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Museo Picasso Málaga8 octubre MMXVIII - 3 febrero MMXIX

Referencias andaluzas

EL SUR DE PICASSO

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[Índice]

ensayosEl sur de Picasso. José Lebrero Stals, 10Picasso y la historia. Robert Rosenblum, 30

Picasso y la escultura ibérica. James Johnson Sweeney, 44

Mito y metamorfosis en los grabados clasicistas de Picasso. Lisa Florman, 66Picasso como copista del Prado. Esteban Casado Alcalde, 102Picasso y la escuela española. Francisco Calvo Serraller, 132 Guitarra. William Rubin, 184

Picasso y España. Antonio Bonet Correa, 206

Picasso poeta. André Breton, 238

obraI. Los Mediterráneos, 21

II. Retratos e historia, 35

III. La mirada mágica, 57

IV. Lo clásico no es clasicismo, 81

V. Aprender a ver en los museos, 117

VI. Nacer y morir barrocos, 149

Bodegones de vida, bodegones de muerte, 165

VII. La estrategia moderna sobre lo vernacular, 191

VIII. Arquetipos y rituales, 221

IX. Poemas del sur, 251

apéndicesLista de obras, 270 - Bibliografía, 284 - Textos en inglés, 290

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El surde PicassoJosé Lebrero Stals

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L a contribución e infl uencia de Picasso en la historia del arte occidental del siglo xx es indis-cutible. Todo comenzó, su vida y su arte, en la agradable y soleada ciudad de Málaga, en un medio favorecido por la naturaleza que a fi nales del siglo xix lograba hacer grande a una ciudad pequeña. Allí, adonde lo moderno no había llegado, se inicia con precocidad una prolongada

carrera artística de continuado avance durante ocho décadas que fi nalizaría, con similar exuberancia crea-tiva, también junto al mar Mediterráneo, pero en otra costa, la Azul francesa. La vida de Picasso se dibu-jaría como un enérgico trazo mediterráneo, en un tránsito que lleva desde la andaluza costa de los mitos de las tres culturas a la mundana Riviera de las estrellas en el festival de cine de Cannes. En su ciudad natal, el museo tenia ínfi ma relevancia cultural cuando Picasso nació en 1881 en un entorno marcado por valores comunitarios y religiosidad, herencias ambas de las sociedades agrarias. En el grave castillo Grimaldi dibuja en unos meses de 1946 la llamada Suite Antipolis. Son catorce dibujos que, junto a otros treinta y veintitrés pinturas, fueron regalados por el artista y constituyen la génesis patrimonial del primer museo monográfi co en el mundo dedicado a su obra, pegado al mar en un lugar como la Riviera francesa, sitio maridaje a partir de los años cincuenta de la frivolidad vacacional con el arte moderno ilustrado. Son faunos, centauros, sirenas, divinidades pastorales que remiten a bacanales a la orilla del mar. Son símbolos arcádicos o visiones mitológicas que surgen como metamorfosis de la observación de los pescadores o de los erizos de mar antibeses.

Desde el Romanticismo, la metáfora de la ruta, de la excursión creativa a la busca de una alteridad locali-zada en un tiempo supuestamente eterno contribuyó a la construcción del imaginario artístico contempo-ráneo. A diferencia de los escritores y pintores orientalistas del siglo xviii, embrujados por las promesas de las ambiciones coloniales, o de los impresionistas viajeros del xix, cegados por los brillantes rayos de los países lejanos, Pablo Picasso nace en el lado sur de Europa, donde la colonia y la luz son y pertenecen por

Siempre se comienza con algo. Después es posible eliminar toda huella de la realidad.Pablo Picasso

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derecho a sus moradores y cuya crudeza regalada por la historia no requiere ser deseada. Nuestro artista emprende por su cuenta y riesgo una particular ruta hacia el norte: adolescente en La Coruña, estudioso y editor en Madrid, bohemio contestatario en Barcelona, artista profesional en París, donde coincide con otros sureños como el rumano Constantin Brancusi: “Crea como un dios, manda como un rey, trabaja como un esclavo”; el italiano Amedeo Modigliani: “Roma no está fuera de mí, sino dentro de mí”, o el uruguayo Joaquín Torres-García: “¡Nuestro norte es el sur!”. Llega a la capital de la luz y del arte proce-dente de unas coordenadas geográficas y cultuales que no se corresponden culturalmente con la idea de un Mediterráneo elaborado como concepto, sino mirado como un espectáculo natural que habilita lo exótico por proximidad.

