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Qué manera esa de pecar

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Qué manera esa de pecarLas mujeres de las clases populares en Bogotá

(1885-1957)

Diana Gómez Navas

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© Universidad Distrital Francisco José de Caldas© Facultad de Ciencias y Educación© Diana Gómez NavasPrimera edición, marzo de 2017ISBN: 978-958-8972-80-0

Dirección Sección de PublicacionesRubén Eliécer Carvajalino C.

Coordinación editorialNathalie De la Cuadra N.

Corrección de estiloEditorial UD

DiagramaciónDiego Abello Rico

Imagen de cubiertaLa Enjaulada No. 21977María de la Paz Jaramillo GonzálezGrabado mixta - Grabado en metal 30x50 cmColección de Arte del Banco de la RepúblicaAP-2005

Editorial UDUniversidad Distrital Francisco José de CaldasCarrera 24 No. 34-37Teléfono: 3239300 ext. 6202Correo electrónico: [email protected]

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Sección de Publicaciones de la Universidad Distrital.Hecho en Colombia

Gómez Navas, Diana Qué manera esa de pecar. Las mujeres de las clasespopulares en Bogotá (1885-1957) / Diana Gómez Navas. -- Bogotá: Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 2017. 292 páginas; 24 cm. ISBN 978-958-8972-80-0 1. Problemas sociales - Bogotá (Colombia) 2. Mujeres - Aspectos sociales - Bogotá (Colombia) - 1885-1957 3. Vida urbana - Bogotá (Colombia) - 1885-1957 4. Historia social - Bogotá (Colombia) - 1885-1957 I. Tít. 361.1 cd 21 ed.A1562848

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

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Contenido

Presentación 11

Introducción 19

De herencias medievales y rezagos coloniales 31

De apuestas regeneristas y luchas aperturistas 61

Bogotá, mundo público y vida urbana 117

La ciudad de las de abajo 175

Cuando lo público fue por las mujeres 229

Comentario final 269

Referencias 273

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MARÍA LA SIRVIENTA

Se llamaba María todo el tiempo de sus 17 años,era capaz de tener alma y sonreír con pajaritos,pero lo importante fue que en la valija le encontraronun niño muerto de tres días envuelto en diarios de la casa.

Qué manera era esa de pecar de pecar,decían las señoras acostumbradas a la discrecióny en señal de horror levantaban las cejascon un breve vuelo no desprovisto de encanto.

Los señores meditaron rápidamente sobre los peligrosde la prostitución o de la falta de prostitución,rememoraban sus hazañas con chirusas diversasy decían severos: desde luego querida.

En la comisaría fueron decentes con ella,sólo la manosearon de sargento para arriba,pero María se ocupaba de llorar,los pajaritos se le despintaron bajo la lluvia de lágrimas.

Había mucha gente desagradada con Maríapor su manera de empaquetar los resultados del amory opinaban que la cárcel le devolvería la decenciao por lo menos francamente la haría menos bruta.

Aquella noche las señoras y señores se perfumaban con ardorpor el niño que decía la verdad,por el niño que era puro,por el que era tierno,por el bueno,en fin,por todos los niños muertos que cargaban en lasvalijas del almay empezaron a heder súbitamentemientras la gran ciudad cerraba sus ventanas.

Juan Gelman (1962)

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Los estudios sobre la incursión de la mujer en el mundo público durante los procesos de modernización que se emprenden en el país durante las últimas décadas del siglo xix y primera mitad del siglo xx han recabado en varios aspec-tos. Por un lado, en el papel moralizante que estas ejercieron como miembros de élites ilustradas, de familias prestantes y de sectores modernistas, sobre todo frente a aquellos que se hacían desde el marginamiento y los desajustes sociales que estos propios procesos produjeron. Estas miradas muestran una incorporación en la arena pública mediada por condiciones de clase y arbitrada en virtud de los roles tradicionales de la mujer, absolutamente vinculados al ámbito doméstico. Por otro lado, frente a la inserción a una esfera con tintes mucho más políticos, las miradas se ciernen sobre los movimientos sufragistas, igualmente representados por las clases altas de las incipientes burguesías, cuyos capitales culturales suministraron a las mujeres ilustración y redes de sociabili-dad necesarias para el despliegue de sus vindicaciones en materia de ciudadanía política. Estas miradas han jugado un papel relevante a la hora de recuperar el papel de las mujeres en los procesos de construcción de la idea de lo ciudadano, siendo insistentes en mostrar el rol político que jugaron muchas de ellas frente a la posibilidad de ampliar la democracia en un país con tantas contradicciones y rezagos.

No obstante, aunque pareciera un campo ampliamente trabajado, la investi-gación titulada Apariencias, prejuicios y estigmas. Una mirada a los procesos de

Presentación

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Presentación

construcción del mundo público urbano desde el lugar y papel de las mujeres de las clases populares, Bogotá, 1885-19571 buscó proponer una nueva mirada que, par-tiendo de la recuperación del papel y el lugar que ocuparon las mujeres de las clases populares en los procesos de construcción del mundo público, lograra vislumbrar que la construcción de lo ciudadano no pasa simplemente por las conquistas del reconocimiento jurídico de los derechos, que en contextos como el nuestro —donde pese a la incorporación de las modernizaciones que con furor representaron a las burguesías de las grandes metrópolis occidentales—persistieron igualmente los rezagos de una sociedad estamental que refería una estructura de relacionamiento signada en la relevancia de estirpes, cunas cuando no de apellidos. Esto hizo que dichas conquistas jurídicas, más allá de profundizar lo ciudadano y democratizar el mundo público, quedaran relega-das al plano de las formalidades en el que sus posibilidades de materialización son reales para unos y ajenas o distantes para otros.

Precisamente, en ello se centró el interés de la investigación: en revelar la forma como las mujeres de las clases populares, aquellas que estando en las condiciones de dominación más obcecadas, tienen por ello mismo las posi-bilidades de unas prácticas capaces de reinventar lo existente, pero no como prácticas racionales y racionalistas, tal como lo leen aquellas miradas que ven en la emancipación de las mujeres procesos de concientización de sus condi-ciones, que tal vez sin darse cuenta dejan entonces las posibilidades de rein-vención del mundo social a élites culturales, intelectuales y políticas. No, las mujeres de las clases populares, pese —o más bien, gracias— al marco de rela-ciones de extrema dominación en el que se encuentran, son capaces de abrir las fisuras más preponderantes con un movimiento a contracorriente por tímido e incluso solitario que parezca; además, sin ninguna pretensión liberadora de su género ni ninguna pretensión democratizadora de la existencia, logran generar las rupturas que permiten la entrada de las tenues trazas de democracia que aún hoy caracterizan a nuestro mundo público.

Esta pretensión investigativa demandó varios niveles de indagación. Por un lado, implicó recuperar los procesos, las instancias y las visiones que se pusie-ron en concurrencia para construir unas nociones de lo femenino ancladas a una estructura de dominación, no solo masculina, sino también de clase, lo que hizo del concepto de mujer algo menos homogéneo y mucho más complejo, y que supuso reconocer el carácter relacional de dos categorías: clase y sexo. Por otro lado, exigió insertarse en la forma como dicha estructura de dominación (por clase y por sexo) incidió doblemente en la configuración de un espectro de posibilidades de prácticas, disposiciones y tomas de posición diversas de las

1 Investigación financiada por el Centro de Investigaciones y Desarrollo Científico (CIDC), Uni-versidad Distrital Francisco José de Caldas.

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mujeres en los procesos de construcción del mundo público, particularmente cuando estos se insertaron en la búsqueda del tránsito entre lo estamental y lo moderno democrático. Todo ello supuso abordar la forma como se dieron los procesos de construcción del mundo público en una ciudad como Bogotá, referente en muchos otros casos de la paradójica concurrencia de unos esfuer-zos que buscaban vestir de modernidad un cuerpo férreamente tradicionalista. Esto último requirió un esfuerzo por dejar ver cómo en el marco de estos pro-cesos se inscribieron las mujeres de las clases populares, pero no simplemente para mostrar el peso de las estructuras de dominación sobre sus posibilidades de ser y de aparecer en el mundo público —lo que se reveló en unas imágenes profundamente estigmatizadas y prejuiciosas que contribuyeron a naturalizar sus existencias desposeídas y obscurecidas por el salvajismo y la inmoralidad—, sino también para mostrar cómo en medio de las más profundas contradicciones, presas de los estigmas y los prejuicios que buscan siempre confinar, las mujeres de las clases populares lograron reinventarse sus propias existencias y con ello, sin quererlo tal vez, reinventar las posibilidades de un mundo público un poco más democrático.

Frente a dichos niveles y pretensiones de investigación, la historia social resultó pertinente para la construcción de un punto de vista teórico y meto-dológico, precisamente porque permitió indagar la forma como los procesos de modernización que buscaron moldear la vida pública urbana de Bogotá, y que se llevaron a cabo por diferentes agencias sociales entre las que se encuentra el Estado, aguardaron cuando no auspiciaron las permanencias de unas lógicas estamentales que construyeron el mundo público urbano; asimismo, la forma como estas se dirigieron e incorporaron en las prácticas y los intercambios sociales de las mujeres de las clases populares de Bogotá. Esto permitió evi-denciar los conflictos y las deudas sociales que esto suscitó en su vida coti-diana, las expresiones excluyentes, prejuiciosas y estigmatizadoras que atrave-saron su lugar en el mundo público urbano, pero también las estrategias que les permitieron sobrellevar y hasta confrontar los efectos del estamentalismo en el trasegar de su vida urbana. En otras palabras, la historia social permitió indagar lo ciudadano, no desde concepciones formales y abstractas referidas a estatus políticos, que parecieran gozarse por el mero reconocimiento jurídico, sino desde sus formas de construcción y recreación histórica en contextos con agencias y agentes específicos.

