cuando se termina-ron las obras en la terraza. Tanto trabajo y nada, tanta vividerainútil y mira ahora qué. ¿Cómo? ¿Por qué Augusto? ¿Por quéCharito? ¿Por qué una casa de ladrillos en el barrio el Carmen?¿Todo no andaba bien? No era así como se había imaginado lavida ¿cómo se puede imaginar una vida?

"Ibamos a comprar unas butacas nuevas, el año próximo laniña estaría en la escuela, Augusto estaba sacando cuentas paraempezar a construir una pieza en el patio y yo..." y ella, ellaestaba, no digamos contenta, pero resignada sí, tranquila. Ano-che estuvo remendando unas medias sentada en la sala. Siemprehabía sido para mí un misterio la manera como se remendaba unamedia rota. Charito le metía un bombillo y luego, delicada ycuidadosa, repetía los punticos de hilo sobre el hueco abierto. Yola veía allí sentada. Un primo de Augusto que vendía mercancíade contrabando les había dicho que les fiaba el televisor sin cuotainicial. Margot, la comadre, le hablaba de lo buena que estaba latelenovela en esos días. La llamaba todas las mañanas y la teníasu media hora en el teléfono contándole. La hacía llorar conesas historias, no era llorar aunque ella era buena para las lágri-mas, los ojos se le aguaban tan sólo sin que pudiera evitarlo. Ellasabía que era pura imaginación pero le ardía, era una historiasimple, a retazos, el escozor en la nariz le comenzaba cuandoMargot le decía:

-Figúrate que ya tú sabes que él no la quiere, que él es unbloque de egoísmo, no piensa sino en él, la trata muy mal, como sinunca hubiera tenido madre, como si ella fuera su sirvienta, no labusca sino para calentarse la pierna, te puedes imaginar, va aterminar yéndose, egoísta y amañado es lo que es, el caprichito sele está acabando, a mí me da la impresión de que ambos estánmuy aburridos con esta historia que les ha tocado vivir. Elcapítulo de anoche terminó cuando él le dijo que le tenía lástima,ya te puedes imaginar...

Por las noches, mientras se empolvaba frente a la luna deltocador, antes de meterse a la cama, sonreía al acordarse del~

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sufrimiento gratuito de aquellas mañanas. Era como si los perso-najes estuvieran vivos. Confusos y grises se mezclaban a su vida ya sus horas y hasta se atrevía a pensar que ella era la mujersufriente, la llorona de la cual estaban hablando los periódicos,los programas de televisión. Ella había anotado en la pared de lacocina esa palabra que le había repetido tres veces a través de losbarrotes de la ventana -porque cuando Augusto no estaba ellano le abría la puerta a nadie- el señor de las inyecciones. El lehabía dicho sonriente, mirándole la boca:

-Hipocondríaca, usted es de las que se imaginan siempre algúnmal, contenta de pensar que todo se le pudre. Usted está buena,me consta, me consta, cuando le pongo las inyecciones; esos gasesse le quitan acostándose bocabajo, mastique bien cuando coma,camine, tómese seis vasos de agua al día, un dientecito de ajo no lehace daño, no coma tanto cerdo, no tome café con leche, por elcontrario, las verduritas...

Ahora iba caminando por una calle, mirando las ventanascerradas o alguna mujer como ella regando las matas del jardín,una niñita mirando al cielo, un hombre fumando con un periódi-co arrugado en una esquina ¿será un ratero?

Allá iba. Caminaba con su bolsa de plástico y la mirada en elsardinel, pálida bajo el Sol borroso de las cinco de la tarde. Latarde caía sobre El trópico, una tienda llena de borrachos menti-rosos, casi todos ellos trabajadores del Terminal Marítimo, win-cheros, aguadores, bebiendo cerveza helada antes de irse a metera las casas, serios y cansados. Hasta se oía una música pero éstano parecía hacerles mucho efecto.

Ella tenía las sandalias empolvadas y las manos le sudaban. Nosabía. Nada. No sabía dónde iría, dónde dormiría entonces. Seiba alejando, grande era la sombra sobre las paredes de la escuela.Pasó un bus, un.camión cargado de algodón, un gordo en bicicle-ta, una palenquera. Se iba alejando. Un señor alto, parecía unaburla, canilludo, barrigoncito, se la quedó mirando mientras ellaesperaba que pasaran los carros. El hombre la miraba, unalucecita sonriente le brillaba en las comisuras, te conozco mosco,

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le estaba diciendo con sus cejas, qué buena estás y estas nubes,esta tarde aburrida, sería bueno estar solitos esperando que lanoche, vayamos a La noche, un hotel barato, con sábanas limpias.Luz amarilla de intermitencia, el faro se puso verdoso y ella sealejó. El hombre se parecía a Augusto, con su bolsa del panipó-crita y sus pantalones anchos, mirando a las mujeres atravesar lacalle, distraído mirando la carne ajena, las rodillas de aquellasmujeres con sus bolsas de plástico que caminaban, alejándose, elmedio paso, los pasos cortos, sin saber a dónde ir. Sintió ganas dellorar, qué bueno que es llorar, pero después se dijo "es muytemprano, no paga, silentium mortis". Se iría en un bus paraBogotá, para cualquier Pereira, donde las primas, a las coloniasde la Sierra Nevada, botaría la cédula en una alcantarilla, secambiaría el nombre, se haría una operación, se haría cabaretera.Mejor no seguir pensando. Tenía un billete de quinientos. En eseentonces no había ocurrido el robo de los cuarenta millones enCartagena y por eso aquel billete nuevecito, aquel cara de tablaque había guardado en el último diciembre, la salvaría, la llevaríamuy lejos, se iría sí, sí, ya no más. Las calles, sin embargo, eranaún las mismas que había visto siempre, al salir donde el médico odonde Margot. A lo mejor el teléfono estaba sonando en casa deMargot, Augusto preguntaba si no había visto a Rosario, a lomejor el radioperiódico de esa tarde hablaría de la misteriosadesaparición de una mujer, viste traje azul., tiene cabellos cas-taños, ondulados, unos treinta y cuatro años de edad, responde alnombre de Charito, se ruega dar informes sobre su paradero, haybuena gratificación. Pero ella ni siquiera era un perrito de raza yAugusto inventaría una historia dramática, común y corriente,"mi mujer se volvió loca" o algo así, quemaría sus vestidos,rompería las fotos, se iría a vivir con los niños donde la otra. Alprincipio lloraría, llorarás mi ausencia, llamaría a su hermano, alos de la Defensa Civil, al cuñado que trabaja en el Hospital.Revisaría el botiquín como si ella fuera mujer de suicidios, luegomiraría en el. escaparate y en la cajita en donde guardaban eldinero de la quincena, porque eso era ella, poquita cosa era ella, .la mujer que pasaba en esos momentos delante de un teatro quecomenzaba a encender las luces. No sentía hambre pero,el olor acarne frita que brotaba en ráfagas de un restaurante santanderea-no le trajo un fuerte recuerdo, ella misma delante de la estufa.Podía verse allí parada, con su espalda joven, sus muslos duros,

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sus dedos rojizos con el cuchillo relajando un pedazo de ubre,preparándolo todo, a lo mejor cantando una cancioncita, amores un algo sin nombre que obsesiona a un hombre por una mujer,era ella la que estaba allí de pie, en la cocina, mirando el reloj,pelando unas cebollas, iba a ser mediodía, en vez de un televisorlo mejor sería una licuadora para los jugos, ya iba a pitar lasirena, la olla de presión., Augusto llegaba sudoroso y de malgenio, con el periódico desteñido y el Royé-galé ya bajito.

Cuando llegó al parque el reloj de la iglesia marcaba las siete.Por un alto-parlante se anunciaba la misa, la tómbola o la horadel juicio final. Había una estación de taxis y en la caseta de laadministración el celador estaba comiendo, la marcha del radio-periódico comenzaba a sonar. Flotaba por los cuatro costados unolor a llanta húmeda, a crispeta, a cirio encendido. Una pareja deancianitos se arrastraba hacia las escalinatas de la iglesia. Iban eluno sosteniendo al otro, las nudosas manos agarradas a laspiedras. A lo lejos, tras unas ventanas, parpadeaba un televisorencendido, era la época del 1 can't get no satisfaction, todo elmundo comenzaba a aburrirse. Charito había oído hablar delarrepentimiento y como viera que las luces moradas de la iglesiase iban tragando a las señoras que llegaban comenzó a subir una auna las escalinatas, serena y pálida, con el rostro iluminado a suvez, asaeteado por alguna verdad interior. Los hilos dorados deaquel vestido estrecho que llevaba brillaron un instante y por esoel celador levantó la cabeza alcanzando a ver su cabellera desor-<;ienada.

