zweig, stefan - el misterio de la creacion artistica (conferencia pronunciada en buenos aires)

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EL MISTERIO DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA STEFAN ZWEIG Ediciones elaleph.com

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S T E F A N Z W E I G

Ediciones elaleph.com

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EL MISTERIO DE LA CREACIONARTISTICA

(Conferencia pronunciada en Buenos Aires)

De todos los misterios del universo, ningunomás profundo que el de la creación. Nuestro espírituhumano es capaz de comprender cualquier desarro-llo o transformación de la materia. Pero cada vezque surge algo que antes no había existido -cuandonace un niño o, de la noche a la mañana, germinauna plantita entre grumos de tierra- nos vence lasensación de que ha acontecido algo sobrenatural,de que ha estado obrando una fuerza sobrehumana,divina. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi di-ría, se torna religioso, cuando aquello que aparecede repente no es cosa perecedera. Cuando no sedesvanece como una flor, ni fallece como el hom-

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bre, sino que tiene fuerza para sobrevivir a nuestrapropia época y a todos los tiempos por venir -lafuerza de durar eternamente, como el cielo, la tierray el mar, el sol, la luna y las estrellas, que no soncreaciones del hombre, sino de Dios.

A veces nos es dado asistir a ese milagro, y noses dado en una esfera sola: en la del arte. Les constaa todos que año tras año se escriben y publican diezmil, veinte mil, cincuenta mil libros, se pintan cien-tos de miles de cuadros y se componen cientos demiles de compases de música. Pero esa produccióninmensa de libros, cuadros y música no nos impre-siona mayormente. Nos resulta tan natural que losautores escriban libros, como que luego los encua-dernen y los libreros, por último, los vendan. Eséste un proceso de producción regular como el hor-near pan, el hacer zapatos y el tejer medias. El mila-gro sólo comienza para nosotros cuando un libroúnico entre esos diez mil, veinte mil, cincuenta mil,cien mil, cuando uno solo de esos cuadros inconta-bles sobrevive, gracias a su entelequia, a nuestrotiempo y a muchos tiempos más. En este caso, ysólo en éste, nos apercibimos, llenos de veneraciónprofunda, de que el milagro de la creación vuelve acumplirse aún en nuestro mundo.

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Es ésta una idea subyugante. He aquí un hombreo una mujer. Tienen el mismo aspecto que cualquierotro, duermen en camas como las nuestras, comensentados a la mesa, van vestidos como nosotros. Leencontramos en la calle, acaso frecuentábamos elmismo colegio que él, y hasta puede darse el caso deque hayamos sido compañeros de banco; exterior-mente, ese hombre no se distingue en nada de no-sotros. Pero de pronto ese solo hombre da cumpli-miento a algo que nos está negado a todos nosotros.No vive sólo el tiempo de su existencia propia, por-que lo que creó y realizó sobrepasa la existencia detodos nosotros y la vida de nuestros hijos y nietos.Ha vencido la mortalidad del hombre y ha forzadolos límites en que, por lo común, nuestra vida pro-pia queda encerrada inexorablemente.

Ahora bien, ¿cómo realizó aquel hombre esemilagro? Llevando a cabo simplemente aquel actodivino de la creación, en virtud del cual surgía algonuevo de la nada. Su cuerpo terrenal, su espíritu te-rrenal han creado algo indestructible, y el esfuerzorepentino de ese solo hombre nos ha permitidoconvivir con el arcano más profundo de nuestromundo, el misterio de la creación.

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¿En mérito de qué encantamiento, de qué magia,consigue tal hombre superar los límites del tiempo yde la muerte? Consideremos primero la forma me-ramente exterior de su acción. Si ha sido músico,compuso unas cuantas notas de la escala de tal ma-nera que forman una melodía nueva, que luego segrava en la memoria de cientos, de miles y aun demillones de hombres, despertando en todos ellos lamisma sensación de una armonía nueva. Si ha sidopintor, creó con los siete colores del espectro, y me-diante la distribución peculiar de luces y sombras uncuadro que, después de haberlo visto por primeravez, nos ha resultado inolvidable. Si ha sido poeta,no hizo más que reunir unos pocos centenares depalabras -unos pocos centenares de los cincuenta ocien mil que constituyen nuestro idioma- de tal ma-nera que resultó de ello un poema inmortal.

Visto superficialmente, no ha hecho gran cosa,pero bendecido por el genio, ha realizado algo quedestruyó la fuerza, por lo demás inexorable, de loperecedero. Ha creado algo que es más persistenteque la madera que toco, más persistente que la pie-dra de que está construida esta casa, más duradero,sobre todo, que nuestra propia vida. Por medio de

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él, lo inmortal se ha hecho visible a nuestro mundotransitorio.

¿Cómo puede suceder tal milagro en nuestromundo, que parece haberse tornado tan mecánico ysistemático? ¿En virtud de qué magia pósase de vezen cuando tal rayo de eternidad en medio de nues-tras ciudades y de nuestras casas? Creo que no hayentre todos ustedes uno solo que no se hubiera pre-guntado una y otra vez consciente e in-conscientemente cómo nacen tales obras inmortales,ya sea porque en una galería de arte haya estadofrente a la obra de un Rembrandt, un Goya, un Gre-co, ya sea porque un poema haya conmovido lasprofundidades de su alma o porque escuchara conel alma abierta una sinfonía de Mozart o deBeethoven. Creo que han de ser pocos los que nohayan formulado la pregunta: ¿"Cómo podía unhombre igual a mí, un simple mortal, formar esaobra inmortal con unos pocos colores, con unaspocas notas, con unos cuantos centenares de pala-bras? ¿Qué sucedió en su interior en esas horas dela creación y cuán misteriosas deben de ser esas ho-ras?" Creo que todos ustedes se han preguntadoesto alguna vez, y hasta me atrevo a afirmar que ca-rece de capacidad para comprenderla en verdad to-

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do aquel que, en presencia de una obra de artegrande, no se formule tal pregunta. Por este motivo,nos deberíamos acercar a toda obra de arte con unadoble sensación. Por una parte, deberíamos sentir,con una sensación de gran humildad, que se trata dealgo extraterrenal, de un milagro; pero al mismotiempo deberíamos esforzarnos también por com-prender con toda nuestra fuerza espiritual cómopudo ese milagro divino lograrse por un ser huma-no. Pues la máxima virtud del espíritu humano con-siste en procurar hacerse comprensible a sí mismolo que en un principio le parece incomprensible.

Queda entonces por saber si somos capaces deimaginarnos cómo han nacido las grandes obras dearte que conmueven a nuestra alma. ¿Podemos ima-ginarnos lo que ha acontecido en el alma de un Sha-kespeare, de un Cervantes, de un Rembrandt, mien-tras creaban sus obras imperecederas? A ello puedocontestar rotundamente "No, es imposible. No po-demos imaginárnoslo." La concepción de un artistaes un proceso interior. Tiene lugar en el espacioaislado e impenetrable de su cerebro, de su cuerpo.La creación artística es un acto sobrenatural en unaesfera espiritual que se sustrae a toda observación.Tan imposible nos resulta explicar el elemento prís-

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tino de la fuerza creadora, como en el fondo nos esimposible decir qué es la electricidad o la fuerza degravitación o la energía magnética. Todo cuantopodemos hacer se reduce a comprobar ciertas leyesy formas en que se manifiesta aquella ignota fuerzaelemental. Por eso no quiero despertar en ustedesesperanzas demasiado grandes. Prefiero decirlesdesde el comienzo: Toda nuestra fantasía y todanuestra lógica no pueden facilitarnos sino una ideainsuficiente del origen de una obra de arte. No noses dado descifrar este, el misterio más luminoso dela humanidad; acaso no podamos más que compro-bar su sombra terrenal. No estamos en condicionesde participar del acto creador artístico; sólo pode-mos tratar de reconstruirlo, exactamente comonuestros hombres de ciencia tratan de reconstruir, alcabo de miles y miles de años, unos mundos desa-parecidos y unos astros apagados.

Procurémoslo de consuno. Y espero que ustedesno tomarán a mal si a ese efecto empleo un métodoque a primera vista les parecerá poco adecuado; merefiero al método de la criminología. Bien se me al-canza que la criminología es la ciencia que se empleapara descubrir crímenes: un asesinato o un robo uotro atentado cualquiera contra el bienestar de la

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comunidad, mientras que nosotros nos hemos pro-puesto investigar el esfuerzo supremo y más nobledel que es capaz la humanidad: la creación artística.Y, sin embargo, en el fondo, el problema es el mis-mo, pues tanto en el caso del asesinato como en elde la génesis de una obra de arte, nos cabe re-construir una acción cuya realización no hemos pre-senciado.

Pues bien, ¿cuál es el caso ideal en la criminolo-gía? Para el juez, el caso ideal es aquél en que el au-tor -el asesino o ladrón- se presenta espontánea-mente ante el tribunal para reconocer su crimen ydescribirlo en todos sus pormenores. En el caso desemejante confesión voluntaria, la policía o la justi-cia está dispensada de toda investigación ulterior.Para nuestro problema -el saber cómo el artista creósu obra de arte inmortal-, la solución ideal consisti-ría también en que el artista nos expusiese el arcanode su creación en todas sus etapas y estados, es de-cir, en que el poeta nos quisiera decir cómo ha veni-do formándose su poema inmortal, y el músico araíz de qué incentivos o inspiraciones había obrado.Semejante información clara por parte del artistaharía superflua toda investigación ulterior sobre el

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arcano de la creación y, por consiguiente, tambiénesta conferencia mía.

Sería lo más natural que aquél que cometió unacto explicara ese acto y sus motivos, que aquél quecreó una gran obra de arte explicara cuándo, cómo yde qué modo había obrado. Pero, por desgracia, noshallamos frente a un fenómeno extraño y es que to-dos esos hombres creadores, tanto poetas y pintorescomo músicos, casi nunca nos revelan el secreto desu creación. Hace un siglo ya, el gran poeta nortea-mericano Edgar Poe se lamentaba porque poseemostan pocos informes autobiográficos de artistas, y ensu ensayo sobre The philosophy of composition comienzaobservando: "Yo mismo he pensado muchas vecescuán interesante habría de ser un artículo en que unautor -si fuera capaz de ello- nos describiera con to-dos los detalles cómo una de sus creaciones alcanzópaso a paso el estado definitivo de la perfección.Muy a pesar mío, no soy capaz de decir por qué ja-más ha sido entregado al mundo semejante in-forme."

Como ustedes ven, hace ya un siglo, el más gran-de poeta de América se lamentaba porque, hablandoen términos de criminología, poseemos tan pocasconfesiones de los creadores sobre el misterio de la

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creación. Declara expresamente que no sabe expli-car ese problema. Debo rogarles que no me juzguenpretencioso si ahora, por mi parte, procuro darlesuna contestación. El hecho mismo de que poseamostan pocas confesiones sobre el origen de una obraartística es en realidad sorprendente. ¿De quién ha-bríamos de esperar informes exactos sobre el actode la creación, sino del creador mismo? ¿No es laobservación y la autoobservación en verdad la prin-cipal condición previa de un poeta? Los poetas, losescritores, nos describen en sus libros, con fuerzamaravillosa y con pormenores magistrales, cualquierviaje que hacen, toda aventura que les sucede, cadasentimiento que los agita. ¿Por qué no nos explican,pues, la experiencia más importante de su vida?¿Por qué no nos describen su modo de crear?

Esto debe de tener una razón determinada, y estarazón consiste en que el artista no tiene tiempo nilugar de observarse a sí mismo mientras se halla enel estado apasionado de la creación. El artista no escapaz de observar su propia mentalidad mientrastrabaja, como no es capaz de mirarse por encima desu propio hombro mientras escribe. Para volver,pues, a nuestra comparación criminológica, el artistase parece más al culpable de un crimen pasional, es

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decir a aquel tipo de asesino que comete su acciónen un arrebato de ciego apasionamiento y que luegodice la pura verdad cuando ante el juzgado depone:"En realidad no sé por qué lo hice, ni puedo descri-bir cómo lo hice. Vino sobre mí repentinamente.No estaba con mis cinco sentidos. No estaba en miscabales."

¿Cómo?, objetarán ustedes, mis amables oyentes,¿el artista no estaría en sus cabales, no sería dueñode sus cinco sentidos, mientras produce las obrasmás hermosas? Imposible. Y quizá me explico me-jor diciéndoles que no está con sus propios senti-dos, que no es dueño de su propia razón, pues todacreación verdadera sólo acontece mientras el artistase halla hasta cierto grado fuera de sí mismo, cuan-do se olvida de sí mismo, cuando se encuentra enuna situación de éxtasis. Y permítanme ustedes re-cordarles en esta oportunidad que la palabra griegaekstasis no significa otra cosa que "estar fuera de símismo".

Ahora bien; si el artista está "fuera de sí mismo"mientras produce, ¿dónde se encuentra? La con-testación es muy simple. Está en su obra. Mientrascrea, no está en su mundo, en nuestro mundo, sinoen el mundo de su obra, y por esto mismo es inca-

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paz de observarse a sí mismo. Un poeta, por ejem-plo, que en un sombrío día de invierno describe,apoyado en el recuerdo, en sus versos, un paisajeprimaveral iluminado por suaves rayos de sol y conárboles verdeantes, no se halla en ese instante consu alma dentro de sus cuatro paredes, ni junto a sumesa de escritorio. Ante su ojo no hay invierno, si-no que ve con su mirada espiritual la clara primave-ra y siente sus vientos cálidos. En el momento enque Shakespeare escribió las palabras que hace decira Otelo, no estaba espiritualmente en Londres, sinoen la Venecia de un siglo atrás, y no vivía sus emo-ciones propias, sino las de un hombre inventado, deOtelo, el moro, y sus celos. Es, pues, perfectamentenatural que un poeta se olvide totalmente de sí mis-mo mientras con todos sus sentidos y pensamientosvive en un carácter imaginario. Y ese estado de laconcentración absoluta, no es un elemento secunda-rio de la creación, sino que constituye el elementoineludible, la verdadera médula de nuestro secreto.El artista sólo puede crear su mundo imaginario ol-vidándose del mundo real.

En el ejemplo clásico de Arquímedes aprendi-mos, en el colegio ya, la intensidad que puede alcan-zar ese olvido de sí mismo, esa existencia fuera del

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mundo verdadero. Ustedes han de acordarse:...Cuando la ciudad siciliana de Siracusa, al cabo delargo sitio, fue conquistada, y los soldados, pene-trando en ella, empezaban a saquearla, uno de ellosentró en la casa de Arquímedes. Halló al gran ma-temático en medio de su jardín, donde con un bas-tón dibujaba figuras geométricas en la arena. Ape-nas lo distinguió, el asesino se abalanzó sobre él conla espada desnuda, pero el pensador ensimismadoen sus problemas, sólo murmuraba, sin volver lacabeza: "No alteres mis círculos". En su estado deconcentración creadora, Arquímedes sólo se habíaapercibido de que algún extraño pudiera destruir lasfiguras geométricas que acababa de dibujar en laarena. No sabía que aquel pie era el de un soldadodispuesto a saquear y asesinar, no sabía que el ene-migo había ocupado ya la ciudad, no había oído lasfanfarrias marciales ni los gritos de los vencedores,ni los estertores de sus compatriotas asesinados. Nose daba cuenta de la amenaza que se cernía sobre supropia vida, pues en aquel instante de extrema con-centración no se hallaba en Siracusa, sino en suproblema matemático.

Prueba es ésta de la intensidad que la concentra-ción espiritual pude alcanzar en grandes hombres

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creadores. Permítanme ofrecerles otro ejemplo más,correspondiente a tiempo más moderno. Cierto día,un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estu-dio de éste. Balzac, quien a la sazón estaba trabajan-do en una novela, dio media vuelta, se levantó degolpe, tomó al amigo del brazo en un estado de su-prema exaltación, y exclamó con lágrimas en losojos: "¡Qué horror! La duquesa de Langeais hamuerto." Su visitante lo miró perplejo. Conocía biena la sociedad de París, pero nunca había oído men-cionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tam-poco existía una duquesa de ese nombre; no era si-no una de las figuras de la novela de Balzac, quien,en el instante de entrar el amigo, describía la muertede aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si lahubiera visto con sus propios ojos, y aun no habíadespertado de su sueño productivo. Sólo cuando seapercibió de la sorpresa de su visitante, se diocuenta que se hallaba nuevamente en el otro mundo,en el de la realidad.

Basten estos dos ejemplos para demostrarleshasta qué grado el artista puede olvidarse de sí mis-mo y del mundo durante la creación, no de otromodo que el creyente durante la oración, que el so-ñador durante el sueño. A causa de ese ensimisma-

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miento absoluto, resulta luego incapaz de describirel proceso de la creación artística. En efecto, él nosabe de qué modo ha procedido, incluso hay vecesque ni siquiera sabe lo que ha producido. El artistano miente cuando alguna vez se pregunta a sí mis-mo, asombrado ante su propia obra perfecta:"Realmente ¿fui yo quien creó esto? ¿Cuándo hiceesto? ¿Cómo lo hice? No es posible que yo mismohaya hecho todo esto." Y pueden ustedes creerlo;muchas veces el artista realmente ignora lo que enese instante le ha venido a la pluma o al pincel.¡Déjenme ustedes darles dos breves ejemplos eneste sentido!

Al final de su larga vida, cuando Goethe, a losochenta años, coleccionaba sus poemas, le ocurrióla pequeña desgracia de acoger entre sus produccio-nes primeras dos poemas de otro autor, plena y sin-ceramente convencido de que él mismo los habíaescrito diez lustros atrás. Ya no sabía él lo que erade su propiedad y lo que no lo era. O un ejemplo talvez más flagrante todavía: En los últimos años de suvida, Corot, el gran pintor impresionista francés, lo-graba por sus cuadros precios tan elevados queunos pintores jóvenes y pobres inventaron la in-dustria de falsificar "Corots" de la primera época y

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venderlos como auténticos. Cierto día se ofrecierona un comerciante de objetos de arte tales "Corots"primitivos, cuya autenticidad le parecía dudosa.Entonces ese merchant d'art tuvo una ocurrencia muynatural. Se dijo: "Es muy fácil comprobar si esoscuadros han sido pintados por Corot o no. Hay unhombre en el mundo que tiene que saberlo: y es elmaestro Corot mismo." Tomó su sombrero, fue aver al anciano maestro y le mostró las dos telas. Co-rot las miró largo rato, meneó la cabeza y dijo fi-nalmente: "Puede ser que sean mías, puede que nolo sean. He pintado tantísimos cuadros y ha pasadotanto tiempo desde que pinto de esa manera, que yomismo ya no lo sé."

Ustedes compartirán seguramente mi parecercuando digo que para nuestra investigación sobre lagénesis de la obra de arte, el propio artista que la hacreado resulta un testigo harto inseguro. Nos vemospor lo mismo ante la necesidad de volver sobrenuestros métodos detectivescos. Pues bien; ¿qué ha-ce la policía en el caso en que un malhechor se niegaa informar sobre su acción? Prosigue independien-temente la búsqueda de más material, y lo hace en elpropio lugar en que se cometió el crimen. Trata dereconstruir el hecho y sus fases, basándose en hue-

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llas que el autor acaso ha dejado en el lugar del cri-men: impresiones digitales, objetos olvidados. ¡Ha-gamos nosotros otro tanto!

Pero, preguntarán ustedes tal vez, ¿cómo pode-mos hallar huellas en el lugar donde se realiza lacreación artística? ¿No es ése un proceso invisible,no tiene por escenario un lugar inaccesible, el cere-bro del artista? ¿No indica ya la mera palabra "ins-piración", inspiratio, bien a las claras que el procesode la creación artística es algo inmaterial? A ello qui-siera contestar esto: no confundamos la inspiraciónartística con la creación, la obra artística. Vivimosen un mundo material, y sólo somos capaces decomprender lo que se ofrece visiblemente a nues-tros sentidos. Para nosotros, una flor no es flor to-davía mientras permanece encerrada en su capullo ymientras su germen yace aún bajo tierra, sino que loes sólo cuando se despliega visiblemente en forma ycolor. De igual modo, solamente logramos com-prender una melodía cuando llega a ser audible, pe-ro no así cuando nace en el cerebro de su creador;sólo comprendemos el pensamiento de un filósofocuando ha sido pronunciado y una estatua cuandoestá formada. Toda creación debe materializarse,debe convertirse en materia, para que la compren-

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damos. Hasta la poesía más preciosa ha de quedarescrita primero en lápiz o tinta y sobre papel; uncuadro ha de quedar pintado sobre tela o madera;una estatua, modelada en mármol o bronce. Pararesultarnos terrenalmente comprensible, la inspira-ción de un artista tiene que tomar formas materiales.Aquí encuentro, por fin, la oportunidad para con-ducirles un poco más cerca del proceso de la crea-ción artística, pues es precisamente ese instante bre-ve de la transición, cuando la idea artística pasa a larealización artística, el que a veces podemos obser-var. Aquí se nos abre una rendija estrecha para elestudio del artista, y así como las impresiones digi-tales del criminal ofrecen a la policía cierta posibili-dad para reconstruir el crimen, así hallamos la posi-bilidad de descubrir algo del secreto del artista me-diante las huellas que deja al realizar su tarea. Esashuellas que el artista deja en el lugar de su acciónson sus trabajos previos; los primeros esquemas queel pintor hace de sus cuadros, los manuscritos y bo-rradores del poeta y del músico. Estas son las únicashuellas visibles, el hilo de Ariadna que nos permiteencontrar nuestro camino de regreso en ese labe-rinto misterioso. Y por fortuna encontramos talesdocumentos precisamente de nuestros artistas más

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grandes. Poseemos los esquemas de Miguel Angel,Rembrandt, el Greco y de Veláquez para sus gran-des cuadros. Poseemos los manuscritos deBeethoven y Mozart y Bach y otros de Calderón yMontaigne. Podemos observar, pues, hasta ciertogrado cómo se han ido formando las obras que co-nocemos y admiramos cual perfectas. Gracias a esostestimonios podemos volver a situarnos en las ho-ras de la génesis artística y acercarnos humildementeal profundo arcano de las creaciones de artistas ypensadores.

Investiguémoslo ahora de consuno. Concurra-mos a un museo o una biblioteca, a uno de esos lu-gares donde se conserva el material tan valioso deesquemas y manuscritos; hagámonos mostrar bo-rradores de Mozart, Beethoven y Bach, croquis degrandes pintores, originales de dramas y poesías, yveamos si el aspecto de esos manuscritos no nosrevela acaso una ley común en el secreto del artista.Investiguemos el modo de crear del músico, antesde considerar el del escritor o del pintor. Contem-plemos en primer término unos cuantos manuscri-tos de Mozart para ver cómo el genio tal vez másgrande de la música creaba sus obras. Veamos pri-mero el manuscrito de una sonata famosa en su

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forma perfecta y luego, para comprender mejor elproceso de su formación, preguntemos si existe aca-so un borrador anterior de esa obra de la mano deMozart. Con sorpresa nos enteramos de que no haytales borradores primeros de Mozart. Todos losmanuscritos que de él poseemos están escritos conla misma mano fácil, ligera, graciosa, en un solo tra-zo, de modo que casi cobramos la impresión de quele habían sido dictados. En efecto, los contemporá-neos nos informan de que Mozart nunca había tra-bajado en el sentido del esfuerzo y de la dedicación.No le hacía falta buscar la melodía; la melodía veníaa él; no tenía necesidad de pensar y construir, lospasajes se unían unos a otros casi automáticamente,como en un juego. La creación musical era para esegenio algo tan carente de esfuerzo, algo tan pocoabsorbente, que al mismo tiempo que jugaba al bi-llar con los amigos era capaz de trabajar interior-mente; y cuando luego salía del café, le bastaba lle-gar hasta su habitación para poder anotar con supluma rápida el movimiento de una sonata com-pletamente acabado. Con Schubert ocurría otrotanto. Schubert podía estar sentado con unos ami-gos en una habitación, hojear un libro y encontraren el mismo una poesía, levantarse de pronto, di-

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rigirse a una pieza contigua y volver al cabo de diezo quince minutos o sea al cabo exactamente deltiempo que se necesita para llenar cuatro o cincohojas con notas. Se sentaba entonces al piano y to-caba para los amigos la canción que acababa decomponer, uno de aquellos lieder que aún hoy, des-pués de cien años, se cantan en todos los países.

Así trabajaba Mozart, así creaba Juan SebastiánBach, así también Rossini, quien era capaz de termi-nar una ópera en quince días; y con ello creen uste-des tal vez haber reconocido ya el arcano de la crea-ción artística. De acuerdo con los ejemplos que leshe presentado, el gran artista parece asumir una ac-titud meramente pasiva durante la creación. El geniode la inspiración dicta, y el artista no es en verdadmás que el escribiente, el instrumento. No necesitatrabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino quele basta copiar obedientemente lo que se le acercacomo en un sueño divino. No trabaja en absoluto;algo trabaja dentro de él y en su lugar.

Pero no nos precipitemos, comprometiéndonoscon una fórmula tan seductora, según la cual el ar-tista siempre sería nada más que el ejecutante de unaorden superior. Echemos primero un vistazo sobrelos manuscritos de Beethoven. ¡Qué contraste tan

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sorprendente nos ofrecen! En esos manuscritos de-sordenados, casi ilegibles -¡cada uno de ellos, uncampo de batalla!- ya no encontramos ni un adarmede la facilidad divina que Mozart tenía para produ-cir. Vemos que Beethoven no era un hombre queobedecía a su genio, sino que luchaba por él, encar-nizadamente, como Jacob con el ángel, hasta que leconcediera lo último y supremo. Mientras en el casode Mozart nunca vemos trabajos preparatorios yapenas uno que otro apunte y noticia, cada sinfoníade Beethoven exigía gruesos tomos de trabajos pre-liminares, que a veces abarcaban años enteros. Ensus libros de trabajo pueden comprobarse con cla-ridad las distintas etapas de sus proyectos, su tra-yectoria hacia la perfección.

