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EL SOLITARIO (The Loner) Lass Small Argumento: Clayton Masterson prefería estar solo, rara vez se unía a la civilización. Sin embargo, no le quedó otro remedio cuando los incendios proliferaron aquel año. Su sentido del deber lo obligaba a combatir ese infierno, pero el de las líneas protectoras no podía compararse con el ardiente deseo que le inspiraba la voluntaria Shelley Adams. Si podía

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EL SOLITARIO(The Loner)

Lass Small

Argumento:

Clayton Masterson prefería estar solo, rara vez se unía a la civilización. Sin embargo, no le quedó otro remedio cuando los incendios

proliferaron aquel año. Su sentido del deber lo obligaba a combatir ese infierno, pero el de las líneas protectoras no podía compararse

con el ardiente deseo que le inspiraba la voluntaria Shelley Adams. Si podía acercarse a

esa fría y distante belleza, prendería una llama de amor en el corazón de esa mujer… ¡y

su resistencia se evaporaría como el humo!

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CAPITULO 1

En agosto de aquel año, cuando proliferaron los incendios, Clayton Masterson bajó de las montañas al oeste de Yellowstone.

Antes de mudarse, Clayton sacó del desván los objetos más valiosos, la fotografía de sus padres y la Biblia de la familia. Arrastró los que le eran necesarios, el colchón, las colchas, la sierra eléctrica, televisión, platos, trampas, pistolas, cacharros y cacerolas al sótano que su bisabuelo abrió en el corazón de la roca viva; después cerró la puerta de madera y la cubrió de tierra.

No había mucha tierra suelta donde Clayton vivía, al este de las Rocallosas. El suelo del bosque estaba tapizado de agujas de pino y hojas en descomposición, un material muy inflamable.

El mismo había tenido que llevar tierra de los prados desde hacía mucho tiempo, para colocar una gruesa capa sobre el techo de su cabaña que mantenía limpia de desperdicios. Su padre le advirtió siempre: "Mantén tus armas, tus herramientas y tu techo limpios y tus cuchillos afilados". Aquellas eran las reglas para sobrevivir.

Su madre le inculcó: "Sé ordenado. Mantén tu casa aseada. Por dentro y por fuera. Lo mismo que tu persona".

Y su padre le aconsejó: "Frótate con hierba, si sales a cazar. Los animales huelen el café, el tabaco, las cebollas y el jabón".

Clayton había obedecido y su cabaña estaría a salvo, a menos que el viento convirtiera las llamas en una tormenta de fuego. Nada podía escapar a una catástrofe como esa.

Clayton echó una última mirada a su alrededor. Aquel sitio perte-necía a los Masterson desde finales de 1700. Si el fuego lograba acercarse, quizá las rocas y la tierra protegieran su guarida, excavada en la roca. Clayton sabía que podía reconstruir la cabaña, igual que sus ancestros hicieron. Allí estaba su hogar, y pensaba volver, cuando los incendios se extinguieran.

Empaquetó un poco de carne de venado seca y granola de una mezcla especial que preparaba su madre. Agregó una muda de ropa, una manta y su violín cuidadosamente envuelto. Luego tomó su rifle. Estaba listo. Le silbó a Lobo y le puso un ancho collar amarillo alrededor del cuello. Eso identificaría al animal como una mascota. Después, iniciaron el descenso.

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En aquel lugar tan remoto, Clayton jamás hablaba con nadie, a menos que necesitara algo del pueblo. El se autoabastecía, rara vez se aventuraba a unirse a la “civilización”, en la que se sentía incomodo a causa de su torpeza al tratar con las personas. Se consideraba un inadaptado.

Pero no por ello eludía sus responsabilidades. Sus padres lo edu-caron para que cumpliera con sus deberes cívicos. "Todos debemos ayudar, aunque no estemos de acuerdo con lo que pasa", le explica-ron a Clayton. "Este es nuestro país. No podemos permanecer sen-tados sin hacer lo que nos corresponde". Así que los hombres de la familia habían luchado en todas las guerras en las que participó Es-tados Unidos de América. A su padre le tocó la de Vietnam.

Y, por esa convicción de sus padres de que formaba parte de una sociedad, Clayton se había entrenado para sofocar incendios forestales. Al igual que la mayoría de los habitantes de las montañas. Clayton tenía una radio para comunicar cualquier cosa sospechosa a la policía montada, cuyo cuartel se encontraba a cierta distancia, hacia el este.

Clayton pasó frente a un guardia que estaba en una torre contra incendios, cerca de su cabaña. Los dos hombres nunca habían ha-blado, porque Clayton no deseaba entrometerse en la vida del otro. Pero Lobo sabía que era dueño de una perra. Siempre salía a la puerta, quedándose al lado del guardia para mirar a Lobo, moviendo la cola. Lobo la miraba también.

El guardia se sentía solo. Llevaba a su perra hasta lo alto de la torre, buscando compañía.

Al cabo de un rato, Clayton llegó al pueblo de Gasp. Los habitantes alcanzaban la suma de treinta personas y la carretera era la única calle del pueblo. También había una gasolinera, una tienda, y una cafetería para los viajeros que estaban de paso.

Clayton se dio cuenta en seguida de que Gasp estaba desierto. Siempre se encontraba a alguien que lo saludaba con la mano y se sorprendió al reconocer que echaba de menos aquel gesto. Sin el sa-ludo experimentaba una especie de... abandono. Para un hombre so-litario, tal sensación resultaba extraña.

No entendía por qué le parecía que el mundo entero había desa-parecido abandonándolo. Se detuvo a la mitad del pueblo y miró a su alrededor. Aunque amaba la soledad del bosque, se sentía triste-mente olvidado.

Clayton estaba cerca de los treinta años. Era fuerte, de anchos

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hombros y pecho amplio. Tenía el pelo negro y los ojos verdes. Lle-vaba barba desde que un puma le destrozó la cara con sus garras. La barba no ocultaba todas las cicatrices, pero las que dejaba ver, no eran desagradables. En la televisión, los hombres de la ciudad no solían usar barba, por lo que Clayton suponía que a las mujeres no les gustaban los hombres peludos.

Pensaba que a las mujeres les gustarían los hombres limpios. Co-nocía a un tipo, a un par de montañas de distancia de su cueva, que era la persona más sucia del mundo. Aunque lo apodaban el "Apes-toso", consiguió una novia por correo. La mujer escribió a una revista, pidiendo un compañero y el Apestoso se presentó en la cabaña de Clayton diciendo:

-Sé que sabes escribir con elegancia.

Clayton admitió que sabía hacerlo.

-Necesito que le escribas una carta a esta mujer -le explicó el Apestoso-. ¿Me harás ese favor? Te daré esta piel a cambio. Era una estupenda piel de lince.

-Está prohibido cazarlos.

-A este lo atropelló un coche y le partió el espinazo. Me dejaron quedármela.

Clayton escribió la carta, al aire libre, sentado en una roca, lejos del hombre que lo asfixiaba.

Un año después, se encontró con el Apestoso y una mujer que cargaba un fardo de leña en la espalda. El Apestoso señaló al caza-dor.

-Ese es. El escribió la carta.

La mujer, a la que le faltaba un par de dientes, sonrió a Clayton. La novia era una mujer ruda y fuerte que encantaba a su esposo. Pero le pareció tan diferente de su madre, que Clayton decidió no volver a tramitar un matrimonio por carta.

Clayton era un hombre ingenuo; cuando veía a las mujeres por televisión, su cuerpo experimentaba sensaciones desconocidas. Pero ignoraba cómo establecer contacto con una mujer. En el pueblo había algunas que lo miraban, pero él pensaba que se burlaban de él, un hombre que vivía en las montañas, solo. No sabía cómo hablarles, ni siquiera cómo empezar una conversación.

Al bajar de la montaña, él y Lobo vieron a dos gamos que luchaban

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para conseguir una hembra. Lobo, que no tenía hambre, ignoró a los animales, pero Clayton comprendía la necesidad que los impulsaba. Su propia necesidad duraba todo el año y, durante las largas noches de invierno y los interminables días del verano, andaba sin descanso, inquieto en su soledad.

Se preguntaba si alguna vez conocería a una mujer. Si sentiría sus manos sobre él o si le permitiría tocarla, qué mujer podría amarlo.

En su mente, nunca había visto a una mujer. Ninguna cara se per-filaba en su imaginación, pero sabía que debía estar en alguna parte del mundo. Y en la soledad de sus noches empezó a creer que debía buscarla. El aumento de los incendios forestales era una buena ex-cusa para iniciar su búsqueda.

La gente de Gasp no acostumbraba cerrar las puertas de las casas. Si alguien quería entrar en una, podía hacerlo, no querían tentar a nadie a que rompiera una ventana o destrozara una cerradura. Clayton entró en una tienda silenciosa y vacía y examinó los estantes. No necesitaba nada.

Atraído como un imán, se acercó a una barra de donde colgaban varios vestidos de mujer. Los observó. No había nadie, podía tocarlos sin que pareciera extraño. Lo hizo. Abrió todos los cajones detrás del mostrador hasta encontrar la ropa interior. Las prendas de encajes y seda estaban en un solo cajón, casi lleno. Las tocó con suavidad, sonriendo un poco y sacudiendo la cabeza al pensar que alguien podía ponerse algo tan pequeño.

Reflexionó en lo que sentiría un hombre al comprarle algo parecido a una mujer para... para que se lo pusiera para él.

El sonido de un camión que se acercaba lo obligó a cerrar el cajón de golpe, salir al exterior y agitar la mano. El conductor lo miró con recelo. Clayton preguntó:

-¿Va al lugar del incendio?

-Sí

-¿Puede llevarme?

-Atrás.

Clayton comprendió. El hombre no quería que él y su animal en-traran en la cabina. No confiaba en un desconocido. Clayton le sonrió y dijo:

-Gracias.

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Palmeó en la plataforma del camión de carga y después de dudar un instante, Lobo saltó sin esfuerzo. Clayton acomodó su bolsa de viaje en el fondo del vehículo y luego se sentó entre los bultos.

El perro gruñó.

-Esta bien -lo tranquilizó, apretándolo contra él y golpeó la ventana, indicando que podían partir. Se aplastó el sombrero con fuerza contra la cabeza, mientras el camión aumentaba la velocidad.

Lobo parecía asustado. Luchaba contra Clayton, que lo apresaba, pero el hombre le hablaba en voz baja y tranquila, hasta que la bestia metió la cabeza bajo el brazo de su amo, sin acabar de aceptar aquel extraño modo de viajar.

Avanzaron durante largo tiempo. Clayton sólo había estado en Jackson, además de Gasp, y observaba el largo camino extenderse ante sus ojos, sintiéndose un viajero. Intuía que iniciaba una aventura que podía cambiar su vida. Aquel presentimiento lo exaltaba. Acarició a Lobo y se rió en voz alta, contento.

Llegaron a un valle donde unos voluntarios habían montado un campamento. Clayton le agradeció el viaje al hombre y se bajó con su equipaje y su mascota. El conductor continuó su camino. El cazador se volvió, caminó con precaución hasta donde los voluntarios se organizaban y… la vio.

En medio de aquel movimiento, la descubrió. El mundo se detuvo para él y cada sonido, cada sombra cobró inmensa importancia.

La vio moverse y le pareció que aquella mujer era música. Pensó que era etérea. Deseaba acercársele y arrodillarse ante ella, como un caballero medieval, pero los hombres no hacían esas cosas en los programas de televisión; abordaban a las mujeres, les sonreían seguros de sí mismos y decían frases ingeniosas.

Clayton se llenó de desesperación. No sabía cómo conquistarla. Carecía de una lengua hábil para que se interesara en él. La contem-pló a distancia. Sin esperanza. Si ignoraba a los hombres que la ro-deaban, no podía imaginar cómo atraer su atención.

Los hombres, que estaban riéndose, pronunciaron su nombre. La llamaron Shelley. Ella no les respondió, se limitaba a preparar bo-cadillos y cortar fruta. Era perfecta. Su pelo largo y rubio flotaba al viento. Sus ojos grises...

-¿Te ofreces como voluntario?

Una ruda voz varonil interrumpió los sueños de Clayton. Frunció un

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poco el ceño y miró al hombre que lo interrogaba. Estaba cansado e impaciente.

-Sí -replicó Clayton.

-¿Tienes experiencia?

-Sí.

-Ve a aquel camión -le ordenó-. Allí te entregarán el equipo y la ropa. Habla con el tipo que está detrás de la mesa. ¿Es tu perro? ¡Es un lobo!

-No hace nada -lo tranquilizó Clayton-. A menos que yo se lo pida.

-¿Quién lo cuidará mientras tú trabajas? Quizá tardes varios días en volver.

-No se preocupe -replicó Clayton-. Me seguirá o se quedará donde yo le diga.

-Debiste dejarlo en tu casa.

-No podía -se encogió de hombros Clayton.

-¿Qué experiencia tienes?

-Me entrenaron el año pasado para apagar incendios -Clayton vio que el hombre parecía muy interesado.

-¡Magnífico! Nos serás útil.

Clayton pensaba que se pondrían en marcha inmediatamente, pero el grupo estuvo recibiendo orientación e instrucciones durante un par de días. A cada voluntario le entregaron ropa protectora, le indicaron cómo usarla y cómo mantenerse a salvo. Les dieron herramientas y les enseñaron la manera de emplearlas. Se les dijo que no se distrajeran ni se separaran y qué hacer en caso de perderse. Cada uno era responsable de sus compañeros.

No eran muchos los novatos y todos estuvieron pendientes de cada palabra. Había mujeres, y a algunos hombres les preocupaba cómo se comportarían en la línea de fuego. No estaban seguros de que las mujeres pudieran enfrentarse a un trabajo tan difícil.

A todos los voluntarios se les enseñaron varios mapas y les ex-plicaron la evolución de los incendios. El instructor, Spears, les dijo:

-Este es el cuarto año de la peor sequía en la historia del país. Aunque los árboles se mantienen verdes y llenos de savia, no hay

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humedad. La primavera pasada los pastos y arbustos perdieron de un veinte a un treinta por ciento de humedad. Por lo general pierden un ocho por ciento. Con la ola de calor de la primavera pasada y sólo la mitad de las lluvias, tenemos serios problemas. Los arbustos pueden sobrevivir un año de sequía, pero este año es peor que el anterior y se espera que ocurra algún desastre.

Spears se apoyó en un pie y luego en el otro y continuó, con gravedad:

-Hemos recibido muchas críticas porque dejamos que los incendios causados por los rayos sigan su curso. Solíamos combatirlos, pero después de casi cien años de hacerlo, las reservas forestales se han convertido en cajas de madera listas para arder. Ahora estamos pagando por haber interferido en el ciclo de la naturaleza.

"Nos concentramos en apagar incendios para impedir que se des-truyan casa y pueblos. Limpiamos áreas alrededor de los lugares habitados. Y, como cualquier bombero, ustedes tratarán de hacer lo mismo. Será un trabajo largo y cansado. Recen para que tengamos lluvias y clima fresco.

"Gracias por ofrecerse como voluntarios. Sé que están deseando empezar, pero necesitamos aseguramos de que comprenden lo que se espera de ustedes. Así que, entrenaremos con los que son nuevos y pondremos al día a los que han estado lejos de los incendios fo-restales.

-Creemos que nos aguardan uno o dos meses muy difíciles... el resto de agosto y la mitad de septiembre. Descansen cuanto puedan, reman lo que les den, duerman si encuentran la ocasión de hacerlo. Tenemos duchas portátiles para que se laven con frecuencia. Cúrense hasta las heridas y ampollas más insignificantes. Tenemos un equipo de primeros auxilios excelente. ¿Preguntas?

Siempre había preguntas, pero en aquella ocasión todos guardaron silencio.

Clayton vio que Shelley ayudaba a organizar la comida que llegó en un camión. Fue hacia allá, se colocó en la fila y, al acercarse, la pudo ver con detalle. No tenía defectos. No parecía percatarse de que la miraba. Concentrada en servir, trabajaba con eficiencia. Ni siquiera lo miró.

Clayton recibió su plato de plástico y se sentó con estudiada in-diferencia. Ella no podía adivinar que la espiaba. Era un hombre sutil.

Lobo también la miraba.

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Como Clayton no apartaba los ojos de ella, fue testigo de la sorpresa que experimentó al fijarse en Lobo. Preguntó algo al hombre que estaba a cargo del grupo, Tom Spears. Este replicó a los gestos de Shelley tocándose el cuello, y Clayton supo que se refería al collar que llevaba Lobo.

Al terminar la cena, Shelley le habló al lobo. Cuando los demás dejaron sola, el lobo se le acercó más. A Clayton lo angustiaba el hecho de que el animal pudiera mostrar su interés, mientras él debía fingir y mirar a otro lado. Pero Clayton vio que había otros hombres que no eran tan sutiles como él, le parecía que todos los varones del campamento miraban a Shelley.

Clayton vio que ella le daba a Lobo un pedazo de atún. Se lo tendió, invitándolo, pero la bestia no se acercaba y se lo tiró. El animal vio dónde caía el bocado, pero no se movió. Al cabo de un rato la fiera se volvió hacia su amo. Clayton le hizo una seña. El animal se levantó, olió el atún con cautela y volvió a mirar a su amo. Clayton le hizo otra seña. El lobo recogió el atún entre sus fauces, se acercó a Clayton y esperó a que le diera permiso para comer.

Desde aquel momento, le cedió a Shelley la mitad del control sobre el perro.

Alzó la vista para decírselo, pero la joven proseguía con sus tareas, de modo que Clayton no pudo mostrarle quién era el amo del lobo. Pensó que tendría otra ocasión. Se preguntaba si debía usar al can como excusa para hablar con Shelley. En la televisión había visto que algunos hombres empleaban esa táctica. Por lo general se referían a un perrito encantador que la mujer llevaba en brazos. Tal vez no importara que un lobo sustituyera a un perro. No tenía la menor idea de qué decirle.

Vio que organizaban un partido de béisbol. Clayton jamás había jugado. Los jugadores estaban entusiasmados y gritaban a sus anchas. Jugaban hombres contra mujeres. Los primeros se mostraron indulgentes, pero tuvieron que sudar para ganarles.

Clayton sacó su violín de la funda y se alejó, seguido de Lobo. A Cierta distancia, se sentó y empezó a tocar. El lobo se echó, apoyó la cabeza entre las patas y dejó que Clayton lo deleitara con la música. Desde aquel sitio podía proteger a su amo, oiría cualquier ruido sospechoso.

La fiera se dio cuenta de que la gente empezaba a aproximarse y se paraba a escuchar. Clayton estaba tan absorto en la melodía que no los veía. El animal conocía el modo de actuar de su amo y, desde el inicio de su relación, había aprendido a cuidarlo.

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Clayton tocaba con toda su alma. Como siempre. El violín perteneció a su bisabuelo y las melodías habían pasado de una generación a otra librándose del olvido.

Allí, en aquel bosque, Clayton tocaba como lo haría un trovador, bajo un balcón, para enamorar a la amada. Lejos de Shelley, sin que pudiera oírlo, Clayton le ofrecía su música.

No sabía si era lo bastante hermosa para entregársela, tal vez no creyera que jamás había tocado para otra mujer. Ni siquiera para otra persona... desde que sus padres... pero no quería recordar eso.

Empezó a tocar las danzas alegres que acompañaban las fiestas de las cabañas desde hacía muchas décadas. Algunas resultaban fa-miliares a los atentos oídos que escuchaban, con un ritmo que atraía, que seducía.

Las cuerdas y el arco lanzaban sus notas a los árboles y el aire vibraba con una marca indeleble, aquel hombre dejaba su marca. Y el violín continuaba cantando, veloz, travieso, festivo.

Como siempre que tocaba, Clayton sentía revivir su espíritu. La música siempre fue importante para él. Y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, tocaba las melodías burbujeantes que latían en su sangre. Tocaba para Shelley. Shelley. Pensaba que tal vez la ha-bían bautizado en honor del poeta. Terminó la pieza con un adorno muy complicado. Y se detuvo. Quería componer una canción para...

Un aplauso cerrado lo sorprendió. Parecía el rumor del viento entre las hojas secas, pero se mezclaba con silbidos y gritos de "¡Otra!"

Clayton miró a su alrededor, asombrado. Luego se echó a reír, se levantó e hizo una reverencia.

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaban-: ¡Otra! ¡Otra!

Caminó uno o dos pasos, pensando y luego gritó:

-Tomen su pareja, no le pisen los pies, que brinque y que salte, vuélvanla del revés.

No conocía la letra, sólo la música, pero una mujer empezó a cantar y todos empezaron a bailar, en medio de risas, gritos y bromas.

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Shelley también bailó. Todos querían bailar con ella y a Clayton costaba trabajo mantener un ritmo ligero y rápido. Los celos lo quemaban. Lo avergonzaba aquella degradante emoción, sólo en un pequeñísimo rincón de su conciencia. El resto de su cuerpo ardía de celos.

Al cabo de una hora, Clayton dejó de tocar y otra vez se inclinó e su público para recibir sus aplausos. "¡Otra!", le rogaron. Pero sonrió y negó con la cabeza. "¡Otra!', repitieron, pero él respondió: "Mañana".

Era lo que su madre le decía cuando le suplicaba que le contara otro cuento. Se preguntaba qué habría pensado de Shelley.

La vio inclinarse y acariciar al lobo. Después de una rápida mirada hacia Clayton, para asegurarse de que su amo estaba bien, el animal se sentó como un caballero y contempló a la mujer con interés. Ella le tendió la mano para que se la oliera, lo que hizo la bestia con suma cortesía. Tenía una voz dulce y le decía cosas tranquilizadoras y él dejaba que le rascara la cabeza, con los ojos puestos en su amo.

Clayton deseaba ser el lobo.

Antes que pudiera acercarse a ellos, lo rodearon unos desconocidos que suponían ser sus amigos, con derecho a agobiarlo con preguntas. Hacían comentarios y exigían respuestas.

-¿Dónde aprendiste a tocar de esa manera? -preguntó uno.

-Me enseñó mi abuelo.

-No conocía la mayoría de las piezas -indicó otro-. ¿Las has compuesto tú?

-No, pasan de una generación a otra en mi familia. Mi gente ha vivido en estos bosques desde hace siglos.

-Entonces no es de extrañar que te dediques a apagar incendios -opinó uno más-. Debes creerte el dueño de esta región.

-sí.

Se burlaron de él.

-Te ayudaremos a salvarla.

No sabía cómo contestar a aquellas bromas, y sonrió. Cuando alzó la vista, Lobo estaba solo.

-Tu violín es precioso -comentó una pelirroja, que estaba frente a él.

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-Ha sido de mi familia desde hace mucho -repuso sonrojándose. Tenía una oportunidad para practicar, pero su lengua no le obedecía. No sabía qué decir, era como si su cerebro se hubiera paralizado. Le dedicó una sonrisa y ella le correspondió de la misma forma. La sonrisa había sido suficiente.

Recordó cómo la perra incitaba a Lobo desde la torre del vigía y el lobo se conformó con mirarla. Quizá los hombres no tenían que hablar, pensaba. Quizá sólo debían mostrarse interesados.

Se unió al grupo que volvía al campamento. No los seguía, formaba parte del mismo. Los otros hablaban con él y le resultaba agradable.

Como muchos de los voluntarios tenían hambre, les sirvieron un bocado antes de dormirse. Spears gritó:

-Apaguen las luces dentro de media hora. Coman y... -Lávense los dientes -terminó una voz burlona. Rieron.

-Gracias por recordarlo -dijo Spears-. Métanse en los sacos de dormir. No hablen. Necesitarán del descanso acumulado. Buenas noches. Gracias por la música, Masterson.

Clayton se sonrojó y sonrió ante el placer doloroso de ser señalado. Estaba dentro del grupo, con los demás, y los hombres se apartaron para que pasara, porque había tocado durante mucho tiempo. Le molestó que lo distinguieran de aquella forma porque quería permanecer allí, contemplando a Shelley, mientras los otros comían sus bizcochos y sus bebidas. Todavía no sabía cómo replicar con ra-pidez y estudiaba sus reacciones. Sonrió.

Fue el primero en levantarse de la mesa. Ignoraba cómo sentarse a comer, quieto, así que tomó el pan y la leche y se dirigió al dormi-torio. Debido a Lobo, colocó su saco un poco separado de los otros.

Se sentó y compartió su merienda con el animal, que la devoró. -Esto no es bueno para ti -le susurró. Pero el animal se relamió y pareció sonreír.

-Si de verdad quisieras ayudarme, irías a traérmela. La bestia miró hacia donde Shelley guardaba los bizcochos.

El lobo parecía comprender las palabras de Clayton. El cazador se mofó de sí mismo: "¿Cómo puede un lobo saber algo de las relaciones entre hombres y mujeres?" Entonces recordó a la perra de la torre. No sabía en qué se diferenciaba él de un lobo.

Mientras dormía, soñó con Shelley. Enterró sus dedos en la piel de su mascota imaginando que era el pelo sedoso de Shelley y murmuró

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algo entre sueños. La joven se volvió y le lamió la nariz y Clayton se sorprendió de que en su sueño, la lengua de Shelley fuera tan larga y rugosa.

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CAPITULO 2

Se despertó con los primeros ruidos del campamento y buscó a Lobo, que había desaparecido. Al haber cambiado tan radicalmente de vida, Clayton se preguntó si el lobo habría vuelto al bosque. Se apoyó en un codo y buscó a Shelley automáticamente. La encontró al instante. El can le imploraba comida, cerca del camión que la llevaba y la chica se inclinaba sobre el pedigüeño. El animal era inteligente. Había escogido a la más hermosa de las mujeres que estaban en la pradera.

Shelley tomó una cuchara y una sartén y las golpeó mientras grita-ba:

-¡A desayunar!

El camión tenía un generador para calentar los alimentos. Cereales, bizcochos, tostadas, huevos revueltos y salchichas. Café y leche. Té para los que lo prefirieran y más bizcochos.

Todos respiraron a sus anchas el fresco aire de la mañana, sintiendo que el mundo era bueno. Comieron demasiado, con hambre acu-mulada después de una noche de sueño profundo. Sonrieron y charla-ron. Empezaron a conocerse.

Clayton se colocó en la fila y dejó pasar a algunos, mientras reunía el valor necesario. Otros hablaban a la joven y, al final, logró murmu-rar:

-Buenos días, Shelley.

Lo recompensó con una rápida sonrisa.

Para Clayton era obvio que actuaba de forma automática, pero, de todos modos, se quedó paralizado porque lo había mirado. Se llevó el plato al saco de dormir y allí se sentó, ausente. El lobo se comió los huevos y las salchichas. Lo estaba maleducando.

Luego, la bestia hizo una ronda, saludando a los demás con inteli-gencia. Conseguía un poco de huevo aquí, una salchicha que pescaba en el aire allá, hasta que volvió con Shelley, quien le dio un bollo azucarado. Se estaba convirtiendo en un adulador.

Más tarde se echó sobre la hierba, se retorció sobre su lomo y em-pezó a actuar como un degenerado. Shelley se agachó para acariciar-ló mientras Clayton gemía de envidia.

El equipo se bañó, recogió los sacos de dormir y los metió en un camión. Se pusieron los trajes especiales contra incendios. Clayton

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averiguó que volverían por la tarde y le ordenó a Lobo que se queda-ra.

El equipo se puso a trabajar limpiando las áreas para detener el Fuego. La tierra árida, sin árboles ni vegetación, sería vital si no lle-gaban las lluvias o si cambiaba la dirección del viento. Una y otra vez les advertían:

-¿Dónde está tu compañero? ¿Cuántos son? ¿Falta alguien?

Les dieron emparedados a mediodía y se recostaron para tomarse un descanso. Cuando Spears pensó que era suficiente, relevó a uno de los equipos que ya estaba en la línea del fuego. Eran como las tropas de reserva de una batalla.

Trabajaron hasta media tarde y volvieron a la pradera en autobús.

Lobo observó al equipo bajar de los autobuses. Se acercó a Clayton, quien le rascó la cabeza mientras buscaba a Shelley con los ojos.

