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Universidad Autónoma de Sinaloa WILLIAM !AULKNER septiembre ardie te otros e ent 5 lectura para todos

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Universidad Autónoma de Sinaloa

WILLIAM !AULKNER

septiembre ardie te

otros e ent

5 lectura para todos

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septiem.bre ardiente

y otros cuentos

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WILLIAM FAULKNER

septiembre ardiente

y otros cuentos

. . Universidad Autónoma de Sinaloa México. 1984

Page 4: Universidad Autónoma de Sinaloa WILLIAM !AULKNER

Rector: Lk Jorge Medina Viedas

Secretario General: l.B.Q. David Moreno Lizárraga

_,Al N

Wiliam Faulkner SEP'J.1EM:BR.E AliDIENTE Y OTROS CUENTOS

~ l.ecrara¡aa tadaa Sel«eión: José Emilio Pacbeco y Carlos Monsiváis

Primeruc.tieióndelaUAS: ocmbiede 1983 ~edición: JHDiembede 1984 ~u~ Autónoma de Siualoa Odiacáa.Sinaloa.~ 1983

JSBN 96&-59-0044-2 (Cclea:ián completa) ISBW96&-59-00:So-?

Dileio (fe Ja pon¡¡da: Felia Gode4: Dibujo: Héiruidt Kley·

iiUeióa CÓII.f.iaes~ DO lw::lllti'loa

J:lec::io .• ~ Ptl.aledia~

( ,/ (V f j ._.' --t- __,, í

PRESENTACION

Coa la publicación definitiva de sus Col/ected Stories (1977) y de sus Uncollected Stories, editadas por Joseph Blotner (1979), se ha af'lr­mado el prestigio de William Faulkner (1897-1962) como el mayor c:ueutista norteamericano del siglo veinte y uno de sus más ¡rancies DOYelistas.

Excepto algunos relatos (como "Victoria", incluido en este libro) Y la novela Una fábula (19S4) que transcurren en el escenario de la Primera Guerra Mundial, las narraciones de Faulkner son la crónica eatretejida de un condado imaginario, Yoknapatawpha (capital: Jef­feraon), que resume todas las tensiones y las tragedias del Sur de los Elfados Unidos.

El gran tema de Faulkner es la esclavitud y la corrupeibn que ha eaaendrado, el daño moral que afecta lo mismo a nesros y blancos. lanlkner esü muy lejos de ser llD novelista de izquierda, pero con toda justicia se le pueden aplicar las clásicas palabras de En¡els sobre Bldzac en su carta a miss Marpret Harkness: Si el realismo es la fi­~ en los detalles, la reproducción rtel de caracteres típicos en erreunatancias típiea&, en un maestro de la narrativa el realismo puede mauifestarse también a pesar de las ideas del autor. La aran obra de fanlkner es una continua eiesía a la inevitable ruina de la sociedad ..-e&a.. Pero Faulkner se ve oblipdo a actuar contra sus simpatfaa de daa y sus prejuicios políticos, de modo que Sil obra. ano de los ma,.wes triunfos de la novela y el cuento contempcriaeos. se vuelve una condena de la opresión y de quienes la hicieron posible.

La Jli'ÍIQera gran novela de Faulkner. El sonido y IIJ furill, apareció ~ 1929 (el mismo año de Adiós a 14rs amrt~~) cuando su autor tenia sólo 3l años. Siguieron Luz de Agosto; Ab$111ón, Absalón: LIIS fKll· ~~salvajes; Intruso en el polvo y la triloaía ímal La tddea, El villo­l'l'ltl. La 1'1ft1.11Si6rr, trilo¡ía esema después de obtener el Premio No. helea 1949.

··• Pan llaeer estas novelu Faulkner se mantuVo como pionillta oca­....• ....._ Y autor de cuentos en publicaciones de tlftplia circuladón que ,J~Gdfb paprle basta mi dólares por relato. Faalber hizo de la nece·

S

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sidad virtud y con estas páginas formó dos magistrales novelas de narraciones imbricadas (Los invictos; Desciende, Moisés), y libros de cuentos tan influyentes en nuestra literatura como Estos trece y Gam­bito de Caballo.