Se sentó muy cerca a la puerta. La brisa tomó su olor y lomezcló al de las flores tibias, al de los vestidos oscuros de quienesestaban allí inclinados, tan mudos como ella, hundidos en susvidas. El sacerdote abría los brazos y la música del órganogolpeaba las vigas del techo. Charito se descalzó y la frialdad delmosaico fue una gracia para sus pies. Ojo a los dedos. Estostenían las uñas grandes y las venas subían o bajaban. Erangorditos, ambiciosos, cada uno señalando hacia una direccióndistinta. No eran los pies de una mujer delicada y acaso era lo

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único que debía esconder si quería aparentar. Tampoco debíasonreír mucho. Del fondo de la bolsa de plástico sacó una viejacaja de chicles. Quedaba una pastillita y sin darse cuenta se laechó a la boca como si estuviera en un cine. Al comienzo, siempreque iba a cine con Augusto, compraban una caja de chicles.Luego esa costumbre, ir al cine, se había ido perdiendo, el amorse había ido gastando (pero yo no quería decirlo tan pronto) ymuchos chicles, muchos pedacitos de lengua rosada quedaronahí arrugados bajo las tablas de la cama, bajo las mesas en dondetanto almorzaban. Ella se había dejado llevar por Augusto, laculpa era de ambos pero él tenía más culpa. Era natural que elhombre cargara con la culpa, al fin y al cabo él le llevaba tres añosy además era él quien trabajaba y pagaba las facturas. "Soymanteca sin sueldo", repetía ella cuando peleaban. Era él quienmandaba, tenía un gesto especial, casi elegante, al echar la manohacia el bolsillo de atrás para sacar la cartera y pagar. Al princi-pio no era tan tacaño como ahora. Siempre compraban chocola-tes, una cajita de chicles, mediopaquete de cigarrillos. Augustotenía mal aliento en esa época. y ella como que también, si nohacía nunca una buena digestión, ahí con la carne sobada de lasencías y las agrieras. Era romántico pasarse la bolita azucaradacuando apagaban las luces. Olía entonces a secreto, a salivitado-rada, al agua de la misma cañería, a ríos de cerveza, a orín, acomienzos de fiesta. En una época creyó que ese sería el olor desiempre. Los olores eran vivos, cabellos limpios, sobacos profun-dos, sábanas, ropa oliendo a plancha caliente. El día de sumatrimonio vio que el sacerdote tenía un grano con una punticade pus en el cuello pero no le puso mucho cuidado al asunto; a ellatambién le salían granitos como ese en la espalda y en las nalgasque Augusto se encargaba de reventarle los domingos por latarde, después de haber hecho la siesta, la digestión, chaqui-chaqui. Tirados en la cama, él fumaba después un cigarrillo o seexpurgaba los dientes, se desprendía algún vello mientras ella,pendeja, satisfecha, gozosa y olvidada, cerraba los ojos de nuevo.

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Los Domingos de Charito 19

El día de la boda, como se acostumbraba, yendo hacia elcuarto a cambiarse el vestido de novia por una falda plisadita, yapor la noche, recordó nuevamente el grano del sacerdote. Seisaños después, sentada, como se dijo, muy cerca a la puerta de laentrada de aquella otra iglesia, pensó en los días que habíantranscurrido desde entonces. Vio que el sacerdote, un hombrecon cara de profesor, semi calvo, con una sombra en el mentón,miraba disimuladamente el reloj mientras el monaguillo hacíavolar el incienso. Como cuando le dije ..te quiero" y estaba boste-zando.

Charito no quería ponerse triste así tan rápido. Lo que másdebía dolerle era que había perdido los dientes delanteros.Augusto había cambiado mucho. Ella no le hizo reproche algunosino que comenzó a engordar, esa fue su venganza, comía ensilencio, a las tres de la tarde ya las once de la noche, a las cinco oa las dos de la madrugada, un pedazo de pudín, un vaso de leche,yuca brava, guineos, dulce de guayaba, arroz frío con huevo, otrodulce, ñervo, y cuando se le cayó el primer diente, se le astillómordisqueando un hueso, cuando se le salió, ella sintió como untriunfo pequeñito al oírlo llegar, amanecido, haciéndose el borra-cho. Ella encontró desnuda, con los ojos abiertos y el cabello, elparaco derramado sobre la almohada, la encontró con el roto allado del colmillo. Augusto se echó a llorar pero no dijo nada.Apagó la lamparita y después, cuando ella se durmió, así abierta,la cubrió con una toalla.

Algunos decían, habían dicho, dirían, que el matrimonio deambos había sido el final de una juventud que aunque, vengativa-mente, podría calificarse hoy en día de mediocre, tuvo para ellosese sabor fugaz e intenso, prohibido y nuevo, que todos tuvimosalguna vez en el cie\o de la boca. Los sabores que Augustoprefería eran los del camarón, la cebolla, la piña y el ron; los deella eran el queso y el bollo de mazorca, el dulce de grosellamadura y los guineos pasos que vendían en la estación de losbuses en Ciénaga.

Charito estaba linda esa mañana. La brisa jugueteó con suscabellos, largos y ondulados, color miel, al momento de bajarsedel taxi y entrar a la iglesia. Augusto tenía veintinueve años y unasonrisa fuerte. Algunos miembros de la familia de Charito juzga-ban que era todo lo que poseía de bello o de bueno pero otros,como la prima Nicolasa, iban más lejos en su severidad yencon-~

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traban que aquella sonrisa era grosera y chocante a fuerza de sertan vistosa: esa sonrisa quería decir, sin más vueltas, que al talAugusto le gustaba el placer y que no sentía vergüenza alguna enmostrarlo. Sus compañeros del aeródromo, en donde trabajaba,le decían cara de burro.

-Si yo fuera tú le tendría miedo a ese hombre -le había dichoNicolasa a Charito, días atrás, al acompañarla donde la modistaa medirse el traje de novia. Rosario había sonreído suavemente.

-¿Miedo de qué, Nico?-¿No has visto la manera que tiene de sonreír? Se las debe

saber todas.Nicolasa se había sorprendido al ver en la sonrisa de Charito

cierto destello que le recordó la cara de Augusto yaunque nadadijo esto bastó para tranquilizarla: pese a la palidez de su cuello, aesos ojos dulces y a la fragilidad de su talle (la modista habíadicho: "es una de las novias más delgaditas que me ha tocadovestir") Charito daba la impresión de ser "como una palmera",armoniosa y flexible, resistente y fina, producto de estas tierrascalientes y ordinarias pero al mismo tiempo elegante, discreta,una lucecita de burla y sabiduría btillándole en alguna parte.

Ya era entonces la noche, bien caída, sobre los árboles y lostechos cuando salió de la iglesia. Había tocado el yeso de coloresde un santo y cerrando los ojos con fuerza había gritado algo paraella misma. Las miradas que le dirigieron las viejas creyentes de lacuadra no fueron ni siquiera curiosas. Eran, a lo mejor, miradasde envidia pensando que aquella mujer tenía una pena biengrande. Los choferes de taxi tomaban el fresco, conversando engrupos, oyendo la transmisión de un partido de fútbol importan-te. La vieron acercarse, la bolsa de plástico ahora contra el pechoy dejaron de hablar, de fumar, para detallarla un poco. El taxistade turno se separó del grupo y vino a su encuentro. Era unhombre bajito, requemado, de mejillas duras, el cabello conmucha brillantina, la camisa muy ancha, las llaves del carrotintineando en una mano. Ella pidió que la llevara a la estación debuses, cerca al mercado y fue así como abandonaron el parque, la

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Los Domingos de Charito 21

iglesia, entrando de verdad en lo oscuro. El interior del taxi hedíaa un desinfectante dulzón que le provocaba un ligero vértigo.Charito miró con ternura una muñeca de plástico que colgaba deltecho del vehículo, casi rozando con sus pies desnudos la frentedel hombre conduciendo distraído, en apariencia, el pesado hom-bro izquierdo echado contra la ventanilla. La figurita estabadesnuda e implorante. Estaba colgada de los cabellos, una largacola de caballo! Se balanceaba suavemente frente al tipo cuandoel vehículo tomaba una curva. El ojo del taxista -se dio cuenta-estaba ahora encima de ella. Trataba de saber algo más sobreaquella figura hundida en el plástico marrón del asiento de atrás.Era un ojo indiferente y nervioso, apareciendo en el retrovisorcon un rictus insistente.

El cuerpo del hombre seguía sin moverse. Ahora sonreía. Ellaestaba cansada, sentía la barriga flojita y por eso nada pudo hacercuando una lágrima cayó sobre el tapete del carro.

A lo mejor el señor que ponía las inyecciones tenía razón y loque ella estaba haciendo era provocar la desgracia con tanto malpensamiento. Porque está demostrado que una idea fija es dañi-na. Cómo le gustaba imaginar que iba en un taxi sin saber el finalde la noche, vela ¿no? oyendo respirar a un desconocido a su lado,rumbo a la catástrofe. Qué palabra. Sacó un trocito de papelhigiénico de la bolsa y se restregó la cara, fue borrando lasarrugas, la amarga boca reseca, la nariz levemente encogida.

-Mire, lléveme donde quiera señor. Lo misma da.El hombre no dijo nada. Volteó bruscamente la pesada cabeza

y el automóvil pareció perder el control. El hombre aminoró lamarcha y el vehículo, solito, tomó una curva. Todo estaba obscu-ro. Fue entonces cuando él. le dijo:

-Ah, bueno, estaba pensando, estaba pensando viéndola así,creí que se iba a echar a llorar. Yeso sí que no, me parte el alma.Casi que le digo que se baje, no soporto las plañideras.

La luz de una bomba de gasolina rompió la intimidad delasunto. El hombre dijo algo que ella no entendió. Ella se persignócuando entraron de nuevo a las tinieblas. Oyó su voz:

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22 Julio Olaciregui

-¿Cómo te llamas, hermana?-Rosario. Pero me dicen Charito.No se dijeron más nada pero el zumbido de la brisa entrando

por las ventanillas del carro, mientras rodaban por los lados delrío, fue suficiente. La hierba de los jardines estaba húmeda y lascasas cerradas, las calles solas. Era un martes y olía a huevopodrido, al ácido sulfídrico que se cocinaba día y noche en lasretortas de la llamada Vía 40. Las paredes de los talleres parecíanmás altas que de costumbre, las puertas de los garajes máspesadas. Ella tuvo de pronto esa idea dolorosa, pasar frente a lacasa en el taxi, ver si Augusto estaba durmiendo como todos o sitenía las puertas abiertas, la luz encendida como cuando haytragedia a medianoche, alguna vecina preparándole un agua detoronjil y hierbabuena para los nervios, diciéndole "ya vendrá, yavendrá ". Pero era una idea 10ca y no dijo nada, ya todo debíaseguir su rumbo, ni un paso atrás, no podía regresar. Ahoratendría que inventarse otro peinado, otra manera de andar. A lomejor debía teñirse el cabello, color Coca-cola le sentaba muybien, le habían dicho que su piel se prestaba.. Sobre todo conaquellos hombros tan gruesos.