Todos estaban cansados. Todavía no estaban acostumbrados a aquel trabajo y no tenían la alegría de la noche anterior. Se bañaron y se pusieron ropa limpia. Cenaron la comida caliente que los aguarda-ba se fueron a sus sacos de dormir con lentitud.

Alguien gritó: "¡Eh, Clayton!, tócanos un poco de música para re-lajamos".

Sin darse cuenta de que no había respondido, sacó el violín y lo afinó. Empezó a tocar viejas canciones sureñas, de la guerra de Sece-sión norteamericana.

Muchos conocían la letra, a pesar de los años transcurridos. Algunos cantaban muy bien.

La música sonaba bien en aquel lugar aislado y Clayton sentía una emoción profunda, pues formaba parte de la melodía. Su instinto lo hizo detenerse antes de que la música alterara sus sentimientos y todos durmieron serenos hasta la mañana siguiente, cuando algunas mujeres se quejaron de los ronquidos de los hombres.

Muchos se quejaron también al oír a Shelley llamarlos a desayunar, golpeando la sartén, y se pusieron de pie a su pesar.

Lobo acompañó a Clayton hasta la mesa y acercó el hocico para olisquearla. Clayton riñó al lobo, que le lanzó a su amo una mirada helada. Shelley se rió, porque los había visto, llenó un plato y lo puso en el suelo para que comiera el lobo.

Le lanzó una mirada impersonal y rápida al dueño del animal y

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Clayton se sonrojó, sintiendo un placer exquisito. Desde su cama, vio que el lobo había limpiado el plato y silbó, llamándolo. Lobo lamió el plato por última vez antes de obedecer a su dueño.

Clayton no tenía más razón para llamar a la bestia que mostrarle a Shelley quién era el amo del animal. Lo hizo con el único propósito de llamar la atención. Pero ella estaba ocupada. No se dio cuenta. No oyó el silbido, demasiado fuerte, ni vio que el lobo había devorado su comida.

Lobo se acercó a Clayton y, con una mirada, indagó la causa del silbido de su amo. No había ninguna. Le ofreció un poco de huevo, pero el animal no parecía interesado. Sí quiso un trozo de bizcocho con miel.

Clayton se lo ofreció, comentando:

-Te estás arruinando el estómago.

Lobo se relamió.

-Entiéndelo, haría cualquier cosa por llamar su atención. El lobo miró en la dirección de Shelley.

-¿Así que sabes de quién te hablo? Lobo lo miró fijamente.

-¡Lo sabes! Entonces, dile que soy el mejor hombre que puede encontrar y que quiero que me acaricie igual que a ti, ayer.

Lobo corrió hacia Shelley, lo único que Clayton pudo pensar fue: "Gracias a Dios que no puede hablar". Pero observó con cierta in-quietud lo que hacía el lobo.

Se había acercado a Shelley, moviendo la cola. Ella se rió, con un sonido delicioso que le derretía las entrañas a Clayton, se inclinó y acarició la cabeza del animal.

Clayton deseaba tener una cola para agitarla. El se sabía mejor que un lobo. Era un hombre. Un hombre para Shelley.

El lobo trotó hasta Clayton, se sentó y se quedó mirándolo.

Clayton se sobresaltó. Era como si el animal le dijera: "¿Ves? Así se hace. Es fácil. Clayton gimió:

-Échate y quédate quieto.

Miró a Shelley.

Había limpiado la mesa del desayuno y el botiquín de primeros au-

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xilios ocupaba el lugar de los platos.

-¿Heridas? -era una joven muy eficiente.

Los hombres le enseñaban sus ampollitas y hasta alguno que otro raspón, esperando obtener la compasión de la chica. Clayton los vigi-laba como un halcón. Ella era rápida, no se detenía con ninguno y no les tomaba la mano. Charlaba con las mujeres y se mostraba fría con los hombres.

Se preguntaba si se mostraría fría con él.

El incendió cambió aquel día y los llevaron muy lejos del campa-mento para ayudar a combatirlo.

Las llamas, subían por los árboles, el espectáculo era impresionante. El fuego ascendía hacia el cielo, con hermosos colores, y se oían explosiones cuando la resina estallaba.

Al principio, el equipo se intimidó. Los hombres más altos, quizá de uno ochenta, luchaban contra llamas que se alzaban a treinta o treinta y cinco metros de altura. Pero empezar a luchar significaba empezar a ganar, O a tratar de ganar.

Era un trabajo arduo. Pasaron largas horas llenos de hollín, sudor y humo. El tiempo transcurría muy lentamente. Los obligaron a retro-ceder y un equipo de relevo ocupó su lugar.

El humo los ahogaba y tuvieron que ponerse las máscaras. Mientras descansaban, vieron que una manada de búfalos pastaba en la lla-nura, casi ajenos al desastre.

Pero los animales se alejaban de las llamas. Pocos perecían abrasa-dos. Evitaban el peligro y continuaban con su vida. Ellos no tenían casas que se quemaran ni vendían madera. Los incendios no incomo-daban a las bestias. Sólo al hombre.

Cuando el descanso terminó, el equipo no volvió a la pradera. Siguió trabajando y, casi al amanecer, fue reemplazado por otro. Los hombres se tiraron sobre colchones del ejército y allí durmieron. Al despertar, comieron bajo un cielo lleno de humo y volvieron en silen-cio a combatir el fuego.

Pasó una semana antes que Clayton volviera al campamento. Dijo que necesitaba ver si su violín y su lobo estaban bien y Spears le dio permiso para irse.

-Sí, comprendo -murmuró-. No quieres perder a ninguno de ellos.

Pero era Shelley la que le hacía falta.

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El camión en el que viajaba disminuyó la velocidad y Clayton saltó a tierra. Saludó con la mano y el chofer apretó el claxon como respuesta. Clayton miró el campamento, que parecía desierto. Ladeó la cabeza, el cielo estaba azul, menos contaminado, y respiró el aire limpio. Era como volver a casa.

Ella no estaba. No había nadie. Silbó con fuerza y esperó, pero Lobo no acudía a su llamada. Se encontraba completamente solo.

Y aquel silencio. No se oía ni un ruido. Había olvidado lo ruidoso que era el fuego hasta aquel momento. Se imaginó que podía bañarse, puesto que estaba solo, y empezó a quitarse la ropa, dirigiéndose al camión de las duchas. Más cansado, con la desilusión añadida al can-sancio, se detuvo ante el botiquín de primeros auxilios. Desnudo, em-pezó a tocar las cosas que ella usaba: instrumentos, vendas, yesos para fracturas.

Apenas pesaban y se asían con facilidad. Se puso uno alrededor del brazo y se lo aseguró. Acababa de colocarse un yeso en el otro brazo cuando un coche se detuvo. Volvió la cabeza y escuchó. Alguien abrió la puerta y, un segundo después, Lobo corría hasta él.

Brincaba de alegría, ladrando.

Clayton frunció el ceño. Lobo nunca hacía ruido. Estaba preocupado porque empezaba a comportarse como un perro. Shelley también se le acercó.

Se quedó tan asombrado que se olvidó de que estaba desnudo. La miraba embobado.

Ella también. Su cara delataba compasión al preguntar:

-¿Los dos brazos?

A él se le trabó la lengua y le dio la espalda, ruborizándose violen-tamente.

-¿Te han dado de baja? –indagó. ¿Te duele mucho?

Clayton se sentía agonizar de vergüenza. Negó con la cabeza, apo-yando la barbilla en el pecho. Después, trató de quitarse el yeso.

-¡No! No hagas eso. Déjame ver el expediente. No te muevas -buscó unos papeles y los hojeó.

El se quedó paralizado.

-¿Erupción en la piel por contacto con plantas venenosas? -leyó -. Oh, ¿eso también? -le compadecía profundamente-. Si esperas un

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poco, te llevarán al hospital..., pero podrían tardar horas. Necesitas... limpiarte... bañarte ahora mismo -su incertidumbre había de-saparecido y de repente se mostró firme. Dominaba la situación.

Una idea brilló en el cerebro de Clayton, tal vez ella lo bañaría.

-Si-musitó, sin moverse para no asustarla.

-Eso te dolerá -le advirtió, seria.

El no sabía qué hacer.

-Pero tomé un curso de primeros auxilios. Sé cómo hacerlo y tendré cuidado de no lastimarte. Siento que no esté aquí uno de los hombres para ayudarte, pero necesitan a todos los voluntarios en la línea de fuego. Ha habido una explosión y dos de los hombres han sufrido fuertes quemaduras. Una erupción cutánea no puede ser peor. Lástima que no puedas meterte bajo la ducha. Pero es imposible con la escayola. Déjame ayudarte.

El contuvo el aliento.

-Siento lo de tus brazos-continuó Shelley.

El asintió. Lo tocaría. Iba a poner las manos sobre su piel. Pensaba que se condenaría por dejar que creyera que se había roto los dos brazos, pero no podía desperdiciar la oportunidad de tenerla cerca. De que lo tocara... su cuerpo reaccionó y se sonrojó aún más.

-Todo saldrá bien. No te avergüences. Soy como una enfermera -dijo con firmeza, con el tono de una mujer de negocios. Hasta lo alentó-: No se trata de una operación de cerebro, lo sabes.

Preparó agua y la vertió en una palangana.

-Quizá deberías sentarte. Tápate con esa toalla. Pondré esto sobre tu regazo -la palangana tembló-. Así. Uh. Primero te lavaré la cabeza... el pelo. ¿Te duele mucho?

Asintió con energía, pero decidió ser honesto.

-Estoy seguro de que no me he roto los brazos -al fin su lengua obedecía.

-Eres muy valiente. No te han recetado antibióticos. Ni siquiera han puesto tu nombre en el informe. Sólo que debes bañarte. Tampoco mencionan tus brazos.

-No están rotos.

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-Espero que no -replicó. -Estoy bien.

-Eres un valiente.

Sintió que la culpabilidad lo sofocaba.

-He guardado tu violín -dijo, en medio del silencio. Estaba muy ocupada, lavándole el pelo.

Era una sensación maravillosa. Cerró los ojos y se dedicó a disfrutar.

-Está en mi coche envuelto con una manta para protegerlo.

-Gracias.

-Me llamo Shelley Adams. Mis padres me bautizaron en honor del gran poeta inglés. Son de esa clase de personas. Vivo cerca de aquí, acabo de comprarme una casa con piscina. Quizá tú... si no me hubieras visto, no habrías sabido dónde estaba tu violín. Ahora sabes dónde encontrarme.

-Gracias.

Le echó hacia atrás la cabeza para quitarle el jabón con agua limpia.

-Te lavaré el cuerpo. ¿Puedes ponerte de pie?

El se levantó, pero la toalla no cayó al suelo. La joven se frotó la nariz, volvió la cabeza, luego se enderezó y tomó la toalla. Lo miró, pero había cerrado los ojos de nuevo y estaba rojo como un tomate.

Le enjabonó el pecho hasta la cintura antes de dudar de nuevo. Lo rodeó y le enjabonó la espalda. Sus manos no trataban de seducirlo, pero lo hizo. Lo avergonzaba la reacción impúdica de su cuerpo y se mantuvo rígido, deseando haber confesado su mentira.

-Le frotó la espalda y luego el vientre, el trasero y, a través de sus piernas, el sexo. El casi se estrella contra el techo del camión.

-¿Te he hecho daño? -preguntó ella.

-No -contestó con voz ahogada.

Por suerte, ella estaba detrás de él, con los brazos alrededor de su cintura... Cuando se estremeció, se detuvo y susurró:

-¿De verdad no te he hecho daño? Entiendo... he oído que los hombres... son muy sensibles.

El no podía responder.

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Continuó levantándole las piernas y los pies y luego le echó agua con cuidado. En medio del silencio, la miraba a través de sus pesta-ñas. Se sonrojaba, manteniéndose muy seria. No había tenido la intención de excitarlo. Lo bañaba para impedir que las plantas venenosas extendieran la erupción por su cuerpo. Clayton no sabía cómo librarse de aquellos malditos yesos. Su piel le recordó que todavía lo estaba tocando. Le ponía una loción por todo el cuerpo... todo. Se sentó.

-¿Te sientes débil?

-No -su voz sonaba ronca.

-Necesito... -prosiguió ella sin amilanarse-, debo... Tengo que curarte con esto.

-Espera-le pidió, con ternura.

-No sé cuánto tiempo pasará antes que alguien venga.

No encontró nada que replicar.

Por fin terminó. También había terminado con él, dejándolo como un guiñapo. Le puso un camisón de hospital, limpió el agua y...

-Soy muy descuidada. Te he dejado un poco de jabón aquí...

Tampoco pudo replicar nada a aquello. Se levantó.

-Creo que debes sentarte. ¿Cómo te has roto los brazos?

-No me los he roto -sólo entonces notó que Lobo estaba echado en el quicio de la puerta del camión, con el hocico sobre rostro patas, contemplándolos. Tenía una expresión muy tolerante en el rostro.

-Comprendo que pensar positivamente ayuda a curar ciertas enfermedades, pero no creo que los huesos rotos entren en esa categoría. Por favor, siéntate. Puede que todavía estés en estado de shock. Me pregunto dónde has pescado esa erupción. No hay muchas Plantas venenosas en esta región.

-Quizá no sea una erupción.

-Pues más vale estar seguros -lo reconfortó,- ¿Sientes comezón?

-Un poca -mintió.

-¿Te pongo más loción?

Después de una larga pausa, negó despacio con la cabeza.

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-Mejor no.

-A mí no me importaría.

Pero antes que pudiera admitir que le encantaría, les llamó la aten-ción el ruido de un motor. Un camión se aproximaba a la pradera. Lobo desapareció.

-Cuida a mi lobo, por favor -entonces podría localizarla, aunque lo asignaran a otro campamento. Le explicó-: Tal vez me lleven al hospital para hacerme radiografías.

-Lobo y yo nos llevamos muy bien. ¿Como lo llamas?

-Con un silbido -se lo demostró.

El lobo apareció en un momento, pero dos voces de hombre respondieron también. Entraron al camión de primeros auxilios y levantaron las cejas al ver los yesos.

-¿Qué te ha pasado?

-Nada, estoy bien -Clayton sabía que no podía engañar a nadie. Los hombres asintieron y uno comentó:

-Un tipo de acero.

-sí -asintió el otro-. Supongo que tendremos que llevarte a hospital. Esa clase de yeso no soluciona el problema.

-No están rotos -asentó Clayton con convicción.

-Pero -objetó su interlocutor, por algo te los han puesto, así que tendremos que cuidarte. ¿Tienes un bocadillo, bombón? –Como no obtuvo respuesta, agregó-: ¡Eh, Shelley! ¿Tienes un bocadillo? -Oh -exclamó ella-, pensé que le hablabas al lobo.

-Nunca he llamado a un lobo bombón. ¿Tratas de pararme los pies? Debes saber que es inútil. Date por vencida y, por favor, tráenos algo de comer.

-Con mucho gusto.

Lo hizo y ella misma dio de comer a Clayton. El quería que los otros desaparecieran para deleitarse con sus atenciones. Aunque todavía estaba sonrojada, actuaba con eficiencia; los hombres observaban cada uno de sus movimientos, en especial cuando el enfermo tomaba con la boca los bocadillos que le ofrecía. Eran cuidados maravillosos que no podía aprovechar. Se prometió solemnemente no hacer nunca más algo así, sino ser honesto y sincero hasta la muerte.

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-¿Te duele la cabeza? -le preguntó la joven.

Clayton miró al suelo, se agachó un poco y dejó caer los hombros.

-¿Cómo lo sabes?

-Has fruncido el ceño -le explicó con dulzura. Había actuado astutamente al hacer aquel gesto.

-Algunas veces, una fractura provoca fiebre -continuó ella, tocandole la frente-. Necesitas que te lleven al hospital.

-Ahora mismo -los dos hombres se pusieron de pie.

Era tarde. Ya habían ido al hospital y parecían cansados. Clayton sabia que les estaba causando problemas sólo porque quería que Shelley lo tocara.

-De verdad, estoy bien.

-No te preocupes, muchacho. No permitiremos que nuestro violinista ponga sus brazos en peligro. Nos, encargaremos de ti.

-Tengo los brazos bien -afirmó Clayton.

-Una actitud optimista -dijo uno.

-¿Puedes andar sin dificultad?-preguntó el otro.

-Necesito mis pantalones.

-No -intervino Shelley-. Si has estado en contacto con hierbas venenosas, debo lavarlos con jabón amarillo, etiquetarlos y meterlos una bolsa. Te darán ropa nueva.

-Tendrás que llevar ese camisón por un rato -sonrió uno de los hombres-. Cuidado con las corrientes de aire.

-Por Dios -suspiró Clayton-. No permitiré que por mi culpa hagan otro viaje al pueblo.

-Nuestras familias están allí -replicó el voluntario, abriendo los brazos-. Pasaremos la noche con ellas y te visitaremos por la mañana. Si de verdad estás bien, te trae traeremos al campamento. Si te dejan en el hospital, pensaremos un plan. ¿De acuerdo?

Clayton se tranquilizó un poco. Se volvió hacia Lobo, que estaba fuera del camión.

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-Ven -le ordenó, El lobo entró como una sombra. Clayton puso un molde de yeso sobre el hombro de Shelley y añadió -: Cuídala.

Clayton viajó hasta Jackson, viendo cómo conducían el camión. Como eran combatientes de incendios, les dieron la bienvenida en el hospital, y todo el personal miró los dos yesos de Clayton frunciendo el ceño. El dijo:

-Quiero ver a un médico, a solas.

Aquello les picó la curiosidad. No dejó que nadie le hiciera nada hasta ver a un doctor. Y no cedió ni un ápice. Un enfermero trató de tomarle la temperatura, pero Clayton se negaba con firmeza.

Al fin llegó un médico bastante apurado, y Clayton lo obligó a mostrarle su identificación antes de pedirles a los demás que salieran de la habitación.

-Mire - le explicó el doctor a Clayton-, esta es una sala de emergencia. No podemos sacar a la gente de aquí. Nadie nos oye. ¿Cuál es el problema? Además de los dos brazos rotos -se corrigió, con compasión evidente.

-Jure que guardará secreto. No quiero que nadie lo sepa.

-¿Qué le pasa? –Preguntó el doctor con mirada aguda.

-Nada.

-¿Qué quiere mí? -indagó el médico, alzando las cejas.

-Que escriba en el expediente: "Huesos sin fractura". No es mentira -le indicó Clayton.

-¿Quién le ha puesto los moldes?

-Yo mismo – admitió Clayton.

-¿Por qué lo ha hecho?

-Estaba solo. No esperaba que llegara nadie -le explicó Clayton-. Ella entró y allí había una receta para un tipo que había estado en contacto con hierbas venenosas. Quería que me tocara.

-No me sorprende -comentó el doctor y luego preguntó-: ¿Era Shelley?

-Sí. Se avergonzaría si supiera que se ha equivocado.

-Shelley -repitió el médico, pensativo.

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-Pensó que me había roto los brazos -le explicó Clayton-. Yo quería que me bañara. Y ella lo hizo.

-¿Qué le pareció la experiencia? -preguntó el cirujano, con cierta irritación.

-No estoy seguro -contestó Clayton con inocencia-. Me sentía mal por engañarla de ese modo y me distraje.

Había conquistado la simpatía del médico.

-De acuerdo. Le quitaré los yesos y no lo delataré.

-Gracias.

-Trátela con cuidado. Es una mujer maravillosa.

-Mi lobo la cuida -replicó Clayton con complacencia.

-¿Lobo?

-También se llama así -asintió Clayton-. Yo le he criado –de repente, las palabras fluían de sus labios... Clayton se dio cuenta de estaba hablando con un desconocido igual que los demás hombres.

Podía hacerlo. Se preguntaba si le duraría esa habilidad hasta que viera a Shelley de nuevo, si podría hablar con ella.

-Siempre he sido un solitario -le confió al médico-. No sabía como hablar a las personas.

-Lo hace muy bien -el doctor se mostraba un poco agrio.

-Con usted es fácil.

-Habría dado cinco años de mi vida porque Shelley me bañara -siseó el médico.

-¿Usted también? -frunció el ceño Clayton.

-Casi todo Wyoming.

-¿Está casada?

-No.

-Perfecto -Clayton se mostró satisfecho.

-Es una mujer muy independiente. Se ha comprado una casa en las montañas.

-Sí, me lo ha contado.

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-¿Sin que usted se lo preguntara? -inquirió el doctor, molesto.

-Tiene mi lobo y mi violín.

-Usted es el violinista.

-Sí. Mi abuelo me enseñó. Es el violín de mi tatarabuelo.

-¿Así que los... Masterson, han estado por aquí desde hace tiempo?

-Sí.

-Pues, cuídese -le aconsejó el doctor-. Espero que siga viviendo en esta región. Pero no piense que conquistará a Shelley sin que yo me oponga.

-Vaya, ¿usted también la desea?

-Desde hace mucho.

-Me propongo seriamente que sea mía -frunció el ceño Clayton.

-Yo también.

-Maldición -refunfuñó Clayton-. Esto será más difícil de lo que pensaba.

-Espero que para usted sea imposible.

-Yo tampoco le deseo buena suerte -entonces añadió-: Quiero saber su nombre.

-Michael Johnson.

-No se retractará de lo de los brazos, ¿verdad? Le he dado un arma que puede usar en mi contra.

-Juego limpio -dijo Michael con sinceridad.

-Un hombre no puede pedir nada mejor.

-Cuídela -le advirtió el médico.

-Me gustaría que me dieran un par de pantalones -dijo Clayton poniéndose de pie.

-Se los conseguiré.

-Gracias por ayudarme a no avergonzarla.

-Lo hago por ella -le aclaró Michael.

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-Lo entiendo.

-Que siga estando bien -se despidió el médico con voz agria.

-Gracias.

-Prefiero no volver a verlo.

-Lo entiendo también. Adiós.

El doctor Michael Johnson sacudió la cabeza con impaciencia y desapareció.

Una chica morena entró y le dijo:

-Le daré un baño -sus ojos brillaban al hacerle la invitación.

-Es muy amable, pero puedo bañarme solo. Sin embargo, si puede encontrar un par de pantalones para mí, se lo agradeceré. Sonrió con picardía y le preguntó:

-¿Cómo estaría de agradecido?

Y Clayton comprendió que el doctor Johnson jugaba sucio.

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CAPITULO 3

La enfermera morena le llevó a Clayton unos pantalones verdes de algodón. Se los puso y se quitó el camisón. Luego se calzó unas zapatillas de papel suave, moviendo los dedos de los pies.

La enfermera retrocedió, observando el cuerpo de Clayton y pre-guntó:

-¿Alguna vez ha pensado estudiar medicina?

-No, señorita -se puso una camiseta y se quedó allí, con el color de sus ojos verdes intensificado por el de la tela del pantalón.

-¿En dónde vive?

-En las montañas, al oeste de Yellowstone -respondió.

-¿En qué pueblo?

-En una cabaña.

Asintió pensativa y murmuró:

-Quizá valga la pena.

El parpadeó y la miró sin comprender.

-Me llamo Maggie Franklin y puede encontrarme aquí.

-Tengo bien los brazos.

-Igual que el resto de su cuerpo - sonrió ella.

El pensó que estaba coqueteando, era el momento de practicar. Se preguntaba qué debía decir. También le sonrió.

Ella se rió, con un delicioso y malévolo sonido que le cosquilleó en la piel, en lugares muy extraños. Aquello lo descontroló. Shelley era la única que se suponía que podía causarle aquella sensación. Tal z era susceptible a las mujeres. Tendría que cuidarse. Se inclinó un poco y replicó:

-Gracias, señorita Franklin.

-De nada, bombón.

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Shelley había comentado que algunas personas llamaban bombones a los lobos. Clayton Masterson no era un lobo. Era hombre de una sola mujer. Y Shelley Adams era aquella mujer. No sonrió a Maggie Franklin. Permanecía frío e indiferente.

- Se enteró de que los voluntarios contra incendios estaban asegura-dos por el gobierno y que éste pagaría la cuenta. El personal del hos-tapital le pidió que devolviera la ropa prestada y él prometió hacerlo. Salió de la sala de emergencia y respiró el aire fresco, esperando un vehículo que fuera en su dirección.

-Maggie salía de vez en cuando para charlar con él. Clayton descu-brió que la conversación le parecía bastante agradable. Le preguntaba los años en las montañas. Y a él le resultaba fácil responder. No tenia que provocar nada, Maggie se encargaba de todo. Le ofreció:

-¿Te gustaría darme un beso de despedida?

-Estoy comprometido.

-¡Oh! -Maggie arqueó las cejas-. ¿Y quién es la afortunada mujer a la que perteneces?

-Ella todavía no lo sabe.

-Entonces es tonta y un hombre que vive solo en una cabaña ne-cesita una mujer que no sea tonta, sino una enfermera.

-Un hombre afortunado se dará cuenta de ello.

-Si esa mujer con cabeza de chorlito que te ha encadenado resulta verdaderamente estúpida, vuelve.

-Gracias -lo dijo con sinceridad. La oferta no lo alteraba tanto como el hecho de hablar con alguien del sexo opuesto. Maggie le había dado el don maravilloso de la confianza. Sentía que sería capaz hablar con Shelley.

Al cabo de un rato, se subió en un camión que iba en la dirección del campamento. Como iba vestido como un médico llamaba la atención y causaba cierta alarma:

-¿Qué sucede, doc? ¿Por qué está parado en medio del camino?

Clayton comprendía que debía dar alguna explicación, pero no mencionó los moldes de yeso. Insistió en que nadie debía molestarse por él y al fin llegó al campamento desierto con el camión que llevaba los desayunos. Se habían cruzado los mensajes y pidieron nuevas instrucciones por radio, mientras comían sus raciones.

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Sam, el encargado del campamento desierto, se acercó a los otros cuando terminaban de desayunar.

-¿Operas hoy?

-Era todo lo que tenían de mi talla. Tuve una erupción en la piel... -no le quedaba más remedio que proporcionar ciertos datos -y lavaron mi ropa con un jabón especial.

-Oí que te habías roto los brazos -Sam le sonrió lentamente-. ¿Te hizo daño Shelley?

-Ten cuidado -le advirtió Clayton.

-¿No se te rompieron?

-No.

Sam le proporcionó una muda de ropa y el cazador abandonó el uniforme de cirujano. Luego le hizo un regalo estupendo, le dejó con-ducir una camioneta alrededor del campamento.

-¿No sabes conducir? -preguntó, admirado-. Rayos, ¿cómo has podido llegar a tu edad sin conducir?

-Tampoco sé patinar ni andar en bicicleta.

-¿No tienes equilibrio? -preguntó Sam.

-No hay calles ni aceras donde vivo.

-¡Es como encontrarse con un aborigen! -exclamó el hombre, azorado.

-No soy australiano -le indicó Clayton, quien tomaba las cosas literalmente.

No te salgas del camino -le pidió, después de darle las instrucciones básicas-. La superficie de la pradera es muy delicada. Lleva muchos años que el suelo se recupere. Todavía pueden verse los rastros de las carretas que cruzaron por aquí hace cientos de años.

-Entiendo -aquella réplica era común en los programas de televisión.

-Presta atención -lo alentó Sam-. No vayas demasiado de prisa; concéntrate. Esa es la clave para conducir bien.

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Clayton obedeció y pensó que conducir una camioneta era lo mejor que le había ocurrido en la vida... aparte de conocer a Shelley.

Más tarde, Sam le dibujó un mapa de la zona y Clayton se aventuró por caminos desiertos. Como no tenía permiso de conducir, se mantuvo alejado de las carreteras y, por casualidad, vio un buzón que decía: "S. Adams". Se preguntó si sería el de Shelley y retrocedió su-dando.

No sabía si sería capaz de arrancar la camioneta después de apagar el motor. Echó el freno, apagó el motor y luego lo encendió de nuevo. Mágicamente, funcionaba.

Sacó la llave y se bajó del vehículo con confianza, con cierto de-senfado. Buscó su sombrero, pero no sabía dónde lo había dejado y salió sin él.