Sin Faulk.ner la novela hispanoamericana hubiera sido distinta. García Márquez explica este influjo porque Faulk.ner es también "un novelista del Caribe". Vargas Llosa lo atribuye a que Faulk.ner a su vez se alimenta de la carroña de una sociedad descompuesta.

En una carta al crítico Malcolm Cowley, Faulkner definió su arte narrativo: "Ante todo trato de contar una historia del modo más eficaz que se me pueda ocurrir, el más conmovedor, el más exhausti­vo ... Cuento una y otra vez la misma historia, la historia de mí mismo y el mundo ... El arte es más simple de lo que la gente supone, pues hay muy poco sobre lo cual se puede escribir. Todas las cosas con­movedoras son eternas en la historia humana y ya están escritas. Y un hombre puede repetirlas si escribe con bastante asiduidad, bastante sinceridad, bastante humildad, y la determinación inalterable de nun­ca, nunca, nunca sentirse satisfecho con lo que hace. Porque el arte, como la pobreza, cuida de lo suyo y comparte su pan.''

Y a una joven novelista, loan Williams, le escn'"bió en 1953, en la etapa f"mal de su carrera: "P-or fm tengo cierta perspectiva respecto a lo que he hecho. Quiero decir, la obra separada de mí, lo que he escrito, aparte de lo que soy ..• Por vez primera me doy cuenta de qué don tan asombroso me fue dado: sin ninguna educación formal, sin compaiieros ya no digamos cultos sino capaces de leer y escn'"bir, pude hacer sin embargo las cosas que hago. No sé por qué Dios o los dioses o quien fuere me escogió para ser el vehículo. Créeme: esto no es humildad, falsa modestia: es simplemente asombro.''

Los cuentos que hemos reunido en este volumen representan nada más una entre mil posibles selecciones de un corpus narrativo que exip ser leído en su integridad. Más allá del valor que tienen en IJÍ ftlÍSnU:III como brevea y redondas obras de arte y ejemplos clásicos del arte de contar, queremos verlos ante tod.o como una invitación a recorrer el mundo de William Faolkner, el mundo de uno de los más pandes narradores de nuestro sialo.

SEPTIEMBRE ARDIENTE

1

En el crepúsculo sangrante de septiembre, secuela de ~nta Y seis días sin lluvia, el mmor o la historia, poco importa, corno como fuego .ea pallto seco. Algo concerniente a miss Minnie Cooper Y un ne~. Atacada insultada aterrorizada: nadie sabía exactamente lo sucedido,

' ' 1nq ' donde el eatre los hombres que, ese sábado, colma~ ~ ~ uerta, ., oles Yeatilador cenital agitaba sin refrescarlo el aJre nciad?, devolviénd • con ráfagas de cosméticos Viejos y de lociones, sus alientos acres Y sus olores. E

-8alvo que haya sido Will Mayes -dijo uno de los peluqueros-. ra IUl hombre de edad mediana· un hombre menudo, del color de la arena, con una cara suave. Estaba afeitando a un cliénte. -Yo conozco a Will Mayes. Es un buen negro. Y conozco también a miss Minnie Cooper.

-¿Qué sabes de ella? -preguntó otro peluquero. -¿Quién es? -se interesó el cliente-. ¿Una m~? N -No -dijo el peluquero-. Ha de tener cuarenta an011, supongo. 0

se ha casado Por eso es que yo no creo... id -¡Creer!· ¡Diablos! -prorrumpiO un hombre joven Y grueso, vest ~

coa una camisa de seda manchada de sudor-. ¿Ustedcreemenosen Ptlabra de una blanca que en la de un negro? . . .ó el petuqne-

-Yo no creo que Will Mayes haya hecho eso -inlliSti ro-. Conozco a Will Mayes. _._ nn••" usted

-En ese caso, quizá ~~ePa usted quién lo ha ha:no. 'V.-:" • llllldito negri)filo, hasta le haya ayudado a que se escape ~.!... ~No creo que nadie lo haya hecho. Creo que no ha . en sin

....,..tamente. ¡A ver, ~~es! ¿!'euo esa.: :n.:mt: =·? haber lot!rado C8IJarse no í111a8JDaD Siempre ~ ,.;; el cliente y se agitó