El proyecto de investigación estuvo circunscrito al periodo comprendido entre 1885 y 1957. La elección de este periodo estuvo soportada por varias con-sideraciones: en primer lugar, en el tránsito hacia la construcción y puesta en marcha de los proyectos de modernización aplicados en los países latinoameri-canos entre finales del siglo xix y la primera mitad del siglo xx, lo cual enlazó dos tipos de sociedades, una de carácter tradicional con una estratificación

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Presentación

estamental y con nula movilidad social, y aquella que presentaba un carácter más movible cuyo sustrato suponía una diversidad de estratos con fronteras menos rígidas. Estos procesos tuvieron en su base a la ciudad como escenario privilegiado del desarrollo capitalista y, por lo tanto, de la construcción de socie-dades de masas. En segundo lugar, en la relevancia que tuvo para la transforma-ción de la ciudad y la vida urbana en Bogotá el periodo comprendido entre 1885 y 1920, relacionado con la primera expansión urbana de la ciudad, así como con los primeros proyectos industriosos, al tiempo que se regeneró el poder de la Iglesia católica como agente de cohesión social. En tercer lugar, en las tensiones que supuso el tiempo comprendido entre 1920 y 1957, el cual no solo presenta el sepelio de la hegemonía conservadora, el auge de medidas liberales, sino también el renacer de un conservadurismo recalcitrante que le abre el paso a la dictadura militar. Estas ambivalencias le imprimieron al espacio social urbano las permanencias de pautas feudales que pervivían en las dinámicas sociales, económicas y políticas de la ciudad y que moldearon un mundo público urbano cargado de contradicciones y exclusiones que principalmente soportaron los agentes de los sectores populares (Serna y Gómez, 2011). Por todo lo anterior, este periodo, tal vez amplio, fue elegido con el ánimo de indagar de manera más profunda el papel que jugaron, así como el lugar que ocuparon las mujeres de las clases populares en el mundo público urbano de Bogotá.

Plan del presente texto El texto está divido en seis apartados que muestran los diferentes niveles de indagación. El primer capítulo presenta el punto de vista teórico y metodológico, que como se ha dicho posibilitó la construcción de un problema de investigación con posibilidades e intereses investigativos que giraron en torno a la identifica-ción de las persistencias estamentales en el espacio social urbano y su compleja relación con una estructura de doble dominación (por clase y por sexo), que le impuso ciertos lugares y determinaciones a las mujeres de las clases populares, pero también que auspició un espectro de posibilidades que ellas fueron capa-ces de poner en juego para reinventar el propio mundo social. La construcción del punto de vista teórico y metodológico estuvo soportada por los imperati-vos epistemológicos de la historia social, entendida como socioanálisis, pro-puesta que atraviesa el conjunto de la obra del sociólogo Pierre Bourdieu, y que pretende, más allá de cualquier reconstrucción histórica que deviene en puros historicismos, reconstruir el espacio social en el tiempo para recuperar no solo los efectos que las condiciones materiales y simbólicas le imponen a los agentes en el espacio social, sino para poner en evidencia cómo en medio de un espectro de posibilidades invariantes, homogéneas, limitadas y, por lo mismo, profundamente naturalizadas, los agentes son capaces, incluso apelando a ellas, de controvertir e reinventar el mundo social. Desde esta perspectiva, el punto de

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vista teórico y metodológico presenta las discusiones que giraron en torno a la compleja relación entre el mundo público, las mujeres y las clases.

El segundo capítulo, “De herencias medievales y rezagos coloniales”, muestra la forma como la herencia hispánico-católica incorporó dos modelos antagónicos de mujer en los procesos de construcción de nuestro espacio social, que no solo contribuyeron a la creación de formas estigmatizadas y excluyentes que auspicia-ron el perfeccionamiento de la dominación masculina, sino sobre todo a la impo-sición y el mantenimiento de una estructura social profundamente desigual y jerarquizada preservada incluso en los procesos de construcción de la República.

El tercer capítulo, “De apuestas regeneristas y luchas aperturistas”, se centra en la visualización de las condiciones sociales, políticas y jurídicas de la mujer en Colombia, en un periodo de intensas luchas que se movieron entre la afirma-ción de las visiones más tradicionalistas de la mujer y aquellas que reclamaron la igualdad. Todo ello buscando recrear la manera como en medio de estas apa-rentes tensiones se pusieron en juego discursos y prácticas que contribuyeron a afirmar la naturalización y la idealización de una supuesta esencia femenina, que aún en medio de la conquista de ciertos derechos siguió apareciendo de manera disminuida.

El cuarto capítulo, “Bogotá, mundo público y vida urbana. Permanencias del estamentalismo y procesos de ciudadanización”, se concentra en la recuperación de los procesos de construcción del mundo público en la ciudad, siendo insistente en mostrar la forma como la estructuración histórica de la ciudad, atravesada por múltiples contradicciones, hizo del espacio social urbano un todo altamente seg-mentado, en el que la diferencias y las distancias físicas y sociales entre unos y otros configuraron un mundo público con bastantes rezagos estamentales.

El capítulo quinto, “La ciudad de las de abajo”, pretende mostrar los efectos en las mujeres de las clases populares de una ciudad y una vida urbana que se erigen como un espacio social de profundas diferencias y distancias, indicando cómo en torno a lo femenino y lo popular se conjugaron las visiones más estig-matizadoras no solo de un sexo, sino de este en relación con la clase.

En el sexto capítulo, “Cuando lo público fue por las mujeres”, se demuestra a través de los reclamos, demandas y peticiones de algunos grupos de mujeres de las clases populares en Bogotá, cómo en medio de condiciones estructurales de dominación, en las que se pusieron en juego —incluso de la manera más cruda y descarnada— los pesos del estigma, se generaron a la vez prácticas capaces de forjar reinvenciones de lo social; esto es, de auspiciar transformacio-nes en un mundo público que, con profundos arraigos estamentalicios, encon-tró en las tímidas y a veces solitarias demandas de estas mujeres las grietas que posibilitaron el ingreso de trazas democratizadoras.

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Presentación

El texto propone dejar para el final la discusión sobre la forma como, en medio del tránsito entre la sociedad estamentalicia y la sociedad de clases, se forja una economía política de la estigmatización, bien propicia para solapar las contradicciones socialmente producidas que signaron a las mujeres de las cla-ses populares en la miseria, la exclusión y el desconocimiento, todo ello sobre la base de su propia culpabilidad, cuando no de su supuesto salvajismo innato. Una discusión apenas abierta y que amerita mayores desarrollos, sobre todo hoy cuando pululan los discursos sobre una aparente necesidad de reinvención de lo ciudadano que se plantea desde el reconocimiento de unas ciudadanías en plural, unas ciudadanías apegadas a lo que en apariencia representa a cada cual (el género o la orientación sexual, la edad, el origen étnico, los consumos culturales, etc.) y que, en un mundo público con serios rezagos estamentalicios como el nuestro, resultan tan favorables para gobernar una vida pública con tantas distinciones que provienen de marcadas jerarquías.

En síntesis, este libro busca poner de manifiesto la forma como se construye-ron en el transcurso del tiempo unos estereotipos de las mujeres de las clases populares que hicieron de ellas unos agentes abrigados por la carencia, la falta y la necesidad, estratagema que los discursos clasistas, religiosos y hasta esta-tales promovieron al tiempo que obscurecían las contradicciones profundas de una estructura social excluyente e inequitativa, cuyo carácter inmóvil, precisa-mente, garantizó sin mayores contratiempos las certezas de los dominadores, pero, hay que decirlo, también de los dominados. No obstante, la investigación también buscó mostrar la forma como aquellas mujeres estereotipadas desde la carencia, la falta y la necesidad fueron capaces de entablar demandas y peticio-nes, de controvertir discursos y hasta normativas y de inquirir a la sociedad y al Estado mismo prácticas que, sin mayores pretensiones, sin arrogarse altruismo alguno, pero eso sí, con todas las formas de dominación a cuestas, le imprimie-ron al mundo público auténticos rasgos de democracia.

Sin duda, este libro ha sido el resultado de un esfuerzo arriesgado, porque la dominación de los dominados también se expresa en su invisibilidad histórica, cuando no en su protagonismo pernicioso, inmoral, delincuencial; ello hizo de la búsqueda de las fuentes una tarea compleja, pero fascinante. Al mismo tiempo, es el resultado de un esfuerzo apenas exploratorio que demanda nue-vas miradas sobre el carácter de nuestro mundo público y su relación con el ejercicio ciudadano, particularmente en un país como Colombia, donde la ciu-dadanía es todavía una simple entelequia.

Quiero terminar esta presentación expresando mis agradecimientos a quienes hicieron posible esta investigación. A las instancias de la Universidad Distrital Fran-cisco José de Caldas que apoyaron su realización y su publicación, entre ellas, al Centro de Investigaciones y Desarrollo Científico, al Comité de Investigaciones de la Facultad de Ciencias y Educación, al Proyecto Curricular de Licenciatura en

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Ciencias Sociales y su Centro de Documentación, donde reposa el Archivo de Bogotá y a la sección de Publicaciones de la Universidad Distrital. No quisiera dejar por fuera a esas instituciones que me recibieron y generosamente pusie-ron a disposición sus repositorios, sus archivos, sus salas de consulta, por ello, quiero agradecer de manera especial al Archivo de Bogotá, a la Biblioteca Luis Ángel Arango y a la Biblioteca Nacional de Colombia. Concluyo reconociendo que detrás de la soledad de los archivos, y sobre todo de la escritura, existe una serie de apoyos y de interlocutores que los libros tienden a obscurecer, pero que resultan fundamentales para el desarrollo de la investigación porque la ani-man, la discuten, la enriquecen. Por ello, quiero agradecer a los estudiantes Juan David Moreno, Yesica Ricaurte y Angie Tellez, quienes realizaron la asistencia a la investigación; a mis colegas Adrián Serna Dimas y Frank Molano Camargo por su lectura crítica, sus comentarios y aportes que enriquecieron el desarrollo de la investigación y el documento final y a mis estudiantes del ciclo de investi-gación Derecho a la ciudad y vida urbana: una mirada a los procesos de construcción del mundo público (Bogotá, siglo xx) con quienes tuve intercambios fecundos.