Se acercó a la casa mirando a su alrededor. El ciclo estaba oscuro por el humo del incendio, el aire era fresco y el sol se ocultaba. La construcción se levantaba sobre un claro. La piscina parecía fuera de lugar, rígida e ilógica en medio de un bosque, la casa daba mejor im-presión, con un techo de dos aguas, para evitar que se acumulara la nieve en invierno. Pero resultaba demasiado grande y descubierta para un hombre cuya familia había vivido escondida entre las monta-ñas durante unos trescientos años.

Shelley salió de la casa.

-¿Clayton?

La contempló. Sabía su nombre y era de carne y hueso. Siempre creyó que se evaporaría si la miraba con insistencia. No parecía re-cordar que lo había tocado... de forma íntima, que lo bañó. Tal vez no significaba nada para ella; aunque tenía las mejillas rosadas y sus ojos brillaban, no se sonrojó, ni apartó la vista.

Estaba preciosa con su falda larga y su blusa de colores pálidos.

Su pelo rubio ondeaba con la brisa. Hubiera deseado acaríciaselo. Entonces, el lobo salió por la puerta para sentarse y lo miró.

-¿No tienes nada en los brazos? preguntó Shelley.

Negó con la cabeza, absorbiendo con los ojos la belleza de su diosa.

-¿Me necesitas?

Parecía darse cuenta de ello. El entreabrió los labios.

-¿Ya volvieron al campamento?- esperó, luego comprendió que no le

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contestaría. Clayton volvió a mover la cabeza.

-Pasaba por aquí -comentó como hacían en la televisión. Como si hubiera conducido toda su vida, sintió que el orgullo lo invadía.

-Esa es la camioneta de Sam.

Clayton asintió.

-¿Quieres pasar a tomar un vaso de limonada?

-Gracias-alzó la mano para quitarse el sombrero y notó que no lo llevaba puesto. Entró en la casa y miró a su alrededor. Luego sonrió.

Era un hogar.

El lobo se le acercó y se apoyó contra su pierna y él le acarició, sin reflexionar, el pelo. Si hacía algo parecería menos nervioso. Buscaba algo que decir y encontró un comentario amable:

-Bonita casa.

-A mí me encanta -replicó ella, con la cara resplandeciente de satisfacción. Vio que la cuidaba con esmero. Tenía muebles antiguos, una mecedora igual a la de él, aunque la suya necesitaba que la puliera. Su sofá estaba bien forrado y limpio. Al suyo se le salía un muelle. Se dio cuenta de que había sido descuidado de que se avergonzaría si ella visitaba su cabaña antes que la arreglara.

-¿No te sientas? -lo invitó.

Pero él la siguió hasta la cocina. El y Lobo. Notó que el animal se sentía como en su propia casa.

-¿Qué hace Lobo dentro de la casa? -parecía sorprendido-. Ha entrado antes que yo.

Desde luego, le había pedido que la protegiera, pero quedarse allí dentro, con ella, le parecía demasiado. Debía rondar la casa. Clayton se inclinó y murmuró:

-¿Te estás convirtiendo en un perrito faldero? -lo dijo para que Shelley lo oyera y la risa de la joven le llenó el alma.

Hizo limonada y le ofreció un vaso y un poco de menta. El tomó la hoja y la olió. Su madre la usaba para aliviarlos estómagos revueltos y la tos.

-Ponla en el vaso -le sugirió Shelley-. No sabía si te gustaba o no.

-Mi madre la usaba como medicina. Shelley asintió, sin sorprenderse.

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-Tu violín está a salvo.

-Perfecto. Gracias. Pero creo que estás echando a perder a mi lobo -ella sólo sonrió, divertida. El preguntó-: ¿Se lo consientes a... todos?

-Depende.

-¿De qué? -había visto que un hombre alentaba a una mujer en la televisión con aquella pregunta. Esperó y ella se sonrojó. Clayton no lo entendió.

-Depende del hombre -luego alzó la vista y la fijó en su invitado.

Clayton pensó que amaba al doctor.

-Lo conocí ayer.

-¿A quién?

Clayton se encogió de hombros porque no quería contestar de forma directa. Si no se refería al médico, no tenía sentido llamar su atención.

-¿A quién conociste ayer?

-A un montón de gente en el hospital -prosiguió-: Tuve que ponerme los "verdes" de los cirujanos. Así llaman a esa ropa. Cuando trataba de subirme a un camión para volver, las personas creían que era médico -logró soltar todo el discurso.

Asintió, comprensiva.

-Con todos esos incendios en esta parte del oeste, nadie sabe lo que sucede. Esto es un caos.

-¿Tienes un sótano para guardar las cosas?

-No.

Frunció el ceño. No estaba preparada para una catástrofe. Podía perder todo. Debía de ser una chica de la ciudad.

-¿Eres una chica de ciudad?

-¿Cómo lo sabes? -sonrió un poco.

-Los que viven aquí se preparan para las catástrofes, ¿No tienes sótano para resguardarte de los ciclones?

-No hay sótano de ninguna clase -respondió-. La casa está construida sobre roca.

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-Debieron cavar un sótano. Como hicieron con la piscina. ¿Para qué sirve una piscina? Ahora estás desprotegida. Si hay un incendio, lo perderás todo.

-Tengo la piscina -hizo un gesto-. Puedo mojar la casa y mantenerla húmeda.

-Quizá funcione -aquel no era el momento apropiado para regañarla. No podía hacer nada ese año-. ¿Hay alguna cueva por los al-rededores?

-Al sur.

-Me gustaría verla -Clayton dominaba la situación-. ¿Podemos explorarla?

-Claro. Si tienes prisa, dejamos la limonada aquí.

Miró su vaso, casi vacío. Si la terminaba tal vez no tendría ocasión de volver a entrar y pedir que se lo llenara de nuevo.

-De acuerdo -se levantó.

Ella tomó una chaqueta y se la puso. El se dio cuenta, tarde, de que debió ayudarla a ponérsela.

El lobo los seguía mientras avanzaban por una vereda descendente, no demasiado inclinada, pero resbaladiza. En algunas partes corrían arroyuelos.

El abría camino y Shelley lo seguía. Le fascinaba que lo siguiera. Le parecía que sólo había dos personas en el mundo. Dos personas y un lobo. Un animal salvaje domesticado resultaba apropiado en tales circunstancias.

No les fue fácil dar con la cueva. No se veía, y, de repente, Clayton se encontró frente a ella. Echaba de menos un rifle.

No había señales de que alguien hubiera estado allí en varios años, pero ignoraba si aquella era la única entrada. Le dijo a Shelley que se quedara fuera, mientras él entraba. El lobo avanzó, olisqueando, Clayton pisaba con cuidado, mirando hacia arriba y hacia abajo, lo mismo que a los lados. En las paredes había huellas de fuego. Parecía haber servido de guarida.

Ya no se veía la luz cuando Shelley lo llamó.

-¿Clayton?

No recordaba haberle respondido, sólo que volvió a su lado. La

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asustó. Entraba para buscarlo y gritó al verlo. Le tocó el pecho, para-lizándolo.

-Creía que te hablas caído.

-Tengo cuidado al andar. Debemos volver con una linterna. Esto puede ser interesante. Podrías guardar aquí tus cosas para ponerlas a salvo de un incendio. ¿Hay algo que te dolerla perder?

Ella volvió la cabeza, mirando el suelo de la cueva. Parecía muy vulnerable, muy civilizada, en aquel lugar salvaje. Su corazón se de-rretía por la chica. Dudaba tener un pedazo de corazón que todavía le perteneciera. No entendía cómo podía habérselo entregado y sin em-bargo sentir que se le derretía.

-Tengo una silla que aprecio mucho -replicó.

-La traeré aquí.

-¿No té costará mucho? -parecía preocupada.

-No. Lo haré por ti.

-Era de una mujer maravillosa que vivía en un asilo de ancianos. Yo la visitaba y me la regaló.

-La traeré aquí.

-Cuando termine la estación de los incendios, ¿vendrás para llevarla de nuevo a la casa?

-Desde luego -le prometió.

Le sonrió en la penumbra, y él deseó besarla. Iba a intentarlo. Se inclinó, despacio, y ella no se apartó. Le rozó los labios con los suyos, con suma suavidad. Shelley lo besó.

Se sintió recorrido por electricidad. Su respiración se alteró. Le pareció ser una piedra que rodaba por un abismo.

Lobo volvió trotando de sus exploraciones, aburrido, interrum-piéndolos. Se dirigió a la entrada de la cueva y allí se sentó, con pa-ciencia.

-¿Qué habrá visto? -se preguntó la joven.

-En otra ocasión lo averiguaremos -propuso.

-Debo volver al campamento -se mostraba reticente a dejarlo-. El equipo regresará esta noche.

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-Enséñame la silla.

-¿La bajarás ahora?

-Sí.

Le sonrió con una sonrisa que le pareció un regalo. Clayton sintió que sus músculos se endurecían y sus huesos se convertían en acero. Podía hacer cualquier cosa.

-Soy capaz de todo -se vanaglorió.

La silla pesaba una tonelada y costaba un gran esfuerzo cargarla, pero la bajó a la cueva. Le comentó a Dios que sería bueno que hu-biera un desprendimiento que cubriera la boca de la caverna para no tener que arrastrar tal armatoste hasta la casa, como prometió.

-Ya sé que esto no es necesario, pero, si algo pasa, lloraría la pér-dida de esta silla. La señorita Lavender era una dama. Lo mismo que su silla.

-¿La silla es una dama? -lo dudaba. A él le parecía un tanque de guerra.

-Sí -contestó Shelley, dulcemente.

Tomó aliento y se frotó el pecho. Quería besarla otra vez.

-¿Quieres que Lobo te acompañe, o que se vaya conmigo?

A Clayton le encantó que se lo preguntara.

-Que se vaya contigo -sabía que si quería que el lobo lo siguiera, tendría que tomar a la bestia del collar, hasta casi ahorcarla. Al igual que su dueño, el lobo le había entregado a Shelley su corazón, y ella no se daba cuenta de que dos machos la adoraban. Parecía pensar que todavía era libre.

Lo acompañó hasta la camioneta de Sam, junto con el lobo, que no mostraba el menor interés en seguir a su amo. A Clayton le sudaban las manos cuando se subió a la camioneta e insertó la llave. Arrancó. "Y recuerda que debes soltar el freno". Avanzaba bien, rugiendo como un vehículo público.

No la besó por segunda vez. Recordaba un anuncio en el que Ron Reagan afirmaba que un hombre debía usar un condón, y Clayton nunca había usado uno. Necesitaba comprar algunos... pero no en las tiendas de los alrededores. Allí todos lo conocían. Querrían saber qué mujer andaba con él y murmurarían. Tendría que volver a Jackson con dinero, para proteger a Shelley antes de proseguir con sus planes de

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conquista.

Se preguntaba si sabía que la estaba cortejando.

En la televisión, las mujeres siempre parecían saberlo. Cuando un hombre las besaba, lo abrazaban y se pegaban contra su cuerpo. "¿Alguna vez Shelley hará eso conmigo?", se preguntaba. "¿Abrirá la boca y me besará con pasión?" Aquello significaría que sus lenguas se tocarían, y deseaba intentarlo.

No tomó la curva que debía y tuvo que aprender a conducir marcha atrás, pues necesitó retroceder un trecho bastante largo. Pondría atención. Después de todo, era la camioneta de Sam.

Clayton tuvo cuidado de no cometer más errores. Allí estaban el campamento, Sam, y otro camión.

Clayton se detuvo con suavidad, presumiendo de su pericia. Apagó el motor, puso el freno y salió de la cabina como un veterano.

-¿A dónde diablos has ido? -quiso saber Sam-. ¿Queda gasolina?

-Sí. Medio tanque.

-Me alegra oírlo.

-Me encanta -Clayton le tendió la mano-. Gracias.

-He echado a pender a un hombre integrado con la naturaleza -co-mentó Sam, estrechándosela.

-Me has introducido en el siglo veinte.

-El próximo paso será enseñarte a operar un computador y meterte en el siglo veintiuno -sonrió Sam.

Clayton se rió. Se sentía amigo de Sam. Era una sensación agrada-ble. Tenía un amigo y amaba a una mujer. La vida era buena. Y, sin embargo, se preguntaba por qué sus padres eligieron vivir aislados. Los dos sabían conducir. Alguna vez habían vivido en la ciudad. Su madre provenía del este. Si estuvieran vivos, tal vez lo alentarían a integrarse a la civilización.

El equipo llegó por la tarde. Estaban cansados y sucios, pero se alegraron de ver a Clayton. Saludaron al hombre solitario.

-¿Cómo estás?

-¿Qué tal los brazos? -y Clayton saboreó aquellas palabras.

Todos se bañaron y cambiaron de ropa, poniendo las prendas, sucias

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y malolientes en un camión. Se sentaron a comer, sin pensar moverse del campamento por una noche.

Clayton vio que Shelley y Lobo llegaban, pero, aunque la mantenía vigilada, no parecía percatarse de su presencia. Comprobó que se había cambiado la falda por un pantalón y que se comportaba con los hombres con eficiencia y amabilidad. Sonrió a Clayton y aquella son-risa lo inundó de alegría. Lobo se acercó a Clayton después de la cena y permitió que su antiguo amo lo acariciara.

Le pidieron que tocara. Shelley le dio el violín y él le preguntó a su público:

-¿Qué toco?

-Algo apacible... alegre... nostálgico -había casi tantas sugerencias como personas.

Clayton les dio un concierto. Empezó por melodías festivas y terminó con otras lentas. . .

El y Shelley eran los únicos que no estaban agotados, así que ayudó a limpiar las mesas. Al terminar, llevó a la joven a pasear por el bosque, bajo un ciclo estrellado, acompañados del lobo.

Ella le tomó la mano.

No pudo respirar con tranquilidad durante cierto tiempo. Luego, cuando su mano grande calentó la de ella, delicada, le rodeó los hom-bros con el brazo. Como no podían andar juntos por el sendero, se detuvo.

-Eres lo más bonito que he visto -su voz sonaba tan ronca que apenas la reconocía.

Ella sonrió. Ladeó la cabeza para sonreírle y aquello fue todo lo que necesitó. La besó y le pareció algo glorioso.

El contacto del cuerpo de la joven contra el suyo fue mejor que cualquier sueño. Era suave y dulce y no se apartó. No se apretó con-tra él, pero él lo hizo y aquello fue igual de extraordinario.

Alzó los ojos y lo miró, seria. Sus párpados parecían pesarle y sus labios suaves... ansiosos. No se movió para evitar el abrazo, y la besó de nuevo.

Shelley no abrió los labios para que sus lenguas se tocaran. El no estaba muy seguro de cómo lograr esa clase de beso. Abrió su boca un poquito y el beso se tomó húmedo. Le tocó con la lengua un res-quicio entre sus labios y ella los abrió apenas. Le suplicó con la len-

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gua y ella abrió la boca un poco más, hasta que él la acarició con la suya.

Sintió que subía al cielo, como los cohetes del cuatro de julio en la televisión. Sabía lo que se sentía al encenderse una mecha. Estaba encendido y temía explotar. La apretó con fuerza y gimió.

Levantó una mano y jugó con su pelo. Aquel movimiento lo puso en contacto con todo el cuerpo femenino, oprimiéndose contra él y una necesidad terrible lo invadió. Sin embargo, no podía protegerla. Aunque lograra que cediera, no podía hacerlo.

Pero no frenó aquel tormento. Suspiró roncamente, lleno de deseo, sin soltarla, y recibió todos los besos que ella le daba. Temblaba, con el corazón acelerado, pero no dejó de acariciarla, ni la apartó de su cuerpo. Un dulce martirio.

Bajó las manos por los costados hasta tocar sus senos, hinchados por la presión contra su pecho, y apretó las palmas de sus manos contra las suaves colinas.

A ella no pareció importarle.

Deslizó las manos por la curva de su espalda, oprimiendo con los dedos duros su trasero. Y ella no se opuso. Se quedó quieta, aceptan-do sus besos afiebrados, permitiéndole bastantes libertades.

Mientras la besaba, la apartó unos centímetros para acariciarle un seno y apretarlo. Ella negó con la cabeza suavemente para indicarle que no lo hiciera.

Pero no acabó el beso ni se alejó. Así que él tampoco lo hizo. Y se siguió tomando las libertades que ella le permitía. Se sentía agonizar por desearla tanto.

-Hora de irse a la cama -la voz de Sam sonó en la oscuridad.

La primera reacción de Clayton fue abrazarla con fervor. Luego alzó la cabeza y buscó a Sam. Estaba demasiado lejos para distinguir lo íntimo que era el abrazo. Sólo vio que había besado a Shelley. Shelley salvó a Clayton, que seguía pensando en los besos profundos. Dijo:

-Ahora vamos.

Sam se fue.

Clayton miró al plácido lobo que no había dado la voz de alarma y lo regañó.

-Has comido demasiados bollos azucarados. Shelley acarició con los

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dedos el pelo de Clayton.

-¿Por qué le dices eso?

-Se ha vuelto civilizado, en lugar de protector y vigilante.

-Conmigo ha sido muy bueno -lo defendió ella.

Clayton pensó que también podría ser muy bueno con ella.

Volvieron despacio al campamento. Despacio, porque Clayton no podía andar bien. Allí se separaron con una mirada y Clayton se diri-gió a su lecho solitario. Se puso las manos detrás de la cabeza y con-templó el cielo sombrío. Sabía que su vida tomaba un rumbo mila-groso y que pronto sería perfecta.

Pasó mucho tiempo antes que pudiera dormirse.

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CAPITULO 4

El primero de los dos días de descanso, el equipo lo dedicó a dormir. Algunos fueron a visitar a sus familias, pero la mayoría se contentó con dormir y descansar.

Como él no tenía motivos para estar cansado, ayudó a Shelley con los primeros auxilios y la comida. De ese modo veía a la chica y a su ex compañero, Lobo. El perro se mostraba tolerante y un tanto in-dulgente con un... antiguo conocido.

Shelley temblaba al amanecer.

-¿Qué te pasa? -indagó Clayton, frunciendo el ceño.

-Hace frío esta mañana.

-No -negó, escondiendo su mirada bajo las pestañas-. Es sólo que no llevas ropa interior.

-¡Claro que llevo!

En el cajón de Gasp había visto los encajes que llevaban las mujeres.

-Pero no ropa intima de verdad.

Ella le lanzó una mirada orgullosa, pero no respondió.

-Yo te enseñaré a lo que me refiero por ropa íntima y tú me enseñarás la tuya.

-¡Clayton! -protestó.

-Sólo trato de ayudarte -sonrió. Hablar con una mujer se volvía cada vez más fácil. Quizá fue demasiado atrevido, pero ella no estaba enojada. Examinó su cuerpo. El frío le erguía los pezones. Su propio cuerpo, ardiente, reaccionó ante el espectáculo y deseó un lugar privado para entibiarle aquellas zonas tan íntimas.

-Debes comportarte -le advirtió ella con prudencia.

El abrió los ojos y afirmó su inocencia:

-Soy puro-replicó y aquello la hizo reír, mareándolo.

-¿En dónde aprendiste a tocar el violín tan bien?

-De mi abuelo. Era un viejo estupendo, que sabía un montón de cuentos antiguos, con un oído especial para las melodías. Me enseñó

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todo lo que sé acerca de la música. En cambio no sé nada de las mu-jeres. Un día se lo mencioné al abuelo. Le dije: "Cuéntame algo de las chicas". Eso fue antes de que supiera que a las mujeres no debe llamárseles chicas. Era un ignorante. Mi abuelo respondió: "Aquí lo único que vas a tocar es el violín. No hay mujeres por los alrededores, así que; tranquilízate". Desde entonces, toco el violín. No sé nada de mujeres.

Ella soltó una carcajada y él sonrió. No le creía ni una palabra.

Trabajaron juntos sin que él la tocara. No le puso la mano en el hombro o en la cintura, ni le tomó la suya. Sólo la miraba. Observaba cómo volvía la cabeza, se lamía los labios o fijaba la vista en la distancia.

La consideraba perfecta. Un hombre no podía necesitar o esperar encontrar una mujer más perfecta. Era lo que él quería y se encarga-ría de que ella también lo quisiera a él. Así de simple. Le sonrió.

-¿Por qué sonríes?

-Estaba pensando en besarte.

-¡Clayton! -fingió escandalizarse. Sus mejillas se sonrojaron, pero él sabía que le gustaba que bromeara con ella.

-Tienes un pelo precioso.

-Me da vergüenza -pero se llevó la mano a un rizo y lo colocó. El sonrió. Le parecía muy sencillo atraer a una mujer. Muy pronto la conquistaría; entonces lo conocería, sabría qué sentía con él y lo amaría. No iba a necesitar inventar trucos. Sería él mismo y ella cae-ría en la trampa.

-Tu cuerpo es precioso -dijo.

Aquello la asombró. No supo qué replicar.

-¿He sido demasiado atrevido? -preguntó.

-Sí

-Pero lo pienso.

Shelley se mordió el labio inferior, tratando de no sonreír. Así no se sentía insultada de verdad.

-Me gustaría llevarte al bosque. Me gustaría llevarte a mi cabaña. Pero tendremos que esperar un poco para hacerlo. Está en la línea de fuego, si el incendio continúa en esa dirección, quizá la pierda.

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-Sería terrible -se preocupó-. ¿Es la construcción original?

-No, se quemó un par de veces. Mis padres volvieron después Vietnam y la reconstruyeron. Es un sitio agradable.

-Espero que no se queme -le tocó el brazo.

-La levantaría de nuevo.

-¿Ni siquiera llega allí la carretera? -dejó de mirarlo.

-No, ni hay necesidad.

-¿Qué sucedería en una emergencia? -preguntó la joven-. ¿Si tienen que llevarte al hospital?

-Limpiamos un trozo para que aterrice un helicóptero -le explicó Clayton-. Es muy útil.

-¿Qué haces para vivir?

-Cazo -movió una mano, indicando el paisaje.

-Uh... ¿no tienes piscina?

-La mía es un poco fría -se bañaba en un arroyo-. No queda lejos. Y en el bosque puedes andar desnudo. Me encantaría verte.

-Ya estás otra vez -lo regañó, orgullosa.

-Soy un hombre sincero.

-Y un fresco.

-Fresco porque crecí en los montes -le lanzó una mirada satisfecho y ella se rió. La tenía en la palma de su mano... casi. Pronto sería suya, pensaba.

Spears se encargó de que se sirvieran comidas calientes y de que el camión cisterna llenara el tanque de las duchas.

-El agua viene de ríos muy lejanos -le explicó Spears a Clayton-. Hay algunas lagunas cerca, pero guardan un equilibrio tan delicado con el medio ambiente, que el servicio forestal no permite sacar agua, ni siquiera para apagar los incendios. El agua de las duchas podría alterar la ecología de la pradera. Por eso la recogemos y la usamos para apagar el fuego.

-No sabía que mantener el medio natural fuera tan complicado -

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comentó Clayton.

-Deberíamos dejar a la naturaleza en paz, eso en primer término -aceptó Spears-. Muchos turistas visitan los bosques para admirar los árboles. Para ellos eso es la "naturaleza". La verdadera tragedia es que, en el hemisferio sur, incendian los bosques a propósito. Ima-gínate lo que ese fuego causa en la atmósfera.

Clayton había visto un programa de la televisión sobre el Amazonas.

-El efecto invernadero.

-Exacto. Si cada habitante del planeta sembrara un árbol, quizá lograríamos compensar la pérdida de los bosques tropicales. Hemos hecho un excelente trabajo destruyendo al mundo. Pero, al menos, empezamos a damos cuenta de nuestros errores.

-Mis padres sólo me tuvieron a mí para evitar la superpoblación. Demasiadas personas. Eso es lo triste.

-Debemos hacer lo que podamos por educarlas.

-¿Crees que los egoístas cooperarán?

-Allí está el problema -replicó Spears, meditabundo.

-Eh, Clayton, ¿por qué no vas al pueblo y te sacas el permiso para conducir? -sugirió Sam, acercándose.-Claro, sé conducir -se rió Clayton.

-No, yo lo haré. Te explicaré lo que debes poner en el examen. Sabes escribir, ¿no?

-Le conseguí esposa a un hombre con una carta.

-Vaya, vaya -se rió Sam.

-Es una joya -sonrió al pensar en la mujer del Apestoso, musculosa y sin dientes.

-¿Qué tal si me escribes una carta a mí, para que se la mande a una mujer? -se interesó Sam.

-No. Mejor aprende a hablarle -le aconsejó-. Y luego le mandarás una o dos cartas cursis para terminar de conquistarla -Clayton había sacado la idea de un anuncio.

-Me ayudarás a escoger las tarjetas en el pueblo y te invitaré una cerveza.

-Si me dejas conducir a la vuelta, trato hecho. No bebo cerveza.

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-De acuerdo -se estrecharon las manos.

-¿Dejaste que te caducara el permiso? -indagó Spears.

-No. Nunca había conducido. Sam me está enseñando -sonrió -y puso una mano sobre el hombro de su amigo. Buscó a Shelley con los ojos y vio que, el doctor Michael Johnson estaba en el campamento. El corazón de Clayton se aceleró ante aquella súbita señal de peligro.

-Anda -propuso Sam-, vamonos.

-Buena suerte en el examen -le deseó Spears.

-Gracias -replicó Clayton y Spears se alejó-.

-¿Qué hace ese payaso aquí? -la madre de Clayton llamaba payasos a las personas que no le simpatizaban.

-¿Quién?

-Michael Johnson.

-¿El doctor? -se sorprendió Sam-. ¿Lo conoces?

-Lo conocí en el hospital.

-Visita a los equipos que descansan -le informó Sam-. No Cobra por las consultas. Es un buen tipo.

-Sí -accedió Clayton, disgustado.

-Vaya. ¿Has visto qué morena? Nunca había venido.

-Se llama Maggie -comentó Clayton, con desenvoltura.

Sam contuvo el aliento y movió la cabeza.

-Para ser un hombre que no sabía conducir hasta ayer, te mueves por muchos sitios.

-¿Qué hace Johnson hablando con Shelley?

-Ella da los primeros auxilios -le recordó Sam, con infinita paciencia.

-Pero no hablan de medicina.

-Te estás volviendo posesivo -sonrió Sam-. Te vi anoche. Te apuntaste un buen tanto. Ella nunca le había permitido eso a ningún hombre.

-¿No?

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-¿No te has fijado cómo nos trata? -se quejó Sam-. Todos lo intentamos, pero sin éxito. ¿Cómo lo has conseguido?

Clayton guardó silencio, viendo al guapo doctor coquetear con la mujer que él había elegido...

-Anda, Clay. Vamonos para poder volver a la hora de la cena. Aligera el paso.

-Necesito pedirle que cuide mi violín.

-Demonios, nadie es tan estúpido como para maltratarlo.

Pero Clayton sacó el violín de su bolsa de viaje y se dirigió hacia Shelley. Actuó como un ejecutivo de la televisión que estaba al cargo de todo, para que nadie osara oponérsele.

-Shelley -le dijo-, ¿te importaría cuidar mi violín? Debo ir al pueblo.

Ella le regaló una sonrisa deslumbrante, que él apenas captó, dis-traído por el hombre que la acompañaba.

-Hola, eh, Masterson, así se llama, ¿verdad? ¿Cómo siguen los brazos?

-Muy bien -replicó con la misma cortesía que se le otorga a un ser insignificante-. Volveré pronto -le indicó a Shelley y se alejó, como si abriera una puerta de vidrio para asistir a una conferencia de importancia mundial. Casi tropieza con Lobo, que estaba sentado al lado de Shelley, con el hocico entreabierto para mostrar los colmillos. Clayton se sonrió. Lobo protegía su propiedad, o tal vez su propio territorio. No importaba. Lobo le había permitido besar a Shelley, pero le enseñaba los colmillos a Johnson. Buen lobo.

Con el corazón acelerado, se reunió con Sam. Entraron en la ca-mioneta y, durante todo el trayecto, Clayton oyó una letanía sobre cómo conducir prudentemente.