-:-Para. sét blanco, es usted extraordinariO -...,u • 4etla;o del peinador. il hombre joven ~~e había puesto de pie de 1lD salto. blanca' ,....¿Uilted no cree? -dijo-. ¿Acusad~ fanante a~ ~o a El peluquero tenía en el aire la na~. sobre el cliente

~iaa; no miraba en torno suyo. .• ~ No faltaría -La culpa es de 1o1J tiempos que corren -terctO ·

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resbalar el pantalón. Estaba nuevamente bañado en sudor. Se inclinó; buscó furiosamente la camisa. Terminó por encontrarla y, cuando se hubo secado el cuerpo, quedó de pie, jadeante, el tórax apretado contra el alambrado polvoriento. Ni un movimiento, ni un ruido, ni siquiera un insecto. Como si el oscuro mundo yaciera herido entre la luna pálida y fría y las estrellas insomnes.

ti

VICTORIA

1

Los que lo vieron bajar del expreso de Marsella, en la estación de Lyón, en aqnella mañana húmeda, divisaron a un hombre de alta estatura, de paso un poco rígido, de cara bronceada, con bi¡otes de guías puntiaJudas y cabellos casi blancos. "Un lord -dijeron, al re­parar en su traje sobrio y de buen corte, su bastón impecable, llevado impecablemente, y su buen equipaje-~ un lord militar. Pero tiene un no sé qué en los ojos". Sin embargo, en Europa, desde cuatro años atrás, había ya muchas personas que tenían un no sé qué en los ojos. Lo vieron, pues, alejarse, sobresaliendo la mitad de la cabeza sobre los franceses, con sus ojos hundidos y fijos, con su paso for­zado, estudiado y seguro al mismo tiempo, y desaparecer en un taxi. Y la gente dijo, por poco que todavía pensara de él: "Reaparecerá en las of'u:inas de la embajada, en los restaurantes de los bulevares o en coche por el Bosque de Bolonia con inglesas <tcbic}>". Y esto fue todo.

Y quienes lo vieron bajar del mismo taxi en la estación del Norte, pensaron: "Ahí va un lord presuroso por volver a su casa". El mozo que le tomó su maleta le dio los buenos días en bastante buen in¡lés. "¿El señor va a Inglaterra? .. , inquirió, sin recibir más respuesta que la sombría mirada británica, que se¡uramente era lo que esperaba; y le instaló en un vagón de primera clase del París-Calais. Eso fue todo, iaualmente. Y no hubo tropiezos ni siquiera cuando él descendió en Amiens. Es una cosa que hacen también los lores in¡leses. Sólo en Rozieres empezaron a mirarle y a darse vueltá cuando él pasaba.

Un auto de alquiler lo zarandeó a todo lo Iarao de una calle mal empedrada, entre murallas derruidas sin puertas ni ventanas, que se er¡uían en el crepúsculo como vuijaa fOtas. La calle, a medias obstruida de trecho en trecho por las paredes dertumbiadas y trozos de revoque en cuyas f'IIIWU crecía una pobre -,eaetaeióa, cruzaba por avenidas den.stac~as y desiertas. En una de ellas, un tanque mudo, inclinado sobre un costado, yacía en medio de U11 matorral. Era R.oziires, mas no se detuvo allí, porque no había habitaates, ni btpr doade alojarse.

El auto prosiauió, pues. en su. traqueteo y salió por fin de la rui-

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nas. La calle barrosa y sin aceras penetraba en un pueblo de Yivien· das de ladrillo agresivamente nuevos, de techos de teja ondulada Y de papel embreado de fabricación norteamericana, y terminaba delante de la casa más alta. Esta casa se hallaba a ras de la acera. Su fachada de ladrillos tenía una puerta y una sola ventana provista de vidrios esmerilados, sobre los cuales se leía la palabra "Restaurant".

-Hemos llegado -dijo el chofer. El viajero bajó, con su maleta, su gabardina, su bastón impecable.

Penetró en una sala bastante amplia, desnuda y glacial con sus pare­des revocadas recientemente. Contenía una mesa de billar, en la que tres hombres estaban jugando.

