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112 EL CRISTIANISMO na en el mundo por medio de su Verbo, que es su agente en la creación y en la historia. El emperador es al Verbo como el Verbo es a Dios. El emperador es el reflejo terrestre del Verbo: éste lo ilumina/lo fortalece. Esta doctrina proclama con mucha más fuerza que cualquier otro pensamiento anterior la superiori- dad del emperador y su cualidad divina, que, según una concepción muy ro- mana, no corresponde directamente "a la persona, sino a la función, al cargo. Esta posición única le confiere al emperador el cargo de «obispo del exterior»), una vigilancia religiosa sobre los paganos para llevarlos a la Iglesia. El empe- rador, con su gestión benéfica, es la mejor propedéutica para el mundo paga- no. La misión que padres anteriores habían atribuido a todos los cristianos colectivamente -ser alma del Imperio de modo que a través del cuerpo los paganos llegasen hasta la Iglesia- ahora Eusebio la concentra en el empera- dor. Pero además el emperador tiene también una misión episcopal o de vigi- lancia respecto de la Iglesia y de hecho Constantino la ejerció con energía. El concilio de Nicea, primero de la historia de la Iglesia, fue convocado por Cons- tantino y en él tuvo una decisiva intervención para conseguir la aprobación de la primera formulación dogmática cristológica contra Arrio: la afirmación de la consustancialidad del Padre y del Hijo. * * * En la parte occidental del Imperio preocupaban otros problemas. Era más ago- biante la presión de los bárbaros, tenía menos presencia el poder imperial y era más fuerte la polémica con los paganos. San AMBROSIO (330?-397), obispo de Milán, es quizá la figura más repre- sentativa de los padres occidentales en el siglo IV en cuanto a su postura polí- tica. Es el defensor de la autonomía de la Iglesia en las materias espirituales. En su ámbito tiene jurisdicción sobre todos los cristianos, incluido el empera- dor, que está en la Iglesia, pero no por encima de la Iglesia. En las materias espirituales, en asuntos de fe y de moral, los obispos son jueces del emperador y el emperador no es juez de los obispos. La Iglesia espera del emperador cris- tiano una conducta digna de su fe y el obispo actúa en estos asuntos en nom- bre de la Iglesia. San Ambrosio fue consecuente con estos principios. Se negó a obedecer al emperador Valente cuando éste le ordenó que entregase un tem- plo a los arrianos, argumentando que la Iglesia tiene jurisdicción sobre todo lo que se ha consagrado a Dios. Se atrevió a excomulgar a Teodosio cuando éste ordenó la matanza de Tesalónica (390) y no lo admitió a la misa hasta que hizo penitencia: era la primera vez que una autoridad de la Iglesia condenaba a un emperador por actos morales. San Ambrosio no dejó una doctrina elaborada sobre estos temas, pero tenemos en él un claro representante de la conciencia de la diferencia entre las dos ciudades que llegó en algunos momentos a con- frontación. CAPÍTULO II SAN AGUSTÍN 1 INTRODUCCIÓN Nació en Tagaste, en el Norte de África, cerca de Cartago, en el 354. Recibió una buena formación clásica, estudiando retórica en Cartago. La vida de Agus- tín estuvo marcada por una serie de crisis, una serie de conversiones. De paga- no se hizo maniqueo. En Roma se hizo escéptico. Obtuvo una cátedra de retó- rica en Milán y allí conoció y se entusiasmó con el platonismo a través de Plotino; Agustín se hizo platónico, con lo cual superó el escepticismo y el materialis- mo. Finalmente, los ejemplos de los cristianos y la predicación de San Ambrosio lo convirtieron al cristianismo (386). Volvió a África para llevar una vida entre- gada a la piedad y al estudio. Pero no tuvo una vida tranquila, no iba con su temperamento. Su vida cristiana fue también una continu,a polémica contra las diversas sectas que entonces tenían arraigo en el Norte de Africa: contra donatis- tas, pelagianos, arrianos. Ordenado sacerdote y nombrado poco después po de Hipona (395) (actualmente Bona), muere en 430 cuando esta ciudad está cercada por los vándalos. ' * * * San Agustín es, sin duda, la máxima figura intelectual de su tiempo, pero más es una figura eminente de toda la historia del pensamiento. Es el padre de algunas de las grandes ideas del pensamiento occidental. Pero se trata de un pensamiento difícil si lo queremos abarcar en su conjunto, porque es muy poco sistemático. Al comparar unos escritos con otros, encontramos cambios de orien- tación, que pueden ser descritos diciendo que se trata de un pensamiento que hace su marcha en zig-zag. Esta pluralidad de direcciones tiene como primera causa la pluralidad de posiciones intelectuales que adoptó nuestro. autor y que dieron lugar a las sucesivas conversiones que indicábamos antes. Porque esas conversiones no significan que Agustín abandone totalmente lo que vivió y creyó en la etapa anterior. Por ejemplo, la idea central de la lucha entre las dos PRIETO, F., Manual de Historia de las Teorías Políticas, Unión Editorial, Madrid 1996, pp. 113-119.

