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262 Cristianismo primitivo y patrfstica Otros Padres S. GIET, Les jdées el "ae/ion sodales de sa;nt Basile, Pads, 1941. J. RIVIERE, San Basilio, obispo de Cesárea, trad. C1lSt. de N. González Ruiz, Ma- drid, s. f. L. VISCHER, Basilias de: Grosse, Basilea, 1953. A. CARRILLO DE ALBORNOZ, San Juan C,isóslomo y su influencia social en el Impe- ,iD bizantino del siglo N, Madrid, 1934. P. LEGRAND, Saint Jean Cbrysostome, París, 1924. S. VEROSTA, ¡aban'ncs Cbrysostomus, Staatsphilosoph und Geschichtstbeologe, Graz, 1960. O. HEGG1!LBACHER, Vom romischen %um christlichen Recht. Juristische Elemente in den Schriften des sogelUJnnten Ambrosías/er, Priburgo de Suiza, 1959. Imperio romano y cristianismo E. BARKER, G. BOISSIER, C. N. COCHRANE, H. FUCHS, F. KLINGNER, estudios cita- dos en el cap. IV del libro n, B; y las historias de la literatura latina cristiana y griega cristiana de P. DE LABRIOLLE y A. PtTECH. E. PETERSON, Der Monotbeismus als politirches Problem. Ein Beitrag zur Gescbicble der politischen Theologie im lmperium Romanam, Leipzig, 1935. SibyIliníscbe Weíssagungen, texto y trad. alem. de A. KURFESS, Muruch, 1951- E. STAUFFER, Cbrirlus und die Caesaren, Hanburgo, 1952. _ Jerusalem und Rom im ZeitaJler Jesu Chrísti, Berna, 1957. J.-R. PALANQUE, Sa;nl Ambroise el I'empire romain, París, 1934. AURELlO PRUDENCIO, Obras completas, en latIn y castellano. Versión e introduc:- ciones particulares de J. GUILLÉN. lntrad. general, comentarios, índices y - blíografla de 1. RODRfGUEZ, O. F. M., M,drid, 1950 (B. A. C.). A. BONILLA y SAN MARTíN, Historia de la filosofía española hasta el siglo XII, pp. 189-194, Madrid, 1908. Z. GARcfA VILLADA, S. 1. , Historia eclesiástica de España, l, pp. 115-209, Ma- drid, 1929. Capítulo 3 SAN / " Dicen de ti, ciudad de Dios, cosas gloriosas. (Salmos, 86, 3.) 1. Vida y obras de San Agustin.-2. La ley eterna y la ley natural.-J. Las leyes humanas.-4. Su pensamiento político: modernas interpretaciones del mismo.- 5. La perspectiva filosófico-social y la teológico-histórica . --6. Civilas Dei y Civilas t errena. -7. Sociedad política y justicia.--8. La república cristiana: el agustinismo político.-9. Teoría de la guerra justa y de la convivencia entre los puehlas.- 10. Propiedad, esclavitud, familia. 1. Por su padre, pagano, y su madre, cristiana, participaba San Agus- tín (354-430) de las dos tradiciones en lucha. Natural de Tagaste, en el norte de Mrica, recibió su primera educación en su ciudad natal y en Madauro. Estudió luego retórica en Cartago, en cuyo ambiente frívolo la lectura del hoy perdido Hortensia ciceroniano despierta en él una in- quietud espiritual que ya no se extinguirá. Su primer contacto con la Biblia no satisface sus ansias religiosas, que le hacen adherirse a la secta de los maniqueos. Parte para Roma, donde el escepticismo le atrae algún tiempo. Obtiene finalmente una cátedra en Milán. Allí conoce a San Ambrosio, cuya predicación, unida a la lectura de Plotino, logra en Agus- tín la superación del materialismo, preparando el camino que en agosto del 386 le conduce a la conversi6n. Desde entonces dedicará su vida y sus dotes intelectuales a la defensa de su fe contra el paganis mo por un lado y las herejías por otro. Ordenado sacerdote, y poco después obispo de Hipana, muere en esta ciudad cuando estaba asediada por los vándalos. 263 TRUYOL Y SERRA, A., Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado (I), Alianza Universidad, Madrid 1982, pp. 263-281.

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262 Cristianismo primitivo y patrfstica

Otros Padres

S. GIET, Les jdées el "ae/ion sodales de sa;nt Basile, Pads, 1941. J. RIVIERE, San Basilio, obispo de Cesárea, trad. C1lSt. de N. González Ruiz, Ma­

drid, s. f. L. VISCHER, Basilias de: Grosse, Basilea, 1953.

A. CARRILLO DE ALBORNOZ, San Juan C,isóslomo y su influencia social en el Impe­,iD bizantino del siglo N, Madrid, 1934.

P. LEGRAND, Saint Jean Cbrysostome, París, 1924. S. VEROSTA, ¡aban'ncs Cbrysostomus, Staatsphilosoph und Geschichtstbeologe, Graz,

1960.

O. HEGG1!LBACHER, Vom romischen %um christlichen Recht. Juristische Elemente in den Schriften des sogelUJnnten Ambrosías/er, Priburgo de Suiza, 1959.

Imperio romano y cristianismo

E. BARKER, G. BOISSIER, C. N. COCHRANE, H. FUCHS, F. KLINGNER, estudios cita­dos en el cap. IV del libro n, B; y las historias de la literatura latina cristiana y griega cristiana de P. DE LABRIOLLE y A. PtTECH.

E. PETERSON, Der Monotbeismus als politirches Problem. Ein Beitrag zur Gescbicble der politischen Theologie im lmperium Romanam, Leipzig, 1935.

SibyIliníscbe Weíssagungen, texto y trad. alem. de A. KURFESS, Muruch, 1951-E. STAUFFER, Cbrirlus und die Caesaren, Hanburgo, 1952. _ Jerusalem und Rom im ZeitaJler Jesu Chrísti, Berna, 1957.