Había movimiento por los lados del Paseo Bolívar y ella creyóque de todas formas podría tomar un bus esa madrugada haciacualquier montaña. Había todo ese humo, los charcos, un ca-mión del Aseo Público estacionado frente a la Barbería "Viena".Los barrenderos comían ostiones delante de un carrito, sabo-reando, alimentando el vigor, apoyados en sus escobas sucias, lascachuchas sudadas bajo el sobaco.

-Tomemos un poco de sopa -dijo el hombre señalandovagamente a través del parabrisas-. Cae bien siempre y así esmás fácil pensar.

Desde el pavimento pudo leer el aviso intermitente y dorado,Los tres golpes -Nunca cierra, Los tres golpes, Nun... Había unoscamiones, mudos y severos, calientes aún de la carretera, estacio-nados ahí. Ella miraba todo con ansias, siguiendo las espaldas delchofer. Se dio cuenta que éste era realmente ancno y que tenía la

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Los Domingos de Charito 23

camisa pegada, con unas estrías sucias de tanto arrecostarse. Sesentaron al fondo, cerca al baño, junto al lavamanos. Habíaparejas como ellos, taxistas y mujeres trasnochadas, viajeros queacababan de llegar y un indio vendiendo amuletos y collares. Dospolicías se escarbaban los dientes mirándolos instalarse. Ellaempezó a buscar algo en la bolsa de plástico para no mirar alhombre. Este le dijo, posando una de sus manos sobre las suyas:

-y o me llamo Anatolio, ¿te provoca algo sólido?Ella levantó suavemente los ojos y los clavó sobre aquella cara

achatada y grasosa que le sonreía abierta bajo el ruido y los oloresde esa noche. Las aspas de un ventilador oxidado descargabansobre ellos un poco de amoníaco o de ají picante. Anatolio eramoreno, ya lo sabía, con mejillas de niño de caucho, con un rígidobulto de cabello sobre la frente. Y el cuello, el cuello intermina-ble. El debió sentir todo aquello porque sacó un pañuelo ycomenzó a pasárselo por la cara y por el cuello, otra vez!,secándose concienzudamente. Después se atrevió a mirarla toda,sin pestañear. Le vio los cabellos ondulados, aferrados al cráneo,perdiéndose luego en racimos, cayendo sobre su pecho. Charitosintió que el pecho se le calentaba. Su pecho estaba prisionero dela tela. Anatolio, no se sabe por qué, comenzó a sonreír.

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Un día de primavera

ANHELO LA prosa: construcción paciente de un edificio conentrañas templadas y sólidas que posean algo de postes metáli-cos, de columnas de estadio, de montañas que se hundan en lasnubes, de esqueleto inacabable, de armazón de insecto obscuro.

Todavía, siendo un amateur en estos asuntos, estoy obligado agritarlo con el fin de convencerme ante todo a mí mismo de laurgencia, de la necesidad de que este ejercicio se lleve a cabo.

Estos pequeños prólogos en donde hablo del instrumento -laescritura- son inevitables. Es como atravesar cortinas de humopara poder acercarme al centro del fuego, es decir, a la narraciónpura y olvidadiza que ya no necesita reflexionar sobre ella mismani justificarse.

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El señor Narciso Medrano está gordo. Ahora se ha quedadodormido en el mecedor porque es mediodía y hace calor, músicaclásica y quietud. El perro gris de los vecinos ha saltado porencima de la paredilla y está en nuestro patio escarbando, escar-bando. Camina mirando a todas partes bajo la enramada entorno a la cual crece perezosa, ensortijada, la mata de uvas playa.Marleni despierta sobresaltada de la siesta y lo espanta, lo persi-gue con una escoba. Hay una gallina botando baba bajo ellavadero. Nuestra perra, Mara-Hari, está gorda, tetona, encade-nada al palo de limón, derritiéndose. Nunca la han oído ladrar.Dicen que los ladrones que se meten de noche pueden darle carnemolida con vidrio. A veces, cuando el niño-que-será-novelistaviene de la escuela por la tarde, se acerca a ella y le toca la chucha.A la perra le gusta, le gusta.

A mi tío Julio le decimos el patón. Calza 44 y tiene el pelocuscú, usa los pantalones anchotes y tiene la cara roja. Losdomingos, cuando viene, don Narci pone el trío Matamoros:Ahora te voy a enseñar cómo se hacen las maracas. Todos se ríen. Aveces viene un fotógrafo. En días así se ven las matas del jardín,unas pencas con espinas y unas flores moribundas, alguien extra-ño asomado por entre los barrotes de la ventana.

-¿Qué quieres niñito?-Nada.-¿Cómo te llamas tú?-Cucaracho.

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Julio Olaciregui

-¿Dónde vives?-Allí a la vuelta.-¿Cómo se llama tu mamá?-La señora Rosenda.-¿Por qué no te vas para tu casa?-Bueno.-Ve, Charito, da le un poquito de helado para que se vaya.

Por la noche, el calor hace que nos echemos en el piso de lasterrazas intentado coger el fresco. La euforia apagada por lopronto. Vemos pasar a ese que nos está nombrando, un hombredistraído y nervioso a quien varias mujeres han olvidado. Anuestra edad, algunos hemQs terminado el bachillerato yespera-mos ansiosos el momento en que por fin comenzaremos a ingre-sar "en la novela de la vida", en esa vida que se insinúa en losavisos de los periódicos, en las caderas de las muchachas, en lascatástrofes, las mediocres catástrofes de los hombres madurosque a esta hora regresan a sus casas. Puede oírse, si se esfuerzan,el ardoroso chillido de..la carne al caer en la paila. Aun cuandonadie por aquí diría paila sino sartén. Por estas calles que atravie-san los personajes no se siente en modo alguno el aleteo secreto delos antiguos siglos. Pronto nos iremos a dormir pero es como siacabáramos de despertar. Un novelista inexperto jamás se priva-ría de citar aquí a Quevedo:

jFue sueño ayer; mañana será tierra!

jPOCO antes, nada; y poco después, humo!j y destino ambiciones, y presumoapenas punto al cerco que me cierra!

Hay un taxi estacionado en la esquina, un automóvil fabricadoen 1951 en los talleres de Detroit, una ciudad que nunca conoce-remos. El cárro tiene los guardafangos oxidados y hace pOGO suchofer fue atracado por cinco antisociales.como lo dijera, comolo dice el radioperiódico que se escucha en estos momentos porencima del olor a carne asada. Al chofer lo apodamos desdeentonces el salaD.

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Los Domingos de Charito 29

Cuando llegó la hora de escoger una profesión o un oficio, undestino, como dicen, a nadie por aquí se le ocurrió ser novelista.Anatolio, Claudio y Orteguita decidieron ser choferes de taxi.Los carros los traían de Venezuela y era fácil participar en elmercado del transporte, señoras adúlteras, niños con gastroente-ritis camino a la Central de Hidratación, ancianos chorreadosque olvidaban sus maletines a bordo (la novela, perdí los origina-les de mi novela!) jóvenes hampones con ganas de ir a unadiscoteca por los lados del Country Club. Una vez, condu~iendola máquina por el Boulevard de la 54, me vi obligado a reprendera uno de estos jóyenes que se hurgaba la nariz con disimulo yaplastaba lo suyo contra los cojines. Esto no tiene importanciapero una novela permite muchos detalles inútiles.

Con toda seguridad que el hombre que años más tarde descri-biría a los muchachos echados en la terrazá, cogi~ndo el fresco, seestaba preguntando cómo era posible que esto sucediera mien-tras allá a lo lejos oh, la guerra, la guerra acogía a cien, adoscientos, a trescientos muchachos con todos los sueños intac-tos. La culpa puede brotar como un rabo, la culpa tiene el rabopel'udo. Con este hermoso apéndice, con este áspid que reposaentre las carnes podemos espantar los mosquitos por la noche ylas gordas moscas lecheras por el día.

El desordenado pensamiento hacía estragos entre la juventudde la época. A merced del vaivén de las modas y las leyes que rigenel comercio, solitarios, flacos, con parásitos, egoístas: y sin ardor,también olorosos a perfume, triunfantes, con llaveros de oro,negociantes en cocaína, boxeadores, muchos considerábamos, alllegar a los 30 años, que ya habíamos agotado todo lo que noshabía sido dado vivir y que la ilusión, bah, era tan sólo unrecuerdo.

Aunque no tuvieran novias, aunque no tuviéramos novias, la .

costumbre era andar siempre con' una cajita de chicles en elbolsillo. y una peinilla. Había quienes exageraban y andaban conun espejito, dos o tres preservativos en la cartera y un pañueloentre la nuca y el cuello de la camisa a fin de evitar la mugre.