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na en el mundo por medio de su Verbo, que es su agente en la creación y en la historia. El emperador es al Verbo como el Verbo es a Dios. El emperador es el reflejo terrestre del Verbo: éste lo ilumina/lo fortalece. Esta doctrina proclama con mucha más fuerza que cualquier otro pensamiento anterior la superiori­dad del emperador y su cualidad divina, que, según una concepción muy ro­mana, no corresponde directamente "a la persona, sino a la función, al cargo. Esta posición única le confiere al emperador el cargo de «obispo del exterior»), una vigilancia religiosa sobre los paganos para llevarlos a la Iglesia. El empe­rador, con su gestión benéfica, es la mejor propedéutica para el mundo paga­no. La misión que padres anteriores habían atribuido a todos los cristianos colectivamente -ser alma del Imperio de modo que a través del cuerpo los paganos llegasen hasta la Iglesia- ahora Eusebio la concentra en el empera­dor. Pero además el emperador tiene también una misión episcopal o de vigi­lancia respecto de la Iglesia y de hecho Constantino la ejerció con energía. El concilio de Nicea, primero de la historia de la Iglesia, fue convocado por Cons­tantino y en él tuvo una decisiva intervención para conseguir la aprobación de la primera formulación dogmática cristológica contra Arrio: la afirmación de la consustancialidad del Padre y del Hijo.

* * * En la parte occidental del Imperio preocupaban otros problemas. Era más ago­biante la presión de los bárbaros, tenía menos presencia el poder imperial y era más fuerte la polémica con los paganos.

San AMBROSIO (330?-397), obispo de Milán, es quizá la figura más repre­sentativa de los padres occidentales en el siglo IV en cuanto a su postura polí­tica. Es el defensor de la autonomía de la Iglesia en las materias espirituales. En su ámbito tiene jurisdicción sobre todos los cristianos, incluido el empera­dor, que está en la Iglesia, pero no por encima de la Iglesia. En las materias espirituales, en asuntos de fe y de moral, los obispos son jueces del emperador y el emperador no es juez de los obispos. La Iglesia espera del emperador cris­tiano una conducta digna de su fe y el obispo actúa en estos asuntos en nom­bre de la Iglesia. San Ambrosio fue consecuente con estos principios. Se negó a obedecer al emperador Valente cuando éste le ordenó que entregase un tem­plo a los arrianos, argumentando que la Iglesia tiene jurisdicción sobre todo lo que se ha consagrado a Dios. Se atrevió a excomulgar a Teodosio cuando éste ordenó la matanza de Tesalónica (390) y no lo admitió a la misa hasta que hizo penitencia: era la primera vez que una autoridad de la Iglesia condenaba a un emperador por actos morales. San Ambrosio no dejó una doctrina elaborada sobre estos temas, pero tenemos en él un claro representante de la conciencia de la diferencia entre las dos ciudades que llegó en algunos momentos a con­frontación.

