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EL SEÑOR 10 DE CRISTO EN EL CICLO LlTURGICO DE ADVIENTO-EPIFANIA MANUEL GARRIDO BONAÑO El señorío de Jesucristo es fácil deducirlo a partir del Misterio Pascual, aun considerando que ese Misterio es una realidad muy compleja y muy simple y unitaria, al mismo tiempo que transciende inmensamente el simple y desnudo hecho de la Resurrección de Cris- to, aun como argumento apologético de su misión divina. Cristo, como Kyrios, aparece espléndidamente a la luz del misterio de muerte- vida en Jesús, objeto primario de la catequesis apostólica, como punto de vista sintético y concreto que mejot compendia los diversos aspec- tos del Evangelio. Aparece con acentos fulgurantes y muy expresivos en la celebración litúrgica de ese gran Misterio del cristianismo en todas las familias litúrgicas de todos los tiempos. A ello concurten también los grandes tratados de los Santos Padres y su misma pre- dicación apostólica, como lo hicieron, por ejemplo, San Agustín y San León Magno. Sin embargo, no es menos radiante en la celebración litúrgica de Navidad desde sus mismos orígenes. Tenemos en cuenta en esta ex- posición sólo las fórmulas litúrgicas promulgadas por Paulo VI, mu- chas de las cuales proceden de los libros litúrgicos más antiguos que se conocen en la Iglesia Occidental y concuerdan con los de las diversas liturgias orientales. El origen de esto lo encontramos en el mismo Evangelio. En la Anunciación el arcángel ·San Gabriel dice a la Virgen María: « ... El será grande y llamado Hijo .del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin» (Le., 1,32-33). Semejante es el anuncio que el ángel hace a los pastores: « ... os trai- go una buena noticia una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor, en la ciudad de David» (Le., 2,10-11). Esto se repite en la liturgia de 929

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EL SEÑOR 10 DE CRISTO EN EL CICLO LlTURGICO DE ADVIENTO-EPIFANIA

MANUEL GARRIDO BONAÑO

El señorío de Jesucristo es fácil deducirlo a partir del Misterio Pascual, aun considerando que ese Misterio es una realidad muy compleja y muy simple y unitaria, al mismo tiempo que transciende inmensamente el simple y desnudo hecho de la Resurrección de Cris­to, aun como argumento apologético de su misión divina. Cristo, como Kyrios, aparece espléndidamente a la luz del misterio de muerte­vida en Jesús, objeto primario de la catequesis apostólica, como punto de vista sintético y concreto que mejot compendia los diversos aspec­tos del Evangelio. Aparece con acentos fulgurantes y muy expresivos en la celebración litúrgica de ese gran Misterio del cristianismo en todas las familias litúrgicas de todos los tiempos. A ello concurten también los grandes tratados de los Santos Padres y su misma pre­dicación apostólica, como lo hicieron, por ejemplo, San Agustín y San León Magno.

Sin embargo, no es menos radiante en la celebración litúrgica de Navidad desde sus mismos orígenes. Tenemos en cuenta en esta ex­posición sólo las fórmulas litúrgicas promulgadas por Paulo VI, mu­chas de las cuales proceden de los libros litúrgicos más antiguos que se conocen en la Iglesia Occidental y concuerdan con los de las diversas liturgias orientales. El origen de esto lo encontramos en el mismo Evangelio. En la Anunciación el arcángel ·San Gabriel dice a la Virgen María: « ... El será grande y llamado Hijo .del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin» (Le., 1,32-33). Semejante es el anuncio que el ángel hace a los pastores: « ... os trai­go una buena noticia una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor, en la ciudad de David» (Le., 2,10-11). Esto se repite en la liturgia de

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Navidad con expresiones muy diversas, fruto de la fe de la Iglesia que ha encontrado en otros muchos textos bíblicos los elementos adecuados para manifestarla.

En los círculos caselianos se entendió perfectamente el sentido del «señorío» de Jesucristo en las celebraciones de Navidad. Su pen­samiento es clave para la liturgia de ese tiempo, incluso por la doc­trina específica de la reactualización de los misterios de Cristo por medio de la liturgia. Navidad no es sólo la conmemoración de un hecho pasado, sino también su presencia ritual con toda su virtualidad y eficacia, como nos lo muestran multitud de textos litúrgicos.

Para la Iglesia tanto los domingos y ferias preparatorios a la fiesta de Navidad, como esa gran fiesta y Epifanía, forman el gran Adven­tus Domini, que conmemora ante todo la Encarnación del Verbo, su primera venida en carne humana. Pero la humanidad de Cristo, a par­tir de su resurrección, está inseparablemente unida a los esplendores de su glorificación. A quien la Iglesia espera en ese tiempo litúrgico es al Señor resucitado y glorioso, al Kyrios Iesus, elevado a la diestra del Padre después de su pasión y resurrección, al mismo que al fin de los tiempos ha de venir como Señor en toda su majestad a juzgar al mundo. Esto es lo que da a la celebración del Adviento litúrgico su característica más profunda y esencial. La Iglesia espera a su Señor.