En el sur se interpreta el “Mediterráneo” de Picasso no formando parte de un programa ni de un proyecto artístico planificado. Son episodios elegidos de una vida de pintor que en las formas parece ir errando, eso sí, con rumbo firme, entre la política de tema y la de la forma, en los senderos y vericuetos de lo esencial o incluso de lo místico, dando imagen a lo mágico cuando se adentra narrativamente en la retórica expresiva de la mitología: “Me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño”.

Poco tiene que ver esta manera de mirar su obra con la concepción del clasicismo del arqueólogo e historiador alemán Johann Joachim Winckelmann, por la que el cuadro sería la representación de un espacio idealizado. El fundador de la historia del arte como disciplina moderna daba especial impor-tancia a la educación, la belleza y la virtud afirmando que “la única manera de llegar a ser grandes, si es posible, es con la imitación de los griegos”1. Nada aquí de Arcadia y menos de llamadas a cualquier orden para quien ya en su juventud rebelde de Barcelona expresaba su simpatía por el anarquismo y hacía su programática proclamación “¡desordenemos la historia!”. O para quien, como el médico psi-quiatra y psicoanalista francés Jacques Lacan, bien podría haber sido calificado de ateo católico tanto por sus actos como por sus gestos creativos al combinar diabólicamente visión y mirada, lo que el ojo ve y lo que la mirada desea.

Como muy bien ha visto John Berger, el Picasso métèque, extranjero en un medio refinado como el francés, con su fuerza de primitivo procedente de una viejísima civilización agraria, es capaz de subvertir el orden. El estilizado andaluz saca todo de su decantado arcaísmo, de sus hondas raíces mediterráneas. El salvaje y brutal destructor de la belleza clásica, el bárbaro que hace añicos al arte académico, que asesta el golpe más rudo de la estética al uso es el mismo que abre la brecha a las corrientes más audaces, el que se interna

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en terrenos no hollados a la vez que ahonda en el misterio ancestral de lo que constituye el substrato ele-mental del hombre desde la Prehistoria2.

Picasso no venera ni su obra parece pretender representar belleza ideal alguna. ¿Se distingue quizás de los otros adalides de las nuevas militancias de lo moderno por su valentía estilística? Con bendita incoherencia y respondiendo al espíritu artístico moderno, se atreve con cualquier forma para canibalizarla. Su práctica es “pluriestilizada”3, en términos empleados por el historiador Francisco Calvo Serraller, recurriendo asimismo al pastiche o al desarrollo serial en la formalización. Si lo hace es defendiendo una estrategia creativa desestabilizante cuyo éxito en conjunto vemos que es el rechazo del cliché estético tan propio de las interpretaciones y homologaciones de los historiadores del arte convencionales, por las que solo se permitiría una postura creativa, única y clara por elusiva de posibles conflictos de estilo que la hicieran devenir teóricamente contradictoria. Más barroco que clásico como español, más latino que céltico como francés, el malagueño parece disfrutar de un estatus singular, una especie de doble nacionalidad, salvocon-ducto por el que, siendo español y deviniendo francés, su obra deambularía en una ancha y emborronada franja conceptual sensible tanto al respeto a las tradiciones como a la lealtad a ser moderno.