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La historia social como socioanálisis y la construcción de un punto de vista teórico1

La construcción de un punto de vista teórico, de la mano de la historia social como socioanálisis que permitiera indagar los procesos de construcción del mundo público en escenarios de aplicación de apuestas modernizadoras en países de pasado colonial y economía dependiente como los latinoamericanos recuperando el papel y lugar de las mujeres de las clases populares, supuso varias cosas. Por un lado, establecer el sentido de lo popular ligado a la clase social que, más allá de esencialismos socioeconómicos, implicó asumirla como una forma de ubicar a los agentes y grupos de agentes en el espacio social, pero además llevó a establecer el carácter relacional de la noción de clase con la de género, en cuanto categorías indisociables que, como propiedades de los agentes, inciden en la configuración de sus posiciones, disposiciones y tomas de posición. Por otro lado, demandó establecer las dimensiones del concepto de mundo público y sus conexiones con las categorías de clase y género. Finalmente, requirió interrogar la noción de mundo público en el plano de los procesos de modernización de los países latinoamericanos, teniendo en cuenta que estos se han dado de manera rezagada y prendados a tenues, cuando no conflictivos,

1 Algunos apartados de este marco teórico fueron inicialmente publicados en Gómez (2015).

Introducción Mujeres, clases y mundo público

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Introducción

procesos de democratización de la vida colectiva que terminaron por refractar concepciones estamentales que aún hoy lo atraviesan.

En este sentido, la construcción de un punto de vista teórico desde esta perspectiva estuvo guiado por el interés de recuperar el lugar, el papel y la forma como han sido representadas en el mundo público las mujeres, pero particularmente aquellas que soportan dobles procesos de dominación social y simbólica: las mujeres de las clases populares. El interés investigativo no se centró en la posibilidad de elaborar una historia de los procesos de construcción del mundo público desde las mujeres de estos estratos, o con ánimos de visibilizarlas y otorgarles un papel en la historia; más allá de ello, el interés estuvo en la posibilidad de recuperar la forma como convergen en la formación del espacio social —como un espacio de tensiones y conflictos— las nociones de clase y sexo, su lugar en el dominio de sociabilidades e identidades que se ponen en juego, pero también su papel frente a las prácticas y estrategias sociales que construyen los agentes en el espacio social.

La clase y el género como formas de ubicación en el espacio social (lo popular y la mujer)El interés por indagar el papel y el lugar de las mujeres de los sectores popu-lares en el mundo público en medio de los procesos de modernización de los países latinoamericanos implicó esclarecer el sentido de lo “popular”, noción compleja que sirve para calificar tanto unas prácticas específicas, como el lugar de estas en relación con otras de carácter dominante, monopolístico o hege-mónico. Particularmente para América Latina, pueden rastrearse tres posibles enfoques de definición de lo popular. En primer lugar, el de aquellas miradas nostálgicas que encuentran en lo popular un último rescoldo de la cultura rural tradicional impermeable a los efectos del capitalismo industrial. En segundo lugar, el de aquellas miradas que encuentran en lo popular una expresión desestructurada de la cultural rural tradicional a manos del capitalismo indus-trial, expuesta a subsumirse en la mercantilizada cultura de masas. Finalmente, está el enfoque de aquellas miradas que encuentran en lo popular una forma de resistencia a las dinámicas del capitalismo industrial y, como tal, lo reconocen con una potencia crítica y emancipadora propicia para las aspiraciones de cam-bio social (William y Schellin, 1991).

Estos enfoques tienen en común que asumen lo popular confiriéndole rele-vancia a las condiciones socioeconómicas, lo que en últimas implica que la categoría de lo popular sirve para calificar determinados atributos de los indi-viduos de acuerdo con la posición que ocupan en virtud de su ingreso o de su lugar en las relaciones de producción. En este sentido, la noción de lo popular queda capturada en un determinismo (de los atributos o las esencias) que, en

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contextos como el nuestro, tienen dos implicaciones. Por un lado, la noción de lo popular así pensada disuelve la autonomía relativa de la función material y la función simbólica, desvirtuando las complejidades de lo cultural, incluida su capacidad para naturalizar las materialidades. Por otro lado, la noción de lo popular así pensada puede crear divisiones arbitrarias ajenas a contextos como el capitalismo periférico latinoamericano, en el cual la formación social por clases ha sido sumamente nublosa, atravesada por procesos de estratifica-ción complejos, con grupos sociales multivariados, donde más que la consisten-cia o la identidad de clase anclada a una posición en las relaciones sociales de producción, lo que se impuso fue una estructura ocupacional que jerarquizó socialmente a los individuos en relación con las pautas culturales dominantes, los estilos de vida y capacidades de consumo, así como formas de identificación y relacionamiento entre la ocupación de la persona y su pertenencia a alguna clase social (Baño y Faletto, 2010).

Con base en lo anterior, la investigación consideró que cualquier aproxima-ción a lo popular debe reconocer esta noción menos como una suerte de esencia o atributo y más como una relación y, al mismo tiempo, como la resultante de unos modos de relación. Atendiendo a esto, lo popular demanda la ubicación de los agentes o grupos de agentes en el espacio social a partir de unas condi-ciones materiales y unas elaboraciones simbólicas. En este sentido, lo popu-lar no es una esencia derivada de manera inmediata de la economía, sino que ella es producto de una relación económica expuesta a los efectos de factores como la escuela, el acceso a la cultura, etc. Si se quiere, lo popular es uno de los productos del modo como la cultura desigualmente distribuida configura y naturaliza un espacio para determinadas prácticas socialmente desiguales y que, por tanto, no se puede definir por atributos sino por relaciones prácticas con otras prácticas sociales (incluida la práctica intelectual que pretende revestir a lo popular como atributo). De esta manera, la noción de lo popular se erige menos como un punto cierto de partida y más como un desafío metodológico que per-mite ubicar la correspondencia estructural entre prácticas disímiles inscritas en los mismos espacios del mundo social. De allí derivaría cualquier posibilidad de pretenderla como forma para definir una clase, pues como diría Bourdieu (1990):

[...] sobre la base del conocimiento del espacio de las posiciones podemos recortar clases en el sentido lógico del término, es decir, conjuntos de agentes que ocupan posiciones semejantes y que, situados en condiciones semejantes, tienen todas las probabilidades de tener disposiciones e intereses semejantes y de producir, por lo tanto, prácticas y tomas de posición semejantes. Esta clase “en el papel” tiene la existencia teórica propia de las teorías: en la medida en que es producto de una clasificación explicativa, del todo análoga a la de los zoólogos o los botánicos, permite explicar y prever las prácticas y las pro-piedades de las cosas clasificadas y, entre otras cosas, las conductas de las

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Introducción

reuniones grupales. No es en realidad una clase, una clase actual, en el sentido de grupo y de grupo movilizado para la lucha; en rigor podríamos hablar de clase probable, en tanto conjunto de agentes que opondrá menos obstáculos objetivos a las empresas de movilización que cualquier otro conjunto de agen-tes. (pp. 284 y 285)

Se trata entonces de una noción de lo popular que como modo de ubicación permite la definición de clases o fracciones de clase que, compuestas por agen-tes que comparten posiciones semejantes en el espacio social, tienen al mismo tiempo estructuraciones sociales semejantes o habitus de clase, los cuales siendo principios generadores de prácticas y disposiciones producen prácticas encla-sadas y disposiciones enclasantes naturalizadas por efecto de la autonomía relativa de la cultura. En este sentido, lo popular como modo de ubicación bien puede definir una clase social, pero no simplemente a partir de las propiedades o características que los miembros de estas compartan, como su posición en las relaciones sociales de producción o su capital cultural, “sino por la estructura de las relaciones entre todas las propiedades pertinentes, que confiere su pro-pio valor a cada una de ellas y a los efectos que ejerce sobre las prácticas” (Bour-dieu, 2001, p. 104).

Desde esta perspectiva, las clases populares se pueden entender como espa-cios de puesta en juego de unas prácticas, de unos bienes y de unos valores que vinculan a los agentes sociales que, en este sentido, están ligados no solo por las materialidades que comparten, sino también por los efectos simbólicos que hacen que estas materialidades se presenten para ellos como inminentes e incontestables, es decir, racionales (Bourdieu, 2001, pp. 383-387). Ahora, la noción de lo popular así entendida, como modo de relación, supone esclarecer las complejas economías que se transan entre capital y habitus: mientras el pri-mero objetiva la materialidad poseída poniendo de manifiesto, por ejemplo, la magnitud de los bienes y los valores, el segundo subjetiva la posesión material en la forma de prácticas incorporadas poniendo de manifiesto, por ejemplo, la pragmática con los bienes y los valores. De este modo, la cultura popular, lejos de cualquier esencialismo, puede ser entendida como un espacio donde las restricciones en la materialidad y su sobre utilización en términos pragmáticos afecta cuanto esta materialidad tiene de valor económico, pero al mismo tiempo transforma todo lo que esta materialidad tiene de valores sociales o simbólicos: en lo popular no hay arte ni mercancía perfecta y, por lo mismo, su expresión por antonomasia es la artesanía (arte mercancía).