La Iglesia ve extasiada en el niño recostado en un pesebre a su Rey y Señor. Canta jubilosa: iacet in praesepio, et in caelis regnat; natus est hodie Salvator, qui est Christus Dominus. Son bien expre­sivas las estrofas de Sedulio (t c. 450): A solis ortus cardine / ad usque terrae limitem, / Christum canamus Principem, / Natum Maria Virgine. / Beatus auctor saeculi / servile corpus induit ... / Foeno iacere pertulit, / praesepe non abhorruit: / parvoque lacte pastus est, / per quem nec ales esurit. / .. . palamque lit pastoribus / Pas­tor, Creator omnium. Ideas semejantes aparecen en las estrofas, secu­larmente cantadas por la Iglesia, del poeta anónimo del siglo VI que compuso el himno: Christe, Redemptor omnium.

Pregonan esto unánimemente los Pastores que exponen en esa solemnidad el misterio que la Iglesia celebra, como San Agustín, San León Magno y tantos otros. En la novena homilía de Navidad, 2, dice San León Magno: « .. . indesinenter tamen ipsum partum salutilerae Virginis adoramus, et illam Verbi et carnis indissolubilem copulam non minus suspicimus in praesepe iacentem, quam in throno pater­nae altitudinis considentem. Immutabilis enim Deitas, quamvis intra semetipsam et claritatem suam et potentiam contineret, non ideo

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tamen non erat inserta nascenti, quia humano aspectui patebat: ut per veri hominis inusitata primordia ille agnosceretur genitus, qui regís David et Dominus esset et filius».

Con esta idea general del ciclo litúrgico Adviento-Epifanía, hay otros muchos aspectos del señorío de Jesucristo que la Iglesia ha reflejado en fórmulas venerables que han nutrido durante siglos la fe de los fieles y continúa haciéndolo también en la actualidad tanto en las semanas de preparación para la celebración de tan inefable mis­terio como en su misma celebración, considerada íntegramente, es decir, Adviento, Navidad y Epifanía.

A) Adviento

En la triple venida de Cristo, según San Bernardo, según la car­ne, en la majestad de su gloria y la que realiza en las almas, la litur­gia 10 considera siempre como Rey y Señor 1.

La Iglesia considera la primera venida de Cristo como la del Señor que viene a «salvar» a su pueblo. El canto de entrada del Domingo segundo de Adviento es bien expresivo en este sentido: Populus Sion, ecce Dominus veniet ad salvandas gentes; et auditam fociet Dominus gloriam vocis suae in laetitia cordis vestri (Is., 30, 19.30). Todos los cantos de entrada de las ferias de las tres primeras semanas de Adviento reflejan la misma idea: Salvator noster adveniet; Dominus veniet et erit in die illa lux magna; Veniet Dominus et non tardabit; Prope es tu Domine, et omnes viae tuae veritas; Ecce Dominus veniet cum splendore descendens visitare populum suum in pace, et constituere super eum vitam sempiternam; Veni, et ostende nobis faciem tuam, Domine, qui sedes super Cherubim, et salvi erí­mus. Ese «señorío» de Cristo se acentúa en los cantos de entrada de los días más inmediatos a la fiesta de Navidad: Laetentur caeli et exultet terra, quia Dominus noster veniet, et pauperum suorum mi­serebitur; Rex noster adveníet Christus, quem Ioannes praedícavit Agnum esse venturum; Modo veniet Dominator Domínus, et voca­bitur nomen eius Emmanuel quía Nobiscum-Deus; Nascetur nobis parvulus, et vocabitur Deus Portis: in ípso benedicentur omnes tribus terrae. .. Son piezas compuestas con frases de la Sagrada Escritura o inspiradas en ella, especialmente en el profeta Isaías. La Iglesia en­cuentra en las expresiones de Isaías que habla de la liberación del

1. Sermo 5 in Adv. Dom., 1·3, Opera Omnía, Ed. Císterc., 5 (1966), 188·190.

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pueblo de Israel, unos términos adecuados para manifestar la libe­ración que vino al mundo con el nacimiento de Cristo. Cristo viene a libertarnos. Así lo afirma bellamente, entre otros muchos textos, la colecta del sábado de la primera semana de Adviento: Deus, qui, ad liberandum humanum genus a vetustatis condicione, Unigenitum tuum in hunc mundum misisti ... 2; esto se muestra también con el esplendor de su gloria en los mismos hombres para no desmerecer del Libertador, que es Luz, por eso se pide en la colecta del sábado de la segunda semana de Adviento que «amanezca en nuestros cora­zones el resplandor de la gloria divina, Cristo Jesús, para que su venida ahuyente las tinieblas de pecado y nos manifieste como hijos de la luz 3.