Clayton aprendió las reglas. Cometió dos errores en el examen, que pasó con facilidad. Exhalaba felicidad. Pensó que aumentaría la contaminación y aquello le bajó los humos. Había adquirido una ha-bilidad que algún día podía necesitar. Sólo eso.

Los dos fueron a la tienda y miraron las tarjetas. Al fin Sam encontró dos que le gustaron y obligó a Clayton a comprarlas.

Luego se dirigieron a la oficina de correos, compraron sellos y Clayton esperó, pacientemente, la indecisión de Sam pensando en cómo firmar las tarjetas. No permitió que se rindiera y, al fin, Sam las echó al buzón.

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Clayton se divertía con Sam. Le parecía divertido que su amigo actuara como un hombre con las mujeres que no le importaban y se volviera paranoico con aquella que le quitaba el sueño. Le parecía una tontería.

Clayton no pudo encontrar una excusa para dejar solo a Sam y comprar algún tipo de protección para Shelley. Lo inquietaba perder la oportunidad, pero no podía permitir que ningún indicio revelara que estaba relacionado con aquella mujer. Las sospechas podían destruir a Shelley.

Clayton condujo hasta la pradera. Mientras lo hacía, se le ocurrió que él no era un chofer de descapotables, como los de los anuncios, sino un conductor de un medio de transporte.

Sam se bebió una cerveza. Pero ni siquiera él tiró la lata por la ventana. Clayton se lo comentó.

-Estás aprendiendo -se encogió de hombros Sam-. En mi pueblo empezaron a reciclar. Yo junté un saco de latas y lo vendí. Con el dinero me compré una caja de cervezas -se echó a reír.

Cuando llegaron al campamento, Michael Johnson todavía no se iba y se quedaría a cenar. No había tanto trabajo para un médico. Después de untar algún ungüento, no quedaba nada que hacer. Clay-ton estaba seguro de que Michael Johnson quería a Shelley... también. Pero sabía que una mujer sólo puede amar a un hombre a un tiempo. Clayton Masterson era el hombre para Shelley Adams. Sólo é1.

Entonces, un imprudente Otis, le dijo a Clayton con sonsonete es-túpido:

-Parece que tu chica se interesa por otro, Clayton.

De dos zancadas, Clayton lo atrajo, lo arrastró cinco metros y lo aplastó contra un árbol. Aquello llamó la atención de todos. Alzó al pelirrojo por encima de su cabeza y miró a su alrededor, buscando un lugar donde lanzarlo. Se oyeron exclamaciones de protesta. Sam gritó:

-¡No, Clayton!

Entonces se oyó la voz de Shelley:

-¡Clayton, bájalo!

Todavía manteniéndolo en alto, Clayton se volvió despacio hacia su amada. Ella lo miraba, indignada. Hablaba en serio.

En medio de un tenso silencio, alardeando de un control excelente

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de sus músculos, Clayton bajó al hombre, hasta que sus pies tocaron el suelo. No dejó de mirar a Shelley, para que se diera cuenta de que lo hacía porque ella se lo ordenaba. Desvió la vista y le arregló la chaqueta a su adversario. Luego le limpió el polvo de los hombros. Y la miró de nuevo.

Ella se volvió, alejándose como una reina y él se inclinó ante su figura. Pero, al enderezarse, preguntó con suavidad:

-¿Alguien más?

Nadie hizo un comentario. Ni uno solo.

Tocó el violín después de la cena. Tocó mejor que nunca porque el doctor todavía estaba allí. Tocaba pan alardear... como con el pe-lirrojo. Quería que Shelley se diera cuenta de quién era el hombre que le convenía. No sólo era fuerte, también poseía una sensibilidad especial para la música. En la televisión, había visto que eso les gus-taba a las mujeres. En realidad, debería llevársela al bosque para de-mostrarle que la podía cuidar y satisfacer bajo otras circunstancias, pero quizá no aceptara irse con él. Por lo menos no en aquel momento.

Había sorprendido de tal manera al equipo con su reacción ante Otis, que nadie se atrevía a moverse. Entonces, una de las mujeres sacó a bailar a Sam y otros los imitaron. El doctor le pidió a Shelley que bailaran. Clayton debió imaginarse que podía suceder. Se fijó en la pareja; odiaba que el cuerpo de la joven estuviera tan cerca de aquel hombre.

Pero no podía hacer nada. Nadie tocaba el violín, no podía dejar el instrumento y bailar con ella en silencio. Entonces, Sam fue a la camioneta y volvió con un tocadiscos portátil. Se acercó a su amigo y le preguntó en voz baja:

-¿Quieres descansar? Pide un cambio de pareja.

Cuando Clayton terminó la pieza que estaba tocando, Sam puso un disco y encendió el aparato. Las notas salvajes y pastosas de un rock inundaron la atmósfera natural. Todos se pusieron de pie y bailaron sueltos. El tramo de carretera que servía de pista de baile se convirtió en un remolino de brazos agitados y cuerpos que giraban. Las parejas reían.

Clayton se asombró de que Shelley se contorsionara de forma tan erótica con la música. Se adelantó y dijo:

-Cambio de pareja.

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Michael y Shelley lo miraron extrañados, puesto que en realidad nadie bailaba con nadie. El doctor soltó una carcajada, los celos de Clayton eran demasiados obvios. Y también le lanzó un reto con la mirada. Clayton pensó que Michael debía de ser un experto en karate, cinturón negro. Ningún hombre retaba a otro después de la de-mostración que había dado con Otis... a menos que estuviera seguro de ganar.

Entonces, Shelley tomó del brazo a Clayton, se volvió hacia él y se convirtió en su pareja, mientras la enfermera, Maggie, se hacía cargo del doctor.

Clayton se dio cuenta de inmediato de que Shelley no había hecho aquello para bailar con él, sino para tranquilizarlo. Evitaba causarle un mal rato al médico, o acaso salvarlo a él de la humillación. No le sonreía. Se contentaba con girar y moverse con tanto abandono como las otras mujeres que se contorsionaban sin ningún recato. Clayton pensó que en las otras mujeres no quedaba mal, pero Shelley le parecía demasiado sensual para actuar de aquel modo. Le pareció indecente.

-Compórtate -le pidió él.

-Me estoy comportando -replicó, mirándolo azorada-. Eres tú quien actúa como un salvaje, pegando a las personas e interrumpiendo un baile.

-No quería asustar a Otis. Es como tirar de un tractor.

-¿Tirar de un tractor? -repitió incrédula.

-Los tractores no se pueden doblar, así que resulta más interesante con los hombres -explicó su conducta con mucha amabilidad.

-¿De qué hablas?

-Los músculos cansados se ponen duros. Los hombres quieren estirarlos y entrenarlos.

-¿Por eso has empujado a Otis? -preguntó Shelley.

-En parte -poco después le dijo-: Te estás riendo -no la miró, como si lo supiera por intuición.

-¡Cielo santo!

-Vi que no te habías dado cuenta de...

-¡Eres primitivo!

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-¡Claro que no! -protestó-. Ni siquiera tengo treinta años.

-Te portas como si acabaras de bajar de las montañas.

-Acabo de bajar -le sorprendió que no lo recordara-. Bajé para ayudar a apagar los incendios.

-Te podría estrangular -su baile se tomó más emotivo que rítmico. Tenía los puños apretados y sus ojos echaban chispas.

El pensó que estaba estupenda.

-De acuerdo. Alejémonos para que lo intentes. Me encantaría que me ahogaras. Necesito sentir que me perteneces.

-¿Qué? -jadeó Shelley-. ¡No te pertenezco!

Movió la cabeza con impaciencia pero con tolerancia. Todavía no lo comprendía. La amaba y la obedecía. No sabía qué más quería. Necesitaba comprar algunos condones. Se lo advirtió:

-Mañana iré al pueblo y solucionaremos este problema de una vez por todas.

-¿Qué problema? -quiso saber Shelley, suspicaz.

-Nosotros.

-¿Qué tiene eso que ver con que vayas al pueblo?

-Necesito comprar algo para ti -la tranquilizó.

-¿Un... regalo? -frunció el ceño-. ¿Como qué?

-Ya verás -le sonrió, beatífico. -No deberías gastar dinero en mí. -Compartiremos lo que compre -le aseguró.

-No quiero que me regales nada.

-Esto te gustará -la vio reírse. Ella valía la pena.

Al terminar la canción. Maggie Franklin lo tomó del brazo y anunció:

-Es mi turno.

Oyó que Shelley contenía un indignado suspiro y lo sintió como el bálsamo sobre una quemadura.

-Gracias, pero estoy comprometido -replicó Clayton.

-¿Con ella? -preguntó Maggie, incrédula.

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-Sí.

Maggie miró a Shelley.

-Me parece insípida. Te aburrirá a morir en menos de un año. No tiene sentido del humor.

-No la conoces como yo -le explicó Clayton a Maggie con dulzura-. Ya encontrarás a alguien. Te lo prometo -le dio una palmadita en el hombro como si fuera su tío.

-Me quedaré cerca de ti -Maggie se volvió para fulminar a Shelley con los ojos antes de retirarse.

Clayton desvió la vista y descubrió que el doctor presenciaba la escena, divertido. En otras circunstancias, pensó Clayton, quizá hu-bieran sido amigos.

Tomó a Shelley por el codo y tuvo que apretárselo, pues trató de zafarse. Se apartó de los otros y la hubiera llevado al bosque. Estaba bastante oscuro y él era tan valiente que hubiera podido resistir sus hechiceros encantos, pero ella se resistía.

Le advirtió en un tono práctico.

-Acompáñame. No quiero besarte delante de toda esta gente, pero lo haré si no te portas bien.

-Mi conducta es la correcta -escupió sus palabras-, pero tú te comportas como un lunático.

-Enséñame buenos modales -hablaba razonable y amablemente-. Anda, bésame y luego puedes empezar con las lecciones.

-Si no me sueltas, te araño.

-Me encantan las mujeres enérgicas -sonrió.

-¡Estás loco de remate!

-No -la tranquilizó-. Tú eres la que se niega a admitir que eres mía -la instruyó-: Las mujeres modernas piensan que les gusta ser independientes. No es cierto. Lo he visto en la televisión y, aunque parece que eso quieren, siempre tientan a un hombre para que se haga cargo de ellas. Yo estoy dispuesto a hacerme cargo de ti.

Te domaré hasta dejarte como la seda. Igual que si montara una yegua indómita y...

-Te lo advierto por última vez.

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-¿Todavía no estás lista? -la soltó—. De acuerdo.

Shelley tomó aliento varias veces, iba a hablar, pero cerró la boca y lo dejó plantado.

Sam se acercó y observó con agudeza.

-Se ha ido.

-Se ha puesto un poco nerviosa -comentó Clayton, frunciendo el ceño.

-No puedes cortejar a una mujer como si entrenaras un caballo, Clay -replicó Sam, un tanto impaciente.

Otis también se acercó.

-Clay, ¿está enfadada por mi culpa?

-No. Posiblemente tiene los SPM -Clayton suspiró con el peso de aquel conocimiento.

-¿Una enfermedad grave? -Otis parecía hundido.

-¿No ves nunca televisión? -se exasperó Clayton.

-¿Se va a morir?

-No -afirmó Clayton con certeza-. Tiene la regla.

-Lo estás confundiendo -intervino Sam.

-Entonces, explícaselo -sugirió Clayton-. Síntomas PreMenstruales.

-Le daré un libro.

-Eso no va a ayudarlo -negó Clayton con la cabeza.

-Yo también sé leer -protestó Otis.

-Otis, déjanos en paz -le advirtió Sam, con una mirada furiosa,

-Lo que necesito es... -empezó Clayton.

Pero un enorme camión llegó a la pradera y se detuvo con un chi-rrido de frenos. Un hombre se bajó del vehículo gritando:

-¿Spears? ¡Eh, Spears!

-¡Aquí! ¡Aquí estoy!

-Tienes un paracaidista, un tal Masterson. ¿Está sano?

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-Sano, pero no cuerdo.

-Lo necesitamos. ¿En dónde está?

Clayton oyó que Shelley murmuraba un suave "no".

Clayton sabía que los hombres debían ir a la guerra y las mujeres quedarse en sus casas y esperarlos. Aquel era el tema de todas las películas antiguas de guerra. El magnífico altruismo lo habían echado a perder las mujeres que no aceptaban quedarse en casa y esperar.

Como las que combatían el fuego. Pero él era un saltador. Levantó el brazo en silencio.

-Aquí -dijo. La palabra adquirió un significado dramático muy satisfactorio. Se sintió como un héroe al principio de una aventura.

-¿Masterson? -el desconocido dudaba de su identidad.

-Sí-se enderezó.

-Nos falta un hombre. ¿Puedes sustituirlo?

-No hay problema -repuso Clayton con frialdad, empleando la famosa cita de la televisión.

-Te lo agradecemos.

Con paso firme, Clayton fue al encuentro del extraño. No se salu-daron.

-¿Listo? -preguntó el hombre.

-Sí.

-Necesito darte instrucciones y ropa. ¿Tomaste el cursó de ac-tualización?

-Sí -contestó Clayton. Prefería ser breve.

-Excelente. Creo que el fuego no está lejos de tu cabaña.

-¿Se trata del guardia? -preguntó Clayton.

-Todavía no lo hemos evacuado.

-Conozco muy bien esa zona.

-Contamos con eso -el hombre miró a Spears-. Quizá Masterson no vuelva a esta unidad.

-Nos encargaremos de sus cosas -Spears aclaró-: De su violín y de su

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Lobo.

-Gracias -Clayton se volvió hacia el desconocido-. Estoy listo.

-Nada de tonterías -sonrió-. Un hombre como los que me gustan. Sígueme.

Clayton miró a Shelley. Se mordía un nudillo, con los ojos muy abiertos. Aquello le gustó. Caminó con paso firme e hizo una salida estupenda.

Se metió al camión, que rugió al arrancar. Vio que la palanca de velocidades era más grande que la de la camioneta de Sam. Entonces algo le hizo daño, se preguntaba si alguna vez volvería ver a Shelley.

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CAPITULO 5

Se unió al grupo de paracaidistas y, como conocía el territorio, resolvió sus preguntas. Al día siguiente, con el amanecer, la bruma de humo que vieron se había convertido en una columna. Los saltadores se pusieron su ropa especial y se metieron en un DC-3 que despegó de inmediato.

A Clayton no le gustaba dar el salto del avión al vacío. No le im-portaba volar o aterrizar, pero dudaba antes de saltar. Aquel espacio entre al avión y el suelo solía causarle cierta inquietud.

Clayton fue el primero en saltar. No por vanagloriarse, sino porque sabía dónde debía caer. Aterrizó y, junto con los cuatro compañeros, recogió su equipo de salto. Empezaron a trabajar sin descanso, con palas y picos, abriendo una línea horizontal para detener el fuego. Al cabo de dieciséis horas, lo habían logrado.

Estaban sucios, agotados y apestaban. Retrocedieron y observaron su obra, turnándose para vigilar la brecha. Al amanecer, se dirigieron a la zona despejada para esperar al helicóptero.

-¿Vives por aquí? -le preguntó uno.

-Por aquel lado.

-Es un sitio precioso.

Clayton se volvió para contemplar el paisaje y se olvidó de res-ponder. Vio lo que siempre había visto... la aparente belleza virgen de su mundo.

El helicóptero llegó y se llevó a los hombres a Loft para que co-mieran, se bañaran y durmieran. Después de diez días y tres saltos más, el hombre al que Clayton reemplazaba volvió.

-¿Podemos volver a llamarte si nos faltan voluntarios?

-Sí -lo estaban dando de baja.

-Mañana puedes volver con tu grupo -le sonrió el jefe-. Así sabremos dónde encontrarte. Un camión irá hacia allá al amanecer.

-Prefiero partir ahora mismo.

-Deberías dormir aquí. Están muertos de cansancio.

-No hay problema -era estupenda la réplica de la televisión. Clayton

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se cambió de ropa y no se molestó en bañarse. Quería volver con Shelley.

Le llevó toda la noche y parte del día siguiente. Durmió en los ca-miones que lo llevaban y anduvo algunos tramos del trayecto, pre-guntándose si el campamento estaría desierto de nuevo. Pero el equi-po descansaba.

Le dieron la bienvenida y le pidieron que relatara sus aventuras. Pero no necesitaba compartir sus experiencias y se concretó a decir:

-Es un trabajo duro, como el que hacen ustedes. Sólo que nosotros llegamos allí volando.

No fue suficiente. Clayton volvió a sentirse como un extraño, que no formaba parte del grupo.

Agotado, se sentó en el saco de dormir, para mirar cómo Shelley trabajaba en el camión de primeros auxilios.

Había pocas ampollas que curar. Las manos estaban acostumbradas al esfuerzo constante y los cuerpos se habían adaptado a los mo-vimientos que el trabajo requería. Los miembros del equipo se movían con mayor soltura y energía.

Comían cantidades prodigiosas de alimentos. Hablaban, pregunta-ban, compartían. Lobo se acercó a Clayton y se rió de él. Clayton lo abrazó con ternura, recordando que lo había encontrado siendo un cachorro y le salvó la vida.

El lobo se mostró amable pero volvió con Shelley.

Al fin, ella se le acercó.

-Hola, Clayton -parecía que no quería hablar con él. Miró a su alrededor, incómoda.

-Hola.

-¿Estás bien?

-Sí -pensó que se comportaba fríamente con él. No miraba a Clayton, sino hacia la pradera. Clayton atrajo su atención. Quería recordarle que era un guerrero que volvía al hogar después de la victoria. No había dormido en una noche para regresar con ella, pero no se lo dijo.

Pensó que fingía que no le agradaba su regreso. Estudiaba sus dedos y miró al cielo, impaciente. No lo miró a los ojos.

-¿Volverás a formar parte del equipo? -preguntó.

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-Sí -no pareció contenta de oírlo. Se mordió el labio, inquieta, como si no se diera cuenta de que él la estaba observando. No entendía qué la hacía comportarse de aquella manera.

-Pues... ¿cómo siguen tus brazos?

-Bien -quería apretarla contra él mientras la besaba y lo volvía loco. Dudaba de su reacción, pero recordó la noche del bosque en la que no sólo le había permitido besarla, sino acariciarla. Y no pudo pensar en algo más que decir.

Dudaba. Miró a su alrededor para comprobar si Michael Johnson los espiaba desde algún punto. Quizás Shelley quería volver con el médico.

-Pues... -parecía perdida-. Tengo tu violín.

-Sí.

-Supongo que estás demasiado cansado para tocar esta noche.

Estaba exhausto y no podía pretender que conservara energía sufi-ciente para cualquier actividad. Necesitaba encontrar su equilibrio antes de desplomarse en el suelo de cansancio.

-Tocaré una canción.

-Lo traeré -sonrió un poco y se fue. Nada más. Se valió de la excusa de buscar el violín para dejar de hablarle.

Clayton gimió de desesperación. Se había ido al igual que un héroe y volvía como un vagabundo a quien todos despreciaban.

Buscó a Sam. No había señales de su amigo.

Desilusionado, Clayton se sentía más solo en un pradera llena de personas que en los años que había vivido en las montañas. Por lo menos, entonces soñaba con encontrar a una mujer que lo amara. En el campamento, presentía que aquel sueño se había destruido para siempre. Sin Shelley, no existía otra mujer para él.

Atravesó la pradera con el violín, al frente de un grupo, caminando despacio, concentrándose en sí misma.

Clayton le quitó el violín. Ella le sonrió, arrugando la nariz:

-Hueles mal.

Ofendía con su olor. Debió bañarse antes, pero deseaba verla. Bajó los ojos, avergonzado.

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-¿Alguno de los saltadores se hizo daño? -preguntó, preocupada.

Negó con la cabeza. Sólo él estaba herido... por ella. Escuchó el murmullo de las cuerdas y luego tocó su mejor pieza. No tenía más nombre que el que su abuela le dio: "Amor no correspondido".

Clayton era ya un adulto cuando pudo comprender el significado del título y se sintió afín al autor de la música que desgarraba el alma. Adivinaba que el compositor había sufrido. Una vez, mientras tocaba esa canción, los ojos de su madre se llenaron de lágrimas. Clayton comentó entonces:

-El sentía este dolor.

Su madre lo había mirado, con las pestañas húmedas,

-¿Cómo sabes que era un hombre?

Emocionado por la pasión que creaba la música, respondió sin dudar:

-Sólo un hombre podría sufrir tanto por una mujer -y aquella réplica reveló su juvenil ignorancia.

-Ah -suspiró su madre-, ¡qué daría por ser tan ingenua de nuevo!

Sólo aquella noche Clayton captaba las palabras de su madre. Pero no era una mujer la que atraía la melodía a la pradera. Era un hombre doliente. El.

Clayton hizo que el violín llorara. La canción conmovió los corazones de los oyentes, como si Clayton despertara a la naturaleza que-mándola con fuego.

Miró a Shelley para ver si entendía el dolor que le causaba y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas, como los de su madre. Shelley también podía sentir emoción.

La última nota triste calló y reinó el silencio.

Clayton dejó el violín y se puso de pie para dirigirse a las duchas. Sus propios ojos estaban llenos de lágrimas. Shelley suspiró.

-Oh, Clayton, esa canción me ha parecido muy triste.

-Sí.

Entonces alguien gritó:

-No nos dejes así. Toca algo que nos dé esperanza.

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-La canción reflejaba dolor, no desesperación -se sorprendió Clayton.

-¿Acaso hay diferencia? -indagó otro.

No entendía por qué habían de llorar ellos. Pero mientras lo pensaba, supo que no quería las lágrimas de Shelley. Ella lo tomó del brazo, inmovilizándolo.

-Toca algo alegre o lloraremos todos -le pidió.

-Está bien medió, el dolor de aquella mujer era el suyo.

Tocó una canción para cortejar a una muchacha, cuyas notas saltaban con rapidez vertiginosa. Shelley se limpió los ojos y rió con los otros. Clayton seguía triste.

Se inclinó ante el aplauso, se enderezó, agotado, y caminó hacia las duchas, llevando una muda de ropa.

Se quedó bajo el agua caliente más de lo necesario. Al volverse para abrir la cortina, se quedó inmóvil. Allí estaba Shelley, con una toalla extendida para no ver su cuerpo desnudo. Se puso de puntillas y le besó la boca con rapidez.

-Bienvenido -susurró. Se dio la vuelta y se fue.

Se quedó atónito. Alelado. Azorado. Se vistió como en un sueño.

Entró en el baño sabiendo que estaba allí, desnudo. Lo hizo a la vista de todos y lo besó voluntariamente.

No sabía que hacer.

Salió despacio del camión, tratando de decidir cómo actuar, pero ella había desaparecido. Tampoco su jeep estaba allí.

Bastante confuso, Clayton se arrastró hasta su saco de dormir, pensando que las mujeres eran un gran misterio.

Soñó.

Todos sus sueños se relacionaban con Shelley y eran terriblemente eróticos. Ardió durante la noche, sin encontrar alivio. Durmió mal y se levantó mareado. Las mujeres eran para él como una patada en el trasero.

Por la mañana, Shelley apareció con los ojos brillantes y sonrisa descansada. Servía el desayuno como si no tuviera ningún problema en el mundo. Sonreía feliz y el tenía ganas de torcerle el cuello. Sen-tía que el cuerpo le quemaba... a causa de ella. Quería ir al pueblo a

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comprarlos condones.

-Hola, Clayton -lo saludó Spears-. Han llamado de Loft. Me han pedido que te deje descansar un par de días porque trabajaste muy duramente. ¿Por qué no vas al pueblo?

-Lo haré. Gracias.

-Shelley, necesito provisiones. ¿Puedes pedir que me traigan esta lista en cinco días? Y necesito que llenes el tanque de agua. ¿Te en-cargarás de eso?

-Desde luego -se volvió hacia Clayton-. ¿Te gustaría acompañarme al pueblo? -no lo miró porque estaba muy ocupada.

-Yo... sí. Pero luego iré a mi cabaña para asegurarme de que sigue en pie.

-Un guardia forestal me ha dicho que no le ha pasado nada -in-tervino Spears.

-Gracias por la información -Clayton se sentía incómodo. Si aceptaba que Shelley lo llevara al pueblo, no podría volver a la pradera cuando quisiera.

-Oh, Clayton -agregó Spears-, aquí tienes tu cheque por las últimas dos semanas. Siempre nos atrasamos un poco con la paga. Lo siento.

Tenía dinero. No le faltaba, pero de esa manera podría comprar al-gunas "tonterías", como siempre llamaba su padre a lo que su madre escogía.

Se preguntó qué tonterías le gustarían a Shelley. Se preguntaba si lo dejaría conducir. Si lo hacía, tal vez se atrevería a detener el coche, tomarla en sus brazos, estrecharla contra su pecho hambriento... y besarla. Pensó que sería mejor no arriesgarse hasta haber comprado los condones. La deseaba con locura. Lo trastornaba.

-¿Estás listo?

Shelley lo miraba, como si esperara algo. Entreabrió los labios...

-Sé que sabes conducir. ¿Quieres llevar el jeep?

Lo hacía sentirse inseguro. Tragó saliva y contestó con un ronco "Sí"

Spears había desaparecido. Aparentemente, se fue mientras Clayton se sumergía en sus imaginaciones eróticas. Se avergonzó, se veía como un gorila. Torpe, Salvaje. Sin refinamientos. Juró que trataría a Shelley como merecía ser tratada una dama... hasta llegar al pueblo.

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Sin embargo, mientras atravesaban la pradera, ella le pidió:

-¿Podríamos parar unos minutos en mi casa? Necesito cambiar me.

Casi se dio en la rodilla con el tablero. Se quejó:

-¡Ay!

-Gracias. ¿Recuerdas cómo llegar?

-No muy bien -ni siquiera sabía si recordaba su propio nombre.

Se llamaba... su padre lo apodaba... "Cabezón", pudo recordar. Obedeció sus instrucciones de forma automática hasta que llegaron a la casa. No volvería a olvidar el camino porque ella había sido muy precisa al mostrarle las señales que lo guiaban. Aquello podía significar que asumía que él la buscaría.

-Espérame. Vuelvo en un momento -hizo una pausa y después añadió-: Mejor entra. Dejaremos aquí a Lobo.

-Perfecto.

La siguió despacio, tieso como un palo. Tenía miedo. Tal vez al sacrificio de su inocencia. Decidió no temer a nada, que saldría bien librado del apuro. Estaba seguro de que intentaba seducirlo. Se frotó el pecho para calmarse y poder respirar. Le haría el amor y él no esta-ba preparado. Pero, llegaría hasta donde ella quisiera.

Comentó de modo amigable:

-Aquí el cielo es más limpio.

-Sí -abrió la puerta y lo condujo al interior. Clayton sintió que entraba en la guarida de la leona.

-¿Me echaste de menos cuando te fuiste? -indagó-. No me llamaste, ni nada. ¿Conociste a otras mujeres? ¿Te deslumbraron?

-Conocí a algunas. No estaban mal. Te eché de menos - comentó con torpeza. Esperó sin respirar.

-No tardo ni un minuto.

Desapareció. Se quedó muy desilusionado. Pensó que... pensó que...

Le llegó una voz sofocada desde el dormitorio.

-Vaya. ¿Clayton? Estoy atrapada. ¿Podrías venir a ayudarme?

-¿Estás vestida? -sonrió, puso el sombrero sobre la mesa y se dirigió

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a su inmolación con gran interés, jadeos y el cuerpo excitado.

Abrió la puerta y miró a la chica.

Se inclinaba mostrando su espalda desnuda en una hermosa curva, sus pechos colgaban, balanceándose, la blusa se le había atascado en la cabeza.

-Vamos... -no tenía una lengua sagaz, ignoraba qué debía decir un hombre en tales circunstancias, tal vez confesarle que no necesitaba seducirlo con trucos... que cedería.

-Se me ha enredado el pelo -musitó con tono desesperado.

Entonces vio que las manos de Shelley estaban atrapadas en la blusa y que trataba de soltar un mechón de pelo.

-Calma -la tranquilizó-. Quédate quieta. Déjame a mí -con gran calma le bajó la blusa por el cuerpo hasta que apareció su rostro sonrojado, con los ojos llenos de lágrimas-. Así. En un minuto estarás bien -le aseguró.