No es el suyo el paisaje de las iconografías exóticas que buscaron los ojos impresionistas y que encontraría de algún modo límites conceptuales frente a la expresiva realidad de la kasbah tangerina o del tunecino desierto de Kairuán. Claude Monet, pionero con Pierre-Auguste Renoir en la peregrinación moderna a la costa Azul, escribe tras su viaje a Antibes y Juan-les-Pins en los primeros meses de 1888: “Es tan claro en sus rosas y azules que la más leve pincelada mal calculada parecería una mancha de suciedad…”4. El opositor artístico del español, Henri Matisse, tuvo que cruzar varios océanos a la captura de una luz que el pigmento le negaba en Francia: “Los viajes a Marruecos me ayudaron a realizar la transición y a recu-perar el contacto con la naturaleza mejor de lo que me permitía la aplicación de una teoría viva pero algo limitada como el fauvismo”5.

Puestos a elegir entre todos, nos quedamos primero con el anuncio que hace Robert Rosenblum de la españolidad de Picasso dos años después del fallecimiento del artista. En un ensayo ahora reimpreso en este volumen, el historiador y curador del arte norteamericano subraya que la obra de Picasso es más tras-misora de un final que de un comienzo histórico, reivindicándolo también como defensor de los valores del pasado, “una sucesión de colofones al arte de los museos”. Aquí, en la exposición El sur de Picasso, se articula un juego de dobles correspondencias mediante una selección ejemplar de obras hechas en un

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arco de siete décadas por Picasso mirando de un modo u otro a la historia de dos milenios y medio del patrimonio artístico español.

Somos de algún sitio. Quien no es de ningún lugar no tiene historia. El sur aquí no es pureza de origen, sino una cuestión de identidades múltiples y de raíces rizomáticas. En esta marítima antigua parte del mundo, parodiando la terminología de la mitología, calificar a Picasso de héroe cultural no parece exage-rado. Su recia figura y la luz y sombra estéticas que ha proyectado en todo el mundo animaron a Rosen-blum a asociarlo con el dios romano de los dos rostros: un perfil hacia adelante, abriendo pletórico camino con una mirada innovadora y una acción pictórica revolucionaria; la otra cara mirando siempre hacia atrás, sensible a los valores del pasado.

Focalizando la atención en el impacto en la memoria emocional individual de las celebraciones rituales colectivas en otro lugar de este libro, es Natasha Staller6 la que rememora los rituales religiosos católi-cos con sus curativos exvotos o las costumbres populares encarnadas en viriles matadores de toros, para dar contexto al pintor en ciernes que califica de futuro fabricante de fragmentos, quien creció en una cul-tura vieja y fascinada con las partes del cuerpo que se creían dotadas de significados excelsos.

Picasso es aditivo, cíclico y fiel a una memoria iconográfica que hace suya integrándola en un acto reivin-dicativo de la alteridad. Convierte la historia del arte en una particular “otra historia suya”. A la vista de lo expuesto comprobaremos cómo nunca dejó de interesarse por los orígenes y las tradiciones del arte y la cultura de la península Ibérica, ya fueran íberas, fenicias, románicas, grecolatinas, barrocas, ilustradas o populares. Del mismo modo, su condición migrante y su apego a nuestras tradiciones sureñas lo agarraron emocionalmente a su familia, la que le tocó y la que formó —el lugar más favorable para dejar de ser siendo uno mismo—, sin perder tampoco la lealtad a su primera patria cultural. Visto desde esta perspectiva, es parte y activo de la columna de los desarraigados que sorprendentemente cambiaron el orden de la historia, como lo cuenta Jean Clair rememorando el perfil de los osados subversivos a principios del siglo parisino:

El arte no siempre ha sido moderno. Como en los orígenes de cualquier religión, sus primeros segui-dores fueron reclutados entre los miserables de los miserables: los metecos y forasteros, un antiguo luchador de feria, un payaso jubilado, algunos poetas pobres y un poco locos, las chicas de la calle, los decadentes y los marginados (nota: por hablar solo del reducido círculo que rodeaba a Pablo Picasso: Clovis Sagot, el padre Eugène Soulié, Max Jacob y Guillaume Apollinaire, así como Félix Fénéon y

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el Aduanero Rousseau, entre otros); algunos notables a veces se interesaban por la nueva fe y, colec-cionando sus obras, les garantizaban algún recurso a sus practicantes porque sentían que, algún día, podría triunfar.7