-Buenas noches, señor -dijo uno de ellos, mirándole por encima del hombro.

El recién llegado no contestó. Cruzó la sala, pasando por delante del mostrador de zinc flamante, y se dirigió hacia una puerta abierta, detrás de la cual eataba cosiendo una mujer de unos cuarenta años. Después de levantar los ojos de la costura que tenía sobre las rodi· llas, ella miró al viajero.

-Buenos días, señora -dijo él-. ¿Dormir, señora? La mujer le lanzó una simple mirada, breve y tranquila. -Eso es, señOl' --repuso ella levantándose. -¿Dormir, señora? -repitió él, levantando un poco la voz, el mos-

tacho puntiqudo ligeramente emperlado de lluvia, las pestañas mojad~& de humedad-. ¿Dormir, señora?

-Bien, señor -dijo la mujer-. Bien. Bien. - ¿Dor .•. -iba a decir una vez más el viajero. AJauien lé tocó el brazo. Era el jugador de billar que le dirigiera

la palabra en el momento en que él entraba. -Mire usted, señor inllés -dijo el hombre. Empuñó la maleta y agitó la otra mano señalando el techo. -La habitación. Tocó de nuevo el brazo del viajero, apoyó su mejilla contra la P~ de llll mano cerrando los ojos, ¡esticuló de nuevo en la dir«· cten del techo y, atravesaado la sala, se dirigió hacia una escaieta de madera sin baraada. Al pasar por delante del mostrador, tomó UJI& vela. La aran ala Y el cuarto al qne daba la puerta donde se hallaba llelltada la mujer, estabaa iluminados cada uno por un solo foco siJI PutaDa, colpdo al extremo de un hilo Al pie de la --•era encen-dió la vela. . .,.,.,_ '

Subieron, empujando delante de elloa a SIIS sombras vaciiaJúeiS'. ~ un P8lliilo estrecho, frío y húmedo como una tumba. Los ta­~ de revoq~ rústico todavía no estaban secos. El pis6 era d• PIDO c:olor natural., sin alfombra. A cada lado brillaban pica..-es de metal ~-"- -··

---· La atlDÓifera pesada aplaataba como una m.­~ la _llama misma de la vela. Penetraron en una habitación donde reiDalla i~Dahaente un olor de· yeso húmedo, más Jlacial aún que ~

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del corredor, un frío espeso, casi material. La habitación contenía una cama, una cómoda, una silla y una mesa de tocador. La palan­gana, el depósito de agua y el jarro eran de hierro enlozado. Cuando el viajero palpó la cama, las ropas bajo su mano no hicieron oír el menor roce; sábanas rudas como arpillera.

El hotelero dejó la vela sobre la cómoda. -¿Cenar., señor? -inquirió .. El viajero lo miró con expresión asustada desde lo alto de su gran

estatura, incongruente con sus indumentos de buen corte, con su gesto indeciso. Sus bigotes enhiestos brillaban como minúsculas bayone­tas sobre una corbata a rayas de colores particulares -lo que el hotelero no podía saber-, de un regimiento escocés.

-¿Comer? -gritó el dueño del albergue con una vigorosa mímica de sus mandíbulas-. ¿Comer? -rugió, señalando el suelo con un ademán que fue copiado por su sombra.

-Yes -vociferó a su vez el viajero. Sus caras no estaban a un metro la una de la otra. -Yes,yes. Con la cabeza, el hotelero dio a entender enérgicamente que había

comprendido, indicó con el dedo el pavimento y luego la puerta, renovó su gesto afirmativo y salió.

Ya en la planta baja, encontró a su mujer en la cocina, delante del fogón.

-Quiere comer. -Ya me lo figuraba -repuso la mujer. ~

-¿Pensabas tú que ellos se quedarían en su tierra? -dijo el hote-lera-:.. Estoy contento de no pertenecer a una raza en que los hom­bres están condenados a vivir en un país demasiado chico para conte­nerlos a todos a la vez.

-Quizá haya venido a ver la guerra -sugirió la mujer. -Claro que sí -convino él-. Pero hubiera debido venir hace cuatro

años. Entonces era cuando se necesitaba que los- ingleses vinieran a ver la guerra. . -Era demasiado viejo para venir en ese entonces -repuso la mu-Jer-. ¿No has visto sus cabellos? • . -Entonces, que se quede en su casa ahora. No creo que haya re­Jtaenecido.