-Ese estúpido botón.

-Lo aplastaré -le prometió.

Ella reprimió una risita que lo enloqueció. No aceptó sus sugerencias de cortar el botón o el pelo, sino que lo quitó con cuidado hasta que quedó libre.

-Gracias. Me alegro de que estuvieras aquí.

-A mí también -le frotó la cabeza con suavidad-. ¿Estás bien ahora?

-Casi.

El la besó en la cabeza.

Pero ella se movió, pasándole los brazos alrededor de los hombros y ofreciéndole sus labios suaves.

La besó con la boca hambrienta y dura. La abrazó como no lo hacía desde la vez del bosque. Ansiaba sentir el cuerpo de Shelley. La apretó con tanta fuerza que ella jadeó y gimió.

-Lo siento, pero te eché muchísimo de menos.

-¡No me sueltes!

-¡Uf! -se le cortó la respiración a Clayton como si lo hubiera golpeado en el estómago. Le quitó la camiseta para apretarse contra su cuerpo.

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La abrazó para luego acariciarla con las manos duras, frotando su piel maravillosa. Su boca la absorbía como si fuera el último trago de un refresco delicioso. Entonces, su lengüecilla se asomó y le tocó la boca, y él la abrió, azorado por aquella sorpresa. Ella hizo un sonido sensual mientras él jugaba con su lengua.

Clayton se contorsionaba y gemía; Shelley hacía ruiditos ansiosos, se retorcía y se pegaba a él; no protestó cuando sus manos se volvieron osadas y aventureras.

Le abrió el botón de la blusa. Cuando no objetó, se la quitó y la miró maravillado. No era un sueño. Le permitía permanecer allí, con-templándola a su gusto. Se ahogaba y aspiró profundo.

-Has provocado un incendio. ¿A quién más has besado?

-Sólo a ti -replicó indignada.

-Me has hecho arder -le advirtió-. Y no tengo nada con que protegerte. Apártate hasta que vayamos al pueblo.

-Fui al pueblo ayer.

-¿Fuiste al pueblo? -parpadeó-. ¿Eso es lo que has dicho?

-Quería que me visitaras.

La miró con la cara seria e indagó con cautela:

-¿Para qué querías que te visitara?

-Para que me... besaras.

-Eso no me cuesta trabajo -le dio unos cuantos besos más. Cuando se separaron para respirar, se sentían más desorientados, jadeantes y excitados que antes. Pero Clayton logró hacer la pregunta que le interesaba.

-¿Y para qué otra cosa?

Con los ojos entornados, murmuró:

-Para que me hicieras el amor.

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CAPITULO 6

Clayton se quedó helado. Contempló a Shelley casi en estado de shock.

-¿Quieres... hacer el amor conmigo? Aquello la desconcertó.

-¿Tú... no quieres?

-Oh, sí -apenas murmuró las palabras.

-¿Quieres?

-Síííí -lo afirmó con tanta seguridad que le costó trabajo pronunciar la palabra.

Despacio, ella se relajó y, más despacio, sonrió. Luego bajó los párpados y confesó satisfecha:

-Eso pensaba.

-¿Qué te hizo pensarlo? -preguntó asombrado.

-Cuando estuvimos en el bosque parecías interesado.

-¿Sólo entonces? -frunció el ceño-. ¿No he estado interesado desde entonces? ¿Ni ahora?

-Esto ayudó un poco. Como no me llamaste ni nada mientras es-tuviste con los saltadores, pensé que me hablas olvidado.

-¿Creías que podía tener tan mala memoria? -preguntó alelado.

-Hay hombres así declaró ella.

Era un experto en televisión y replicó:

-Y también muchas mujeres.

-Supongo que sí.

-Pero, ¿tú no eres así?

Se sonrojó y clavó los ojos en el suelo.

-No -musitó.

Se sintió invencible. Necesitaba tranquilizarla.

-Yo no soy de los que olvidan. Y tengo cuidado.

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-¿Cuidado?

-Sé de condones -fue ella la que parpadeó-. Pero no he podido ir a comprarlos al pueblo. Si me prestas tu coche, iré ahora mismo. Te llenaré el depósito de gasolina -agregó, porque Sam le había dicho que si alguna vez pedía prestado un coche debía devolverlo con el depósito lleno.

Empezó a sonreír, pero seguía sonrojándose.

-No tienes que hacerlo.

-Sam dijo que sí,

-Sam... ¿Qué? -indagó, parpadeando de nuevo.

-Que llenara el depósito.

Asintió dos veces y le explicó:

-Fui al pueblo mientras estabas con los saltadores. Compré un condón.

Lo dejó estupefacto. Era una mujer atrevida.

-Pero, Shelley...

-Pues, no estaba segura de que tú tuvieras y yo quería... sabía que nosotros... pensé que quizá...

Dudaba. El sonrió desde su altura a aquella mujer frágil e insegura.

-Me encanta que los compraras. ¿En dónde están?

-¿Están?

-¿Cuántos compraste?

-Uno.

-Oh.

-¿Querías más de... de uno? -parpadeaba otra vez.

-Quizá. Déjame verlo.

-Está en el armario.

Entonces comprendió que se refería a un paquete, lo bastante gran-de para tener que meterlo en el armario. Se sintió un poco marcado al pensar en la voracidad femenina.

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Sin la blusa, se subió sobre una silla. Sus dulces senos se balan-ceaban con sus movimientos y él se distrajo, encantado. Abrió la puerta del armario y metió la mano en una caja para sombreros. Sacó algo y seco tendió a Clayton con timidez.

Un condón.

-¿En una caja de sombreros?

-Algunas veces mamá me visita sin avisar -se encogió de hombros, con su tentadora semidesnudez. Lo hacía sentirse tierno porque no era una mujer dura. Tenía miedo de disgustar a su madre.

Se dio la vuelta, pero ella no se bajó de la silla. Se volvió para mi-rarla, sólo con los pantalones puestos. Era una imagen que hubiera enloquecido a cualquier hombre. Apretaba las rodillas y estaba pálida.

-¿Tienes miedo de las alturas? -fue lo único que se le ocurrió decir-. Anda, tómate de mi mano.

Se la tendió y vio cómo ponía los pies en el suelo. La mano de Shelley estaba fría. La contempló. Seguía pálida.

-¿Qué te pasa?

-Con toda esta conversación y... -hizo un gesto vago- ...y con todo, pues... no he perdido el interés pero... no creo que sea el momento para hacer esto, después de todo.

-Yo tampoco creo que me lo hubiera podido poner... Yo... no, no creo que pudiera.

-¿No quieres?

-Oh, sí -le aseguró con sinceridad-. Pero, como dices, tal vez este no sea el momento -leyó las instrucciones, que no entraban en detalles. Se lamió los labios. Le agradeció a Ron Reagan, hijo, el anuncio de la televisión sobre el SIDA en el que enseñaba a personas como Clayton Masterson cómo ponerse el condón con un plátano. Clayton tenía un condón, pero carecía de experiencia para usarlo.

La vida era muy complicada. Clayton observó a Shelley. Estaba quieta, con los brazos cubriéndose los senos tímidamente. Su timidez lo reconfortó. Valían la pena todos los problemas. Y, hacerle el amor... sería un milagro.

-Me alegra que vivas en el bosque, lejos del pueblo -le comentó Clayton a su amor.

-Vine buscando paz y silencio, pero me rodean otros ruidos

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diferentes de los del pueblo. Algunos me asustan.

-¿Cuáles?

-El viento, los árboles, coyotes... toda clase de criaturas. ¡Y la gente! A veces aparece por aquí gente en planeadores... Llega y te sorprende. En ningún sitio estás a salvo. Tú... ¿te consideras antisocial?

-No -vio que se llevaba las manos a la espalda para que pudiera verla. Se sentía muy sociable-. Es sólo que no sé hacer amigos. No tengo práctica.

-Lo haces muy bien -lo contradijo.

-Pero no me siento parte de la... humanidad. Como si fuera un tipo raro...

-Eres uno de los hombres con más talento y buenos que he conocido -le aseguró, seria-. Cuando pensamos que te hablas roto los brazos, te mostraste muy positivo. Eso requiere mucho valor. Estoy orgullosa de ti.

-Pues... -él se sonrojó. Tendría que decirle lo que había sucedido, pero temía su reacción ante la farsa-. Valió la pena -pudo hablar-. Me bañaste -Clayton se quedó cortado. Tenía miedo de que lo echara de la casa.

-Fuiste perverso aunque... me gustó hacerlo.

Acababa de bañarse aquella mañana, pero Clayton se olió el brazo y afirmó:

-Debería volver a bañarme -su sonrisa estaba llena de lascivia. Ella se puso una mano sobre la boca y se rió, con los ojos bailándole, divertidos.

-¿De veras? ¿Me dejarías enjabonare?

-Sólo si tú me dejas enjabonarte.

-¡Oh... no-o-o! ¡Jamás! -y se rió, traviesa.

-Si te dejo hacerlo, es justo que tú me dejes hacerlo -la agarró.

-Pero es diferente -retrocedió, coqueta. -Estoy seguro de que sí. Ensayémoslo.

-¡Me escandalizas! -protestó.

-Me ayudarías a comprender la naturaleza humana -la joven se

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desternilló de la risa y él siguió observando su encantadora femini-dad. Maravillosa. Era maravillosa-. ¿Quieres terminar de desnudarme?

De acuerdo con lo que había visto en televisión, las mujeres pen-saban que desnudar a un hombre era estupendo. Se le acercó y Clay-ton supo de inmediato que no le quedaría ni un gramo de energía para bañarla.

-Mejor te baño primero -le propuso, con respiración inestable.

-Bésame -le pidió Shelley, alzando la boca hacia él.

Encontró algo que sabía hacer, mientras ella apretaba sus senos desnudos contra su pecho velludo. La sentía con su cuerpo, con sus manos y su boca. La besó con dulzura, pero no duró mucho. En menos de un suspiro sus besos se volvieron hambrientos. Tensos y urgentes.

Y sus manos la frotaron, apretaron e investigaron. Se avergonzaba de su conducta, pero no lo suficiente como para detenerse. A ella no parecía preocuparle que la tratara de forma atrevida. No lo abofeteó ni se quejó. Sólo se reía y se restregaba contra él.

No se maravillaba de que los héroes de la televisión sudaran, se concentraran y dejaran de hablar. Lo mismo hacía él. Sudaba, se con-centraba y no decía ni media palabra. Supo casi de inmediato que tendría que ponerse un condón. No sería capaz de dejar que lo bañara de nuevo. Y jamás terminaría de bañarla...

Así que le quitó el resto de la ropa y se arrancó la suya sin pedirle ayuda. La mantenía apretada contra su cuerpo, gimiendo de deseo. Ella lo estrechaba con fuerza, haciendo ruiditos que lo volvían loco. Tomó el paquete.

Si Clayton recordaba correctamente, el maestro había arrancado el plátano del racimo. Se miró. Continuaría con el segundo paso.

Cuando terminó, las manos le temblaban. Sudaba de pasión y se avergonzaba de su cuerpo. Casi le dio la espalda a Shelley, dudando.

Ella, fascinada, se movió para verlo.

-Déjame ayudarte -le propuso. Y lo acarició.

Sorprendido, tembló con la sensación y se puso rígido. Estaba muy preparado y se volvió hacia ella.

-Oh, Shelley...

Le sonrió y lo condujo a la cama. Fue fácil. Natural y asombroso.

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Aunque no sincronizaron todos sus movimientos, cada uno apoyó al otro y llegaron al clímax casi al mismo tiempo, lo cual resultó muy satisfactorio, a pesar de la desorganización.

Con el corazón agitado y jadeando, la alzó para mirarla y ambos se rieron, felices. Fue una experiencia volcánica.

Clayton se desplomó sobre la cama y suspiró. Lo había logrado. Ella era extraordinaria. No lo maravillaba que hubiera tantas escenas de amor en la televisión. El amor le parecía milagroso.

Se durmió. Supuso que ella también, pero, al despertarse, vio que lo estaba mirando con la sonrisa de un gato recién alimentado. El se rió.

-¿Por qué sonríes de esa manera?

-Creo que debemos ir al pueblo.

-¿Por qué? ¿Para qué?

-No puede volver a usarse -se encogió de hombros.

Era una chica que no se andaba por las ramas.

-Ven y convénceme.

Les llevó mucho tiempo vestirse porque se reían y bromeaban. Descubrió que tenía un talento natural para las bromas y se sorpren-dió. Nunca antes había bromeado con una mujer.

La risa era parte del amor. Tomó a Shelley en sus brazos, mientras seguía riéndose y bromeando y la mantuvo cerca. Ella debió recono-cer la diferencia de actitud porque guardó silencio. Permanecieron en la misma posición por algún tiempo. Luego Clayton la besó con sua-vidad y ella apoyó la cabeza en su pecho, sin moverse.

Se organizaron. El condujo el coche. Fueron al pueblo y compraron reservas. Esa noche usaron bastantes. Se mostraba tan avaricioso que al fin dudaba, pero ella lo alentó. Lo tocó hasta encontrar los lu-gares que lo excitaban y le hizo cosquillas en rincones que lo enloquecían. Lo lamió, acarició y chupó, explorándolo.

Aquello despertó su propio sentido aventurero. El también la exploró con manos y boca, olisqueándola. La cubrió de besos, alisó su piel acalorada y le peinó el cabello alborotado. Sus senos le llenaban las manos y él los amasaba con lujuriosa sensualidad. La movió, ensayó varias formas de penetrar su ansioso cuerpo y la amó. Aprendía con rapidez.

Al amanecer, Shelley se recostó sobre su estómago y jugó con su

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barba.

-Me encanta que me beses para sentir tu barba cerca de mi boca. Me hace desearte.

-Nunca volveré a afeitarme -prometió Clayton.

-¿Llevas barba porque quieres parecer un pirata?

-No. Tapa mis cicatrices.

-¿Qué cicatrices? -frunció el ceño.

-Un puma y yo tuvimos una discusión.

-¿Quién ganó?

-El. Pertenece a una especie en peligro de extinción y yo no. Me costó trabajo escapar de sus garras. Estaba enojado.

-¿Furioso?-indagó, alarmada.

-No. Irritado.

Ella movió la cabeza y rió, acariciándolo con suavidad.

-Creo que naciste para ser mi amante -le dijo con voz ronca.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque has sido maravillosa conmigo. Me permitiste amarte con mucha dulzura. Me fascina tenerte entre mis brazos desnuda y deseo-sa. No comprendo cómo he podido vivir sin ti.

-¿Por qué no me llamaste cuando estuviste con los paracaidistas? -preguntó haciendo un puchero.

-No tenía teléfono. Ni siquiera pensé en usar uno. Sólo había una radio para las emergencias.

-¿Estar tan lejos de mí no era una emergencia?

-Me dolía tu ausencia -gimió, abrazándola.

-¿Por qué no me lo dijiste?

La apartó, mirándola a los ojos.

-Cuando volví, tú ni siquiera me mirabas.

-No te me acercaste -se indignó-. Te sentaste en tu saco de dormir. Yo te busqué y tú ni me sonreíste.

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-No había dormido en un par de días -le arregló el pelo para tocarla-. Sólo me importaba llegar a ti y tú mirabas a todas partes menos a mí.

-Trataba de que me prestaras atención.

-Te prestaba atención, pero me costó mucho trabajo que me salu-daras.

-No sabía que querías que lo hiciera -se quejó ella.

-Te quería a ti.

Shelley se recostó sobre la espalda, dobló una pierna y puso las manos bajo la cabeza.

-Tendrás que decir "por favor" y seducirme.

Se colocó sobre ella y su cuerpo le separó las rodillas. Apoyó los codos sobre la cama, para sostener su peso y le besó la oreja con los labios ardientes, poniéndole la carne de gallina. Luego descendió con su boca hasta sus senos para acariciar la piel sensible con su lengua ardiente y afiebrada, hasta que ella gimió con las sensaciones que despertaba.

Y volvió a hacerle el amor. Esa vez sus cuerpos se acoplaron mejor y sus movimientos se volvieron voluptuosos. No hubo bromas ni risitas. El acariciaba su carne de mujer, sensibilizando su pecho, endureciendo los pezones, mientras la observaba con los ojos fijos, afiebrados. Ella se retorció cuando su rostro barbado prestó atención a su vientre y empezó a hacer ruiditos.

Metió uno de sus fuertes dedos en su pelusa rubia, acariciándola antes de explorarla para comprobar su deseo. Estaba muy sensible por sus atenciones nocturnas y se retrajo, y él la besó, compasivo. Murmuró palabras de amor hasta volverla loca.

Ella insistió y él se resistió. Ella le rogó y él dijo:

-He sido demasiado exigente -Shelley se había olvidado de que Clayton era el que debía rogarle con un "por favor" e inducirla al amor.

Después de seducirla, Clayton se introdujo en ella y se quedó quieto para que lo sintiera. Esperó. La había saboreado lo suficiente para poder permanecer inmóvil, dentro de su amada.

Pero ella también aprendía nuevas técnicas, y apretó los músculos para estrujarlo. El gimió y le cubrió la boca con un beso profundo.

Shelley se movió, sinuosa, bajo su cuerpo y el hombre la montó con

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movimientos que le provocaban un intenso placer. Siguió el giro de un remolino, lo imitó del lado contrario y fue ella la que gimió de deseo.

Copió sus movimientos frenéticos, como en un duelo, y los dos ganaron.

Cuando al fin se levantaron para bañarse juntos, él no pudo dejar de tocarla. Sus caricias no eran eróticas. La sentía. Tenía los labios hinchados por sus besos y los ojos soñadores. Le sonreía. Era una mujer sensual. Clayton se sentía muy afortunado por haberla encon-trado, por haberla reconocido, a primera vista, decidiendo que era lo que quería.

Shelley llamó para pedir las provisiones y que fueran a llenar el depósito de agua.

Comieron. Lobo, que había terminado la mayor parte de un conejo, estaba echado cerca de la piscina, contemplando el paisaje. Le lanzó a Clayton una mirada tolerante. Parecía saber que él y Shelley eran amantes. Quizá podía oler el perfume de ella en la piel de su amo.

-No te vistas. Déjame contemplarte -le rogó Clayton-. Nunca he visto moverse a una mujer y tú eres hermosísima. Déjame verte.

Pero Shelley no podía estar desnuda todo el día. La hacía sentirse avergonzada e inquieta; así que se puso una blusa de algodón y una falda larga, sin ropa interior.

Clayton la tocó a través de la tela y aquella sensación lo cautivó. Ella se lo permitió con los ojos divertidos y perezosos clavados en él. Le alzó la falda y la penetró, no para hacer el amor, sino para sentir a la mujer.

Se inclinó, le alcanzó un seno y se lo chupó a través de la tela del-gadísima para excitarse. Lo conmovía distinguir el pálido pezón pe-gado a la mancha húmeda que había dejado su boca.

Ella se movía estirándose, sabiendo que él la observaba. Sus movi-mientos mostraban que estaba feliz y satisfecha y él creía haber en-contrado el paraíso.

El día entero fue una orgía. Se hartaron. Ni una vez se negaron al deseo o lo reprimieron. Hacían el amor cada vez que se les antojaba, para aplacar sus ansias. No siempre querían llegar al clímax. Se acoplaban para aumentar su fiebre amorosa, bromeando y aumentando las tentaciones. En su paraíso privado, sus manos se buscaban.

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-Me encanta la forma en que tu seno se endurece, como un caramelo -le dijo, lamiéndole el pezón y apretándoselo un poco-. Tie-nes el trasero más bonito que he visto -agregó y sus manos la moldearon, mientras la besaba. Le explicó-: Soy un experto, porque he estudiado los traseros que aparecen en la televisión.

-Ah -lo regañó con los ojos.

-Tienes cintura de avispa —continuó con su disertación-. ¿Ves?

Casi puedo rodearla con mis manos. Pero no puedo hacerlo aquí arriba -extendió las manos por encima de sus senos-. Ni aquí abajo -le acarició las caderas.

Ella le dijo que lo prefería con barba. Le encantaba, pero necesitaba que se afeitara para ver si le gustaba su cara, con lo que se afeitó y ella se le sentó en las piernas para estudiarlo.

-Pareces un pirata-sentenció, besándole las cicatrices.

-¿Deshonesto?

-Aventurero.

-Me gusta la idea de los asaltos para robar y violar.

-Es como si me hubiera embarcado en una aventura, sin salir de mi casa. No me imaginaba lo excitante que sería estar con un hombre. Sólo sabía que deseaba...

-¿No habías estado...? ¿Yo soy el...! ¿Tú nunca...!

-No -negó con la cabeza, despacio.

-Te ha gustado de verdad. No te quedaste helada, ni paralizada, ni lloraste, como en la televisión. Creía que lo habías hecho con... -no terminó. No iba a nombrar al médico.

-¿Con quién? -curiosa, lo alentó a que confesara.

-Con otras personas, en alguna ocasión.

-No. Nunca me interesó otro hombre.

-¿Yo desperté tu interés? -preguntó-. ¿Eso fue todo?

-Al principio. Pero te eché muchísimo de menos cuando te fuiste del campamento.

-¿Por qué no me lo dijiste?

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-Te dejé hacer lo que quisiste cuando me llevaste al bosque -replicó.

-No me dejaste hacer esto -dijo demostrándoselo.

-Eso me hubiera parecido demasiado íntimo.

-Pero me dejaste hacer esto -la puso de pie y le enseñó lo demás.

-No te dejé -protestó-. Nunca te lo hubiera permitido.

-¿Y... te gustó... que lo hiciera?

-Recordarlo fue lo único que me ayudó a sobrevivir durante dos semanas.

La miró posesivo y la besó con dulzura. Luego la apartó un poco, tomó aliento para tranquilizarse y dijo:

-Debemos enfrentamos al hecho de que tu casa puede incendiarse. El fuego podría venir del sur, estos árboles están más secos que el desierto. Dime lo que quieres que baje a la cueva.

-¿A la cueva? -todavía se estaba recobrando del cambio de conversación.

Asintió y terminó.

-Sí, mientras pueda caminar -continuó-: Debemos guardar lo suficiente para que tengas algo, a pesar de un incendio. La mitad de tu ropa de cama, las alfombras, los platos. ¿Qué piensas de los cua-dros?

Contempló las frágiles obras de arte.

-Sí, me gustaría conservar algunos.

Los empaquetaron y empezaron a transportarlos a la cueva. Lobo los acompañaba, trotando. La chica refunfuñó un poco:

-Esto me parece una tontería.

-Puede que lo sea -admitió-. Pero, ¿para qué correr riesgos? Atravesamos la peor sequía de que se tiene memoria.

-Exageras.

-Eso espero. Pero hice lo mismo en mi cabaña, Shelley.

-Está bien, está bien. Me rindo.

La obligó a descansar. Llevaron una linterna a la caverna y la ex-ploraron. Notaron que la habían usado como refugio y albergue, habla

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señales de fogatas en el suelo y trozos de barro cocido. Sé pre-guntaban a qué época pertenecían. Más tarde, él le pidió que le hicie-ra un pastel mientras llevaba más cosas a la cueva. Como Shelley no tenía carretilla, tuvo que cargarlo todo sobre sus espaldas.

Ella no estaba muy convencida, pero Clayton se sentía mejor con las pertenencias de la chica a salvo.

-He conseguido estas cosas con mucho trabajo -le indicó Shelley-. Las considero mis tesoros.

-A nosotros dejaron de importamos las cosas hace mucho tiempo.

-¿Así que no intentas quedarte con ellas? -le lanzó una sonrisa acompañada de una mirada penetrante.

-Estoy estudiando los riesgos que implicaría.

Se rió, encantada, y luego comprendió que Clayton hablaba en rió.

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CAPITULO 7

Shelley volvió a sentarse en el regazo de Clayton, para escucharlo. El cazador nunca había hablado tanto en sus casi treinta años de vida. Lo escuchaba con tanta atención, hacía tantas preguntas, que le contó cada uno de sus pensamientos, los que jamás compartió con nadie antes.

-A veces bajaba a Gasp. Había una gasolinera, una tienda y un café. Es un bonito lugar. Me gustaba ver a los conductores y a los turistas. A uno de los conductores en particular. Entraba al café, pedía cinco cervezas y las ponía en fila. Todos se reían, parecía que les caía bien. Se las bebía una detrás de la otra y le pellizcaba el trasero a la camarera. Ella se iba con él en su camión y no volvían en varias horas. Ahora sé lo que hacían.

-¿Qué? -lo alentó con suavidad.

-Lo mismo que nosotros -la miró, con ternura-. Hacían el amor. Ella volvía contenta, caminaba con lentitud y sonreía. El se iba en el camión de carga.

-¿Y? -lo impulsó.

-Lo intenté. Yo...

-¿Con la camarera? -preguntó, indignada.

-No. No. Déjame explicarte. Un día entré en el café, hace un par de años, pedí cinco cervezas y las puse en fila. Me tomé una, igual que el conductor, y me sentí un poco raro. "No sé lo que pasó después. Apenas acababa de beberme la segunda cuando me caí de espaldas; desperté mucho después, fuera del café, con un horrible dolor de cabeza. Nunca me dejaron pedir otra cerveza. Como jamás había probado una, no sabía cómo beberla. Pero te puedo dar un consejo: no te tomes dos cervezas con el estómago vacío -compartía una sabiduría ganada a pulso.

-De acuerdo.

-También intenté hacer amigos. Le pellizqué el trasero a la camarera y me abofeteó con tanta fuerza, que oí campanas durante dos días.

-Se necesita de ciertos preliminares antes de pellizcar los traseros femeninos -comentó Shelley, comprensiva.

-Me di cuenta cuando las campanas dejaron de sonar -le confió

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Clayton con gravedad-. Luego me dediqué a hablar con los hombres acerca de los programas que veía en la televisión. Mi madre tenía opiniones muy firmes acerca de todo. Papá no estaba de acuerdo, pero se mostraba cortés al oponerse. Mamá nunca aceptó casarse. Era una hippie y decía que un trozo de papel no une a una pareja. Papá tuvo que adoptarme para darme su apellido. A Shelley no la inquietó la información, pero preguntó:

-¿Dónde están tus padres?

-Ellos... murieron.

-No podían ser muy mayores. ¿Qué les pasó?

-No... no sé si puedo hablar de eso.

-Dime -le pidió, con dulzura.

-Los... los mataron.

-Dios mío. ¿Cómo? ¿En un robo?

-No. Tres hombres estaban cazando. Se encontraron con mi madre. Era una mujer muy buena y uno de ellos fingió que estaba herido. Así que cayó en la trampa y se acercó para ayudarlo. Los tres la atraparon.

"Estaban en nuestra propiedad. Papá oyó que se reían y fue a ver qué sucedía. Cuando aquellos malditos lo vieron, dispararon. Clayton guardó silencio, respiraba con dificultad. Al fin, dijo en voz baja:

-Los busqué. Un guardia también los perseguía, pero los muy cerdos no dejaron pistas falsas. La policía atrapó a los tres. Mamá los marcó con sus uñas. Juraron que nunca habían visto a aquella mujer muerta, ni sabían nada del hombre que recibió unas balas "por accidente". Dijeron que los rasguños se los habían hecho con los arbustos, mientras seguían a un venado. Y, aunque, admitieron que habían estado en el bosque ese día, dijeron que no estuvieron en nuestro terreno.

"Eran ricos, y tenían influencias. No pudo demostrarse nada la investigación continúa. Tengo algunas de las balas. Son iguales a las de sus rifles. Pero dicen que les robaron las armas. Esa es la clase de "cazadores" que hay en nuestros días -su voz adquirió un tono cínico.

-¿Este es el riesgo que sopesas?

-Sí -mantenía una expresión rígida-. No puedes mezclarte conmigo hasta que este asunto se arregle.

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-¿No crees que ya nos hemos mezclado bastante?

-Me refiero a... comprometemos -la miró fijamente.

-¿Te das cuenta de que no pensabas en no comprometemos hasta después de haber estado juntos?

-Debo cuidarte -replicó Clayton.