J.-R. PALANQUE, Sa;nl Ambroise el I'empire romain, París, 1934.

AURELlO PRUDENCIO, Obras completas, en latIn y castellano. Versión e introduc:­ciones particulares de J. GUILLÉN. lntrad. general, comentarios, índices y b¡­blíografla de 1. RODRfGUEZ, O. F. M., M,drid, 1950 (B. A. C.).

A. BONILLA y SAN MARTíN, Historia de la filosofía española hasta el siglo XII, pp. 189-194, Madrid, 1908.

Z. GARcfA VILLADA, S. 1., Historia eclesiástica de España, l , pp. 115-209, Ma­drid, 1929.

Capítulo 3

SAN AGUSTI~

/ "

Dicen de ti, ciudad de Dios, cosas gloriosas.

(Salmos, 86, 3.)

1. Vida y obras de San Agustin.-2. La ley eterna y la ley natural.-J. Las leyes humanas.-4. Su pensamiento político: modernas interpretaciones del mismo.-5. La perspectiva filosófico-social y la teológico-histórica.--6. Civilas Dei y Civilas terrena.-7. Sociedad política y justicia.--8. La república cristiana: el agustinismo político.-9. Teoría de la guerra justa y de la convivencia entre los puehlas.-10. Propiedad, esclavitud, familia.

1. Por su padre, pagano, y su madre, cristiana, participaba San Agus­tín (354-430) de las dos tradiciones en lucha. Natural de Tagaste, en el norte de Mrica, recibió su primera educación en su ciudad natal y en Madauro. Estudió luego retórica en Cartago, en cuyo ambiente frívolo la lectura del hoy perdido Hortensia ciceroniano despierta en él una in-quietud espiritual que ya no se extinguirá. Su primer contacto con la Biblia no satisface sus ansias religiosas, que le hacen adherirse a la secta de los maniqueos. Parte para Roma, donde el escepticismo le atrae algún tiempo. Obtiene finalmente una cátedra en Milán. Allí conoce a San Ambrosio, cuya predicación, unida a la lectura de Plotino, logra en Agus­tín la superación del materialismo, preparando el camino que en agosto del 386 le conduce a la conversi6n. Desde entonces dedicará su vida y sus dotes intelectuales a la defensa de su fe contra el paganismo por un lado y las herejías por otro. Ordenado sacerdote, y poco después obispo de Hipana, muere en esta ciudad cuando estaba asediada por los vándalos.

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TRUYOL Y SERRA, A., Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado (I), Alianza Universidad, Madrid 1982, pp. 263-281.

264 Cristianismo pri.m.itivo y patrística

El itinerario espiritual de San Agustín, por él mismo descrito con in­delebles rasgos en sus Confesiones, explica la intensidad humana de ~u pensamiento, y al mismo tiempo el radicalismo de algunas de SilS fórmu­las, surgidas al calor de una polémica constante con las principales here­jías de su tiempo. Su obra remata en majestuosa bóveda la especulación patrística. Ofrece la primera gran síntesis de la filosofía griega (en sus direcciones platónIca y neoplatónica) y el cristianismo, y determinó la orientación de la especulación medieval hasta San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino.

De sus numerosos escritos nos interesan principalmente, además de las Confesiones, algunos diálogos de juventud (De libero arbitrio, De ordine), y sobre todo su obra maestra, De civilale Dei (413-26). Pero es de advertir que valiosos elementos de las doctrinas jurídicas y políticas del obispo de Hipana se hallan dispersos e.o el conjunto de su produccÍón li­teraria; así, en Contra Faustum manichaeum, los Comentarios a los Salmos, las Epistolar, los Sermones y otras obras.

2. San Agustín incorporó al cristianismo la teoria platónica de las ideas, haciendo de éstas los modelos eternos de las cosas en la mente divina. De igual manera integró en la nueva concepción del mundo la noción heraclitea y estoica de una ley universal cósmica, en su doctrina de la ¡ex aeterna. La ley natural, de que se habian ocupado San Pablo y los Padres anteriores, se enmarca en una conexión mayor, por cuanto aparece como un aspecto particular de la ley eterna, que San Agustín define como «la razón divina y la voluntad de Dios (ratio divina vel voluntas Dei), que manda respetar el orden natural y prohfbe perturbarlo» . El mismo Dios que creó las cosas les dio un principio regulativo, una ley, que si en los seres irracionales obra de manera necesaria, debe ser acatada libre­mente por el hombre, criatura racional. La ley natural que en la concien­cia se expresa, no es, pues, sino la participación de la criatura racional en el orden divino del universo, referido ahora a un Dios personal y tras­cendente. Con ello supera San Agustín el panteísmo de Heráclito y de los estoicos, y sustituye su iusnaturalismo cosmológico por un iusnatura­lismo teocéntrico que ha de ser la base de todas las ulteriores concepcio­nes cristianas.

La ley eterna se refleja, pues, en la conciencia humana como ley ética natural, y San Agustín ha sabido evocar la realidad de este orden moral objetivo en nosotros mediante fórmulas de insuperable vigor. No hay perversidad capaz de borrar la ley impresa en nuestro corazón. Fiel al esquema paulina, ve San Agustín en la ley natural de los gentiles la norma equivalente a la ley divina positiva de los judíos; los hombres, por caídos

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que estuvieran, conservaban la facultad de distingtili el bien del mal , lo justo de ]0 injusto. La ley natural es, ASÍ, la del hombre en ruanto tal, del «hombre natural», y, como la misma ley mosaica, está llamada a cul-minar y perfeccionarse en la lex veritatis de la revelación cristiana. La ley n~t~ral prepara y sustenta. a la vez la ley cristiana, así en el aspecto rus­tonco como en el ontológICO. De esta suerte se inserta la ley natural en el marco de la teología cristiana de la historia, que San Agustín precisa­mente expondrá por vez primera en grandioso conjunto.