El sur de Picasso tiene como objetivo mostrar de modo ejemplar cómo el carácter visual de su obra está marcado por rasgos y cualidades, como la austeridad o el descreimiento, afines a la memoria colectiva de este país, palpables en su patrimonio artístico y presentes en las expresiones afectivas de las gentes que durante muchos siglos han ido construyendo artísticamente una identidad cultural que, en el caso especí-fico de Andalucía, es claro crisol de procesos culturales sincréticos. Por analogía con el curso del sol, como indican los diccionarios de simbología, Oriente se identificaba con el nacimiento, los inicios, mientras que, por el contrario, Occidente se asociaba con el desenlace, los términos, en definitiva, con la muerte. La exposición quiere asimismo dar cuenta de un tránsito intelectual en progreso que hace Picasso del sur al norte, sirviéndose del patrimonio simbólico de su tierra, para regresar de algún final a los orígenes trans-mutados en finales pictóricos:

Para mí no hay ni pasado ni futuro en el arte. Si una obra de arte no puede vivir siempre en el pre-sente no ha de ser considerada en absoluto. El arte de los griegos, de los egipcios, de los grandes pintores que vivieron en otras épocas no es un arte del pasado, tal vez está más vivo hoy de lo que lo estuvo nunca.8

Necesario para comprender parte del sentido que ha tenido el arte occidental en el siglo xx, el interna-cionalismo reclamaba norma y coherencia frente a la historia e igualdad ante el origen. Lo industrial pasó por encima de lo rural y restó visibilidad a los manierismos. La manera como se entendió durante largo tiempo el arte de los dos últimos siglos se sostuvo en la creencia de una revolución permanente. Pero paralelamente, en el ocaso y el albor del siglo xix al xx, se gesta un interesante renacer de los contenidos mitológicos en algunos círculos pictóricos que harán las veces de válvula de escape a las estrecheces del internacionalismo:

Naturalmente, el renacimiento de la mitología a partir del espíritu de la modernidad supuso un triunfo para su cualidad formal, pero apuntaba ante todo a la restitución de los contenidos. Sin embargo, no logró hacer suya de un modo normativo la herencia de los mitos, tal y como descubriera Aby Warburg en su famoso análisis de los pintores del Quattrocento que realizaron los frescos “de

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los meses” en el Palazzo Schifanoia de Ferrara, que hoy en día sabemos que fueron Cosmè Tura y sus colaboradores. Para los artistas del siglo xx, los mitos no eran un canon simbólico de reglas del cos-mos, sino paradigmas de la existencia humana, que cada uno experimentaba de nuevo por sí mismo.9

La apropiación entonces individualizada de los repertorios iconográficos de la mitología clásica facilita incluir en el relato común la vida propia, la intimidad del aquí y el ahora irrepetibles.

Frente al hecho de que Picasso haya sido identificado hasta no hace mucho y en no pocos museos como “pintor francés, nacido en España”, abundan los testimonios de quienes lo conocieron que ratifican su conciencia de ser y de sentirse español. Explica Jonathan Brown, uno de los más acertados estudiosos de esta condición del pintor:

Entre el arte de Picasso y los tres maestros de la tradición española hay muchos puntos de intersec-ción. Pero su deuda con El Greco, Velázquez y Goya no se reduce al préstamo de motivos, gestos y composiciones. Por azar de nacimientos y designio del intelecto, Picasso se adhirió a una tradi-ción pictórica que era intrínsecamente escéptica hacia la autoridad artística. Muchos autores han comentado sus deliberadas manipulaciones de los dogmas del clasicismo. Al igual que los tres maes-tros españoles, contemplaba el estilo clásico con una mezcla de respeto e irreverencia. En cuanto punto de partida del arte europeo, el clasicismo era algo que había que dominar, pero sin permitir jamás que ese dominio esclavizara a su vez. La tradición de contraclasicismo encarnada en El Greco, Velázquez y Goya, cada uno de ellos el artista más original de su tiempo, inspiró e instruyó a Picasso, que reclamó para sí y conquistó el derecho a figurar en su compañía.10