-A mi cuerpo -lo corrigió.

-Sí.

-¿Y al resto de mi persona? -estaba seria-. ¿A mis sentimientos? Tú me importas. Quiero estar contigo.

-¿Qué harías si eso les hubiera pasado a tus padres? -le preguntó.

Shelley imaginó a sus tímidos y amables padres asesinados sin compasión. Miró a Clayton pero no contestó.

-Tengo que atraparlos.

-La ley dice que no debe uno tomarse la justicia por su mano. Pero los jueces se dejan influir por los tecnicismos. Mis padres fueron asesinados hace cuatro años. Murieron y los asesinos siguen libres. Tienen abogados que los defienden. Mis padres no pudieron contratar a nadie que protegiera sus vidas.

-No sé la solución -suspiró Shelley, compasiva—. Encerrar a los criminales mientras pasa el tiempo no me parece lógico. Necesitamos un lugar donde dejar a las personas que infringen la ley para que no sean un peligro para los demás. El problema existe en todo el país. La gente ya no se siente a salvo en ninguna parte. Mis padres viven en Bethesda y están preocupados porque ahora no tengo trabajo.

-¿De qué comes? -preguntó, preocupado.

-De mis intereses.

Asintió, comprendiendo a lo que se refería.

-¿Tienes hermanos o hermanas? -quiso saber Shelley.

-No. Mi madre estaba a favor de la planificación familiar.

-La mía también.

-Pues me agrada que su única contribución pertenezca al sexo femenino.

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-Lo mismo digo -ella le sonrió y le acarició la mejilla con un dedo. De pronto, pregunto curiosa-: ¿Tú de qué vives?

-Teníamos tierras... ahora me pertenecen a mí solo. Vendo la madera de ciertos árboles, seleccionados con esmero, para fabricar muebles. Pago los impuestos y me queda un poco de dinero –la miró para saber si la preocupaba que no pudiera mantenerla.

-¿Qué pasada si hubiera un incendio?

-Plantaría nuevos árboles y todavía me quedaría la tierra.

-¿De una montaña?

-De varias., Y algunos valles. También cazo y pesco. Hay un arroyo con truchas enormes. ¿Te gusta la trucha?

-No mucho.

-¿Con limón y cebollas? -la tentó-. ¿Hecha al horno, con mantequilla?

-¿Tienes una vaca?

-Ordeño búfalos —bromeó.

-¿De veras? -le hizo creer que la había engañado.

-No -sonrió.

-¿Quieres seguir viviendo en las montañas? ¿No te gustaría vivir en un lugar habitado?

-No sé -después indagó con cautela-. ¿Te gustaría... es decir... te interesaría ver mi cabaña?

-Sí. Soy muy curiosa.

-¿Cuánto puedes andar en un día?

-Nunca lo he medido -se encogió de hombros-. Depende del terreno.

-Llevaremos una tienda de campaña y avanzaremos por trechos.

-¿A qué distancia queda Gasp? -inquirió.

-A un día de distancia -replicó, después de calcularlo.

-¿A tu madre le molestaba vivir aislada?

-Ayudó a mi padre a reconstruir la casa después de que la destruyera el último incendio.

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-Debió ser una gran mujer -exclamó Shelley con respeto.

-Sí.

-Debes echarla muchísimo de menos.

Se quedó quieto por un minuto y luego la apartó y se levantó.

-Clayton...

-Estoy bien, pero no puedo pensar en mis padres de forma tan directa.

-Lo siento.

-Piensa en otro tema de conversación -le pidió.

-¿Dónde encontraste a Lobo?

-Mataron a su madre —comentó, agradecido-. La encontré con las tetas llenas de leche. Así supe que tenía cachorros. Los busqué. Lobo era el único superviviente. Me llevó cierto tiempo lograr que se adaptara a su nueva vida.

-Es un animal magnífico -repuso ella y luego preguntó-: ¿Le gusta ser tu compañero?

-Es joven -le explicó Clayton-. Pronto tomará una decisión.

-¿Y se irá?

-Sí -la respuesta fue breve.

-Te sentirás solo.

-Ya me ha pasado otras veces. Encontraré un nuevo compañero.

-¿A mí? -bromeó la joven.

-Primero resolveré ese problema. Después te perseguiré.

-Oh -coqueteó un poco-. ¿Cómo vas a atraparme?

-Te convertiré en una maníaca sexual -sonrió satisfecho-. Después te enseñaré a pescar truchas y a curtir pieles.

-¡Ug!

-Te alimentaré con bocadillos y veremos la televisión -la tentó, sonriéndole a su amor-. Te lo consentiré todo.

Ella se estiró y también le sonrió.

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-Así que -prosiguió Clayton-, ¿quieres que te mime?

-Quiero probarlo por un rato.

-Tengo una piel que me dio un hombre a cambio de que le escribiera una carta. Estaría magnífica sobre tus hombros desnudos.

Ella se rió, en un tono tan íntimo, que lo estremeció deliciosamente. Preguntó cambiando de tema:

-¿No bailas canciones románticas?

-¿Por qué no?

-La vez que bailamos en la carretera fue la primera que lo intente.

-Pero sabes música.

-Lo que toco es para un grupo -le explicó—, para que las personas se pongan a cantar...

-Menos una. La que casi nos hace llorar.

-Yo lloraba por ti.

-¿Por mí? ¡Pero si estaba a tu lado! Y, además, me aventuré, con una osadía increíble, a entrar a la ducha donde estabas desnudo como el día en que naciste.

-¿Porqué -me besaste? -le preguntó, tierno.

-Te echaba de menos.

-¿Por qué no te quedaste por allí? Estaba dispuesto a hacer toda clase de perversiones con tu cuerpo indefenso.

-¡Oh! -sonrió-. ¿Como cuáles?

La acomodó sobre su regazo y le mostró otra manera de hacerlo. Ella, avergonzada, se rió, echando la cabeza hacia atrás, mientras él la movía para complacerse. Luego apoyó la cara en sus senos y la acarició por todas partes.

-Para un hombre que no se codea con personas civilizadas, tienes bastante imaginación con los cuerpos femeninos.

-Tú me inspiras.

Aquella la hizo reírse de nuevo. A él le pareció un sonido delicioso. Le encantaba oír sus suspiros, sus exclamaciones y, sobre todo, su risa. Se lo confesó:

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-Te hago todas estas cosas perversas porque me fascina tu risa. Comieron la mitad del pastel.

-No había comido un pastel igual en... mucho tiempo.

-¿Te gustan las tortitas? -preguntó-. Me salen mucho mejor. ¿Qué sabor prefieres?

-De limón.

-Me sorprendes, hubiera apostado que las preferías de chocolate.

-Limón.

-Está bien, está bien. Obseso.

-Exacto. Te lo he demostrado en las últimas treinta y seis horas.

Se movió despacio, poniendo los platos en la pila mientras ella preparaba las tortitas de limón. Una vez saciado su apetito sexual, el cansancio de haber luchado contra el fuego invadió el cuerpo de Clayton. Se movió cada vez más despacio, hasta que se detuvo y se quedó dormido de pie.

-Ven -lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio-, necesitas meterte en la cama -lo regañó Shelley.

-Tengo miedo -replicó con un brillo en los ojos cansados-. Hay alguien en la cama que me atrae cada vez que me doy la vuelta y me roba mi esencia vital.

-¡Ja!

-Es verdad -protestó, serio-. Alguien se sube sobre mí y actúa lasciva con mi pobre cuerpo.

-¡Qué escándalo!

-No pareces sincera -la amonestó-. ¿No serás tú ese alguien?

-Claro que no.

Parecía completamente inocente. El se echó a reír, como hacía mucho que no lo hacía.

-Debes quitarte la ropa... -la instruyó Shelley.

-¡He oído eso antes! -exclamó, fingiendo temor-. Eres tú. Lo sabía.

-¡Calma! Sólo trato de que te sientas cómodo.

Le desabrochó la camisa.

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-Sí, otra trampa. He aprendido mucho acerca de las mujeres voraces. -

-¿Trampa? -repitió, ocupada con las prendas de vestir-. Usas palabras extrañas.

-Que describen al dedillo lo que quiero decir.

-¿Dónde las encuentras? -le quitó las botas y los calcetines.

-En los libros, en el diccionario.

-Ponte de pie -le pidió.

-Si piensas quitarme los pantalones, me niego a obedecerte -bostezó-. Estoy muerto.

-Entonces, hazlo tú solo -replicó ella, enderezándose-. Yo esperaré una mejor ocasión. Anda, quítatelos. ¿Prometes no espiarme?

Shelley soltó una carcajada traviesa. Clayton se le acercó y le acarició la mejilla, suspirando:

-¿Quién me iba a decir que iba a encontrar a una mujer tan sensual? Es como si hubiera abierto una caja de frágil belleza y encontrado un tesoro tan maravilloso que no quisiera perderlo de vista -se bajó la cremallera de los pantalones.

-Oh, Clayton.

-Hasta tu risa es especial -le dijo-. Eres deliciosa y posees tantas cualidades, que tengo miedo de no estar a tu altura. Pero, no estás jugando conmigo, ¿verdad? Siento que me moriría sin ti.

-Me quedo contigo -lo tranquilizó-. Duérmete, sin miedo.

Lo tapó con una colcha, a él, a su guerrero, y salió de la habitación en silencio.

Cuando se despertó era de noche. Se sentía muy cómodo. Oyó que ella suspiraba y, sorprendido, se volvió con rapidez. Shelley estaba junto a él, en la cama, no había sido un sueño; entonces recordó y sonrió.

Teniendo cuidado de no despertarla, se estiró para buscar un con-dón y consiguió ponérselo en medio de la oscuridad. Le gustó ser tan hábil. Se recostó y se movió con cautela para abrazarla. Estaba desnuda. Su sonrisa se amplió. Le extrañaba que aquellas firmes curvas fueran tan suaves en sus grandes y duras manos. Los pezones le parecían seda, con una delicadeza que fue volviéndose turgente y

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lujuriosa por sus mensajes y frotamientos.

Ella suspiró de nuevo y se relajó, ronroneando. Acarició el cuerpo de Clayton, por encima de las caderas. El le metió una mano por debajo del muslo y le alzó la rodilla, antes de tocarla con suavidad.

-¿Cómo sabías que quería esto? -susurró Shelley.

-Porque lo quería yo -respondió-. ¿Cómo puede tu cuerpo permanecer tan fresco, bajo mis manos, cuando aquí estás queman-do?

-No lo sé -movió la cabeza en la oscuridad-. En cambio, tú estás caliente portadas partes. Tus manos, tu boca, arden cuando me tocas. Me marcas con fuego, como un hierro.

-No, como un cohete a punto de ascender.

-¡Cielo santo! -exclamó alarmada-. ¿Tan peligroso eres?

-Así. Estás a punto de ser empalada.

-Oh.

Giró sobre ella y, cuando la tenía debajo, murmuró:

-Ahora -y se deslizó dentro de su cuerpo con recién adquirida suavidad.

-Lo haces muy bien.

-Necesito más práctica -la contradijo-. He dudado, lo hubieras notado si no te estuvieras durmiendo y prestaras más atención.

-Te he prestado atención -repuso-. Sabía lo que pretendías cuando te has puesto el preservativo.

-Podías haberme ayudado -le encantó la rapidez de su propia réplica. Se estaba volviendo ingenioso.

-Pensaba que debías hacerlo solo, sin que te ayudara todo el tiempo.

-¿Ayudarme? -repitió, confuso.

-¿No te has dado cuenta de cómo te sostengo?

-¿De dónde? -preguntó, con voz ronca.

Tuvo que retorcerse y estirarse para poder demostrarle la buena ayuda que podía ser.

El hizo un ruido estrangulado y musitó:

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-Oooh -conteniendo el aliento.

-¿Ves? -se vanaglorió-. Te he ayudado así todas las veces.

No sé por qué, me da pena que te hayas independizado de mí.

-Quería sorprenderte.

-Me gustan las sorpresas -le aseguró apretándolo una y otra vez.

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CAPITULO 8

El idilio de los amantes duró otros dos días. Se comieron las tortitas de limón de Clayton, lo mismo que unas de chocolate, las favoritas de Shelley. Hablaban con más facilidad, más seriamente. Poco a poco, iban descubriendo lo que pensaban acerca de la vida y sus problemas.

-¿Por qué decidiste marcharte de casa? -preguntó Clayton-. Yo nunca lo hice.

-No estaba adaptada a mi medio ambiente, como tú -le explicó Shelley-. Me ahogaba en la ciudad. A mis padres les gusta la vida plácida y rutinaria. Van a los museos o juegan con sus amigos. Van a misa todas las semanas. Nada altera su vida, ni hacen nada siguiendo un impulso.

-Debes haberlos confundido con tu actitud-sugirió.

-Puede. Opinan lo mismo acerca de casi todo. Pensaban que la música de los sesenta era demasiado ruidosa, que la sociedad no se comportaba como era debido y que aquella época propiciaba la vio-lencia. Rara vez discuten. No me explico cómo tus padres, siendo tan distintos, no se peleaban.

-Pues... -por primera los juzgaba con total libertad-. Se amaban. Creo que su relación se basaba en un gran amor y una gran tolerancia. Siendo él tan conservador y ella tan liberal, se atraían. Yo me parezco a mi madre.

Aquel comentario hizo que Shelley se mordiera el labio para sofocar una exclamación y tuvo que desviar la vista.

-Me gusta vivir en el bosque -concluyó él.

-También a tu padre -replicó.

-Cierto -concedió Clayton-. Pero era muy distinto de mi madre. Creía en las leyes y jamás las ponía en duda. Admiraba a los políticos, cuya conducta hacía que mi madre se tirara de los pelos. Sostenían debates muy interesantes acerca de los pros y contras de cualquier asunto frente a su único hijo.

-¿Y tú qué opinas de la liberación de la mujer?

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-Que un hombre debe hacerse cargo de una mujer liberada.

-¿Y qué pasa si la mujer no tiene pareja?

-Que se busque una.

-O que viva en una comuna -propuso Shelley-. ¿Te gustaría que yo lo hiciera?

-No.

-Ah, ya veo que eres muy liberal.

-En algunos puntos soy bastante liberal -le recordó.

-Me da miedo preguntar cuáles son. El le dio una amplia explicación.

-Creo que el trabajo honrado debe recibir una paga decente. Que el gobierno no debe educar a los hijos de las personas. Que hombres y mujeres son responsables de sí mismos.

-¿Y eso lo consideras... liberal?

-No creo que el gobierno deba interferir en las vidas privadas. Los políticos existen para hacer lo que nosotros queremos. Los elegimos como nuestros representantes, no como nuestros vigilantes.

Deben mantenerse alejados de nuestros asuntos.

-Muy liberal -se burlaba de él.

-Pues, quizá tenga algunas inclinaciones conservadoras. También llevo genes de mi padre.

-Me hubiera encantado conocer a tu madre.

Clayton no habló durante larga rato. Cuando lo hizo, le temblaba la voz:

-Era algo muy especial. Pero también mi padre. La única vez que lo vi perder el control fue cuando ella murió. Atacó a esos hombres sin armas. Yo estaba demasiado lejos para ayudarlo y... -la voz de Clayton se quebró.

Shelley lo rodeó con sus brazos y él se desahogó, por primera vez en toda su vida. Lo hizo tan mal, que Shelley se preguntó si había llorado alguna vez.

Cuando la emoción pasó, Clayton, el liberal, se sintió avergonzado de su conducta y guardó silencio. Ella tuvo el valor de preguntar:

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-¿Te da vergüenza haber llorado?

El no podía creer que lo hubiera expresado en voz alta y la indig-nación le impidió verla.

-Serías de piedra si algo tan horrible no te hiciera daño -continuó la joven-. Si lo aceptaras insensiblemente, yo no sería capaz de amarte.

Miró a Shelley y entendió el significado de sus palabras.

-¿Me amas?

-Creo que sí -suspiró, rindiéndose.

-No me tomes en serio hasta que sea libre. Ya sabes lo que tengo que hacer.

-Puedes tratar de atraparlos -cedió ella-, pero debes prometerme que los entregarás a la policía. Te doy un año.

-¿Tú dictas las reglas del juego?

-Sí -alzó la barbilla y esperó un poco. Pero sus ojos brillaron pícaros y sonrió-: Pero, podrás lograrlo, ¿no? El se rió con sinceridad.

-Eres un hombre muy especial -lo admiró ella-. ¿Me puedes tocar la canción del cortejo?

-¿Me estás cortejando?

Shelley suspiró fingiendo asco.

-Si no te has dado cuenta, apostaría a que tus padres se sonrojarían por la estupidez de su hijo.

Clayton se los imaginó moviendo la cabeza, él mismo movió un poco la cabeza y luego sonrió a su amada.

Sacó el violín y le tocó la canción que quería y Shelley se rió, feliz.

Cerca de la piscina, Lobo se removió de aburrimiento.

El fuego empezó a invadir los sitios habitados. Los bomberos voluntarios fueron llamados para trabajar durante más horas. Los días de descanso de Clayton habían terminado; volvió a las líneas de protección, dejando a Shelley a cargo de Lobo.

Dejarla fue para él como abandonar el paraíso. Creía morir a medida que avanzaba, alejándose de ella. Era su vida. Aquel pensamiento lo

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perturbaba. No sabía si de verdad la amaba o sólo quería volver a su cama.

Reflexionó en todas las mujeres que veía en Shelley. Su rostro, con todos sus temperamentos y humores apareció en su mente, como si fuera un proyector. Era una mujer especial. Y se dio cuenta de que sus sentimientos encerraban mucho más que sexo. Mucho más. Era amor, como aquel que había unido a sus padres.

Clayton era un veterano de los voluntarios contra incendios y ocupaba el segundo puesto por debajo de Juan Gómez: Organizaron un grupo de voluntarios recién salidos de los cursos de orientación. Los mandaron a un pueblo de varias casas, cuyos habitantes se negaban a abandonarlas. Trataron de convencerlos. Discutieron.

Cuando sus mascotas desaparecieron, la gente se puso histérica.

-No puedo irme hasta que encuentre a Earl.

Eran buenas personas, pero no se justificaba poner en peligro sus vidas por un perro.

Una mujer preguntó exasperada:

-¿Cómo podré alojarme en un hotel con una gata embarazada?

Los guardias tenían que actuar con mucha paciencia. Algunos per-dieron la calma, pero no lo demostraron. Sin embargo, los voluntarios no fueron tan diplomáticos.

-Escuche. Yo también tengo que preocuparme de mi propia casa. Así que no perdamos tiempo y desaloje.

Aquello no los conmovía. Preguntaban preocupados: ¿Dónde está su casa?

-¡Muévanse! -respondieron-. ¡Andando! Nos ponen en peligro. ¡Fuera!

El viento aumentó y complicó la evacuación de propiedades y per-sonas. Oyeron un sinnúmero de veces:

-No hay nada que hacer. Salven las casas, si pueden, pero nosotros hemos perdido la fe. Sólo la carretera detendrá el fuego.

Fijaban su esperanza en un camino, un precipicio, un arroyo y otra barrera natural. Algunas veces el fuego se detenía; otras avanzaba.

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La unidad entre los voluntarios era increíble. Una causa común forjaba en una sala las más diversas personalidades. Hombres arro-gantes aceptaban obedecer a jefes insignificantes a los que ni siquiera hubieran saludado en otras circunstancias. Y todos trabajaban sin descanso.

Una leve lluvia despertó sus esperanzas, pero no fue suficiente. Enfrió el aire y detuvo el incendio... durante un tiempo. Pero necesi-taban más lluvia. Y nieve. Algunos años, por aquella época, nevaba...

A mediados de septiembre, Clayton y Shelley se vieron para tomarse de la mano un momento y besarse. Les causó una enorme tran-quilidad verse por unos momentos y saber que el otro existía.

Clayton ayudaba a su equipo. El problema de las ampollas que su-frían los novatos aumentó. El fuego saltaba, lo mismo que las astillas ardiendo. Una mujer estuvo a punto de caer aplastada por un árbol, pero un compañero la salvó en el último instante. Luego la regañó:

-¡Me has salvado la vida! -exclamó, azorada.

-¡Imbécil!

-¡Casi muero aplastada!

-¿No oíste los crujidos de la madera? -gruñó.

-Pensaba que el fuego se acercaba -protestó.

-¡Dios, qué idiota eres!

-Gracias por salvarme.

-No lo hagas otra vez -le rogó-. Me daría un ataque. Y se abrazaron.

Florecían la amistad y la camaradería en el equipo. Se formaron parejas de amantes. Clayton y Shelley no eran los únicos. Una noche, equipo pasó varias horas buscando a una pareja, tratando de recordar dónde los habían visto por última vez. Los encontraron en un claro del bosque, compartiendo un saco de dormir, con una sonrisa en los labios.

Les echaron un balde de agua para despertarlos.

-¿Cómo íbamos a adivinar que habían escapado juntos? -refun-fuñaron.

-Podían haberle dicho a alguien lo que pensaban hacer para que nos

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preocupáramos.

-Son un montón de mamás gallina -bufó el hombre.

-Nos han asustado.

-Gracias. Apreciamos su preocupación. Lo sentimos mucho.

-Me han salido canas verdes con todo esto -Clayton se rascó la barba.

-Es hollín -lo tranquilizó un amigo-. Báñate.

Clayton llamó al cielo:

-¡Shelley!

Todos sabían que Clayton y Shelley formaban una pareja, también Michael y Maggie Franklin. Clayton le dijo a Michael:

-Me alegra que Maggie te haya alejado de Shelley.

-¿Cómo logras hipnotizar a dos mujeres al mismo tiempo?

-Se supone que Shelley está enamorada de mí -replicó Clay -. Maggie no. Te hace sufrir porque primero te atrajo Shelley y no ella. Préstale atención, compárala con Shelley y la conquistarás.

-¿De verdad crees que lo puedo hacer? -sonrió Michael, divertido.

-Si amas a Maggie, sí -sentenció Clayton-. Creo que si no hubiera visto a Shelley, me habría enamorado de Maggie. Es una verdadera joya.

Michael contempló a Clayton y dijo:

-Tú también. Poco pulida, pero Shelley se encargará de sacarte brillo.

-Supongo que ya te habrás dado cuenta de que Shelley no era para ti -repuso Clayton estudiando al médico-. Eres demasiado conservador. Me necesitaba a mí.

-A un salvaje -se burló Michael.

-A un hombre libre -lo corrigió-. Maggie es la mujer ideal para ti; ella puede comprender tu mente rechoncha.

-¿Re-chon-cha? -repitió el doctor con incredulidad.

-No puedes evitarlo, te han educado así - Clayton consoló al hombre que podía volverse uno de sus amigos-. Préstale atención a Maggie.

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-Sólo tiene ojos para ti -refunfuñó Michael.

Con su recién adquirida experiencia de las mujeres, Clayton aseguró al neófito:

-Trata de que le prestes atención -y le advirtió-: Llévatela a tu casa y métela en la cama. Convéncela -aquella última palabra sonaba agradablemente y Clayton sonrió.

-¿Así convenciste a Shelley? -preguntó Michael.

-Cuidado -gruñó Clayton convirtiendo su voz en una amenaza. Uno de los guardias se acercó para comentar:

-¿Sabes que hemos estado vigilando al trío que quieres atrapar?

-¿Lo han estado haciendo? -Clayton no lo sabía.

-Viajan en una camioneta negra.

-¿Ayudando? -indagó Clayton con cautela.

-Cazando animales salvajes. El otro día alguien vio que arrastraban un bisonte.

-¿Y nadie los detuvo?

El policía suspiró e hizo un gesto de disgusto.

-Los incendios lo impidieron.

-Quizá vuelvan -comentó Clayton con la boca tensa.

-Nos encargaremos de ellos. Sólo te lo he comentado porque pareces creer que estás solo con tu problema. Conocimos a tus padres durante mucho tiempo; y a ti. Los atraparemos. Espera y verás.

-Si fuera posible, me gustada que no intervinieran

-Tú eres el que no debe intervenir -le advirtió el guardia.

-Mira...

-Vaya, no tendría que haberte dicho nada.

-No -dijo Clayton-, aprecio tu confianza.

-No te metas en esto.

Clayton vio al policía alejarse. Ignoraba que había conocido a sus padres, y le gustó que alguien más creyera que los tres hombres eran

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los asesinos.

Shelley fue a ver a Clayton y se quedaron frente a frente, asidos de la mano. Lobo, que acompañaba a la chica, se apoyó contra la pierna de Clayton, como si se sintiera muy solo. Clayton besó la mano de su amada, y con la suya acarició la cabeza del animal.

Clayton estaba muy sucio y cansado. Ella se lo dijo en voz baja:

-Parece que necesitas un buen baño.

-¿Sí? -sonrió-. Aquí sólo hay duchas.

-Yo sé dónde hay una bañera que nadie usa... y debo volver a revisar mi casa -lo seducía con la mirada.

-Pues, yo podría ir contigo y disparar.

-¡Qué amable eres!

-Me gusta hacer favores a las damas, como un caballero.

-Más bien como un maníaco sexual.

-¿Mis disparos han dado en el blanco? ¿Has... -buscó la palabra precisa-, evolucionado?

Se rió de una manera tan provocativa, que él la deseó intensamente. Le dijo:

-¿Sabes que soy responsable de la seguridad de estas personas? Debemos llevarlas a otra parte. El aire está cargado de humo y el fuego puede desviarse en esta dirección.

-¿Cuándo se moverá tu grupo?

-En seguida.

-¿A dónde?

Se lo indicó en un mapa. El nuevo campamento se encontraba al sur de su casa.

-Alguien me llevará, no te preocupes -le pidió-. ¿Tienes un despertador? Yo todavía no me he acostumbrado a él y no sé cómo ponerlo.

-Yo lo haré. ¿Cuándo tienes que volver?

-¿Nos servirás la comida aquí?

-Me han dado unos días de descanso -le explicó.

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-Entonces, encontraré la manera de verte -le prometió-. No te preocupes lo más mínimo.

Se besaron con delicadeza, apenas rozándose los labios, pero se sonreían con los ojos y sólo a duras penas se soltaron de la mano. Casi era de noche cuando Clayton terminó su trabajo. Se despidió de Juan Gómez y le pidió prestado su camión a uno de los hombres.

-Cuídalo -le rogó al prestárselo.

-Nunca he tenido un accidente -lo tranquilizó Clayton, sin mentir-. Ni siquiera he raspado la pintura de un camión -había aprendido a conducir hacía un mes.

Así fue como se encontró camino a casa de Shelley para pasar la noche con ella. Deseaba no estar tan cansado. Sonrió. En realidad, no estaba tan cansado.

Ella salió de la casa para recibirlo. Sólo llevaba una blusa de algodón y su falda. Su silueta se dibujaba contra la puerta, él pudo ver que no llevaba nada más.

No estaba ni la mitad de lo cansado que creía, pero se bajó del ca-mión lentamente. Cuando se unieron, él le ofreció un beso, pero le advirtió:

-No abras la puerta sin saber quién es.

-Sabía que eras tú.

-No -estaba serio-, no conoces este camión.

-Ha estado estacionado en la carretera desde que te uniste al nuevo grupo. Lo he visto varias veces al día. Menosprecias mis habilidades.

-El dueño del camión no lo conducía.

-Tienes razón -asintió.

Le puso la mano en el trasero y la acercó a él.

-Hay otras cosas que quiero enseñarte.

-Vaya...

-Pero necesito bañarme para que no vomites con mi olor cuando me quite la ropa.

-Ummm -dijo ella, creo que te puedo ayudar.

El alzó las cejas para mostrarle que estaba dispuesto a admitir cual-

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quier sugerencia, no le importaba la que fuera.

-Me gustaría que dejaras tu ropa aquí afuera. No quiero parecerte demasiado remilgada, pero no me gustaría que metieras esas cosas dentro de mi casa. Tendría que fumigarla.

-Una mujer delicada -empezó a quitarse las capas de ropa-. ¿Hay alguna forma de limpiarlas?

-He comentado el problema con mi lavadora -declaró-. Y se ha ofrecido, valiente, como voluntaria.