-Tal vez venga a visitar la tumba de su 'hijo -dedujo ella. -¿El? ¿Ese? Es demasiado frío para haber tenido un hijo.

.• -Quizá tengas razón -asintió la mujer-. Después de todo, es cues­taon suya. Lo que a noaotros nos interesa es que tenga dinero.

-Exacto -dijo él-. En nuestro ofieio n~ se puede elegir la caza. -Pero siempre se puede desplumarla -rió ella.

. ~ ilfasnífico! ¡Bravo por el "desplumar'•! Valdría la pena de decirselo al inglés mismo.

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-¡;Por qué no dejarlo que se dé cuenta él solo, cuando se haya ido?

- ¡Formidable! -se desternilló de risa el hotelero-. De mejor en mejor. ¡Formidable!

-Basta de bromas -dijo la mujer-. Aquí viene. Se oyó el paso regular del viajero, que en seguida apareció en la

puerta. A la luz más débil de la gran sala, su rostro oscuro y sus ca­bellos blancos le asemejaban a un negativo de kodak.

La mesa había sido puesta para dos personas; una jarra de vino tinto para cada uno. En tanto que el viajero se sentaba, el otro invitado entró y ocupó el segundo sitio. Era un hombrecito desmirriado, que a primera vista parecía completament~ desprovisto de cejas. Metió la punta de su servilleta en su chaleco, se apoderó del cucharón -la sopera estaba entre ellos dos, en medio de la mesa- y se lo ofreció a su compañero de mesa.

-Faites-moi l1tonneur, monsieur -dijo.1

El otro, inclinándose envarado, aceptó el cucharón. El hombrecito levantó la tapa de la sopera. - J'ous venez examiner ce. scene de nos victoires, monsieur? -dijo

él, sirviéndose a su vez. 2

El otro le miró. -Monsieur l'Anglais a peut-étre beaucoup des amis qui sont tombés

en voisinage?3

-Y o no hablo francés -dijo el otro sin dejar de comer. El hombrecito no comía. Tenía en el aire la cuchara, que aún no

había metido en el plato. -What agree11ble {or me! 1 speak the Engleesh. 1 11m Suisse, me.

lspeak 1111/tmgue. 4

El otro no contestó. Comía concienzudamente, sin prisa. -You ave retum to see the grave of your galllnt countreemt~ns, elr'!

You ave son here, perhflPs, eh?5 ·

-No -repuso el inllés, sin dejar de comer. -¡,No? El viajero terminó su sopa y puso el plato a un lado. Bebió un

poco de 'tino.

l "Rápme el. favor, señor.» En ftancés, en el original, 10 mismo que las dos réplicas siguientes. Es un suizo el que habla. y que, aunque pretende conocer todas las lenguas. eruopea imparcialmente, como se verá, tanto el francés como el. inglés. (N. del T.)

l '"¡ VieDeusted a examinar esta escena-.de nuestras victorias, señor?" 1 ";.El señor ing,lés ~tiene mucllof. amigos que han caído en los~

de&orcs!* 4 "Lo telebro. Yo hablo ínp. Soy suizo. Hablo todu las lenguas." S "i. Usted . ha. vuelto pata. ver las tumbas de 5ID valientes compatriotas,

eh? ¡.Quizá tiene afl\JÍ un hijo, eh?"

-W.hat deplorable, that man who ave -continuó el suizo-. But it is finish now. Not? 1

El otro no respondió, ni siquiera miró al suizo. Con sus ojos hun· didos, sus bigotes erectos, su rostro estereotipado, parecía no mirar nada.

-Me, 1 suffer, too. A/1 su/fer. But 1 tell myself: what wou/d you? lt is war. 2

El otro seguía sin contestar. Comía tranquilamente, sin prisa, y, cuando hubo terminado, se levantó y dejó la sala. Encendió su vela al pasar por delante del mostrador, donde el hotelero, acodado al lado de otro hombre con traje de pana, levantó ligeramente su vaso, diciendo:

- ¡Por su buen sueño, séñor! El viajero miró al hotelero, el rostro descarnado a la luz de la vela,

los mostachos engomados e inhiestos, los ojos en la sombra. -¿Qué? -inquirió-. Sí, sí. Dio media vuelta y se dirigió hacia la escalera, en tanto que los

dos hombres, desde el mostrador, le miraban alejarse, la espalda rí­gida, como empalada.