He aquí, primero, sus anotaciones de bolsillo,que siempre llevaba consigo en sus amplios faldo-nes y en los que de vez en cuando trazaba unascuantas notas con un gran lápiz grueso -un lápizcomo, por lo demás, sólo suelen usarlo los carpinte-ros. Les siguen otras notas que no tienen relaciónalguna con las anteriores; en esos libros de trabajode Beethoven todo forma un caos tremendo; es co-mo si un titán hubiera tirado bloques montañosos,impulsado por la ira. Y en efecto, Beethoven sólo

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lanzaba sus ideas tal como acudían a él, sin orde-narlas, sin hacer la tentativa de construirlas en se-guida arquitectónicamente, como Mozart, o Bach, oHaydn. En él era mucho más lento el proceso de lacomposición, mucho más dificultoso, diría: menosdivino, pero mucho más humano. Los con-temporáneos nos han dado noticias claras sobre sumodo de trabajar. Corría horas enteras a campo tra-viesa, sin fijarse en nadie, cantando, murmurando,gritando salvajemente, ora marcando el ritmo conlas manos, ora lanzando los brazos al aire en unaespecie de éxtasis; los campesinos que de lejos leveían, tomábanle por un loco y le esquivaban concuidado. De vez en cuando se detenía y registrabacon el lápiz unas cuantas de esas notas, apenas legi-bles, en su cuadernillo de apuntes. Luego de haberllegado a su casa, se sentaba a su mesa y trabajaba ycomponía poco a poco esas ideas musicales aisla-das. En tal estado surgía otra forma del manuscrito,hojas de un tamaño mayor, generalmente escritas yacon tinta y en que se presenta la melodía con susprimeras variaciones. Pero está lejos aun de haberencontrado la forma precisa. Borra líneas enteras, aveces hasta páginas completas, con rasgos salvajes,de modo que la tinta salpica ensuciando toda la ho-

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ja, y empieza de nuevo. Mas sigue sin quedar satisfe-cho. Vuelve a cambiar y a enmendar; a veces arrancaen medio de la escritura media página, y es como sise viera al compositor fanático dedicado a su tarea,suspirando, blasfemando, golpeando con el pie,porque la idea que se le presenta sigue y sigue ne-gándose a hallar y tomar la forma ideal soñada.

Así pasan días y días, a veces semanas y semanas.Sólo después de infinidad de trabajos preliminaresde esa especie redacta el primer manuscrito de unasonata, y luego el segundo, con modificaciones. Pe-ro aún no está conforme: introduce cambio trascambio aun en la obra grabada, y bien sabemos quedespués de la primera obertura de su ópera Fidelioescribió una segunda, y después de la segunda, to-davía la tercera, insatisfecho aún y siempre ansiosode un grado superior de perfección.

Estos primeros ejemplos ya demuestran cuánenormemente distinto puede ser el acto de la crea-ción artística en dos genios de igual rango cual Mo-zart y Beethoven, y qué perfectamente distinto es elestado en que esos dos hombres se hallaban duranteel rapto creador. Mientras que en el caso de Mozarttenemos la sensación de que el proceso creador esun estado bienaventurado, un cernirse y hallarse le-

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jos del mundo, Beethoven debe de haber sufridotodos los dolores terrenales de un alumbramiento.Mozart juega con su arte como el viento con lashojas; Beethoven lucha con la música como Hércu-les con la hidra de las cien cabezas; y la obra de unoy otro produce la misma perfección, la obra de am-bos nos brinda la misma dicha inefable.

Contemplemos ahora en las letras el mismo con-traste de la producción que acabo de tratar de seña-lar en su extremos máximos dentro de la esfera mu-sical. Recordemos cómo nacieron dos de los másfamosos poemas de la literatura universal, dos poe-sías que han de acudir seguramente sin más ni másal recuerdo de la mayoría de ustedes: una poesía eu-ropea, la Marsellesa, de Rouget de Lisle, y otra nor-teamericana, El cuervo, de Edgar Poe.

El autor de la Marsellesa no fue en rigor de verdadni poeta ni compositor. Fue oficial técnico del ejér-cito francés y prestaba servicio en Estrasburgo.Cierto día llegó la noticia de que Francia había de-clarado la guerra a los reyes europeos en nombre dela libertad. Al instante, toda la ciudad cayó en unaembriaguez de entusiasmo. Por la tarde de ese mis-mo día, el alcalde ofreció a los oficiales del ejércitoun banquete. Y como por azar supo que Rouget de

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Lisle poseía talento bastante para componer versosfáciles y fáciles de comprender, propúsole que com-pusiera a la ligera una marcha-canción para las tro-pas que debían dirigirse al frente.

Rouget de Lisle, el oficial insignificante, prometióhacer lo mejor posible. El banquete duró hasta muypasada la medianoche, y sólo entonces Rouget deLisle volvió a su aposento. Había hecho mucho ho-nor al vino y participado diligentemente en las con-versaciones. Muchas palabras de los discursos gue-rreros revoloteaban todavía dentro de su cabeza -frases aisladas, como le jour de gloire est arrivé o allons,marchons!- Apenas hubo llegado a su casa, se sentó ybosquejó unas cuantas estrofas, a pesar de que nun-ca había sido un poeta cabal. Luego sacó su violíndel armario y ensayó una melodía para acompañaraquellas palabras, a pesar de que nunca había sidoun compositor de verdad. A las dos horas, todo es-taba listo. Rouget de Lisle se acostó a dormir. A lamañana siguiente llevó a su amigo, el alcalde, la can-ción creada que, sin modificación alguna, siguesiendo al cabo de siglo y medio, el himno de Fran-cia. Sin saberlo, y sin proponérselo, un hombre per-fectamente mediocre había creado, en virtud de unainspiración única, una de las poesías y una de las

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melodías inmortales del mundo. O, para ser másexacto, no fue él precisamente quien producía esemilagro, sino que lo fue el genio de la hora, pues, apartir de aquel instante, nunca más logró un poemade verdad, ni melodía real alguna. Fue una inspira-ción única, que había elegido por órgano a un hom-bre cualquiera por perfecta casualidad.

Y ahora el ejemplo contrario: Edgar Poe, un ver-dadero poeta nato y genial, refiere que creó la másfamosa de sus poesías, El cuervo, sin inspiración al-guna y que, al contrario, la compuso palabra porpalabra, "con la precisión y consecuencia de unproblema matemático". Dice que cada efecto eracuidadosamente meditado, y que nada había sidodejado a cargo del azar; mientras en el caso de Rou-get de Lisle se formó un poema de una plumada,como al vuelo, en esta otra poesía no menos hermo-sa, todo está montado y compuesto, trozo a trozo,como en una máquina complicada, palabra por pa-labra, vocal por vocal, consonante por consonante,todo a fuerza de trabajo, fatigoso, frío, lógico. Y,milagrosamente, el resultado es el mismo, pese a ladiferencia de los dos métodos: un poema perfecto.

Detengámonos por un instante en este punto.Acabamos de hacer conjuntamente nuestra primera

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comprobación. Hemos observado que todo acto decreación artística requiere una condición previa, quees la concentración. Además, hemos comprobadoque debe existir uno u otro de dos elementos con-trarios, o lo inconsciente o lo consciente, la inspira-ción divina o el trabajo humano.

Pero ahora debo hacerles una confesión. Parahacerme comprender más fácilmente pequé de exa-gerado, y representé los dos casos, el de la alada ins-piración pura y el del consciente trabajo penoso, deun modo más extremo del que en verdad les corres-ponde. En realidad, los dos estados suelen estarmezclados misteriosamente en el artista. No bastaque el artista esté inspirado para que produzca. De-be, además, trabajar y trabajar para llevar esa ins-piración a la forma perfecta. La fórmula verdaderade la creación artística no es, pues, inspiración otrabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación máspaciencia, deleite creador más tormento creador.Cada artista posee la idea presente como un sueño,¿y quién pudiera decir de dónde proceden las ideas?¿Quién podría decir de qué profundidades de lanaturaleza humana o de qué altura del cielo proce-den esos rayos divinos que de repente resplandecenen el artista? Pero sólo resplandecen por instantes

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con ese brillo maravilloso. Luego se apagan y en-tonces comienza para el artista la tarea de reprodu-cir esa visión interior, única. Procura entonces hacervisible a la humanidad para todos los tiempos loque él mismo vislumbró en un instante de ilumina-ción. El pintor tratará de fijar en la materia basta dela tela el cuadro que ha visto con los ojos del espí-ritu. El músico tratará de retener con el número li-mitado de los instrumentos terrenales la sucesión desonidos que le sonaba como en sueños. Siempre esel mismo proceso: un sueño se convierte en fenó-meno duradero, una idea toma forma, lo incons-ciente de un solo hombre genial llega a la concienciade la humanidad entera.

Pero no hay regla ni ley para esa misteriosa trans-formación química en cada artista aislado, ningunoobra igual que el otro, y tal como ninguna hora deamor se parece sobre la tierra a otra hora de amor,si bien siempre se trata de amor, así ninguna obra decreación parécese exactamente a la otra, a pesar deque siempre se trata de producir. Por eso tal vez noestaba muy acertado el título de mi disertación "Elmisterio de la creación artística", y quizá habría di-cho mejor: "los mil misterios de la creación artísti-

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ca", pues cada artista agrega al gran arcano de lacreación uno nuevo: su misterio propio, personal.

Si quisiera hacer la tentativa de describirles, aun-que sólo fuera con los rasgos más fugaces, esas di-versidades maravillosas de la creación entre los dis-tintos artistas, me haría falta retenerles aquí por ho-ras enteras. ¡Qué de contrastes sorprendentes, quéde diferencias hallaríamos en la técnica, en el méto-do, en el procedimiento de trabajo de los distintosartistas! ¡Veamos un solo ejemplo de esa diversidad!

Estoy convencido de que muchos de ustedes sehabrán preguntado: "¿Cuánto tiempo necesita enrealidad uno de los grandes dramaturgos para com-pletar uno de sus dramas? ¿Un mes, un año, cincoaños, diez años? ¿Cuánto tiempo necesitaronHolbein, o Leonardo, o Goya, o el Greco, parapintar sus cuadros más célebres?" A ello sólo puedocontestarles que en el arte no existe una medida co-mún, que cada artista se toma su tiempo propio. Pa-ra dar un solo ejemplo en cuanto al drama: Lope deVega era capaz de escribir un drama en tres días, unacto por día, sin detener la pluma. Goethe, el granautor alemán, empezó su drama Fausto cuando teníadieciocho años y estampó los últimos versos a la

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edad de ochenta y dos. Ya ven ustedes: tres días enun caso, y más de veinte mil en el otro.

Otro tanto ocurre con la pintura. En los últimosaños de su vida, Van Gogh pintaba tres y a veceshasta cuatro cuadros por día. Aun no se había seca-do el color del uno, y ya quedaba terminado el pró-ximo. Y tal vez habría pintado cinco o diez más, sila luz del día hubiera durado más tiempo. Leonardo,en cambio, dedicaba a un solo cuadro, su Monna Li-sa, dos o tres años, una sola hora o dos por día, yalgunos días ninguna, porque deseaba reflexionarprimero sobre cada detalle, cada matiz. Holbein yDurero trazaban bosquejos al lápiz y medían la telacon el compás antes de colocar el primer trazo decolor, y necesitaban meses enteros para concluir uncuadro, que no por ello era menos perfecto que unode Goya o de Frans Hals, quienes en pocas horasretenían de modo inolvidable la imagen de un serhumano.

Lo mismo en la música. El enorme Mesías deHändel estuvo bosquejado, compuesto, instrumen-tado y perfectamente acabado en el término de die-ciseis días, mientras que Wagner trabajaba años yaños en una ópera; un maestro de la prosa comoFlaubert martillaba y limaba a veces durante horas

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enteras una sola frase, mientras que Balzac escribeen un solo día cuarenta páginas con tal rapidez quetiene que abreviar las palabras mientras escribe einventar una especie de taquigrafía. Cada uno tienesu propio método, su propia rapidez, sus propiasdificultades, su propia facilidad. Y no hay ley deltiempo para el artista: él mismo se crea su tiempo.

Y otra pregunta que ustedes acaso se han hechotambién con alguna frecuencia: ¿Es el artista capazde crear regular y constantemente, o le hace faltauna peculiar disposición inspirada, un estado deánimo especial? ¿Es lo creador un estado perma-nente en el poeta, un estado que le acompaña a tra-vés de la vida como su sombra, o no es más que unestado esporádico, que surge y desaparece cual unaespecie de fiebre espiritual, una como inflamacióndel alma? Y nuevamente sólo puedo contestarles: síy no. En muchos artistas, lo creador es un estadopermanente. Hay artistas que son absolutamente in-capaces de escribir siquiera una sola línea cuandono se sienten llamados interiormente. El genio crea-dor les sobrecoge como una tempestad sagrada y sinél son áridos como campo sin lluvia. Hasta un mú-sico como Ricardo Wagner sufría semejantes épocasde vacío absoluto; durante cinco años en la mitad de

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su vida, cuando ya había producido Tanhauser yLohengrin, se sintió de repente incapaz de escribir unsolo compás de música. Hubo de esperar cincoaños, y se creía para siempre perdido. Había deses-perado ya de poder jamás volver a comenzar cuan-do de pronto reapareció la inspiración. Llególe de lanoche a la mañana. Había marchado sin sueño y sintregua de un lugar a otro, había elaborado el pro-yecto de su gran tetralogía, ya tenía las palabras, pe-ro no se atrevía a comenzar la música. Cierta nochehabía llegado a Spezia y estaba tendido sobre sucama, despierto, cuando a través de la ventanaabierta oía el murmullo rítmico del mar, y de repentepercibió con el oído interior el motivo del Rin quefluye, el motivo que más tarde apareció en el Oro delRin. En el término de un segundo quedó roto el en-canto. Hizo las valijas, emprendió el viaje a su casa yempezó a escribir, producir y producir, sin detener-se. Le había sobrevenido el milagro de la inspira-ción y no dejó la obra antes de haberle dado cima.

Pero ese milagro del estado de ánimo creadorque Wagner hubo de esperar por espacio de cincoaños, se produce en otros músicos día por día y noles hace falta esperarlo. Están siempre dispuestos.Tal vez les resulte a ustedes molesto pensar o re-

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cordar que Juan Sebastián Bach entregaba sus can-tatas para el oficio divino dominical semana trassemana, exactamente con la puntualidad misma conque el pastor de la misma iglesia escribía sus sermo-nes dominicales. Haydn, Rossini, Mozart y muchosotros de los grandes músicos producían a pedido, ytal como un zapatero entrega en un día exactamentefijado un par de zapatos que le ha sido encargado,así ellos entregaban a un príncipe o a un editor endía determinado y a precio convenido de antemano,una sonata o una danza o una ópera. Pero esa regu-laridad, esa pedantería burguesa, esa exactitud pro-fesional, no deben infundir a ustedes dudas con res-pecto al genio. Aun la paciencia puede ser genial,aun la minuciosidad y el método pueden crear lo ex-traordinario. Por eso repito: el método no es nada,la perfección lo es todo y resulta insensato disputarsobre cuál de aquéllos sería el mejor. Todo caminoque conduce a la perfección es acertado, y cada ar-tista no debe ir más que por uno de esos caminos, elsuyo propio. Debe ser creador y maestro de su pro-pio arcano. Para nosotros resulta, desde luego, ven-taja enorme el conocer ese camino y acechar ese se-creto, pues de cada hombre sólo sabemos verdade-ramente lo que es cuando le vemos y conocemos

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dedicado a su trabajo. No basta que en un barco, enel ferrocarril, junto a la mesa, se haya encontrado aun maestro y se haya hablado con él. Para sabercómo es, hay que haberle visto enseñando a susalumnos. De igual modo que sólo tengo nocionesacabadas de un arquitecto cuando he visto susconstrucciones y hasta de un zapatero, sólo cuandohe visto sus zapatos, ¡cuánto más reza todo esto pa-ra el artista que funde lo mejor, lo más esencial desu yo, en su obra! Un cuadro de Rembrandt resultapara cada uno de nosotros cien veces más im-presionante si antes hemos visto los dibujos y loscroquis, los esbozos correspondientes, cuandocomprendemos por qué ha rechazado esto y colo-cado aquella figura en el medio y oscurecido aquellaotra. En tal caso no sólo estamos frente a la obraconcluida, sino que participamos también del se-creto de su creación, compartimos algo de las horas,de los pensamientos y visiones de los grandesmuertos, y en vez de solo gozar, participamos tam-bién de la dicha y del tormento de ese genio.

Ahora objetarán ustedes tal vez: ¿No es en elfondo atrevido procurar introducirse en el taller ce-rrado del artista? ¿No sería preferible destrozar to-dos sus ensayos y mostrarnos sólo la obra termina-

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da? ¿No sería mejor que nos olvidáramos de queesas obras inmortales han sido producidas porhombres mortales y con métodos humanos, no seríamejor admirar esos cuadros, esos libros, esa música,como meteoros que se precipitan desde el cielo ig-noto? ¿No deberíamos mejor olvidar que esos es-critores, pintores y músicos han sido hombres,hombres con defectos humanos, pequeñas vanida-des, debilidades de burgués, mezquindades, y nossituáramos mejor ante sus obras, como ante un pai-saje maravilloso, sin preguntarnos como se formó?¿No echamos a perder acaso un goce extremo y su-premo cuando recordamos una y otra vez que esasobras no fueron donadas a sus creadores por Dios,sino que nacieron de su propia voluntad, de su tra-bajo, y que vinieron al mundo a veces en medio dela más amarga desesperación?

No pienso así, pues estoy convencido de queningún deleite artístico puede ser perfecto mientrassólo sea pasivo. Nunca comprenderemos una obracon sólo mirarla. Donde no preguntamos, nadaaprendemos, y donde no buscamos, no encontra-mos nada. Ninguna obra de arte se manifiesta aprimera vista en toda su grandeza y profundidad.No sólo quieren ser admiradas, sino también com-

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prendidas. Cada obra de arte quiere ser conquistada,como una mujer, antes de ser amada, más aún, llegohasta decir que no tenemos ningún derecho moral acontemplar cómoda y tranquilamente la acción sa-crosanta y más apasionada de otro hombre. Dondeel artista estaba agitado y ha dado de sí lo mejor, pa-ra hacernos accesible su visión, ahí nosotros tam-bién debemos brindar lo mejor para comprenderle.Cuanto más nos esforzamos por penetrar en sumisterio personal, tanto más nos acercamos al ar-cano de su arte. Y, créanme ustedes, cuando segui-mos, aunque sea a un solo artista, humildemente, através de todas las etapas de sus obras, ese esfuerzonos enseña más, con respecto al carácter del arte,que cien libros y mil conferencias. Pero sobre todo,no teman ustedes que al procurar introducirnos enel misterio más íntimo de la creación artística sepierda por ello nuestro respeto por ese misterio. Labelleza de las estrellas no ha sufrido mengua porquenuestros sabios hayan procurado calcular las leyesde acuerdo con las cuales aquéllas se mueven, ni lamajestad del firmamento ha perdido nada de sugrandeza porque procuraran medir la velocidad delos rayos con que su argentino brillo llega hastanuestros ojos. Al contrario, esas investigaciones nos

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han hecho aparecer más maravillosos todavía losmilagros del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Lomismo reza para el firmamento espiritual. Cuantomás nos esforzamos por profundizar en los miste-rios del arte y del espíritu, tanto más los admiramospor su inconmensurabilidad. No tengo yo noticiasde deleite y satisfacción más grandes que reconocerque también le es dado al hombre crear valores im-perecederos, y que eternamente quedamos unidos alEterno mediante nuestro esfuerzo supremo en latierra: mediante el arte.

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LORD BYRONEL DRAMA DE UNA GRAN EXISTENCIA

1924

"This manIs of no common order, as his portAnd presence here denote... his aspirations Have been be-

yond the dwellers of the earth".

"MANFRED, Acto II"1

El lunes de Pascua de 1824 truenan treinta y sietecañonazos de la gran batería de Misolonghi, todoslos edificios públicos y todas las tiendas se cierrande repente por orden del príncipe Mavrocordato, y

1 Este hombre no es del orden común, como su porte y su pre-sencia aquí lo muestran... Sus aspiraciones se elevan sobre los morado-res de la tierra.

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en seguida, de un extremo al otro, llena el mundo lanoticia de lo ocurrido en esta miserable fortalezagriega de los pantanos: ha muerto lord Byron, elprimer poeta que después de Shakespeare volvió allevar por todo el universo el verbo inglés. Duranteveinte años, una juventud entusiasta, un presentehechizado, vio en su figura orgullosa, brusca, a me-nudo teatral y, a veces, verdaderamente heroica, alcampeón de la época, al poeta de la libertad: Rusiadifundió sus ideas con Puchkine, Polonia con Mi-ckiewicz, Francia con Víctor Hugo, Lamartine yMusset, y en Alemania se abre amoroso una vezmás a esta aparición magníficamente juvenil el cora-zón de Goethe. La misma Inglaterra, ultrajada, es-carnecida, fustigada con mil azotes y versos, se in-clina ante el héroe que vuelve a la patria en un fére-tro, y aunque la Iglesia atranca las puertas de la aba-día de Westminster al blasfemo de Caín, su muertecruje sombríamente por todo el país como una des-gracia nacional. Quizá nunca el mundo entero sintióla pérdida de un poeta con tanta unanimidad, contal estremecimiento, y el más grande de los sobrevi-vientes abre una vez más su obra máxima, el Fausto,e inserta en él -"cantando con envidia su destino"-un conmovedor llanto fúnebre:

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Ach! zum Erdenglück geboren,Hoher Ahnen, grosser Kraft,Leider! früh dir selbst verloren,Jugendblüte weggerafft.Scharfer Blick, die Welt zu schauen,Mitsinn jedem Herzensdrang,Liebesglut der besten FrauenUnd ein eigenster Gesang.Doch du ranntest unaufhaltsamFrei ins willenlose Netz;So entzweitest du gewaltsamDich mit Sitte, mit Gesetz;Doch zuletzt das höchste SinnenGab dem reinen Mut Gewicht,Wolltest Herrliches gewinnen,

Aber es gelang dir nicht 2.

2 Segunda y tercera estrofa del epicedio del coro en el tercer acto

del "Fausto" definitivo: ¡Ay! Nacido a la dicha de la tierra, de grandesantepasados, de gran poder, ¡lástima!, perdido para ti mismo, barridoen la flor de la juventud; tenías aguda mirada para ver el mundo, eco entodo impulso cordial, fuego de amor de las mejores damas y un cantomuy tuyo. Pero tú corrías inconteniblemente libre en la red indecisa;rompiste violentamente con la moral, con la ley; mas al fin el supremosentir dio fuerza al puro aliento; quisiste conquistar algo magnífico y nolo pudiste.

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En estas dos estrofas, que simbolizan el destinoen la eternidad de la poesía, con la sombría fugaademás: "¿Quién lo logra? Amarga pregunta ante lacual enmudece el destino", Goethe esculpió en ne-gro granito la existencia de lord Byron. Esta lápidapermanece, imperecedera, en el trágico paisaje delFausto, conservando, no solamente la imagen deeste ser extraordinario, sino también su obra.

Porque esta obra de lord Byron no está fundidaen bronce de la misma dureza: mucho ha palidecidoya de su enceguecedor colorido; lo excelso tan pre-dominante de su figura decayó paulatinamente ynuestra generación, nuestra época, apenas concibeya el mágico sortilegio que irradió un día de su obrasobre el mundo, oscureciendo sin piedad el geniomás noble de Shelley, el genio más puro de Keats.Lord Byron es hoy más efigie que poeta; su vida, esavida ruidosa, dramática, a menudo hasta espec-tacular, es más aventurera que su palabra poética,leyenda heroica, imagen patética del poeta más queel poeta mismo.

Tenía todo el hechizo del porte; fue totalmente elpoeta que sueña una juventud: aristócrata de naci-miento y de apostura, juvenilmente hermoso, atre-

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vido y orgulloso, hirviente en aventuras, endiosadopor las mujeres, rebelde ante la ley, poseía el ro-manticismo del levantisco contra la época; desterra-do principesco, vivió en las zonas paradisíacas deItalia y Suiza y murió con un pueblo esclavizado enuna guerra por la libertad. Alrededor de él se os-curecieron y brillaron negras leyendas: cuando losingleses visitaban a Venecia, sobornaban a los gon-doleros para oír hablar de sus orgías y francachelas.Hasta Goethe y Grillparzer, seres sin aventuras queenvejecían en la soledad, hablan tímidamente y consecreta envidia del tremendo mito de la vida. Ydondequiera que aparezca, su figura, grande y so-lemne, resulta al mismo tiempo renacentista o an-tigua en el breve marco de la época; en el Lido todaslas mañanas pasa volando montado en un potroárabe cubierto de espuma; atraviesa a nado, el pri-mero entre los ingleses, el Helesponto; en la playade Liorna -¡magnífico símbolo de su paganismo!-enciende la pira en que yace el cadáver de Shelley yretira de su corazón intacto la ceniza que cae. Consirvientes, pajes y perros, viaja de castillo en castillocomo chichisbeo en seguimiento de cierta condesaitaliana, y descansa en la poesía toda una noche so-bre la tumba de Dante; visita a los bajaes de Alba-

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nia, quienes lo reciben como a un príncipe; por él sematan mujeres; todo un país lo persigue con algua-ciles y leyes, pero él lo enfrenta todo, juvenilmentebello, magníficamente orgulloso e independiente,porfía en atrevidos versos contra príncipes y reyes yaun contra el Dios de la Biblia y de las Iglesias. Deeste modo, convierte su juventud en un solo poemaheroico, del cual Harold y Don Juan son apenas uneco débil, y la juventud, cansada de los poetas me-ramente sentimentales, harta de los Werther y losRené, que por una casera muchacha burguesa echanmano a la pistola, hastiada de los viejos ironistas ysentimentaloides, los Rousseau y los Voltaire, abu-rrida del mismo Goethe y de todos los poetas enbata de noche, que escriben sus obras en casa, al la-do de la estufa bien caldeada, envueltos en afelpadafranela y tocados con el gorro de entrecasa, esa ju-ventud se enciende por el señor de la aventura, quevive su vida con patética audacia, arrollada por to-das las retumbantes fanfarrias de la guerra y delamor. Con Byron, el mundo vuelve a ser joven: es-taba cansado de ser siempre apenas burgués y pru-dente. Después de Napoleón, que languidecía confi-nado en Santa Elena, Europa no tuvo más héroes;con Byron comienza otra vez el romanticismo de la

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juventud, porque vive ante ella abierta y teatral-mente sus más secretos ensueños y muere ante ellaheroica y patéticamente de la muerte adecuada.