Por supuesto, la evocación de la segunda venida acentúa el «se­ñorío» de Jesucristo. La Iglesia nos lo recuerda en su liturgia con palabras de las Catequesis de San Cirilo de Jerusalén: «Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también la segunda, mu­cho más magnífica que la anterior ... esta otra llevará la diadema del reino divino ... , vendrá escoltado por un ejército de ángeles, glorifi­cado ... vendrá, pues, desde los cielos, nuestro Señor Jesucristo. Ven­drá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último día, con glo­ria» 4. Esta venida en la majestad de su reino es evocada también en las oraciones de este tiempo litúrgico, por ejemplo, en la colecta del 21 de diciembre en la que se pide que Dios escuche la oración de su pueblo, alegre por la venida de su Hijo en carne mortal, para

2. La espera vigilante del Señor que viene no se puede identificar con la de los siglos que precedieron a la Encarnación del Verbo. El cristiano no puede colo­carse evidentemente en el plano psicológico precedente a la venida del Mesías. Cristo ha venido ya. Pero nuestro encuentro definitivo con El aún no se ha cumplido. Por eso la Iglesia celebra la espera apoyándose en las «maravillas» realizadas por Dios en la historia de la salvación. Estas maravillas son para nosotros garantía, confir­mada por la venida de Cristo en la carne, de las nuevas intervenciones divinas que anuncian y preparan la Parusía. La posesión del reino, la consecución del premio eterno, la participación en el convite eternQ, el premio de la verdadera libertad son peticiones familiares en las oraciones del tiempo de Adviento. Por eso, ese tiempo litúrgico, mientras prepara al «Natale» como memoria del nacimiento de Cristo, pone a la Iglesia en espera del Señor que viene y que vendrá definitivamente al fin de los tiempos. En estas perspectivas, el Adviento (Navidad-Epifanía) supera los límites de las fiestas conmemorativas de los acontecimientos pasados, para ser cele­bración del Misterio de Cristo que se actúa y manifiesta en la Iglesia. Las nuevas colectas del Adviento ponen· cuidadosamente en luz la unidad de· todo el misterio de Cristo, como misterio de salvación, y por lo mismo subrayan la idea de Cristo Sal­vador, Señor (cfr. AUGE, M., Le collette del templo nel nuovo Missale, en Epheme-rides Liturgicae, 84 (1970), pp. 275-298). .

3. Oriatur, quaesumus, omnipotens Deus, in cordibus nostris splendor gIoriae tuae, ut, omni noctis obscuritate sublata, filios nos esse lucis Unigeniti tui mani­festet adventus.

4. Cat., 15, 1-3, PG., 33, 870,874.

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que cuando «vuelva en su gloria» al final de los tiempos, puedan alegrarse de escuchar de sus labios la invitación a poseer el reino eterno 5.

Con respecto al «señorío» de la venida a las almas -la venida intermedia entre la primera y la última- es el mismo San Bernardo el que nos lo manifiesta en el sermón antes indicado y recogido por la Iglesia en su propia liturgia de Adviento: «El Hijo vendrá a ti en compañía del Padre, vendrá el gran profeta, que renovará Jeru­salén, el que 10 hace todo nuevo. Tal será la eficacia de esta venida, que así como hemos llevado la imagen del hombre terreno, así tam­bién llevemos la imagen del celestial. Y así como el viejo Adán se difundió por toda la humanidad, y ocupó al hombre entero, así es ahora preciso que obtenga todo Cristo, quien 10 creó todo, lo redi­mió todo, y lo glorificará todo».

Diariamente recuerda la liturgia de Adviento la segunda venida de Cristo en diversos himnos. En el del Oficio de Lecturas: Verbum supernum se canta su gloriosa venida como Juez del mundo, con poder para castigar y para premiar 6. Lo mismo aparece en el de Laudes: Vox clara) y la Iglesia ora insistentemente para que sus hijos merezcan el galardón eterno 7. Lo mismo aparece en el himno de Laudes de los días más cercanos a Navidad, a partir del 17 de di­ciembre: At nos secundas praemol1et / adesse Christum ial1uis / sanc­tis coronas reddere / caelique regna pal1dere 8.

La liturgia entiende bien la relación de las tres venidas de Cristo y su «señorío» en las mismas. En el juicio de su venida reconocemos los obstáculos que debemos apartar para que el misterio de la reden­ción pueda obrar de lleno en nuestras almas, una vez purificadas. Este juicio, como afirma bien una aventajada discípula de Dom Casel, que realizamos con todo rigor a la luz del «Sol de Justicia», desem­peña en el Adviento del año litúrgico el papel del Bautista: prepara el camino que hemos de recorrer con Cristo para vernos glorificados con El y entrar en la plenitud de su «señorío» o reinado. Hasta cierto punto, la garantía de todos los futuros goces de ese «reinado», de la misma redención, está cifrada en dicho juicio. Es 10 que nos re­cuerda el prefacio de Adviento para las primeras semanas, con gran precisión doctrinal y belleza estética: «Qui (Christus), primo adventu

5. Preces populi tui, quaesumus, Domine, clementer exaudi, ut qui de Unigeniti tui in nostra carne adventu laetantur, cum venerit in sua maiestate, aeternae vitae praemium consequantur.