Así pues, el capital les confiere una forma y valor especifico a las determina-ciones que la posición social les impone a las prácticas, así pueden vislumbrarse los efectos de la escases de capital económico y cultural de las clases popula-res en la configuración de un universo de posibilidades que, desprendido de lo que está al alcance de la experiencia, es altamente restringido, homogéneo

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y enclaustrante. Pero al mismo tiempo ello permite observar cómo, en medio de un universo de posibilidades restringido, las clases populares se apropian potentemente de aquellos recursos que les posibilitan tener unos lazos y redes sociales sumamente fuertes, estables y útiles; en otras palabras, tener unos grandes volúmenes de capital social, lo cual favorece la institución y reproduc-ción de una trama de relaciones sociales aprovechables en cualquier momento y situación, y que suelen ser vitales para soportar las limitaciones que impone la escases de otro tipo de capitales. Por ello, las clases populares suelen ser más constantes en el mantenimiento de sus inversiones y volúmenes de capital social (Bourdieu, 1980, pp. 2 y 3).

Esta noción de lo popular como modo de ubicación y de relación resulta definitiva para abordar la otra no menos compleja noción, la de género. Siendo lo popular un espacio donde se transan capitales y habitus, es evidente que toda diferencia en los cuerpos y en las prácticas corporales afecta los balances entre la materialidad objetivada y las prácticas subjetivantes: lo masculino y lo femenino. Entonces, se presentan como formas de objetivar unas materialida-des y de definir unos modos prácticos de habitar en el mundo. En este sentido, lo masculino y lo femenino están impresos en unas prácticas, en unos bienes, en unos valores, transitan entre ellos en formas mutadas y permutadas. Ahora, las restricciones propias del espacio, su obcecación a lo inmediato y a lo útil o su apertura a lo trascendente o lo sublime, son las que afirman los valores asociables a lo masculino y a lo femenino y, por este medio, a la imagen del hombre y de la mujer. Para decirlo de forma sintética: las mujeres de las clases populares son una realización corporal e incorporada de las prácticas inscritas en un espacio circunscrito que debe su naturaleza, sus alcances y sus límites a unos capitales y habitus que, siendo de este espacio, no obstante se definen en relación con otros espacios. Esto complejiza la noción misma de clase.

Al ser la clase una estructura de relaciones entre diferentes factores que supone unos condicionamientos sociales, y en este sentido unas determinacio-nes para las prácticas y disposiciones de los agentes o grupos de agentes, se convierte en un elemento indisociable de factores como el sexo, que al mismo tiempo imponen su cuota en las determinaciones de las prácticas de los suje-tos. En este sentido, ni la noción de clase, ni la de género se pueden tomar de manera disociada, pues ambos factores contribuyen al sistema de condiciona-mientos y determinaciones sociales, ambas nociones hacen referencia a la ubi-cación en el espacio social como espacio estructurado por luchas y relaciones de poder históricas, lo cual hace que guarden un carácter altamente relacio-nal. Si bien Bourdieu (2001) señala que la clase se define, entre otras cosas, por la manera como están dadas las relaciones entre propiedades que él denomina secundarias, esto es, el sexo, la edad, el origen étnico, etc., podría señalarse que al mismo tiempo la clase se constituye como un factor que contribuye a definir a

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esos otros. De esta manera, tanto la noción de clase como la de género implican un modo de ubicar a los agentes o grupos de agentes en el espacio social, que de acuerdo con su carácter relacional no pueden ser asumidos como cualidades sustantivas que le impongan a los agentes o grupos de agentes ciertas esencias o naturalezas intrínsecas y que terminan convirtiéndolas, como en el caso de las mujeres, en auténticas entelequias.

De esta forma, la relación entre la clase y el género es estrecha porque sus propiedades resultan indisociables, están ligados por medio de la complicidad estructural e histórica entre la división social y sexual del trabajo, y la división del trabajo sexual que como expresiones de unas determinadas relaciones de poder y dominación instituyen en el espacio social una suerte de correspon-dencias entre las divisiones sociales y las sexuales, cuyos efectos no solo se objetivan en la separación de los sexos y los espacios, sino que también se subje-tivan en la formación de habitus corporales socializados. Así, parte de lo que constituye a una clase es el lugar y el valor que ocupan propiedades como la de sexo —con todo lo que ella encarna como sistema de disposiciones socialmente construidas— en su estructura de relaciones, “[e]sto es lo que hace que existan tantas maneras de vivir la feminidad como clases y fracciones de clase existen, y que la división del trabajo entre los sexos tome formas completamente distin-tas, tanto en las prácticas como en las representaciones, en el seno de las dife-rentes clases sociales” (Bourdieu, 2001, p. 106).

Parte del carácter relacional entre la noción de clase y género se debe a que la complicidad estructural e histórica que las atraviesa comporta cuotas de dominación social solo instituibles y reproducibles con cuotas de dominación simbólica, que no solo garantizan la legitimidad, aceptación e incluso recla-mación de la dominación; también inscriben todas las luchas que se dan en el espacio social como luchas por un beneficio simbólico. En este sentido, frente a la relación entre clases populares y mujeres pueden establecerse dos efec-tos estructurales: por un lado, la posición social subordinada de las mujeres las convierte en el grupo de agentes sobre el cual tienden a recaer de manera especial los efectos de la dominación simbólica de las clases dominantes; ello se hace evidente en cosas como los intercambios matrimoniales, en los cuales las mujeres, en cuanto parte del mercado de bienes simbólicos, tienden a circular hacia arriba, lo que permite explicar por qué las mujeres tienen una disposición o sensibilidad mayor sobre las expresiones de los estilos de vida y la cultura dominante. En las mujeres de las clases populares dichos efectos se observan en su mayor disposición a desprenderse de los modos de vida rural y a insertarse con mayor facilidad en las dinámicas de la vida urbana. Por otro lado, la posi-ción social subordinada de las clases populares, no solo en términos sociales, sino también simbólicos, las pone en una situación de homología estructural frente a la posición de las mujeres, por cuanto el déficit simbólico con el que se

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erige lo femenino y que hace de este una especie de hándicap puede ser equipa-rado con la dominación simbólica a la que están expuestas las clases populares, cuando la aceptación de sus exclusiones es una forma de reconocimiento del juego social como un escenario con reglas legítimas (Bourdieu, 2001 y 2007).

Pero el carácter relacional de la clase y el género, particularmente en sus dimensiones simbólicas, hace que en el espacio social la clase se constituya en un medio a través del cual se pueda realizar la eficacia simbólica de otras pro-piedades como la de sexo; la forma de representar y de llevar a la práctica la división social y sexual del trabajo toma formas y expresiones diferentes en virtud de la clase social: mientras en las clases dominantes las mujeres juegan primordialmente el papel de gestoras y guardianas del capital simbólico de los hombres y las familias, en las clases populares su protagonismo se establece en la gestión y preservación del capital social. Esto conduce a un último elemento que debe observarse en virtud de dicho carácter relacional que se ha estable-cido entre clase y género: el habitus. Se ha dicho que las condiciones sociales producen condicionamientos sociales y, de esta manera, que posiciones simila-res en el espacio social implican sistemas de disposiciones semejantes, es decir, habitus de clase que, en cuanto estructuras estructurantes, actúan como princi-pios generadores y limitantes de prácticas que pueden expresarse en modos de vida y ethos de clase; sin embargo, el carácter relacional que se ha establecido entre clase y género lleva a señalar que los habitus no solo contienen las pro-piedades de la clase, sino también las del sexo, que comportarían unos modos corporales y unos ethos sexuales, que para el caso de las mujeres se expresan en el “arte de empequeñecerse” (Bourdieu, 2007, p. 43). De esa manera, se puede concluir que frente a la estructuración de los habitus, el carácter relacional que tienen las nociones de clase y género le confieren a estos un carácter enclasado y enclasante, y al mismo tiempo sexuado y sexuante.

Sobre la noción de mundo público como dominio del espacio social Una noción como la de esfera pública emerge de un contexto social e histórico donde se configura un campo de luchas entre dos actores: el Estado y la sociedad. Esta, la típica esfera pública habermasiana, pone en relevancia la forma como el tránsito de las sociedades medievales a las capitalistas supuso la formación de economías de corte nacional y territorial, cuya prosperidad no solo dependió de la libertad de empresa, sino sobre todo de fuertes garantías políticas que resol-vieran la necesidad creciente de capital. Se consolida con ello el Estado moderno y su accionar se circunscribe a una esfera particular, la esfera del poder público. Luego la tensión entre la regulación estatal y la iniciativa privada entrará en un punto crítico cuando “[...] la sociedad, contrapuesta al Estado, delimita, por un lado un ámbito privado claramente distinguido del poder público, pero, por

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otro lado, la reproducción de la vida rebasa los límites del poder doméstico privado, convirtiéndose en un asunto de interés público […]” (Habermas, 1994, p. 62). De esta manera, entre la separación de los asuntos y las relaciones sociales del hogar privado y los temas y acciones del poder público surge una “esfera social y política” que, siguiendo con la óptica habermasiana, es una esfera crítica en un doble sentido. Por un lado, porque su existencia se soporta en la incapacidad de la esfera doméstica para dar solución o garantía de cier-tos temas necesarios para la reproducción social de esta; por otro, porque su existencia requiere un público en capacidad de construir una postura crítica sobre estos.

En efecto, dicha esfera social y política supone la existencia de un espacio que media entre la esfera del poder doméstico y la esfera del poder público a la luz de la convergencia crítica de un público capaz de elevar ciertos temas como asuntos de interés colectivo. No obstante, dicha noción de esfera pública queda reducida a la moderna tensión Estado-sociedad y a las relaciones y acciones que se configuran en el marco de ella; esto es a lo organizativo social y políticamente en búsqueda de ciertas vindicaciones tramitadas ante el Estado a través de la movilización de une serie de redes y recursos. En este sentido, la noción de esfera pública queda redu-cida frente a la noción de mundo público, la cual se vincula con el espacio social más amplio, sobre el que se cierne un entramado de concepciones, visiones, rela-ciones sociales e identidades referidas al plano de la existencia compartida.