3. l,a ley eterna, que tiene a Dios por autor y se manifiesta en la jntimidad de la conciencia humana como ley ética natural es el funda­'mento de las leyes humanas o temporales, de tal suerte, que' nada en éstas

·'es justo y legitimo, que no se derive de aquélla. En una palabra : el de-recho positivo se basa en el derecho natural, que a su vez es un aspecto de la ley ~terna. Pero, lejos de contentarse con esa fórmula general, sub­raya San Agustín que, exigiendo la misma ley natural una ordenación distinta . de las cosas humanas para circunstancias distintas, las leyes hu­maDas variarán a tenor de las exigencias rustóricas, CalDO variarán las for­mas de gobierno. Un pueblo disciplinado podrá tener una mayor inter­vención en la cosa pública que otro entregado a la violencia de las pasio­D:S. Podrá modificarse la legislación del mismo modo que la medicina, por ejemplo, altera el régimen de comida según se trate de una persona sana o de un enfermo.

Por otra parte, el legislador humano no ha de considerar como mi. sión suya el imponer todo lo que la ley eterna impone, ni tampoco prohibir todo 10 que ésta prohlbe. Su finalidad esencial consiste, en efecto, en ase­gur~r la paz y. el orden en la socíedad, para que los hombres puedan realizar converuentemente su fin, temporal y eterno. Si antes concilió San Agustln la inmutabilidad de la ley eterna y la ley natural con la mutabi­lidad del derecho positivo, ahora limita el ámbito de lo jurídico-positivo con respecto a lo ético y lo jurídico-natural, reduciéndolo a las relaciones que ~enen un alcance social más relevante. Esta doctrina encierra un punto de VIsta certero para una ulterior y más precisa distinción entre el dere­cho y la moral.

Ahora bien: Sao Agustín profesa un pesimismo antropológico que le conduce a acentuar los efectos del pecado original en el sentido de una cor~upción de la naturaleza misma. Perdida su integridad originat sólo débilmente puede la naturaleza racional servir de norma de acción. De ahí q~~ San Agustín subraye la necesidad de su estrecha subsunción en la ley divJDa revelada, y también, en el mismo orden de ideas, que acentúe el

266 Cristianismo primitivo y patrística

papel coercrtlvo y represivo de! derecho humano en la vida concreta de la sociedad.

4. El pesimismo antropológico de San Agustln se manifiesta también en su pensamiento político y social. No en el sentido de que los vínculos sociales, y sobre todo el vinculo político, sean fruto de! pecado y carezcan así de un fundamento natural propiamente dicho, como pretende una in· terpretación aún ampliamente extendida que podemos calificar de «pesi­mista» (O. von Gierke, G. Jellinek). Tampoco en e! sentido de que las instituciones sociales y políticas sean un remedio contra el pecado para atenuar sus consecuencias, según otra interpretación que, sin renunciar a su motivación pecaminosa, pone a salvo, sin embargo, su intrínseca vallo­sidad (E. Troeltsch, A. J. Carlyle). Antes bien, el pensamiento social y político de San Agustín, en cuanto tal, se sitúa en la linea de Aristóteles, los estoicos y Cicerón, que fundan la sociedad en la naturaleza misma del hombre, y con razón se ha abierto paso en la historiografía política y social una interpretación que podemos llamar «optimista» (J. Mausbach, O. Schil­ling, E. Gilson, A. Dempf, G. Holstein), pero que requiere, a nuestro jui­cio, ser matizada, por cuanto hay en la filosofía social y política del obispo de Hipona una interferencia entre la consideración filosófico-social y la con­sideración filosófico-histórica, o mejor aún, teológico-histórica de las socie­dades humanas. Como en Platón, se da en San Agusúo una tensión entre idea y realidad, que se manifiesta aquí de la manera más tajante, ya que el pensamiento social y político se enmarca en San Agustín en una teología de la historia cuyas magnas perspectivas nos abren los veintidós libros De civitate Dei.

5. La filosoHa social y política de Sa!> Agustín arranca del príncipio aristotélico, estoico y ciceroniano de la sociabilidad natural del hombre, al que el dogma cristiano de la unidad de origen de la especie humana con­fiere su auténtico valor. Esta sociabilidad natural da lugar a la constituci6n de la familia, instituida por Dios en el Paralso terrenal antes del pecado, y conduce luegc a la dudad, caracterizada por la mayor complejidad de su fin, en cuanto que abarca una multitud de seres racionales unidos por la comunidad de los objetos que aman. El mandato, dado por Dios a la pri­mera pareja, de crecer y multiplicarse, es prueba inequívoca de la vocaci6n original dd hombre a la vida social; y como toda sociedad, incluso la de seres perfectos, requiere una autoridad, síguese de ello que son de ca­rácter primario ciertas relaciones de subordinación, y que el pecado sólo podía significar, así en la familia como luego en la ciudad, una agrava­ción de las mismas en el ~entido de convertir en coactivo el poder, que sin el pecado sería libre y espontáneamente acatado.

3. San Agustín 267

La sociedad politica, como tal, responde, pues, a una inclinación na­tural del hombre, sea santo o perverso, y su función primordial consiste en asegurar la paz y realizar la justicia dentro de los límites del orden natural. En este aspecto, no nos parece ofrecer serias dudas el pensa­miento de San Agustln. El hecho de que la paz que asegura la sociedad política y la justicia que realiza sean de suyo imperfectas, no invalida esta fundamentación iusnaturalista; se trata de una simple consecuencia de un hecho más general, que en medida mayor o menor a6.rma todo pensador cristiano: la insuficiencia de la naturaleza, abandonada a sus solas fuerzas; su necesidad de perfección por la sobrenaturaleza, a la que está ordenada. Lo que ocurre es que en San Agustín esta insuficiencia e's sentida con mayor angustia que, por ejemplo, en Santo Tomás.