Esto hizo entonces tan grande a Byron; esto y sunuevo gesto original, la gran oscuridad del misterioalrededor de su naturaleza, de su persona, la trágicatiniebla del espíritu, la máscara casi vanagloriosa dedolor universal y melancolía. Antes de él, los poetaseran los abogados ideales del bien: Schiller fueapóstol de una fe libre, como Milton y Klopstock lofueron de la fe religiosa..., todos ellos eran losmiembros de una gran comunidad, los heraldos deun mundo mejor, más puro. Byron, en cambio, seenvuelve dramáticamente en ropaje sombrío: sushéroes, sus metamorfosis son los corsarios, losbandidos, los hechiceros y los rebeldes, los expulsa-dos de la sociedad, los ángeles caídos, y Caín, elprimero que se rebela contra Dios, es elegido por élcomo su figura preferida. Llega como el solitario,que desprecia a la humanidad, después de todos losque la amaron; su frente parece nublada por atrevi-das ideas de rebelión, su alma entenebrecida pormisteriosos crímenes; el dolor de milenios truena ensu voz, con su voz, cuando él, desterrado de su pa-tria, vuelve a acusar a la época con las palabras y los

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versos de Dante. Con él comienza el satanismo, queBaudelaire eleva luego tan maravillosamente en laliteratura, el himno a lo malo y peligroso de la carne,la proclamación del "pecado" como rebelión contrael espíritu hasta entonces sagrado, el orgullo por larevuelta del individuo y del mundo: in-conscientemente, prepara o anticipa la revolucióndel individualismo, que un siglo más tarde encuentrasu fórmula en Nietzsche. Y la juventud, la eterna le-vantisca, siente este impulso de libertad que vivesólo para sí, no ya para el desaparecido ideal de unalibertad colectiva, común, y se embriaga en su trági-ca lobreguez; no puede acabar de verse en la imagende este ángel tenebroso que Dios amó y arrojó desus cielos. Byron vivió a Prometeo para su época, alPrometeo que Goethe y Shelley cantaron; de aquíparte la monstruosa fascinación que durante mediosiglo hizo del enemigo de Dios al Dios de casi todauna juventud.

En lo hondo de este titánico espíritu de Byronno hubo tal vez nada más genuino y real que unenorme orgullo, un orgullo sin meta ni medida, quese excitaba por una nadería y no se saciaba con nin-gún triunfo, un orgullo que ninguna gloria aplacabani podía satisfacer siquiera una corona real (le había

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sido ofrecida por los griegos). La menor mortifica-ción podía tornar casi físicamente infeliz al granpoeta; se cuenta que palidecía y comenzaba a tem-blar de insensata furia cuando una palabra cualquie-ra hería su vanidad, y la forma cruel, maligna, quellegaba a lo patológico de su sátira contra sus críti-cos (ante todo Southey, a quien él clavó en la cruzde su mofa), contra la esposa de la que se separara,contra sus enemigos políticos, revela la inflamabi-lidad de su egolatría; pero precisamente este orgullo,esta excitada voluntad de ser, lo engrandeció, lle-vando sus energías a la tensión máxima. Esto alcan-zaba lo físico, o salía (sería interesante investigarlopsicoanalíticamente), en realidad, de lo corporal: su-po transformar en fuerza, justamente mediante suvoluntad, lo menguado de su naturaleza. Poseíahermosas manos, que le gustaba mostrar, buenporte, que mantenía esbelto con sacrificios -duranteaños no comió casi, para conservarlo-, pero teníatullida una pierna y por este defecto lo ridiculizó sumadre; una histérica, como lo hicieron sus colegas.Su orgullo le hizo dedicarse apasionadamente a lagimnasia; fue el mejor jinete, un brillante esgrimista;con su pie contrahecho atravesó a nado el Heles-ponto, como Leandro en busca de Hero. Todo lo

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reemplazaba con la voluntad: Mary Charworth, laamada de la juventud, había despreciado al lame boy,al muchacho cojo; no cejó hasta que diez años mástarde logró convertir en amante a la joven, ya casa-da. Siempre le atrajo el mostrar que podía hacerlotodo; por eso actuó una sola vez en el Parlamentocomo orador, para no poner ya más el pie en él des-pués de su triunfo; por eso intervino en política ehizo la guerra, y por eso, realmente sólo por su or-gullo, llegó a la literatura.

Me atrevo, pues, a sostener la opinión de queByron no fue poeta en origen, sino que su laborpoética fue impuesta por las circunstancias externasde su vida. En el fondo despreciaba la literatura; aunapremiado por deudas, rehusó arrogantementeaceptar alguna vez un chelín por sus versos, conce-dió su trato personal únicamente al gentilhombreShelley y apretó apenas fríamente la mano queGoethe le tendía con pasión, casi servilmente.Cuando estudiante, escribió un tomito de malosversos que él mismo tituló despectivamente Horas depereza; escribía versos a esa edad, del mismo modoque tiraba con la pistola y deslomaba caballos comojinete, por aristocrático aburrimiento y deportismoespiritual. Pero luego, cuando la "Edinburgh Re-

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view" ridiculizó estos versos, se exasperó su ambi-ción; ante todo, contestó escribiendo con la más ve-nenosa agudeza la sátira "Bardos ingleses y revis-teros escoceses", y luego se empeñó en demostrar ala plebe intelectual que él, lord Byron, podía serpoeta: así tuvo comienzo un fervor inaudito. Unaño más tarde era famoso; pero entonces le tentó lalucha con los más grandes de la época y de todo elpasado, le tentó el deseo de superar al Fausto deGoethe con el Manfredo, a Shakespeare con nuevosdramas, a la Commedia de Dante con una nueva epo-peya, el Don Juan, y así comienza aquella grandiosaexaltación a modo de embriaguez, aquella furia deuna voluntad poética, exclusivamente por enormeorgullo. De tal manera lanzó su alta llamarada y todasu vida, toda su titánica pasión, en el incendio de suvoluntad: del orgullo y la fuerza surge este únicodrama de la propia quemazón poética que resplan-dece por encima de Europa y de la cual irradia to-davía un purpúreo reflejo sobre nuestra época.

Es cierto, solamente un purpúreo reflejo aún.Porque en la poesía de lord Byron halla muy pococalor ya nuestro sentimiento íntimo: sus pasionesson, casi siempre, para nosotros apenas llamas pin-tadas; sus pensamientos y sus sufrimientos, un día

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tan estremecedores, no pasan ya de frío ruido teatraly trampas pintorescas. Todo dolor egoísta tiene po-co poder sobre la época, sobre el tiempo, y cansanaquellas deliberadas tristezas, que Dante relega alAntepurgatorio, mientras que lo compasivamentetrágico de Hölderlin y la mágica conmoción deKeats perduran eternamente cual melodía a travésde los mundos. Los gestos de Byron, adoptadosluego por Heine, estos desordenados gestos pro-meteicos del poeta: "¡Oh desdichado de mí! ¡Quémundo de sufrimientos debo llevar, como otroAtlas, sobre mis hombros!", tienen hoy sobre nues-tra sensibilidad una influencia más bien penosa, yaun insulsa y antipática, y el juego contrario, el inge-nio agudo que alterna crudamente con estas patéti-cas declamaciones, suena generalmente a vacío ysuperficial. Es siempre peligroso para un poeta tran-sigir con su inteligencia y malbaratarla con agude-zas: la sátira, que penetra cortante en la carne vivade lo contemporáneo, se embota rápidamente y caeen el vacío ya para la primera generación de la pos-teridad. Todas las estrofas, los centenares de ellas enDon Juan contra lord Castlereagh, contra Southey ylos enemigos personales del momento, que entoncesse encendieron en la maligna comprensión de la

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época y tuvieron efecto explosivo, hoy apenas sonpólvora húmeda, lastre inútil. Por esta razón, deaquella gran épica, realmente no vive más que el es-cenario, los magníficos paisajes metafóricos, escenasaisladas, como las pintó Delacroix en su Naufragio;de la torre de Chillon, del campo de batalla de Wa-terloo, se recuerdan algunas estrofas plásticas; perosólo queda el ropaje del mundo byroniano que cuel-ga ondeando alrededor de los personajes conver-tidos en títeres. La historia, aunque parezca pro-ceder con insensatez, es encarnizadamente justa alfinal; aparta lo artificial de lo verdadero, deja secarsedespiadadamente hasta los sentimientos más am-pulosos, y conserva para la vida solamente lo vivo:por eso de los sentimientos de Byron quedó única-mente lo grande de él, su orgullo. Cuando Manfre-do, en su hora última, se yergue rígidamente aun ypone en fuga a los malos espíritus para perecer librey grande y atrevido, cuando Caín se rebela contra suDios, la diabólica terquedad de Byron se ha in-mortalizado en estas escenas y tal vez también enalgunas poesías que nacieron de una íntima conmo-ción de su alma (como en Adiós a Inglaterra, en lasEstancias a Augusta y en aquellos últimos versosmagníficos en que anuncia su muerte). Estas sola-

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mente alcanzan en los siglos, monumento im-perecedero del orgullo sagrado y pagano, por enci-ma de toda su obra poética un día tan ensalzada yahora desintegrada completamente.

Y así Byron es para nuestro sentir más figura quegenio, más naturaleza heroica que poeta, un colori-do poema existencial, como rara vez lo crea tan pu-ro y dramático el gran Demiurgo, el eterno señor delos mundos. Su aparición se impone menos poéti-camente que teatralmente a nuestra sensibilidad, pe-ro este su drama es pintoresco y grande, es inolvi-dable, cual apenas otro en todo el siglo. Como enuna tempestad, la naturaleza creadora reúne a vecesen un solo hombre todas sus múltiples fuerzas enforma dramática para un breve juego heroico paraque el mundo, estremecido, comprenda todas susposibilidades. Ese drama de un hombre fue la poe-sía vital de lord Byron, un magnífico exceso deacaecimiento exterior, un brillante despliegue desentimientos terrenales, que ciega con grandes pen-samientos y embriaga con su ajustada melodía, pere-cedero como ser y, sin embargo, inolvidable comofenómeno, de manera que hoy consideramos al poe-ta más como espectáculo, y su caída, como una

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magnífica estrofa del eterno poema heroico de lahumanidad.

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LA VIDA TRAGICA DE MARCELPROUST

1925

Nació hacia el final de la guerra, el 10 de julio de1871, en París, hijo de un médico célebre, de rica ymás que rica familia burguesa. Pero ni el arte del pa-dre ni la millonaria fortuna de la madre pueden sal-var su infancia: a los nueve años, el pequeño Marceldeja para siempre de ser sano. De regreso de un pa-seo por el Bois de Boulogne, es acometido por un es-pasmo asmático, y estos terribles ataques aplastaronsu pecho durante toda su vida, hasta el último suspi-ro. Desde los nueve años, casi todo queda vedadopara él: los viajes, los juegos agitados, el movi-miento, el entusiasmo, todo lo que se llama infancia.Así se torna muy temprano observador, sensitivo,delicado de nervios, fácilmente irritable, un ser de

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increíble excitabilidad nerviosa y sensorial. Amaapasionadamente el paisaje, pero sólo rara vez pue-de contemplarlo y nunca en la primavera: el finopolvillo del polen, el bochorno y la fecundidad de lanaturaleza punzan demasiado dolorosamente losórganos inflamables. Ama apasionadamente las flo-res, pero no puede acercarse a ellas. Hasta cuandoun amigo entra en su habitación con un clavel en elojal, tiene que pedirle que se deshaga de él, y unavisita a un salón donde haya ramos, lo obliga aguardar cama varios días. Y por eso, algunas veces,pasea en coche cerrado, para mirar por los vidriosde las ventanillas los colores amados, las corolasque respiran. Y busca libros, libros y más libros, pa-ra leer cosas de viajes, de tierras que nunca alcan-zará. Cierto día llega hasta Venecia, un par de vecesve el mar; pero cada viaje le cuesta demasiadasenergías. Y así se encierra casi totalmente en París.

Tanto más delicada se torna en él la percepciónde todo lo humano. El cambio de tono de un diálo-go, una horquilla en el cabello de una mujer, la ma-nera en que alguien se sienta ante una mesa y se le-vanta de ella, todos los adornos más finos de laexistencia social se aferran con incomparable firme-za en su memoria. El pormenor más minucioso

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atrapa su ojo, siempre alerta entre dos parpadeos;todas las ligaduras, las vueltas, los serpenteos y laspausas de una conversación quedan en su oído inal-terables, con todas sus oscilaciones. Y así, más tar-de, puede fijar de una vez en su novela la con-versación del conde Norpois a través de ciento cin-cuenta páginas, y allí no falta un solo respiro, unsolo movimiento casual, una sola vacilación, unatransición sola; sus ojos están despiertos, y se mue-ven por todos los demás órganos agotados.

En un principio, los padres lo destinaron al estu-dio y a la diplomacia, pero todos los proyectos fra-casaron a causa de su débil salud. Al fin, no hayapremios, sus padres son ricos, su madre lo adora...;así disipa el joven sus años en sociedades y salones,lleva hasta los treinta y cinco años, en realidad, lamás ridícula, la más insulsa, la más insensata exis-tencia de holgazán que haya vivido nunca un granartista; se agita como un snob en todas las institucio-nes de los ricos ociosos que forman la llamada bue-na sociedad; está en todas partes y en todas es bienrecibido. Durante quince años, noche tras noche, sepuede encontrar indefectiblemente en todos los sa-lones, aun en los casi inaccesibles, a este hombrejoven, delicado, tímido, siempre estremecido con el

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respeto por todo lo mundano, que constantementecharla, corteja, divierte o aburre. En todas partes seapoya en un rincón, se mezcla en una conversación;cosa extraña, hasta la alta aristocracia del barrio deSaint-Germain tolera al intruso sin nombre; y, paraél, éste es su mayor triunfo. Porque el joven MarcelProust no posee las menores cualidades en lo exte-rior. No es particularmente hermoso, ni particular-mente elegante, ni es noble y hasta es hijo de unahebrea. No lo autoriza tampoco su valor literario,porque su pequeño volumen Los placeres y los días, apesar de un complaciente prefacio de Anatole Fran-ce, carece de peso y de difusión. Solamente su gene-rosidad lo torna agradable: cubre a las mujeres deflores de precio, colma a todo el mundo con los másinesperados regalos, invita a todos, se tortura lossesos para gustar y ser simpático a los bobos másinsignificantes de la sociedad. En el hotel Ritz cobrófama por sus invitaciones y sus fantásticas propinas.Da diez veces más que los millonarios norteameri-canos, y cuando pone el pie en el vestíbulo, todos sequitan la gorra ante él. Sus comidas para invitadosson de una fabulosa prodigalidad y el colmo de laselección culinaria: hace traer de las más diversastiendas de la ciudad todas las especialidades: las

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uvas, de un mercado de la orilla del Sena; las aves,del Carlton; las primicias, directamente para él desdeNiza. Y así se vincula con el tout Paris y lo compro-mete sin cesar con gentilezas y favores, sin solicitarnunca nada para él mismo. Pero lo que más le habi-lita entre esta sociedad no es su dinero, gastado ale-gre y pródigamente, sino su respeto casi morbosopor el rito, su servil endiosamiento de la etiqueta, laincreíble importancia que asigna a todo lo munda-no, a todas las bufonadas de la moda. Honra comolibro sagrado el Corteggiano no escrito de los usosaristocráticos: días enteros le preocupa el problemade la disposición de los invitados alrededor de unamesa, la razón por la cual la princesa X. colocó alconde L. en un extremo y al barón R. en el otro.Cualquier chisme insignificante, cualquier escándalomomentáneo lo excita como una catástrofe que sa-cudiese el universo; pregunta a quince personas parainformarse sobre cuál es el orden secreto en el turnode la princesa M. o por qué tal otra aristócrata reci-bió en su palco al señor F. Y por esta pasión, poresta manía de tomar en serio las naderías, que do-mina también en sus libros más tarde, él mismoconquista la categoría de maestro de ceremonias eneste mundo ridículo y bullicioso. Durante quince

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años, un espíritu tan elevado, una de las figuras másvigorosas de nuestra época, lleva esta vida insensataentre holgazanes y advenedizos, tirado durante eldía en el lecho, exhausto y febriciente, corriendo porla noche, vestido de frac, de un círculo a otro, per-diendo su tiempo en invitaciones y cartas y dis-posiciones, convertido en el más superfluo de loshombres en esta danza cotidiana de las vanidades;se le ve con placer en todas partes, pero en ningunase le observa verdaderamente; es él apenas un frac yuna corbata blanca entre tantas otras personas defrac y también de blanca corbata.

Apenas un solo rasgo casi imperceptible le dis-tingue de los demás. Todas las noches, cuando llegaa su casa y se acuesta, sin poder dormir, llena tarje-tas y más tarjetas con apuntaciones de lo que acabade observar, ver y oír. Poco a poco estas tarjetasforman montones que conserva en una carpeta. Ycomo Saint-Simon, en apariencia cortesano superfi-cial en la corte del rey, se convierte en secreto endescriptor y juez de toda una época; todas las no-ches el joven Marcel Proust consigna lo vacuo y fu-gaz del tout Paris en noticias, apuntes y esbozos amodo de proyecto, para transformar quizá algún díalo efímero en permanente.

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Ahora, un problema para el psicólogo: ¿qué es loprimario, lo esencial?, ¿Vive Marcel Proust, enfermoe inhábil para la vida, esta existencia absurda e in-sensata de un snob durante quince años solamentepor un gozo íntimo y son esos apuntes solamentealgo accesorio, parecido a un renovado saborear delplacer social demasiado pronto desaparecido? ¿Ofrecuenta los salones únicamente como un químicosu laboratorio y el botánico la pradera, a fin de irreuniendo material para una gran obra definitiva sinllamar la atención? ¿Se disfraza o es sincero? ¿Es uncamarada en la legión de los que disipan los días osolamente un espía de un reino distinto, superior?¿Haraganea por placer o por cálculo? Esta pasióncasi supersticiosa por la psicología de la etiqueta ¿espara él necesidad vital o simplemente la grandiosasimulación de un analista apasionado? Pro-bablemente, ambas condiciones se mezclaban en éltan genialmente, en forma tan mágica, que la puranaturaleza del artista nunca hubiera llegado a exte-riorizarse, si el destino, con mano dura, no lo hubie-se arrancado de pronto del mundo indolente y bu-llicioso de la conversación y sumido en la reducidaesfera de su propio mundo, fatal, oscura, sólo ilu-minada a momentos por una luz interior.

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Porque la escena se trasforma de pronto. En1903 muere su madre y, poco después, los médicosestablecen que la enfermedad de él es incurable, yempeora constantemente. De un solo ramalazo,Marcel Proust invierte su vida. Se encierra herméti-camente en su "ermita" del bulevar Haussmann; dela noche a la mañana, el holgazán aburrido, el pere-zoso, se trasforma en uno de los trabajadores másencarnizados y sin descanso que admiró este sigloen la literatura. De la noche a la mañana, desde lamás disipada compañía se hunde en la más absolutasoledad. Trágico cuadro el de este gran poeta: estásiempre en la cama, todo el día; su cuerpo magro,consumido por la tos, sacudido por los espasmos,tiene siempre frío. En la cama, se pone tres camisas,una sobre la otra, una pechera acolchada sobre eltórax, gruesos guantes en las manos... y, sin em-bargo, tiene frío y más frío. En la chimenea arde elfuego, la ventana nunca se abre, porque, hasta lospocos castaños enclenques plantados casi en el as-falto, le hacen daño con su débil perfume (que nin-gún otro pulmón en París siente como el suyo). Ya-ce siempre como un cadáver contraído, siempre encama; respira fatigosamente el aire espeso, viciado,envenenado por las medicinas. Sólo más tarde, por

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la noche, se recobra para ver un poco de luz, un po-co de esplendor, su amada esfera de la elegancia, unpar de rostros aristocráticos. El valet le viste a duraspenas el frac, lo envuelve en telas, le cubre con unabrigo de piel el cuerpo, ya rebujado tres veces. Yasí va en coche al Ritz para hablar con dos o trespersonas, para ver su mundo idolatrado, para ver ellujo. Delante de la puerta le espera su fiacre, le esperatoda la noche y le trae, de nuevo, muerto de cansan-cio, a su cama. Marcel Proust ya no frecuenta la so-ciedad, exceptuando una oportunidad solamente;necesita para su novela el detalle de un ademán deun noble distinguido. Y por eso se arrastra hasta unsalón, sorprendiendo a todo el mundo, para obser-var como lleva el monóculo el duque de Sagan. Yuna vez, de noche, visita a una famosa cocotte parapreguntarle si conserva todavía el sombrero que lu-ció veinte años antes en el Bois de Boulogne. Lo nece-sitaba para describir a Odette. Y sufre un gran de-sengaño, cuando oye a aquella mujer reírse de él;hacía ya mucho tiempo que lo había regalado a susirvienta.

El coche trae a su casa desde el Ritz al hombreagotado. En la estufa siempre caldeada, cuelgan susropas nocturnas y sus pecheras: hace mucho que no

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puede llevar sobre su cuerpo ropas frías. El muca-mo lo envuelve, lo acuesta. Y allí, sobre un tablero,escribe la vasta red de su novela En busca del tiempoperdido. Se han llenado ya veinte cartapacios con es-bozos; las sillas y las mesitas alrededor de su lecho yel lecho mismo están cubiertos de blancas tarjetas yhojas. Y así escribe, escribe día y noche, todas lashoras que está despierto, con la fiebre en la sangre,las manos que tiemblan de frío dentro de los guan-tes, y escribe, escribe, escribe.

A veces, le visita algún amigo y él lo interroga cu-rioso acerca de todas las nonadas de la sociedad;aun extinguiéndose, sigue tanteando con todos lostentáculos de la curiosidad afuera, en el mundo per-dido, el mundo mundano. Azuza de un lado a otro asus amigos como perros de caza; tienen que infor-marle de este y de aquel escándalo, para que él co-nozca hasta lo insignificante de una u otra persona-lidad, y cuanto le aportan lo anota con nerviosa co-dicia. Y la fiebre roe cada vez más quemante en él.Cada vez más decae y pasa ese pobre jirón afiebra-do de humanidad que es Marcel Proust, y cada vezmás se ensancha y crece la obra grandiosamenteplaneada, la novela o, más bien, la serie de novelasEn busca del tiempo perdido.

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La obra está comenzada ya en 1905; en 1912 laconsidera terminada. Por su extensión parece abar-car tres gruesos tomos (fueron luego no menos dediez, por las ampliaciones durante la impresión).Ahora, sin embargo, le preocupa el problema de lapublicación. Marcel Proust, cuarentón, es totalmentedesconocido; no, menos aun que desconocido, esdecir, tiene, en sentido literario, mala fama: MarcelProust es el snob de los salones, el escritorzuelomundano de quien de vez en cuando aparecen en el"Figaro" anécdotas sociales (además, el público quesiempre lee mal, en lugar de Marcel Proust leyó in-variablemente Marcel Prevost). No se puede esperarnada bueno de él. No puede contar, pues, con lasvías directas. Por eso sus amigos tratan de facilitar lapublicación por los conductos sociales. Un encum-brado aristócrata invita a André Gide, director de laNouvelle Revue Française, y le entrega el original. Y estarevista, la misma que más tarde ganará cientos demiles de francos con tal obra, la rechaza lisa y llana-mente; lo mismo hacen el Mercure de France y Ollen-dorf. Finalmente, encuentra a un nuevo y animosoeditor, que se atreverá; pero transcurrirán aún dosaños, hasta 1913, antes de que el primer tomo de lagran obra vea la luz. Y precisamente, apenas el buen

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éxito quiere abrir las alas, llega la guerra y se lascorta.

Después de la guerra, cuando ya han aparecidocinco volúmenes, Francia comienza a señalar estaobra épica tan original de nuestra época, y comienzatambién Europa a señalarla con su admiración. Perolo que la fama llama entonces ruidosamente por esenombre de Marcel Proust, es ya hace mucho apenasun fragmento humano consumido, afiebrado, in-quieto, una sombra temblorosa, un pobre enfermo,cuyas energías se contraen por entero sólo para verla aparición de su obra. Proust, ese resto de Proust,sigue arrastrándose siempre hasta el Ritz por la no-che. Allí, en la mesa tendida o en el cuarto del por-tero, lima las correcciones de los últimos pliegos deimprenta, porque en su casa, en su habitación, en sucama, presiente ya el sepulcro. Sólo allí, donde vecentellear una vez más su amada esfera mundana,siente una última migaja de fuerza, mientras que encasa se abate con las alas vencidas, ora matando susensibilidad con narcóticos, ora excitándose con ca-feína para un breve coloquio con los amigos o parauna nueva labor.

Su enfermedad se acentúa cada día más rápida-mente, y el hombre que estuvo demasiado tiempo

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ocioso, trabaja cada vez más fogosamente, más ávi-damente, para adelantarse a la muerte. No quiere vermás a los médicos; ya lo torturaron demasiado ynunca le socorrieron. Así se defiende solo y asímuere el 18 de noviembre de 1922. En los últimosdías, ya totalmente invadido por la destrucción, selanza contra lo inevitable con la única arma del ar-tista: la observación. Analiza su propio estado físi-co, valerosamente despierto hasta la última hora, yestos apuntes deben servirle para volver la muertede su héroe Bergotte, en las galeradas de corrección,más plástica, más verdadera; debe intentar es-tablecer algunos pormenores muy íntimos, aquellosúltimos pormenores que el escritor no podía cono-cer, que sólo el moribundo percibe. Su último mo-vimiento es observación todavía. Y sobre la mesa denoche, embadurnada, en una tarjeta apenas legible,se encuentran las últimas palabras que escribió conla mano casi fría. Noticias acerca de un nuevo libroque le hubiera costado años de labor cuando sólodisponía de pocos minutos más. Así abofetea a lamuerte: último ademán magnífico del artista, quevence el miedo a la muerte acechándola...

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HUGO VON HOFMANNSTHALOración conmemorativa para el funeral cívi-

coen el Burgtheater de Viena.

1929.