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30 Julio Olaciregui

Había que estar preparados para lo que cayera, hombre preveni-do vale por dos, el que espabila pierde, si te descuidas en el

-desarrollo te vuelves marica.El hombre que vendía el hígado-bofe-corazón y riñones venía

sobre su burra en posición flor de loto, sus grandes pies polvoro-sos en primer plano. Había quienes le admiraban el animalmientras él saltaba al pavimento a negociar sus vísceras con lasseñoras -entre ellas podía distinguirse a Charito- que abríanlas ventanas para preguntarle:

-¿Lleva lengua, compadre?De haber nacido en la ciudad, el compadre habría sido bate-

rista en alguna orquesta. Todas las señoras reconocían su ritmodesde lejos, era la hora de preparar el almuerzo, con la mismavara con que le medía el ánimo a la burra, hurgándole el flanco,puyándola para que caminara, el hombre llevaba su ritmo, solosostenido, redoble intenso. El cajón en donde traía las tripasvibraba alegre:

-Se me terminó. Llevo el mondongo fresco, comadre.Había unas goticas de sangre cuajada en el sillón de la burra.

Dos moscas revoloteaban embriagadas, engordando verdosas,.las pesadas alas. La burra levantaba su rabo y abanicando ciega-mente el aire las espaqtaba, tolón, talón, mostrando su culo negroy brillante, profundo. Las malas lenguas, que todo degustaban,.decían que era caliente como el de las mujeres. Al narrador no leconsta. Al autor tampoco.

Eramos unos caballos sueltos y ante nosotros los montes erananchos. Pero como en una noche de plenilunio Augusto se encon-tró bachiller mientras estallaba el flash de un fotógrafo, en ver-dad nunca gustó de aquella iniciación al amor que era frecuenteatribuimos.

Se reservaba para Charito, la muchacha.-Su primera piedra, sin embargo, le fue extraída por una puta.

Tres o cuatro años antes había tenido que aplicarse una cucharacaliente en las tetillas para evitar que las piedras que allí guardaba

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Los Domingos de Charito 31

le crecieran, empujándolo hacia el e.xtravío de Tarzán el redondo,conocido vendedor de Lucky strike frente a los Almacenes Tía.

Aquella fruta madura, el sexo, como se dice, había caídopronto sobre él. El viento estaba encaprichado aquella noche enque él, el otro, venía zarandeado no por el viento sino por su hija,la brisa, que levantaba un arenal y lo empujaba hacia ella, ella,ella.

Con excepción de algunas cartas y tal vez de un requerimientoanotado en un papelito, la servilleta de la Lunchería Santa Martaen donde solían encontrarse a escondidas antes de ir a la pensióny pasar al acto, nada había sido escrito aún. No había pie anovelas, al menos eso pensaban y por eso el destino era alegre-mente banal, callejero, olvidadizo.

Se conocieron tal vez en un bus. El iba a buscarla después a lasalida del colegio. Caminaban, caminábamos porOlaya Herrera, .

burlándonos un poco de nosotros mismos. Hermanados por lavulgaridad, nos reíamos de la cara de las señoras y los niñitos quesalían a esa hora de Mi vaquita después de haber comido "opípa-ramente".

-Ajo, Gu~to ¿dónde te aprendiste esa palabrota?-Ah, tú sabes, hay que culturizarse para que no le echen

cuentos a uno- le contestaba yo.Intenté decirle a Charito que atravesáramos a la otra acera

para evitar pasar alIado de una media docena de albañiles que seestaban enjuagando en un tanque al pie de un edificio en cons-trucción, pero ya era muy tarde. Uno de ellos, sin camisa, peinán-dose frente a un pedazo de espejo, soltaba un largo chiflido yCharito sonreía. Los otros, con las caras húmedas, los cabellosaún llenos de cemento, se volteaban a vemos pasar. Uno de ell~s,que tenía únicamente una pantaloneta de baño, se tocaba el bultoentre las piernas y decía:

-Ay, me duele el chichón que tengo aquí.Los demás soltaban la carcajada. Otro, dirigiéndose a mí:-Lo que se ha de comer el gusano que se lo coma él humano...Yo estaba morado de la rabia y de la vergüenza. Me sentía

cobarde, con el rabo entre las piernas. Le dije a Charito:-Camina rápido, nojoda.Pero ella no me prestaba atención. Tenía una sonrisa más

ancha y volteaba a mirar hacia atrás a cada instante. Como le dijeque dejara de provocarlos me contestó:

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32 Julio Olaciregui

-No seas tan celoso, niño. ISeguimos en silencio. !

Encontré una caldereta y comencé a patearla con una especiede ira aguachenta, sin convicción. Sentía un nudo, la manzana deAdán se me había atragantado, deseaba matar a alguien, nopodía respirar, no tenía saliva. Charito me estaba mirando,curiosa y contenta. Después se ponía seria y con los labiosfruncidos, posando una mano entre los senos, murmuraba:

-Perdón.Vi que tenía los ojos brillantes y que una vena le palpitaba en la

frente. Estábamos enamorados. Fue entonces cuando se me diopor agarrarle la mano. Era suave como peluche. Miré a todaspartes para ver si nadie se estaba riendo. Afortunadamente yaestaba oscuro y así nadie se dio cuenta que ahora era yo quientenía un bulto ahí. Pero creo que Charito lo notaba porque medecía:

-Llévame a cine.Oí que Charito ge.mía y aunque sentí un ligero estremecimiento

en la nuca, el temor a que alguien se diera cuenta que tenía mimano bajo ,su falda no me dejó gozar. Le pregunté al oído:

-¿Te gu'stá7y ella abrió los ojos lentamente, como descansando. de un

dolor, recuperándose poco a poco, un tanto despeinada. Mimano se había quedado quieta y entonces ella aprovechó paradesenterrarla. Me miró con un poquito de indiferencia y asco ycuando pensé que iba a decirme alguna cosa se sonrió enigmática.

Cogidos de la mano, sin hablar, con emoción y vergüenza,habíamos llegado al teatro "La Bamba", una sala gigantesca, sintecho, grande e iluminada como un buque en la bahía, situadafrente a una bomba de gasolina, al lado de un parqueadero,rodeada a un costado por bares y piqueteaderos. Tan prontoapagaron las luces sentimos un olor a amoníaco y un bruscocambio de temperatura. Ella me preguntó:

-,.-¿ Tienes un chicle?Comenzamos a mascarlo despacio, yo dejaba que el sabor a

menta impregnara mis amígdalas, los huecos de mis muelas. Mesentía tenso, ansioso, con ganas de orinar. Yo no estaba muyenamorado de ella, dentro de mí brincaban pensamientos incon-fesables, íntimas mentiras. Me sentía sucio y malo, un gran

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Los Domingos de Charito 33

centauro sudoroso alIado de una niña desnuda, en la banca de unparque, con la cosa parada.

Nos casamos. Un año después ella me dijo por primera vez queyo sólo usaba su carne su carne morena. Ella me hacía la sopita demondongo mientras yo estaba leyendo, cuántas brutalidadestragaba, el librillo, los periódicos. No sé por qué sentí esa tardeque Maruja, la otra, había quedado encinta mientras estábamosen aquel hotel de la Calle San BIas. Se veía a sí mismo pidiendoprestado para financiar el primer aborto de su larga historia,buscando a un doctor aburrido y cansado. Aun cuando trampea-ba pagaba los impuestos cada noviembre, no le gustaba mucho iral trabajo y por eso andaba de mal genio, esperando con ansias lasvacaciones, la pereza pura, ahorrar algo para lo inservible, visitarcervezales, palacios de espejos, mujeres de profundas cabelleras,mujeres de rotundas caderas.

En las vacaciones se la pasaba eructando, escudriñando labóveda celeste. Persistía en la idea de comprarse un revólver desegunda mano, cada vez que salía de la casa de la otra, con miedoa que lo guindaran en una esquina, la idea le martillaba. Tal vezera el olor de sus piernas lo que me iba protegiendo, se decía.

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Día en casafc!:

ILUSION del más puro canto, inútil como un domingo.Lo que importa es la ilusión pues tal canto ahora ya no me es

posible; basta darse cuenta que en seguida he establecido unsistema paralelo, la comparación ("como un domingo") y he¡ recurrido además a los adjetivos "puro" e "inútil", evidencias

[ estas que demuestran mi longitud de onda ideológica, el desper-dicio de mi ambición, mis propósitos y alcances, mi escepticis-mo, mi aspiración hacia una bondad francamente inocua. Todabondad es inocua.

Discursos sin historias ni personajes, catarsis. ¿Purificación,purgante? La historia buscándome, buscándose, el amor bus-cándome, ojalá pudiera encontrarme. Pensé esta mañana, ahoraya una vieja mañana que tan sólo existe gracias a la lectura delrecuerdo, el libro de mi memoria, mientras me hallaba en lacocina calentándome un café, en escribir una autobiograf1a llenade mentiras. Me veía dándole a la máquina de escribir noche trasnoche pero este aparato anda casi solo y estereotipado me lleva yposudo me arrastra, rebuscado.