Ahora bien, con la perspectiva @osófico-social incide en la mente de San Agustín la perspectiva teológico-histórica. Es ya significativa la cir­cunstancia de que los textos citados en apoyo de la interpretación pesi­mista de la política agustiniana pertenezcan generalmente al De civitate Dei.

6. Históricamente, la sociedad política aparece inserta en la irreduc­tible lucha que entre sí sostienen la civitas Dei o civitas coelestis y la avitas terrena, llamada también civitas diaboli. Ambos sujetos de la his· toria universal son sociedades en sentido místico : las integran respecti. vamente los ángeles buenos con los hombres santos de todos los tiem­pos, y los ángeles malos con los hombres perversos de todos los tiempos -seres racionales, unos y otros, unidos entre sí por dos amores de signo opuesto: el amor propio hasta el menosprecio de Dios, los segundos, y el amor de Dios hasta el desprecio propio, los primeros. Son socieda­des supratemporales, pues nacieron con la caída de los ángeles rebeldes y su antagonismo durará hasta el día del Juicio Final. Pero ambas ciu· dades tienen en todo momento una dimensión temporal y terrena, en cuanto que se dividen el linaje humano. San Agustín aplica los términos «ciudad de Dios» y «ciudad terrena», indistintamente, a la totalidad de ambas sociedades, o a esta dimensión temporal de las mismas : en la tierra, las dos tienen en Adán su común origen, produciéndose la separa­ción en Abe! y Caln.

Para la filosofía política es esta dimensión temporal de la ciudad de Dios y de la ciudad terrena la que importa examinar, porque en contacto con ella se desarrolla la vida de la sociedad política. Y aquí tropezamos de lleno con la peculiar interferencia de la perspectiva teológico-histórica en la filosofía social, antes señalada. La sociedad política y la ciudad terrena, consideradas en sí mismas, se diferencian claramente, como se diferencian claramente la ciudad de Dios y la Iglesia. La civilas terrena

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no se identifica con la sociedad política, puesto que en ésta conviven hombres justos y perversos, y la ciudad terrena permanece una, a pesar de la multiplicidad de las sociedades políticas. Tampoco cabe confundir la civitas Dei con la Iglesia, pues la pertenencia externa a la Iglesia no supone necesariamente la pertenencia a la dudad de Dios: hay «(hijos de la Iglesia ocultos ehtre los impíos» y «falsos cristianos dentro de la Iglesia)}.

Sin embargo, San Agustín desdibuja, y por ende atenúa, con freOlen­da, esta clara distinción. Por una parte, en la era cristiana la Iglesia es el núcleo esencial de la ciudad de Dios, equiparándose prácticamente a ésta en muchos pasajes. Por otra, San Agustín aplica en reiteradas oca­siones la expresión «ciudad t~rena» a la sociedad política propiamente dicha. Y ello ocurre por dirigir San Agustín su asombrada mirada de cristiano hacia los grandes imperios cuya dramática sucesión llena la his­toria del antiguo Oriente y de la Antigüedad grecorromana.

Cierto es que, en principio, la posición de la sociedad política en la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena es una posición neu­tral, en cuanto que asegura a los miembros de ambas una zona común de convivencia relativamente pacífica y relativamente justa. Pero también puede la sociedad política, en sus formas históricas concretas, ponerse al servicio de cua.lquiera de las dos ciudades, haciendo suyos sus fines. E incluso debe, para alcanzar la plenitud ética que el orden natural no puede darle, convertirse en sociedad política cristiana. Sin embargo, su carácter puramente temporal la expone a inclinarse hacia la ciudad te­rrena. De hecho, los grandes imperios del mundo antiguo se convirtieron demasiadas veces, según San Agustín, en instrumentos de la ciudad te­rrena, hasta el punto de que la historia de la misma se identifica, en un amplísimo sector de su desarrollo, con la historia de Asiria y de Babilo­na, de Egipto, de Grecia y de Roma. Adquiere en este sentido valor simbólico el que, por ejemplo, la historia de Roma se iniciara bajo el signo dd fraticidio.

7. Esta diversidad de planos en que constantemente se mueve el pensamiento agustiniano, resulta patente también en la cuestión relativa a la relación entre la sociedad poIíúca y la realización de la jusÚcÍa. Par­tiendo de la definición ciceroniana de la república como reunión de mu­chos hombres unidos por su concordancia acerca del derecho y su común utilidad, cree San Agustín deber desecharla, porque, siendo la justicia, según la fórmula consagrada, aquella virtud que da a cada cual lo suyo, y

. no dando la sociedad política pagana lo suyo al Dios verdadero. resultaría que no podría aplicársele tal definición. De ahí que San Agustín cambie

3. San Agustín 269

la definición ciceroniana, excluyendo de ella la referencia a la jusúcia: la dudad o república es una congregación de hombres unidos en tre sí por la comunión y conformidad de los objetos que aman. Ya hemos visto la aplicaci6n de esta definición a la ciudad ~eleste y a la ciudad terrena. Pero en otro lugar dice que, sin la justicia, los reinos no son otra cosa que grandes latrocinios. Ello se debe a que San Agustin maneja un doble concepto de justicia: si la «verdadera» justicia sólo se da en el cristia­nismo, haya su lado una justicia menos plena, la justicia natural, que asegura un mínimum de moralidad: faltando ésta, la ciudad o república no se distingue de una cuadrilla de malhechores, no hay diferencia alguna cnt,re Alejandro Magno y un pirata cualquiera. Demasiadas veces ha faltado en los pueblos esta justicia mínima que en última instancia integra er'"concepto de ciudad o república. Tenemos, de nuevo, la incidencia de la realidad en la idea, y asimismo la tendencia a subsumir lo natural en 10 sobrenatural: la república sólo realiza plenamente su esencia como re­pública cristiana.