6. Se trata de un himno anónimo, al menos, del siglo X. 7. Es también anónimo y, al menos, del siglo X. 8. .Himno: Magnis prophetae vocibus. Tomado del Breviario Gótico.

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in humilitate carnis assumptae, dispositionis antiquae munus imple­vit, nobisque salutis perpetuae tramitem reseravit: ut, cum secundo venerit in suae gloria maiestatis, manifesto demum munere capiamus, quod vigilantes nunc audemus exspectare promissum» 9.

Con gran acierto ha escogido la Iglesia para la liturgia de este tiempo unos párrafos de la Constitución Lumen Gentium, del Con­cilio Vaticano segundo n.O 48, en el que se dice: «Porque, Cristo, levantado en 10 alto sobre la tierra atrajo hacia sí a todos los hom­bres; habiendo resucitado de entre los muertos, envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación. Ahora, senta­do a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia. Por ella los une más estrechamente a sí y alimentándolos con su propio cuerpo y sangre, los hace partícipes de su vida gloriosa» 10. Un relieve especial en este sentido tienen las antífonas «o» 11.

9. Está compuesto con elementos del Sacramentario Veronense, Ed. Molhberg, nn. 184-179.

10. Segunda lectura del Martes de la segunda semana de Adviento, Oficio de Lecturas.

11. Todas esas antífonas nos manifiestan con gran expresividad, vigor y belleza el «señorío» de Jesucristo:

- O sapientia, quae ex ore Altissimi prodiisti, attingens a fine usque ad finem, fortiter suaviterque disponens omnia: veni ad docendum nos viam prudentiae.

- O Adonai, et Dux domus Israel, qui Moysi in igne flammae rubi apparuisti, et in ei in Sin a legen dedisti: veni ad redimendum nos in brachio extento.

- O radix Jesse, qui stas in signum populorum, super quem continebunt reges os suum, quem Gentes depraecabuntur: veni ad liberandum nos, iam nolí tardare.

- O clavis David, et sceptrum domus Israel; qui aperis, et nemo claudit; claudis, et nemo aperit: veni, et educ vinctum de domo carceris, sedentem in te­nebris et umbra mortis.

- O Oriens, splendor lucis aeternae et sol iustitiae; veni, et illumina sedentes in tenebris et umbrae mortis.

- O Rex Gentium, et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum: veni, et salva hominem, quem de limo formas ti.

- O Emmanuel, Rex et Legifer noster, exspectatio Gentium, et Salvator earum: veni ad salvadum nos, Domine, Deus noster.

Posiblemente fueron compuestas en Roma estas antífonas. Callewaert crey6 que fue el mismo San Gregorio Magno su autor, pero no hay documentos serios que esto fundamente. En el siglo VII pasaron a Inglaterra y luego a Francia. Amalario nos ha dejado un comentario de las mismas. Sus iniciales, leídas en sentido inverso, forman en acr6stico ERO CRASo En los libros litúrgicos romanos son siempre siete, las que hemos enumerado, que siguen aún en la liturgia, pero en otros lugares se aument6 el número: a nueve y a doce.

No es posible detenernos en la exposici6n de esos magníficos textos litúrgicos, tan adecuados al tema de nuestro trabajo. Esas solas antífonas nos dan materia más que suficiente para una larga exposici6n sobre el «señorío» de Jesucristo, no obstante celebrar su nacimiento según la carne. Es el gran Misterio de Dios y de nuestra redenci6n y de nuestra vida cristiana y de nuestra teología, si quiere ser auténtica. Se llama a ese Niño divino «Sabiduría» que se reviste de naturaleza humana, toma la frágil forma de un niño, elige la pequeñez, la pobreza, la obediencia, la sujecci6n

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B) Navidad

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Aun más el «señorío» de Cristo es revelado en la liturgia de Na­vidad. Durante muchos siglos la Iglesia ha usado, y lo sigue haciendo, como canto de entrada en la Vigilia de Navidad, la antífona siguiente: Rodie scietis, quia veniet Dominus, et mane videbitis gloríam eius, que, como se sabe, es una de las muchas transposiciones que hace la Iglesia de textos bíblicos en la liturgia. Ese texto está tomado, con ligeros retoques, del Exodo, 16,6-7 y se refería al maná. En la litur­gia esa «gloria de Dios» no es otra cosa que el nacimiento del Verbo encarnado como lo es también el texto de la antífona de la Comunión de esa misma celebración, según el texto transpuesto de Isaías: «Se revelará la gloria de Yavé y toda criatura a una la verá» (40,5). En estos casos y en otros semejantes, la Iglesia tiene presente el prólogo del Evangelio de San Juan: Et Verbum caro factum est, et vidimus gloriam eius, gloriam quasí Unigeniti a Patre, plenum gratiae et ve­rÍlatis (1,14).