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En aquella casa Charito tenía algunas tardes libres. Esa tardeella se estaba bañando con mucha suavidad y paciencia,disfru-tando del olor del jabón. Tenía cita con Vicente a las cinco. Elseñor le había pagado la quincena ese mediodía y casi podíasentirse contenta, hasta estuvo canturreando una canción. Era enverdad una extraña sirvienta. Permanecía largas horas en el bañosin que pudiéramos saber qué estaba haciendo. Casi no hablaba,no espabilaba nunca y por eso no pudimos saber de dónde veníala tarde en que el camión la dejó en la puerta. Entró a la casa consus chancletas mojadas y un pequeño maletín de plástico en la~ano, mirándolo todo con sus ojos resbaladizos. He aquí lo queVIO:

Bajo un cuadro de la Ultima Cena (ella se aprendió elletreritode memoria, amen dico vobis quia unus vestrum me traditurus est)estaba el señor en camisilla, comiendo. En la otra pared había ungobelino en el que un jaguar atacaba a un harem sobre lasaterciopeladas, las ebúrneas arenas del desierto. Soplaba unviento solano y por eso las cortinas se movieron suavemente alcerrarse la puerta tras ella. En ese instante, como tenía queocurrir, sonó la campanita que colgaba del pescuezo del gato deporcelana que merodeaba allí, estático, sobre un armario. Miseñora sonreía sin saber qué hacer~ los brazos en el aire, barnizaday suave. Se gustaron. Estaba encendido el radioperiódico de lasseis de la tarde, un bombillito en un rincón. Los muebles eranpesados y grandes, las vigas del techo marrones, cosidas con hilos

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38 Julio Olaciregui

de araña. Había un corredor que se perdía al fondo. Mi señora selo señaló con un dedo y yo la miré entonces.

-¿Quién es esa bruja? -pregunté.-Nojoda, y a ti qué te importa -contestó Marleni.-Si me importa, yo soy el que pago y esta es mi casa.-Me la manda Leoncio para que me ayude.Charito alcanzó a oír este diálogo, seco y violento, tieso y

compuesto que se desarrollaba por sobre el tintineo de los cubier-tos y el sonido del hielo en la jarra de agua que se inclinaba enaquel momento sobre el vaso del señor. "Espérame en la cocina,niña, que ya voy para allá ", le dijo mi señora. Siguió avanzandoentonces, de frente a la obscuridad del patio, por el corredor,.antes de encontrar una pieza iluminada que tenía las paredesmanchadas de grasa y una nevera oxidada en los bordes. Entró yse quedó ahí parada frente al laváplatos, quieta, chorreando,mirando el. precipitado caminito de las hormigas noctívagastransportando pesadas migajas de pan.

Vio aparecer la cabeza de un niñito. "¿Cómo te llamas tú?"."Rosario". No se dijeron más nada porque el niño le dio laespalda para coger un vaso y servirse agua de la nevera. Se fuehaciéndole un gesto con la boca y la nariz que ella no comprendió.Después llegó la señora a decirle que se cambiara de ropa paraque comiera y la ayudara a lavar la loza. Esa primera noche aquíen nuestra casa se la pasó llorando, removiéndose en la cama delienzo que le habían puesto en el corredor pero a la mañanasiguiente se sintió mejor en el patio, regando las matas. La señorale regaló unos vestidos de su hermana, la señorita, y le dijo queésta, ojo, se había muerto porque le pusieron mal una inyeccióncuando tenía diecisiete años. Charito dijo que no quería losvestidos pero la señora le contestó que no fuera boba y se los dejósobre la mesa de planchar.

Oía de noche respirar las paredes. Esperaba largo rato antes dedecidirse a encender la luz. Nadie. El cuarto estaba tranquilo, lacortinita amarilla no se movía, el almanaque tampoco. Luegopensaba: es el inodoro el que hace ese ruido, me voy a levantar.

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Los Domingos de Charito 39¡.

l Pero atravesaba el corredor, veía las sombras, un triciclo abando-

nado, la silueta del escaparate, muda, y luego al llegar al bañotodo estaba en silencio, no era nada. Volvía entonces a la cama yallí vagaba, se resbalaba, le reventaba la cabeza a Augusto de unmartillazo, pero sólo había chispas, cristales rotos y la luz de lasala ~itilando.

-¿~é t'tlsÓ, Charito?-Debe ser un cortocircuito, señora. O se fue la luz. Hizo

"pum" y se reventó.-Desconecte la nevera. Fíjese si la estufa está prendida. ¿Qué

irá a decir don Narci cuando llegue?Debían ser los fríjoles con cerdo que le habían caído mal.

Hacía tiempos que no soñaba con Augusto y ella, ahora, loestaba deshojando, había levantado su mano contra él paráromperlo como una alcancía, no quería matarlo, sólo quería saberlo que tenia adentro. Nada, ahora ya no sirve, pensó antes dedespertarse. Sonreía cuando el niño vino a meterse en su cama,apretujándose contra sus pechos sueltos. Volvió a dormirse. Lode la televisión había sido preparado. "Siempre quise matar aalguien", estaba diciendo. Pero no, nadie sabía cómo se sentía,todos la estaban mirando como si estuviera enferma, la enferme-dad del amor. Alguien dijo: "hay que llamar al loquero". Anato-lio le había explicado cómo hacer fundir una televisión. De nadasirvió porque en la puerta de la calle había un camión guajirocargado de licuadoras, secadores, chancletas y televisores. Latelenovela de las diez de la noche estaba en lo mejor esos días.

Allí no hacía sino cocinar, de vez en cuando cambiar lassábanas de las camas, peinar al niño, cortarle el pan, trapear elbaño, restregar las baldosas, sacar la basura. Por eso en las horasen que podía vagar sin hacer otra cosa que mirar las telas, losvestidos de flores y los zapatos de charol, las cremas y las pantu-flas que traían de Maicao, que se amontonaban, era, bueno... labrisa levantaba las faldas de las mujeres que paseaban como ellamirándolo todo sin comprar, por las galerías y las esquinas delcentro, inútiles.

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40 Julio Olaciregui

Don Narci la miraba de una manera rara mientras ella traía labandeja, los vasos, los tenedores. Era una de esas miradas deperro, triste, prisionero no se sabe de qué, un poco con la lenguaafuera como si quisiera que ella le pasara su mano por el lomo, leacariciara, le dejara revolver su hocico. No era una mirada dehombre pero entonces ella se asustaba porque la entendía, sindarse cuenta la entendía, caminaba pegándose a las paredesmientras su cabello flotaba por el comedor.

-Charito, le agradezco se recoja ese pelo -le dijo ese medio-día la señora mientras ella estaba sirviendo la sopa. A lo mejor,desde su silla, había olido lo que estaba pasando.

El señor había venido una noche a la puerta de su pieza, en elfondo de la casa. Ella estaba tirada en la cama, con sus grandespiernas al descubierto, leyendo. Ya había cogido la manía de leer.La había mirado así otra vez. Ella se sentó, recuperando sucompostura. Cuando iba a decir algo, él le dio la espalda y sealejó. Estaba en piyama y llevaba también un libro en la mano.

El niño tenía la misma mirada del señor, ella lo había notadoen unas fotos que estuvo viendo. Pero los bucles dorados del niñoy sus piernecitas eran alegres. Ella lo apret!iba contra el pecho y élprotestaba. Luego se quedaban tranquilos, se dormían. Se habíaencariñado con aquella figurita silenciosa y por eso pasaba horascaminando con él por las avenidas, bajo los frondosos árboles deaquel barrio, el Paraíso, mecidos por la brisa, ligeros, viendo losrayos del Sol restregarse contra los ventanales polarizados de losedificios, sintiendo la mirada de los celadores revolotear pesadasen torno a ella.

La tarde de un lunes, muchas semanas atrás, la señora le habíadado dos billetes de cien pesos para que comprara la carne, elpapel higiénico, unos cuadernos para el niño y un frasco de DDTporque de noche las cucarachas se apoderaban de la cocina. Laseñora estaba vestida como en un retrato, ~l cabello un tantoinflado y la blusa sin una arruga, los senos en apariencia duros y lafalda verde obscuro, botella, bien planchada también. Debía seruna mujer celosa porque tenía en permanencia goticas de sudorsobre los labios. Casi nunca se miraban de frente, sus ojos resba-labanhacia algún lado, debía ser la cabellera de Charito lo que lemolestaba ya que por las mañanas ésta no era sino un manchónenrojecido, enmarcando su sonrisa desportillada, aplastada ha-cia un lado, un poco obscena, grande, cruda.

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Los Domingos de Charito 41

Con el niño de la mano y el canasto de la otra debía parecer unafigura chocante, pero allá iba. A veces, la gratuita caricia de lamañana, el olor de la hierba en los jardines, la visión de aquellasotras mujeres camino al supermercado, silenciosas, la hacía son-reír. Era casi feliz, como aquel niño grande que caminaba dandosalticos a su lado, gritando al ver pasar un automóvil "mío","mío", "mío", contestando por su cuenta las ininteligibles peti-ciones que los choferes gritaban a Charito desde las ventanillas delos taxis.

Aunque había hecho aquel camino 'hasta el cansancio seguíaleyendo mecánicamente todos los avisos que encontraba sobrelas vitrinas y paredes, el consultorio de medicina general deldoctor Cuentas, la bizcochería "Gloria", la tienda "El Rosal",Lavandería "La Cascada", la Farmacia de la Hoz. El supermer-cado aparecía allá en el fondo, redondo, abultado, con sus colo-res verdes y rojos, sus alto-parlantes, sus camiones descargando yel incesante tráfico de mujeres entrando y saliendo. La bandera:verdirroja flotaba también en lo alto. Un hombre vestido de :payaso estaba parado en la entrada repartiendo folletos de pro-paganda como siempre. Quigo hacer una mueca graciosa al niñoy lo único que consiguió fue que éste se aferrara a las piernas deCharito, con miedo.