Desde que el tren salió de Arrás, las dos mujeres no dejaron de observar al otro ocupante del compartimiento. Era un coche de ter­cera clase; no los había de primera en aquella línea. Ellas estaban sentadas, la cabeza envuelta en una pañoleta, sus gruesas manos de campesinas inmóvlles y cruzadas sobre cestos cerrados y colocados sobre sus rodillas, observando, sentado enfrente de ellas en un banco de madera gastada y sucia -los cabellos blancos en contraste con el rostro pálido y bronceado, las puntas de los bigotes, el traje de corte extranjero, el bastón-, al hombre que miraba por la ventanilla. En un principio, ellas no habían hecho más que observar, prontas a apartar la vista; pero, como él no parecía prestarles atención, se pusie­ron a cuchichear entre sí, muy quedo, detrás de sus manos. El hombre no dio señales de haberlo notado. Entonces, bien pronto, ellas charla­ron a media voz; detaUaron con sus ojos vivos, alertas, curiosos, aquella figura extraña liseramente inclinada sobre su bastón y que miraba a través de una ventanilla de vidrios sucios, más aBá de la c:ual no había nada que ver, a no ser, de tiempo en tiempo, una carretera intransi­table, el muñón de un árbol quebrado a la altura de un hombre, sur­aiendo de miníuculas porciones cultivadas que contorneaban con &parente falta de lógica. islotes de tierra, señalados por pequeños car­teles pintados de rojo; islotes impenetrables, desiertos, extendidos

1 "'¡Qué dolo ros¡) para quien tiene uno' Pero ahora todo ha terminado, ;.no?~ ..

l "Yo también sufro. Todos sufren. !'ero yo me digo: ¡,Qué hacer? Es la guerra.'"

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sobre las ruinas sepultadas en su seno. Luego, el tren, disminuyendo su velocidad, pasó de repente entre montones de ladrillos de donde se elevaba una casita con tejas onduladas, que ostentaba un nombre en gruesas letras. Las mujeres vieron al viajero inclinarse hacia ade­lante.

-¡Miren su boca! -dijo una de las mujeres-. Deletrea el nombre. ¿Qué le decía yo? Es eso. Han matado a su hijo por aquí.

-Entonces, tenía un montón de hijos -comentó la otra mujer-. Desde Arrás ha leído todos los nombres. ¡Ah, ah! ¿Un hijo, él? ¿Uu pedazo de hielo así? · '

-A pesar de todo, tienen hijos. -Será por eso que beben whisky. Si no ... -Claro. Sólo piensan en el dinero, esos inglesuchos y en la bebida. Un momento después, ellas bajaron. El tren prosi¡u.ió. Otros viaje­

ros entraron en el compartimiento; otros campesinos de pies enlo­dados, portadores de cestos que contenían aves vivas o muertas. EstOI, a su vez, observaron a aquella forma inmóvil y rígida, inclinada sobre la ventanilla en tanto que el tren rodaba a través de la campiña de­vastada y pasaba por delante de las estaciones de ladrillo y teja, eatre los montones de ruinaa, viendo cómo el hombre movía los labial mientras leía los nombres.

-¡Que mire, que mire la perra, de la que, a pesar de todo, ha oído hablar! -se dijeron los unos a los otros-. Después, no tendrá más qae volver a su tierra. No era m el patio de su granja donde se libraba la perra. ·

-Ni en su casa -añadió una mujer.

n

El batallón está con el arma al pie bajo la lluvia. Se haBa acantoudO desde ~ace ioa díu; 1e ha renovado y limpiado el equipo, llenado los YaciOS, COIIIplegdo las filu, y está ahora el arma al pie, con 11 estílpida docilidad de un rebaño de borregos, 'bajo la Uuvia inc:~· · frente ala silueta del -a-to mayor que chorrea qua.