Nuestro dolor, nuestra terrible confusión, nues-tra total turbación expresaron ya en el primer se-gundo trágico, más elocuente y apasionadamenteque toda palabra, la inmensa pérdida que hemos su-frido con la desaparición de Hugo von Hofmanns-thal. El dolor, en verdad, es siempre el más sabiovaticinador de toda pérdida...; con un solo ramalazopenetrante rompe las honduras del sentimiento, quenunca aclara el pensamiento posterior y menos aunla palabra que poco a poco se recobra. En esta im-presión unánime todos supimos, y lo supieronAustria entera, Alemania entera, el mundo entero,

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intuitivamente, que con él se nos arrebataba algoirreemplazable, pero sólo ahora comprendemos porqué su ejemplar figura de guía nunca fue para noso-tros más necesaria que en la hora presente. Porqueen esta época domina un genio o un demonio, quequiere del arte sólo lo perecedero, sólo la fugitivaimagen de su propia inquietud y movilidad. Pasa in-diferente y hostil delante de las grandes figuras desímbolo que quieren interpretar lo eterno, el mundosuperior. Ha barrido de sus inclinaciones la poesía,y del teatro, la cohesión del discurso; reniega del pa-sado, de la tradición sagrada; quiere solamente elpresente, el hoy que arde, a lo sumo una mirada a lajornada inmediata. Unicamente Hugo von Hof-mannsthal se enfrentó solitario contra la corrientede la hora. Siguiendo a ilustres antepasados, fiel aformas que sabía son imperecederas, creyendo enaquellos signos misteriosamente alusivos que lla-mamos símbolos, solitario y grande, se mantuvo enel terreno alemán de la tradición clásica. Y sola-mente esta su elevada conducta hizo vacilar todavíala inquieta presión de los demás. Estuvo solo, desdeque se nos fue aquel otro custodio del alto verbo, elotro gran austríaco, Rainer Maria Rilke. Y este desa-parecer estelar casi simultáneo nos tocó como una

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advertencia, como si realmente la fe en la ley supre-ma del arte quisiera dejar abandonada ahora nuestraépoca, como si hubiera llegado para siempre, en lasletras alemanas, el fin de la supremacía de la puracreación literaria indiferente a su época.

Pero meditemos su elevada significación y nonos dejemos inducir a error por las apariencias. Ha-brá siempre, fatalmente, tiempos que no quieran oírni ver nada que no sea su realidad inmediata, tiem-pos que crean prematuramente poder renunciar a laconsagración de leyes heredadas, que supongan po-der evadirse de los eternos vínculos de las normas ylas formas. Tiempos semejantes hubo ya a menudoen Alemania, y justamente uno de ellos correspon-dió al momento en que Hugo von Hofmannsthal sepresentó literariamente al mundo. Fue alrededor dehace cuarenta años. La mente profética de FedericoNietzsche se había envuelto en la tiniebla, enmude-ciendo así la última voz alemana que creó una granpoesía y levantó ditirámbicamente el idioma a nue-vas magnificencias. En cambio, llegó una nueva ge-neración que creyó que la lengua no necesita delcohesivo cuidado del bronce para transformarse enletra inspirada. El naturalismo pensó que era sufi-ciente oírla de paso en la calle, en una conversación

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casual, y que ya estaría creado así lo más valioso.Rechazó la forma pura y elaborada de la poesía co-mo ocioso juego de mujeres; echó de los escenarios,violentamente, el drama de líneas clásicas. Y tam-bién entonces, la época consideró colocadas en unféretro y sepultadas las obras eternas, clásicas.

Algo ocurrió entonces... algo aparentemente sinla menor importancia. En algunos periódicos mi-núsculos de Brünn y de Viena aparecieron unaspoesías y luego unos preludios, firmados primera-mente con el curioso seudónimo de "Theophil Mo-rren", luego con "Loris" y, finalmente, descubriendoel verdadero nombre, Hugo von Hofmannsthal. Po-cas poesías, cinco o diez en total, y en publicacionesdesaparecidas, enterradas en seguida. Mas como unafuerza explosiva realmente elemental sólo necesitauna brizna de su energía comprimida para un sacu-dimiento de vastas proporciones, estas pocas poe-sías determinaron en brevísimo tiempo en los másvastos círculos literarios, una excitación apenas po-sible de medir. La influencia y la esencia de la poesíaes siempre un misterio. Millones de palabras agitancon su ruido nuestro mundo cotidiano y recaen enel vacío, polvo suelto en torbellino. Pero alguna vez-raramente en todos los tiempos- ocurre que se in-

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filtran algunas de esas palabras, de esas líneas, en unconjunto que forma una imagen que respira, que fe-lizmente sobrevive a los labios que las crearon y ageneraciones enteras que se deleitaron con ellas.Poesías acabadas de esta naturaleza aparecieron depronto ante la época asombrada. Una nueva vozestaba resonando en el mundo superior de las letrasalemanas, y se presto oído atento, hechizado, recon-fortado, a la nueva melodía en devenir. Niños quetodavía ocupaban los bancos escolares conocieron,amaron, endiosaron ya aquellas dulces estrofas, cla-ras como clara mañana, del Viento primaveral, aque-llos Tercetos sobre lo perecedero, que hunden oscu-ramente la mirada en su propia hondura musical;aprendimos de memoria las estrofas órficas de laCanción de la vida y las arias panorámicas de la Muertedel Ticiano, donde la lengua alemana lleva con ligere-za verdaderamente clásica la más preciosa pompade su riqueza. Allí -todos lo supieron en seguida- sehabía alcanzado la perfección, lo inolvidable eterna-mente en el campo de la literatura germánica, lo im-perdible para la nación que vive por esa lengua. Y,respetuosamente, todo un pueblo se asombró admi-rado por esa maestría revelada de pronto. Había lle-gado un poeta, justamente en el momento en que se

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consideraba imposible y anticuada la creación poéti-ca de corte clásico, un poeta que sabía encerrar ununiverso de sentimientos en la materia más frágil ydelicada. Porque lo perfecto infunde siempre re-speto, colma siempre los corazones de un es-tremecimiento especial, devoto y temeroso. Porquedondequiera se manifieste, en la inmaculada bellezade un rostro, en el ritmo de un cuerpo irreprocha-ble, en el vuelo de un verso, en la melodía de unacanción, siempre y dondequiera la humanidad per-cibe lo perfecto como si de pronto en lo terrenal lamirara el ojo de lo divino.

Mas aun esta devota admiración de lo perfectotiene sus grados, el consuelo de lo perfecto su su-blimación. Porque en todo caso el sentido claro yalerta puede encontrar lógico que la plenitud de laperfección se logre por un hombre, por un artistaexperimentado y maduro, como suma final y com-pensación de incontables años de crear. Pero siem-pre resulta un verdadero milagro, algo divinamenteinconcebible, si lo perfecto es don de un joven, sinpresciencia, educado solamente por su propia ge-nialidad. En todos los tiempos y en todos los pue-blos se consideró a estos jóvenes como la únicaprueba valedera de que lo poético procede de los

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dioses, de que la suprema labor de las artes nuncapuede ser conquista y elaboración, sino sólo graciade las alturas. Y aun nuestra época, que hace muchotiempo huyó de lo mítico, puede llamar milagro,únicamente milagro, hoy todavía, la mágica apari-ción del joven Hofmannsthal. ¿Cómo comprendercon sensibilidad alerta y cómo explicar ahora, des-pués de casi cuarenta años, que un niño de dieciseis,de diecisiete años, escribiera en los bancos de uncolegio de segunda enseñanza, en un cuaderno fo-rrado de azul, ejercicios escolares de latín, de mate-máticas y de alemán severamente corregidos continta roja por el maestro, y al mismo tiempo, con lamisma mano, en una hoja igual grabara poemas im-perecederos para la lengua alemana? ¿Cómo expli-car que labios de niño que nunca habían rozado loslabios de una mujer, "cambiaran palabras elevadascon lo nuclear, lo esencial de todas las cosas", cómoexplicar que simultáneamente con su labor del ba-

chillerato3 el imberbe escribiera justamente al salirde la escuela, la "Puerta" y la "Muerte", esa perdura-

3 El autor emplea lógicamente el término alemán equivalente al ba-

chillerato en castellano: "Matura", madurez, con lo cual haría juego el"imberbe" inmediato. El matiz se pierde en la versión. (N. del T.)

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ble Muerte del Tiziano, esa pieza de profundo sentidoque ostenta aún hoy intacta su belleza?

Y maravillosos como el primer comienzo fueronlos años de las superaciones magníficas, de la propiamaestría, insistentes como una tempestad. En estasola década de los diecisiete a los veintisiete años,en lo lírico, este único nos dio tanto como una ge-neración entera, porque a estas primeras tentativas -no, tentativas, no, porque fueron ya plenitud-, a es-tas primeras obras siguieron en quemante sucesiónlas profundas piezas del Pequeño teatro universal y delAbanico blanco, los nobles y resonantes prólogos, loscoloridos y henchidos preludios, los primeroscuentos, tan clásicos a la manera de Kleist en suprosa, como aquellas poesías que hubieran sidodignas de Goethe. Y ya comenzó aquella corrientesubterránea hacia el drama, hacia visiones tendidasmás lejos como Boda de los Zobeid, El aventurero y lacantante, obras de la riqueza y la prodigalidad. Nin-gún poeta moderno, ninguno después de Goethe talvez, creó con tal impetuosidad visionaria, con talplenitud rumorosa y espiritualmente inebriada comoHugo von Hofmannsthal en su década lírica, nidespués de Novalis y Hölderlin hubo un poeta líricode tal envergadura en el sentido del amado de los

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dioses, del consagrado por la música, del ungido enrealeza con el sagrado óleo de la lengua, como estejoven que aquí en nuestra ciudad, en nuestra tierra,fue sembrando con su nombre en todos los domi-nios de la lengua alemana y en su infinidad intem-poral.

Esta juventud de Hugo von Hofmannsthal fue -¡no vacilemos en pronunciar la palabra!- un milagro,un portento, un fenómeno incomparable, ultraterre-no. Pero el signo de todo prodigio verdadero es suunicidad. Muy rara vez puede descender de las altu-ras y nunca puede permanecer sobre la tierra pormucho tiempo, para que su estremecimiento y sudivinidad no se pierdan con la repetición.

Por anticipado, pues, era imposible que este es-tado de magia, esta embriaguez de obra en obra, du-rara toda una vida; esta dichosa exaltación está liga-da como sangre a su elemento original, la juventud.Debía llegar fatalmente el segundo en que esta ple-nitud de visiones no pudiera soportarse ya por lamisma alma que las creaba, porque el arrebato líricodebía ceder a una claridad ordenadora y consciente.Pero no debe entenderse por eso -tal confusión de-be rechazarse enérgicamente- que el genio que vivióy habitó en el joven Hofmannsthal y habló por su

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boca, lo abandonara, como ocurrió para muchosotros poetas, para Rimbaud, para Lamartine, paraUhland, que fueron poetas solamente durante unbreve lapso y luego se sobrevivieron a sí mismos enun cuerpo mudado en extraño para ellos. No, no;toda la fuerza poética permaneció intacta hasta elúltimo instante en Hugo von Hofmannsthal, y aunse iluminó y clarificó por su espiritualidad cada vezmás poderosa. Solamente aquel transporte, ese glo-tón exceso de los primeros años, se apagó en él conla juventud, sólo la actividad olvidada de sí mismo,el cantar y crear como por imperio de potencias ul-trasensibles. Y nada honra tanto el respeto de Hof-mannsthal por las leyes inmanentes y no reversiblesde la edad en el arte, como el que, más tarde, nuncaintentó reproducir artificialmente, con recursos deloficio, ese mágico estado de los comienzos, nuncaintentó fingir una ebriedad que ya no estaba en sualma ni en su sangre. Y quien desee comprender laíntima resolución de esta renuncia y su más hondasignificación, debe leer aquella imperecedera páginade prosa que es la imaginaria Carta de lord Chando,donde Hofmannsthal explica parecido fenómenoespiritual de inversión con maravillosa claridad psi-cológica. Ningún poeta se desprendió más honesta-

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mente que el Hugo von Hofmannsthal maduro yobsecuente a leyes supremas de ese milagro del jo-ven Hugo von Hofmannsthal que él mismo fue.

Un enorme y casi trágico deber correspondió en-tonces al artista de treinta años. En una edad en queotros comienzan sobriamente su labor, él habíacreado ya lo perfecto en la poesía, lo inalcanzadohasta entonces en la prosa, lo insuperable en aque-llos dramas simbólicos de ensoñación. Pero en esemomento, en cambio, el drama, la más poderosa yexigente de las formas artísticas, incitaba a la lucha;correspondía al artista imprimir a esta forma tam-bién el sagrado sello de su arte magistral. Cayó so-bre él un cometido verdaderamente sobrehumano,porque justamente a un Hofmannsthal y sólo a élestaba vedado conformarse con una labor mediana.La seriedad con que Hugo von Hofmannsthal seimpuso a sí mismo este duro deber -nadie conocíamejor las normas y los valores de la obra de arte-,esta labor moral, está demostrada entre nosotros, ensu patria, por el lamentable hecho de que, aquí, enesta ciudad juguetona e inclinada solamente a la li-gereza, apenas pudimos ver en la escena aquellasobras donde el núcleo de su voluntad creadora nopuede reconocerse tan fácilmente: Regreso de Cristina

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y El difícil. Obras maestras en su género, no son sóloobras; en ellas el sentido, magníficamente insatisfe-cho, tiene de una vez como en leve juego la supremaenergía y descansa en el gozo, islas sudeñas de Al-ción en su mundo creador más nórdico, trágico quevuela sobre todos los tiempos y sobre todas las re-giones. Pero medir su voluntad real de acción enellas sería tan injusto como si de una sinfonía cons-truida en cuatro movimientos se tomara solamenteel del scherzo. Porque la voluntad de Hofmannsthal,apasionadamente tensa hasta el dolor, marchó desdeel comienzo al encuentro de algo "fanático", de undramático símbolo universal en el cual se reunierantodas las fuerzas y reacciones de la existencia. Estesueño de un drama realmente grande, que abarcarael mundo, de un teatro universal, acompañó a Ho-fmannsthal desde su primera juventud, porque yaaquella Muerte del Tiziano que sólo consideramosobra romántica y que la mayoría juzga erróneamentecomo un todo acabado, estaba imaginada comopreludio melancólicamente dulce de una sinfonía dela vida. El niño héroe que allí, en una bien protegidaesfera de belleza noblemente elegida, en el reino ul-traterrenal del arte, entona con el corazón aun in-maculado el himno de la belleza, en el curso ulterior

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de la pieza debía descender luego a la ciudad, mez-clarse con el otro mundo, y conocer lo común de lavida cotidiana, las pasiones oscuras e impuras; luegodebía estallar la peste en aquella ciudad e inflamarcomo monstruosa antorcha todas las pasiones terre-nales: el niño, a los dieciocho años, sueña ya el dra-ma como fresco colosal, con sueño de gigante.Quedó en fragmento, como otro drama poderoso,aquella tragedia en cinco actos que se titula La minade Falum, donde en idéntica forma la voluntad fáus-tica quiere rasgar en un hombre la membrana dema-siado delgada intercalada entre su propio cuerpo yel universo. Apenas en el verano de su vida, quetermina tarde, pero que entonces termina realmente,Hofmannsthal creó, en una construcción incesante,siempre más alta, de siete largos años, su gran dra-ma; me refiero al misterio dramático levantado porencima de la insuficiencia escénica, ese misterio dela Torre, en el que se inserta todo un mundo deideas, inaccesible para muchos, esta obra suya enque luchó como Jacob con el ángel y que -como aaquél- lo dejó herido.

Todavía un otoño, quizás un otoño que madura-se dorado después de tal comienzo esplendoroso ytendiente hacia cumbres siempre nuevas, después de

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aquellos años de madurez varonil, de dura lucha... y,acaso, a esa obra hubiera seguido otra de la madu-rez, acaso, hubiera entonces concluido, comoGoethe, en el último envejecer con sabiduría obser-vadora, los grandes planes dramáticos de la juven-tud. Mas entre esta última plenitud y nuestra apasio-nada espera surgió la fatalidad de su tempranamuerte.

Pero mientras, con tan incesante esfuerzo, el ge-nio creador trataba de arrancar al drama su misterio,la mano teatralmente experta ejercitábase al mismotiempo en formas ajenas ya elaboradas. Y a estaocupación en desarrollo debemos un inconmensu-rable enriquecimiento; la escena le debe un tesoroimperecedero. Porque abarcando la literatura de to-dos los tiempos con su mirada humanista, realmentemágica, hechizada por los tesoros, Hofmannsthalvio, justamente allí donde otros vieron solamenteruinas, el precioso metal en la piedra bruta y le ex-tasió dedicarle su energía y volver a dar a nuestraépoca y a nuestro teatro obras de la literatura mun-dial tanto tiempo olvidadas. ¡Qué de valores, qué deeternos valores infinitos salvó de todo un pasadoeste su servir al drama, sacrificándose! La Electra deEurípides estaba sepultada entre escombros filoló-

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gicos; sólo la leían los profesores como texto culto;nada era para nuestro teatro, para nuestra hora. Pero¡bastó que él tocara esta obra hundida en el ayer pa-ra que surgiera la figura de los Atridas! Saliendo desu puerta real en Misenas, entró como gigante ennuestra época y estremeció nuestro corazón con elpoder de su hado. Edipo, Clitemnestra y Admeto, comociegas estatuas de la antigüedad, que antes nos mira-ban fijamente, demasiado grandes para ser vivas,horrorosas y ajenas, recibieron una mirada nueva,humana, gracias a él y una vida en su boca de pie-dra, cuando él les dio una lengua de su lengua y lafuerza espiritual de su espíritu. O bien ahí yacía LaVenecia salvada, de Otway, tirada y casi pisoteada yaen el camino de Shakespeare, un bastardo deshechoy cubierto de sangre, de una sensibilidad genial y deuna insuficiencia verbal; pero él lo arrancó y lo le-vantó, llenándolo con el hálito bochornoso que pe-sa sobre los canales de Venecia, con las ardientes ytensas pasiones del Renacimiento, y se convirtió endrama, tan poderoso que muchas de sus escenaspueden nombrarse a la par de las shakesperianas. Obien ahí estaba pudriéndose un antiguo y piadosomisterio inglés, Cada uno; nadie podía decir ya exac-tamente quién lo escribió. Había sido representado

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para el pueblo, para la gente mínima, siglos antes, enlas explanadas delante de las iglesias, y todos los au-gures literarios declararon unánimes que se tratabade una pieza superada, infantilmente burda. El tomólo olvidado, pues, en su mano inteligente, idio-máticamente poderosa, lo templó en su fuerza dra-mática y lo hizo en versos magníficamente graba-dos, como los de Lutero y Hans Sachs. Y de prontoeste Cada uno surgió de nuevo ante el mundo; domi-nando todos los años a millares y millares de perso-nas, con los estremecimientos más profundos, comouna de las formas dramáticas más puras y duraderasde nuestro tiempo. Era suficiente que este hechice-ro, este mago, tocara lo yerto y ya revivía; La damaduende de Calderón, fue rozada por él con su len-guaje y ya revoloteó juvenil de nuevo con sus encan-tadores juegos de palabras en las tablas conquistan-do a cada espectador con su insolente picardía. To-dos los tiempos, todos los países, todas las formas ytodas las esferas se abrían en seguida como por ma-gia a su sensibilidad; del Oriente y de las Mil y unanoches tomó el arrebato de noches pobladas de estre-llas en su Boda de los Zobeid; del mundo de sortilegiode China espiritualizó el misterio en la Mujer sin som-bra; y todo esto no fue simplemente ponerse másca-

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ra y cubrirse con trajes forasteros, sino penetraciónperfecta; su lenguaje pasaba al ritmo ajeno, su almaen su alma, como sangre en la sangre.

Con la labor prestada al drama universal, Hof-mannsthal dotó de un enorme provecho a la escenaalemana, no sólo en esplendor y color y pasión, sino-y es mucho más importante- que enseñó a todanuestra época a tender la mirada hacia atrás y haciaadelante, de lo efímero de la dramática labor diaria alo eternalmente magistral que debe sobrevivir. Y asícomo no vaciló en servir a los hermanos de la poe-sía, tampoco rehuyó servir como el más grande en elidioma al más grande en la música también, paraimprimir así a la forma casi superada de la ópera,una vez más, el sello real de lo poético. El mundomusical de nuestros días y de los días venideros ledebe que hayan nacido obras maestras como Electra,Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, y un reconoci-miento especial le debemos nosotros, le debe nues-tro país, nuestra ciudad de Viena. Porque escribien-do aparentemente apenas un libreto, con El caballerode la rosa Hofmannsthal creó la más perfecta come-dia austríaca que poseemos, nuestra Minna von Bar-nhelm de Austria, la obra verdaderamente nacional,color y temperamento, abismo y cumbre, nobleza y

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plebe, dulzura y alegría, todo el carácter lumi-nosamente mezclado de la ciudad, reflejado en lamás encantadora forma. Acaso haya quien diga paraempequeñecer todo esto: "¡Sí, una comedia apenaspara música y viva sólo por ésta!" Pero ¿es posibleimaginar una comedia verdaderamente austríaca sinmúsica? Quítese a las obras que hasta hoy se consi-deraron maestras, al Pródigo de Raimund, al Campesi-no millonario, la canción del cepillo, la canción de laceniza, el Brüderlein fein, quítense a Nestroy los en-tretenimientos animados y se los dejará romos, seles habrá quitado la sustancia más fina y delicada.Una parte del alma del austríaco es siempre música,y justamente por esto El caballero de la rosa, en su im-perecedera unión de poesía y música, es el símboloabsoluto de lo que somos y hemos sido. Así seagrega a la gloria de Hofmannsthal también ésta: ensu labor, que abarca el universo, dio justamente a supatria la más permanente obra escénica de la época.

¡ Cuántos hechos éstos, cuántas obras en una solavida y aun así no la obra ni el hecho total! Porque¡qué espíritu superior, qué pensador de amplísimoalcance, hemos perdido con Hugo von Hofmanns-thal, el poeta! Esto lo revelan ante todo sus escritosen prosa. Un espíritu siempre alado, que sólo des-

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cansaba volando, que no conocía distancias y medíatodos los abismos; un espíritu para el cual el ele-mento más alto, que otros tocan con las alas sola-mente en breves alientos temblorosos, era su verda-dero y lógico hogar. Pero esta obra espiritual gran-diosa no debe separarse de su obra literaria, porqueestos escritos incomparables están redactados enaquella prosa azul que sólo una prosa podía glorifi-car en verdad: ¡la suya! En una prosa que paraocultar su propia palabra se desprende del idiomacomún, tan fácilmente, tan victoriosamente domi-nadora, como el viento en el campo cubierto de es-pigas; una prosa -y diré esta atrevida palabra- quedesde Goethe nadie escribió ya en Alemania. En laliteratura alemana nunca se habló -más aún, se poe-tizó- con mayor altura, desde tal visión espiritual deáguila, con tan amplias alas en la conciencia univer-sal, acerca de temas de arte, como en estos escritosen prosa. Porque este espíritu superior nunca pudover más que desde las alturas, ni moverse más queen los grados supremos. El mundo superior, inasi-ble para todos nosotros, era la esfera verdadera ylógica de su alma. Por eso, el arte de nuestra épocano ha perdido sólo con Hugo von Hofmannsthal asu más elocuente poeta, sino también a su juez más

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alto y puro. Con Hugo von Hofmannsthal ha caídola suprema instancia de la justicia normativa denuestro mundo subvertido en sus valores, y al mis-mo tiempo el testigo incorruptible de la superiori-dad del espíritu sobre la materia o el antiespíritu, delo perfectamente formado sobre lo caótico y sinforma. Porque éste fue el último y supremo signifi-cado de su misión sobre la tierra: dirigir otra vez lamedida hacia arriba, volver a colocar en lo duraderoy lo eterno una época que, como él decía con agra-do, descansa sólo en lo deleznable. Hugo von Ho-fmannsthal exigió y demostró con su obra que hoyes posible todavía un arte elevado, noble, que sirva alo absoluto; y hay una gran responsabilidad en elhecho de que hayamos podido comprobarlo vivien-do, en su propia existencia. Porque solamente sidejamos penetrar en nosotros mismos como energíaviva el heroico amor de Hugo von Hofmannsthalpor lo eterno y lo inmaculado, sólo si nos acostum-bramos a volver a levantar la mirada a las esferas su-periores donde él operó y donde desapareció, hon-raremos verdaderamente a este poeta desaparecidoy sempiterno; sólo así celebraremos dignamente lamemoria de Hugo von Hofmannsthal.

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PALABRAS ANTE EL FERETRO DESIGMUND FREUD

Pronunciadas el 26 de septiembre de 1939en el Crematorio de Londres.

Permítanme, en presencia de este glorioso fére-tro, unas palabras de estremecido reconocimientoen nombre de sus amigos vieneses, austríacos ymundiales, en aquella lengua que Sigmund Freudenriqueció y ennobleció con su obra en forma tangrandiosa. Tengamos ante todo conciencia de quelos que aquí estamos reunidos por un duelo común,vivimos un momento histórico que ciertamente nonos concederá el destino por segunda vez en nues-tra vida. Recordemos que para otros mortales, paracasi todos los mortales, en el breve minuto en que elcuerpo se hiela, su existencia, su presencia entre no-sotros, ha terminado para siempre. En cambio, para

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éste ante cuyo féretro estamos, para este uno y únicode nuestra desconsolada época, la muerte es apenasun fenómeno fugaz y casi carente de esencia. Aquí,el desaparecer de entre nosotros no es un fin, no esuna dura conclusión, sino simplemente una transi-ción suave de lo mortal a la inmortalidad. Por lotransitorio del cuerpo que hoy perdemos dolorosa-mente se salva lo imperecedero de su obra, de susustancia: los que aquí en este lugar respiramos yvivimos y hablamos y escuchamos aún, todos, todosjuntos no estamos vivos en sentido espiritual ni unamilésima parte siquiera de como lo está este granmuerto aquí, en su estrecho féretro terrenal.

