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PIANO ROMÁNTICO Febrero-Abril 1984 MINISTERIO DE CULTURA JUNTA DE COMUNIDADES DE CASTILLA-LA MANCHA DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE ALBACETE AYUNTAMIENTO DE ALBACETE FUNDACIÓN JUAN MARCH

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PIANO ROMÁNTICO

Febrero-Abril 1984

MINISTERIO DE CULTURA JUNTA DE COMUNIDADES DE CASTILLA-LA MANCHA DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE ALBACETE A Y U N T A M I E N T O DE ALBACETE FUNDACIÓN JUAN MARCH

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CICLO DE

PIANO ROMÁNTICO

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Febrero-Abril 1984 CICLO DE

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PIANO ROMÁNTICO

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I N D I C E

Presentación 5 Programa general 7 Introducción general, por Federico Sopeña

Ibañez 25 Notas al Programa:

Primer concierto (20-11-1984) 29 Segundo concierto (27-11-1984) 33 Tercer concierto (5-III-1984) 36 Cuarto concierto (12-111-1984) 39 Quinto concierto (19-111-1984) 42 Sexto concierto (26-111-1984) 45 Séptimo concierto (2-IV-1984) 48 Octavo concierto (9-IV-1984) 52

Participantes 55

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El pianoforte, incorporado a la historia de la música a lo largo del siglo XVIII, se convierte en el instrumento musical por antonomasia en el siglo XIX con los compositores románticos. En este ciclo de conciertos, a pesar de su extensión, sólo podremos dar un breve panorama de su literatura a través de la obra de siete autores excepcionales. Queda otro mundo, el del piano de salón, el de las transcripciones de sinfonías, óperas y música de cámara... que sociológicamente es importantísimo e incluso, en manos de compositores como Liszt, de una belleza excepcional. Aquí apenas si va a ser aludido, a no ser en el último de los conciertos, que quiere ser una pequeña antología del piano español en la segunda mitada del siglo XIX. No es justo comparar estas obras, bien gratas de oír por otra parte, con las de los grandes maestros del romanticismo centroeuropeo. Pero, además de ser nuestras, en ellas hicieron sus primeras armas músicos de tanta valía como Albéniz y Granados, que ya otean aquí sus Iberias y Goyescas. Como el laúd y la vihuela en el siglo XVÍ, como el violín en el XVII o el clave en el XVIII, el piano román tico no es solamente el instrumento en el que crearon tantos artistas excepcionales. Es todavía más: es la expresión de una época, es un eficaz hecho de cultura que nos guía con mano delicada y firme en nuestra reconstrucción del pasado.

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PROGRAMA GENERAL

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PROGRAMA

PRIMER CONCIERTO

B E E T H O V E N

I

Sonata n.° 13, en Mi bemol mayor, Op. 27 n.° 1 (Sonata quasi una fantasia)

Andante-Allegro Allegro molto e vivace Adagio con espressione Allegro vivace

Sonata n.° 14, en Do sostenido menor, Op. 27 n." 2 (Claro de luna)

Adagio sostenuto Allegretto Presto agitato

II

Sonata n.° 21, en Do mayor, Op. 53 (Waldstein - La aurora)

Allegro con brio Introduzione: Adagio molto Rondò: Allegretto moderato. Prestissimo.

Isidro Barrio, p iano

Lunes, 20 de febrero de 1984 . 20 horas

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PROGRAMA

SEGUNDO CONCIERTO

S C H U B E R T

i

Momentos musicales, Op. 94, D 780

N.° 2 en La bemol mayor N.° 4 en Do sostenido menor

Impromptus, Op. 142, D 935

N.° 2 en La bemol mayor N.° 3 en Si bemol mayor

II

Sonata en Si bemol mayor, Op. posth., D 960

Molto moderato Andante sostenuto Allegro vivace con delicatezza Allegro, ma non troppo

E u l a l i a S o l é , p i a n o

Lunes, 27 de febrero de 1984. 20 horas

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PROGRAMA

TERCER CONCIERTO

M E N D E L S S O H N

i

Rondó Capriccioso, Op. 14

Romanzas sin palabras, Op. 67 N.° 1 Andante N.° 2 Allegro leggiero N.° 3 Andante tranquillo N.° 4 Presto (La hilandera) N.° 5 Moderato N.° 6 Allegretto non troppo (Canción de cuna)

II

Fantasía, Op. 28 Con moto agitato. Andante. Allegro Allegro con moto Presto

Variaciones serias, Op. 54

Rogel io R. Gavilanes, piano

Lunes, 20 de febrero de 1984. 20 horas

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Liti.

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PROGRAMA

CUARTO CONCIERTO

C H O P I N

I

Nocturno postumo en Do sostenido menor

Scherzo n.° 3 en Do sostenido menor, Op. 39

Andante spianato y Gran Polonesa en Mi bemol mayor, Op. 22

II

Sonata en Si menor, Op. 58

Allegro maestoso Scherzo. Molto Vivace Largo Finale. Presto non tanto

J o a q u í n S o r i a n o , p i a n o

Lunes, 12 de marzo de 1984. 20 horas

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PROGRAMA

QUINTO CONCIERTO

S C H U M A N N

I

Escenas de niños, Op. 15

De lejanas tierras - Curiosa historia - Jugando al escondite - Súplica infantil - Dicha completa -Noticia inesperada - Ensueño - Junto al hogar -El caballo de cartón - El niño serio - El coco -Canción de cuna - Habla el poeta.

Estudios sinfónios, en forma de variaciones, Op. 13

II

Noveleta en Re menor, Op. 21 n.° 1

Carnaval, Op. 9

Preámbulo - Pierrot - Arlequín - Vals noble -Ensebius - Florestán - Coquette - Réplica -Papillons - ASCH - Chiriana - Chopin - Estrella -Reconocimiento - Pantaleon y Colombina -Vals alemán - Declaración - Paseo - Pausa -Marcha de los cofrades de David contra los filisteos.

A g u s t í n Serrano , piano

Lunes, 19 de febrero de 1984. 20 horas

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PROGRAMA

SEXTO CONCIERTO

L I S Z T

I

Armonías poéticas y religiosas

Bénédiction de Dieu dans le solitude Funérailles

II

Años de peregrinación: Suiza ( l . e r Cuaderno)

Psaume

Vallée d'Obermann

Estudio trascendental n.° 10 en Fa menor

Rapsodia húngara n.° 6

F e r n a n d o P u c h o l , p i a n o

Lunes, 26 de febrero de 1984. 20 horas

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PROGRAMA

SÉPTIMO CONCIERTO

B R A H M S

i

Intermezzi, Op. 117

Andante moderato Andante non troppo e con molta espressione Andante con moto

Variaciones sobre un tema de Paganini, Op. 35 (2.° Cuaderno)

II

Sonata en Fa menor, Op. 5

Allegro maestoso Andante espressivo Scherzo. Allegro energico Intermezzo. Andante molto (Rückblick) Finale. Allegro moderato, ma rubato

G u i l l e r m o González , piano

Lunes, 2 de febrero de 1984. 20 horas

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PROGRAMA

OCTAVO CONCIERTO

R O M Á N T I C O S E S P A Ñ O L E S

i

Miguel Marqués (1843-1918) Primera lágrima

Miguel Capllonch (1861-1935)

Mazurca de salón Nocturno Tema con variaciones, Op. 8

II

Marcial del Adalid (1826-1881) Improvisación fantástica Vals brillante

Juan María Guelbenzu (1819-1886) Romanza sin palabras Guipúzcoa: 2 Zortzicos

Isaac Albéniz (1860-1909) Mallorca

Enrique Granados (1867-1916) Oriental

Canción variada Intermedio Final

Juan Molí, piano

Lunes, 9 de marzo de 1984. 20 horas

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INTRODUCCIÓN GENERAL

El piano romántico

Cada época tiene su instrumento preferido y para conocerlo hay un dato decisivo: que no sólo se com-pongan muchas obras para él sino que, además, recoja en arreglos las otras músicas. Esto ocurre plenamente con el piano en el siglo XIX. El piano reina en los dos polos de la audición: en la sala del gran espectáculo, en la sala de la ópera, en la mismísima Scala de Milán, Liszt se atreve a presentarse en un concierto para él sólo: y ocurre lo mismo en la otra sala, en la casa bur-guesa, incluso en la modesta, donde la «sala» —indis-pensable como ostentación— reserva sitio de presiden-cia al piano, ese piano que todavía hemos conocido nosotros, con sus candelabros dorados para las velas y sobre la tapa cachivaches, retratos y hasta un mantón de manila de través y rica tela bordada como cubrete-clas. La descripción de una de esas salas de casa a la quinta pregunta la hace Galdós en «Miáu»: «Los de Villaamil, a pesar de la cesantía con su grave disminu-ción social, tenían bastantes visitas. ¡Qué dirían éstas si vieran que faltaban las cortinas de seda, admiradas y envidiadas por cuantos las veían...! Ninguna de sus amigas tenía una sala igual. La alfombra estaba tan bien conservada que parecía que humanos pies no la pisaban. El piano vertical desafinado, sí, desafinadí-simo, tenía el palisandro de su caja resplandeciente».

Se me podrá argüir que la gran moda musical del romanticismo es la ópera italiana, y es cierto, pero am-bas modas llegan a hacerse inseparables porque el can-tante en concierto necesita del piano y porque el canto en la sala lo necesita también. Más: tanto el concertista como el pianista o la pianista que brilla en el salón o en la sala, tiene como seguro repertorio de éxito los arreglos de ópera. El piano vence al instrumento neo-gótico que quiso reinar en el salón: me refiero al arpa «silenciosa y cubierta de polvo» en la famosa rima de Becquer.