Los cantos de entrada del Tiempo de Navidad nos proclama con gran vigor, hasta en su melodía gregoriana, el «señorío» de ese Niño que contempla recostado en un pesebre y envuelto en humildes pa­ñales: Lux fulgebit hodíe super nos, quia natus es nobis Dominusj et vocabitur Admirabilís, Deus, Princeps pacis, Pater futuri saeculij cuius regni non erit finis (Is., 9,2.6; Lc. 1,33, Misa de Aurora); Puer natus est nobis, et filius datus est nobis, cuius imperium super humerum eius, et vocabitur nomen eius magni consilii Angelus (Is., 9,6, Misa del Día de Navidad); Dies sanctificatus illuxit nobisj veni­te, gentes, et adorate Dominum, quia descendít lux magna super terram (Feria II); Salvador del mundo y Señor se le sigue llamando en los días siguientes.

Las oraciones expresan de forma muy variada el reinado de J esu­cristo: lo consideran como redentor y Juez (Vigilia de Navidad), es­plendoroso en la gloria (Misa de Medianoche), Salvador que comunica la vida divina (Día de Navidad), Libertador del yugo de la servidum­bre del pecado (30 de diciembre), en El radica la salvación del mun­do (31 de diciembre), etc., etc.

a otro y ... , sin embargo, él llevó a cabo la obra más inefable que el hombre pueda concebir. Con razón dice Isaías: Yo destruiré la sabiduría de los sabios y cegaré las inteligencias de los prudentes (Is., 29,14). El mundo con toda su ciencia no supo conocer la eterna Sabiduría de Dios. San Pablo nos hace una descripción cruda de la realidad de su tiempo: los judíos piden milagros, los griegos buscan ciencia. El sólo quiere predicar a Cristo en la realidad más clara de su humillación y debi­lidad: Cristo crucificado, escándalo para unos e irrisión para otros.

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Muchos testimonios del «señorío» de Jesucristo nos ofrecen las lecturas bíblicas del tiempo de Navidad, tanto en la Misa como en el Oficio, como son las tomadas del Profeta Isaías, las del Apóstol San Pablo a Tito y a los Colosenses y el mismo evangelio de San Lucas, con los temas de Cristo Hijo de David, Cabeza de la Iglesia, Juez futuro, Señor, etc. Ya aludimos también a los himnos. El de reciente creación para el Oficio de Lecturas trae una estrofa bien expresiva: Qui iaces parvulus dominans et orbi / Virginis fructus sine labe sanctae, / Christe, iam mundo potiaris omni, / semper amandus.

Pero donde más se desarrolla el verdadero sentido del «señorío» de Jesucristo es en las lecturas segundas de ese Oficio. Indicamos una selección:

-San León Magno en su magnífica homilía sobre Navidad tiene párrafos bellísimos sobre este tema: «Que nadie se considere excluido de la alegría del nacimiento de Cristo, pues el motivo de este gozo es común para todos; nuestro Señor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para ~alvarnos a todos. Alégrese el justo ... , regocíjese el pe­cador ... , anímese el pagano ... El Hijo de Dios quiso asumir la na­turaleza humana para reconciliarla con su Creador; así el diablo, autor de la muerte, sería vencido mediante aquella misma naturaleza sobre la cual él mismo había reportado su victoria... Recuerda de qué Ca­beza y de qué cuerpo eres miembro ... has sido arrancado del dominio de las tinieblas y transportado al reino y a la claridad de Dios» 12.

-San Fulgencio de Ruspe en su sermón sobre San Esteban dice: «Ayer celebrábamos el nacimiento temporal de nuestro Rey eterno ... Ayer nuestro Rey, con la vestidura de gala de nuestra carne, salió del palacio del seno virginal y se dignó visitar el mundo ... Nuestro Rey, a pesar de su condición altísima, por nosotros viene humilde, mas no con las manos vacías... La misma caridad que había prece­dido en la persona del Rey resplandeció después en su soldado ... » 13.

-San Agustín comentando las palabras de San Juan: «lo que hemos visto y oído os lo anunciamos», afirma: «Ellos vieron al mismo Señor presente en la carne ... » 14.