No cuenten con que celebraré los hechos de lavida de Sigmund Freud. Ustedes conocen su obra y¿quién no la conoce? ¿Quién de nuestra generaciónno la formuló íntimamente y la transformó? Ella vi-ve, magnífico descubrimiento del alma humana,como leyenda inmortal en todos los idiomas, y estoen el más estricto sentido de la palabra, porque¿existe acaso una lengua que pudiera no echar demenos y carecer otra vez de los conceptos y lostérminos que él arrancó al crepúsculo de lo sub-consciente? La moral, la educación, la filosofía, lasletras, la psicología, todas y todas las formas de la

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creación espiritual y artística y del entendimientoanímico, desde dos o tres generaciones atrás, se en-riquecieron por él como por ningún otro de nuestraépoca; por él se revalorizaron... Aun aquellos que nosaben de su obra o se niegan a reconocer sus hallaz-gos, aun aquellos que nunca oyeron su nombre, es-tán inconscientemente en deuda con él y sometidosa su voluntad espiritual. Cada uno de nosotros, loshombres del siglo XX, sería distinto, sería otro, sinél en su pensamiento y su comprensión; cada unode nosotros pensaría, juzgaría, sentiría en formamás estrecha, menos libre, más injusta si él no noshubiera precedido en el pensar, sin aquel poderosoimpulso hacia adentro que él nos dio. Y cada vezque tratemos de penetrar en el laberinto del corazónhumano, su luz espiritual seguirá estando constan-temente en nuestro camino... Todo lo que SigmundFreud concibió y anticipó como inventor y guía, es-tará con nosotros también en el futuro; una sola co-sa, un solo ser nos abandonó, el hombre mismo, elamigo precioso e irreemplazable. Yo creo que todosnosotros sin distinción, por diferentes que seamos,nada hemos deseado en nuestra juventud tan viva-mente como ver vivir en carne y sangre ante noso-tros lo que Schopenhaüer llama la forma suprema

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de la existencia: una existencia moral, una vida he-roica. Todos hemos soñado cuando niños con en-contrar una vez a ese héroe espiritual, por el cualpudiéramos formarnos y crecer en sustancia, unhombre indiferente a las seducciones de la gloria yde la vanidad, un hombre de alma rebosante y res-ponsable, entregado únicamente a su labor, una la-bor que a su vez no se sirve a sí misma sino a todala humanidad. Este ilustre muerto realizó inolvida-blemente con su vida aquel sueño entusiasta denuestra infancia, aquel postulado cada vez más exi-gente de nuestra madurez, y con ello nos donó unadicha espiritual incomparable. Aquí, finalmente, enuna época vanidosa y olvidadiza, fue el imperturba-ble, el buscador puro de la verdad, para quien eneste mundo nada es más importante que lo absoluto,lo definitivo. Aquí estaba ante nuestros ojos, en fin,ante nuestro respetuoso corazón, el más noble, elmás perfecto tipo de investigador en su eterno desa-cuerdo: por una parte, prudente, examinando concuidado, reflexionando siete veces siete y dudandode sí mismo, hasta no estar seguro de un conoci-miento; pero luego, apenas conquistada una con-vicción, defendiéndola contra la oposición de todoun mundo. Por él, nosotros y nuestra época hemos

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aprendido una vez más en forma ejemplar que nohay sobre la tierra valentía más admirable que la li-bre e independiente de un hombre del espíritu;inolvidable será para nosotros ésta su valentía deencontrar conocimientos que los demás no des-cubrían porque no se atrevían a encontrarlos o, enocasiones, ni a expresarlos y confesarlos. Más él osóy osó, constantemente, solo contra todos; osó anti-ciparse en lo nunca hollado hasta el último día de suvida. ¡Qué ejemplo nos legó con éste su valor delalma en la eterna lucha de la humanidad por el co-nocimiento!

Pero cuantos le conocíamos, sabemos tambiénqué emotiva modestia personal acompañaba de cer-ca este valor para lo absoluto, y cómo este ser admi-rablemente fuerte de alma era al mismo tiempo elmás comprensivo para todas las debilidades espiri-tuales. Este doble tono profundo -la severidad delalma, la generosidad del corazón- originó al final desu vida la más perfecta armonía que pueda con-quistarse en el mundo del espíritu: una pura, clara yotoñal sabiduría. Quien la experimentó en estos úl-timos años, se consoló en una hora de mutua confi-dencia de la contradicción y la locura de nuestromundo, y, a menudo, durante esas horas, deseó que

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ellas fueran concedidas también a hombres jóvenes,en devenir, para que ellos, en un momento en queno podremos ya ser testimonio de la grandeza espi-ritual de este hombre, pudiesen decir todavía conorgullo: "He visto a un verdadero sabio, he conoci-do a Sigmund Freud".

Algo puede reconfortarnos en esta hora: Freudhabía concluido su obra y se había concluido enplenitud él mismo íntimamente. Dueño hasta delenemigo primitivo de la vida, del dolor físico, por lafirmeza del espíritu, por la resistencia del alma, due-ño de sí no menos contra el dolor propio, como lofue toda la vida en la lucha contra lo que le era aje-no, ejemplar por eso como médico, como filósofo,como conocedor de sí mismo hasta el último ins-tante amargo.

Gracias por este ejemplo, amado y veneradoamigo, y gracias por tu gran vida creadora, graciaspor tus acciones y tus obras, gracias por lo quefuiste y por lo que vertiste de ti en nuestras almas;gracias por los mundos que abriste para nosotros yque ahora recorremos solos, sin guía, siempre fielesa ti, siempre recordándote con respeto; tú, el amigomás precioso, tú, el maestro más amado, SigmundFreud.

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MATER DOLOROSALas cartas de la madre de Nietzsche a Over-

beck.1937.

Esta mujer es realmente inagotable en su pacien-cia... y aquí hace falta esa paciencia que sólo puedetener una madre.

PETER GAST, 1890.

Una tranquila y esbelta viuda de pastor enNaumburg; viste siempre de negro, va siempre solay a menudo a la iglesia, la piadosa y sufrida mujer.La vida no fue buena con ella. Su esposo muriótemprano; la hija única, la delicada y alegre Isabel, laabandonó, emigrando al Paraguay con un extrañosilvicultor visionario; y su hijo predilecto, el hijo desu corazón...; ¡ay, ella suspira cuando recuerda su

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nombre, y en la iglesia reza por él una oración espe-cial! ¡Cuánta alegría le proporcionó este jovencitofino, inteligente, delicado! ¡Qué orgullosa estuvo ellade su Fritz los primeros años! El mejor alumno enel Gimnasio, el preferido de todos los maestros enla Universidad, a los veinticuatro años de edad -unmilagro en el mundo académico- profesor, profesorordinario de la Universidad de Basilea, a los veinti-cinco, honrado con la amistad de Ricardo Wagner;todas las madres deben envidiar por ese hijo a latranquila y modesta viuda de un pastor en Naum-burg. ¡Y qué hermosos y sabios libros escribe, pococomprensibles, ciertamente, para la ingenua mujer-cita a la antigua -que ha leído poco fuera de librospiadosos y tal vez los clásicos-, y escribe hasta lostítulos de sus obras con errores (Crepúsculo del espírituen lugar de "Crepúsculo de los ídolos", y Zara Tustraen lugar de "Zarathustra"). Pero la gente culta detodas clases atribuye importancia a los escritos de suhijo; ¿cómo no prestaría entera fe una madre a esaalabanza? Mas de pronto una angustia salvaje, unrepentino terror, destruye su alegría; primero llegóuno, luego otro para contarle que Fritz, el "Fritz desu corazón" deshonra la memoria de su piadosopadre, escribiendo libros blasfemos, horrendamente

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blasfemos y que se llama a sí mismo sacrílegamente"el Anticristo". Es una infamia, una vergüenza: elhijo de un pastor ultraja la doctrina cristiana y anun-cia una cruzada contra la Cruz. La pobre y sencillamujer se asusta hasta lo más hondo del alma; haperdido al hijo, aunque viva físicamente, y, en ver-dad, sus cartas, las cartas de él, se tornan extrañas, aveces duras. En sus escritos, en su ser, estalla un to-no salvaje, dominador; inconscientemente, oscurospresentimientos rozan a la trastornada madre, undemonio, el enemigo de Dios hecho carne debe dehaberse apoderado del alma de su hijo.

Y de repente, la terrible noticia desde Basilea, enenero de 1889: ella debía acudir en seguida. Over-beck, el único amigo seguro y de la confianza espe-cial de ella como profesor de teología, acaba de traerdesde Turín al hombre mentalmente enfermo: quie-re entregárselo a ella, sólo a ella, que es la madre delenloquecido, para que lo lleve a la tumba viviente, aun instituto de lunáticos. Escenas horribles que unose niega a reproducir, se desarrollan durante el en-cuentro, que para el enfermo de la mente ya no esun reconocer. Hundido en un sueño artificial conuna elevada dosis de cloral y, además, en compañíade un médico y de un enfermero, se carga al enfer-

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mo Nietzsche en unión de su madre en un cocheferroviario y allí comienza su viaje hacia la últimanoche, la eterna noche y comienza también la in-formación de la madre en las cartas a Overbeck, queson uno de los documentos más estremecedores de

la historia del espíritu4.Terrible el viaje -un estallido de furia del de-

mente contra la madre, que debe ponerse a salvo enotro compartimiento del tren-, terrible el traslado almanicomio, donde el mayor genio del siglo es ence-rrado en una celda por cinco marcos diarios. Paralos médicos no es ciertamente tal genio, sino unsimple caso de paranoia con la anotación entre pa-réntesis "incurable"; el director del establecimiento,a quien se quiere demostrar la importancia deNietzsche, rehusa en seguida leer sus obras, "ellostienen tan poco tiempo para libros de literatura";pocos días después, se muestra a los estudiantes deun curso un profesor Nietzsche como ejemplo ma-gistral de paranoia, sin que uno solo saltara asustadoal oír el nombre de "Nietzsche" -que entonces eratan desconocido todavía que la Enciclopedia no

4 Aparecidas con el título "Der kranke Nietzsche" (Nietzsche en-

fermo), en la casa editorial Bermann-Fischer. Viena, 1937.

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contiene su nombre-: Hacen andar al paciente haciaarriba y hacia abajo, y como no lo hace bastante er-guido -para revelar los síntomas-, el profesor se ríede él: "Un viejo soldado como usted debe sabermarchar decorosamente". Y también se ríe de él, deesta larva del espíritu máximo de nuestra época, elloquero; le acaricia buenamente los espesos bigotes,le golpea en el hombro y abraza alegremente alhombre que cuando estaba sano, consideraba dema-siado íntimo e importuno el más leve contacto. Co-mo en Albatros, de Baudelaire, el que antes volabalibre y magnífico por el éter y ahora tiene las alascortadas, se convirtió en mofa para los chicos y engrosera diversión para los loqueros. ("Se me arrastraa veces por la cabeza", dice en su jerga sajona albondadoso compañero de cuarto.)

"Incurable" y "debe quedar internado toda la vi-da", dijeron los médicos. Pero alguien no lo quierecreer; la mujer emotivamente simple, emotivamenteesperanzada, emotivamente delicada; su madre."Sólo me atormentó constantemente la idea de quelos médicos tal vez no comprendían exactamente laenfermedad de mi hijo". ¿Qué son para ella estasterribles y extrañas palabras, estos diagnósticos? No,ella no cree, porque no quiere creerlo, que su hijo, el

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Fritz de su corazón, esté loco. Sólo que trabajó de-masiado este "hijo de su alma", y sanaría pronto, siella, la madre, pudiera cuidarlo en su casa. Los mé-dicos titubean, vacilan mucho tiempo. Dejar en ma-nos de una débil y anciana mujer a un enfermomental que a veces sufre terribles ataques de furia -elmismo Peter Gast teme que Nietzsche "pueda de-rribar y aun asesinar a su madre durante esos ata-ques"-, sin cuidadores, sin medidas de precaución,parece absurdo. Pero la madre no ceja, no teme elpeligro, se curva bajo la cruz que le ha sido im-puesta y, finalmente, a comienzos de 1891, los mé-dicos dan de alta -exigiendo un documento que losdispense de toda responsabilidad- a ese ser un pocomás tranquilo, pero aun no curado por completo.Desde ese momento, la madre es la única personaque le cuida.

Y desde ese momento se ve a una anciana que devez en cuando lleva por las calles y en largos paseosal enfermo, como si llevara a un enorme oso muytorpe. Para entretenerlo le recita sin interrupciónpoesías, que él escucha estúpidamente; le hace es-quivar con habilidad a la gente, que los observa cu-riosa; y a los caballos que lo asustan. ("No tiemblo alos caballos", dice siempre en lugar de: "No amo a

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los caballos"5. Y se siente feliz cada vez que vuelvecon él a casa, sin llamar la atención y sin que él ha-ble fuerte (con esta expresión de un delicado disi-mulo llama ella los salvajes rugidos del demente).En casa es más fácil tenerlo ocupado. Si lo sientadelante del piano, el ser ausente de sí mismo fanta-sea largas horas en el vacío, y ella lo deja hacer, ex-cepto cuando toca música de Wagner, porque sabeque Amfortas le excita siempre los nervios. O le daalgo para leer; naturalmente, Nietzsche hace muchoya que no sabe lo que lee, pero se calma teniendo ensus manos un diario o un libro y murmurando ton-tamente como si leyera. Si se le entrega un lápiz, sedespierta en él el oscuro recuerdo de que un día fueescritor, y garabatea constantemente palabras ilegi-bles en el papel: inconscientemente, algo queda des-pierto todavía en él de aquél que fue poeta inmortal,músico profundo; pero ese algo no es de modofantasmagórico más que lo mecánico de las funcio-nes. Cuando habla, es casi siempre farfullando y"feliz por hablar", como escribe la madre; sólo devez en cuando relampaguean, como en Hölderlin

5 En alemán "tiemblo" y "amo" tienen un leve parecido fonético,

que explica en cierta manera la confusión de las dos palabras en el de-mente. (N. del T.).

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enfermo, tremendas palabras a través de las nubesde la locura, como cuando dice: "Estoy muerto por-que soy tonto" o, sacudiendo salvajemente la me-lena: "Sumariamente muerto".

Todo esto comunica la madre al amigo en formaestremecedora. Es sincera en su sencilla narración,pero se siente que la tan sufrida mujer callase lo másamargo; que trata de imaginar ilusionada, para símisma y para los amigos, que el verdadero estado deNietzsche es más claro y curable; se siente que pasade prisa por encima de sus estallidos de furia (cuan-do grita y "¡con qué voz!"), para contar del "buenhijo" cuyas "queridas facciones" tienen un aspecto"sumamente divertido, del todo pícaro". Y sólo ensus ahogados suspiros se adivina la enorme cargaque la madre se ha impuesto, para cuidar sola a unenfermo con quien no se puede contar, para vigi-larlo, lavarlo, darle de comer, vestirlo, todo ella solasin ayuda alguna, entreteniéndole las doce horas lar-gas, y luego, en lugar de descansar mientras élduerme, cuidar de la casa..., sacrificando un año,dos, cinco de su vida al delirio de su curación, sinuna hora de libertad, sin descanso, sin pausa. "¡Ohqueridos, nadie puede sospechar siquiera lo que yosufro!", suspira a veces. Pero siempre se advierte a sí

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misma: "Hay que tener paciencia y confiar en la gra-cia y la misericordia de Dios".

Pero, al final, tampoco esta alma devota que creeen el milagro puede engañarse por más tiempo y re-nuncia a la ilusión tan largamente acariciada de quesu hijo, el "Fritz de su corazón", pueda volver a serun día un hombre sano, despierto, normal de espí-ritu. Resignada, confiesa que "su mal será siemprepara mí un misterio". Sigue cumpliendo fielmente sudeber cotidiano, lo alimenta con emparedados dejamón y le acaricia las mejillas. Pero las fuerzas deNietzsche siguen decayendo. Está cada día más can-sado. Los paseos no le atraen ya, está tendido en si-lencio en su sillón de enfermo, dirigiendo los ojosvacíos bajo los párpados ya pesados, con fatigosoesfuerzo, hacia las personas que entran en su cuarto.Cesan las explosiones de furor; el cráter ha termina-do de arder. Apáticamente se sienta o se tiende en elmirador; "en todo un mes apenas pronuncia unasola frase, físicamente contrahecho, un espectáculoque hace llorar". Pero, evidentemente, nada sienteya, ni la felicidad ni la desdicha; de modo espantosoestá en "el más allá de todo". Pierde paulatinamentetoda facultad de distinguir; progresa en forma terri-ble la disolución, "hasta del concepto de la propia

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persona". "Contempla largamente sus manos con laexpresión de quien cree que no le pertenecen y lue-go, generalmente, las mete en los bolsillos del pan-talón, cosa que antes nunca hacía. En esos casos, lehago colocar las manos sobre la mesa, aunque seresiste convulsamente, se las acaricio y le hagocomprender que son sus manos, la derecha y la iz-quierda". Es en vano que la fama lo busque, quevengan extranjeros a Naumburg en peregrinación,que los amigos que en vida le desconocieron, lo vi-siten ahora... Es demasiado tarde. No reconoce ya anadie; como un león moribundo, tremendo y gran-dioso, mira fijamente con los ojos que estallan, aamigos y parientes. Y un destino generoso evitó a lamadre la pena de ver, de seguir viendo el final, lomás terrible: cómo esta inmóvil figura, cadáver vi-viente, yace allí en la casa años y más años, hastaque finalmente el corazón deja de latir en el cuerpo,que también va tornándose rígido.

Estremecedora tragedia: un cerebro de la másluminosa claridad, la más asombrosa plenitud delsaber, unida a la más alta expresión idiomática... yun bacilo infinitesimal, que roe, asesinándolo, a esteser único, aniquilando en bestial insensibilidad lamás radiosa clarividencia que ayer todavía fue ener-

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gía creadora: enigma y misterio que no sólo estasuave y sencilla mujer fue incapaz de resolver y de-velar, sino que también nosotros contemplamos conhorror y sin comprender. Pero es admirable cómoella, que se encuentra confusa, ignara ante lo inex-plicable, que sigue con energía inagotable, madreheroica, cumpliendo fiel y sacrificada su inútil obra,espera obrar el milagro por el amor y la humildad;este heroísmo del amor, no menos poderoso que elvalor espiritual del gran rebelde, se conoce ahoraindiscutiblemente, por primera vez, en sus cartas. Elgesto impremeditado es siempre el más bello y elmás humano; justamente de lo simple, de lo naturaly realmente verdadero, brotan las emociones máspuras, y así, por estas anotaciones de una mujer sen-cilla, sabemos más que por todos los documentosclínicos y las disertaciones cultas acerca de la caída yla pérdida de este gran espíritu de la pasada genera-ción. Precisamente aquella que menos comprendiótal vez sus obras, la madre piadosa, retirada delmundo y ajena a todo eso, lo describió mejor -milagro del poder del amor- en su verdadera esen-cia.

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TOLSTOIPensador religioso y social

1937

El 27 de junio de 1883, Turgueniev, con Tolstoi,el más importante de los escritores rusos de enton-ces, escribió al camarada amigo una carta estreme-cedora, dirigida a Jasnaia Poliana. Desde unos añosatrás había estado observando con extrañeza queTolstoi, a quien él veneraba como el artista máximode su país, abandonando la literatura, se acercaba auna "ética mística" y amenazaba perderse en ella;que él, que sabía describir como nadie a la naturale-za y al ser humano, no tenía sobre su mesa más quela Biblia y tratados teológicos. Le acucia la preocu-pación de que Tolstoi, como Gogol, pueda perdersus años más decisivos de creador en es-peculaciones religiosas, sin sentido para el mundo.

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Y por eso, enfermo de muerte, toma la pluma, másexactamente el lápiz -porque sus manos, mortal-mente cansadas, ya no pueden manejar la pluma- yse dirige al genio máximo de su patria con un tem-bloroso pedido. "Es el pedido sincero, el último pe-dido, de un moribundo", le escribe. "¡Vuelva usteda la literatura! Este es su verdadero don. Gran es-critor de nuestra patria rusa, ¡escuche mi ruego!"

Este grito conmovedor de un agonizante -la cartase interrumpe en la mitad y Turgueniev escribe quele faltan las fuerzas- no fue contestado en seguidapor Tolstoi; cuando al fin quiere responder, es de-masiado tarde. Turgueniev murió sin saber si su de-seo había sido escuchado. Probablemente, sin em-bargo, le hubiera resultado difícil a Tolstoi contestaral amigo, porque no lo empujaron por ese caminode las cavilaciones y la búsqueda de Dios la vanidady la curiosidad especulativa, sino que se sintió atraí-do a ello sin quererlo y aun contra su deseo. Tolstoi,que como nadie vio y percibió penetrantemente losensible, lo material, de este mundo, hombre de latierra ligado a la tierra, nunca había mostrado antes,en toda su vida, inclinación a la metafísica. Nuncahabía sido pensador por elemental impulso o gustode pensar; ante todo, en su arte épico le preocupó lo

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sensible de las cosas, no su sentido. No emprendió,pues, voluntariamente este cambio de rumbo hacialo especulativo, sino que recibió de repente una im-pulsión, desde algún sitio de las tinieblas, que depronto hace tambalear a este ser firme, fuerte y sa-no, que hasta ese momento ha ido por la vida ergui-do y dueño de sí, y le obliga a buscar, con las manosangustiosamente acalambradas, un punto de apoyo,un sostén.

Este choque interior, que Tolstoi experimentó al-rededor de los cincuenta años, carece de nombre y,realmente, también de causa visible. Todo aquelloque se puede llamar premisa o condición para unavida feliz, se cumplió maravillosamente en aquelmismo momento. Tolstoi está sano, físicamentefuerte como nunca, ágil de espíritu, artísticamenteintacto. Como dueño de una gran posesión, no co-noce cuitas materiales, goza de respeto como des-cendiente de una de las más nobles familias y másrespeto aun como el más grande escritor en lenguarusa, famoso en todo el mundo. Su vida familiar -tiene mujer e hijos- es totalmente armoniosa, y no sepuede descubrir ninguna causa externa para unadisconformidad cualquiera con la existencia.

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Y de repente llega ese empellón desde la tiniebla.Tolstoi siente que ha chocado con algo tremendo."La vida se detuvo y se volvió fatal." Tantea al mis-mo tiempo alrededor de él y pregunta qué le acabade suceder, por qué le invade de repente esa melan-colía, ese estado de angustia, por qué nada le alegraya, nada le estremece. Siente solamente que el tra-bajo le repugna, que su mujer se le vuelve extraña,los hijos indiferentes. Acaba de caer sobre él unhastío de la vida, taedium vitae, y tiene que encerrar sufusil de caza en el armario para no emplearlo contrasí mismo en la desesperación. "Por primera vez re-conoció claramente entonces -así describe este esta-do en su figura refleja, el Lewin de Ana Karenina-que en lo futuro solamente el dolor, la muerte, laeterna fatalidad esperan al hombre, a él también, yresolvió, pues, que no podría seguir viviendo así;que debía encontrar una explicación de la vida omatarse de un tiro".

No tiene sentido querer dar un nombre a esta sa-cudida interior, que hizo de Tolstoi un cavilador, unpensador, un maestro del vivir. Probablemente nofue más que un estado climatérico, la angustia antela vejez, la ansiedad ante la muerte, una depresiónneurasténica, que se transformaba en un estado pa-

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sajero de laxitud. Pero es connatural en el hombrede espíritu y, sobre todo, en el artista, que observesus crisis íntimas y trate de superarlas. Al comienzoinvade a Tolstoi solamente una inefable inquietud.Quiere saber lo que le ocurrió y por qué la vida, quehasta ese momento le pareció tan repleta de signifi-cado, tan rica, lozana y múltiple, de pronto se tornópara él chata y hueca. Y como en la magnífica no-vela, su Iván Ilitch, cuando siente por primera vez lagarra de la muerte en su propia carne, se preguntaasustado: "Tal vez no viví como debí vivir", así co-mienza Tolstoi, día tras día, a preguntarse ahoraacerca de su vida, acerca del sentido de su vida; bus-cador de la verdad y filósofo no por primitivo pla-cer de pensar o curiosidad espiritual, sino por el ins-tinto de la propia conservación, por desesperanza.Su pensar es, como en Pascal, filosofía ante el abis-mo o surgida del abismo, del gouffre, investigación dela vida por angustia ante la muerte, ante la nada. Hayuna rara hoja de Tolstoi de aquellos días, una hojade papel donde anotó las seis "desconocidas pre-guntas" que debe contestarse:

a) ¿Para qué vivir?b) ¿Qué causa tiene mi existencia y la de todos?

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c) ¿Qué fin tiene mi vivir y el de los demás?d) ¿Qué significa la división, la separación entre

el bien y el mal, que siento en mí, y para qué está?e) ¿Cómo debo vivir?f) ¿Qué es la muerte... y como puedo salvarme?

Durante los próximos treinta años -más que loliterario-, el contestar a estas preguntas de cómo él ylos otros deben vivir "correctamente", es la razónde ser y obrar de Tolstoi.

La primera etapa de esta búsqueda del "sentidode la vida" resulta enteramente lógica. Tolstoi, que, apesar de ocasionales posturas nihilistas, que en-cuentran expresión principalmente en la filosofía dela historia de Guerra y paz, nunca fue un escéptico;que pasó sus años libre de preocupaciones materia-les y morales, gozoso, trabajando; como repentinoadepto de la filosofía, se dirige ante todo a las auto-ridades para saber su opinión acerca de por qué ypara qué vivimos. Comienza a estudiar libros filosó-ficos, a derecha e izquierda, Schopenhauer y Platón,Kant y Pascal, para que ellos le expliquen "la razónde la vida". Pero ni los filósofos ni las ciencias lecontestan. Tolstoi encuentra con cierto malestar quelas opiniones de estos sabios son exactas y claras

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solamente cuando no se refieren a "problemas in-mediatos del vivir", que en cambio se reservan todarespuesta apenas se les pide un consejo decisivo,una ayuda, y que nadie entre ellos puede explicarlelo único importante: "¿qué importancia temporal,causal y espacial tiene mi vida?" Y -segunda fase-deja a los filósofos y acude a las religiones, para en-contrar consuelo en ellas. El "saber" se lo negó, lobusca, por lo tanto, en una "fe" y reza: "Señor, dameuna fe y deja luego que ayude a los demás a encon-trarla".