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En el siglo pasado se pone de moda, es una verda-dera institución, el café. Ya no son los cafés de gran plumero del Palais Royal, los cafés de los grabados dieciochescos, ni los cafés astrosos, conspiratorios del Madrid de Fernando VII, sino cafés en todas las esca-las, desde el salón de lujo hasta el local de barrio. No se concibe café sin música, y si el café es modesto el piano basta, pero en todos es indispensable. También Galdós da delicioso testimonio: «Al pianista ciego le daba el cafetero siete reales y la cena. Por el día se dedicaba a afinar. Era casado y con ocho de familia. Tocaba piezas de ópera y de zarzuelas como una má-quina, con ejecución fácil aunque incorrecta, sin gusto ni sentimiento. A pesar de ésto en ciertos pasajes muy naturalistas, en los que imitaba una tempestad o las campanas de incendios que da cada parroquia, le aplaudía mucho el público y a última hora le pedían siempre habaneras». Lo anterior indica el papel del piano, de los arreglos para él solo o en compañía que ayudan a una importante labor de extensión e incluso de iniciación. Si el burgués medio gustaba de llevar a sus hijos pequeños al museo también podría, como premio, ir al café con música.

A mitad del siglo XIX puede decirse que el piano ya se fabrica en serie, y los progresos de Stenway y Bósen-dorfer van en la línea establecida. Había pasado más de un siglo desde el famoso encuentro en Postdam entre luán Sebastián Bach y el pianoforte construido por Sil-bermann: Desparramados los constructores rivales, en vigor todavía el «instrumento mueble», con adornos y hasta en forma de jirafa. Nos encontramos ya en el tránsito entre los dos siglos; después del encuentro transcendental entre Stern y Mozart avanzamos más hacia nombres universales —Pleyel, Erard— emi-grando hacia América con Stenway, uniéndose en el Londres de Clementi el pianista y el constructor. Se une el mundo burgués del salón y el no menos burgués del espectáculo y el piano vertical y el de gran cola ya entran plenamente en el mercado. Junto a marcas que llegan a ser verdaderamente «multinacionales» surgen, en Cataluña por ejemplo, artesanías modestas, pasaje-ras, muy extendidas. Surge también la artesanía del afinador. La consecuencia es clara y triple. El progreso en el tamaño obedece a la necesidad de llegar al piano/ orquesta pero no menos, a través del juego de pedales, a la variedad en el color y, sobre todo, a la dulzura. Puede decirse que ya antes de llegar a la mitad del siglo el piano, de cola y vertical, ya se fabrica en serie,

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ya es industria. Todavía hay pianos de salón con ador-nos, pero eso es excepcional.

El compositor recibe del piano una ayuda, un estí-mulo y una prueba. Wagner, que no dejó obra de piano importante, salía de sus ruinas alternativas procurando salvar su buen piano; el regalo de un Erard lo veía como decisivo para acicate de la inspiración. Por otra parte, el que Bruckner y Mahler no tuvieran obra pia-nística —ni de ópera, seamos justos— ha retardado mucho su comprensión. El auge del piano hizo crecer con rapidez la asistencia a los conservatorios. El piano aparece como insustituible en la iniciación musical de la niñez y hasta los cuadros de género dan testimonio de ello. Es más: cuando la mujer no podía acceder to-davía a la universidad sí aparece en los conservatorios como fundamental «clase de adorno», pero con una subyacente aspiración a través del título hacia una posible profesionalidad y, de hecho, esa conversión —como la de las clases de «corte y confección» en la pequeña burguesía—, llega a veces a la distinguida «profesora a domicilio». También sobre ésto nos ilustra Galdós: «Quería doña Casta que su niñas tuvieran un medio de ganarse la vida para el día en que, por cual-quier contingencia, empobreciesen y Olimpia fue lle-vada al conservatorio desde edad temprana. Siete años estuvo tecleando y después tecleaba en casa bajo la dirección de un reputado maestro que iba dos veces por semana. Tratábase de que ganase previo los exáme-nes y para ésto la niña estuvo por espacio de tres años estudiando una dichosa pieza, que no acababa de do-minar nunca. Pieza por la mañana, pieza por la tarde y noche».

De lo que no hay testimonio en Galdós es de un mundo maravilloso y privativo de la burguesía ale-mana: el mundo del lied. Desde Beethoven a Brahms voz y piano o, mejor dicho, poema, voz y piano ene-bran la transcendencia de la intimidad: ya no es la «melodía acompañada» sino el piano que sugiere, que agudiza y que, tantas veces, resume. Como en el caso de la voz, no es protagonista el virtuosismo sino que la enorme dificultad reside en la concentración en la in-tensidad y, no menos —lo más difícil—, en ese «color» que es vecindad del silencio. Salvo en el caso de Cho-pin —autor, sí, de «melodías»— el piano del lied es inseparable de los grandes compositores románticos.

Federico Sopeña Ibáñez

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N O T A S A L P R O G R A M A

PRIMER CONCIERTO

BEETHOVEN Y EL PIANO

Las primeras sonatas de Beethoven llevan la indica-ción de «para clavecín y pianoforte», pero esas mismas ni siquiera los fanáticos del clavecín las apadrinan, pues, de verdad, con Beethoven el piano ya es instru-mento romántico. En las 32 sonatas, Corpus gigantesco, verificamos la existencia de una dialéctica que se con-vertiría en herencia para todo el siglo, prolongándose hasta el mismísimo Bartok: dialéctica, contraste y hasta lucha entre gran forma e intimismo. El punto de par-tida está en una nueva forma de inspiración, la que, siguiendo el lenguaje de Aranguren, yo llamo «inspira-ción denominativa». Se parte, sí, para la gran forma de la inspiración «temática», es decir, de la capacidad de un grupo de notas, no necesariamente «melodía» —re-cuérdese el tema más famoso: el primero de la Quinta Sinfonía— pero unido indisolublemente a una realidad psicológica. De esa manera, lo que en la sonata bitemá-tica tenía tantos peligros de formalismo —la repetición de la exposición, por ejemplo— es en Beethoven pro-funda razón de ser. La dialéctica anteriormente apun-tada tiene peligro en ambos polos, desde el enorme crecimiento de la técnica al academicismo; desde el intimismo al predominio de lo anecdótico, de lo senti-mental. En Beethoven el desmelenado, el furibundo, el del viejo mundo puesto patas arriba, se verifica lo que Paul Valéry da como signo de belleza: «La impresión de Belleza, tan arduamente buscada, tan vanamente de-finida es, quizá, el sentimiento de una imposibilidad de variación, de cambio virtual; un explendor límite tal que toda variación puede hacerse, por una parte, dema-siado sensitivo: por otra, demasiado intelectual. Y esa frontera común es un punto de equilibrio».

Las claves de la inspiración «denominativa» son ca-pítulos de la vida del hombre, elementales y esenciales

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a la vez: Dios, amor, heroísmo, naturaleza. Se integran esos capítulos y pueden dar nueva vida a la forma so-nata porque surgen ya con estructura de diálogo. Cari Schuricht. el gran músico y humanista, decía hablando de la interpretación de Beethoven: «Si advertimos in-mediatamente que el fondo y la forma nacen del diá-logo vamos bien». El posromanticismo cayó en el error, error agudizado por wagnerianos como Antonio Ri-bera. de colocar «argumento» bajo los pentagramas de las sonatas: en las viejas y admirables notas a los pro-gramas de los tiempos de Cecilio de Roda se juntaban dos «análisis», sentimentalmente descriptivo el uno, formal el otro. Esto hoy ya no es admisible ni siquiera pedagógicamente y ciertos profesores americanos olvi-dan que en la mayoría de los casos los subtítulos de las sonatas de Beethoven son obra/cálculo de los editores.

La revolución beethoveniana, transparente en el piano, la verificamos con dos grabados que no suelen faltar en las ilustraciones de los manuales: de los tiem-pos «cortesanos», un concierto de Mozart en París, concierto sin público como tal, con gentes, no muchas, vestidas de gala, sentadas en sillones y con adivinado cuchicheo. Páginas adelante, y no muchas, aparece Beethoven tocando: afuera está la noche con luna; den-tro, burgueses oyendo con los ojos cerrados. La música se ove así, se vive desde dentro y casi religiosamente. El romanticismo pertenece a una época concreta pero salta por encima de ella para ser una «constante» de la siempre edad romántica: la adolescencia/juventud. Las edades son sucesivas y simultáneas a la vez y si Mozart nos trae la delicada melancolía del paraíso perdido de la niñez y si Bach nos fija en la madurez, Beethoven nos retrotrae a esa edad donde la tristeza es gustosa y el heroísmo necesidad soñada.

Dos sonatas Op. 27

Hay que distinguir entre «fantasía» como sinónimo de improvisación, de algo no concentrado, partiendo de inspiración ya vivida, prolongada en efectos virtuo-sísticos, y fantasía como entrada casi en tromba en esquemas inseparables de la época y con una libertad que viene, precisamente, de un enriquecimiento en la inspiración. Antes y después de Beethoven la «fanta-sía», en el segundo sentido, ha surgido de esa oleada que, rebelde al cuadro formal, se recoge en intimidad muy concentrada, simple en apariencia para lanzarse

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en contraste hacia apasionamientos inéditos en lo ex-presivo. ¿Cómo no recordar en antecedentes la Fanta-sía cromática de Bach y, sobre todo, la Fantas/a en Do menor de Mozart, y con esos arpegios de clara apertura de la intimidad? Schubert, Chopin y Schumann harán después, de la fantasía, larga fantasía, obra absoluta-mente significativa.