8. El gobernante perfecto será, por consiguiente, el gobernante cris­tiano. La imagen que de él esbozó San Agustín (De ciu. Dei, V, 24) ins­piraría innumerables espejos de príncipes hasta la época moderna. Sabida es, por otra parte, la veneración que Carlomagno sentía ante aquella sem­blanza, y se ha dicho con razón (J. Brycc) que la teoría del Sacro Romano Imperio se basó en la Ciudad de Dios.

Pero no siempre fue entendido el pensamiento agustiniano en toda su complejidad por los epígonos medievales. Lo que, después de H.-X. Ar­quilliere, se llama hoy comúnmente el «agustinismo politico», ha sido una interpretación de la Ciudad de Dios en el sentido teocrático de una jurisdic­ción directa de la Iglesia en lo temporaL Esta interpretación, si bien fue la preponderante en la Alta Edad Media, dio luego paso a la teoría de la ju­risdicción indirecta, precisada y desarrollada por la escolástica renacentista.

9. La filosofía política de San Agustín desemboca finalmente en una teoría de la guerra justa llamada a inspirar toda la doctrina cristiana pos­terior. Contra quienes (como Tertuliano y algunas sectas) pretendían fun­d3r en la Sagrada Escritura un pacifismo absoluto, sostiene San Agustín la licitud del servicio de las armas y de la guerra, si ésta es justa; es decir, si no tiene otro fin que deshacer una iniuria. La guerra sólo es legítima en tanto en cuanto es el único medio de hacer frente a la injusticia entre los pueblos. El derecho a la guerra es así una manifestación del derecho de castigar, que corresponde a la autoridad, y en este caso se ejerce contra los enemigos exteriores. Pero la necesidad, si legitima la guerra, le pone tam-

l\ /

270 Cristianismo primitivo 'f patrística

bién límites, pues sólo estará permitido )0 que estrictamente resulte impues­to por la finalidad perseguida de restaurar el derecho. Por último, el beligerante justo ha de tener recta intención, actuando como juez y 110

como ofendido. Santo Tomás y los teólogos-juristas esp3ñoles del Siglo de Oro no harán sino desarrollar estos principios, adaptándolos a las nuevas condiciones políticas y a la mayor complejidad de las guerras de su tiempo.

En San Agustín, esta teoría de la guerra justa se integra en una con­cepCl0n de la vida internacional fundada en la convivencia pacífica de pueblos pequeños sin otra ambición que el goce de una «concorde ve­cindad», y así hubiera en el mundo muchísimos reinos de gentes, como hay en la ciudad muchísimas casas de ciudadanos (<<et ita essent in mundo regna plurima gentium, ut sunt in urbe domus plurimae civium»). Este texto del De civitate Dei (IV, 15) postula, pues, un pluralismo jurídico. internacional (si se nos permite la expresión), que resulta preferible, se· gún el Doctor de Hipona, a un imperio universal bajo la dominación de un solo pueblo. Ello implicaba (e insistiremos en ello en el próximo ca· pítulo) la caducidad del Imperio romano y una revisión de su misión rus· tórica. Una vez más, hemos pasado del plano filosófico-social al filosófico­histórico.

10. En lo que atañe a la propiedad, ocupa San Agustín una poslclOn media entre el rigorismo de un Ambrosio o un Juan Crisóslomo y la ma· yor laxitud de un Clemente de Aleíandría. Los bienes de este mundo, creados por Dios, no pueden ser malos de suyo, y sólo llegan a ser tales por el uso que de ellos haga el hombre. No hemos de considerarlos comQ fines, sino como medios ordenados a nuestro perfeccionamiento. La pro­piedad se califica moralmente por el espíritu de quien ha sido favorecido por la Providencia. De ahí en primer término el deber de la limosna, que transforma la riqueza material en riqueza espiritual. Como para los de· más Padres, la esclavitud es para San Agustín una consecuencia del pecado y debe ser superada en el espíritu de caridad. También queda enaltecido el trabajo en las diversas actividades humanas, aunque dentro de una je· rarquía. San Agustín repudia la usura. Es menos riguroso que otros Pa­dres con respecto al comercio, siempre que éste no se lleve a cabo con detrimento de la justicia.

La doctrina de San Agustín sobre el ma trimonio se halla recogida principalmente en el opúsculo De bono coniugali. Destaca como bienes del matrimoruo, además de la perpetuación de la especie, la unión espiritual, la fidelidad, la ayuda mutua de los esposos.

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BIBLIOGRAFIA ADICIONAL

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Capítulo 4

FIN DEL PERIODO PATRISTICO

Las enseñas grecianas, las banderas del senado y romana monarquía murieron, y pasaron sus carreras.

(Anónimo sevillano, siglo XVI.)

EL CRISTIANISMO EN LA CAlDA DEL IMPERlO ROMANO

1. El providencialismo de San Agustín, Otosio y Salviana.

SAN ISIDORO DE SEVILLA Y LA TRANSMISION DE LA CULTURA ANTIGUA

2. La cultura en la época de las inv3siones.-3. San Isidoro de Sevilla.

IGLE.SIA y REALEZA. LOS ESPEJOS DE PR!NCIPES

4. Gelasio 1 y la teoría de las dos espadas.-5. Hincmaro de Reims. Los espe­jos de príncipes del período carolingio.

El cristianismo en la ca/da del Imperio romano

1. La muerte de San Agustín en Hipona, asediada por los vándalos, tiene el valor de un símbolo. El poderío romano se derrumbaba, y pronto no cabría duda, ame la magnitud del desastre, de que un ciclo histórico se estaba cerrando. Si dIo no significaba el fin del mundo, como muchos te­mieran, se abría un fututo imprevisible y, por ende, inquietante. San Agus­tín pudo vacilar en su apreciación del alcance inmediato de los hechos; sin embargo, la perspectiva universal de su Ciudad de Dios daba pie para una interpretación a largo plazo de los acontecimientos, y en particular para una teoría del gobierno providencial de las sociedades políticas que las tri­bulaciones de la época reclamaban.