En el interior estaba sonando esa música, ella la conocía pero \,QO podía saber qué era. La hacía sentir lejos de allí, en undl~iel1jbre:luera de esa hora sin importancia. De vez en cuando lavoz de una empleada interrumpía aquellos elásticos compasespara anunciar lo baratas que habían amanecido ese día las sardi-nas importadas del Ecuador. Empujando el carrito, mientras elniño la seguía, penetrando por .la hilera de los productos delimpieza, se confundió definitivamente con .las señoras distraídasque miraban y sopesaban los jabones y la cera para brillar lasbaldosas. Ella se distrajo también. Lo primero que hizo fuedirigirse a la sección de ropa interior. Allí estaba el hombre quearmaba los maniquíes con un brazo en la mano ajustando a unamuñeca de cabellosxecortados, lacios, cayéndole sobre la frente yque sonreía, sonreía. Estaba desnuda pero sólo ella y el niño sedetuvieron frente a la pareja a mirar. El hombre encargado delasunto tenía una bata blanca como un científico. Era en verdadun muchacho moreno, de cara huesuda, de patillas largas estiloSimón Bolívar-entrando-en-Porquera, con zapatos de caucho un

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tanto grandes. Ahora estaba peinando a su muñeca. Lo hacía conuna sola mano y luego se retiraba unos pasitos hacia atrás, midien-do el efecto. Se dio cuenta que lo estaban mirando y entonces dejóla peinilla, se la guardó en el bolsillo y de una caja de madera quetenía al pie sacó una bayeta y comenzó a frotarle los pechos, losmuslos, el ombligo, abajo, las rodillas, la espalda, sacándolebrillo por todas partes a esa carne silicona marrón chocolate.Charito envidió aquel amoroso cuidado pero como era su mani-quí preferido lo único que hizo fue ladear la cabeza y sonreírindulgente. El muchacho había comenzado a vestirla con lasprendas transparentes que se estaban poniendo de moda en esosdías. El m,es pasado había sido el signo astrológico entre laspiernas y Charito había imaginado que caminaba por todaspartes con un escorpión ansioso, listo al ataque. Ahora eran losdías de la semana, un color rosado para ese lunes de tanto calor,pensó entusiasmada.

A Charito la trataban bien en aquella casa. El señor, al me~_os,estaba joven todavía, a lo mejor lleno de p.rQy~~tosparae!fQ~YJo.nervioso y pálido, protegido con unas enormes gafas de carey.Por las mañanas, mientras exprimía unas naranjas y rompía loshuevos, oía la música a todo volumen colándose por las rendijasde la puerta de la cocina. Cuando le llevaba eljugo al señor, éste ledecía: "Charito ¿le gusta Bach?", o bien, "¿No le molesta lamúsica, verdad?". Ella sonreía, pestañeaba sorprendida oyendoaquellas trompetas deliciosas. Lo que no le gustaba mucho eratrasnochar, o el ruido de los vasos y las botellas cuando ya seestaba quedando dormida y había reunión en casa (como decía elseñor), los jueves o los sábados, noches de fiesta, comida ymontones de ollas sucias esperándola para mañana.

El resto del tiempo no hacía sino exprimir las naranjas, plan-char, comprar los bollos, ir a la esquina a perseguir el camión dela leche, recoger los papeles sucios del baño (el señor fumaba ydejaba unas colillas vivas, moviéndose en el agua, abiertas) ba-rrer el patio, sacar las sábanas, tender las camas, sacudir loselefantes de porcelana.

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Los Domingos de Charito 43

De pronto se quedaba quieta, con la escoba apoyada en elpecho, mirándose las uñas de las manos, pensativa.

Luego, sacudía la cabeza y seguía, relajar la carne, pelar lascebollas, machacar los ajos, limpiarle el culito al niño, echar elarroz al caldero, lavar los ñames. En días así se acordaba deAugusto.

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Día sin amor

EL HOMBRE amaneció hoy lleno de envidia y soledad, de pereza,marihuana verde, coñac, gripa, menta, auto-conmiseración,confortablemente instalado para leer la prensa. La nieve caía enremolinos desordenados, frágil.

Alguien me habla de la nostalgia (la tristeza), el alma enferma,de ver caer la nieve sin la persona amada (ojo, tema reaccionario).

Mi viaje ha sido: del Sol a la Cabeza Hibernal.La nieve cae silenciosa y grácil, sin gravedad. Son pedacitos de

algodón, estrellas heladas que van desprendiéndose de un cielovacío y hondo, ausente y serio. A los ancianos el reumatismo losaqueja, los tiene todo el día entre las cobijas, esperando conansiedad que sea la una de la tarde para instalarse inamoviblesfrente al televisor. Cuando el frío baja uno se da cuenta que lanieve se ha vuelto lluvia. En esta melancólica estación sólo lospinos conservan su ve:rdor, esos dibujos japoneses y rudos opo-niéndose a la muerte. Hay pocos negocios en los almacenes y poreso los propietarios se quejan y dicen que es la Morte saison,tiempo en el que los clientes duermen o trabajan. Los árbolesdesnudos aguardan ya el retoño de la primavera lejana. Esadesnudez es prueba de la esperanza. Lo irónico al contemplarestos paisajes urbanos es que a cada momento uno siente deseosde describirlos, de fotografiarlos o dibujarlos. Pasa lo mismo quecon ciertas noches de Luna: en lugar de admirar en silencio lo quemisteriosamente nos es ofrecido exclamamos: "parece un cuadrode Magritte!".

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Oh soledad: la fábrica está en un camino. Hay que atravesar unmonte en el que los galeras se festejan a mediodía, parados sobrela calavera eterna y sonriente de un perro. Baten las alas comocartones tiesos, haciendo el amago de volar cuando se acercaalguien. Hay árboles raquíticos, más botellas y llantas viejas, latira reseca de una guardacaminos, una enagua rasgada en la quese ven aún encajes manchados de goticas de sangre marrón, laadolescente llamada sangre. Por allí viene Augusto con los zapa-tos empolvados, la cara arrugada por el agrio olor que exuda lamaleza como una cicatriz abierta en medio de las casitas allálejanas. De frente, el muro de una fábrica de neveras, un letrerogigantesco, los dueños de esta fábrica son unos turcos hijueputasyexplotadores, de brochazos enérgicos, desesperados.

-¿Así que este es el joven Pradilla?-y a ve usted. El heredero, como dicen.-Tira piedra y todo, me imagino, ¿ah?.. jo!-Medio comunistoide, usted sabe, la juventud, pero más bien

tranquilino, distraído...-Tranquilino. ¿Y qué sabe hacer usted don Tranqui?-iQué va a saber hacer nada! ¿Qué sabes tú, Gusto?¿Qué sabía? Sabía de memoria, por ejemplo, la sensación del

vagabundeo solitario: no me gustaba }).ajar al centro de la ciudadporque me hacía soñar "inevitablemente" con su pasado quesiempre imaginé de otra manera pero que encontraba careadopor eso que algunos llaman "la muerte que depara el olvido".

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Pese a todo, me negaba a destruir las postales de mi último viajecon esa especie de suerte negra que lleva al asesino a recobrar lospasos que ha dado hasta el lugar de su crimen. Un calor sano,"macho" como decía Charito, le subía por las piernas mientrasdaba vueltas por el mercado, la calle Murillo o el barrio Chino.Pero esta vez todo había terminado para siempre. Todos estabancansados, hasta él, del va y viene.

-Bueno, él dizque lee mucho, pero hacer como hacer yo creoque no sabe hacer nada. Dele cualquier cosa a ver si se desembo-lata. El estaba terminando el bachillerato, pero se le dio pormeterse a estudiar radiotecnia y después que si el dibujo, hastacontabilidad estudió, algo debe saber. Tal vez si pudieran meterloen el kárdex o en los archivos, algo debe saber este vergajito.

-Archivos... bueno, tú ves que ésta es sólo una fabriquita deladrillos. No hay archivos. No hay nada como para él. Tal vez mihermano, ¿supiste que salió de suplente al Concejo en la lista deMadero? tiene una fábrica de latas... te vaya dar una tarjeticapara él. Yo le echo una llamada, sin embargo. Es una fábrica deunos cientoveinte obreros, grande ¿cierto? Tal vez él lo puedaacomodar en las oficinas para que no se vaya a joder mucho elcuero.

-Ah, eso sería bueno, ¿cierto Augusto? ¿Pero usted cree quehay posibilidades?

-Claro, hombre, espérate y lo llamamos.Allá iba Augusto sintiéndose improductivo. En tercero de

bachillerato toda la clase había repetido en coro el Sólo-sé-que-nada-sé, felices de encontrar al fin un pretexto ilustre para laignorancia y la pereza. En el fondo todo eso continuaba, aunquemenos alegre ahora porque, a la fuerza, la tabula rasa se habíallenado: tal vez el horror de la juventud, una mariposa disecada olas aspas de un abanico en un hotel de cualquier parte, hicieronposible el esfuerzo y la decisión final de embarcarme. No medítodo lo que aquello significaba hasta que finalmente un viernesde agosto a las cinco de la tarde me hallé en una villa sumergidaen la tranquilidad de las montañas.

Todos los compañeros que Augusto encontraba tenían ya unoficio (y él se decía, pero yo tengo un swing): unos eran dentistas,los otros choferes o profesores. Algunos estaban en el ejército oeran veterinarios, abogados, ingenieros. Conocía a varios vende-dores de almacén y a unos cinco o seis economistas. Augusto

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i.