La popularidad de la segunda de estas sonatas, la llamada Claro de luna, ha puesto un tanto a la sombra la primera y es injusto, porque la belleza es grande y la gracia constructiva es patente; y digo lo de «gracia» para recordar que fue sonata preferida de Mendel-ssohn. Ya la flexibilidad en los tiempos del primer mo-vimiento, una como variación dentro de un cierto ca-rácter contemplativo, indica esa libertad que se abre de distinta manera al segundo tiempo, que cumple misión de segundo scherzo y con recuerdo nada menos que del scherzo sinfónico. En esta fantasía los tiempos de-ben ser tocados sin interrupción precisamente por la continua referencia, idas y venidas, que en esta sonata magnifican el típico «diálogo» beethoveniano. Así, el adagio brevísimo, experiencia solo, especie de caden-cia al revés para lanzarse al último tiempo, ese al legro vivace donde se funde lo anterior para que una de las grandes revoluciones típicas de Beethoven —el rondó-sonata— y la técnica de la variación configuren un irisado mundo de expresividad que se remata en un presto donde la violencia se hace transcendente.

¿Qué no se habrá escrito, poetizado, lacrimeado so-bre la sonata Claro de luna? Cuando explico en clase la estructura de la sonata bitemática titulo ésta «el mundo al revés». No hay allegro inicial sino ese adagio en apariencia fácil, símbolo de intimismo. Los comenta-rios, en general, señalan este tiempo como una cumbre de la expresión amorosa. Eduardo del Pueyo, maestro indiscutible en la interpretación de las sonatas de Bee-thoven, lleva la contraria y señala que ese Claro de luna hay que situarlo sobre un lamento fúnebre. De atrás ¡y con qué belleza! viene este juicio nada menos que de Berlioz: «Hay una obra de Beethoven, conocida bajo el nombre de sonata en Do sostenido menor, cuyo adagio no puede definirse en lenguaje humano... Hace sentir un especie de lamento, «fioritura» melódica de esta orgánica armonía». El breve, intenso y a la vez juguetón «allegretto» —«la flor entre dos abismos», en frase de Liszt— es un paréntesis delicioso, un cierto descanso hacia la impresionante visión del último tiempo. Este sí que, «mundo al revés», tiene estructura

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de primer tiempo, de gran diálogo temático pero todo desde ese piano que quiere hacer de la mano, garra. Palpando algún piano contemporáneo de Beethoven, verificamos, una vez más, cómo el compositor sale so-bre el instrumento que la época le da. Da casi la sensa-ción de hacer un «comic» con todas las cuerdas y la caja cayendo destrozadas ante semejante violencia, cumbre de un virtuosismo nuevo.

Sonata Op. 53 (Waldstein)

Esta sonata, compuesta en 1804, cumbre pianística de la segunda época beethoveniana. puede justificar el sonido de aurora porque en verdad es revolucionaria como técnica y prueba de ello es que todavía hoy se discute la ejecución de ciertos pasajes. En el piano de entonces, el paso al romanticismo se despegaba difícil-mente de un cierto carácter neoclásico/rococó que bus-caba en la agilidad un «perlé», un correteo agradable, cristalino, fundamentalmente virtuosístico. Pues bien, ahí se mete Beethoven v hace de la ligereza, estética de juego y estética de transcendencia: basta identificar los dos clarísimos temas del primer tiempo, ligerísimo el primero, desafío a la velocidad cristalina, y el segundo, tierno, lírico pero sin perder el dinamismo de fondo.

El virtuosismo que esta sonata exige va regido, de principio a fin, por una exuberante fantasía donde lo melancólico es «toque», pasada corta —tiempo lento— para llegar a lo más «difícil todavía», ese tercer tiempo donde la modulación más simple se llena de encanto y cuya «moderación» desaparece ante ese presto final, desafío a los pianos de entonces y a los pianistas de ahora. Es muy justo tener siempre presente que el dra-matismo «comprometido» de Beethoven nos hace go-zar hasta el fondo de los capítulos de juego, de sonrisa. Ocurre lo mismo con el paisaje: como no solemos ser testigos del amanecer y sí melancólicamente adheridos al crepúsculo, encontrarse con la «aurora» es auténtico acontecimiento.

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SEGUNDO CONCIERTO

SCHUBERT ANTE EL PIANO

Ocurre en Schubert algo parecido a lo que siempre señalamos en Mozart: si ignorantes de su vida la cons-truyéramos a través de la obra, surgiría una vida riquí-sima, aventurera, trágica, conscientemente compañera de los grandes temas culturales. Y no es así en Mozart y no es así en Schubert. La inspiración brota como un torrente y es necesario pensar en el inconsciente colec-tivo como fondo de la inspiración personal para certifi-car, con asombro, el que, paralelamente a Beethoven, toda la esencia del romanticismo pase a su obra, a toda su obra menos al teatro, pero eso es otro tema. El pobre maestro, asistente de escuela, lleva un diario tímido pero, de repente, también como inspirado, nos habla de su tragedia, tragedia que pasa al piano y en el piano se debate la esencia/tragedia del romanticismo: la per-fecta construcción de la obra pequeña, expresión de la intimidad y la inevitable ambición de la gran forma. Símbolo de la época: el burgués que crea el hogar ín-timo pero que exige los grandes edificios para gran ciudad.

Impromptus y momentos musicales

La palabra es muy clara: improvisación pero, como en el caso de la fantasía, significado y significante va-rían. Nos puede orientar la comparación con la oratoria o con la misma clase: no es lo mismo decir lo que a uno se le ocurre, sin más, que improvisar porque el tema está vivido hondamente, es inseparable de la per-sona. Estas obras breves de Schubert, no demasiado breves si se respetan las repeticiones, surgen de las «constantes» de Schubert: la transformación del «perlé» en surtidor nunca cortado de la inspiración, el manejo siempre «expresivo» del piano. La melodía es tan bella, tan cantable en el sentido amplio de la pala-bra, que la repetición no obedece al formalismo de alargar el tiempo sino al deseo de oír otra vez la misma hermosura. La estructura, sencillísima, tripartita, hace que la función de lo colocado como «trío» prepare el deseo de la repetición.

Como en el caso de los lieder esta música, jugosa-mente melancólica, se asoma a la calle vienesa del vals y de la canción a través no de un «salón» ni tampoco

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como destino a espectáculo, sino que se asoma a lo que definiríamos como «schubertiada»: reunión amistosa, casi diaria, de amigos, músicos y no músicos, que exige renovación constante en el piano. Schubert veía a su contemporáneo Beethoven o bien en alturas sociales casi inaccesibles o en una soledad hurañamente defen-dida. Entonces, el círculo de amigos hace frente a Ros-sini —el triunfador de Viena— y al lado de Beethoven, un segundo corazón de la ciudad, modesto y hasta po-bre pero de una pureza que Bruno Walter llamó «celes-tial».

Sonata en Si bemol mayor

Es la última de las tres sonatas compuestas por un Schubert ya cercano a su muerte. La imagen en graba-dos y hasta en famosas películas —«Vuelan mis can-ciones», por ejemplo— es la de un Schubert idílico, soñador tranquilo, paciente, inocente casi. En ninguna época esa imagen se corresponde con la realidad y en la última de manera especial: la de un Schubert en-fermo, de enfermedad venérea, caído a puñados el ca-bello, sombrío al máximo, sabedor de muerte cercana. Cuando el compositor siente surgir desde el fondo esa amenaza y la asume y apura sabiduría para hacer del terror canto de despedida, la obra adquiere una extraor-dinaria y comunicativa riqueza: es el caso de este Schubert. Esta sonata nos trae recuerdos hechos piano de otras cimas de inspiración melódica a las que po-dría aplicarse lo de demoníaca, tal es el paso de trozos tan angélicos como los del primer tiempo del quinteto para cuerda u otros de trágico desgarro como el de Die Stadt del canto del cisne. Un título resume este mila-gro de hacer del frío ya en el alma, doloroso éxtasis: Viaje de invierno.

El paso antes aludido de lo angélico a lo tremendo es la dialéctica de los dos temas en el largo primer tiempo de la sonata: la repetidísima exposición del primero que quiere hacer del oído corazón sereno, nos lleva a su transformación en el segundo tema y el clima cam-bia de la caricia a la garra y hasta en la reexposición y en la coda a un clima como desértico. Imposible eva-dirse porque no vamos por trucos virtuosísticos sino por carga de acentos y no sin vecindad con el silencio. En el andante parecen juntarse, gracias al «ostinato», lo que pudieran parecer zonas expresivas inconciliables, la alucinación y una cierta gran serenidad. Con los ojos

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puede haber juicio de lectura monótona: oído es una muestra de esa «estructura de la desolación» de la que arrancará Mahler y también, como en ese Mahler de la medianoche, esa desolación se resuelve en himno.

El scherzo es obligado, obligada la ligereza no sin que en el trío, con sus pesados acentos, nos diga que no nos engañemos: lo que el tema puede tener de gra-cioso parece como de cumplido. La mezcla de violen-cia y de extraña calma que Schumann ve en este piano de adiós se concentra en los tres episodios del rondó final. El tópico del Schubert intuitivo, el que todavía, ingenuamente, quiso saber más de contrapunto, es falso porque ese chorro no extinguido de inspiración sigue siempre pero trabado en una auténtica sabiduría hoy reconocida y estudiada, la que Schumann tanto quiso con su definición de «divinamente larga» y de la que después tirarán Mahler y Bruckner.

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TERCER CONCIERTO

MENDELSSOHN Y EL PIANO

A veces dan como ganas de odiar la memoria de Mendelssohn. Me explico: cuando los grandes compo-sitores románticos sufren, rabian, pelean, se enamoran con amores equívocos, bordean la pobreza y son auto-didactas en la cultura, ahí está Mendelssohn, niño pro-digio como Mozart pero con padre banquero, con or-questa en casa para la batuta del nene, cuidado por celosa hermana mayor, sabiendo griego, que es el colmo, besado por Goethe, con cheques de viaje a la vista, amable, distinguido, deportista, guapísimo, co-rrecto siempre y manejando una técnica musical irre-prochable. Ni siquiera se le puede acusar de superficial porque tiene en cuenta, ya lo creo, la pasión romántica. Erard construye para él un piano excepcional y en él improvisa con la maestría del más florido contrapun-tista. ¡Un caso, la verdad! Pero su obra, especialmente su piano, se mete por todos los entresijos de la vieja escuela del virtuosismo neoclásico, no le pueden poner reparos los viejos profesores, y los Conservatorios, par-tiendo de Leipzig, darán la entrada al romanticismo de la mano de un clásico. Rico, lleno de éxitos, gran mú-sico inglés «por adopción», se salvó de la envidia y supo admirar con modestia a Chopin y a Schumann. Murió joven.