-Perfecto.

-Me tranquiliza que no dependas de mí, una roca para restregar y una cuerda para tender la ropa, para lavar esa chaqueta. Los otros no se ensucian tanto como tú.

-Son unos novatos en esto -la calmó con la mano-. Por eso debo vigilarlos.

-Yo creo que atraes la suciedad.

-Exageras.

-Tienes un cuerpo muy hermoso -le lanzó una mirada de apreciación.

-¿Sí? Es muy diferente al tuyo. Si voy a comportarme como un exhibicionista, debes quitarte tu propia ropa para que me sienta cómodo, mientras estoy desnudo.

-Supongo que sería amable de mi parte -repuso, comprendiendo su manera de pensar.

El retrocedió para tener una mejor perspectiva y se dio cuenta de que tenía la piscina a su espalda, llena de agua fría. Sonrió.

A ella no le llevó mucho tiempo quitarse la falda y la blusa y él le dijo:

-Tú eres mucho más hermosa a los ojos. Mírate. Dulce y bella. Me gustaría besarte. Y lo haré dentro de un momento.

Se tiró a la piscina salpicando, echando agua por todas partes. Salió a la superficie y resopló, como un caballo. Luego se quedó flotando en el agua, para ver lo que hacía Shelley.

Se tiró de cabeza, sin mover prácticamente el agua, y emergió cerca de él para jugar.

Le parecía increíble haberse sentido tan cansado y que el agua fría

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lo hubiera revivido. La alcanzaba todas las veces, y la joven tuvo que otorgar favores cada vez más íntimos. La sacó de la piscina sin es-fuerzo y la llevó a la casa. Allí se secó, mientras la observaba.

La secó después a ella de forma muy diferente. Le frotó el pelo con una toalla limpia y después con el secador.

Le prestó entonces una atención cortés a su cuerpo. Le pasó el se-cador por las piernas, le levantó el brazo para descubrir que no había nada y la besó allí. Halló un mechón entre sus piernas, casi seco, pero lo alborotó, hasta que no quedó ni una gotita de agua.

-Estoy a punto de volverme loca-dijo la joven.

-¿Por qué? -alzó la vista desde donde estaba arrodillado, con expresión inocente.

-Creo que estás aguantando todo lo que puedes -parecía muy segura de su afirmación.

-Saboreo esta aventura.

-Te mostraré otro aspecto de la misma que podría parecerte inte-resante...

-¿Sí? ¿Cuál? -se levantó y la miró-. ¿Me contento con observar o puedo participar en el juego? ¿Cómo se llama?

-Ummm... conexiones.

El se rió.

Durante la noche jugaron varias veces. El se entretuvo y le gustaron las innovaciones. Mucho. La amaba. La abrazó y ronroneó.

-Los lobos no ronronean-lo regañó.

-Teníamos gatos. No se quedaban mucho tiempo, pero me gustaba oírlos ronronear.

-A mí me gusta oírte ronronear -le rodeó la cabeza con las manos y le besó la boca con ternura.

-Eres mi amor -le dijo él.

-¿Cómo te encontré? -le preguntó ella, conmovida.

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-Tu espíritu llamó al mío. Sabía que era el momento de buscarte y lo hice.

-¿Eso crees? -preguntó, suavemente.

-Sí.

-¿Y dejarás de perseguir a esos asesinos?

-Creo que eso se va a acabar pronto.

-¿Qué quieres decir? -preguntó, poniéndose tensa.

-Los han visto.

Se sentó en la cama, en el cuarto oscuro y añadió:

-Te ordeno que no te mezcles en un asunto tan peligroso.

-Yo... no puedo obedecerte.

-O dejas que la policía montada arregle esto o terminamos, ¿entiendes? Hablo en serio.

-Shelley. Eran mis padres.

-Lo entiendo, pero...

-Hablaremos de esto después. Ahora debo irme. Bésame con dulzura.

Prométemelo, Clayton. Quiero tu promesa solemne de que no intervendrás.

-No puedo dártela.

-Entonces, no vuelvas.

Se quedó sentado, en silencio, durante largo tiempo. Luego le dijo:

-Volveré. Me amas tanto como yo a ti. Este problema está fuera de nuestras vidas. El amor es algo que compartimos. Lo otro no tiene nada que ver con nosotros.

-Sí tiene que ver.

Se inclinó y la besó en la mejilla. Luego le alzó una mano fría y le besó en la palma.

-Volveré -repitió saliendo de la cama. Ella empezó a llorar.

Se volvió y acercó el cuerpo frío de la joven al calor que emanaba

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del suyo.

-No lo entiendes. Debo hacer esto. Cuando lo haga, volveré a buscarte.

-No estaré aquí.

-Sí, estarás…porque me amas.

La dejó, se puso la ropa limpia, y se detuvo a la puerta del cuarto oscuro.

-Cuídate -se despidió-. Volveré.

Entonces, ella saltó de la cama y se echó en sus brazos, rompiendo a llorar. El la abrazó, acariciándole el pelo y murmurando palabras de consuelo. Pero se fue sin prometerle lo que ella deseaba oír.

El viento soplaba. Al oírlo, cantando entre los árboles, todos gimieron. El, viento arrastraría chispas con el humo, incendiando nuevos árboles.

-Calma -les pidió Juan a los novatos-. Muévanse con tranquilidad. Sepárense. Tienen tiempo. Si se ponen nerviosos, quizá cometan un error. Piensen en lo que harán. Organícense. Su vida puede depender de ello. Cuando lleguen a la línea, trabajen a un ritmo normal. La lentitud y la constancia le ganan la carrera al fuego también. Y lo saben. Ahora escúchenme.

Mientras se dirigían a la zona del incendio, Juan habló de nuevo al equipo. Logró calmarlos. Los obligaba a apreciar la magnitud del problema y los alentaba a que cada uno cumpliera con su trabajo.

-No son los únicos responsables. Forman parte de una gran ofensiva. Todo lo que tienen que hacer es salvar las casas y edificios que tienen posibilidades de salvarse. La tierra se regenerará.

Al equipo de Clayton se le asignó una zona cerca de un camino aislado. A la derecha de una bifurcación estaba el bosque, y allí se concentraron para proteger el camino. Luego abrieron una brecha del lado izquierdo, para protegerse si era necesario.

La radio de Juan se había estropeado y le pidió a Clayton que vol-viera a la base para comunicarse al cuartel general.

Clayton se dirigió al camión de comunicaciones, estacionado detrás

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del autobús escolar que había transportado al equipo. Iba a llamar, cuando vio que un coche de la policía se aproximaba. Disminuyó la velocidad y se detuvo al lado de Clayton

-¿Por qué han cercado el camino del lado derecho?

-Para levantar una barrera contra el fuego. Quizá la salte, por la fuerza del viento.

-Eso simplifica mucho las cosas -sonrió el guardia-. ¿Has visto a...? Oh, ¿eres tú, Masterson?

—Sí -admitió Clayton-. ¿Qué pasa?

-Oh, nada. Sólo que estamos buscando a... una camioneta negra. ¿La has visto?

-Así que han vuelto -suspiró Clayton, como si hablara consigo mismo.

-¿Te has enterado?

-Sí -Clayton se puso nervioso-. Escucha, debo quedarme aquí, con estos jóvenes. Necesitan la radio. La de Juan se ha roto. ¿Puedes hacer que Spears mande a alguien para sustituirme? Quiero formar parte de... la cacería.

-Ya veo. Abre bien los ojos. Y, Masterson, si los localizas, llámanos. No los sigas solo. ¿Me entiendes?

-Sí, desde luego. Entiendo.

-Entonces, obedece. Sabes muy bien que los hemos estado persi-guiendo durante mucho tiempo, aun antes de que se encontraran con tus padres. Los conocemos. No dudarían en partirte el cráneo y tirarte al fuego. Ya lo sabes. Sabes de lo que son capaces. Déjanoslos a no-sotros. ¿Entiendes?

-Entiendo -replicó Clayton con sonsonete.

-No es esa la respuesta que deseo oír.

-Los... llamaré si los veo.

-Júramelo, Clayton. Si no, tendré que quedarme contigo y habrá un hombre menos para localizarlos. Júramelo.

-Juro que llamaré si los veo.

-Y no te despegues de la radio -insistió el guardia.

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-Buena suerte.

-No me has contestado. ¿No te despegarás de la radio?

-Estoy ayudando a Juan Gómez con los novatos -le explicó Clayton-. Por lo tanto, estoy obligado a quedarme, como comprenderás. Por favor. Escúchame. Ponte en contacto con Spears y consígueme un sustituto para que pueda ayudarlos. Debes imaginar lo que esto significa para mí. Tú viste a mi madre y lo que quedó de mi padre o te contaron lo que ocurrió. Tienes que entender que debo estar con ustedes.

-Dios, desde luego. Pero nosotros te protegeremos. Déjanos encargamos de este asunto.

-Si tratan de escapar... -musitó Clayton, angustiado.

-Confía en nosotros. Podemos meterlos en la cárcel por el asunto del bisonte, solamente. El tipo que los vio mandó unas fotos, proporcionándonos una prueba en su contra. Ahora los tenemos acorralados.

Por tu propio bien, no te metas en esto.

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CAPITULO 9

-¿Como conoces esta zona del país? -le preguntó el guardia a Clayton.

-Tengo un mapa-lo sacó de un bolsillo y lo extendió. -Estamos aquí-el guardia señaló el camino-. Como yo lo veo, si han tomado el camino de la derecha, esos "cazadores" pueden desaparecer. La bifurcación de la izquierda conduce a la carretera principal. Por allí no pueden escapar. Así que, si vienen hacia acá y el fuego les bloquea el lado derecho, caerán en nuestras manos y les daremos una cálida bienvenida -estudió a Clayton durante un largo minuto. Luego, añadió con firmeza-: Si los ves, déjalos que sigan hasta la carretera.

Clayton evitó contestar de forma directa.

-No hay muchas opciones. Bien podrían escoger este camino.

-¿Prefieres que me quede contigo?

-No, vete. Yo te los mandaré.

-Dime que permanecerás neutral. Me pondré en contacto con Spears y te mandará un compañero -como Clayton permanecía callado, el guardia continuó-: No confío en ti, ni en que nos esperarás. Y no puedes, hacer esto solo. Volveré en unos minutos.

-No te olvides de que la radio de Juan se ha estropeado -añadió Clayton--. Consígueme un sustituto cuanto antes.

-Tranquilo.

Clayton retrocedió, vio cómo el guardia tomaba la desviación de la izquierda y desaparecía.

Uno del equipo, Jim, corrió hacia Clayton para decirle:

-Juan cree que el fuego va a saltar. El viento aumenta. Me ha dicho que llames e informes que piensa que el camino no detendrá el incendio.

-De acuerdo —Clayton subió al camión y se puso en comunicación con el cuartel general-. Dicen que están mojando las casas. Si el fuego salta, deberán evacuar a las personas. Vamos.

-Parece que no ganamos mucho terreno -comentó Jim, desilu-

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sionado.

-No pienses eso -le pidió Clayton con firmeza-. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Nadie puede exigimos más. Así que ganamos. Hemos perdido algunas casas, pero hemos salvado la mayoría, hasta este momento.

-¡Qué raro! -exclamó Jim, señalando la desviación-. Mira. El incendio está muy cerca y no hay señales de humo. El sol está claro y brillante.

-El viento mantiene el humo cerca del suelo, pero eso no significa que las chispas no vuelen.

-¡Clay! -otro miembro del equipo, Otis, se acercó corriendo por el camino-. ¡Ha saltado! Juan nos ha cambiado a la segunda brecha.

-Ahora voy -gritó Clayton.

-El viento se mueve en todas direcciones -se quejó Otis.

-Comunícalo -le ordenó Clayton con rapidez-. Yo voy a... ¿Qué demonios es eso?

Una camioneta traqueteaba por el camino, con el motor rugiendo por encima del estruendo del fuego. Clay corrió hasta el vehículo, agitando una bandera naranja para que el chofer tomara el camino de la izquierda. La camioneta disminuyó un poco la velocidad.

Luego, como si se tratara de una película en cámara lenta, Clayton vio que los tres asesinos estaban en la camioneta. En la plataforma del vehículo había por lo menos cinco magníficos antílopes.

Clay se quedó helado.

Después se dio cuenta de que los hombres lo estudiaban y vio, por su expresión, que lo habían reconocido.

El intercambio de información fue como un lazo entre Clayton y los tres hombres de la camioneta. Los unió, manteniéndolos inmóviles durante interminables segundos.

Estaban donde Clayton Masterson podía alcanzarlos. Sus expre-siones mostraron por un momento un miedo feroz. Abrían la boca asombrados. El vehículo rechinó los neumáticos al avanzar.

Si lo único que deseara Clayton fuera vengarse, hubiera bastado con indicarles que tomaran a la derecha, y el fuego los habría devorado. A la velocidad con que conducían los asesinos, tratando de escapar de los guardias, se metieron en el infierno antes de darse cuenta de lo que sucedía, y se quemarían vivos.

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Pero Clayton no podía hacerlo.

Justo cuando Clayton les señaló que tomaran el camino de la iz-quierda, sus caras se distorsionaron. A través del vidrio de las venta-nas, le escupieron su odio en silencio. El conductor dirigió la camio-neta hacia Clayton y trató de golpearlo, pero él saltó a la cuneta.

Y tomaron el desvío de la derecha.

-¡No! -gritó Clayton. Salió de la cuneta y corrió detrás de la ca-mioneta, agitando la bandera naranja de peligro-. ¡Deténganse!

Pero la camioneta negra corría más aprisa. Pasó a través de una barricada con banderines naranjas aumentando la velocidad.

-¿Qué les pasa? -se asombró Otis-. Lo han hecho a propósito. ¡Dios del cielo! ¡Se van a asar!

Clayton corrió hacia el camión detenido detrás del autobús escolar. Les gritó a los otros dos:

-¡Apúrense! Los quiero vivos.

El trío se metió al camión. Otis inició la comunicación con el cuartel general tan pronto como Clayton encendió el motor y el vehículo saltó hacia delante.

-Una camioneta negra ha intentado atropellar a Clay, saltó la barrera y tomó el camino de la derecha -dijo Otis-. Los va a rodear el fuego antes que se den cuenta de lo que pasa. Vamos a seguirlos.

-¿Clayton les ha disparado? -preguntó el guardia con serenidad.

-¿Qué? -gritó azorado Otis-. ¿Qué tontería me estás preguntando? Estoy hablando en serio. Tres tipos en una camioneta han cazado unos cinco antílopes, por lo menos. Clayton les ha dicho que vayan por la izquierda, pero no lo han hecho. ¡Escúchenme! El fuego ha saltado el camino y estos tipos se asarán. ¿Me están escuchando?

-Ahora vamos -respondió la voz, con calma. Otis dejó el micrófono y comentó exasperado:

-¿Has oído eso? "¿Clayton ha disparado?" ¡Qué momento ha escogido para hacer bromas!

-No era una broma.

Otis dejó de hablar y se volvió para mirar a su compañero.

-¿A qué te refieres?

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-Esos hombres mataron a mis padres hace más de cuatro años y quiero atraparlos.

-Pero les has dicho que vayan por la izquierda -asentó Otis.

-Así es. Si siguen vivos, los quiero atrapar.

Los tres guardaron silencio. No habían llegado a la primera curva cuando oyeron una explosión y vieron una columna de fuego.

-Pues -repuso Otis-, creo que ya no podremos ayudarte. Clayton detuvo el camión. Estaba mirando por la ventana cuando lo golpeó una ola de calor. Apartó la vista de las llamas y contempló a Otis.

-¿Querías ayudarme? -al solitario lo sorprendió la lealtad no solicitada de Otis-. Estás loco. No te puedes involucrar en algo como esto sólo porque yo te lo he contado.

-Están muertos -replicó Otis, encogiéndose de hombros. Apretó un botón, se identificó y dio la información por radio.

-¿Algún superviviente?

-Investigaremos, pero lo dudo. Clayton y Otis salieron del camión.

-Lleva el camión donde estaba -le ordenó Clayton a Jim-. La explosión va a complicar el incendio. Debemos ayudar a Juan.

Jim retrocedió, conduciendo con pericia excepcional, mientras ellos corrían por el camino hasta encontrar al equipo. Trabajaban a espaldas del fuego y Juan les señaló dónde debían colocarse.

Con sus herramientas, cavaron y cortaron para controlar el fuego en un esfuerzo frenético. Pasaron largas horas antes que pudieran de-tenerse para observar. El viento disminuía y el fuego también.

Los miembros del equipo todavía estaban alelados por la explosión que presenciaron. Casi de inmediato empezaron a balbucear y a bombardear a Clayton, Otis y Jim, que no estaban con ellos cuando ocurrió. Necesitaban hablar.

-Las balas...

-Como cohetes...

-Nos echamos a tierra...

-Algún idiota...

-¿Han visto...?

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-¿Algún superviviente? -interrumpió Clayton.

-Dos de ellos salieron antes que...

-Pero no llegaron muy lejos y...

-Había antílopes en la parte de atrás y saltaron en el aire, como si estuvieran vivos...

-Nadie pudo salvarse -agregó otro.

-¿Estás seguro? -insistió Clayton, tenso.

-Imagínatelo. Se desató una tormenta de fuego; nadie hubiera podido resistirla. Se habrán achicharrado.

-¿Por qué entraron por ese camino? Se suponía que lo habías ce-rrado -indagó Juan, serio.

-Yo lo había cerrado. Rompieron la barrera.

-¿Quiénes eran? -preguntó otro-. ¿Alguien los conocía?

-Asesinaron a mis padres hace más de cuatro años.

-¿Qué? -hubo un coro de exclamaciones.

-¿De qué trata todo esto? -dijo Juan, con cautela.

-Es una larga historia.

-¿Les diste la dirección equivocada? -inquirió Juan. Otis lo interrumpió, bastante perturbado.

-Jim y yo estábamos allí. Clay trató de que tomaran el camino de la izquierda. ¡De verdad! Yo lo he visto. Ellos se dirigieron hacia la derecha, aplastando los sacos naranjas, pero antes trataron de atropellar a Clay.

-Habrá una investigación -se preocupó Juan.

-Ellos se lo han buscado -opinó Jim, moviendo la cabeza-. Yo estaba allí, con Otis. Clay hizo lo que pudo para que tomaran la bifurcación de la derecha. Esa es la verdad.

-Quería atraparlos -dijo Clayton con calma. En medio del silencio, alguien preguntó:

-¿Qué dices?

-Mataron a mis padres.

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-¡Dios bendito! -suspiró Juan.

-En nombre de Dios, ¿por qué he intentado salvarlos indicándoles el buen camino? ¿Y por qué he intentado evitar que murieran? -aquello lo torturaba.

-Creo que tú mismo te has dado la respuesta -sugirió Jim.

-¿Cómo? -quiso saber Clayton.

-Has dicho "en nombre de Dios" y El posiblemente ha salvado tu vida y la nuestra. Otis y yo hubiéramos saltado a la camioneta. Quizá estaríamos muertos en lugar de ellos. "La venganza me pertenece, dijo el Señor". ¿Crees que es cierto?

-Quería ayudar a atraparlos -insistió Clayton, atónito.

-Me parece que había oído nombrar a esos asesinos comentó Juan-. Dispararon a tu padre, ¿verdad?

-Sí.

-Pues se llevaron el castigo que merecían. El infierno no puede ser peor.

-Sabes, ha sido interesante esta experiencia. Siempre me había preguntado si ayudaría a otro hombre arriesgando mi vida. Me gusta descubrir que lo habría hecho, pero me gusta más, lo admito, que no haya habido necesidad -concluyó Jim.

-Sí -Clayton le puso una mano sobre el hombro-. Yo jamás hubiera permitido que te bajaras del camión. Sin embargo, les agradezco su apoyo.

-Eres un buen hombre -Otis miró a Juan cuando hizo aquel comentario.

-Lo sé. Lo que me preocupa es lo que le espera. Podrían molestarlo muchísimo. Tuvo suerte de no estar solo. Ustedes testificarán a su favor.

-Se los agradeceré -intervino Clay.

-Mataron a sus padres, hizo lo correcto y ahora lo acosarán. Vivimos en un mundo extraño -opinó Jim.

-Te ayudaremos -lo reconfortó Otis.

Clayton sintió que tenía dos hermanos. Jim y Otis se le pegaban a los talones. Clayton era un solitario. Mientras crecía, había deseado tener

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hermanos, pero si su, deseo se le hubiera concedido, habría escogido a Otis y a Jim.

Caminaban con él, lo acompañaban a todas partes y lo hacían sen-tirse oprimido. Lo cuidaban, y Clayton no sabía cómo zafarse de un cariño que lo sofocaba.

La policía llegó de inmediato al lugar del accidente y lo estudió a distancia. Vieron la barrera rota. Observaron lo que quedaba le la ca-mioneta negra, que ardía como un montón de hierros retorcidos. Nadie podía haber escapado con vida. El depósito de gasolina explo-tó. La tormenta de fuego había consumido casi todo. Dejaron a un guardia y se propusieron regresar cuando el fuego se extinguiera.

Al amanecer, el equipo de relevo ocupó el lugar de los novatos y los llevaron a un sitio donde pudieran descansar. Los guardias inte-rrogaron a los testigos, pero trataron de hacerlo con discreción. Sin embargo, el equipo sentía que formaba parte del incidente y se mos-traba curioso. Otis, el testigo ocular, hizo su declaración.

-Clay agitó la bandera para que tomaran la desviación. Les gritó "¡No!" cuando se lanzaron contra la barricada, y ustedes habrán visto cómo la destrozaron. Clay corrió tras ellos gritando: "¡Deténganse!".

-Yo también -agregó Jim, serio.

El jefe de los policías le dijo a Clayton:

-¿Sabes que habrá una audiencia? No podemos permitir que nadie te acuse de engañar a los asesinos para vengarte.

-Si lo hacen, admitirían que esos malditos mataron a sus padres -objetó Otis.

Por curiosidad, el policía preguntó:

-¿Por qué les indicaste que tomaran la bifurcación de la izquierda, Clay? ¿Los reconociste?

-Sí. Y ellos supieron quién era yo. Intentaron atropellarme con la camioneta.

-Sí -afirmaron a un tiempo Otis y Jim.

-Quizá pensaron que les señalabas el camino equivocado -intervino otro policía.

-No -interpuso otro—, conocían esta zona. Sabían que el otro camino los habría llevado a nuestras manos. Debían intentar escapar y se arriesgaron. Mala suerte.

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-Pero... yo no quería que murieran -aquel pensamiento torturaba a Clayton, quien todavía no podía creer que hubiera tratado de sal-varlos.

-Eres un Masterson -opinó el jefe de policía-. Por lo tanto, un buen hombre. Los hombres honestos hacen lo posible por proteger y preservar la vida de los demás.

-¿Proteger y preservar? Eran basura -protestó Clayton.

-Ya no -replicó Otis, contento-. Entre las cenizas, no puedes saber dónde termina una cosa y empieza otra.

-Nutrirán a las flores la primavera próxima -observó Jim como un filósofo.

-Flores ponzoñosas -sugirió un guardia que conocía a los tres personajes.

Los demás estuvieron de acuerdo.

Se fue la policía. Los miembros del equipo estaban cansados, pero la dramática experiencia los mantuvo despiertos, charlando por un rato.

Clayton echaba de menos su violín y la paz que la música llevaba a su alma, pero no estaba seguro de dónde localizar a Shelley, que to-davía guardaba el instrumento.

Después de la cena, se durmió y tuvo pesadillas. Debió de gritar porque oyó que Otis le decía que todo iba bien. No entendía bien sus palabras, aunque luchaba por comprenderlas. Empezó a borrarse y él la llamó, en un intento inútil por retenerla.

Shelley también apareció en su mente. Parecía solemne. Le expli-caba lo que había pasado y ella volvía la cabeza para mirarlo. La vio tan hermosa, que dejó de hablar para admirarla. Y poco a poco cayó en un profundo sueño, sin imágenes.

Cuando se despertó, a la mañana siguiente, Otis y Jim lo vigilaban. Clayton frunció el ceño.

-¿Estás bien, Clay? -preguntó Otis, con suavidad.

-Sí -replicó, molesto-. ¿Por qué?

-Has pasado la noche inquieto -contestó Jim-. Parecía que luchabas contra una legión de demonios.

-Esa guapa enfermera, Maggie, vino a curar ampollas -continuó Otis-. Se sentó a tu lado, te puso una mano sobre la frente y al fin te

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calmaste.

-¿Maggie? -repitió Clayton, consternado.

-La llamaste Shelley -se burló Otis.

-No le importó -lo tranquilizó Jim-. Dejó su mano sobre tu frente y te cuidó.

-Es la chica del doctor Johnson -dijo Clayton con énfasis.

-Sí. El también vino. Dijo que estabas "tenso"-añadió Otis. Clayton sintió asco. Sentía que le faltaba espacio para respirar. El...

-Te hemos traído algo de comer -Otis le presentó un plato lleno de los manjares del desayuno-. Maggie dijo que tenías una dieta de-ficiente. ¿Tú que crees, Jim? ¿Lo he hecho bien?

-Perfecto.

La exasperación de Clayton alcanzó su límite.

-Estoy bien -murmuró con los dientes apretados.

-He traído café. Eso te ayudará -opinó Jim con amabilidad. -Yo oí que Maggie decía que debíamos descafeinarte -se opuso Otis.

-No ha tomado café en toda la noche. No podemos cortarle la ca-feína de golpe -opinó Jim.

-No puedo creerlo -para él era una magnífica expresión que usaban en la televisión.

-Come -le ordenó Otis.

Como no podía pensar en nada que no ofendiera a aquellos dos amables compañeros, obedeció.

Sam también se acercó para verlo.

-¿Cómo sigue? -su tono era el mismo con el que uno se refiere a un perro rabioso. Suave y cauteloso.

Clayton se preguntaba qué demonios había hecho durante la noche para que todos lo cuidaran como a un bebé. Le lanzó a Sam una mira-da y contestó:

-Bien -pero recordó que Sam le enseñó a conducir, y que Otis y Jim lo apoyaban. Entonces, pensó con paciencia en lo afortunado que era al tener tan buenos amigos.

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Nadie le había mencionado que los amigos podían convenirse en algo incómodo. Debía aprender a ser tolerante. Quizá ya no le gusta-ría volver a estar solo. Comprendía que necesitaba a Shelley, pero tal vez también le agradaría la compañía de otras personas. Su posición le parecía muy extraña para un solitario.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó Clayton a Sam-. ¿Por qué no te has quedado con Spears?

-Tenía que traer algunas cosas. Hoy mismo vuelvo... He oído lo del incidente... Estoy orgulloso de ti, Clay -se inclinó y le palmeó el hombro. Luego se enderezó y añadió-: Nos veremos más tarde.

Mientras Clayton comía, algunas personas amables lo saludaban con palabras como: "Pues, al fin te has despertado". "Me alegra que esas ratas recibieran su merecido' y "Debiste decírnoslo. Hubiéramos buscado a esos tipos".

Clayton agradecía sus buenos deseos, pero también se daba cuenta de que sus hermanos adoptivos habían hecho que el campamento guardara silencio mientras él dormía.

Si los consideraba sus hermanos, pensaba que era lógico que lo apreciaran y protegieran. A Sam lo divertía la situación más que a Clayton. Clayton pensó que tal vez imitaría su tolerancia divertida. Su padre le enseñó que todos pueden aprender algo de los demás. Clayton se preguntó qué podía aprender de Otis.

Les dejaron empezar a trabajar tarde aquel día. El fuego avanzaba en direcciones imprevistas, causando confusión. Todos observaban las columnas de humo que se elevaban en el claro azul del cielo. No había señales de lluvia.

El tiempo transcurría mientras trabajaban, se les cansaban los músculos y dormían como troncos, en una sucesión interminable de días, sin divisiones precisas. Sólo las comidas servían para señalar el tiempo. A veces pasaban veinticuatro horas de esfuerzo continuado, sin descansar.