AJauaos instaDtea después, el coronel sur¡e de una pnerta sit111111 · al o_tro Wo de la plaza. Pennanece un momento en el umbral. aiJO­t~ el ~; Jueao, sepido de des ayudantes de caJIII!O. :~=-cauto en el barro con sus botaa charoladas y 1e dirige hacit

-Reeftiata ... ¡Atención! -f1lle el asraeato mayor. Un. 1\UDor de - recorre el batallón; un ruido úuico, ahopi&

rabioeo., El SUJeDto mayor gira aobre sus talones, da un paso _...... te hacia los of'táafes y aluda, su butoncillo Wo la axila. :

24

1

Con seco ademán, el coronel se lleva el suyo a la visera de su go-m.

- ¡Descanso, mis hombres! -dice. Nuevo ruido de armas, ruido único, tregua indolente. Los oficia­

les llegan ante la primera ida del primer pelotón; el sargento mayor IJJUcha detrás del último oficial. El sargento del primer pelotón da un paso adelante y saluda. El coronel no responde. El sargento se coloca detris del sargento mayor, y los cinco recorren el frente de la compañía, examinando cada uno a su vez aquellas caras rígidas de miradas f'Jjas rectamente delante de ellos. Primera compañía.

El sargento saluda a la espalda del coronel, vuelve a su sitio y se mantiene en guardia. El sargento de la segunda compañía da un paso adelante, saluda, sin que nadie se dé por enterado, va a situarse de­tris del sargento mayor, y se pasa inspección a la segunda compañía. El impermeable del coronel gotea sobre sus botas charoladas. El barro sube del suelo, trepa por las botas, se mezcla con el agua, forma rega­jos Y sube cada vez más arriba a lo largo de las botas charoladas.

Tercera compañía. El coronel se detiene delante de un soldado a quien su impermeable de hombreras hundidas, sobre las cuales la Duvia se desliza por detrás de su birrete, da vagamente el aspecto de un pájaro irritable y furioso. Los otros dos oficiales, el sargento mayor Y el sargento se detienen a su vez, y los cinco insPeccionan con ojo severo a los cinco soldados que tienen delante. Los cinco soldados, rílidos, miran sin pestañear hacia adelante, sus caras como caras de madera, sus ojos como ojos de madera.

-Sar¡ento -dice el coronel con aspereza-, ¿se ha afeitado hoy este hombre?

-¡Mi coronel! -prorrumpe el sargento con voz de clarinada. -&argento -repite el sargento mayor-, ¿se ha afeitado hoy este

hombre? .Los cinco miran ahora fijamente al soldado, cuya mirada impasi­~ P&rece pasar a través de eUos, como si ellos no. estuvieran allí.

- ¡Da un paso adelante cuando se te habla en las filas! -ordena el saraento mayor.

El soldado, que no ha dicho nada, da un paso fuera de la línea, eilviaado un chorro de lodo aún más alto sobre las botas del coronel.

-¿Tu nombre? -inquiere el coronel. -G24186 Gray -r~nde de un tirón el soldado. Ls compañía, el batallón, miran derecho ~elante de ellos. -¡Mi coronel! -corrige el sargento mayor con voz tonante. -Mi coronel-dice el soldado. -¿Te has afeitado esta mañana? -pregunta el coronel. -No, mi coronel. -¿Porqué? . -No me afeito, mi coronel. -¿No te afeitas nunca?

25

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-Aún no tengo edad para afeitarme. - ¡Mi coronel! -truena el sargento mayor. -Mi coronel-repite el soldado. -Aún no tienes ... La voz del coronel muere en alguna parte, detrás de su mirada

enfurruñada, mientras el agua resbala por la visera de su gorra. - Tómele el nombre, sargento mayor -dice, continuando la ins­

pección. El batallón mira fijamente hacia delante. Al cabo de un momen­

to, ve reaparecer al coronel, a los dos oficiales y al sargento mayor, siempre en f"tla india. Uegado a su sitio reglamentario, el sargento mayor se detiene, saluda al coronel. El coronel hace de nuevo con su bastón el mismo saludo seco y se aleja al trote, seguido de los dos oficiales, hacia la puerta por donde surgiera poco antes.