Hemos visto que la teología de la historia de San Agustín implicaba el abandono de la idea de Roma como defensora única y perpetua de la paz

273

274 Cristianismo primitivo y patrística

y la justicia, que había pasado de los panegiristas del siglo de Augusto a autores cristianos, entre ellos Prudencio. Abandonó San Agustín también la tesis según la cual el Imperio era el necesario protector de la Iglesia. El destino del cristianismo no está vinculado al predominio del poderío romano en el mundo. Nin.gún gobierno humano es eterno. Roma, cuya dominación temporal sobre tantos pueblos fue el premio dado por Dios a sus virtudes naturales, que San Agustín supo reconocer, decaía ahora, víctima de sus vicios. Pero la Providencia asegura, a través de la sucesión de los reinos terrenales, la continuidad de su acción. Al orden providencial obedece tam­bién la elevación y la caída de los titulares concretos del poder en cada circunstancia histórica.

Este providencialismo hist6rico y político fue desarrollado, por en­cargo del propio San Agustín, por Pablo Orosio, sacerdote de Hispania, de quien se ignoran las fechas de nacimiento y de muerte, e incluso de qué región de la Península procedía (Braga y Tarragona lo reclaman para sí). En los siete libros de sus Historias (Historiae adversus paganos, 417~ 418), muy leídos en la Edad Media, es Orosio ya, ante el drama romano un espectador cuya fe en una continuidad eclesiástica independiente de las vicisitudes político.temporales le infunde serenidad. Roma, con su or· den y su paz, había ciertamente preparado y favorecido la difusión del cristianismo. como sus tuviera Prudencia. Pocos autores supieron incluso dar tanto relieve a la realidad social de la unidad romana, cuyos bene­ficios refiere a su experiencia personal cotidiana de hombre que, al tener que huir de su patria, tuvo todo un mundo donde refugiarse. Como otros apologistas cristianos del Imperio, subraya asimismo Otosio la coinciden­cia del advenimiento de la paz de Cristo y la instauración de la paz romana por Augusto. Pero no olvida el precio que los demás pueblos tuvieron que pagar para ello, perdiendo su independencia. Sobre todo, pone fin a la posición privilegiada de Roma como pauta de la felicidad terrenal (su fortuna implicaba para otros la desgracia) y como infraes~ tructura política del cristianismo. Cumplido su papel providencial y víc~ tima de su flaqueza moral. no se ve por qué razón no podrán sucederle otros pueblos en el gobierno temporal del mundo. El orbe romano, que Orosio designa con el nombre, nuevo y sugestivo, de Romania~ puede dar paso a un orbe gótico, a una Gothia como la que algún tiempo con~ cibiera Ataúlfo. no sólo sin peligro alguno para la expansión y el forta­lecimiento del cristianismo, sino incluso en beneficio de éste (las invasio­nes, por ejemplo, pusieron a los bárbaros en contacto con el cristianismo, dando ocasión a la propagación de la fe entre ellos), si así corresponde a los ulteriores designios de la Providencia. Esta es la que sabiamente da y quita el poder a los hombres y a los pueblos.

4. Fin del período patrístico 275

Esta perspectiva orosiana reaparece poco después, con m2yor radica~ lismo aún, en la obra De gubernatione Dei, escrita a mediados del siglo v por Salviano (h. 40Q-h. 480), sacerdote oriundo de Tréveris o su región y que se estableció en Marsella. Salvíano acentúa, en efecto, las culpas de Roma, y, en contraposición il ellas, las virrudes de los bárbaros, por las que merecieron la victoria. Destaca :lnte todo en ellos la pureza de costumbres y la sobriedad, a la que confiere un valor político, sin contar su sincera re1i~ giosidad. También subraya su mayor sentido de la justicia tributaria, que hi~ ciera para muchos su dominio más llevadero que el romano propio. Por otra parte las invasiones, con los contactos humanos que establecían entre el mundo romano y el bárbaro, daban ocasión a que el cristianismo rebasara

. sus anteriores límites, prosiguiéndose así ahora, contra el Imperio romano, la acción providencial de difusión de la Buena Nueva de la que él fuera antes instrumento, pero que no dependía de su fortuna temporal.

Con esta transmutación de valores histórico·culturales culmina el rela­tivismo del cristianismo primitivo ante las estructuras políticas, ya clara~ mente perceptible en la Carta a Diogneto. Ninguna comunidad terrenal tiene un valor absoluto; ningún poder temporal es eterno; ,sólo el reino de Dios no tendrá fin. Si Roma ha de subsistir basta. la consumacÍón de los siglos, habrá de ser como capital religiosa del orbe, como sede de los sucesores de Pedro y cabeza del mundo cristiano. El papel que dejó sin cubrir la Roma imperial pasaría, de esta suerte, a ser asumido por la Roma pontificia. Con 10 cual se produjo en muchos espíritus, princi~ palmente en los círculos eclesiásticos de las Galias (así en San Prós~ pero de Aquitania -h. 390-h. 463-), lo que un historiador de aquella crisis histórica (]. Físcher) muy gráficamente ha llamado la Verkirchlichung der Romidee, es decir, en fórmula inevitablemente menos recortada que la original, la transposición de la idea de Roma a la esfera eclesiástica. Esta transposición aparece ya consagrada con especial claridad por el Papa San León 1 el Grande (440-461), cuando, al ensalzar la fortuna de Roma en una homilía, la muestra más majestuosa todavía en su poderío espi~ ritual de 10 que fuera antes en grandezas de la carne.