Los Domingos de Charito 49

había soñado con embarcarse "para ver el mundo gratis" porquela figura de un ahijado de su madre le atraía. Su cabeza rapada demarinero, sus tatuajes azules entre pecho y espalda y la pesadai esclava de falsa plata que llevaba en la muñeca izquierda eran lo

r de menos.. Lo importante era las historias que contaba de Río dei

Janeiro, Norfolk y el Pireo. Pero nada. El mismo pariente seencargó de disuadirlo después del quinto viaje: "no seas mari-ca, tú no serás capaz de acostumbrarte al trencito: cuarentaicincodías en altamar comiendo pescao al desayuno, al almuerzo y a lacomida. Además los que no saben hacer nada, a bordo, tienen!, que ayudar en la cocina, lavar la cubierta, mover los bultos." Déjate de huev?_nadas, est~dia, es puerta de l~z un libr~ ~bierto

~ entra por ella nmo y no serascuando grande m esclavo mJuguete,.. servil de los tiranos",

i La puerta era de hierro azul, El celador asomó la cabeza por la

ventanita, oyó su explicación, vio latarjetica para el señor geren-te y descorrió el cerrojo. Le mostró al fondo las oficinas. Augusto ?¡atravesó el patio y le pareció agradable: había grandes pirámides ,-

de tanques, una palmera solitaria en medio del playón, arrumesde láminas de acero made injapan, ángulos, ruedas y estrellas dehierro que soltaban un polvo cortante parecido a la ceniza. Todobien en orden. Sudaba copiosamente al caminar, la puerta decristal esmerilado con su aviso Aire acondicionado Siga Ud, 10acogió. Vio la fila de escritorios, el desordenado movimientohabitual de las oficinas a las doce menos diez, la' fuente de aguahelada y las secretarias: morenas, pálidas, tetonas, con sus colas-de-caballo, sus grandes labios rojos riéndose un poco, escarban-do en las carteras, con los cepillos y los espejitos, alistándose parasalir a almorzar, Se alegró. El gerente le sonrió amable, le echó unvistazo a la tarjeta y le dijo: "Oká, apúrate para que alcances ahablar con el jefe de personal antes de que se vaya. Y a yo le habléde ti". El jefe de personal lo mandó esa misma tarde al octavopiso del Centro Cívico, a la oficina del trabajo, para que renun-ciara a la miopía y a una muela que tenía careada. Llenó elformulario y volvió con todos los papeles al día siguiente. El tipole dijo entonces: "venga esta tarde a trabajar".

Cuando le entregaron los guantes y el casco se asustó:-¿Y esto?-Ese es su equipo, cuídelo. Tráigase una ropita vieja mientras

le damos la orden y se toma las medidas para el overol,

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El jefe de personal mandó llamar a alguien. Apareció un gordoahí, con un casco y unos guantes iguales a los que acababan deentregarle, aunque no nuevos como los suyos sino ya usados,manchados de grasa.

-Vea Saavedra, muéstrele al joven lo que tiene que hacer.Póngalo a trabajar en algo. Es un nuevo colaborador de laempresa.

Augusto y el gordo tomaron un pasillo y se dirigieron hasta elfondo. Allí encontraron una puerta, el gordo abrió. Se sintió algocomo el aliento o el rugido de un animal, enseguida la temperatu-ra fresca de las oficinas huyó de sus axilas y sus pies y un calor dehierros y máquinas se le instaló.

-Este es el taller! -le gritó el gordo-. ¿No trajiste ropa detrabajo? Se te va a dañar la pinta, tráela mañana.

Augusto casi no le oía, el corazón le latía fuerte y ademásestaba fascinado. Vio cadenas y grúas, rollos de alambre másgrandes que él, planchas de acero ordenadas en hileras quedejaban pasadizos para los obreros. Todos los trabajadores esta-ban vestidos con overoles azul grisáceo, diseminados en el gigan-tesco galpón, encaramados en escaleras metálicas o frente a unasmáquinas que se cerraban y abrían lentamente con pesadossuspiros. El techo era altísimo.

-Bueno, ayúdame con este cable. Hay que cortar cien metros.Pon cuidado porque si se te suelta puede darte un coletazo. Estecable se llama alma de acero y pega durísimo. Oale pues, coge,ahí va...

Cuando regresó a la casa, ese primer día, se sintió como siestuviera encementado, las manos le ardían y el hueso de lacadera le sonaba adentro como si se le hubiera desprendido yestuviera flotando.

La vida, gruesa palabra, se había detenido.Todo el ensueño de la vida de unjoven hombre podía verse allí,

representado en los objetos que había atesorado, manía infantilde guardarlo todo, construyendo recuerdos, prometiéndose larevisitación, fotos de la playa, la cabeza tallada en madera de un

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hombre desconocido con el aire de don Quijote que fio en unalmacén de la calle Jesús, años atrás, durante unas vacaciones.Una vez disipado el miedo que padeció durante su adolescenciacomenzó a observar sus propias reacciones, su manera de irseacomodando al giro de los días, Vira, Vira, a la vuelta de la nochey al ansiado regreso del Sol. El abría los ojos y se reubicaba,dejándose llevar por el impulso de la hora, el desayuno, la callecon un movimiento de hombres y mujeres camino a las fábricas ya las oficinas del Centro, con sus bolsas de comida, en grupos dedos o tres, riéndose.

A los ojos de los demás debía parecer un inválido, egoísta,cobarde, puesto que al afrontar el mundo de la fábrica se lenotaba irresoluto, rebelde ~sto no me concierne), con la idea deque no se quedaría mucho allí; 10 que más le tentaba era trabajarhasta cansarse, llenarse de odio hasta las orejas, "mandar acomer mierda al gerente". El problema de su ubicación era que sesentía un artista, lo creía a veces con los ojos cerrados, en el busque lo llevaba al trabajo;falsa creencia que hacía las cosas másduras, l,os hierros más pesados, los horarios...

El viejo Pradilla y él vivían solos en un caserón del barrio ElCarmen, cerca a la Central de Hidratación, disimulándose elrespeto y el menosprecio que se inspiraban mutuamente. Augus-to se asustaba a veces al llegar por la noche, viéndolo dormido enun mecedor, con un libro abierto sobre el vientre, el bigoteencanecido y un vaso de agua en el piso, su gran cuerpo navegan-l do en la obscuridad y el vacío de la sala. Y eran como dos extrañospersonajes: más que un parecido fisico el aire de familia les veníade algo ordinario en el carácter, de ciertas actitudes bruscas eincongruentes. La seguridad de que comenzaban a resbalar, eluno hacia adelante y el otro hacia atrás, en un destino idéntico,provocaba en ambos la misma confusa, débil y regocijada com- ipasión. Claro está que, en esencia, lo que diferenciaba al viejo del \muchacho era la pasión escondida que este último sentía por la '\música.

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¡

Días escritos

ALLI ENesa ventanita iluminada del quinto piso vivía yo y a vecescuando alguien pasaba por la calle se decía gratificado que el "yo"estaba en vida, escribiendo, amando, caminando, leyendo. Erabueno imaginarIo encerrado, recuperando de lo vivido un ciertoorden fraseológico, una gramática vesperal.

¿ y cuál es la materia de la escritura? Tal vez la espera, lashuellas que deja la búsqueda del conocimiento. Vivimos en esta-do permanente de aprendizaje: los viejos son los que se niegan aaprender más o los que ya lo aprendieron todo. Aprendí a escribiry se multiplicó el pensamiento leído, legendario. ¿Era sagradatoda escritura? Alguien viene y me sopla al oído lo siguiente: elSigno y la Divinidad nacieron al mismo tiempo y en el mismolugar. Por eso a lo mejor no había que desperdiciar nada, lanarración de algunos hechos -narración casi periodística- ve-nía a ser un desperdicio necesario pues de todo aquel montón dedescripciones podía surgir inesperadamente una "revelación",un sentido en blanco y negro. Por eso el apetito nos llevaba a laanotación, al numeraje, a la progresión, al encuentro consonánti-co, a las ideas plasmadas, encuadernadas y al alcance de lossentidos, miren lo que dice aquí, oigan, miren, vengan acá que lesvoy a contar la historia de un beso.

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El muchacho de los maniquíes se llamaba Vicent.e pero ella,.,atrevida. le dijo BQ[i desde el co~ie_n_~.Q.. Era de tarde y había ido

alsupermercado a comprar cualquier cosa para la comida, Seconocían, se miraban, se gustaban ya. El Íe dijo: "te invito a cineesta noche" y ella le contestó: "Voy a ver si me le puedo escapar alos patrones. Mis días de salida son los domingos", La sonrisa deél no fue muy alegre cuando supo que trabajaba de sirvienta. Ellase dio cuenta, casi le pudo leer en el rostro lo que estaba pensan-do, visos psicologistas de la novela, "yo creí que eras una mucha-cha que te aburrías con tu hijito, te veía dando vueltas por aquítodas las tardes". Ella no quiso desilusionarlo del todo y por esoañadió: "Tú sabes, no me considero una sirvienta, no soy unasirvienta de verdad-verdad, estoy ganándome unos centavitosahí, tengo que ajuntar un dinero que me hace falta para el pasaje,el año que viene me voy, para donde sea pero me voy, ya estoyhaciendo el papeleo, hasta para los Estados Unidos soy capaz deirme". .

Así que esa noche, entonces, se bañó concienzudamente, recor-tándose las uñas de los pies, afeitándose las axilas, depilándoselas piernas, pasándose un poco de piedra pómez por los codos ylas rodillas, en todas las callosidades obscuras que se le habíanido formando por el descuido, La señora le había regalado unapeluca color paja abandonada que le daba un parecido con unamaestra que ella había tenido en la escuela, Se puso también unasgafitas negras y unas medias transparentes color carne. Se perfu-

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mó tras las orejas, como se acostumbra, y estuvo ensayando unassonrisas frente al espejo, constatando cómo debía hacerlo paraque Vicente no se diera cuenta que le faltaban los dientes dearriba. La señora estaba en bata viendo la televisión cuando ellaapareció en la sala con ese olor barato y con las mismas sandaliascon las cuales había llegado el primer día. El señor, don Narci,estaba en camisilla sentado en la mesa del comedor, ,escribiendo amáquina. Ella lo vio sonreír por primera vez desde su llegada aesa casa. Tenía las mejillas duras y la cabeza grande, unas canasflorecían en sus sienes mientras iba engordando en aquel rincón.