CAPÍTULO II

SAN AGUSTÍN

1 INTRODUCCIÓN

Nació en Tagaste, en el Norte de África, cerca de Cartago, en el 354. Recibió una buena formación clásica, estudiando retórica en Cartago. La vida de Agus­tín estuvo marcada por una serie de crisis, una serie de conversiones. De paga­no se hizo maniqueo. En Roma se hizo escéptico. Obtuvo una cátedra de retó­rica en Milán y allí conoció y se entusiasmó con el platonismo a través de Plotino; Agustín se hizo platónico, con lo cual superó el escepticismo y el materialis­mo. Finalmente, los ejemplos de los cristianos y la predicación de San Ambrosio lo convirtieron al cristianismo (386). Volvió a África para llevar una vida entre­gada a la piedad y al estudio. Pero no tuvo una vida tranquila, no iba con su temperamento. Su vida cristiana fue también una continu,a polémica contra las diversas sectas que entonces tenían arraigo en el Norte de Africa: contra donatis­tas, pelagianos, arrianos. Ordenado sacerdote y nombrado poco después obis~

po de Hipona (395) (actualmente Bona), muere en 430 cuando esta ciudad está cercada por los vándalos. '

* * * San Agustín es, sin duda, la máxima figura intelectual de su tiempo, pero ade~ más es una figura eminente de toda la historia del pensamiento. Es el padre de algunas de las grandes ideas del pensamiento occidental. Pero se trata de un pensamiento difícil si lo queremos abarcar en su conjunto, porque es muy poco sistemático. Al comparar unos escritos con otros, encontramos cambios de orien­tación, que pueden ser descritos diciendo que se trata de un pensamiento que hace su marcha en zig-zag. Esta pluralidad de direcciones tiene como primera causa la pluralidad de posiciones intelectuales que adoptó nuestro. autor y que dieron lugar a las sucesivas conversiones que indicábamos antes. Porque esas conversiones no significan que Agustín abandone totalmente lo que vivió y creyó en la etapa anterior. Por ejemplo, la idea central de la lucha entre las dos

PRIETO, F., Manual de Historia de las Teorías Políticas, Unión Editorial, Madrid 1996, pp. 113-119.

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ciudades que veremos en La ciudad de Dios, la oposición entre el bien y el mal, aparte de otras procedencias, es reflejo de su juventud maniquea. El platonis­mo va a dejar su impronta en el Agustín cristiano hasta el punto de que su gran tarea a nivel filosófico será introducir el platonismo en el cristianismo: podría­mos decir que la misión intelectual de San Agustín fue ni más ni menos que bautizar a Platón, hacerlo aceptable por la doctrina cristiana y explicar la doc­trina cristiana con categorías platónicas. La falta de sistema tiene también otra causa importante: se trata del carácter polémico de los escrito~ de San Agustín. Sus obras más interesantes son discusiones con sus enemigos religiosos que están ubicados en diversos campos. Agustín es un polemista nato por ser un hombre apasionado. Esto significa que hay que contar con el carácter radical, exagerado, parcial y también provisional de muchas de sus afirmaciones. Se­gún el enemigo de turno, Agustín acentúa una línea de pensamiento y unas expresiones que en otros escritos quedan en la penumbra.

2 FILOSOFÍA SOCIAL

San Agustín recoge la antropología platónica con su tajante división de cuer­po y alma. Pero ad~más su pensamiento está teñido de un marcado pesimis­mo antropológico. Este adquiere categoría teórica en la doctrina del pecado ori­ginal que San Agustín formula de modo completo por primera vez en la historia de la teología. El pesimismo aparece en el tono que le da, porque acentúa sus efectos enseñando que el pecado ha producido una corrupción de la naturale­za misma del hombre. En consecuencia, si la naturaleza humana histórica está corrompida, no puede servir de norma para la conducta humana y para estable­cer lazos sociales correctos. Sería como trazar una línea recta utilizando un regla alabeada.

* * * Hemos visto en el capítulo anterior que San Pablo y los Santos Padres habían incorporado a la doctrina cristiana la idea de la ley natural. San Agustín sigue esta tradición y, recogiendo aportaciones anteriores, formula una teoría com­pleta de la ley en su tratado sobre El libre albedrío (De libero arbitrio). El concep­to básico es el de ley eterna entendida como la razón divina o la voluntad de Dios que manda respetar el orden natural y protube perturbarlo. Es el concep­to ejemplar o arquetipo de toda ley. De acuerdo con él, Dios al crear las cosas las dotó de un principio regulativo de sus acciones. Los seres irracionales, ca­rentes de libertad, actúan de acuerdo con su naturaleza sin poder apartarse de ella. Los hombres libres han de decidir libremente actuar de acuerdo con su naturaleza, pero pueden apartarse de ella. Por medio de la razón el hombre conoce su naturaleza y descubre que su naturaleza es una norma regulativa de sus acciones, descubre que está obligado a seguirla. Tenemos, por tanto, el

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concepto de ley natural operante en la conciencia. Esta ley natural no es otra cosa que la norma de participación de la criatura racional en el orden del uni­verso que con el cristianismo queda explícitamente referido a un Dios perso­nal y trascendente. En la medida en que los estoicos no supieron dar el paso a dicha referencia y se quedaron en un panteísmo más o menos confesado, po­demos decir que profesaron un iusnaturalismo cosmológico. Con San Agustín se da el paso a un iusnaturalismo teológico, que será la concepción vigente dentro de cualquier corriente de pensamiento cristiano durante toda la Edad Media.