En el prólogo de sus Ismos de 1931, Ramón Gómez de la Serna empieza mezclando arte y literatura. Aunque Picasso le dijera que los literatos van detrás de los pintores, indica que, repasando la historia de Apollinaire, se ve que todo nació en la invención literaria:

[…] y cuando vi por primera vez a Picasso, este me enseñó los libros de Max Jacob como sus libros de cabecera, y en la secuencia de Max Jacob está más firme la subversión y la arbitrariedad de Apolli-naire y de sus antecesores, Conde de Lautréamont, Aloysius Bertrand, Arthur Rimbaud, Mallarmé y Saint-Pol-Roux, que ya definió el arte moderno en su máxima: “huir de los hombres para acercarse a la humanidad; acercarse a la naturaleza, para conseguir huir de ella a fuerza de tratarla, y después,

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entre huidas y aproximaciones, centralizarse como en un punto de intercesión por una sobre creación amanecida de un olvido que aún se acuerda”.11

Si con sus Calligrammes, contracción de caligrafía e ideograma, Apollinaire declaraba: “Y yo también soy pintor”, dos décadas después, Picasso parecía responderle: “Y yo también soy poeta”, para confesar no sin malicia, con ironía, a un amigo: “En el fondo, soy un poeta que se echó a perder, ¿no te parece?”12.

Hemos dejado, pues, para el final su poesía, aquella de la que André Breton dijo con admiración que no se parecía a ninguna otra y calificó de teatro en un pendiente. Arsenal secreto de caligrafías y palabras, su escritura libre, sin puntuación, de sabor automático surrealista aunque retrabajada y pintarrajeada magistralmente, es uno de los nervios principales a la vez que la piel más sensible en esta topografía del sur de Picasso donde puede teatralizar los sentimientos evidentemente sin temor a cometer sacrilegio alguno; dijo: “Después de todo […], las artes son todas iguales; se puede escribir una pintura con palabras igual que se pueden pintar las sensaciones en un poema”13. Sabido es que Picasso escribe como nunca precisamente cuando, como nunca antes, deja de pintar. Son más de 340 textos poéticos escritos con acalorada pasión a la vez que con brillante precipitación en español o francés durante más de dos décadas a partir de 1935, momento de tormenta y crisis personal y artística que aportan valiosos materiales a esta topografía en el sur poético del artista. Escribiendo Picasso parece aún más libre. Como ya había dicho un par de años antes el crítico literario Guillermo de Torre analizando una carta del pintor de 1930, el artista se muestra “íntegramente, tal como es: libérrimo y espontaneo, pintor y anti-teorizante, incré-dulo en cualquier tradicionalismo fácil, enemigo de todo dogma, de todo unilateralismo, de cualquier explicación racionalista”14. Aquí se nos cuentan cuitas de amor y desgarros de muerte, estertores de guerra y gritos de corrida, se plantan crucifixiones y merodean los Minotauros. Pero también se come y se bebe, se canta y se bailan fandangos o soleares con un alma que viene de algún lugar de un vasto sur, donde, como dice Ángel Gonzalez en su “noche española”, tal vez no haya otro destino que el origen: “[…] lo español no debe confundirse con los españoles, ni mucho menos con ‘las cosas de España’, aunque es seguramente en unos y en otras donde antes lo encontraremos”15. El sur, pues, como una especie de enfermedad de las vanguardias, una sombra que va a su aire. “Que tienes por mi persona / ¿a qué nie-gas el delirio / que tienes por mi persona? / le das martirio a tu cuerpo / y tú te estás matando sola / y yo pasando tormentos”, canta por malagueñas en un disco de pizarra de 1913 don Antonio Chacón, profundo y delirante quebranto del cante jondo por los siglos de los siglos. Amén que transmuta en la tinta china bailarina de Pablo Picasso:

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[…] que ya no puedo más de este milagro que es el no saber nada en este mundo y no haber aprendido nada sino a querer las cosas y comérmelas vivas y escuchar sus adiós cuando suenan las horas desde lejos y se van jugando al horizonte entre muchas razones que tienen de no decir el porqué de cómo aparecieron […].16

Se empieza con algo, se camina, se corre, se salta, se detiene el paso y se mira atrás. Allí está el sur. Siempre paciente, indolente en la espera de ser un día el nuevo norte.