El sargento mayor se vuelve hacia el batallón. - ¡Reeevista!. .. -grita. Un imperceptible movimiento pasa de f"tla en flla, imperceptible

préc.:ursor de ese mido fastidioso y mojado, que muere apenas nace. El bastoncillo del sargento mayor ha desertado de su axila. Se apoya ahora en él, como hacen los oficiales. Durante algunos instantes su mirada recorre el frente del batallón. '

- ¡Sargento Cunninghame! -dice por fin. - ¡Sargento mayor! -¿Ha tomado usted el nombre de este soldado? Hay un instante de silencio, un poco más que breve, un poco menos t

qne lar¡o. Luego, el sargento indaga. -¿Qué hombre, sargento mayor? · El batallón se mantiene f"mne, rígido. La lluvia cae silenciosa en el

barro, entre el batallón y el sargento mayor como si no tuviera la fuerza de caer con más fuerza o de detenerse '

-¡Tú., el soldado que no se afeita! -dice ~1 sargento mayor. - ¡Gray, sargento mayor! -precisa el sargento. --Gray, aquí. ¡Paso limnástíco!

tof:,l soldlulo Gray ~ sin prisa, se adelanta con expresión de miedo, em~o. Se detiene delante del sargento mayor. ··

-¿Por que no te has afeitado esta IIUIÍÍaQa? -pregunta el sargento mayor.

-Aún no tenao edad para afeitarme -replica Gray - ¡Sargeato ma,yor! -qreaa el sargento mayor . Gray ~ira f"Q.mente más allá del hombro . del sargento mayor.

• -Se dree sargento mayor cuando se habla a un suboficial -dice e, sararnto mayor.

Gray · o~m· Sn rostro m~ la iuadam~te. más allá del hombro del suboficial. de las~ h aorra sm ~* parece no preoeuparse para nada , El dadas de la Duna, como si se hubiera melto de DP'llnito.

saraento mayor eie'ra la voz: r~

26

- ¡Sargento Cunnioghame! - ¡Sargento mayor! -Tome también el nombre de este soldado, por insubordinación. - ¡Bien, sargento mayor! El sargento mayor mira nuevamente, de arriba a abajo, a Gray:

-¡Voy a preocuparme también de que seas trasladado al bata-llón de los castigados, muchacho!... ¡A la fila!

Gray da media vuelta, cachazudo, y vuelve a ocupar su puesto en la fila, seguido por la mirada del sargento mayor. Este eleva nue­vamente la voz:

- ¡Sargento Cunninghame! - ¡Sargento mayor! -Usted no ha tomado el nombre de este soldado cuando se le ha

ordenado. Si esto se repite, le pasará a usted lo mismo. - ¡Bien, sargento mayor! - ¡Rompan filas!

-Bueno, ¿por qué no te has afeitado? -le preguntó el cabo. Estaban de regreso en el acantonamiento, una granja con paredes

de piedra carcomida, donde no penetraba luz algwta; acurrucados en la atmósfera amoniacal, sobre la paja húmeda, en tomo a un bra­sero humeante.

-¿Acaso no sabías que hoy pasaban inspección? -Aún no tengo edad para afeitarme -dijo Gray. -Pero, ·¿no pensabas que el coronel iba a reparar en ti durante

la revista? -Aún no tengo edad para afeitarme -repitió Gray con plácida

obstinación.

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-Desde hace doscientos años -dijo Matthew Gray-, no ha pasado un día, salvo el domingo, sin que un casco de barco en construcción en

-el elyde o que haya salido de la boca del Clyde, no Den un clavo puesto por un Gray.

La cabeza inclinada, miró al joven Alee por encima de sus gafas con montura de acero. . .

-Y sin exceptuar tampoco sus impíos mart~os Y sus tmptos golpes de serrucho. Porque, si se pudiera consn;uu un casco en un día, loa Gray podrían lw:edo -agregó con somm:•o urgullo-. Y ahora que haa crecido bastante como para ir a los astilleros con tn abuelo y conmigo, a ocupar tn puesto de hombre entre ~hombres, para que se te confíe como a 1m hombre un martillo Y una sterra ...

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