El dato de la obligación coloca a la ley natural dentro del campo de la ética. San Agustín ha defendido en páginas de gran calidad literaria y de gran fuer­za argumentativa la existencia y la vigencia de esa ley ética natural objetiva que se manifiesta en la conciencia de cada hombre. La perversidad personal o co­lectiva nunca consigue borrar la ley natural impresa en el corazón de cada hombre.

La ley natural, fundada en la ley eterna, es a su vez fundamento de las le­yes humanas. Es una idea que ya hemos visto expuesta magistralmente por Cicerón. Pero San Agustín lleva más adelante el razonamiento. La ley natural, precisamente por su carácter un.iversal, está por encima de las circunstancias concretas de lugar y tiempo, que son sumamente variables. Las sociedades humanas, inmersas en estas circunstancias variables, tienen que ofrecer nece­sariamente ordenaciones diferentes. Definir esas ordenaciones es el papel de las leyes humanas, lo cual quiere decir que hay que admitir un amplio margen de variación en las leyes humanas sin negar su fundamentación en una misma ley natural. Pero además San Agustín defiende una diferencia esencial entre la ley humana y la ley natural. Esta es siempre una instancia ética. Aquélla tiene como objetivo definir un orden social y asegurar la paz para que los hombres puedan realizar sus finalidades individuales, tanto en el orden secular como en el religioso. Esto significa que el ámbito de la ley humana no se correspon­de con el de la ley natural. La ley humana no tiene que imponer todo lo que la ley natural impone, ni tampoco prohibir todo lo que la ley natural prolube. El ámbito jurídico-positivo queda limitado a aquellas acciones que se consideran relevantes para la marcha de la sociedad. San Agustín pone así las bases para una futura elaboración de la distinción entre el derecho y la moral.

* * * Dentro de la corriente del orden cósmico que se expresa en la doctrina del Derecho natural, San Agustín da cabida a una visión optimista de la sociedad cuyo rasgo definitorio es la paz: tranquillitas ordinis. La paz no es algo negati­vo: la ausencia de guerra. Es algo positivo: la consecuencia formal del orden. Es la meta de todos los deseos y trabajos del hombre. Incluso por los caminos más torcidos, a través de la guerra misma, el hombre busca la paz. No sólo porque quiere que la guerra termine, sino porque quiere que termine con po­ner las cosas en su orden (De civ. D. XIX, 12 Y 13).

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El orden que causa la paz es la justicia. San Agustín opera con un doble concepto de justicia. Desde el punto de vida de la fe, el orden social no está completo si no se da a Dios el puesto que le corresponde; en esta perspectiva S~n Agustín puede pronunciar una condena general sobre todos los reinos y cmdades paganas. Pero también San Agustín admite el Derecho natural y esta visión iusnaturalista no queda invalidada por el hecho de que la justicia sea imperfecta. Es el traslado a nivel social de la dialéctica gracia-naturaleza que se da en cada ser humano. Desde el punto de vista de la fe, el hombre no está completo sin la gracia; es más, está en pecado y merece la condenación; sin em­bargo, ~uienes no tienen la fe han de recurrir a la naturaleza como principio regulativo de su conducta y de su realización humana y no se puede negar todo valor a estas realizaciones de los paganos. San Agustín nos expone su doble ~oncepto de justicia a partir de un análisis de Cicerón (De civ. D. XIX, 21 Y 23). Este define al pueblo diciendo que es una sociedad fundada sobre el acuerdo en el derecho y la comunidad de intereses. El mismo Cicerón dice que no hay derecho sin justicia¡ no hay justicia si no se da a cada uno lo suyo. San Agustín comenta que no hay verdadera justicia si no se da a Dios el reconocimiento que le corresponde. En conclusión, entre los paganos no existe derecho, no existe pueblo, no existe república. Pero San Agustín se da cuenta del extremismo de ~u conclusión y, para suavizarla, propone otra definición: el pueblo es el con­Junto de muchos seres racionales unidos por la concorde comunidad de obje­tos amados; en términos actuales, diríamos por el consenso en unos valores. Se trata de una definición más sociológica. Precisamente nos dice que para exa­minar las sociedades hay que examinar los valores, los intereses que las mue­ven. Aplicando esta definición, San Agustín tiene que llamar pueblo al roma­no y tiene que reconocer que Roma es una verdadera república. San Agustín ha resuelto el problema quitando a la definición ciceroniana su referencia a la verdadera justicia y optando por Wla definición más sociológica. Ahí tenemos una realidad social basada en una justicia de segundo orden, imperfecta, la justicia natural.