Desde esta perspectiva, el mundo público se constituye en un dominio de la vida social en el que transitan todo tipo de individuos y grupos ajenos y extraños entre sí, que por fuera del dominio de la vida doméstica y amical se relacionan de manera inevitable. El mundo público, en cuanto dominio de la vida social, supone un sistema de sociabilidad particular, propio de la interacción social entre extraños. Esta noción de lo público como domi-nio de la vida social puede rastrearse en los procesos de transición de las sociedades del antiguo régimen a las sociedades burguesas europeas: el pro-gresivo avance de las ciudades y del pensamiento ilustrado lograron crear un escenario donde los distintos grupos sociales podían relacionarse sin el control directo de cualquier autoridad real, pero sobre todo podían relacio-narse indistintamente en lugares donde las barreras estamentales se habían relajado o desplazado. En este sentido, lo público como dominio representaba unos sistemas de sociabilidad entre extraños que se consideraban iguales en tanto su extrañeza. Pese a ello, la necesidad de conferirle al mundo público un orden que permitiera enfrentar la situación caótica que parecía atravesarlo llevó a que empezaran a trazarse líneas entre lo que se consideraba dominio público y dominio privado. Ello redundó en la construcción de formas de expresión (lenguajes, ademanes, vestimentas, interacciones) que contribuye-ran a delimitar de una manera reglada el dominio público, lo que generó un

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cierto equilibrio entre el mundo público y el privado como dominios clara-mente normados constitutivos de una sola cultura que hacía de la búsqueda de civilidad el elemento que permitía crear la coherencia entre uno y otro ámbito (Cfr. Sennett, 2011, pp. 15-44).

Desde este punto de vista, el mundo público como un dominio del espa-cio social expresa no solo un sistema de interacciones sociales definido por la extrañeza de sus miembros, sino también un espacio donde las formas de representación y de conducta que los individuos construyen o imitan cumplen la función de conferirle a este un sentido de lo propio y lo creíble. Precisamente la creencia en el mundo público como dominio social “propio” se constituyó en la garantía de su carácter impersonal, lo cual logró borrar las barreras sociales que supusieron las jerarquías de los estamentos; de esta forma, los procesos de modernización, industrialización y secularización jugaron un papel sustancial en la transformación de las formas de relacionamiento, identificación y repre-sentación de los individuos en la vida pública.

No obstante, es necesario poner en relación el concepto de mundo público como dominio del espacio social con las nociones de clase y género. Definitiva-mente, la perspectiva relacional de la clase y el género como formas de ubicarse en el espacio social, de las cuales se desprenden condicionamientos sociales y simbólicos, sugiere que el dominio de lo público se inserta como parte de dicho sistema de visiones y divisiones del mundo social donde se ponen en juego los efectos de la división social y sexual del trabajo, objetivadas en la separación de los espacios y subjetivadas en todo lo que suponen unos habitus corporeizados frente a los roles, las prácticas y las disposiciones de los agentes. En este sentido, el mundo público como dominio del espacio social refracta los condicionamientos sociales y simbólicos que imponen propiedades como el sexo, y que para las mujeres suponen unas subordinaciones que, profusamente naturalizadas, terminan por ubicarlas en este como foráneas, y las reconocen de esta manera como ajenas a este. Ello hace que las mujeres se ubiquen y sean representadas en el mundo público desde los ethos sexuales que presumen para ellas una moral femenina que no es otra cosa que la expresión de un confina-miento simbólico desde el cual su identidad aparece disminuida.

No obstante, como se ha dicho, la clase y el sexo son propiedades de los agentes, propiedades indisociables y con un carácter relacional; sin embargo, por medio de la clase se puede ejercer una eficacia simbólica mucho más potente de lo que implican para los agentes propiedades como la del sexo. Así, sí la división social y sexual del trabajo comporta para las mujeres una división del mundo social que sobre la base de una relación de dominación y de violencia simbólica soporta y preserva las distancias de estas frente a las posiciones de los hombres, la clase contribuye a que dichas distancias y subordinaciones en los diferentes campos sean mucho más efectivas: las trazas entre lo público y lo

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privado que suponen para las mujeres las trazas entre la extrañeza y la familia-ridad son moldeadas por la clase cuando esta define el lugar y el valor que le otorga a los dos sexos. De esta manera, mientras en las clases altas la extrañeza del mundo público para las mujeres se manifiesta a través de su papel como guardianas del capital simbólico de sus esposos y familias, para las mujeres de las clases populares se expresa en el protagonismo que estas pueden jugar como gestoras del capital social de sus familias. Por ello, mientras las mujeres de las clases altas aparecen en los dominios del mundo público ubicadas en posiciones que, siempre como extensión del dominio de lo doméstico, garanti-zan el beneficio simbólico a los hombres y a su clase —esto es, causas benefac-toras, actividades moralmente correctas, actitudes y expresiones elegantemente femeninas—, las mujeres de las clases populares aparecen ubicadas en posicio-nes que garantizan la constitución y el mantenimiento de redes sociales que compensen los déficits de los capitales económicos y culturales de sus familias y siempre sobre la renuncia a cualquier beneficio simbólico para ellas y para su clase; es decir, causas inmediatas y propias, actividades laborales devaluadas, actitudes y expresiones humildemente femeninas.

Sobre los procesos de construcción del mundo público: implicaciones para el estudio de las sociedades latinoamericanasComo señala Sennett (2011), “la vida pública no comenzó en el siglo xviii; más bien, cobró forma una versión moderna de ella” (p. 68). El carácter moderno del mundo público estuvo dado por el tránsito que se daba en la Europa occidental entre las sociedades estamentales del antiguo régimen y las sociedades burgue-sas; en ese sentido, implicó el ascenso y el descenso de dos grupos sociales en contradicción: la burguesía y la aristocracia, lo cual implicaba varias cosas: por un lado, el avance de la actividad mercantil, pues hay un incremento notable de la población, particularmente de migrantes, que ensanchan las ciudades y hay unos procesos de secularización bastante fuertes; estas condiciones hicie-ron que lo público se convirtiera en una reunión de extraños. Así, mientras la vida pública se circunscribía en tiempos feudales a formas de relacionamiento de una sociedad fuertemente jerarquizada e inamovible desplegadas de un orden público que tenía al cristianismo como su principio rector, el tránsito hacia la modernidad supuso un caos que, transgrediendo dicho orden, produjo la despersonalización de la vida pública. De esta manera, mientras en el mundo público de las sociedades estamentales las relaciones estaban guiadas por el reconocimiento de las identidades particulares de cada grupo social y solo conectadas en cuanto su vocación religiosa compartida, en el tránsito hacia las sociedades modernas el mundo público se convirtió en un espacio de encuentro de desconocidos y, en esa medida, en un dominio de iguales. En este sentido, el

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mundo público de las sociedades democráticas se instalaba sobre la presencia de una sola identidad: la ciudadanía.

Así, puede observarse que existe una radical diferencia entre las sociedades estamentales y las sociedades modernas en relación con sus estrategias de repro-ducción social: mientras las primeras no las pueden objetivar más que en las estructuras familiares, las segundas tienen unas estructuras económicas y unas estructuras de Estado que garantizan toda una institucionalidad capaz de asegu-rarse su propia perpetuidad y con ello lograr la reproducción de las relaciones del orden social constituido (Bourdieu, 2011, pp. 42-45). No obstante, en las socie-dades en las cuales los procesos de construcción de una economía de mercado y una institucionalidad estatal son débiles e inacabados —como podría referirse al caso latinoamericano—, es decir, donde las relaciones no son por excelencia relaciones de dependencia material, sino aún atravesadas por la dependencia personal, el mundo público —aunque mediado por instituciones de corte demo-crático— conserva serias permanencias de las lógicas estamentales.

De esta manera, el mundo público de las sociedades estamentales tiende a caracterizarse por la incorporación individual de las jerarquías sociales, las cua-les se expresan no tanto por la obediencia a reglas ideales y aparentemente fijas, sino por la producción de estrategias que, haciendo uso de aquellos principios integradores —los cuales se encuentran profusamente interiorizados— logran la reproducción y por tanto la conservación del orden social de una manera más inconsciente que consciente (Bourdieu, 2004). En este sentido, el mundo público de las sociedades estamentales se encuentra ocupado por unas identi-dades jerarquizadas y excluyentes, en las que el individuo no se reconoce por su singularidad, sino por la posición que ocupa en el grupo, de lo cual se deri-van sus funciones, roles, derechos y deberes. Así, el reconocimiento social se configura alrededor del estatus, que no permite otorgar valores individualiza-dos sino en relación con la pertenencia a un grupo.

El tránsito a las sociedades industriales llevó consigo aspiraciones indivi-dualistas que supusieron un nuevo orden social: aquel que amenaza el sistema de estratificación de las sociedades estamentales. Así, las sociedades industria-les se han considerado a partir de un nuevo orden social mediado por la con-figuración de un mercado y una institucionalidad que regulan todo tipo de intercambios de una manera cada vez más duradera y que supone la progresiva ruptura de las relaciones primarias de base familiar y estamental fundadas en la lealtad y el honor para reemplazarlas por unas relaciones fundadas en la impersonalidad, los derechos y los deberes.