Variaciones serias, Op. 54

Si comparamos estas variaciones con las grandes de Beethoven nos pueden parecer conservadoras porque son menos dramáticas: si, en cambio, las comparamos con las variaciones a la moda francesa —el título de «serias» en Mendelssohn se pone contra ellas— deben parecer avanzadas pues el virtuosismo es «interior», siempre expresivo y con unas audacias cromáticas que, aun ordenadísimas, servirán de puente, junto con las de Schumann, a las grandes de Brahms. Hay en ellas un bello compromiso, un «equilibrio límite» entre el Mendelssohn profesor con permanentes tentaciones de neoclásico y el Mendelssohn que no podía dejar de ser romántico: hasta en la fuga se puede palpar ese equili-brio. Es obra que pudo parecer «pedagógica» pero que. como muy bien recuerda Jacob y que nosotros pudimos vivir hace muchos años con Horowitz recogiendo la

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huella de Hoffman, hace de los catorce números un intenso cuadro expresivo. El Mendelssohn que adoraba la música de Chopin escoge también otro camino que de alguna manera culminará en el cuarto tiempo de la cuarta sinfonía de Brahms.

Rondó capriccioso, Op. 14

El título, su éxito —propina antaño infalible y aún hoy cas i— lo dice todo. Es el Mendelssohn adolescente que, visitando a Goethe, quiere mostrarle la grandeza de Beethoven pero lo que encanta al poeta en su Olimpo son obras como ésta donde el capricho, el vir-tuosismo a la moda, se hacen pura delicia, delicia que es también un poco autorretrato de lo que será cons-tante en dialéctica con el apasionamiento romántico: el encanto, el discreto encanto y, por cierto, de la burgue-sía, de la alemana especialmente.

Canciones sin palabras

Al borde de la última serie, Mendelssohn escribe: «La Música es más definida que la palabra: querer ex-plicarla es oscurecerla. Creo que el lenguaje hablado es insuficiente para este objeto y si algún día llegara a convencerme de lo contrario, no volvería a escribir una nota de música. Hay personas que acusan de ambigüe-dad a la música y que pretenden que sólo la palabra se comprenda bien: para mí es al revés, las palabras me parecen ambiguas, vagas, inintelegibles si se las com-para con la verdadera música que llena el alma de mil cosas mejores que las mismas palabras. Lo que expresa la música me parece más bien demasiado definido que demasiado indefinido. Si yo tuviera en mi espíritu tér-minos definidos para algunos de mis líeder, me guar-daría muy bien de revelarlos, porque esa explicación tendría significados diferentes, según las personas, porque sólo la música puede despertar las mismas ideas y los mismos sentimiento en espíritus distintos».

Lo que Mendelssohn no logra con las palabras del ¡ied, ni con el piano, salvo excepciones, sí lo logra en conjunto con los Líeder ohne Worte: máxima concen-tración, ahondando según el paso de las series, pre-ciosa riqueza armónica, vocalidad melódica pero ins-trumental. El número, casi el medio centenar, la publi-cación en serie, por cuadernos, son síntoma de que

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Mendelssohn ha logrado algo único: prueba negativa de ello es que en el salón burgués harán mucho menos camino que en el concierto. Hay de todo, sí, hay títulos y contenidos que sobran —bueno, «La Fileuse» que está en esta serie, menos—, otros que remachan el acierto —los de la primavera—, pero como «corpus» constituyen una original delicia. Creo que la influencia de Mendelssohn sobre Schumann, sobre Brahms, se ve-rifica a través de estas obras, influencia un poco sote-rrada pero por eso mismo muy honda y permanente: se trata de lo que yo llamo «vocalidad instrumental», algo que no es melodía venida del teatro ni sólo melodía instrumental, sino tema cantable pero —ahí está su gracia— sin desorbitar la extensión y con la trama arti-culada de manera que pueda hablarse de «vocalidad».

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CUARTO CONCIERTO

CHOPIN: EL PIANO SOLO

Compararlo con Mozart es muy importante: salvo al-guna obra formularia, no mediocre, la tónica es la de perfección absoluta, sin fisuras. El gran maestro de composición que fue Paul Dukas aconsejaba lo si-guiente a discípulos de la categoría de Rodrigo, de Messiaen: coger cualquier obra de Chopin y tocarla despacio, muy despacio, para palpar cómo cada trozo, cada compás, cada armonía, están trabadas al máximo, sin ganga alguna. Leemos los diarios y cartas de Cho-pin: nada o casi nada que se levante por encima de la discreción, y tanto, que se pone a orillas del desdén ante un mundo con tanta retórica. Es el humanismo perfecto: no hay casi diferencia poemática —salvo en las baladas y es más bien figuración— y todo es ce-ñido, transparente. Habrá quien piense —¡las biografías noveladas, esa peste!— que Chopin se desayunaba con zumo de pétalos y olor de nardos, y el desayuno era una hora con los preludios y fugas de Bach. Toda la vida de Chopin, plenamente romántica en apariencia —tuberculosis, amor imposible y amores revueltos— no fue sino una cierta huida, un preservarse de la «amazona» maternal —George Sand— que se le venía encima. No se insiste suficientemente en lo que Inglaterra significó para Chopin, encarnación de la huida. El fi-nal, tal como lo describe Liszt en su precioso libro, sí que es un gran cuadro romántico, pero la verdad autén-tica está antes, cuando el Chopin del último concierto en la sala Pleyel subía despaciosamente las escaleras cubiertas de flores, como también la sala, para que él no viera «público» sino solo caras amigas. Todo lo contrario a la gran retórica de Liszt, aunque éste tu-viera para él lo mejor de su admiración y de su cariño. Insisto: humanismo radical, sin agarraderas poemáti-cas, sin letras absurdas sobre el pentagrama. Hay una buena prueba: los «Estudios» y los «Preludios» sin ganga alguna, nueva técnica para una nueva inspira-ción, están ahí breves, incandescentes, sin que falte ni sobre una sola nota. Hace exactamente cuarenta y cua-tro años titulé así el examen de su obra: «Chopin en el Olimpo».

En la crítica de hace cincuenta, sesenta años contra el romanticismo, hubo una excepción: Chopin. Recuér-dese el cuidado editorial de Debussy para sus obras, no se olvide al Bartok intérprete de Chopin e innecesario

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es insistir en lo que Chopin supuso para Falla y para Mompou. Si Stravinsky fue menos explícito no por ello dejó de expresar su admiración, y del magisterio de la escuela vienesa llega una visión alucinada de la inter-pretación chopiniana y de la mano de Pollini, el más agudo intérprete de la obra de Schónberg.

Nocturno postumo en Do sostenido menor

El título basta porque está lleno de resonancias. Si pensamos en influencias ¡qué paso desde los «noctur-nos» de Field, que muere en 1837, a los de Chopin! Sólo con los de Chopin se da el tránsito decisivo del «nocturno-serenata» típico del siglo XVIII —música que pide muchas veces ambiente de jardín— a la ex-presión más pura y más aguda, a lo que la noche signi-fica para el romanticismo. Chatteaubriand, Lamartine, Musset, están detrás pero hay que añadir a Novalis, y lo de Chopin, lo de sus «nocturnos», pese a tanta lite-ratura, es la máxima pureza en la máxima concentra-ción: cuando se entiende el «arte puro» como aquel donde no hay separación entre inspiración y técnica, cuando ésta aparece despojada de todo lo que pudo ser añadido, hay que acudir al ejemplo de Chopin y tanto es así que colocar «argumentos» al lado debe verse como una auténtica profanación.

Scherzo n." 3 en Do sostenido menor

También, ¿cómo no? se han colocado argumentos a este grupo de cuatro obras colosales, y que en el tercero del ciclo haya su parte de coral contribuye a la banal literatura. No es literatura sino obligada referencia de-cir que el título de «scherzo» nada tiene que ver con el humor ni con lo sonriente: salvo el cuarto, más nostál-gico, los otros tres, y el tercero de manera singular, aciertan a conciliar la violencia con el lirismo y sobre una estructura sencillísima, donde compases de cierto reposo son como preparación para el huracán que se presiente.

Andante spianato y gran polonesa en Mi bemol mayor, Op. 22

Difícil es escoger una cumbre en toda la obra de Chopin, pero nos tienta situarla en este prólogo a la

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polonesa, prólogo sin tormenta, prólogo que podría-mos llamar «celestial»; no en vano era la obra preferida de Dukas, precisamente por lo que podría parecer con-trario y que en el fondo no lo es: la asombrosa econo-mía de medios, la calculada expresividad de fondo. Chopin hizo un esbozo haciendo dialogar a la polonesa con la orquesta pero luego renunció e hizo bien, a pe-sar de que Liszt remató la versión.

Sonata en Si menor, Op. 58

Aunque algunos llamen «beethoveniana» a esta so-nata, basta para negarlo el recuerdo de la alegría de Debussv y de nuestro Mompou al certificar que no hay rigurosa reexposición. En lo que podríamos juzgar su-perficialmente como «estructura imperfecta» hay en el fondo una gran tragedia de la que no es sólo protago-nista Chopin: el romanticismo, cuya cabeza indiscuti-ble es Chopin, hace obra «perfecta» en lo breve e ín-timo. Ahora bien: en la voluntad inexcusable de recibir la herencia de la gran forma, el piano íntimo se vio-lenta, se hace deseo de garra y en esta lucha, que es herida, se encarnan casi locuras como la del último tiempo pero no menos remansos de intenso lirismo como en el tiempo lento. Es muy útil insistir en esta sonata dificilísima, no para poner a la sombra la «mar-cha fúnebre» de la sonata anterior, no, pero sí para insistir en la entrecortada grandeza de la tercera llena de pro-blemas agudos de interpretación para ordenar lo que debió nacer como llamarada de esfuerzo.