-San Quodvultdeo, en su Sermón sobre el Símbolo dice: «El

12. Hom. 1 in Nativ. Dom. 1-3, PL., 54, 190·193. Segunda lectura en la solem­nidad de Navidad.

13. Sermo 3, 1-3.56, CCL. 91 A, 905-909. 2: lectura en la fiesta de San Esteban. 14. Tract. in lo., 1, 1-3, PL., 35, 1978-1980. Fiesta de S. Juan Evangelista.

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gran Rey nace como un niño pequeño. Vienen los magos desde tierras lejanas; vienen para adorar al que está acostado en un pesebre, pero que reina ya en el cielo y en la tierra ... ». Ellos anuncian que ha nacido un Rey «para vencer al diablo» 15.

-San Bernardo proclama que es un «señorío» de misericordia 16.

-San Hipólito nos recuerda que poseeremos el reino de los cie-los, nosotros que viviendo sobre la tierra conocimos al Rey celestial y participaremos de la felicidad de Dios. Luego añade: «Cristo es Dios por encima de todas las cosas; El quiso borrar el pecado de los hombres renovando al hombre viejo, que El había creado a su imagen desde el comienzo, manifestándote de este modo, el amor que tiene por ti. Si obedeces sus mandatos ... llegarás a ser semejante a EL .. » 17.

Todo esto, y mucho más que podríamos citar, nos hace ver que la Iglesia en la liturgia de Navidad tiene muy presente la realeza de Cristo. Celebra su Nacimiento, como Señor y Dominador. El ha ve­nido en la humildad de nuestra carne y las circunstancias de su naci­miento hicieron esa venida aun más humilde, pero la Iglesia 10 venera como a su Dueño y Señor. Cristo ocultó en el pesebre su gloria y su poder, hasta cierto punto, pues no podemos olvidar el canto de los ángeles, más la Iglesia ve ya presentes los resplandores victoriosos de su triunfo: la resurrección. Quien se sienta a la diestra de Dios es Señor y Rey, según la voluntad de Dios y establecido por El, como lo adivinaban ya en cierto modo hasta los mismos paganos.

La Iglesia contempla al Cristo Niño sentado en su puesto de Dominador: domina por el Amor. Esto nos hace comprender el mo­tivo de su alegría en la celebración que conmemora y reactualiza su nacimiento según la carne: la presencia del Niño es prueba fehaciente de su salvación, de su liberación y de su triunfo. En ese Niño ve al héroe que ha vencido el pecado y la muerte. En la debilidad del «cuerpo de pecado», en los pañales y todas aquellas circunsancias humildísimas del Nacimiento de Cristo, considera la Iglesia el medio escogido por Dios para que recobre su belleza original. Por El ha recobrado su señorío sobre la creación, como «coronado de gloria y de honor». La Iglesia en la Noche de Navidad no aparta sus ojos de esa belleza incomparable que le proporciona el portal de Belén en

15. Sermón 2 sobre el Símbolo, PL., 40, 655. Segunda lectura en la fiesta de los Santos Inocentes.

16. Sermo I in Epipb. Dom., 1-2, PL., 133, 141-143. Segunda lectura del 29 de diciembre.

17. Refutación de todas las bereiías, 10, 33-34. PG., 16, 3452-3453. Segunda lectura del 30 de diciembre.

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donde contempla el poder y la gloria que ese Niño ha recobrado para el hombre ~ quien ha venido a salvar. Lo ve Rey en medio de su pueblo. «Se entregó a sí mismo por nosotros, dice San Pablo, para redimirnO!: de todo pecado, purificarnos y hacer de nosotros un pue­blo de su agrado y fervoroso en el bien obrar» (Tit., 2,14), como se lee aun en la Misa de Medianoche. El día del nacimiento del Do­minador es el día del nacimiento de su pueblo, como afirma San León Magno en una de sus homilías de Navidad lB. En la primera antífona de las primeras Vísperas de Navidad, como pórtico esplendoroso de toda esa celebración, canta exultante la Iglesia: Rex pacificus ... : El Rey de la paz ha sido glorificado y toda la tierra desea contemplar su rostro.

La contemplación de la Iglesia está llena de dinamismo y de eficacia. Toda su misión es hacer que todo se someta al imperio de Cristo, que su Reino penetre en la humanidad, en las naciones, en las familias, en los corazones de todos los hombres. Es lo mejor que ella puede desear y realizar. La liturgia de Navidad nos hace ver en el Niño de Belén al Fuerte y Poderoso Rey divino, al Señor del Uni­verso, al Fundador del reino de la verdad, de la vida, de la santidad, de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz 19: «Yo te he consti­tuido Rey sobre Sión, sobre mi santo monte» (Ps., 2,6), es decir, sobre la Iglesia, sobre el mundo entero. Cristo, como canta la Iglesia en uno de los prefacios de Navidad: « ... comparte nuestra vida tem­poral para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir todo lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al Reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado» 20.