La justicia, al menos la imperfecta, es totalmente necesaria para la existen­cia de la república. De lo contrario, la ciudad no se distingue de una banda de malhechores: no hay diferencia entre Alejandro y el pirata (De CÍv. D. IV, 4). San Agustín cree que demasiadas veces ha faltado en la historia de las socieda­des incluso esa justicia mínima natural. De nuevo tenemos aquí el contraste platónico entre lo ideal y lo real. El ideal en este caso es la república cristiana.

3 FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

El saqueo de Roma por los bárbaros (410) conmovió a todo el Imperio. Los paganos acusaron a los cristianos de ser los culpables de que los dioses de Roma hubieran dejado de proteger la ciudad al haber dejado la ciudad de ofrecerles culto y, por otra parte, el dios cristiano no había sido capaz de defender a Roma.

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San Agustín interviene en la polémica con su obra principal La ciudad de Dios, pero la obra rebasa con mucho los límites de un escrito polémico y de circuns­tancias. En ella tenemos la profunda reflexión de un romano de las fronteras ante el derrumbamiento de lo que se creía eterno. La reflexión brota de una primera reacción de perplejidad y está guiada por la convicción de que la His­toria sigue adelante y, por tanto, que algo nuevo tiene que surgir de las ruinas de lo antiguo.

Su fe cristiana le dice que la Historia de la humanidad no es una realidad dejada de la mano de Dios, antes al contrario, se desarrolla de acuerdo con un plan de la Providencia en el que cada cuerpo político tiene su papeL Nosotros no conocemos los detalles de este plan, pero sí podemos conocer sus rasgos generales. Por de pronto la Historia aparece corno un proceso unitario. Se par­te de una visión de la humanidad con comienzo, dirección y fin, que puede ser representado por una línea abierta que avanza en una dirección a medida que transcurre el tiempo. Es una novedad respecto a la concepción circular de la Historia que hemos visto en el mundo clásico. El plan de Dios es de salvación y su momento culminante ha sido la figura de Jesús: todo lo anterior es prepara­ción para la redención que se opera en Jesús; todo lo posterior es aplicación de dicha redención.

San Agustín explica la Historia con el esquema con que muchos autores anteriores explicaban el movimiento, el cambio. Éste es el resultado de la inte­racción de dos elementos antagónicos. Para San Agustín estos dos elementos son dos ciudades, dos tipos de comunidades: la ciudad terrena y la ciudad de Dios. Es coherente con su definición de sociedad o de pueblo, porque se trata de dos agrupaciones cada una de las cuales tiene su propia escala de valores. Como veremos en cuanto entremos en el contenido del mensaje agustiniano, el dualismo de las ciudades, aunque nos recuerda de inmediato al estoico, no está directamente inspirado en él, sino que más bien hay que referirlo al que encontramos en la Biblia y también en algunos autores cristianos anteriores a San Agustín. Pero éste nos ofrece una concepción muy original y profunda. San Agustín interioriza las ciudades. Se trata de comunidades místicas que están fundadas en la orientación de la voluntad de cada hombre.

Las dos ciudades no se identifican con dos organizaciones. Son más bien dos potencias, dos formas de entender y hacer la vida que están presentes en la historia del mundo. Durante toda la Historia de la humanidad, puesto que es una historia de pecado, esos dos principios están actuando. Su comienzo simbólico es la lucha de Caín y Abel, y siguen mezcladas en el proceso de la humanidad sin que se puedan separar, como el trigo y la cizaña en la parábola del Evangelio, hasta que se produzca la separación definitiva en el juicio final.