-¿Me presta sus llaves, don Narci? Voy a llegar un poquitotarde esta noche- dijo ella inclinándose burlona.

Boli la estaba esperando en la esquina. Se veía raro sin la batadel supermercado, ahí flaco, con las manos en los bolsillos,solitario bajo un farol.

~Te voya llevara un sitio mejor-le dijo él-. Otro día vamosa cine. Además me están esperando allá.

Charito no pudo evitar algunos pensamientos cuando cogie-ron un bus que iba hacia los lados de las cañadas de San Nicolás.Tenía algo de miedo, después de todo nada sabía de aquel hombre.Había imaginado siempre que alguna tragedia comenzaba en laplaza, frente a la estatua de Colón, una muchacha que seríaperjudicada y acuchillada sobre la arena sucia de la Bahía deCupino había reído locamente una hora antes mientras ponía supie derecho en el estribo del bus. Cosas así se imaginaba. Sindarse cuenta pensó en Dios. Ella había olvidado a Dios; en lapared de la iglesia Santo Domingo, cerca a la casa de sus padres,hacía muchos años, ella había visto dibujado un animaleja, yanadie respetaba, la iglesia era la puerta del infierno, eso estabapensando. ~[fÍá)a sonreír llena de contento el-día en que_Yi~~!!te

! -que.se la pasabaatoaa-fiora'cltarido'(ifjros=-t~s.Q.nt~.r~J~escribió Rimbaud en uno de aqueUQ$ YJ.!~!!!9.~._9~~Y~r~uea-da en el infierno: -

Creo hoy en día. sin embargo, haber terminadoel relato de mi estadía en el infierno. Puesse trataba en verdad del infierno; del antiguo.aquel cuyas puertas abriera el hijo del hombre.

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Los Domingos de Charito 57

Una luz suave, enmohecida, flotaba siempre en la iglesia deSan Nicolás. La iglesia era también un paradero de buses; cuando

l llovía todo el mundo corría a meterse en la iglesia, los que noL. tenían paraguas, ni trabajo, ni citas urgentes. Y últimamente, losIr

que hacían huelga de hambre. Tuvo tiempo de mirar hacia el,: interior y vio a unos hombres descolgando la estatua de Jesucris-

to, el pobre Jechu, como pasado de moda, desconchinflado y con, la pintura cayéndosele, moribundo y sonrosado pese a todo. A lo

" mejor le iban a dar su mano de pintura. Elletrerito que colgaba" de su cabeza, INRI, le trajo, como siempre, recuerdos de su

infancia, ella también se imaginaba lo que querían decir aquellasletra~, en eso pensaba mientras jugaba alo de una limosnita, a laotra casita. Ella había tenido un traje especial para ir a la iglesia.Tenía en verdad varios trajes y cuando se casó con Augusto hastamandó a coser uno solamente para los velorios y las misas demuerto, uno con bolitas negras que debía ponerse con un chale-quito beige y una pañoleta morada, como las otras señorasjóvenes que ella había visto en los velorios a los que fue siendoaún una niña. ¿Cuánto hacía que no se confesaba? Vicente, a sulado, la vio sonreír sin saber por qué. Ahora ella estaba pensandoen aquellos juegos con Augusto, cuando estaban de novios y élempezaba a pedir algo más que un beso. Ella le decía: "¿quieresque te diga mis pecados? ¿Cuánto me pagas? Son rojos y biengordos, hediondos, puñalada trapera...". Un cieguito, acurruca-do junto a la entrada de la iglesia, estaba tocando un acordeónoxidado. Ella sacó una moneda de su cartera y se la arrojó en elchócoro. El hombre dejó de tocar algo que se parecía a la marchanupcial ("ya-se-casó-ya-se-jodió"), se metió la mano al bolsillo yle tendió una tarjetica (Hotel La luna, pasajeros, ambiente fami-liar, por horas y por días, baños y abanico, frente a la estatua deCristóbal Colón). Mientras se alejaban lo oyeron cantar algo desu propia inspiración. Esto cantaba:

El beso negro, la cinta rojaesas dos cosas me harán quererte,el beso negro, la cinta roja...

Charito sin saber por qué, recordó que una tarde '-:"atravesa,n-do un solar de la mano de Augu~to, rumbo auno de~oscursiflos

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pre-matrimoniales que les exigió el sacerdote para casarlos-unos hombres habían gritado desde lo alto de unos camiones:

¿Adónde la llevaaaannnn?A la loma, a darle palooooma!

Pero esa noche, todo lo que ocurrió fue maravilloso. Boli nodecía nada pero tampoco fueron a la playa ni a sitio parecido. Elbus que habían tomado los dejó cerca a un edificio semioscureci.,do.

Entraron por un jardín en el que lo único que parecía vivo eraun olor a heliotropo, profundo, y el canto de algún bichitosediento pidiendo agua lluvia. No había mucha brisa y las venta-nas de las casas de alIado estaban también sumidas en la oscuri-dad. "Por aquí es", dijo él inútilmente, empujando un portón. Enel interior de aquel caserón el olor de las flores desapareció dandopaso a uno más fuerte de sudor y aserrín. Charito oyó al fondoalguien pujando, respirando con dificultad pero también, inex-plicablemente, dejó de sentir miedo. Vio que había sillas, unastarimas negras, unos muñecos colgando. Boli le dijo al oído:"están ensayando ya, espérame aquí, siéntate". Ella supo enton-ces que estaban en un teatro.

Se sentó lentamente, mirándolo todo con los ojos bien abier-tos, siguiendo el movimiento de toda aquella gente silenciosa ygrave que entraba y salía. Estaba sonriendo. Boli apareció sin queella se diera cuenta, vestido con una especie de uniforme azul, unagorra, unas gafas ray-bans y un sapo en la mano. Charito sintiónacer en ella una carcajada lenta e inútil, sin sentido y por eso secontuvo, se tapó la boca para que nadie se diera cuenta de suatrevimiento. Boli extrajo un fusil de un cajón y lo colocó alIadode una butaca, en el fondo del escenario. Caminaba encorvado,envejecido, difícilmente, buscando algo en aquella pieza en la queahora se había quedado solo. Tenía las cejas blancas, abundan-tes, cansadas. Se inclinó para cerrar un candado aquí, para correruna cortina allá. Luego, desconfiado, hosco, severo, miró hacia eltecho, a todas partes. Se sentó en la butaca y encendió un radieci-

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¡

t Los Domingos de Charito 59¡i!

to que tenía a su lado. Durante mucho tiempo estuvo así, sin

moverse, mirando el vacío mientras la música sonaba allábajo,llena de ruidosos parásitos. De un paquete que tenía a los pies,sacó un portacomidas y comenzó a fingir que comía algo sabro-so. Charito sintió ganas de aplaudir y, no supo por qué, ganas deestrecharlo contra ella y darle el seno. Esta idea la desconcertó,cualquiera que hubiese podido traspasar la obscuridad y asomar-se a sus ojos, lo hubiera constatado. ¿Qué hacia esa siluetasilenciosa y desconocida en el fondo de la salita? Aunque ellasabía que todo era por jugar parpadeaba tratando de espantar latristeza que le había producido aquella imagen del hombre ence-rrado, comiendo, brillando ahora la punta del fusil descuidada-mente con la manga de la camisa mientras se escarbaba losdientes con la lengua, haciendo un ruidito de aire comprimido.

Al salir del edificio, después del ensayo, Vicente le agarró laI mano a Charito por primera vez. Caminaron sin hablar durante¡

mucho rato. El llevaba el ceño fruncido y sus grandes zapatos decaucho hacían un ligero ruido burlesco que sin embargo noalcanzaba a romper la hosquedad del pavimento húmedo. Comola pieza de Vicente quedaba por los lados del Boliche, simplecoincidencia, tuvieron que atravesar parte del mercado. Desde la1, ventanilla de un bus que iba hacia Santo Tomás un hombre le dijo

; a Vicente: "oiga cuñado, tratémela con cuidado, no me la desco-, sa mucho!". La Luna, esa noche, estaba velada y muy alta, sucia; o escondida. Charito se sintió feliz, muchacho, mi corazón,,: marido mío, tuae Charitoe du/cis anima. Había conocido a un

actor de teatro. Ahora pasaban delante de almacenes cerrados,viendo los rectángulos azules de las casas irse borrando poco apoco a medida que el himno nacional anunciaba el fin de losprogramas d~ televisión. Charito se imaginó que Vicente, con,toda seguridad, saldría algún día en aquellas pantallas, con surostro de mártir tuberculoso, sus ojos dulces y sucios, sus dientesmanchados por la nicotina.,.\

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INDICE

9

25354553

NORTE AZUL. Un día de primavera

Díaencasa Día sin amor. Días escritos.

61778395

ROJO SUR Oíadehierro Día de la luna Un día, bajo otro cielo. .

103115125133145157

ESTE BLANCO Día blanco. Día hermético. Luz del día. Díassinreposo Día de plata.

OESTE NEGRO. ...

Días robados. Día de plomo. ...

Día enamorado. ..

La injerencia del día

167177185197211

217233243

CENIT .Un día otoñal. ...Día de estaño. ...

NADIR 259