En aquellos años de íntima perturbación, Tolstoino corre detrás de ninguna doctrina suprapersonal,no es un iniciador, un revolucionario en sentido es-piritual; sólo quiere encontrar para sí mismo, para elindividuo León Tolstoi caído en la duda, un cami-no, una meta, quiere conquistar para sí mismo la pazdel alma. Sólo quiere salvarse -según sus propiaspalabras- del nihilismo interior, encontrar una razónpara la sinrazón del destino. No piensa entonces nilejanamente en proclamar una nueva creencia, unanueva fe, y tampoco quiere abandonar la vieja reli-gión heredada, alejarse del cristianismo ortodoxo.Por el contrario, se acerca de nuevo a la Iglesia,después de haber dejado de rezar, de frecuentar los

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templos y prepararse a comulgar, a los dieciseisaños. Se esfuerza en ser un severo creyente, observatodos los mandamientos y las normas, ayuna, va enperegrinación a los monasterios, se arrodilla delantede los íconos, discute con obispos y popes sectariosy, sobre todo, estudia el Evangelio.

Y entonces ocurre lo que les pasa a los inquietosbuscadores de la verdad. Entiende que el Evangelio,con sus leyes y mandamientos, ya no se observa yque lo que enseña la Iglesia ortodoxa rusa comodoctrina "verdadera" de Cristo no es ya la original y"verdadera"; con ello descubre también su primercometido: exponer el Evangelio en su sentido real,propio, y enseñar a todos los demás este cristianis-mo como "una nueva concepción de la vida, nocomo doctrina mística". Del buscador ha surgido unconfesor, del confesor un profeta y del profeta serábreve el paso para llegar al zelotes. Una desesperan-za personal comienza a transformarse en una doc-trina autoritaria, reforma de todo el pensamientoespiritual y moral y, además, en una nueva sociolo-gía. La pregunta primitiva, tan angustiosa, de un in-dividuo: "¿Para qué vivo y como debo vivir?", seconvirtió en un postulado para la humanidad entera:"Así debéis vivir".

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Por experiencia de milenios, sin embargo, la Igle-sia tiene una intuición muy especial para el peligroque trae aparejada toda arbitraria explicación de loslibros sagrados. Sabe que aquél que una vez co-mienza por acomodar su modo de vivir a la letra dela Biblia, tiene que llegar necesariamente a un con-flicto con las normas de la Iglesia oficial y las leyesdel Estado. Ya el primer libro de principios deTolstoi, Mi confesión, es prohibido por la censura, elsegundo, Mi fe, por el Santo Sínodo, y aunque las au-toridades eclesiásticas, por respeto, sientan miedodel gran escritor, deben concluir por aplicar aTolstoi la condenación de la Iglesia y excomulgarlo.Porque Tolstoi, rebelde hasta lo más profundo desu ser, ha comenzado a socavar todos los cimientossobre que descansan la Iglesia, el Estado y todo elorden valedero en la época; como los valdenses, losalbigenses, los anabaptistas, los predicadores rústi-cos de la Revolución, como todos aquellos que qui-sieron llevar de nuevo el cristianismo a sus formasprimitivas, originales, y trataron de vivir únicamentede acuerdo con la letra de la Biblia, Tolstoi estádesde ese instante irresistiblemente en camino deser el más decidido enemigo del Estado, el ácrataanticolectivista más apasionado que conoce la época

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moderna. De acuerdo con su energía, su resolución,su tenacidad y lo indomable de su coraje, avanzapor una parte a la manera de los grandes refor-madores, como Lutero y Calvino, por la otra, ensentido sociológico, cual los anarquistas más atrevi-dos, como Stirner y sus discípulos. Y de pronto, lacultura moderna, la sociedad contemporánea, contodas sus razones y sus sinrazones, no tiene en elsiglo XIX adversario más rencoroso y peligroso queel autor máximo de sus días y nadie que obre tandestructivamente, en el sentido de la crítica social,como él, que antes fue artísticamente el más grandede los creadores de su época.

La Iglesia y el Estado, sin embargo, conocen elpeligro de estos decididos francotiradores, de estosindependientes; saben que aun las investigacionesmás puramente ideológicas poco a poco invaden elterreno práctico y que justamente los más honestos,los más dotados entre los reformadores del mundo,provocan la mayor confusión sobre la tierra. Sabenque el cristianismo primitivo, original, tiene pormeta un reino de Dios y no uno terrenal; que susmandamientos, sus leyes en el sentido político, es-tatal, son en parte subversivas, en parte niegan elEstado, porque el creyente está obligado a colocar a

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Cristo por encima del César, el reino de Dios sobreel terrenal, y por eso debe fatalmente chocar con losdeberes de los "súbditos", con la ley y la organiza-ción del Estado.

Pero Tolstoi comprende paulatinamente a quédensos y complicados problemas lo llevarían subúsqueda y su investigación. Al principio, piensasolamente en poner orden en su propia vida priva-da, en poner paz en su alma, tratando de adaptar, entodo lo posible, su conducta personal, individual, alas normas del Evangelio; no tiene otra intenciónque vivir en paz con Dios, en paz consigo mismo.Pero inconscientemente el problema primitivo:"¿Qué había de falso en mi vida?", se amplía y abar-ca este otro: "¿Qué hay de falso en la vida de todosnosotros?" y con esto se convierte en crítica de laépoca, en crítica del presente. Comienza a mirar ensu derredor y descubre -lo que de modo especial enla Rusia de aquellos años no era difícil descubrir- ladesigualdad de las condiciones sociales, el contrasteentre pobre y rico, entre lujo y miseria; ve al lado desus errores privados, personales, la general injusticiade sus compañeros de clase, y reconoce como suprimer deber el de oponerse con todas sus fuerzas aesa injusticia.

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También en esto comienza muy lentamente; mu-cho antes de llegar -la senda llevará siempre másadelante a este ser encarnizadamente duro, amarga-mente claro en su visión- a ser anarquista, a ser re-volucionario elemental; se transforma en filántropoy liberal. Un lapso ocasional de residencia en Mos-cú, en 1881, le pone en contacto por primera vezcon el problema social; en su libro "¿Qué debemos ha-cer?" describe en forma que estremece éste su primerencuentro con la miseria en masa de la gran ciudad.Naturalmente, en sus viajes y peregrinaciones habíavisto ya mil veces con sus claros ojos la pobreza;pero se trataba solamente de la pobreza aislada, in-dividual, en los pueblos y en los campos, no de lamiseria concentrada "proletarizada" de las ciudadesindustriales, la miseria como producto de la época,fatal fruto mecánico de una civilización mecánica:de acuerdo con su posición bíblica, Tolstoi trata dealiviar la miseria con regalos y ofrendas, con la or-ganización de la beneficencia; mas comprende muypronto la inutilidad de toda acción individual y que"solamente el dinero no puede bastar para trans-formar la trágica existencia de esta gente". Un cam-bio real puede lograrse únicamente con invertir porcompleto todo el sistema actual de la sociedad. Y así

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escribe en la pared de la época las ardientes palabrasde admonición:

"Entre nosotros, los ricos y los pobres, se le-vanta un muro de falsa educación, y antes de poderayudar a los pobres, debemos derribar este muro.Necesariamente, llegué a la conclusión de que nues-tra riqueza es la verdadera causa de la miseria de lospobres".

Hay algo equivocado y falaz en el orden socialpresente; esto se le tornó dolorosamente claro en lomás hondo del alma y, desde este momento, Tolstoitiene una sola meta: instruir, prevenir, educar a loshombres, para que se esfuercen en reparar volunta-riamente la monstruosa injusticia que nace de la se-paración de los seres humanos en clases arbitraria-mente diversas.

Voluntariamente y por una convicción pura-mente moral -aquí tiene sus comienzos el "tolstoia-nismo"-, porque Tolstoi no tiende a una revoluciónviolenta, sino a una moral, que debe realizar esa ni-velación lo más pronto que sea posible y ahorrarcon ello a la humanidad la otra rebelión, la san-grienta. Una revolución desde la conciencia, una re-volución por la renuncia voluntaria del rico a su ri-queza, del ocioso a su ocio, y la pronta renovación

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de una división del trabajo en el sentido natural queDios fija, para que nadie pueda tener una excesivaparticipación en el trabajo ajeno, y todos solamenteiguales necesidades; desde ese instante, el lujo es pa-ra él apenas una flor venenosa en el pantano de lariqueza, y debe eliminarse en razón de la igualdadentre los seres humanos. Por esta convicción,Tolstoi inicia su lucha contra la propiedad, cien ve-ces más encarnizado que Carlos Marx y Proudhon."La propiedad es hoy en día la raíz de todo el mal.Es la causa del sufrimiento de aquellos que poseen yde aquellos que no poseen. Y es inevitable el choqueentre aquellos que tienen por demás y aquellos queviven en la miseria".

Todo el mal comienza con la propiedad, y mien-tras el Estado reconozca todavía el principio de lapropiedad, obra, en el sentir de Tolstoi, en formatan anticristiana como antisocial y se torna cómplicey aun principal culpable, por cuanto, para Tolstoi, lapropiedad representa una culpa frente a otros. "Es-tados y gobiernos están intrigando y van a la guerrapor la propiedad, ora en las orillas del Rin, en lastierras africanas, ora en la China y los Balcanes; losbanqueros, los comerciantes, los industriales y losterratenientes trabajan, proyectan y se atormentan y

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atormentan a los demás en holocausto de la propie-dad. Nuestros tribunales, nuestra policía, defiendenla propiedad. Nuestras colonias penales y nuestrascárceles, todos los horrores de lo que llamamos re-presión del delito, existen solamente para la protec-ción de la propiedad".

En el concepto de Tolstoi, no hay más que unencubridor único y poderoso, que apaña toda la in-justicia del presente orden social, y este delincuentees el Estado. Ha sido inventado exclusivamente, ensu opinión, para proteger la propiedad; sólo paraeste fin supo erigir su complicado sistema de fuerza,con leyes, jueces, prisiones, abogados, policías, ejér-citos. Pero Tolstoi considera como la culpa mástremenda y anticristiana del Estado el alistamientomilitar general y obligatorio, apenas inventado ennuestro siglo. Ninguna otra cosa le parece mayordesafío del hombre "cristiano" a los dogmas deCristo, a los mandamientos evangélicos, que el he-cho de que se adapte a la orden del Estado, acepteque le pongan un instrumento en las manos paramatar a un hombre completamente desconocido,por amor de una palabra ocasional -patria, libertad,Estado-, de una palabra que, como Tolstoi sigue in-sistiendo siempre, sólo oculta el deliberado deseo

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de proteger la propiedad que no le pertenece, ele-vando así violentamente la idea de posesión a la deun derecho más elevado y moral. Tolstoi escribiócientos y cientos de páginas para explicar la contra-dicción que hay en eso de que, en el estado actual dela así llamada civilización, en la cual él sólo ve unpretexto de íntima inmoralidad se obligue a loshombres a matarse mutuamente por orden estatal -contra los mandamientos de Dios y contra el íntimomandamiento moral-, porque con ello "un hombrees colocado contra su propia voluntad en una situa-ción que repugna a su conciencia".

De esta manera, Tolstoi -del estudioso del Evan-gelio ha nacido finalmente el ácrata radical- llega a laconclusión de que es deber de todo hombre quepiensa moralmente, oponerse al Estado cuando leexige algo "anticristiano", el servicio militar, pues, yprecisamente oponerse no con la violencia, sino conla resistencia pasiva; y llega además a la otra conclu-sión: que debe negarse voluntariamente a toda acti-vidad que se funde en la utilización y explotacióndel trabajo ajeno. El honesto no debe pensar niobrar patrióticamente, sino humanamente; sin cesarinsiste Tolstoi en el más sagrado derecho del in-dividuo para rechazar cosas por su íntima convic-

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ción aunque sean permitidas o aun ordenadas por laley, para resistirse a todas las disposiciones del Es-tado que no reconozca como morales. Por esoaconseja al "cristiano" rehuir en todo lo posiblecualquier organización e institución, no prestar ser-vicio judicial, no aceptar ningún cargo de funciona-rio público, para mantener pura su alma. Cons-tantemente incita al individuo a no dejarse intimidarpor el principio antimoral y falso de la fuerza, aun-que se llame fuerza del Estado, porque el Estado, ensu forma actual, no es en sí más que el defensor, elabogado, el alguacil de una injusticia latente; y aúnlos crímenes de los anarquistas, cometidos indivi-dualmente, no le parecen tan moralmente perju-diciales como las instituciones aparentemente bienordenadas y pretendidamente humanas de ese su-premo enemigo.

"Ladrones, asaltantes, asesinos y estafadores sonun ejemplo de lo que no se debe hacer y ellos des-piertan en el ser humano el miedo ante el mal. Perolos hombres que efectúan actos de robo, asalto, ase-sinato y deshonestidad y se escudan en justificacio-nes religiosas, científicas, liberales, que lo hacencomo terratenientes, comerciantes, industriales, in-vitan a los demás a imitar sus acciones y no hacen

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daño sólo a los que sufren directamente por esosactos, sino a miles y millones de seres humanos queellos pervierten, al destruir en esos seres la diferen-cia entre el bien y el mal... Una sola sentencia capi-tal, ejecutada por hombres que no se hallan bajo lainfluencia de la pasión, por hombres cultos y enbuena situación, con el consentimiento y la partici-pación de pastores de almas, desmoraliza, perviertey bestializa a los seres humanos más que cientos ymiles de asesinatos cometidos por hombres incultosde trabajo, casi siempre en los excesos de la pasión...Toda guerra, hasta la más breve, con todas las pér-didas que acompañan a la guerra, los robos, los des-manes tolerados, las depredaciones, las matanzas,con la supuesta justificación de su necesidad y justi-cia, con la alabanza y la magnificación de las haza-ñas bélicas y la simulación del cuidado por los heri-dos, pervierte moralmente en un año a los hombresmás que los millones de robos, incendios y asesi-natos que se cometen en el curso de cientos de añosindividualmente, bajo el influjo de la pasión".

El Estado, pues, la actual organización de la so-ciedad, es el responsable principal, el verdadero

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Anticristo, la personificación del mal, y Tolstoi lan-

za contra él su más enconado "Ecrasez l'infâme"6.Ahora bien, cuando el Estado como campeón de

la humana vida en común es sin más el "mal", lamás sensible forma del Anticristo sobre la tierra, se-gún Tolstoi, el deber más natural y lógico del"hombre cristiano" es el de huir tanto de las impo-siciones como de las seducciones de este diabólicofantasma. Rusia debe ser para el cristiano libre tanindiferente como Francia o Inglaterra; no se debepensar en naciones sino solamente desde el puntode vista estrictamente humano. Y así como Tolstoise aparta de la Iglesia ortodoxa, se retira tambiénespiritualmente de la sociedad estatal, cuando decla-ra: "No puedo reconocer a Estados o Naciones, nitomar parte en conflictos entre ellos, ni intervenircon escritos, ni servir a uno de ellos. No puedo to-mar parte en ninguna de las cosas que se fundan enla distinción entre Estados, como aduanas, recep-torías de rentas, fábricas de explosivos y armas ocualquier preparación para la guerra". El "hombre

6 Brutal frase de Voltaire (Aplastad a la infame, dirigida contra la

Iglesia), con la cual firmó a menudo notas polémicas y cartas, aun abre-viándola así: "Ecrlinf". - (N. del T.).

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cristiano" no debe tratar de obtener beneficios oventajas de instituciones estatales; no debe intentarenriquecerse bajo la protección del Estado o hacercarrera gracias a su protección. No debe invocar tri-bunales, utilizar productos de la industria, emplearen su vida alguna cosa que proviene del trabajo aje-no. No debe poseer bienes, debe evitar tomar dine-ro en sus manos, no puede usar trenes ni vehículos,ni tomar parte en elecciones o investir cargos públi-cos. No debe prestar juramento alguno de fidelidadni al zar ni a otra entidad análoga cualquiera, porquedebe su obediencia exclusivamente a Dios y a supalabra, como lo dicen claramente los Evangelios, yno debe admitir ningún otro juez fuera de su con-ciencia. El "hombre cristiano", según piensa Tolstoi-en realidad se podría escribir siempre en ese caso"el anarquista puro"-, debe negar el Estado y vivirmoralmente fuera de esta institución inmoral; sola-mente esta actitud o conducta meramente pasiva,puramente negativa, apática, que acepta voluntaria-mente todos los sufrimientos, lo distingue básica-mente del revolucionario político, que odia la orga-nización estatal en lugar de ignorarla.

Es necesario advertir el antagonismo de princi-pios entre Tolstoi y Lenín: con la misma severidad y

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decisión con que combate la organización socialpresente, el tolstoianismo condena también toda re-belión violenta contra la organización social, porquela revolución tiene que emplear el mal -la violencia,la fuerza- contra el mal. No se debe ni se puedecombatir al demonio con Belcebú. De acuerdo conel principio íntimo y supremo de "No oponerse almal con la fuerza", la doctrina de Tolstoi establecela resistencia pasiva e individual como la única for-ma permitida de lucha frente a la resistencia activa,revolucionaria. El "hombre cristiano" debe padecery aceptar toda injusticia que le impone el Estado, sinpor ello reconocerla nunca. Jamás puede emplear laviolencia para combatir a la violencia, porque consu acción agresiva reconocería como válido el prin-cipio del mal y de la fuerza: el revolucionario tols-toiano nunca golpea, se deja golpear, no aspira aninguna situación exterior de poder, pero no se dejaeliminar de su íntima posición de no violencia porviolencia alguna. Tiene el "poder", la facultad, no deconquistar el "Estado", sino de dejarlo a un ladocomo algo indiferente, insignificante, al que no per-tenece moralmente y del cual nadie puede obligarlecontra su conciencia a ser "súbdito".

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Tolstoi, pues, traza muy claramente la línea divi-soria entre su rebelión religiosa contra toda autori-dad y la lucha de clases, profesional y activa. "Cuan-do nos encontramos los revolucionarios, a menudonos engañamos creyendo que tenemos puntos decontacto. Ambos gritamos: Ni Estado, ni propiedad,ni injusticia, y muchas otras ideas más. Pero hay unagran diferencia: para el cristiano no existe Estado;aquéllos, en cambio, quieren aniquilar al Estado. Pa-ra el cristiano no existe la propiedad; aquéllos quie-ren eliminarla. Para el cristiano todos somos iguales;aquéllos quieren destruir la desigualdad. Los revolu-cionarios luchan contra los gobiernos desde afuera,el cristianismo, en cambio, no lucha en absoluto,destruye los fundamentos del Estado desde dentro".Si millares y cada vez más millares, cada uno indivi-dualmente y por convicción, no se dejan someter yprefieren dejarse exilar a Siberia, flagelar con el"knut" y echar en una cárcel, consiguen más -segúnTolstoi- con su heroica pasividad que los revolucio-narios con su violencia solidaria. Por esta razón, larebelión religiosa, mediante el exacto cumplimientode la no resistencia, se torna a la larga más peligrosay desbaratadora para el Estado que la sedición y lasconspiraciones. Para cambiar la organización del

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mundo, hay que transformar antes a los hombres.Lo que Tolstoi sueña, pues, es la revolución desdeadentro, no la de las armas, sino la de las concien-cias inconmovibles y preparadas a cualquier sufri-miento: una revolución de las almas y no de los pu-ños.

Esta "doctrina antiestatal" de Tolstoi -se remontauno con el pensamiento al tratado de Lutero sobrela Libertad del hombre cristiano- es en sí misma de unapoderosa fuerza impulsiva. La quiebra dentro deeste sistema comienza sólo cuando Tolstoi trata deinvertir su postulado de autodeterminación trans-formándola en una doctrina positiva del Estado.Después de todo, el hombre no vive en el vacío ymás allá de su siglo; donde se acumulan en capas oclases millones de seres humanos, y profesiones,oficios y cualidades se cruzan en las relaciones co-tidianas, debe encontrarse -aun eliminando al delin-cuente que sería el Estado- una forma de regulaciónen el orden existencial y con ello oponerse lo "jus-to" a lo que hasta ahora fue y es "injusto", el bien almal. Y por milésima vez en la historia de la huma-nidad, se demuestra que en lo sociológico es muchomás difícil la construcción que la crítica. Desde elinstante en que Tolstoi pasa del diagnóstico a la te-

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rapia, en que proyecta una futura comunidad huma-na mejor, en lugar de negar y condenar la organi-zación social presente, sus conceptos se tornancompletamente nebulosos, sus ideas, confusas. Por-que en lugar de un orden estatal fijo, estable, regula-do, con autoridades y leyes y órganos ejecutivos,Tolstoi recomienda -es asombroso oír esto en la-bios de un conocedor de hombres, que como nadiesupo investigar todos los abismos del alma terrenacomo recurso de cohesión para todos los encontra-dos intereses-, muy simplemente, "el" amor "la"fraternidad, "la" fe, "la vida en Cristo". El enormeabismo, cavado entre las clases poseedoras, cultu-ralmente mimadas, y las carentes de bienes, puedesalvarse, según Tolstoi, solamente si las clases ricasrenuncian voluntariamente a sus privilegios y no si-guen planteando a la vida exigencias tan grandescomo hasta hoy. Los ricos deben ceder su riqueza,el intelectual perder su ambición, el artista mirar ensus obras exclusivamente a la comprensión de partede las grandes masas, cada uno vivir solamente desu propio trabajo, sin recibir por el mismo nada másque lo necesario para esta forma primitiva de exis-tencia. La nivelación social -esta idea nuclear deTolstoi- no debe realizarse desde abajo, como quie-

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ren los revolucionarios, quitando por la fuerza lapropiedad a quienes la posean, sino de arriba abajo,por una concesión espontánea de los que poseen.Tolstoi comprende perfectamente que con este des-censo a una vida rústica y primitiva se perderán mu-chos valores de nuestra civilización; trató, por lotanto, en su obra, sobre el arte de aliviar para noso-tros esa renuncia, esa pérdida, desvalorizando la la-bor literaria y musical de nuestros más grandes ar-tistas, incluyendo aún a Shakespeare y Beethoven,porque no resultan lo bastante comprensibles parael pueblo. Nada le parece más importante que des-truir el terrible contraste entre ricos y pobres quehoy envenena al mundo. Porque apenas se reconsti-tuya la unidad entre los hombres mediante necesi-dades iguales o, más bien, mediante igual carenciade necesidades, a su entender, los malos instintos dela envidia y del odio no pueden encontrar ya sublanco. Será superfluo crear autoridades especiales yemplear la fuerza para combatirlos. El verdaderoreino de Dios sobre la tierra comenzará apenas seeliminen todas las subordinaciones hacia arriba yhacia abajo, y apenas los hombres hayan aprendidootra vez a formar una sola comunidad fraternal.

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Tan seductoras fueron estas teorías en un país deextremos contrastes sociales y tan poderosa era laautoridad de Tolstoi en su época, que despertaronen muchos hombres el deseo de dar realidad con-creta a esta nueva doctrina tolstoiana de la sociedad.En algunos lugares hubo gente que quiso poner aprueba la doctrina en la práctica y se fundaron co-lonias sobre el principio de la no-propiedad y de laeliminación de la fuerza. Pero fatalmente, estos in-tentos concluyeron en la desilusión y ni siquiera ensu propia casa, en su propia familia, pudo imponerTolstoi los postulados básicos del tolstoianismo.Durante años se esforzó para hacer concordar suvida privada en forma armónica con sus teorías: re-nunció a la caza, que le agradaba, para no mataranimales; evitó en lo posible utilizar el ferrocarril;destinó el producto de sus obras a su familia o a fi-nes de beneficencia; rechazó toda alimentación concarnes, porque presupone la muerte violenta de se-res vivos. Aró él mismo los campos, vistió toscasropas de campesino y con sus propias manos aplicónuevas suelas a sus zapatos.

Pero no pudo vencer la oposición de la realidadcontra sus ideas, y -ésta fue la más honda tragediade su vida- donde menos lo consiguió fue justa-

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mente entre los seres humanos que estaban más cer-ca de él, sus familiares. Su mujer se alejó de él, sushijos no comprendieron por qué ellos justamente,por las doctrinas de su padre, debían ser educadoscomo mozas de establo e hijos de campesinos, sussecretarios y traductores se pelearon como cocherosborrachos por la "propiedad" de las obras de Tols-toi; ni uno solo alrededor de él consideró la vida deeste magnífico pagano como algo verdaderamentecristiano y, al final, el contraste entre su conviccióny la mala voluntad de su ambiente se tornó tan do-loroso para él, que huyó de su casa y murió en unapequeña estación de ferrocarril, en un lecho ajeno,solitario y desengañado en sus más santas intencio-nes. Precisamente por la inflexibilidad de su con-vencimiento, por la falta de concesiones a sus ideas,su tentativa debió fracasar, esa tentativa de cambiarde golpe la organización del mundo, como siempreocurre al pensamiento ideal en el mundo terrenal.

Con todo, sería repetición intranscendente esta-blecer con arrogancia que el sistema conceptual reli-gioso y social de Tolstoi era irrealizable en nuestromundo real en conjunto, como la utopía política dePlatón o el orden social de Juan Jacobo Rousseau. Ytambién sería ridículamente fácil descubrir que sus

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escritos teóricos solamente en contados pasajes ais-lados irradian el esplendor y la fuerza de persuasiónde sus obras literarias; bastaría cotejar uno o dos desus cuentos populares, donde desarrolla las mismasideas, con el grito caldeado de sus escritos doctrina-rios, para advertir la diferencia. En las narracionespopulares, las más bellas de las cuales podrían estaral lado de las leyendas bíblicas de Job y de Ruth, essobrio, estricto, "magnífico", ocurrente, mientras ensu filosofía cae fácilmente en la vaguedad y el énfa-sis y, además, a menudo causa pena por su preten-sión dictatorial, como si él, León Tolstoi, en 1880años, hubiera sido el primero en leer "correctamen-te" el Evangelio y nadie más antes que él hubiesemeditado críticamente los problemas de la comu-nidad humana. A menudo nos sentimos llevados adar razón a la invocación de Turgueniev, que quisoarrancar a Tolstoi de los vagos tratados ¿Qué debemoshacer? y El reino de Dios está en nosotros, y de la inútilexégesis de la Biblia, para devolverlo al reino de lacreación literaria, donde él no es meramente uno detantos pensadores, sino el maestro indiscutido, elmás respetable pintor de su pueblo y aun de su si-glo. Pero sería injusto no admitir los poderososefectos, hasta históricamente universales, que el

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mundo debe a las teorías existenciales de Tolstoi, yno se exagera en absoluto estableciendo que ningu-na obra de pensamiento de sus contemporáneos, sinexcluir las de Carlos Marx y Nietzsche, lanzó sacu-dimientos parecidos para millones de seres huma-nos, aunque en direcciones completamente distintas.Como del corazón del paraíso las corrientes fluye-ron en línea precisamente opuesta, las ideas deTolstoi fecundaron justamente las más opuestasreacciones espirituales del siglo XX. Probablemente,nada le hubiera resultado tan ajeno como el bolche-vismo sistemático, que plantea como primer pos-tulado la destrucción del adversario -mientras que élexigía la igualdad por el amor-, que otorgó al Estado-el Belcebú de Tolstoi- una autoridad nunca soñadasobre el individuo, y con su concentración de todala fuerza, su ateísmo, su colectivización e indus-trialización, su voluntad de elevar a las masas fuerade su insensibilidad, justamente lo contrario deltolstoiano ¡Así debéis vivir! A pesar de todo, nadieallanó más el camino entre los revolucionarios rusosdel siglo XIX a Lenín y Trotzki que este conde anti-rrevolucionario, que fue el primero en ponersefrente al zar y, perseguido por el anatema del SantoSínodo, abandonó la Iglesia; que a golpes de hacha

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hizo pedazos toda autoridad constituida y colocó laigualdad social como condición previa de una nuevay mejor organización del mundo; prohibidas por lacensura, sus obras, copiadas, llegaron a manos decientos de miles de ciudadanos y convirtieron elpostulado de la abolición de la propiedad en con-cepto universal ya en una época en que los más ren-corosos revolucionarios sociales se conformabanmodestamente con reformas y mejoras liberales.Ningún libro, ningún hombre, contribuyó tanto a"radicalizar" a Rusia como el radicalismo ideológicode Tolstoi, nadie supo como él incitar a sus compa-triotas a no retroceder ante la osadía, la temeridad.A pesar de toda íntima oposición, le corresponderíaun monumento en la Plaza Roja. Porque así comoRousseau fue el vocero de la Revolución francesa,Tolstoi -probablemente contra su voluntad, comoaquél otro individualista sumo- fue el prodromos, elverdadero apóstol, de la Revolución rusa y aun de lamundial.