San Isidoro de Sevilla y la transmisión de la cultura antigua

2. Mientras tanto, las condiciones producidas por la caída del Impe· tia romano de Occidente no eran propicias a una labor especulativa crea· dora. Al período de florecimiento intelectual que culminara con San Agus~ tin, siguen siglos de penuria, durante los cuales se interrumpe en gran me~

276 Cristianismo primitivo y patrística

.d.ida la comunicación espiritual entre las distintas partes del mundo roma· no, ahora separadas políticamente. El saber se refugia en los monasterios, en espera de fructificar de nuevo en cuanto la coyuntura histórica lo per· mita. Entonces es cuando algunos varones ilustrados, como Boecio (h. 480" 524), Casiodoro (h. 490-d. de 580) e Isidoro de Sevilla, recogen para la posteridad elementos dispares del gran naufragio de la cultura antigua, reuniéndolos en compendios o en colecciones de índole enciclopédica. Su obra mantuvo la continuidad necesaria a través de los siglos oscuros de tran­sición hacia la nueva cultura. Poco después, el llamado «renacimiento caro­lingio» (siglos IX-X) será el primer intento consciente y organizado, aunque prematuro, de restauración: precedidos por Beda el Venerable (674-735), Alcuino (h. 732-804) Y Rábano Mauro (h. 776-856) proseguirán la labor de salvamento en un ambiente ya más favorable.

Al primero de estos grupos hemos de adscribir el Papa San Gregario Magno, primero de este nombre (590-604; nacido h. 540), que desempeñó análogo papel histórico en el ámbito de la vida y la organización eclesiás· tkas, Gran administrador y hombre de acción, nos interesa aquí esencial· mente por su semblanza del príncipe cristiano adornado por la humilitas, que ejercerá influencia sobre las teorías medievales de la realeza, y por el peculiar vigor con que acentuó el primado de la sede romana como cabeza de toda la Iglesia.

3. El más importante de estos hombres beneméritos es en nuestra disciplina San Isidoro, nacido hacia el año 560 en Cartagena (donde su padre fue gobernador) o en Sevilla, y que sucedió a su hermano mayor, San Leandro, como obispo de Sevilla (h. 600). Murió en 636, después de haber desempeñado un papel destacado en la vida religiosa, científica y po· lítica de la España de su tiempo. Sus Orígenes o Etimologías y sus Senten· cias han sido canteras de las más explotadas de la erudición medieval.

La relevancia de San Isidoro para la filosofía del derecho y del Estado se debe ante todo a que dio cabida en su empresa recopiladora (especial­mente en los libros V de las Etimologías y III de las Sentencias) a valio­sos pedazos de tradición jurídica antigua.

Recoge San Isidoro la idea, tomada de San Gregario Magno, pero ya formulada por San !reneo, de que el poder de los reyes tiene esencialmen­te una función represiva, que hicieron necesaria los pecados de los hom· bres. Estos son asimismo causa de la servidumbre. El uso bueno o malo de tal poder por parte de los príncipes permite distinguir al rey, monarca legítimo y padre del pueblo, del tirano, cuyo gobierno violento y opresivo es propiamente ilegal. El rey ha de procurar con celo insobornable que

4. Fin del período patrístico 277

impere la justicia. Esta es, con la piedad, la virtud real por excelencia. Mas la justicia exige que también el monarca se atenga a las leyes y las respete, tanto más, cuanto que los reyes con sus ejemplos fácilmente edifi­can o destruyen la conducta de los súbditos. Como San Agustín, Orosio y Salviano, ve Isidoro en los malos gobiernos un castigo de la Providencia, Toda autoridad es de Dios: la buena, del Dios propicio; la mala, del Dios iracundo.

Especial interés, por su posterior resonancia en la escolástica, ofrecen las condiciones que podríamos llamar ético-religiosas, psicológicas y socio-­lógicas, que el obispo de Sevilla, inspirándose en San Agustín, exige de l~ ley para que logre a la vez validez y vigencia. La ley, que con la cos­tumbre es expresión del derecho (iur), ha de ser honesta, justa, posible, én conformidad con la naturaleza, en armonía con las costumbres del país, conveniente por razón del lugar y del tiempo, necesaria, útil, clara, no sea que en su oscuridad oculte algún engaño, y establecida no para fomento de intereses privados, sino para utilidad común de todos los ciudadanos.

San Isidoro transmitió a la Edad Media una clasificación del derecho llamada a ejercer la mayor influencia. El derecho se divide en derecho na­tural, derecho de gentes y derecho civiL El derecho natural, común a to­dos los pueblos (communis omnium nationum), está fundado en un natu­ral instinto. independientemente de toda decisión humana. El derecho de gentes se caracteriza por su contenido: «es ocupaci6n de lugares, la edifi· cación, fortificaciones, guerras, hacer prisioneros, las servidumbres, resti­tución, alianzas de paz, treguas, inviolabilidad de los embajadores, prohibi­ción de casarse con extranjeros» y 10 practican todas las gentes. El derecho civil es el que cada ciudad establece para sí. Acaso 10 más importante de la clasificaci6n isidoriana del derecho sea que en ella el ius genlium, por la índole de la mayoría de sus instituciones. corresponde en el fondo im­plícitamente a 10 que en la terminología moderna entendemos por derecho internacional.

Otra aportación de San Isidoro a la filosofía jurídica y política es final­mente la relativa a la doctrina de la guerra justa (en el libro XVIII de las Etimologías), que entronca con la de Cicerón, a quien cita. De su defini­ción de la guerra justa (<<la que se hace por acuerdo, a causa de hechos muy repetidos, o para arrojar al invasor»), se desprenden dos condiciones para la legitimidad del recurso a las armas: la declaración o notificación y la existencia de ofensas graves. Distingue claramente la guerra propiamente dicha, justa O injusta ((contra los enemigos», o sea, entre colectividades políticas). de la guerra civil (bellum civde)' «(sedición y movimiento de tumulto entre los ciudadanos». Aunque rudimentaria en la expresión, la

278 (:ristianísmo primitivo y patrística

definición isidoriana de la guerra justa será recogida por los au.tares me­dievales juntamente con la de San Agustín, llegando incluso a alcanzar ma­yor difusión que ésta.