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QUINTO CONCIERTO

SCHUMANN: EL PIANO, «DIARIO»

La gran aportación de la burguesía liberal fue el des-cubrimiento de la intimidad, lo revolucionario que era unir amor y matrimonio. Cuando Mendelssohn visita la corte inglesa se sorprende al máximo cuando, pasa-dos salones y más salones del inmenso palacio, se en-cuentra con unas habitaciones hechas a la medida de un hogar burgués con el príncipe Alberto tocando el piano y la reina Victoria ensayando el gorjeo de arias y canciones alemanas. Los grandes artistas románticos han cantado y tocado el gran amor sin cuerpo, «el amor que mueve el sol y las estrellas»: el contraste entre ese platonismo y sus vidas, tan plenamente desarregladas, nos impresiona todavía hoy.

Si Mendelssohn nos parece aparte por su vida como entre algodones, la excepción, la gloriosa excepción por amasada con largas vísperas de sufrimiento, la te-nemos en el hogar de los Schumann, hogar de dorada modestia, rico de espíritu, de libros y de hijos. Se viaja, sí, a conciertos, pero con el deseo de volver pronto a ese mundo que se romperá cuando Schumann sienta su cerebro roto.

Schumann ha hecho de su piano, «diario»: inmensa novedad e inmensa hazaña, porque lo que allí se ex-presa valdrá siempre como altísimo ideal humano. Hay el «diario» común, escrito pero para pasar de él al ine-fable del piano porque todo lo que la burguesía liberal tuvo como tesoro esta allí: los niños en la cuna y luego jugando, los mavorcitos en sueños de fantasía, el paseo a los misterios y escenas del bosque pero, no menos, el pequeño paisaje desde la ventana —el nogal, la luna—, la gran pasión también, las mariposas que no se clavan, el recuerdo de la catedral de Colonia, el Heine sin casi sarcasmo.

El piano, así, conquista una extraordinaria riqueza, espiritualiza una enorme «materia» que va desde la cuchicheada confidencia hasta la gran voz pero sin re-tórica. ¡Ese «Album de la juventud», apto para nuestras manos de adolescentes, con su «lágrima gustosa», su ventanita a lo popular, su juguete, su coral, su todo! Nadie, si es sensible, podrá llamar antiguo, pasado, a este mundo, mientras el amor verdadero, el «yo y el tú» para siempre existan...

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Carnaval, Op. 9

Curiosa reacción: al aparecer el Carnaval cierta parte de la crítica de entonces vio en ese piano algo excesi-vamente intelectual, «objetivo» y hasta formalista: se comparaba quizá ese piano con el gran piano «poemá-tico» de Liszt. Hoy esa crítica nos parece casi ininteli-gible. Tampoco debemos fijarnos con exceso en los de-talles de los títulos: si se piensa demasiado en cada título se echa encima el siguiente. La comprensión de este serie de delicias debe ir de modo cruzado fiján-dose en lo esencial: el gran diálogo Eusebius/Flores-tán, diálogo entre la pasión y el éxtasis, ese diálogo que es ahí una como expresión dichosa, pero que a la larga, será el drama del corazón dividido. En el cruce de ese diálogo, esbozos, retratos, escenas: años más tarde el «Carnaval» de Schumann pasará a la orquesta de la mano de Stravinsky para ser uno de los ballets preferidos de la compañía de Diaghilev. Habrá que fi-jarse, puesto que se repite cambiando la intensidad en ese retrato musical de Chopin al que tanto admiraba Schumann. Y la larga marcha final, marcha contra los filisteos, simpática venganza, la típica del conquista-dor que, realizando lo más difícil según Paul Valérv, es gran creador y gran crítico a la vez.

Estudios sinfónicos, Op. 13

Entre la absoluta perfección de los Estudios de Cho-pin y la estructura «poemática» de los de Liszt se colo-can como cumbre, distinta cumbre, los de Schumann. Habrá que distinguir, una vez más, entre las diversas acepciones de la palabra «estudio», diversidad que puede resumirse en dos polos de atracción: el estudio centrado en las dificultades mecánicas, claramente co-locado como obligado escalafón en la enseñanza del piano, y el «estudio» en el cual una nueva técnica surge de una nueva inspiración. Este es el mundo de los largos y «uno» «Estudios sinfónicos en forma de variaciones», dando el título completo. Pongo lo de «uno» entre comillas para indicar la radical diferencia con los de Chopin y los de Liszt, diferencia encarnada en el manejo absolutamente genial de la variación que consigue esa impresionante unidad y dentro de un ta-lante que Schumann gustaba de calificar como «paté-tico». El calificativo de «sinfónicos», absolutamente in-dispensable, indica la inmensa apertura de horizontes

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para la técnica pianística, apertura que viene, precisa-mente, de una enorme riqueza de «materia», sí, pero en ella ni una sola nota deja de ser expresiva; desde esa calma solemne inicial de los acordes en profundidad, hasta el final arrebatador, arrebato que es resumen y casi una como antología, de toda una serie de episo-dios. diálogo de máximas intensidades en el maravi-lloso penúltimo número, una de esas portentosas melo-días que cabalgan sobre un genial dinamismo armó-nico. Sin esta obra, sin su influencia. Brahms sería otra cosa y menos grande.

Noveleta n." 1, Op. 21

Es un título que Schumann se inventa para recoger una impresión o para engarzar una melodía cogida al vuelo a la que se pone como contraste dinámico una parte central. Son ocho en total pero no forman serie porque cada una responde a estímulos diversos. Lo más característico y precisamente lo más rebelde a un análisis formal es la riqueza en intensidad de los desa-rrollos. pequeñas y a menudo difíciles fantasías muy cercanas y alguna, como esta primera, dentro de esa tónica delicada del piano como «diario».

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SEXTO CONCIERTO

LISZT, FIGURA Y SÍMBOLO DEL SIGLO ROMÁNTICO

Cuando dentro de dos años celebremos el centenario de la muerte de Liszt, casi podrá agotarse el programa de un año de concierto, y tomos, y grandes, harán falta para recoger íntegra su correspondencia: no existe vida más significtiva hasta en el hecho de morir después de oír «Tristán» en Bayreuth, donde está enterrado y en tumba no ostentosa. Los dos grandes capítulos, la obra y la correspondencia, son necesarios, imprescindibles para palpar en el corazón de Liszt el corazón del siglo. Pongo paralelamente las dos necesidades, porque el apuntar excesos de retórica, de «impureza» si se quiere en la obra de Liszt, viene empujado, exigido, por su total apertura tanto a las barricadas de 1830 como a las corrientes místicas que afloran con motivo del primer Concilio Vaticano: son corrientes, movimientos de opi-nión que florecen en el piano de Liszt y desde ellas se lanza el virtuosismo a las mayores audacias pero rete-niendo siempre la gran dosis de «espiritualidad». Que pueda decirse que en el siglo XIX la música es concep-ción del mundo, se debe en grandísima parte a Liszt, a su generosidad, a su respuesta no ya a llamadas concre-tas sino a primeras sugerencias como en el caso de Albéniz. Piénsese, por ejemplo, en las vueltas y revuel-tas que ha dado Liszt al tema del «Fausto», tanto en el piano como en la orquesta, tema que con su mezcla de misterio/magia y de exasperado humanismo está cla-vado como una cruz y una gloria en el costado más sensible de la música romántica.

Liszt inaugura algo que hoy nos parece normal: el pianista solo, sólo con el piano ante un inmenso audi-torio. Imaginémonos la escena teniendo como marco la Scala de Milán. El público de entonces, el público de toda Europa, era solo multitud para la ópera italiana, la de Rossini, Bellini y Donizetti primero; la de Verdi, después. Liszt hace de la necesidad virtud y a través de transcripciones y paráfrasis —la de «Rigoletto» a la cabeza y años más tarde la de «Tristán»— consigue que los locos de la ópera italiana trasladen la locura a ese piano. En mi libro sobre «El lied romántico» he señalado lo siguiente: los lieder de Schubert o de Schu-mann veían impedida su entrada en los salones por la moda de la romanza, sentimentaloide o pajarera: pues allá va el piano de Liszt y también gana su batalla llevándolos en el piano. ¿Nos damos cuenta de que

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Liszt ha sido capaz de transcribir para el piano nada menos que la «Sinfonía fantástica» de Berlioz? Es el piano orquestal, es el piano total. Liszt joven, escribe a Pichet: «Quizó pueda hacerme ilusiones con este mis-terioso sentimiento que me liga al piano pero es nece-sario tener en cuenta la importancia de este instru-mento. En la jerarquía de los instrumentos ocupa para mi el primer puesto, es el más popular y cultivado de todos y debe esta importancia y esta popularidad a esa potencia armónica que es su característica exclusiva, potencia que le confiere ¡a facultad de concentrar y de resumir el arte entero. En eJ espacio de siete octavas abraza la extensión de la orquesta y ios diez dedos del hombre son suficientes para crear la armonía produ-cida por el concurso de cien instrumentos concertan-tes. A través de su función de mediador se difunden obras que permanecerían ignoradas o poco conocidas». Las suyas pasan del centenar: el resumen de un siglo.