La elección de un asunto sacro tan emblemático como el de la Crucifixión no fue una anécdota aislada en la vasta producción del pintor. A la temprana edad de once años, el artista ya se interesa por abordar, aún con trazo infantil, uno de los retos esenciales para los pintores barrocos españoles. Lo repite de nuevo en un sencillo boceto de 1901 o en el ya estilizado y temperado dibujo de 1902. Está incluido en el repertorio de temas durante la experimentación cubista a mediados de los años diez. Quizás culmina en el emblemático óleo de 1930 o en las tintas de los años treinta. Y como asunto retorna en algunas obras de los cincuenta mezclado con escenas de corridas. Más que la devoción religiosa, sirve quizás al pintor para reflejar el dolor y la angustia no de la divinidad, sino del ser humano y, por ello, sometido a las limitaciones.

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Notas

1. Johann Joachim Winckelmann. Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura. Barcelona: Península, 1987.

2. Véase Antonio Bonet Correa. “Picasso y España”. En: Antonio Bonet Correa et al. Picasso 1881-1981. Madrid: Taurus, 1981, p. 152. 3. Francisco Calvo Serraller. La invención del arte español. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2013, p. 127.

4. Citado por: Keneth Silver. Faunos, cen-tauros y héroes mitológicos. Picasso en la Costa Azul, 1919-1939. Ciclo de conferen-cias Picasso y el Mediterráneo, Museo Picasso Málaga, abril de 2006.

5. Citado por: Christine Peltre. Orientalisme. París: Éditions Terrail / Édigroup, 2010, p. 223.

6. Natasha Staller. A Sum of Destructions. Picasso’s Cultures & The Creation of Cubism. New Haven: Yale University Press, 2001, p. 20.

7. Jean Clair. Paradoxe sur le conservateur. París: L’Échoppe, 1988, pp. 12-13.

8. Pablo Picasso en conversación con Marius de Zayas, 1923. Citado por: Josep Palau i Fabre. Picasso. De los ballets al drama. 1917-1926. Barcelona: Polígrafa, 1999, p. 487.

9. Heinz Spielmann. “Mythos und Moderne”. En: Steingrim Laursen (dir.). Picasso und die Mythen. [Cat. exp.]. Hamburgo: Bucerius Kunst Forum; Bremen: Hauschild, 2002, pp. 11-12.

10. Jonathan Brown. “Picasso y la tradi-ción pictórica española”. En: Jonathan Brown (coord.). Picasso y la tradición española. Honda-rribia: Nerea, 1999, p. 37.

11. Ramón Gómez de la Serna. Ismos. Madrid: Biblioteca Nueva, 1931, pp. 7-8.

12. Estas últimas palabras las pronuncia Picasso en una conversación con Roberto Otero que tuvo lugar el 28 de noviembre de 1968. Citado por: Christine Piot. “Picasso et la prati-que de l’écriture”. En: Pablo Picasso. Écrits (ed. Marie-Laure Bernadac y Christine Piot). París: Gallimard; Réunion des Musées Nationaux, 1989, p. XXVI.

13. Citado por: Roland Penrose. Picasso: vida y obra. Madrid: Cid, 1959, pp. 457-458.

14. Citado por: Antonio Bonet Correa, op. cit., p. 145.

15. Ángel Gonzalez. “La noche española”. En: Patricia Molins y Pedro G. Romero (dirs.). La noche española: flamenco, vanguardia y cultura popular, 1865-1936. [Cat. exp.]. Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2007, p. 34.

16. 18 abril 1935, parte XXVI. Citado por: Marie-Laure Bernadac y Christine Piot (eds.), op. cit.

Pablo PicassoCabeza de perro y Cristo crucificado 1892Lápiz grafito sobre papel15,8 x 20 cmmuseu picasso, barcelona*

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El Mediterráneo. Fotografía de Gustav Le Gray, 1867*

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