Las permanencias del mundo público estamental en las sociedades modernas, y aún en las contemporáneas, tienen consigo las limitaciones de los regímenes demo-cráticos que estas detentan; los procesos de construcción de los Estados-nación

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latinoamericanos lo muestran con amplitud, dado que su desarrollo histórico se ha caracterizado por inserciones tardías o periféricas al sistema económico moderno y por la preservación de formas de organización de la vida colonial, lo que ha propiciado que el mundo público preserve las lógicas estamenta-les, y por lo tanto sea insuficiente, cuando no contradictorio, para adscribirse a auténticos procesos de ciudadanización.

De esta manera, las permanencias del mundo público estamental permiten la erosión del esquema de derechos y deberes que supone la condición ciuda-dana, y los convierten así en objetos estamentales que operan bajo la forma de retribuciones, compensaciones, privilegios y favores. Más aún, las permanen-cias del mundo público estamental quiebra la posibilidad de configurar reales identidades ciudadanas, lo que implica que la vindicación y el reconocimiento de las diferencias queden sometidos a los efectos que imponen el prejuicio y el estigma en función de la edad, el género, la etnicidad o la condición socio-económica. Con todo ello, las permanencias de un mundo público estamental encuentran la capacidad de favorecer la naturalización de la carencia y la mar-ginalidad en la existencia cotidiana de quienes las padecen, el repliegue de sus derechos y la justificación de sus exclusiones (Serna y Gómez, 2009).

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Entre Eva y María. La construcción de estigmas e ideales femeninos Uno de los grandes legados de la colonización española en América está repre-sentado en su ideal femenino, una construcción que hace parte de la especifici-dad con la que España hace el tránsito entre la sociedad medieval estamental y sus apuestas modernizadoras. Durante la Edad Media, la ideología cristiana que atravesaba a Europa, incluida España, infundió un orden social radicalmente rígido, en el que la moral católica traspasó todas las relaciones sociales al punto de sacra-lizar las prácticas y las disposiciones de los agentes de acuerdo con el lugar que ocuparan en la estructura social. Frente a la construcción de un modelo de mujer se reservaron dos figuras que buscaron representar un antagonismo irreconci-liable, una dicotomía moral perfecta: Eva y María. La primera simbolizaba el pecado y toda la suerte de defectos que la convertían en la principal transgresora del mandato divino, esto es, la desobediencia, el interés por lo desconocido, la ambición, el dejarse llevar por la tentación y al mismo tiempo el ser tentadora. En el lado opuesto se encontraba la imagen de María, mujer recta, sumisa, virgen y seguidora del mandato divino (Bermúdez, 2001). Para la Iglesia y sus canonistas, María simbolizaba el ideal de mujer capaz de resarcir el pecado heredado por Eva; por ello, su imagen, rodeada de virtudes, promovió la idea de una mujer que solo podía encontrar la perfección en la castidad, la obediencia y la sumisión.1

1 Ahora, sin detrimento de esto, es evidente que esta dicotomía no fue ajena a los propios esque-mas simbólicos que las comunidades indígenas americanas tenían dispuestos para arbitrar las relaciones sexuales.

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Desde la Edad Media, la imagen de María empezó a ser utilizada para representar los valores que sostendrían un ideal femenino capaz de digni-ficar a la mujer, elevándola del pecado a través del cultivo de unas virtudes que la acercaran a la gracia y a la grandeza espiritual. De esta forma, el ideal mariano se constituyó en un modelo que aguardaba enseñanzas para todo tipo de mujer; para las casadas, madres y esposas, con quienes se promovía la obediencia, la abnegación y la castidad; para las religiosas, sobre quienes recaía el perfeccionamiento de todas las virtudes de la mano de la perpetuación de su castidad y de su vocación claustral; asimismo, para todas aquellas muje-res en independencia de su posición social, para las cuales el ideal mariano se convirtió en un referente de la condición femenina. Esto garantizó que en inde-pendencia de las actividades desarrolladas por algunas de ellas, más allá de la de ser madres y esposas, su comportamiento se ajustara a la subordinación y obediencia masculina, el recato, la prudencia y su espíritu abnegado por los otros (Pérez, 1993).

De una u otra forma, estas concepciones resultaban fundamentales para conducir a las mujeres a los límites de la moral, para alojarlas en proximida-des de la pura animalidad y con ello a la inferioridad y la minusvalía. Para esto, como refiere Foucault (1996), la concepción religiosa se inscribió en unos discursos en los cuales la corporalidad femenina, que por destino divino se consideró bien diferente de la masculina, la dejaba más expuesta a los ardides del demonio, a los artilugios del maleficio, quien de esta manera podía hacerse a voluntad de los hombres sometiéndolos a la penumbra del pecado. Se con-sideraba que si el hombre debía ejercer dominio y soberanía sobre las mujeres y sus cuerpos era para prevenirse de su propia ruina, y que en caso de que esta ruina sobreviniera, ella siempre tendría en sus orígenes causas y formas femeninas.

Estas nociones fueron ante todo una construcción masculina, es decir, de un sistema que pudo ontologizar la ascendencia de los hombres sobre los mujeres, siendo formalizadas en unos textos específicos en los que están incluidos desde los documentos doctrinales de la Iglesia hasta los códigos del Estado; por ejemplo, esto se puso en evidencia alrededor de prácticas como el matrimonio. En efecto, los hombres de la Iglesia se dirigieron de manera temprana hacia la configu-ración de una literatura basada en teorías que sustentaban el carácter inferior de la mujer, vanagloriaban la virginidad y afirmaban la autoridad del esposo sobre ella. En consecuencia, aparecieron una serie de normas orientadas a regir las conductas femeninas y el matrimonio se convirtió poco a poco en el destino natural de las mujeres, un lugar para la plena soberanía masculina. Con ello, los teóricos, pedagogos y canonistas católicos orientaron todo un acervo de pro-ducción literaria en torno a la necesidad de contención corporal de hombres y mujeres, impulsaron el celibato, satanizaron la imagen de la mujer como fuente

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de tentación y promovieron todo un ideario para la búsqueda de la perfección femenina, particularmente en su formación para el matrimonio.2

Constituido como una institución en la que la mujer jugaba un papel funda-mental, el matrimonio la ubicó en el seno familiar, en cuanto sustento para la extensión del linaje y la crianza de los hijos, mientras el patrimonio representó el lugar del hombre que como padre encarnaba la autoridad familiar y tenía por vocación los asuntos públicos, el manejo de la economía familiar y el disfrute de los réditos de la producción. Precisamente, la Ley 2 de la Partida Cuarta reiteraba la clara separación de los lugares que ocupaban mujer y hombre en la vida familiar:

Matris y munium son dos palabras del latín de que tomó nombre matrimonio, que quiere tanto decir en romance como oficio de madre. Y la razón de por qué llaman matrimonio al casamiento y no patrimonio es esta: porque la madre sufre mayores trabajos con los hijos que no el padre, pues comoquiera que el padre los engendre, la madre sufre gran embargo con ellos mientras que los trae en el vientre, y sufre muy grandes dolores cuando ha de parir y después que son nacidos, lleva muy grandes trabajos en criarlos ella por sí misma, y además de esto, porque los hijos, mientras que son pequeños, más necesitan la ayuda de la madre que del padre. Y porque todas estas razones sobredichas caen a la madre hacer y no al padre, por ello es llamado matrimonio y no patri-monio. (Alfonso X [1221-1284], 1843)

Con el matrimonio como una institución que empieza a ser objeto de fuertes regulaciones, la vocación de la mujer como madre y esposa se convierte en un destino. No obstante, la naturaleza femenina, que se debatía entre el pecado de Eva y el virtuosismo de María, debía ser asunto de cuidado y custodia. Así el ofi-cio de madre y esposa se convirtió como cualquier otro en objeto de preparación y adiestramiento, lo cual despertó todo un accionar literario y pedagógico orien-tado hacia la formación de la “buena mujer”, aquella que cultivaba las virtudes marianas de castidad, discreción y sumisión. En este sentido, aparecen textos de pedagogía religiosa orientada a la formación de la mujer para el matrimonio:

Ello es así, que no hay cosa más rica ni más feliz que la buena mujer; ni peor ni más desastrada que la casada que no lo es; y lo uno y lo otro nos enseña la

2 El matrimonio se convirtió en la institución con mayores regulaciones, pues se consideró el espacio a través del cual el poder eclesiástico podía afianzar su autoridad sobre el poder civil. Así aparecen algunos cuerpos normativos canónicos que, como en el caso de las Leyes de las Siete Partidas, se constituyeron en documentos que buscaban la unidad jurídica de los reinos, en este caso del Reino de Castilla, que además ejercería un papel fundamental en los procesos de colonización en Hispanoamérica. El documento no solo reconocía la suprema autoridad de la Iglesia católica, sino que entre todos aquellos asuntos civiles que reglamentaba, el ma-trimonio, las relaciones de familia y las relaciones de servidumbre, fueron los elementos más fuertemente normados.