Armonías poéticas y religiosas

Ya en 1834 se publica una gran «Meditación» bajo ese título general, pero es en 1853 cuando se publica la serie más nutrida, y señalo ésto porque títulos pareci-dos en «espiritualidad» serán bien abundantes. No se suelen señalar que hay bajo estos títulos una gran revo-lución: el piano «religioso» que influirá en César Franck pero sobre todo y de manera decisiva en un compositor tan de hoy como Oliver Messiaen. Si en los «Funerales» Liszt está recordando su «Requiem», en la obra anterior el misticismo es mucho más puro, since-rísimo. Años más tarde, no muchos, cuando Liszt re-cibe la tonsura —no el sacerdocio, cuidado— y puede llamarse el abate Liszt y hasta usar levita clerical, estas obras tuvieron marco y destinatario de excepción: el Vaticano con Pío IX presente. Entre Roma y Villa d'Este, Liszt vivió etapas de intensa religiosidad.

Años de peregrinación

En 1840 publica Liszt el primer cuaderno de sus «Años de peregrinación», inspirado en un viaje por Suiza. No se trata de pequeños poemas sinfónicos, sino de una fijación rápida de «impresiones» nacidas bien

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de la contemplación de un paisaje, de la parada ante un retrato o de la lectura de un soneto. Los títulos de los diversos cuadros dan una idea de la inmensa cul-tura de Liszt, de su insaciable curiosidad. Es verdad que la «impresión» queda difícilmente fijada a través de una estructura de contraste entre el virtuosismo y una calma siempre ondulante como se palpa en la pri-mera obra. El título de la segunda (SalmoJ nos lleva a un Liszt organista, capaz de improvisar en cualquier instrumento y partiendo de dos bases: su admiración por Juan Sebastián Bach y su hondo conocimiento de la liturgia.

Estudio de ejecución transcendental n." 10 en Fa menor

En 1838 Liszt compone sus «Estudios» sobre temas de Paganini: es el cambio desde el divismo demoníaco del violinista al piano noblemente retórico de Liszt. Trece años más tarde compone su obra fundamental para la singular técnica pianística: los doce «Estudios de ejecución transcendental». Pongo lo de «singular» porque este Liszt, que había comentado bellísimamente los «Estudios» de Chopin, no intenta la repetición. No son obras como las de Chopin, breves, escuetas sino amplias y, sobre todo, «poemáticas», inseparables del título. Este «Estudio», como el anterior, se ampara en la impresión de «Ricordanza» indicando así, que sin privarse del gran virtuosismo lo pone en contraste con una cierta ensoñación, facilitando así una comprensión de dos polos distintos.

Rapsodia húngara n." 6

Se publica esta Rapsodia en 1853: entre el éxtasis superromántico y el virtuosismo avasallador, Liszt com-pone este serie, serie que es transcendental porque para Hungría, su patria, para Rusia y para la España de Al-béniz supone trabar en un «corpus» abundante la au-rora del nacionalismo musical. Bela Bartok en nuestro tiempo ha analizado y con gran sentido crítico estas obras y señala cuántas dosis de novedad rítmica y me-lódica encierran y expresan. Orquestadas varias de ellas, tienen en el piano su exacta autenticidad: popu-larísimas, preferidas ésta y la segunda, son la gran apertura, la encarnación de lo que empezaba a soñarse en Rusia y luego sería decisivo para nuestro Albéniz.

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SÉPTIMO CONCIERTO

BRAHMS EN EL GRAN PIANO

No se trata de biografía sino de «silueta»: no hay en la vida de Brahms grandes acontecimientos, no hay paralelo con Wagner o con Liszt: como si sólo le bas-tara su frecuente ascensión a las cumbres y su casi viaje anual a Italia, Brahms, un poco como los viejos maestros del barroco alemán con Bach a la cabeza, su vida es un continuo laboreo sobre la obra. Hay, sí, lo que suele olvidarse: sus éxitos como pianista, de los que destaco una nota curiosa: paralelamente a Isaac Albéniz redescubre a Scarlatti. Sí que es el hombre de las pocas y grandes amistades. No se suele recordar que fueron los libros su grandes amigos. Se defiende de la lectura a lo Schubert, escogida por instinto y es conmovedor ver cómo desde joven, desde adolescente, va ahorrando para libros y ahorrando con orden, con plan —preside la Biblia— y hasta como signo de lujo. Nunca se produce en Brahms, por falta de formación escolar, esa unión de creación y crítica que hemos se-ñalado en Schumann. Brahms, desde luego, está a irri-tada distancia, a mil leguas del mundo Liszt/Wagner —llamará producciones a las obras «poemáticas» del primero—, nunca podrá entender ni querer la música como ideología, como concepción del mundo, como sucedáneo de lo religioso. Hay, además, otro dato: en Brahms se extreman al máximo las dudas y, por fin, la incapacidad para el teatro, sublimada después por sus partidarios como símbolo de positivo antiwagnerismo. Su desdén por la literatura sobre sí mismo le ha impe-dido decir lo que parece cierto: que la riqueza musical acumulada, el heredar todas las esencias del romanti-cismo. al encarnarse en él como estructura, rechaza todo cuadro escénico y por eso su obra es, a la vez, conservadora y avanzada.

El Brahms de nuestro tiempo, cuyo éxito no pudo predecir Salazar. ha pasado por dos etapas: una pri-mera de redescubrimiento para el público latino: otra más honda, al señalar Schónberg que de ninguna ma-nera puede ver a Brahms como reaccionario. Brahms puede aparecer en su tiempo como muy conservador frente a la línea Wagner/Liszt: él mismo, ayudado por sus partidarios, podía verse en esa línea pues nada más lejano a lo visto hoy como «compromiso». Brahms, sin embargo, no es una prolongación ni una vuelta a lo antiguo: representa paralelamente a Wagner, que esti-

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maba especialmente su técnica de la variación, el es-fuerzo para dar una estructura coherente al romanti-cismo. El éxito fulgurante de las sinfonías de Brahms, éxito capaz de hacer sombra al mismísimo Beethoven, tiene caracteres retroactivos especialmente en lo que se refiere al piano, cuyas cumbres de grandeza y de inti-mismo están en el programa de hoy.

Sonata en Fa menor, Op. 5

En la tercera sonata, terminada en 1853, tenemos la típica obra de juventud, cuando ya la conseguida maes-tría tiembla ante la auténtica avalancha de «materia», toda ella clamando por ser expresada y expresiva. Como es lógico se pueden apuntar las influencias, es-pecialmente la del último Beethoven, la de Schumann y hasta la de Mendelssohn, como una especie de de-fensa contra la tentación de lo sombrío. Es obra de juventud y muy significativamente obra de despedida porque esta tercera sonata es la última que escribe para piano. La estructura está montada sobre la tensión entre grandeza e intimismo, entre influencias y libertad. La grandeza le exige, juvenilmente, que no sean cuatro sino cinco los tiempos —el número de muchos «diver-timenti» diociochescos— pero ni sombra hay en esta sonata de la «música como juego»; porque la grandeza, desde el arranque, indica un planteamiento expresivo lleno de dramatismo, dramatismo que, de manera muy original, tiene como protagonista la potencia y la varie-dad del ritmo. Hondamente intimista es el tiempo lento, un nocturno no a lo Chopin sino con el paisaje de la Alemania del Norte, tiempo que lleva como indi-cación un poema amoroso de Stemau. Pero de esa inti-midad y en el mismo tiempo surge una impresionante coda, el trozo de Brahms que tanto impresiona a Wag-ner en 1867. La sobreabundancia de materia, cuya tem-pestad debe ser domada, aparece en el «scherzo»; la doma está en la preciosa melancolía del trío.

Lo que ya desde un punto de vista estrictamente téc-nico puede llamarse «piano orquestal» fulgura en el grandioso rondó final. La consecuencia de esta música es bien sabida, pero siempre debe ser recordada: la ad-miración de Joachim pero, sobre todo, el entusiasmo de Schumann que hace del Brahms barbilampiño y de voz atiplada —hay quien no lo cree, obsesionado por las fotos de años más tarde— una especie de genio profé-tico. No se olvide que Brahms es compositor/concer-

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tista v que por lo tanto la enorme dificultad de esta obra reside, precisamente, en hacer expresivo al má-ximo lo que pudo ser sólo brillante.

Variaciones sobre un tema de Paganini Op. 35 (2." cuaderno)

He aquí una obra que rechaza toda literatura que no sea la rigurosamente técnica, pero esa literatura puede, hasta cierto punto, engañar como si se tratase de un gigantesco «ejercicio». No: es música pura, de una im-presionante variedad expresiva pero siempre dentro de lo inefable. Ciencia colosal pero resuelta siempre en belleza. Obra muy distinta v muy distante de los «Estu-dios transcendentales» de Liszt y de los anteriores so-bre temas del mismo Paganini. La magia de un virtuo-sismo de fondo, fondo hecho espectacular, no distrae de contrastes donde el llamado «éxtasis pianístico» canta dulcemente pero dando paso a esa exuberancia domada y resplandeciente a la vez.

Intermezzi, Op. 117

El último piano de Brahms es absolutamente estre-mecedor. Brahms, a través del lied y de trozos de sus oratorios vive hondísimamente el acercamiento de la muerte a través del paso del tiempo. Sin hacer psicolo-gía barata, podemos decir que el tema surge desde lo más hondo de la vida de Brahms. La muerte en soledad es la gran amenaza para el soltero, ajeno a esa inmorta-lidad de segundo grado que es la prolongación en los hijos. Lo que es amenaza en el soltero puede ser terror en el solterón. El amor sin cuerpo y el cuerpo entre-gado al placer pagado, han tenido que dejar a Brahms, cuando ya no es joven, un horrible sabor de ceniza, el resto viscoso v frío de lo que había sido sólo pasajero fuego. Son realidades inseparables de la buena inter-pretación. Creo sinceramente que Rubinstein ha resu-mido perfectamente el carácter de este piano: «Con sus últimas obras de piano. Brahms consigue su expresión más persona]. Admirado y respetado como no lo fuese otro compositor en el curso de su vida, Brahms pro-dujo en sus días postreros obras llenas de nostalgia y serenidad. Descubrimos en ellas cierto desasosiego, cierta esperanza luego para concluir con la vuelta a una definitiva resignación. Como lo indica el carácter

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de la partitura, son de tan pro/unda intimidad que resulta difícil comprender cómo puede llegar su men-saje a la gran masa. Deberían ser escuchadas en un ambiente recogido va que se trata de auténticas com-posiciones de música de cámara escritas para piano».