Pero, de curiosa manera, su doctrina influyócontemporáneamente en millones de otros sereshumanos en un sentido totalmente opuesto. Mien-tras los rusos toman lo radical de la teoría tolstoia-na, en otro rincón del mundo, en la India, Gandhi,

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no cristiano, extrae el apostolado del cristianismoprimitivo, la teoría de la resistencia pasiva, y organi-za por primera vez la técnica de esa resistencia consus trescientos millones de seres humanos. En estalucha emplea también todas las demás armas in-cruentas de Tolstoi, las únicas que éste recomendócomo aceptables: el abandono de la industria, el tra-bajo casero, la conquista de la libertad moral y polí-tica con la extremada limitación de las necesidadesmateriales. Cientos de millones, pues -unos en la re-volución activa de Rusia, otros en la pasiva de la In-dia-, hicieron propias las ideas de este revolu-cionario de la reacción o reaccionario de la revolu-ción y las convirtieron en realidad, aunque en unsentido que su creador hubiera rechazado o renega-do.

Pero las ideas no tienen ninguna dirección en símismas. Sólo cuando las aferra la época, el tiempo,son arrastradas lejos, como las velas por el viento.En sí mismas, las ideas son simplemente fuerzasmotoras que producen movimiento, sin saber enqué dirección lleva este movimiento, esta excitación.Es indiferente cuánto de ellas sea discutible; como,sin duda alguna, las ideas de Tolstoi maduraron lahistoria de la época y del mundo en las dimensiones

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más vastas, sus escritos teóricos, con todas suscontradicciones, pertenecen para siempre al patri-monio espiritual y social de nuestros días y puedendar hoy todavía mucho de sí al individuo. Aquel quelucha por el pacifismo y por el pacífico entendi-miento entre los hombres, difícilmente encontraráotro arsenal tan rico y sistemático de armas contra laguerra. Aquel que se rebela íntimamente contra elendiosamiento hoy en boga del Estado como la di-rección supuestamente única y valedera de nuestropensar y obrar y se niega a prestar a esta idolatría eltotal sacrificio de sí, se sentirá robustecido por este

fuoruscito7 de todas las patrioterías. Cualquier esta-dista, cualquier sociólogo, descubrirá en la críticafundamental de Tolstoi sobre nuestra época nocio-nes proféticamente anticipadas; cualquier artista sesentirá estimulado por la acción ejemplar de ese vi-goroso escritor que atormentó su alma para pensarpara todos y por todos y luchar con la fuerza de suverbo contra la injusticia en la tierra. Es siempre undeleite el poder sentir a un artista sobresaliente co-mo ejemplo moral también, como un ser que, en lu-gar de dominar gracias a su propia gloria, se con-

7 En italiano en el original, por "desterrado voluntario".

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vierte en servidor de la humanidad y, en su luchapor el verdadero "eros", se somete únicamente auna sola de todas las autoridades del mundo terre-nal: a su propia e incorruptible conciencia.

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EXTRAVIO Y FIN DE PIERREBONCHAMPS

LA TRAGEDIA DE FELIPE DAUDET1924

Este Pierre Bonchamps vivió solamente cincodías y nunca se llamó así: un nombre usurpado, de-trás del cual se escondía un niño fugaz y extraviado,título de una honda tragedia que no alcanzó a deve-lar por entero uno de los más candentes y apasiona-dos procesos de nuestra época. Pero precisamentelo inconcebible, lo inexplicable e impenetrable deeste caso convierte aquí una crisis individual y paté-tica de la pubertad en algo típico para muchos casosocultos. Y por eso mismo no será inútil narrar im-parcialmente los hechos en su sor-prendente suce-sión, exacta a pesar de todo, frente a todas las des-cripciones políticamente demasiado ardorosas.

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El 20 de noviembre de 1923, a la hora habitualde la mañana, Felipe Daudet, de catorce años y me-dio de edad, hijo del diputado y fanático realista Le-ón Daudet, nieto de Alfonso Daudet, se levanta,deja la habitación donde duerme en compañía de sumadre y se despide como siempre, sin que nada lla-me la atención.

Pero en vez de tomar sus libros, se lleva un tale-go mísero; en lugar de ir a la escuela, donde el díaantes presentó al maestro un ejercicio incorrecto delatín, va directamente a la estación de Saint-Lazare,para partir de allí hacia El Havre, y luego hacia elCanadá. Todo lo que posee se compone de escasaropa interior y 1.700 francos, que sacó de una có-moda de sus padres. En El Havre, el fugitivo estu-diante alójase en un pequeño hotel y se inscribe conel nombre de Pierre Bonchamps; desde ese instantecomienza su propia vida; ya no es Felipe Daudet, elhijo de familia acomodada, bien cuidado y aun mi-mado, sino algo nuevo, un aventurero, un indepen-diente, que inicia su camino por el mundo. Pero yaal primer paso en la realidad, se da de cabeza. En laagencia de navegación para el Canadá, para su des-consuelo, se entera de que los 1.700 francos no al-canzan ni de lejos para la travesía. El Felipe Daudet

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del día precedente aprendió a conjugar verbos grie-gos, sabe de César y Vercingétrix, puede calcularcon logaritmos y redactar bellas composiciones, pe-ro ¿dónde podía aprender que para marchar alNuevo Mundo se necesita pasaporte, pasaje y do-cumentos, que la suma que ayer le pareció fantásticaal joven escolar, hoy no le basta a Pierre Bon-champs para cruzar el océano? Trastornado, vuelveal pequeño hotel; el mundo lo ha rechazado; porprimera vez el concepto "el extranjero", envuelto enromanticismo, se abre para él, como un abismo detiniebla y oquedad. En su angustia, se aferra a loprimero que se le presenta; comienza largas con-versaciones con el camarero, con la camarera, queexperimentan una notable simpatía por ese joventan crecido, en cuya distracción presienten en segui-da algo trágico. Por la noche, se encierra en sucuarto, lee y escribe. Al día siguiente, el 21, el se-gundo de su nueva existencia, asiste por la mañanatemprano a la misa en la iglesia, última tentativa,acaso, para pedir a Dios un milagro; vaga luego porlas calles hasta el puerto, sin meta, vuelve por la tar-de otra vez al hotel, lee y escribe nuevamente, entreotras cosas, una carta que rompe en pedazos. Lapróxima mañana, el día 22, tercero de esta su nueva

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vida, se marcha, después de haber estrechado lamano de su único amigo, el camarero, diciéndoleque conserve como un recuerdo los libros que dejaen el cuarto.

Algo arde en el aspecto del angustiado jovencitoque llama la atención de la buena gente. Cuandoarreglan el cuarto desocupado, encuentran en el ca-nasto de los papeles los trozos de una carta desga-rrada. Por curiosidad combinan los fragmentos yleen asustados:

"Queridos padres, perdonadme, ¡oh!, perdo-nadme el enorme dolor que os proporcioné. Soy unmiserable, un ladrón, pero espero que mi arrepenti-miento borre esta falta mía. Os devuelvo el dineroque no gasté todavía y os pido que me perdonéis.Cuando recibáis esta carta, ya no estaré con vida.Adiós, os respeto sobre todas las cosas. Vuestro de-sesperado hijo, Felipe." Después una breve posdata:"Abrazad por mí a Clara y a Francisco, pero nuncales digáis que fui un ladrón."

Tiemblan las manos de esa buena gente. Su pri-mer pensamiento es correr a la policía para impediren lo posible el suicidio o advertir a los destinata-rios de la carta. Pero las señas de la carta los asus-tan. León Daudet es temido hasta lejos de París por

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su agresividad, tiene mala fama por su vehemencia,es alguien que sabe odiar mortalmente; comunicarleque su hijo es un ladrón, sólo puede traer amargasconsecuencias. Por ello, ocultan la carta. Y comomiles de veces en este mundo nuestro, un hombreperece por la cobardía de los demás, por su angustiaante un pequeño disgusto, por inercia de espíritu.

¿Por qué huyó Felipe, por qué abandonó la casapaterna, por qué se transformó en Pierre Bon-champs? ¿Fue odio contra el padre, crisis nerviosa,temor del profesor de latín, espíritu de aventura?¿Algunos habituales motivos patológicos de la pu-bertad? Ninguna carta, ninguna palabra de su diariodan una respuesta clara. Pero algo del misteriosoextravío de su alma revelan ciertos apuntes que es-cribió la noche antes de huir, con torpe caligrafía deniño, y que luego, antes de irse de París, regaló a unapersona encontrada por casualidad. Son pequeñaspoesías en prosa, inspiradas evidentemente en Bau-delaire y tituladas, a la manera del viejo maestro deSatanás Los perfumes malditos, poesías de casi ningúnvalor literario, pero asombrosamente reveladorasdel extravío de la pubertad. Citaré aquí tres de estospoemitas:

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Hija de Nereo. "Hemos bailado juntos en una des-preciable hostería de Montmartre y, desde entonces,la volví a ver a menudo. No es más que una ramera,pero ella lo sabe. No es bella, pero lo sabe. Es hijade un ex primer ministro de Rusia y, cuando estaborracha de baile y licores y amor, canta mejor quenunca cantó sirena alguna."

Muchachas perdidas. "Pasé la noche con muchachasperdidas. Olvidé sus rostros, solo recuerdo suscuerpos brutales tantas veces abrazados, pero cuer-pos de mujer, sin embargo, y Villón dice: "Tan sua-ve y puro..."

Partida. "Mi alma tiembla de placer pensando entodo lo que sentiré pronto. Ante mis ojos pasan elsol de Provenza, las bellas muchachas morenas, losclaros y atrevidos varones, los negros cielos delNorte y la nieve y la eterna tristeza. Todo esto losentiré, lo viviré, y sólo debo hacer vibrar en mí lacuerda que todos llevamos adentro y seré feliz, siesto es posible. ¡Adiós, mi vieja casa! ¡Adiós, mispadres! Nadie comprenderá por qué me marché,nadie sospechará las sensaciones que me han echa-do de aquí. Dos días más, y como el pájaro en suprimer vuelo, me iré hacia lejanos países, hacia nue-vas sensaciones... en la aventura..."

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"Nadie sospechará las sensaciones que me hanechado de aquí..."; este verso mínimo de niño se haconvertido en realidad y ningún procedimientopuede aclarar la tiniebla de este corazón de niño,revuelto por un tempranero viento del trópico.

Cuando estos apuntes del niño de catorce años ymedio se conocieron y publicaron en el curso delproceso, León Daudet, el padre, se rebeló amarga-do. "¿Cómo es posible -grita- que mi hijo Felipeentregara su manuscrito a un hombre completa-mente extraño, cuando no nos lo enseñó siquiera anosotros?" Este grito es tan típico de los padrescomo la poesía para el hijo. Ellos no pueden com-prender lo más comprensible, es decir, que los ni-ños prefieren entregar su secreto a cualquier per-sona extraña y no a los parientes más cercanos, yque menos se avergüenza de los ajenos que de losde su propia sangre. Precisamente porque ven siem-pre en el hijo a un niño, los padres permanecen cie-gos, naturalmente, más tiempo que los demás ante elhombre nuevo, que crece en silencio, ante el otro yode cada ser en desarrollo, ante el Pierre Bonchamps,el fugitivo, el aventurero, que se oculta en cada jo-vencito catorceañero, aunque no se llame Felipe niDaudet. De nada sirve en esto la inteligencia o la

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psicología: nunca quedó demostrado más clara-mente esto que en el presente caso, porque LeónDaudet es, por un lado, médico culto, patólogo ydiscípulo de Charcot; por el otro, psicólogo de pro-fesión, descriptor e investigador del hombre; hu-biera sido, pues, predestinado a la observación co-mo ningún otro. Pero su maestría caracterológica,esta ciencia mágica que sabe caricaturizar con trazofirme cada ser, falla precisamente en un solo caso:en su hijo. El hijo duerme en el cuarto de la madre,cerca como la respiración; sus padres hablan con élde día y de noche, pero no le han mirado una solavez en sus años interiores. Le llaman el pequeñoFelipe; para ellos es el jovencito larguirucho, alrede-dor de cuyos labios nace ya el bozo, un ser todavía amedio crecer, ingenuo, intacto, sin sexo, y el PierreBonchamps que en sus poesías sueña con prostitu-tas y con suaves abrazos de mujer, es para ellos to-davía el niño Felipe, que a la mañana va a la escuelay compone sus ejercicios de latín. El padre, sin em-bargo, conoce los ataques epilépticos del hijo, noignora la tara heredada del abuelo -Alfonso Daudetfue un enfermo de tabes-, sabe de su apasiona-miento por la evasión y la aventura, porque a losdoce años había huido hasta Marsella y sólo por una

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casualidad pudo ser reintegrado a la familia. Perojustamente aquí nada sospechan; los que lo sabentodo, nada entienden del caso de esta alma de niño,y consideran la tragedia como una tonta locura ju-venil...

Por eso no se preocupan demasiado, por lo me-nos, a juzgar por las apariencias. Mientras PierreBonchamps vaga por las calles de El Havre, con elalma encogida de angustia, la muerte ante los ojos,mientras en París se atreve a frecuentar los círculosmás peligrosos, el padre -durante todas estas cincotrágicas jornadas- escribe todos los días sus valien-tes editoriales sobre política y literatura. Tampoco lamadre de Felipe se queda atrás, charla con la plumasobre tres largas columnas, acerca del Arte de enve-jecer, con la misma espiritualidad que con los labioscharlan en los salones mundanos. No realizan lamenor búsqueda, no comunican nada a la policía,apenas al cuarto día desde la fuga del hijo, aparece alpie del invariable editorial del padre una breve nota:"A uno de nuestros corresponsales del Sur: Leaconsejo el inmediato regreso; es lo más simple. L.D.". En esta frase terriblemente seca y casi amena-zante: "es lo más simple" siéntese toda la indolenciade la convicción paterna: "¡Bah!, ya volverá, el ton-

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to". Ningún grito de ansiedad, ningún presen-timiento del horror, ningún gesto de perdón tampo-co en esto. Una vez más, también en esto, comosiempre en todas las cosas, el último delito, la últimaculpa se llama: inercia del corazón.

Entre tanto, Pierre Bonchamps ha llegado a Parísde vuelta, en tercera clase, sacudido por el rápidoviaje, zarandeado por caóticos pensamientos. Se en-cuentra otra vez en la estación, en la misma que tresdías antes creyó pisar por última vez y desde la cualesperó volar hacia su propia vida; un rechazado, unfracasado ahora. ¿Adónde irá? En ningún caso a laresidencia paterna ni a las de amigos de los padres;ya lo traicionaron una vez con ocasión de su prime-ra fuga. Y llega a dar entonces una vuelta en redon-do tan sorprendente y, sin embargo, tan conse-cuente como nunca se atrevió a imaginarla ningúnnovelista y como sólo la realidad, esa literata siem-pre suprema, la puede inventar. Pierre Bonchampstoma en la estación un automóvil de alquiler y vadirectamente a la redacción del periódico anarquista,es decir, a casa del enemigo más encarnizado ymortal de su padre. El hijo del jefe de los monárqui-cos se refugia -como Coriolano entre los volscos-entre los peores enemigos del realismo. Alguna ge-

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nial intuición en el afiebrado cerebro infantil llévalea la conclusión psicológicamente audaz, según lacual con nadie de todos los parisienses estará másseguro que entre los enemigos irreductibles de supadre. El automóvil se detiene y él sube a la redac-ción; da su falso nombre de Pierre Bonchamps,confiesa ser un anarquista ardoroso y para justificarsu presencia desarrolla el plan de acuerdo con el cu-al -admírese lo monstruoso de esta audacia infantil-quiere asesinar a uno de los hombres eminentes dela república burguesa, al presidente Poincaré o a...León Daudet, su propio padre.

¿Habla en serio al manifestar esta resolución?No parece inverosímil que Felipe odie al padre, aunprescindiendo de los conocidos axiomas psicoana-líticos. Tal vez esta fuga loca revela solamente unafrenética antipatía al padre. Y más extraño aun es eltestimonio de una carta que entrega en sobre cerra-do al redactor Vidal, para el caso de que llegara apasarle algo y que revela hasta qué punto jugara elniño con la idea del atentado político. La carta quedespués de su muerte llegó efectivamente al verda-dero destinatario, dice:

"Querida madre: Perdóname el enorme tormentoque te causo, pero hace mucho que soy anarquista,

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sin atreverme a decirlo. Ahora me llama mi cometi-do y creo mi deber hacer lo que hago. Te amo mu-cho. Felipe".

Ni una palabra acerca del padre, contra el cual yaapunta, sin ser visible, su revólver.

¿Piensa él en serio en el plan homicida? Misteriosin respuesta. ¿Y proceden verdaderamente en seriolos anarquistas que reciben en seguida amablementeal desconocido Pierre Bonchamps -todavía no sos-pechan a quién tienen en sus manos- por este insen-sato ofrecimiento, lo miman y cuidan, le prestan di-nero, le proporcionan un arma, y llevando a las reu-niones de la juventud ácrata al mismo jovencito amedio crecer, que ayer todavía fue devotamente a laiglesia en El Havre, y al mismo tiempo robustecen,por así decir, su muñeca? ¿Son siquiera anarquistasgenuinos, verdaderos, éstos entre quienes se es-conde el fugitivo estudiante de buena fe, con el co-razón en los labios? De todo el proceso y no sola-mente de las afirmaciones de León Daudet se recibela penosa impresión de que estos camaradas peli-grosos para el Estado mantienen una extraña amis-tad con la policía; hasta surge violentamente la sos-pecha de que todo este Libertaire, este peligroso li-belo, no es tan peligroso como quiere hacerlo creer

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con sus gestos. En este círculo parecen mezclarseatentados falsos y genuinos, con otros artificiales yespontáneos, tolerados en silencio, y en forma tanrara que cabe perfectamente suponer que el pobre eingenuo joven fue a caer en una cueva policial y noen un local de acción de la anarquía. De todas ma-neras, le tratan como amigo, se lo pasan de mano enmano; el niño burgués mimado duerme en casa de laamante de un vagabundo, en la buhardilla, luego enuna alcoba; vaga durante tres días por cabarets de ín-fimo orden, sin dinero ya, y de noche, con los bolsi-llos vacíos, por el Mercado central, sin saber lo queha de hacer. Estos tres últimos días de Pierre Bon-champs son una odisea trágica por todos los maresde la desesperación. Es inútil que en el proceso seciten testigos y más testigos, vendedores, chóferes;nada aclara las tinieblas de este extravío trágico detres días en el niño, a dos o tres kilómetros de la ca-sa de sus padres. Alguna vez, la declaración de untestigo arroja un rayo de luz sobre una hora, sobreun minuto: se ve al escuálido joven, en un frío díade noviembre, ofrecer lo último que posee, su so-bretodo, como prenda por un par de francos, se leve dejarse pagar un miserable almuerzo en el "bis-tro" de los ácratas, se le ve salir trasnochado de una

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buhardilla ajena, se le ve subir otra vez a la redac-ción a visitar a sus nuevos amigos. Pero sólo se lo-gran momentos aislados, escenas y episodios, y sólopuede imaginarse lo que este pequeño fugitivo antestan mimado debió sufrir en tal odisea.

Finalmente, el 24 de noviembre, el quinto día desu existencia como Pierre Bonchamps, lo envían acasa del librero Le Flaouter, en el bulevar Beaumar-chais. Balzac no hubiera podido inventar para estavirada una figura más fantástica que este cómplice yencubridor profesional de toda oscura intriga. Por-que este pequeño librero de un bulevar del suburbioreúne en su carácter de grandes mallas toda clase deextrañas funciones. Posee una diminuta bibliotecacirculante (esto oficial, públicamente), luego es co-merciante de libros y fotografías pornográficas (estoocultamente), en tercer lugar actúa como anarquistay presidente de la Comisión para la amnistía (estouna vez más públicamente) y en cuarto lugar, esconfidente de la policía (y esto en el mayor secreto).A este cínico individuo, a quien le recomiendan co-mo camarada en ideas, envían los anarquistas o seu-doanarquistas al pobre jovencito, que debe solicitarallí una edición de Baudelaire, pero en realidad pro-curarse un jou-jou, un revólver, después de confesar

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su intención de cometer un atentado. Le Flaouter leescucha gentilmente, le recibe más gentilmente aun,promete buscarle el libro para esa tarde; y le invita avolver entre las tres y las cuatro.

Cuando el desgraciado joven, desesperado, porúltima vez Pierre Bonchamps, llega esa tarde a lascuatro, la tienda está rodeada por todas partes poragentes de la policía secreta, como si se tratara real-mente de apresar a un individuo peligroso para elpaís, al criminal su-mo. Pero -cosa muy extraña- to-dos los agentes pedidos amablemente por LeFlaouter (desde aquí se tiende sobre todo el procesouna espesa penumbra) afirman que no vieron entrarni salir al joven descrito, y nadie sabe -porque eltestimonio de un perdulario como Le Flaouter novale un ochavo- lo que allí ocurrió en ese cuarto dehora. En esta cueva terminan los hechos sus-ceptibles de comprobación. Sólo cobra de nuevoevidencia el dato de que, veinte o veinticinco mi-nutos más tarde, llega al hospital Lariboisière unautomóvil de alquiler, en que yace, junto al revólver,un joven con un tiro en la sien. El chófer Bajot de-clara con precisión que a las cuatro y quince fue lla-mado en la plaza de la Bastilla por este joven, con laindicación de que lo llevara hasta el Circo Medrano.

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Por el camino, en el bulevar Magenta, oyó una de-tonación; creyendo que hubiera estallado un neu-mático de su coche, bajó en seguida. Pero ya la san-gre corría por el estribo y entonces se dirigió alhospital en seguida, para entregar allí al moribundo.

Contra todo esto, León Daudet afirmó cada vezcon mayor violencia que su hijo, apenas los ácrataslo reconocieron como tal, fue muerto de un tiro encomplicidad o aun con la ayuda de la policía en casade Le Flaouter, y que lo colocaron moribundo en elautomóvil ya apalabrado antes por la policía. Perosu acusación contra asesinos desconocidos, comootra subsiguiente contra el comisario de policía,queda sin resultado; finalmente, el chófer, molestopor los ataques de Daudet, cada vez más violentos,demanda a su acusador, y León Daudet es con-denado por calumnia. Para los jurisconsultos y elpúblico político, con este veredicto el caso de FelipeDaudet queda dilucidado y confirmado el suicidio;no en cambio para el psicólogo, pues queda in-diferente ante las resoluciones de los tribunales y aquien nunca desafía el hecho notorio, sino las cau-sas misteriosamente ligadas al mismo, aquel enreda-do juego que la verosimilitud se permite a menudocon la verdad. El psicólogo considera demasiado

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imprevisto, demasiado violento, este suicidio de Fe-lipe, demasiado ilógicamente vulgar para el impe-tuoso jovencito que, desde la primera audacia de lafuga y el hurto infantil, sube cada vez más, se elevafugazmente en cinco días desde la penumbra de unaula escolar a planes políticos fantásticos y se trans-forma de niño tímido y angustiado, en forma másgrandiosa de lo que podría inventar una novela lite-raria, en un hombre heroico o, si se prefiere, en unhombre criminalmente valeroso. ¿Se aclarará algúndía el excitante dramatismo de aquellas últimas ho-

cidio fuera de los tribunales, en la última instanciade la certeza espiritual? ¿Se explicará alguna vez loincreíble de aquella fantástica situación de cómo elhijo del realista, convertido en proletario, en vaga-bundo, conspira contra su padre en un círculo deanarquistas autorizados por la policía, y luego, comosi estuviera cubierto por una capa que lo torna invi-sible, cruza sin ser visto, en pleno día, el cordón deagentes de investigaciones que le acechan, para vol-ver de pronto el revolver contra sí mismo? Muchome temo que no quede mucha esperanza...

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Pierre Bonchamps no puede hablar ya. Felipe, elniño, ha sido sepultado. Y la muerte posee mandí-bulas duras, no suelta ningún secreto.

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LEYENDA Y VERDAD DE BEATRICECENCI

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La Historia siempre aparece primero como sus-tancia bruta; es el escritor o aquel otro literato anó-nimo que llamamos leyenda quien le otorga formarepresentativa. La literatura renueva lo pasado con-virtiéndolo en vida permanente, la invención une ala argumentación audaz la casual yuxtaposición de larealidad, y algún tiempo después ocurre lo más sin-gular: la leyenda proyecta su sombra sobre la reali-dad, y gracias a ella, sobreviven en nuestra memoriafiguras que nunca vivieron así en la verdad y quesolamente el poeta despierta a esa vida.