Se servían buenas comidas, calientes la mayoría del tiempo. El equipo pidió que les compraran helados... y Sam fue a buscarlos al pueblo. Llevó de Jackson una caja entera.

Un día mencionaron a un lobo perdido y Clayton prestó atención. Muchos animales habían sido sacados de sus refugios naturales, pero alguien dijo:

-Tiene un collar amarillo. Mira a las personas que se cruzan en su camino, como si buscara a alguien.

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-¿Un collar amarillo... un lobo? -preguntó alguien.

Nadie de aquel equipo había visto nunca a Lobo. Clayton interrumpió la conversación con brusquedad:

-¿Dónde está ese lobo?

-Por los alrededores.

-¿Era negro? -Clayton intentaba averiguar la identidad del animal.

-No, con motas, como algunas fotos.

-¿Cuando se han enterado? -insistió.

-Hoy. ¿Por qué?

-Quizá ese animal sea mío. ¿Juan? Tengo que irme. Puede que le haya pasado algo a Shelley y haya mandado a mi lobo a buscarme. Otis lo había oído todo.

-¿Lobo? ¿Qué pasa?

-La gente menciona a un lobo con un collar amarillo. Mi lobo se quedó con Shelley. Tengo que irme.

-¿En dónde está esa chica, Shelley? -preguntó Juan con cautela-. Indícamelo en el mapa.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Clayton. Se acercó a Juan y señaló un punto del mapa.

-Lo siento -dijo Juan-. Esa zona se incendió. Si estaba allí, ya la hubieran traído aquí.

-Formaba parte del equipo de esa zona -le explicó Clayton-. Proporcionaba primeros auxilios y servía las comidas.

-La hubieran traído aquí -repitió Juan-. Quizá te gustaría llevarte mi camión. Ve y averigua lo que sucedió.

-Necesito acompañarlo -Otis le lanzó a Juan una mirada significativa.

-Yo también -añadió Jim.

-No pueden ir los dos -protestó Juan-. Necesito cada hombre que esté disponible. Elijan.

-Soy capaz de conducir hasta el otro campamento –afirmó Clayton con voz un tanto estridente-. No necesito a nadie.

Jim le decía a Otis:

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-Ve tú. Yo me quedaré a cuidar el fuerte.

-Sólo préstenme un camión -pidió Clayton, frustrado.

-Pensamos que quizá necesites a uno de nosotros, Clay –asentó Otis-. Así que yo voy contigo. Confórmate.

-Oh, demonios.

-Así es la vida -sonrió Otis.

Otis trataba de conversar para distraer a Clayton, quien parecía tenso y nervioso por localizar a Shelley.

-No te preocupes. Quizá Lobo se perdió y te está buscando. Eso es todo. Ella está bien.

-Sí -medio gruñó Clayton.

-No te pongas nervioso.

-Llévame con ella.

-Eso es lo que estoy haciendo -se quejó Otis.

-Ve más rápido.

-No -Otis se negó-. Quiero que lleguemos enteros.

-Lo sé.

Spears los recibió cuando llegaron y comentó:

-Han debido de evacuarla. Intenté llamarla por teléfono pero las líneas no funcionaban. Desde antes se le advirtió...

-¿Alguien la vio después de la evacuación? -preguntó Clayton con dureza.

Por lo visto nadie sabía nada de Shelley. Sam estaba allí y le dijo a Otis:

-Vuelve con tu equipo. Yo me encargo de Clay.

-Pero...

-Estoy libre -insistió Sam-. Te lo mandaré de regreso en cuanto pueda.

Otis le dio un apretón de manos a Clayton.

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-Buena suerte. Le echaré un ojo a Lobo.

-Sí. Gracias -Clayton no estaba acostumbrado a que lo ayudaran y casi siempre olvidaba expresar su gratitud. Pero se daba cuenta de que las personas lo ayudaban con generosidad.

Conducían hacia la casa de Shelley pero los guardias los detuvieron.

-Lo sentimos. No pueden seguir.

-¿Conocen a Shelley Adams? ¿Pudo salir?

-Espero que sí.

-Por Dios, hombre... -intervino Sam, asqueado por aquella indi-ferencia.

-¿Tienen un mapa? -preguntó el guardia forestal. Sam sacó uno y lo extendió.

-Vayan a este sitio -apuntó el guardia-. Allí tienen una lista de las personas evacuadas. No es muy precisa, pero quizá averigüen lo que necesitan.

En silencio, siguieron conduciendo. Pero nadie sabía nada de She-lley.

-Sam, necesito ir a Loft. Necesito ir a ver. ¿Entiendes?

-Vamos -concedió Sam.

En Loft se alegraron de saludar a Clayton pero titubearon ante su propuesta de saltar en aquel territorio en particular. Sam se hizo cargo de la situación.

-Mmm... ¿Podría hablar con su jefe? Es un viejo amigo mío.

-¿A quién anuncio? -indagó el-hombre, suspicaz.

-Sam Williams. Estuvimos juntos en Vietnam.

-Seguro -sonrió-el tipo-. ¿Cuántos años tenías? ¿Diez?

-Trabajaba en el mercado negro -mintió Sam.

-No parece vietnamita.

-Todos nosotros, los orientales, somos un misterio -sonrió como un irlandés.

El programador se rió y entró en la habitación contigua, cerrando la puerta.

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Uno de los saltadores inquirió, con leve sonrisa:

-¿Cuándo estuviste en Vietnam?

-Nunca. Pero todos los hombres de la edad del comandante, que todavía trabajan para el gobierno, estuvieron allí. Ya verás.

Al cabo de un rato, el programador salió y dijo:

-Mi jefe tiene muchas ganas de... volver a hablar contigo para... recordarte.

Clayton se quedó con el hombre que programaba los vuelos, a quien dijo con gravedad:

-Ha estado trabajando como voluntaria. Ha dado horas y horas de su tiempo; bien merece un vuelo de un DC-3. Por favor, déjenme ir a buscarla. Si está allí atrapada, quiero saltar.

El programador movió la cabeza dudando; la puerta se abrió y el comandante salió con Sam. De pronto ordenó;

-Me gustaría enterarme de lo que está sucediendo. Estos hombres necesitan un avión. ¿Puede proporcionárselos de inmediato?

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CAPITULO 10

-¿Sabes cómo llevar la ropa protectora? -preguntó el tipo que le tendió las prendas.

-Sí-replicó Clayton, con expresión muy seria.

-Puedes atravesar un muro de fuego con esto, pero el "muro" no debe ser muy ancho. Tu visión está limitada por el casco. Debes tener cuidado de en dónde pones los pies. Si te tropiezas con un tronco o una raíz y se rasga la tela, te quemarás, y podrías morir al instante. ¿Comprendes?

-Sí -Clayton no metía prisa al instructor. Escuchaba con atención.

Sam se limitó a observar.

-Ya conoces las tiendas. Llevarás dos. Si caminas a través del fuego, la de fuera podría estropearse. No duran para siempre, puedes tirarlas. ¿Comprendes?

-Sí -respondió Clayton.

-Yo mismo he revisado este paracaídas. Úsalo. Puedes confiar en mí.

-Gracias -musitó Clayton.

-Buena suerte.

Se dieron un apretón de manos. Clayton se puso el paracaídas y revisó el equipo que le entregaban... Escogió lo que necesitaba y dijo:

-Vámonos.

Sam y el comandante lo acompañaron. Guardaron silencio. Ca-minaron hasta el avión que los esperaba y despegaron.

Volaron por la zona de incendio y encontraron el sitio donde vivía Shelley. El fuego cercaba el edificio. Los árboles se quemaban como postes verticales, con llamas brillantes y limpias. Miraron hacia abajo y vieron que la casa se mantenía en pie, con la piscina a medio llenar.

-Podría estar en la piscina -comentó el piloto.

-Sí-asintió Clayton-. Quiero saltar.

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-No podrás aterrizar en la piscina o en la casa. El paracaídas puede desviarse. Tendrás que saltar... allí.

-Pídale al piloto que pase un par de veces para que lo estudie -le rogó Clayton.

Sam y el comandante miraron y ninguno dio un consejo o dijo una sola palabra.

-¿Tienes una radio? -preguntó el entrenador.

-Sí.

-Si no puedes pasar, dirígete hacia el sur. Allí estarás más protegido.

-Sí -estuvo de acuerdo Clayton.

-El fuego avanza hacia afuera. Si la localizas, tendrán más espacio a medida que avance el fuego. ¿Ves? Ya sabes cómo actuar cuando toques suelo. Ponte el casco y aprieta esa tienda contra tu pecho. ¿Listo?

-Sí -repitió Clayton.

-¿Qué te parece? Tú conoces el terreno.

-Pídele al piloto que me recoja en el sur. Trataré de caminar en esa dirección. Por ahí el fuego es menos peligroso.

-De acuerdo -el entrenador hablaba por el micrófono mientras el avión daba una segunda vuelta.

-Ahora -gritó.

Sin una palabra, Clayton saltó del avión.

Nunca le pasó por la mente estar haciendo algo increíble. Su único pensamiento era llegar a Shelley. Como se había concentrado tanto en hacer lo que debía, cayó en el sitio que eligió. Pensó que era un milagro. Se quitó el paracaídas, se ajustó el casco y dijo por el micrófono:

-Estoy en camino.

Avanzó por los sitios en los que había menos fuego. No se deso-rientó. No perdía de vista las marcas especiales del paisaje y tenía cuidado de dónde poner los pies.

Cuando vislumbró la casa entre las llamas, lo sorprendió que es-tuviera tan cerca. Cruzó la cortina de fuego.

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Apoyaba los pies con fuerza, sabiendo que una caída podía costarle la vida. Se movía con extraordinaria cautela, contando los segundos que le quedaban. Y lo logró. Llegó hasta la piscina.

Se alejó cuanto pudo del fuego y al fin la vio.

Anunció por la radio: "Está viva". Se sumergía en el agua, bajo el trampolín. Tenía el pelo mojado y los ojos muy abiertos, asustados. La piscina estaba medio llena de agua.

Se quitó el casco, las pesadas botas y los protectores, pero llevó el paquete de ropa con él. Caminó hasta los escalones secos de la piscina, avanzando hacia Shelley. Ella lo identificó al momento. Clayton vio que abría la boca, pero tosió y se sumergió de nuevo.

Luego lo miró y él vio que estaba llorando. Se le acercó y la abrazó. Extendió una tienda sobre la joven, cubriéndole la cabeza. Preparó la otra, por si el fuego tocaba la casa.

Estaba con otras criaturas que se habían refugiado en el agua. Una culebra. Clayton se inquietó, pero vio que Shelley había puesto tablas y cojines de plástico para sus posibles huéspedes. La acompañaban un conejo, un zorrillo, la culebra, dos ratas de agua y un gato salvaje.

Ninguno se movió cuando Clayton entró en la piscina. El gato protestó bastante, pero ni uno de los animales lo retó.

Todos sobrevivieron. La casa quedó chamuscada, pero Shelley le había echado tanta agua de la piscina, que resistió el calor. Estaba tan seca como el desierto, con las superficies descoloridas, pero no se quemó. Si hubiera ardido, probablemente habrían muerto.

Un viento fresco les sorprendió y respiraron con ansiedad. Clayton vio que la culebra empezaba a ponerse nerviosa.

-Mordió a una de las ratas -susurró Shelley con voz ronquísima.

-No es venenosa -le informó él-. Pero las mordeduras son dolorosas -se quitó la ropa con mucho cuidado, muy despacio, para que los animales no se alarmaran, en especial el zorrillo. Le dio a Shelley un caramelo de menta para que lo chupara.

No dejaba de mirarlo, abrazándolo por la cintura. Y él la apretaba contra su cuerpo, porque tocaba el fondo de la piscina con los pies. El trampolín la protegió de las chispas, ayudándola a sobrevivir. Eso y estar en el agua, que se había calentado a una profundidad de medio metro.

-Oh, Clayton -suspiró al fin.

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Y él la besó.

Shelley empezó a temblar de miedo y él la apretó con fuerza, su-dando dentro de su ropa protectora y del agua caliente. Intentaba quitarse más prendas, pero ella no lo soltaba y aquello se lo impedía.

Le dio más caramelos para que los chupara. Bebió agua de una cantimplora e hizo un gesto. Tenía la garganta irritada por el humo que había inhalado y la voz ronca al murmurar: "Oh, Clayton", muchas veces. Al fin él logró quitarse la ropa y abrazarla sin aquel impedimento, preocupado por la posibilidad de que el humo le hubiera irritado el sistema respiratorio hasta tal punto que el frío le provocara una pulmonía.

-¿Por qué no te fuiste? -le preguntó.

-Quería hacerlo, pero se me quemó el coche. Tu violín está en la cueva. Lo llevé allí.

-¿Por qué no te quedaste en la cueva? -indagó, serio.

-Pensaba que podía salvar la casa.

-Nada vale lo que una vida -replicó, con voz dura.

-¿Cómo supiste que estaba en peligro?

-Vieron a Lobo y adiviné que nunca te dejaría a menos que fuera necesario encontrarme.

-Oh, Clayton.

-Aquí estoy. Tú estás bien y estamos juntos. Ten, tómate esto -era un frasco con zumo de frutas.

-Parecías un caballero andante, saliendo del fuego. Ese casco... estabas soberbio.

-Estaba preocupado por ti.

-También yo. Te amo, Clayton.

-Sí.

-Dime algo. Lo necesito.

-Tienes que saber que te quiero -replicó con cierta impaciencia-. Te amo, Shelley. Mi vida no sería nada sin ti. Te amo con todo mi corazón. ¿Por qué demonios no te marchaste de aquí?

-No es el momento de enfadarte conmigo -le advirtió.

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-Me gustaría retorcerte el pescuezo.

-Clayton, no me regañes.

-Me has dado un susto de muerte -apretó los dientes-. Tengo todo el derecho de mandarte al infierno si quiero. Cometiste un error estúpido que casi nos mata a los dos y estoy furioso contigo.

Lo observó y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

-Supongo que tienes razón. Lo siento. Pero ya ves que hice lo correcto. No me hubiera pasado nada. No tenías que haber arriesgado tu vida viniendo aquí.

-Pero, te amo -casi gruñó-. Te voy a llevar a mi cabaña, clavaré la puerta y te dejaré embarazada para que sólo puedas casarte conmigo y vivir a mi lado para siempre.

-¿Me estás proponiendo matrimonio?

-¿Eso parece?

-Apuesto a que podrías hacerlo mejor.

-Si me arrodillo, me ahogo.

-Oh, Clayton -repitió.

-Me causas un montón de problemas.

Hacía menos calor. Ella pasó sus brazos por el cuello de su amado y lo besó con toda su alma.

El le devolvió el beso, la abrazó y musitó:

-Eres una verdadera molestia.

Y ella se rió... con una risa ahogada que le provocó tos.

Pasó cierto tiempo antes que la dejara debajo del trampolín y saliera de la piscina. El gato salvaje había desaparecido, las ratas parecían dudar, el conejo y el zorrillo seguían en su sitio. La culebra se había ahogado.

Clayton examinó la manguera y se preguntó si funcionaría. La abrió y regó el contorno de la piscina, luego mojó la casa. Desde la piscina, Shelley veía cómo las gotas se evaporaban.

Como la bomba era de acero, había sobrevivido. Clayton decidió volver a llenar la piscina, aunque le llevaría su tiempo.

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Entonces, Shelley decidió salir. Caminaba con cautela y temblaba sin control. Clayton estaba acostumbrado a la proximidad del fuego, pero Shelley no, y estaba sufriendo un shock.

El abrió la puerta de la casa. Algunos cristales se habían roto por el calor y las habitaciones estaban llenas de aire sofocante. Pero Shelley dejó de temblar, se desnudó y se puso ropa seca y calcetines de lana.

Excepto por el exterior, los cristales rotos y el olor a humo, no había daños que lamentar. Clayton sacó una sábana y la tendió en el patio. Era la señal para que el piloto supiera que estaban a salvo. Agitó una mano y el avión desapareció.

Continuó mojando la casa y el suelo que rodeaba el edificio. Fuera de aquel perímetro, el humo que impregnaba el aire hacía difícil la respiración.

Shelley lo llamó y comieron juntos.

-En cuanto podamos -le propuso Clayton-, bajaremos a la cueva. Creo que allí estaremos mejor.

-De acuerdo.

Justo antes del anochecer, descendieron por una vereda del sur. Nada impedía el paso, porque los árboles se habían mantenido en pie, con las ramas quemadas y desnudas. Sin embargo, algunas zonas del bosque habían escapado al fuego casi intactas.

El viento había limpiado el aire y, en la cueva, la situación era mejor. Extendieron las alfombras que habían guardado e hicieron una cama. Se quitaron la ropa y se acostaron juntos.

Ella se acurrucó contra su cuerpo, pero él permanecía callado. Le confesó con sinceridad:

-Me alegra que hayas venido por mí; no sé qué habría hecho sin ti.

-Te habrías salvado -le aseguró-. Hiciste todo bien, excepto quedarte allí. Vine porque necesitaba comprobar que no te había pasado nada.

-No sabía qué hacer. Ya no habría vuelto a mojar la casa. Y no hubiera venido a la cueva.

-Tenías problemas al respirar -le recordó-. Te habrías acordado de que en la cueva no olía a humo. Habrías bajado sin mi ayuda.

-Me alegra que estés aquí -le sonrió con dulzura.

-A mí también.

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-Te amo, Clayton.

-¿De verdad?

-¿Es que lo dudas?

-Me dijiste que no volviera a menos que te prometiera que no iba a perseguir a esos hombres -se puso un poco tenso-. Murieron -ella contuvo una exclamación y él admitió lentamente-: Yo no los maté.

Se quedó azorada y silenciosa antes de preguntar:

-¿Cómo fue?

Le contó lo sucedido y cómo no podía entender que hubiera tratado de salvarlos.

-Eso ya terminó -le dijo-. Se acabó. Y estoy orgullosa de ti. Aunque no lo aceptes, Clayton, hiciste lo debido. Tienes la conciencia tranquila.

-No me sentiré en paz hasta que entienda por qué quise ayudarlos.

-Se acabó -lo tranquilizó-. No pienses más en ello. Estás libre de toda responsabilidad.

-No.

Lo abrazó, pero él no volvió a hablar, ni a moverse, y tampoco respondió a sus caricias. Al fin, Shelley se durmió. Al despertarse, ante sus ojos se extendía un mundo blanco. Había nevado durante la noche. Diez centímetros de nieve sofocaron las llamas. Los incendios del verano habían terminado.

Se quedaron en la cueva durante dos días, mientras el sol derretía la nieve. Clayton tomó su violín, examinándolo con sus manos, pero no lo tocó. Estaba callado y distante, porque no podía entender su reacción ante lo que sucedió. Tampoco entendía la razón de la extraña indiferencia que lo invadía.

Shelley lo observaba. No confiaba en ella, sus besos parecían saludos ausentes y no le hacía el amor. Entonces le sugirió:

-Vayamos a tu cabaña, a ver si todavía sigue en pie.

-Sí -aceptó él.

Limpiaron la cueva, escogieron la ropa que necesitarían para el trayecto y cerraron la casa.

No habían andado ni tres kilómetros, cuando un camión se detuvo.

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El chofer exclamó:

-¡Clay! ¡Esto sí que es suerte! Estuvimos hablando de ustedes en el campamento. Sam estará encantado de saber que no les ha pasado nada.

-¿Están todos bien? -quiso saber Clayton.

-Sí. Creo que Otis y Jim te han dejado unas cartas en Loft.

-Las recogeré. Gracias.

El conductor se desvió de su camino para dejarlos en Gasp.

-Un pueblo bonito -comentó-. ¿Vives aquí?

-No. Más lejos.

-Oh. Pues... buena suerte.

-Gracias.

Fueron al café. Shelley no le quitaba los ojos de encima a la camarera. Se inclinó sobre la mesa y musitó:

-¿Es esa?

-¿Cuál? -indagó Clayton, mirando a su alrededor.

-Ya sabes. La que sale con el conductor del camión.

-Sí -Clayton no le dio importancia al asunto.

-¿De verdad? -insistió Shelley, asombrada.

-Sí.

-Oh.

En el almacén compraron tela ahulada y cuerdas, por si necesitaban improvisar una tienda de campaña.

Su humor extraño continuaba y Shelley también guardó silencio. Cuando se metieron en el saco de dormir, le preguntó:

-¿Todavía te preocupa tu reacción por el accidente que mató a esos hombres perversos? Deberías comprender que te comportaste como una persona buena y generosa.

-No les señalé que tomaran la bifurcación de la derecha -le recordó.

-A eso me refiero. A pesar de ti mismo, hiciste lo correcto por

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instinto. Estoy muy orgullosa de ti.

-No lo estés. Me molesta que la ley no me haya vengado.

-No, no lo creo. Creo que te aferrabas a la cacería de esos criminales para no tener que pensar en la muerte de tus padres. Concentrándote en encontrar a los asesinos, sentías que tus padres todavía estaban contigo. Ahora tienes que librarte de esos recuerdos que te angustian, para no sufrir.

Guardó silencio por largo tiempo y ella casi se dio por vencida. Entonces, comentó en voz muy baja:

-Quizá tengas razón -pero no se volvió hacia ella, sino que se quedó quieto, hasta dormirse.

A la mañana siguiente, hicieron una fogata para prepararse el de-sayuno.

-Has sido muy paciente conmigo, Shelley -le dijo-. Aprecio lo que haces por mí.

-Me gustaría que me dejaras entrar en tu alma. Siento que me alejas de ti.

La besó con dulzura, pero no la abrazó. Continuaron su camino. Por la tarde, pasaron frene a la estación forestal y el guardia que cuidaba la torre saludó a Clayton.

-Me alegra que hayas vuelto. A veces, la soledad pesa.

-Gracias por cuidar mis cosas, durante mi ausencia -repuso Clayton.

-De nada. Visítame de vez en cuando.

-Lo haremos.

Mientras caminaban, Clayton le comentó a Shelley.

-Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero nunca nos vi-sitamos.

-Debe de ser un sitio muy solitario.

-Sí. Sube a su perra hasta lo alto de la torre -y Clayton pensó que se volvería amigo del guardia. Se volvió, el guardia lo seguía mirando. Levantó una mano en señal de despedida y el guardia le sonrió agitando su mano para corresponder.

Al final del segundo día de marcha, llegaron a una pradera. Clayton se detuvo y le dijo a Shelley.

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-Aquí empieza nuestra propiedad. Esa es la montaña Masterson.

Ella contempló las montañas, amplias y majestuosas.

-Impresionante.

-Hermoso.

-Eso también -estuvo de acuerdo la joven.

-¿Puedes llegar hasta la cabaña esta noche?

-Puedo hacer cualquier cosa. ¿Recuerdas que me lo dijiste?

-Sí -pero no logró evocar el incidente.

Casi era de noche cuando llegaron a la cabaña. Sabían que no le había pasado nada, pues el guardia se lo habría dicho, pero no espe-raban encontrar a Lobo esperándolos en la puerta.

Clayton tuvo que reírse.

-¡Así que has vuelto a casa! Ven aquí, muchacho.

El animal se acercó a su amo con el hocico pegado al suelo. Clayton se arrodilló y abrazó al lobo, acariciándolo, hundiendo las manos en el pelo de su cuello, quitándole el collar y hablándole emocionado:

-No necesitas disculparte. ¿Ves? Recibí tu recado. Ella está aquí. No te avergüences. Lo conseguiste. Oí que me buscabas. Fui, pero ella no me necesitaba. Sin embargo, aprecio lo que hiciste.

El lobo se sentó, como si comprendiera cada una de sus palabras. Parecía admirarlo.

Entonces Shelley le tendió la mano, pero el lobo apenas la saludó con cortesía. Le dijo a Clayton:

-Vuelve a ser tuyo.

-Sí, como en los romances de la televisión. La pareja siempre acaba en el sitio que le pertenece. Espérame. Encenderé la luz.

Abrió la puerta y comprobó que nadie había estado allí. Frunció el ceño ante un muelle que salía del sofá, encendió la luz y dejó que Shelley pasara.

-En la televisión, el esposo siempre toma en brazos a la novia para que pase bajo el quicio de la puerta. Lo quiero hacer.

-¿Esposo?

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-Sí -replicó, levantándola en brazos. El lobo se quedó afuera-. Mira, sabe que no debe entrar.

-Pero esta noche hará frío.

-No eches a perder a mi mascota -la regañó Clayton.

-Mañana le prepararé unos bollos con azúcar.

-¿Me darás uno?

-Ya veré -replicó, con presunción.

-Voy a bajar las cosas del desván. No es tan amplia tomo el tuyo, pero allí las cosas están a salvo.

Clayton bajó lo que había guardado, el colchón lo último. Lobo lo observaba desde la puerta y, como si hubiera recibido una señal, empezó a aullar. Parecía cantar dándole la bienvenida al hombre.

Entonces, entrelazándose con los aullidos de Lobo se oyeron otros, distantes... tal vez respondiéndole.

Lobo sonrió a Clayton y corrió hacia el bosque.

-¿Qué te parece? -exclamó Clayton-. Tiene novia. Sólo ha venido a despedirse.

Ella guardó silencio mientras limpiaba y ordenaba los objetos de la cabaña. Clayton la imitó.

Contempló el hogar que su padre había construido y su madre decorado y, más lejos, la tierra de sus antepasados que alimentó a los Masterson durante trescientos años. Y comprendió que formaba parte de una larga sucesión de personas; que no era un solitario, sino el eslabón de una cadena. Miró a Shelley y supo que ella también era el resultado de una línea que se perdía en el tiempo. Ambos confluían. No, nunca fue un solitario, únicamente estaba solo.

-¿Compartirás mi colchón? -preguntó Shelley.

-¿Tu colchón? -se le derretía el corazón al verla a su lado-. Es mío y tendrás que convencerme de que te deje dormir conmigo.

-¿Cómo lo hago?

-Ya se te ocurrirá algo -le sonrió, recordando una frase de la televisión.

-¿Pasarás aquí el invierno? -preguntó la joven, mientras cenaban chocolate y galletas.

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-¿Tú no?

-No he traído mucha ropa -le confió.

-Compraremos todo lo que necesitemos en Gasp. Incluyendo ropa íntima y una licencia de matrimonio.

-¿Sí?

-¿Recuerdas que dije que clavaría la puerta?

-¿Oh? -alzó las cejas.

-Para hacerte el amor durante todo el invierno.

-Ya veo.

-Todavía no, pero lo harás, Shelley. Tenías razón. He pensado en mis padres y al fin he comprendido que se han ido para siempre. Por otro lado, siempre serán parte de mí. Y esa parte la compartiré contigo. Me dieron amor, orgullo y un sentido de responsabilidad que puedo entregarte.

-Oh, Clayton.

-Ven.

La besó, la arrulló, y empezó a acariciarla. Le quitó la ropa que con tanto egoísmo la cubría, la llevó a la cama y le dijo que era muy hermosa.

Luego le confesó cómo le gustaba tocarla y se lo demostró. Ella se quedó alelada y después accedió.

Mientras la besaba, murmuraba toda clase de cosas y ella jadeó, se rió y lo ayudó. Estaba escandalizado de lo que sus manos hacían, afirmando que se comportaba como un insensato. Ella soltó una carcajada.

El cuerpo de Shelley ardía, excitado, y la joven se movió con languidez, insinuante. El estaba dispuesto para el amor y temblaba de ansiedad.

Lo tocó, haciéndole cosquillas y le alisó la piel, amasándole los músculos, frotándolo contra ella. Luego él le tomó las manos y las movió con osadía por todo su cuerpo y ella se puso seria, bajando los párpados y respirando con dificultad.

Su propia respiración era rápida y ardiente. Lo invadió la pasión y se agitó como una hoja en el verano.

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Cuando la poseyó, Shelley apretó los dientes, rodillas y músculos y después estiró el cuerpo para tocar a su amante con un baile sinuoso. El la sentía bajo sus piernas, amándolo y supo que era todo lo que necesitaba. Todo lo que deseaba. A ella. A la mujer perfecta que había reconocido desde la primera vez que la vio... porque siempre presintió que era suya.

Fin