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OCTAVO CONCIERTO

EL PIANO ROMÁNTICO ESPAÑOL

Los nombres señeros de Albéniz y de Granados han puesto un tanto a la sombra la música pianística del siglo romántico español. Parece como si la temprana muerte de Juan Crisóstomo Arriaga. que tantas ilusio-nes legítimas cortó, segó más bien, dejara después el gran vacío. No existe dicho vacío si bien, no nos enga-ñemos, la tónica general es de probreza. La vida musi-cal española gira absolutamente en torno a la ópera italiana en la que, hasta cierto punto, estamos al día. con estancia de Verdi y todo el año 1861. Antes de inaugurarse el teatro Real, el banquero Salamanca hace de buen mecenas para la ópera y para el ballet: repa-sando no ya el programa de sus empresas teatrales sino la música en el marco de sus salones, el gran piano no aparece. Es verdad que en 1844 Liszt viene a España y toca en Madrid; su éxito, grande, no admite compara-ción con el verdadero terremoto que causa años antes la despaciosa visita de Rossini.

Si podemos señalar con exactitud rigurosa las fechas de los estrenos de las sinfonías de Beethoven —más de cincuenta años de retraso—, no ocurre lo mismo con las sonatas y, de hecho, habrá que esperar a los conciertos de la Sociedad Filarmónica, ya en nuestro siglo, para oírlas enteras, en serie, tocadas por Risler. Pérez Gal-dós, como casi siempre, nos da una pista. Se trata de una velada nocturna e íntima en el Palacio de la Granja. Como es sabido toda la familia real cantaba y algún miembro de ella, como el infante don Francisco de Paula, lo hacía con ciertos pujos de profesionalidad; la reina Cristina, que cantaba acompañándose con el arpa, se preocupó de que Isabel II y la Infanta recibieran lecciones de solfeo, de canto... y de arpa, discípulas de la señora Roaldis. El gusto por el piano solo se muestra en el rey Francisco, y el piano de su cámara se con-serva en el palacio de Aranjuez. Estamos en el verano de 1849. pasados los sofocos y tremolinas del año ante-rior. Llega a la velada el gran pianista Guelbenzu para acompañar el canto de la reina, que no se decide a cantar porque tiene la voz tomada y le dice al simpá-tico marqués de Beramendi: «Pues mira, no pierdes nada con no oirme porque canto muy mal. Además estoy perdida de la voz. En los jardines me enfrié esta tarde, oigamos a Guelbenzu su solo y todos saldremos ganando». Interviene luego el Rey Francisco que le

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dice a Beramendi: «Es preciso hacer tocar a Guelbenzu las sonatas de ese Beethoven. Oirá usted la mejor mú-sica que se ha escrito en el mundo». Intervino la dama para revelarnos que como «Los puritanos no hay nada».

Dos años antes Galdós describe la tertulia musical del cafe del Príncipe. Comentan las obras de piano que compone Oudrid que son la «Jota aragonesa con varia-ciones» y la «Fantasía sobre motivos de María de Rohan». El más culto de todos, Tomás O'Lean, es des-crito así: «Poseedor de alguna erudición en el arte de Euterpe, adquirida en libros y papeles extranjeros, el ilustrado joven habla de Mozart, que aún no nos lo habían traído, de Weber y Gluck, que probablemente no vendrían nunca y, por último, para confundir más a la entusiasta cuadrilla soltaba como una bomba, produ-ciendo estupor y escándalo, el endiablado nombre de Beethoven». Buen cuadro de género.

Sí. Guelbenzu. pianista del rey pero sin cátedra en el Conservatorio, pues lo de «honorario» era sólo eso. El piano en el Conservatorio se regía por el método de don Pedro Albéniz: he examinado dicho método y su camino claro va hacia el virtuosismo de salón. En el prólogo a esta serie relato lo que era la música de salón de esta época. Si Beethoven va haciendo lentamente su camino será, primero, en la misma casa de Guelbenzu, en el palacio de Aranjuez y pronto se sumará el gran Monasterio, más «músico de cámara» que Sarasate. Lo cierto y positivo es que será necesario esperar a la «Sociedad de cuartetos» y en el primer concierto, el 1 de febrero de 1863, allí está Guelbenzu tocando el cuar-teto Op. 24 de Beethoven.

Todos los autores que están en el programa, salvo el modestísimo Miguel Marqués —¡maravilloso y típico título el de hoy!—, desde Adalid a Capllonch —maes-tro en parte de Rubinstein— han tenido que pasar por las etapas de ilusión a la ida y de amargura a la vuelta. En el caso de Adalid, por ejemplo, es indudable que el ambiente y la lejanía obraron negativamente. Está en medio la figura inolvidable de Santiago Masarnau, amigo de Chopin en París, delicioso compositor que hace años redescubrió el poeta/pianista Gerardo Diego: admirable en su vida, unido al mejor colegio de Ma-drid —la desamortización había dejado un gran vacío—, la gracia e inevitable melancolía de su música de salón tiene no poco de autorretrato. Lo de Capllonch tiene muy especial interés ya que casi liga con nuestro tiempo, al menos con el tiempo del ilustre Mosén Thomas.

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Aunque durante la época de la ilustración continúa la pasión por el divismo —Gayarre el máximo— algo se va ganando aunque lo realmente positivo vendría con el siglo. ¿Qué hemos de decir que no sea ya repeti-ción de Albéniz y de Granados? Algo sí: Remachar que en el caso de Albéniz se trató de un cierto exilio volun-tario —soñar la España romántica desde París— cuando va se han acabado los exiliados políticos. Es no menos verdad, en el caso de los dos, que sus obras primeras y aún las segundas entran de lleno en un concepto de música de salón. Termino señalando que escoger Mallorca de Albéniz no es capricho de ser ma-llorquí, porque en esa obra, en su tono de «balada», en la gracia de las modulaciones, está Europa.

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PARTICIPANTES

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PRIMER CONCIERTO

Isidro Barrio

Nace en Madrid de una familia de gran importancia en la historia de la Música Española, cuyos antepasa-dos, entre ellos Francisco de Peñalosa, se remontan al siglo XVI.

Desde su presentación en la Sala Beethoven de Bonn, la crítica alemana se vuelca en elogios, y de nuevo al escuchar su interpretación en directo de la integral «Armonías Poéticas y Religiosas» de F. Liszt, obra que figura entre sus últimos trabajos discográficos.

También ha grabado las variaciones «Diabelli» de Beethoven y, recientemente le ha sido concedido el Premio Nacional del Disco por su interpretación de las sonatas del Padre A. Soler.

Está en posesión de numerosos premios nacionales e internacionales de gran prestigio y ha sido invitado junto con personalidades como Caballé, Weissenberg, Magaloff, López Cobos, etc. en festivales internaciona-les como Toulouse y Santander.

Después del último éxito está invitado de nuevo a la República Federal de Alemania para una gira en Marzo de 1984, donde actuará con las orquestas Stuttgarter Philharmoniker y Nürhenberger Svmphoniker.

SEGUNDO CONCIERTO

Eulália Solé

Nacida en Barcelona, estudia en el Conservatorio Su-perior de Música de Barcelona, cursando la especiali-dad de Piano con Pere Vallribera. A los catorce años da su primer recital, y a los quince actúa como solista en las Variations Symphoniques de César Franck, y en el Concierto número 3 de Beethoven.

En París, con un beca de la Fundación Juan March, trabaja durante tres años bajo la dirección de Christian Sénart y posteriormente estudia con Alicia de Larrocha y con Wilhelm Kempff. Después, invitada por María Tipo, reside un año en Florencia para perfeccionarse artísticamente, y se diploma en Piano en el Conservato-rio Luigi Cherubini. Vuelta a París, trabaja en el Con-servatoire Européen, alcanzando el Diploma Europeo, con el Primer Premio, por unanimidad del Jurado.

Ha actuado en diversos países europeos (Francia, Ita-

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lia, Bélgica, Portugal, Holanda, Yugoslavia), y grabado para la Radio y la Televisión de Francia, Bélgica, Ingla-terra, Yugoslavia y España. Asimismo, ha registrado tres LP con música de Granados (integral de Goyescas), Webern (integral de la obra para piano) y Chopin (Pré-ludes, obra completa), en Francia y España.

TERCER CONCIERTO

Rogelio R. Gavilanes

Cursó sus estudios en el Real Conservatorio de Mú-sica de Madrid, bajo la dirección de los eminentes pia-nistas españoles Antonio Lucas Moreno y José Cubiles.

Está en posesión de los siguientes premios y distin-ciones internacionales: Diploma de primera clase y Premio Extraordinario de Música de Cámara del Real Conservatorio de Música de Madrid: Diploma de pri-mera clase y Premio Extraordinario Joaquín Larregla de piano; Diploma de primera clase y Premio Extraordina-rio Matrimonio Luque; Premio Extraordinario Conser-vatorio de virtuosismo al piano: Premio Nacional Alonso de Valencia; Diploma internacional del con-curso de piano de Jaén; finalista del Premio Internacio-nal Manuel de Falla; Diplomas de música contemporá-nea y de música española en los cursos Santiago de Compostela.

Por su brillante carrera artística ha sido pensionado varias veces para realizar estudios en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, y en el Conservatorio Superior de París.

Tiene hechas grabaciones para Radio Nacional de Es-paña, TVE y ha dado muchos recitales, entre otros Las Bodas de Stravinsky con la Orquesta Nacional, bajo la dirección de Mario Rossi.

Actualmente es profesor en la Escuela Superior de Canto de Madrid.