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Sagrada Escritura. De la buena dice así: El marido de la mujer buena es dichoso, y vivirá doblados días; y la mujer de valor pone en su marido descanso, y cerrará los años de su vida con paz. La mujer buena es suerte buena, y, como premio de los que temen a Dios, la dará Dios al hombre por sus buenas obras. El bien de la mujer diligente deleitará a su marido, e henchirá de grosura sus huesos. Don grande de Dios es el trato bueno suyo; bien sobre bien, y hermo-sura sobre hermosura es una mujer que es santa y honesta. Como el sol que nace parece en las alturas del cielo, así el rostro de la buena adorna y hermosea su casa. / Y de la mala dice por contraria manera: La celosa es dolor de corazón y llanto continuo, y el tratar con la mala es tratar con los escorpiones. Casa que se llueve es la mujer rencillosa, y lo que turba la vida es casarse con una aborrecible. La tristeza del corazón es la mayor herida, y la maldad de la mujer es todas las maldades. Toda llaga, y no llaga de corazón; todo mal, y no mal de mujer. No hay cabeza peor que la cabeza de la culebra, ni ira que iguale a la de la mujer enojosa. Vivir con leones y con dragones es más pasadero que hacer vida con la mujer que es malvada. Todo mal es pequeño en comparación de la mala; a los pecadores les caiga tal suerte. Cuál es la subida arenosa para los pies ancianos, tal es para el modesto la mujer deslenguada. Quebranto de corazón y llaga mortal es la mala mujer. Cortamiento de piernas y decaimiento de manos es la mujer que no da placer a su marido. La mujer dio principio al pecado, y por su causa morimos todos. Y por esta forma, otras muchas razo-nes. (Fray Luis de León, 1980, pp. 6 y 7)

Como se muestra, del honor femenino dependía el masculino y el familiar, de ahí la autoridad del hombre sobre la mujer. En este sentido, es importante señalar que no es el discurso religioso el que de manera aislada produce un sistema de representaciones sobre lo masculino y lo femenino que subordina a la mujer al hombre, sino que este discurso está anclado a un tipo específico de formación social, a una sociedad tradicional de naturaleza estamental, en la cual la posibilidad de producción y reproducción del grupo, expuesta al lugar que le sea asignado a las mujeres, las hace por lo mismo objeto de sujeción, principio de acumulación y fuente de excedentes que debe ser monopolizado; todo lo cual queda formalizado y naturalizado por el discurso religioso, en este caso, por el cristianismo católico. En estas sociedades el honor del grupo pasa por el honor de las mujeres que el discurso religioso tramita fundamen-talmente por la sexualidad.

En efecto, como se refirió, el discurso canónico cimentó las bases de un cate-cismo orientado a establecer unas relaciones sociales en las que la separación de la naturaleza masculina y femenina implicó construir una noción del pecado que se representaba en el cuerpo y sus instintos, y que particularmente había entrado por el cuerpo femenino, lo que lo convertía en instrumento, en repre-sentación pecaminosa. Por ello, la subordinación de la mujer se configuró en torno a su presunto carácter sexual, erótico e instintivo, lo cual permitió repre-sentarla como un ser inferior, pero amenazante. Ello implicó no solo la impo-sición de todo un sistema de normas y prohibiciones para hombres y mujeres,

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sino también una forma específica de convivencia que los ponía en esferas dife-rentes, y por tanto solo unidos en la dominación del hombre hacia la mujer.

La representación de los cuerpos en todo este discurso no contribuía simple-mente a ejercer un control clerical sobre la sexualidad y el erotismo como límite frente al pecado; particularmente sirvió para afianzar y preservar las jerarquías y divisiones sociales, pues la idea de la necesidad de la redención de la mujer del pecado original, la regulación del matrimonio y el extenso catecismo sobre el oficio de la buena mujer se constituyeron en estrategias orientadas a estre-char los vínculos entre una idea de honor femenino y honor masculino objeto de afirmación pública, por lo cual la familia y el matrimonio se constituían en auténticos mecanismos para configurar una ascendencia y un linaje, que para los estamentos altos y aquellos que buscaban ascenso resultaba determinante, pues significaba en medio de la economía rural medieval afianzar la idea del patrimonio territorial, que al mismo tiempo supuso la monogamia y extensión de la noción de familia patrilineal (Herlihy, 1995)3.

Con el Concilio de Trento (1545-1563) se afianzó el modelo de matrimonio que desde entonces regiría a las sociedades católicas. El Concilio que reformó a la Iglesia afianzó la autoridad de esta sobre la regulación de la sexualidad y de la institución matrimonial y la convirtió en la principal garante de esta. Se constituía así en la institución que ejercía primordialmente la regulación del sistema social, contribuyendo a su reproducción a través de la administración de un sistema moral diseñado y vigilado por ella. Con el Concilio cualquier trasgresión de las normas matrimoniales establecidas era susceptible de consti-tuirse en delito, puesto que no solo implicaba la intervención de la autoridad eclesiástica, sino a la vez de las estructuras estatales. Trento garantizó tam-bién que el derecho canónico fuera ejercido por una autoridad eclesiástica que, en este sentido, administraba un tipo de justicia clerical sobre aquellos asuntos que la Iglesia consideraba de su competencia, y tal era el caso de los temas sacramentales que se confundían así los asuntos espirituales con los temporales y se afianzaba una auténtica jurisdicción que administraba a través de las diócesis y las parroquias la vida social de los habitantes de un determinado territorio.

Este sistema moral fundado en la regulación de la sexualidad y de la insti-tución matrimonial se hizo sobre la necesidad de garantizar la fidelidad de la mujer; esta, junto a la obediencia, buscaban evitar la introducción de hijos ile-gítimos por parte de las mujeres al matrimonio. Trento garantizó un control más estricto de la función del matrimonio frente al cuidado del linaje y su fun-damento en el honor masculino, lo que institucionalizó la plena subordinación

3 En este sentido, en sociedades estamentalicias atadas a la ascendencia de la tierra, no hay nin-guna posibilidad de acumulación que no pase por la suerte de las mujeres.

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de la mujer por su marido. Así, tanto la castidad antes del matrimonio como un cierto retiro doméstico representaban para los moralistas y pedagogos católicos los requisitos más importantes para poder acceder a la vida matrimonial y desarrollar el oficio de esposa y madre de manera ejemplar (en muchos casos la virginidad llegó a representar una parte de la dote).

De esta forma, a lo largo de la Edad Media, las sociedades estamentales europeas, de la mano del discurso y la regulación clerical, asumieron el modelo del virtuosismo mariano como una forma de preservar el orden social estable-cido, al tiempo que le ofrecía a las mujeres, de acuerdo con su posición social, el ejercicio de diferentes actividades económicas y sociales, siempre y cuando se desarrollaran bajo la egida de los preceptos morales del modelo mariano. Por ello, el discurso sobre el cual María se convierte en el modelo de mujer está dirigido a moldear las relaciones sociales de hombres y mujeres, puesto que además de pretender presentarse como una opción para redimir el pecado de Eva y encontrar un lugar digno y respetable en la sociedad para las mujeres, es también un discurso orientado a los hombres, a fin de inculcar el reconoci-miento por parte de estos de un ser femenino que solo resulta dignificado sobre la base del cultivo de ciertas virtudes y frente a la renuncia del interés o cono-cimiento de asuntos para los cuales su entendimiento no es apto y por lo cual promete obediencia al hombre.

En este sentido, los rigores de la figura mariana de mujer casta, sumisa, obe-diente, piadosa se constituyeron en un modelo extensible a todas las mujeres en independencia de su posición social, y por tanto se convirtieron en cualida-des aplicables a todas las actividades que tuviesen que desarrollar. Esto hizo que el modelo fuera ajustable a los diferentes cambios sociales y económicos que las sociedades occidentales europeas tendrían durante la Edad Media y en el tránsito del antiguo régimen a la modernidad. Así, si bien el matrimonio y la maternidad se constituían en el destino y el oficio naturales para las muje-res, haciendo de lo doméstico un dominio propio de ellas, esto no impedía cierta versatilidad en las demás actividades que estas podían ejercer de acuerdo con su condición social. Lo cierto es que lo que legitimaba dichas actividades eran las virtudes que la mujer detentaba; así, aunque es notable y sumamente extendido encontrar mujeres en ejercicio de roles y actividades por fuera de los temas familiares y domésticos, la exaltación de su ser no dejó de estar con-dicionada al recato, la prudencia y la obediencia que estas debían representar; de esta manera, podían ejercer actividades distintas a las de madre y esposas, siempre y cuando lo hicieran mostrando un cierto carácter “empequeñecido” en comparación con los hombres.4

4 Frente a la relación mujer-trabajo puede verse el texto de Vicente Valentín (1994).

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Los procesos de colonización española y los ideales marianos en HispanoaméricaPese a la rigidez con la que se construyeron los ideales marianos de mujer y a todo el entramado literario, catequético y jurídico que de ello se desprendió, difícilmente podría asegurarse que tales preceptos se cumplieran al pie de la letra. Las condiciones reales llevaron a que en muchas ocasiones las mujeres estuvieran vinculadas con el mundo laboral tanto en el campo como en la ciu-dad —aunque siempre en actividades propiamente femeninas—, que termi-naran frente a estados de viudez administrando sus bienes y que solicitaran la disolución de matrimonios y la separación de bienes, es decir, que hubiese mujeres que pudieran moverse con ciertos márgenes en asuntos no domésticos o por lo menos con cierta libertad.

Más aún los procesos de colonización en América abrieron otros muchos intersticios que impidieron la aplicación real de dichos preceptos por varias razones. En primer lugar, porque estos procesos supusieron la pretensión de un orden colonial de someter estructuras sociales antiguas, ancladas a modos de producción fuertes, donde instituciones como el matrimonio (formas de alianza, dirían los antropólogos) eran bastante diversas. En segundo lugar, por-que los conquistadores y los colonizadores no llegaron en las mismas condiciones a todos los territorios ni pretendieron para ellos formas semejantes de dominio y soberanía, lo que incidió en los intercambios sociales y sexuales, y en general en las relaciones interétnicas. En tercer lugar, porque fueron procesos gestados prin-cipalmente por hombres cuyo estado civil era difícil de establecer y de vigilar en los nuevos territorios. En cuarto lugar, porque desde el comienzo los procesos de colonización supusieron un ejercicio de la autoridad poco homogénea, incapaz de insertarse y transformar las prácticas culturales de la población nativa. En quinto lugar, porque el tráfico de esclavos africanos incorporó en el territorio unos nuevos actores que representarían en la trama social figuras y relacio-nes diferentes. Por todo ello, la incorporación de los ideales femeninos gesta-dos desde la figura de María, así como las regulaciones en torno a la familia y al matrimonio que emanaban del derecho canónico, resultarían difíciles de implantar y controlar en la América hispánica, lo que dio una serie de prácticas trasgresoras, sincretismos culturales, acomodación de pautas, etc.