C) Epifanía

En todo este período litúrgico, Epifanía es como la culmi­nación de todo lo que la Iglesia ha querido indicarnos sobre el «se­ñorío» de Jesucristo. Ya su mismo nombre revela el sentido profundo de esa solemnidad. La palabra griega epifanía significa la llegada, apa­rición, entronización de un rey o de un emperador, de un ser grande,

18. Hom. 6 in Nativ. Dom., 2-3, PL., 54, 213-216. Segunda lectura del 31 de diciembre.

19. Cfr. Prefacio para la solemnidad de Cristo Rey. 20. El himno de Vísperas Hostis Herodes impie, es de Sedulio (t c. 450); el

del Oficio de Lecturas: Magi videntes parvulum es de Prudencio (t 405) y el de Laudes: Quicumque Christum quael'itis, también de Prudencio.

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EL SEÑORIO DE CRISTO EN EL CICLO LITURGICO DE ADVIENTO-EPIFANIA

con todo lo que ello comporta de esplendor, de majestuosidad y de grandiosidad. Así entendió la Iglesia oriental el nacimiento de Jesu­cristo.

El canto de entrada de esa solemnidad es ya de por sí bastante significativo: Ecce advenit Dominator Dominus: et regnum in manu eius et potestas et imperium (Mal., 3,1; I Cron., 19,12). La majes­tuosa elevación de la melodía gregoriana se aúna inefablemente con las palabras. ¡El Señor está aquí, el mundo corre hacia El! La pri­mera lectura, tomada de Isaías, nos describe el cuadro: «Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y camina­rán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora. Le­vanta la vista en torno, mira: todos ésos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos ... » (Is., 60,1-6).

El episodio de los Magos de oriente es la primera realización del vaticinio profético: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt., 2,1-2).

No es extraño que la Iglesia 10 manifieste en multitud de fórmu­las litúrgicas para esta solemnidad y días sucesivos. Indicamos sólo algunas:

Ya en el himno de Vísperas afirma categóricamente con gran ex­presividad: Non eripit mortalia / qui regna dat caelestia. Sigue en la tercera antífona: «Una estrella resplandece como llama viva y re­vela al Dios, Rey de reyes; los magos la contemplaron y ofrecieron sus dones al gran Rey». La característica de este reinado lo proclama San Pablo en la lectura bíblica de esa misma Hora del Oficio: « ... ha aniquilado la muerte y ha hecho brillar la vida y la inmortalidad por el Evangelio» (2 Tim. 1,10). Rey lo proclaman las Preces. El himno del Oficio de Lecturas sigue proclamando el reinado de Cristo y con­templa su grandiosidad: es un reino que todo lo abarca, cielos, tierra y mar, incluso el tártaro averno, desde Oriente a Occidente: Regnum quod ambit omnia / dia et marina et terrea / a solis ortu ad exitum / el tar/ara et caelum supra. El himno de Laudes lo proclama Rey uni­versal: Ric ille rex gentium / populique rex iudaici, / promissus Abrahae patri / eiusque in aevum semini 21.

Casi todas las antífonas para el canto del Evangelio en Laudes y

21. Himno de Laudes, solemnidad de la Epifanía.

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en Vísperas aluden directa o indirectamente a la realeza de Cristo, basada en el episodio de los Magos y en los presentes que ellos ofre­cieron.

San León Magno, en la segunda lectura del Oficio de Lecturas de esa solemnidad, sintetiza las profecías bíblicas con respecto a la redención efectuada por Cristo y añade: «Sabemos que estas predic­ciones empezaron a cumplirse desde que la estrella hizo salir de su lejano país a los tres magos, para que conocieran y adoraran al Rey de cielo y tierra. Su docilidad es para nosotros un ejemplo que nos exhorta a todos a que sigamos, según nuestra capacidad, las invita­ciones de la gracia, que nos lleva a Cristo» 22. Las lecturas de los días siguientes en ese lugar del Oficio se han escogido con un fin pastoral sobre la importancia del Bautismo, tema que la Iglesia Oriental siem­pre dio mucha importancia, aunque en Occidente no se revalorizó mucho en esta celebración, sino en la de Pascua y el cincuentenario que a ella sigue. En el Breviario anterior, para la octava de Epifanía se eligieron lecturas de San Jerónimo, San León Magno y San Gre­gario Magno que subrayan mucho la realeza de Jesucristo, como tam­bién San Ambrosio, del que se leía un bello pasaje de su comentario al Evangelio de San Lucas, el día sexto de esa octava.

De todos modos, la liturgia actual subraya con gran vigor el «señorío» de Jesucristo en esta solemnidad.