CUARTO CONCIERTO

Agustín Serrano Mata

Nace en Zaragoza donde cursa sus estudios elemen-tales de música con María Luisa Muniesa, y se traslada a Madrid en 1952, donde cursa los estudios superiores.

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obteniendo los primeros premios en Música de Cámara y Fin de Carrera de Piano. En 1958 obtiene el Premio Nacional de Piano Alonso de Valencia y en 1959 Pre-mio Jaén.

Inicia seguidamente una actividad de concertista ac-tuando como solista con las Orquestas Sinfónicas de Zaragoza y Valencia, y da recitales en diversas socieda-des de Conciertos de España. Realiza también concier-tos de Música de.Cámara y colabora en varias ocasio-nes con la Orquesta Nacional de España y la Sinfónica de RTVE. Sin abandonar totalmente el terreno sinfó-nico, se integra en una labor estrictamente profesional dentro del mundo discográfico, como pianista, arre-glista y director de orquesta.

En 1979 ingresa como profesor de piano en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, hecho que coincide con su vuelta a la música de concierto, actuando en el Ciclo de Música de Cámara del Teatro Real en 1979. En los tres años siguientes actuó con el violinista José Luis García Asensio, el percusionista Enrique Llácer y con la Orquesta Nacional de España y Orquesta Sinfónica de Madrid.

QUINTO CONCIERTO

Joaquín Soriano

Joaquín Soriano realizó sus estudios en los Conserva-torios de Valencia con L. Magenti, y París con V. Pier-lemuter v M. Henclin. Terminados brillantemente, se traslada a Viena. becado por la Fundación Juan March, donde estudia bajo la dirección de Alfred Brendel. La carrera internacional de Joaquín Soriano comienza cuando, en 1965, obtiene el Primer Premio absoluto en el Concurso Internacional de Vercelli (Italia). A este galardón siguen los Premios Internacionales de Jaén, Casella (Nápoles) y Pozzoli (Milán). Su brillante parti-cipación en el Concurso F. Chopin, de Varsovia. le vale, además de una serie de conciertos en Polonia, el contrato para la grabación de un disco que consagra a la música española.

Ha actuado con gran éxito en las principales capita-les de Europa y América y ha sido solista con orquestas como la Nacional y RTVE, ORTF de París, RAI italiana, Halle de Manchester, Sinfónica Brasileira, del Estado y la Universidad de Méjico, Royal Philarmonic, London Symphonv, Gürzenich de Colonia.

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Es solista de la BBC inglesa y ha grabado para las principales emisoras de Radio y Televisión.

Su presentación en Estados Unidos con los dos con-ciertos de Ravel obtuvo un gran éxito refrendado pocos meses más tarde por el público y la crítica de Japón en una extensa gira por el Lejano Oriente.

En 1980 es invitado por la Unión Soviética para una serie de conciertos que culmina en Moscú. Ante el éxito obtenido, recibe una nueva invitación para la pre-sente temporada, en la que están previstas actuaciones con las más importantes orquestas rusas, entre las que cabe destacar la de Moscú, Leningrado Novossivirk. Ha dictado cursos de interpretación en la Universidad In-ternacional de Santander, en Tokio, etc., y asimismo ha sido con frecuencia invitado a participar como jurado en concursos internacionales como el Premio Paloma O'Shea (Santander), íturbi (Valencia), Tchaikovski (Moscú), Conservatorio de París, Ciudad de Montevi-deo. etc.

Joaquín Soriano es catedrático del Conservatorio de Madrid desde 1972, año en que fijó su residencia en España.

SEXTO CONCIERTO

Fernando Puchol

Nació en Valencia en 1941. En 1951 ingresa en el Conservatorio Superior de Valencia donde estudia el Piano con Daniel de Nueda y, también, Armonía. Com-posición Estética e Historia de la Música, Música de Cámara... En 1959 se graduó obteniendo los Premios Extraordinarios de Piano y Música de Cámara, por una-nimidad del Jurado. En París y Viena, donde reside hasta 1964, pensionado por el Ministerio de Educación y por las Fundaciones Juan March y Santiago Lope, recibe los consejos de Luis Galve, Alfred Cortot y Hans Craf. entre otros.

Premio Internacional de los Concursos Viotti y Bu-soní de Italia v Primer Gran Premio del Concurso Inter-nacional María Canals de Barcelona.

Gran entusiasta de la Música de Cámara fundó y diri-gió la Agrupación de Cámara de la RNE en Valencia y realizó varias giras formando dúo con Pedro León, to-cando la Integral de Sonatas para Piano y Violín de Beethoven.

Desde 1961 en que se presenta en París, Madrid, Gi-

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nebra. Viena y otras ciudades, recorre habitualmente Europa actuando en recitales en las más importantes salas.

Es miembro de los Jurados Internacionales Paloma O'Shea. López-Chavarri, Gyenes, Hazen, María Canals, etc., y ha publicado trabajos sobre la técnica y el estu-dio del Piano.

Solista de las Orquestas Sinfónica de RTVE, Nacio-nal de España, Municipal de Valencia, Sinfónica de Sevilla. Conservatorio de Madrid, Sinfónica de Bilbao, Ciudad de Palma. Sinfónica de Tenerife, de Cámara de Valladolid, Sinfónica de Málaga, etc., ha sido dirigido, entre otros, por los Maestros Jordá, García Asensio, Pir-fano, García Navarro, Calleya, García Polo, Corell, Iz-quierdo, del Campo, etc.

Desde 1968 reside en Madrid, de cuyo Conservatorio Superior es Catedrático de Piano.

SÉPTIMO CONCIERTO

Guillermo González

Nacido en Tenerife (Islas Canarias), estudia piano y música de cámara en el Conservatorio de Santa Cruz de Tenerife y, posteriormente, virtuosismo en Madrid con el maestro José Cubiles. Completa su formación en Pa-rís, en el Conservatorio Superior de Música y la Schola Cantorum, con los maestros Vlado Perlemuter, Marce-1 le Heuclin, Jean Paul Sevilla y Suzanne Roche.

Obtiene premios y éxitos en certámenes internacio-nales en París, Milán, Vercelli (Viotti), Premio Jaén y Tenerife. Ha dado recitales y conciertos en Europa y América, con actuaciones en Francia. Alemania, Suiza, Checoslovaquia, EE.UU., Méjico, Perú y Venezuela. En España ha dado numerosos recitales y conciertos por toda la geografía nacional. Ha actuado como solista con las principales orquestas: Nacional de España, Ra-diotelevisión Española, Sinfónica de Madrid, Bilbao, Valencia, etc., y ha cosechado grandes éxitos y elogios de la crítica. Entre los clásicos (de Mozart a Bartók), cuenta con actuaciones señaladas como memorables por la crítica: también son objeto de su atención y acti-vidad autores actuales como Halffter, Castillo, etc. Una de sus grabaciones, «Obras para Piano» de Teobaldo Power, mereció el Premio Nacional 1980.

En la actualidad es Catedrático del Real Conservato-rio Superior de Música de Madrid. Invitado por diver-

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sos Conservatorios e instituciones musicales, imparte numerosos cursos de perfeccionamiento e interpreta-ción.

OCTAVO CONCIERTO

Joan Molí

Nació en Palma de Mallorca, donde cursó la carrera de piano. Después hizo los cursos de virtuosismo en el Conservatorio Superior Municipal de Barcelona y per-feccionó estudios en Alemania durante un año con Margot Pinter y por espacio de nueve años con el gran pianista Claudio Arrau y su asistente Rafael de Silva.

Está en posesión de los siguientes premios: Premio de Honor de Virtuosismo (Barcelona); Premio Nacional Alonso (Valencia); Premio Internacional Cíaude De-bussy (Munich) y Primer Premio en el Concurso Inter-nacional de Aarhus (Dinamarca).

Tiene grabados nueve discos LP sobre Chopin en Mallorca, compositores mallorquines y Andrés Gaos. Su disco «Un siglo de música mallorquína» y el de la obra pianística de Gaos recibieron del Ministerio de Cultura el «Premio a la investigación del Patrimonio Musical Español». Son numerosísimas sus grabaciones para Radio Nacional de España, y ha actuado repetidas veces para la Televisión española y alemana.

Actuó con orquesta y dio un recital en el Mozarteum de Salzsburgo. Su actividad concertística le ha llevado a USA. Alemania, Inglaterra, Francia. Suiza, Dina-marca y a más de cien ciudades españolas.

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I N T R O D U C C I Ó N Y N O T A S AL P R O G R A M A

Federico Sopeña Ibáñez

Nació en Valladolid en 1917. Es Catedrático de Esté-tica e Historia de la Música del Real Conservatorio Su-perior de Madrid, Académico de Número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y de la Academia de Artes, Ciencias y Letras de París.

Ha sido Director del Conservatorio de Madrid (1951-1956), etapa en la que funda y dirige la revista «Mú-s ica» : Comisario General de Música (1917-1972) , Secretario General de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1969-1977), Director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma (1977-1981) y Direc-tor de Museo del Prado.

Ha ejercido la crítica musical en distintas publicacio-nes periódicas y cuenta con una gran cantidad de ensa-yos y artículos publicados en las principales revistas del país. Entre sus libros destacan «Historia de la mú-sica». «Historia de la música española contemporá-nea», «Historia crítica del Conservatorio de Madrid», «Arte y sociedad en Galdós», «La música en el Museo del Prado» (en colaboración con Antonio Gallego), la edición de los Escritos sobre música de Manuel de Fa-lla, monografías sobre Turina, Rodrigo, Falla, Liszt, Stravinsky y Mahler: ensayos sobre «El Requiem ro-mántico», «El lied romántico», «El lied nacionalista», «Música v literatura». «Picasso v la música», etc.

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Fotocomposición: Induphoto, S. Titania, 21. Madrid

Imprime: Royper J . Camarillo, 53-bis. Madrid Depòsito Legal M-4691-1984

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