Esta dificultad se hizo notable, por cuanto el número de mujeres españolas que emigraron durante la Colonia solo llegó a representar, en su momento más alto, el 30 % del total de los inmigrantes peninsulares; ello, sumado a una migración de carácter no familiar, terminó por favorecer toda suerte de even-tos y prácticas que redundaron en la trasgresión de los preceptos establecidos por las normas canónicas, el establecimiento de relaciones ilícitas por parte de hombres casados que terminaban abandonando a sus familias en España, la llegada de mujeres solas en búsqueda de ascenso social —muchas de ellas se

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insertaron en el trabajo doméstico— y, en el peor de los casos, cuando la dispo-nibilidad de mano de obra esclava se incrementó se dedicaron a actividades licenciosas que llegaron a escandalizar a las autoridades reales. No obstante, las mujeres españolas que llegaron a América cumplieron el papel fundamental de ser transmisoras y preservadoras de los ideales hispánicos en el Nuevo Mundo, fun-ción de gran trascendencia, pues dichos valores se constituyeron en los baluar-tes de una nueva élite social y de la forma como esta emprendería los propios procesos de dominación cultural, y aunque en las primeras décadas del proceso colonial muchas mujeres peninsulares no encontraron la suerte esperada, para las autoridades reales y para los sectores de élite la suerte de “sus mujeres” fue objeto de gran interés; sobre la idea de que la sangre española representaba la dignidad del colonizador, dieron ayudas económicas y abrieron instituciones de caridad para alivianar las condiciones de las más desaventajadas.

En todo caso, el papel de la mujer española en el proceso de colonización fue fundamental, sobre todo para consolidar al colonizador como un grupo social cohesionado, capaz de representar los intereses del Reino; ello hizo que las autoridades reales promovieran desde los inicios de la apuesta conquista-dora la migración de mujeres que acompañaran a sus esposos, que fueran a su reencuentro, pero también se auspició la migración de mujeres solteras. Todo ello contribuyó a crear en cierta medida un mercado de mujeres españolas que fue descendiendo progresivamente y que desapareció cuando la primera gene-ración de mujeres criollas se consolidó.5

Todas estas condiciones dejaron ver cierto desorden social, lo que alertó a la Corona frente a la estabilidad de su dominio; su estrategia para corregir tales desarreglos se concentró en la regulación del matrimonio y, con ello, en las relaciones de parentesco. De esta manera, se buscó implementar con todo rigor el Concilio de Trento, a través del cual se estableció el matrimonio como una institución habilitada para reconocer y legitimar uniones sexuales y la descendencia que de ellas emanara. El Concilio fue fundamental para emprender procesos de regulación y reproducción social porque antes de ello las parejas podían recurrir a todo tipo de uniones que no requerían del reco-nocimiento de la autoridad religiosa.

5 Sobre este aspecto señala O’Sullivan-Beare (1956): “Difícil cosa es determinar cuáles fueron las primeras mujeres españolas que pisaron tierra americana. Decididas unas desde el primer momento a compartir la suerte de sus maridos; prontas otras -llevadas por el mismo afán de aventuras que entusiasma a todos- a marchar a las tierras donde parecían tener realidad todas las quimeras; dispuestas no pocas a encontrar el marido -que la rutinaria vida en su lugar nativo no había podido darles- entre la tropa de conquistadores que, escasos de mujeres en la nueva tierra, habían de ser menos exigentes en su elección, ambiciosas otras de granjerías con sus cuerpos allí donde los tesoros eran fáciles y la moral más libre y los frenos sociales muy escasos, mujeres de toda suerte corrieron desde los primeros viajes por los nuevos escenarios ultramarinos [...]” (p. 35). Véase también: Lavrin, A. (1990).

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Lo anterior supuso empezar a limitar las prácticas de relacionamiento que los españoles traían, junto con la corrección de las propias prácticas de nativos y esclavos. Los efectos de ello fueron notables en el establecimiento de pautas mucho más reguladas: se buscó evitar la cohabitación de las parejas sin casarse, se reconoció a la Iglesia como la única entidad autorizada para validar la unión y, por lo tanto, se estableció a partir de ello una barrera que separó las uniones y las descendencias legítimas de las ilegítimas. Estos elementos se constituyeron en la fuente del prestigio y el estatus social.

Las repercusiones en el proceso de colonización fueron inmediatas: la Igle-sia utilizó la unión legítima como herramienta para combatir conductas inmo-rales como la poligamia, el amancebamiento y el abandono de esposas. Ello fue notable en las órdenes reales que prohibieron de manera oficial que los hombres casados siguieran migrando a América sin sus esposas, y la conducta se sancionó con la cárcel, aunque luego se admitió un permiso de ellas y se vigiló que estos buscaran el regresó a España en su búsqueda, que continuaran con sus responsabilidades económicas o promovieran un reencuentro familiar en los territorios del Nuevo Mundo. El trabajo de López de Mariscal permite observar de primera mano las implicaciones de estas medidas:

[…] os ruego y encargo que no dejéis de venir, mira que será mi total destrucción si no venís, no quiero ser inoportuno, que para una mujer de tan buen entendimiento como vos me parece que basta. Nuestro Señor os deje ver y, como dicen, muérame luego. [Otra misiva dirigida a un hijo señalaba] …no vengáis si no fuere que traigáis vuestros hijos y mujer [...], porque si venís de otra manera hay pragmática que hombre casado ninguno que sin su mujer esté en Castilla no viva en esta tierra, sino que le envíen con prisiones a hacer vida con su mujer. [Otras cartas dejan apreciar la necesidad de los esposos de formular promesas para conseguir que la mujer viaje a estos territorios] […] veréis acá muchos amigos que allá pasaban trabajos, acá están con mucho descanso y con esclavas que le sirvan, y no seréis los menos, porque, dándome Dios salud, yo tendré comprada el día que vos viniéredes una esclava que os sirva. (Otte, 1996, citado en López de Mariscal, 201, pp. 73-873)

A todo esto se sumó la fuerte promoción de prácticas endogámicas que redun-daran en la consolidación de grupos con características socioeconómicas simi-lares. Esto fue particularmente insistente en los estamentos ascendidos de ori-gen o ascendencia española, por lo cual terminó por consolidarse un mercado matrimonial en el que la mujer se constituía en instrumento y símbolo del man-tenimiento del linaje y el honor de sus esposos, lo cual instituyó el matrimonio en una auténtica estrategia para el ascenso o el descenso social, y por ello un mercado altamente regulado: la dote, las obras pías, la castidad, la promesa de matrimonio, el permiso para casarse, el matrimonio de conciencia u oculto, la disolución del matrimonio, entre otras prácticas que giraban en torno a una institución que, más allá de los afectos, vinculaba en virtud de lo económico.

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Las dotes simbolizaron el respaldo material que la familia le otorgaba a la hija, y más allá de cumplir una función frente al sostenimiento de la mujer ante la muerte de su esposo, fueron un auténtico instrumento para garantizar unio-nes que promovieran el ascenso social de las familias: una buena dote mostraba la solvencia económica de la familia, lo cual le facilitaba todo tipo de transaccio-nes que elevaban o favorecían sus negocios, al tiempo que le otorgaba la certeza a las hijas de obtener una provechosa unión matrimonial. Esta práctica repre-sentó beneficios particularmente al sector hispánico de la sociedad colonial; otros grupos étnicos difícilmente aportaban dotes a sus uniones matrimoniales; pero para las mujeres de los sectores medios y pobres existieron algunas obras pías, cuyos fundadores habían establecido entregar dotes a mujeres de escasos recursos que demostraran una reputación honorable. Las dotes eran una forma de acción caritativa para que este tipo de mujeres lograran amparar sus vidas encontrando un esposo o vinculándose a la vida conventual. No obstante, esto no fue una práctica generalizada, puesto que el propio poder eclesiástico desti-naba de manera privilegiada los recursos de estas obras a las misas y las oracio-nes, salvaguardando sus recursos económicos, al tiempo que para los sectores hispánicos y los que lograban cierto ascenso social la generalización de esta práctica podía poner en riesgo la posición privilegiada que ellos detentaban. De esta forma, la dote contribuyó a marcar las diferencias sociales de las mujeres, y con ello consolidó una estructura social que se mantenía por medio de un mercado matrimonial económicamente regulado.

Por otra parte, estuvo la cuestión de la virginidad, tan relevante para las prácticas matrimoniales como la dote misma. En efecto, la idea de la virginidad como requisito para llegar al matrimonio fue más una construcción simbólica que una realidad. La castidad representaba una de las grandes virtudes maria-nas, y por lo tanto se constituyó en el fundamento del honor femenino. Sin embargo, durante mucho tiempo las Leyes de las Siete Partidas habían permitido la consumación de toda clase de uniones maritales, lo que implicó la construc-ción de una idea un tanto flexible de la relación entre virginidad y matrimonio, hecho que intentó reglamentarse de manera más estricta con el Concilio de Trento, por medio del cual quedaría prohibida la convivencia de las parejas o la consumación de su relación antes de la ceremonia religiosa.

No obstante, dichas prácticas estaban lo suficientemente arraigadas como para poder exterminarse por completo, así que las costumbres de consumar relaciones con una simple promesa matrimonial u otros actos simbólicos que proclamaban una futura unión continuaron realizándose en aquellos intersti-cios que siempre se encuentran entre la legislación y la práctica social; pero aunque el Concilio no logró terminar con las relaciones sexuales prematrimo-niales, sí pudo convertirlas en una amenaza para el honor femenino, particu-larmente, porque las promesas de matrimonio seguían siendo usadas por los