Jesús inaugura el reino esperado, dentro de la perspectiva del designio universalista de Dios. Un Reino abierto a todos. Quedan abolidos los entredichos cultua1es: ciegos, cojos, leprosos, como al­guien ha escrito, todos son invitados al festín. Jesús concentra su ministerio en el mismo pueblo elegido, porque desea hacer de ese pueblo el instrumento misionero de su Reino. Ha sido gran pena que Israel no llegara a conocer su misión. Tal vez el mundo no sería como es en la actualidad. Pero Cristo no se replegó a esa negativa. Por encima de todo estaba y está la universalidad de su «señorío» y su sentido genuino, que no es como quería Israel. El Reino de Cristo es un Reino abierto a todos los pueblos, pero su Reino no es de este mundo. Ha descendido entre los hombres, pero escapa totalmen­te a su poder. El acceso a ese Reino realza la gratuidad total de Dios y ante tal perspectiva quedan abolidos todos los privilegios o su­puesto tales. Jesús es el fundamento de este Reino universal. En su persona queda constituido el Reino en su realidad trascendente e in­manente a la vez. Rechazado por su pueblo, Jesús ofrece su vida en

22. Hom. 3 in Epiph. Dom., 1-3.5, PL., 54, 240·244.

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beneficio de todos los hombres. Aquí radica también el mensaje mi­sionero de la Iglesia que no puede ser coartado por nada ni por nadie, como una llamada universal a la salvación.

Comentando los textos litúrgicos de la solemnidad de Epifanía, escribía hace ya muchos años el arciabad de Beuron, P. Benedicto Baur: «La Iglesia, obediente, canta jubilosa. Se diría que no se sacia de contemplar la gloria del Señor. Es como si la trasladasen a las delicias del T abor y, cual otro Pedro y compañeros, exclamase: 'Se­ñor, ¡qué bien se está aquí!' (Mt., 17,4). Su corazón se desborda de santo optimismo. Rara es la oca~ión en que el mundo moderno proporciona un gozo a la santa Iglesia. En cambio, las tristezas, los disgustos y sinsabores que la causan son frecuentes y profundos. Mu­chos son los que la desprecian. No respetan sus leyes. Se impugna su dogma, sus sacramentos, su sacerdocio, sus derechos sobre las almas. Se le pide que se acomode al espíritu de nuestro tiempo, modificando para ello su dogma, ese dogma que ella ha custodiado y custodia tan celosamente. Y, porque no 10 hace, se le vuelve la espalda. No pocos de sus hijos apostatan de ella. Una plaga de escritorcejos de todos los colores ponen su celo en inspirar al pueblo aversión y odio hacia ella. Quisieran verla zambullirse en el cieno ... ¿Cómo puede cantar las viejas canciones suyas, cual si se hallase aún en el seno de las primitivas cristiandades, llenas de fe y ebrias de celeste amor?». Sin embargo, la Iglesia continúa cantando esos himnos de júbilo. Pa­san los hombres, pasan sus perseguidores, pasan los que la abando­nan ... Ella sigue triunfante irradiando la «gloria de su Señor». En los últimos tiempos hemos oído multitud de opiniones y de doctrinas sobre Jesucristo, no todas rectas ni todas inspiradas en su amor, en su evangelio, en la tradición multisecular del Magisterio de su Igle­sia. Han pasado también esas doctrinas y sus seguidores. Cristo sigue siendo Rey, Señor, Dueño absoluto de todo. Lo es de las almas. El es quien les inspira todos sus impulsos y movimientos hacia el bien. Ilumina el entendimiento con su luz y 10 somete poderosamente a su verdad, al yugo suave de la fe. Domina en las conciencias y dicta leyes, recompensa y castiga. Sujeta a su Ley a la voluntad y la hace regirse por ella; Con su gracia omnipotente ilumina la vista y ablanda los corazones. Ilustra el entendimiento con luz sobrenatural, vigoriza el alma con fuerza sobrehumana y arranca a la voluntad los preciosos esfuerzos para secundar su redención. Cristo es también el Rey de toda la creación. Todo cuanto existe en los cielos y en la tierra a El pertenece. Todo le está sujeto. Todo yace postrado a sus pies. Todo

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está en sus manos, querámoslo o no. La liturgia de Navidad, en to­das sus partes, nos lo recuerda cada año.

El hombre, por su libertad, puede poner obstáculos temporales al reinado de Cristo. No siempre los que han tratado de teología lo han hecho con la precisión doctrinal debida. No entramos en los mo­tivos que ha ocasionado esto. Pero es un hecho, como lo muestra la misma historia de los dogmas en tiempos pasados y en tiempos más cercanos a nosotros. Pienso que una atención más cuidada a la litur­gia de la Iglesia y, sobre todo, una vida cristiana más inspirada en esas celebraciones, hubiera hecho rectificar muchas de sus deduccio­nes especulativas -y a veces muy subjetivas- sobre diversos puntos de la teología y, concretamente, sobre cristología.

La «estrella» decían los antiguos era el signo de la realeza, de la divinidad. Ojalá, podamos decir siempre, como los Magos del Evangelio de Epifanía: Vidimus stellam eius el venimus adorare Eum!

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