Pero, cosa extraña, cuando en alguna ocasión secomparan en un examen esas figuras ya indepen-dientes con su imagen histórica original, la leyenda

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con la historia, la literatura con el documento, heaquí que, a menudo, después de décadas y siglos, lapersonalidad verdadera vuelve a parecernos másreal que la transmitida por la literatura. Los docu-mentos acerca de Wallenstein, el proceso de Juanade Arco, plantean a la colaboración de la psicologíaexigencias más altas que la configuración demasiadopulida y casualmente lógica de los dramas de Schi-ller. Precisamente por la ausencia de todo senti-mentalismo, la naturalidad desnuda de la Historiaimpresiona más que la forma de la tragedia con sudisfraz dramático, y la materia, la lógica realista delos hechos, posee mayor influencia convincente quesu elaboración literaria. Por eso hemos visto palide-cer una tras otra toda una serie de esas figuras litera-riamente embellecidas por la firme y cuidadosa la-bor de los investigadores de la Historia. Y justa-mente en este momento está marchitándose una le-yenda para revivir como historia: la trágica crónicade Beatrice Cenci.

En la Galería Barberini de Roma está colgado unretrato de mujer que durante dos siglos se atribuyó aGuido Reni y se consideró constantemente comoretrato de Beatrice Cenci. Fue difundido en millaresde copias, en colores, en grabados y fotografías, en

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nada inferior a la descripción de Stendhal. Esta jo-vencita -imagina fantasiosamente ese escritor por logeneral nada romántico- representa a la desdichada,con el vestido extrañamente compuesto que se hizopreparar para su ejecución, y los "ojos muy suaves"tendrían una "asombrada expresión, como si hubie-ran sido sorprendidos en el momento de sus másamargas lágrimas". En realidad, el retrato muestra auna muchacha de unos dieciseis años, que mira porencima del hombro al observador, sin la menor an-gustia, sin el menor asombro, un rostro de inocen-cia, todo curiosidad solamente y amabilidad delica-da, sin un solo rasgo, pues, que pueda pertenecer auna osada parricida, que dentro de pocas horas de-ba ser ajusticiada en presencia de todo el puebloromano. Y, en realidad, la imagen nunca representóa Beatrice Cenci, y Guido Reni no pudo haberlapintado cuando ella vivía, por la simple razón deque -los historiadores son despiadados con la le-yenda- llegó a Roma por primera vez tres años des-pués del suplicio. Carecen de fundamento, pues, elestremecido asombro de Stendhal y la románticatragedia de Shelley, quien la hace perecer víctimaemocionante de la bestialidad paterna; la realidad,que los documentos ponen al desnudo, nos da un

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cuadro esencialmente distinto. Menos inocencia,menos pureza, menos romanticismo y super-abundancia; en cambio infinitamente más fuerzadramática, tumulto de sentimientos, audacia heroica.Muestra al Renacimiento tal como fue en realidad:brutal y sangriento, sin escrúpulos y cruel, luchaprimitiva de naturalezas desencadenadas, tragediaenorme y penetrante como aquella de la familia delos Atridas. Y en lugar de la fría novela de Stendhal,en lugar del bello drama retórico y sólo un pocodulzón de Shelley, tenemos de pronto una novelaconfigurada por la documentación -sobria y duracomo un sillar-, la historia real de esa generación

infame y salvaje8.La historia de los Cenci comienza en este caso

con Francesco Cenci. Y apenas se han visto las pri-meras líneas de su retrato, la memoria se contraepasmada: ¿de donde conocemos a este hombre, aeste anciano bajo, vulgar, cínico, codicioso y brutal,a esta araña del placer, que comete todas las infa-mias imaginables, que esclaviza a sus hijos y les es-camotea su herencia, que se encierra en una aparta-

8 Corrado Ricci, "Die Geschichte der Beatrice Cenci" (La historia

de B. C.), Stuttgart, R. Noffmann, 1927. Existe la edición original ita-liana, momentáneamente agotada, pero en reimpresión.

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da posesión y allí se entrega al más bajo desenfreno,a este perverso demonio, asesinado finalmente porsus propios hijos, confabulados secretamente? Lamemoria se concentra y de pronto lo sabemos: sí,es, rasgo por rasgo, Fedor Pavlovich Karamasov,creado casi tres siglos después por Dostoiewski.

El retrato concuerda en el menor rasgo y es cosade estremecerse ante tanta semejanza casual. Tam-bién Francesco Cenci es rico, y rico solamente porinmunda explotación. También él escapa, gracias ala falta de aplicación de las leyes, al castigo por susculpas y desvíos; pero está constantemente en con-flicto con la justicia, sin que el miedo logre dominarde modo permanente su grandioso cinismo. Se leencierra en la prisión del Capitolio por asesinato yviolación, y compra su libertad por cien mil escu-dos. Otra vez, después de idéntico crimen, se refu-gia en el hospital de los Incurables, de donde salecon dificultad, sí, pero por dinero, sucio y cubiertode sarna como un pordiosero, él, uno de los noblesmás ricos y poderosos de la época. Se le somete aproceso, en una forma terriblemente parecida a la deOscar Wilde, porque en su propia casa pecó consirvientes y sucios jóvenes del arroyo; vuelve a es-caparse de la hoguera gracias al soborno y a la astu-

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cia. Como en el caso de Karamasov, se exasperaentre Francesco y sus hijos una encarnizada luchapor la herencia, que él les retiene, por el dinero, queemplea exclusivamente para el placer de someter alos demás. Exactamente como Karamasov, perse-guido y amedrentado, el cruel anciano se retira porfin a una posesión alejada, en la "Petrella" y exacta-mente también como Fedor, que arranca a su hijoAliosha del claustro y lo arrastra consigo en amargasoledad, Francesco Cenci lleva consigo, como pri-sioneras en su amurallado y siniestro castillo a susegunda mujer Lucrecia y a su hija Beatrice Cenci,que cuenta entonces dieciseis años.

Como prisioneras, porque la mujer y la hija nopueden ver a ningún hombre, no pueden tener tratocon nadie. Las ventanas de su habitación están cla-vadas, no puede llegarles una sola carta, no puedenrecibir ningún mensaje del mundo exterior, y cuan-do el inhumano llega a saber que Beatrice se ha diri-gido al Papa pidiendo su liberación, cae sobre ellacon un látigo y la derriba en un lago de sangre. Im-pide su casamiento para no darle la dote, impide surelación con los hermanos, de quienes -con razón-teme lo peor. Porque sus hijos heredaron su sangre,son asesinos, lascivos, perdularios corrompidos sin

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temor de Dios ni de las leyes, brutales, sensualmenteviolentos y sin miedo. El sabe que no vacilarían eneliminarlo en la hora conveniente, como entonces seeliminaba a los enemigos en Roma: de una puñala-da. Por eso el viejo demonio estaba siempre alerta.No toma un bocado de comida, una gota de vino,sin que antes los haya probado Beatrice o Lucrecia.Cierra su dormitorio, para no ser atacado mientrasduerme, exactamente como Fedor Karamasov sesiente invadido constantemente por sombríos pre-sentimientos acerca de su destino y, a pesar de sutotal salvajismo, colmado de perruno y cobarde te-rror por su vida.

La historia del mundo apenas conoce escenariostan terribles como esos tres cuartos en el pétreocastillo de la Petrella, llenos de perversidad, terror,brutalidad y horror, y no hay tal vez ninguna des-cripción del Renacimiento que haya mostrado conigual atrocidad la gigantesca lucha de indomablesinstintos en la oposición más terrible de padre e hi-ja, de varón y mujer, de hijos y padre. Solamente elmito atrida, en sus colosales medidas y su bárbara ysombría luz, posee semejante grandiosidad horripi-lante de las personalidades erguidas atrevidamenteen el peligro.

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Pero esto no era suficiente para la leyenda. Ellanecesitaba algo claro en contraste con este fondotrágico, una figura emotiva como contraparte deldiabólico demonio del viejo vicioso y codicioso, unimpulso conmovedor de la tragedia que se inicia; yasí inventó muy pronto la leyenda de una BeatriceCenci pura y casta. El padre cayó sobre la virgen y ladeshonró, y la virtud, sacudida por la ira y la indig-nación, se vengó en el padre que la estupró: de estamanera elabora la leyenda la historia previa del cri-men. Pero los documentos, que nunca muestran lamenor simpatía o parcialidad por Francesco, igno-ran totalmente este extremo crimen. Hablan de di-nero robado, de humillaciones, de brutalidades, pe-ro nunca de aquella última infamia de FrancescoCenci. En ellos, Beatrice no figura como una mártirinocente, sino -grandiosa en otro sentido- como hijacabal de su padre, audaz, resuelta a todo, aun másallá de los últimos límites naturales, sensualmentefrenética y empecinada en la venganza, una mujerdel Renacimiento, animosa y atrevida e irreflexiva-mente audaz en su arrojo. Su padre la humilló, supadre la golpeó, su padre le quitó con el encierrotoda su vida: debe morir, pues ella sacrifica a estameta todo, hasta su cuerpo.

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No puede ejecutar sola este acto extremo, ni conla ayuda de la madrastra, que está de acuerdo conella, ni siquiera entre tres, con su propio hermanoademás, que de lejos aprueba abiertamente el asesi-nato. No es posible emplear veneno, porque el pa-dre es muy precavido. Les falta fuerza física paramatar con un hacha al gigante, robustísimo aun en lavejez. Buscan, pues, a un cómplice más; Beatricetrata de hallar a un hombre, que al precio de sucuerpo, como Egisto con Agamemnón, aplique elgolpe mortal. Y lo encuentra pronto. Olimpio, cria-do y guardián de la casa, es un hombre imponente,de cuerpo vigoroso y enorme valor, ambicioso, va-nidoso: la joven no tiene, pues, que luchar muchopara seducirlo y quitárselo a la esposa, y paga porentero el precio. Por una escala de mano Olimpiollega trepando todas las noches al cuarto, al lecho dela niña; y allí elaboran el plan para eliminar al viejodemonio y aun ganan la complicidad de otro.

Y tenemos otra vez a Karamazov: del mismomodo que Fedor, en la noche, con un martillo, a unaseñal convenida, Francesco es atacado por los dosconjurados, después de haberle dado un soporífero.El uno le hunde el cráneo, mientras el otro mantieneapretado contra el suelo el cuerpo del gigante. Lue-

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go, arrastran el cadáver hasta la terraza de madera,que la noche antes perforaron, para dar la impresiónde que el balcón, ya podrido, cedió casualmente yFrancesco Cenci, casualmente también, se precipitóen el vacío. A la mañana siguiente, se encuentra elcadáver aplastado al pie de la terraza.

El arrebato concibió el plan, el arrebato lo eje-cutó, pero no la reflexión. Demasiado prepotentes,demasiado orgullosas para anticiparse a la sospecha,las dos mujeres descansan en una insensata des-preocupación. Ocultan a medias las ropas ensan-grentadas, dejan ver el cadáver en su dormitorio atoda la ciudad, sin prevención alguna; luego, lamisma tarde, lo hacen enterrar con gran prisa, comosi fuera el de una bestia. Como seres típicos delQuinientos, como amos de vasallos y aristócratasorgullosas, creen innecesario ocultar nada y ser pru-dentes: desdeñan las charlas de la plebe, los chismesde las sirvientas, desprecian a las mujeres de loscómplices -esta inmundicia que se quita de en mediocon una puñalada, si se atreviera a abrir la boca-.Intima y exteriormente, se sienten superiores a todaley, porque poseen la riqueza, el poder de los gran-des. Con palabras de triunfo, Beatrice comunica alhermano el feliz resultado del hecho; y sin advertir

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lo sospechoso del proceder, regala a su amante, alasesino, a Olimpio, como recompensa, el anillo conun brillante y un traje del padre asesinado, como sipremiara a un criado por un acto valiente.

Pero poco a poco, el cuchicheo se agita y crece, yla mala suerte dispone que a la sazón gobierne unPapa severo. Como en el caso de Gilles de Retz y detodos los aristócratas criminales de la Edad Media y,tal vez, todavía en el caso de los ricos de los tiem-pos modernos, hay siempre uno para toda una ge-neración, en quien el Estado, el poder terrenal, haceun escarmiento. La riqueza, que generalmente es unescudo protector, se convierte en ruina precisa-mente para el más rico, en este caso, los Cenci, por-que el castigo del culpable beneficia al Estado con laconfiscación de enormes bienes. El papa Clementeestá resuelto por fin a tomar en serio la ley. A pesarde ello, la investigación, al comienzo, se realizablandamente; Beatrice, su madre y su hermano soninterrogados con gran prudencia y confinados ape-nas en sus casas. Parecería, pues, que, como siempreen estas ocasiones, el triste suceso quedará apañadocon retrasos, sobornos y compromisos. Los dostestigos más importantes, los verdaderos asesinos,han huido; uno de ellos es inhallable, pero el otro,

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Olimpio, se atreve luego, confiado en el poder delos Cenci, a mostrarse abiertamente en Roma. Y unavez más es sólo la insensata arrogancia, la arre-batada osadía de las gentes del Renacimiento, la quetrae la ruina de los nobles delincuentes. Porque co-mo los testigos podrían llegar a ser molestos, loscompromisos con esos plebeyos son desagradablesy, como, además, repugna al "honor" de esta familiade asesinos que un mozo de la clase baja, Olimpio,pueda vanagloriarse de haber sido el amante de unaCenci, ellos resuelven, sin más ni más, hacerlo desa-parecer. Alquilan al espadachín, que entonces erafácil encontrar, y Olimpio es secuestrado violenta-mente y asesinado. Y con la misma cínica despre-ocupación de los señores, de los amos, los valento-nes dejan abandonado el cadáver en la calle, desde-ñando la ley, que finalmente se irrita e interviene,exasperada por tan desafiante audacia, por tantaarrogancia.

Y la ley posee en esa época una garra terrible, unarma horrorosa: el tormento. A Beatrice, a Lucreciay al hermano, como a todos los demás complicados,se les lleva por orden del Papa a los calabozos delcastillo de Sant'Angelo. Allí, en las celdas húmedas yfrías de las cámaras de tortura, comienzan los horri-

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bles interrogatorios, los tormentos que destruyenlos nervios; los documentos los describen, y lacuerda y el diabólico invento de la "veglia", del tor-niquete aplicado a los miembros, son tan cruelesque los torturados confiesan prontamente. Y ahorala tragedia corre con irresistible prisa hacia el final.Recae la sentencia en los reos: pena de muerte por laespada para la madrastra y la hija, descuartizamientodel hijo parricida.

Y muy poco antes de la muerte, se descubre ypierde sus velos, a la vista de los que observan, en-tre tanto derrumbe en el abismo, un último secreto,sumamente embarazoso para la leyenda: BeatriceCenci, que más tarde aparecerá como una segundaLucrecia y será celebrada como virgen inflexible,dicta su testamento antes de la ejecución y en él ins-tituye como herederas universales a las "Hermanasseráficas de los estigmas de San Francisco" y fija le-gados para una treintena de instituciones, iglesias,monasterios, hospitales, congregaciones y cárceles.Pero la disposición más extraña en este documentoes un codicilo, aparentemente sin importancia, en elcual deja una gruesa suma a una amiga de confianza,para un niño determinado, que no se indicó con sunombre, quien deberá recibir ese capital, con sus

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intereses, cuando llegue a la edad de veinte años. Larepetida mención de este niño anónimo, conocidosolamente por la amiga, tanto en el testamento co-mo en el codicilo, ya no deja ninguna duda de que larelación con Olimpio no quedó sin consecuencias yel impulso de Beatrice en eliminar a su padre sefundó también, después de todo, en el miedo de quedescubriera su maternidad. Con eso tambalea y sederrumba ciertamente una gran parte -la esencial- dela leyenda, pero se revela mucho más humana, másclara y aun impresionante la tragedia interior queocultó durante siglos enteros el castillo de la "Petre-lla".

El 11 de setiembre de 1599 se cumple la ejecu-ción. Alrededor de medianoche, entran en las celdasde los condenados las escalofriantes figuras de losConfortatori, los consoladores, disfrazados, cubiertala cabeza con negras capuchas y la cara con antifa-ces, llevando linternas en la mano. Se conduce a loscondenados lo primero a oír misa y a confesarse pa-ra comulgar; luego, sólo entonces, marchan caminode la muerte. Abren el cortejo las congregacionistasde los Estigmas, descalzas, envueltas en sacos decolor ceniciento, con una gruesa soga alrededor dela cintura y colgando de ella el rosario, luego solda-

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dos y esbirros, los miembros del tribunal y la Her-mandad de la Misericordia; detrás del carro de loscondenados otras órdenes piadosas, cantando leta-nías, y numerosas masas de pueblo, de tal maneraque esta ceremonia tiene casi el aspecto de un autode fe español. Desde todos los balcones, desde to-das las ventanas, mira estremecida la gente, pero notanto por compasión por Giácomo Cenci, a quien elverdugo arranca con tenaza enrojecida en el fuegotrozos de carne del cuerpo martirizado, sino única-mente para ver a la joven, que tiene veintidós años,padeció en las torres todos los tormentos, y ahora,bella como un ángel, con un aspecto milagrosa-mente juvenil, es conducida al cadalso. Y apenas elverdugo acaba de cumplir su obra y el ataúd quedacolocado a los pies del sangriento palco, se acercanlas muchachas para coronar de flores la cabezacortada, otras mujeres se apiñan detrás y, pronto,todo el pueblo, nobleza y plebe sin distinción, pasanjuntos en una procesión enorme y colocan velascerca del ataúd, traen flores y coronas, como si hu-biera muerto una santa y no una parricida.

Porque el poder de la juventud y la belleza es tanfuerte que dondequiera la toque la muerte, creamisterio y turbación, y el mundo, contra toda reali-

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dad, se niega a creer en su culpa. En ese momentoen que las primeras flores del pueblo adornan elrostro pálido para siempre, nace pujante la leyendade Beatrice Cenci, la mártir, que vengó su honra vir-ginal en su padre, que profanó su propia sangre. Pe-netra en el pueblo, se vuelve poema y tradición, seenrosca firme alrededor de los siglos; poetas y pin-tores la renuevan en forma cada vez más emotiva. Yni siquiera la realidad de los documentos, que, porfin, sale a luz notablemente más verdadera y gran-diosa, la podrá destruir nunca por completo.

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LOS JARDINES EN LA GUERRA1939

Entre tantos europeos como poseen el triste pri-vilegio de haber vivido con los sentidos despiertostambién una segunda guerra mundial, me tocó la ra-ra situación de ver cada uno de los dos conflictosdesde un frente distinto. Vi la primera lucha desdeAlemania, desde Austria; la segunda desde Inglate-rra. Por esta razón, el observar se torna para mí ins-tintivamente en constante comparar, y no solamentelas constelaciones de ambas, sino los dos pueblosen guerra también.

Ya el primer día sentí la inmensa diferencia. En1914, la declaración de guerra en Viena fue una em-briaguez, un éxtasis. Habíamos conocido la guerrasolamente en los libros, la creíamos imposible parasiempre en una época civilizada. De pronto estába-

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mos en guerra, y como no sabíamos cuán cruel yhomicida llegaría a ser, la fantasía, repentinamenteexcitada, estremecíase infantilmente curiosa como sise tratara de una aventura romántica. Masas enor-mes salían como ríos de las casas, de las tiendas, alas calles y se ordenaban en entusiasmadas colum-nas; de pronto aparecían banderas, sin que se supie-ra de donde, y músicas, y se cantaba en coro, se gri-taba de alegría, jubilosamente, sin saber exactamentepor qué. Los jóvenes se apiñaban en las oficinas pa-ra alistarse; sólo temían ser llamados demasiado tar-de y perder la oportunidad de la gran aventura. Y,sobre todo, cada uno sentía la necesidad de hablar,de hablar de aquello que excitaba al mismo tiempo atodo el mundo. Aunque no se conocieran unos aotros, todos se hallaban en la calle; en las oficinaspúblicas se olvidaba la tarea, en las tiendas, el co-mercio; se telefoneaba sin cesar de una casa a otra,para descargar en la palabra la tensión interior; losrestaurantes, los cafés de Viena, se llenaban por lanoche durante semanas enteras, de parroquianosque discutían, exaltados, nerviosos, pero todos ha-blando y hablando constantemente, convertido cadauno en estratego, en gran maestro de ciencias eco-nómicas, en profeta.

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Tal quedó para mí, inolvidable, el aspecto de laViena de 1914. Y después, la Inglaterra de 1939, enun contraste igualmente inolvidable.

En 1939, la guerra no fue una sorpresa inespera-da, sino un recelo convertido en realidad. En todoslos países se la vio llegar desde el momento en queHitler tomó el poder, cada vez más apremiante; sehabía hecho todo para alejarla, porque se conocíansus horrores. Por experiencia, por observación di-recta, se sabía que no era un romántico monstruofabuloso, sino una máquina gigantesca, armada contodas las artes diabólicas de la técnica, que en su lar-go curso gasta todos los días enormes multitudeshumanas, enormes cantidades de dinero. No cabíala ilusión. Nadie gritaba jubilosamente, todos seasustaron, todos supieron que para su patria, para elmundo, llegarían entonces años de devastación. Seaceptó la guerra porque había que aceptarla comoalgo inevitable.

Así fue en 1939. Pero aunque lo sabía y esperabaesta postura estoica como la única lógica y natural,Inglaterra fue para mí una sorpresa y aprendí acercadel pueblo inglés en los días de la guerra, más queantes en largos años. La primera experiencia la tuveel primer día. Hube casualmente de realizar una dili-

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gencia en una oficina pública; el empleado estabaredactando un documento para mí, cuando depronto se abrió la puerta y entró otro empleado,anunciando:

-Alemania acaba de invadir a Polonia. Es la gue-rra. I have to leave at once.

Lo dijo con voz completamente tranquila, comosi hiciera una comunicación oficial sin importancia.Y mientras mi corazón se detenía y -¿por qué aver-gonzarme?- mis dedos temblaban, el primer em-pleado concluyó tranquilamente el documento y melo entregó con una leve y amable sonrisa inglesa.¿No habría comprendido? ¿No creería en la noti-cia? Luego salí a la calle. Había calma completa, lagente no marchaba ni más de prisa ni más excitada.Todavía no lo saben, pensé una vez más. Si lo su-pieran, no podrían caminar tan tranquilos, tan con-centrado cada uno en sus asuntos. Pero ya llegaronlos diarios como una blanca llamarada. La gente loscompraba, leía y continuaba su camino. Nada degrupos sobresaltados; en las tiendas mismas, nadade reuniones nerviosas. Y así transcurrieron todaslas semanas, cada uno hizo su tarea con calma, consosiego, ni uno solo visiblemente excitado, todoscalmosamente resueltos y callados: si hubiesen fal-

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tado ciertas señales exteriores, como el oscureci-miento o la abundancia de uniformes militares, des-acostumbrada en Inglaterra, nadie hubiera podidosuponer por la simple conducta de la gente queaquel país estaba librando una de las guerras másdifíciles y decisivas de su historia.

Esta intrepidez, precisamente en momentos deexcitación, de arrebato, de nerviosismo, que estallaincontenible en las demás naciones, sigue siendopara los que no somos ingleses lo misterioso deltemperamento británico. Se ha intentado muchasveces explicar psicológicamente este dominio de sícomo efecto de una innata resistencia nerviosa o delsistema de educación que acostumbra ya al niño aocultar sus sentimientos o, por lo menos, su expre-sión visible. Pero creo yo que se subestima un factormás profundo: la constante vinculación con la natu-raleza, que transfiere invisiblemente a cada ser hu-mano algo de su perfecta serenidad, cuando elhombre vive en permanente diálogo con ella.

Por mucho tiempo -como la mayoría-, creí que elculto y la preferencia del inglés se concretan a su ca-sa. En realidad, en cambio, tienen por objeto su jar-dín. Alguien calculó recientemente en Inglaterra queen esta tierra hay tres millones y medio de jardines;

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casi todas las casas y aun las casitas tienen el suyo, ymuchos de los habitantes de las grandes ciudades olos de la capital que moran en las casas de pisoslondinenses, poseen una casa para el fin de semana,en la que ansían estar todos los días de la semanapor el jardín y por las flores que allí cuidan. Por eso,millones de británicos, estos seres aparentementetan antirrománticos, trabajan en el jardín o en el jar-dincito todos los fines de semana o después de sulabor principal: por la tarde por la mañana, el obre-ro, el empleado, el ministro, el estudiante y el sacer-dote toman sus utensilios de jardinería, cavan la tie-rra, podan los arbustos y cuidan sus flores. En estadiaria ocupación de jardinería (gardening), que no esdeporte, ni trabajo, ni juego, sino todo esto junto entransición de matices, son solidarios todos los ingle-ses, todas las diferencias sociales desaparecen, todadistancia entre rico y pobre queda eliminada. Hastael baronet y el duque, que da ocupación a una docenade jardineros, está ligado íntimamente con su jardíntanto como el maquinista ferroviario con el dimi-nuto rectángulo verde detrás de su casa. Y esta horadiaria o esta media hora entre flores, plantas y fru-tos, entre las cosas eternas de la naturaleza, este lap-so de total disociación de los acontecimientos y los

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negocios, me parece que origina con su poder dealivio -su relaxing- aquella maravillosa calma del in-glés, que no logramos comprender o, por lo menos,alcanzar. En un mundo modable y destructible, de-ben recordar todos los días que lo esencial delmundo en que vivimos, su belleza, su serenidad, nopueden ser rozadas por el desvío de las guerras y laslocuras de la política; cuando comienzan el día o loterminan, en este contacto han recibido fuerza ycalma, que, sumadas en millones de seres, aparecenen toda la nación como carácter, como tempera-mento; estos incontables jardincitos, reducidos ymodestos, que se adhieren hasta a la casa más pobrecon un par de arbustos, una corona de flores y suverde servicial, son el gran paliativo de este pueblocontra la nerviosidad, la inseguridad y la parlería envoz alta. Por ellos día por día se renueva la cons-tante tranquilidad y la permanente serenidad indivi-dual, para los no ingleses casi inconcebible, comoenergía de toda la nación; con ello los británicos nosproporcionan un grandioso espectáculo de firmezaespiritual, casi tan grandioso como aquel que nosbrinda la naturaleza.