Iglesia y realeza. Los espejos de príncipes

4. Con San Isidoro de Sevilla nos alejamos ya de la Antigüedad gre­corromana para penetrar en el mundo germanorrománico que surge de la paulatina fusión de los «bárbaros}) invasores con las poblaciones romani­zadas de Occidente. Si tanto Boecio como Casiodoro pudieron indistinta­mente ser llamados «el último romano», Isidoro se siente ya miembro de una nueva patria, la comunidad hispanogoda, cuya unidad religiosa se ha­bía sellado con la conversión de Recaredo al catolicismo. Idéntica fue la evolución en los demás reinos germánicos. La consecuencia de la unidad religiosa fue por doquier una íntima asociación de la Iglesia con la realeza en el gobierno y la administración, de la que son expresión institucional, en España, los concilios de Toledo. Sabido es el importante papel que San Isidoro desempeñó en el tercero de ellos. También en el plano doctrinal postulaba el autor de las Etimologías la más estrecha coordinación entre la autoridad eclesiástica y el poder real. Difícil hubiera sido adoptar otra posición en cristiandades nacionales que debían a la Iglesia, único factor común de cohesión, los rudimentos de s_u cultura y aun la reordenación de su estructura social y económica.

Cuando Carlomagno restauró el Imperio en Occidente (800), el proble­ma de la relación entre el poder temporal y el espiritual hubo de plantearse con mayor rigor. De hecho, la estrecha cooperación entre el emperador y la Iglesia tendía a desdibujar los limites de las respectivas esferas de acción. Con Carlomagno, y más tarde con Otón el Grande y sus sucesores, los fines del Imperio se identificaron al máximo con los de la Iglesia, integrán­dose conscientemente en ellos. Más adelante veremos los peligros que de esa situación podían resultar para la Iglesia, a consecuencia del fortaleci­miento del poder imperial, y que motivaron una reacción por parte de los pontífices.

En el período patrístico, en todo caso, la teoría había ac~ntuado. m.ás bien la dualidad, dentro de una concepción unitaria de la SOCiedad cristIa­na. La expresión clásica de este dualismo se debe a Gelasio 1, Papa del 492 al 496, que la condensó en una carta al emperador de Oriente, Anas· tasio (494): el emperador es hijo de la Iglesia, y no cabeza suya (recuér­dese la fórmula de San Ambrosio); pero el poder temporal es distinto del

I

4. Fin· del perfodo patrístico 279

e5piritualj ambos derivan de Dios su autoridad, y sólo a El están someti­dos en el ámbito propio de su función, si bien el espiritual es más exce­lente, por cuanto habrá de rendir cuentas también por los reyes de los hombres. T~nemos aquí el punto de partida de la famosa teoría de las dos espadas, acerca de la cual se discutirá mucho en la Edad Media. Dos espa­das simbolizan las dos autoridades supremas queridas por Dios para el go­bierno del humano linaje, y no pueden estar unidas en una misma mano. Esto era convicción común de todos. Pero en la determinación más precisa de la relación entre ambas espadas discreparían mucho los tratadistas y publicistas medievales.

5. La formulación más significativa de la teoría de las dos espadas en la época de los carolingios es sin duda la de Hincmaro (h . 806-882), arzobispo de Reiros. Perteneciente a una familia germánica instalada en el noroeste de Francia. desempeñó en la vida eclesiástica y política del rei­no franco bajo los carolingios un papel comparable al de San Isidoro en España, y se ha podido ver en él al primer «príncipe de la Iglesia» de la Edad Media. En un rescripto sinodal del concilio de Fismes (881) estable­ce nítidamente Hincmaro la distinción entre el poder espiritual y el tem­poral. Sólo Cristo pudo ser a la vez sacerdote y rey . Después de su muer­te, las dos dignidades recaen en titulares distintos, sin que puedan confun­dirse. Ahora bien, por la índole de su respectiva vocación el sacerdocio es superior a la realeza, y ello se pone de manifiesto en el hecho de que es el sacerdote el que unge al rey en la ceremonia de la coronación. De ahí que no pueda el monarca temporal inmiscuirse en los asuntos espirituales y esté en cambio obligado a defender la Iglesia y a inspirarse. para su le­gislación, en los preceptos divinos.

En consonancia con este ideal político·ec1esiástico, era esencial una ade­cuada formación religiosa y moral de los llamados a gobernar. As¡ hubo de florecer el género literario de los «Espejos de príncipes», cuya tradición se perpetuará hasta el Barroco, sobre el modelo del príncipe cristiano de la Ciudad de Dios de San Agustin. El propio Hincmaro redactó para Carlos el Calvo un tratado De la persona y las funciones del Rey (De regis per­sona el regio ministerio), al que siguió más tarde su De ordine palatU. Pero ofrecen no menor interés otros del mismo período. como los que poco antes escribiera el aquitano Jonás, obispo de Orleans (De institutione regia, 814, y De institutione laicali), o el irlandés Sedulio Escoto (t h. 860), en Lieja (De rectoribus christianis, 858-59; redescubierto por Angelo Mai , como la República de Cicerón). Lo mismo que en San Isidoro, se insiste en todos ellos con fuerza en el principio de la sumisión del gobernante a

i 1,

I

280 Cristianismo primitivo y patrística

las leyes, y por consiguiente en el límite que separa el rey del tirano. Es notable en Sedulio, y más todavía en Hincm~ro, la referencia a ejem­plos de la historia reciente, especialmente del reinado de Carlomagno, pronto idealizado .

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Para San Agustm, véase además la bibliografía del cap. anterior .

Orosio y 5alvi~no

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4. Fin del período patrístico

El gel4sianismo 'Y lar escritores carolingios

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