La Historia está llevada por el antagonismo de estos dos principios. Es un proceso dramático, con la guerra permanente en sus entrañas. La ciudad de Dios enseña los rectos límites a la voluntad humana, la convivencia en la paz; en ella los que mandan lo hacen como un servicio. Todo lo contrario ocourre en la ciudad terrena. Estas ciudades se fonnan por la actividad individuaL En todos y en cada uno de sus actos, el hombre elige por una u otra ciudad. Son, por

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tanto, comunidades que tienen su ser en el interior de cada hombre. Es más, la lucha de las dudades se da en el corazón de cada hombre. Cada uno a lo largo de su vida va decidiendo su propia adscripción a una u otra ciudad.

Aunque no existe una expresión institucional organizativa de estas duda­des, es natural que en algunos pasajes del polemista Agustín se produzca una aproximación circunstancial e incluso una identificación entre la ciudad de Dios y la Iglesia, y entre la ciudad terrestre y el Imperio u otras organizaciones po­líticas. De sus textos se puede deducir que todo 10 político cae del lado de la ciudad terrestre, porque ¿quién no se deja llevar por la ambición en el poder? El pesimismo antropológico de San Agustín se extiende a lo que podríamos llamar un pesimismo político. En principio la organización política es una en­tidad neutral en la lucha entre las dos ciudades. En la medida en que el poder garantiza un orden social, está posibilitando a los miembros de una y otra ciu­dad un ámbito de convivencia. Pero también es posible que el poder se ponga al servicio de una de las dos ciudades asumiendo los fines de una u otra. Lo más probable es la unión del poder político y la ciudad terrestre, por el pesi­mismo antes aludido. Esto es lo que de hecho se ha producido, según lo ense­ña la Historia. Los grandes imperios del mundo antiguo fueron cas~ siempre expresiones de la ciudad terrestre: Asiria, Babilonia, Egipto y finalmente Roma. Es también posible que el poder se ponga al servicio de la ciudad celestial. Ya hemos visto que San Agustín piensa que la sociedad política sólo alcanza la perfección de la justicia si se transforma en sociedad política cristiana. Esta aspiración, sobre la que luego se construirá el agustinismo político, no conlle­va de ningún modo la identidad entre Iglesia y la organización política, ni la instauración de una teocracia. Cada una de estas organizaciones tiene su pro­pio ámbito y su propia definición. San Agustín aspira a la colaboración entre ellas, aceptando incluso que la fuerza coactiva se ponga al servicio de la orto­doxia.

San Agustín compara el proceso de la Historia con el de la vida de una per­sona, que pasa por diferentes edades. Cree que la época en que vive es la se­nectud de la Historia, el declive de su dinamismo. Desde esta perspectiva nos da su interpretación del declive del Imperio romano. San Agustín hace una fuerte crítica de las costumbres romanas, nos muestra cómo la historia de Roma pasa por un proceso de descomposición que comienza a mostrarse a partir de la destrucción de Cartago. Este proceso se produce precisamente por el apetito insaciable de dominio. El Imperio es así la consecuencia de un enorme sacrifi­cio de vidas humanas al servicio de una ambición. No es que San Agustín se muestre contrario a la existencia del Imperio. Reconoce que fue providencial para la predicación del cristianismo. Pero en San Agustín encontramos con más frecuencia la línea de crítica del Imperio. Desde esta distancia psicológica res­pecto de Roma, nuestro autor apunta una reflexión sobre las dimensiones del cuerpo político comparándolo con el cuerpo humano. La idea central es muy sencilla: es preferible un hombre de pequeña estatura pero sanO antes que un gigante con enfermedades (De civ. D. lIT, 3). En términos políticos quiere decir que el Imperio no es la mejor de las formas posibles. Aristóteles había enseña-

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do que lo importante es la proporción entre la dimensión del cuerpo político y su proyecto de vida colectiva. San Agustín presiente que en el futuro se ha­brán de formar cuerpos políticos más pequeños, más armónicos, que están ya gestándose por debajo de la estructura gigantesca del Imperio (De civ. D., IV, 15). Es una anticipación de lo que unos siglos más tarde serán los reinos me­dievales, que en definitiva triunfarán sobre los reiterados intentos de recons­trucción del Imperio.